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ÍNDICE

Nota de Beatriz Espejo 3

Calabazas para la abuelita Weatherall 11

Él 24

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KATHERINE ANNE PORTER

Traducción y notaBEATRIZ ESPEJO

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURALDIRECCIÓN DE LITERATURA

MÉXICO, 2007

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Para Gabriela, Graciela yMacla, amigas de siempre

Katherine Anne Porler nació el 15 de mayo de 1894.Murió el 20 de septiembre de 1980, a los ochenta yseis años de edad. Su educación formal fue muy es-casa. Adquirió de manera autodidacta la mayorparte de sus conocimientos. Desde 1921 hasta 1927vivió en NuevaYork. Durante ese tiempo pasó tam-bién temporadas en Europa y enMéxico, país que leinteresó hasta el punto de prestarle atmósfera a va-rias narraciones e inspirarle un estudio sobre lasartesanías. Por entonces, Katherine tradujo textosescritos originalmente en español y francés y trabajócomo reportera en diversos periódicos. A partir de1924, publicó cuentos magníficos en revistas litera-rias. Flowering Judes (1930) reúne seis de ellos. Pocodespués, una beca permitió a la escritora regresar aEuropa“para escribir y viajar”, en una época en quelos autores de la llamada Generación Perdida esta-blecían esto como un aprendizaje indispensable. En1934, publicó su primera novela corta,Hacienda, a laque siguieron Vino de mediodía y Pálido caballo, pálidojinete (1939). Dueña ya de un cierto prestigio, viviódurante muchos años en Santa Mónica, California.Impartió cátedra de literatura en la Universidad deStanford y numerosas conferencias en la de Chi-cago. Nunca se apresuró a publicar, lo cual quedaclaramente expuesto en Los días anteriores (escritoen un lapso de tres décadas) donde reúne algunasde sus vivencias más trascendentes. Bahía peligrosa,Antigua condición mortal y La nave de los locos sonotras de sus obras importantes que no pueden de-jarse de citar.

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Enemiga de los trucos publicitarios, la señora Por-ter nunca consiguió ser una de las novelistas más leí-das de su patria. Ello no obstante, influyó en autoresmás jóvenes debido a un estilo objetivo, cuidadoso,capaz de atinar con las expresiones irremplazables.Esta entrevista se efectuó en el hotel Del Prado.Había permanecido inédita por razones que ahorame resulta difícil explicar. Bajita de estatura y hermo-sa en una vejez que no había causado demasiadosdestrozos, todavía recuerdo a Katherine tocada porsombrero verde de ala ancha que hacía juego con elcolor de sus ojos vivaces y con la enorme esmeraldade su sortija.—Katherine, ¿dónde nació usted?—En Indian Creek,Texas.Hace mucho tiempo. En

Europa me divertía al comentar con la gente milugar de origen. Supongo que se sorprendían porqueno llevaba plumas en la cabeza... He vivido entre losindios norteamericanos.—¿Dónde estudió?—Hasta los ocho años tuve un maestro en mi

casa. Luego pasé a escuelas privadas y a conventosen el sur de los Estados Unidos. Nunca asistí a launiversidad hasta que me presenté como maestra.—Así que no tiene usted una carrera...—Ni siquiera como escritora, aunque siempre me

consideré una artista y ahora me considero una es-critora profesional, una novelista.Vivo tan callada-mente como puedo. Trabajo a mi modo sin quererhacerme publicidad; pero pienso que si uno conti-núa andando por un mismo camino, la carrera sehace por sí sola. No me interesa para nada lo que elpúblico piense sobre mí o sobre mi obra. En cambio,empleo mi vida entera en saber quién soy, qué soy,dónde estoy y en qué me ocupo.Algunas veces casilogro encontrar las respuestas.

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—¿Cuándo descubrió usted su vocación?—A los seis años cuando escribí mi primera no-

vela (esto me obliga a confiar en la educación que serecibe en la propia casa). Nunce supe en qué mo-mento aprendí a tocar el piano, contar hasta diez,usar la regla; sin embargo, sé que a los seis años eralo suficientemente hábil como para redactar variaspáginas de una historia que ilustré con lápices decolores y reuní en un pequeño libro titulado“no-bela”. Por supuesto, se trataba de una pronuncia-ción errónea de “novela”. Había oído la palabra sinenterarme de cómo se deletreaba. A pesar de estamuestra de mi ingenio juvenil, no se me tratabacomo niña prodigio. Mi familia pasaba por alto mispequeñas tonterías y se reía de ellas. Por eso guardépara mí misma otros escritos. Cosa que me fue be-néfica porque me ayudó a salvaguardar mi intimi-dad. Después de los quince años, descubrí que nome interesaban las demás cosas que estudiaba:danza,música y pintura. Con estos pequeños talen-tos pretendía divertirme. Aún pienso que el arteexiste para nuestro entretenimiento y para nuestrafelicidad. De no ser así no puedo ver su utilidad.Hace mal quien pretende comercializarlo.—¿Cuándo se convirtió usted en una escritoraprofesional?—Lo ignoro.Al principio intentaba aprender a es-

cribir. Con tal propósito leí cuanto cayó en mismanos. Me apasionaban las grandes concepcionesde la literatura universal, las repasaba en mi memo-ria y las comparaba conmis propios trabajos. Le ase-guro que un ejercicio semejante vuelve a cualquierescritor muy modesto. Le ayuda a situar las dimen-siones de su propio talento y de su capacidad.—¿Fueron sus padres intelectuales?

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—No. Para mi fortuna no fueron intelectuales,sino extremadamente inteligentes, cultos y amantesde la lectura.Teníamos una buena biblioteca, y escu-chábamos música clásica. La sabiduría del mundonos llegó por medio de las artes. Nos gustaba vivirbien aunque no eramos ricos. Déjeme explicarle queme molesta el empleo indiscriminado de la palabraintelectual. Algunos se adjudican el título sin tenerderecho a él. Además, suele confundirse a un inte-lectual con un artista. El artista no necesita ser unintelectual.Yo, por ejemplo, no lo soy en absoluto.Nunca sostengo ideas fijas ni me empeño en nin-guna tesis. Trabajo con mi vida, con mi sangre, y nome sobra tiempo para la crítica. Ni siquiera atiendolas críticas que se hacen sobre mis textos que no meayudan en la búsqueda en la cual me empeño. Estoysola con el don que me concedieron. Esto me obligaa utilizarlo de la mejor manera y a carecer de pre-tensiones.—¿Dónde y cómo logró usted su primer éxito?—Aunque escribía siempre, nunca traté de publi-

car. Todas mis cosas me parecían poco importantes.Me costó mucho esfuerzo complacerme. Es difícilportarse como un escritor honesto, que se empeñaen capturar sus sentimientos y en expresar sus pro-pias apreciaciones de lo circundante. Me atreví conun relato y no pude terminarlo. Lo abandoné porotro. Hice lo mismo treinta o treintaicinco veceshasta que me decidí a terminar uno que llevaba enla mente hacía varios años. Se basaba en un pe-queño episodio que presencié en México el año de1921. En diecisiete días de trabajo intenso lo ter-miné. Bueno, terminé la primera versión que rehiceluego cinco veces. No me sentía muy contenta conlos resultados y, sin embargo, me encontraba ex-

