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Nuevas Fronteras de Filosofía Práctica
Número 4, Marzo de 2015, pp. 50 – 89
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CONVERSACIÓN CON FABIÁN MIÉ
Dr. Fabián Mié, ¿podrías contarnos brevemente qué factores te impulsaron a
dedicarte a la filosofía y cuáles fueron los principales momentos académicos de tu
formación como investigador hasta este momento?
Querido Guillermo, en primer lugar, quiero decirte que la longitud y complejidad de tus
preguntas requerirían de mi parte una capacidad y un tiempo mental, además del físico
que le dedicaré, bastante mayor del que dispongo. Dicho esto para tratar de justificar la
parcialidad de mis respuestas, declaro también que la idea que persiguen tus preguntas
me parece interesante. Hay muchos temas allí sobre los cuales uno tiene alguna idea a
fuerza de haber tenido que enfrentarse a esas cuestiones (en el caso de las que pueden
haber provocado alguna insatisfacción, e.g. los concursos) y otros que forman parte de
cierta discusión y reflexión más o menos continua sobre la propia profesión, o bien
sobre aspectos de la vida civil (la educación superior, la asignación de recursos públicos
a la investigación, por caso) relacionados con nuestra profesión.
Voy a asumir la entrevista como si fuera (y esto entraña, obviamente, cierta
ficción) un diálogo en el que uno trata de ofrecer un punto de vista y espera la
examinación argumentativa del interlocutor para mejorar el propio lógos. Claro que lo
ficticio de esta situación encierra un déficit que no podremos cubrir: el hecho de que no
habrá repreguntas e intentos de nuevas respuestas, al menos por ahora. Pero no podría
hacerlo de otra manera, y creo además que hacer así es lo correcto si queremos con
cierta prudencia encontrar afirmaciones satisfactorias. Parte esencial de esta situación
ficticia es que yo tendría la disposición racional de revisar mis opiniones y cambiarlas
por otras mejores ante tus objeciones potenciales.
Esta es una linda pregunta porque me permite recordar personas a las que debo
mucho, pero también me hace reconocer los huecos en mi formación, lo que es menos
grato. Uno podría darle un tinte narrativo-biográfico a esta respuesta, o hacer una lista
curricular. Buscaré una vía intermedia, sin ser auto-complaciente ni engañarme a través
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de ese poco confiable acceso que tenemos a nosotros mismos a través de la primera
persona, cuando esa primera persona es otra cosa que un mero contenido
sensorialciertamente, un caso válido, pero altamente restringido, como para tomarlo
como representativo de lo que es una persona .
En mi carrera de grado invertí muchas horas en el estudio del griego antiguo,
siguiendo lo que sospechaba era un talismán que, a la vez que proveerme alguna fortuna
en algún momento, iba también a protegerme de otros infortunios más en lo inmediato.
Quizá ambas cosas se cumplieron, moderadamente. Pero yo me doy por satisfecho con
poco en lo que a fortuna hace. Con el Prof. Ramón Cornavaca pude alargar mis estudios
de griego cursando varios años la materia filología griega. Además de otras cosas, me
siento feliz de que las competencias modestas que comencé adquirir en la traducción y
comentario de textos por aquellos años hayan sido la base para participar en la
actualidad de un proyecto de traducción y comentario al castellano, a gran escala, de
textos filosóficos antiguos, un proyecto de carácter grupal. En la actualidad también
trabajo en una traducción comentada de Metafísica ZH de Aristóteles, que también para
mí hacen verdadero aquel refrán ‘hic dolor proderitolim’.
Ahora bien, el estudio del griego lo realicé por fuera de mi carrera de grado en la
UNCórdoba, ya que el plan de estudios que afortunadamente en el año de mi ingreso a
la Universidad reemplazó al cavernícola plan puesto por los militares, excluía el griego
de la carrera de Licenciatura en Filosofía. Haber excluido al griego de la formación de
grado en filosofía era una decisión aceptada por algunos de mis compañeros de entonces
con un entusiasmo digno de mejores causas. Pero así fue.
