Nina Que Amaba Las Cerillas, La - Gaetan Soucy

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Annotation

'Mi hermano y yo tuvimos quehacernos cargo del Universo, pues unamañana sin avisar, porco antes del alba,papá entregó su espíritu. Sus despojoscrispados en un dolor del que sólo quedabala corteza, sus decretos de súbitoconvertidos en polvo, todo eso yacía allíen el cuarto desde el cual papá todavía lavíspera nos ordenaba todo. Mi hermano yyo necesitábamos órdenes para noborrarnos por trozos, era nuestro mortero.Sin papá nada sabíamos hacer. Apenaspodíamos vacilar, existir, temer, sufrir'.Así comienza un relato intenso e imposible

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de contar, a la vez divertido e imponente,lleno de sorpresas y de encanto, narrado enuna lengua al tiempo titubeante ydeslumbrante. Esto prueba dos cosas: quela literatura es una fiesta del lenguaje y queGaétan Soucy ocupa un sitio único eindiscutible entre nosotros.

GAÉTAN SOUCY

I

II

notes

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GAÉTAN SOUCY

La niña que amaba las cerillas

Traducción de

Óscar Luis Molina Sierralta

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Akal

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Título Original: Le petite fille quiaimait trop les allumettes

Traductor: Molina Sierralta, ÓscarLuis

©1998, Soucy, Gaétan©2001, AkalColección: Akal literaria, 16ISBN: 9788446014539Generado con: QualityEbook v0.61

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À Isabelle

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La experiencia de la sensación de dolor noes la experiencia de quien (por ejemplo“YO”) posee algo. Distingo en los doloresuna intensidad, un lugar, etc., pero no unpropietario. ¿Cómo serán entonces losdolores que nadie “tiene”? ¿Dolores que nopertenecen verdaderamente a nadie?

Todo el problema proviene de quesiempre se representa a los dolores comoalgo que se puede percibir en el sentido enque uno percibe una caja de cerillas.

Ludwig Wittgenstein

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I Mi hermano y yo tuvimos que hacernoscargo del universo, pues una mañana, sinavisar, poco antes del alba, papá entregó suespíritu. Sus despojos crispados en undolor del que sólo quedaba la corteza, susdecretos de súbito convertidos en polvo,todo eso yacía allí, en el cuarto desde elcual papá todavía la víspera nos ordenabatodo. Mi hermano y yo necesitábamosórdenes para no borrarnos por trozos, eranuestro mortero. Sin papá nada sabíamoshacer. Apenas podíamos vacilar, existir,temer, sufrir.

Yacía no es, por lo demás, la palabraapropiada, si es que hubiera una. Mi

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hermano, que se levantó primero, advirtióel acontecimiento, pues ese día yo era elsecretario y tenía derecho a demorarmeantes de salir del lecho del campo despuésde una noche a la intemperie, y acababa deinstalarme en la mesa ante el libro mágicocuando hermanito volvió a bajar. Loconvenido era que debíamos golpear antesde entrar a la habitación de padre y que,después de haber golpeado, debíamosesperar que padre nos autorizara aingresar, pues podía ocurrir que lesorprendiéramos durante sus ejercicios.

—Toqué a la puerta —dijo hermano— y no respondió padre. Esperé hasta...hasta...

Hermano sacó del bolsillo de su

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chaleco un reloj que hace siglos que notenía manecillas.

—... hasta enseguida, exactamente, yno dio señal de vida.

Siguió mirando fijo su reloj vacío,como si no se atreviera a posar los ojos enotra parte, y yo veía el temor —temor yestupor— invadirle el rostro como el aguaun odre. Por mi parte, acababa de escribirla fecha en la parte alta de la página, latinta aún estaba fresca; dije:

—Valía la pena. Pero consultemos elrollo y lo sabremos mejor.

Escrutamos los doce artículos delcódigo de la buena casa, un documento muyhermoso que data de siglos y siglos, conletras muy decorativas y miniaturas, si es

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que sé lo que eso significa, pero no habíaningún artículo que tuviera siquiera unalejana relación con la situación. Volví adejar el rollo en su caja polvorienta, lacaja en su armario. Y dije a mi hermano:

—¡Entra! ¡Abre la puerta y entra!Puede que padre haya fallecido. Peropuede, también, que sólo sea un ataque.

Hubo un largo silencio. Sólo seescuchaban los crujidos de la madera enlas paredes, pues la madera de las paredescruje todo el tiempo en la cocina de nuestraresidencia terrestre. Hermano alzó loshombros y sacudió la cabezota. «¿Quéquiere decir esto? No lo entiendo.» Y agitóhacia mí un índice amenazador:«Escúchame bien. Voy a subir y te advierto

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que si papá ha fallecido... ¿Me escuchas?Si papá ha fallecido...» No continuó.Apartó el rostro, como un perro querenuncia.

—No te inquietes —dije—. Haremosfrente a eso. Pero ve.

Hermano fue. Y así supo que papá nocerraba la puerta con llave. Supimos queno estaba cerrada con llave cuandoentramos. Pero padre se levantaba antesque nosotros, si un ser así dormía por lanoche, y debía, creíamos, quitar la llavecuando despertábamos, para que nosresultara algo más cómodo. Sin embargo,esa mañana se debió revelar a mi hermanoque sin duda padre debía dormir por lanoche, porque estaba desnudo, con los ojos

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cerrados y la lengua afuera, y que, por otraparte, no ponía cerrojo a su puerta. Porqueno se entiende por qué, si no había dormidoesa noche y si por lo mismo habíapermanecido con su ropa, se habría tomadola molestia de desnudarse para pasar alotro lado. Debía, entonces, dormir, ydormir desnudo, y haber muerto sinsolución de continuidad con ese aspecto;ése fue mi razonamiento.

Hermano volvió a mí pálido como elhueso. «Está todo blanco», dijo. ¿Blanco?dije, ¿qué quieres decir? ¿Blanco cómo?¿Blanco como nieve? Pues de papá sepodía esperar cualquier cosa. Hermanoreflexionó. «Sabes, el recinto al otro ladode la huerta, no el nicho a la derecha,

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detrás de la cabaña de madera. ¿Ves quéquiero decir?» Sí, dije, del otro lado de lacapilla. ¿Dónde quieres llegar? «Si se bajala suave pendiente que hay atrás, se llega alarroyo seco.» Todo eso era exacto. «¿Yrecuerdas las piedras que allí estánamontonadas?» Las recordaba. «Y bueno,padre está blanco como eso. Exactamenteese blanco.» Entonces es que está un pocoazul, dije, azul blanco. «Sí, eso es, azulblanco.» Pregunté por sus bigotes, cómoestaban sus bigotes. Mi hermano me clavóunos ojos de animal que no comprende porqué lo golpean. «¿Papá tenía bigotes?» Losbigotes, dije, que nos pedía que lepeináramos todas las semanas. «Padrenunca me pidió que le peinara unos

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bigotes.» Ay, ay, ay. Mi hermano y sudescarada mala fe, no sé si he pensado enescribirlo. Se fue a sentar a la mesa,pálido, con las rodillas temblando, como sifuera a poner los ojos en blanco para unavisita al paraíso.

—¿Pero respira? —seguíapreguntándome.

Papá tenía una forma de respirar queno dejaba la menor duda. Incluso cuando sedesmayaba y no se movía más que unapatera, incluso cuando tenía esa mirada fijaque no terminaba nunca, bastabacontemplarle el pecho —plano alcomienzo, se inflaba como nuestro únicojuguete, la rana, alcanzaba un volumen quese diría el del vientre de un caballo muerto,

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y después se desinflaba discontinuamente,con pequeñas sacudidas—, bastaba mirarleel pecho para saber que papá era aún deeste mundo a pesar del ataque.

Hermano sacudió la cabeza comorespuesta a mi pregunta. Entonces estámuerto, dije. Y repetí, lo cual no me suelesuceder: entonces está muerto. Lo extraño,al pronunciar esas palabras, es que nadasucedía. El universo no se comportabapeor que de costumbre. Dormido con sumismo sueño viejo, todo continuabagastándose como si nada.

Avancé hacia la ventana. Éste sí queera un modo completamentedesacostumbrado de comenzar la jornadacon el pie izquierdo. Se anunciaba

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lluviosa, nuestro pan de cada día en esterincón del país, cuando no la nieve. Loscampos se extendían bajo un cielo bajo,avaros, mal mantenidos. Me escuché decir:

—Debemos hacer algo. Creo quehabrá que enterrarlo.

Mi hermano, los codos en la mesa,estalló en sollozos, un ruido confuso, comocuando se estalla de risa con la boca llena.Di un puñetazo sobre la mesa, ofendida.Hermano se interrumpió de súbito, comosorprendido de sí mismo. Permaneció conlos labios cerrados como culo de pollo,aspirando aire y parpadeando, rojo comola vez que mordió uno de los pimientos depapá.

Vino a mí y aplastó la cara contra los

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vidrios, costumbre que tenía desdesiempre, y por eso la ventana estaba tansucia a la altura de un hombre. Su alientoempañó el vidrio, como puede hacerloquien no se ha disparado en el corazón. «Sidebemos enterrarlo», dijo, «mejor hacerloahora, antes de que llueva. No seríaconveniente inhumar a papá en el barro.»Desde el fondo del prado, caballo seacercaba a nosotros, vientre bajo, testuzbamboleante.

—¡Pero necesita un sudario, no seentierra así a papá!

Y yo repetía, con susurro plañidero,golpeando suavemente con la cabeza elmarco de la ventana: un sudario, unsudario...

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Después me fui a la puerta. Mihermano me preguntó a dónde iba.

—Al cobertizo de madera.No comprendió bien. ¿Al cobertizo de

madera a buscar un sudario?—Quiero ver qué tablas tenemos. Y tú

—agregué— ve a escribir lo que acaba desuceder.

De inmediato sus remilgos de niñomimado.

—¡Tú eres hoy el secretario!—No encontraré las palabras.—¡Las palabras! ¡Las palabras! ¿Qué

palabras?Debéis saber que me despreciaría a

mí mismo al punto de quemar las cortinassi verdaderamente me llegaran a faltar las

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palabras, pero fingía para obligar ahermano a que asumiera, aunque sólo fueraun poco, su oficio de garabatos. Mihermano es un hipócrita o no me conozco.Para terminar la discusión, blandí el potede los clavos. Adopté un gesto de durezaextrema, apreté los dientes y fruncí lascejas, lo cual debía evocar a padre, y esole impresionó.

Bajé los pocos peldaños de laescalinata, cuidando de no pisar los máspodridos, y me encaminé al cobertizo,como había dicho. La tierra estaba húmeda,un olor a barro y raíces que permanecía enla cabeza como los malos sueños que aveces tengo. Me salía vapor de la boca, sinque yo tuviera ninguna intención. La

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comarca era sin fin, toda gris, y el pinarque colmaba el horizonte tenía el color delas espinacas hervidas que papá tenía porcostumbre desayunar. El pueblo estaba, alparecer, al otro lado, y también los sietemares y las maravillas del mundo.

Me detuve a dos pasos de caballo. Élme miraba, inmóvil. Era tan viejo y estabatan cansado que sus ojos redondos ya noeran del mismo marrón. No sé si en otraspartes sobre la tierra existen caballos conojos azules como los de los valientes cuyasimágenes adornan mis diccionariosfavoritos, pero en fin, no estamos aquíabajo para obtener respuestas, me parece.Me acerqué más y le di un golpe en latestuz, en memoria de padre. El animal

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retrocedió y después bajó su cara enorme.Me volví a acercar y le acaricié la grupa,no soy rencoroso. Y al cabo, papá, todoeso, no era culpa suya. Quizá escribítambién la palabra animal con ligereza.

Hay goma y moho en el piso delcobertizo. Es el efecto del serrín de lasierra y de la lluvia que surge del suelo yque nunca termina. Detestaba poner lasbotas allí dentro, sentir que la tierra se mepegaba, que me succionaba hacia su vientreque es como una boca, como los pulpos,también como la música. Hacía tiempo,pongamos unos días, que no venía aquí.Una costra de excrementos cubría lasegadora, chatarra inextricable por todaspartes, y ya la carreta ni siquiera sabía a

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qué se parecía la grupa de un buey. El JustoCastigo permanecía en su rincón, recogidoen su pequeño hatillo. No había cambiadomucho en los últimos años, y se lodesplazaba con cautela, sólo se lo sacabade su caja temblando. Como si hubieraalcanzado su máximo grado de desamparoy lo que quedaba no pudiera decaer más,palabra de honor, y no se fuera a mover deaquí a la eternidad. A veces me pasabalargos días sosteniéndolo en brazos antesde dejarlo en su lugar. No es poca cosa elJusto Castigo, un día asombraremos almundo con él. También había allí dentro lacaja de vidrio, de la cual volveré a hablaren su lugar y momento, no hay modo deevitarlo. Digo que aquí, porque en el

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cobertizo, también llamado el panteón, mehe refugiado para escapar de la catástrofe yescribir este testamento. Me encontraráncuando me encuentren. A menos que meescape hacia otra parte.

Tablas retorcidas se apoyan contra lapared del fondo, también de una maderaque nada esperaba ya de nadie. El resto delrecinto era de piedra impregnada dehumedad. Ninguna tabla me parecióutilizable. ¡No iba a confeccionar con esouna caja de muerto para papá! Sentadosobre la corteza de una tabla a medioaserrar, fabriqué una especie de cruz quepodía servir, aunque las dos tablas nocongeniaran y la una pareciera insultar a laotra. Me quedé un instante meditando lo

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que íbamos a inscribir en esta cruz, o si nosería mejor olvidarlo. Sí, porque si no,¿qué caja es ésa?

A pesar de mi duelo tan reciente, mepermití una sonrisa de connivenciaconmigo mirando de soslayo la imagen delvaliente caballero que era mi favorito yque había puesto en una de las esquinas dela carreta para admirarlo en silencio y aescondidas cada vez que mi hermano medejaba tranquilo y estaba manoseándose enalguna parte de la propiedad. Esta imagenme hacía pensar; la había arrancado de undiccionario, a mi historia favorita, y comoera mi imagen favorita las había puesto lasdos juntas en el secreto de mi imaginación.Esta historia debió ocurrir en la vida

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verdadera en un momento dado y en algunaparte; contémosla entonces. Había en ellauna princesa dentro de una torre, prisionerade lo que se llama un monje loco, y habíael bello caballero que acudía a salvarla yse la llevaba en su caballo de alasardientes, si es que entendí bien. Leía esahistoria una y otra vez, y hasta solíarepasarla en la cabeza, tan emocionado queya no sabía si era el caballero, o laprincesa, o la sombra de la torre, osencillamente algo que formaba parte deldecorado de su amor, como el césped alpie del torreón, o el olor de losescaramujos, o la manta constelada derocío donde el caballero envolvía a suamada, así se dice eso. Incluso advertía, al

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leer otros diccionarios para cultivarme,que en realidad, en lugar de leer, porejemplo, la ética de spinoza* que tenía antelos ojos, releía en el diccionario de micabeza esta historia de princesa salvadapor su caballero, que es mi favorita. Hastahabía intentado leerla a mi hermano por lanoche antes de dormirnos, pero él, bien losuponéis, enseguida roncaba como uncerdo. Mi hermano decepciona todo eltiempo, no se puede contar con él parasoñar.

Traje todo conmigo, es decir, las dostablas, y también una azada, a la cocina denuestra residencia terrenal.

Hermano no se había movido de susilla, formaba parte del decorado como

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suele decirse. Miraba hacia adelante,tontamente, ésa es la palabra, la manzanacolgada hace tres semanas de un hiloamarrado a la viga de arriba que nosdivertíamos comiendo, con las manoscruzadas a la espalda, deporte en quedestaco. Hermano soplaba a vecesdistraídamente lo que restaba del frutomomificado, seco como cadáver desaltamontes, para que oscilara. No habíagarabateado lo que se dice una línea en ellibro mágico. A éste no se lo puede dejarsolo.

—No hay tablas adecuadas —dijeentonces—. Voy a tener que ir a buscar unataúd al pueblo, pero aquí tienes por lomenos una cruz.

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Caballo me había seguido y nosobservaba por la ventana. Nunca haría otrotanto.

—¿Quedan aún monedas? —agregué.Mis frases, no sé qué tenían, no

entraban ya en la cabeza de mi hermano. Elpueblo, un ataúd, monedas, estas palabrasinsólitas le trastornaban el entendimiento.Comenzaba un gesto, lo abortaba, iba alevantarse, volvía a sentarse. Me hacíapensar en nuestro viejo perro cuando papále hizo tragar bolas de naftalina con lacomida, quiero decir en la primera horaposterior.

Sabe Dios por qué me vino entoncesla idea de que, si hubiera podido prever lacosa, a padre le habría gustado llevarse

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consigo bajo tierra algunos objetosfamiliares. Comenzando por hermano y yo,pensé, pero esta perspectiva me pareciódesamparante y excesiva. Cierto quellegaría nuestro turno, nuestro turno defallecer, y el mismo día o muy pocodespués, extremadamente ungidos, si es quese dice así, dóciles hasta en la tumba, puesla de papá, que parecía existir desdesiempre en algún lugar de la llanura queaún nos faltaba adivinar, constituía unaforma de mandamiento, una llamadasurgida, si me atrevo a decirlo, de la matrizde la tierra, tal como esas órdenes se dabanhasta ese momento desde la habitación delsegundo piso, y digo la cosa según meparece. Pero eso podía esperar, quiero

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decir nuestro turno, por lo menos unos días,quizás semanas, e incluso siglos, pues sibien sabíamos de fuente segura por mipadre que éramos mortales hasta la médulay que aquí abajo todo pasa, papá nunca nosprecisó cuánto tiempo haría falta para quecesáramos de serlo, mortales digo, ypasáramos como cadáveres del estado deaprendiz al de compañeros, yo y mihermano.

Abrí el armario y verifiqué elcontenido de la bolsa, que volqué luego enla mesa. Una decena de piezas antiguas, demetal sin brillo, rodaron aquí y allá, y yoaplasté una con la mano. Rodaron no demanera conveniente, si es que eso se dice,la decena rodó como un solo hombre; pero

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tanto peor, he aprendido mi sintaxis en elduque de saint-simon sin contar a mi padre.Me ha quedado algo que campanea. Mezclolos verbos todo el tiempo, un verdaderorevoltijo. Un gato no hallaría allí su cola.

—¿Te parece que hay suficientes paraque podamos comprar un traje de pino apapá?

El traje de pino era una broma depadre, que no las producía por millares, yque usaba en las historias que se le ocurríacontarnos para hablar de los que murieronen sus buenos tiempos cuando él eramuchacho. Mi hermano ignoraba tantocomo yo si teníamos monedas suficientes,porque padre nunca nos llevaba con él alpueblo a comprar provisiones con caballo.

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Siempre volvía achispado. Eso no nosgustaba: nos perseguía a golpes.

—Nos debió enseñar el valor deldinero —dijo mi hermano.

—Son monedillas —repliqué—. Nodeben valer como las de la gente delpueblo.

Omití mencionarlo, pero soy el másinteligente de los dos. Mis razonamientoste dan como garrotazos. Si mi hermanoestuviera redactando estas líneas, lapobreza del pensamiento saltaría a la vista,nadie comprendería casi nada.

—Pero quizás se necesita mucho más.Cuando papá se marchaba, siempre llevabaun bolso lleno de monedas. Tenía muchas ycreo que de vez en cuando iba a alguna

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parte a buscarlas.—¿Dónde está ese bolso? —pregunté.Pero mi hermano continuaba

repitiendo el «debió enseñarnos el valordel dinero». Cuando sucede que una idea lovisita, no se le marcha con facilidad de lacabeza.

Lo obligué a que me ayudara yestuvimos hurgando en todo el armario.Solo contenía trapos y crucifijos, losatuendos de sacerdote de papá de cuandoera muchacho, y las historias de santos enlas cuales habíamos aprendido a leer y quepapá nos obligaba a releer y a transcribircada día o casi desde que éramos niños.Adentro había imágenes, gente de barbasuave que usaba sandalias en desiertos

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soleados, con viñas y palmeras y olores dejazmín y sándalo que casi transpiraban delas páginas. Papá las había escrito con estaescritura microscópica que es la mía, lanuestra, hoy. Él mismo había pegado lasilustraciones después de humedecerlas consu larga lengua de buey, recuerdo haberlevisto hacerlo. Muchas de las historias queasí se nos entregaron no nos fueron sinembargo inteligibles, si ésa es la palabra.Sucedían en judea, en japón, en paísesimpensables, donde suponíamos que padrehabía vivido antes de que estuviéramos enesta tierra, en esta comarca. Largo tiempocreímos que esas historias eran suyas y quenos las quería legar como memoria paraevitarnos coger enfermedades. Si

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consideramos esa idea exacta, padre habríasido capaz de cosas milagrosas, de hacerbrotar agua de una roca, convertirmendigos en árboles, confeccionar ratonescon piedras y más. ¿Pero por qué habráabandonado esos parajes encantados paravenir a emparedarse en el espacio vacío deesta comarca estéril, nubosa, congeladaseis meses al año, sin olivos ni ovejas?¿Con la única distracción, la únicacompañía, de sus dos flacos hijos tandados a soñar despiertos? No, con el pasode los años esta idea terminó porparecernos poco verosímil. También habíala biblioteca, de eso hablaré más tarde, consus diccionarios de caballería y con susbichos.

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—Me pregunto si padre habríatolerado que utilicemos sus monedas —dijo mi hermano, de súbito.

—Utilizáramos —corregí.—No importa. A papá quizás no le

habría gustado.—Padre está muerto —dije.—Quizás deberíamos enterrarlo con

ellas.Apoyé la azada contra la estufa y me

senté a la mesa, girando y girando lasmonedas entre los dedos: agitaba unapierna. Siempre agito el pie cuando estoyfurioso, y eso impide que lo ponga en eltrasero del que es de suponer.

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Debía ser cerca de mediodía y las cosasseguían inmóviles. La lluvia caía decabeza, como clavos. Caballo había venidoa refugiarse bajo la galería. El pan depiedra continuaba aún en la mesa ycruzábamos los brazos ante la sopa,carentes de apetencia, lo que es muyextraño en hermanito. La mañana, porcierto, no había pasado en el silenciocompleto, y habíamos discutido acerca delos restos, y de los decesos en general, dequé iba a ser ahora de nosotros, del sudarioy del hoyo. Estaba casi decidido queenrollaríamos a papá en la sábana de lacama ¡hop!, resuelto el sudario. Elproblema seguía siendo el de actuar, no

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teníamos la sensación de haber sidoconcebidos para eso, es decir, subir haciael cuerpo, envolverlo, bajarlo y así: noveíamos cuándo terminaría todo eso. En loque concierne a la fosa, nuestra opinióncontinuaba bien distinta: no loinhumaríamos en terreno impreciso, ¿perodónde? Sufrimiento y bola en la garganta,eso de momento. Mi hermano decía quecerca del barranco, al borde del pinar. Yo,veréis, me inclinaba por el cobertizo demadera.

Debo agregar que no éramos un par decaprichosos, yo por lo menos, y que noshabríamos comido la sopa y el pan depiedra, aun sin notar el menor apetito,porque era la hora de comer. Pero antes de

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cada comida, papá gesticulaba ymurmuraba recogido. Alimentarse sin esosritos, que es como se dice, nos parecíaimpertinente, incluso condenable,lleguemos hasta allí, ya que padre debíatener sus razones. Y aquí va un ejemplo. Undía padre sorprendió a hermano que estabametiendo el dedo en la confitura depepinillos en un momento en que noconvenía sustentarse: cogió el mazo, así sellama eso, y golpeó tan fuerte que hermanoestuvo luego tres días en cama gimiendopor el destino que le había hecho nacertodo así revestido de su futuro despojo.Padre lo cuidó concienzudamente, y besosy arrumacos. ¿Y yo?

La sopa se enfriaba como para

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preguntarse por qué la había recalentadomi hermano. Es como caballo, nunca serádistinto. Yo había sacado a nuestra rana desu tarro y seguíamos sus paseos con unaatención triste. Era el único juguete de quedisponíamos, o casi, y nos sabía a poco.Era capaz de caminar una distancia de ochopulgadas, con las piernas abiertas, como mihermano cuando despierta sobresaltado yconfundido porque se ha orinado en loscalzones, antes de postrarse ante nosotroscuan larga es una rana, lo que resultabapenoso y no nos hacía reír. Paraconsolarla, porque la vida de rana tambiéntiene sus agobios, bien podéis creerlo,hermano le hacía sorber una mosca muertaque extraía de un tarro de vidrio que

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llenábamos al ras de insectos fallecidoscon este fin. También croaba, seamosjustos, como los cuervos. Pero nada agotatanto como no hacer nada, y había el hechoconsumado. Bien, dije, muy bien, esnecesario. «¿Qué es necesario?», dijo mihermano. Ay, ay, ay. ¡Con él siempre habíaque deshacerse en explicaciones, y enhacerle dibujos!

Empezamos entonces a bajar elcadáver envuelto de padre para depositarloen la mesa de la cocina de nuestraresidencia terrestre. Lo cual no se hizo sindaño, sobre todo hubo que descolgarlo. Eldespojo tenía una rigidez que comenzaba aconsolidarse y que además hacíareflexionar. Era como tocar nada poner allí

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las manos. Si se cerraban los párpados, talcomo yo hice, para ver, de ningún modo setenía la impresión de tener entre los brazoscarne de mi padre, verdaderamente habíaque abrir los ojos y verlo para creer que enefecto era él. Dificultad también para juntarsus hinchados tobillos y pasar el total porel marco de la puerta; había como unresorte que cada vez los apartaba uno delotro. Hace por lo menos treinta y seis lunasque disponíamos de una especie de vara,de metal o de piedra, nunca logré hacermeun juicio definitivo, que atraía los clavospor su virtud mágica, y una vez mi hermanola quebró, esta vara, y, si acercábamos losdos trozos en el mismo lugar de la fractura,los dos extremos se lanzaban uno contra

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otro por su virtud mágica, pero si porejemplo se mantenía el extremo izquierdoen su posición inicial y se efectuaba un girocompleto con el extremo derecho yentonces se trataba de acercarlos, los dosextremos se rechazaban, por virtud mágica,no sé si se entiende lo que quiero decir. Encualquier caso, las piernas de papá serechazaban una a otra del mismo modo,como los dos extremos de ese imán, así sellama eso. «Gíralo del otro lado», me dijomi hermano, hablando de mi padre, pero yoprotesté. Sus atributos van a colgar, argüíentonces.

En la escalera se vino la desgraciasobre el pobre mundo. Quiero decir quehermano perdió pie y papá se nos escapó

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de las manos por la rampa: cayó como unpiano. Todo nos llega, siempre, inevitable.Papá se estrelló contra el piso de la cocinay quedó vertical, con los pies en el airecomo las orejas de conejo.

Algo debió quebrársele en el cuello,ya que se mantenía erguido sobre eloccipucio, lo cual, que yo sepa, nunca fueuno de sus ejercicios. Tenía el mentónaplastado contra el pecho, como cuando sebusca en los abismos un eructo. Lancé unabofetada, que mi padre habría aprobado,contra la cara de mi hermano, que lolevantaba como podía y nada satisfecho enmedio de la escalera. Y lo arrastré por lasorejas.

—¿Tiene o no bigotes? —dije

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entonces, y metí la nariz, por así decir, allíadentro.

No soy un violento, pero es quetambién tengo mis cóleras santas, mispuntos sobres las íes, no vayáis a creer. Yel señor que se pone a llorar, ay.

Volcamos a papá sobre la mesa trasapartar con el codo los tazones de sopa. Yéstos se apresuraron a caerse al piso.Hermano se secaba los ojos con la manga.Al dejar caer a papá, el sudario de prontose había entreabierto y, como padre estabaen traje de Eva, era como si nosotrosestuviéramos allí de tú a tú con suscojones. Estaban blandos y mofletudos, yeran mucho más grandes que los de mihermano y que los míos cuando aún los

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tenía, pegados como la cara de un bebébarbudo a ese cuerpo blanco y tieso. Lasalchicha abatida de costado, boquiabierta,con aspecto de fusilada. Pregunté ahermano si verdaderamente creía queveníamos de allí, al modo de los cerditos ylos corderos. Hermano puso el dedo en elorificio sensible para verificar si sedistendía lo suficiente para dar paso a dospolluelos como nosotros. Y he aquí queentonces la salchicha se agranda, y que seeleva, por su virtud mágica, se endurecetanto como los muslos entre los cualesademás se enarbolaba, digo la cosa segúnme pareció.

Hermano se había llevado la mano alpecho para impedir que el corazón se lo

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atravesara de un salto.Apenas recuperó la voz, que a veces

nos abandona, así es la vida, hermano dijo«no, me parece que nos fabricó con aquelbarro cuando llegó aquí y que somos susdos últimos prodigios.»

Cubrí sus atributos con la sábana,pues tengo mi pudor, y entonces mihermano que enloquece:

—¿Dónde quieres ir?Tenía la mano en la manija de la

puerta. Al pueblo, le dije. Hermanoempezó a buscar a su alrededor. Cuandoreflexiona, hermano mira alrededor comocon pánico, como si no le bastara sucabezota y tuviera que hallar entre lascosas las ideas; no garantizo la eficacia de

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ese método.—¿Y hermanita? —dijo ya de súbito

—. Dime, ¿qué harás?Yo lo contemplé, sin responder. «¿Y

hermanita, eh?», me repitió, bastanteorgulloso de su mezquino hallazgo.