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hausta. Había subido el primer escalón para conver-tirme en escritora. Una buena revista publicó esahistoria inmediatamente. Una revista que por desdi-cha ha desaparecido comomuchas otras. Desde en-tonces no tuve problemas. Escribo muy poco porquehago muchas cosas.Trabajo para vivir y eso me robagran parte de mi energía; pero siempre que me fuepermitido elaborar una historia la elaboré y jamásme rechazaron una. De inmediato las aceptaban enlas diversas editoriales donde las envié. No existe enmi poder ningún manuscrito terminado e inédito.Todo, incluso lo que escribiré en el futuro, está com-prometido con mis editores. ¿Dirá usted que cómoha sucedido esto? Lo ignoro. No busqué una agen-cia literaria ni propaganda alguna, excepto la que seusa normalmente para lanzar cualquier libro. Y leconfieso que los lanzamientos quedaban a cargo delas editoriales y se efectuaban sin mi intervención.Soy unamujer que escribe en la intimidad de su casapara cumplir con su vocación.—Usted que ha realizado una obra importante

¿cuál de sus relatos o novelas prefiere sobre losdemás?—Voy a decirle una vanalidad porque no me im-

porta ser original. Ni siento miedo de hablar decosas triviales... Al contrario, detesto la originalidadbuscada. Contestando a su pregunta le diré que mepasa lo que a toda buena madre respecto a sus hijos.Los ama a todos por igual.Y de no ser así, lo oculta... Ahora bien, hay historias que si no son mis favo-ritas, tocan las fibras más sensibles de mi corazón.Nacieron de episodios muy profundos de mi vida.¡Tal vez encuentra usted mi respuesta muy egoísta,y poco profesional! Sin embargo, algunos cuentosse basan en hechos que me conciernen tan de cerca

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que no puedo verlos todavía objetivamente, en par-ticular Pálido caballo, pálido jinete. Un encantadorcuento de amor ocurrido durante la primera guerramundial, quizá por ello trata el subtema de la vida yde la resurrección. Hablo de una experiencia perso-nal, estuve tan cerca de morir que vi lo que los grie-gos llaman“un día feliz”y los cristianos“la visiónbeatífica”. Usted no sabe lo que eso significa.(Me sorprendí, en este punto de la conversación

Katherine Anne Porter cambió el tono de la voz conque hasta entonces hablaba, como si de pronto evo-cara un amor terminado prematuramente hacía másde cincuenta años y, que, a pesar de ello, la entriste-cía. Recordé que da título a la novelita el primerverso de una canción espiritualista que los negrosentonaban en los algodonales de Texas: “Pálidocaballo, pálido jinete se ha llevado a mi amor”. Re-cordé que cuando leí el texto, en mi adolescencia,supuse que se trataba de ese tipo de páginas que losescritores acuñan al costo de un sufrimiento intenso.Cohibida, dejé que Katehrine continuara sin inte-rrupciones.)—Otra historia que me gusta sobre todo por su

valor autobiográfico es Flowering Judes. La descubríde pronto contemplando a una muchacha nortea-mericana que enseñaba inglés en una escuela paraindígenas en las afueras de la ciudad deMéxico. Ellaera adorable, correcta en sus modales y hermosa fí-sicamente. Trataba a los niños con cariño. Un hom-bre que estaba cerca la miraba insistentementetocando la guitarra.A primera vista la escena parecíamuy inocente; pero descubrí en ambos una serie desensaciones complejas. Flowering Judes no pretenderetratar México, ni se propone pintar a una solamujer. Para construir a mi personaje femenino recu-

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rrí a cinco o seis mujeres distintas. Para mi personajemasculino a seis o siete hombres y mi cuento inten-taba sostener que debemos ser fieles a nuestrasconvicciones, mantenerlas incluso en contra detodos. La muchacha de mi cuento no supo hacerlo yel hombre no conocía siquiera sus ideales. Queríaser patriota y revolucionario, siendo sólo un explo-tador y un parásito de la sociedad. La joven, a pesarde su buena voluntad, no supo entender lo bueno ylo malo que le brindaba un país ajeno al suyo... Mecaló la situación,me llevó a escribir y a entender queel valor es la mejor de las cualidades en esta vida.La historia con la cual se inició, y a la que se refe-

ría, se llama María Concepción. Fue publicada en1922.Muchos años después, sin prisas innecesarias,con el conjunto de sus novelas ganó el Premio Pu-litzer en 1966 y fue electa a la Academia Americanade Letras. En 1967, obtuvo el máximo trofeo queotorga el Instituto Nacional de Arte y Literatura enNorteamérica y, a partir de entonces, delicada desalud, se recluyó en una casa cercana a la ciudadde Washington.El poder narrativo de Katherine Anne Porter apa-

reció desde sus primeros textos, donde con un grandominio del estilo y del idioma acumula detallesdescriptivos para pintar una situación determinadaen la que atrapa a sus lectores irremediablemente.Él constituye uno de los más singulares ejemplos alrespecto. Logra capturar una compleja gama de sen-timientos contradictorios (amor y rechazo) de unamadre hacia su hijo enfermo. E inscribe su textodentro de la línea narrativa que tan grandes frutosha dado a la literatura de los Estados Unidos y quetiene sus mejores representantes en John SteinbeckyWilliam Faulkner.

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Muchos de sus cuentos primerizos aluden a Mé-xico, a un mundo entre cristiano y pagano, a lasreacciones de los extranjeros ante el supuesto exo-tismo hispánico.Hacienda, incluso, sirve de referen-cia para entender el criterio con el que se filmó lacélebre película ¡Que viva México! Las narracionesmás autobiográficas pintan conflictos matrimonia-les, quizá debido a los dos casamientos desdichadosde Katherine, con Eugene Pressley—oficial del ser-vicio exterior—, y conAlbert Erskine, editor de Sou-thern Review.Y los más famosos: Pálido caballo, pálidojinete y Calabazas para la abuelitaWeatherall plasmanla ansiedad, el miedo y las pasiones diversas quetrae consigo la cercanía de la muerte.

Beatriz Espejo

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CALABAZAS PARA LA ABUELITAWEATHERALL

Zafó su muñeca de entre los dedos regordetes y cui-dadosos del doctor Harry y subió la sábana hasta subarbilla. ¡El mocoso debería andar con pantalonescortos, en vez de pasar por doctor en toda la regiónusando anteojos sobre la nariz!—Váyase ahora, tome sus libros escolares y vá-

yase. No tengo nada.El doctor Harry puso unamano cálida, similar a un

almohadón, sobre su frente, donde una vena verdese bifurcaba danzante crispándole los párpados.—Bueno, bueno, sea obediente y podremos le-

vantarla dentro de poco.—Esa no es forma de hablarle a una mujer de casi

ochenta años sólo porque está enferma. ¡Prefieroque respete a sus mayores, jovencito!—Está bien, señora, discúlpeme—. El doctor

Harry le palmeó la mejilla—. Tengo que prevenirla¿o no? Usted es maravillosa pero necesita cuidarseo no andará bien y lo lamentará.—No me diga lo que me pasará.Ya estoy en pie,

moralmente hablando. Cornelia tiene la culpa.Tuveque acostarme para librarme de ella.Sentía los huesos sueltos, flotar dentro de su

cuerpo y veía al doctor Harry como un globo flo-tante al pie de la cama. Flotaba y se bajaba el chalecoy los lentes le columpiaban de un cordel.—Bueno, quédese donde está, de cualquier ma-

nera no le hará daño.—Váyase de una vez a curar a sus enfermos—,

dijo la abuelita Wheatherall—. Deje en paz a unamujer sana. Lo llamaré cuando lo necesite... ¿Dónde