En mi carrera de grado aproveché principalmente seminarios sobre autores como
Kant, Husserl y Gadamer, que se cuentan entre mis preferidos. En fin… eran años de
devorar textos, ¡así quisiera a veces uno poder leer ahora!, porque uno leía, diríamos,
con menos inquietud, con menos premuras (después de los 40 años uno se da cuenta que
el tiempo restante no es demasiado…), y también con una dosis de ingenuidad que
permitía, precisamente, devorar un libro y pasar a otro que trataba un tema distinto. En
un verano, al final de mi segundo año del grado, de una sentada leí, por ejemplo, para
prepararme para un seminario que comenzaba en marzo de mi tercer año de la carrera,
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las Investigaciones Lógicas de Husserl. Luego hice tres seminarios de grado de las
Investigaciones Lógicas, que junto con otros seminarios similares sobre Kant y
Gadamer se contaron entre las instancias que me permitieron empezar a entender un
poco más en aquel momento de qué se trataba esto. Escribí mi Tesis de Licenciatura
sobre Heidegger y su concepción del lenguaje como crítica a la metafísica bajo la
dirección de un profesor que nos enseñó a bucear en un texto filosófico, Eduardo
Peñafort. Las directoras de la Escuela de Filosofía de la UNCórdoba durante mi carrera,
las recordadas Elma Kohlmeyer de Estrabou y Luly Horenstein, tuvieron el buen tino,
no reeditado allí, de traer a muchos profesores de afuera a dictar con competencia varias
asignaturas importantes. En fin… eran años de formar muchos grupos de lectura
espontáneamente y sin buscar ningún papelito de acreditación de la actividad. El
contacto que preexistía con algunos filólogos de la Univ. de Tübingen en Alemania,
hizo que inclinara mi doctorado definitivamente hacia la filosofía platónica, que yo
había enfocado inicialmente desde el estrecho punto de vista heideggeriano, aunque
buscando en esa filosofía poner en tela de juicio algunos diagnósticos globales
cuestionables de la filosofía de Heidegger que parecían depender de su lectura de
Platón. Obtuve una beca del DAAD, para estudiar en Alemania bajo el asesoramiento
de Thomas Szlezák, quien era (es) un filólogo con un importante conocimiento de la
obra de Platón y de la Metafísica de Aristóteles. Pude allí aprender cierta virtud alemana
en el tratamiento y comentario estricto de los textos. Por ese entonces comencé a leer un
poco más seriamente los diálogos platónicos dentro de un ambiente donde aún se
respiraba la convicción de que esos textos contenían un núcleo de ideas que formaban
parte de mucho más que un legado principal de la cultura filosófica europea. En el
Seminario Filosófico de la Univ. De Tübingenun lugar donde en algún momento
estuvieron Hegel, Hölderlin y Schellingtodavía estaba Hans Joachim Krämer, en el
último año antes de su jubilación. Krämer dictaba entonces un par de seminarios a los
que asistí, por supuesto. Es lo más parecido que conocí a un profesor alemán a la vieja
usanza. Recuerdo que otros alumnos criticaban sus falencias pedagógicas no quiero
pensar qué hubiera sido posiblemente de Krämer en algún concurso en ciertas
universidades argentinas donde se da a la clase un porcentaje casi igual o superior que
los antecedentes; quizá ganaba finalmente por sus antecedentes. Ante tales críticas yo
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me reía para mis adentros, claro. ¿¡Qué podía importar que el tipo careciera de dotes
pedagógicas con todo lo que uno aprendía en cuanto a contenidos y precisión en sus
clases?! En cualquier caso, Krämer era lo que llamamos una ‘bestia’, su conocimiento
de vastas áreas de la filosofía era descomunal. Para quienes lo conocen menos, su área
profesional principal era la Academia antigua, cuyo conocimiento renovó en varios de
sus estudios. Su libro titulado “Arete beiPlatonundAristoteles”, del ’59, más allá de
cuestiones particulares de interpretación de pasajes, enfoque filosófico y metodología
hermenéutica, constituye un trabajo enorme. Claro que hay obras menos controvertidas,
pero también infinitamente menos relevantes e interesantes. Y en definitiva, un poco de
eso se trató todo para mí en mi en formación, de conjugar virtudes argumentativas con
relevancia e importancia filosófica. Hablo algo largamente de Krämer para sintetizar lo
que por entonces consideré importante asimilar de la línea de interpretación que
practicaban él junto a otros autores, entre ellos, Szlezák.
Claro que cuando hablamos de relevancia e importancia filosófica empezamos a
darnos cuenta de que, en realidad, estamos con nuestros pares mucho menos de acuerdo
de lo que solemos pensar. Quizá el enfoque inicialmente correcto para identificar qué es
para alguien un contenido filosófico relevante e importante consiste en delimitar la
tradición filosófica desde la cual se predican de cierto libro o de cierto autor esas
cualidades. En síntesis, en mi tiempo en Tübingen creo haber delimitado para mí mismo
lo que juzgo relevante e importante filosóficamente a partir de la filosofía que se lee en
los diálogos platónicos. Al menos, frente a otras tradiciones quizá no menos válidas,
Platón tiene a su favor, entre otras muchas cosas, el carácter del auto examen, y
naturalmente la amplitud de tópicos sistemáticamente vinculados que constituyen lo que
llamamos su filosofía. En la Univ. De Tübingen enseñaba también por aquellos años
Günther Figal, y por su intermedio pude también recibir algo de la Gadamer-Schule. Era
increíble, casi todo giraba allí, por cierto, al menos para mí, por esos años, en torno a
Platón.
Antes de repasar periplos posteriores, quisiera subrayar que tuve que
acostumbrarme a ello, y luego, al regresar a Argentina tras poco más de dos años, volver
a acostumbrarme a la irrelevancia con que aparecía eso que yo había incorporado con
intensidad. Al menos, el medio universitario al cual volví en mis primeros años de
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regreso se caracterizaba por una Stimmung respecto ya no de Platón, sino de otras
figuras de la historia de la filosofía, diametralmente diferente. Es difícil describirlo,
aunque centenares de veces, con pesar y frustración, me pregunté por ello. El caso es
que me parecía que predominaba una falta de interés por aquello que a mi me parecía
relevante e importante, incluso en los modos, tanto entre colegas como entre la inmensa
mayoría de los alumnos. Me parecía imposible que pudiera un día interesar seriamente
lo que implica varias cosas, por ejemplo, no al servicio de un uso preconcebido e
interesado ni sometido a una ingenuidad metodológica que arruinaba las mejores
intenciones un diálogo platónico en un ambiente donde a veces campeaba cierta
mezcla de ignorancia casi completa de la historia de la filosofía (ya no sólo de la
Antigua) con una casi desenfadada declaración de la innecesariedad de esa historia, que,
como digo, llegaba largamente hasta autores contemporáneos. Claro que no todos mis
colegas tenían esa actitud; había otros mejor dispuestos en tal sentido. Y naturalmente
había otros con buenas capacidades en distintas áreas de la filosofía, como la filosofía
de la ciencia, la lógica, la filosofía del lenguaje. Con el correr de los años, se acentuó
allí, por lo demás, el interés por ciertos temas de filosofía política y ética que, aunque
eventualmente por sí mismos importantes, generaban adhesiones más que discusiones,
sobreactuaciones antes que reconstrucciones argumentativas y evaluaciones teóricas. En
fin... Lo que escasamente experimenté en mis años posteriores a la finalización del
doctorado (en el año 2000) fue que en el medio de la unidad académica donde por
entonces me desempeñaba existiera, de manera perceptible y con cierto volumen,
interés por lo que a mí me interesaba, lo que incluye antes que áreas de la filosofía,
enfoques y metodologías de abordaje. Pocos años después cerré, feliz y acertadamente
mi trabajo en esa universidad repitiéndome a modo de lema que “donde uno no es
bienvenido, no hay razón para permanecer”, y tras un seminario sobre el Filebo de
Platón un texto sobre eudaimonía y teoría de las pasiones, ya prima facie muy
interesanteal que asistió un único alumno con otros seminarios sobre Aristóteles,
Strawson, David Wiggins, Kant o Husserl tuve apenas mejor fortuna en cuanto al
número de interesados di vuelta la página. Afortunadamente, el mundo es amplio y
variado, incluso el académico en Argentina, mucho más de lo que uno puede imaginarse
si tozudamente insiste en ignorar la verdad de aquel lema.