Era hora de replantear este asuntojunto al cuerpo apenas frío de papá, que yano estaba allí para defenderse.Aguijoneados por simples alusiones, porfragmentos de frases espigadas en laspalabras de padre, el invierno últimohabíamos examinado desde todos lospuntos de vista la posibilidad de quetuviéramos una hermana pequeña, queviviría allá, en alguna parte, quizás en lamontaña, qué sé yo. ¡Pero una hermanita!

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¡Nosotros! ¡Nosotros!... No obstante, afuerza de reflexionar, nos venía unaespecie de recuerdo confuso, nos veníadesde la infancia, es la verdad. Una niñitahabía estado entre nosotros, podéisimaginaros nuestro asombro, a menos queestuviera allí desde siempre, eso ¿quién losabe?, y después se había marchado comoun meteoro. Hermano llegaba a decir quese me parecía como gota de agua. ¿Peroeran verdaderos giros y regresos de lamemoria? ¿No se trataría de una ilusiónretrospectiva quizá causada por nuestrasreflexiones? Aquellos recuerdos de unahermana pequeña atacaban a mi hermanosobre todo. A mí eso jamás me haimpedido dormir, o, si no, muy poco. No

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me dejo asediar tan fácilmente por lo queno me gusta. A eso le doy la espalda, meencojo de hombros y le arrojo sangre.

—Hemos soñado —digo, con la manosiempre en la manija.

Hablando francamente, creía que mihermano pretendía retenerme en casa. Yterminé la cosa.

—A menos que prefieras ir tú mismoal pueblo...

Se lo dije, y paf. El golpe fue bajo ydirecto a los dientes, la guerra es la guerra.Quedarse con los restos de papá no erapara sonreírse, lo sabía, pero se habría idoa esconder en el granero si le hubieraordenado que se fuera al pueblo, y yo no loignoraba: de nosotros dos, sin duda él es el

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más feroz. Por otra parte, no se podía dejarsolos los despojos y marcharnos juntos dela mano, así mi hermano y yo, silbando alotro lado del pinar. Y, además, había queponer a papá en un ataúd conveniente y,para hacerlo, uno de nosotros debíasacrificarse y correr al pueblo y cambiardinero por una caja para meter en el hoyo.

—Me marcho entonces —dije,intrigado, empero, de que padre hubieracreído bueno instituir entre sus hijos tantadesigualdad de razonamiento.

Antes de transcribir fielmente las cosasextraordinarias que me sucedieron al llegar

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al pueblo, es necesario que hable de lossemejantes, a mi hermano y a mí, alrededordel número de cuatro. Excluyo de la listade nuestros semejantes a la gente que sólotenía para nosotros la carne del papelsobre el cual estaban dibujadas laspalabras que los suscitaban, los caballerospor ejemplo, o los monjes locos, porqueserían demasiado numerosos; solo quieroconsiderar como nuestros semejantes a losque estaban dotados de cuerpo comonosotros, aunque de cuerpos muy disímilesdesde muchos puntos de vista, disímilesunos de otros tanto como disímiles denuestros cuerpos, de mi hermano y de mí,aunque si bien reflexiono, sin duda menosdisímiles unos de otros que de nuestros

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despojos futuros, como una manzana verdey una manzana roja son menos disímilesentre ellas que lo son de un pepino, y queeran, lo recuerdo, alrededor del número decuatro, todas las categorías confundidas.Me faltaba verificar si se podía catalogar ala gente del pueblo entre nuestrossemejantes. Y excluiré también a nuestrahipotética hermanita, que siempre haymuchos límites. En lugar de semejante, sepuede decir prójimo si eso nos complace;eso está permitido, y el matiz es ínfimo.

Helos aquí, en desorden. En cadacomienzo de estación, un individuo volvíaa visitar a difunto mi padre, si bien elverbo volver es presuntuoso, puesignorábamos si se veían en otra parte o

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quizá de otro modo. Hermano y yoesperábamos sin inquietarnos a estesemejante, sin hacer gasto inútil de energía,pues esperar puede a veces poner a pruebalos nervios, pero sabíamos que terminaríapor acudir, como se sabe que terminará porcaer la primera nieve sin que haya por elloque comerse las uñas. Una mañana veíamosa papá marcharse al campo. Se detenía enel centro mismo, con los brazos cruzados,lloviera o no lloviera, ya podría haberllovido mierda, y sabíamos que la visitanos caería encima y así nos escondíamos.Apenas atravesado el pinar, el individuosalía del camino y se encaminabadirectamente hacia mi padre, como untábano a la única flor de todo el jardín. Mi

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padre lo escuchaba sin descruzar losbrazos. Después, o bien volvía amarcharse, o bien padre lo llevaba hacia lacasa, y entonces nos largábamos. Subían ala habitación de la segunda planta desdedonde papá todavía la víspera nosordenaba todo, y las veces que trepamos ala saliente de la cornisa para espiar por laventana, yo y mi hermano, los vimos anotary firmar hojas en unos grandes registrosque papá guardaba enseguida dentro de unamaleta antes de acompañar al individuohasta el centro del campo, a ese lugarexacto, volver a cruzar los brazos yobservarle desaparecer por el camino pordonde había venido, porque papá manejabasiempre grandes negocios. El individuo,

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empero, de vez en cuando nos avistaba porla ventana de la segunda planta si noestábamos alerta para apartarnos de suvista, o a veces en la cocina si nos crujíanlos nervios de ganas de ser descubiertos, yentonces nos miraba como a cosas no deltodo comprensibles y que le molestaban.

También venía un hombre de maneramucho menos regular, aunque con mayorfrecuencia acompañado de un joven quenunca parecía crecer ni envejecer y queadivinábamos era su hijo por el modo enque lo maltrataba. Llegaban en carreta, y aéstos papá iba a encontrarlos al borde delcamino, no íbamos a permitir queensuciaran nuestros campos con sus sucioszuecos, no había que molestarse ni en

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decirlo. La única razón de su presenciaparecía ser enfurecer a padre, lo queocurría de súbito. Esto no nos gustaba,porque padre después nos abrumaba agolpes. No obstante, ésa era la gente queabastecía a papá de pimientos picantes.Padre traía a casa un cuévano lleno hasta elborde, renegando. Esta provisión apenas leduraba una sola semana, ni palabra.Pimientos picantes en un radio de cienmetros y mi padre no vivía si no losacababa, rodaba ahíto bajo la mesa, unvolcán entre los labios, un espectáculo.Este hombre y su hijo cada año tambiéntraían el chivo. Sucedía que este buenhombre llegara en su carreta sin su hijosupuesto, por eso he escrito alrededor de

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cuatro, pues las veces en que no loacompañaba nos hacían dudar de las vecesen que nos había parecido que loacompañaba, ese muchacho quizás fuerasólo un sueño, cinco semejantes sonentonces, pero contándolo a él.

El más frecuentable, si no el másfrecuente, se llamaba mendigo. A juzgarpor los cuidados que manifestaba mi padre,debía ser un personaje importante, coninfluencias en lo de las putas y las santasvírgenes, de las cuales seguro que volveréa hablar, y milagros al fondo de susmangas; era mudo además y se expresabamediante ruidos guturales, como los perros.Por otra parte, solo tenía una pierna, heridaen medio, se diría que casi un loco que

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hacía su camino en esta tierra saltandocomo una urraca, propulsado por su bastón.Padre le daba de beber y un bocadillo dealimento que él mismo le habíaconfeccionado, después nos obligaba asentarnos a la misma mesa, a la mesamisma, sin tocar nada, solo a verle comer,y a veces también nosotros teníamoshambre, sobre todo hermano, que es ungoloso. Padre nos comentaba el personajecon su voz más solemne. A menudo lohacía levantarse, y quitarse el manto y lacamisa, bajo la cual nuestro prójimo eravelludo como un cordero que no se haesquilado en tres inviernos; después leestiraba los labios con el pulgar para dejaral aire las encías, lo que hacía reír

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sofocadamente al mendigo con la bocallena. O le pedía civilizadamente que setendiera de espaldas, y hermano y yo, porturno, debíamos inclinarnos sobre surostro, retenerle los párpados con losdedos y examinar la relación de suspupilas, iris y alrededores, para ver quéhabía hasta en los abismos de un ojo demendigo, donde papá, parece, veíaconstelaciones. Finalmente lo hacía girarsobre su único talón, con fuerza yobservaciones destinadas a mostrarnostodos los aspectos del que giraba. Y en fin,lo que habría sido inconcebible concualquier otro de nuestros semejantes,padre le abría la puerta y lo dejabamarcharse no sin antes insertarle un óbolo

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en la mano, que lo crea quien quiera.Después nos hacía recitar la lección,amenazando con golpearnos. No nosgustaba eso. Y cuando llegaba la hora decenar, nos quedábamos con el vientrevacío, todos esos días, por un decretoexpreso de papá, para reflexionar acercade la mendicidad, contemplando la puntade nuestros zapatos, por todo lo cualhermano sufría más, pues yo tengo mispropios recursos, como se verá, en cuantoa mi sustento se refiere.

Mi próximo semejante de seguro queos asombrará, y hasta os preguntaréis dedónde saco todo esto y aquello. Solo lovimos una vez, y el destino quiso que fuerauno de esos días en que papá iba al pueblo

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con caballo. No puedo dudar de suexistencia, porque me dirigió la palabra,me tocó, tan de verdad como que estoyaquí. Estaba en la galería de atrás, en elrinconcito que más amo, rodeado de tablas,y escribía con mis diccionarios abiertos ytirados a mi alrededor entre cascajos; nopude prever el golpe. Mi hermano habíaido a refugiarse en el granero, demasiadocobarde para avisarme, como era deesperar; porque éste era un hombre todovestido de negro. Llevaba en la mano unmaletín, y su presencia súbita mesobresaltó cuando me dijo esta cosaabrumadora: «¿Ésta es la casa del señorsoissons?»

Nunca había visto uno como éste, ni

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siquiera en mi cabeza cuando leía, nisiquiera en las ilustraciones. Era más viejoque nosotros, pero era de seguro menor quepadre, tengo la prueba del recuerdo que heguardado. Nada había destrozado en suvestimenta, ningún pelo atravesado en sucabello corto, ni rastro de mermelada secade pepinillos alrededor de su boca, nadade bigotes, nada. Me pareció rutilante declaridad, como padre cuando salía del lagoen el verano y rutilaba de agua. Repitió:«¿Ésta es la casa del señor soissons, elpropietario de la mina?»

No estaba en condiciones para hacercomo si hubiera escuchado, bien tenéisrazón. Hice como si continuarasimplemente escribiendo. Pero yo me

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sentía el temblor de labios, cualquierahabría dicho que tenía abejas vibrandoadentro. Él se acercó, y me sacudió larodilla con la mano:

—¡Eh! A ti te hablo...Lo que fue demasiado para mí. Encogí

la cabeza entre los hombros, replegué losmuslos contra el pecho, giré de costadocomo un búho víctima de una embolia.Miraba la tierra entre los zapatos de miprójimo, sin ver nada exactamente, y misojos formaban grandes manchas de aceite.Quiero decir que tenía la impresión de quecrecían, sin salirse de las órbitas, crecíancomo las ondas que se forman en unestanque cuando se tira dentro una granpiedra. Y mis hojas, que caían sobre el

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barro, ay, ay, ay. Mi prójimo felizmentedecidió no insistir sobre mis restos y seapartó, ya que yo iba a morirrepentinamente si eso continuaba, eso seveía a simple vista.

Y hablando del ojo, lo observaba desoslayo sin moverme, respirando apenas talcual hace mi amiga la mantis religiosa en elhueco de mis manos apretadas. El prójimoen cuestión daba una vuelta alrededor denuestra casa y comprobaba el abandono dellugar con muecas de asombro y perplejidaden la mirada, como si la visión de lostechos, las dependencias, la caballeriza ylas torres le congelara la sangre dentro delas venas. Se apoyó en el borde de laventana para echar un vistazo, uno más, a la

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cocina de tablas, y después, al contemplarsus guantes, los limpió molesto con supañuelo. Volvió hacia mí, este suplicio noterminará nunca. Me dijo unas últimaspalabras, pero había en mi cabeza talconfusión y desamparo que yo no escuchénada; y se marchó. ¡Por Dios!, ¿es posible?Experimenté un gran alivio en toda ladignidad de mi persona, enderecé el cuelloy exhalé un suspiro. En la pared faltabanunas tablas para que la pared llegara yahasta el techo, y por ahí hermanito habíapasado el busto y vi su cara al revés, quese burlaba, como de buen humor, desde laseguridad de su granero. En los días quesiguieron casi no pude dormir, apenas metendía o dejaba de redactar el corazón

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empezaba a latir con estruendo, y, cuandomi hermano me sorprendía en pleno ataque,me señalaba con el dedo y se burlaba demí, con un júbilo que lo obligaba a frotarsela entrepierna como cuando se tienen ganasnaturales: «Jo, jo, jo, el señor sueña con elpríncipe encantado! Jo, jo, jo, el señor estáenamorado!»

Y esto me provocaba tales cólerasque me salían lágrimas rojas de los ojos,porque ¿qué quiere decir eso de estarenamorado? Le habría tirado sangre. Ybasta ya de nuestros semejantes, de loscuales habré de hablar muy pronto, ya severá por qué.

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En el verano, de mañana, cuando deseabacompetir con el lago, papá verificaba,antes de sumergirse, la temperatura con lapunta del dedo del pie, como hacen lososos, e hice casi el mismo gesto, tanteandocon la punta de mis botines el borde delcamino antes de ingresar en él por vezprimera en la vida; pero el suelo no cedió,la tierra parecía poder sostenerme allítambién, y me marché sin volverme, quedios guarde a mi hermano. Caballo mesiguió. No lo iba a montar. Eso meprovocaría unas sensaciones que padre noaprobaría si aún estuviera de este lado delmundo, estoy seguro. Por lo demás, con losaños, caballo llegaba cada vez más abajo,

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y, si lo hubiera montado, el vientre se lehabría raspado en las asperezas de la ruta yno me gusta ver sufrir sin motivo a losanimales.

Eso me recuerda lo que hizo una vezmi hermano, pobres pájaros. Se puedepensar lo que se quiera de las perdices,pero también hay que comprenderlas.Hermano había capturado cuatro o cinco, laverdad, no sé cómo. Pero el hecho es quelas empapó con esencia de trementina, si lamemoria no me falla para este tipo depalabras, las acarició con la llama de unacerilla y las soltó una a una en lanaturaleza; se diría que mi hermano solopiensa en eso, sólo en hacer daño. Lasperdices, qué queréis, enloquecían, es lo

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más humano. Se volaron en fila india amorir en lo más sagrado, en las vidrierasde la capilla, para terminar con el suplicioy las desesperaciones de verse encongestión de fuego; yo habría hecho lomismo. Papá tuvo conocimiento de estamaldad y se puede imaginar la paliza quehubo en casa, la que le dio a mi hermano,porque ocurre que padre tenía un santopavor de los incendios, no sé si ya se meha pasado por la cabeza escribirlo. Perolos golpes de ese día, ay, ay, ay, hermanito.Tendido se quedó, todo como asado,fallecido. Todo esto es ahora historiaantigua, como por lo demás cualquier cosaen un planeta tan endemoniado.

Entré al fin al pinar. No sentía el

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miedo que tenía derecho a sentir, fue lomás extraño, me sentía como impulsadohacia adelante por el aliento de caballo,¿extraño, verdad?, y al mismo tiempo entodo momento presentía algún fenómenofuera de la norma, como el cielo que seabre y que planta a mis pies todo un chorrode truenos que me impiden ya continuar, otoparme en cada recodo del camino, desúbito, un precipicio hirviente coninmensos humos púrpura; pero nada de esosucedía y continuaba avanzando,diciéndome que eso era como cosa deldiablo. También estaba impresionado porla confusión de los olores. Surgían depronto dios sabe de dónde y mesobresaltaba, porque yo enseguida me

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sobresalto cuando un perfume inesperadome pincha la nariz, como me sucedía siestaba sumergido en mis diccionarios y meponía en pie de un salto porque hermanome metía bajo la nariz sus dedos, queacababa de empapar con el chorreo de susalchicha, se iba corriendo y riendo comoun loco, y yo corría detrás arrojándolesangre y tratándole de falso hermano, vale.Pero había en las lindes del pinar entre losescaramujos olores agradables, como si unhada se divirtiera sorprendiéndomeextrayendo de súbito perfume de su bolsade las maravillas, como se lanzan lospétalos a los pasos de un príncipe. Esto mepareció de buen augurio.

Y al mismo tiempo también

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desamparante, ya que nada hay sin mezcladebajo de la bóveda celeste. Nunca habíadejado nuestra propiedad desde que tuveedad de recordar lo que me sucedía, y tantasobriedad debió de concederme másasombros, según me parece, pero, ademásde los perfumes de los que ya he hablado,no había solución de continuidad, caminabaen un mismo espacio que a cada paso sejuntaba conmigo, y por vez primeracomprendí lo que hasta entonces solo habíapresentido gracias a mis diccionarios, asaber, que la tierra es tan redonda comouna cebolla. Si al cabo del camino hubieraavistado nuestra casa, que acababa dedejar atrás, palabra que no me habríasorprendido. Traía conmigo la azada por si

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se daba el caso de que tuviera quedefenderme de serpientes o leones,vosotros veréis, y el ruido que hacíaarrastrándose a mi lado por la ruta era elmismo que habría hecho si se deslizara enlos guijarros que había a tres pasos denuestra escalinata: vale la pena ir de viaje,me decía.

Pero bueno. Yo había tenido la ideadigna de estima y consideración deproveernos de una cuerda, que habíaenrollado como una cincha alrededor decaballo; por la pesadez de su vientre, queya hemos mencionado, esto producía dospequeñas protuberancias cóncavas decarne gastada mientras el extremo de lacuerda iba colgando hacia el suelo como un

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pene. Una vez comprado el ataúd, bastaríaamarrarlo de esta cuerda y dejar quecaballo lo arrastrara detrás como un trineoy tendría todo el tiempo disponible pararetozar como quisiera entre las hierbas, je,je, no era nada tonto el secretario. Y elpueblo apareció de pronto allí a miizquierda, tras un velo de árboles, y meconmovió tanto que me detuve inmóvil, ycaballo, que pensaba en otra cosa, memetió la caliente testa en los omoplatos,pues siempre camina con la cabezainclinada como los animales que ya hanvisto de todo en el planeta y que ya estánde vuelta.

Estaba conmovido, porque nada separecía a lo que había imaginado sobre el

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pueblo, que era una cosa inimaginable;habría esperado algún palacio con puentelevadizo, con alfombras voladorascirculando encima como moscas de fuegode japón, y sandalias y ovejas,resplandecientes armaduras como la de ladoncella, por lo menos, pero solo habíacasas análogas a la nuestra, aunque enversión más bonita, menos vieja y máspequeña, como bebés de casas, si sé qué esun bebé. Yo me fijé enseguida en la iglesia,ya entendéis, no se enseña a un mono viejoa hacer teología. Dejé la azada contra unárbol, diciéndome que luego la encontraríaal regreso, pues no me parecía quepulularan animales feroces por el pueblo.

Y la primera cosa extraordinaria que

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me llegó fueron las campanas, porquesonaban y nunca había hecho relación.Ahora me explico. Dije que no se enseña aun mono viejo, etc., porque de las iglesiasy eso, vamos, vamos, conocía unabarbaridad; desde la edad en querecordaba las palizas, padre nos habíaenseñado todo lo que había en una iglesia,adentro y afuera, con imágenes dediccionarios, la nave, la galería, elcrucero, el campanario y tutti quanti. Papános obligaba a aprender eso y no era parareírse, bastan como pruebas unos golpes,¿creéis que nos gustaba? A la pregunta quéhacen las campanas, invariablementerespondía ding, dong, porque no me dejabasorprender y ésa era la respuesta, pero

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nunca había hecho relación con lasresonancias que llegaban de vez en vezcuando el viento soplaba desde el pinarhacia la casa: siempre había creído que esemido nos venía de las nubes, algo como lamúsica que hacen al mezclarse unas conotras o chocando suavemente comovientres hinchados, qué sé yo, pero allí caíen la cuenta de que era desde siempre eltan famoso ding dong de las campanas de laiglesia, ¿cómo podría haberlo adivinado?No hay campanas en el campanario de lacapilla de la propiedad, no soy ningúnprofeta. El descubrimiento me emocionótanto que, sin esperar ni preguntarme más,me senté como hombre solo en el suelo, meparecía un sonido tan triste que sollocé por

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la tristeza del sonido, porque él tambiénvenía de la tierra y las nubes nada dicen amenos que truenen. Pero no vine adivertirme, me dije.

Y la segunda cosa extraordinaria. Nohacía tres minutos que había puesto lospies en el pueblo cuando vi aparecer unsemejante del cual adiviné por un no sé quéque se trataba de una santa virgen o unaputa. Estaba vestida de negro, lo queparece común a muchos de mis semejantes,a juzgar por lo que he visto, y caminabainclinada que era una lástima, debía haberpasado aún más tiempo que padre sobre latierra, pues se imponía con fuerza ante elespíritu la comparación entre su cara y unagruesa patata envejecida, las cosas como

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son. Me miró, digamos, con asombro, comose mira algo que no parece agradable demirar, y apretó los brazos para retener subolso contra sus protuberancias, lo que noconsideré indispensable pues no deseabasu bolso en absoluto, y ella estaba al otrolado de la calle y caballo se encontrabaentre nosotros, vamos.

—¡Papá ha muerto!, grité.¿Pero alcanzaba ella a comprender los

ruidos que salían de mi boca? No podíadecidir su sexo solo con verla, si era unasanta virgen o una puta, etcétera, debido ami falta de experiencia y todo lo demás, ytodo lo que no se explica en losdiccionarios, no vayáis a creer, yo conozcomis límites. Y uno no se puede fiar en este

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tema de las protuberancias, yo soyclaramente la demostración ambulante.Quise, de todos modos, darle testimonio lomejor que pudiera de mis irreprochablesintenciones, porque no me gusta ver sufrirsin motivo. Luego volví a gritarle. «¡Dioste guarde, vieja puta!» Porque sólo teníauna posibilidad entre dos.

Pero, en fin, tampoco estaba allí parabendecir a mis semejantes y, ya enjugadasmis lágrimas, me encaminé adelante en elcamino del pueblo. La verdad, no sé dedónde me venía esa audacia, creo que mesostenía el sentimiento del deber haciapadre. Qué razones podría tener antes paradirigirme a mis prójimos por mi papádifunto, pero, como él ya no estaba allí

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para defenderse, era preciso que alguien sehiciera cargo, y además para hallarle untraje de pino, y esto me ponía viento enpopa y con todas las velas desplegadas.Advertí además por otra parte que,habiendo desobedecido a papá en elcapítulo de las prohibiciones concernientesa mi salida fuera del recinto de lapropiedad, franqueado ese límite seatravesaban los demás con la mismafacilidad con que en el verano atravesabaentre los arbustos las telas de arañasalpicadas de gotitas de plata que mequedaban como estrellas de la mañana enlos cabellos.

Almacén general, estaba allí escritocon todas sus letras. Excusadme, pero el

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secretario sabe bien leer. Era una gran casacon muy grandes vidrios, donde podíaverse toda suerte de distintas mercaderías.Dejé a caballo en medio del camino y entrécon mis monedas. Había allí muchas cosasque hay en la casa, pero en cantidad muygrande, por ejemplo vituallas en cajas decartón, y una cosa que de ningún modohabía en la casa y que era un niño pequeño,así se llama eso; me llegaba quizás a larodilla. Le pregunté si podía cambiar mismonedas por una caja de muertos, pero lomismo podría haber interrogado al montónde guijarros blancos color cadáver depadre al fondo del arroyo seco. Puse lamano en el cráneo del niño, donde erarubio y suave, y me impresionó, lo juro. Es

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que más de una vez, en las ilustraciones,los habíamos visto, mi hermano y yo,elevándose por el aire como balonesgracias a las alitas que tienen en la espalday que conservan algunos años comorecuerdo de los limbos, pues aún no hanterminado de hacer la muda, y ¡unmomento, mariposa!, no te escapes volandoantes de que termine contigo. Le puse,pues, la mano en la cabeza, como decía,pero quizás no comprendía nada de lossonidos que me brotaban de la lengua,como desde un trampolín de extraordinariaflexibilidad. Las palabras se forman en elrecinto de mis mejillas y mi lengua laspasea hacia afuera con rapidez impensable,y quizás todo eso superaba la cabeza de un

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niño pequeño que, por muy alado quefuera, apenas me llegaba al muslo.Entonces me dediqué a imitar un despojopara hacerme entender, y cerraba los ojos,todo tieso, y señalaba con el índice la partesuperior de mis labios debido a los bigotesde papá, y después apunté a las cajas conla punta de la nariz a la espera de quehiciera la relación, pero ya imaginaréis. Yallí acude entonces una puta.

Y acude desde atrás de aquel mesón,así se llama eso. Iba vestida con un trajenegro, como era de esperar, y tenía en lacabeza un pequeño sombrero que mepareció el objeto más insólito del mundoen este país, con un velo negro que le caíasobre los ojos como si hubiera cosas que

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no quería ver o que solo aceptara veramortiguadas, como cuando uno alza lamano ante una luz demasiado dura; seestaba poniendo un guante mientras seacercaba. Me dijo que estaba cerrado acausa de la razón excepcional del entierro,y respondí, justamente, pensando, lasnoticias corren rápido. El no verle los ojosme impidió verificar si su inteligencia erade mi calibre o no llegaba más alto que lagorra de mi hermano, y esto me inquietaba,pues ¿qué distingue, aparte de la mirada, aalguien de lo que son sus futuros despojos,os pregunto? Y así estaba ahora,desvelándome. ¡Pero tratad de enseñarle auna puta que antes de enterrar hay que teneruna caja para el agujero! Repetía estoy

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cerrada, estoy cerrada, no comprendéisentonces. Estar cerrada no es razón para nocumplir con el deber, le dije entonces yo,superada mi buena voluntad, a punto deestallar como un obús de cualquier manera;pero me contuve y contemporicé:

Vea, es muy sencillo. Usted y su niñome dan el ataúd, yo les doy mis monedas,se ponen luego adentro los despojos yenseguida se cava el hoyo correspondienteal borde del pinar.

Y paf. Sus súbitos sollozos medejaron atónito en cierto sentido. No veíacómo la muerte de padre podía arrojarla asemejante pena, ya que papá pasabafinalmente casi la totalidad de su tiempo entierra con nosotros y nada justificaba que

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esta puta se hubiera apegado tanto a élcomo para llorar ante el anuncio deenterrar su cadáver. ¿Acaso lloré yo? Y sinembargo era su hijo, lo que es tan ciertocomo que yo soy yo. Desapareció atrás atoda prisa, con un pañuelo en la nariz yarrastrando al niño, que me miraba con undedo metido en la boca; y escuché quedecía: «Ocúpese usted, ocúpese usted, yono puedo más.» Ay, ay, ay. Vi que llegabandos hombres, así es el destino. Tuve unsuspiro en el interior ante la idea de quenunca sirve para nada tratar de explicarse,os dejo adivinar el color de sus hábitos.¡De qué extraño modo viste aquí todo elmundo! Tengo que decir algo acerca deesto. ¡Se diría que no vivían en su

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vestimenta! No sé si se ponían todos losdías un traje nuevo, o qué, tampoco debíantener costumbre de ver huérfanos de padre;me miraron como si tuviera una grantrompa en medio de la frente. Uno de losdos se acercó. Me cogió por los hombroscon suavidad, e incluso esa suavidad mehacía algo; me encaminó hacia la salidapor donde yo había entrado y me dijoexactamente estas palabras:

—Trate de comprender. Estáenterrando a su marido.

Me nombró la casa de un empresariode desapariciones que estaba al otroextremo de la calle, donde podría hallar unataúd si era lo que buscaba, pero tambiénme dijo que hoy estaba cerrada a causa del

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entierro, y que fuera si no al ayuntamiento,donde, según parece, debía registrar a midesaparecido. También me entregódiscretamente una tarjeta, que pego aquímismo, humedeciéndola antes con milengua de buey:

Maestro Rosario DUBEabogado, juez de paz y notario12, rue Principale, Saint-Aldor

Encontré a caballo en medio delcamino y vi en sus ojos que me preguntabasi había conseguido lo que buscaba y tuveque confesarle francamente que no. Le tomépor los morros y me lo llevé tristemente.Caminamos lastimosamente desalentados,

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¿qué cara iba a poner si regresaba dondemi hermano sin ataúd después de tantoesfuerzo? Me senté en una escalinatadonde, a dos pasos, había cagarrutas deperro, identificables por la nobleza de laforma, y me senté allí por eso, porque sehabían reunido las moscas. Hay que haceracopio de vez en cuando para la rana quees nuestro único juguete, único o pocomenos, para alimentarla del modo que yahe dicho, y para atrapar a las moscas en elpuño no hay dos como bibí, incluso puedocazar una con cada mano en un mismomomento; mi hermano jamás ha llegado nicerca. Pero allí no tenía ni la moral ni elpote donde amontonamos los insectosmuertos con ese fin, y me contenté con

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aplastar las moscas en la palma de la manoy dejarlas caer muertas al suelo,diciéndome, de todos modos, para qué.

Mientras, las campanas habían dejadode sonar, no sé si olvidé decirlo, comoestoy un poco a escondidas debo escribirmuy rápido y no alcanzo a releerme, pero,no bien maté unas nueve moscas, lascampanas empezaron de nuevo a sonar,pero esta vez solo sonaba una, lancinante yprofunda, como los latidos del corazón deun niño que se va a morir, si es que ellosmueren.

