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Francisco Mujica C.* NIKLAS LUHMANN Y LA FALSA DICOTOMÍA COHESIÓN/EXCLUSIÓN No importa el color del gato, mientras coma ratones. Proverbio chino. Resumen En la reflexión sociológica sobre el proceso de diferenciación social se ha dado por hecho el peligro que supondría la diferenciación social para la cohesión del orden social en su conjunto. La fuerza semántica de este supuesto se comprueba en las dos grandes estrategias históricas para combatir el proceso de diferenciación: socialismo real y orientaciones normativo-terapéuticas de los órdenes liberales. Sin embargo, la revisión de la sugerida tensión entre diferenciación y cohesión se revela como un pseudo problema cuando se explicita la pertinencia de las herramientas teóricas del concepto de sociedad que propone Niklas Luhmann; lo que evita atribuir la causa del pseudo dilema entre cohesión y diferenciación a variables ajenas a la actividad sociológica. Palabras claves: Diferenciación social, cohesión, orden social, socialismo real, terapia psicológica, coordinación por indiferencia. *Sociólogo de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Docente de teoría sociológica y sociología del derecho en Universidad de Playa Ancha, Universidad Adolfo Ibáñez y Universidad Alberto Hurtado.

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Francisco Mujica C.*

NIKLAS LUHMANN Y LA FALSA DICOTOMÍA COHESIÓN/EXCLUSIÓN

No importa el color del gato, mientras coma ratones.

Proverbio chino.

Resumen

En la reflexión sociológica sobre el proceso de diferenciación social se ha dado por

hecho el peligro que supondría la diferenciación social para la cohesión del orden social en su

conjunto. La fuerza semántica de este supuesto se comprueba en las dos grandes estrategias

históricas para combatir el proceso de diferenciación: socialismo real y orientaciones

normativo-terapéuticas de los órdenes liberales. Sin embargo, la revisión de la sugerida

tensión entre diferenciación y cohesión se revela como un pseudo problema cuando se explicita

la pertinencia de las herramientas teóricas del concepto de sociedad que propone Niklas

Luhmann; lo que evita atribuir la causa del pseudo dilema entre cohesión y diferenciación a

variables ajenas a la actividad sociológica.

Palabras claves: Diferenciación social, cohesión, orden social, socialismo real,

terapia psicológica, coordinación por indiferencia.

*Sociólogo de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Docente de teoría sociológica y sociología del

derecho en Universidad de Playa Ancha, Universidad Adolfo Ibáñez y Universidad Alberto Hurtado.

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I. La diferenciación social y el nacimiento de la sociología

a sociología debe su nacimiento al grado de evolución de su propio objeto

de estudio. El planteamiento de la pregunta por el orden social está en

directa relación con la emergencia de estrategias para la resolución de

problemas sociales completamente inéditos (industrialización, densidad

poblacional, etc.); problemas que la filosofía y la historia carecían del instrumental

para interpretar (Habermas 1981, Löwith 1958, Marcuse 2003).

Una de las estrategias más distintivas para hacer frente a la emergencia de

estos inexplicables problemas sociales (y que suscita particularmente la atención de

los fundadores del oficio sociológico) es el fenómeno de la diferenciación social.

La diferenciación social (Durkheim 2004, Luhmann 1991) es un

procedimiento para la resolución de problemas sociales que se caracteriza por

supeditar la ejecución de tareas a dos criterios fundamentales: alta abstracción

(para comprar cualquier bien se requiere dinero, para prohibir una conducta se

necesita validez legal, para formar una pareja hay que seguir las reglas del amor)

(Luhmann 2007), y alta especificidad: cada constelación social se especializa en

extremo en la tematización de un problema exclusivo (la educación en certificar

competencias adquiridas, la política en la toma de decisiones colectivamente

vinculantes, el derecho en la mantención de las expectativas normativas; por

mencionar algunos). Es por esto mismo que cada constelación social en particular es

altamente incompetente e indiferente a los demás problemas sociales (Luhmann

2007). Justamente por lo anterior la economía no puede –ya que no cuenta con las

herramientas-, solucionar problemas estéticos, como el derecho no puede procesar

problemas religiosos (Luhmann 2007).

La mejor manera de ratificar esta aseveración es echando un vistazo a la

forma que adoptaba la resolución de problemas en los órdenes sociales previos.

Las sociedades arcaicas se articulaban en sistemas parciales que, en

principio, eran iguales y formaban entorno lo unos para otros (Luhmann/ De Georgi

1998). Lo anterior suponía la formación de familias, que constituían la unidad

L

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artificial de la diferenciación, en la medida que incorporaba las diferencias de los

elementos basales: edad y sexo (Levi-Strauss 1987, Luhmann/ De Georgi 1998).

Correlativo a lo anterior, en las sociedades segmentarias o arcaicas los problemas

eran resueltos de acuerdo a la apelación a un consenso normativo férreo con ribetes

mítico-religiosos (Clastres 1996), y en un mayor grado de evolución, a un incipiente

“derecho de gentes” consuetudinario para enfrentar el problema de la “barbarie” o

del “extranjero” (Luhmann/ De Georgi 1998). De aquí que, en este contexto, el

derecho pudiese ostentar el estatuto de símbolo de unificación de las decisiones que

derivaban de un consenso socio-cultural, alcanzado a través de un meticuloso

escrutinio público de las decisiones y amparado en la estructura cohesionante del

mito, lo que adoptaba la forma para el observador externo de “solidaridad

mecánica” (Durkheim 2004). Asimismo, en tanto no existía la distinción entre

norma y promulgación (Weber 1999); las leyes llevaban anexado un contenido

sustantivo; por lo que coincidía en ellas siempre necesidad, legitimidad y bien

(Habermas 1990).