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Cierro este apartado, antes de hacer una breve referencia a la etapa postdoctoral
que poco a poco fue muy confortable, con un rápido señalamiento conexo. Si hablamos
de la carrera académica sería ingenuo suponer que tamañas diferencias de criterio con
algunos de mis colegas y, en su conjunto, con la unidad académica donde entonces me
desempeñaba, acerca de las preferencias y elecciones filosóficas carecían de un
correlato en parejas diferencias con respecto a preferencias, elecciones y
comportamientos en la política académica.
Ciertamente, no era el único de mi generación que tenía esas diferencias con la
Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNCórdoba. Curioso era, al comienzo, que
teníamos diferencias con gente de nuestra propia generación, o apenas mayorescon
los cuales, cuando estudiantes, compartíamos críticas al espíritu de cátedra, a la difusión
en la tarea docente de material de segunda clase, a la falta de actualización, al
amañamiento de los concursos, al nepotismo generalizado, etc., y crecientemente con
jóvenes egresados que internalizaban prácticas que uno podría esperar ver sólo en gente
de más edad. Los estudiantes, por lo tanto, no movilizaban las exigencias de mejora en
la calidad de la enseñanza y educación que nosotros buscábamos. Las diferencias
concernían a criterios de calidad académica, a la organización del estudio de la carrera,
a la selección de los docentes…, no es sorpresa que tales diferencias eclosionaran
particularmente en las instancias de evaluación, entre ellas, en los concursos; pero se
trataba de diferencias de criterio constantes en el tiempo y extensas en los tópicos.
Con colegas y amigos de clásicas, sobre todo, fundamos un grupo que aún
sobrevive, y que se reunió en torno a la publicación de una revista de estudios clásicos
(Ordia prima) que aspiró desde el comienzo a alcanzar estándares internacionales.
Ordia prima intentó ser naturalmente, esto corre por cuenta exclusiva de quien lo
dice, y no involucra necesariamente a mis otros colegas en ese emprendimiento tanto
una reacción contra la mayoritaria inmadurez en cuanto a criterios científicos en las
publicaciones dentro del área de los estudios clásicos predominante por entonces (año
2001), como también ante la parálisis y desmoronamiento a que estaba expuesta la vida
universitaria argentina tras la crisis socio-económico-política que provocó el gobierno
de la Alianza y el patetismo del entonces presidente fugándose en helicóptero,
incluyendo el descalabro inmediatamente posterior que esto produjo en casi todas las
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instituciones públicas argentinas. Quiero recordar con esto dos cosas. Por un lado, que
éramos muchos los disconformes con los criterios de la unidad académica donde nos
desempeñábamos; y por otro lado, que incluso en instancias de casi extrema disolución
institucional resulta posible ejecutar otras opciones y lograr otras realizaciones. Como
dice un amigo chileno, cada uno de quienes buscábamos esas alternativas, a su manera,
despertaba una ‘latencia revolucionaria’ cuya pequeña escala ciertamente, juzgada
como insignificante por muchos sectores, tanto conservadores, lo que no es de extrañar,
como progresistas, lo que tampoco es de extrañar no iba en desmedro de cierto
potencial de cambio que tales emprendimientos alternativos traían aparejados. En el
fondo, siempre me han atraído mucho esos ´pequeños emprendimientos
revolucionarios’, como armar cátedras paralelas a profesores que eran vacas sagradas
cuando uno era estudiante, o sacar una revista de nivel internacional en medio de una
crisis política terminal de la cual los universitarios, en su mayoría, creían no ser partes
ni corresponsables. La Universidad fue, en última instancia, la única gran institución
pública nacional que supo sortear las críticas que arreciaban a otras instituciones, por
aquellos días. Sintomáticamente, el emprendimiento de Ordia primaque involucró
algunas conferencias y congresos buscando interactuar con nuestros invitados sobre
bases de intercambio diferentes de las usualesfue visto por distintos sectores en la
Facultad de Filosofía y Humanidades como un exotismo, cuando no directamente
ignorado, siguiendo el recetario de la mejor manera de doblegar al adversario intelectual
en Argentina. Eso fue así en sus primeros años, luego si el tiempo y cambios aparentes
en las cúpulas de la Facultad hicieron pensar a algunos de mis colegas de Ordia prima
que la revista y sus iniciativas académicas podrían insertarse como pieza con la cual
entrar en la pugna natural de la política universitaria en una sede que nos había servido
para perfilarnos como oposición académica no como fuerza política para competir
por cargos representativos, es algo sobre lo cual prefiero ahora no expedirme puesto
que tampoco ese cambio, eventualmente, modifica la naturaleza de las cosas del período
al cual me refiero, que coincidía con el comienzo de mi etapa postdoctoral y la
búsqueda de nuevos horizontes teóricos, profesionales y laborales, algo que dicho
período normalmente trae aparejado. Como ves, el perfil de la vida académica también
ayuda a forjar el contorno de la formación intelectual.