Y eso ha empezado a salir desde lascasas hacia todas partes. ¡Iban semejantespor toneladas! Salían de aquí y de allá, decada esquina, dios sabe de dónde, y conté

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una mano y después dos manos y despuésotras dos, cincuenta y dos por lo menos,todos más semejantes los unos que losotros, y me decía, esto huele a diablo perono me da miedo, y el conjunto se dirigíahacia la iglesia de donde yo volvía.

Caballo y yo formábamos unverdadero par de curiosidades, o no meconozco, a juzgar por sus miradas, que, laverdad, no deseo a nadie.

Me puse de pie, pues por menos unose levantaría. Se había formado un tropelcerca del almacén, como las ovejas de lasimágenes a las que nada gusta más que elagujero del vecino de delante, por superfume tranquilizador, que se desplazancomo un solo animal de sesenta y tres patas

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llamado miriápodo. La costumbre de lacomarca es sin duda que hay que parecerseal muerto del día, ya que todos missemejantes mostraban cara de entierro. ¿Yalo dije? Estamos a comienzos del otoño,las primeras hojas muertas aún estánverdes y hay por todas partes, y me dijeque también se acomodaban a lacircunstancia. Cuando la estación roja estácomenzando, la desventaja es que lasmoscas por fuerza son menos, pero, comosu vuelo ya es más lento, se las atrapa conmás facilidad, y así por ello, en tan brevelapso, pude abatir dos manos menos undedo. Sea como sea, no intenté mezclarmeen la manada. Ya era bastante con quefueran mis semejantes para tener que

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convertirme en uno de ellos, si es que medejan, por más que lo dudo, como luegoveremos. Había tantas putas y santasvírgenes como de lo demás, en la medidaen que podía yo juzgar, pero también habíamenos niños, claramente menos, ignorocómo consiguieron ocultarlos totalmente demi vista ni aun con qué objeto, el máspequeño me debía llegar a lasprotuberancias y llevaba un sombrero depadre con un aire de tristeza que me hacíadudar de que se tratara de un niño; encualquier caso sólo debía quedarle unmuñón de alas. Y el ataúd salió delalmacén.

¡Qué digo un ataúd! ¡Un verdaderocastillo de seis pisos! Nunca había visto

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algo tan bello en mi puta vida, hastacaballo hizo lo que no había hecho desdehacía lunas: relinchó. ¡Caballo relinchó! Sise cuida tanto de una caja, esto me decía,no debía quedar gran cosa en el interior, siqueréis mi opinión. Tanta inquietud por elcontinente, esto me decía, hace que elcontenido nos suene a vacío, si no meequivoco. Una caja así de suntuosa, estome decía, nada bueno anuncia del vacíoque encierra allí adentro, bien podéiscreerme. Una fortaleza de madera, esto medecía, para abrigar nada y qué más, noconsigo expresar mi pensamiento, hasta amí me sucede. Pero habría que ver quésucedería si fuera hermano el queredactara...

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La puta de antes, la que proclamabaque el muerto era su marido, salió también,con aires ventajosos, con el pañuelo en lanariz y en la mano la mano de su angelote,que parecía asombrado de lo que había asu alrededor. Sentí por él la simpatía quesiempre siente el huérfano por el huérfano,e incluso lo habría pellizcado a escondidassi hubiera estado más cerca.

La multitud mudó a un largo animalondulado, que era una suerte de serpientecon patas cuyo morro fuera un ataúd, delque, a cada instante, me parecía iba asurgir como un dardo alguna lenguadividida en dos, aunque sea raro que lascajas para hoyos se abran por sí mismasdesde el interior, eso por lo menos según

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he leído. El extremo de la cola, donde yono estaba, porque aún guardaba misdistancias, como habréis pensado, aún nose había puesto en movimiento cuando lacabeza reluciente del reptil ya ibapenetrando en el interior de la iglesia, de lacual una sola y pesada campana megolpeaba ahora hasta los tímpanos; ding...dong... ding... dong... Allí estaba yo,contoneándome, chirriando los dientes deimpaciencia, más rápido, decía en micabeza, más rápido. Sin embargo algo debecomprenderse, todo debe ser lento en unentierro, porque no sería convenienteconcluir así a la carrera, aunque finalmenteeso fuera conforme a la razón y a la éticade spinoza; de ese modo se fingiría querer

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librarse de lo que ya no existe y de lo cuallo propio es ajarse por nada. Mientras másnada es uno, más apoyo moral se necesita.De donde se deduce que hay que teneratenciones delicadas con los que estiraronlas patas, que estando muerto se necesitaayuda, y en cuanto a los vivos, que seayuden solos, se los puede dejar ahí querevienten, si queréis mi opinión, y eso es loque sucede exactamente, si no meequivoco. Recientemente aprendí en undiccionario que se debe poner flores en laspiedras que se sitúan encima de los hoyosdonde se ha metido a nuestrosdesaparecidos, porque eso les demuestrasin lugar a dudas que no se los ha puesto enel hoyo por puro gusto y que aún se piensa

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en ellos, diciéndose cada cual que prefierede verdad que estén allí; a mí me gustan lasflores que nunca me han ofrecido, como enlas historias más bellas que conozco, y memetería yo mismo dentro de un hoyo si esole diera a mi hermano la idea de traérmelasy dijera que prefiere de todos modostenerme aún consigo, pensándolo bien.Ésas eran las reflexiones que me hacía,asociándolas por cierto al recuerdo aúnfresco de papá, cuando vi que los últimosenterradores entraban en la iglesia y yopermanecía en medio de la plaza con dosdedos de la mano en los belfos de caballo.

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Se nos acusará de haber entrado enseguidacaballo y yo, ¿pero habéis pensado en loque nos atrajo hacia el interior del santolugar? Fue sólo la música. Yo me decíacómo se atreven a hacer eso a un despojoque ya no está allí para defenderse. Tengohorror de la música. Porque la música,anotadlo, es una abyección, un pulpo ávidoque se alimenta de nosotros. Si la hacéissurgir en un radio de cien metros, no tengocorazón, se me sale del vientre dondehabita, estalla en tierra ante mi visióndesamparada aunque mantenga los ojoscerrados, me vuelve elástico el pecho y allíperfora el agujero de una bala y es unallaga que vive y resucita al ir con cadanota, y me moriría de mi muerte más dulce

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y deliciosa, atroz, cruel y exigente, lomismo que la vida. Sin contar con que esopone en el alma los recuerdos máshorribles; horribles si son buenos, porqueprecisamente ya son sólo recuerdos, perohorribles también si son recuerdoshorribles, porque entonces significa que nonos abandonarán hasta el umbral de latumba, donde no sabemos ya qué nosespera, quizás sea peor que de este lado,no sé si mi lógica se aprecia.

Sea lo que sea, sé de qué hablo,teníamos música en casa, en los tiempos enque papá aún nos mandaba todo el día.Entre otras, había de dos clases. Habíaprimero la que papá hacía él mismo con losdedos y la boca y mis piernas y de la cual

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ya hablaré dentro de unas líneas, valga ladigresión. Había enseguida la otra queproducían las hadas, pero antes esnecesario que os hable de algo que osasombrará, que lo crea el que pueda. Papáposeía un generador mágico, así se llamaeso, que no abandonaba su cuarto salvocuando lo llevaba a la espalda y bajo elbrazo hacia las montañas más allá delpinar, para rellenarlo, si he comprendidobien, y al cual ni hermano ni yo habríamostocado a causa de las palizas. Esto es paraque tengáis alguna idea de los poderes deque gozaba padre. Un día nos explicó, conun júbilo curioso de ver en él, que en eluniverso existían grandes fuerzas y enprimer lugar en el cielo, y aquí daremos

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por pruebas los relámpagos, el trueno, elviento y tutti quanti. Ahora bien, y quizá osrasgaréis las vestiduras pues no vais acreerme, a esas fuerzas, que también sonespíritus, se las puede llamar y hacerlasacudir en torbellinos de llamarada en tornotuyo, y, si se hacen los gestos idóneos, selas puede capturar y meter en una caja, y, sidisponéis de buenas cuerdas, podéisamarrar esa caja a otra caja que sirve paraliberar las hadas aprisionadas en losdiscos negros que nos entregan la música,pues todo comunica en el universo porvirtud mágica, a esto quería llegar. Papá seencerraba en su cuarto y ni siquiera habíaque manifestar, respirando, que éramos deeste mundo. Padre exigía el silencio

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absoluto para poder llenarlo de melodías,cuidado con la paliza subsiguiente. Yo mecallaba sin decir nada, respirando como miamiga la manta contra la puerta que está delotro lado. Tratad de comprender: por latarde los mosquitos vuelan hacia la velaque los va a calcinar, lo he observado amenudo; son el vivo retrato de mi relacióncon la música. Hermano se apretaba a micostado y eso lo hacía resoplar, es lo únicoque sabe hacer mi hermano, reír o molestaro patalear encima de mí. Y la músicasurgía con una sonoridad que evocaba lasocasiones en que nos divertíamosapretándonos las narices para hablar delolfato. A veces la voz de papá se alzabasobre la melodía, cabalgaba en ella unos

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instantes, la atormentaba lo preciso, y no ospuedo decir, pero era tan horrible comohermoso.

Mas también había, como os dije, laotra clase de música que papá producíacon sus dedos, su boca y mis piernas.Había entonces en la casa un instrumentode música en medio de los diccionarios dela biblioteca, y no veo por qué no esté allítodavía a pesar de todo lo que noscatastrofa desde hace ya dos días. Era uninstrumento extremadamente complicado,tres pisos con un teclado en cada nivel ytubos de diversas dimensiones y una bombaque había que accionar para soplar en lostubos: por eso mis piernas. Las de hermanoeran más poderosas, las cosas como son,

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pero a hermano le daba risa loca y esoprovocaba la paliza que es de suponer, élno podía lo que se dice nada y padre medestinaba a mí a la bomba que soplaba airepor los tubos, y el esfuerzo que eso meexigía y el efecto que me producía en elalma hacían que llorara como unamagdalena, inclinaba la cabeza y empujabacon el pie, empujaba, y las lágrimas mecorrían por la cara y, como arañas en lapunta de sus hilos se deslizaban por mislargos cabellos. Al cabo de una hora de eserégimen solo era un andrajo palpitante, asíse llama eso. Por no hablar de los pífanos,chirimías y tambores, pero ya hablaré deeso en su momento, al mismo tiempo quedel chivo y todos sus bártulos.

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Y entonces lo que nos dejó helados acaballo y a mí fue que la música que veníade la iglesia se parecía como gota de aguaa la música que salía del instrumento detubos de papá, y como me siento atraídacontra toda razón por la música, que medeja hecha trizas, ingresamos al interiorcaballo y yo.

Y os quiero decir, maldito sea quienprovocare escándalo, es verdad, queavancé por la nave central con caballo. Elataúd todo desnudo estaba directamenteallí adelante. El sacerdote agitabasuavemente un incensario, un mono viejonada tiene que aprender, y tenía lospárpados entrecerrados mientras susurraba,y su aspecto era el de reflexionar

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enormemente en algo doloroso. Hicimosuna entrada notable, caballo y yo. Llevabala bolsa de monedas en la mano, alzada ala altura del hombro, y la mostraba a lagente sentada en las bancas, caminandotristemente; repetía por favor dadme unataúd, y daba lástima. No sé dónde handejado los corazones en este pueblo, lagente no tiene, digo la cosa según meparece. Para cumplir con la verdad, debodecir sin embargo en descargo del puebloque había una vieja puta en la tercera filaque tenía la espalda completamentecurvada y que no obstante me miró sinodio, y creí percibir tras su velo gris quequizás me dirigía una sonrisa que separecía, por mi fe, a la compasión, una sola

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vieja puta en toda esa iglesia, de la cual enverdad me place pensar que el autor de lascosas le concederá una muerte dulce comola que conocen las mariposas y las flores,ése es el deseo que formulo, nuncaolvidaré esa sonrisa que al fin comprendía.Dos hombres me atraparon por detrás sinque pudiera hacer nada. No sé si eran losmismos dos hombres de antes en elalmacén del muerto, hay veces que todo enel universo me parece intercambiable, perocomo yo era una cabra furibunda tuvetiempo de gritarles a pleno pulmón:«Torturáis a vuestro muerto con lamúsica». Se lo dije a todos menos a lavieja puta de la sonrisa, a quien alcancé asonreír yo también en ese breve lapso.

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Sólo eran dos, no sé si olvidé decirlo,quiero decir los dos hombres que meatraparon alevosamente por detrás, y sinduda más fuertes, porque nada se puedecontra las leyes de la naturaleza.

Caballo pareció tan afectado con loque sucedía que se conmocionó, saltó fuerade la iglesia y partió como un fusil, a unavelocidad de la que nunca lo habría creídocapaz, rehaciendo el camino que habíamosrecorrido juntos hasta allí, siempre con elvientre a ras del suelo, relinchando hacia elpinar más allá del cual está nuestra casa ypapá que sigue allí sin su ataúd. ¡Esposible, dios mío! Me dejaron en mediodel camino ante la escalinata, agitaron antemí un dedo amenazador y me gritaron

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órdenes, pero era demasiado tarde, mehabía ido para no comprender nada denada, me acababa de venir además unataque.

No sé cuánto tiempo pude estar allí enla plaza pública, pues, cuando medesmayo, el tiempo o se estira o se contraeo gira en redondo, imposible saberlo, norecomienza a extenderse en línea rectahasta que vuelvo a moverme, pero eldiablo sabe lo que ha sucedido mientrascon las horas. Si se repara en mi manoalzada, crispada, las uñas en pleno cielo, lacabeza inmóvil, de costado, los ojos fijosen algún objeto de extraordinariainsignificancia, si se repara en mi bocaabierta y mis nalgas alzadas como si de

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ellas fuera a surgir un pedo, bien se puedecreer que soy una piedra, pero se ignoraque estoy extraordinariamente activa en lode dentro cuando tengo un ataque. Por misojos de carne miro como a través de unaventana con los ojos que tenemos en elinterior de la cabeza, observo todo entodos los sentidos para que nada se meescape, me recojo en mi cuerpo como si mehubiera escondido en un granero y espiarael mundo por el ojo de buey, ay, ay, un ojomás. Y si muevo el dedo más pequeño, elauricular, que así se llama, con el que unose rasca el agujero, el cosmos puedeestallaros en pedazos, os digo que esa es lasensación que tengo cuando tengo unataque. A veces nada puedo, hay una pierna

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que se pone a temblar, y es terrible laangustia que eso me provoca, y se diría quela tierra ruge y debo controlar la pierna sinusar las manos para evitar el cataclismouniversal, y el esfuerzo es peor quebombear un órgano de tubos, como eso sellama. A papá también le venían ataques,no sé si no lo he dicho. Es de familia.

Por fin llegó un momento en que todossalieron de la iglesia siguiendo al ataúd,como para preguntarse si no iban a seguirlohasta la tumba y enterrarse con él presas deuna fascinación embrutecida como la de miantiguo perro, que no me dejaba ni a sol nia sombra cuando yo echaba sangre. Por esomismo padre terminó poniendo bolas paramatar polillas dentro de su comida. Ya

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explicaré más tarde todos estos asuntos dela sangre que deben parecer extraños y enefecto así son.

Pero la multitud ya se encontraba otravez en la calle. Aparentemente aún no seacostumbraban a verme como a unsemejante, a juzgar por las miradas, que nodeseo a nadie. El conjunto empezó a formarun círculo alrededor de mí, y era terrible,sólo os diré eso, y comencé a enloqueceren mi granero, de tal modo que eso me sacócomo un poco de mi ataque. Empecé a girarsobre mi pierna izquierda, lentamente y conpequeñas sacudidas, cuidando de que nadacambiara en la posición de las otras partesde mi cuerpo, no sé si logro que meentiendan bien, y a medida que el círculo

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se deshacía alrededor de mí la genteretrocedía como si temiera mezclarse enaquello que no le concernía. No sé porcuánto tiempo estuve así girando en elsentido de las manecillas de un reloj, pero,aunque apenas libre de mi ataque, ya meiba volviendo la noción del tiempo, y meparece que giraba de ese modo hasta que serecompuso la fila de los fieles y la genteterminó por desaparecer por el extremo dela calle para ir a sepultar a sudesaparecido, en fin, supongo, no puedodar mayor seguridad. Pero no todos semarcharon y, por una razón que me gustaríamucho me explicaran, pues de verdad laignoro, quedaron allí algunosobservándome como si yo fuera una

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especie de mierda de papa, quiero decircon intensa curiosidad, y se alejabanalgunos pasos, y se inmovilizaban otra vezpara mirarme, y se volvían a alejar, y estofue así hasta que no vi a nadie en partealguna y me encontré allí solo yabandonado en la plaza del pueblo,tristemente, como si fuera el príncipesobreviviente de un reino devastado poruna epidemia de cólera. Imponentesilencio, que destacaba el ruido de lashojas arrastradas por el viento, si queréisconocer lo que sentía.

Y finalmente, porque todo al fin llegaen esta tierra, hubo allí ante mí dosindividuos, otras vez eran dos, se diría quevan por pares todos estos cretinos cuyo

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atuendo renuncio a describir, dejandoaparte el de la derecha, el de sotana, queno era el sacerdote que antes había vistoreflexionar mientras agitaba el incensarioen torno al muerto y que era mucho másjoven.

—¿Quién es usted? —me dijo el otro.Temí una paliza y fingí no haber oído

nada.—¿De dónde viene? —agregó ahora

la sotana—. ¿De la casa del otro lado delpinar? ¿Qué vino a hacer aquí?

No me atreví a hablar del ataúd, bienlo comprenderéis, por miedo a que mecontinuaran lloviendo equivocaciones,pues ya comenzaba a conocer algo el temay cuidado con mencionar la soga en casa

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del ahorcado.—Síganos —dijo entonces la sotana,

posando suavemente una mano en mihombro, aun cuando esa suavidad meimpresionó un poco.

Agregó: «No le haremos daño», loque no dejaba de ser algo. Como mi ataqueya era solo un recuerdo entre otros, losseguí. Si no se me hace daño, de mí sepuede bien obtener todo, ésa es la lección.Y sé que soy así porque nací bajo el signoastronómico del asno, a semejanza decerditos y corderos.

Los seguí tratando de inspirar compasión

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con mi boca y mis miradas y todos losademanes que hacía yo para que fueranamables y tranquilos conmigo, queayudaran a mi corazón en toda estatormenta y me encontraran hermoso. Elsacerdote no era de aspecto maligno. Comotenía un poco sucia la sotana, cubierta depolvo de tiza, me sentía en confianza,parecía más mi semejante que no todos losotros, papá en sus tiempos mozos fuesacerdote también. El otro individuollevaba un revólver al cinto y esto meparecía impresionante, pues según lasimágenes siempre había creído que lasarmas de fuego eran muy pequeñas, pero enla realidad ésta era grande como loscojones de mi padre.

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Mientras caminábamos, rememorabafragmentos de lo que había constituidonuestra vida y que ya no sería así nuncajamás, pues todo pasa aquí abajo, porejemplo el ruido que hacía papá en el pisocuando sus ejercicios, o cuando comíamosjuntos y le poníamos un babero a nuestrarana para reírnos y hacerla tragar moscas, ylos cuidados que papá daba al JustoCastigo en el cobertizo de maderasacándola de su caja, donde de ahora enadelante estaría más desamparada quenunca había estado, yo reflexionaba en todoeso y eso me ayudaba a infundir lástima,pues me sumergía en mi tristeza y ya teníaganas de empezar a llorar. Rememorar espalabra hermosa, no sé si es que eso existe,

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quiere decir el tener recuerdos.Ahora os pediré que estéis atentos,

porque lo que sigue ya va a ser de lo másdecisivo.

En primer lugar me hicieron entrar enel ayuntamiento, así se llama eso según leíencima de la puerta, y era una casa muybonita, de una limpieza digna de todoaplauso, capaz de darte ganas de pasear entraje de Adán por dentro y hasta bailardescalzo entre muñecas de luz. Después deatravesar todo un pasillo, que merecordaba la galería de retratos de nuestrapropiedad, una galería de la cual por ciertovolveré a hablar luego debido al súbitoesclarecimiento que unas horas más tardeterminarían por entregar esos retratos

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acerca de mis orígenes aquí abajo,penetramos en una sala más pequeñaequipada con mesas, asientos y lámparasamarradas a las paredes por cuerdas queiluminaban por su virtud mágica. Los doshombres que me acompañaban no mehabían dirigido la palabra en la ruta, perohablaban mucho allí entre ellos, animadose inquietos parecía, y el sacerdote decíaseñor agente al hombre que llevaba el armade fuego de vertiginosas dimensiones. Loprimero que percibí en esa sala pequeñafue que había dentro otra persona, de lacual sólo vi en un principio los piescruzados sobre un escritorio, y despuésunas manos, pues un biombo me ocultaba lacabeza, pero enseguida me sentí en

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confianza porque esas manos abrían undiccionario que se titulaba las flores delmal. Me hicieron sentar y comenzaronentonces las preguntas del agente.

—¿Vive usted en la casa del otro ladodel pinar, verdad? ¿Su padre es el señorsoissons? ¿Era su caballo el que estaba asu lado?

Yo contoneaba el torso como siestuviera canturreándome una cancioncillaen el interior de la cabeza, y miraba demanera imprecisa hacia delante, pero norespondía. Por cierto, lo que tiene decurioso esa palabra soissons es que se meocurría vagar un poco entre misdiccionarios y de repente escuchaba contoda claridad esa palabra soissons, que

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silbaba muy rápido cerca de mi oreja yluego se escabullía como una trucha que senos desliza entre las piernas cuando secamina descalzo en el lago en verano, ytenía la impresión de que esa palabra teníaalguna relación conmigo y formaba parteintegrante de mí dentro de mi más íntimomaterial mucho más que cualquier otrapalabra, digo la cosa como me parece, ydicha palabra me salía asombrada de miensueño, soissons.

Pero el sacerdote y el agentecontinuaban asediándome a preguntas, yhabía la apariencia de que los confundíacon mi manera de tener aspecto de noentender latín, pero eso no era para mal, yellos se perdían en conjeturas y otras

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suposiciones de la misma índole, y os debodecir que, por más que tenga un sentidomuy marcado de estas cosas, jamás habríacreído que mi padre fuera tan importante.¡Hasta el señor agente tenía un gruesobigote gris tal como si hubiera queridoimitarlo! Y tanto era como el suyo esebigote, que hasta se habría dicho que habíavolado de la cara de papá, al modo de miamiga la libélula, como se dice que almorir nos abandona el alma, yendo aposarse en los labios del agente, y esto tancierto como que yo soy yo.

Este último y el de la sotanadecidieron muy pronto tratarme de tú y deti, creyéndose que eso pasaría algo mejorentre mis orejas, y cuando me preguntaron

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si había ocurrido algo a mi padre, terminépor mostrarles que comprendía la lenguahumana como todo el mundo y respondí hamuerto hoy al amanecer, lo que les produjoalgún efecto.

Y me pidieron que lo repitiera, erauna noticia que tendría consecuencias, si seprobaba, pero repetir ya no es mi fuerte. Ensu lugar, les dije: «Lo descubrimossuspendido esta mañana al extremo de unacuerda de la cual se había colgado élmismo sin otorgar aviso». El sacerdotehizo sobre su vientre un signo de la cruz. Elagente parecía más tranquilo. Es verdadque él no tenía un crucifijo al cuello paraestar tentado de acariciarlo todo el tiempo,como tenía hermanito por costumbre hacer

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con lo que sabéis. Me dijo, con un tonotocado de delicadeza, como si yo fuera unacosa infinitamente frágil que debía tratarsecon cautela:

—Has dicho «nosotros lodescubrimos». ¿Qué es eso de nosotros?

—Papá tiene dos hijos —le dije—.Yo y mi hermano. Retrocedieron el cuello,estupefactos, como cuando caminan lospingüinos, me contemplaron como siacabara de decir algo del todo espantoso,cómo voy a comprender a miscontemporáneos. El agente hizo un gestocon la mano como para decir volveremos aeso algo más tarde y me preguntó:

—¿Y tu mamá? ¿Acaso tu madre novive contigo?

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—Nunca hubo putas en casa —respondí.

Al verles la cara, me dije querequería aclaraciones, y entonces agregué:

—Todas las madres son putas, perotambién se puede decir, si nos parece, queson santas vírgenes. Es ínfimo el matiz.

Recibí dos palmadas del hombre desotana, cayeron muy rápidas, una con lapalma de la mano y la otra con el dorso,ambas con la diestra y en menos tiempoque el que se tarda en escribirlo. Me habríagustado meterme los dedos en el calzón ytirarle sangre, pero ese día no tenía, sehabía cicatrizado hasta la próxima vez.

Entonces el tercer hombre, del cualhasta ese momento tan sólo había visto los

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pies y las manos, se levantó de su asiento,y reconocí de inmediato al semejante quehabía venido a casa a importunarme y queera aquel príncipe del cual hermanito, paramolestarme, decía que yo estabaenamorado, puaj. Parecía interesarse entodo, pero él mismo no decía nada, comolos gatos y los sabios. Había cruzado losbrazos, apoyado la espalda contra la paredy me miraba con curiosidad y seriedad poruna razón que ignoro, quizás tambiénestaba un poco enamorado. Apenas lo vi,tuve como un deseo de pasarle la lenguapor la cara, y también de meter su nariz enmi boca; en la cabeza y en el cuerpo meocurren a veces cosas que son verdaderosenigmas, ya lo veis. Mantenía su

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diccionario en una mano y había hecho unaseñal con uno de sus dedos, y me gustó eldetalle, porque yo hacía lo mismo, muy amenudo, cuando interrumpía una lecturapara soñar con los hermosos caballeros deque me hablaban las páginas, y hacía unaseñal con uno de mis dedos. El sacerdotese había retirado a un rincón, en una silla, ycontemplaba el techo con ojos como platos.Para un hombre que había prometido nohacerme daño, me parecía que, por mássotana que vistiera, su palabra no tenía máspeso que un pedo que se nos sale delagujero.

Pero hablando de putas, yo traté deexplicarles que me parecía tener unrecuerdo muy distante de una santa virgen

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que me habría tenido en sus rodillas y queolía bien, y también de un angelote en laotra rodilla de la virgen de perfume suaveque se me habría parecido como una gotade agua, y también que mi hermano tratabade convencerme de todo ello. ¿Era eso unrecuerdo? ¿Era eso una puta?

El cura había vuelto, con aspecto decatástrofe, el mismo de hermanito cuandosupo que perro acababa de morir, mientrasque yo apretaba el culo, como diría mipadre. El cura repetía: «Está loca. O estáposeída.» Las sotanas no conocen el génerode las palabras, me parece. Por lo demás,qué hacía con su saliva, qué hacía con ellael sacerdote, le quedaba en las comisurascomo una espuma seca, entre gris y verde,

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una boca como alga, si queréis creerme,que por vez primera descubría en unsemejante, no sé si será raro, en todo casoa mí me horrorizaba, podéis estar seguros.Con que, a falta de sangre, le lancédesprecio por mis pupilas, que siempreestán bien llenas de pequeños rayos, segúndecía mi difunto padre.

Empezaron a hablar otra vez entreellos, hablaban el agente y el sacerdote sinpreocuparse de mí, aparte de las miradasque de vez en cuando me lanzaban desdeuna especie de estupor horrorizado, yadvertid que peso mis palabras. Pero allíestaba el príncipe y me observaba con ojosde amistad conmovedores, y cuando veíaque me sonreía, yo volvía la cara alzando

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un hombro y dándome importancia, qué secreía él, pues, que yo era.

El gran asunto que tanto parecíaabrumar a los otros y que repetían como unrefrán era que mi difunto padre erapropietario de la mina y que sudesaparición provocaría cambios, yaparentemente los cambios leshorrorizaban, si queréis mi opinión.Terminaron por decirme que iba a estarobligado a conducirles a donde papá.

—Papá desapareció.—¿Cómo? ¿Qué nos dices? ¿Habéis

perdido sus restos?—Su cuerpo está allí —dije—. Pero

él desapareció.Tan simple de comprender, y sin

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embargo.—Pues nos tendrás que llevar hasta

sus despojos.Para mostrarles bien que de ningún

modo, comencé un ataque. No eraverdadero, tranquilizaos, era sólo paraimpresionarlos: y bien lo conseguí. Elpríncipe les dijo suavemente, aunque esasuavidad, etc.:

—¿No veis que la asustáis? Estátemblando.

Otro que me tomaba por una puta,debía creerlo por mis protuberancias,supongo, y se lo dije con la mirada.

—Señor inspector de minas,preferiría que no se entrometiera. Vuelva asus poemas.

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El agente acababa de decir eso tanraro al príncipe.

—Y, bueno, ¿no creen que comoinspector de minas esto me concierne unpoco?

Esos dos no parecían estimarsemucho, para decir las cosas como son.También hay que precisar que el agentetenía en común con mi hermano elparecerse a los que nunca han metido lanariz en un diccionario, lo que los llena deenvidioso y estúpido desprecio por todoslos que hacen una señal con uno de susdedos, y me dije que, por más de puta queme hubiese tratado, no dudaría un segundoen caso de guerra y me alinearía a todo darcon el inspector de minas. ¿Qué podéis

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hacer con alguien que nunca mete la narizdentro de un diccionario?