Más allá del paso de las sociedades segmentarias a las sociedades

estratificadas (Luhmann 2007), la estructura de las últimas aún le entregaba al

derecho la posibilidad de concebirse como una de las semánticas rectoras del orden

social.

Las sociedades estratificadas se organizaban mediante la diferenciación de

sistemas con respecto a otros. Dicha diferenciación se estructuraba gracias al rango

ocupado por el sistema con respecto a los demás, lo que implicaba la cerradura y

diferenciación del estamento superior con respecto a los inferiores (Luhmann/ De

Georgi 1998). Es por esto que la operatividad cotidiana en las sociedades

estratificadas se da gracias a la delimitación de “zonas” de cooperación y conflicto:

un noble no puede pelear con un plebeyo, pero sí ayudarlo (como lo leemos en el

‘Lazarillo de Tormes’). Junto con esto, existía una concentrada disponibilidad de

recursos en los distintos estamentos y estrechas posibilidades de distribución entre

los estratos (Luhmann/ De Georgi 1998).

En el caso de las sociedades estratificadas, las constelaciones problemáticas

se trataban independientemente por cada estrato (en la medida en que su

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organización lo permitiera) y, sobre todo, mediante la subordinación a un estrato

superior (Luhmann/ De Georgi 1998). No es de extrañar, entonces, que el derecho

pudiera ser considerado el motor unificador –o contenedor- de las soluciones que

entregaban a la sociedad en su conjunto las prestaciones de la supeditación al

estamento superior. La Paz de Westfalia y su principio “Ecus regio, ius religio”, con

el que se zanjó la disputa originante de la Guerra de los 30 años, constituye tal vez el

mejor ejemplo de la posición que exhibía el derecho entonces, por cuanto

ejemplifica que el derecho válido remitía al criterio ético y procedimental del estrato

superior el que, a su vez, simbolizaba al de la sociedad en su conjunto

(Mereminskaya/ Mascareño 2005).

En nuestro contexto, lo fundamental del cambio en el tratamiento general de

problemas sociales -que se introduce por vez primera con el procedimiento de la

diferenciación social-, son dos de sus implicancias: por un parte, toda selección

implica renunciar parcialmente a un sinfín de posibilidades (Luhmann 1991); de

aquí que –necesariamente- la inclusión en la sociedad contemporánea siempre

implique alguna forma de exclusión: para ser carnicero hay que dejar de ser policía

y para ser policía hay que dejar de ser sociólogo.

Pero no solamente la complejidad del orden social contemporáneo vuelve

correlato a la exclusión de toda inclusión, sino que –más aún-; el proceso de

diferenciación social clausura la posibilidad de desarrollar una racionalidad general

que trascienda las operaciones particulares de los distintos sistemas: la misma

diferenciación social erosiona las posibilidades de una coordinación social total

unidireccional, en tanto ningún sistema social cuenta con los rendimientos para

movilizar –a través de sus prestaciones- a las funciones que ha estabilizado otro

sistema para resolver el problema en el que se ha especializado (Luhmann 2007).

Es por esto mismo que, la capacidad de inclusión total que mostraron la

política y el derecho en órdenes sociales pre-diferenciados, se revela imposible en la

sociedad contemporánea: cuando la política pretende controlar precios para

garantizar la inclusión económica de los más pobres a través de una indicación

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jurídicamente tipificada; la economía responde con inflación -la que, dicho sea de

paso, afecta particularmente a los más pobres-, (Luhmann 1991).

A la luz de este radical cambio existen pocas temáticas en sociología que

atraviesen tan intensamente el desarrollo de la teoría sociológica como lo es el

examen de la relación entre cohesión social y la necesaria exclusión resultante de la

diferenciación social (Habermas 1981).

Desde los albores del pensamiento sociológico (Bottomore y Nisbet 1988,

Durkheim 2004) -y a partir de la percepción de las incipientes consecuencias

indeseadas del proceso de diferenciación social-, se ha pretendido establecer que la

especialización de tareas, como procedimiento social para hacer frente a la

complejidad característica de la sociedad contemporánea, lleva en su seno un

potencial desintegrador del orden social en su conjunto (Durkheim 2006, Habermas

1992, Parsons 1982).

No es casualidad que el gran objetivo de Durkheim (2006), en uno de los más

célebres textos de la historia de la sociología, sea mostrar en qué medida la

diferenciación puede alcanzar un grado tal como para poner en riesgo las

operaciones del orden social en su conjunto (que es precisamente la gran amenaza

del fenómeno del suicidio).

