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Nota sobre Aristóteles Aristóteles no solo estudió muchos años con Platón en la Academia, también debe decirse, para empezar, que la matriz de su importante propuesta filosófica es platónica. Nunca buscó ‘superar’ a Platón –dejarlo atrás como algo prescindible e irrelevante, etc.- : su meta principal fue corregir o enmendar internamente el platonismo salvaguardando su núcleo central (el postulado de un único universo eidético alcanzable por un saber absoluto, por expresarlo así). De este modo consiguió en efecto resolver algunas de las perplejidades en las que incurría el planteamiento platónico, generando, de todos modos, otra serie de perplejidades no menos desconcertantes (y que tienen la enorme virtud de alentarnos a seguir pensando aunque para ello se tenga finalmente que ‘abandonar’ el propio aristotelismo-). La diferencia central entre Platón y Aristóteles, sucintamente expuesta, puede formularse así: a) En Platón la Idea o Esencia está “fuera de” y va “antes de” lo esenciado o causado por ella (siendo esto último contingente, múltiple, particular es decir, el mundo volátil de las apariencias sensibles, de las sombras proyectadas en el fondo tenebroso de la Caverna). b) En Aristóteles en cambio la esencia o forma está, en principio, “dentro de” y va “a la vez que” lo por ella esenciado o causado; por otra parte los entes particulares (este triángulo, aquel caballo) no son sólo efímeras apariencias: poseen su sustantividad propia. Dicho así: el hilemorfismo aristotélico (la tesis de que los entes son un compuesto de materia y forma) es la principal enmienda al platonismo. De todos modos esto no es todo lo que sucede en Aristóteles: según su propuesta los entes más propia y auténticamente entes (los entes supremos o el ente supremo) son ‘suprasensibles’ y carecen de composición hilemórfica (son pura forma, sin potencialidad alguna, sin materia, etc.): en Aristóteles, por lo tanto, la forma o esencia es en unos casos el de los entes inferiores- intrafísica y en otros en los entes superiores- suprafísica (la culminación de la metafísica aristotélica es o eso parece- una peculiar ‘teología’ –algo que por cierto nada tiene que ver con religión alguna, pues la teología aristotélica si está vinculada con algo es con la ‘física celeste’, con la astronomía matemática, en definitiva). La diferencia señalada si se la recorre en todos sus aspectos y se la explica con el detalle exigido- da pie, es cierto, a propuestas muy distintas (y la de Platón y Aristóteles lo son). Pero hay que insistir en lo que dijimos anteriormente: lo común a ambos es el postulado de un único (eterno, omniabarcante, omnideterminante) universo eidético (un único mundo de Formas universales, necesarias, idénticas y permanentes, etc.). Y aceptar esto como algo cierto y seguro significa compartir una orientación común. Si, por decirlo así, ‘cayese el platonismo’ el aristotelismo caería con él. Lo decisivo en ambos es pues la tesis de que hay un Orden jerárquico del mundo accesible a un Saber absoluto (la múltiple y compleja herencia platónico-aristotélica se concentra en la difusión de esta tesis en el mundo medieval o el mundo moderno se introdujeron en

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Nota sobre Aristóteles

Aristóteles no solo estudió muchos años con Platón en la Academia, también debe

decirse, para empezar, que la matriz de su importante propuesta filosófica es platónica.

Nunca buscó ‘superar’ a Platón –dejarlo atrás como algo prescindible e irrelevante, etc.-

: su meta principal fue corregir o enmendar internamente el platonismo salvaguardando

su núcleo central (el postulado de un único universo eidético alcanzable por un saber

absoluto, por expresarlo así). De este modo consiguió en efecto resolver algunas de las

perplejidades en las que incurría el planteamiento platónico, generando, de todos

modos, otra serie de perplejidades no menos desconcertantes (y que tienen la enorme

virtud de alentarnos a seguir pensando –aunque para ello se tenga finalmente que

‘abandonar’ el propio aristotelismo-).

La diferencia central entre Platón y Aristóteles, sucintamente expuesta, puede

formularse así:

a) En Platón la Idea o Esencia está “fuera de” y va “antes de” lo esenciado o

causado por ella (siendo esto último contingente, múltiple, particular –es

decir, el mundo volátil de las apariencias sensibles, de las sombras

proyectadas en el fondo tenebroso de la Caverna).

b) En Aristóteles en cambio la esencia o forma está, en principio, “dentro de” y

va “a la vez que” lo por ella esenciado o causado; por otra parte los entes

particulares (este triángulo, aquel caballo) no son sólo efímeras apariencias:

poseen su sustantividad propia.

Dicho así: el hilemorfismo aristotélico (la tesis de que los entes son un compuesto de

materia y forma) es la principal enmienda al platonismo. De todos modos esto no es

todo lo que sucede en Aristóteles: según su propuesta los entes más propia y

auténticamente entes (los entes supremos o el ente supremo) son ‘suprasensibles’ y

carecen de composición hilemórfica (son pura forma, sin potencialidad alguna, sin

materia, etc.): en Aristóteles, por lo tanto, la forma o esencia es en unos casos –el de los

entes inferiores- intrafísica y en otros –en los entes superiores- suprafísica (la

culminación de la metafísica aristotélica es –o eso parece- una peculiar ‘teología’ –algo

que por cierto nada tiene que ver con religión alguna, pues la teología aristotélica si está

vinculada con algo es con la ‘física celeste’, con la astronomía matemática, en

definitiva).

