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por J U L I O C É S A R O R O Z C O O S P I N A

Ilustración: Ximena Escobar

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Siempre se regresa al barrio

Santa Cruz 022

18Un bar al lado

8Ninfas y nichos del valle encantado

20Cinco tumbas y un muerto parao

12Expedientes

24Mi vecino es colombófilo

DIRECCIÓN Y FOTOGRAFÍA– Juan Fernando OspinaEDITOR– Pascual GaviriaCOMITÉ EDITORIAL– Fernando Mora Meléndez– Guillermo Cardona– Alfonso Buitrago– David E. Guzmán– Andrés Delgado– Anamaría Bedoya– Maria Isabel NaranjoDISEÑO Y DIAGRAMACIÓN– Gretel ÁlvarezDISTRIBUCIÓN– Erika, Didier, Daniel y GustavoCORRECCIÓN– Gloria EstradaASISTENTE– Sandra Barrientos

Es una publicación mensual de la Corporación Universo CentroNúmero 75 - Mayo 2016 20.000 ejemplaresImpreso en La Patria

[email protected]

DISTRIBUCIÓN GRATUITA

E D I T O R I A LC O N T E N I D O

Sinfonía en movimiento

Una mujer inglesa besa arre-batadamente a un árabe en Times Square, mien-tras una coreana, quien re-corre el mundo por quinta

vez, capta la escena con fascinante en-vidia. Esa guatemalteca, que pasa de afán rumbo a su tercer turno de traba-jo, roza su brazo con el costoso abrigo de invierno que luce la oriental y sien-te envidia. Ese mendigo de Louisiana en Manhattan mira con envidia el café humeante que sostiene en la mano la hasta hoy ilegal centroamericana. Ese anciano ruso, exagente de espionaje, mira al mendigo, que mira a la emplea-da, que mira a la turista, que mira a los enamorados. El viejo se pregunta con asombro: “¿quién conspira en nombre del planeta?”.

New York no está en New York, tie-ne que parecerse a todas las ciudades del mundo o superarlas a la vez. A esta Babel la han rozado tantas manos que tiene más microbios que estrellas el fir-mamento. Para sobrevivirla hay que ca-minar en el mundo como Melvin Udall (Jack Nicholson) en Mejor imposible.

Un autobús en Buenos Aires es tan limpio como el metro de Medellín, pero su subte es tan sucio y bullicioso como el de Ciudad de México o el de Madrid. Allí donde un suicida se convierte en bomba humana y mata al gran amigo de su único hermano, un artista en el exilio nos recuerda con su violín que ha llegado la primavera, la de Las cuatro estaciones de Vivaldi.

Los chinos invaden el mundo. Son los dueños de los pequeños mercados en Ma-drid y del turismo en San Francisco. Son tan tiranos, como sucios, responsables y avaros; han creado un código de comu-nicación tan secreto como el de los judíos y se han tornado tan racistas como algu-nos negros en países capitalistas.

Una rumana pide monedas, acosta-da sobre sus rodillas, en el Puente Vec-chio de Florencia. Mil humanos pasan cada hora a su lado con total indiferen-cia. Un belga se acerca para hacerle una foto que ganará un Pulitzer sobre las peores formas de trabajo en el mundo. Después de todo, se trata de una mendi-ga en la capital del Renacimiento.

Como una plaga, los migrantes des-plazan la tierra de su eje. Medio África surca las costas del mar Mediterráneo. Cientos de negros venden sobre el piso de las principales capitales europeas malas imitaciones de carteras y bolsos Louis Vuitton y Gucci. Ahora corren, y seguirán corriendo con un talego sobre sus hombros cada vez que deban huir de la policía. En la calle Carabobo, en Medellín, los bolsos en el suelo no de-jan caminar a los peatones. Aquí la poli-cía huye del pillo.

Así son esos latinoamericanos osa-dos que huyen de su patria en busca del sueño americano. Si logran traspasar el muro infame que se levanta en la fron-tera con México, de costa a costa, traba-jarán veinte años entre baños, cocinas, perros y niños; verán crecer a sus hijos en postales y enviarán dólares al sur para tener derecho a recibir una flor el día de su funeral.

Un niño montando a caballo, por la gran estepa mongola, a cientos de kiló-metros de distancia de cualquier metró-poli del mundo, ha sido captado por el lente del entrenado reportero brasilero Sebastião Salgado. Su foto es contempla-da por otros cientos de miles de personas en el reconocido Fotografiska Museet de Estocolmo. El niño mongol morirá de viejo sin llegar a conocer su imagen y la imagen de aquellos que a diario habrán de verle, incluso en veinte siglos.

Lo mejor del arte y de la cultura de Oriente reposa en los grandes museos de Occidente: Louvre, Met, British Mu-seum (estos tres se disputan con desca-ro tener en sus salas todo el arte egipcio, incluida la tumba y ajuares funerarios de Tutankamón). A aquellos solo les que-dan dos mil años de saqueo y una des-trucción que no cesa. En el World Trade Center ya se abre una exposición para rememorar la caída del último imperio.

Un tren atraviesa el Valle Sagra-do de los Incas y se precipita sobre un río de aguas turbulentas cuyas piedras también parecen huevos prehistóricos. En el tren, que viaja de Ollantaytambo a Aguas Calientes, una pareja de espo-sos alemanes conversa animadamen-te, en un inglés fluido, con una cubana como si ese fuera su idioma nativo.

La cubana es máster, doctora y pos-doctora en historia. A sus 40 años es la primera vez que sale de su país. Lleva veinte años sin ver a su única herma-na y ya no sabe si podrá volver a la isla donde está su madre enferma. Repite, a todo amigo que hace en el camino su sueño de conocer las cataratas de Igua-zú y la aurora boreal. Machu Picchu ya es un deseo realizado.

La pareja de alemanes viene de cono-cer la aurora boreal en Noruega, en un viaje que, durante seis meses, los ha lle-vado por una veintena de países en tres continentes. Hace años que no ven a su único hijo, estudiante de medicina en la Brown University. El dinero les sobra pero los separa un océano, un mundo que se acuesta cuando el otro se levan-ta y unas agendas que nunca coinciden.

En el Gran Bazar de Estambul se ven-den más picantes que en las mejores co-cinas mexicanas y se habla en tantos idiomas como en la principal sede de Na-ciones Unidas. Un turco de ojos profun-dos, verde esmeralda, seduce a una rubia a quien saluda en cinco idiomas pensan-do, con certeza, que procede de algún país de la comunidad europea. La mu-jer lo mira con simpatía y responde en un inglés cantado: “I'm from Colombia”. El turco intenta venderle una costosa man-ta, en medio del regateo y el coqueteo, mientras le repite un nombre que ella ya está cansada de escuchar: “¡Colombia! ¡Ah! ¿Pablo Escobar?”. Sin quererlo, el turco ha perdido una clienta potencial.

Miles de europeos viajan a Cuba cada año huyendo del frío del norte, en busca del calor que les proporcio-nan el tabaco, el ron y el cuerpo de los hombres y mujeres de la isla. Miles de cubanos quieren huir de Cuba y no pue-den hacerlo, entonces embrujarán con sus encantos a esos europeos para que vuelvan una y otra vez en busca de su costoso amor.

Países que son demasiado fríos en in-vierno: parece que durmieran en un sueño eterno; países demasiado cálidos en vera-no: las ratas en el subway corren con tan-ta rapidez como el sudor en los cuerpos de

los pasajeros; países demasiado secos en otoño: un beso podría herir los labios; la primavera nunca dura. Los países tropi-cales viven veranos eternos y sus aguace-ros generan diluvios universales.

La belleza está muy mal repartida. De tanto admirarla puede uno termi-nar con tortícolis en una calle de Madrid o de Buenos Aires, pero en un antro de Quito o de Seúl, se es tuerto en reino de ciegos. Colombia huele a leche, Argenti-na a pan congelado, Madrid a ajo, las ca-lles y los metros de las grandes ciudades a aceite quemado, orín y mierda. La lim-pieza no es una cualidad de lo humano.

Un chileno, haciendo un gran es-fuerzo, compra un par de anillos de compromiso en una lujosa calle de Pun-ta del Este, serán sorpresa para su no-vio ecuatoriano con quien comparte un estrecho piso en un suburbio de París, una ciudad que defiende ese amor, pero mira con recelo a todo aquel que no ha-bla en un perfecto francés. La moneda con que ha pagado viajará cerca de cien mil kilómetros, pasando de mano en mano, antes de morir en un burdel de la India; la moneda que le han devuelto quedará congelada en el tiempo, en una caja de viejos recuerdos sin la posibili-dad de ser usada de nuevo, excepto por la siempre esquiva memoria.

Así suena la sinfonía de la vida en esta aldea contemporánea. Cada cau-sa dará origen a un nuevo movimiento. Alguien más me piensa mientras yo lo pienso a través de estas letras que escri-bo en las alturas, sin que lleguemos a saber quién nos pensó y qué fue lo pen-sado. En algún lado, como en el Ajedrez de Borges, otro dios mueve al Dios que nos gobierna.

Fotografía por Felipe Osorio

La pálida

Fue un sábado raro. Lleno de expecta-tivas y desaires, con nudos en casi to-das los cruces del Centro de la ciudad, con consignas de plaza y cantinelas de tribuna. Estaba afuera la caballe-

ría, el Esmad y la bachillería. La gente del Me-dallo caminaba a mediodía del Parque Berrío al Atanasio. Alentando la poxibilidad de ganar el clásico. Los opositores al aborto iban desde el Parque Explora hasta Las Luces. Con la ocul-ta intención de conocer las ruinas del afamado guayaco. Y la turba aletargada de los marihua-nos reptaba desde el Pablo Tobón hasta Las Lu-ces que ya habían abandonado los abanderados del cigoto. Mientras tanto, los comerciantes maldecían la cantidad de desocupados de bue-na y mala estofa que no dejaban circular a los hijos, esposos, hermanos, nietos y recogidos en busca del regalo para las madres. ¡Qué víspera tan complicada!

Por razones de tradición reportera, y por ubicación, nos corresponde una mirada y una opinión sobre la marcha cannábica. Además, está más cerca la legalización del moño que la del aborto y no tomamos partido frente a los co-lores futboleros de la plaza, apelamos entonces a la coyuntura para decir algunas cosas sobre el momento del activismo baretero.

Lo primero es que mientras el Estado se acerca a una regulación de la marihuana, un orden que reconoce la hierba en algunos aspec-tos, sus promotores públicos pierden organiza-ción y control sobre el evento más visible del año. Parece que cuando el gobierno y la socie-dad le dan espacio a un colectivo llega el tiem-po de desperdiciarlo. Pudimos verlo con ojos turbios. Desde UC proponemos una cantaleta para ir carburando.

La convocatoria de la marcha a las 10:00 a.m. es ilusa y equivocada. La fiesta comienza muy temprano y las garrafas plásticas de vino de durazno se convierten en desayuno. La mi-chelada es el tentempié y la programación aca-démica tiene público anémico. Se alargan inútilmente las “zonas de concentración”. Pero no hablemos de los madrugadores, allá ellos.

Lo más difícil en la marcha pasada fue ver una mata. No abogamos por la lora comprome-tida de los marihuaneros ni imaginamos el re-baño aspirando una misma lana. Pero la marcha debe tener un mínimo ambiente común, compar-tir algo más que la fiesta del sábado previa al clá-sico. Y el temido guayabo del día de la madre. La marcha de hoy tiene una población predominan-te, los muy jóvenes. Una buena porción entre 14 y 16, y una muy grande de 16 a 25. Unas mamás pasaban arrastrando a sus hijos de uniforme, unos risueños y otros aguantando la respiración.

Pero la principal fatiga de la marcha es que no marcha. La marcha es un pantano que acom-pañan unos camiones con plataforma de los que solo sale ruido y humo. Animadores groguis, bailarines entumidos, patos varios, recetas vie-jas y un humo negro que vicia la nube blanca a la que se dice honrar. Por momentos la marcha tuvo algunos reflujos bajando por La Playa, la ola daba dos pasos adelante y tres pasitos atrás. Ni fiesta ni marcha. Letargo. Sería mejor pro-mover la traba que la pasma. Pero la inercia lo arregla todo, tarde o temprano.

Solo los carros de mercado con cerveza fría y mango de ñapa permiten que se avance un poco. Desde los camiones tiran cueros y la corteza del chocolatoso. La marcha voltea con dificultad en La Playa con la Oriental. La cos-tumbre de cada año le quita miedo al humo. La gente cruza riéndose, meneando la cabeza re-signada, aspirando con el ceño fruncido. Pero es una ganancia que se puede desperdiciar.

A la altura de San Antonio vino el sobresalto. Unos disparos causaron la estampida que desper-tó y dispersó la turra. Ganaron los clientes de las cervecerías de San Antonio que huyeron a las car-cajadas. Hubo más sobresalto en la marcha zom-bi que en el triunfo del rojo 1-2. Lo mejor fueron los rezagos de la marcha. El Centro quedó lleno y tranquilo. Pero le tocó muy duro en la tarde.

Siempre le haremos reportería a la marcha. Prender el sismógrafo para monitorear ese paso arrastrado. Lo más preocupante es que el Esta-do muestre más arrastre que la patota que dice fumar por un gusto que vale defender.

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Uno de los mayores delei-tes del Medellín de antaño fueron los cines de barrio. Eran la recreación por ex-celencia. La más barata. La

más excitante. La que llegaba hasta su-burbios más lejanos, y que para una me-jor identificación, tomaba el nombre del barrio en el que desembarcaba: Buenos Aires, Caribe, Manrique, América, Cas-tilla. Los cines eran los amos y señores de la diversión. Eran lugares excelsos para la amistad y las chanzas. Allí con-currían niños, novios y familias, y a su vez, lo que los abuelos llamaban la “su-pia”, como lo recuerda Oscar Sutero en una crónica sobre el teatro Aranjuez: “El público de la ‘respetable galería’, era compuesto generalmente por embolado-res, chóferes, revuelteros, y por los va-gos reconocidos del barrio. Casi todos los días entraban los mismos. Y para col-mo lo hacían en galladas”.

A comienzos de los años ochenta, cuando la crisis de la exhibición comen-zó a tomar forma, los cines de barrio fueron los primeros damnificados. Uno a uno comenzaron a ser cerrados o de-molidos, se murieron de una forma tris-te y callada, y fueron convertidos en depósitos de materiales, supermer-cados, apartamentos o panaderías. Y nada llegó para remplazarlos. Duran-te casi tres décadas los cines estuvieron desterrados de los barrios populares de Medellín, pues los que se construyeron durante este periodo se ubicaron en ba-rrios exclusivos, como los de Unicentro o Las Américas, o los de El Tesoro o Viz-caya, al occidente o al sur de la ciudad.

Esta tendencia se comenzó a rom-per en enero de 2015, cuando la em-presa Royal Films inauguró seis salas de cine en el centro comercial Bosque Plaza, ubicado en un zona sin tradi-ción en la exhibición cinematográfica, pero que se ha convertido en un centro de diversión bastante visitado, ocupan-do el lugar que en el pasado conquistó el Bosque de la Independencia, primer

Otros cines hay en Medellín: en Manrique, en La Toma, en Aranjuez , uno en cada barrio, todos mágicos.

Fernando Vallejo

sitio de recreación popular de la ciu-dad, al que concurrían sus habitantes en una alegre promiscuidad posibilita-da por los bailes de los fines de sema-na, las cantinas de los alrededores y los paseos en bote por el lago. El Bosque de la Independencia fue fundado en 1913, y solo hasta 1949 pudo contar con una sala de cine, el Cine Bosque, que desa-pareció en 1968, cuando el Bosque se transformó en el Jardín Botánico.

Para Royal Films fue una apues-ta arriesgada montar un multicine en el sector, ya que los estudios de mer-cadeo indicaban que un gran porcen-taje de los barrios aledaños: Moravia, Sevilla, Lovaina, La Piñuela, Miranda, Brasilia, Campo Valdés, El Chagualo, Aranjuez, López Triana, Los Ángeles, Bermejal, San Isidro, Las Esmeraldas, pertenecían a los estratos 1, 2 y 3, y lo que parecía ser peor, que los más jóve-nes no frecuentaban las salas de cine y los más viejos ya no recordaban las que habían conocido.

No obstante estos oscuros indicios, sumados a alguna leyenda negra sobre el abandono y peligrosidad del sector, la afluencia de público ha sido inme-jorable y el experimento resultó ser un éxito, a tal punto que la empresa ya piensa en ampliar la oferta a otros sec-tores populares que por varias décadas se han visto privados de un espectácu-lo único, que nutrió la imaginación de nuestros padres y abuelos, que les en-señó modales a los galanes de barriada, que les brindó refugió a los camajanes, y que descubrió alguna vocación artís-tica, como la del cineasta Gonzalo Me-jía, que en uno de estos destartalados locales conoció la magia del cine: “Yo vivía en la parte baja de Prado, y a todo el frente de mi casa quedaba el teatro Rialto. Su cercanía y frecuentación fue-ron imprescindibles a la hora de definir mi gusto, primero por el espectáculo del cine, y a continuación por hacerlo. Lo que primero fue diversión, luego fue una locura y ahora es mi profesión”.

Barrio querido El primer cine de barrio en Me-

dellín fue el Granada, ubicado en el barrio Guayaquil, sobre la carrera Bo-lívar. Fue inaugurado el 9 de mayo de 1930 con la película La máscara de hie-rro. Para ese entonces, Guayaquil era una suerte de entrada y salida hacia el mundo exterior: allí estaban la esta-ción del tren y tenían como punto de confluencia las rutas intermunicipa-les y barriales. Lo que en un principio fue un barrio residencial, en las peri-ferias del Centro de Medellín, se trans-formó en un complejo de almacenes de abasto, carnicerías, pensiones, hotelu-chos, cantinas, cacharrerías y, por su-puesto, de cines, porque además del Granada, en Guayaquil tuvieron asien-to el Medellín, el Bolivia, el Guaya-quil, el Balkanes y el Colón, en donde todas las películas eran con balazos y puñaladas, tanto dentro de la pantalla como fuera de ella.

El Granada fue en sus primeros tiempos un teatro de mucho fuste, que además de su programación era cono-cido por las delicias gastronómicas que se negociaban a su salida, como lo re-cuerda Uriel Ospina en Medellín tiene historia de muchacha bonita: “Guaya-quil era poco más o menos así. Poste-riormente gentes recursivas lo dotaron de una sala de cine —el Teatro Grana-da— en cuya acera se vendieron ex-quisitas yucas hervidas con estupenda salsa, como mejores no se han podido comer en ninguna parte”.