El último de los grandes teóricos sociales vivos, Jürgen Habermas (2000),

basa la segunda parte de su proyecto teórico en la posibilidad de construir

jurídicamente un horizonte social a partir de un grado de diferenciación social que

los individuos puedan tolerar. Al parecer, desde el clásico ejemplo de los alfileres

(Smith 1961), pasando por el pesimismo de Weber (1993) en relación a los

resultados de la autonomización del sistema político; hasta la condena de Parsons

(1982) hacia los anormales que no incorporan en su conducta las pautas culturales

indispensables para la institucionalización de los roles sociales, la teoría sociológica

ha establecido que la diferenciación social (y particularmente la lógica exclusión

como prerrequisito de sus operaciones) representa un riesgo para la perpetuación

del orden social y la cohesión derivada de éste.

A pesar de que la relación inversamente proporcional entre diferenciación y

cohesión sociales se ha convertido en una suerte de convicción incuestionada en la

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teoría sociológica, este texto propone que dicha suposición es consecuencia de

trabajar con herramientas teóricas inapropiadas para captar la especificidad de la

sociedad diferenciada contemporánea. Es así que, a través de la revisión de las

formas tradicionales en las que la sociología (y la sociedad) han pretendido

solucionar el pseudo-problema entre diferenciación y cohesión (II); se busca

mostrar la falsa dicotomía establecida entre ambos fenómenos sociales mediante la

exposición del concepto de sociedad de Niklas Luhmann (2007) como respuesta al

error de enfoque de las teorías de la sociedad precedentes en su hipótesis sobre la

rivalidad necesaria entre los procesos sociales de cohesión y diferenciación (III).

II. Estrategias (sociales y sociológicas) clásicas frente a la dicotomía

diferenciación/cohesión: socialismo real y terapia psicológica.

Establecimos en el apartado anterior que la sociología (Durkheim 2004,

2006; Giddens 1993; Habermas 1981, 2000; Marx 1959; Parsons 1982; Weber

1993) ha dado por hecho –implícita o explícitamente-, la existencia de una amenaza

en el proceso de diferenciación social: la intensificación de la diferenciación social

pone en peligro la mantención de la cohesión del orden social en su conjunto.

El argumento anterior adopta diversos matices, a saber: la colaboración de

las partes diferenciadas con el todo social exige una limitación a la autonomía de las

partes -con vistas a evitar las consecuencias indeseadas de la autorreferencia

(Durkheim 2004)-; así como la inexistencia de instancias rectoras del orden social

constituirían un óbice para la íntegra sensación de pertenencia de los individuos a la

sociedad (Habermas 1981).

Independientemente de la fundamentación esgrimida para validar el

supuesto, la hipótesis relativa a la tensión entre diferenciación y cohesión atraviesa,

como se ha señalado, prácticamente toda la teoría sociológica. Es más, la potencia y

omnipresencia de esta semántica –la comentada amenaza del despliegue del

proceso de diferenciación para con la cohesión social- ratifica su fuerza mediante su

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concreción y correlatos estructurales; expresados en experiencia históricas vitales, a

saber: el socialismo real como forma de impedir sistemáticamente el despliegue de

la diferenciación social (Chávez 2008) y la prescripción, propia de los regímenes

liberales, de otorgar a los sistemas terapéutico y educacional el rendimiento de

solucionar y prevenir –respectivamente- la necesaria exclusión de los individuos en

un contexto (diferenciación social) en donde toda inclusión supone exclusión

(Giddens 1993, Habermas 1981, Parsons 1982).

Si el orden social contemporáneo se articula a través de la diferenciación de

sistemas parciales que se abocan a solucionar problemas extremadamente

específicos (Luhmann 2007), la experiencia del socialismo real fue un caso

paradigmático de bloqueo a la diferenciación social a través de un tipo de

organización desde la cual se monopolizaba la construcción de la sociedad (Partido

único, Comité Central, Politburó, etc.); decretando la primacía de una constelación

de sentido por sobre las demás -como lo era el sistema político-; lo que se lo

pretendió alcanzar específicamente a través de la universalización social de la

burocratización estatal (Chávez 2008).

En este caso, el diagnóstico sociológico detrás de esta decisión era la

incuestionable necesidad de garantizar jurídico-políticamente la igualdad de cada

uno de los ciudadanos; que se expresaba en el gran proyecto social del marxismo

(Marx 1959, 1985) de la eliminación de las distinciones de clase.

Es precisamente por lo anterior que puede caracterizarse analíticamente la

estructuración social de los órdenes socialistas como un intento permanente -

efectivo a veces, infructuoso otras- por organizarse socialmente (a través de la

intervención directa, incuestionable y sistemática del Estado central) para contener

e impedir la diferenciación social.

La determinación resultó tan profunda que incluso el ámbito encomendado a

impedir la diferenciación social –la política, el Estado central- no exhibía él mismo

las propiedades de un sistema funcional nítidamente diferenciado según los

requisitos de la diferenciación social (Luhmann 2007); ya que –aunque contaba con

el rendimiento para ejecutar decisiones colectivamente vinculantes (Luhmann

1993)-, su grado de diferenciación interno oscilaba entre las características de la

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constelación propia de las organizaciones –clausura operativa en torno a la

prerrogativa de establecer membresías (Luhmann 2007)-, y el nivel característico

de los sistemas funcionales –estructuración en torno al código

“gobierno/oposición” en el caso del sistema político (Luhmann 1993) distinción

que, como se sabe, se combatía con particular intensidad en el socialismo real1.