La diferencia señalada –si se la recorre en todos sus aspectos y se la explica con el

detalle exigido- da pie, es cierto, a propuestas muy distintas (y la de Platón y Aristóteles

lo son). Pero hay que insistir en lo que dijimos anteriormente: lo común a ambos es el

postulado de un único (eterno, omniabarcante, omnideterminante) universo eidético (un

único mundo de Formas universales, necesarias, idénticas y permanentes, etc.). Y

aceptar esto como algo cierto y seguro significa compartir una orientación común. Si,

por decirlo así, ‘cayese el platonismo’ el aristotelismo caería con él. Lo decisivo en

ambos es pues la tesis de que hay un Orden jerárquico del mundo accesible a un Saber

absoluto (la múltiple y compleja herencia platónico-aristotélica se concentra en la

difusión de esta tesis –en el mundo medieval o el mundo moderno se introdujeron en

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ella numerosos matices y bastantes modificaciones, pero permaneció, en el fondo, como

una tesis indiscutida al tenerla por indiscutible).

Como primera conclusión, por lo tanto, podemos afirmar lo siguiente: el aristotelismo

es un platonismo moderado, atenuado, suavizado. El realismo metafísico extremo de

Platón es en Aristóteles un realismo metafísico templado, atemperado, debilitado. Nada

menos, nada más.

La teoría aristotélica del conocimiento depende, como sucedía en Platón, de su

“metafísica” (es decir, del núcleo de su propuesta filosófica). Aquí, en esta breve nota,

sólo nos referiremos a ella en la medida en que nos conduce a los principales temas de

la teoría del conocimiento. Vamos con ello.

En Aristóteles surge una contraposición en el seno de la filosofía: por un lado están las

filosofías “adjetivas” (especializadas, parciales –o sea, filosofía de tal o filosofía de

cual-) y por otro la filosofía propiamente dicha, la filosofía “pura”, por decirlo así.

Ambas direcciones del filosofar no son enteramente independientes –en el fondo las

primeras remiten a la segunda (y viceversa). Empezaremos nuestra exposición

siguiendo el orden indicado.

Aristóteles desarrollo una serie de filosofías adjetivas: filosofía de la física, filosofía

ético-política, por mencionar dos importantes ejemplos. ¿Qué suponen o qué dan por

supuesto éstas? Que la totalidad de lo óntico está intrínsecamente dividida en una serie

de partes (con una metáfora golosamente infantil: la tarta está y tiene que estar divida o

repartida en distintas porciones; a cada una de esas diferentes partes del todo la

denominaremos con la expresión “género supremo” y a la propiedad esencial que define

un género “diferencia genérica”). Cada ciencia o cada saber se ocupa de indagar en una

y sólo una de esas partes del Todo (además cada ciencia o saber se sostiene sobre un

conjunto de ‘axiomas’ sin los cuales no podría desarrollar sus respectivas

averiguaciones). Con el fin de aclarar esto un poco más nos centraremos en un ejemplo.

¿Qué contiene el libro de Aristóteles llamado “Física”? Pues no contiene un desarrollo

de esa ciencia (este lo encontramos en otros escritos del legado aristotélico), ¿entonces?

¿de qué trata? Se ocupa de llevar a cabo una ‘fundamentación’ de esa ciencia (algo que

se logra o consigue sacando a la luz los ‘axiomas’ de esa ciencia, sus ‘bases’, eso que

dan por supuesto constantemente las concretas indagaciones). En este punto

encontramos una tesis característicamente aristotélica: la fundamentación del

conocimiento físico se efectúa a partir del ente físico; se trata de la tesis central del

‘realismo’: primero va la realidad (la realidad esencial, se entiende) y detrás de ella

viene la ciencia. Es por esto que Aristóteles afirma que hay ciencia física porque antes

hay el o un ente físico (es decir, un género supremo desgajado de la totalidad de lo

óntico y provisto desde la eternidad de una esencia universal y necesaria). ¿Cuál es el

primer paso de la ciencia física? Responder a la pregunta ¿Qué es el ente físico? Y

como sostuvo Platón (y antes Sócrates) decir qué es algo implica –al menos según su

propuesta, pues esto puede ser discutido- exponer su única y eterna esencia (algo que

acepta Aristóteles, por eso su realismo es ‘esencialista’). El ente físico es un género

supremo –constituye la cima de un árbol de Porfirio (en la medida en que se va

subdividiendo en otros géneros, luego en especies y finalmente, en el extremo inferior

en una multiplicidad de entes particulares); cada género óntico supremo se define a

través de una diferencia genérica, una propiedad esencial que determina homogénea y

uniformemente a todos los entes o fenómenos en él incluidos. Cuando Aristóteles señala

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que un ente físico es aquel que se mueve por sí mismo y desde sí mismo está haciendo

precisamente lo que acabamos de resaltar. El resto de la fundamentación de la ciencia

física consiste en desarrollar este axioma central: la exposición de los tipos de cambio

(sustancial, cuantitativo, cualitativo, local), la doctrina de las cuatro causas (material,

formal, eficiente, final), la definición del tiempo y del espacio, etc.