Mientras vivió su momento de apo-geo, el Granada fue uno de los teatros más frecuentados de Medellín. Des-pués se volvió un cine periférico, un teatro de hombres solos, de mala fama, en donde los fogoneros, billaristas, lustrabotas y cuchilleros fumaban ma-rihuana, alguna copera atendía a sus clientes y los ladrones se le escondían a la policía.

El reino de los camajanes

Los cines de barrio fueron refugio de cientos de noviazgos, burladero de las obligaciones escolares de miles de jovencitos y reducto exclusivo de los camajanes quienes eran sus clientes ha-bituales. Los camajanes fueron una pe-culiar mezcla de malevo argentino con jibarito caribeño que se dio en nuestra ciudad, con una pizca de Charles Bron-son de arrabal, aunque su especialidad eran las peleas a cuchillo en donde eran maestros en el arte de “brincar”.

Con sus vestimentas estrafalarias, su jerga delincuencial y el “tumbao que tienen los guapos al caminar”, crea-ron una mitología que pervivió hasta las décadas finales del siglo XX. Su feu-do estaba delimitado por las esquinas, las cantinas y los teatros de barrio, en donde eran los reyes absolutos. Allí be-bían, fumaban, insultaban, atracaban a sus vecinos y enamoraban a las mucha-chas. Todo en una misma escena.

El Buenos Aires, por ejemplo, fue el cine predilecto de los camajanes del barrio, y también del niño Fernan-do Vallejo, quien con tal de asistir a sus funciones soportaba que los malandros le robaran las revistas, no le prestaba atención a los chuzones que lanzaban detrás de las cortinas, ni se preocupa-ba por el ambiente cargado de humo. Así lo dejó consignado en Los caminos a Roma: “Pero volviendo al cine Bue-nos Aires que es lo que importa, por su puente de luz me voy derecho: de Mede-llín a Bagdad y a Samarkanda. Y mien-tras allá arriba, adelante, por el desierto abierto, en la luminosidad de la panta-lla combato con los cuarenta ladrones y uno a uno o todos juntos les voy dan-do, aquí abajo, adentro, en la oscuridad de la sala cruzan el aire, como estrelli-tas fugaces, colillas encendidas de ci-garrillo o chicharras de marihuana que avientan los camajanes: del gallinero a la platea, de la platea a la luneta, de la

luneta al gallinero y del gallinero a am-bas. ¡Ahí les van! Es la guerra de las lu-ces, la de nadie contra todos y de todos contra nadie. No sé cómo no han que-mado el teatro. Tal vez porque el Teatro Buenos Aires ha desarrollado cierta in-munidad natural contra el fuego. Coli-llas y chicharras en él se apagan solas. Solo así se explica que sobreviva. De lo contrario moriría”.

Los cines de OtrabandaComo Otrabanda fue conocida la

zona de Medellín que quedaba al otro lado del río y que hasta 1940 estaba conformada por fincas distribuidas en una amplia pradera que contenía al-gunos pequeños poblados como el de Belén y La América, finalmente ab-sorbidos por la ciudad. Al contrario de gran parte de Medellín, los barrios que conformaban Otrabanda fueron fruto del diseño urbano y desde el principio contaron con servicios básicos, fuentes de empleo y centros de diversión como el teatro Santander, fundado en 1940, y el América, creado en la misma década.

Con el paso del tiempo, los dos se fueron especializando en cierta clase de público. El Santander, una casa vie-ja adecuada como cine y más cercano al barrio San Javier, se fue convirtien-do en el cine popular por excelencia, en donde sus clientes más fieles eran los estudiantes del liceo Salazar y He-rrera fugados de sus labores escolares, que armaban el despelote en el galline-ro, se masturbaban, fumaban cigarrillo y arrojaban pepas de mango y mamon-cillo a los espectadores.

El otro era el América, un cine con ca-ché, al que asistían los habitantes de Lau-reles, La Floresta, San Joaquín, y en el que presentaban películas norteameri-canas. Era un teatro de fachada blanca, moderno, con una decoración interior de muy buen gusto. El crítico Luis Alberto Álvarez lo conoció en su momento de es-plendor: “La primera película que recuer-do haber visto en mi vida fue La flecha rota. Todavía recuerdo la presentación

de esta película en el Teatro América. Debió ser el año 1950 (tenía cinco años), mis recuerdos son bastante vagos, pero hay cosas que se me quedaron grabadas. En esa época el cine comercial tenía un nivel bastante alto y había posibilidades de ver cosas muy buenas, muy bonitas, muy entretenidas y era verdaderamente una especie de fábrica de sueños, era fá-cil comulgar con ellas, bastaba sencilla-mente comprar una boleta e ir a soñar a uno de esos teatros que hoy en día solo existen en Medellín como recuerdos”.

En Otrabanda también quedaban el Antioquia, en Barrio Antioquia, y el Mariscal, en Belén, en donde eran fa-mosos los dobles continuos de cine mexicano, que tan energúmeno ponían al párroco Ignacio Duque porque le es-quilmaban la clientela. En la avenida San Juan estaban el Odeón 80, el Capri, el Rívoli y el Tropicana, famoso porque en sus instalaciones se presentaron las primeras películas de rock en Medellín.

La sociedad de los teatros muertos

Los cines de Otrabanda, en espe-cial el Odeón 80 y el Capri, sobrevivie-ron mucho más tiempo que el Palermo, Laika, Aranjuez, Rialto, Olympia, Lux, Manrique, Roma, Cervantes, Rex, Cuba, porque se beneficiaron de una estrate-gia que se implementaría con el paso de los años y que consistió en estable-cer las salas de cine lejos de la inseguri-dad, la falta de parqueaderos, los toques de queda, la mugre y el abandono que se tomaron el Centro de Medellín a partir de los años ochenta.

Situación que se recrudeció en los noventa con las bombas del narcoterro-rismo, con la escalada de precios en la boletería, con la falta de oferta cultural del Centro, como lo recalca el escritor Víctor Bustamante, autor de Medellín: Cine & Cenizas: “Lo mismo que ocurrió antes en los barrios sucedió después en el centro de Medellín, que perdió el gancho cultural que tenía. Uno antes se

iba para Versalles, pedía un tinto, abría el periódico y había por lo menos quin-ce películas para ver. Ahora uno llega a Versalles, y a las cinco o seis ya está pensando en irse a beber, porque a ex-cepción del Colombo Americano, ya no hay nada para ver”.

El reguero de cadáveres comenzó en el Centro de Medellín con el Aladi-no, en 1980, un viejo y cochambroso lo-cal que cerró sus puertas antes que lo alcanzara una crisis relativamente le-jana. Al Aladino lo siguieron el Ópera, Odeón, Cid, Libia, México, Metro Ave-nida, Radio City y ya en el nuevo siglo, el Dux, Cine Centro, el Junín 1, el Junín 2 y el último cine de Guayaquil, el Kem-per, llamado en sus años postreros Me-tro Cine. Como un par de dinosaurios que se niegan a desaparecer quedan el Sinfonía y el Villanueva, y el Lido, que fue recuperado por una intervención oficial en 2008.

Vuelve la magiaA partir de enero de 2015, en el ter-

cer piso del centro comercial Plaza Bos-que, funcionan las seis salas de cine de Royal Films, cada una con capaci-dad para 198 personas. Dos de ellas son para cine en 3D, otras dos en 2D y las dos restantes en 4TD. Las salas de cine se han visto beneficiadas por la avidez de unos espectadores con treinta años de ayuno, por los precios acordes al sec-tor y por la gran cantidad de población flotante que se da cita en la Universi-dad de Antioquia, el Jardín Botánico, el Parque Explora, el Parque Norte, el Parque de los Deseos, el Planetario Mu-nicipal y la vecindad de la estación Uni-versidad, que facilita el acceso desde cualquier punto de la ciudad.

Pero es la cercanía con los habitan-tes de los suburbios circundantes en donde estriba el éxito obtenido, como lo señala Harold Gómez, habitante del barrio Andalucía y quien frecuenta con cierta constancia los cines acompañado de sus amigos y familiares: “Antes, para ir a cine, yo tenía que ir hasta Puerta

Siempre se regresa al barrio

del Norte, en Niquía, o cruzar toda la ciudad para ir a Santa Fe o Las Améri-cas. Ahora en quince minutos estoy en los cines del Bosque, y los precios son más favorables”.

Con una programación de corte co-mercial en donde predominan las ani-maciones, las películas de acción y estrenos como Batman vs Superman, en su mayoría dobladas para adaptarse a la formación de sus espectadores, el multicine también ha optado por pre-sentar cine colombiano, en su versión menos glamorosa, como el documen-tal Paciente, que se estrenó en abril, lo que demuestra que asumir riesgos es parte de su personalidad. Así lo ratifi-ca su gerente Víctor Losada: “Cuando nosotros pensamos en entrar al nego-cio muchos expertos nos hablaron del abandono del sector, de su condición económica, pero por nuestros pro-pios medios llegamos a la conclusión de que era uno de los mejores puntos de Medellín para emprender un pro-yecto de semejantes características: los espectadores estaban ahí al frente, no era sino ir por ellos, y no había que entrar en rebatiña con cuatro o cin-co competidores que ya se disputaban los espectadores de los barrios de clase alta o media alta”.

Ha sido tal su éxito, que ya piensan en implementar una sala ultra, con ca-pacidad para trescientas personas, in-clinación de 45 grados, y los mejores equipos de proyección y sonido, además de extender su propuesta a otros secto-res populares de Medellín, para que el cine deje de ser el espectáculo elitista en que se había convertido en las últi-mas décadas. Ahora, lo único que falta es que se apaguen las luces, que el cho-rro mágico de luz atraviese la sala, que los niños armen su pelotera y que los novios comiencen a comerse a besos. Solo queda que cuando por algún des-perfecto la función se interrumpa, un coro de burleteros le grite al proyeccio-nista, “soltá el pelao”. Entonces, todo volverá a ser igual de perfecto.

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por L U C K A S P E R R O

Ilustración: Titania Mejía

United Colors of Benetton se lee en la camiseta desteñi-da del primer niño que se asoma por la terraza. Des-de que el conductor del

bus toma la curva, lento, pues es una subida, los tiene pillados. Suena el tim-bre; por el espejo interior del bus se ve un bulto que salta afuera, es un joven que sabe cómo es la vuelta y se lanza al asfalto sin que el bus se detenga.

De la terraza por la que asomó el niño otros dos aparecen. Al frente, en una más alta, cinco más, y tres casas más adelante, otros seis. La posición de sus cuerpos es la de los asaltantes in-dios en las películas de vaqueros.

La ruta 022 Santa Cruz Terminal a las dos de la tarde no sube muy llena. Es realmente difícil imaginar qué puede estar haciendo la gente a esa hora en el Centro. Tres o cuatro señores, un par de mujeres que suben solas de llevar a sus hijos a los colegios de Aranjuez, y que si pagaron pasaje es porque viven arriba, donde termina la ruta. Pronto llegarán, pero faltan las curvas de Santa Cruz, la pendiente de la 102 y la extensa y so-litaria cuadra por la que ahora pasa el bus, donde se ven apenas dos adultos asomados en los balcones.

Santa Cruz 022

El bus se detiene y se acerca un niño de gorra blanca en bicicleta. Parece que fuera a pasar de largo pero se queda al lado derecho, justo en la puerta del bus, mirando al conductor, como braveán-dolo y a la vez sonriendo. El conductor se reacomoda la barriga buscando los bolsillos del pantalón que siempre se le pierden, saca dos billetes y se los entre-ga doblados en cuatro; la bicicleta des-aparece descendiendo por la curva. El niño de la primera terraza levanta el dedo pulgar hacia arriba y afirma con su cabeza al conductor. Nadie se ente-ra de nada. El bus se pone en marcha de nuevo y de pronto se sienten estruendos en el techo, sonido de latas y luego los vidrios de dos ventanillas que estallan. La gente en el bus se mira entre sí, no entienden qué pasa. Otro vidrio revien-ta, esta vez la ventanilla de emergencia.

El conductor suelta su tanda de in-sultos, gonorreas, hijueputas, pirobos, malparidos, al tiempo que los pasaje-ros miran entre confundidos y aterra-dos, intenta asomarse por la puerta, pero una piedra del tamaño de una ca-beza cae en el techo del bus producien-do un estruendo como el de un petardo. Entonces el conductor se tira a lo pelí-cula intentando llegar a su silla pero no

logra alcanzarla y aterriza en el lugar donde habitualmente va el ayudante. Su cabeza da contra la caja de las mone-das que vuelan por todas partes mien-tras otras diez piedras chocan contra la trompa del bus, anunciando que pronto va morir el vidrio delantero. Fue tal el salto del conductor que ahora las mone-das ruedan por la calle sin que nada las detenga. Apenas en ese momento los pasajeros se arrojan al suelo.

Desde el piso, mirándose frente a frente con sus caras de espanto, los pa-sajeros aguardan el próximo ataque. Los señores, con un semblante de héroe que aprendieron en las telenovelas de la no-che, quieren brindarles seguridad a las mujeres. Por un momento no hay un solo ruido, así que se puede escuchar la sinfo-nía de platos y cucharas dentro de las ca-sas, ollas, televisores encendidos. Hasta el olfato se agudiza y alcanza a sentir el olor a sopa de pastas revuelta con carne molida. Parece que ya todo pasó.

Todavía azarados, los pasajeros se levantan. Algunos observan las pie-dras que descansan en el pasillo del bus y en las bancas como piezas de museo arqueológico. El conductor se ha senta-do de nuevo en su trono, quiere poner en orden algo que se le escapaba de las

manos. “Muchos hijueputas, pa dales bala a estos maricones ome”, dice, re-cogiendo las monedas que quedaron en el suelo y esperando la respuesta de un coro ausente.

El más joven de todos los señores se le acerca, le dice que fresco, que no más fueron cuatro vidrios y que a nadie le pasó nada…

—Y esté seguro de que yo arreglo esa vaina, yo no vivo por este lado pero tengo unas amistades en el sector.

—¿Qué quiere decir? —pregunta una de las mujeres—. Esos pelaos si mu-cho tendrán doce años, deben es buscar a la mamá para que los castiguen.

El conductor se queda en silencio. “Lo que me dicen este par de güevas no me soluciona nada”, piensa… barriga, cerebro, pene o cualquier lugar de don-de le vengan las ideas. Se sienta de nue-vo en la silla, como un músico en pleno momento de inspiración y luego voltea hacía los pasajeros:

—No, no vuelvo a pasar por aquí y listo, voy y hablo arriba y que se cam-bie la ruta…. ¡Y que se jodan todos es-tos hijueputas de por aquí por tener hijos tan gonorreas!

Los pasajeros apurados empiezan a salir por la puerta de atrás. En un bal-cón, una mujer de edad, demente pero bien vestida, juega a las muñecas con la bomba de un sanitario. Se escucha un estruendo, la loca grita como si hubiera conseguido que su hija hablara. Los pa-sajeros en la calle se disparan a correr, unos se refugian en la acera del frente, bajo el techo rojo de una salsamenta-ría, otros arrancan calle abajo o se me-ten en el deprimido de un parqueadero, se mueven como si los niños que estu-vieran en las terrazas fueran los serbios en plena guerra balcánica. ¡Pum! ¡tan! ¡trash! pum! Más piedras y ahora sí pa-rece que fueran a destruir por comple-to el bus.

En los rostros de los niños no se ve maldad alguna, sus ojos brillan con un amarillo intenso, por el sol. Es como si estuvieran jugando puntería con unas botellas de Coca-Cola llenas de agua po-drida. Silban de lado a lado, ya son po-cos los vidrios que quedan por quebrar. Suena uno, se ríen y ya señalan el otro objetivo. El más pequeño de todos pa-rece un francotirador. Mientras los que están a su lado se empeñan en seguir ti-rando piedras gigantes, este acaricia pe-queñas rocas como si fueran el cabello de sus compañeras de escuela y sus de-dos, lenguas que se hacen más sensuales cuando acierta, cuando al primer inten-to quiebra el gran vidrio trasero.

Tembloroso, el conductor enciende el bus y arranca. La gente de la cuadra, asustada, empieza a asomarse tímida-mente por ventanas y puertas. Los ni-ños bajan a la calle y luego corren a la quebrada, donde al sabor de los mangos verdes y un tarro viejo de sal, discuten quién tuvo mejor puntería. Ninguno se nota angustiado, ni siquiera piensan en entregarse a justicia alguna, aunque sa-ben que el precio de esta felicidad no les permitirá volver jamás a sus casas.

Para Morris y Alito.

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Parecía imposible que alguien pudiera describir las cortinas de los primeros antros, saber cómo se levantaban los barrios de putas como comunas

solidarias, conocer a los meseros y los cuidacarros de la Curva del Bosque, y pudiera nombrar a Lola la de la chimba y decirle Marta Pineda a Marta

Pintuco en un aeropuerto en Londres. Pero apareció un expedicionario con todos los viajes y un bombillito rojo en su mano derecha. Síganlo.

por H U G O B U S T I L L O N A R A N J O

Ninfas y nichos del valle

encantado

Tu nombre me sabe a hierba

En los suburbios de la villa, so-bre la berma derecha de la estación Trocadero del Tran-vía de Mulas, en su abrazo con el Puente del Ahorcado,

se acostaba la reluciente Casa de Pen-dones de la Niña Matiú. Sus gozosos y selectos amantes la habían bautizado “piel de luna”. Contaba la matrona a sus allegados que su madre la bañaba, re-cién nacida, bajo las ubres lecheras de los vacunos que su padre, como ma-yordomo, administraba en el Suroes-te antioqueño. El látigo de la violencia dispersó la familia y a ella le despertó el talento y le agudizó la premonición.

Una tía madrina con corazón de ace-ro y manos de hierro la tenía esclaviza-da. En una visita de ambas a la ciudad, en plena misa dominical, desde la Ca-tedral de las Candelas, la indomable li-bélula buscó su libertad. Años después como dueña y matrona, enarbolando los agites de su pasado, regentaba su residencia levantada a finales del siglo XIX con alerta de aldabones, y la ilumi-naba con candelabros y guirnaldas.

Desde las ventanas que sus noviem-bres le permitieron divisar, la Romana, como también le decían, había aprendi-do todas las ceremonias y ritos del no-ble arte. Era adorada, donde su pecho se convertía en delirio y su pubis en va-lle de incienso. De extraordinaria be-lleza y refinados modales, llenaba de lisonjas todos los cuartos, jardines y aleros de su visitada vivienda.