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estaba usted hace cuarenta años cuando aguantéuna flebitis y una neumonía doble? Ni siquierahabía nacido. ¡No deje que Cornelia lo domine!—gritó porque el doctor Harry parecía flotar hasta elcielo y salir volando. ¡Pago mis propios gastos y nodesperdicio dinero en tonterías!Quiso hacerle un gesto de adiós, pero le costaba

demasiado trabajo.Los ojos se le cerraban solos, era como si una cor-

tina oscura cayera alrededor de la cama. La almo-hada levitó, flotante sobre su cabeza. Escuchó elsusurró de las hojas fuera de la ventana. No, no, al-guien estaba hojeando periódicos ... No, Cornelia yel doctor Harry murmuraban. Se despertó sobresal-tada, pensando que conversaban en su oreja.—¡Nunca estuvo así, así nunca!—Bueno, ¿qué esperamos?—Sí, ochenta años de edad...—Bien, ¿y que si así era?Todavía tenía oídos. Cor-

nelia acostumbraba cuchichear tras las puertas.Siempre contaba secretos a voces, tratando eterna-mente de actuar con tacto y gentileza. Cornelia teníasentido del deber. Ese era su problema. Responsabi-lidad y bondad.—Es tan buena y responsable —dijo la abuelita—,

que quisiera pegarle. Se vio a sí misma golpeandobien fuerte a Cornelia.—¿Qué dices, mamá?La abuelita sintió como si el rostro se le endure-ciera:—Megustaría saber... ¿es que unonopuedepensar?—Creí que deseabas algo.—Sí.Quiero unmontón de cosas.Antes que nada

que se vayan y dejen de murmurar.

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Se recostó y adormeció esperando que durante susueño los muchachos permanecieran fuera y la de-jaran tranquila un minuto. Había sido un largo día.No es que se sintiera cansada. Era que siempre re-sultaba agradable aprovechar un momento para símisma. Había siempre tanto que hacer: Mañana.Mañana quedaba muy lejos y no existía ningún

problema pendiente. Las cosas terminarían de al-guna manera cuando llegara su tiempo; gracias aDios siempre había un pequeño margen de paz: en-tonces una persona podía trazar su plan de vida ydesarrollarlo ordenadamente. Era bueno tener todolimpio y guardado, con los cepillos de pelo y las bo-tellas de tónico colocadas derechitas sobre la carpetade lino bordada. El día comenzaba sin problemas ylos estantes de la despensa estaban repletos depomos con mermelada, y tarros cafés y blanca por-celana china con arabescos azules y dibujos; café, té,azúcar, gengibre, canela, todas las especies; y el relojde bronce coronado por un león bien sacudido. ¡Elpolvo que podía caerle a ese león en veinticuatrohoras! El desván guardaba una caja con todos esospaquetes de cartas; mañana se ocuparía de ellas.Todas esas cartas..., las de George, las de John y lasque ella les había enviado a los dos, andaban por allídesparramadas y los niños podían encontrarlas y esola incomodaba. Sí, esa sería su tarea de mañana. Nohabía razón para que nadie se enterara de lo tontaque a veces había sido.Mientras rumiaba, encontró a la muerte en su

pensamiento y le pareció turbia y estrambótica. Sehabía preparado durante tanto tiempo para afron-tarla que no necesitaba comenzar por el principio.Dejaría tranquilo el asunto. Cuando cumplió sesentaaños, se creyó muy vieja y acabada y estuvo viajando

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para ver a sus hijos y a sus nietos llevando un secretoen su pensamiento: ¡Este es el fin de su madre,niños! Hizo su testamento y cayó en cama con unalarga fiebre. No resultó sino una idea, como cualquierotra, afortunada porque le quitó la sensación de lamuerte durante mucho tiempo.Ahora no se preocu-paba. Esta vez tenía más sentido común. Su padrevivió hasta los ciento dos años y en su último cum-pleaños bebió un vaso de fuerte ponche caliente. Alos reporteros que fueron a entrevistarlo les dijo queera su hábito cotidiano. Logró escandalizarlos y sesintió muy satisfecho. La abuelita quiso atormentarun poco a Cornelia:—¡Cornelia, Cornelia!—, no escuchó pasos pero

una mano suave se posó sobre su mejilla—. Benditaseas ¿dónde estabas?—Aquí,mamá.—Bien Cornelia, dame un vaso de ponche ca-liente.—¿Tienes frío, querida?—Un poco, Cornelia. Permanecer en cama perju-

dica la circulación. Te lo he explicado más de cienveces.Podía escuchar a Cornelia diciéndole al marido

que su madre se portaba algo infantil y que le se-guiría la corriente. Le asombraba mucho que Corne-lia la creyera sorda, ciega y muda. Con miraditasrápidas y gestos tímidos la señalaba como diciendo:No la hagan enojar, síganle la corriente, tieneochenta años, y ella estaba allí como sentada dentrode un capelo.Algunas veces la abuelita se proponíaempacar todas sus cosas y mudarse a su casa, dondenadie le recordara a cada instante que estaba vieja.¡Espera, espera, Cornelia, a que tus propios hijos seaconsejen a tus espaldas!

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En épocas mejores habían llevado una buena casay trabajaba mucho. Entonces no era tan vieja puestoque Lidia atravesaba doscientos kilómetros sólo parapedirle consejo porque uno de los chicos se habíadescarriado, y Jimmy venía aún y comentaba asun-tos con ella: —Ahora, mamy, tú que tienes tanbuena cabeza para los negocios ¿que piensas de esto?... ¡Vieja! Cornelia no podía ni cambiar los mueblessin consultarla. ¡Minucias,minucias! Eran tan dulceslos chicos. La abuelita deseaba que regresaran losviejos tiempos cuando los niños eran pequeños ytodo estaba por empezar. Fue una lucha dura, ynunca se venció. Pensaba en toda la comida que co-cinó, en toda la ropa que cortó y cosió, en todos losjardines que había cultivado... los muchachos ser-vían de muestra. Ahí estaban, hechura suya, y nopodían negarlo. Algunas veces deseaba ver a Johnnuevamente y señalárselos a todos con el dedo y de-cirle ¿no lo hice tan mal, verdad? Pero eso esperaría.Mañana.Acostumbraba pensar en John como en unhombre, pero ahora los muchachos eran mayoresque su padre; y él sería un niño junto a ella si volvie-ran a estar juntos. Parecería una situación extraña yaberrante. John ni siquiera la reconocería. Ella habíalevantado una cerca alrededor de cuarenta hectá-reas, cavando hoyos para los postes y afianzando losalambres con la única ayuda de unmuchacho negro.Eso cambia a una mujer. Lo mismo que transitar ca-minos del campo, en invierno, cuando va a parir,velar noches enteras a caballos enfermos, negros en-fermos, hijos enfermos y no perder casi ninguno;también eso transforma a una mujer. ¡John no perdícasi ninguno! Él entendería al instante, lo entendería¡no necesitaría explicaciones!

