Nueva Señal de Alerta de Manuel Espino

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2012, NUEVA SEÑAL DE ALERTA Manuel Espino Barrientos Cuando Cortés quemó las naves para impedir el retorno de sus tropas, ya estaba incubada la traición en su alma. En adelante no le movería el espíritu de la Madre Patria sino el propio. En su cabeza no había lugar para proyectos de Estado, estaba llena de sueños personales. Ya había decidido que, al margen de los ideales y principios que le acompañaron al salir de España, su destino sería de riqueza, de poder y de gloria. Para él y para nadie más. El comportamiento de este hombre forjado en la reciedumbre de Extremadura, parece ser herencia maldita. La abrazan con determinación que raya en el cinismo muchos que, cargados de buenas intenciones, zarparon movidos por ideales que se les pierden o abandonan cuando desvían la ruta original de navegación. Ya en las playas del poder queman las naves de la congruencia.

Hernán Cortés, “el capitán valiente y esforzado” —como lo describe Bernal Díaz del Castillo— pudo trascender como el español leal a su patria y a su rey. Pudo rendir homenaje a la trayectoria de su familia en la lucha por la Reconquista contra los moros. Pudo honrar la misión descrita en las velas de uno de sus navíos anclados en la costa del golfo de México: dad a España triunfos y palmas, al rey infinitas tierras y a Dios infinitas almas. Pero pudo más su indómita arrogancia puesta al servicio de sus propios intereses.

El tiempo registró en la historia de México el cruel y rapaz desempeño de Cortés, quien no supo interpretar su tiempo ni sujetar su desempeño a las convicciones en que se había formado como ciudadano español y vasallo del rey. Tal como muchos otros harían después, en las épocas que sucedieron a la Conquista, y como siguen haciendo algunos que abrevaron en el humanismo político y declinaron su idealismo a las pompas del poder. Pasaron de demócratas a autoritarios,

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hicieron del individualismo un privilegio feudal y del gobierno un patrimonio personal. Cuando al fin los aztecas se decidieron a quitarse el yugo de la codicia y la prepotencia de que hicieron gala Hernán Cortés y sus filibusteros, la insurrección indígena animada de dignidad por Cuauhtémoc, derrotó a quienes solo usurpaban el poder que en un gesto de nobleza les habían reconocido Moctezuma y su pueblo. El engaño con que Cortés traicionó la confianza del emperador azteca terminó en humillación de quien pretendió usurpar a Quetzalcóatl, el dios de la vida. Tuvo todo para ser un héroe y dilapidó su posibilidad en temeraria actitud. Terminó convertido en un símbolo de violencia, llorando bajo un árbol su derrota. La victoria de los aztecas fue premio a la osadía y valentía, propias de su estirpe guerrera. Significó una extraordinaria oportunidad para Moctezuma, quien terminó sucumbiendo ante la espada española. Su aceptación fatal de la superioridad extranjera le mereció el desprecio de su pueblo

que, lo mató a pedradas en junio de 1520. Se sintieron traicionados por el gobernante al que ellos habían encumbrado. A diferencia de Cortés, un aventurero que no tenía más que ambiciones y una banda de matones, el emperador azteca era cabeza del más grande centro de poder político y religioso de los pueblos indígenas que habitaban Norteamérica. Tenía todo para trascender como el gran defensor de la nación autóctona. Su debilidad, sus miedos, su inseguridad personal,

su ausencia de apertura para escuchar a los suyos, significaron su fracaso como emperador, como gobernante. Este episodio de la historia de México es tan cierto como puede ser la que se escriba a partir del 2012, el de la sucesión presidencial. La tragedia que hundió en sangre a Moctezuma y su Imperio puede advertir, como murmullo del pasado, lo que puede ocurrirle al México democrático del siglo

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XXI si el PRI, representando el papel de los conquistadores, logra engañar a los mexicanos aprovechando las debilidades del presidente Felipe Calderón, quien parece representar, al mismo tiempo, los contrastantes temperamentos de Cortés y Moctezuma en esta nueva trama, también sangrienta, de nuestro México. Un regreso del PRI al mando presidencial, que ya probó lo amargo de sus lágrimas cuando fue echado del gobierno, podría hundir al PAN en la tristeza y en la frustración. Como ocurrió en aquél episodio dramático que abrió cauce a La Conquista con sus pros y contras, pero que dejó registro imborrable de los errores de quienes encabezaron los bandos en disputa y no supieron interpretar el tiempo que les tocó vivir ni ubicar el papel que les correspondía jugar en beneficio de sus naciones. Ya en la lógica de la sucesión, es necesario que los panistas —comenzando por Calderón— entendamos el tiempo que nos ha tocado vivir de cara a la responsabilidad que nos asignaron

los mexicanos para gobernar. Entender el tiempo y obrar en consecuencia puede significar la diferencia entre permanecer en esa responsabilidad con la ratificación de los ciudadanos en las urnas, o regresar a la oposición por una voluntad popular movida por la decepción de nuestro desempeño. Decepción expresada en votos en nuestra contra, como las piedras que acabaron con el jefe azteca. Ese entendimiento de nuestro tiempo implica aceptar que en el sexenio calderonista hemos perdido respaldo ciudadano al

grado que si hoy fueran las elecciones presidenciales podríamos quedar en tercer lugar. Comprender el tiempo presente con la mira puesta en el futuro puede significar el represtigio de Acción Nacional ante los mexicanos o su continuidad en la ruta hacia el precipicio por no atreverse a ser distinto y distinguible del PRI desde su acción política. Esa indispensable comprensión empieza por reconocer que el cúmulo de fracasos electorales es consecuencia de la

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declinación de principios y convicciones, del capricho instalado en el gobierno con ínfulas de conquista para someter a la sociedad a los yerros que desprestigian al partido. Entender a profundidad el tiempo presente es darnos cuenta que estamos a 18 meses para las elecciones, a un año para tener candidato presidencial y que el gobierno de Calderón está en su último tercio con una evaluación que tiende a ser desfavorable en la opinión pública. Entender dónde y cómo estamos exige visualizar el 2012 como el de la autoderrota del PAN si no damos un golpe de timón ahora y nos decidimos a corregir el rumbo, a trazar nuestra propia ruta para dejar de seguir la que nos marca el Ejecutivo Federal. Asimilar la realidad significa entender que si esa corrección no se da ahora, el tiempo que no perdona se encargará de transmitir a las generaciones venideras que el triunfo de los panistas en el 2006, a diferencia del 2000, fue una victoria contra sí mismos, en vista del fallido desempeño del gobierno que le trajo desprestigio y derrotas al partido.

Las encuestas que miden la opinión ciudadana, los comentarios de muchos de nuestros aliados que han dejado de serlo, el análisis de no pocos militantes y dirigentes de partido, nuestra propia valoración objetiva e imparcial nos sugieren la urgencia de un cambio de método en la tarea partidista. Un cambio para volver a empezar, para retomar nuestra original forma de concebir y hacer política. Esta es otra señal de alerta que se suma a las que a diario nos hacen analistas y politólogos.

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