Nota Sobra Dagas Voladoras

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Como en los antiguos grupos escultóricos, en La casa de las dagas voladoras cada fragmento tiene una relación de proporcionalidad con todos los demás; cada frase, cada imagen, cada idea tiene una simétrica pareja, y todas ellas forman un sorprendente compendio de geometría, que pone en olvido la terrible fisura pitagórica. Nadie se atreve a afirmar, desde que de manera harto convincente lo refutara Burke, y agudamente se mofara de ello, que la proporción en cuanto tal es fundamento de belleza; con justicia queda dicho en su Enquiry que aquélla es fruto del cálculo y el entendimiento, cuando la belleza es cosa de la percepción, y que no hay ninguna medida común a las cosas bellas, ya de la misma o de distintas especies, y, en fin, que ni siquiera en una sola cosa bella podemos a menudo encontrar ningunos números privilegiados, antes, a menudo, lo contrario: I grant that we may observe, in many flowers, something of a regular figure, and of a methodical disposition of the leaves. The rose has such a figure and such a disposition of its petals; but in an oblique view, when this figure is in a good measure lost, and the order of the leaves confounded, it yet retains its beauty; the rose is even more beautiful before it is full blown; in the bud, before this exact figure is formed; and this is not the only instance wherein method and exactness, the soul of proportion, are found rather prejudicial than serviceable to the cause of beauty. (Enquiry, III, II) Huelga decir que tampoco me complace la solución que el propio Burke ofrece en su jugoso libro, ligando la belleza a la fragilidad y a la amistad o compasión a que tal cualidad nos mueve; porque en esto, a fe, la idea de belleza que se propone analizar resulta muy limitada o mutilada, cuanto menos respecto de los usos actuales, y se me ocurren gran cantidad de objetos a los que llamar bellos en un sentido estricto, el mismo en el que llamaría bella a una flor, y que no son en modo alguno frágiles: ¿Lo es un roble, cuando eleva sus mil ramas verdecidas al sol tardío de septiembre? Ni veo que pueda aplicarse en todos estos casos la categoría alternativa de Burke, lo sublime, ligado a la grandeza y el poder de algo que podría destruirnos, y cuya contemplación produce un terror deleitoso; esto es adecuado a un tigre o a las cumbres de

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Reseña sobre la casa de las dagas voladoras

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Como en los antiguos grupos escultóricos, en La casa de las dagas voladoras cada fragmento tiene una relación de proporcionalidad con todos los demás; cada frase, cada imagen, cada idea tiene una simétrica pareja, y todas ellas forman un sorprendente compendio de geometría, que pone en olvido la terrible fisura pitagórica. Nadie se atreve a afirmar, desde que de manera harto convincente lo refutara Burke, y agudamente se mofara de ello, que la proporción en cuanto tal es fundamento de belleza; con justicia queda dicho en su Enquiry que aquélla es fruto del cálculo y el entendimiento, cuando la belleza es cosa de la percepción, y que no hay ninguna medida común a las cosas bellas, ya de la misma o de distintas especies, y, en fin, que ni siquiera en una sola cosa bella podemos a menudo encontrar ningunos números privilegiados, antes, a menudo, lo contrario:

I grant that we may observe, in many flowers, something of a regular figure, and of a methodical disposition of the leaves. The rose has such a figure and such a disposition of its petals; but in an oblique view, when this figure is in a good measure lost, and the order of the leaves confounded, it yet retains its beauty; the rose is even more beautiful before it is full blown; in the bud, before this exact figure is formed; and this is not the only instance wherein method and exactness, the soul of proportion, are found rather prejudicial than serviceable to the cause of beauty. (Enquiry, III, II)

Huelga decir que tampoco me complace la solución que el propio Burke ofrece en su jugoso libro, ligando la belleza a la fragilidad y a la amistad o compasión a que tal cualidad nos mueve; porque en esto, a fe, la idea de belleza que se propone analizar resulta muy limitada o mutilada, cuanto menos respecto de los usos actuales, y se me ocurren gran cantidad de objetos a los que llamar bellos en un sentido estricto, el mismo en el que llamaría bella a una flor, y que no son en modo alguno frágiles: ¿Lo es un roble, cuando eleva sus mil ramas verdecidas al sol tardío de septiembre? Ni veo que pueda aplicarse en todos estos casos la categoría alternativa de Burke, lo sublime, ligado a la grandeza y el poder de algo que podría destruirnos, y cuya contemplación produce un terror deleitoso; esto es adecuado a un tigre o a las cumbres de los Alpes, pero no a un tronco familiar a plena luz del día. En fin, tampoco encuentro satisfacción y justa respuesta en la tan bien construida teoría kantiana de lo bello, ni en la tradición estética en general, a mi juicio más prolongación de viejas disputas teológicas que estudio zu den Sachen selbst de la percepción, cosa esta última que en buena medida está todavía por hacer. Sin embargo, observemos de nuevo los efectos de la proporción: desde luego, su origen está en el entendimiento, en la facultad del lenguaje para contar y establecer relaciones de intervalos regulares entre cosas en principio heterogéneas; pero muy pronto aprenden el ojo y el oído a percibir según tales patrones y a buscarlos de manera inconsciente; y de cierto que en aquello que no viene de la mano del hombre no es fácil encontrar correspondencia sensible con ellos, a pesar de lo cual causan inmensa impresión de belleza (así el embate de las olas del mar, el más misterioso de los sonidos, constante pero de todo punto irreducible a número); aún así, los órganos no cesan de buscar esas correspondencias, y el descubrirlas produce un gran placer. Cualquiera puede hallar un singular agrado en el reparto de las patas de las arañas, así como en la exactitud de su movimiento, por mucho que lo repugne ese feo insecto; y lo mismo en la disposición de las plumas y del delgado esqueleto de los patos, por mucho que encuentre insignificantes a tales criaturas; se vuelve mucho más sabrosa la contemplación de las flores cuando se conocen las estructuras que los biólogos han ido persiguiendo en ellas. En cambio, si los objetos quedasen reducidos a esas meras