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Sintió ganas de subirse las mangas para ponerotra vez todo en orden. No importaba que Corneliadeterminara estar en todas partes, había gran can-tidad de cosas inconclusas. Ella empezaría mañanay las terminaría. Hay que estar fuerte para aguan-tarlo todo, incluso cuando lo hecho se desvanezca,cambie o se resbale de las manos, tanto que al mo-mento de terminarlo casi se olvide la razón por lacual trabajamos. Una neblina cubrió el valle, la vioavanzar al través del arroyo, devorando árboles, lavio levantarse hasta la colina como un ejército deduendes. Pronto llegaría al límite del huerto y, en-tonces, sería el momento de encender las lámparas.Vengan niños, no deben permanecer a la interperiede la noche.Era hermoso encender las lámparas. Los mucha-

chos se amontonaban y respiraban como terneritosencerrados en el establo. Sus ojos seguían el cerilloy miraban la flama crecer y detenerse en una curvaazul; luego se alejaban. La lámpara estaba encen-dida y ellos no tenían motivo para sentir miedo ycolgarse a las enaguas de su madre. Nunca, nunca,nunca más. Dios te agradezco mi vida entera. Sin ti,mi Dios, no lo hubiera logrado. Santa María, llenade gracia.Quiero que recojan toda la fruta este año y que

no desperdicien nada.Alguien puede siempre apro-vecharlo. No dejen podrir cosas buenas sin usarlas.Se desperdicia la vida cuando se tira la buena co-mida. Nunca permitan que las cosas se pierdan. Esamargo perderlas. Ahora, impídanme seguir pen-sando, estoy cansada tomando una siestecita antesde cenar.. .La almohada levitó contra sus hombros y pre-

sionó su cabeza y exprimió sus recuerdos. ¡Ay, quí-

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tenme esta almohada! Me asfixia. Resultaba tanfresca la brisa y tan verde la mañana sin presagios.Pero él no había llegado como siempre. ¿Qué haceuna señorita cuando se ha puesto el velo blanco ypreparado el pastel de bodas para un hombre queno llega? Intentó recordar. No, juré que no me las-timaría otra vez. Él nunca me hirió sino entonces...¿qué había hecho? Era el día, el día, pero un remo-lino negro se levantó y lo cubrió, se deslizó hasta elcampo brillante donde los árboles estaban plantadoscuidadosamente en hileras ordenadas. Era el in-fierno, reconoció el infierno apenas lo vio. Durantesesenta años había rezado para no recordarlo y paraque su alma no cayera en el pozo profundo del in-fierno y ahora las cosas se combinaban en una y lasmemorias de él se convertían en una nube de humoinfernal que invade su mente cuando apenas procu-raba librarse del doctor Harry para descansar un mi-nuto. Es tu vanidad herida, Ellen, precisó unavocecita en la cima de su mente. No permitas que tedomine el orgullo.A muchas muchachas les dan ca-labazas. ¿Te plantaron, verdad? Pues supéralo. Suspárpados se entreabrieron y se filtraron unos rayosde luz azulada similar a un papel de china sobre losojos. Debería levantarse y bajar las cortinas o nuncapodría dormir. Estaba encamada y no bajaron las cor-tinas. ¿Cómo sucedió? Mejor era voltearse, taparsela luz porque dormir con luz le daba pesadillas.—Madre ¿cómo te sientes? —y un picante sudor

frío sobre la frente. ¡Pero no me gusta que me lavenla cara con agua fría!¿Hapsy? ¿George? ¿Lidia? ¿Jimmy? No, Cornelia

y sus facciones que se dilataban y se cubrían demanchas.

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—Ya vienen, querida, pronto estarán todos aquí—.Vete a lavar la cara, niña, pareces payaso.En lugar de obedecer, Cornelia se arrodilló y puso

su cabeza contra la almohada. Simulaba hablar perono se oía ningún sonido.—Bueno, ¿te comieron la lengua? ¿De quién es

el cumpleaños? ¿Darás una fiesta?La boca de Cornelia se movió aprisa con extraños

gestos. —No hagas eso, me impacientas, hija.—No, mamá, no...Tonterías. Los niños son tercos. Le discuten a uno

cada palabra.—¿No qué, Cornelia?—Aquí está el doctor Harry.—No quiero ver otra vez a ese joven. Se acaba de

ir hace cinco minutos.—Eso fue esta mañana, madre. Ahora es de

noche.También está aquí la enfermera.—Soy el doctor Harry, señoraWeatherall. ¡Nunca

la vi tan joven ni tan feliz!—Ay, nunca más seré joven; sin embargo, me

sentiré contenta si me dejan descansar.Pensó que hablaba fuerte pero nadie respondió.

Sintió un peso cálido en su frente, una pulsera ca-liente en su muñeca y una brisa que continuaba su-surrante, intentando decirle algo. Un murmullo dehojas en las manos eternas de Dios. Él las sopló ylas hojas danzantes musitaron.—Madre, no te asustes, van a inyectarte.—Fíjate aquí, hija ¿por qué hay hormigas en mi

cama?Ayer hallé hormigas en el azúcar. ¿Trajeron aHapsy también?A Hapsy era a quien quería ver. Recorrió muchos

cuartos hasta encontrarla parada con un bebé en losbrazos. Le parecía que ella misma era Hapsy era

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Hapsy, y que el bebé acunado era Hapsy y él mismoy ella, todo a la vez, y no había sorpresa en el en-cuentro. Entonces la imagen deHapsy se desvanecióy se puso transparente como una gasa gris y el bebéfue una sombra etérea... y Hapsy se acercó y dijo:—Pensé que nunca llegarías.Y al mirarla de cerca

agregó:—¡No has cambiado ni un poquito! Se inclinaron

para besarse cuando Cornelia empezó a murmurardesde lejos.—¿Quieres decirme algo? ¿Puedo hacer algo por ti?Sí, cambió de pensar después de sesenta años y le

gustaría ver aGeorge.Quiero que encuentres aGeorge.Encuéntralo y dile que lo perdono, cuéntale que detodos modos tuve marido y mis hijos y mi casa comocualquier otra mujer. Una buena casa y un buen ma-rido que amé, y lindos niños suyos. Mucho mejor delo que imaginé.Dile queme fue devuelto todo lo queélme quitó ymuchomás.Oh,no, no,Dios, había algomás aparte de la casa, el marido y los hijos. Segura-mente eso no era todo. ¿Qué era? Una cosa intangi-ble que no volvió... Su respiración se hizo dificultosabajo sus costillas y se convirtió en un monstruo ate-rrador, con uñas filosas. Le taladraban el cerebro y laagonía se volvió atroz: —Sí, John llama al doctor, nohablemos más, mi hora ha llegado.El nacimiento de éste debió ser el último. El úl-

timo. Debió haber sido el primero porque era el quede verdad ella quería. Todo vino a buen tiempo.Nada se olvidó ni estuvo relegado. Se portó fuerte,en tres días estaba tan bien como siempre. Mejor.Una mujer necesita tener leche para llenarse desalud.—Madre ¿me oyes?—Te he dicho...

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—Mamá, el padre Connolly está aquí.—Tomé la sagrada comunión la semana pasada.