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En la etapa postdoctoral traté de avanzar en dos frentes que me habían
comenzado a interesar particularmente hacia el final del doctorado. Un poco influido
por la lectura de algunos trabajos de Ernst Tugendhat tanto sobre Aristóteles como
sobre filosofía analítica, y otro poco por discusiones kantianas que profundizaban
autores como Strawson, comencé a interesarme y trabajar tanto como pude en esa área.
En el año 2000, un año de varias frustraciones académicas para mi, pero en definitiva
experiencias que sirvieron para que empezara a apurar decisiones, solicité mi primera
'invitación' (un beneficio que el DAAD concede periódicamente a ex-becarios) para
volver a Alemania, y ya el tema que elegí indica que estaba buscando iniciar una nueva
etapa. Tuve la enorme fortuna de, en segunda elección, ir por un período, breve pero
intenso para mi, a Frankfurt a trabajar con Wolfgang Detelen un proyecto sobre la teoría
de la ciencia de Aristóteles, aunque propiamente lo que hice fue perfilar en Alemania
ese proyecto. Así como no tengo vergüenza en declarar que hay un bailarín de tango al
que envidio porque cuanto menos aparece mejor hace las cosas, tampoco me ruborizo
por decir que la manera tan concentrada y creativa, tan amplia en su manejo de
problemas y extremadamente puntillosa en lo argumentativo, que cultivaba Detel me
cautivó completamente. Si bien mi contacto con él se limitó a un par de estadías cortas
(la segunda cuatro años después) en Frankfurt, cuando Detel ya estaba pronto a
jubilarse, diría que gracias a esas estadías se abrió para mi un espectro de temas y
enfoques filosóficos sin los cuales tal vez podría haber seguido un derrotero mucho más
lineal, probablemente en el campo de la filosofía platónica, y tal vez, apoyado por la
linealidad, habría conseguido mejores resultados provenientes de las publicaciones que
uno puede extraer de una tesis doctoral. Pero cierto amateurismo que me inspira, quién
sabe, hizo que buscara otro derrotero. Los Segundos Analíticos y todo su mundo (Detel
publicó en 1993 el comentario alemán a esa obra, un comentario exuberante) son tan
apasionantes como difíciles e intrincados; más aun si uno no era tan inconsciente como
para pasar por alto la vara de medida que significaba el trabajo de Detel sobre esa obra
Aristóteles. Así, a partir de esos años comencé a trabajar en esa línea, que integraba la
filosofía de la ciencia y la epistemología contemporánea, y es todavía lo que estoy
haciendo. Me enorgullece, y atemoriza a la vez, estar ahora en un proyecto de
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traducción y comentario de los Segundos Analíticos, lo que constituye un gran desafío
en mi trabajo.
Encaré la etapa postoctoral, tras algún traspié, con una beca del CONICET
trabajando con Osvaldo Guariglia y Marita Santa Cruz en un proyecto amplio y algo
vago sobre Aristóteles. Comencé a asistir los viernes a un grupo de lectura dirigido por
Marita en la UBA, recuerdo que con mucho esfuerzo (siempre el mayor esfuerzo en
esos casos era de mi mujer, no es un mero halago a ella), ya que allá por el 2000 todo
era muy incierto tanto en mi vida laboral como en la política nacional. En particular de
Guariglia recibí mucho apoyo cuando esa incertidumbre laboral crecía peligrosamente,
conseguí además integrarme a grupos de investigación, como me lo permitió Marita por
aquellos años, todo lo cual me sacó de un medio en el que estaba empantanado. Como
te digo, me enfoqué en la interesantísima producción analítica sobre Aristóteles, lo que
constituyó mi insumo de trabajo principal. Paralelamente, comencé a estudiar temas del
esencialismo contemporáneo relacionados con la lectura analítica de Aristóteles. Los
tópicos de la metafísica analítica que más me interesan son los que surgen del ida y
vuelta de esa área con Aristóteles, y así en particular me interesé por David Wiggins.
Sin embargo, no he logrado tener toda la concentración y la energía necesarias para
hacer más que algunos seminarios tanto en esta área, y usar esos estudios como insumo
teórico para la interpretación de Aristóteles. Mantener un ritmo de lecturas y seminarios
sobre algunos aspectos de la metafísica analítica como también sobre otros
epistemológicos vinculados a la tradición kantiana en su recepción contemporánea por
parte de autores como Strawson es una pequeña lucha, con la que, a pesar de salir a
menudo derrotado, intento preparar el terreno para una ocupación mucho más intensa
con esos temas en los próximos años. Con el correr de los años, uno tiene que velar por
una segunda juventud.