Con los esmerados artilugios de sus Damas del Cinturón Dorado, grabó una senda lasciva en la solapada Villa de la Candelaria de la época. En los rostros de sus respetables descendientes aún per-dura su cautivadora y misteriosa mirada.

Una Luz Amada El refugio del Trocadero era para-

da obligada del Tranvía de Sangre que partía desde la Ermita de los Forasteros y llegaba hasta el paraje del Edén. Allá lo esperaba un gran abasto, negocio de comestibles, licores y abarrotes propie-dad de José María Urdinola.

Esta misma posada bandera fue la primera morada de un Lucero de En-sueño, de una niña-mujer mejor pon-derada como Luz Amada. Allí llegarían a pagar el derecho al piso, a “hacer la América”, Madame Leleaux, la france-sa; un pecadito mortal italiano llama-do Cruzana, con la guía de la seductora criolla Lola Tirado, según los recuerdos de don Hernando Gómez Urdinola: peón,

salonero y administrador de varios lo-cales referidos en estas líneas. Era ade-más nieto de José María, el dueño del mencionado Edén.

Ese generoso nicho fue adquirido luego por Rosa Urdaneta. Todo el lote estaba acompañado de un gran mer-cado, frente a la Manga de los Belgas. Posteriormente, donde se acostaba la Casa-Madre, se escudaría Confecciones Balalaika que elaboraba ropa íntima fe-menina. Al campo raso que lo dividía lo llamarían el Chagualo.

Cuando tú no estásLuis de Jesús Tamayo Ruiz, el Indio

Tamayo, empezó a recorrer sus prime-ros pasos sembrando en los abonados surcos de la Niña Matiú. Inicialmen-te fue portero, salonero y luego admi-nistrador. Cuando despuntaba el siglo XX era dueño del renombrado y ele-gante cabaret American Club, planta-do donde nacía la calle Liborio Mejía. Allí acudían, en secreto y sin falta, mu-chos de quienes conformaban la crema y nata de la sociedad medellinense, lo más granado y respetable, en sus co-ches tirados por caballos, en carrozas, tílburis y en sus preciadas monturas. Las señoras de Casa Cerrada recibían de su protector los mejores estipendios y cuidados alimenticios de la época. Este aventajado alumno de la Roma-na, poseía unas cuantas reses de gana-do lechero y un galpón para gallinas al cuidado de don Carlos Antonio Mesa Puerta, su mayordomo. El American besaba los pies del Cerro Volador en su visitado piedemonte.

Mis noches sin ti Paso seguido, Sefa Cadavid, en un

sendero despistador de trasnochadores, en un callejón de fisgones llamado El Salado, le cantaba a la luna con Noches Eternas. Esa novel extensión tomaría el apodo del Fundungo. Arribarían en un compás de bombillos rojos, Atenas, de Céfora Agudelo; El Encanto, de Raquel Yepes; El Despertar, de Carlina Correa; La Casa de las Vélez, Lucila y Carmen. Rosa Urdaneta se traslada del Trocadero e inaugura la Casa de la Palmera (Gru-ta de Hierro) en la calle posterior; que-dando como vecina de Honoria Osorio y su Mansión. La siguieron Ana María Or-tiz con El Acoso, Enriqueta Mejía con La Casa de Queta y Tista Moreno, feliz, las acompañó con Terciopelo. Más abajo, al beso de la Calle del Prado (Carabobo) con El Colegio, Eva Arango, entre uni-formes, se inspiraba en ardientes clases.

La Curva del BosqueTomando su sitio en la calle de la

Rambla del Bosque (La 78) aparecía Ma-riana Gómez, después de la ablución de Marcos Quintana, con su Cama y Mesa. Cuando por allí se desplazaba el tran-vía eléctrico hacia Aranjuez, un cambio en el enrielado, bautiza al sitio como La Curva del Bosque. El transporte común de la villa le debe a Mariana la creación del inolvidable Tax Milancito (Tax San Pedro). Empezó con un automóvil trans-portando sus clientes a diferentes des-tinos. Después consiguió otros. Como por encanto, en aquel fogón, se arrima-rían Rayito de Sol, El Caribe (origen del nombre del barrio) El Berna, La Cueva, y pedacito adentro, la Esquina del Movi-miento (Brisas de la Tarde).

Cuartito azulSobre la Carrera Séptima (Carabobo,

según plano de Medellín de S. Pearson & Son Limited. Londres, 1908) se aso-maban Chapinero, (administrado por Pelón Santamarta) Risaloca y El Mora-via de Perucho Puerta. Antes a este últi-mo lo llamaron Sibonet y Río de Janeiro. Era templo del tango, el candombe y la milonga. Los compases del sur con sus sensuales filigranas, cultivados por sus tiernas Pelangochas, esperaban el retor-no de sus fieles amantes al torneo efec-tuado cada mes. Allí mismo brotaba el lunfardo, la jerga de los compadritos, arrullado por bandoneones y guitarras, asegurando su léxico inquietante, dejan-do sus huellas en el aire, en las tonadas y en el trueque de palabras. Con el tiempo germinaría el barrio de Moravia.

El guarrúsEl Tano Urdinola (hijo de José Ma-

ría Urdinola) descrestaba con su plaza el Tambo del Nuevo Mundo. Lo acom-pañaba la disimulada Casa Vieja de Ber-ta Valencia, que después se trasladaría al Fundungo. Para echarle tierrita al

lugar del asunto, nacería, abajo de esa pendiente, el Cementerio Universal. Pasando el río Medellín, pegadito a la Estación Villa, se empotraba El Idilio, de Silvestre Nájera. El licor que ofre-cían la mayoría de las casas era artesa-nal. Lo traían desde el oriente cercano. Destilado en los alambiques clandesti-nos de la sierra de Guarne y las veredas de Barro Blanco, Mazo y Piedra Gorda; tenía mejor sabor y precio que el oficial, que aparecía exhibido en los estantes como convidado de piedra. Cariñosa-mente lo llamaban chirrinche, ñeque, guarrús o tapetusa.

La pistolaPara ofrecerles a las Damas de Com-

pañía, en todos estos rinconcitos pla-centeros, vendían una bebida alcohólica especial apodada “roncito” o “coctelito”, que elaboraban los dueños de todos los negocios. Por cada copa que ellas toma-ban, recibían una ficha que se cambiaba por dinero. Para el común de la gente era conocida como “pistola,” porque eso era lo que le hacían al incauto oferente. Era un mejunje, un trago caro y ficticio. Lue-go los propietarios cambiarían de tácti-ca y servirían para ellas, según el lugar, brandi, coñac, ginebra, crema de men-ta, manzanilla, vinos de manzana y la in-comparable Cerveza Tamayo.

Casablanca Después de que el Tranvía de Orien-

te (1925) empezara sus malabares por esa trocha de peñas, rumbo a los valles de la Mosca y San Nicolás, al pasar la barrera de Paracote se encontraba de frente con la barriga y la sinuosa cuesta de Morro Rojo, Santo Domingo Savio. La locomotora debía subir penosamen-te con sus vagones, describiendo largas eses para llegar al Aviso (Medellín a 5 kilómetros) y continuar en su trayecto hasta la tierra de la guitarra, San José de Marinilla.

Dos décadas después, en una bre-cha que dejó el vehículo vagonero, a la que Pascual Moreno (a quien sus traba-jadores, por lo estirado de su nuca lla-maron Don Pascuezo) le trazó cuatro zanjones de tierra bermeja, terminó la construcción. Se valió de la piedra y cascajo que existía en la finca Los Du-raznos. Aprovechó la acequia de agua del distrito que manaba de Quebrada Grande y empleó a los jornaleros que se reunían en la cantina de Lucianito Pa-rra, en el caserío de la Vasconia, para erigir un emplazamiento de absoluta tolerancia, el primer recuerdo mede-llinense de la mítica película de Ingrid Bergman y de Humphrey Bogart: Ca-sablanca. Un paradero solitario al que únicamente acompañaban racimos de nubes y un viento de frontera. Dos pi-sos pintados a punta de hisopo con cal y aguasal. En las noches se iluminaba con lámparas de caperuza (petróleo) esperando a los caporales noctámbu-los. La modernidad ocuparía las vagua-das vecinas. Las antenas de emisoras como Radio Tricolor y La Voz de la Can-delaria serían sus atalayas. Su nombre se repetiría, como un eco de nunca aca-bar, en los Reinos de Vagabundería de todo el Valle Encantado.

Las CameliasPara antes de los años veinte, el In-

dio Tamayo, incita desde El Olimpo del Deseo. Una residencia con muchas ha-bitaciones, patio interno descubierto y empedrado, rodeado de mesas y buta-cas de madera, vigilado por las cons-telaciones y utilizado para los juegos nocturnos de dado, dominó, fierro, tute y baraja española. La construcción era de techo alto, ventanas arrodilladas,

amplios corredores y pilares de comino, dominada en su umbral por una exten-sa y firme chambrana. Sobre el costado izquierdo se encontraba el porche para el resguardo de las cabalgaduras. De su blanqueado frente encargó a Aman-tino Rivera (músico y pintor de oficio) para la decoración, quien al azar le di-bujó unas insinuantes y enormes flores rojas. Con este domicilio especial nace el barrio de las Camelias. Las Vírgenes de la Medianoche descienden para es-pantar la piel de las sombras, para re-crear al día sin horas y para encender sus banderas marginales.

Nacen sin tiempo y con prisa, el Ha-rem Club, de Amanda Gutiérrez (para todos fue la mujer más bella que habitó en las Camelias). Ella le había compra-do al Tano Urdinola un lote de terre-no que lindaba con la casa precursora. Amanda tirando barra, pico y pala, con la ayuda de los albañiles Jorge “Petró-leo” Escobar y el Tato Mantilla, levantó una casona de tapia y cañabrava sobre el costado norte de la casa fundadora. Le hizo compañía y competencia y con sus dulces Odaliscas realizó el delirio de sus sueños.

Curvas peligrosasLas Curvas de Cipriano era una lluvia

de alcobas y un excelente restaurante en dos amables bulines de Benedo Correa. Este volátil negociante, que era capaz de embolatar a un duende, aprendió de la buena mano de doña Aura Inés Díaz Gi-raldo todos los secretos culinarios sobre la trucha, la sabaleta y el bagre.

En la Curva del Aljibe, Juan Ra-fael Obando, con su Sofi Bar, insistía a sus Damas Servidas la importancia de atender muy bien a sus visitantes. Era

tal su esmero que al amanecer le lleva-ban al desvalido cliente caldito de hue-vo con cilantro picado, mejor conocido como “changua”.

La Curva de la Herradura protegía al Grill Argentino de Jorge Bustaman-te. Era la embajada sureña que con su vi-sitado show de medianoche saludaba la salida del sol. Las Doncellas de Alta Gui-sa habitaban cada una de sus mesas. Los hermanos Eduardo y Gonzalo Betancur vigilaban los relucientes automóviles del momento y siempre aseguraron que “cuando llegaban las extranjeras la plata se gastaba por bultos”.

La Curva del Aguacate, que refugia-ba a Folie Bar, el bar de la Locura, fue el primer motel construido al norte del Valle de Aburrá. Con sus luces de neón espantaba a las brujas que rondaban la media noche. Tres pisos más terraza y un enorme y escondido parqueadero, propiedad de Leopoldo Yepes. En el pri-mero delineó un cómodo salón de baile. En él, una estampida de Damas Conso-ladoras, al compás del chachachá, del foxtrot o de algún bolero moruno, con sus eternas piernas y sus trajecitos ten-tadores, encandilaban a los presentes. Al costado oriental, pellizcando picar-días, aguardaba el parqueadero. Des-de el segundo nivel se acompañaban, saludando a la luna los cuartos azula-dos. Además de mullidas camas, sobre una pequeña mesa esperaban los fogo-nes que servían para calentar el agua con permanganato de potasio utilizada para el aseo íntimo de la pareja. La es-paciosa estructura que consumía el ter-cer piso se dedicaba al aviso luminoso y a las ondeantes sábanas y fundas blan-cas que confundían al viento.

El Acapulco Night Club El fino cabaret tenía una especial pis-

ta de baile y en su sous-sol, dormitaban las cómodas habitaciones. Con diferen-tes salidas era sitio preferido por una selecta clientela. Dos personajes de la época, años cincuenta, el cantante de moda Lucho Vásquez y un elegante y cortés bandido, Arturo ‘El Pote’ Zapata

eran asiduos. Alguna vez El Pote entró de forma acelerada seguido de sus com-pinches. Saludando a los presentes los invitó a un trago de su cuenta y les dijo: “Qué pena no poder acompañarlos pero los rayas (detectives) me vienen persi-guiendo”, y desapareció escalas aba-jo. El admirado cantante de El Aburrido y Tren lento, visitaba con frecuencia el Acapulco, pues se entregaba de lleno a una bella Aletris que repartía sus amo-res. Al amanecer del día de los fieles di-funtos de 1954, una bala atravesó el cráneo del promisorio y enamorado ar-tista de 22 años. Los celos de un agente del Servicio de Inteligencia Colombia-no acabaron con una generosa y gen-til existencia; y una promisoria carrera musical. Lucho Vásquez fue llorado y acompañado al camposanto por todas las Noctilucas de las Camelias. Los es-tablecimientos cerraron ese día. Sus éxitos musicales todavía se agotan por temporadas en la casa disquera que aún los prensa y explota sus derechos. Los discos de 45 rpm se elaboran para ali-mentar los pianos Seeburg en las canti-nas de nuestra geografía de despecho.

El camino del tirabuzón En las riberas de la quebrada Santa

Elena, arriba de La Bocana y antes de Media Luna, sobre un ribazo protegi-do por pinos pátulas y yarumos, se es-condía el estadero La Cascada. Era una confortable y ancha cabaña elabora-da en madera y protegida con teja espa-ñola, con baños de inmersión y profusa corriente. Sus cuartos se acompañaban de blandos colchones y cobijas de lana peinada. La riada de la quebrada refres-caba los toneles de aguardiente y ron, así como los cuerpos de los amantes en atardeceres y despertares.

Quédate conmigo esta noche

Consentida en la entrada del Barrio Antioquia, alumbraba Medialegua (esa era la distancia al centro de la urbe) la famosa mansión del desenfreno de

Elizabeth Builes

Guía de burdeles

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Joaquín Villegas. Años después retomarían sus heraldos por aquellos terraplenes, Doña Carola, Sol y Sombra, Hostal Gua-yabal y Resfa con su perfumada residencia. Desde los setentas, nace el diluvio de la concupiscencia en todo el sector y límite de La Raya-Mayorista, conocido sottovoce como Puerto Semen, se-gún bautizo dado por los camioneros del país entero.

Cuarenta grados En Ancón y La Estrella tomarían la batuta el impulsivo Aries,

El Bosque, La Isla, Sol y Luna, La Suite, Los Chalets, Los Dos, Mo-tivos, Mónaco, Unicornio. La Avenida Pilsen despierta con las Ca-rretas, Éxtasis, Only y más abajito el modernísimo Ibiza Motel Lounge. La tierra del plátano, Sabaneta, reluce con In Vegas, cami-no que le abrieron Las Viudas y su festejada Tahona (en los terre-nos de la hoy estación del metro de Itagüí) diagonal al Barranco de las Casitas. El barrio Manila, vecino del Poblado, cortejaría con su confortable Cabañas.

El imperio de los sentidosNace la Infanta Lovaina como la Academia del Sexo, la hija

mayor de doña Camelia, con su encanto, aguante y alboroto en el barrio Norte o San Pedro. Empezamos por esta aldehuela con El Tano, el mismo que en su refugio de Nuevo Mundo se suicidó. Inscribió El Regina con todos los ritmos en la calle Lovaina, más tarde pasaría a manos de Ricardo Montoya. Tres cuadras antes, sobre la vía Lima, Félix Orrego, en el costado sur del Cementerio San Pedro, despertaba a los del sueño profundo con su Café Lati-no. El semanario Obrero Católico en marzo de 1938 les endosaba, incendiado de ira, una inquisidora catilinaria.

Las hijas del truenoDespués arribarían El Estoril, Candado de Luces, As de Co-

pas, Mil Silencios, La Casa de los Velos Azules, La Cueva del Oso, La Casa de Leti, La Tremenda, Las Palmeras, El Palmar, Bre-men, Donde Juancito, Buenaventura, Tulipán Rojo y Ventiade-ro (o Cenadero con carnes asadas, arepa, mantequilla, quesito y aguadulce; además de tríos, merenderos y conjuntos musica-les). Pasarían, por estas praderas de varietés, otros avisos y otros dueños y dueñas así como otras formas de sexo, diversión y co-mercio. A Lovaina entregaron vida, fantasías, elegancia y renom-bre, en sus palacetes, mansiones y aposentos, Aura Cardozo, La Pipí; Ligia Sierra; Ana Molina (egresada del American Club); Cie-lo Conde; Blanca Beltrán Balbín, La Uva; Dioselina Sánchez; Lola Granados, La Polla; Gladys Ramírez, Paloma Duenda; Rosana Ja-ramillo, La Cacao; Pola Vanegas; La Mona Plato; La Pipiola; La Billú; La Rumbo; La Matalote y demás. La yarumaleña María Du-que Villegas, inmortalizada por el pincel del maestro Fernando Botero, jamás olvidó su orgulloso lema cosido en cuerpo, catre y mente: “entre todas las putas, yo”.

Era Marta la ReinaCaso aparte merece Marta Pineda, La Pintuco, en sus posadas

de Lovaina y Lima, en el cruce con Palacé. Innovó con los álbumes fotográficos, con sus esmeradas atenciones y con los cantos ope-ráticos para sus clientes. Sin fundamentos, en un libro sobre Me-dellín publicado en 1995 aseguraron que no existió y fue solo una leyenda. El maestro Bernardo Hoyos, que bien la trató, fue su gran amigo y admirador, contaba de su amistad en el año 2008, en ter-tulia con el poeta Mario Rivero, y hablaba de sus gustos y del edifi-cio de modernos apartamentos que La Pintuco poseía en la ciudad primaveral. Para el poeta envigadeño fueron las mejores piernas que existieron en Antioquia. El académico santarrosano recordó que hacía más de dos lustros se había encontrado con ella en el ae-ropuerto Heathrow de Londres. Marta estaba visitando una hija que se había casado con un inglés. Cerca de la compañía Pintuco, sobre el barrio Colombia, con los anocheceres, despuntó un bulin-cito de Señoras de la Casa Cerrada. Por cercanías a la fábrica men-cionada el imaginario colectivo y visitante le dio por llamarlo La Casa de Marta Pintuco. La verdadera casa y su dueña hacía mucho tiempo estaban jubiladas de aquellos menesteres.