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relaciones, acaso perdiesen toda su belleza; de igual modo, si no encontrásemos o adivinásemos ninguna relación de este tipo en ellos, ni siquiera podríamos, cabalmente, contemplarlos. En la poesía el encanto principal es el del número; ella puede recrear cualquier elemento de la naturaleza, ya sea el más mísero y desagradable, y hacerlo, en ella, hermoso, y los intentos de romper el número del poema, motivados precisamente por tratar de imitar la irregularidad de la naturaleza, resultan infructuosos para uno y para otra, y solamente son efectivos cuando dan en sustituir un número grosero por otro más sutil, como ocurre acaso en los poemas de Eliot. Por otra parte, se dice con razón que el misterio del poema radica en no reducir el objeto a mera idea, sino conservarlo en sí mismo, oponiéndose a las medidas humanas a pesar de todo. Considerados todos estos detalles, yo propongo lo siguiente: la belleza requiere una coincidencia parcial del objeto con las proporciones que establece el lenguaje, al tiempo que una opacidad amistosa, un velo no corrido que sustrae del mismo su particularidad, porque no es otra cosa que signo de diálogo con la naturaleza, lugar en que la facultad mimética del hombre descubre una semejanza entre él y ella, no forzada, sino espontánea, sustentada en la razón común que se despliega por debajo de los discursos de dominio. La sustancia de todo lenguaje es el tiempo, el tiempo es el modo en el que tanto las cosas como nosotros mismos hablamos; y la proporción, ya sea visual o auditiva, remite al ritmo, en lo más hondo de la lengua, que no es otra cosa que juego de la misma con el tiempo, donde, a través de repeticiones producidas regularmente, se va deshaciendo la ilusión de una sucesión de instantes homogéneos y distintos a través de la nada, pues nuestra memoria liga unos con otros, desdibujando sus fronteras y ascendiendo a la intuición del continuo indefinible que se encuentra por debajo, y acercando, por tanto, a la experiencia de la embriaguez, en la que se habla plenamente la lengua del cosmos. El ritmo puede aplicarse a la imagen y al oído, pero también, mediatamente, al concepto: en las narraciones se conjugan las imágenes y las ideas según esa mágica sucesión, aspirando al mismo efecto, y no otra cosa hacen los razonamientos desmandados, como los de aquel Sísifo, el Eólida, que engañaron a la muerte, o ya en tiempos históricos, los del mismo Zenón de Elea.

Si lo anteriormente expuesto, al margen de lo tentativo de la exposición, es cierto, la obra que nos ocupa está atravesada por un obstinado alambre de lógica, de danza con el tiempo, producida a través de las correlaciones y simetrías. Algunos comentaristas consideran que la obra es repetitiva, porque perciben las manifestaciones de esa lógica, pero sin atrapar el hilo. Yo quiero, sin pretender una exhaustividad que por lo demás sería vana, dado hasta el último de los detalles está a la vista para quien tenga un poco de atención, remontar ese hilo e ilustrarlo como haría un viejo monje letrado. En primer lugar, es de ver que la articulación del mismo reside ante todo en imágenes y situaciones, y que las palabras son lo más bajo y descuidado de la obra; ningún ritmo hay en ellas, porque, de hecho, funcionan a modo de didascalias o pies de foto, proporcionando nada más que la clave interpretativa para descubrir la gramática visual: utilizando un modelo que propusiera, entre nosotros, Benjamin, aunque independientemente de él, puesto que el director lo toma directamente de fuentes orientales, la lengua descansa en el color y el movimiento, y el idioma es solamente la clave para abrirlos. No nos conmueve lo que se dicen unos personajes a otros, sino la visión de sus lágrimas entre los árboles.