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CAPÍTULO 1
NO SIEMPRE ES FÁCIL DEFINIR AQUELLO QUE UNO HACE O INTENTA HACER.
Así sucede con la ciencia, una actividad que tiene como fin estudiar todos, absolutamente todos, los
objetos y fenómenos que existen y se producen en la naturaleza. Los científicos se esfuerzan por
responder a preguntas tales como: ¿de qué están hechos los cuerpos que vemos (incluyéndonos a
nosotros mismos)?; ¿qué movimientos describen los cuerpos que existen en el Universo (esto es, qué
caminos siguen y cuánto tardan en recorrerlos, ya se trate de grandes objetos cósmicos como son las
galaxias, las estrellas o los planetas, u otros más humildes como proyectiles, peonzas, bolas de billar
o péndulos)?; ¿cómo «funcionan» y cuáles son los mecanismos mediante los cuales surgen y se
reproducen los seres vivos?; ¿qué hace que brillen las estrellas?, ¿a qué se deben los terremotos o las
mareas?; ¿por qué cambia el tiempo meteorológico?; ¿por qué el cielo que vemos desde la Tierra
durante el día es azul y no, digamos, amarillo?, y puestos a esto, ¿cómo se explican los colores?; ¿qué
explica las diferencias que existen entre elementos químicos como el carbono y el plomo, por
mencionar a dos?, y ¿cómo se define un «elemento químico»?
Por otra parte está la matemática, que posee unas características diferentes a las restantes
ciencias. Es, como veremos en el próximo capítulo, dedicado completamente a ella, esencial en la
descripción de los fenómenos naturales, pero en principio se puede desarrollar sin relación a ellos,
siguiendo procesos lógicos internos. Su ámbito es básicamente el conceptual.
Se habla también de «ciencias humanas», o «ciencias sociales», de las que forman parte
disciplinas como la economía, la historia o el derecho, pero no nos ocuparemos de ellas aquí, y ello
por una razón muy simple: acaso porque la índole de sus objetos (la sociedad) es demasiado compleja,
estas materias no poseen la capacidad de predicción que tienen las ciencias de la naturaleza, como
pueden ser la física, la química o la biología. Y, como veremos enseguida, «capacidad de predecir»
constituye la característica esencial, central, de la ciencia.
Especialmente durante el siglo XX fueron muchos los que intentaron encontrar una buena
definición de qué es la ciencia, de cómo se puede distinguir de otras actividades menos «seguras»,
incluyendo algunas que muchos de nosotros consideramos de lógica más que dudosa, actividades —
engaños más bien— como las que practican curanderos o astrólogos. Uno de los que más se
esforzaron en esa dirección fue un filósofo austríaco que finalmente se instaló en Londres, Karl
Popper (1902-1994). Para Popper, autor de libros clásicos como La lógica de la investigación
científica (1934), «una teoría que no es refutable mediante ningún experimento imaginable no es
científica». Con «que no es refutable mediante ningún experimento imaginable» quería decir «que si
no es posible imaginar algún experimento cuyos resultados contradigan las predicciones de una teoría,
ésta no es realmente científica». Sin duda tenía Popper algo de razón, su definición era atractiva pero
falsa desde el punto de vista de la lógica, como argumentaron otros filósofos. Siempre es posible
encontrar explicaciones a refutaciones aparentes. Pensemos, por ejemplo, que somos un astrónomo
que vive en la época en la que se creía que la teoría de la gravitación y la mecánica que desarrolló en
el siglo XVIII Isaac Newton eran ciertas, y que con nuestro telescopio observamos el movimiento de
un planeta y encontramos valores diferentes del que se deduce de la aplicación de las teorías
newtonianas. ¿Deberíamos por ello considerar refutadas ambas teorías, o una de las dos? No, por
supuesto que no: nadie tira por la borda, a la primera, joyas del calibre de las construcciones
newtonianas. Tendríamos todo el derecho del mundo a suponer, por ejemplo, que los datos teóricos
y experimentales no encajan porque existe algún objeto planetario cuyo campo gravitacional afecta
al planeta en cuestión, desviándolo de su supuesta órbita. Aunque suele ser complejo, es posible
efectuar los cálculos pertinentes para establecer cuál debe ser la trayectoria de ese hipotético objeto
para que produzca tal efecto. Una vez hecho esto es el momento de comprobar si es cierto que existe
semejante cuerpo, dirigiendo nuestro telescopio al punto del espacio por el que debería pasar en un
momento determinado. Si se encuentra tal objeto, perfecto: las teorías newtonianas han pasado una
nueva prueba; no han sido refutadas. De hecho, uno de los planetas de nuestro sistema solar, Neptuno,
se descubrió de esta forma.