A pesar de la existencia de múltiples motivos, en la lucha socialista contra la

diferenciación –expresada en el propósito central de los regímenes socialistas, a

saber, abolición de la propiedad privada vía estatización-; la politización burocrática

como forma de orden social no se demostró eficaz en el intento de generar un

sistema productivo orientado al valor de uso (Polanyi 2003). La limitación del

mercado y el despliegue de una democracia descentralizada y participativa, basados

en el decreto (y cumplimiento impenitente) de derechos sociales y obligatoriedad

en el ejercicio de la ciudadanía política, mantenían ocultos los costos de transacción

(Williamson 1975) que implicaban universalizar el valor de uso a población

económicamente ineficiente. Podría argumentarse que una de las grandes ironías

del socialismo real es que, precisamente en su intento de impulsar la igualdad

universal, emergen las diferencias constitutivas de las condiciones de inclusión y

adopción de roles propias de la sociedad diferenciada, en otras palabras: parece

errado pensar que alguien que puede acudir a buscar sus prestaciones sociales por

sí mismo, es igual a otro individuo a quien deben ser redirigidas a un cierto lugar

(debido a algún impedimento físico, logístico o económico).

Justamente, en virtud de lo anterior, el derrumbe de los socialismos reales es

interpretado desde la sociología marxista (Marcase 1969) –su principal fuente de

inspiración ideológica-, como un quiebre profundo en las formas de cohesión social

(fin en la gratuidad de las prestaciones sociales, desdibujamiento de la promoción

de instancias de asociatividad, etc.); como consecuencia del triunfo de la

1 Podría argumentarse, justamente, que la fuerza de la diferenciación –y la consecuente implosión del

socialismo real derivada de ésta- se expresa por vez primera de manera indubitable en la emergencia de una

oposición a los miembros de la organización del Partido. Los movimientos liderados por Yeltsin y Walesa,

terminan por constituir a la política como sistema funcional (gobierno/oposición); encarnándose -en ese

fenómeno-, el decreto de muerte del socialismo real frente al primado de la diferenciación como forma de

organización societal.

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diferenciación como procedimiento para el encauzamiento de problemas sociales. Al

margen de dicha letanía, nunca se ha argumentado (ni podría argumentarse) que –

con el derrumbe del socialismo real o en los años posteriores a su caída- haya

dejado de existir un orden social integral, cohesionado y cohesionante. Es

precisamente este hecho lo que ratifica que el problema que subyace al diagnóstico

es, más bien, de observación teórico; a saber: la supuesta tensión entre cohesión

social y diferenciación.

El mismo error, aunque expresado en diferentes orientaciones teórico-

normativas, puede identificarse en la solución que pretendieron incorporar los

órdenes liberales frente al pseudo-dilema entre diferenciación y cohesión social.

A diferencia del socialismo real, los órdenes sociales de corte liberal –propios

de las zonas de influencia vétero-europea y anglo-americana (Elias 1987)- que

comienzan a consolidarse a finales del siglo XIX (Habermas 1986), no se impusieron

como misión impedir o bloquear el proceso de diferenciación. Más aún, podría

argumentarse que, en buena medida, su desarrollo y consolidación se debe al

respeto y aprovechamiento de ciertas prestaciones que entregan órdenes

autónomos distintos al sistema político (particularmente la economía de mercado, la

institución universitaria y los medios de comunicación (Elias 1987, Habermas

1986)).

Sin embargo, en los contextos liberales también se generan estrategias

sociales de intervención para impedir las consecuencias indeseadas (supuestamente

atribuibles a) de la diferenciación social. Las clásicas instituciones del Estado del

bienestar (Luhmann 1993), la democracia parlamentaria y la fundamentación del

derecho positivo en la Declaración de los Derechos del Hombre (Habermas 2000);

dan cuenta de estructuras sociales destinadas a evitar los efectos nefastos de la

autonomización de las lógicas económica y política; respectivamente.

El pseudo-dilema entre cohesión y diferenciación parece adoptar, para el

liberalismo, una variante diferente a la del socialismo real: desdibujamiento de la

motivación individual requerida (supuestamente) para volver prerrequisito de la

conducta personal la asunción de roles exigida por un orden diferenciado (Giddens

1993; Habermas 1981, 1999; Parsons 1982).

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Podría pensarse que la distancia generacional, teórica y normativa entre los

autores mencionados impediría plantear una transversalidad semántica en relación

a la estrategia liberal de la solución de nuestro pseudo-problema. No obstante, basta

con afirmar que todas las diferencias escrutadas pueden ser enfocadas a partir del

siguiente bemol: mientras Parsons (1982) decreta la anormalidad de la no asunción

individual de roles (y resalta el peligro de la disfuncionalidad de las “conductas

desviadas” para con los prerrequisitos funcionales de todo orden social (Parsons

1982)); Giddens (1993) examina formas más y menos propicias de la constitución

de la identidad personal en el contexto de un orden diferenciado; mientras que

Habermas (1981, 1999) atribuye a la diferenciación social las causas de la caída de

las tasas de participación política en la sociedad contemporánea.