Dile que no soy tan pecadora.—El padre sólo desea hablar contigo.Que hable tanto como guste. Acostumbra llegar

preguntando por el alma de uno como si inquirierapor un bebé, y luego quedarse a tomar una taza deté, jugar cartas o chismosear. Siempre sacaba a re-lucir un cuento pícaro, generalmente sobre un ir-landés que se equivocaba a menudo y lo confesaba,y lo chistoso era alguna tontería que soltaba en laconfesión mostrando su duda entre una piedad in-nata y su pecado original. La abuelita no temía porsu alma. ¿Cornelia, dónde quedaron tus modales?Ofrécele una silla al padre Connolly. Se entendíacon unos cuantos santos favoritos que le abrirían elcamino hasta Dios. Estaba firmado y sellado comolos papeles relativos a las cuarenta hectáreas. Parasiempre... heredados y trasladados de dominio parasiempre. Desde aquel día en que no se cortó el pas-tel de bodas sino que se tiró y desperdició. La razónde su existencia había desaparecido y ella quedó allíciega y sudorosa, sin nada bajo los pies y con las pa-redes cayéndosele encima. La mano de él la sostuvopor debajo del busto, o hubiera caído; allí estaba elpiso recién encerado con el tapete verde encima,exactamente como antes. Él lanzó una maldición si-milar a la de un perico de marinero, y exclamó: —Lo mataré por ti... No lo toques, hazlo por mí.Déjale su castigo a Dios... —No, Ellen, debes creerlo que te digo...Así que no hubo nada, nada por qué preocuparse,

excepto ciertas veces en las noches cuando algúnniño lloraba por una pesadilla y ambos se atropella-ban bajando de la cama y temblaban buscando los

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fósforos mientras gritaban: —Espera un minuto,aquí estamos. —John, busca al doctor. Hapsy semuere. Pero allí estaba Hapsy parada junto a la camacon una gorra blanca.—Cornelia, dile a Hapsy que se quite esa gorra.

No puedo verla bien.Abrió mucho los ojos y el cuarto le pareció igual

a un cuadro que había visto en otra parte. Coloresoscuros en las sombras que se levantaban como to-rres hasta el cielo haciendo largos ángulos. La altacómoda negra relucía sin nada encima salvo una fo-tografía de John, ampliada de otra pequeña, con losojos muy negros cuando debieron ser azules. Ustedno lo conoció ¿entonces cómo sabía cómo eran? Sinembargo, el hombre insistía en lo perfecto de lacopia, rica en detalles y bonita. Para ser una fotogra-fía está bien, pero este no es mi esposo. La mesajunto a la cama tenía una carpeta de lino, un cande-lero y un crucifijo. La luz azulada venía de las pan-tallas de seda que puso Cornelia. ¡No era luz sinoun perifollo! Se tiene que vivir cuarenta años conlámparas de petróleo para apreciar una buena luzeléctrica. Se sintió muy fuerte y vio al doctor Harrycon un halo rosa.—Parece un santo, doctor Harry, juro que nunca

estará usted tan cerca de la santidad.—Está diciendo algo.—Ya te oí, Cornelia. ¿Qué es toda esta revoltura?—El padre Connolly dice...La voz de Cornelia se entrecortaba y golpeaba

como una carreta en un mal camino. Bamboleabaen las esquinas, regresaba y no llegaba a ningúnlado.Vivaz, la abuelita se subió al carro y tomó lasriendas, pero guiaba el carro un hombre sentado

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junto a ella y lo reconoció por las manos.No lo miróa la cara; lo supo sin verlo, en cambio miró haciaabajo del camino donde los árboles se inclinaban ysaludaban entre sí y miles de pájaros cantaban unamisa. Quiso cantar también, pero puso su mano enel escote de su vestido y sacó un rosario, y el padreConnolly rezaba en latín con voz solemne y le hacíacosquillas en los pies ¿Dios mío, quiere dejar esastonterías? Soy una mujer casada. ¿Qué importa si élse fue y me dejó enfrentar sola al sacerdote? Encon-tré un mundo mejor. No cambiaría a mi marido pornadie, salvo por SanMiguel y pueden decirle eso demi parte y darle las gracias en la barata.La luz destelló sobre sus parpados cerrados, y un

bramido profundo la sacudió. ¿Es un relámpago,Cornelia? Oí un trueno. Habrá tormenta. Cierratodas las ventanas. Mete a los niños...—Mamá, aquí estamos todos...—¿Eres tú Hapsy?—Oh, no, soy Lydia.Manejamos tan rápido comopudimos.Sus rostros se agacharon sobre ella. El rosario

cayó de sus manos y Lydia se lo colocó otra vez.Jimmy intentó ayudar, las manos se encontraron atientas, y la abuelita apretó los dedos alrededor delpulgar de Jimmy. No bastaban las cuentas del rosa-rio, necesitaba algo vivo. Estaba tan asombrada quesus pensamientos corrían en torno. Entonces, miamado Señor, esta es mi muerte y yo ni siquiera lopensaba. Mis hijos vinieron para verme morir. Perono puedo, no es la hora. Oh, siempre odié las sor-presas. Quise darle a Cornelia el juego de amatis-tas... Cornelia tendrás el juego de amatistas, peroHapsy lo usará cuando quiera, y, doctor Harry, cá-llese. Nadie lo llamó. Ay, mi amado Señor, espera

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un minuto. Necesito hacer algo con mis cuarentahectáreas, Jimmy no las necesita y Lydia las necesi-tará con ese torpe marido que tiene. Debo terminarel mantel del altar y enviarle seis botellas de vino ala hermana Borgia para su digestión. Quiero man-darle seis botellas de vino a la hermana Borgia,padre Connolly recuérdamelo...La voz de Cornelia se transformaba en sílabas y

se quebraba.—Ay, mamá, ay, mamá, ay, mamá...—Nome voy Cornelia.Me tomaron por sorpresa.

No puedo irme.—Verás a Hapsy nuevamente, ¿qué pasó con ella?—Pensé que no llegarías nunca—. La abuelita

hizo un largo viaje buscando a Hapsy. ¿Qué pasa sino la encuentro? ¿Qué hago? Su corazón se hundiómás y más, no había fondo para la muerte, no podíallegar al final. La luz azul de la lámpara de Corneliase volvió un punto diminuto en el centro de su ce-rebro, parpadeó y aleteó como un ojo y suavementefue disminuyendo. La abuelita yacía como ovillo,asombrada y alerta con la mirada fija en el punto deluz que era ella misma; ahora su cuerpo era unhondo montón de sombras en la oscuridad eterna yesa oscuridad se trenzaría a la luz, tragándosela.¡Dios, haz una señal!No hubo señal. Por segunda vez no vino el novio

aunque el cura estaba en casa. Ella no lograba recor-dar ningún otro sufrimiento porque aquel dolorhabía barrido los demás.No, nada hay más cruel queesto. Nunca se lo perdonaré. Se distendió con unsuspiro profundo y apagó la luz.

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ÉL

La vida de los Whipples era dura. Resultaba difícilalimentar tantas bocas hambrientas; difícil vestir alos niños con ropas abrigadas durante el invierno,aunque éste durara poco.“Dios sabe lo que hubié-ramos sido de habernos quedado en el norte”, pen-saban frecuentemente. En verdad, era complicadomatener a los muchachos decentes y limpios.—Parece que la suerte nunca nos favorece

—decía el señor Whipple, pero la señora Whipplerecordaba la estoica idea de aceptar como bueno loque se les presentara, al menos cuando los vecinosescuchaban.—No permitamos que nadie nos oiga quejarnos

—pedía a su marido, detestando pensar que alguienle tuviera lástima—. No, ni aunque tuviéramos quevivir en un vagón recogiendo algodón por todo elpaís, nadie tendría oportunidad de mirarnos feo.La señora Whipple amaba a su segundo hijo, el

retardado,muchomás que a los otros dos hijos jun-tos. Lo comentaba siempre, y al hablar con sus ve-cinos comparaba el amor por su hijo con el quesentía por su marido y por su madre.No necesitas decírselo a todo el mundo—repetía

el señor Whipple—. Parece que sólo tú lo quieres.—Es algo natural en una madre —recordaba la

señoraWhipple—. Sabes que este tipo de cariño esmás propio de la madre. La gente no espera tantode los padres.Ello no evitaba que entre sí los vecinos no habla-

ran claramente. —Sería una bendición del Señor siél muriera —comentaban—. Es culpa de los padres