El sacerdote y el agente del bigoteconcluyeron que se trataba de un caso defuerza mayor y que su deber era advertir detodo ello al alcaide aquel al que una gripele había impedido seguir el entierro, ypensé que querían llevarme a la cárcel,pero por fin comprendí ya más tranquiloque dijeron alcalde, que no alcaide, elsecretario tiene sus lecturas. Dijeron alinspector de minas que me vigilara durantetodo ese lapso y entonces se marcharoncomo chorros de orina.

Os diré que, si hubiera podido preverque antes del fin del día me encontraríacara a cara con el inspector de minas, creo

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que inevitablemente habría preferidocolgarme de la soga de papá, pues temíalos deseos de mi corazón, es lo menos queahora se puede decir, y según lo que nosdictan la religión y la naturaleza convieneque me enamore de mi hermano y no deotro marrano.

Lo primero que hizo el príncipe apenasestuvimos solos, a su merced, fuepreguntarme si quería beber un café o unataza de leche o un vaso de sidra, qué sé yo,y yo me contenté con confesarle que teníased como una esponja al sol, ésas fueronentonces mis palabras.

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—¿Qué edad puedes tener?¿Dieciséis, diecisiete años?

Y después, como me dejaría matar ahachazos antes que responderle, agregó,usando de una risa amablemente burlona:

—¿Tienes la edad de tu corazón,supongo?

Fue más fuerte que yo:—Si la del corazón fuera la mía, casi

noventa años sumaría.—¿Sabes lo que acabas de hacer? —

dijo, mientras comenzaba a calentar el agua—. Has hecho sin saberlo dos versos deonce sílabas.

Me he pasado la vida en la mierda yel barro, y os tengo que decir que deverdad no sabía que los hubiera tan largos.

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Pero yo informo lo que se me ha dicho, sintratar aún de comprender. A decir verdad,no sé con exactitud cuánto tiempo llevo enesta tierra, pero me parece que hace tanto.Tengo más recuerdos que si tuviera milaños. Para calentar el agua, el inspector deminas se había ido al otro lado de suescritorio, no sé si ya lo dije, y como nohablaba muy alto y solo como distraído, yono siempre escuchaba bien lo que contaba,pero me parecía de muy poca importanciatanto para él como para mí. Me bastaba suvoz. Quiero decir que era como la música,y esto me trastornaba y me hacía sufrirdeliciosamente, tenía ganas de tenderme debruces en tierra y que él se tendierainmóvil sobre mi espalda y así siguiera

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hablándome.Me pareció que estaba distraído,

porque, mientras se afanaba con las tazas yel café, miraba, preocupado y pensativo, uncuaderno abierto. Le vi tomar un lápiz ycorregir una palabra, o no me conozco.

—¿Es usted secretario? —dijeentonces.

Me pidió que lo repitiera, pero, tantopeor para él, necesito demasiado laspalabras como para despilfarrarlas ydecirlas dos veces. Me quedé en silencio.Después suspiró ligeramente, con ciertomatiz de desdén comparable al que tengocuando contemplo, enrojeciendo deemoción, mi imagen en el agua apenassalido de las lagunas en primavera, por el

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color de mis ojos, y entonces mi hermanome sorprende y se burla de mí y yorespondo fingiendo indiferencia: «¡Quéfastidio los espejos, qué fastidio!...» Poreso no creí en el desapego del inspectorcuando dejó caer, después del suspiro:

—Digamos que trato de escribirpoemas...

Poemas, vamos, sé bien lo que son,hay a montones en mis diccionarios decaballería. Bromeaba de hecho cuandohacía creer que tomaba por lombrices losversos muy largos. Nada se hacomprendido de bibí si no se entiende susentido del humor.

—Yo también escribo —dije, conanálogo suspiro.

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Me contempló de un modo que mecalentó en las protuberancias y en losmuslos, pues esas cosas están ligadas porsu virtud mágica. Si mi hermano me miraraasí más a menudo, la vida sería igual queun bosque encantado. Lo cual me llevópalabras a la boca:

—Padre nos obligaba por turno aasumir el papel de secretario. Son tareasque conciernen a los hijos, eso nos decíacon su voz estentórea (no sé qué sea enverdad una voz estentórea). Yo lo hacíacon alegría de corazón, y no por piedad, yaunque a mi hermano se le sublevaba elcorazón con la mera idea, estaba obligadoa pasar muchas jornadas en el libromágico, jornadas que se mezclaban con las

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mías, y basta leer para reír, si se tieneánimo de reír, pues a veces, digo la cosacomo es, hermano se contenta con fingir,con trazar líneas irrelevantes con su lápiz,es un desgraciado, un verdadero plomazo.Y mirad que padre, cuando verificaba ellibro mágico, eso sí que me hundía elcorazón, no veía la diferencia, qué asco,puaj. Esto no ha impedido que yo siemprehaya sido el más inteligente de sus hijos.Pero ahora que está muerto deberán pasarsobre mi cadáver antes de quitarme el libromágico, y a hermano qué le importa, él notendrá piedad y seguirá viviendo como untiro al aire.

El inspector se me acercó con loscafés y creo poder decir y deducir de su

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aspecto que le parecía que yo era alguiencon quien valía la pena convivir. Vacilóantes de soltarme varias frases, se lemovían los labios, pero no le salían laspalabras. Terminó por decir:

—¿Por qué hablas siempre de ti comosi fueras un chico? Y ese acento demarsella, me pregunto dónde lo habráspescado... ¿Acaso no sabes que eres unachica? Incluso diría que... (sus labiosmostraban ahora todos los dientes, lo queme hizo soñar con el sol cuando se abrepaso entre dos nubes en nuestrapropiedad), hasta diría que una joven muybonita.

Juro que dijo el muy como encursivas.

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«Un poco sucia quizás», agregó luego,ya que nada es sin mezcla bajo la bóvedadel cielo, ni siquiera las palabras amables,y sacó su pañuelo y me enjugó la mejilla,pero quité la cara. ¡Oh, cómo abomino deese pañuelo, lo quiero decir!, y en estemomento me gustaría tenerlo aquí en lamano, lo apretaría muy fuerte entre losmuslos, pero como él seguía creyéndomeuna puta, me sentí obligado a explicarme,es mi drama, estar siempre tratando deexplicarme por extenso a los que amo, estestigo caballo:

—¿Acaso el señor sacerdote que megolpeó no tiene también protuberanciasbajo su vestimenta? Una vez me sucedióuna calamidad, creo que perdí los cojones.

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Eso me hizo sangrar durante varios días, ydespués cicatriza y después vuelve aempezar, depende de la luna, ay ay ay ay,todo eso depende de la luna, y tambiéncomencé entonces a tener lasprotuberancias en el torso. Mi hermanoreía porque me hizo ponerme estas faldaspara que la sangre no manche cuandodesborda; me enfurecía que mi hermano seriera, y yo corría tras él para tirarle sangrea manos llenas. Ya de pequeño recuerdoque cuando orinaban o padre o hermano lohacían de pie, pero yo en cambio siemprehe orinado agachado porque nunca quisetocarme los cojones, ni siquiera mirarlos,como hace mi hermano todo el tiempo, enrealidad no los he sentido hasta aquel día

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en que los perdí, si es que tiene sentido loque he dicho, y eso se puso a sangrardespués. Pero es igual, padre sabía que erayo el más inteligente de sus hijos, con quezás. Cojones por cojones.

No parecía encontrar muy claro lo quele contaba, pero nada puedo hacer, uno demis dichos favoritos es decir siempre quelas cosas son como son, y, si parecenextrañas, eso no es asunto de mi cabeza,hay que apegarse a ellas. Se había sentadofrente a mí y me contemplaba de buenhumor, a veces con sonrisa divertida, comosi yo fuera sólo un pequeño espectáculo,semejante a nuestro único juguete, la rana.

Y también empezó a interrogarme. Sinembargo, lo hacía con la intención de

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ayudarme y me sentía bien y facilitaba quele respondiera. Como me preguntó quéhabía venido a hacer exactamente alpueblo, le contesté que había venido poruna caja para el hoyo, o sea, el ataúd enlatín vulgar, y que estaba frustrado por nohallar ninguno, y al decirlo ponía unaexpresión destinada a dar lástima, esocreo. Me preguntó cómo era mi hermano yrespondí que era un idiota que reía ylloraba todo el tiempo y que me tiraba delcabello cuando yo leía las memorias delduque de saint-simon o me hacía oler loschorros de su salchicha en la punta de susdedos, pero su pregunta apuntaba a saber siera más joven o si era más viejo que yo,cosa que terminé por comprender. Afirmé

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que papá nos había modelado el mismo díaexactamente a la misma hora, hace muchotiempo, según parece verosímil y segúndice la santa religión.

El inspector de minas se frotó lospárpados con el pulgar y el índice como sile doliera la cabezota. Estiró las piernasbajo la mesa y reflexionó un prolongadominuto de silencio, con las manos cruzadasdetrás del occipital, todo sucedió como lodigo. Sus ojos eran como los de un búho,con una luz erguida en el interior. Entoncesdijo, inclinándose hacia mí, con la voz quehay a veces en los sueños cuando se lehabla a algo que no existe:

—¿Y sabes que tu padre era muyrico? ¿Fabulosamente rico...?

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Señalé con la nariz mi bolso demonedas y dejé que sacara conclusiones.La verdad es que hacía unos instantes quesentía la necesidad de salir fuera.Difícilmente soporto estarme mucho tiempoen una casa, incluso en la mía, incluso en elcobertizo de madera con el Justo Castigoque dejará al mundo estupefacto, y por lanoche, para dormir, me ocurre tendermesobre la tierra con toda la cara mojada porcausa de las estrellas de los campos. Estasensación me viene a la manera delrecuerdo, pues sigo en el cobertizo demadera escribiendo esto y ya empiezo a nopoderme contener, tengo la impresión deque voy a aullar, pero sé que no se debehacer.

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Luego el inspector también me dijoque yo sin duda ignoraba que eso que élllamaba mi familia era todo un misteriopara mis semejantes en el pueblo. Pareceque nadie sabía con exactitud qué sucedíade nuestro lado del pinar, y hasta secontaban toda clase de historias, ay, ay, ay,sucias lenguas, ay, ay, ay. Creyó enseñarmeademás que padre era el más poderoso dela región, como si yo pudiera ignorar talcosa, y por eso, prosiguió, nadie se habríaatrevido a contradecir sus órdenes. Salvoinvitación expresa, nadie tenía derecho aaventurarse en nuestra propiedad. Nisiquiera el cura.

—Yo mismo sé algo de eso, elalcalde me sermoneó durante una hora

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cuando me presenté en tu casa la primaverapasada a poco de llegar a esta comarca.¿Te acuerdas de mí? Te hablé... ¿Cómo tellamas?

—Hermano me llama hermano, ypadre nos llamaba hijos cuando nos dabaórdenes hasta ayer mismo.

—¿Y cómo hacíais para saber a quiénde vosotros dos se dirigía?

—La mayor parte del tiempo eraindiferente que fuera al uno o al otro. Perosi verdaderamente nos equivocábamos, siyo me presentaba a su llamado y él queríaque fuera hermano, me decía: «Tú no, elotro», sencillamente, nunca fue unproblema para nadie.

—Ya veo.

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¡Veía! ¡El señor veía! ¿Qué osparece? Se las trae, os lo juro, como legustaba decir a mi padre cuando hablabade sus tiempos mozos. Pero el señorsecretario de poemas no se detenía ante tanpoco, como ahora veréis, y los límitesfueron franqueados cuando este caradurame clavó alegremente:

—¿No te gustaría que te diera unnombre sólo para mí? Te llamaré salvaje.Va bien con tu perfume de hierba y delluvia. Yo soy paul-marie, si te parece.

Pero ahora os tengo que decir quesalvaje tiene un flequillo en la frente, papásolo me cortaba los cabellos allí, cogía elcuchillo de cocina más o menos en cadacomienzo de estación y me lo tajeaba; pero

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el resto de mis cabellos es muy largo ynegro y abundante, y de verdad es muyoloroso, y el inspector de minas, que mesonreía con deseos erguidos como velasallí en sus pupilas, cogió un mechón de miscabellos que rozaba un poco las mejillas ylo desplazó con gesto suave en dirección ami oreja. No alcancé a contar dos antes devolverlo a su lugar sobre mi mejilla, dondeestá muy bien gracias. Eso le hizo reír.Acercó su cara hasta la mía. Y entonces,qué queréis que os diga, sucedió por sísolo, no tengo ninguna otra explicación, lealojé una lenguarada en la mejilla, que losorprendió hasta tal punto que retrocedióen la silla.

Se enjugó la mejilla con el revés de la

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mano, no con ademán vivo y enérgico comosi la cosa le hubiera disgustado, sino conuna especie de asombrada ternura, comopapá acariciaba la cabellera de mihermano después de haber desencadenadosobre él un huracán de golpes que loarrojaba a tierra entre las calabazas. Perono tengo la menor idea de la mirada queentonces podía posar en el inspector deminas, eso debía valer su peso en oro, omejor en rayos, no sé si es que me hagocomprender.

—Veo... (¡Seguía viendo!). Eres unasalvaje cabritilla, ¿no?

Tenía una sonrisa sardónica al decireso, si es que sé lo que sardónica significa,pero veía muy bien su palidez tan verde y

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el intenso temor que había en sus ojos tanbellos y azules; porque no sé si olvidédecirlo, pero la salvaje cabritilla encuentraque el inspector tiene los ojos de caballerode la espada en ristre, como se dicehablando de una armadura algo sofisticada,si la memoria no me gasta alguna broma.

En todo caso, no puedo explicar cómosiguió la cosa, de verdad, cómo estuvo depie, por completo apretado contra mí, haycatástrofes aquí abajo, y de las mejores,que jamás se comprenderán hágase lo quese haga, pero mis dientes le mordían lamejilla y le pasaba la lengua por la nariz,por la frente y los párpados, y sus cabellosresbalaban por mis manos. Sentí que laspalmas de sus manos corrían sobre mí,

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como si quisiera cogerme por todas partesa un tiempo, me apretaba como paraprecipitarme al interior de su persona, queestaba llena de buenos olores a cedro, y aapio, y a pino, y yo moría en cada intento, ydeseaba seguir muriendo y que volviera aempezar en cada momento para siempre,pero todo eso pronto superó las fuerzas dela salvaje cabritilla, que quedó floja,muerta, los brazos colgando, la bocadesbordante y el sabor salado de la pieldel caballero en la lengua.

¿Por qué entonces me aferró por lasmuñecas? Retrocedió un paso, conexpresión espantada, y dijo «¡Esto no!», enun murmullo aterrado, peso mis palabras.Liberé las muñecas, ya no era dueño de mi

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cabeza, vagaba por su cuenta, no sé dónde,la cabritilla se tendió sobre su vientre unpoco abombado, se tendió a sus pies, ydeseaba que él se tendiera encima con todosu peso y con toda la dignidad de supersona, y que me hablara en la oreja sinmoverse, pero él se lanzó al otro extremodel cuarto, se diría que quería irse de allí,y fue, ¿cómo decirlo?, exactamente como sime hundieran un puñal afilado y en plenocorazón, y, si no es así, es que, de verdad,no me llamo salvaje.

Y como soy una cabritilla algo feroz,incluso desdeñada, fracasada, pues no se

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quieren molestar en mi felicidad de existirtan sólo unos instantes tendidos sobre miespalda con toda su persona, voy a aplicara las palabras el género que es propio delas putas y coordinarlas en consecuencia,aunque sigo siendo el hijo de mi padre y elhermano de mi hermano según dice la santareligión. Quiero decir que diré lacontinuación de mis penas y lamentoshablando de mí misma como si fuera unasanta virgen con protuberancias y arroyosde sangre estacionales, eso quitará tedio ami gran desamparo, pero debo hacer pausapara explicar una cosa: el cobertizo dondeescribo, que también es llamado elpanteón.

Me he refugiado aquí en el cobertizo,

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porque mi hermano fue tocado por la graciay eso lo ha vuelto loco, así se llama eso, ya mí me ha dado mucho miedo. Tambiéntengo miedo porque el tragaluz de vidrioestá extraordinariamente sucio en elpanteón donde escribo y sólo he podidolimpiar un rinconcito frotando con elmeñique, lo que me ha permitido avistaralgo que se acerca en este momento por elcamino y no sé todavía cuán lejos está,pero quizá es un caballo o quizá uncaballero o quizá sólo el mendigo queavanza a grandes saltos como una urracasobre su pata huérfana. Tengo como ganasde empezar a gritar, ay, pero no debo.Aclarado esto, que me libera el pechocuando ya empezaba a ahogarme, volvamos

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a nuestra historia, nuestra historia de amorcon el inspector de minas en elayuntamiento, hay que llamar al pan pan yal vino vino.

El inspector se me acercó y yo seguíatendida, con toda la dignidad que hay en milargo, pero él me dijo que no me quedaraasí, como espárrago hervido, y que melevantara, con la voz llena de dulzura y depiedad, pero os tengo que decir que en esemomento yo tenía la piedad muy lejos, enalguna parte. Reflexioné un momentomirando sus emocionantes zapatos, grandescomo armas de fuego, a saber, si aún valíala pena volver a vivir después de habersufrido tamaño asalto de despreciación. Nosé si existe esa palabra, pero se lo merece.

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Desprecio grande, gran desprecio, siqueréis mi opinión. Terminé por ponermeen pie y tanto peor. Si había que hallarrazones antes de continuar respirando, latierra estaría desnuda como un huevo.Tengo uñas duras y aceradas como clavos,y yo se las planté bajo los ojos a mi buencaballero, luego tiré hacia abajo, tanverdad es como que yo soy yo. Me atrapóla muñeca y esta vez me apretó muy fuerte,como para hacerme daño también, en tiposacerdote. Vi expandirse por su nuca lasplacas rojas de las grandes emociones, queno pudieron sino recordarme las de padre yhermano una vez por año cuando reíamosjuntos sosteniéndonos ya apenas en pie afuerza de beber vino del bueno, era para

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festejar el viernes santo, cuando muriójesús. Así que el inspector tenía ahora tresbellas líneas de sangre, hijas de mis obras,que asomaban en toda su mejilla. Mecontemplaba resoplando fuerte, y veíaclaramente que tenía una gran mieditis deldemonio.

—Eres una auténtica bruja...Proyecté la cabeza contra la suya con

vigor, como sale una bala de cañón, con lalengua afuera por entero para lamer lasangre de su cara, de la cual tenía grandegana. Pero él retiró el busto y me obligóbrutalmente, es la palabra, a volver asentarme en el asiento. No podía resistir,pero apreté las pestañas y los dientes. Elseñor quería imponerse, porque empezó a

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hablar muy rápido. Sin embargo, no osabamirar dentro de mis ojos, y yo veíaperfectamente que triunfaba por másespárrago hervido que yo fuera.

Yo no sabía lo que me esperaba,pobre pequeña, me decía él. Todo iba acambiar de ahora en adelante para hermanoy yo. Habría un sinfín de problemas con lasucesión, pero todo eso, imaginaba él, mepasaba a cien metros de la cabeza. Padre,cosa evidente, ya no estaría allí paraprotegernos. La justicia se haría cargo delasunto, etc., y quedaríamos así, mi hermanoy yo, a merced de esa gente.

Ignoro qué sería para él esa gente,pero la señalaba con el pulgar como siestuvieran invisibles en la habitación.

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Ignoro también quién o qué podía ser esajusticia, sobre la cual hacía tantoescándalo. El inspector me dio entoncesaquel golpe de gracia, al ir diciendo, conexpresión capaz de hacerte un agujero deeste tamaño en el pecho:

—Dudo que sea posible que tuhermano y tú podáis seguir viviendo envuestra propiedad.

Como un relámpago, estuve puestafuera del cuarto. Corría tropezando,sosteniéndome el vientre, como si se fueraa desbordar, y al llegar a la salida delinmueble, así se llama eso, me volvió aatrapar el inspector.

—Trataré de ayudarte, lo prometo —me dijo entonces, recuperando el aire—.

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Aún no sé cómo, pero lo voy a intentar.Trataré de ganar tiempo hasta mañana, lesdiré que te he hecho prometer que volveráscon tu hermano, haré todo lo posible paraque se reconstruya vuestra casa...

No sé qué más me dijo, porque yohabía ya desaparecido. Recorrí el pueblo atodo dar según me era posible hasta ellinde del camino que atraviesa el pinardonde encontré a caballo, que me estabaesperando. Arrojé, es la palabra, la bolsade monedas en la maleza y escupí tresveces por encima, tres escupos así,conjuratorios. Me froté todo el cuerocabelludo muy frenéticamente con lospuños, como si quisiera hacer caer a lospequeños demonios. Resoplé, en fin, ya

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más resosegada. Caballo había cogidoentre los dientes la azada que había dejadocontra un árbol y me la traía, me mirabacon su mirada inquieta y yo le conté todo.Me daba cuenta de que también sufría y quelloraba con sus ojos redondos. Le dije quese fuera por delante para llegar más rápidoa nuestra propiedad y así calmar ahermano, que debía atormentarse hastamorir viendo marcharse el día sin nosotros.

Todo eso me había desamparado yagotado, y avanzaba con la sensación deque todo iba a derrumbarse en mi cabezacomo una avalancha de cenizas. Y mesentía extenuada, con males de dolor decorazón, como si toda mi salud estuviera amal traer. Me detenía para romper ramitas

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que ensartaba en medio de mis largoscabellos y que iba curvando para hacermecon ellas una corona de espinas, y despuéscaminaba de tal modo que se habría dichoque bailaba pese a mi tristeza. Mis manosestán llenas de gracia, no sé si no lo hedicho, parecidas a olas de noviembredentro de la laguna, también conozco elnombre de los meses, pues todos misamigos son palabras.

Siempre me asombra muchocomprobar que, apenas ha pasado laprimera ráfaga, soy capaz de tantaindiferencia acerca de lo terrible quepuede ocurrirme aquí abajo, pertenece a micarácter, vaya. Giro lentamente sobre mímisma con mi falda amiga de saturno, que

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es mi planeta, y río sin que se advierta enel pequeño altar de mi silencio, en parejacon ella. Mis pies van muy ligeros aejemplo de los pájaros que vuelan todo elrato alrededor de mi cuerpo y que tienen elcolor mismo de mis ojos, porque todos lospájaros danzan así conmigo, ése es misecreto, incluso los que están al otroextremo, más allá de la tierra. A menudo hesoñado con danzar en la cima de los pinosal modo de los elfos, tierna y ligera comola llama de las velas, polvo de oro caería achorros de mis manos para llenar deestrellas la comarca, yo nací para eso, perode verdad que no puedo. Y os tengo quedecir que nunca habría querido volver allí,jamás regresar, permanecer para siempre

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en el camino del pinar, entre el pueblo y lapropiedad, ser la divinidad de la distanciaque separa las cosas, ser el hada pequeñade los senderos que no llevan a ningunaparte. Pero luego saqué fuerza de flaquezay seguí mi camino. Al hacerlo, hallé lafortaleza para resistir la tentación quesiempre suelo tener de meterme cosasdentro entre los muslos, y a veces hasta deempujar al interior hierba, por ejemplo, obotones de flores, o guijarros redondos ysuaves como una mirada de caballo. Otrasveces me cojo con las manos lasprotuberancias y las aprieto hasta que meduelen, ya que es bueno que alguien seocupe de ellas mientras estoy allí, comocon la cabeza en otra parte, vagando

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siempre por tal o cual país de esos de missueños donde todo conviene a mi corazón ydonde tengo la pena de no poder existir. Ladesgracia llega siempre a cada uno, quéqueréis, es ley del universo.

Todo esto para decir que, caída lanoche, cuando volví a poner pie en nuestracocina, en el estado de ánimo en que meencontraba, quedé atónita viendo que mihermano estaba, sierra en ristre, dispuestoa trozar y destrozar los caídos despojos depapá.

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II Si hay algo que existe por todas partes enel universo, según he leído, son los vasoscomunicantes, y qué gran verdad. Puessucedía que papá tenía la mano pesadapara golpear, y mi hermano pagaba lasconsecuencias como madera verde que era,y yo a mi vez sufría enseguida a mihermano; esto es lo que se llama vasoscomunicantes. Mi hermano es un poquitínmás pequeño que yo, pero no sé, se diríaque está hecho de caucho duro. Cuando mecae encima, nada puedo hacer sino hundirla cabeza entre los hombros y rogar que eltiempo pase rápido. Mi padre casi no meentraba en los últimos tiempos de su

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estadía terrestre, incluso debo decir que laúltima vez fue el año de la pera, si noantes. Después, para mí, sólo disponía depequeños golpes de impaciencia omeramente formales como para no perderla costumbre y recordarme que yo era suhijo, y también debo decir que en verdadlos golpes que me asestaba hacían pálidafigura frente a los que administraba ahermano, lo que hermano veía y farfullabaen su rincón con amargura siniestra, puesmi hermano es envidioso de natural, creoque ése es su peor defecto. Hay que decirque papá me consideraba la más inteligentede sus hijos, como creo haber escrito, yque era sabia, con la nariz metida en misdiccionarios, o cuando recogía flores

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canturreando en voz baja la música de lashadas, eso de que los escaramujos sonhermosos en el barro cerca de lascalabazas, yo no pasaba el tiempo jugandocon mis cojones como aquel que sabéis.Sucedía además que no golpeaba a nadie,eso no está dentro de mis costumbres, amenos que la cabritilla esté animada de unasanta cólera, como tendréis la bondad derecordar, oh mi bien amado por mis uñasrasguñado. Todo esto para decir que sóloes equidad el que hermanito se encontraracon mayor frecuencia tendido como difuntoen el patio trasero de la casa entre patatasasadas.

Y también para decir que cuando vi aqué tipo de actividad se preparaba como si

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tal cosa con un serrucho en la mano, no mesentí nada interesada, por decir lo menos, eintenté calmar al tonto con femeninadulzura y seducirle para que me explicara,antes de hacerlo, por qué le parecía tanimportante cortar a papá en trozos. ¿Sabéisqué respondió? Me dijo:

—Hay que reducir a papá a cenizasantes de enterrarlo.

Caballo es como yo y no tienecojones, por si he olvidado mencionarlo,pero todavía tenía la cuerda que le amarrécomo una cincha alrededor del vientre parapoder arrastrar la maldita caja para elhoyo: el extremo de la cuerda le colgabaaún entre las piernas como un pene. Porquecaballo había ingresado a casa, pues venía

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siguiéndome, lo que era un suceso sinprecedentes y que mostraba que algocomenzaba a trastornarse en el reino dedinamarca. Se había recostado de lado y lamitad de su gran vientre aplastado sobre elpiso aumentaba el volumen de la otramitad, si es que se entiende lo que quierodecir, y hacía recordar el pecho de papá enla dulce época en que aún respiraba. Larepentina y nada habitual exactitud derazonamiento de mi hermano me dejó comoun flan.

—Te fuiste a buscar un ataúd alpueblo. ¿Y dónde está tu ataúd?

—En primer lugar no es mi ataúd,sino el ataúd de papá. No pude encontraruno.

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Hermano rio burlonamente comonunca lo había escuchado reírburlonamente, y hasta entonces no mehabían faltado ocasiones de oírlo reír así.Se interrumpió de súbito y me clavó unosojos duros, con los párpados apretados ylas pupilas colmadas de cosas macabras:

—No tenemos una caja bastantegrande para meter a papá dentro —dijo—,y eso es culpa tuya.

Puse cara de escándalo.—¡Sí, es culpa tuya! Entonces hay que

quemarlo. Tomaremos sus cenizas, sientiendes lo que digo, y las pondremos ensu jarro de pimientos para enterrarlo allíadentro. ¿Y has calculado las dimensionesdel horno? ¡Trata de entrar allí los

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despojos de un desaparecido y yaveremos...! Tendremos que ir avanzandopoco a poco.

Y ya estaban posados los dientes delserrucho en el muslo de papá. Por lo menoshabría que enloquecer un poco.

—¡No, detente! ¡No se puede hacereso!

—¿Acaso tienes otra solución?Y el serrucho que me agitaba cerca

del rostro ondulaba y producía una músicaque en otro tiempo y otras circunstanciasme habrían dado ganas de seguir.

—En seguida vamos a coger todos suspapeles y la caja de las hadas de losefectos mágicos y enterraremos con éltodo. Y también el Justo Castigo, si me

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quieres creer. ¡Tiraremos todo eso y elJusto Castigo en el mismo hoyo!

—¡El Justo Castigo!Él no podía hacer eso. No podía hacer

eso.—¡Pero vamos a perder el uso de la

palabra!Afortunadamente los despojos de

papá se habían vuelto de piedra, la rigidezde la mañana era como la de una espiga encomparación con ésta, y yo sabía que mihermano era de fondo perezoso y muypronto perdería el entusiasmo antesemejante tarea. Sólo comenzaba a babearun poco de sangre descorazonada, ya de uncolor extraño, muy espesa, esto noprogresaría rápido y me dejaría algo de

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tiempo para tener una iluminación, si esomerece ese nombre, que tuve finalmente,por lo demás.

—¡Vendrán bandas a nuestras tierras!¡Hordas completas de semejantes! Nos vana quitar todo y ya no podremos vivir en lacocina.

Esto lo paralizó.—¿Qué has dicho?Hay circunstancias que escapan de

nuestro control y en las cuales hay querepetir lo que se acaba de decir, lo sientopor las palabras. Repetí casi textual elpárrafo de arriba.