Plateados por la luna Para la década de los cincuentas, cuando ya se habían le-

vantado los rieles del Tranvía de Oriente, quedaba la cenicien-ta huella de la trocha anterior y llevaría el nombre de carretera a Guarne. Por esta trasegaban los camiones de escalera del pue-blo comunero. Sobre el kilómetro tres de la vía, que partía des-de la pionera estación Cobertizo, en Manrique, reposaba la finca de recreo de la familia Ramírez Johns. Doscientos metros antes y sobre el lado opuesto se perfilaba el Club Alcores. Poseía la me-jor divisa de la ciudad desde las breñas nororientales. Era un sitio apetecido por su musicalidad, los atardeceres y las veladas este-lares. Las parejas disfrutaban aquel domicilio donde las brisas los cobijaban y las estrellas fugaces les cumplían sus deseos.

Cuando mataron a Óscar Cadavid, empleado del Club, la es-tantería se vino abajo. Su deseada pista de baile se llenó de som-bras. Por tantas violencias algunas familias desplazadas se resguardaron entre sus muros. Nació entonces un Hogar Infan-til al final del terreno que lo acompañaba. A su espalda se aso-maba el caserío de San Blas. El paraje de San José La Cima se estiraba sobre la rocosa montaña. Finalmente, una bien construi-da casa ocupa hoy su dilatada superficie. Los propietarios entro-nizan una imagen de Nuestra Señora del Carmen que, desde su camarín, protege y bendice el emplazamiento y barrio.

Las colonias de Patiburrú La gran mayoría de nombres seña-

lados, vagando por los aires, llegarían con las épocas a denominar otros luga-res, nuevos figones de diversión y jol-gorio en otros puntos cardinales de la ciudad y en sus socorridos arrabales. La inspección segunda de policía, entre 1920 y 1930, realizaba censos y regis-traba en sus cuadernos y apuntes algu-nas “ambulatrices”, pero ellas, como las bandadas de golondrinas, volaban sin dejarse atrapar. Otras, al casarse, el pasado no las condenaba. La ley, en derecho, desaparecía sus señas, sobre-nombres y apodos de las listas oficiales.

En 1871, el gobernador de Antio-quia, Pedro Justo Berrío, ordenó cons-truir en la región del Nus dos colonias penales. La primera era para castigar a las Damas del Honor Perdido que ejer-cían los festejos de la carne en lugares públicos de las nacientes villas. La se-gunda, destinada a los varones que no prestaban el servicio militar obligatorio y quienes desertaban del mismo. Reci-bieron el nombre de Patiburrú por estar situadas sobre la trocha que conducía al cerro, en el Magdalena Medio.

Doña Bárbara Caballero y Alzate

Cuenta la leyenda que la Marquesa de Yolombó (título expedido y firmado en Real Cédula por su Majestad Carlos IV) dejó perdida en su cima una car-ga de oro a su paso por esos contornos. Años después, cuando estas penitencia-rías dejaron de amedrentar, se formó un caserío habitado por exreclusos y bauti-zado como San Juan de Mata, en honor al patrono de los prisioneros. Pasando los quinquenios, los descendientes de los fundadores, olvidándose del fundador de los Padres Trinitarios y Abogado de

los Cautivos y despidiendo el siglo XIX, lo designaron Maceo en memoria de An-tonio, el líder y general cubano.

Calle sin Ley El 22 de septiembre de 1951, el al-

calde de Medellín, Luis Peláez Restre-po, dispuso la entrada en vigencia del decreto 517, por medio del cual regla-mentaba la calle principal del Barrio Antioquia como única zona de lenoci-nio en la ciudad. Consideraba que “la moralidad pública estaba amenazada por la proliferación anormal de estos antros”. Los dueños de los centros de di-versión, derroche y aguante de los años cincuentas y de antes, disponían de 45 días para liar sus bártulos y desplazar-se, con sus Mujeres de la Casa Llana, rumbo a una comunidad humilde, pa-cífica y emprendedora que no entendía tal atropello.

El vergonzoso edicto y las medidas punitivas no tuvieron ningún efecto, ni siquiera pasaron su período de prueba. Las protestas de las partes involucradas no se hicieron esperar. Largas marchas y enfrentamientos anularon la orden. Aunque la afrenta no se revocó, el alcal-de Peláez Restrepo perdió poder e ima-gen ante tal determinación. El pueblo le apodó “el virgomaestre”. Su impopular gobierno solo duró seis meses y finalizó en febrero de 1952. Pero el daño estaba hecho. Veintidós años antes de la alcal-dada, en esa explanada, habían surgido los embriones de un sector habitado por campesinos llegados de Yolombó, San Roque, Santo Domingo, El Retiro, Rio-negro, Sonsón, Marinilla…. Colocán-dole el nombre de Antioquia al naciente paraje todos quedaban cobijados y feli-ces bajo la misma ruana. Para 1955 lo llamaron barrio de la Santísima Trini-dad para remediar un poco las frustra-ciones y penas vencidas.

Tu recuerdo me persigue Para los setentas es muy especial re-

cordar y nombrar un lugarcito de ternu-ra, regocijo y familiaridad en Palenque, Robledal arriba. Sus diligentes dueños pensando en las flores de siete colores, astromelias, y en ese árbol sombreador llamado búcaro, se inventaron a Bucare-lia. Lo cierto es que al traspasar la entra-da de aquel llamativo portal la ficción se convertía en realidad y los anhelos escri-bían una nueva leyenda. A los amantes los esperaba un dichoso cielo de sába-nas blancas. Las décadas siguientes, en Robledo, sobre su Camino Real, rum-bo al corregimiento de San Cristóbal, se estirarían Tálamo y su mundo de espe-jos, Amaraje, Siesta, Penthouse, Classic, Best y demás recostaderos.

Piel de ángel En los años setenta cerca de la Casa

Venturosa de los Pendones, frente a la bomba de Gallo renació el albergue de la Manzana (representado en la exube-rante silueta de La Pantoja) una fruta que ya no era prohibida, sino codicia-da y degustada. En las aguas tibias de la calle Zea, entre las carreras Bolívar y Cúcuta, germinarían el viñal de la lla-mada Distribuidora de Uvas, el Hotel Cali, el Tercer Piso de Genaro Correa y la Cueva de Jeremías. Próximo se esti-raba el selecto bar Ecovar que empezó la moda de una Neneca para cada una de sus mesas. Lo mismo con las “paga-das de multas” para que ellas pudieran dejar su turno e irse con su admirador. Hoy día titilan los modernos hoteles Lucca, Fantasía, Exótico y La Paz.

El son de los sótanosSobre la calle Pichincha, formando

esquina con el Pasaje Vásquez, vigilado por el Palacio Nacional, un divertido,

sonoro y bailarín espacio tomó el nom-bre del Sótano. Encima lo cuidaban tres pisos de amobladas alcobas. Lo acom-pañarían, en su estilo y con sus mis-mas mañas, a este entorno de rebusque y barahúnda, otros tres de planta baja. Hawai en la Avenida de Greiff y Juan del Corral, Jai-Alai y Pigal en el cruce de Maturín y Junín. Todos tenían plata-formas reservadas para las orquestas y sus conjuntos de planta. Mirando la en-trada del Pasaje Coltejer, sobre Palacé, anochecería La Luciérnaga, como dis-coteca sobre un segundo, oscuro y alar-gado piso.

José Gastón Aguirre Más conocido, interpretado y escu-

chado como Pepe Aguirre, legendario cantor de valses y tangos, era el posee-dor de Residencias Linda. Arribó a Me-dellín desde su Santiago de Chile en 1974. Quince años después, un 31 de diciembre, fallecería en su suelo. En El Palo, entre Bomboná y Maturín, ha-bía empezado la cosecha de alquiler de cuartos con el Hotel El Deportista. La colegiala, Frivolidad, Jornalero, Muñe-ca de loza, Hojas de calendario, Maldito cabaret y otras inolvidables canciones, quedan para su recuerdo.

El último cuplé En el bordecito del Palo con El Hue-

vo, sobre el flanco derecho de la calle Maturín, se desplegó una heladería-ro-chela anunciada como Madrid 70. Na-ció de un caserón familiar al que se hicieron algunas divisiones y en el cen-tro le dejaron un espacio abierto al sol, al agua, al viento. Adecuaron mesas y bancas, y para la intimidad absoluta una cortina corrediza por la que solo se veían las manos, la linterna y el pedido de licores, además de la cuenta que en-tregaba el acucioso mesero de turno.

Era la espuela que empezaba a picar el entorno barrial. Era el ají pique que ya goteaba sobre los entejados. Los ho-teles Casa Blanca, París y El Recuerdo, hermanados a los albergues Amador, Benítez, La Carroza y Santa Marta re-calaban con sus tonadillas carnavales-cas en este nuevo puerto. Era el último cuplé para el prestigioso barbero galle-go don Rafael López, su distinguida fa-milia y descendendientes.

La pachanga se toma el barrio

Diez años más tarde otra valla, en el mismo sitio, anunciaba otro ciclo y se plan-taba como Madrid 70/80. Llegaba un tiem-po de tropeles y de diferentes inquilinos. Se apostaron por aquellos entornos una romería de morenazas y sus enamorados, que emigraron desde el Bar Atlántico, en San Juan con la antigua Calle de los Tam-bores. Una telaraña de pensiones de ínfi-mo rango salpicó las callejas adyacentes. La ruta del Circular, que era tan abierta, “se timbraba” al pasar por allí. La mari-huana con el remoquete de chiruza, mona, marimba, bareta o ganja, empezaba a cir-cular, abundante, diluvial, en turros, bolas o pacos y su olor dulzón se colaba por to-dos los intersticios. En sus noches de luna loca, con más clase y con precios que toca-ban nubes, descendieron Tabú, Carruseles, Bengala y el Infierno (Hell) sobre los fru-tales, tejares y la tenería de los barrios Gó-mez Ángel, El Palo, San Diego, Colombia y Barcelona. Con mucha resistencia, los an-tiguos moradores entregaban el ¡abur! a esos rincones del alma.

La pléyade de Culo de Ángel

Sobre la carrera Bélgica, tocando el barrio España (Las Palmas), Lucía Ló-pez, mejor admirada por su trasero

como Culo de Ángel, era propietaria de un enorme caserón. Eran los arrullos y el esplendor de la minifalda. La López coincidió en amistad con unas antilla-nas que vacacionaban en el Hotel Cu-manday (Hotel La Mirada) en el Pasaje Nutibara con la calle Caracas. Forma-ron, entonces, una tropa de escotes, es-pantos y trastornos que asombró a sus seguidores quienes empezaron a llamar-las “las culodeangel”. La Casa de Lucía, aseguraban los vecinos ventaneros, ja-más sufrió un escándalo y su discreción era absoluta. Se sospechaba de su exis-tencia porque los fines de semana, en los amaneceres, se asomaban los taxis de Pilartax (empresa fundada por Octavio Múnera honrando la patrona del arisco relieve, Nuestra Señora del Pilar) para transportar los invitados de turno. Años antes, por ahí cerquita, en el Camino del Cuchillón, Nina Romero haciéndole caso a sus sueños y buscando salir de pobre, fomentó amorosos encuentros en su vie-jo inquilinato reformado a punta de co-dal, palustre y brocha, con pinturas y luces de todos los colores.

Un beso y una florTodas las anteriores amas del Troca-

dero, Campoalegre, Niquitao, Lovaina, La Calesita, La Bayadera, La Curva del Bosque, Guayaquil, Nuevo Mundo, Ba-rrio Triste, Orocué, La Manguala y más llegaron heredando los ritos de agua, sangre y luna de sus ancestrales ejem-plos. Esas mismas que despertaron nue-vos rumbos en el Camino del Norte o las Camelias. La nostálgica aventura de las Etéreas Damas del Tiempo (la Chola Caderona, Romelia Perfumes, Aramin-ta Placeres, Damaris Piernas de Oro, Justa Puñales, unidas a sus adalides, la Niña Matiú y Luz Amada) aún ronda en las noches frías y en los humedales de un río que hoy pasa llorando.

Cachorro

Silvana Giraldo

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E x p e d i e n t e s

E t i q u e t a s

F r a g m e n t o s

Caminar luego de los estragos. Preguntar por el ce-rrojo de los que se fueron. Buscar el plomo, retra-tar su deformidad única tras el estallido. Rastrear la etiqueta de la morgue como una primera lápi-da, un último número. Pasos que pueden dar los

locos o los investigadores judiciales. Juan Toro Díez (Caracas, 1969) se ha encargado de encon-

trar datos propios y ordenar pistas de la violencia en Caracas durante los últimos siete años. Las piezas de sus Expedientes están registradas con el esmero de quien construye un mu-seo propio del espanto colectivo, de las estampidas y la im-potencia, de la rabia y el mando. Pero el fotógrafo-recolector no solo quiere un baúl personal, tiene conciencia de que sus reliquias pueden servir como memorial, como el registro de quien recuerda y al mismo tiempo demanda.

Desde 2009 el gobierno venezolano no entrega datos ofi-ciales de homicidios. La diáspora venezolana ha comenzado a ampliar sus colonias en las ciudades colombianas. La calle se

convirtió desde hace años en el escenario de una democracia de encontronazos, que discute al estilo de las cabras.

Toro Díez decidió entonces reseñar Etiquetas de los cuer-pos en la morgue de Caracas que bien puede recibir cua-trocientos cadáveres en un mes. Y comenzó a mirar con curiosidad las Llaves de los ciento veinte apartamentos clau-surados tras despedidas pensadas o huidas a tientas, que bus-ca vender una amiga empleada en una inmobiliaria. Recogió los Fragmentos, armas y pertrechos de estudiantes y Guardia Nacional Venezolana luego de los enfrentamientos de 2014: cartuchos de perdigones, miguelitos, máscaras caseras, tapa-bocas, bombas lacrimógenas. Indagó tras los Plomos que se gastan sin miseria en Venezuela, donde las muertes por lo ge-neral implican cinco o seis estallidos como una señal inequí-voca para los que miran desde las ventanas.

Estas pruebas no buscan una condena individual, solo en-tregan un alegato basado en piezas de cajón y basura, en ras-tros desechables e imprescindibles.

Fotograf ías de Juan Toro Díez

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14 # 75

P l o m o s

L l a v e s

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Cooperativa Ecotema C.T.A. Nariño - ColombiaPaisaje andino

Tejido y bordado en apliques a mano

Exposición La vida que se teje11 de mayo - 10 de julio

Museo Casa de la Memoria / Casa del Encuentro - Museo de Antioquia

Arte Central

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Caído del zarzoElkin Obregón S.

Cuando el empleado de la agencia me dice que puedo tomar el apartamento por trescientos, me parece un buen precio. Abre la puer-

ta de la calle y me invita a mirarlo. El hombre se queda en la acera con el pre-texto de fumarse un cigarrillo. Aunque no hay ventanas, el cuarto principal se ve iluminado. Debe ser porque la luz del día alcanza a filtrarse por una clara-boya y se refleja en el color palo de rosa de las paredes. Mientras recorro el pa-sillo tengo la sensación de haber estado aquí antes. No en otra vida, sino en esta de ahora donde cumplo 44.

Las dos piezas que dan al corredor no tienen puertas, al fondo veo una ce-rrada. El pasador está sin correr, me asomo. De repente se anuncia, con du-dosa claridad, un espacio más am-plio. De allí se escapa una vaharada de aire viciado: un olor rancio a pasan-tes agrios y restos de cerveza. Del te-cho cuelga una lámpara china, cuya luz ocre pende de un cable con caca de moscas. Contra la pared, la barra ense-ña un borde mullido, de hule rojo, para empinar el codo sin lesionarlo. A un lado hay sillas arrumadas en las mesas. Detrás de alguna de ellas se incorpo-ra una mujer madura. Apenas me mira sonríe sin decir nada, como si me cono-ciera. Tiene demasiados collares, labios finos y uno de esos lunares que siempre lucen falsos. ¿Qué está haciendo esta dama aquí?, me pregunto, y luego pen-saré: ¿qué diablos hago yo aquí? Ni que fuera Sam Spade para sentir que el me-jor lugar para anclar es un bar a medio-día, con las puertas cerradas.

—¿A qué horas abren?—A las seis —dice ella, con indiferencia.Luego me repasa de pe a pa, con un

gesto deliberado y provocador.Soy un bicho raro, no lo niego. A

veces tengo la capacidad de espantar a una mujer con la simple presencia. Pero, por la misma razón, otras veces les despierto curiosidad. He pensado en una que me embauque en un sitio públi-co y me guíe hasta uno impúdico don-de me ofrende sus galas. Solo que ahora no estoy para pensar en eso.

—¿Sabía que el apartamento de en-seguida se comunica con su bar?

—El bar no es mío —dice ella.—Tenía ganas de alquilar esos cuar-

tos, ¿pero quién va a dormir con un bar al lado?

—¿Te gusta mucho dormir…? —pre-gunta la fulana con malicia.

por F E R N A N D O M O R A M E L É N D E Z

Ilustración: Camila López

Un

bar

al la

do

—¿A qué horas cierran?Ahora ella va detrás de la barra para secar con un trapo unas co-

pas cilíndricas, aptas para tequila.—Depende.—¿Depende de qué? —Del movimiento.Curioseo las paredes donde hay fotos enormes, de baladistas de

los años setenta.—No se preocupe que el ruido no es mucho. Nada de rancheras

ni de reguetón. Aquí solo vienen parejas mayores a recordar vie-jos tiempos.

Señalo un afiche que me es familiar. El cantante tiene patillas largas como las de los próceres de la patria; en la hebilla de la correa brilla una estrella enorme, como la de un sheriff.

—Ese es Sandro de América, ¿no?—No, señor. Ese es Nino Bravo.—¿De dónde?—No sé. Me imagino que debe ser de América también.El enorme salón tiene otro ambiente, con reservados, que sepa-

ra un tabique de acrílico. En una de esas mesas, con privacidad, al-guien ha dejado una revista pornográfica. Hay colillas en el piso y papeles con cuentas. Al agacharme me doy cuenta de que estas co-sas son réplicas de plástico y están pegadas al piso, como bromas de ambientación. Arriba, en el techo, cuelgan otras luces con forma de medusas soñolientas, alrededor de un ventilador que las agita con levedad. Parece que hubieran crecido allí por sí solas, como aguama-las de bar que esperan la resurrección. Aquí es cuando pienso: ¿qué diablos hago aquí? Voy hacia la luz del pasillo por donde entré, pero ella me detiene.