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—agregaban—. Puede apostarse que por ahí hayalgún pecado y alguna tara. Por supuesto, todo a es-paldas de los Whipples. De frente les decían: —Noestá tan mal. Se mejorará ¡Miren que bien se des-arrolla!La señoraWhipple odiaba tocar el asunto; inten-

taba pensar en otra cosa, pero cada vez que alguienponía un pie en la casa lo sacaba a relucir y hablabade Él antes que de nada. Parecía alivarse.—Ni por todo el oro del mundo permitiría que

nada le pasara; pero no logro mantenerlo quieto. Éles tan fuerte y activo. Siempre está en todo y fue asídesde que empezó a caminar.Algunas veces me pa-rece graciosa la manera como actúa. Me divierteverlo hacer sus travesuras. Emily se accidenta más;a cada rato le vendo sus raspones, y Adna se rompeun hueso cada vez que se cae. Pero Él hace de todosin sufrir ni un rasguño. En una ocasión en que es-tuvo aquí, el sacerdote dijo algo tan agradable quelo recordaré hasta el día de mi muerte. Dijo:“Losinocentes caminan con Dios, por eso Él no se las-tima.” Cuando la señoraWhipple repetía esas pala-bras, sentía que algo tibio le inundaba el pecho, laslágrimas llenaban sus ojos, y sólo entonces lograbapasar a otro tema de conversación.Creció y jamás se lastimó. Un tablón del gallinero

cayó golpeándole la cabeza y Él pareció no adver-tirlo. Había aprendido algunas palabras y despuésdel golpe las olvidó.Nunca lloriqueaba pidiendo co-mida como lo hacen otros chicos, sino que esperabahasta que se la dieran; comía acuclillado en un rin-cón del cuarto saboreando y mascullando. Como sifuera un abrigo tenía lonjas de grasa en la espalda,y podía acarrear dos veces más leña y agua que

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Adna. Emily estaba la mayor parte del tiempo res-friada: “lo hereda de mí”, comentaba la señoraWhipple. Por eso cuando hacía mal tiempo le pasabaun cobertor extra que le quitaba al catre de Él, quienjamás parecía sentir frío.Sin embargo, la señoraWhipple se atormentaba la

vida temiendo que a Él algo le pasara. Se trepaba alos duraznos mejor que Adna e imitaba a un monode rama en rama; sí, realmente, parecía un mono.—Señora Whipple, usted no debería permitírselo.Puede perder el equilibrio. No comprende bien loque hace. La señoraWhipple casi corrió a su vecino.—¡Él sabe lo que está haciendo! Es tan capaz

como cualquier otro niño. ¡Bájate de allí, tú!Cuando al fin llegó al suelo, ella casi no controlaba

las manos, quería pegarle por portarse así delantede la gente.Él sonreía con una sonrisa amplia mientras que la

preocupaba constantemente.—La culpa la tienen los vecinos —exclamó la se-

ñora Whipple dirigiéndose a su marido—. ¡Cómome gustaría que se ocuparan de sus asuntos en vezde los nuestros! No le permito casi que se mueva,por miedo a que se metan en lo que no les importa.Mira las abejas. Adna no las toca porque lo pican yahora temo pedirle a Él que lo haga. Aunque no leimporta si lo pican.—Debido a que no tiene suficiente sentido

común para asustarse por nada— dijo el señorWhipple.—Deberías avergonzarte de ti mismo— respon-

dió la señora Whipple—. Hablar así de tu propiohijo. ¿Megustaría saber quién cuidaría deÉl si nosotrosno lo hiciéramos? Observa cuanto sucede. Escuchatodo y obedece lo que le ordeno. No permitas que

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nadie te oiga decir tales palabras. Pensarán que pre-fieres a los otros chicos.—Pues no es cierto ¿pero qué ganamos con vol-

ver al mismo tema? Siempre ves el peor lado de lascosas. Déjalo tranquilo, saldrá adelante de cual-quier forma. Tiene que comer y ropa que ponerse¿no? — de pronto el señor Whipple se sintió can-sado y añadió: —De todas maneras ya no pode-mos hacer nada.También la señora Whipple se sintió cansada y

completó con voz de tedio:—Lo que está hecho no puede ser deshecho, lo

sé mejor que nadie. Sin embargo Él es mi hijo y nopermitiré que nadie diga una sola palabra en contrasuya. Me enferma que la gente venga a chismear acada rato.Hacia los primeros días de otoño la señoraWhip-

ple recibió una carta de su hermano diciéndole queel domingo siguiente la visitaría con su mujer y susdos hijos.“Coloca la olla grande en lugar de la pe-queña”, acotaba al terminar. La señoraWhipple leyódos veces esta parte en voz alta, porque la compla-cía. Su hermano poseía el don especial de decircosas chistosas.—Le mostraremos que no se trata de una broma

—comentó—; mataremos uno de nuestros le-choncitos.—Es un derroche, y no puedo brindarme ese lujo

tal como están nuestras finanzas—estipuló el señorWhipple—. Ese lechón valdrá bastante dinero paraNavidad.—Me parece penoso no ofrecer una comida de-

cente a mi propia familia cuando viene a visitarnos—dijo la señora Whipple—. Me daría mucha rabiaque mi cuñada regresara a su casa diciendo que aquí

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no hay nada de comer. ¡Dios mío! es mejor aprove-char lo que se tiene en vez de dirigirse a la ciudadpara comprar un buen pedazo de carne. ¡Allí sí quese gasta el dinero!—Muy bien, hazlo entonces—respondió el señor

Whipple— ¡Por Cristo todopoderoso! ¡Con razónno logramos salir adelante!Las complicaciones se presentaron ante la pers-

pectiva de separar al cerdito de su recia mamádueña de un carácter peor que el de una vaca Jersey.Adna no quiso intentarlo.—Bueno don miedoso— exclamó la señora

Whipple—. Él no tiene miedo. Fíjate cómo lo hace.Se rió como si fuera una broma, al tiempo que le

daba un empujoncito hacia la pocilga. Él caminófurtivamente, agarró de golpe al lechoncito que ma-maba, y volvió al galope con la puerca enfurecidacasi pisándole los talones. El animalito negro se re-torcía, chillaba como un bebé en crisis nerviosa,ponía rígido el lomo y abría la boca de oreja a oreja.La señoraWhipple lo tomó con ademán enérgico yle abrió la garganta de un solo tajo. Cuando Él vio lasangre lanzó un relincho y escapó.—Pero se olvidará y comerá a mandíbula batiente

—pensó la señora Whipple, quien al ensimismarsemovía los labios murmurando.—Se lo comería todo si yo no lo impidiera. Si lo

dejáramos, se comería cada bocado de los otros dos.Sintió tristeza pensándolo. Él tenía diez años y

era tan grande como Adna que cumpliría catorce.Es una vergüenza, una vergüenza—repetía para susadentros— ¡Y Adna es tanto más inteligente!Continuó sintiéndose mal por muchas otras cau-

sas. En primer lugar correspondía al hombre matar

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a los animales, la vista del lechón despellejado, rosay desnudo, la hizo descomponerse. Resultaba muygordo, suave, con un aspecto que movía a compa-sión. Simplemente era vergonzosa la forma comosuceden las cosas. Cuando terminó su obra, casideseó que su hermano permaneciera en casa.El domingo temprano por la mañana la señora