Es así que, en el contexto de los órdenes liberales, se concluye (o sugiere) que

–por algún motivo que habremos de revisar-, la diferenciación decanta en un

detrimento de la motivación para adoptar la posición personal exigida para el

cumplimiento especializado de tareas sociales.

Sin embargo –y a pesar de contundencia de los argumentos respectivos

presentados-, no se presenta la evidencia que permita concluir que el fenómeno de

la desmotivación personal frente a las exigencias de los roles de la diferenciación

(“conducta desviada” (Parsons), “privatismo civil” (Habermas), “desesperada

búsqueda de confianza” (Giddens)); suponga una desintegración del orden social ni

de las formas de cohesión que éste entrega. Es más, a pesar de la constatación

empírica de estos “síndromes” –como los denomina Habermas (1999)- se podría

perfectamente establecer que –al margen de la presencia de estos síndromes- sigue

existiendo la sensación de pertenencia hacia la sociedad en su conjunto.

Tanto Parsons (1982) –al igual que Giddens (1993) y Habermas (1999)-,

perciben que la latencia de los síndromes –caída de asociatividad, problemas de

motivación-; no han alcanzado una magnitud que permita argumentar el

resquebrajamiento de la prestación cohesionante que distingue a todo orden social.

Mientras Habermas (1999) argumenta que la ruptura del orden social no ha

acontecido en tanto ha habido una adaptación paulatina en relación a la

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equivalencia entre sentido y seguridad social establecida en los regímenes

capitalista-liberales (Habermas 1999), Giddens (1993) percibe que la tensión entre

diferenciación social y cohesión es atribuible a la culminación del proyecto de la

modernidad –expresado en la explicitación de sus contradicciones internas-; en

tanto Parsons (1982) se empecina en mostrar la primacía e impermeabilidad de las

pautas valóricas como garantía del orden social.

Es así que, si en el socialismo real se combatía abiertamente la

diferenciación desde el Estado central, en los órdenes liberales la semántica sobre

los riesgos de la diferenciación con respecto a la cohesión del orden social decantó

estructuralmente en la sistematización de estrategias para combatir las supuestas

amenazas de la diferenciación.

Dicho decantamiento es atribuible, a nuestro juicio, al diagnóstico (o la

receta, podría decirse); que deriva de la conclusión con respecto a los supuestos

“síndromes” de la diferenciación a las que arriban Parsons, Habermas y Giddens.

Una de las dos recetas deriva del peligro que profetiza Parsons (1982) sobre

los peligros de la disfuncionalidad derivada de la no internalización de las pautas

simbólico-culturales que exigen los roles: “un proceso de interacción solo puede

organizarse y estabilizarse en términos de una serie de “convenciones” que definan

los significados comunes de las interacciones mutuas (…) Toda interacción, sea

verbal o no, involucra, en un aspecto fundamental, la acción de “hablar” un lenguaje

simbólico, que transmita significados cognitivos y expresivos.” (Parsons y Bales

1970: 65)

Es así que esta moral convencional –supuesto basamento último y latente del

orden social- debe resguardarse a tal punto que se le prescribe a sistemas parciales

(en el caso de Parsons, el sistema educativo como garante de la universalización de

las pautas que permitan inserción en el mercado del trabajo); el deber de

internalizar sí o sí en los individuos las convenciones valóricas supuestamente

indispensables para perpetuar la cohesión propia del orden social: “el proceso de

interacción no puede estabilizarse a menos que, tanto en el aspecto actitudinal como

en el objetual de la organización de la acción, los participantes elaboren complejos

de actitudes, actos simbólicos y objetos que posean referencia simbólica mutua; (…)

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En el sentido más estricto, la “estructura” de un sistema de acción está constituida

por el pautaje de estas referencias simbólicas. Además, con esto se aclara que

cuando nos referimos a la “internalización” de una pauta cultural expresamos

simplemente el hecho de la organización de estos componentes elementales,

motivacionales y objetuales en términos de referencias simbólicas mutuas.”

(Parsons y Bales 1970: 65-66)

En término simples –para Parsons (1982)- dejaría de existir el orden social si

se pone en peligro le cumplimiento en la complementariedad de expectativas

relativas a los valores morales que dan lugar a un rol. Y justamente, en tanto

Parsons percibe que la diferenciación social amenaza dicha complementariedad,

prescribe al sistema educativo la función de garantizar la internalización de las

convenciones morales en la personalidad de los individuos que pretendan adoptar

un rol en el sistema social (Parsons 1982).

La segunda receta liberal que deriva del pseudo-dilema entre cohesión y

diferenciación es la importancia relativa sugerida a entregarse al sistema

terapéutico, más específicamente a la terapia psicológica.

Una de las grandes conclusiones del trabajo teórico de Habermas

(1981,1999, 2000) corresponde a la relación que establece entre psicopatologías e

ilegitimidad. De aquí que se aboque a demostrar que el gran indicador de los

problemas de legitimación de la sociedad contemporánea remite a la presencia e

intensidad de psicopatologías: alcoholismo, depresión, histeria; por mencionar

algunos.

La operación y desenvolvimiento no regulados de medios estratégicos de

coordinación social (en particular poder y dinero) en la vida social, resultaría en una

erosión de los procesos simbólico-interactivos; socavando la interioridad personal

en tanto dichas formas de coordinación prescinden de una orientación al

entendimiento como prerrequisito para la ejecución de sus operaciones (Habermas

1981).