—Aguárdese un tantico —me dice la mujer con acento mexicano o ecuatoriano. No estoy seguro. Es un tono tan ambiguo que se con-funde entre súplica, orden o juego.

—Siéntese yo le robo… unos minutitos ¿Quiere tomarse algo?—No. Gracias.La mujer ha salido de esa especie de barrera para toreros. Trae

una bolsa de celofán.—Abra la mano.—No, gracias.—¡Que abra la mano!Obedezco con un gesto escolar antes de ver caer un montón de

semillas tostadas.Ella tiene puesta una bata de entrecasa con estampados tropica-

les, unos paisajes que no logro descifrar del todo. En la cabeza lle-va un trapo a manera de tocado que contrasta con su piel cobriza.

Se echa un puñado de las semillas a la boca, me invita a probarlas y dice:

—¿Cuántas horas duerme usted? —Depende, a veces seis, a veces sie-

te…—Muy afortunado. Dicen que el

sueño es reparador. Los que duermen mucho se conservan jóvenes.

—¿Eso cree usted?—Míreme a mí. Hace años que no

duermo como se debe.—Pero se le ve muy bien…—¿En serio? —y sonríe, como si se fu-

gara por un momento de aquí.—No hay necesidad de hacer cumpli-

dos —le digo—, las cosas son como son.—Como duermo tan mal, me con-

suelo pensando que ya dormiré bastan-te cuando me muera…

Los granos de girasol tienen un sa-bor graso y picante. La mujer me mira con los ojos saltones de los peces de alber-ca. Ahora se suelta el trapo de la cabeza y una mata de pelo cae con exuberancia.

—¿Le gustan a usted los collares?Entonces baja la mirada y juega

con uno.—Este fue el regalo de un novio que

ya no está.De pronto lanza una carcajada ner-

viosa que parece agitar aún más las lámparas de medusa.

—Los muertos también roncan.Pone dos copas sobre una bandeja,

va hacia la estantería y sirve algo, de espaldas, como un sacerdote en su al-tar. Al volverse me enseña dos tragos de licor amarillo en cantidades idénticas.

—¿Le provoca uno? El lunar luce más falaz que nunca.—Primero usted —le pido.El tequila pasa como lava por la

garganta.—¿Quiere un poquito más?

—No, así está bien.—Coma semillas de girasol para que no se le caiga… nunca.—¿Qué cosa?... Ah, ya caigo…La risa la hace perder precisión, esta vez algunos granos caen al piso.Contemplo ese puñado de semillas que yacen en mi palma, ahora

como una promesa de eterna virilidad.Y a pesar de lo dicho, me vuelve a servir otro trago más largo.—Casi nunca he podido beber con la misma persona más que un

ratito, a todos los que he querido me los han matado. No me quedan sino las canciones que alcancé a escuchar con ellos.

—¿Sabe usted cuántos meses hay que pagar por adelantado del apartamento?

—Yo no sé de esas cosas.De pronto me acuerdo que afuera aún debe estar, a la espera, el

agente de la inmobiliaria. Voy a devolverme para contarle mi incon-formidad, pero no veo la luz de la puerta que conduce a ese pasillo.

—Siéntese que no hay afán. Ya tendrá tiempo de firmar su dicho-so contrato.

Obediente como un perro la sigo hasta una mesa de los reserva-dos. Ella planta la botella en el centro. De cerca descubro que sus hombros están salpicados de pecas diminutas.

Tal vez ya me ha dicho que se llama Alma, y se mueve con rece-lo. La conversación se torna excitante, aunque densa. Rozo la com-ba de su hombro, solo un instante antes de que ella aparte mi mano con brusquedad.

—A veces, cuando logro dormir, agradezco hasta mis pesadillas, vengan de donde vengan.

Creo que es algo así lo que dice. Intento levantarme porque me acuerdo que debo seguir buscando un apartamento, que no pienso vivir en uno que tenga puerta al bar. Ella me toma del brazo. Me sir-ve otro trago.

—¿Por dónde fue que entré?—Qué importa —me dice—, cualquier agujero da lo mismo.Me levanto de allí como activado por un mecanismo animal,

empiezo a moverme con la ansiedad de una musaraña acosada por el encierro.

—¡Calmate ventarrón!, tanto afán para qué…Entonces se pone de pie, va detrás del hule rojo y prende la música.—Otra canción inmortal —digo, con sorna.—No hable bobadas, escuche.Del fondo del parlante sale una melodía gangosa que tal vez oí en

un pueblo del sur. —Yo la recuerdo —digo—, cuando era mocoso…—¿Mocoso? Todavía sos un mocoso —me dice—. Un chinche que

busca su colchón…—Ya tengo 44.—¡Capicúa!—¿Qué dice?—Nada —contesta con hosquedad.—Es muy bonita esa canción —comento.—¡Bebesaurio!De repente salta tras el burladero y regresa apuntándome con un

revólver. No sé distinguir si es de juguete, pero el arma parece tener el peso de las verdaderas, lo empuña con las dos manos. Su ademán es seguro y brutal.

—Ahora mismo me va a decir quién está cantando…Ya no ríe como antes. Es un juego serio. Hasta su lunar parece real.—Si falla, le toca un pepazo —me advierte.La cabeza me pesa como la de un girasol enfermo. No recibir tra-

go de desconocidos era una consigna municipal. La voz del cantan-te me conduce por una especie de pasadizo. Todas las aguamalas se sueltan del techo por un momento en una extraña coreografía de-masiado lenta.

—Alma, por favor. No tengo idea. Alma, tengo que irme. Tengo que encontrar un cuarto.

—¿No estás contento con este?—Sí, pero es…—¿Dónde vivir o dónde dormir?Alma no baja el cañón. Escucho un ruido tras la barra. Es el tipo

de la agencia que se sirve un trago con toda la parsimonia. No sé cómo ni cuándo entró sin que lo viera, el muy canalla.

—¡Ey! —le grito—, ¿usted qué, hermano? Bonito lugar al que me trae…

—¡Quieto! —ordena Alma, y se acerca todavía más con una mue-ca repugnante, para volver a la carga.

—¿Quién canta?Miro al empleado para que interceda por mí.—¿Por qué no le advierten a uno estas cosas? ¿Qué clase de agen-

cia es la suya? El tipo se echa otro guaro al gollete y me mira como si no me es-

cuchara. Tal vez se haga el desentendido o quizás no me ve. Tiene una pose insolente. Ya no sé si somos invisibles Alma y yo, o solo yo.

—Apenas estés dormidito te la voy a cantar —susurra ella. La lámpara china parece más amarilla que antes, a punto de que-

mar el papel. Alma me mira desde el techo con todas las aguamalas que ahora se alinean como en un regimiento. Sacaré alientos de al-guna parte para levantarme. Todos sus collares me lanzan guiños, y los paisajes dibujados en su bata parecen cobrar vida ahora sí. De pronto creo saber quién cantaba, pero tal vez es muy tarde.

‘‘Dejaré la tierra por ti, dejaré las playas y me iré, lejos de aquí…’’. Trescientos mil es un buen precio. Hay otras flores que también se comen, no solo los girasoles… Alma está en el centro con sus agua-malas. Y vuelve a sonreír.

JUEGOS CRIMINALES

Me presta una amiga un librito llamado Detectives. Cin-co cuentos policiales, cinco autores. Solo uno se salva: “La cruz azul”, de Chesterton, triunfal irrupción del padre Brown en ese mundo que tanto le debe.

Decía Borges (una cita de Borges siempre viene bien) que lo mejor del relato policial está en los cuentos; no en las no-velas, cuyos necesarios perfiles psicológicos suelen estorbar el libre de-sarrollo de la trama. Se inclina uno a darle la razón, como casi siempre. Creo que su aserto es válido, aunque por supuesto hay valiosas excep-ciones: entre muchas, varias novelas de Agatha Christie, de Conan Do-yle, de Rex Stout, de Ellery Queen, de Simenon; dos —espléndidas— de William Irish. Y otras, claro: belgas, italianas, polacas, españolas. Has-ta hay una colombiana, Una mujer perdida, de Arcadio Dulcey, que, si bien en clave de humor, maneja con solvencia las reglas del género.

En fin, siguiendo a Borges, digamos que es el cuento el mejor ve-hículo de esos misterios. Para uso de lectores tibios o indiferentes cito un párrafo de Luis Fernando Afanador, obvio como el agua: “El cuento moderno lo inventó Edgar Allan Poe con ‘La carta robada’. Un cuento policiaco en el que el final, imprevisto, tiene una gran im-portancia. El clímax, la resolución y la intensidad crearon una tradi-ción y una manera de escribir”. Sí, todo parte de Poe, quien creó el género y sentó para siempre sus bases. Le siguieron Doyle, Hornung, Leblanc, Phillpotts, Carter Dickson, Hammond Innes… Todos, en re-sumen, tenemos nuestro propio catálogo y estamos siempre dispues-tos a ampliarlo si las circunstancias lo permiten. En estos relatos de investigadores abundan los diletantes, mis favoritos, presididos por el Paul Dupin, de Poe, y luego por Miss Marple y el enigmático señor Quin, de Agatha Christie. Y, last but not least, el compadrito Isidro Pa-rodi, que está en prisión y desde la cárcel resuelve los misterios que atormentan a sus vecinos de barrio; Parodi, sobra decirlo, es hijo de la doble e ilustre pluma de H. Bustos Domecq. Muchas de estas figuras tienen el encanto de lo crepuscular. No pertenecen ya a las miserias de este mundo nuestro, son tan adorables como obsoletas.

No ha sido este cronista muy lector de la llamada novela negra, un género admirable que prescinde del enigma para dar paso a todas las formas de la corrupción. Da uno un paso al costado, cansado de tantos horrores, y se queda con el arsénico, las nieblas londinenses, los asesi-nos de guante blanco. Mejor Agatha Christie que nuestra crónica dia-ria de espantos. Mejor Poirot que los falsos positivos. Que me perdone Memo Cardona.

CODAMurió Dora Ramírez, un ser como pocos hemos gozado. Como pin-

tora, usaba los colores limpios y con ellos hacía sus retratos admira-bles. Como persona, igual. Como bailarina de tango, igual.

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por A L F O N S O B U I T R A G O L O N D O Ñ O

Fotografías por el autor

Viajé a Puerto Rico con la idea sentimental —o algo así— de que iba al país de la Calle Luna y la Calle Sol, de las caras lindas, de la

casa de doña Monse, de Bélgica, La Per-la y Manatí, nombres que de tanto escu-charlos en canciones se me convirtieron en una vecindad que me hacía sentir en casa donde estuviera. Era puro ¡senti-miento, tú!

Al final terminaría recorriendo me-dia isla detrás de unos muertos, como si visitar cementerios fuera una manera de mantener viva una emoción. Un ce-menterio de grandes patriotas a la ori-lla del mar; uno civil de barrio popular; otro con tumbas como soldaditos muer-tos en formación; y uno más con vista a San Juan y tumbas “de gente humilde que honró la vida”.

Tumbas que no dejaron de hablar-me y de cantarme durante todo el viaje, como si sus inquilinos todavía estuvie-ran vivos. “Un cadáver de cuerpo pre-sente es una presencia inquietante, precisamente por el hecho de que la au-sencia no acaba de cumplirse del todo”, escribió el puertorriqueño Edgardo Ro-dríguez Juliá en El entierro de Corti-jo, una extensa crónica escrita en 1982 tras la muerte del conocido músico po-pular boricua Rafael Cortijo.

Y con la salsa sucede algo similar, si-gue en pie aunque muchos la consideren enterrada. La salsa sigue resistiendo, bailando en conciertos maratónicos y multitudinarios bajo la lluvia, conju-rando la ausencia definitiva de muchas de sus figuras míticas con cantos y soni-dos de tambores en los entierros, con los pies bien puestos en la tierra, por donde sube y se mueve el espíritu de un pueblo que nos ha hecho sentir orgullosos de lo que somos. Pero con el cumplimien-to inevitable de la ausencia va surgien-do la nostalgia, que es otra forma de la memoria. Dicen que la nostalgia es un duelo mal hecho y la salsa, como el tan-go, va camino de cubrirse de un senti-miento del pasado que se baila.

“La muerte exhibe en estas latitudes todos sus carismas. Ese escorial per-manente que es la cultura hispánica y barroca se concreta aquí en el cuerpo yacente de mi plenero mayor. Cortijo, Cortijo, un Cortijo silencioso que casi prefiero no mirar. Y es que la muerte de un músico, ese silencio perfecto, re-sulta dos veces más aterradora. La vida como sonido queda burlada del modo más ejemplar. Pero ya veremos cómo la comunidad le busca la vuelta a este asunto tan espinoso, el perfectísimo si-lencio de mi Cortijo”, dice en su crónica Rodríguez Juliá.

El perfectísimo silencio de las tum-bas de Ismael Rivera y Rafael Cortijo con el que me tropecé en el cementerio San José de Villa Palmeras, en un ruido-so barrio obrero de San Juan; el mismo

Cinco tumbas y un muerto parao

silencio que sentí retumbar bajo la som-bra de un árbol de caoba en la de Héctor Lavoe, en el cementerio civil de Ponce; que vi ondear junto con varias bande-ras puertorriqueñas desteñidas desde la tumba del compositor Catalino ‘Tite’ Cu-ret Alonso en el de Santa María Magda-lena de Pazzi en el barrio La Perla de San Juan; y que contemplé tendido en el piso, asoleándose sobre la de Cheo Feliciano, en La Piedad a las afueras de Ponce.

***El principal interés de mi viaje era

asistir, el domingo 13 de marzo, al tri-gésimo tercer Día Nacional de la Zalsa —con zeta porque lo organiza la emi-sora Z93—. La ida al estadio de béis-bol Hiram Bithorn —nombre del primer puertorriqueño que jugó en las Gran-des Ligas—, donde se llevó a cabo el concierto, fue mi primer contacto con el San Juan colonial hecho a la grin-ga, con autopistas y centros comercia-les gigantes. Una colonia es para eso —pensé—, para llenarla de cosas del imperio —aunque también están el Vie-jo San Juan, hecho a la española, y otro más mezcladito, más mestizo, como el barrio La Perla, con casas humildes de material, laberintos y pasadizos.

A las afueras del estadio, además de la venta de camisetas, sombreros, maracas, güiros y claves, vi grupos de amigos y familias bajo carpas, con asa-dores, mesas con refrescos y comida, neveras portátiles con cerveza y par-lantes que retumbaban al son de los cueros. En algunas de las carpas ha-bía pequeñas orquestas de ocasión, con timbales, congas, bongós, trompetas, que tocaban para divertirse y alegrar a

los que pasaban camino al estadio. Un gran picnic con salsa y sabor.

Como diría la Orquesta Narváez, el cielo estaba “reencancaranublado” cuando llegué, cerca del mediodía, y amenazaba lluvia. Había ya unas quince mil personas bailando, en la parte baja y en las graderías. El programa incluía orquestas desde las once de la maña-na hasta las nueve de la noche y anun-ciaba a Eddie Palmieri como la estrella principal, con dedicación especial para Tito Rojas y Lalo Rodríguez, y con ellos otros grandes como La Sonora Ponceña, Roberto Roena y Charlie Aponte. A nin-guno de ellos los había visto en vivo, así que mi bienvenida a Puerto Rico sería una experiencia difícil de repetir.

Mi guía y anfitrión era un personaje pequeñito y delgado, de gafas y boina de profesor universitario, con un nombre muy salsero: César Colón Montijo, un “cocolo” —como les dicen a los fanáti-cos de la salsa— y amigo puertorriqueño que se ha pasado los últimos diez años de su vida estudiando el mito de Ismael Rivera. Recién llegado de Nueva York, donde adelanta un doctorado en etno-musicología, César celebraba que en sus 35 años de vida asistiría a su vigésimo Día Nacional —desde donde esté via-ja cada año a Puerto Rico para asistir al evento—; su hermano, apodado Millo, iba a su número veintiséis, y su tío Chelo

no se había perdido ninguno. Los Monti-jo son una familia oriunda de Ciales, un pueblito agricultor del centro de la isla, a una hora en carro de San Juan, de an-cestros jíbaros (campesinos), que viven la salsa como una comunión con sus ído-los, su tierra y su gente.

***En los días siguientes, César me

llevaría de paseo por “las tumbas” de muertos que de muertos “no tienen ná”. Primero al barrio La Perla, esa “acuare-la de pobreza” que Tite Curet e Ismael Rivera inmortalizaron en su canción homónima. Ubicado por fuera de las murallas del Viejo San Juan, el barrio tiene fama de duro, de esa fama a la que tanto le cantaron los soneros, con dro-gas y tipos guapos con tumbao al cami-nar; con artesanos, mecánicos, obreros, artistas que le cantan y lo llenan de co-lor. Los turistas lo ven desde lo alto, como un inhóspito crucero encalla-do en la playa, sin atreverse a visitar-lo. César dudó mucho antes de decirse a adentrarme por sus callejuelas.

—Aquí se metía Maelo a janguear con sus panas. Es un barrio con mu-cho carácter y resistencia. Una vez vino Donald Trump por aquí porque que-ría construir un hotel en La Perla —me dijo—. Dicen que desde abajo le grita-ban y le hacían gestos retándolo: “¡Baja, anda, baja!”.

y los que quedan jugando basquetbol”, como canta Residente.

Me pareció que todo Puerto Rico quería gritar que seguía vivo, sobre todo si tenía en cuenta que íbamos camino del cementerio Santa María Magdalena de Pazzi, a un costado del barrio, y donde desde 2003 está ente-rrado Tite Curet, quien describió en sus letras el sentimiento de su “po-bre gente pobre” por los entierros y las tumbas humildes.

Ya tenía claro don Tite, antes de que Rodríguez Juliá escribiera sobre el en-tierro de Cortijo, que morirse en Puerto Rico puede ser “un verdadero espectá-culo”, “un show de tremendo cariño”, la revancha de la vida —la vuelta que le da la gente— al perfectísimo silencio de la muerte, acompañada de música.

“No quiero que nadie llore / si yo me muero mañana / ay que me lleven can-tando salsa / y que siembren flores, allá en mi final morada”, como dice Cheo Feliciano en Sobre una tumba humilde. Flores de todo tipo: silvestres, “como adorno bendiciendo”; de papel, “con lágrimas de verdad” —como canta el mismo Cheo en Los entierros—; y una flor de llanto “para que sepas que yo te quiero / para que sepas que yo más nunca voy a olvidarte”.