En el año 2004 logré terminar y publicar dos libros surgidos de mi tesis doctoral,
pero que me llevaron mucho trabajo acomodar para hacer de ellos algo que me parecía
potable para cierto púbico e interesante. Uno de ellos intentaba hacer fructífera para la
interpretación de la dialéctica tardía de Platón (diálogos Sofista y algo del Filebo, en
primer lugar) la información proveniente de la tradición indirecta; es así un trabajo
influido por la investigación de Tübingen en el área de la tradición indirecta y la
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incidencia de la matemática en la ontología platónica, pero que intenta también aplicar
la discusión analítica sobre el análisis de la verdad y la falsedad, por ejemplo, ya que
todos esos tópicos se hallaban presentes en ese diálogo complejo y fascinante que es el
Sofista. El segundo libro está más marcado por la discusión analítica sobre la teoría de
las ideas en lo que hace a los temas que estudia: lenguaje, conocimiento y realidad,
aunque usa también otros recursos y atiende también a discusiones fenomenológicas y
neokantianas sobre la filosofía de Platón.
Por la época, hubo dos personas a quienes sólo después conocí personalmente,
pero que me brindaron un gran apoyo en la emergencia leyendo mis intentos de
entonces. Me refiero a Alejandro Vigo y Marcelo Boeri, el nivel de cuyos trabajos todos
conocemos; pero además son personas intelectualmente desusadamente generosas. Ellos
representaban también para mí un modo filosófico de hacer las cosas en el campo de la
filosofía antigua sobre el que me interesaba avanzar.
En circunstancias previas a la reconstrucción institucional, económica y de la
autoridad política que trajo el gobierno de Néstor Kirchner, tuve la fortuna de ingresar
como investigador al CONICET, en diciembre de 2002 y en medio de una situación
económica en la que la gente cocinaba tortas para trocarlas por el arreglo del calefón...
Uno no debe olvidarse de lo afortunado que ha sido en distintas ocasiones.
En 2009 utilicé una beca externa del CONICET para hacer una estadía de
investigación en Padova con Enrico Berti, uno de los más eminentes aristotélicos aun
vivos, y en 2012 comencé con una beca Humboldt en Munich con otro destacado
aristotelista, Christof Rapp. Mientras que en Padova trabajé sobre dialéctica y ciencia en
Aristóteles, en Munich lo hice y lo hago aún con un proyecto sobre los libros centrales
de la Metafísica de Aristóteles. Se trata de un proyecto en el que trabajo principalmente
en la actualidad, y que incluye una revisión crítica de cierta lectura actual de la teoría de
la sustancia aristotélica (la denomina interpretación ‘relacional' de la sustancia). El
proyecto abarca una interpretación tanto del programa de esos libros como de sus
principales temas. Como resultado de ello debería surgir una traducción comentada de
Metafísica ZH, que está en proceso. Las estadías en la Munich School of Ancient
Philosophy de la Univ. De Munich han sido muy fructíferas y estimulantes, como es de
suponer. Esto coincide con una etapa de muchos proyectos en curso, que involucran a
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otros colegas y que entrañan un trabajo en algunos aspectos bastante distinto, ya que los
artículos surgen como resultado de un proceso a veces extenso de presentaciones
previas y discusiones, lo que incluye en algunos casos la escritura conjunta de algunos
trabajos.
El hilemorfismo aristotélico y la teoría de la ciencia de los Segundos Analíticos
(temas como la teoría de la definición, la explicación causal y la relación entre
silogística y demostración), constituyen las dos áreas de mi trabajo en la actualidad.
Como te dije, la etapa posterior al doctorado fue mejorando hasta el presente, y
quisiera mencionar dos cosas también significativas. En 2006 me llamaron desde la
UNLitoral para trabajar en Filosofía Antigua. Comencé a trabajar con un contrato en
una Facultad y un Departamento que, con sus limitaciones ofrecía condiciones en casi
todo diametralmente opuesta a las que existían para mí en la UNCórdoba. Comencé a
trabajar desde el principio muy bien con mi colega Manuel Berrón, con quien venimos
trabajando ininterrumpidamente desde entonces. En 2010 hubo un concurso allí, y
desistí de presentarme al que casi al mismo tiempo y por un cargo similar se abría en la
UNCórdoba. Como dice el tango, un final inteligente..., en este caso de una de las
partes. En el aspecto docente, pudimos allí formar grupos de lectura, ciertamente, no
multitudinarios, pero ininterrumpidos, y hay tanto proyectos de investigación como
académicos (institutos, centros, etc.). Hemos organizados workshops y congresos
internacionales en un ambiente académico donde al interés por innovar en cosas con
sentido se suma a la implementación de criterios de privilegio de la calidad académica
que, al parecer, en otras unidades académicas, ya por su carácter añejo, ya por su
tamaño, compiten en condiciones de desigualdad con otros que, sencillamente, dan
lugar a configuraciones universitarias en las que a mí no me interesa integrarme.
Además de esto está el creciente contacto con colegas latinoamericanos, lo que
supone una situación históricamente inédita, que tampoco creo que sea ajena a los
tiempos políticos que, más allá de las diversidades, corren en la región. Hay en muchos
lugares de Latinoamérica muy buen nivel de trabajo en el área de la filosofía antigua, y
los proyectos en cooperación e invitaciones para realizar encuentros surgen muy
espontáneamente. Creo que en este aspecto nos hallamos al comienzo de lo que será una
nueva etapa que, entre otras características, salvará la rémora que en cuanto a
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producción científica en nuestra área todavía afecta a la región comparativamente con
otros lugares centrales del mundo donde se viene haciendo desde hace tanto tiempo
filosofía antigua.
¿Qué aspectos consideras son importantes en el trabajo de un filósofo?