Llegado aquí Aristóteles se topó con una decisiva dificultad (y la sorteo como

pudo). Hemos dicho que cada género supremo de lo óntico es acaparado por una ciencia

y que esto implica que la totalidad de lo óntico está dividida según géneros supremos.

Ahora bien, por otra parte, y porque Aristóteles supo escarmentar en persona ajena (me

refiero aquí a los enormes líos platónicos motivados por esta misma cuestión), el

filósofo macedonio niega con rotundidad que pueda haber un género supremo que

abarque todos los géneros (el ente físico, el ente matemático, el ente técnico, el ente

ético-político). ¿Cómo salir de este atolladero (originado, después de todo, por el propio

punto de partida)? Afirmando que las “diferencias genéricas” –las propiedades

esenciales que definen cada uno de los géneros- son “plurales y originarias”. Como

solución –y siempre que aceptemos el punto de partida (procedente, como hemos dicho,

de Platón, pero modulado con nuevos matices)- es ingeniosa y, dicho así, salva los

muebles. Pero el precio de esta solución es altísimo, y la historia de la filosofía y de la

ciencia incluso cuando ha querido pagarlo no ha podido hacerlo. La tesis de que las

diferencias genéricas son propiedades esenciales (fijas, eternas, definitivas) encierra un

profundo dogmatismo que puede exponerse así: lo que en el fondo hizo Aristóteles fue

proyectar sobre la totalidad de lo óntico un peculiar y específico estado de las ciencias,

el propio del mundo griego clásico, proyección efectuada bajo la cláusula (abusiva, ¿o

no?) de que así debe ser para siempre porque así era desde siempre. Pero la eternidad

dura lo que dura (en este caso hasta el final de la edad media, aproximadamente).

Estábamos en el nivel de las distintas e irreductibles “filosofías adjetivas”. Es

obvio que, de algún modo que tiene que precisarse, ninguna de ellas puede aisladamente

responder a la pregunta de en cuántas porciones se reparte la tarta ni de qué criterio o

pauta se aplica para sacar adelante esa división. Antes lo dijimos: las filosofías adjetivas

remiten a la filosofía como tal, a la filosofía ‘sustantiva’ o ‘pura’ (una brillante

exposición de este difícil asunto puede consultarse en el § 3 del libro de Martin

Heidegger Ser y tiempo –por mi parte he abordado esta cuestión en el artículo “La teoría

de las categorías en una ontología hermenéutica”, publicado en la revista electrónica

Eikasía, nº 44, Mayo 2012). Sin embargo aquí nos encontramos más que con una

solución con un embrollo monumental. ¿Por qué? Porque la filosofía sustantiva

aristotélica está atravesada por una duplicidad intrínseca (es como si buscásemos una

filosofía que abordase y solventase los problemas que conducen hacia ella y nos dieran

dos respuestas tan distintas que no somos capaces de encajar entre sí o siquiera de ver

por qué se nos ofrecen dos líneas de respuesta tan diferentes). Veamos esto con un

mínimo detalle (una exposición más amplia y minuciosa nos desviaría en exceso de

nuestro objetivo).

La filosofía aristotélica se desdobla en dos líneas distintas:

a) Por un lado formula la pregunta por el “ente en cuanto ente” (por la entidad

del ente, por qué es ser ente, etc.; hay quienes traducen la expresión griega

por ‘ser en cuanto ser’ en vez de, como hacemos aquí, ‘ente en cuanto ente’,

pero no hay ninguna razón para la primera traducción pues Aristóteles

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emplea el participio –‘ón’- y no el verbo –‘eînai’). En el libro cuarto de la

Metafísica se encuentra expuesta esta orientación de la indagación filosófica.

b) Por otro lado plantea la cuestión del ente supremo, del ente superior (el ente

divino, el ente perfecto al que todos los demás tienden).

Tenemos, pues, por una parte la vertiente ontológica y por otra la vertiente teológica

(dicho entre paréntesis, de aquí proviene la tesis de Heidegger de que la metafísica no

otra cosa que ontoteología: se tematiza el ente en el saber –lógos- desde la suposición de

un ente supremo que opera como fundamento último). Hay quienes sostienen –por

ejemplo J. Owens en su libro The Doctrine of Being in the aristotelian Metaphysics- que

la conjunción de ontología y teología no encierra problema alguno: es “obvio” que la

pregunta por el ente en su entidad (en su ser ente) conduce automáticamente a la

cuestión del ente supremo o superior. Pero esta posición –como bien ha mostrado con

suma inteligencia Pierre Aubenque- es muy discutible (sobre todo porque en filosofía

las cosas que se declaran obvias nunca suelen serlo). Aquí –en la dualidad entre

ontología y teología- late una grave y seria dificultad, y los grandes filósofos lo son

porque no la ocultan cuando se topan con ella e intentan –lo mejor que saben y pueden-

hacerle frente (sobre la duplicidad que habita la propuesta aristotélica me explayo un

poco en el artículo “Entre fenomenología y hermenéutica: ensayo de ontología”, revista

electrónica A parte rei, nº 69, Mayo 2010).

Nos toca ahora, con brevedad, señalar cómo responde Aristóteles a cada una de

las cuestiones planteadas.