¿Se imaginaría el humilde Tite que iba a ser enterrado en el cementerio de los héroes de su patria, a la orilla del mar, donde parece que la muerte se re-moja los pies con las olas y contempla el horizonte azulado del Caribe? ¿Allí tan cerca del líder independentista Pedro Albizu Campos, rodeado por ilustres colegas como Rafael Hernández y Feli-pe Rosario, Don Felo, en un reluciente cofre dorado, dentro de una tumba de mármol, con su pueblo cantándole: “No quiero penas, tampoco llanto / lo que quiero es bomba y plena / pa’l campo santo”, y coronado por dos floreros con flores de plástico… “porque las flores ya mañana se marchitan / y el cemen-terio es un olvido indiferente”, como es-cribió en Los entierros? Ahora entiendo por qué los cementerios que visité esta-ban llenos de esas coloridas flores em-balsamadas. Ni las flores se quieren morir en la isla.

***Y mientras por la tarima del Día

Nacional de la Zalsa pasaban Charlie Aponte y Tito Rojas, la lluvia caía so-bre San Juan. En la parte baja seguían bailando, las parejas dando vueltas, y las mujeres ondeando los brazos como diosas durgas, así como se batían en el cielo gris banderas puertorriqueñas, colombianas, venezolanas; algunos to-caban güiros y campanas; otros per-manecían sentados en sillas plegables de lona, escurriendo agua, con latas de cerveza en los apoya brazos; uno agi-taba las maracas y cantaba en una silla de ruedas; familias completas y gru-pos de amigos iban con camisetas es-tampadas como si pertenecieran a una excursión: “Soy salsero íntegro”, “Soy cocolo y qué”.

Parecía una fiesta callejera, de mu-chos barrios reunidos, donde los can-tantes viven en tu cuadra, se parecen a tu papá, a tu abuelo, a tu tío, vestidos de pantalón y camisa de cuadros, con el pelo canoso y el bigote tupido. Viejos queridos que no quieren dejar de bai-lar. En la tarima La Sonora Ponceña y en el coro, bailando detrás del micrófo-no, don Enrique ‘Quique’ Lucca, de 103 años. Su hijo, Papo Lucca, a punto de cumplir setenta.

Chelo, el tío cincuentón de César, no dejaba de rasgar su güiro. Era su despe-dida del Día Nacional, pues se iría a vi-vir a Estados Unidos y no sabía si el año entrante volvería. Bailando, los Montijo le decían adiós a una tradición y el tío Chelo, con el güiro encendido, recibía la lluvia que caía a mares y no alcanza-ba para apagar tanto sentimiento.

“Por eso es barrio eterno, también universal, y al que se mete con mi barrio, me cae mal”, canta Rubén Blades en la canción de Calle 13 dedicada a La Perla. Quizás el saber que yo venía de Medellín animó a César a arriesgarse. Estábamos a media mañana y el barrio se veía solo desde las murallas. Bajamos temerosos por una callecita estrecha, yo con la pin-ta de turista: pantalón corto, gafas oscu-ras y gorra, y con la cámara guardada en la mochila. César con su boina, gafas y sandalias de cuero.

—Déjame yo pregunto para no te-ner problemas —me dijo al ver tres mu-chachos sentados en una acera en la mitad de una cuadra.

No escuché, pero podíamos seguir tranquilos. Les pedí permiso para tomar-le una foto a un mural que tenían detrás.

—No nos saques a nosotros —dijo uno.

—Solo al dibujo —les dije.Sobre una franja blanca, en la base

de la muralla, con dibujos de calave-ras, palmeras, casitas arrumadas, ga-ritas antiguas, un tiburón y un par de olas, se leía: “¡Todavía aquí estamos vi-vos! – La Perla”, y tan solo unos metros adelante, sobre la puerta de un garaje, los rostros dibujados de cuatro ilustres fallecidos: Héctor Lavoe, Frankie Ruiz, Rafael Cortijo e Ismael Rivera. “Los di-funtos pintados en la pared con aerosol

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La noche se asomó con Roberto Roena y a su sombra hizo su aparición la nostalgia, una invitada que a medi-da que la ausencia de los ídolos avance se hará sentir con más fuerza. Por pri-mera vez en mucho tiempo estaban jun-tos tres de los cantantes históricos que hicieron famosa a la Apollo Sound en los setenta: Sammy ‘el Rolo’ González, Tito Cruz y Papo Sánchez. Y en sus vo-ces estaban los éxitos del recuerdo: Tú loco, loco y yo tranquilo; Mi desengaño; Avísale a mi contrario. La lluvia seguía cayendo y entonces, “potente cual ma-rejada”, sonó ese lamento borincano de Tite Curet. El estadio entero bailaba y cantaba en coro: “Marejada feliz, vuel-ve y pasa por mí / aún yo digo que sí, que todavía pienso en ti”.

***En el muy salsero barrio de Santur-

ce —cuna de Ismael Rivera, Rafael Cor-tijo, Tite Curet, Daniel Santos, Andy Montañez, entre muchos otros cantan-tes, músicos y compositores— quería visitar la casa donde nació Ismael Rive-ra, en la calle Calma. César volvió a du-dar, esta vez con mayor resistencia. La calma no es la sensación dominante en ese lugar del barrio.

—Hermano, yo prefería no ir por allá —me dijo César.

La casa está cerca de un expen-dio de drogas, atravesada por enfren-tamientos recientes entre traficantes. Hasta el último día del viaje le insis-tí a César que me llevara, pero no ce-dió, y aunque lo intenté por mi cuenta —un entusiasta que conocí en un bar me dijo que trabajaba cerca y que me llevaría, pero luego desapareció—, al final no conseguí ir. Me quedaba en-tonces el consuelo de visitar la tumba de Ismael en Villa Palmeras, otro sec-tor de Santurce donde los muertos no amenazan a nadie.

En el entierro de Cortijo los muer-tos fueron dos. Maelo también murió ese día, aunque fuera enterrado cinco años

después. Su voz ronca y desgastada nun-ca más volvió a cantar. El perfectísimo silencio de la muerte es aún más aterra-dor en vida. Y sin embargo, Ismael sigue vivo, como un náufrago que no deja de cantar. En la descripción de la ausencia hay algo de ternura, que no sé si a veces se confunde con la melancolía.

Maelo está frente a la tumba de Cor-tijo, su compadre musical, amigo de in-fancia y de raza, con quien cumplió el sueño de convertirse en cantante y con quien revolucionó los ritmos tradicio-nales de la isla llevándolos a todos los salones de baile. Antes de que cierren el féretro e inicie la procesión hacia el ce-menterio de Villa Palmeras en Santur-ce, Maelo está a punto de naufragar: “En todo dolor comunitario hay una pizca de narcisismo […]. Nada de com-postura y sufrimiento interior para el Maelo, este dolor hay que testimoniarlo […] Que le da, que le da… La prima de Cortijo ya sabe que Maelo está a punto del llanto histérico. […] Está bien, Mae-lo, está bien, no, no, no puedes seguir así… Pasó de la ternura a la severidad cuando Maelo insistió en permanecer allí, en seguir tocando y besando a su amigo muerto…”, escribió Rodríguez Juliá en esa larga crónica que me pare-ció el Relato de un náufrago.

Y finalmente, como en el barrio donde vivieron, quedaron a pocos me-tros el uno del otro para la posteridad. Cortijo, a mano izquierda, muy cerca de la entrada del cementerio de Villa Pal-meras, donde cruzando la calle están las casas y los talleres del barrio que los vio crecer, y Maelo unos metros más al fondo, a la derecha, cerca de un muro del cementerio que da a la parte trasera de más casas del barrio.

—En esa foto debía tener unos 36 años, cuando salió de “Las Tumbas”, porque está gordo —me dijo César fren-te a la lápida de Ismael.

“De las tumbas quiero irme / no sé cuando pasará / las tumbas son pa los

muertos y de muerto no tengo ná”… Ah, las ironías de la vida, hasta ese mo-mento no sabía que The Thombs era el apodo del Centro de Detención de Man-hattan, una de las cárceles en las que Maelo estuvo preso durante tres años y ocho meses, en dos prisiones de la isla y en dos de Estados Unidos.

La foto, incrustada en la parte supe-rior de una placa de mármol negro, era pequeñita y ovalada, como de carné, en blanco y negro, vestido con saco y cor-bata, sin barba y con el pelo corto y ne-gro. Una imagen terrenal, de oficinista, sencilla y recatada para quien la ima-ginería popular asemeja a un Cristo. Nada parecida a la imagen sonriente, de barba y afro canosos, de negrito ché-vere y cargado de sabiduría que cono-cimos los salseros nacidos a finales de los setenta en las carátulas de sus dis-cos, cuando ya servía de modelo para la encarnación latina del Nazareno.

En la base de la placa se leen dos inscripciones: “El Nazareno me dijo que cuidara a mis amigos” y “Que mi pueblo no pierda la clave”, mandamientos eter-nos del Sonero Mayor, como si la sal-sa fuera una celebración de la amistad y una forma de ser popular, de seguir siendo latinos.

—Hay una devoción patriarcal por Maelo que es distinta a la de otros sal-seros, una sabiduría popular que la gente presiente, una brega entre lo sa-grado y la jodedera de la calle que ha-bla de las transformaciones sociales de Puerto Rico —dijo César como si estu-viera recitando apartes de su tesis.

La lápida es de mármol gris, doble, pues también alberga los restos de Car-litos Rivera, hijo del cantante, y tiene tres floreros encima, también de már-mol, llenos, cómo no, de flores plás-ticas, naranjas, violetas, amarillas, fucsias y rosadas, entre uno de ellos hay un tímido ramillete de flores marchi-tas, como de papel quemado por el sol.

—Por mucho tiempo estuvo con la lápida partida y enmalezada. Los pa-nameños se lo querían llevar porque aquí no lo cuidaban —agregó César para poner en perspectiva el senti-miento de su pueblo.

Caminando hacia la tumba de Cor-tijo, veía el cementerio en un plano in-clinado que me pareció una avalancha que iba contra la silueta de los edificios de San Juan, que se dibujaba contra el horizonte. La tumba de Rafael Corti-jo tiene tres placas recordatorias, como si hubieran sido puestas en diferentes épocas. La principal y más grande, que sirve de respaldo a la lápida, está coro-nada por una cruz y encabezada por un RIP entre claves de sol. Sobre la lápida hay tres floreros con más flores plásti-cas, amarillas, azules, rosadas.

—Para la fecha de su muerte, al lla-mado del percusionista Ángel ‘Cachete’ Maldonado, Ismael, Tite, Cheo y otros pleneros venían a tocarle un belén con bomba y plena —dijo César. Afuera se oían los carros pasar por la avenida.

***La calle de entrada al Cementerio

Civil de Ponce inicia con un mural con el rostro de Héctor Lavoe, de gafas, con el puño en el rostro, luciendo dos gran-des anillos de oro. De fondo se ven ca-sitas de madera del barrio Clausells con gente en las ventanas y tres pare-jas bailando. En la parte inferior se lee: “Mi gente, ustedes”. La de Jéctor era la voz que nació en el pueblo, de la gen-te, del campesino, del obrero, del cita-dino; del niño, del padre, de la abuela, de cualquiera. Del barrio. De sus penas y alegrías. “La que dieron por muerta / la que tanto comentaron y jamás pen-saron / que hoy estuviera de vuelta”, como canta en Soy la voz.

En la entrada nos recibió un mu-chacho flaco que se ofreció de guía y se presentó como Noel. De una oficina sacó una placa de vidrio que dijo había sido traída de Cali. A pocos metros de la entrada estaba la tumba regalada por el municipio a la que llegó Héctor casi diez años después de muerto, en 2002, luego de su entierro en Nueva York en 1993. César fue testigo de ese segundo entierro, al que asistió hasta el mismísi-mo diablo.

—La comitiva fúnebre fue del aero-puerto de San Juan a la Placita de los Salseros. De allí saldríamos en cara-vana para Ponce. En la placita se abrió una puerta de una limosina y alguien gritó: “¡El Diablo!”, al tiempo que Willie Colón salía del carro, tal como le gri-tó Héctor en algún solo de trombón —contó César.

—Este cementerio tiene cinco yar-das y aquí en Ponce hay dieciséis ce-menterios —dijo Noel.

El comentario era una forma de po-nerle una medida a la muerte. La placa sobre la lápida estaba encabezada por una clave de sol y la inscripción: “Aquí, en tierra ponceña, como fue su volun-tad, descansan los restos de ‘El cantan-te de los cantantes’ Héctor Juan Pérez Martínez ‘Héctor Lavoe’ 1946-1993”.

—Cada seis meses viene la hija de crianza y le hace un homenaje, ahora quiere cambiarle la lápida por una de mármol negro —dijo Noel.

A lo lejos, no es broma, César es tes-tigo, se escuchaba “Nadie se atreva a llo-rar / dejen que ría el silencio / por qué lo lloran caramba, por qué lo lloran, si ese hermanito ya está en la gloria”.

—¡No jodas, La cuna blanca!, del di-funto Raphy Leavitt —dijo César—. Cuando llegamos aquí el día del entie-rro de Héctor no cabía la gente, y cuan-do fueron a meter la caja en el hoyo, se atascó. Alguien gritó: “No se quiere ir” y otra persona respondió casi de inmedia-to cantando: “a la la la la la la laaaa, que cante mi gente” a lo que todos respondi-mos en coro: “a la la la la la la laaaa”.

Al ver que iba a tomar fotos, Noel puso sobre la lápida el recordatorio de-jado por los caleños: “Para ti que eres la voz de la salsa, pedimos que el todopo-deroso te tenga en su coro celestial. Cali

– Colombia. Elinge”. Detrás quedó un ramo de flores natura-les blancas y amarillas con una nota de un grupo de salseros de La Rioja, España: “Gracias Héctor por ser tan chévere, por tu música y humildad. Vives en nuestros corazones” y una lar-ga lista de nombres.

—Aquí también está enterrada Isabel, la Negra, la mada-me de Ponce —dijo Noel intentando alargar la guía.

Isabel de la noche, de quien César me contó que Cheo Feli-ciano cuando era niño, para ganarse unas monedas y apren-der inglés, llevaba marinos y militares gringos a la casa de la madame, la misma del homenaje de Tite Curet cantado por Cheo: “Isabel, vacila tanto Isabel / vive la noche buscando solo placer”.

Y con ese recuerdo nos fuimos para el cementerio La Pie-dad, a las afueras de Ponce, a buscar la tumba de ese niño mimado de Puerto Rico. Ana Teresa Toro, colega de César, le dedica al entierro de Cheo un aparte de su crónica Las viu-das de la salsa, publicada en Cocinando suave. Ensayos de sal-sa en Puerto Rico: “El entierro al final, fue privado. Decenas de personas se quedaron con las manos agarradas de los por-tones. El más indignado de todos era un hombre blanco enro-jecido por el sol, quien con una cerveza en la mano empezó a reclamar que eso que estaba sucediendo era injusto porque “¡Cheo es mi familia!”. Otro gritaba: “Nosotros los hemos car-gado a todos, a Cortijo, a Ismael, a Héctor”. Lloraban de rabia. De calor. De pena. De todo a la vez. Cuando el luto viene por la voz se siente en medio del pecho, desde el mismo lugar des-de donde se canta. Un luto que más que llorarse, se respira. Lo invade todo. Como el aire”.

La familia es la familia, ¿qué más se puede decir? El can-tante de Sobre una tumba humilde fue enterrado en un cementerio que me recordó a esas imágenes de tumbas de sol-dados caídos en combate de las películas gringas de guerra, pero en lugar de lápidas blancas y verticales como fichas de dominó veía una explanada con floreritos metálicos y flores plásticas como en un sembrado artificial. Las lápidas de már-mol están todas a ras de piso, más muertas que muertas. ¡Qué nadie se atreva a levantarse!, todo lo contrario a la sugeren-cia socarrona de Ismael en Entierro a la moda… “Y a lo mejor de la caja yo me levanto y salgo a cantar…”.

En una placa de metal negra, en un costado de la lápida, en letras doradas y muy pequeñito, como si fuera una tarje-ta de presentación profesional, dice: “Vivirás siempre en los corazones de esposa, hijos, nietos y hermanos” y más aba-jo: “José Luis ‘Cheo’ Feliciano. Julio 3, 1935 – Abril 17, 2014”. Nada más. Ni mandamientos ni oraciones.

De todas esas tumbas es de donde proviene la nostalgia. Y a ras de suelo, sobre un andén adoquinado en La Guancha, el puerto en el extremo sur de Ponce, está la estatua de Héc-tor Lavoe, parao, con un pie atrás y otro adelante, como si quisiera salir corriendo… “Huye que te coge la muerte”, nos cantaría a todos El Gran Combo en ese momento. Tiene el micrófono en la mano derecha y un par de maracas en la iz-quierda, y la boca y los ojos abiertos.

Dicen que uno puede conocer un lugar por cómo sus ha-bitantes despiden y entierran a sus muertos. De Puerto Rico me quedan la sentida crónica de Edgardo Rodríguez Juliá y la conmoción que me dio enterarme de que existen “funerales creativos”, conocidos popularmente como “el muerto parao”, que consisten en velar a los fallecidos en su postura y con sus atuendos más representativos.

El primero, de donde proviene el nombre popular, fue en 2008. La Funeraria Marín cumplió el deseo de Ángel Luis Pantojas, Pedrito, de que lo velaran “parao”, y lo pusieron de pie, con gorra y gafas oscuras, en la sala de su casa; siguie-ron el de David Morales, montado en una moto de alto cilin-draje y el del paramédico Edgardo Velásquez, manejando una ambulancia; luego hubo otros manejando un taxi, jugando dominó en el bar de la esquina, sentada en una mecedora ves-tida de novia, disfrazado de Linterna Verde, en posición de combate y con guates de boxeo en la esquina de un ring.

El más escalofriante fue el de Fernando de Jesús Díaz, Bebo, sentado haciendo carrizo, con un cigarrillo en la mano y los ojos abiertos. Una moda que me pareció más que curiosa extravagante, como si esos muertos embalsamados fueran la expresión de un pueblo en pie de lucha contra la muerte. ¿Se-rán acaso un signo de su historia colonial? ¿Una resistencia a dejar de ser lo que se es definitivamente? Sea lo que sea que uno es cuando se muere: ¿un holograma?