Por un lado, uno podría pensar en sus compromisos académicos, por el otro en sus
compromisos cívicos. Pensando ahora en el primer tipo de compromisos, uno
imagina, por ejemplo, enseñar en el grado y el posgrado, formar recursos humanos
o publicar. Sobre esto último, por ejemplo, hay mucha discusión. Por caso, hay
filósofos que, incluso aprovechando ciertas ventajas económicas, de prestigio o
posicionamiento de poder, cuestionan aquello que supuestamente les concede estas
ventajas: publicar por ejemplo en revistas arbitradas y/o indexadas. Alegan que no
debería publicar el filósofo necesariamente o que no debería necesariamente
publicar en revistas arbitradas, y un largo etcétera. Algunos, en cambio, van en la
dirección contraria. Otros aceptan publicar en revistas arbitradas y le conceden un
valor respetable a esto, sin embargo, son defensores a ultranza de publicar en
idioma español; mientras que otros comparten lo de publicar en revistas
arbitradas e indexadas pero creen que el único idioma válido, al menos en
términos de tradición analítica, es el inglés. Recientemente un grupo de expertos
de Conicet, ha sacado una nueva clasificación de niveles de revistas indexadas,
clasificación que incumbe también a la filosofía y disciplinas de las ciencias
sociales. La clasificación, por supuesto, puede ser controvertida con argumentos
teóricos de peso, además de argumentos de tipo político. Entre los primeros, uno
advierte que los factores de influencia en las ciencias sociales son probablemente
aquellos parámetros fraguados en disciplinas de las ciencias naturales; fraguados
en general en un modelo norteamericano de investigación. Pero uno no puede
dejar de advertir que entre los propios científicos naturales hay desacuerdos sobre
el tipo de métrica que evalúa el impacto o calidad de sus trabajos. Ni hablar de los
problemas filosóficos que surgen de extrapolar un cierto parámetro de estas
ciencias a las ciencias sociales sin más. También se advierte que en Norteamérica
este sistema está también siendo muy revisado, justo cuando acá parece ser
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aclamado. Uno se pregunta, además, qué sucede con excelentes revistas nacientes,
hasta tanto obtengan una indexación. De algún modo se desalienta a los filósofos
que forman una estructura burocrático-científica a publicar en ellas, de modo que
podríamos estar atrapados en un círculo vicioso. Desde el punto de vista político
cabría preguntarse porqué los investigadores en general no pueden contribuir con
su opinión a este debate, pues esto sería más democrático. Ni hablar de las
contradicciones que un nuevo sistema puede producir con los criterios de mérito
que todavía perviven y en virtud de los cuales un intelectual ascendió en su carrera
académica. En todas estas posiciones yo veo cierto extremismo o falta de matiz. Si
mi intuición es correcta, ¿dónde tú pondrías el acento?
Esta pregunta es muy compleja, larga y aborda muchos aspectos. Creo entender más
o menos a lo que apunta. La divido en mi respuesta en dos aspectos: actividades y
compromiso civil y académico de un filósofo profesional, y el asunto de las
publicaciones.
Hay un compromiso primero que me parece que a un filósofo profesional,
integrado laboralmente a la docencia universitaria, le corresponde de manera
impostergable: hacer bien su propio trabajo, lo que implica un conjunto de interacciones
con pares, alumnos e instituciones. No es infrecuente que este trabajo bastante arduo y
meticuloso, con menos efectos visibles, sea en distintas universidades del país puesto en
un segundo plano. Preparar adecuadamente clases, asesorar y contribuir a la formación
de alumnos, y actividades conexas, no son actividades que deberían verse como aquellas
que nos llevan a encerrarnos en un profesionalismo que da la espalda a la sociedad, y
hacen de sus respectivos actores gentes que, en tanto se abocan a esas actividades, no
hacen cosas que, potencialmente, pueden contribuir a una sociedad un poco mejor.
Claro que se trata de una contribución limitada, potencial, parcial, pero creo que el
desarrollo de esa tarea constituye la principal apuesta social que, como profesionales,
hacemos quienes nos dedicamos a ciencias humanas.
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Lo que no me convence es la idea de que quien trabaja profesionalmente en las
tareas arriba aludidas se aísla de la sociedad. Y por lo tanto, tampoco creo que todos
debamos asumir la palinodia (es aquel canto que se emprende para salvar los errores
cometidos con antelación) de tener que ‘conectarnos’ con la sociedad mediante tareas
que presuntamente llegan directamente a la sociedad. Claro que no estoy en contra de
que un docente, por ejemplo, dé clases en la cárcel. Me ha tocado hacerlo, y lo he
tratado de hacer con responsabilidad; he aprendido algunas cosas al hacerlo, y espero
hacer servido a quienes fueron mis alumnos, gente en general muy necesitada de
instancias similares. Sin embargo, defiendo que la primera tarea que nos hace cumplir
nuestro deber civil es ser buenos profesionales. Recordemos que ser buenos
profesionales involucra un conjunto de actividades que repercuten e interactúan con
distintas facetas de la sociedad civil. Me ha sucedido que alumnos provenientes de
medios socio-culturales no favorecidos suelen reconocer especialmente la manera en
que se les dicta clases, tal vez viendo en ello un factor elemental de respeto y una cierta
confianza en el trabajo.