Ante la evidencia observacional de que Urano (otro de los compañeros de la Tierra en sus viajes
en torno al Sol) no seguía la órbita que se predecía según la teoría newtoniana, en 1845 un astrónomo
inglés, John Couch Adams (1819-1892), supuso que debería existir un planeta (el octavo, después de
Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno y Urano) hasta entonces no observado (¡no es
fácil ver objetos en el cosmos, y menos planetas, que no tienen luz propia, sólo la reflejan!), y calculó
la masa que debería tener y la trayectoria que tendría que seguir. Una vez hecho esto, Adams envió
su predicción a la figura más prominente de la astronomía inglesa, el astrónomo real, sir George B.
Airy (1801-1892), que disponía de los instrumentos necesarios para comprobar la idea de su
compatriota; pero Airy no le hizo caso. Perdieron una gran oportunidad, ya que al otro lado del canal
de La Mancha, otro astrónomo (aunque había estudiado primero matemáticas en la famosa Ecole
Polytechnique de París, y después química con Gay-Lussac), Urbain Jean Joseph Le Verrier (1811-
1877), tuvo la misma idea que Adams. El 18 de septiembre de 1846, Le Verrier completó sus cálculos.
Inmediatamente escribió a Johann Galle (1812-1910), del Observatorio de Berlín, informándole de
sus resultados y pidiéndole que buscase en una posición determinada al hipotético planeta. Al
contrario que Airy, Galle se tomó en serio la idea y el 23 de septiembre encontró el planeta. Fue
bautizado con el nombre de Neptuno, el dios romano del mar. Como suele suceder, posteriormente
se produjeron amargas disputas entre Adams y Le Verrier relativas a quién debería recibir la prioridad
por el descubrimiento, pero de esto no merece la pena que nos ocupemos aquí, salvo para entender
que los científicos no están en absoluto al margen de las pasiones humanas.
Regresemos ahora a la cuestión de si las teorías científicas se pueden refutar o no mediante
observaciones. Nos habíamos quedado en la posibilidad de que se encuentre el planeta predicho, pero
imaginemos que el resultado es negativo, que no aparece el maldito objeto planetario. ¿Debemos
concluir, ahora ya sí, que hemos refutado la formulación newtoniana? No. Se puede, una vez más,
introducir alguna nueva suposición: por ejemplo, que existe una nube de polvo interestelar que impide
la visión del objeto planetario desde la Tierra. Está claro que este tipo de secuencia se puede continuar
en principio ad infinitum. También parece claro que cada vez la explicación será más complicada,
menos «natural», aunque este término es subjetivo. Sólo entonces, tras un largo camino, es cuando se
suele empezar a cuestionar el sistema teórico inicial, a pensar que tal vez aquella observación
constituya realmente una refutación de ese sistema; cuando se comienzan seriamente a buscar otras
alternativas teóricas. No valen, en definitiva, recetas como la de Popper para definir qué es la ciencia,
cuál es un comportamiento científico y cuál no lo es. La ciencia avanza siguiendo complejos caminos.
No podemos estar seguros, no desde luego inmediatamente, de que las decisiones que tomamos
abandonando o siguiendo uno u otro camino ciertas, pero a la larga (a veces con gran rapidez) los
requisitos de que se puedan comprobar nuestras hipótesis (con todas las incertidumbres que
comprobar lleva consigo) y que los sistemas teóricos que construimos no contengan elementos que
entren en conflicto entre sí, suelen ser buenas guías. Por lo menos son las más seguras de que
disponemos.
De hecho, para nosotros el mínimo imprescindible que debe poseer una teoría para que se pueda
decir de ella que es científica, algo así como el mínimo común divisor de todas las construcciones
formales que pretenden describir la naturaleza, es la capacidad de predecir, y que esas predicciones
se puedan, de alguna manera, comparar con lo que realmente observamos, con lo que sucede; además,
por supuesto, de que, en conjunto, una buena parte de esas predicciones resulten ser ciertas. Por otra
parte, las teorías científicas realmente poderosas nos ayudan a encontrar —casi podríamos decir, que
nos muestran— hechos que se dan en la naturaleza y que antes ni siquiera imaginábamos o
sospechábamos que pudiesen existir.