En primer lugar afirma que ‘ente’ es ante todo y sobre todo ‘ousía’ (lo que la

tradición posterior tradujo como “substancia”); el término –al que ya acudía

ocasionalmente Platón- significaba el haber o la hacienda de alguien, es decir indica que

“algo es lo que tiene”, es decir: sus propiedades (ser tal o ser cual ente es tener tales o

cuales propiedades). Con el fin de precisar esto Aristóteles trajo a colación cuatro

términos que pretendían de explicar qué es algo para que sea un ente: morphé (forma),

eîdos (esencia), enérgeia (acto), entelécheia (haber alcanzado su fin); así, en definitiva, a

la pregunta por qué es algo se responde: una forma o esencia en acto cuando ha

cumplido perfectamente y del todo su fin propio.

La teología aristotélica incluye por un lado la astronomía (la física celeste –en

cuya elaboración tiene un papel central la matemática, tanto la geometría como la

aritmética) y por otro lado la tematización propiamente dicha del único ente supremo.

¿En qué consiste la divinidad superior? Es el único motor inmóvil, un ente que es pura

forma, es simple pues carece de partes o componentes, es inmaterial (y así

suprasensible), es puro acto sin potencialidad alguna, etc.

A tenor de lo expuesto destacamos lo siguiente: el único y definitivo Orden del

Mundo respaldado por la filosofía aristotélica es un orden rígidamente jerarquizado

atravesado por una teleología de carácter teológico (pues todo lo inferior aspira y anhela

lo superior e intenta todo lo que puede acercarse a ello). ¿Cuáles son las principales

pautas que seleccionan qué es superior y qué inferior, etc.? Por ejemplo los siguientes

cuatro pares: necesidad/contingencia, unidad/multiplicidad, universal/particular,

esencial/accidental. Lo superior es lo uno-necesario-universal-esencial y lo inferior lo

contingente-múltiple-particular-accidental. En la cúspide, por esto, se encuentra el ente

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primero, el único motor inmóvil (el ente divino), en el extremo inferior, por ejemplo, el

género supremo de lo óntico constituido por lo ético-político (¿por qué? porque este es

un terreno resbaladizo presidido por la contingencia, un campo en donde la forma

encuentra una materia que se resiste enormemente a ser perfectamente modelada –por

eso, entre otras muchas cosas, en el terreno ético-político no opera la ‘lógica

demostrativa’ y sí la ‘retórica’).

Tras este rapidísimo recorrido por las complicadas sendas de la metafísica

ontoteológica aristotélica nos centraremos en adelante en lo que directamente concierne

a la teoría del conocimiento. Su tesis central ya la hemos enunciado: “hay un saber

absoluto (o un sistema de saberes absolutos) volcado a explicitar el previo universo

eidético”; estamos aquí, por ofrecer una etiqueta más cómoda que exacta en todos sus

puntos, ante un realismo esencialista. Del denominado ‘corpus aristotelicum’ ¿dónde

encontramos lo que corresponde a la teoría del conocimiento? Principalmente entre

algunos libros del Organon (los analíticos primeros y segundos, el tratado de las

categorías, el escrito denominado “De interpretatione”) y el De Anima. ¿Por qué entre

estos y no en otros escritos? La relación cognoscitiva tiene lugar una y otra vez entre

algo conocido y un cognoscente; pues bien: los libros del Organon nos ilustran

principalmente sobre lo cognoscible, el De Anima nos brinda alguna noticia sobre el

cognoscente. La teoría del conocimiento aristotélica, pues, se mueve entre la lógica y lo

que, por emplear una expresión contemporánea, cabe llamar –con las debidas

precauciones- una ‘antropología filosófica’.

La teoría del conocimiento es, en primer término, una lógica (o, mejor dicho, la

teoría del conocimiento tiene uno de sus puntales en una peculiar ciencia, la ‘ciencia de

la lógica’). En último término la lógica es la ciencia del razonamiento deductivo o de la

inferencia demostrativa, pero no es sólo esto lo que aporta al conocimiento.

Anteriormente indicamos que cada ciencia tiene unos axiomas propios (la física unos, la

matemática otros, el saber ético-político otros, etc.); sin embargo, además de estos

específicos axiomas hay unos axiomas comunes a todo el conocimiento. ¿Cuáles son?

En primer lugar el principio de identidad y, a continuación, el principio de no

contradicción y el de tercero excluido; lo más relevante de este planteamiento es que

Aristóteles entiende que estos principio o axiomas no sólo son los axiomas comunes a

todas y cada una de las ciencias sino que lo óntico mismo está constituido de manera

que se atiene a ellos; es esto, por otro lado, lo que explica en último término por qué

profunda razón el ‘eîdos’ de los entes se refleja perfectamente en el ‘lógos’: porque

ambos comparten una misma ‘forma’ (se postula aquí una ‘isomorfía’ entre lógos y

eîdos y, en base a ella, se sostiene que lo óntico y lo lógico están directa y

estrechamente vinculados). Además de esto la ciencia denominada lógica tiene un

contenido propio, éste se concreta en el estudio de lo implicado por la siguiente

secuencia: concepto, juicio, razonamiento.