El combate de las psicopatologías para Habermas –supuestamente atribuible

a la diferenciación y autonomización de las lógicas estratégicas del mercado y del

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poder político- adopta una variante terapéutica: incentivo a los procesos de

simbolización psicológicos, mediante el desarrollo de una conciencia moral que se

exprese en una actitud realizativa hacia la participación y la crítica ciudadana

(Habermas 1981). El desarrollo simbólico-expresivo de la conciencia individual a

partir de criterios de universalidad, cosmopolitismo y orientación hacia el debate

sería la gran forma de hacer frente a la amenaza de la diferenciación y las

consecuencias desdibujadoras de la subjetividad (Habermas 2000).

Es prácticamente la misma línea la que se puede identificar en Giddens

(1993), al margen de la validez de las variaciones semánticas del argumento.

Nuestra época se caracterizaría, a ojos de Giddens (1993), por ser la

consumación de una época que se distingue fundamentalmente por ser la primera

en la historia en disociar tiempo y espacio. En las sociedades pre-modernas espacio

y lugar tienden a coincidir, ya que la mayor parte de los aspectos de la vida social

depende de la presencialidad de los actores. No obstante, la modernidad separa

espacio y lugar, fomentado relaciones entre ausentes localizados a distancia: “En las

condiciones de la modernidad, el lugar se hace crecientemente fantasmagórico, es

decir, los aspectos locales son penetrados en profundidad y configurados por

influencias sociales que se generan a gran distancia de ellos.” (Giddens 1993: 30,

cursivas del autor).

Es gracias a la especialización de tareas que la modernidad logra desanclar

(Giddens 1993) la resolución de tareas sociales de contextos locales: “Deseo hacer

una distinción entre dos tipos de mecanismos de desanclaje que están

intrínsicamente implicados en el desarrollo de las instituciones sociales modernas.

Al primero de ellos lo llamaré la creación de “señales simbólicas”; al otro lo

denominaré el establecimiento de “sistemas expertos.” (…) Se pueden distinguir

varios tipos de señales simbólicas, como por ejemplo los medios de legitimación

política, (…) la señal simbólica del dinero.” (Giddens 1993: 32-33).

De aquí que la intensificación y culminación del proceso de desanclaje –

arquetípico de nuestra época según Giddens- implique el desarrollo de

características individuales concordantes con las exigencias del mismo. Más aún,

todos los mecanismos de desanclaje- tanto las señales simbólicas como los sistemas

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expertos-, se basan en la noción de fiabilidad (trust): “la fiabilidad va implicada, de

manera fundamental, en las instituciones de la modernidad; pero esa fiabilidad no

se confiere a individuos sino a capacidades abstractas. Cualquiera que utilice los

símbolos monetarios, lo hace asumiendo que los otros, a los que nunca ve,

respetarán su valor.” (Giddens 1993: 36). El gran desafío que deriva de la

diferenciación social –que Giddens (1993) estudia como “desanclaje”- parece ser la

coordinación social en un contexto caracterizado por la inexistencia de referencias

empíricas para basar la fiabilidad que se les debe a los sistemas de señales simbólicas.

Es precisamente por esto que Giddens –en la misma línea que Habermas

(1981)- postula la necesariedad de impulsar procesos de reflexivización del “Yo”;

como forma de desarrollar las herramientas psico-socio-afectivas para enfrentar un

contexto diferenciado en que tiempo y espacio se presentan disociados ante el

sujeto cotidiano, lo que se expresa en la inminencia de basar cada vez más las

relaciones personales y la conformación del yo en la confianza en los otros y uno

mismo: “La confianza en las personas (…) se construye sobre la reciprocidad de la

acogida y el ambiente: fe en la integridad del otro es la fuente primera del

sentimiento de integridad y autenticidad del yo. La fiabilidad en los sistemas

abstractos proporciona la seguridad de la confianza cotidiana pero, por su misma

naturaleza, jamás puede ofrecer la reciprocidad ni la intimidad que ofrecen las

relaciones personales de confianza.” (Giddens 1993: 110).

Las estrategias presentadas por Parsons, Habermas y Giddens para evitar las

supuestas consecuencias nefastas de la diferenciación, y que tienen su concreción

estructural en la prescripción social hacia los sistemas educativo y terapéutico;

puede ostentar la validez propia de una relación intuitiva. A nuestro juicio, a tal

condición se debe –en buena medida- la estabilización estructural del diagnóstico.

Sin embargo, la confianza en la intuición en el contexto de trabajo teórico implicaría

renunciar a las herramientas que hoy nos permiten, por ejemplo, entender las leyes

de Newton.

Pareciera que los decretos de intervención de Parsons, Habermas y Giddens

hacia los individuos (frente a la supuesta amenaza de la diferenciación social),

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remite más que a un desarrollo conceptual, a una regresión con respecto a la

categorización de lo social, ya que, enfocar el (pseudo) problema de la

diferenciación social a partir del examen de motivaciones personales, subjetivas o

en relación a procesos de la individualidad psíquica equivale, precisamente, a des-

sociologizar el análisis; renunciar a hacer sociología mediante la atribución a los

individuos de dificultades personales para desenvolverse en el orden social. O dicho

de otra forma, la premisa de los órdenes liberales toma la siguiente forma: si los

individuos exhiben problemas para adaptarse a un medio social con características

particulares, entonces es menester modificar su conducta y/o conciencia (vía

intervención educativa o psicológica).