En vista de todo esto está claro que para ser científico es preciso una buena dosis de paciencia,
de persistencia. También, claro, de imaginación y de inteligencia. Pero, ¿qué es la inteligencia? No
lo sabemos muy bien. Una definición que aunque algo ambigua nos gusta es la siguiente: «La
inteligencia es una aptitud mental muy general que implica, entre otras cosas, la capacidad de razonar,
prever, resolver problemas, pensar en abstracto, captar ideas complejas, aprender y aprovechar las
enseñanzas que da la experiencia». ¿Quién no posee, en algún grado, estas características? En
consecuencia, no hace falta ser Newton o Einstein para ser científico, y mucho menos, claro, para
hacerse una idea de qué es la ciencia y familiarizarse con algunos de sus principales resultados.
En las líneas precedentes hemos utilizado repetidas veces la expresión «teorías». En general la
mayoría de las personas tienen una idea acerca de qué es una teoría, pero nos gustaría explicar con
un poquito de detalle qué es una teoría científica. Es muy importante. Una teoría científica es un
conjunto coherente (no se dan incongruencias entre las partes que lo componen) de elementos, en el
que partiendo de unos «axiomas» (a veces también denominados «leyes») se deducen una serie de
proposiciones que nos hablan acerca del funcionamiento de la naturaleza. En algunas ciencias, sobre
todo en la física (la ciencia de, especialmente, los movimientos y composición de los objetos que
existen en el Universo), la mayor parte de esos elementos se describen en términos matemáticos, en
ecuaciones que al resolverlas nos dan información sobre los fenómenos naturales, pero no es
absolutamente imprescindible que una ley se enuncie en términos matemáticos para que sea científica.
Uno de los grandes libros de la historia de la ciencia es El origen de las especies (1859) de Charles
Darwin —hablaremos de él más adelante— y en sus muchas páginas no se encuentra ninguna
expresión matemática. Es de desear, no obstante, que la matemática termine desempeñando un papel
destacado en una teoría científica, ya que «predecir» cuál es el comportamiento de la naturaleza quiere
decir «predecir cuantitativamente». No basta con decir cosas del estilo de «ese objeto va a ir por allí,
seguir tal o cual dirección», es necesario indicar con qué velocidad se moverá, cuál será su
aceleración, cuánto tiempo tardará en recorrer un cierto espacio, etc., y no disponemos de ningún
instrumento mejor que la matemática para llevar a cabo semejantes tareas. Incluso en el caso de la
teoría del origen de las especies de Darwin a la que me acabo de referir, algunos de sus seguidores
(como Ronald A. Fisher, Sewall Wright y John Burton S. Haldane) se afanaron, ya en el siglo XX,
en hacerla más cuantitativa, elaborando modelos matemáticos que reconciliaran el estudio estadístico
de poblaciones con la teoría de la herencia mendeliana (de la que también nos ocuparemos más
adelante).
Hemos dicho antes, «partiendo de “axiomas” o “leyes” se deducen…». En otras palabras, en
las teorías científicas existen unos elementos privilegiados, los «axiomas», a los que también se puede
o suele denominar «leyes». ¿Qué son los axiomas o leyes?
Explicado brevemente, los axiomas o leyes básicas son las piedras fundacionales de una teoría,
sus pilares. No resistimos la tentación de citar unas frases que abren uno de los grandes libros de
Aristóteles, la Física. Aunque hace mucho que hemos dejado de creer en lo que allí decía Aristóteles
sobre el movimiento, en las leyes que él imaginó, esas frases iniciales contienen una percepción muy
adecuada de lo que las hipótesis («primeros principios» las llamaba él) significan para la ciencia:
Objeto y método de la Física. Puesto que en toda investigación sobre cosas que tienen
principios, causas o elementos, el saber y la ciencia resultan del conocimiento de éstos —ya
que sólo creemos conocer una cosa cuando conocemos sus primeras causas y sus primeros
principios, e incluso sus elementos—, es evidente que también en la ciencia de la naturaleza
tenemos que intentar determinar en primer lugar cuanto se refiere a los principios.
Las hipótesis son enunciados que creemos ciertos, pero que sólo podemos demostrar por sus
efectos, investigando si las conclusiones a las que llegamos a partir de ellos —las proposiciones a las
que antes nos referíamos— coinciden con lo que observamos. Un ejemplo que nadie, absolutamente
nadie, debería ignorar, son las tres leyes de la mecánica de Newton. Las expresiones que el propio
Newton empleó en el libro en el que las introdujo, su inmortal Philosophiae Naturalis Principia
Mathematica (1687), esto es, Principios matemáticos de la filosofía natural, son éstas:
Primera ley: Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y
rectilíneo a no ser que sea obligado por fuerzas impresas a cambiar su estado.
Segunda ley: El cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz impresa y
ocurre según la línea recta a lo largo de la cual aquella fuerza se imprime. (Se enseña esta ley
escrita como: «Fuerza igual a masa por aceleración».)