La lógica, en un primer momento, tiene que explicar qué es un concepto, y esto

lo consigue fijándose en qué es eso a lo que un concepto está referido. Cada concepto se

refiere a una esencia (cabe hablar entonces de una esencia conceptual o de un concepto

esencial); por otro lado los conceptos tienen intensión y extensión (la intensión son las

notas que definen a lo que cae bajo él, la extensión es su amplitud o cantidad lógica; en

este punto rige una peculiar ley lógica: ‘a mayor extensión menor es la intensión’). Lo

que ya no explica la lógica –escapa a su área de competencia- es el asunto de cómo se

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obtienen los conceptos con los que opera el conocimiento (esto cae bajo la jurisdicción

de lo que se aborda en el tratado De Anima).

Gracias a los conceptos se consiguen las definiciones, y éstas constituyen el

primer momento propiamente dicho del conocimiento. ¿Y qué es una definición? Un

juicio (enunciado, proposición). Los juicios son una síntesis de conceptos, unos que

están en posición de ‘sujeto’ y otros en posición de ‘predicado’ (la forma principal del

juicio se formula así: “S es P”). Una tarea adicional de la lógica consiste en realizar una

clasificación de los juicios (hay juicios universales, particulares, afirmativos, negativos,

etc.). Por último, y esto nos lleva a un tema crucial que desborda lo que aquí podemos

exponer, el juicio es –desde cierta óptica al menos- aquello que es verdadero o falso

(Aristóteles, en la estela de Platón, definió la verdad como la ‘adecuación’ entre el

juicio y aquello juzgado por él).

Por último –y este es el punto álgido de la lógica- nos encontramos con los

razonamientos, con el encadenamiento de juicios (¿cuál es el referente de este

encadenamiento? Nada menos que una trama de esencias). Aristóteles desarrolló una

teoría del razonamiento silogístico (un silogismo es una inferencia deductiva que consta

de dos premisas y una conclusión) ofreciendo una rigurosa clasificación de las distintas

figuras que puede adoptar esta forma lógica (en una exposición más detallada

explicaríamos porque el silogismo propiamente científico es el llamado por los

medievales ‘silogismo en Barbara’ pero no podemos aquí detenernos en este interesante

punto).

Tenemos hasta aquí, respecto a la lógica, dos cosas. Por un lado expone los

principales axiomas que rigen en toda ciencia, por otro que es una teoría del concepto,

del juicio y del razonamiento. Pero aún cabe preguntar: ¿cuál es el papel de la lógica en

el conocimiento? Según Aristóteles la lógica no es aquello que la ciencia emplea cuando

investiga ni cuando va comprobando la verdad de lo que se va encontrando (la lógica,

por decirlo en términos de la filosofía contemporánea de la ciencia, no actúa

expresamente ni en el ‘contexto de descubrimiento’ ni, en primera instancia al menos,

en el ‘contexto de justificación’), pero tiene un papel clave en la exposición final de los

conocimientos que puede ofrecer una ciencia. Su papel es, por decirlo así,

‘organizador’: una ciencia acabada y perfecta tiene que estar expuesta como un

encadenamiento de silogismos (en el capítulo nueve del libro de Jonathan Barnes

Aristóteles, ed. Cátedra, se expone esto con enorme claridad). He dejado de lado en esta

veloz exposición de la lógica aristotélica un tema de enorme interés: la teoría de las

categorías de Aristóteles, aquí sólo puedo indicar esto: cada categoría –con la peculiar

excepción de la primera de ellas (la ‘ousía’)- es una agrupación de predicados (así la

categoría de cantidad es la agrupación de los predicados cuantitativos) y cada predicado

tiene como referente una propiedad (el predicado ‘verde’ tiene como referente el color

verde de una hoja o de un barco).

Hagamos ahora una rápida excursión por el De Anima. Él se ocupa de poner de

relieve al cognoscente, es decir, a uno de los dos extremos de la relación cognoscitiva.

De todos modos, conviene señalarlo desde el principio, este tratado aristotélico es

demasiado parco, tal vez por esto en asuntos clave apenas ofrece explicaciones y deja,

en definitiva, una enorme cantidad de puntos oscuros. La ‘psyché’ (suele traducirse por

‘alma’ –esto se presta a la más completa de las confusiones, pero no hay un término

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mejor, desgraciadamente) es la forma propia y específica de los entes vivos (uno de los

dos géneros en que se divide el género supremo denominado ‘ente físico’). Esta forma

es el principio rector de las operaciones de sus ‘facultades’. En el cognoscente humano

encontramos dos facultades: la facultad sensitiva (en la que van incluidos los apetitos,

las pasiones, las emociones) y la facultad intelectiva (el entendimiento). En el proceso

del conocimiento el cognoscente ¿qué es lo que ‘hace’? Gracias a sus facultades el

cognoscente lleva a cabo una “abstracción” (esta operación consiste en ‘separar’ –en

‘discernir’ y ‘discriminar’- lo que propiamente es inseparable). Puesto que el alma

humana, en lo que concierne al conocimiento, consta de dos facultades podemos decir

que realiza dos abstracciones: gracias a la facultad sensible abstrae la forma sensible de

los entes particulares, gracias al entendimiento abstrae los conceptos con lo que se

elaboran los juicios (cada concepto saca a la luz una forma inteligible). Estamos

diciendo lo que ‘hacen’ las facultades del alma en el conocimiento, pero esto es, en el

fondo, un modo de hablar: la tesis aristotélica –interesantísima por otro lado (no es

casual que de un modo distinto la haya retomado en el siglo XX la fenomenología)- es

que el alma es ante todo ‘pasiva’. Pero cuando Aristóteles se puso a desarrollar esta

afirmación no puede decirse que estuviese demasiado fino: puso todo el acento en que el

alma es una ‘tabla rasa’ (una hoja en blanco, diríamos hoy) en la que automáticamente

la realidad va escribiendo de un modo monótono y constante (si la realidad es única sólo

puede haber un único modo de escritura); además sostuvo que el proceso abstractivo

debe concebirse como una ‘asimilación’ entre lo que choca con el alma y el alma misma