Whipple dejó a un lado todo para lavarlo bien. Unahora después Él estaba sucio nuevamente; se habíaarrastrado debajo de las cercas correteando a una la-gartija y se encaramó sobre, las vigas del granero enbusca de huevos en el pajar.—¡Dios mío! ¡Mira cómo te has puesto a pesar de

que te arreglé tan bien! En cambio, Adna y Emilyestán muy quietos.Me canso todo el día tratando demantenerte decente. Quítate esa camisa y ponteotra. La gente dirá que no te he vestido—, y lo jalófuertemente de las orejas. Él parpadeó y se restrególa cabeza, y la cara que puso hirió los sentimientosde la señora Whipple. Las rodillas comenzaron atemblarle y tuvo que sentarse mientras se aboto-naba la blusa.—Estoy agotada antes de empezar.El hermano llegó con su saludable y regordeta

mujer y dos muchachotes gritones y hambrientos.Tuvieron una gran cena con el cerdo asado, bien tos-tadito, repleto de aderezos y encurtidos en la boca,y gran cantidad de salsa para las papas. Todo en elcentro de la mesa.—Esto demuestra prosperidad—comentó el her-

mano—. Cuando termine, tendrán que rodarmehasta mi casa como si fuera un tonel.—Todos rieron en voz alta; resultaba agradable

oírles reír a coro alrededor de la mesa. La señoraWhipple se sintió confortada y exclamó:

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—Tenemos seis más como éste; pienso que es lomenos que podemos hacer, pues ustedes vienen tanpoco a visitarnos.Él no quiso entrar al comedor y la señoraWhipple

lo excusó hábilmente.—Es más tímido que los otros dos —dijo—. Ne-

cesita acostumbrarse a ustedes. No se confía con fa-cilidad; ya saben cómo son los niños, incluso entreprimos.Nadie dijo nada fuera de tono.—Igual que mi Alfy —agregó la cuñada—. Algu-

nas veces tengo que pegarle para que dé la mano asu abuelita.Quedó terminado el asunto y la señora Whipple

preparó un plato bien repleto para Él, antes que paralos otros.—Siempre digo que no debe ser desatendido,

aunque alguien se quede sin comer —comentó yllevó el plato ella misma.—Él es tan fuerte que podría colgarse del marco

de la puerta y levantarse por encima gracias a susmúsculos —dijo Emily como excusando la abun-dancia de comida.—Está bien, está bien —comentó el hermano.Partieron después de comer. La señora Whipple

juntó los platos y dijo a los chicos que se acostaran.Sentada, se desató los zapatos.—¿Ves? —comentó con el señor Whipple—. Así

es mi familia, encantadora y considerada en cual-quier momento. Sin observaciones fuera de lugar...Son refinados. Abomino los comentarios de lagente. ¿Verdad que estaba exquisito el cerdo?El señor Whipple contestó.—Sí, hemos perdido como ciento cincuenta kilos

de carne, eso es todo. Cuando uno viene a comer,

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por lo regular se porta amable. ¿Quién sabe lo quepiensan realmente?—Sí, igual que tú —completó la señora Whip-

ple—. No espero nada de ti. Me dirás luego que mipropio hermano andará comentando que lo hicimoscomer en la cocina ¡Dios mío!— Se cogió la cabezacon las manos porque sintió que un dolor comen-zaba a molestarle a la altura de la frente.— Ahoratodo se arruinó ¡y había sido tan agradable y tan fá-cil! Muy bien, a ti no te simpatizan y nunca te sim-patizaron, muy bien, no vendrán de nuevo ¡no tepreocupes! Pero no podrán decir que Él no estabatan bien arreglado como Adna. De veras ¡algunasveces quisiera morirme!—Y yo quisiera que dejaras las cosas tranquilas.Ya

es bastante malo como están.Fue un invierno duro.A la señoraWhipple le pa-

reció que sólo tuvieron problemas y ahora debíancapotear un invierno como aquel. La cosecha fuela mitad de lo esperado; el algodón no alcanzó sinopara pagar la cuenta del almacén. Cambiaron unode los caballos del arado y resultaron estafados; elnuevo murió de vómitos. La señora Whipple pen-saba todo el tiempo en lo terrible que era tener a unhombre del que sólo dependía para ser engañada.Ahorraron muchísimo, pero la señora Whipplecreía que algunas cosas debían comprarse aunquecostaran dinero. Se requirió ropa de lana para Adnay Emily, quienes caminaban diez kilómetros parallegar a la escuela durante los tres meses de in-vierno.—La mayor parte del tiempo, Él se sienta junto al

fuego; no necesitará mucha ropa— opinó el señorWhipple.

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—Por supuesto —repuso la señora Whipple— ycuando salga a trabajar se pondrá tu abrigo imper-meable. No podemos hacer más por Él, ni modo.Cayó enfermo en febrero y permaneció enroscado

bajo su cobija con el rostro muy azul y respirandocomo si se ahogara. El señor y la señoraWhipple hi-cieron cuanto pudieron por Él durante dos días, ycuando se asustaron demasiado llamaron al doctor.El médico dijo que debían mantenerlo caliente ydarle muchos huevos y leche.—Me temo que no es tan fuerte como parece —

dijo—. Necesitan vigilarlo para ver como sigue. Yademás añadirle cobijas en la cama.—Acabo de quitarle su colcha gruesa para lavarla

—profirió la señoraWhipple avergonzada.—No so-porta la suciedad.—Entonces, póngasela de nuevo en cuanto esté

seca —agregó el doctor—, de otra manera le daráneumonía.Los señores Whipple sacaron una frazada de su

propia cama y le arrimaron el catre cerca del fuego.—Nadie dirá que no hacemos por Él cuanto está

en nuestras manos —dijo la señora Whipple—.Hasta dormimos con frío.Al terminar el invierno, pareció reponerse pero

caminaba como si los pies le dolieran.Durante la es-tación veraniega, había sido capaz de correr junto aun bracero de algodón.—Hice un trato con Jim Ferguson para alimentar

a la vaca, la próxima vez —remarcó el señor Whip-ple—. Haré pastorear al toro este verano y le daré aJim algún forraje en el otoño. Es mejor así que estarpagando con nuestro propio dinero, sobre todocuando no lo tenemos.