Tercera ley. Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria. O sea, las
acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y dirigidas en sentidos opuestos.
En la teoría que Newton elaboró, y que nos ha servido extraordinariamente bien durante siglos
para saber cómo se mueven todo tipo de objetos —desde el humilde péndulo o la bola que cae por un
plano inclinado, hasta el satélite que órbita la Tierra (todavía se utiliza aunque reconociendo sus
límites: cuando las velocidades implicadas son pequeñas comparadas con la velocidad a la que se
mueve la luz)—, esas tres leyes no tienen explicación, esto es, no se pueden deducir de otras leyes o
axiomas. Sólo podemos comprobarlas a través de las consecuencias que se obtienen al aplicarlas a
objetos y situaciones específicas. Los axiomas son, en realidad, hipótesis que hacemos. Siempre llega
un momento en el desarrollo científico en el que hay que hacer hipótesis. El gran Newton llegó a
creer que sus análisis sobre los fenómenos naturales eran tan profundos, tan minuciosos, que él no
hacía hipótesis. «Hipótesis non fingo» («Yo no hago hipótesis») escribió en un apéndice (General
Scholium) que introdujo en la segunda edición (1713) de los Principia, pero claro que las hacía. Todos
las hacemos, constantemente, en todos los ámbitos de la vida. Muchos de los grandes momentos
innovadores de la ciencia se produjeron cuando un científico introdujo una nueva hipótesis que nadie
antes había imaginado y con la que fue capaz de explicar aspectos de los fenómenos naturales que
hasta entonces habían desafiado a sus colegas.
«Hipótesis que nadie antes había imaginado», hemos dicho y conviene reflexionar un momento
sobre esta expresión. Lo que queremos decir con esa frase es que según va progresando la ciencia, las
hipótesis en que se basan las nuevas teorías suelen ser más sorprendentes, más «contraintuitivas» que
las que sustentaban las formulaciones previas. Un ejemplo especialmente transparente se encuentra
en una teoría muy famosa: la teoría especial de la relatividad, que propuso en 1905 Albert Einstein.
Esta teoría se ha introducido en la cultura popular de una forma un tanto sorprendente. «Ya lo decía
Einstein, todo es relativo», es una frase que muchos hemos oído en algún momento. Y por supuesto,
Einstein no dijo nada que se le parezca; su teoría tiene un contenido muy preciso y, de hecho, es en
más de un sentido una teoría «de absolutos» no «de relativos», aunque es cierto que de ella se
concluye que cosas tan importantes como los valores de longitudes o tiempos no son los mismos para
observadores que se encuentran en diferentes sistemas de referencia «inerciales» (esto es, que se
mueven entre sí con velocidades constantes). Pero lo que queríamos explicar no es esto sino lo
siguiente.
En la base de la teoría de la relatividad especial —que hasta la fecha consideramos correcta y
que permitió comprender o darse cuenta de la existencia de muchos fenómenos que con la teoría de
Newton era imposible explicar o imaginar— se encuentra un axioma que Einstein introdujo y que
nos resulta francamente contraintuitivo: el axioma de la constancia de la velocidad de la luz. «La
velocidad de la luz es la misma e independiente del estado de movimiento del cuerpo que la emite.»
A lo que hay que añadir que no existe en la Naturaleza velocidad que exceda a la de la luz: 300.000
kilómetros por segundo.
Para darse cuenta de lo contraintuitivo que es este axioma, imaginemos el siguiente
experimento. Una persona —digamos Antonio Mingote— se encuentra de pie en la plataforma de un
vagón de ferrocarril abierto, y viéndole pasar, en el andén, están unos amigos suyos (por ejemplo,
todos los miembros de la Real Academia Española). El tren se mueve con respecto a éstos con una
velocidad constante, digamos 50 kilómetros por hora. Desde el vagón, Antonio lanza una pelota que
se mueve paralelamente a la plataforma en la que está y, de la manera que sea, comprueba que la
velocidad de la pelota es, con respecto a él, 30 kilómetros por hora. En ese instante, Antonio dice a
sus compañeros de la RAE que midan cuál es la velocidad que tiene para ellos la pelota, y éstos hacen
las oportunas medidas. A nadie le sorprenderá que el resultado que encuentren sea 80 kilómetros por
hora (50 + 30). De hecho, es más que posible que si alguno de esos amigos académicos (José Manuel
Sánchez Ron, por ejemplo, que para eso estudió Físicas) conoce de antemano la velocidad que
Antonio ha medido para la pelota y la velocidad del tren con respecto a él, no se molestase en medir
la velocidad que la pelota tiene para los amigos del andén y le dijese inmediatamente que es de 80
km/h.