No obstante, resulta fundamental plantear una serie de preguntas a la

asunción liberal sobre el socavamiento subjetivo que supuestamente lleva latente el

proceso de diferenciación social. A saber: ¿cómo explica el enfoque teórico

compartido por Parsons, Habermas y Giddens para dar cuenta de la supuesta

tensión entre diferenciación y cohesión; el sinnúmero de casos de individuos que no

presentan los rasgos o síntomas que testimonian la presencia del “síndrome”

supuestamente derivado de la diferenciación social? ¿Por qué debiera ostentar una

validez universal la asunción entre diferenciación y erosión de la cohesión social,

habiendo tantos –y tan diversos- individuos que no se inscriben en esta descripción?

Más aún, ¿por qué en contextos regionales en donde la ilegitimidad se encuentra

mucho más presente que en otros (México v/s Finlandia, Argentina v/s Holanda,

etc.), la incidencia de las psicopatologías demuestra ser menos preponderante?

Asimismo, ¿es que Rimbaud, Oscar Wilde, Foucault, Henry Miller; no son, ellos

mismos, sociales? Justamente la adopción de un rol no funcional por parte de estos

personajes –y miles de otros- es fruto del proceso de diferenciación: crítica

semántica de las estructuras establecidas como acicate para la intensificación de la

resolución especializada de problemas; y autonomización del arte como lógica

frente a la institucionalidad y el mercado.

La revisión de las estrategias sociales y sociológicas frente al pseudo dilema

entre diferenciación social y cohesión nos revela que ni la experiencia del socialismo

real como bloqueo a la diferenciación social, ni la intervención liberal a partir de los

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sistemas terapéutico y educacional entregan evidencias concluyentes para ratificar

la hipótesis de la tensión o amenaza que representa el proceso de diferenciación

social para con la cohesión social. Ni el derrumbe del socialismo real ni la

diseminación de psicopatologías en los órdenes liberales permiten demostrar que la

diferenciación supone un riesgo para la cohesión social. Tanto en las fases más

caóticas de la consolidación de las repúblicas que pertenecieron a la órbita soviética,

así como en las épocas de mayor incidencia de psicopatologías de las sociedades

liberales; no existen las herramientas conceptuales para demostrar que la cohesión

que entrega todo orden social haya dejado de existir en esos periodos (ni en ningún

otro).

Más que el afán por demostrar alguna inconsistencia teórica, el objetivo de

esta revisión remite simplemente a señalar que, detrás de la asunción incuestionada

del pseudo-problema entre diferenciación y cohesión social, aparece un campo

ubérrimo para el desarrollo sociológico. Cuando se trabaja con las herramientas

teóricas atingentes para describir a una sociedad diferenciada, no hace falta luchar

para impedir el proceso de diferenciación –como pretendió el socialismo-, ni

tampoco recetar terapia psicológica a los individuos con síntomas derivados de un

estado de conciencia a la que el sociólogo (ni nadie, salvo el individuo en cuestión –

como irónicamente señala Habermas (1990) mismo); tiene acceso. Es por eso que

concluiremos este trabajo a través de la discusión del concepto de sociedad de

Niklas Luhmann para explicitar –a través de su exposición- por qué no debe

pensarse la diferenciación social como una amenaza para la cohesión del orden

social (sino, más bien, a la inversa).

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III. Conclusión: la teoría de la sociedad de Niklas Luhmann y la diferenciación

como garantía de la cohesión social.

Dijimos que la organización de la sociedad contemporánea se caracteriza por

la emergencia evolutiva de estructuras y semánticas altamente especializadas, que

se abocan a orientar las operaciones de los múltiples plexos de sentido (economía,

derecho, arte, ciencia, etc.) que caracterizan a la sociedad moderna. Dichas

constelaciones son denominadas por la sociología sistémica como sistemas

funcionales. (Luhmann 1991, 2007, 2011)

Asimismo, vimos que este proceso implicaba que, además de la reproducción

autogestionada de cada constelación (Luhmann 1991), cada sistema funcional debe

incorporar información en sus operaciones por sus propios medios; lo que resulta

en la construcción y estabilización de herramientas particulares y específicas de la

lógica de cada sistema: mientras el arte desarrolla museos para solucionar los

problemas que le competen, el derecho institucionaliza los tribunales y la salud; los

hospitales (Luhmann 2007).

Ante esta situación, resulta innegable la tentación de advertir el peligro de la

diferenciación para la cohesión del orden social en su conjunto. No obstante,

Luhmann (2011) jamás pone en duda que un orden social diferenciado en sistemas

autónomos (economía, ciencia, etc.), no exija reconocer el problema de representar

la unidad de la sociedad -a pesar de la incapacidad de un sistema de integrar la

totalidad social (en la medida en que cada sistema sólo opera con su respectiva

lógica parcial: política-poder, economía-escasez, arte-originalidad, intimidad-amor,

ciencia-verdad, etc.)-. Es decir, la propiedad evolutiva de la diferenciación en la

sociedad contemporánea no implica que a partir de la coexistencia de distintos

centros de operación autónomos, la sociedad moderna no pueda ser

conceptualizada como la totalidad propia de un orden emergente que ella es. Es así

que, para Luhmann, la integración social ya no se basaría en una consistencia

valórica o cultural (Parsons 1982), ni en la interdependencia de las funciones

(Durkheim 2004); ahora la dimensión integradora radicaría en la reciproca

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indiferencia entre los sistemas, condición necesaria para realizar sus funciones

(Luhmann 2007).