Hermanito estaba todo paliducho.«Voy a explicarte», dije y aproveché

su estupor para quitarle el serrucho de la

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mano. Se dejó conducir sin decir palabra,con la mandíbula colgante, a pequeñospasos dóciles y desconcertados,comparables a los de papá poco despuésde golpearse varias veces el cráneo contrael tronco de un árbol a modo de ejercicio.Arrastré a hermanito a la biblioteca.

Diccionarios creo que tenemos másque pinos hay en el pinar, quizás inclusomás que espinas hay en las ramas de lospinos de todos los pinares del mundo,miríadas si hay tal. No sé si he leído lamitad, y sin embargo he leído. Siempre medigo que un día terminaré por devorarlostodos, por lo menos los que no estánpodridos y se descomponen en la manocomo un bloque de harina húmeda, pero

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nada que hacer, siempre vuelvo a misfavoritos, los que hablan de espléndidoscaballeros de ropajes esplendentes comocucharas, a la ética de Spinoza, donde nadahay que se entienda, como siempre sucedecon las grandes verdades, por no hablar delas memorias del duque de saint-simon.Tampoco sé dónde diablos han ocurridoesas historias, no termino de creer que esohaya sucedido sobre la tierra por lo que deella he podido ver, sobre todo ahora que heverificado de visu el aspecto del pueblo yme ha parecido muy poca cosa encomparación con mis suposiciones, pero esque yo empiezo a bailar enseguida cuandoleo al duque de saint-simon. Eso searremolina en la sombra más completa al

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fondo de mi cabeza, como estrépito deejércitos fantasmas que se van disipando enhumaredas, pues la cabritilla sólo logracapturar unas briznas simoníacas, pero elpecho me sube en dirección al cielo yolvido todo lo demás leyéndolo, y zás. Porejemplo: el rey, para evitar toda disputa ytoda dificultad, suprimió todas lasceremonias; determinó que ya no habríaesponsales en su gabinete, pero que todosse efectuarían inmediatamente con elmatrimonio en la capilla para evitar lacola, que no se llevaría en ceremonia sinoque estaría a cargo de los guardias alservicio de la princesa tal como él lallevaba todos los días, y que el velonupcial sería sostenido por el obispo

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nombrado de metz primer capellán acontinuación de su tío y por el capellán delrey que estuviese de turno y éste fue elabate morel, que sólo monseñor el duquede borgoña daría la mano a la princesatanto al ir como al regresar de la capilla yapenas terminara de hacerlo el señorpríncipe ya ningún otro príncipe firmaríaen el libro del cura... Es una frase tiposaint-simon, o sea, una frase simoníaca, ysi algo he aprendido como secretaria se lodebo al duque, a su lengua fulminante yotras historias impensables, a su frase quese arroja a su cima como carbón dehoguera ardiente, os ruego me creáis, si esque se entiende lo que quiero decir.

La lluvia que brota del suelo y que

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nunca termina ya ha hecho su trabajo en unaparte de los diccionarios, un lento einexorable proceso de invasión de hongosy humedad que actúa sobre nuestrapropiedad, y los diccionarios muerenfinalmente, como todo el resto,podredumbre, cumple con tu oficio. Hayque abrirse paso entre la multitud de libros,así se los llama, que se elevan hasta másarriba de la cabeza de mi hermano y de mí,y, a falta de haber conocido las bellascomarcas de los caballeros y de jesús,caminar entre montículos de diccionarioses de lo más embriagador que he conocidohasta ahora en este nuestro planeta, aexcepción del brevísimo momento en quepusimos nuestros arrebatos en común y os

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dignasteis apretarme contra vuestro pechoy mi lengua se paseó por vuestro rostro, oh,amado mío o panza de confianza dondedanzo con mis muñecas de luz, comoveremos.

Pero bueno, no se trata de que caballonos siga hasta allí, siempre debe haberlímites. Se lo prohibí con la mirada y sequedó solo en el umbral dando lástima consus ojos de distinto color. A caballo solole falta la palabra, y quizás, pues habríaque ver a qué se llama palabra. Nossentamos, hermano y yo, en antiguasalmohadas cubiertas de cortinas deterciopelo que adornaban, según parece, entiempos del esplendor de antaño nuestraresidencia terrestre, las altas ventanas de

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vidrios quebrados de la biblioteca pordonde penetran vientos y heladas yenjambres de copos de nieve, y estasantiguas almohadas y estas viejas cortinasde terciopelo eran mi lecho cuando allí medormía a la intemperie, como recuerdohaber escrito. Empecé a explicar ahermano lo que había sucedido en elpueblo, ver partes anteriores, omitiendociertos detalles sin embargo que podíanperjudicar mi pudor, y las preguntas que élme hacía eran tan extrañas y se detenía entantos detalles y tan insignificantes que aveces yo misma me perdía por momentos, yesto fue tan largo como cuarenta y seis díasde lluvia, pero terminó por comprender loesencial, que le hice repetir como una

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lección para estar segura de que habíaentendido la naturaleza del aprieto en queestábamos. Después no dijo nada. Habíaatrapado una botella de buen vino, puespadre siempre cuidó de que este último sealmacenara en la biblioteca, vaya a saberpor qué, y hermano se puso a beber agrandes tragos y a mirar hacia adelante conaspecto del que está por adoptar gravesdecisiones con definitivas consecuencias.Sé lo que un buen vino puede hacer a unacabeza y me parecía que verdaderamenteno era el momento adecuado.

—Hoy no es el viernes en que muriójesús —dije severamente.

—¿Y cómo hace, señor en faldas,para saber eso? —dijo en tono de chanza,

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creyendo que con eso me desarmaba.—¿Dónde está el cordero, eh? Y

además el viernes en que murió jesússiempre cae en la época en que la lagunacomienza a deshelarse.

Y al decir esto me repetí por enésimavez que no era un regalo del buen dios esode estar obligado a morir así a fecha fijacada año. Yo, en cualquier caso, cuandoeso me llegue, no vacilaré por un momento,estiraré las patas de una sola vez, comohizo papá.

Mi hermano se alzó de hombros paradejar en claro que le importaba un comino.Quise decirle que el momento no seprestaba para rodar por tierra riendo comoun cerdo como hacíamos a ejemplo de

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padre cada vez que nos entregábamos albuen vino, pero él me dijo una cosa que detodos modos me hizo algún efecto, ¿sabéisqué me dijo?

—¡Lárgate de aquí con tusprotuberancias!

Lárgate de aquí con tus protuberancias sonlas palabras de ternura a que muy prontome acostumbró mi hermano, que antes deque os conociera fue el único ser sobre latierra del cual la cabritilla salvaje trató deenamorarse. Pero nunca tuve ni la mitad deganas de que se me tendiera en la espalda,y no porque él no tuviera esa idea en la

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cabeza, si es que se ve lo que quiero decir.Dos veces me dije que haberle mirado loscojones era creerse todo permitido, pero lonatural se vuelve ya espantoso. Puaj. Masquizás los diccionarios de caballería se mehan subido a la cabeza y me han hechoesperar demasiado del amor posible aquíabajo en nuestra propiedad.

Dejé a mi hermano con el siniestroconciliábulo que mantenía consigo. Meequipé con una lámpara de petróleo, melargué con mis protuberancias y atravesélos pasillos tratando de hacer un balancedel estado del universo. Llevaba conmigoel libro mágico. Sabía que era precisobombardearme a fondo en esta obra yrelatar todas estas cosas extravagantes que

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nos sucedían a mi hermano y a mí desde elamanecer, pero la cabeza me giraba endirección equivocada, nada había comidoen la jornada, salvo algunas hierbas,champiñones amigos y algunas floresajadas que había cogido de camino alatravesar el pinar, no sé si he olvidadomencionarlo, ésos son mis recursos.Habitualmente no necesito mucho más paramantenerme hasta la caída del día conmigas de pan duro, pero la jornada habíasido muy desamparadora, me sentía algomolesta con el cuerpo, y le prometí queantes del alba me obligaría a tragarme dospatatas. El cuerpo es un abismo, todo esnoche y negro allí dentro.

La galería de los retratos era sin duda

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lo menos dañado por el moho. Lasimágenes estaban sostenidas por cuadradosadosados a las paredes, debía de habermás de dos veces los dedos de ambasmanos. Algunas me gustaban mucho,mostraban paisajes que no os podéisimaginar cuán poco se parecían a lo que heconocido aquí abajo, aquí, en este planetade montañas viejas. Había tambiénimágenes de personajes muy serios, quetodos parecían parecerse, como si siemprefuera el mismo con trajes que cambiaban,verdaderamente la misma nariz por todaspartes, y bajo cada uno se leían nombresdiferentes con fechas que no tenían ningúnsentido, a tal punto se alejaban encomparación con las fechas inscritas en

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nuestro libro mágico, pero siempre lamisma inscripción bajo cada uno de losretratos: soissons de coëtherlant. Tambiénhabía putas y santas vírgenes que sellamaban marquesas, si he comprendidobien, y después condesas, y según todas lasapariencias también yo seré una puta desoissons, la evidencia me ha saltado desúbito al espíritu como un tigre, esto hueleal diablo, me decía, podría haber estado enlas memorias de saint-simon.

Caballo me seguía y se detenía antealgunos cuadros, desengañado o perplejo.Ignoro, por cierto, qué edad podía tenercaballo mientras viviera. Se cree conocer alos seres, pero ni siquiera se sabe su fechade caducidad. Según todas las apariencias,

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papá lo había modelado mucho antes demodelarnos a nosotros, a mi hermano y amí, si efectivamente lo modeló alguna vez,pues padre y caballo pueden haber estadojuntos desde siempre, desde que laeternidad existe, como modos correlativosque expresan una misma esencia, si hay quefiarse de la ética. Éstas sólo sonsuposiciones y palabras embadurnadas dereligión. Antes de salir de la galería deretratos me incliné, porque había una cosaen el techo que nunca había visto y meintrigó. Pero no era nada. El cadáver secode un mapache con una pata dentro de unatrampa.

Y casi caí de bruces al enredarme unpie en las partes, quiero decir ahora en las

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cadenas. A ver si me explico. Bajo lapuerta norte de la galería de los retratoshabía cadenas incrustadas en el umbral, desuerte que se podía, si se quería, amarrarallí a alguien con los brazos en cruz y laspiernas separadas. La persona asíencadenada por tobillos y muñecas parecíauna x si es que hay que llamarle gato a ungato. Papá era esa persona. De vez encuando nos ordenaba amarrarlo así, y esono era todo. Era preciso que al mismotiempo hermano empujara con todo su pesosobre su espalda, de modo de estirarle almáximo los muslos y los brazos, lo que nodebería hacerle ningún bien, según meparece, por la edad que tenía y a juzgartambién por los crujidos. Y yo debía

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situarme delante cuando llegaba al puntolímite de la elongación muscular, si así sellama eso, y entonces golpearle el vientredesnudo con un trapo mojado. Seescuchaban curiosos ruidos en su tórax, esono me gustaba, y siempre lloraba cuandopapá nos forzaba a hacerle eso. Muy prontonos suplicaba que lo soltáramos, pero nodebíamos soltarlo, así nos torturaba. Si noshabía conminado a que lo descolgáramos ala caída de la noche, debíamos esperar lanoche para descolgarlo, sin que importaransus súplicas, nos lo había encomendadoexpresamente. Nuestro deber filial nosimponía respetar la consigna, atención sino a la paliza. Suspendido así de suscadenas, papá gritaba insultos a los altivos

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personajes enmarcados en sus retratos dela galería y que ignoro por completo quépudieron hacerle para atraer de ese modosus bendiciones, pero es evidente que aellos les importa un comino. Yo entoncesme apiadaba y mis lágrimas se mezclabancon mis odoríferos cabellos. Mi padrehacía curiosos ejercicios. Y pensar que yanada de eso volverá.

Atravesada la puerta, una seencontraba en un mirador muy vasto dondeinevitablemente mis miradas viajabanhacia el peor lugar de la propiedad, cuyoacceso nos estaba prohibido mientras vivíami padre y donde iba cuantas veces podía,sobre todo cuando la melancolía mepesaba. Era una habitación tan gigantesca

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que doscientos de nuestros semejanteshabrían podido agitar allí los codos comocuando hermano y yo nos divertíamosimitando a las gallinas, sin que se tocaran,que me crea quien quiera, pero se puedeverificar, es histórico. Mi hermano teníauna condenada mieditis de ir allí, puessiempre corría un rumor, especialmente porla tarde, rumor del que volveré a hablarmás tarde, y mi hermano es un gilipollas, siaún no lo habéis advertido. Nada másdiferente de la pobre cocina de tablas demadera donde pasábamos lo esencial denuestra residencia terrestre que este salónde mármoles, de grandes chimeneas, dearañas de cristal, de ventanas cubiertas devidrieras altas como tres cabritillas de pie

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una sobre otra. Sí, arañas de cristal, quecolgaban del techo y adquirían la forma defresones, con ojos de cristal y globosdonde la luz se apegaba y danzaba riendocon los resplandores que así hacía, esochisporroteaba por todas partes, y con unpoco de suerte y el viento que penetrabapor los quebrados vidrios se acompañabade un mido alegre, cristalino como un pez.Pero algunas arañas habían caído al suelocomo frutos podridos y estaban dispersasen gajos sobre las agrietadas losas demármol, y eso evocaba moscasdesventradas con las entrañas siemprerepletas de huevos, podredumbre, cumplecon tu oficio. Y os tengo que decir quetambién había allí un inmenso camello de

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cola donde con facilidad se podría haberencerrado al menos a tres muertos. No séexactamente cómo se llama eso, es laespecie de mesa que tienen todos loscamellos, si confío en las ilustraciones, yque en el caso nuestro estaba levantada porcompleto, como una tumba abierta que enel piso tuviera una vieja llaga: cuandollovía muy fuerte penetraba el agua por ahí,caía sobre las cuerdas tensas y generabaresonancias lúgubres, tipo chopin se diría,sopeso mis palabras. Me solía acercar, conrespeto y circunspección, porque este granmueble negro siempre me pareció algomisteriosamente vivo, inquieto y maldomado, y pasaba la mano temerosa por laspiezas blancas del teclado, amarillas como

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dientes de caballo. Me habría gustadoescucharle hablarme, oír su voz de abismocuando cantaba, quizás no era en absolutolúgubre si alguien se dignaba acariciarlo,como lo haría yo por decirlo así, pero papáno hacía música, jamás en este camello decola, no me preguntéis por qué, y sinembargo papá tenía la música dentro de loíntimo de sí mismo.

Todo esto de día, porque por lanoche... Ya os diré algo que no es moco depavo, pero antes es preciso que os hable dela vajilla, y también de día. Estabaordenada en grandes armarios incrustadosen las paredes, tres veces más altos que lacabritilla, que llegaban al techo, por lo queyo debía usar un taburete, con paneles de

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vidrio de colores vivos y bellos yjaspeados, y por eso se había mantenido alabrigo del moho del ambiente, me refieroahora a la vajilla. A veces hacía fiestas,los días de coyunturas milagrosas cuando aun tiempo había mucho sol, padre se habíamarchado a correr al pueblo y mi hermanoestaba en alguna parte al otro extremo de lapropiedad divirtiéndose con sus cojones.No podéis imaginar la cantidad que había,necesitaba de cuatro horas sólo para hacerun despliegue completo, hablo de lavajilla, por supuesto. No sé si penséescribirlo, pero la limpieza me enloquecela cabeza, de tanto que me gusta. Había allícucharas de todo tipo, de todas lasfamilias, y platillos, y también platos y

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copas y cuchillos, no terminaría nunca sinombrara todo lo que había guardado enlos cajones y en los armarios del salón debaile, oro, cristal, plata, vidrio de bristol,piedra filosofal, todo lo que desearaisposeer de más maravilloso. Examinabacada utensilio, así se llama eso, no habríatolerado la menor mácula, todo debíaresplandecer, bruñía, pulía, nunca la faldatuvo mejor uso. Quitaba el polvo y losrestos de mármol que alfombraban el suelo,ay, otra vez este verbo alfombrar, ydisponía mis muñecas de luz con mil y uncuidados amorosos en la más alta de lasventanas por donde el sol penetraba paradanzar en ese maravilloso laberinto delimpieza y aristas restallantes. Creo que de

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estos utensilios había cuatrocientos sesentay tres, todas las veces que traté decontarlos mientras los iba situando en filasordenadas la cabeza me empezaba a giraren la dirección equivocada y se me perdíala cifra en el corazón, de tantos comohabía. A veces me ocurría bailar en torno aellos, con los pies desnudos sobre lafrialdad de las quebradas baldosas. Pero lamayor parte del tiempo, con los brazosextendidos como un pájaro nocturno,permanecía contemplándolos de pie, sinmoverme mucho más que un ratón asustado,y sentía caer de mis alas todas las tristezasy desamparos del mismo modo en que caenen primavera las estalactitas de los techos,aquellas que padre llamaba «tsoulalas»,

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porque había sido misionero en el japón ensus tiempos mozos, no me preguntéis dondeestá eso, debe estar en alguna parte del otrolado del pinar.

Lo más extraño en el salón de baile era lanoche, como demostraré con misrecuerdos. Así, cuando papá, ya sabéiscomo es, lloraba por las tardes mirandodaguerrotipos, así se llama eso, mihermano y yo podíamos hacer lo quequisiéramos, salvo, por cierto, provocarincendios. Quiero decir que alguien podríahaber hecho estallar un petardo a su ladoderecho, donde pascal tenía un agujero, y

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papá sin embargo no se habría separado desus lágrimas, que le rodaban una a una porla nariz hasta los puños manchados, creoque era uno de sus ejercicios. Yoaprovechaba para escapar al salón debaile. Debe decirse que para ir allí en laoscuridad hay que atravesar una franja denoche, ya que la cocina de nuestraresidencia terrestre daba al campo yermo,contigua a la biblioteca y a la galería deretratos, vaya a saber por qué, toda hechade tablas y de madera en bruto, que padre,con nuestra ayuda vacilante, habíaterminado y construido con sus propiasmanos hace ya mucho tiempo, creo que yoen esa época aún tenía todos los bártulosentre los muslos, es un decir, y esta cocina

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se encontraba a unos sesenta metros de lasdependencias detrás de las torres donde sedesplegaba el salón de baile. Tambiénhabía que vadear el cenagal de los cerdos,entre los dormidos animales, porque habíaun cenagal en casa, no sé si ya me salió dela cabeza la idea de escribirlo. A menudose caminaba sobre gallinas muertas unadocena de metros si se lograba salir dellodazal. No hablaremos de lascaballerizas, hace años de años que nadase mueve allí dentro y que caballo no sehabría aventurado a entrar, bien podéiscreerme, sólo para abrir las puertas haríanfalta cañones.

Desde esta distancia, si uno se volvía,ni siquiera de día se podría avistar la

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cocina de nuestra residencia terrestre, taninsignificante era aplastada entre lamonumental biblioteca y la galería deretratos. Me detenía un momento en elpabellón de las flores, así llamado porquela amiga mala hierba crecía por todaspartes, delirante, en desorden. Habíatambién un balcón donde yo iba, que,pegado al piso como un tambor, sealargaba como un promontorio por encimade la marisma, y desde allí se veía lejos.El pinar se extendía hasta perderse devista. Y también las montañas y el cielogris. Algunas tardes, durante el crepúsculo,estaba sin embargo tan claro el horizonteque me parecía iba a caerme dentro hastael otro extremo del mundo, y volvía la

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cabeza por miedo a que se fuera en ladirección equivocada.

La casa de campo, en fin, aún teníabuen aspecto y no carecía de detallesdelicados, tipo inspector de minas. Allí sepodría haber alojado un ejército y tresemperadores con su séquito. Pero sólo lahabitaban palomos y gorriones siempreestrepitosos como las gallinas. Seprolongaba en dos alas en forma deherradura, y a su extremo estaban lastorres, como he dejado escrito. A todo esose agregaban dependencias de las que nohablaría nadie, habría que recurrir a unespecialista en heráldica o entrigonometría, y tengo muchos defectos,pero ésos no. No obstante diré que si se

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trazaba una recta desde cada extremo de laherradura se toparía, al juntarse ambasrectas, a unos veinte metros de distancia,con el famoso salón de baile, en el cual yaes hora de que cuente qué ocurría de noche.

Llegaba y me instalaba discretamente,para no molestar a las sombras de queluego hablaré, sobre las cajas donde papájuntaba los lingotes, y quizás por esas cajasde lingotes nos prohibía terminantementeque fuéramos al salón. Primero orientabalos ojos hacia el fondo de la habitación,donde se encontraba el gran espejoleproso, quiero decir recubierto de placasde sarro color verdegrisáceo. Ya nodevolvía los colores, que ése es el destinode los espejos enfermos. Todo rebotaba en

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blanco y negro algo ceniciento, con fuertematiz seco de caduco. Se habría dicho unespejo detenido, como suele decirse de unreloj, que no reflejaba el presente delahora del salón actual, sino los rostros desu memoria más antigua, como cuando lamuerte se apodera de lo vivo, que me creaquien pueda, ya se verá por qué.

Después de clavar la vista muchotiempo en el espejo y a condición de noapartar de él las pupilas, empezaba a surgirel rumor ya mencionado, que era un rumorde murmullos y de risas distantes, de rocesde sedas, de abanicos que se abren con untenue ademán de las muñecas, de pájarosque sueñan frotando el ala en los barrotesde la que es su prisión. Una vez llevé a mi

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hermano para estar segura de que no eramero juguete de mi cabeza, pero ya os lopodéis imaginar. Tembló como si estuvieraenfermo de frío apenas comenzó el rumor yde inmediato puso los pies en polvorosa.Yo me quedé sola. Tanto peor para loscojones. No temo a lo que adopta ladirección equivocada y choca con la parteordinaria del mundo, eso te aparta de ladecrepitud ambiente y del empecinamientode las cosas por llegar a gastarse, si es quese entiende lo que quiero decir.

Entonces empezaban a aparecerfiguras en el espejo ya convaleciente. Unamultitud de rostros con el tumulto quesuavemente aumentaba. Y atuendospretenciosos y pelucas y caballeros de

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pretenciosa cola, si es que eso existe, y eltropel empezaba a desbordarse desde elvidrio a la sala, que se colmaba y quedabacomo invadida. Os vais a asombrar sinduda, pero a medida que las figurasadquirían forma en torno mío, por detrás, ami derecha y a mi izquierda, tenía laimpresión al mismo tiempo de ir perdiendoyo misma realidad, quiero decir que poco apoco me volvía invisible, me miraba lasmanos y a través de ellas veía el piso demármol quebrantado. Muy pronto, noexistía. Sólo era la memoria de ese bailede antaño, y os tengo que decir que tenía lasensación de que todo eso pertenecía a mimás distante infancia, si es que tuve una. Enel seno de la multitud sentía cerca el brazo

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de una puta, o de una santa virgen, que merozaba y se inclinaba hasta mi oreja parahablarme riendo con una risa suave, aunqueyo no existía. Y también me parece que, sinque yo lo viera, papá no estaba lejos. Ypor dios que esta puta, si era una, olíatierna y fresca como un ramo de flores. Yentonces, al final, veía venir hacia mí a unapequeña que también reía, y tenía laprecisa sensación de que esa niña tenía lamisma cara que yo, las mismas risas mías,sin ser yo sin embargo, como gotas deagua. No sé si me hago entender, pero mebasta con cerrar los ojos para recuperartodo eso, sensación que es clara comoroca, dentro, en mi cabeza. Y después eltropel se disipaba, se desvanecía el rumor,

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y me quedaba solitaria y asombrada,rodeada de un silencio hecho de helechosque el viento que entraba por los vidriosperforaba con restos de murmullos ytranquilos silbidos.

Yo rememoraba todo eso, pensandoque quizás era necesario que volviera porúltima vez al salón de baile antes de que lacatástrofe nos arrastre, mientras salía detanto mirar la galería de retratos a lacocina de nuestra terrestre residencia.Llevaba la lámpara en una mano y el libromágico en la otra, con la idea de velar,aunque fuera poco, a papá. Me diréis quesólo son detalles, pero registro los hechoscon rectitud y sencillez. Cuando estamañana dejamos sobre la mesa los

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despojos de padre, recuerdo que laspalmas de sus manos estaban vueltas haciael suelo y los dedos estaban un pocoencogidos, como alguien presa del vértigoque se aferra a la hierba contemplando elcielo porque teme caerse hacia arriba hastallegar al fondo de las estrellas inmóviles.Estaban en la misma posición cuandohermano intentó hacer de papá trozos,recuerdo haberlo notado nuevamente. Peroahora las palmas de las manos de papáestaban vueltas al cielo y sus dedos estabandesplegados, como si recibiera losestigmas, etc., ved que digo la cosa comoes. A lo que se agrega que ahora estaba tanimberbe como lo está un melón, lampiño ellabio, sin bigote ni patillas, lo que se dice

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nada, nada de nada, y zás. Para ser hijo demi padre hay que tener el cuero duro y notemer los asombros, que a eso es a lo quequería llegar.

Antes de topar con la ética de Spinoza, dela cual no entiendo ni una jota y que puedeencenderte hasta la ropa, me planteabacantidad de preguntas que hoy, que soyilustrada, me parecen inútiles y lastimosas,pero que me volvían a pesar de todo alespíritu mientras velaba los asombrososdespojos de padre e intentaba precisar lasituación del universo a mí y a mi hermano.Me preguntaba qué iba a ser de nosotros,

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sobre todo de mí. Si nos tocaba en suerteno seguir viviendo en nuestras tierras,¿dónde diablos nos iban a enviar, ospregunto? Y en tal caso, ¿nos enviarían almismo lugar, a mí y a mi hermano, o por elcontrario íbamos a estar separados parasiempre el uno del otro? La perspectiva megiraba a tal punto la cabeza en la direcciónequivocada que debía apoyar las manos enmi asiento para no caer al piso arrastradapor el peso de mis protuberancias. Quizásiban a decidir enterrarnos al mismo tiempoque a papá, y quizás nos harían antesfallecer para hacerlo, es humano, yentonces me interrogaba acerca de losmedios que se pondrían en acción parahacernos pasar, a mi hermano y a mí, como

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despojos, del estado de aprendiz al decompañero propiamente dicho, si es que seentiende lo que quiero decir.

Y todo esto me traía al espíritu todasuerte de preguntas que me planteaba antesde leer la incomprensibilísima ética despinoza, donde aprendí, entre otras cosas,sólo el año pasado, que la verdaderareligión no debe ser una meditación de lamuerte sino una meditación de la vida,podredumbre, cumple con tu oficio. Por lodemás uno de los dichos de papá era quetratar de comprender era nuestro trabajocomo el trabajo de la grulla era ser grulla,no sé si se aprecia bien su lógica. Meexplico. Cuando era una cabra aún máspequeña que lo que soy ahora, me ocurría

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preguntarme, porque nos sabemos mortales,si después de convertirnos en cadáverespropiamente tales íbamos a ir hermano y yoal paraíso, al purgatorio o al infierno, yaque pasada la edad de los limbos no hayotras imágenes. Yo había llegado a laconclusión de que en el purgatorio se hacecreer a la gente que está en el infierno. Yeso basta, según me parece. Pardiez, no haynecesidad de sufrir eternamente si se sufredurante un minuto y durante un minuto secree que ese sufrimiento será eterno. Encuanto al infierno, no afirmaba, por cierto,en absoluto, que no existe, pero trataba deconvencerme de que el mayor castigo quese podía infligir al diablo es que dios noenvíe a nadie allí adentro, pues el diablo es

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vanidoso y celoso como mi hermano, loque merece un castigo, qué caramba, y esome inquietaba en hermanito si ocurría queel autor de las cosas precipitaba buenacantidad de gente allá adentro conforme auna decisión que era irrevocable encualquier caso. Así que me decía: «pobrediablo». No obstante, aquí abajo noescaseaban sus esfuerzos, a juzgar por miestadía.

Todo eso, como decía antes, era antesde que me hubiera salpicado la luzmediante la ética de spinoza, en tanto encuanto enseña a hinchar el pecho ante unassupersticiones sólo destinadas a quetiemblen las cabezotas de calibre débil.Pero allí, ante el hecho consumado del

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cadáver de padre, confieso que no estabaya segura de nada. La perspectiva de quelos cretinos del pueblo nos fueran a forzara estirar las patas, a mi hermano y a mí,supongo que sin recibir los ungüentosextremos, me giraba en todos los sentidossobre esa red de viejas interrogantesconcernientes al infierno y sus alrededores.Ay, ay, ay, tantas cosas que hay que tenersiempre en la cabeza. Pero la tierra seríaplana si nadie se hiciera preguntas encima.

Me había sentado muy de cara alcuerpo, en una silla toda cagada de caballoque era donde papá prefería instalarse paraencargarse de un desmayo. Mantenía loshombros levantados, la espalda como unabarra, tal como se prescribe que deben

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hacer las condesas según la buenaeducación que he recibido. Seguíasosteniendo en la derecha la lámpara depetróleo y el libro mágico en la izquierda,que es la del corazón, y el pie de lalámpara apoyado en la rodilla. Escuchabamovimientos en la penumbra a mi lado,pero yo ya estaba acostumbrada, nuestrapropiedad es una mina de oro para todoslos diversos animalitos, porque hemosdejado que la podredumbre se arrastre portodas partes. En todo caso, me decía, losdespojos de papá ya son gran cosa. Unacontecimiento considerable que interesa ala totalidad meditadora y pensativa deluniverso. Sus restos arrojaban sombra ennuestra vida, mía y de mi hermano, esto es

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lo menos importante, pero dicha sombra seextendía también por más allá, hasta tierrasanta, si eso existe. ¿Qué iba a ser delplaneta y de los distintos semejantes quepululan encima? ¿Iban a ser presa, alconocer la noticia, de una cólera dedesesperación y de dolor, a tirar bombaspor todas partes, así como se dice, y aquemarlo todo, destrozarlo todo,arrancarse los ojos y los pelos alrededordel hoyo, del hoyo donde íbamos a enterrarsu cuerpo? ¿Iba a descender dios mismo ennuestra comarca, preocupado y con labarba sin hacer? ¿Perecerían los bosques ypunto? En fin, qué sé yo. Y esto me girabaen la cabeza como giran las aspas demolino.