“¡Mi gente, ustedes!”, se oye cantar a Héctor Lavoe y se le ve bailar erguido, agitando los brazos, vestido con una lumi-nosa chaqueta azul eléctrica y un pantalón blanco fantasmal, iluminado por un haz de luz holográfico, con Willie Colón tocando el trombón a su lado. Es el último concierto de las estrellas de La Fania en Puerto Rico en 2013, veinte años des-pués de que La Voz dejara esta vida. La gente no sabía si llo-rar, seguir bailando o grabar con sus teléfonos a ese muerto parao que les cantaba desde la tarima.

Quizás así es el amor de este pueblo por la música y sus cantantes, y no está lejano el día en que al primer sonero de Puerto Rico lo embalsamen y lo velen parao —ya pasó en Nueva Orleáns con el jazzista Lionel Baptiste—. Entre tanto, Rubén Blades, un hijo adoptivo de la isla, un vivo capaz de cantarle al Mundo, ya nos regaló a los salseros los versos para ese día: “Si yo he vivido parao / ay que me entierren parao / si pagué el precio que paga / el que no vive arrodillado”.

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Llegué a vivir al barrio San Joaquín y vi desde mi nuevo ventanal un gran nido de pa-lomas en el cuarto piso de la casa del frente. No sabía qué

cosa era la colombofilia. Si hubiera es-cuchado esa palabra por esos días, ha-bría imaginado a algún tipo que se masturba oyendo el himno nacional de Colombia o leyendo los relatos del famoso navegante italiano. O habría pensado en una señora aficionada a to-mar infusiones de una planta que se llama Colombo, de la que tengo refe-rencias porque es bendita para el estre-ñimiento y la falta de apetito. Hubiera imaginado muchas cosas, menos que el verdadero significado lo descubri-ría mirando a mi vecino durante meses desde mi ventana.

El día que llegamos a la casa nueva no me pasó desapercibida la construc-ción rústica de enfrente: una jaula en mallas metálicas del tamaño de una ha-bitación pequeña, con piso de madera, cubierta con tejas de zinc. La jaula está sobre una cocina cuyo estilo no figura

por J U A N VÁ S Q U E Z

Ilustración: Manuel Celis Vivas

Mi vecino es colombófilo

en ninguna revista sobre ambientación de espacios, no tiene gabinetes, solo el mesón para cocinar y una mesa de plás-tico blanca con sillas Rimax donde he visto comer muchas veces a mis vecinos.

Cuando terminamos de subir todos los chécheres, sentados sobre cajas sin destapar, los muchachos del trasteo y yo contamos cuarenta y seis palomas encerradas, todas zureando y cagan-do de un lado para otro. No contamos otras tantas encerradas en una jaula del tercer piso al lado de la cocina, tan grande como un baño para visitantes.

El cansancio por el trasteo no le dio un respiro a nuestra curiosidad, cierta-mente no a la mía, por lo que ese día no me pregunté por qué alguien en tiem-pos de internet y de mensajes instantá-neos tendría una bandada de palomas. Sin embargo, mientras me acomoda-ba en la casa, sin comprar cortinas to-davía, empecé a encontrarme una y otra vez parado en la ventana, mirando a mi vecino subir por la escalera de pin-tor a cuidar sus palomas. Esto lo hace a las seis y media de la mañana para abrir

la puerta de la jaula y darles una vuel-ta; al mediodía para organizar la comi-da, el agua y hacer arreglos menores al palomar; en la tarde, antes de la pues-ta del sol, para darles otra vuelta. Con la religiosidad del más fiel de los creyentes o con el amor más intenso de cualquier enamorado, mi vecino sube al palomar, suelta sus aves y enciende un cigarrillo para mirarlas volar en círculos por el ba-rrio. A veces, aún no sé por qué, sostiene una vara de bambú para hacerles seña-les en un código conocido por sus palo-mas. Otras veces iza una bandera negra en su palomar, es la señal para que sigan volando sin acercarse al gran nido.

Solo en los parques de Belén, Envi-gado, Bolívar y en la plazoleta de San Ignacio había visto tantas palomas jun-tas. Sitios donde se juntan los viejos a conversar y a mirar con más curiosidad que lujuria a cuanta muchacha cruza, sin prestar mucha atención a los pa-lomos que sí tienen energías para in-flar su pecho y seducir hembras. Jamás pensé que esos roedores con alas, que rastrean con hambre insaciable cada

empalme de las baldosas y persiguen con osadía a quienes llevan comida en las manos, serían los familiares menos prestantes de las palomas organizadas y bien cuidadas de mi vecino.

Tenía la imagen lejana, converti-da casi en una borrosa fantasía, de que alguna vez las palomas fueron encar-gadas de llevar importantes mensajes. Pero en esa imagen prescindían de los cuidados de los hombres, eran más bien palomas libres que se acercaban a un caballero del siglo XVIII, o de antes, a decirle “¿necesitas que te lleve una car-ta a alguna parte?”. Por eso no creo que nadie hubiera dicho con solo mirar a mi vecino, “ve, ese man tiene como cien palomas en la casa”. Ni yo pensé que al-guna vez lo iba escuchar a él en la tien-da hablando de sus palomas, diciendo que una de ellas podía costar un millón de pesos cuando regresara volando des-de Popayán; 550 kilómetros entre mon-tañas, fríos intensos, lluvias, calores insoportables. Fácil.

Sin darme cuenta empecé a mi-rar cada vez más a mi vecino y su palo-mar, a pensar en él en horas en las que se suponía que debía trabajar, a hablar de sus rituales, de sus gestos, su dedi-cación. “Yo también tengo un tío co-lombófilo”, me dijo un amigo en una conversación en medio de unos tragos sin darse cuenta de mi sorpresa. Hasta ese momento no se me había ocurrido que en ese asunto de mandar mensajes se necesitan dos personas y que enton-ces debía de haber más de un colombó-filo por ahí suelto. La otra cosa que me sorprendió fue la palabra.

Llegué a mi casa a mirar de nuevo a la casa de enfrente, esta vez pregun-tándome por la palabra y por las perso-nas que mandaban o recibían mensajes. Busqué en el diccionario. “Colombofilia (Del lat. columba ‘paloma’ y -filia)

1. f. Cría y adiestramiento de palo-mas mensajeras.

2. f. Conjunto de técnicas y conoci-mientos relativos a la cría y adiestra-miento de palomas mensajeras”.

En ninguna parte de la definición vi a mi vecino cuidando su bandada de aves, en ninguna parte vi la philia, ese lazo inquebrantable que puede estable-cer un hombre con sus pasiones.

Quiero decir que sí, es cierto que él cría y adiestra a sus palomas, pero en la definición no se reflejaba lo que yo esta-ba descubriendo. Leí con atención el sig-nificado casi tantas veces como las que me paraba a mirarlo y la distancia entre la teoría y la práctica me parecía cada vez más grande. Algo en mi vecino, en

su devoción y entrega, escapa al simple hecho de decir que al-guien es colombófilo, criador de palomas mensajeras.

Una tarde, mientras cocinaba, escuché el alboroto de las loras de San Joaquín. No era la primera vez que las oía porque el barrio está lleno de árboles que sirven de nido a muchos pá-jaros, entre ellos bandadas de loros que se la pasan hablan-do como loros, pero ese día, esa tarde, estaban más bullosos que nunca. Corrí a la ventana y vi una pareja de ellos parada en los cables de la luz, alegaban con un pánico ensordecedor. Los miré desconociendo la causa de su alboroto. Al lado de los cables las palomas zureaban irritadas. Miré a la cocina de mi vecino y lo vi venir desde el fondo del corredor de su casa, to-mar un palo del suelo y tirarlo con rabia al árbol de corcho, al lado de los cables de la electricidad. Los loros huyeron en si-lencio y de las ramas casi secas del árbol voló un gavilán ma-rrón gigante. Mi vecino me miró parado en la ventana, movió su cabeza de un lado a otro, encendió un cigarrillo y se inter-nó de nuevo en su casa, seguido por un pitbull musculoso que yo no había notado hasta entonces.

Después de ver a un colombófilo en acción no leí más la defi-nición espuria del diccionario, incluso decidí no fiarme mucho de los redactores de la Real Academia de la Lengua; en cambio, me dediqué a buscar en el cielo a otras bandadas de palomas y en otras casas del barrio a otros remitentes y destinatarios.

No fue en el cielo ni en otras casas donde descubrí a los otros. Primero escuché desde mi sala a alguien alegando con entusiasmo. “Yo no te puedo dar tiempo solo porque… (inau-dible) Sabaneta”. Luego, asomado en la ventana, vi muchos más carros de lo usual parqueados a lado y lado de la calle. Alrededor de la casa del vecino estaba una veintena de hom-bres hablando sobre lugares, tiempos de vuelo, dinero. Salí para la tienda de la esquina simulando la urgencia del hom-bre casado cuando, un viernes en la noche, descubre que no hay arepas para el desayuno. En el recorrido noté que los ca-rros tenían calcomanías similares: “Alas libres de tal parte”, “Alas de tal otra”, “Alas”. Fui a la tienda por un andén y regre-sé por el otro donde había un camión verde rodeado de cajas grises de plástico que en lugar de contener frutas contenían palomas. Las inspeccioné buscando cartas de amor, fotos, di-nero, chocolates, pero sus patas y picos estaban limpios. Ya de nuevo en casa reparé en que el palomar de mi vecino estaba vacío y él fumaba mirando el camión alejarse.

¿Qué haría mi vecino sin entrenar a sus aves? ¿Qué men-sajes llegarían? ¿Hasta cuándo tendríamos que esperar a

nuestras palomas? Mi dedicada labor de observador se vio interrumpida la mañana siguiente, pues recibí la terri-ble noticia de que un familiar no muy cercano había muer-to incinerado en su apartamento, a unas cuadras de mi casa. Cuando recibí la noticia, sentado en la sala, miré a la ciudad buscando respuestas a una pregunta que todavía no estaba formulada. También estaba preocupado por la espera incier-ta a la que las palomas nos habían sometido, imaginaba al colombófilo sufriendo por la partida y por la llegada de sus animales. Al llegar la noche se encendieron las luces de la co-cina de la casa de enfrente y por el corredor apareció mi veci-no acompañado por dos mujeres que yo había visto antes. En la mesa blanca había media botella de ron. Una de las mujeres le subió volumen a una canción de salsa que sonaba en la ra-dio: “Vuela la paloma, en su palomar/ y vuela que vuela, para no tornar/ Vuela la paloma, en su palomar/ y vuela que vue-la, para no tornar”. Todos elevaron sus vasos y formaron un círculo bailando. En el coro de la canción, mi vecino le dio la espalda al par de mujeres mientras bajaba al ritmo del son pe-gajoso, como diciendo con la alegría de sus movimientos “el muerto al hoyo y el vivo al baile”.

En la mitad de la mañana del día siguiente, en el cielo des-pejado del domingo, apareció una paloma volando en círcu-los amplios alrededor de la casa. El batir cansado de sus alas contrastó con la sonrisa de mi vecino que detrás de sus gafas oscuras seguía el círculo dibujado por la paloma en el aire, hasta que ella aterrizó en una plataforma en la entrada del palomar. Mi vecino no retiró ningún mensaje de las alas ni del pico, sin embargo permanecía sonriendo con la llegada de una de las palomas. Unos minutos después empezaron a lle-gar las otras que eran contabilizadas por mi vecino y por mí, aterrizaban en el techo, en el suelo, en todas partes, y en or-den, una a una, saltaban a la plataforma para entrar al pa-lomar. Al finalizar la tarde alguien preguntó desde la calle cuántas palomas habían llegado. “Cuarenta y dos de cuarenta y cinco”, respondió el colombófilo.

Aparte del día en que vi a mi vecino en la tienda, solo lo he visto una vez por fuera de su casa. Ese día yo iba para el tra-bajo, eran las siete y media de la mañana, y él caminaba mi-rando al piso, sin cigarrillo, agarrado al lazo que lo ataba a su pitbull. Perro y hombre caminaban despacio. Por esas cosas de la intuición animal, el perro percibía la pasión colombófila de su amo, quien parecía preferir esperar a sus palomas que sacar a cagar a su perro.

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Nuevos testamentos

Las historias truculentas tie-nen casi siempre un testigo inadvertido, una casualidad que las hace comprensibles, un héroe que resulta algo fa-

tuo luego de las grandes exclamaciones de asombro. Pasa igual con los descu-brimientos científicos y con las crónicas rojas: el empaque final, la versión pú-blica, esconde casi siempre a los prime-ros protagonistas.

Olga Behar publicó en 2011 su li-bro El clan de los doce apóstoles basa-do en sus conversaciones con el mayor Juan Carlos Meneses, quien había sido comandante de policía en Yarumal a comienzos de los noventa. El cuarto capítulo, llamado “Campamento”, tie-ne escasas cinco páginas. Pero revela un secreto clave en toda la historia del grupo paramilitar que daba las últimas bendiciones en Yarumal, Campamento y Santa Rosa de Osos. Allí aparece el sa-cerdote Gonzalo Palacio Palacio, quien asistía al párroco de la iglesia Las Mer-cedes en Yarumal en tiempos de Me-neses y su antecesor. La actuación del cura Palacio en los hechos de los após-toles sirvió para bautizar al grupo, y el capítulo cuarto lo descubre en una es-cena reciente, en la iglesia San Joa-quín en Medellín, frente a una familiar de las víctimas de una masacre ocurri-da en 5 de junio de 1990 en la vereda La Solita, en Campamento. El capítu-lo describe el peregrinaje de la familia vinculada a la UP luego de unos asesi-natos en Valdivia. La correría llevó a unos a refugiarse en Medellín y a otros en Campamento con la idea de seguir rumbo a Anorí. La masacre dejó seis muertos de la familia López Gaviria, dos hombres, dos mujeres y dos niñas de 11 y 8 años. María Eugenia López, hija de Marta María López Gaviria, una de las víctimas, se salvó luego de elegir la ruta camino a Medellín. Darwin, su hijo de ocho años, estaba en la casa pro-visional de su abuela en Campamento y fue el único sobreviviente del ataque. Hay una frase que no se le olvida: “Ne-cesitamos un testigo que diga que fue

por PA S C U A L G AV I R I A

Ilustración: Verónica Velásquez

la guerrilla la que los mató”. El capítu-lo termina con María Eugenia López enfrentando al cura Palacio en la sa-cristía de San Joaquín. La escena pone las armas en un expediente hasta aho-ra plagado de letras: un revólver calibre 38 guardado en una biblia y una navaja entrevista bajo una sotana.

Olga Behar sigue el rastro de la fa-milia a la distancia, leyendo un tex-to publicado en agosto de 2010 por la Corporación Jurídica Libertad, bajo su apartado Derechos Humanos. Para encontrarlo en Google basta escribir “Veinte años de la masacre de Cam-pamento”. Andrea Aldana es la perio-dista que reconstruyó la historia en su momento. En ocasiones quienes tra-bajan detrás de la puerta blindada de una ONG terminan más en una espe-cie de activismo humanitario que en la sencilla pesquisa de una historia. Ta vez eso permitió que la relación de Andrea y María Eugenia se convirtie-ra en algo más que charlas esporádi-cas entre periodista y fuente. Buscaron juntas durante años el rastro del sacer-dote Gonzalo Palacio y juntas entraron a la sacristía el día del improvisado ca-reo. Andrea fue quien bautizó a Darwin para la historia escrita con el fin de pro-teger al pequeño sobreviviente. En este caso la periodista es una protagonista tardía de la historia, parte del relato.

El capítulo del libro de Olga Behar no tiene un solo hecho distinto a los na-rrados en el texto original de la Cor-poración Jurídica Libertad. Y el niño sobreviviente se llama Darwin, lo que prueba que no hay otra fuente posible que el texto de Aldana. La fuga se re-pite según el mismo libreto, las pala-bras calcadas aparecen y desaparecen, las amenazas que solo Aldana conocía se reseñan. Solo cuando se cita el tes-timonio del menor sobreviviente y las respuestas del cura en la sacristía, la señora Behar remite al texto original. Pero en el pie de página no aparece la Corporación Jurídica Libertad, solo dice “Tomado de la Red de Solidari-dad y Hermandad: www.redcolombia.

org/index.php”, una página que agrupa noticias, informes y opiniones de múl-tiples colectivos sociales y políticos co-lombianos. No me animé a buscar el texto de la Corporación Jurídica Liber-tad escrito en 2010 en ese amplio mapa de enlaces. Debe estar por ahí en un rincón. Me pregunto por qué Olga Be-har no citó la fuente original y solo se me ocurre pensar que no quería entre-gar un acceso directo al texto que nutre por completo, hasta el calco por mo-mentos, el capítulo de su libro. Encon-trar una versión creíble, usarla con una fe ciega y esconderla en el ovillo incier-to de la web.

Esa conducta tiene una doble y pa-radójica relación con la fuente prima-ria. Por un lado, una absoluta confianza frente a lo cazado en la pantalla del computador y por el otro, un desdén por el trabajo de quien investigó y es-cribió la historia de amenazas y muer-tes. Olga Behar nunca se preocupó por constatar la versión que allí se entre-ga ni por dar al menos la referencia cierta de la organización que la publi-có. Es verdad que era imposible saber el nombre de la autora, pues no apare-ce en la publicación original. Pero lue-go de una comunicación de la autora del texto perdido en internet con la pe-riodista consagrada, en la que le seña-laba el error de atribuir el texto a la Red de Solidaridad y Hermandad y se pre-senta como la persona que escribió el relato, la respuesta fue por lo menos te-meraria: “Buenos días, lamento mucho la confusión es difícil arreglarla cuan-do hay más de veinte mil ejemplares editados y vendidos. En todo caso, lo que supongo (voy a revisar) es que fue una reproducción de la red. Siento in-mensamente por todo lo que han oasa-do (sic) y espero que al fin haya justicia. Un abrazo solidario”.

El párrafo más revelador del cuarto capítulo de El clan de los doce apóstoles es copiado exacto de la versión origi-nal. No se ponen comillas al inicio y al final se cita de nuevo a la Red de Soli-daridad y Hermandad:

Sólo veinte años después, el pasado 28 de mayo, pudo cuestionarlo sobre la masacre de su familia, pero el párroco se puso notoriamente nervioso y le dijo que él no sabía nada, que preguntara en la fiscalía, que él era inocente. No obstan-te, María Eugenia le recordó que a él lo habían arrestado el 22 de diciembre de 1995 y que le habían encontrado un re-vólver calibre 38 dentro de una biblia. El cura, debido a su nerviosismo, pri-mero lo negó, pero a los pocos segundos, algo desconcertado, lo reconoció. “¿Y es que yo no puedo tener una arma? ¿Aca-so el que yo tenga esta navaja significa que la voy a matar?”, le dijo el sacerdo-te a María Eugenia, haciendo ademán de sacar la supuesta navaja de los bolsillos del pantalón. El párroco dio por cerrada la conversación al ponerse la sotana y di-ciendo que el arma en cuestión se la ha-bía regalado “el general Pardo”. Para el momento de la masacre, el comandante de la IV Brigada era el general Gustavo Pardo Ariza.