Alguien podría pensar que o bien ignoro o bien reniego de la figura tradicional
moderna del ‘intelectual’. Creo conocerla, y no la rechazo en general. También creo que
forma una parte de nuestra tarea profesional, en determinadas instancias, emitir opinión
pública, en distintos medios y por distintos canales, sobre tópicos que conciernen al
interés común. Pero si no los consideramos desde el punto de vista de nuestra profesión,
desde el punto de vista del conocimiento con el cual ella puede contribuir a una mejor
discusión general de esos tópicos, se transita un camino resbaladizo en el cual el experto
aparece investido como tal, pero se extralimita en su emisión de juicio, y parece mucho
más entonces a un opinólogo que a un experto. Claro que hay muchos tópicos que
conciernen al interés común y sobre los cuales incluso se nos prepara como
profesionales para entender; por ejemplo, nada menos que la educación.
Soy partidario también de que ante un conjunto de cuestiones y debates que
conciernen a toda la sociedad (e.g. reformas a códigos legales, legalizaciones de
prácticas como la del aborto, sanciones de leyes como la del matrimonio igualitario, o
temas económicos y tributarios, para poner algunos ejemplos frescos en nuestra
memoria en Argentina), la participación pública de profesionales y expertos sea mucho
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mayor de lo que, a mi juicio, lo es en nuestro país. Esto no significa atribuir al experto
un saber en temas comunes, puesto que temas como los mencionados implican un
volumen enorme de conocimiento técnico y de experticia (como se dice ahora) cuya
adquisición por parte de la sociedad tiene costos económicos, además, muy elevados, lo
que fácilmente se calcula en la inversión pública que implica formar un médico, un
ingeniero o un economista. Tal como me lo represento, el rol del experto en contextos
de discusión pública entraña un mejoramiento de la calidad de esa discusión, lo que
supone, obviamente, tanto capacidad de comunicación del conocimiento como
disposición pública a interpelar las opiniones preexistentes.
Sin embargo, también en esta actuación pública el profesional tiene que
restringir su actuación, y ser capaz de actuar aportando su punto de vista de experto.
Cada uno de nosotros es además de profesional otro conjunto de cosas, pero no se
espera que un profesional en su actuación pública anteponga a sus afirmaciones
elementos que provienen de ese otro conjunto de cosas que cada persona posee (e.g.
ideología política). Creo que uno de los déficits principales en la discusión pública en
Argentina, que cabe a varios sectores y a muchos medios de comunicación, proviene de
la pequeña franja que se le otorga a esta interacción que arriba bosquejé entre expertos y
sociedad.
Quizá habría que añadir que la complejidad del conocimiento y de la
organización social moderna hace que los roles de experto y lego se intercambien en
una misma persona varias veces al día. De manera que es improbable que un mismo
individuo o un conjunto de individuos adquiera un poder que desequilibre la sociedad
(concentrando poder en pocas manos), dada la variedad de expertos que hoy existe.
No creo, sin embargo, que esto conlleve un desplazamiento de los políticos por
los expertos. Más bien, la representación anterior indica que en las decisiones cada vez
más complejas que a los miembros de la sociedad civil nos toca tomar (y si uno de
nosotros asume funciones de representación política, esas decisiones pueden tener
mayor incidencia, pero todos tenemos que tomar decisiones como ciudadanos, todos
asentimos o rechazamos un conjunto de normas, etc.) la disposición de información y,
sobre todo, la discusión sea conceptualmente mucho más intensa y clara.
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Que nadie piense que yo creo que estamos en Suecia porque digo esto. A
cualquier argentino que no creció encerrado en Recoleta o en algún country no se le
escapa la tortuga de que para que el anterior bosquejo de interacción entre conocimiento
de los expertos y decisiones tomadas por la sociedad civil y sus representantes, para ser
efectiva, requiere de una homogeneidad socio-cultural de la cual estamos en Argentina
muy lejos, y no sólo por los niveles de pobreza, sino también por el enorme desprestigio
que tiene el conocimiento entre un sector numéricamente muy grande de las clases
económicas acomodadas. Pero esto es ya otro tema.
La segunda parte de esta pregunta (¡te advertí que todo era muy largo y
complejo, amén de opinable!) concierne al asunto de las publicaciones. Esto también es
complejo, aunque mucho menos que el tema anterior, ya que, además, concierne a un
pequeño grupo de personas. Coincido con vos en cuanto a que las humanidades (querría
separar las humanidades, y más particularmente la filosofía, de las ciencias sociales,
para formular mi razonamiento) están siendo sometidas actualmente a parámetros de
evaluación que parecen provenientes de otras áreas, donde la metodología, el trabajo
concreto y diario y los criterios de evaluación de la producción parecen distintos. Esto
es largo de explicar, pero tratemos de señalar algunas cosas.
En primer lugar, la publicación de cosas buenas no es algo que ocurre sólo en
revistas o editoriales internacionalmente reconocidas; esto es ya una perogrullada, pero
conviene machacar en ello. Ahora bien, no creo que de allí debamos inferir: da lo
mismo publicar en cualquier lado, en cualquier lengua, y siguiendo cualquier criterio.
En el área de la filosofía en la que me desempeño hay estándares en nuestras
producciones teóricas que forman parte de procesos de conquistas científicas muy
costosos (también económicamente para la sociedad), y que le dan a una disciplina
herramientas para su elaboración y sofisticación. Esas herramientas están asociadas al
establecimiento de órganos de publicación y prácticas de discusión, como la doble
evaluación anónima en la actualidad. Alcanzar buen nivel de elaboración de ideas y de
desarrollo argumentativo moviéndose por fuera del apego a esas prácticas y a los
órganos de publicación que las implementan me parece más la excepción que la regla.