(el modelo de la asimilación es, nada menos, la ‘nutrición’; una interesante crítica de

este modelo puede leerse en el artículo de Jean Paul Sartre “Una idea fundamental de la

fenomenología de Husserl: la intencionalidad”, en el volumen primero de la

recopilación Situaciones). ¿Qué ocurrió aquí? Surgió una tendencia tan difícil de

extirpar como poco esclarecedora (en la medida en que introduce todo tipo de

lamentables confusiones): tratar a la relación cognoscitiva entre el cognoscente y lo

conocido como una relación entre cosas o entes o realidades. Hemos dicho que el

tratado De Anima pasa como de puntillas –o a toda velocidad- por asuntos que exigen

muchas y detalladas explicaciones. Sólo dos ejemplos: las facultades del alma (o sea,

del cognoscente humano) ‘abstraen’, pero en ningún momento se explica esto con la

minuciosidad requerida; no queda nada claro un punto decisivo: ¿las abstracciones

respectivas del alma sensible y del alma intelectiva son respectivamente independientes

o son interdependientes? La tradición aristotélica –que ha tendido a acentuar los

aspectos más ‘empiristas’ del discípulo de Platón- ha sostenido que el entendimiento

opera sobre la abstracción ya realizada por la facultad sensible (de aquí procede la

fórmula medieval –esgrimida expresamente contra los platónicos- “nada hay en el

entendimiento que antes no haya estado en la sensibilidad”); pero si uno lee el texto

aristotélico no encuentra otra cosa que declaraciones ambiguas y evasivas (algo

parecido a lo que pasa con el tema del entendimiento paciente y el entendimiento

agente, o con la conexión entre el entendimiento y el ‘lógos’ –esto es con “el lenguaje

de la lógica”-, etc.). Respecto al ‘empirismo’ aristotélico –desarrollado en todo caso, y

conviene no olvidarlo, en el marco de un realismo esencialista- es interesante leer el

capítulo trece el libro de Jonathan Barnes que mencioné anteriormente (la idea central

es esta: la ciencia –epistéme- surge a partir de la ‘experiencia’ –siendo la ‘empíreia’ una

combinación de lo ofrecido por la percepción con lo retenido por la memoria).

Antes de recapitular tomemos un respiro con las recomendaciones

bibliográficas. El mejor libro que conozco para introducirse en el laberinto aristotélico

es el de Tomás Calvo Martínez, Aristóteles y el aristotelismo, ed. Akal (este profesor ha

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traducido la Metafísica y el De Anima, es decir, sabe muy bien, cuando habla de

Aristóteles, qué se trae entre manos cosa que no siempre sucede entre nosotros); es un

libro muy claro y expone las cosas más importantes con enorme rigor (sin acudir a un

lenguaje retorcido, tortuoso o torturado). Merece la pena leer el ameno libro de Jonathan

Lear, Aristóteles, ed. Alianza, y no están mal el libro de José Montoya y Jesús Conill,

Aristóteles: sabiduría y felicidad y el de Josep Alsina, Aristóteles, ed. Montesinos. Es

más complejo pero enormemente interesante el libro de Pierre Aubenque El problema

del ser en Aristóteles, ed. Taurus. Hay más libros pero estos me parecen los mejores

(son maravillosos los estudios de Enrico Berti, pero están en italiano).

Podemos ya recapitular lo que de un modo muy sinóptico cabe decir respecto a

la teoría del conocimiento aristotélica. Sobre el trasfondo metafísico de un realismo

esencialista ésta se concreta como una peculiar y precisa combinación de logicismo,

causalismo y taxonomismo.

El logicismo aristotélico tiene un lado superficial y otro profundo.

Superficialmente –y con esto no queremos decir que se trate de algo irrelevante, sino de

que es lo que más fácilmente se capta- Aristóteles sostiene que una ciencia acabada y

completa debe poder exponerse gracias a una estricta y precisa organización silogística.

Pero hay una vertiente más profunda del logicismo que tiene que ser destacada: el

“lógos” (el lenguaje de la lógica, el lenguaje lógicamente tamizado o filtrado) es el

pulido espejo en el que se refleja con entera exactitud el “eîdos” (es decir, lo por

excelencia cognoscible); dicho de otra manera: Aristóteles sostiene la pura y estricta

‘isomorfía’ entre el “el lenguaje (lógico) y la realidad (esencial)”.Por esta razón afirma

que, por ejemplo, el principio de identidad (ese que enuncia que necesaria y

universalmente algo es idéntico a sí mismo) no es sólo un mero ‘principio’ (axioma) de

la lógica sino que es también un principio de los propios entes (de la propia ‘realidad’

por decirlo así); ¿y qué es lo que en última instancia asegura definitivamente que el ente

es idéntico a sí mismo (es decir, que es todo lo que es y nada más que eso)? Su esencia

(sin el reinado del principio de identidad el postulado de un único universo eidético que

subyace a todos los fenómenos se disolvería como un terrón de azúcar se disuelve en el

café –que el este principio es un principio de la ciencia de la lógica es cierto, pero que

sea a la vez un principio que rige en los propios entes esto es ya mucho decir-).