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Mientras padre existía de este lado delas cosas, la vida del mundo tenía por lomenos un sentido, por más caótico yatravesado que resultara, a esto queríallegar. La marcha de las estrellas y el cursode las galaxias inexorables, las legumbresque empujan con tenacidad bajo la tierrapeluda, y hasta los animalillos que trotanbajo la maleza y los olores que brotan de latupida hierba, todo esto tenía unadirección, aun sin que se notara, ladirección que imprimían las órdenes depapá. Con él muerto, era como si unagigantesca ráfaga de viento con un solosoplo hubiera barrido la tierra y no hubieradejado nada en pie. No sé si me hagocomprender y esto sí que me angustia. Me

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siento toda insegura, se diría, desde que metrato de puta con el género que tienen laspalabras.

Pero lo que más me atormentaba en lavida, en el momento en que me hallaba antelos despojos, era qué sucedería al JustoCastigo. Cómo llegué a conocerlo, secreerá que quizá ahora invento la pólvora,pero ocurrió como me propongo describir.Hubo una vez, mucho antes de que meconvirtiera en fuente natural de sangre y sinduda cuando aún tenía en las nalgas todoslos bártulos como la religión nos manda, yveía a mi padre por la noche, cuando él noscreía en la nada del sueño a mi hermano y amí, acudir al cobertizo de madera, aquítambién llamado el panteón, y pasar allí

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sus largas horas. A mi padre no hay quejuzgarlo solamente por las palizas, teníaalgo en su seno, quiero decir en el pecho,como habrá ocasión de convencerse.Llevaba consigo la lámpara de petróleo,pues el cobertizo por la noche es el reinomayor de la negrura, y también peligrosopor lo que allí se amontona y su contrario.Ya durante esa época, conviene ahora queos diga, tenía yo costumbre de dar deomóplatos en la hierba alta, entiéndasepasar la noche a la intemperie con lacabellera desplegada a mi alrededor en unrocío de perlas congeladas, sin contar losmosquitos esmeralda, con los que siempretuve buenas relaciones, ni todos esosanimalillos que me evitaban, correteando

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sin hacer ruido para no turbar mis malossueños. Así que padre atravesaba elcampo, pasaba a veces tan cerca de mí quepoco faltaba para que me pisara, tanhundido en sus sombríos pensamientos queallí en la hierba, sumergida en ella, nisiquiera me veía, puaj. No es que quierajactarme, pero jamás tuve titilación decuriosidad por mezclarme en lo que no meconcernía de papá, quiero decir en tratar desaber lo que así lo ocupaba tantas horas enel panteón, eso jamás fue mi fuerte; hastaaquella noche en que de súbito algo llegó ami oído. Hay que decir que yo era bastanteatravesada en el sueño, donde aún hoy mesucede hablar, caminar y hacer tal o cualactividad sin tener ningún conocimiento en

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la cabeza, incluso escribir, cosas estas queme sorprenden mucho al día siguiente.Ahora bien, esa noche, en misonambulismo, que así se llama eso, mehabía apartado algunos pasos del lugar delcampo donde tenía la costumbre deabandonarme a nuestra nada reparadora, loque permitió que mis orejas estuvieran atres saltos de mata de la puerta delcobertizo, ahí quería llegar. Habiendoescuchado un rumor de lágrimas, melevanté y, con por lo menos un cuarto de lacabeza todavía en órbita, me acerqué a laventana y también tragaluz del panteón, yaun esto no es todo. Allí estaba padre, quelloraba de rodillas con la frente apoyada enla caja de vidrio que en ese instante yo

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veía por vez primera, esto es tan verdadcomo que yo soy yo, y quedé sumergida porcompleto, por cantidad de estaciones porvenir, en la pendiente sin fin de lafascinación más completa.

Por vez primera: hay que dejar claroque aparte de algunas categorías muydefinidas de objetos de este mundo,manifiesto poco interés por las vanidadesde aquí abajo y jamás se me había ocurridoque alguna cosa en ese cobertizo pudierasignificar algo para mí, lo que hacía quejamás me hubiera acercado a menos decuatro o cinco pasos, como es el caso, porcierto, en muchas otras dependencias denuestra propiedad... ¿Cómo habría podidosaber entonces qué había allí adentro,

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incluido el Justo Castigo?Algo que veía también por vez

primera en mi puta vida. Si antes de ese díame hubieran dicho que a papá leimportaban las flores, no menos trastornadame habría quedado y no lo habría creídotan siquiera. Pero papá varios días porsemana, sin sospechar mi presencia al otrolado del tragaluz, se dedicaba a sembrarpétalos alrededor de la caja de vidriomientras murmuraba como si hablara asemejantes como sois vosotros o como yo.Mi padre siempre ha sido viejo desde quelo conozco, a tal punto que solo me vienenfantasías cuando intento imaginarlo de otromodo, por ejemplo, cuando era joven desotana en el japón. Iba a escucharle llorar

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más en los años que vendrían, y llorar conmás y más frecuencia, pero sentí, al verloasí bañado en lágrimas por vez primera,viejo como las montañas y hablando comosi nada a una caja de vidrio, el mismosentimiento, atónito y desamparante, quehabría experimentado si hubiera visto unagota de sangre brotar de súbito de una viejapiedra seca hacia mi corazón. No sé si mehago comprender.

En cualquier caso, conforme pasabanlas estaciones, esto se me convirtió en unaespecie de misa secreta y misteriosa a lacual asistía sola y sin que lo supiera ni elmismo sacerdote que oficiaba en el interiordel panteón. Yo no quería, es evidente, quesupiera que estaba allí escondida, a causa

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de las palizas y sus alrededores, quesiempre imaginaba con antelación, y,cuando iba a terminar y salir del cobertizo,con las primeras insinuaciones delamanecer, yo ponía pies en polvorosa yabandonaba el lugar a todo trapo, tanevanescente y silenciosa como vuela miamiga la libélula. Por otra parte, meresultaba fácil advertir el momento en quepapá iba a terminar, os podéis tranquilizaren ese aspecto. El ite missa est de estesacerdote, si cabe decir eso, consistía a finde cuentas en ocuparse de Justo Castigo, alque quitaba el polvo con mil cuidados, alcual cambiaba las vendas, que desplazabacon suma precaución, y al cual despuésinstalaba nuevamente en su caja con dulces

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y cuidadosos ademanes.Y una vez que papá estaba saliendo,

no sé qué me pasó en la cabezota, pero meplanté ante la puerta y tuvo un sobresaltode sorpresa al verme. Alzó la mano y yo elcodo delante de mi mejilla a la espera delo que bien os podéis suponer, pero contratodo lo esperado su palma se posósuavemente sobre mi cráneo y me dijo, conuna voz como oprimida pero tranquila,señalando al interior del panteón: «Es unjusto castigo». Y por eso el nombre, que yanunca he olvidado.

Y de este modo se me volvieronfamiliares el Justo y cuanto había en elinterior del panteón, pues iba allí a menudocon papá, son recuerdos sagrados. Lo

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ayudaba a cuidar de la caja de vidrio, yterminé por manejarme de tú a tú con estaúltima, incluso por hablarle como a unsemejante, quién lo hubiera dicho, aejemplo de papá, como una verdadera locade la cabezota. Extirpábamos entonces desu caja al Justo Castigo, a menos que lohubiéramos dejado afuera la vez anterior,esto también ocurría, y le quitábamos elpolvo con el cuidado del caso. Por otraparte, no era raro que pasáramos largashoras en silencio, sentados allí, cogidos dela mano, verdad y tan verdad como que yosoy yo, allí mi padre y yo, son recuerdossagrados. Era curioso lo que ocurríaentonces en cuanto a mí, quiero ahoradecirlo. Me parecía que me venían

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rememoraciones de un tiempo en el quenada era similar a nuestros días, aquí enesta maldita propiedad. En primer lugar elsol: porque había sol por todas partes. Ysiempre estaba allí, siguiéndome, verdadcomo que sufro. Yo corría de aquí paraallá y él ya estaba pegado a mis zapatos,ay, ay, ay, resultaba agotador, sinconsiderar que me brillaba en los ojos.Con la luna era parecido. Me marchabahasta el otro extremo de mis piernas, si sepuede decir eso, y después jugaba a volversobre mis pasos, y dale, allí estabatodavía, allí entre las copas de los árboles,y necesitaba correr. Todavía hoy lo hago.Me sucede creer que quizás no sea yocualquiera, con esto de vivir llevando

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siempre dos astros tras las nalgas. Y elmismo problema con los pompones de lasnubes. Psit.

Y también me parece, por volver aesa época impensable, ésa cuando soñabasosteniendo la mano de mi padre en elpanteón, que entonces mi estatura nollegaba a la rótula de papá, que me parecíaalto como una muralla y reía y sonreía todoel tiempo, como si fuera posible que yohubiera tenido en cierta época de mi vidados alitas en la espalda, a modo de niño. Ysiempre me acompaña esa visión, esaimagen de puta, si es que es una, que olíasiempre bien y fresca y tierna como lasrosas salvajes al borde del pinar. Inclusotengo una imaginación bastante más precisa

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de esa época cuando no llegaba a la rodillade mi padre, y ésa es la siguiente, ahoraveréis: a mi lado había un angelote, que noera yo pero que se me parecía como gotade agua, mi hermano aún trata deconvencerme de eso, y papá tenía una lupaque cogía en la mano, así se llama eso, ycon la ayuda de esa lupa él capturaba porvirtud mágica los rayos del sol que, algolpear sobre una tablilla de madera,formaban líneas negras acompañadas depequeñas volutas de humo. Papá,sonriendo, escribía letras con esas líneasde rayo concentrado, pero ya hablaré denuevo de esa tablilla de madera en su lugary tiempo, se podrá apreciar por qué.

Para terminar estos recuerdos, si es

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que son tales, diré que me han agitadomucho tiempo, sobre todo en mis sueños, ytodavía lo hicieron en el último invierno,cuando hermanito trataba de convencerme,contra toda razón, de que teníamos unahermanita en alguna parte en la montaña,qué sé yo, discusión que recuerdo haberevocado aquí en alguna parte. Pero terminépor poder dormir con todo eso, erademasiado atormentador. Alzaba unhombro y soltaba sangre cuando me venía.El resto del tiempo, quiero decir cuandopapá y yo no estábamos en el cobertizo demadera, papá estaba como de costumbre,taciturno como el chivo que nos llega enprimavera, hundido en su cabeza con sussombríos pensamientos, ordenándonos todo

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desde la habitación del segundo piso, comoaún lo hacía la víspera de hoy.

En cuanto a mi hermano, apenas teníauna idea acerca del Justo Castigo, a talpunto le dio mieditis la primera vez que lovio; se largó a toda prisa, aún tiene un malsueño, me parece.

Pero bueno, estaba allí, ante losdespojos de papá rememorando todo esto,inútilmente sin duda, pues queréis decirmepara qué nos sirve la memoria. Meesforzaba por dejar las cosas allí en unrincón para no pensar más en ellas yreflexionar, en cambio, por correctareforma del entendimiento, según dice laética. Reagrupaba mis ideas parapuntualizar el estado actual del universo, y

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esto para mi hermano y para mí. Padre sehabía convertido en ni más ni menos queuna cosa, porque allí adentro ya no habíanadie, e incluso sentía que esa cosa connada dentro no nos pertenecía. Ysobrevendrían las hordas del pueblo, queignoraban todo de nuestras costumbres, quenada en absoluto respetaban, y que aúnmenos comprendían, siempre con el hocicoespumeante, agitadas y estúpidas comomoscas, para desposeernos de todo, denuestra propiedad, de mis diccionarios, ycon toda verosimilitud también del JustoCastigo y, en consecuencia, del uso de lapalabra y hasta de los despojos de papá,que enterrarían donde les pareciera, en lamierda y en el barro.

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Lo cruel era que, aunqueconsideráramos que nos fueran a dejartranquilos, a mi hermano y a mí, así nohabríamos progresado mucho. Si íbamos acontinuar respetando las reglas de padre,repitiendo bien o mal el rosario de susgestos, sólo agitaríamos el vacío, siqueréis mi opinión, porque todos esos ritosfuera del cuerpo vivo de papá ya no iban atener ni pies ni cabeza, y todas las frágilessignificaciones que hasta ahora colgabaaquí y allá en los vestigios del mundo,como he visto en mis ilustraciones aalgunos niños colgar bolas de colores enlos pinos cuando hace navidad, las veíaestallar una tras otra, con un breve soplo, aejemplo de las pompas de jabón, por el

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simple hecho de la grandiosa desapariciónde mi padre. Lo cual era una calleja sinsalida en el «horizonte-de-la-vida».

Os tengo que decir que, sin que meatreviera a confesarlo, era fuerte latentación de dejarme hacer, abandonar,esperar que llegaran nuestros semejantes ysometerme a su norma, porque no teníamos,yo y mi hermano, ni código ni ley pararesistir a los suyos. Y además me prohibíasoñar con un hermoso caballero quevendría a robarme entre sus brazos y allevarme en su caballo blanco hacia lospaíses munificentes, sobre todo trataba deno pensar en que ese hermoso caballerotendría vuestra sonrisa y vuestros ojos yesa espada vuestra reluciente como una

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cuchara.Mi única oportunidad, si puede ser

que así se llame eso, me parecía queconsistía en comenzar por dejar testimonio,y reuní a dos manos mi coraje, es decir, milibro mágico y mi lápiz, y así tracé laprimera frase, con lágrimas que me dolíanen los ojos: Mi hermano y yo hemostenido que hacernos cargo de las cosas,pues una mañana, poco antes del alba..., oquizás fue algo semejante, pues el tiempoescasea, y todo me falta de verdad, nopuedo releerme.

No sé cuánto tiempo he podido escribir a

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toda velocidad y con el corazón en ascuas,porque no había luna y el cielo estaba todocubierto de limbos; pero debí completaruna docena de hojas de una sola vez, sindetenerme, atravesando las palabras y lasfrases como una bala de fusil las páginasde una biblia. Cuando a la secretaria se lemete en la cabeza que tiene que pedalearsobre el verbo, apartaos del camino, queesto se dispara a tumba abierta. Luego fuiinterrumpida por cierto ruido que hizo miestómago, a eso se le llama retortijón, si esque la memoria no me falla, y de repenterecordé cierta promesa que había hecho ami cuerpo de engullir una o dos patatasantes de la aurora, promesa que hasta ahorano cumplía. Al cerrar el libro mágico, me

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pareció que las rodillas de papá se habíanmovido. Tenía las piernas tiesas y rectascomo bastones cuando lo descolgamos estamañana de su mástil de sufrimiento, y ahoraen cambio estaban ligeramente dobladas,como las patas de una araña muerta. Peroen fin, tirado donde se lo había dejado.Notemos, para mayor tranquilidad, que suspies desnudos parecían ahoraextrañamente, tanto por la forma como porel color, dos panes totalmenteenmohecidos. No somos una gran cosa antela muerte, ni antes ni después, estamuchacha en verdad os lo confía.

Saqué de los bolsillos desplegadosuna gruesa patata y también una remolachade mi conocimiento y me acerqué al cubo

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para lavarlas y después secarlas con elanillo de saturno de mi falda. Un tercio dela remolacha, ya reblandecida, estabaroído. Las remolachas son como nosotros,y también las ratas que las roen. Serdevorado o pudrirse, nada le cuesta a nadieel cagar aquí abajo, y que no me digan locontrario. Me encuclillé bajo la mesadonde estaba padre y al punto me puse amasticar. Había retomado el libro mágico ycomenzaba otra vez a escribir conformidable mano cuando ruidos de lo máscuriosos se hicieron oír desde el segundopiso. Caballo, que estaba tendido en elsuelo no muy lejos de mí, se alzó sobre lagrupa y me miró con sus ojos que son dedos colores. Era un estrépito pánico, pasos

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a la carrera que llegaban desde todas lasestancias. Parecían dirigirse hacia lagalería que hacía las veces de mirador ydaba a la habitación de donde papá, etc.,todavía la víspera. Me acurruqué,atemorizada, presa del mal augurio,alrededor de mi amigo libro mágico.Hermano surgió al fin como una tromba allípor la escalera. Se precipitó al armario, sindejar de tambalearse y, con impulso decólera impaciente, tiró con los brazos unasilla cuyo único crimen había sidoatravesarse en su camino y que rebotósobre el vientre de papá. Entoncescomprendí que hermano acababa de sertocado por la gracia.

—¿Qué haces? —le dije, pero no me

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atreví a salir de donde estaba debajo de lamesa.

Hermano estaba luchando con la tapadel envase de los clavos y trataba dedesatornillarla. Hizo un gesto irritado conla mano para que me callara. Volvió alsegundo piso, también con el serrucho y elmartillo, y el estrépito recomenzó,amenazador. Me llevé los puños a lasorejas, creí que iba a gritar. Habríaquerido irme de inmediato y marcharme alpueblo, a arrojarme a los pies de esoscretinos, hasta ese punto y en aquelmomento me sentía harta ya de hermano, ytambién de cadáveres y de entierros, y dequé sé yo más, y de la vida negra comohollín. Pero no podía abandonar al

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hermanito. Percibía confusamente queestaba corriendo cuesta abajo por unapendiente a toda velocidad y que yo debíaatravesarme como una silla en su carrerapara intentar detenerlo, para decirle algosobre la cosa tal como a mí me parecía.Subí entonces al segundo piso, por laescalera de donde había caído esta mañanapapá como un piano.

¡Las mitades! Nunca supe de dóndenos llegaron, ¿pero hemos sabido algunavez de dónde viene algo aquí en estamaldita propiedad? Debía haberaproximadamente tantas como retratos en lagalería de retratos, y me habíaacostumbrado a amarlas desde siempre. Amenudo las emperifollaba, bah, con esto y

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aquello, pero siempre era muy bonito, yhacía con ellas como si estuviéramos consaint-simon en la corte del rey sol repletade hermosos caballeros y de condes parasoñar despierta, tanto te hacen soñar consus atuendos, qué sé yo, y en el secreto demi corazón, por más hijo de mi padre queyo fuera, fingía ser su condesa. Lesllamábamos mitades porque solo tenían uncuerpo, de cera y de madera. Les faltaba lamitad del interior, con ayuda de la cual sesufre, para poder ser mentado por completonuestro semejante, espero se comprenda loque digo. Si se nos antoja, también se lespuede llamar maniquíes, no está prohibido,aunque sea menos fuerte y menos preciso, yno se sirve a la palabra si uno se relaciona

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con las que se abren camino en la punta dela lengua después de las primeras.

Hermano las había alineado en laterraza, a lo largo de la barandilla, y lashabía apoyado sobre asientos. Una teníauna escoba en las manos, otra una granrama de árbol, otra una pica o un rastrillo;se habría dicho, desde la distancia, que allíhabía algo como un cuerpo de guardia, yeso tenía mi hermano en las ideas. Jamás lehabía visto en tal estado de excitación, sediría que le salían pequeñas llamaradas delas orejas y también del hoyo.

—Hermano —le dije— ¿no creerásque vas a hacer escapar a la gente delpueblo con mitades armadas con palos deescoba?

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Hermano había encendido una mediadocena de lámparas de petróleo queproducían una luminosidad que en nadarecordaba el paraíso, eso os lo aseguro.Mientras se movía de un lado a otro de laterraza, armando a sus soldados del modoque ya he dicho, bebía grandes tragos debuen vino siempre a intervalos regulares. Yay, ay, ay, decía:

—Soy el señor de esta propiedad.¡Que vengan, que vengan! ¡No tengo miedode hablarles! ¡Les responderé por elagujero de mis cañones!

—¿Tus cañones? ¿Qué cañones? —intenté a mi vez que razonara—. ¡Papá esun despojo, y ni siquiera puede mover elcuerpo!

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—¡Ahora papá soy yo!...Y se azotaba orgullosamente el pecho,

golpeándolo con los puños como untambor, como hacía padre a ejemplo de losgorilas.

Me ocurría a menudo, antes, enverano, tratar de darme aires deimportancia diciendo «soy tu señor» a lamariposa que se instalaba durante mediavuelta de reloj en la punta de mi rodilla,sólo por ver qué ocurría, pero nuestrasmandíbulas no nos bastan, así queresoplamos, quiero decir que mi amiga sevolaba, pues vete tú a explicar a unamariposa lo que es el señor de unapropiedad... Ahora bien, no debe tener granimportancia lo que una mariposa no puede

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comprender, y así lo pienso a veces. Perome apresuro de inmediato a agregar queestas opiniones eran compartidas, en mifamilia, en la época aquella en que papátodavía respiraba como un hombre único.

Sea como sea, dejé a mi hermano consu cerebro loco, así se dice eso. Recuperémi lámpara de petróleo y bajé corriendo laescalera.

—¿A dónde vas? —aulló, con una vozque se diría que lo habían tirado desnudosobre tizones.

No respondí y corrí afuera asumergirme en la noche viva. Tomé ladirección que adivinaréis, es decir, la delcobertizo de madera, que también esllamado el panteón. Sabía que allí estaría

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relativamente segura, por cuanto hermanose acojonaba y nunca entraba, debido aaquello que sabéis. Apoyada en la mesa depiedra sobre la que reina el Justo Castigo,que debí empujar con el codo para hacermelugar, me dediqué a redactar avanzando sinpausa, como siempre es mi devastadoracostumbre. Sólo interrumpía la redacciónpara acercarme medrosamente hasta lapuerta y tratar de ver lo que hermanorealizaba bajo el tiránico imperio de lagracia. Había apuntado bien, en ciertomodo, pues, desde la distancia,verdaderamente se dirían soldados deguardia tal cual se los ve en misdiccionarios. Unía las manos a veces,como altavoces, y gritaba: «¡Que vengan,

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que vengan! ¡Ya les voy a hablar a esossemejantes!» Regresé temblorosa yapenada a mi mesa de piedra. Cómo mehabría gustado estar a vuestro lado, bajovuestra protección, muy pequeña yaterrorizada por la admiración. Pero apesar de ello me empujé el pelo haciaatrás, puesto a cada lado de mis hombros, ysuspiré y recuperé el valor para blandir milápiz.

En dos o tres ocasiones, bolas defuego atravesaron el cielo, en ciertosentido bellas, lanzadas desde la terraza.No tenía la menor idea de con qué lashabía fabricado, ni cómo se las habíaarreglado para catapultarlas hasta plenocampo. Una llegó tan cerca del cobertizo

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de madera que estuve a punto de gritar,pero luego, pensando bien, me abstuve. Talingenio en un ser tan poco dotado decabeza como mi hermano sólo podíadeberse a un estado de gracia, tal como yahe dicho, algo que sin duda le concedíamucha inteligencia después de los años detinieblas mentales que le habíanenloquecido totalmente el cerebro.

Además de todo eso, hermanogolpeaba con el martillo en un largorectángulo de chapa, un ruido de truenos,para que creyeran, imagino, que se movíade tú a tú con los elementos en quepretendía mandar, ¿pero a quién podíaengañar, os lo pregunto, si no era a símismo, disperso en los miserables

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fragmentos de su espíritu? Puaj.Y comprendí de súbito que esas bolas

de fuego que había visto contra el cieloseñalaban el regreso de las perdices enllamas, tal como júpiter junior lasconfeccionaba con gran acopio detrementina, si así se llama eso. Pobrespájaros, en fin, de todos modos. El autor delas cosas carece de piedad, y también devergüenza.

Así pasó la noche. Yo la entregué aesa parte que hay en mí que se bate sincesar con las palabras. Cubrí una veintenade páginas con mi escritura minúscula yapretada, y zás. Al terminar, ya ni teníacabeza para nada. El cerebro se mederramaba por los ojos, de tanto que me

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ardían, y el lápiz se me cayó de las manosy se escapó.

Y os tengo que decir que la situaciónme parecía tan clausurada por todas partesque llegué a preguntarme si no sería másaconsejable que siguiera el hilo de ariadnade la cuerda de papá y me colgara allítambién para resolver en un santiaméntodas las dificultades, porque para esosirven las cuerdas, guapito. ¿Pero qué seríaentonces de hermano? ¿Y os volvería a veralguna vez, oh, mi prometido? ¿Y eldesamparo de los pájaros, que todosdanzan siempre en secreto conmigo,incluso los que están en el otro extremo dela tierra, y mis muñecas de luz, y tambiénlas vendas del Justo Castigo...?

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El amanecer empezaba a apuntar conel dedo. Di una última mirada afuera, puesescuchaba rumores de martillo. Mihermano estaba ahora claveteando unasiento encima de dos escaleras que habíaunido una a otra con correas. Esto, junto alhuerto, apenas a una decena de pasosdelante de la casa. Es cosa que se puedeverificar, todavía están allí esas escalerasde desgracia. Entonces vi aparecer unaforma al otro extremo del campo, al límitedel pinar, entre los escaramujos, y noconseguía formarme juicio alguno acercade qué era. Creo ya haber anotado aquí enel testamento esta extraña aparición en elpreciso momento en que se producía, haceuna cincuentena de páginas. Pero terminé

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por conocer lo que era esa silueta en elamanecer, nada menos que nuestrosemejante erguido sobre su pierna única,que avanzaba a saltos como una urracasobre esta tierra, a saber, el mendigo.

El limosnero, vaya. Llevaba su hopalanda,mugrienta es la palabra, y sempiterna, y osdiré que la necesitaba en la tormenta, ay,ay, ay. Avanzaba con su aire de senadoracaudalado y con su bastón, que se diríauna pierna alegre, borracha deindependencia y libertad, interrumpía aveces su caminar erguido sobre su piernaúnica, sobre su pierna, fiel a cada paso al

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encuentro con las hierbas y la tierraapisonada, y, como pavo real quedespliega la cola, enarbolaba y giraba subastón antes de avanzar, que ésta es lasintaxis de saint-simon. Era un prójimo dehumor desenvuelto, el mendigo, y no sé siya os lo señalé. La gente que se inquietapor mendrugos no pertenece a su grupo,está garantizado.

Mi hermano le concedió un instante demirada, el ademán en suspenso, cejas ypestañas apretadas. Me pareció leer allí,por mi parte, ya veis, una pizca de asombroy de vacilación que me hizo alzar un pocola esperanza, pero, bien podéis ver, elestado de gracia no queda desarmado portan poco. Hermanito continuó incontinente

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golpeando con el martillo en el asiento quetenía la idea de clavar en la cima de ambasescaleras que se iban estremeciendo a cadagolpe, y heme aquí de vuelta a mi grandesamparo.

El mendigo plantó su pierna única enmitad del campo y, colgándose el bastón enel antebrazo, empezó a aplaudir, muydivertido, aparentemente atónito por lasproezas ebanistas de mi hermano.Asimismo, cuando avistó la terraza con lasmitades armadas de escobas yescobillones, hizo oh con la boca. Segolpeó los muslos, hizo ruidos guturalescomo hacen los perros, es su modo deexpresarse como ya dejo escrito. Despuésse acercó y golpeó con los nudillos la

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escalera de la izquierda, como si golpearaen una puerta, para llamar la atención delhermanito, lo que consiguió. Se llevó elíndice, el dedo bien llamado, bajo lasnarices, para imitar así unos bigotes, y conello quería decir que inquiría por dóndeestaba mi padre. Hermano se contentó, portoda respuesta, con ladear la cabeza, cerrarlos ojos, sacar la lengua y con la manolibre gesticular como si tuviera una cuerdaimaginaria sobre la cabeza, con lo cualquería parecer ahorcado, no había ningúnmodo de equivocarse. Estupor, primero,del mendigo. Que finalmente decidióhallarlo todo bien y se dirigió de buenhumor hacia el panteón, en donde yo seguíasin que él ni el hermano lo supieran. Se

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sentó después contra la pared, y se entregóa la contemplación del hermanito como siéste fuera por sí mismo todo unespectáculo, como nuestro único juguete.Mientras hacía esto, producía unamusiquilla con la boca, a saber, elmendigo, prrou pu pú, si se entiende quéquiero decir, comparable al ruido decaballo cuando agita el belfo, y, por cierto,me pregunté dónde podría estar caballo,que parecía haber desaparecido porcompleto. Poco después el mendigo sesacó del bolsillo un bocadillo de todopodredumbre que empezó a morder sinpulcritud, y también sin complejos nimodales. Hermanito, por su parte, cuandoterminó, se encaramó hasta la punta de la

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escalera, con un plumero a guisa de cetro yel cadáver seco de mapache, que yo habíavisto antes en la galería de retratos,encasquetado en la cabeza a modo decorona. Ocupó su lugar allí en el trono,como si fuera un rey flaco. Y, a todo esto,el mendigo aplaudía.

Ah, habría querido no ceder al sueñoy poder terminar mi testamento antes deque sea la catástrofe. Pero me habíanabandonado las fuerzas, que se habían idoescapando hasta ahora como había hecho ellápiz. Hágase lo que se haga, sea uno loque sea y por más lejos que vaya, a fin decuentas, hay que tenderse para poderdormir, porque eso es fatal. Se tienecansancio en el cuello, la fatiga que te

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sujeta a la tierra finalmente allí te empuja,y se cae, siempre, qué queréis. Es al fin elelástico de la muerte.

