Novato

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NOVATO Otra vez iba a llegar tarde al trabajo, así que puse mi coche a ciento ochenta por la circunvalación. El radar me cazó. Me cayó una buena y además me quitaron el carné. Me dio mucha rabia porque, después de mí, un currante escapó del castigo. Le oí mencionar un nombre: –Sí, instructor en la academia de Baeza; mi hermano. El cabo asintió y el currante salió zumbando con su furgoneta. Ahora es la clase obrera la que tiene mano con la Benemérita , es pura endogamia, todos se conocen. Sin embargo a los ejecutivos no les perdonan ni una. Eso de “Usted no sabe con quien habla” no sirve. Somos tantos los que creemos tener influencia que nos solapamos unos a otros y nuestro poder se diluye. Ya no es como antes, cuando un tío con un puro salía de un mil quinientos y le cuadraba los machos al más pintado por muchos cuernos que tuviera su sombrero. Así que me fui a vivir al barrio donde trabajaba en una agencia de inversiones. La mayoría de los ejecutivos trabajamos ya para el sector terciario. Me dio pena porque las niñas ya se habían acostumbrado al chalet, a la indolencia de los barrios residenciales. A los seis meses me devolvieron el carné y regresamos al chalet. Pero me obligaron a llevar una L en la parte trasera del coche por otros seis meses. Era parte de la sanción. Si me pillaban a más de ochenta durante ese periodo la cosa se podía poner fea. 23

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"Novato" es el quinto de los treinta y tres cuentos que componen la obra "hagas lo que hagas te arrepentirás", del autor judío granadino Tomás Mañas Rabaneda.

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NOVATO

Otra vez iba a llegar tarde al trabajo, así que puse mi coche a ciento ochenta por la circunvalación. El radar me cazó. Me cayó una buena y además me quitaron el carné. Me dio mucha rabia porque, después de mí, un currante escapó del castigo. Le oí mencionar un nombre:

–Sí, instructor en la academia de Baeza; mi hermano.

El cabo asintió y el currante salió zumbando con su furgoneta. Ahora es la clase obrera la que tiene mano con la Benemérita , es pura endogamia, todos se conocen. Sin embargo a los ejecutivos no les perdonan ni una. Eso de “Usted no sabe con quien habla” no sirve. Somos tantos los que creemos tener influencia que nos solapamos unos a otros y nuestro poder se diluye. Ya no es como antes, cuando un tío con un puro salía de un mil quinientos y le cuadraba los machos al más pintado por muchos cuernos que tuviera su sombrero.

Así que me fui a vivir al barrio donde trabajaba en una agencia de inversiones. La mayoría de los ejecutivos trabajamos ya para el sector terciario. Me dio pena porque las niñas ya se habían acostumbrado al chalet, a la indolencia de los barrios residenciales.

A los seis meses me devolvieron el carné y regresamos al chalet. Pero me obligaron a llevar una L en la parte trasera del coche por otros seis meses. Era parte de la sanción. Si me pillaban a más de ochenta durante ese periodo la cosa se podía poner fea.

Al principio los trayectos se me hacían eternos, además me irritaba sobremanera que coches que no valían un duro me adelantaran. Imaginaba las muecas de desprecio de sus conductores y el poder momentáneo que adquirían al rebasarme. Para mi sorpresa, pronto me acostumbré a ir despacio y poco a poco me fui trasformando en un auténtico novato. De forma insólita volvieron a mí los mismos temores de mi época de autoescuela, y lo más sorprendente, es que también otros hábitos de mi insegura adolescencia –al margen de la conducción– retornaron a mi carácter. Al sexto mes ya conducía con la cabeza casi pegada al parabrisas. Los demás autos seguían adelantándome, pero ahora me daba tiempo a inventarme la vida de sus ocupantes. Imaginaba con un sentimiento parecido a la gratitud el motivo que había reunido a una familia en torno a un viaje. Quizás una visita a los abuelos. Por primera vez sentía compasión por los macarras de volante y sus maniobras temerarias. Yo también había buscado en ese vértigo, en esa forma de superación de la mediocridad una justificación para existir o quizás una virtud.

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Me fui transformando sin proponérmelo en un chaval de dieciocho años. Como una suerte de metonimia de mi forma de conducir abriéndose hacia todos los ámbitos de mi vida. El ir despacio ayuda a pensar despacio, ralentiza la realidad, el mundo que nos rodea. Se pueden ver los objetos y las situaciones desde varios ángulos a la vez. Pero por contra, la lentitud, te mete de lleno en el pelotón de los torpes, de los que nunca ganarán un concurso en el que hay que apretar primero un botón rojo para responder. Cambié por gusto mi coche por un utilitario, aunque también forzado por el recorte de mis rentas. Ya no podía ser un ejecutivo, no podía pensar rápido. Ahora era un joven tímido e iluso, torpe quizás. Un cuerpo que avanzaba lento entre el vértigo, tan lento que podía en cualquier momento cambiar de dirección sin mucho esfuerzo. Me era grato reconocer la impericia con que nuevamente intentaba seducir a mi mujer, como mis dedos volvían a enredarse ante el broche de su sostén. También sabía que era feliz cuando atenuaba el tono de la luz de nuestro dormitorio, movido por un renacido pudor que me obligaba a tener que imaginar nuevamente las formas de la mujer que amaba. A redescubrir, con el mismo entusiasmo de antaño, un lunar en su espalda o la forma caprichosa de sus pezones. Con el aire indeciso que me otorgaba mi falta de experiencia me movía por el mundo. Y con una necesidad de amar que superaba con mucho la de ser amado. Esta otra vida que el destino me ha compulsado me ha hecho ver que es, en el pelotón de los lentos, donde se está mejor, que no cuesta nada ceder el paso a otro coche que se incorpora por nuestra derecha y que un simple saludo de agradecimiento puede alegrarte todo el día.

Espero que la vida no me trate tan mal como para abocarme nuevamente a la condición de “hombre bala”. Y menos, ahora, que estoy muellemente instalado en el mayor de los lujos (el poseer un tiempo propio). Porque tengo la certeza de que si algún día he de volver a poner mi coche a doscientos, será por un motivo explícito: apurar mi último viaje.

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