El causalismo aristotélico significa lo siguiente: las únicas explicaciones

aceptables en el conocimiento son las explicaciones causales (conocer es

exclusivamente conocer por causas). ¿Cuál fue la principal aportación de Aristóteles en

este tema? La teoría de las cuatro causas (según Aristóteles ellas bastan para explicar

cualquier cambio posible en cualquiera de los entes físicos que pueblan el mundo). Un

apunte: la física aristotélica es una física eminentemente ‘biologísta’, es decir, toma

como modelo del ente físico a un organismo vivo (en cambio la física moderna

desarrollada a partir de Galileo es una física mecanicista –su modelo no es ya un ente

vivo sino una máquina-, y por eso de las cuatro causas aristotélicas sólo retuvo una, la

causa eficiente).

El taxonomismo (o clasificacionismo) sostiene que debe haber –idealmente

hablando- un único cuadro jerárquico de géneros y especies que incluya sin excepción

todos los entes o fenómenos que caen bajo un mismo género supremo (o un subgénero

de éste). El principal ejemplo de la tesis de que el conocimiento es ante todo un

conocimiento clasificatorio lo encontramos en la zoología aristotélica (la cual es por su

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parte una rama de la física). Aristóteles sostenía que hay un cuadro fijo y definitivo de

géneros y especies que abarca el entero reino animal; estamos aquí, pues, ante una

biología fijista. Según ésta el punto álgido de cada ente vivo (es decir, su ‘entelécheia’)

se encuentra en su ‘reproducción’, ¿por qué? porque en ella sucede la transmisión de

una idéntica y permanente (eterna) ‘forma’ (la forma de su especie); coherentemente

con esto Aristóteles afirma que una especie animal es desde siempre lo que es y nada

más: nunca podrá ser otra cosa que lo que ya es eternamente, ¿por qué esto es así?

Porque cada especie es una identidad permanente coagulada en una forma o esencia (es

así como se refleja en el microcosmos sublunar la eterna uniformidad y constancia de la

bóveda celeste –con el movimiento circular de los astros- y la eterna identidad

autosuficiente del divino motor inmóvil). El libro de Alfredo Marcos Aristóteles y otros

animales, ed. PPV, expone con mucha gracia y rigor su biología física.

Llegamos ahora al momento más difícil (es el filosóficamente más relevante,

pero también aquel en el que es más probable patinar y en el que se corren más riesgos).

¿Cuáles son las insuficiencias o las deficiencias del aristotelismo? ¿Cuáles son sus

puntos ciegos o sus agujeros negros? Responder a estas preguntas en serio requeriría

redactar varios tratados, aquí tenemos que conformarnos con unas pocas indicaciones

(todas ellas problemáticas, principalmente porque remiten a temas, asuntos y cuestiones

que reclaman una pormenorizada discusión –su única pretensión es por otro lado esta:

alentar a la investigación filosófica).

La primera pretende ir al fondo del asunto ¿Aristóteles (y antes de él Platón) han

expuesto razones suficientes para justificar una tesis tan contundente y dura como la que

propone (“hay un único y eterno universo eidético reflejado en un único saber

absoluto”)? Si discutimos que sólo sea posible un único Orden del Mundo ya estamos

entrando en confrontación con esas dos cimas del la Grecia clásica. Tanto Platón como

Aristóteles –por rutas en parte convergentes en parte divergentes- llegaron a un punto

común: negar con rotundidad que el saber –el conocer en cualquier área de su

desarrollo- sea en última instancia un indagar en lo desconocido; y en efecto, si hubiese

un único (necesario, eterno) universo eidético estaría asegurada de antemano la

completa cognoscibilidad del mundo y el saber o el conocimiento, en consecuencia,

sería por derecho “absoluto” (acabado, concluido, infalible, etc.); desde esta óptica todo

lo desconocido es enteramente reductible a lo ya conocido. La pregunta es: ¿resulta

legítimo negar que en su origen –y en su destino- el saber o el conocer es un investigar

(en el sentido radical que estamos señalando)?

Aristóteles expuso razones en buena medida convincentes sobre las aporías a las

que conduce el estricto y riguroso dualismo platónico. Pero lo que no es ya tan claro es

que doctrina hilemórfica presente una auténtica alternativa, ¿por qué? porque el nexo o

el vínculo entre la ‘materia’ y la ‘forma’ no es menos enigmático que la participación y

la imitación platónicas (las dos vías por las que intentó solucionar el problema de la

‘trascendencia’ del Mundo de las Ideas). La materia es –sostiene Aristóteles- lo sensible

y lo indeterminado, la forma es inteligible y determinada, materia y forma van juntas,

están ‘entremezcladas’; aceptémoslo en primera instancia, y ahora preguntemos: muy

bien, pero ¿cómo? ¿por qué así y no de otra manera? Etc. El dualismo atenuado de

Aristóteles no es, nos parece, menos enigmático que el dualismo extremo de su maestro

(por otra parte en el ente supremo sólo hay forma inteligible sin materia alguna -¿por

qué? porque la materia –a la que llama, y tiene tela la cosa, ‘principio femenino’-

introduce desorden –contingencia, multiplicidad- en el puro reino de las formas; las

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formas son un ‘principio masculino’ porque ellas son lo que propiamente constituye el

‘arché’, lo que manda, rige, gobierna).