De esta perspectiva la relación entre diferenciación social y cohesión deja de

aparecer como un problema; en tanto el orden social opera -para Luhmann (2007,

2011)- gracias a la coordinación por indiferencia de las distintas constelaciones

diferenciadas: cuando la política impone una ley, la economía responde ajustando

los precios, mientras que la ciencia lo hace constatando una verdad y la moral

otorgando la estima que el hecho en cuestión merezca (a ojos de la moral). Cada

constelación moviliza desde la perspectiva que puede, las herramientas que puede, a

partir de la decodificación autónoma que realiza de los estímulos de su entorno;

decodificación para la cual es indiferente el motivo que esgrime la constelación que

dio lugar a la comunicación en cuestión (Luhmann 1991, 2007, 2011).

En virtud de lo anterior, Luhmann (2007, 2011) procede a cuestionar la

posibilidad de describir o dirigir al orden social a partir de una lógica parcial de la

diferenciación, en tanto la diferenciación funcional y semántica mismas clausuran la

posibilidad de asociar el orden social en su conjunto con una constelación de sentido

parcial: “La forma de diferenciación de la sociedad moderna obliga a abandonar

estos principios estructurales (por ejemplo la estratificación) y

correspondientemente esta sociedad asume un modo heterárquico y acéntrico.”

(Luhmann 2007: 118, cursivas del autor). Es así como el proceso evolutivo de la

diferenciación funcional resulta en la constitución de una sociedad policontextural y

multisémicamente estructurada. (Luhmann 2007); proceso para el que no resulta

una amenaza la diferenciación social sino, más bien, un insumo necesario; una

suerte de condición de posibilidad.

Frente a la irrefutabilidad evolutiva de la organización de la sociedad

moderna en lógicas parciales y autogestionadas para hacer frente a diversos

problemas sociales, el problema no parece ser impedir la desintegración (como

supusieron socialismo y liberalismo), sino la coordinación de sistemas funcionales

diferenciados en torno a una operación parcial y específica. Dicho de otra forma,

observar el orden social partiendo desde el supuesto de la diferencia (Luhmann

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1991, 1993, 2007, 2011) no implica bajo ninguna circunstancia concluir que el

orden social se encuentra en riego de desaparecer. A la inversa, considerar como

requisito para la mantención de la cohesión social la existencia de un sustrato

unificador (o una suerte de manto unitario-trascendental –intersubjetividad

(Habermas 1981), complementariedad de expectativas (Parsons 1982); equivale a

renunciar a explicar formas de coordinación social que no remiten a una

racionalidad general o a una sustancia normativa sino -más bien por el contrario-,

son coordinaciones que tienen como condición de posibilidad la diferenciación y

autonomía de sistemas funcionales parciales y especializados.

A modo de ejemplo, la existencia de organizaciones jurídico-ambientales de

alcance mundial representa un claro ejemplo del requisito de diferenciación para

alcanzar su unidad (y generar la cohesión que éstas entregan); en tanto sólo

mediante la diferenciación entre política y derecho, pueden tales organizaciones

pretender legislar a nivel mundial; al margen de la vinculatividad de carácter

nacional que propulsa la política a través del Estado nacional. Mientras la política

obliga a nivel local, el derecho internacional valida su legislación al margen de

injerencias regionales. Del mismo modo, los fundamentos de su legislación

carecerían de validez temática sin la prestación de un sistema científico diferenciado

que permita el desarrollo de preceptos jurídicos amparados en evidencia cognitiva;

como tampoco podrían desarrollar su labor sin el financiamiento que entregan

empresas u organismos pecuniarios; que deben su existencia- ellas mismas- a la

diferenciación de un sistema económico anclado en la lógica de la eficiencia que

(dicho sea de paso) no es ni la lógica de la política, ni del derecho, ni de la ciencia; las

que –gracias a la coordinación por indiferencia- dan vida a comunicaciones de

carácter mundial, como lo son las organizaciones ambientales.

Hemos visto que, a pesar –y gracias a-, el sinfín de exclusiones que derivan de

la diferenciación social, la sociedad no sólo mantiene su cohesión sino, más

interesante aún, dicha cohesión es precisamente un derivado de la diferenciación. Es

justamente por eso que, cuando se trabaja con las herramientas atingentes al

estudio de un campo en cuestión (Luhmann 2007, 2011), no se vuelve necesario

revertir la impotencia del trabajo teórico atribuyendo a factores ajenos a ese campo

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(en nuestro caso, los individuos); la responsabilidad de hacer peligrar el orden

social por problemas no sociales (como son los problemas individuales).

Probablemente la letanía no sea más que la explicitación de una contingente

preferencia apetitiva que, en último término, resulta tan irrelevante como

impertinente para el estudio de la sociedad.

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