Me despertó una detonación. No debídormir más de media vuelta de reloj, puesel día aún languidecía. La cabritilla teníatan confundida la cabezota que al dirigirmehacia la puerta tropecé con toda clase decochinadas, me rompí incluso la piel de lapantorrilla, fue con el arado, me parece,qué dolor y escozor, y también comenzó asalirme sangre. Pero bueno, al punto dondeestaba.

La detonación provenía de que mi

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hermano había conseguido, el diablo sabedónde, una cornamusa y la había cargado,aún se veía una pequeña humareda azul queflotaba en uno de sus extremos, como laboca de papá cuando mordía un pimientofuerte. Yo sabía que hermano sabía cosasque yo no sabía, porque habíadependencias donde nunca me aventuraba ydonde él se pasaba jornadas completas.Pero mientras hubiera flores de oro querecoger, champiñones amigos, una racióndiaria de diccionarios y las muñecas de luzde la vajilla, yo apenas tenía curiosidadpor las vanidades de aquí abajo, tal comonos pide la religión y creo haberlo dicho.Hermanito de seguro conocía hacía tiempola existencia de esa cornamusa, y, viéndole

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actuar, comencé a explicarme algunascosas a las cuales hasta entonces no habíaconcedido ninguna importancia. Así,cuando sucedía que papá iba al pueblo,escuchaba de vez en cuando detonacionesparecidas y en esa época me decía quedebían ser ramas que se quebraban desúbito a causa del viento o la escarchaacumulada, ya que la escarcha se acumulaen nuestra comarca de año en año, deverano en verano, qué sé yo, en fin, meparecía que el ruido que eso producía separecía mucho a aquel ruido. Y ahora caíaen la cuenta de que nunca sabía dóndeestaba hermano en esos momentos. Y ahorasospecho que iría a reunirse con sucornamusa y dispararía a las perdices.

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Porque, y esto también se me presenta desúbito en los recuerdos, precisamente enesos días cuando escuchaba esasdetonaciones, hermano decía haberencontrado cerca del camino unos pájarosmuertos que después hacía cocinar y, uf,que se comía con papá. Yo no los comíanunca, bien lo suponéis. Habría vomitadolas entrañas si se me hubiera obligado ameterme en la boca trozos de cadáver deperdiz hervida, y, viéndolos comer, llorabainteriormente sin que se notara. Pero,caramba, no quería escribir cornamusa,sino arcabuz. Por dios que mi pobre cabezadebe estar fatigada, pierdo el sentido de laspalabras, y eso yo, que sólo las tengo aellas. Arcabuz tampoco es el sentido

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propio, si es que tiene alguno. Creo que setrataba de un fusil, ay, ay, ay. Y mihermano volvió a disparar hacia el pinar.Ignoro si había algo allí que quisiera hacermorir, y, si lo había, qué era, pero elculatazo fue tan fuerte que hermano cayó deculo. Eso daba risa. Se levantó, poco firmesobre las piernas, cogió una botella debuen vino e intentó beber con la cabezatorcida como un verdadero cerdo, pero sedio cuenta todo avergonzado de que labotella estaba vacía y la tiró condisplicencia contra la pared de piedra, endonde estalló en mil pedazos como creoque puede estallarme el cráneo.

Pero ahora que el día se habíaafirmado casi por completo, se veía muy

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bien que el cuerpo de guardia de la terrazasólo era de mitades y el trono que hermanose había construido con recurso a las dosescaleras nada tenía que pudieraimpresionar a nadie, lo juro, comenzandopor mí. Yo miraba y sacudía la cabeza apesar de todo, como con despecho. Y, enese momento, vi volver a saltos por lacolina al mendigo, que se me había ido porentero de la cabeza. La cuchillería se lecaía de los bolsillos de su hopalanda y, conla mano que no tenía ocupada en empujarsecon su bastón, riendo como maligna rata,sostenía contra el pecho un montón decopas de plata y tutti quanti, todasprovenientes del salón de baile. Tenía a untiempo el rostro tenso y distendido, y los

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ojos relucientes por la intensidad de lacodicia. Se refocilaba, como podéissuponer, con aquel maná inesperado. Lacabritilla regresó a su testamento. Quéqueréis que hiciera.

Las páginas se acumulaban, y nadareleía. Me precipitaba hacia adelante conlos medios disponibles, lo que se llamasubir por las paredes como diría saint-simon, pero aún confiaba en las palabras,que siempre terminan por decir lo quetienen que decir forzosamente. Tira unapiedra, gira cinco veces sobre ti mismo conlos ojos cerrados y, antes de abrirlos, ya nosabes en qué dirección la tiraste, pero síque terminará por caer a tierra. Así son laspalabras. Cueste lo que cueste terminan por

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posarse en alguna parte, y eso es lo únicoque importa. No estoy diciendo que lasecretaria se deje ir y se ponga a escribirde cualquier modo. Digo que se deja irlanzándose hacia delante, que ya no es lomismo. Así son las cabritillasintempestivas.

Muy pronto escuché a mi hermano queme llamaba a gritos y, sólo por el modocomo pronunciaba hermanito, comprendíhasta qué punto el buen vino le habíaafectado la cabeza. Entonces me encogíjunto a la sucia ventana y apenas me atrevía asomar la nariz para mirar a quien estabafuera perdiendo todo el norte. Mi hermano,tan borracho como monje joven, habíamontado a caballo, vuelto de súbito de

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ninguna parte este pillastre, yverdaderamente daba pena. Las patas delpobre animal se dirían ramas que unoapoya en el suelo para mejor doblarlas.Bajo el efecto del peso, el vientredescendía tanto que los pies de hermano yaprácticamente rozaban las piedras. Con suaspecto de basset, porque bien sé lo que esun basset, nuestro perro muerto poringestión de bolas de naftalina había sidouno, con el andar abrumado por el peso demi hermano, se diría un caballo en vías detransformarse en morcilla blanca poracción de un hada mala, no sólo las haybuenas, yo soy la que lo digo. Caballo pormomentos no podía avanzar, o se iba de unlado a otro, y mi hermano lo golpeaba con

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los talones en las costillas, porque mihermano acabará por irse a asar junto conel diablo, bien podéis creerme, pero eso noes todo. Todavía estaba allí la cuerda quepor la mañana había atado como una cinchaalrededor del vientre de caballo, y alextremo de la cuerda, detrás de ellos, searrastraba una bolsa cuyas dimensiones mebastaron para comprender qué contenía. Vientonces también que el limosnero, sordo atodo aquello, penetraba, con saltosentusiastas, en la cocina de nuestraterrestre residencia.

Pero júpiter junior continuaballamándome. Y seguía llevando en lacabeza, como un rey su penacho, el cadáverdel mapache que había muerto en la

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trampa.En ese preciso instante se escuchó un

ronroneo aterrador. Se nos acercabalentamente, y digo que la palabra esaterrador porque parecía subir directo delinfierno en dirección a nuestros pies, y éstees un infierno en que conviene creer si nose quiere caer allí, pero es que hermano,justamente, nunca deseó creer en nada. Masaquélla era, sin embargo, una de lassentencias de mi padre: los pequeños santotomás siempre terminan por incendiar lasropas a fuerza de no creer que es peligrosojugar con las cerillas.

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Algo que no sabría nombrar, pero se diríaun abejorro gigante, como del tamaño de unjumento, lo que es ya muy grande para unabejorro, se acercaba bramando por elcamino que atraviesa el pinar hasta lossiete mares. Mi hermano apenas podíamantenerse erguido en la montura, ya quecaballo se espantaba con esa seguidilla depetardos que se parecía hasta la confusiónal ruido que a veces hacen en el cielo esosextraños pájaros que papá llamabahieroplanos, si mi recuerdo es preciso, yque nos hacían escapar corriendo, ahermano y a mí. Caballo, que veíaacercarse el abejorro, piafaba con losmedios de que disponía, de los cuales noquedaba ya gran cosa, y varias veces se le

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doblaron las rodillas y su vientre rebotócomo un balón en la tierra cubierta debarro donde nuestros corazones acabaránun día convertidos en polvo.

El abejorro se inmovilizó no muylejos de hermano y de cara, sin saberlo, allugar donde me había yo apostado. Elabejorro era en realidad una máquinacomplicada como no se veían en nuestrapropiedad, dejando de lado el órgano detubos que he nombrado con el tema delsuplicio de mis pantorrillas. Estabaconstituido por dos ruedas, es todo cuantode ello os puedo decir, y lo montaba uncaballero cubierto con casco, que me creael que quiera, y cuando el caballerodescendió el bramido calló, tal como os lo

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digo. El caballero estaba vestido de cuerode pies a cabeza, y cuando alzó sus gafas ysu yelmo, que mantuvo sujetos bajo elbrazo, mi corazón dio el salto que dan lasranas cuando se tiran al agua, pues aquéleras tú, mi bien amado, magnífico con elbrillo sombrío y resuelto de tu lanza enristre.

Mi hermano no decía esta boca es míay contemplaba al caballero y su monturadel demonio temblando como una hojaentre mis manos. Y el caballero dijo:

«¿Dónde está tu hermana?» Pero deinmediato se corrigió: «¿Tu hermano?¿Dónde está tu hermano, el de la faldalarga? Escucha, yo no quiero hacerte daño.Soy el inspector de minas...» Hermanito,

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aterrado, seguía sin responder nada denada. El caballero vaciló un momento y sedirigió hacia la casa, y, en un ataque depánico, hermano golpeó con los talones losflancos de caballo para que galopara, perofue demasiado para el pobre animal, que sederrumbó en el barro espatarrado, yhermano cayó del mismo modo.

Hermano se levantó, no se molestó enrecoger su mapache, que había rodadoparalelamente en la caída, y empezó acorrer desaforadamente para adelantarse alinspector de malas minas. Y luego hermanotrepó por las escaleras del trono sin volvera caerse en absoluto. Estoy obligada aexplicar todo muy rápido y a cometergraves faltas de latín, pero ya dije que los

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ataques son mal de familia, y esto eraverdad en el caso de papá y también en elmío, pero no en el caso de hermano. Júpiterjunior tenía otros expedientes disponiblespara el curso de las cosas. Habíamomentos, ignoro la razón, en que sededicaba a tener un miedo terrible, seestremecía por todas partes, era como siatrapara la dificultad de respirar, leparecía que un animal maligno, en suinterior, estaba haciendo nudos con sustripas, que debía luchar con su corazónpara que continuara latiendo, que etc., etc.,y no es cosa de risa. Este tipo de ataque notenía aspecto más agradable que los míos ylos de papá, si queréis saber mi parecer.Pero bien, ésta era por entero la crisis que

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en ese momento afectaba a mi hermanosentado en su trono ante el inspector deminas. Yo esperaba tan sólo que no sehiciera nada encima de él, como le ocurríaen su desgracia, porque, al fin y al cabo,ante ti la condesa se habría sentido mal porsu familia.

Pero estoy muy segura de lo que dijoentonces el inspector de minas porque lofui anotando en mi cabeza a medida que túse lo decías, y me daba cuenta de queestabas hablando con fuerza con laintención de que también yo te escuchara,allí donde me encontrase.

—Escúchame, he venido como amigo,os quiero ayudar. Sé que puedes seguir loque digo, aunque comprenderlo resulte algo

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difícil. Quizás me podría ocupar devuestros asuntos. También soy ingeniero...En fin, quiero decirte que dentro de algunashoras todos estarán aquí. Gente del puebloe incluso de otras partes, quizás tambiénmiembros del gobierno. Ayer conocí a tuhermana, o a tu hermano si así lo prefieres.No puedo decir por qué, pero sentímuchísima simpatía por ella, o por él, pordios, esto termina por ser irritante. Hequerido que estéis bien preparados para sullegada. Y ayudaros un poco, si es posible.La situación es grave, ya lo sabes. Ayerconsulté con el cura el registro debautismos. ¿Comprendes lo que digo? Sesupone que aquí hay dos niñas, dosgemelas. Ayer vi a una. ¿Dónde está la

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otra? ¿Qué le sucedió a la otra? ¿Y dóndeestá tu madre? ¿Todavía viven convosotros?

Entreabrí la puerta del cobertizo demadera y el crujido llamó la atención,como yo esperaba, del inspector. Me situévisible en el umbral. Y el inspectorinmediatamente se pone en marcha hacia lacabritilla como un tábano avanza hacia laúnica flor del jardín.

Hermanito empezó a aullar que él eraallí el señor, y os tengo que decir que esono convencía a nadie. Pero tú continúasavanzando hacia mí, sin preocuparte nadade él. Al mismo tiempo, yo avisté a lo lejosla expresión recelosa e inquieta delmendigo, que te seguía con los ojos y la

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nariz pegada a la ventana de nuestraterrestre residencia.

—¿Por qué te ocultas? ¿Tienes miedode tu amigo?

Yo no respondí y entré rápidamente alcobertizo. Pero recuerdo que, a pesar delas circunstancias, hacía un esfuerzoparticular, al caminar, para que mis nalgastuvieran el aspecto de las de una personade bien ante los ojos del inspector deminas. Me inmovilicé, siempre en silencio,cerca del Justo Castigo, como si quisieraque sacaras las necesarias y pertinentesconclusiones.

—¿Qué es esta bodega?Había bastante oscuridad en el

cobertizo de madera, se apoderó de la

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lámpara de petróleo y se acercó a mí. Desúbito se volvió extremadamente pálido.No deja de ser algo el Justo Castigo, no sési olvidé decirlo. Me mantenía a su lado,con las manos cruzadas por delante delvientre, como cuando papá me hacíarecitar. Y contemplaba serenamente alinspector. El Justo Castigo, en su pequeñoamontonamiento puesto en tierra, moviódébilmente la mano y después la cabeza, unesfuerzo lamentable de vergüenza o defuga, como si quisiera llegar a la pared,porque en el fondo es un poco timorato.Ese simple ademán bastó sin embargo paradesenrollar la punta de una venda, ay, ay,ay, que me apresuré a volver a poneralrededor de sus dedos para que estuviera

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presentable, y volví a mi postura de niñabien educada, con las manos cruzadas pordelante del vientre de las sorpresas. Y allíestaba ahora, estupefacto, el señor poetainspector de minas. Ah, ahora no hay ganasde hacer el ganso. Miraba con los ojoscomo platos. El Justo Castigo, cubierto depies a cabeza de vendas grises, sigue lamoda de las momias que ilustran misdiccionarios y aún se les parece. De surostro sólo pueden verse los dientes, yaque el Justo no sabe ni siquiera qué son loslabios, y también la punta rosa de la lenguacuando come, y también sus dos ojos, tandel color de los míos que se diría que sonlos míos pero todo escupidos, como gotasde agua, unos y los otros. El Justo intentó

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arrastrarse hacia su caja, en donde pasa desus días lo principal, empujando y tirandopenosamente con su andrajoso antebrazo,pero eso nunca puede resultar, el pobresólo alcanza el impulso de ir, y ni esosiquiera. De cualquier manera no podríanunca desplazarse muy lejos a causa de lacadena que tiene en torno al cuello y que lomantiene en la pared. También tieneademás una especie de saco, iba a olvidardecirlo, alrededor del vientre y de lasnalgas, para cuando quiere vaciar elagujero.

La voz le volvió al fin al inspector,aunque ahora muy debilitada.

—Es horrible... es atroz... es... ¿Es tuhermana? ¿Tu hermana gemela?

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Me encogí de hombros un poco y alcélos ojos hacia la bóveda, como para decirlo animal que eres...

—¿Y eso? —preguntó, pues aún nollegaba al colmo de sus asombros elcaballero de la espada en ristre.

Acercó la lámpara a la caja de vidrio.Respecto al vestido sólo se puede decirque todavía está de este lado de las cosas,porque parece una cama de barro seco; lasosamentas: creo que hay que estaradvertido para proclamar que, en fin, soneso. Pero el cráneo soporta bien el golpe,aún es de este mundo. Queda también allíalgo de dientes, así como la morada de losojos, las cavidades donde antaño vivieronbien su vida de miradas.

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—¿Y eso sería tu madre...?Me gusta escribir las palabras que ha

pronunciado tu boca, aunque sean unatontería, pero así tengo la impresión de queaprieto tus labios contra mi corazón entrelos muslos. Me gusta hablar de ti tanto ensegunda como en tercera persona, comohace en verano desde los arbustos a losjuncos mi amiga la libélula de alasesmeralda. Tuviste un impulso de cóleracontra el autor de las cosas, si lo entendíbien, omnipotente y señor de las injusticiasy amador de madres de lamentaciones.Maldecías entre dientes girando enredondo por el panteón.

—¿Pero qué es todo este horror, peroqué es...?

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El inspector tuvo que apoyarse contrala pared, con la cabeza inclinada, como unJusto. Por fin alzó la vista y me contemplólargamente, y comprendí que a sus ojos eluniverso era digno de piedad, y yo, dentrode él, muy particularmente. Ya iba siendohora de que alguien cayera en la cuentadebajo de esta bóveda. Y otra vez ysiempre tenía que explicar, es mi cruz y midestino:

—Ella no tiene piel debajo de lasvendas, me parece. Fue la gran calcinación,todo ardió debajo. Digo ella porque puededecirse las dos cosas. Se dice él o ella sies hablando del Justo Castigo, porque lasmuy escasas ocasiones en que él habló deesto, papá se enredaba en el género de las

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palabras y decía ella, con lo cual noscomplicaba la costumbre.

Se necesita del gran silencio para quese lo escuche, pero a veces el Justo tieneun quejido muy débil que se le sale así dela garganta, y como casi siempre haysilencio allí en el panteón, entonces se leescucha cómo emite una queja débil. Leacerqué su vasija de agua podrida, pero supárpado izquierdo bajó con lentitud propiade buey. Carece del don de la palabra, hayque comprenderla, pero cierra el ojoizquierdo de este modo, así, cuando quieredecir a algo que no, es humano. Alejé desus dientes el agua podrida.

El inspector se inclinó hacia el Justo,con circunspección y temor, y, apenas

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movió ella el auricular, él saltó hacia atrás,como mi hermano el acojonado, que temeal amanecer a los murciélagos que vuelvensin embargo amistosos hacia el redil sobrenuestros cabellos.

—No puede sostenerse —proseguí,arreglándole un trozo de venda—, se diríaque las piernas sólo son de broma. Pero aveces nos tendemos una junto a la otra y medivierto estirándola todo a lo largo ydescubriendo que somos exactamente de lamisma estatura. Por lo que he podidocomprender de lo que ha dicho padre, quenunca fue explícito en este tipo de cosas,con él siempre había que adivinarlo todo,entretejer fragmentos de unas frases conotras, el Justo habría hecho arder lo que

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está muerto aquí a mi izquierda en la cajade vidrio, pero eso debió suceder antes deque estuviéramos ya en esta tierra, hermanoy yo, pues no recuerdo que jamás hayatenido la menor memoria delacontecimiento, si es que hubo uno.Supongo que están ahí, quiero decir elmuerto y luego el Justo, desde que elmundo es mundo, y, como papádesapareció sin avisar, habrá quecontentarse con lo que acabo de ofrecercomo luz de todo ello.

Puse entonces la mano sobre sucabeza, creo que sonriéndole, paramostrarle que no estaba enfadada con ella.Y dije al inspector:

—El Justo Castigo, pues así se llama.

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Si él no estuviera, habría que preguntarsesi tendríamos el uso de la palabra. Eso seme ocurrió una vez que pensaba. Quizásese silencio en la vida del Justo nospermite, a mi hermano y a mí, estar de tú atú con la palabra, a mí sobre todo. Quierodecir que es como si el Justo hubieracogido todo el silencio sobre sí mismopara librarnos de él y permitirnos hablar, yqué sería yo sin las palabras, os preguntoun poco. Bravo, Justo, una buena obra. Asíque ya lo veis. Se diría sufrimiento enestado puro, todo en un solo paquete. Ellaes como dolor que no pertenece a nadie. Nisiquiera se sabe si tiene entendederasdentro de la cabeza. Me inclinaría a pensarque sí, por lo menos un poco.

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El inspector de minas tuvo unaespecie de ataque de enervamiento y seprecipitó contra la pared y empuñó lacadena del Justo con todas sus fuerzas,como para arrancarla, pero ésta aguantó, notemáis. El Castigo se había acurrucado aúnmás, a causa de su índole timorata. Pero yoseguí hablando, quitando maquinalmentegranos de polvo de encima de la caja devidrio.

—Hermanito nunca viene, porquetiene siempre mieditis del Justo. En cambiopapá y yo pasábamos muchas horas aquípor la noche. Él posaba la frente sobre lacaja de vidrio y vertía lágrimas. Yo, mecrea el que quiera, yo nunca lloré, ni allí nien otra parte en mi puta vida, cierto como

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que nada se me sale. Papá tenía su manocon la mía, estaba llorando, ésta es lasintaxis de saint-simon. Y después, no sépor qué, hace bastante tiempo, tampocoquiso venir aquí papá y me veía obligada aatarme un hilo en la punta del dedo para noolvidar alimentar al Justo Castigo, que sólocome sémola, y quitarle el polvo, ycambiarle sus vendas de vez en cuandocomo me enseñó a hacerlo papá, pues lasvendas, así es la vida, tienen tendencia apodrirse, huelen a medicina. Padre nisiquiera quería oír hablar del Justo en losúltimos tiempos de su residencia. Si yodecía algo me tiraba una bofetada, si es queentendéis lo que quiero decir. Entoncescontinué viniendo completamente sola,

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sobre todo cuando tenía pena o algún pesode melancolía. Me parecía que en nuestrastierras había más amor en este panteón queen cualquier otra parte, por el modo en quepapá pasara largas noches con su mano enla mía.

Por supuesto que había mentido unpoco al poeta de minas cuando os dije quenunca había llorado en mi puta vida,porque hubo las veces, cuando papá noshacía amarrarlo a las cadenas de laspuertas de la galería de retratos y meobligaba a golpearlo con un trapoempapado, y también las veces en quebombeaba el órgano con mis piernas, o, demanera general, cuando la música measaltaba, pero había dicho eso al inspector

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para hacerme la independiente y mostrarque también tenía mi dignidad, para que meencuentre tan fascinante como intensamentebella.

El inspector bajó los párpados ysacudió la cabeza con aire de dolor ydesaliento. Cuando volvió a abrir los ojos,con su voz aún más pequeña, me afectó queya no quisierais tratarme en la segundapersona de singular de las cabraspequeñas:

—¿Y esto, en fin? ¿Quién os ha hechoesto? ¿Vuestro hermano...?

Como llevo un jersey muy amplio nose me nota el vientre, pero ayer, cuando mehacía lo que hizo, apretándome contra él, elinspector de minas tiene que haberlo

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notado.—Sí, lo sé, mi vientre está algo

inflado. Y mientras más se infla, muypronto serán ya dos estaciones, más tengola impresión de que ha cicatrizado en micuerpo la pérdida de mis cojones, si no esen el alma que me distingue de los pobressoldados de mi hermano, porque no sangromuy pronto ya dos estaciones. Mi vientrese infla y, lo que es curioso, tengo lasensación de que hay alguien distinto allíadentro, como si yo comenzara a ser unacosa y media. Esto hace esto en mi vientreen este mismo momento, y lo podéis tocar.

Me vi obligada a tomar vuestra mano,que me habéis abandonado toda flácida yque posé en mi barriga de sorpresas.

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—Al principio eso hacía el zumbidotranquilo de un abejorro bebé que viajarade derecha a izquierda por mi vientretrazando una línea, y sé muy bien qué es unabejorro bebé. ¿No sentís que se mueve eneste mismo momento en mi interior? Estocomienza a parecer como unos golpes,como unos dulces golpes que me enviaríala vida hacia aquí desde el fondo de mivientre. Cada vez que recibo uno, sin queimporte donde esté ni en qué página o enqué frase, escribo en mi libro mágico: y asízás. Y os quiero decir que prefiero estospequeños golpecillos de vida que siento enmi interior, que ahí siento, zás, zás, a lasangre que tiro a manos llenas y a losgolpes de mi difunto padre.

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Todo esto, una vez más, expresadopara que me encontréis bonita yencantadora para volverse loco, pero elinspector me miraba como si nocomprendiera que yo pudiera reír ensemejante momento. ¿Pero qué tenía elmomento de particular? ¿En qué, más queotro, debía significarnos algo? Y mi risaera muy inofensiva, vamos, no como la demi hermano, una risa de abeja, que no haymás inocente sobre la tierra, porque pensaren la vibración en mi interior me introducíadulces pensamientos en la cabezota y, envista de la cantidad de dulzuras que mellegan en este maldito planeta, no estabadispuesta a escupir conjuratoriamente portodo esto.

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—Ayer sentí muy bien que os habíaisseparado de mí porque sentisteis mi vientreinflado. Y escapasteis gritando ¡Eso no!¡Eso no!

Se pudo oír entonces un disparo. Laventana del cobertizo se hizo añicos y unsilbido vertiginoso pasó sobre nuestrascabezas.

—¡Pero si ese monstruo nos estádisparando!

Otra detonación. Esta vez la baladebió perderse en las piedras de la pareddel exterior. El Castigo se había recogidoen su montón pequeño, con una especie degemido, con la cabeza escondida bajo lasalas, como una perdiz. El inspector searrodilló y arriesgó una mirada por el

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tragaluz destrozado. No puedo decir cuántome afectaba verlo aquí así arrodillado, consolo la cara iluminada por la luz del solque caía bellamente del tragaluz, cuánmajestuoso os encontraba, se habría dichojuana de arco al recibir sobre la cabezacomo un gran relámpago del espíritu santoal fondo de su calabozo. Después habéissaltado ya hacia mí, y con un murmullo queparecía un grito:

—No tiene más municiones, meparece. Ha ido a buscarlas a la casa.¡Rápido! No te debes quedar aquí. ¡Vamosa huir en la moto!

Salimos a toda velocidad. Caí en elbarro mientras corría hacia la moto, pues ellibro mágico me complicaba y no quería

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abandonarlo, bien lo suponéis. Pero mehabéis levantado, príncipe mío, me habéislevantado. Me habéis puesto encima, porcompleto contra vuestro vientre, para serprotegida de la cornamusa de mi hermano,y eso de súbito se ha calentado y vibradoentre mis muslos, y eso era bueno, yvuestra montura generó petardos, y me sentítransportada, en un aturdimiento magnífico,por las puertas abiertas de par en par en ladirección a vuestro reino.

Hubo dos detonaciones más, si lamemoria me es fiel, que apenasescuchamos debido al rugido de vuestramontura, después hubo una tercera, ya unaúltima, y entonces, no sé cómo hice paraverlo, tan rápido era todo, habéis llevado

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la mano hasta la nuca, como cuando picauna mosca, y vuestra montura ha perdido lacabeza, y todo se ha volcado, y mi cráneopercutió en el suelo, no preguntéis cómo.Cuando por fin pude levantarme, las ruedasde la moto continuaban girando solas en elvacío, pues la máquina estaba tendida decostado y por el ruido se habría dicho queaullaba de desesperación. Y yo os veía, entierra, allí muy cerca, con la mano puestaen la garganta, veía la sangre brotarrítmicamente entre vuestros dedos, y no sécuánto tiempo pudo pasar hasta quedejasteis de mirarme con esos ojos deanimal que no comprende por qué se lopersigue a grandes golpes, con ojossorprendidos e implorantes a un tiempo, y

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después ya fijos como hoyos, pero depositémi frente en vuestro pecho, y lloré, lloré.

Cuando por fin alcé la cabeza, osquiero decir, la montura había terminadode aullar y yo me había despabilado acercade todas las cosas. Había comprendidodefinitivamente que nuestros sueños tansólo descienden a tierra por el tiempo quetarda un estornudo, y nos dejan un sabor enla lengua, algo como mermelada decuajarones, y recogí el libro mágico, así,en medio del campo, y mi lápiz me siguiócomo un solo hombre, pues una secretaria,una verdadera, no retrocede jamás ante eldeber de dar nombre a las cosas, que es suoficio, y ya me hallaba bastante desarmadapor la vida para desear despojarme más

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aún a ejemplo de los franciscanos y de lasmulas de dulces ojos, y llegar hastaquedarme sin mis muñecas de ceniza,quiero decir sin mis palabras, tan verdades que somos pobres de todo lo que nosabemos nombrar, como diría el JustoCastigo si supiera hablar ella.

En cuanto se refiere a mi hermano, esnecesario que lo diga, continuaba igual consus afanes, como si no pasara nada y esotodavía tuviera sentido, creo que es por suscojones. Puaj. Yo le echaba una mirada devez en cuando, no para despreciarlo, sinopara compadecerlo por esa pobre cabeza

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carbonizada por la gracia, toda religiónembadurnada. Se marchó a hacer un hoyoal borde del pinar, y ahora está hecho, y havuelto a agitarse alrededor de la casa. Conayuda de un cuchillo ha cortado la cuerdaque rodea a caballo como una cincha; séque lo hace para apoderarse del saco quecontiene el cadáver de papá. Y después hevisto las primeras volutas de humoelevándose de la biblioteca, donde mihermano hace unos veinte minutos estuvoocupado en no sé qué. Incliné la cabeza yme puse a escribir. Al punto que hemosllegado en esta tierra.