Todo el tinglado aristotélico depende –en gran medida- de una cosa: debe haber

un procedimiento seguro para distinguir (separar, discernir) las propiedades esenciales

de las propiedades accidentales. ¿Cuál es, en última instancia, ese magnífico y

maravilloso ‘procedimiento’ o ‘recurso’? Una facultad del alma humana (una facultad a

la que califica de ‘divina’): un entendimiento que ‘por encima del lógos’ intuye las

esencias (intuir significa aquí que las capta de modo directo e inmediato, de tal modo

que aquí no cabe nunca ningún tipo de error, el entendimiento intuitivo es como el Papa

que vive en Roma, infalible). ¿Es esto así? Es legítimo, a nuestro juicio, dudar de que

entre nuestras dotes esté siempre presente tal excelso recurso (cuando se indaga en este

tema –teniendo en cuenta cuál es su principal implicación: que las diferencias genéricas

que separan unos géneros supremos de otros son ‘originarias’, es decir, que están ahí

dadas eternamente, de una vez por todas y para siempre- lo que se encuentra es algo que

ya indicamos: Aristóteles ‘proyecta’ sobre la totalidad de lo óntico el estado del saber o

del conocimiento propio de la Gracia clásica, pretendiendo así “eternizarlo”). En la

interesante exposición que José Luis Pardo hace de Aristóteles en su libro Metafísica

explica de un modo diferente al que hemos ensayado aquí por qué razones la ausencia

de un procedimiento seguro para distinguir lo esencial de lo accidental fue y es una de

las grietas del aristotelismo (y recurrir a una misteriosa facultad –ese ‘entendimiento

intuitivo’- no consigue tapar ese profundo agujero que amenaza con arruinar el

monumental Liceo aristotélico).

Sólo esbozaremos, casi para terminar, dos líneas de discusión más (no pretenden

añadir cosas nuevas sino ayudar a entender un poco mejor algunas de las objeciones o

de las dudas que hemos planteado). Vamos con ellas.

En el siglo XIV fue rechazada la presunta distinción esencial (una propiedad

esencial intragenérica) entre ‘movimiento natural’ y ‘movimiento violento’ (éste era uno

de los puntos centrales de la física aristotélica), ¿Qué llevó a este rechazo?

Principalmente la cuestión de los “proyectiles” (un tema conectado con la actividad

militar del final de la Edad Media –por ejemplo con las piedras arrojadas por las

catapultas en el asalto de fortalezas; la historia del conocimiento no está, por cierto,

separada de estas cosas tan mundanas). Este rechazo fue un elemento clave –aunque no

el único- en la caída de la física aristotélica durante el Renacimiento (en un apartado de

mi artículo “Diez calas en la historia de la filosofía (I)” he expuesto este tema con un

poco más de detalle –se puede encontrar en la revista electrónica “La Caverna de

Platón”). ¿Qué prueba este peculiar episodio de la historia de los conocimientos? ¿Cuál

es la ‘moraleja’? Ante todo que una distinción que Aristóteles consideraba eterna e

irremovible no lo es (¿parece esto poco? ¿no obliga tal cosa a revisar el aristotelismo en

su base?).

Como dijimos la biología aristotélica era estrictamente ‘fijista’: la reproducción

es la que salvaguarda la pura identidad y permanencia de la forma de una especie.

Desde luego Aristóteles –como buen observador que fue- no desconocía que

eventualmente nacen ‘monstruos’: corderos de dos cabezas o caballos de seis patas;

pero los consideraba meras ‘degeneraciones’ (o sea: desviaciones accidentales de su

propia especie o género debidas a la ‘materia’, pues a veces la materia es indócil a la

pureza de la forma y, por ello, provoca una desviación insignificante del divino modelo

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eterno). ¿Hace falta insistir en la profunda revolución que en este asunto ha introducido

la teoría sintética de la evolución de las especies? (en el artículo “Darwin y el

posthumanismo”, revista electrónica Eikasía, nº 30, enero 2010, he desarrollado la

cuestión filosófica que acabo de esbozar).

¡Se podrían y se deberían añadir tantas cosas! Dejémoslo aquí. Sólo decir que el

predominio o la preponderancia en el conjunto de nuestra tradición de Aristóteles (y con

él, inseparablemente, de Platón) tiene una cara positiva y otra negativa. Por un lado se

trata de grandísimos filósofos que nos han legado unas obras monumentales que una y

otra vez nos incitan a seguir pensando; pero, y esto es lo malo, también se han

convertido una y otra vez en puras autoridades que se esgrimen para impedir el debate

racional en filosofía, algo que ha llevado a que se adoptasen automáticamente como

“soluciones” tesis que encerraban muchísimos puntos oscuros (de esta manera se

traiciona el auténtico legado de Platón y Aristóteles: un enorme conjunto de

perplejidades que nos solicitan ponernos a su altura con el fin de alcanzar claridad

donde reina la confusión).