La falta de claridad es suficiente para plantear una reflexión entre las deudas que muchas veces quedan sin saldar entre quienes hacen el trabajo periodístico en el terreno y quienes pu-blican las versiones vendedoras. Es im-posible leer los dos textos completos y no sentir que hay una deliberada ambi-güedad para encubrir algo muy cercano a la reproducción.

Pero ese texto que parecía olvidado no solo sufrió por imitación. Hace unos meses Gonzalo Guillén retomó la his-toria en un texto llamado El cura de las dos biblias. Aquí se trata sobre todo de un periodista que termina novelando la realidad para que su versión sea efectis-ta y favorable a sus intuiciones. La se-cuencia demuestra que Guillén está en mora de escribir una obra de ficción:

“—Usted mató a mi familia —lo in-crepó María Eugenia.

—No sé de qué me está hablando —contestó el cura atolondrado.

—Usted asesinó a mi familia, en La Solita, con el ejército y ‘Los doce após-toles’ —le gritó de nuevo María Euge-nia mirándolo a los ojos.

—Lo que quiera saber pregúntelo en la Fiscalía, yo soy inocente —murmuró el cura con el aliento agitado y próximo a alcanzar los 80 años de edad.

—A usted lo apresaron el 22 de di-ciembre de 1995 y le encontraron el revólver que escondía entre una bi-blia y después quedó libre, pero usted es un asesino —afirmó María Eugenia con un coraje que jamás en su vida ha-bía experimentado.

—¿Y es que yo no puedo tener un arma? —replicó el ahora anciano cura. Con el pulso tembloroso, sustrajo de un bolsillo de su sotana una navaja y des-dobló la hoja bruñida y filosa—. ¿El que yo tenga esta navaja significa que la vaya a matar? —preguntó haciendo una embestida fallida hacia la garganta de María Eugenia, que la esquivó.

—¡Ese revólver me lo regaló el gene-ral Gustavo Pardo Ariza! (el que fue desti-tuido por haber protegido a Pablo Escobar para que huyera de la cárcel en 1991).”

Los hechos de sangre siempre son oscuros, y ahí están las versiones creí-bles para sacar el papel carbón y los efectos especiales.

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por N E R Ö N N AVA R R E T E

Ilustración: Matilde Salinas

Es la mañana del lunes de Pas-cua. Estamos tirados en la manga, sintiendo las hojas de hierba punzando la espal-da firme a través de la cami-

seta. Agarro la media de Ron Medellín y me mando un trago largo, lo retengo en la boca y luego el sorbo cálido de azúcar y espinas baja por la garganta. Se la de-vuelvo a Camilo y con la misma mano que toma la botella señala mis zapatos y me pregunta por qué tengo un cordón blanco y otro negro, pero no respondo con palabras; miro distante y suelto un bufido cansado. Llevo dos horas de li-bertad luego de mi salida del búnker de la fiscalía, del calabozo oscuro. El cielo se extiende surcado de nubes alargadas y contornos desvanecidos, y acostado sobre el manto de la hierba se me esfu-man las ganas de conversar.

***Quien guste de explicaciones orto-

doxas dirá que esta historia aconteció como castigo por profanar una fiesta de la cristiandad, la entrada triunfal de nuestro señor a Jerusalén que con épico relato nos han legado los cuatro evan-gelistas del Nuevo Testamento. Es me-jor evitar cualquier enfrentamiento con el culto consagrado a revivir los frag-mentos más emotivos del evangelio, la buena nueva, el mensaje de la reden-ción. Estábamos tomando aguardiente desde el sábado en la tarde para cele-brar ese minúsculo trofeo de empleado que significan unas vacaciones cortas pero bien ubicadas, un sueñito breve y bien tomado. La finca era en Santa Ele-na, con frío mañana y tarde, brochazo gris y verdoso de las montañas enfila-das ante el Valle de Aburrá. Si salir de fiesta en Semana Santa acarreara una sanción divina con canónica justicia, todos los aviones que van para la costa se caerían. Mejor paso al detalle: antes de salir a comprar más trago al parque tomé del perchero una chaqueta grue-sa de camuflaje militar pixelado. Otro compañero de faena también se arro-pó sin aspaviento con una camisa ca-muflada. Pero el camuflado verde solo sirve en el monte. Parecíamos una du-pla de soldados salvando la rumba de la inevitable pasma. Al llegar a la tien-da principal unas miradas recorrieron la pinta con sorpresa, otras con temor, alguna con curiosidad. Era el Domin-go de Ramos, ya lo dije, y con la proce-sión y la misa concluidas, ya el plan de los fieles era tinto en las escalinatas de la plaza, cuidar a los niños que corrían con su ropa impecable de fin de sema-na y esperar vecinos para dar un saludo simplón antes de preguntar por la cose-cha y el trabajo.

Tradición para mí es complemen-tar la compra de botella de licor fuerte con una pola fría, como prudente ca-lentamiento de las piernas y la volun-tad antes de emprender el retorno a la fiesta. En ese cuadro del parque éra-mos, por una sumatoria de detalles evi-dentes, una pareja de seglares metidos en la continuación de su propia juerga pagana: pelo largo, barba descuidada, arete, tenis sin medias, ojos perdidos, movimientos de amanecido y la cerve-za colgando de los dedos vampíricos como una plomada. Y llegó la policía, dos enormes patrulleros que se bajaron de la moto con la soberbia predispuesta

El evangelio del búnker

de la ley. “Por favor nos acompañan a la inspección”, dijeron con cortesía seca, y como ya sabemos que discutir con ellos es un gesto estéril, simple preten-sión de ebrio ante la inminente derro-ta, obedecimos sin dar más largas. Diez minutos caminando como en un pa-sillo de condenados bajo esas miradas curiosas y acusadoras, el oficial sobre la moto resollando en su trabajo de es-colta porque nos podíamos volar en un descuido, y finalmente el edificio blan-co y verde, limpio como hospital.

El trámite se consumó rápido. Cuan-do repiten tantas veces “tiene derecho a”, uno sospecha que la cosa no va bien. Llamaron una patrulla y ahí nos infor-maron de la realidad, o mejor dicho, lo que iba a ser realidad: “Cumpliendo con nuestro deber vamos a conducir-los a la fiscalía, porque el uso de pren-das militares privativas es un delito, y si son tan amables, alarguen por favor los brazos”; cordialidad saturada para ponernos las esposas. Ese es un resu-men conciso de lo que sucedió en una hora. El paisaje siguiente dibujó la ciu-dad desde la carretera que serpenteaba en descenso, tarde templada dorando el cielo, y la brumosa nube como manto sobre las casuchas y los edificios.

El búnker de la fiscalía, diseñado por el arquitecto Juan Fernando Fore-ro Soto, es una mole cenicienta de con-creto que se alza sobre el terreno donde antes funcionaba el taller de Obras Pú-blicas del municipio; el sector es un compuesto de avenidas, pasos peato-nales y un enorme péndulo de media tonelada marcando un punto cero sim-bólico, compartido con las universida-des Nacional y de Antioquia, así como la planta embotelladora de Coca-Cola. Se le llama de forma corriente “búnker” —sin ser tal— por su estampa de for-taleza con aires medievales, pero en esencia es la Sede Caribe de la Fiscalía General en Medellín. A la URI, Unidad de Reacción Inmediata, llevan a todos los capturados por la Policía, el Ejérci-to o el CTI. En la cafetería del vestíbulo las personas aguardaban con impacien-cia entre el tinto, el pandebono, la almojábana, el buñuelo duro y la empa-nada recalentada. Como en cafetería de hospital o sala de velación, la atmósfe-ra se dividía entre la espera y la resig-nación: o llegaba el cuerpo o llegaba la noticia. Pasamos de largo y tras cru-zar el umbral de la entrada principal, donde un vigilante mantenía su cabe-za clavada en una planilla de ingreso, me condujeron a un cubículo del segun-do piso. La diligencia es la misma para todos: muestra de huellas dactilares, la foto de frente y de perfil, formularios, preguntas de rutina y, al cierre, una firma para certificar el asunto y conti-nuar con el siguiente en la fila. Desde la Ley 906 de 2004, un fiscal determi-na si la conducta amerita audiencia con un juez de garantías, si se queda un rato en el sótano para que el frío le con-mueva el ímpetu, o si se va de una vez para la calle. Siempre debe estar pre-sente el policía que efectuó la captura, y el momento de la despedida es para-dójicamente una revelación: al lado del agente, agarrado por las esposas y some-tido a ese paseo sombrío, se está más a gusto que en el calabozo. Antes de ba-jar las escalas hasta la zona de reclusión,

cambié mi derecho a una llamada por otro más útil en seme-jante situación: medio paquete de cigarrillos en la cafetería. Se me concedió la misericordia.

Un extenso corredor terminaba en una puerta de metal sin postigo, manija ni remaches, que rastrilló el suelo e hizo crujir las bisagras al ser abierta del otro lado. Dos agentes de la Sijín vestidos de civil, confinados en un pequeño cuar-to ante un televisor de pésima recepción, nos requisaron con avidez, nos quitaron los cordones —ambos pares blancos— y despidieron al colega uniformado. Notaron los cigarrillos en el bolsillo derecho, pero en el intercambio de miradas con el policía ganó la complicidad y no los decomisaron para bien mío.

Por lo menos una treintena de detenidos, algunos sin ca-misa y en ropa interior, sentados en un pequeño saliente que sirve de banca, compartían la noche: una banda de ladrones, tres homicidas y un grupo numeroso de reclusos acusados de cargar droga o armas. Los muros del calabozo estaban reple-tos de nombres tallados en barullo de letras mayúsculas, pe-troglifos en la gruesa capa de pintura gris que estudiarán los arqueólogos del crimen como planilla de asistencia. Era un recordatorio de las cientos de personas que por allí han pasa-do; la caligrafía era casi idéntica, excepto por formas y ángu-los que diferenciaban el abanico. El baño no tenía puerta, el sanitario era metálico y lo que podría ser una ducha no pasa-ba de un tubo corto asomado en la pared. Para intentar des-cansar un poco era necesario soportar el frío paralizante del piso de cemento y buscar como almohada un envase plástico o algo más útil para tan complejo menester. A mi compañe-ro lo liberaron a las dos de la madrugada, nos despedimos sin mucho ritual, pero por razones obvias algo no cuadraba: nos bajaron por igual motivo o asomo de delito y él ya salía para la casa. El calabozo de la URI es un sitio de arresto provisio-nal, según la norma, no puede retenerse a un individuo más de 36 horas en ese sótano, pero el tiempo pasaba lento, como esperando permiso para el siguiente golpe del segundero.

Cuando le pregunté al integrante más conversador de la banda de ladrones por qué los detuvieron, me contestó con seriedad: “Estábamos tomando todos en un parque, fuimos a orinar al mismo tiempo en un arbolito y resultó ser un tombo”.

Nos reímos. Le pasé un cigarrillo y luego de un par de fumadas se lo entregó a un hombre moreno de cabeza rapada, sin cami-seta, con dos cicatrices en el pecho marcadas por el filo de la navaja al romper la piel. Después, narraron ya entre más sol-tura que se robaron algunos millones sumándole el agravan-te de amenazas y golpes. Era la tercera vez que los atrapaban y probablemente sería, en sus propias palabras, la tercera que los iban a soltar.

Quizá la única norma que se impone entre las paredes de la celda sea la de una tácita solidaridad por la condición de re-tenidos; el ingreso al calabozo te matricula en un grupo al margen de la ley y por ende debes compartir para demandar igual trato: cada cigarrillo encendido transita por las manos y las bocas de los que soliciten fumadita; toda gaseosa es obli-gada a calmar la sed de varios, e incluso una empanada pe-queña se divide como el pan de la última cena. Cerca de las seis de la mañana uno de los guardias pronunció mi nombre y me pasó a través de las barras horizontales una bolsa con un pastel de pollo calentado en microondas y una gaseosa; in-mediatamente lo entregué sin apego a los pocos que quedá-bamos en duermevela, luego de que varios abandonaran el encierro tras ser llamados como en lista de espera y salir sin prisa ni muestras de impaciencia.

Siete y media de la mañana. Ninguna ventana anunció el alba, sino el comentario en voz alta de un guardián relevan-do la tarea de abrir y cerrar la puerta de metal. Ya no que-dábamos más que un puñado de hombres dormitando entre murmullos, con los brazos cruzados para agarrar un poco de calor; toda la banda de ladrones fue sacada en fila india y conducida a audiencia.

Minutos después tres golpes de nudillo sobre la puerta de metal me arrebataron del sueño entrecortado y sospeché que era para mí. La joven de cabello recogido, aparición milagro-sa con lentes de marco plateado y un pequeño crucifijo col-gando de su cuello delgado, se paró frente a la reja de la celda con la mirada inflexible y decidida sobre una hoja de papel, seguida por el agente de la Sijín. Su vestido de flores hasta la rodilla se movía con facilidad por la brisa que se colaba a través de la entrada, cualquiera hubiera notado sin mucho trabajo que sus ojos recorrían las mismas dos líneas en el do-cumento. Alzó la vista, sostuvo su atención con el ceño frun-cido por un par de segundos y concluyó, como demostrando la teoría que la perturbaba, que yo era la persona equivocada. Corrieron la reja de barrotes macizos y, sin mediar palabra, el robusto escolta metió la mano en un cajón del archivero y me entregó un par de cordones sin reparar en el color. Luego, al salir por un parqueadero atestado de camionetas negras, ella me daría la explicación entre su tono conciliador, la luz pun-zante de la madrugada y un nuevo aire con olor a ciudad que en mucho semejaba al del encierro húmedo, frío; un olor que bien podría definirse como oscuro y silencioso. Un homóni-mo, otro ser humano que compartía mi nombre con apellidos exactos, había escapado dos días antes de la cárcel Bellavis-ta y solo tenía cumplidos dos años de una condena de treinta por homicidio agravado. Ella, al llegar temprano a su cubí-culo esa mañana, con su vestido de flores primaverales en el amanecer opaco del lunes y su escarapela de funcionaria de la fiscalía, revisó las novedades que trajo la noche; hojeó el informe que coronaba la pila de documentos y carpetas y al leer que tenían de nuevo al prófugo decidió en buen oficio co-rroborar el asunto. La foto del fugitivo que habían confundi-do conmigo era la de un hombre de cuarenta años, trigueño, de cabello crespo y marcas profundas en los pómulos. Ni los números de cédula fueron verificados. Toda una parábola de proporciones evangélicas.

Pero además, lo que yo consideraba casi una injusticia, un atropello a mis derechos ciudadanos, un abuso de autoridad como para detener las rotativas y todo ese cuento acusatorio que suele acompasar los alegatos con un policía, era algo más serio. Una semana después me senté ante la pantalla a buscar alguna pista sobre el caso entre noticias, artículos y párrafos enteros de decretos y leyes. En su lenguaje cortante, la norma aclara el rollo tan complejo como etéreo. El numeral 19 del ar-tículo 4º del Decreto 2266 de 1991 dicta que “el que sin per-miso de autoridad competente importe, fabrique, transporte, almacene, distribuya, compre, venda, suministre, sustrai-ga, porte o utilice prendas para la fabricación de uniformes de campaña, insignias o medios de identificación, de uso privati-vo de la fuerza pública o de los organismos de seguridad del Es-tado, incurrirá en prisión de tres (3) a seis (6) años, multa de cinco (5) a cincuenta (50) salarios mínimos mensuales y en el decomiso de dichos elementos”. El susto queda como pequeña cicatriz de un percance inocente antes de cuajar en condena.

***Me infla la resolución intrépida de quien saluda la liber-

tad luego de un par de lustros encarcelado. —Casi me gano un canazo largo —le digo a Camilo, que

espera recién bañado en la cafetería del vestíbulo; me agacho para ponerle los cordones a los tenis sueltos.

—¿Por esa chaqueta? —me pregunta con el tono pasmoso del que se indigna por la pena ajena.

—No, por la chaqueta no. Por el nombre. Me llamo como un asesino.

Caminamos hasta la avenida, y el deseo empuja desde el alma y la garganta:

—Invitame a tomar algo pues. Acabo de recordar que me queda una semana de vacaciones.

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Programación Mayo / Junio

MIÉRCOLES

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JUEVES VIERNES SÁBADO

Cine

Festival Internacional de Cine por los Derechos Humanos3:00 p.m - 5:00 p.m.

Exposición temporal:Riocedro, trazos de fuego.Por: José Fernando Ángel

Conversatorio

"Hinchas, henchidos e hinchados". Conversaciones futboleras. Modera Pascual Gaviria. 7:30 p.m.

Concierto

Lanzamiento Los lobos,de Mr. Bleat junto a Ságan (Bogotá) 9:00 p.m.

Concierto

Sixto Salgado ‘Paíto’ Gaita Negra. 9:00 p.m.

Galería

Clausura de la exposición Riocedro, trazos de fuego7:30 p.m

Cine 7:00 p.m.Cinema Zombie Braindead,Dir. Peter Jackson, 1992

Taller de dibujo 5:00 p.mLa Rayada con Entreviñetas

En vivo

Salsaludando con Latina Stereo 7:00 p.m.

Presentación de libro

Medellín, el alma del centro, de Luis Fernando Arbeláez y Pedro Pablo Peláez. 7:30 p.m.

Concierto

Lanzamiento "Metropolizón" 9:00 p.m.

Concierto

Bingo bailable con Gordo’s Project 7:00 p.m.

Galería

Inauguración exposición La chusma exquisita Fernando Acosta, Viviana Serna, Evelin Velásquez7:30 p.m.

Concierto

Son de la Nubia 10:00 p.m.

Cine 7:00 p.m.Cinema Zombie Black Sabbath, (I tre volti della paura), Dir. Mario Bava, 1963

Taller de dibujo 5:00 p.m.La Rayada con Entreviñetas

Subasta de arte

¿Quién da menos?6:00 p.m.

Concierto

Sonora Aguamala y Sr. Naranjo 9:00 pm.

Presentación de libro

Andrea Cote y Lucía Estrada 7:30 p.m.

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