Este resultado nos parece tan razonable que pensamos que debe valer para cualquier fenómeno.
Es una hipótesis que hacemos. Newton también. Estaba por ahí, más o menos oculta en su física. Pero
llegó Einstein introduciendo una nueva. ¿Cuál? Continuemos con el ejemplo mental.
Si en lugar de la pelota, Antonio Mingote coge ahora una linterna y trata de medir la velocidad
de la luz que ésta emite, en principio podríamos pensar que el problema no es, básicamente, diferente
del anterior, sólo que es más difícil medir la velocidad de la luz que la de la pelota, porque aquélla se
mueve con mucha mayor rapidez. Pero resulta que Antonio es muy hábil y logra medir ese valor,
encontrando que es de 300.000 kilómetros por segundo. Nada de lo demás (la velocidad del tren con
respecto a sus amigos) ha cambiado. Y Antonio hace de nuevo la misma petición a sus amigos:
«¡Medid la velocidad que la luz tiene para vosotros, viejos carcamales!». El avispado de antes,
vehemente seguidor de las teorías de Newton, sabedor de que la tarea es ahora mucho más compleja
pensaría: «¿Para qué me voy a molestar si estoy seguro de cuál es el resultado?». «300.000 kilómetros
por segundo + 50 kilómetros por hora (lo único que tendría que hacer es pasar los “km/h” a “km/s” o
viceversa, tarea bastante sencilla)». Razonable, pero como argumentó Einstein y más tarde se
comprobó repetidamente, falso. Si los académicos de la lengua realizasen el experimento, y lo
hiciesen bien, encontrarían que también para ellos la luz se mueve a 300.000 km/s.
¿Cómo puede ser esto posible? ¿No violenta nuestras expectativas, nuestra forma de pensar?
Sí, claro que las violenta y que no comprendemos cómo puede ser posible. Sólo podemos decir, como
mucho, que la luz es «algo» que no comprendemos bien. Fue durante el siglo XX cuando nos dimos
realmente cuenta de que la Naturaleza obedece, al menos en ocasiones, a leyes que chocan con
algunas de las pautas de comprensión más comunes en los humanos. Junto a la velocidad de la luz y
la teoría especial de la relatividad, el otro ejemplo canónico es la física cuántica, que nos dice que
«objetos» que considerábamos partículas —por ejemplo, los electrones— pueden comportase
también como ondas (vibraciones de un medio continuo); en otras palabras que los electrones —y
cualquier otra de las (mal) llamadas «partículas elementales»— son partículas y ondas al mismo
tiempo (algún científico propuso que se utilizase el nombre de ondículas, pero la idea no prosperó).
Pero, ¿cómo puede ser esto? O son una cosa o la otra… según, claro, nuestros modos de comprensión.
Pero una cosa son nuestros modos de comprensión, las pautas que siguen nuestras mentes,
entrenadas en la experiencia a la que permiten acceder nuestros limitados sentidos, y otra es la
naturaleza. ¿Por qué la naturaleza tendría que amoldarse a nuestros «modos de pensar»? ¿Por qué los
pilares, los axiomas o leyes, sobre las que se asienta deberían ajustarse a «nuestras expectativas»?
Bastante mérito tiene el que seamos capaces de descubrir sus secretos. Einstein dijo en cierta ocasión
que «el misterio eterno del mundo es que sea comprensible. El hecho de que sea comprensible es un
milagro». Y qué razón tenía. Es maravilloso que seamos capaces de diseñar sistemas que nos permitan
«explicar» la naturaleza; esto es, sistemas, recordemos, con capacidad predictiva.
Que según avanzamos en la exploración y explicación del mundo nos veamos obligados a
introducir elementos (hipótesis) más «esotéricos», refinados o sofisticados —como se prefiera— para
nuestras mentes no es lo sorprendente. Recordemos, en este punto, que estamos biológica y
evolutivamente ligados al resto de la vida en el planeta (hablaremos de esto, de la evolución de las
especies, y en particular de la teoría que propuso Darwin, más adelante). En este sentido, podemos
decir, por ejemplo, que estamos emparentados con las lombrices de tierra. Pues bien, seguro que una
lombriz de tierra encontraría —es una manera de hablar— contraintuitiva la ley de composición de
velocidad newtoniana, la primera a la que hemos hecho referencia antes y que a nosotros nos parece
tan «natural». Lo que necesita explicación es cómo la evolución ha ido seleccionando organismos,
seres dotados de conjuntos de células especiales (cerebros y neuronas) que permiten «hacer ciencia»
e imaginar hipótesis contraintuitivas.