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—Espero que no hayas dicho tal cosa delante deJim Ferguson —respondió la señora—. No debesenterarlo de que andamos mal.—¡Dios todopoderoso! eso no es decir que anda-

mos mal. Un hombre debe cuidar su futuro. Élpuede conducir el toro hoy; necesito que Adna sequede.Al principio la señora Whipple estuvo conforme

de enviarlo por el toro.Adna era demasiado inquietoy no podía confiársele. Hay que ser tranquilo parapermanecer cerca de los animales. Después de queÉl se fue, comenzó a intranquilizarse y al rato no so-portaba la situación. Se paró en el sendero para es-perarlo. Había que recorrer casi ocho kilómetros yhacía mucho calor, pero Él no tardaría tanto. La se-ñora se colocó la mano sobre los ojos y miró fija-mente hasta que unas manchas de color flotaron ensus pupilas. Sucedía lo mismo en todas las cosas desu vida; se preocupaba continuamente y desconocíaun momento de paz. Al cabo, lo vio dando vueltapor el sendero, renqueando. Venía muy despacio,guiaba la tremendamontaña animal por el anillo delhocico,movía una varita en la mano, sin mirar haciaatrás o hacia los lados, pero se acercaba como un so-námbulo, con los ojos semicerrados.La señora Whipple sentía un miedo enfermizo a

los toros; había escuchado historias terribles que secontaban de que caminaban muy tranquilos y depronto pateaban bramando, y pisaban y corneabanel cuerpo de quien los guiaba, hasta convertirlo enpedazos. Instantáneamente el monstruo negropodía atacarlo ¿mi Dios! Él nunca tendrá suficientesentido común para correr.No debía hacer ruidos ni moverse; no debía asus-

tar al toro. Este levantó la cabeza y corneó en el aire

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a una mosca. La voz de ella estalló y le gritó que co-rriera, por lo más sagrado. Él pareció no escuchar losgritos, y continuó meneando su vara y renqueando.El toro se movía pesadamente detrás de Él, dulcecomo un ternerito. La señoraWhipple silenciosa, co-rrió hacia la casa rezando en su interior: “Dios nopermitas que nada le pase. Dios, la gente diría queno sabemos cuidarlo. ¡Tráelo a casa sano y salvo y locuidaré mejor! Amén.”Miró al través de la ventana mientras Él guiaba la

bestia y la ataba al granero. Era inútil desentenderse.La señoraWhipple no soportaba más. Se sentó y co-menzó a llorar con el delantal sobre su cabeza.Año con año losWhipple eran más y más pobres.

Pese a lo mucho que trabajaban, la casa estaba apunto de caerse.—Perdemos nuestro sostén —dijo la señora—.

¿Por qué no aprovechamos las oportunidades comootras gentes? Pronto nos considerarán como unas“pobres gentuzas”.—Me iré al cumplir dieciséis años —externó

Adna—.Trabajaré en el almacén de Powell. Allí haydinero.Ya tuve bastante del campo.—Yo seré maestra —dijo Emily—, pero necesito

terminar el octavo grado. Entonces podré vivir en laciudad. Aquí no veo oportunidad de progresar.—Emily salió a la familia —apuntó la señoraWhip-ple—. Tan ambiciosa como ellos, que nunca se con-forman con un segundo puesto en ningún lado.A la llegada del otoño,Emily aprovechó la ocasión

de emplearse como camarera en el restaurante delos ferrocarriles en el pueblo cercano; hubiera sidouna lástima no aceptar un salario bueno y comidasegura. La señoraWhipple se lo permitió, sin preo-cuparse por la escuela hasta el próximo año.

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—Tendrás tiempo de sobra —aseguró—. Eresjoven y rápida como un látigo.Cuando Adna también se fue, el señor Whipple

quiso realizar el trabajo de la granja ayudado por Él.Hacía su trabajo y parte del trabajo de Adna sin no-tarlo siquiera.Todo marchó bien hasta Navidad. Sa-liendo del granero se resbaló en el hielo unamañana. En lugar de levantarse, se revolcaba y elseñorWhipple lo encontró con una especie de ataque.Desde entonces se quedó en cama. Las piernas se

le hincharon al doble de su tamaño normal y losataques se repitieron. A los cuatro meses el doctoropinó:—Es inútil. Creo que deben llevarlo al hospital del

Estado para un tratamiento inmediato.Haré los trá-mites indispensables.Allí lo atenderán bien y Él es-tará lejos.—Nunca lo privamos de cuidados, no lo dejaré ir

—repuso la señoraWhipple—.Dirán que dejé entreextraños a mi hijo enfermo.—Sé lo que siente —comentó el doctor—. No

tiene que explicármelo señora Whipple. Tengo unhijo. Pero será mejor que me escuchen.Yo no puedoayudarlo.Cuando se acostaron el señor y la señoraWhipple

hablaron sobre el particular largo tiempo.—No es otra cosa que una institución de caridad

—apuntó ella—. ¡A lo que hemos llegado, a la cari-dad! No pensé que nos sucedería.—Pagamos nuestros impuestos igual que todo el

mundo—dijo el señorWhipple—, y no lo considerocaridad.. . Creo que lo más conveniente es man-darlo a un lugar donde le den lo mejor de todo... yademás no me encuentro en situación de pagar ho-norarios médicos.

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—Tal vez por eso el doctor quiere mandarlo; temeque no le paguemos —agregó la señoraWhipple.—No pienses así —respondió el señor Whipple

sintiéndose bastante cansado—, porque no seremoscapaces de enviarlo.—Pero no lo dejaremos allá mucho tiempo —

completó la señora Whipple—. Tan pronto mejore,lo traeremos de inmediato.—El doctor explicó y volvió a explicar que él no

mejorará y lo mejor es que te calles —dijo el señorWhipple.—Los doctores no son sabios —objetó la señora

Whipple casi con felicidad—. En el verano, Emilyvendrá a casa para pasar las vacaciones y Adna nosvisitará los domingos.Trabajaremos juntos y nos en-derezaremos otra vez y los chicos sabrán que cuen-tan con un lugar donde vivir.Se imaginó de pronto en el verano con el jardín

lleno de flores, persianas nuevas en toda la casa yAdna y Emily de vuelta y todos contentos al encon-trarse. ¡Sería posible! ¡Tal vez en el futuro las cosasse presentarían más dichosas!No hablaron mucho delante de Él, pero nunca

supieron realmente cuánto había entendido. Al finel doctor fijó la fecha y un vecino, dueño de un ca-rricoche de doble asiento, se ofreció a conducirlos.El hospital hubiera enviado una ambulancia, perola señoraWhipple no soportaba verlo irse como unenfermo grave. Lo envolvieron en cobijas y el veci-no y el señor Whipple lo cargaron hasta el asientotrasero, junto a la señoraWhipple que se había ves-tido con su blusa negra fina. No le gustaba aparen-tar pobreza.

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—Estarás bien... creo que permaneceré en casa—dijo el señor Whipple—. No creo convenienteirnos todos y dejar esto vacío.—Además,no se quedará para siempre—explicó la

señoraWhipple a su vecino—. Sólo una temporada.Salieron. La señora Whipple sostenía los bordes

de la cobija evitando que se resbalara hacia un cos-tado. Él permanecía derecho, parpadeando y parpa-deando. Sacó los dedos fuera y comenzó arestregarse la nariz con los nudillos y luego con lamanta. La señora Whipple no lograba creer lo queveía: Él estaba secándose unos lagrimones que ro-daban por sus mejillas. Gimoteaba y hacía ruidosentrecortados. La señoraWhipple le preguntaba:—¿No te sientes mal, verdad, querido? —porque

Él parecía acusarla de algo.Quizá recordaba aquellavez que le jaló las orejas, quizá se había asustado conel toro, quizá sentía frío por las noches y no podíadecírselo, quizá sabía que lo mandaban lejos de casapara siempre y todo porque eran demasiado pobrespara mantenerlo. Fuera lo que fuera, la señoraWhipple no lo resistió. Comenzó a llorar desespe-rada y lo apretó en sus brazos y apoyó la cabeza con-tra el hombro de Él. Lo había querido cuanto puedequererse. Había que pensar también en Adna yEmily; no podía hacer nada más. ¡Cuan dolorosoque Él hubiera nacido!Llegaron al hospital; el vecino condujo muy rá-

pido, sin atreverse a voltear.

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