Apenas unos instantes más tarde vique se aproximaba directamente, pero estavez a mí. No puedo decir que de hecho le

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temiera, pues ya no hay gran cosa que meretenga aquí abajo, donde precisamentetodo es cadena, y una vez perdidas lascadenas ya no hay cómo existir, y elCastigo no me va a contradecir. Aunquetengo una todavía, la cadena en mi interiorque me apega a mi vientre desde muypronto hará dos estaciones. Yo me decía:mientras ella siga...

En cuanto a lo que pudiera hacerahora hermano contra mí, le envié recadocon mis ojos cargados como están depequeños rayos. Hizo un gesto con el brazopara enviarme al diablo y después me tirócontra la cara un trocito del universo, fofoy viscoso, que sacó de su bolsillo. Miré enla hierba para ver qué era. Y bien. Hasta

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nuestro único juguete, a saber, la rana,ahora está en estado de despojo. Hermanose marchó hacia el de papá. Lo cargó condificultades, porque un cuerpo es pesadocuando no hay nadie dentro, lo ha metidotal como prometimos al fondo del hoyo queacababa de cavar, y después plantó encimala cruz que yo había construido ayer por lamañana. Así que ya está. Todo se haconsumado.

Por lo menos así creía yo. ¿Pues quiénreaparece de súbito detrás de mí con ungolpe de bastón contra mi espalda? Pues sí,el mendigo, ay, ay, ay. Con sus risitas decodicia viciosa y sus ruidos guturales comoun perro, que, ya se sabe, es su modo deexpresión. Yo todavía estaba tendida con

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la nariz en mi libro mágico, no lejos de losrestos de mi prometido de ojos fijos comohoyos, y el mendigo me empezó a toquetearlas costillas con la maldita punta de subastón. Qué he hecho, buen dios, ay, madremía. Se tendió encima de mí, verdad comoque yo soy yo. Me puso el hocico en lacara y también el aliento podrido ypoderoso con los restos de su comida, dela cual le quedaban filamentos carnosos enlos dientes. Y me empezó a mojar lospárpados y los labios, siempre haciendomuecas, como papá nos hacía hacerle enlos buenos tiempos, se diría que paraburlarse de mí y así vengarse. Finalmenteme levantó la falda y comenzó a tratar detocarme como hace mi hermano con sus

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cojones, y entonces grité hacia este últimosolicitando ayuda, qué pensáis. Hermanohabía vuelto donde caballo, ahora yo loveía, y os digo que hermanito arderá en elinfierno, si es que ya no se está allítostando, pues lo que hizo... Cogió su fusily lo apretó contra la mandíbula de caballosemi rescostado y la hizo saltar de golpe¡bataclán! Por un instante muy breve avistéun ramillete de humareda amarilla, azul yroja, que formó un abanico alrededor de él,y un ruido de granizo. Caballo se desplomócomo una bolsa. Y fue el momento queescogieron los cretinos para mostrarse alextremo del camino de súbito, un granmontón compacto de semejantes llegadosdirectamente desde el pueblo, no habrá

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nunca otros como ellos.Hermano disparó el fusil en esa

dirección, a modo de pánico. Y después,abandonando su cornamusa sobre lo quequedaba de caballo desaparecido, se largóa toda velocidad y zás. Y el mendigo selevantó y también sus pantalones antes depoder hacer en mí el menor gasto, gloria latenga el cielo por el favor concedido, y seprecipitó con su pierna única con grandesademanes hacia los cretinos, fingiendoinocencia y que se sentía terriblementefeliz de verlos, prudente hasta la médula. Yyo aproveché para irme a esconderrápidamente en el panteón del Justo, ya loveis.

Y de verdad que el Justo parecía

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comprender algo de todo lo catastróficoque en aquel momento nos ocurría: ya osdije que tenía entendederas en la cabeza.Estaba en todos sus estados, lo quesignifica que balanceaba muy lentamente supesada cabeza de derecha a izquierda yemitía un prolongado aaaaaaaaaaaah,monótono y continuo, que apenas le salíade la garganta. Yo la había visto una solavez en ese estado y nada tuvo de veras derisible, la vez que papá, mientras cortabalas vendas, hizo un movimiento en falsocon el cuchillo y un poco de la lámina sedeslizó sobre su ausencia de piel y ella sepuso así a hacer un aaaaaaaaaaaahmonótono y continuo balanceando lacabezota de derecha a izquierda a modo de

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dolor, y papá lloró, tanto remordimiento lehabía causado aquello en el pecho, ydurante dos minutos seguidos depositóbesos suaves y cautelosos en la frente deella, el Justo Castigo. Observaba por eltragaluz a los cretinos y al mendigo enmedio de ellos, que saltaba sin moversedel lugar, animándose y jugando a hacer elhéroe. Allí debía haber una buena docena,no me iba a molestar en contarlos, puaj. Auno de ellos le había rozado las nalgas labala del fusil de mi hermano, si hecomprendido bien, y las mostraba a todo elmundo dándoselas de héroe, sus nalgas.Miraban la bibli, la bibli de bibí, asíllamada a veces por afecto, preguntándosequé hacer con el incendio que comenzaba a

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avanzar a toda vela con esas grandes masasde humo rojo. Eso causaba algo de pánicoy hacía retroceder a nuestros prójimos.También estaba el cura, el pequeñosacerdote del pueblo que me había hechosaborear sus palmadas y que aparentabaorar sobre los restos de lo que fue uncaballero de armadura y también el granamor de mi vida, lo que me apretó un pocolos dientes y las cejas, con mucho gustohabría golpeado con mis botas en susprotuberancias a aquella sotana, perobueno. Mi hermano, a fin de cuentas, habíavuelto en sí desde el pobre jefe que habíasido, y era la rendición en toda regla. Derodillas a los pies de nuestros semejantes,hombros en el suelo y el hoyo en el aire, se

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protegía la nuca con las dos manos ytemblaba como la jalea de menta con queaderezábamos ocasionalmente la sémoladel Justo, sé de lo que hablo. El agente dela pistola de dimensiones vertiginosas dela víspera me parecía que hablabasuavemente a mi hermano como para noaumentar su pánico más allá de la medidanecesaria para incitarlo a levantarse, pero,ya lo veis, el hoyo al aire y las manos en lanuca, nada había que hacer. Se vieronobligados a arrodillarse para ponerle lasesposas, ay, ay, ay, si queréis mi opinión.

Y ya está. Todo llega a su fin, ésta es una

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ley del universo, comenzando por estemismo libro mágico, apenas unas páginasantes del gran sacrificio. Tengo muy pocotiempo y no dispondré del necesario paradecirlo todo, ya veis que estoy asídesamparada. Sólo me gustaría agregaresto al rosario de mis desengaños: saberque apenas desde hace unos segundos mepreguntaba si todo lo que vivimos desde lavíspera por la mañana, fracasos, cóleras,pánicos y humillaciones, que habíamoscreído fuera de toda órbita paterna, así sellama eso, si todas estas cosas no eran dehecho exactamente aquello que papá quisoque fueran. Temo que solo hayamoscontinuado obedeciéndole, sin saberlo, sí,sin poder saberlo, los dos arrastrados por

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el fatal movimiento que de él emanaba yseguía arrastrándonos en su oleada todavíay siempre. Digo la cosa como me parece.Porque quizás nunca dejamos de ser susmuñecas de ceniza. Quiero decir que desdeel fondo de su desaparición continuabautilizándonos, seguía dándose el gusto connuestra angélica cabezota y con la mismainquietante seguridad que manifiesto yo alusar las palabras. Padre no es hombre cuyopoder se interrumpa tan de pronto, y suspropios despojos quizás eran un juguetepara embaucarnos, a nosotros mismos y ala totalidad pensativa del universo. Yopensaba en eso mientras contemplaba elhoyo donde hermano había sepultado esagrandiosa desaparición al borde del pinar,

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y me decía a mí misma que no mesorprendería nada, vamos, que algún díaempezarían a contar que algo, debajo deesa cruz sin nombre ni fecha, con ironíasecreta, hacía que la tierra se movieradébilmente. Quiero decir que nuestrossemejantes propenden a quedarestupefactos ante lo que ha desaparecido enparte alguna, a causa de su famoso fondohumano, que los inclina a rumiar la hierbade los muertos, que le vuelve a unoimaginativo. Y el primer sol de unareligión, a menos que del todo meequivoque, siempre es un cadáver que semueve.

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Pero no gracias, no, conmigo basta. Medesinteresé del espectáculo de los cretinosy empecé a hacer mi equipaje con todasmis pequeñas cosas que pululaban por elpanteón, comenzando por la tablilla demadera respecto de la cual seguramente,antes que lluevan las últimas palabras,hallaré el tiempo necesario para hablar, unasunto hasta ahora diferido. Cogí tambiénmi imagen preferida de mi bello caballero,que apreté bajo la falda contra el vientre, ydespués un viejo diccionario de lasmemorias de saint-simon que se desarmabaen fragmentos escogidos. El Justo Castigo,por la cabeza que tenía mirándomemoverme, bien se veía que tenía

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entendederas, porque ya no movía sucabezota lentamente de derecha aizquierda, y me observaba con intensidadmientras que yo iba haciendo el equipaje, yesto le metía niebla desamparada allí enlos ojos. Pero, al cabo, ¿acaso estábamos,quiero decir aquí, sobre esta tierra maldita,para caer ahora en sensiblerías?

Me acerqué a su pequeño montón y meagaché para tenerla al alcance de mismanos y mi boca. Le sonreí acariciándoleel cráneo y mostrándole la cadena de lapared con un triste encogimiento dehombros, para que comprendiera que encualquier caso habría preferido llevarlaconmigo, pero nada había que hacer, eraculpa total de lo imposible. Utilicé incluso

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palabras para decirle que de todos modosnuestros semejantes terminarían porencontrarla, y que quizás entoncescomenzaría para ella una nueva vida, consol, fuera de su calabozo. Pobre JustoCastigo, cómo me miraba. Sus ojos,verdaderamente, os juro, verdaderas gotasde agua con los míos, se diría que me miroa mí misma en la caldera del pozo en elverano. Ella quiso recomenzar su largosonido monótono y continuo, pero le pusela mano en los dientes, con suavidad, conuna sonrisa y una expresión en unos ojosque no estaban cargados en ese momentode pequeños rayos, sino sólo de un poco deagua salada que podría quizástranquilizarla, por lo menos eso recé al

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cielo, si es que queda cielo todavía. Encuanto a la caja de vidrio, me dije en misadentros, dejemos que los muertosentierren a sus muertos y me marché, zás, atoda prisa por la puerta trasera. Loscretinos aquellos no me vieron.

En el fondo, y para decirlo todo,siempre supe un poco que yo era una puta,no tuve que esperar, para salir de dudas, aque un caballero me tratara de cabritillasalvaje. Pero ocurría que mi padre metrataba como a un hijo, y eso me ponía unabarra entre las piernas, en sentido figuradopor supuesto. Quiero decir que me estabaprohibido desplazarme libremente en mímisma, donde estaba arrinconada,sofocada, donde era incapaz de

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encaminarme tranquilamente hacia miverdad sencilla, a saber, que muy bienpodía no ser yo una cojonuda, a ejemplodel que conocéis, sin ser anormal por elloen mi futuro despojo o en mi cabezota.Ahora, de allí a tener una hermanita hay untrecho largo y también una tablilla de lacual ya hablaré. Mi hermano se diría quenadie tuvo cojones antes que él y que losdescubría maravillado por primera vezcada mañana que trae el buen dios, peronunca relacionó esos bártulos con aquellopara lo que sirven, ay júpiter junior. Haycosas que no le entran en la cabezota, ycreo que era sincero cuando introdujo undedo en el orificio sensible de papá, lavíspera, para verificar si era posible que

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hubiéramos salido por allí, él y yo, aunquese sorprendió hermanito cuando vio que lasalchicha se arqueaba como por virtudmágica, jamás habría esperado eso deldespojo de un desaparecido. Yo tambiéncreí por mucho tiempo, en razón de lareligión, que papá nos había modelado conbarro. Pero las cosas que se creen porreligión son unas y las que se creen a secasson otras, y yo había visto desde pequeñacómo llegaban los terneros y los cerditos, ynunca me consideré una excepción. Lofuerte es que hermanito también veía esto,lo que sucedía entre esas criaturaspensativas, pero no sé, nunca hizo relación.Qué queréis, la inteligencia es como lasprotuberancias, no se decide tenerla, se la

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tiene. Sea como sea, eso me rodaba en lacabeza mientras me encaminaba sinsiquiera apresurarme hacia el salón debaile de mis sueños, poblado de fantasmasmás amables.

Si tuviera tiempo, diría una palabradel aspecto de los cerdos en la mugre, uy,uy, uy. Piel y huesos, y peor, hablando delos que mejor están. La verdad, da miedo,les chorrea del hocico un líquido verdusco,y de las vacas y corderos, si es que quedan.Confieso que ha habido un poco denegligencia. Me temo que por ello nosasaremos en algún momento en algunaparte, y cuando me vienen esas ideas osquerría decir que me devano los sesosusando de la ética de spinoza. Pero ya ven,

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ningún socorro y zás. Harían falta cañonessólo para abrir las puertas de lascaballerizas. Qué miseria. Y no digo nadatampoco de las gallinas.

Después penetré sucia en el salón debaile, pisando los escalones que debido almármol se dirían nubes petrificadas. Medirigí a los armarios, como tábano hacia laúnica flor del jardín, para, al pasar,cargarme con una orgía de luz. Abrí conmis pequeños brazos y mis pequeñaspiernas las altas y pesadas puertasvidriadas que dan en todas direcciones, almirador de todo, y, atención, no me vais acreer, ¡había sol! E incluso bastante, quecaía sobre el campo por el agujero de lasnubes. Me entregué un largo momento para

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consolarme el corazón. La montañaempieza aquí y llega al horizonte, conpendientes débiles y pequeños saltos yarroyos que se escucha caer, y resbalar. Enesa dirección papá disparaba el cañón losdías cuando llegaba el chivo. La hierba delos bosques está virando suavemente alamarillo y rojo pimiento fuerte, un esbozode otoño. No las coníferas, por supuesto,que ignoran lo que es una estación, esaspillastres. Pero sí los otros árboles, que loshay, y hasta aquí mismo incluso,desgreñados y espesos, y con redondecesde champiñón. Y, me decía, qué hacer detodo esto, mientras pensaba en nosotros yen la totalidad pensativa de nuestrossemejantes. Muchas veces se diría que soy

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la única en la tierra que ama la vida. Perotodo se vuelve complicado cuando se tratade amar, porque poca gente tiene la mismaimagen de eso puesta en la cabeza. Sihubiera bastante espacio sobre la tierra, sepodría marcar con un guijarro blanco cadauna de las decepciones del amor, y encualquier caso eso se vería desde la lunajunto con la muralla de los chinos.Consideremos el caso de mi hermano. Notengo idea de qué podría ser el amor paraél, aparte toquetearme por abajo, lo que meenfurecía y desesperaba, pero tac, laalmohada sobre la cabeza y moverte porahí y aguantar, aguantar cabritilla, hastaque finalmente, toda la salchichareblandecida, podía volver a respirar en

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mis pulmones. Por esto quizás vaya a lostizones después de la desaparición de misdespojos, pero lo he escrito con sencillez yrectitud, y creo que no amo absolutamentenada a mi hermano. Y tanto peor. Me hadecepcionado con demasiada frecuencia.Me prometía esto, me prometía aquello,lavarse los pies, no beber más buen vino ahurtadillas. En cuanto a mi padre, quéqueréis que os diga, alguien que ha pasadolargas horas con su mano en la tuya,llorando en un panteón... Jamás metoqueteó ahí abajo, no era su fuerte en todocaso, y eso ya habla en su honor, lo afirmoen la cara del autor de las cosas sinvergüenza ni piedad. Amo también al Justo,pero eso... A causa de su silencio, que me

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entregó el don de las palabras.Sea como sea, estaba en el mirador de

todo y me llegaban golpes de viento conolor a madera ya quemada, por cuanto osquiero decir que la biblioteca se debatíacon fuerza, toda torcida en llamas yhumaredas. Tanto peor para la galería deretratos. Apenas alcanzaba a avistar por elrabillo del ojo un semejante o dos, que aesta distancia también podrían ser moscassobre un montón de estiércol, y me pareceque no valían más. Creo que llevabancubos, o algo parecido, qué tontos que son,ya que un incendio como ése tambiénpodrían haber intentado con ese criterioapagarlo con esputos, absolutamente ennada habría cambiado la cosa, si queréis

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mi opinión. En cuanto a la cocina denuestra terrestre residencia, dios sabecómo me la sudaba, a buena fe.Aprovechaba el gran sol para garabatear apleno gusto, viento en popa, mi proaerguida hacia el horizonte, y la página cualblanca carabela, y había puesto la tablillade madera bajo mi libro mágico con laintención de establecer un lazo entre esasambas cosas. Quiero decir que aún teníamucho que hablar de ello, de esta tablillaen este libro mágico, porque quería, por asídecirlo, reunirías en un único conjunto parael gran sacrificio que me dispongo acumplir.

Hablo de la tablilla, que correspondea la época anterior a mis recuerdos de

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palizas, si no antes, cuando había sol a lolargo de todo el día y ese pequeño angelotecerca de mí, que era conmigo igual comouna gota de agua. Papá, que capturaba porvirtud mágica los rayos del sol en su lupa,había escrito con letras de fuego en latablilla estas palabras que allí estántodavía y que quizás no parezcan casi nada,pero que resuenan en mi cabeza como unjuramento: Ariane y Alice, 3 años, eso es.Debajo aún se encontraba un corazón, decontorno negro del hollín, dibujadoigualmente con el uso del rayoconcentrado, y bastó que la secretariagarrapateara esto para que tuviera laimpresión de escuchar detrás de ella la vozde esa puta que olía tan nueva, como una

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gran dama, tal como habría dicho el duquede saint-simon, que incluso escribía enlatín vulgar, y la risa de esta gran dama eraen mi recuerdo como un reflejo de estrellaen una amplia laguna de agua virgen.

Entonces regresé al salón de baile,después de haber escrito las anteriorescarabelas. Habiendo cerrado el manto delpiano de cola, si así se llama eso, yhabiendo puesto enseguida el libro mágicoencima, con la tablilla, comencé a ordenaren filas la cuchillería sobre el suelo, bajoel resplandor de las lámparas quecentelleaban al sol como tsoulalas, porqueno hay que dejarse abatir así no más en lavida, y yo estaba dispuesta a volver abailar, ¡que comience la fiesta...!, vamos

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ya.Pero mi vientre de súbito emitió un

alarido y allí me quedé yo de rodillas,abatida y como fusilada, abrumada ydeslumbrada por este brusco relámpago dedolor. Tenía la impresión de que meacababan de desgarrar las entrañas como aun lienzo. Y alrededor de mi falda,veamos, ¿qué es esto? Un gran charco delíquido amarronado con reflejos de agua,no preguntéis de qué agujero se me habíasalido. Calma, Alice. En fin, me levanté.Caminé como una garza sobre la fragilidadde mis piernas, un poco inclinada, con lamano posada sobre mi vientre desorpresas, con una ternura inquieta quejamás hasta entonces se me dedicó, pero ya

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no estaba completamente sola dentro de mímisma, tenía alguien a quien acariciar.Pues comenzaba a saber lo que estabaocurriendo, vamos, no necesitaba consultarun diccionario, bastaban los corderos ycerditos. Eso quería salir, pero nuncahabría pensado que quisiera salírseme tanpronto. Fiándome de lo que había vistoaquí y allá, según el vario azar de mislecturas, me había dado tres estaciones, yes verdad, pardiez, que estaba cerca, puesdejé de sangrar por vez primera cuandoaún había nieve en el invierno, según me loatestiguan mis recuerdos. Mi vientre noestá tan grande sin embargo, y esto es loque me irrita. Todo nos confunde en lasobras de la naturaleza, se diría que el autor

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de las cosas se divierte con esto, ya loveis.

Entonces llegué con dolor hasta elpiano de cola donde había dejado el libromágico. Me quedé de pie, porque, apenasdoblaba las piernas para sentarme, se mevenía un grito en los abismos. Pero bueno,era igual, escribiría de pie. Por lo demás,al cabo de algunos minutos el dolor ya sehabía calmado, aunque la cabritilla se dabamuy bien cuenta de que esto era sólo unasunto diferido. De ahora en más voy aaguantar el golpe garrapateando, con mimano en la que tiene la paciencia. No sepuede ni es posible escapar de una misma,y eso en ningún sentido, ni siquiera pormiedo, no hay salida. Pues hasta la alegría,

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y aun sobre todo la alegría, me da bastantemiedo, no sé si se ha comprendido, ymientras espero que la vida estalle desdemi cuerpo, que comiencen los verdaderosdesgarramientos de adentro y que el niñoque me aúlla su nombre reclame también suparte en medio de este planeta dedeshechos, me refugio como de costumbreen mi lápiz. ¿Pues qué otra cosa hacer sinoescribir para nada de nada en esta vida?De acuerdo, de acuerdo, he dicho «laspalabras: las palabras, muñecas deceniza», pero también es eso lo engañoso,porque hay algunas, cuando están bienalineadas en las frases, que provocan unverdadero impacto con su contacto, comosi se pusiera la palma de la mano encima

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de una nube en el momento exacto en quese infla de truenos y se va a soltar. Sóloeso me ayuda. Cada uno tiene sus recursos.

Hace ya alrededor de media hora de relojque escribo de pie, inclinada sobre la tapadel piano de cola. Los últimos rayos de latarde se vierten sobre las baldosas en hilostibios que yacen a mis pies, y me sientocomo en un arroyo con el sol que me llegaa las rodillas. De tanto decir que me acercoya al final, terminaré por acabar de rematareste condenado testamento. Después, siesto no se desgarra demasiado tenso aquídentro en mis aguas, haré un esfuerzo

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culminante para quemar estas páginas conla misma llama que la tablilla, y ya está.Las entrañas del piano me servirán dehogar, estoy ansiosa por escuchar lamúsica que brotará de allí. Utilizaré lascerillas que traje del panteón donde papásiempre las dejaba, fuera del alcance delCastigo, pero que ella pudiera verlas sinembargo, que pudiera verlas comosímbolos, y recordar, y extraer una lección,y también, finalmente, lamentar. Si uncretino se encuentra este libro mágico nopodrá entender nada, pues lo escribo conuna sola letra, la letra l, en cursiva, así sellama eso, y acumulo sin pausa páginas ypáginas, yendo de carabela en carabela, sinpoder detenerme. Pues he terminado como

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mi hermano, qué queréis, y he adoptado sumétodo de hacer garabatos, que así seescribe más rápido, y ésta es la verdaderarazón por la cual ni yo misma puedoreleerme. Pero es igual, alineando estas lcursivas escucho todas estas palabras enmi cabeza y con eso me basta, no es peorque hablar sola. Y de todos modos, quécambia con esto...

Inmolaré por tanto este libro mágicocomo papá sacrificaba el chivo cada vez alvolver la primavera. Nos vuelvo a ver, alos tres, con pífanos, chirimías y tambores.En cada vuelta de la estación, cuandopadre castigaba a jesús a morir una vezmás y para siempre, se abatía al chivo,papá por lo menos, y aunque hermano y él

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se precipitaban al buen vivo brindando allíen sus cuernos, en fin, puaj, yo bebía de labotella apiadándome del pobre animal y desu cuerpo destrozado, desvestido hasta lasvísceras, abierto como un diccionario,mientras esos dos se arrebatabanmutuamente la parte de los bártulos apenashervidos. Bebíamos hasta que el cráneonos estallaba, botellas y cantimploras, y yola primera, era totalmente necesario, ytambién caballo. Papá, por fin ya ebrio,titubeaba como un monje condenado, con lachirimía en el agujero, y vamos, y, riendo,arrastraba cogido por las piernas a mihermano y lo encerraba en el panteón.Hermanito lloraba y gritaba que lo sacarande allí inmediatamente, y el Justo Castigo,

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qué queréis, eso la dejaba en un estado...Pero la alarma de mi hermano quegolpeaba desde el interior en la puerta, ay,ay, ay, extraviada y aterrada su salud, sediría que un pájaro en traje de trementina,me hacía reír como nunca debido a lo queel buen vino nos hace en la cabeza y encontra de lo cual nada se puede. Pero en micorazón, y siempre sin que afuera se notara,lloraba con fuerza, a causa del Justo.

Sea como sea, mi propio chivo seráeste evangelio hecho por mi infierno queahora quemaré con la tablilla. Estesacrificio tendrá la virtud de no hacer dañoa ningún animal, inmaculado como lapalma de las nubes, por completo inocenteshasta la médula, sabéis. Porque también yo

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me entrego a soñar en la renovación.Comprendo que una nueva existencia paramí, una primavera en pleno otoño, quizásva a comenzar, lo que nunca me debí dejarhacer, tan peligroso es que sueñe para miaplomo, que es frágil. Me parece que podrévivir aquí con el niño que dentro de pocashoras va a salir de mi cuerpo deatragantamiento. Esto lo veo si quiero,cerrando mis ojos que son los ojos delJusto, tan claramente como veo mi manoque escribe al reabrírseme los párpados.Formaríamos una gran familia, los dossolos, completamente solos. Viviríamos tanjuntos y tan cerca uno del otro que unasonrisa comenzada en mis labios terminaríaen los suyos, por ejemplo. Le peinaría sus

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pequeñas alas a la espera de la muda. Leharía mantillas de mariposa y cojines deternura con el amor que a mí nunca me handado, como tampoco al chivo que matabancon una piedra mientras yo bailabaalrededor con un tambor, y nadie vendrá ameter sus zapatos sucios en nuestraexistencia allí con sus cojones. Nosalimentaríamos de leche de cabra, delegumbres y de las hierbas que son la pazen la tierra, o de los champiñones queconozco, y no pasaríamos el tiempoasesinando animales para engullircadáveres que nada nos han hecho.

Y habitaríamos aquí, en esta sala debaile, y también en las torres y en lasdependencias que escojamos, porque

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¿queréis decirme con qué derecho searrancaría a la condesa de soissons deestas sus tierras que aquí le pertenecen porlos rincones de su ardiente carne...? Pareceque apaleara nubes, ya lo sé. Pero nada detodo esto es culpa de lo imposible. Esoaprenderá a leer conmigo. En losdiccionarios que iremos a buscar en lo quemañana quede de la biblioteca incendiada,en donde algunos, me atrevo a creerlo, sehabrán librado de la quema: losdiccionarios son de vida dura, aunque norepresenten nunca nada, pero tienen lacalmosa tozudez de la madera de dondevienen, y los árboles no podían hacernosregalo más hermoso. ¡Y leeremos, vaya sileeremos! Hasta luego caer en tierra,

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ebrias, pues al cabo ¿qué importa que nosmientan al fin esas historias si brillan declaridad y llenan de estrellas la cabeza delos niños que rodaron desde la lunatendidos solos uno junto a otro, de dos endos, ella y yo? Me parece que tengo fiebre,las sienes me chorrean y me laten como losflancos de un basset que agoniza, si miopinión os interesa todavía.

Sí, digo ella, porque será un angeloteque se parecerá a mí como una gota deagua a otra de agua, y tengo por prueba deello la convicción que resiento en mivientre. Ella crecerá sin ningún golpe,como las flores que no necesitan que se lasmaltrate para impulsar afuera los colores.Será atenta y amable con los animales, y no

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los abandonará en el hambre y eldesamparo, como ésos, ay, que sé que seasarán. Le enseñaré a desconfiar como delfuego de las muñecas, seductoras ydevastadoras, peligrosas a fuerza debelleza, pues, según los dichos de mipadre, a los cuatro años se ama siempremucho y demasiado a las cerillas, y lallamaré Ariane, en memoria del castigo...

Un intenso temblor de ropa blancaatraviesa el esplendor del cielo del otoño,flotando sobre el río, se diría una grancometa casi como una iglesia, con losgansos blancos, ya lo veis. Yo también tuveuna vez una cometa con su forma de pezcon escamas doradas, y tenía cuidadoporque era mi nube, pero un día se escapó

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de entre mis dedos y se voló deprisa hastalo alto, y contemplé sus restos enredadosen la copa de un árbol todo un verano. Erala época en que se me empezó a hinchar eltorso, que las desgracias nunca vienensolas. En cuanto a los blancos gansos, cadaaño íbamos, papá y yo, allí hasta el techode la biblioteca para verlos consagrar elcampo. Me parece que este otoño estánahora muy adelantados y veo en todo esouna señal. Son como pensamientosdemasiado dulces, demasiado hermosospara que se los pueda abrigar en el calorde nuestro pecho en previsión de los largosmeses del invierno, y hay que resignarse entodo caso a que nos abandonen todos juntosvolando, en enjambre, a ejemplo de los que

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surgen aquí en mí cuando pienso en el frutode mis benditas entrañas, pensamientos queme espejean el corazón y me aterran altiempo de alegría, y que debo expulsar demi seno, pues ya no hay tiempos para soñarlos paraísos, y siento en mí que el dique vaa romperse, que muy pronto seré presa dela liberación, y sé además por experienciaque mis enormes imaginaciones nunca mehan valido nada bueno, como tampoco porotra parte mis recuerdos, y tengo ademásmenos que nunca ningún deseo de volvermeloca como una perdiz presa del fuego, conel cerebro atravesado, todo embadurnadopor la sangre de su sacrosanta religión, yterminar totalmente saqueada por haberesperado demasiado de lo que hay aquí

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abajo, mártir al final de la esperanza, comosucede en las mejores familias, ya lo veis.

27 de enero-24 de febrero, 1998

notes

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Notas a pie de página * Gran parte de los nombres propios

están en minúsculas en el original (N.digitalización)