Por otro lado, abogar por mecanismos de evaluación más articulados y adecuados a cada
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disciplina es algo que forma parte no de una crítica outsider del sistema, sino de una
mejora, eventualmente en algún aspecto drástica, del mismo sistema de difusión y
evaluación de textos y producciones teóricas.
No creas que observo estas cuestiones con la frialdad y la distancia de quien está
plenamente conforme con cómo están las cosas en lo que hace a evaluación y
producción en mi área. Está claro que hay producciones teóricas de excelente nivel en la
filosofía antigua, por ejemplo, que se realizaron bajo condiciones de producción y
evaluación muy distintas en comparación con las que estamos discutiendo actualmente
cuando se formulan indexaciones. En esos casos, pienso que para muchas de esas
importantes obras y sus descollantes autores tenemos que saber reconocer las prácticas
de su tiempo, prácticas que permitían la discusión y examinación de lo producido. Por
ejemplo, personas que desarrollan su actividad en medios académicos donde hay intensa
discusión con sus colegas encuentran en ello un mecanismo de mejora de sus ideas del
que no disponen otras personas que desarrollan su actividad en medios con menor
actividad. En fin, está claro además que el nivel de sofisticación y complejidad del
conocimiento científico actual requiere el trabajo en colaboración y en equipos. Eso
genera también mecanismos para mejorar la producción, en general.
En resumen, creo que necesitamos criterios de evaluación de grano fino,
flexibles y pluralistas. Con esto último quiero decir también que dejemos de
implementar casi absurdos mecanismos cuantitativos de citación para ponderar el valor
de una publicación y un autor. Que reconozcamos también que una producción en
filosofía (en una concepción más o menos clásica, diría yo, de la producción filosófica,
ciertamente) requiere tiempos y plantea exigencias conceptuales muy diferentes de los
que existen en otras ciencias, en las cuales alguien es incluido como autor en una
publicación por haber realizado la observación, descripción y clasificación de cierto
material. Las condiciones de producción en el área de la filosofía antigua exigen, por
ejemplo, la adquisición de un conjunto de conocimientos directa e indirectamente
relacionados con el tema, tal que es sencillamente absurdo plantear que a los seis meses
un becario debería estar en condiciones de presentar un informe de las tareas realizadas.
O bien, al hacerlo, menciona cosas tan necesarias como banales (como ‘he leído
cuidadosamente las fuentes’), de lo cual podríamos prescindir. La escritura de un texto
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de filosofía (de una monografía o de un artículo no meramente dirigidos a argumentar a
favor o en contra de lo que dijo X) requiere una capacidad arquitectónica que comienza
por acomodar los conceptos, conocer el estado de la cuestión, consultar fuentes, etc.,
cuyo tiempo es a menudo extenso; conlleva también una intensidad laboral que,
obsesiones aparte, explica la dedicación que requiere esta profesión e igualmente sus
tiempos de producción propios.
Y en cuanto al idioma de publicación, no voy explayarme más que diciendo que,
aun reconociendo el valor coyuntural de una lingua franca, que todos sabemos cuál es,
abogo por cierto pluralismo lingüístico para las publicaciones y exposiciones en la
filosofía en general. Hay razones dadas por la tradición (la filosofía se ha escrito en
muchos idiomas, por cierto, en algunos con más desarrollo que en otros), de desarrollo
cultural y científico de una nación o de una región, de afianzamiento de una política
científica nacional, y otras de orden expresivo (pues forma parte de la filosofía un
trabajo sobre la propia lengua, algo que suele involucrar el intercambio con otras
lenguas, como cuando se teoriza, desde muy distintas posiciones filosóficas, sobre la
distinción entre 'know that' y 'know how', o cuando se proponer entender la ‘Idea’
platónica y la ‘ousía’ aristotélica (cuyas traducciones por ‘forma’ y ‘sustancia’ están
firmemente establecidas) en el sentido de ‘Anwesenheit’, para poner dos ejemplos
provenientes de distintas tradiciones) y práctico que hacen preciso favorecer un
pluralismo lingüístico en las producciones filosóficas.
En nuestras universidades existen algunos lugares comunes sobre los que a veces
parece políticamente incorrecto plantear públicamente algunas dudas o preguntas.
Yo, particularmente, albergo bastantes preguntas críticas con la universidad
pública Argentina, lo cual no tiene por qué autorizar a inferir que estoy “contra”
un sistema de enseñanza universitaria pública. Todo lo contrario. Pero, entre
muchas preguntas o reflexiones, para no abrumarte, quiero plantearte lo siguiente.
¿Cómo ves el sistema de acceso a la enseñanza universitaria mediante el concurso
de antecedentes y oposición? Uno tiene la impresión de que es un tabú atreverse a
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cuestionar incluso su funcionamiento, ni hablar de formular otros métodos
alternativos existentes en excelentes universidades de otros países (de América
Latina, Europa, Norteamérica, Australia, Canadá, etc.). Mi impresión es que hay
tentáculos de diversos tipos de corrupción que favorecen un medio bastante
cerrado de acceso, endogámico y con una auto-visión de muchos miembros de una
institución de este tipo que se halla por encima de la realidad de excelencia
presupuesta. ¿Cuál es tu perspectiva de un tema tan práctico como éste por su
incidencia en la discusión de política universitaria, pero que también conlleva una
reflexión sobre los fundamentos de legitimidad de las instituciones de enseñanza
superior?
Tal vez tengamos dudas similares sobre la aparente incontestabilidad de los
concursos. Uno puede alegar a favor de ellos que son como la democracia, falible, pero
el mejor sistema. No tendría nada para decir en contra de tal alegato en general. Pero la
discusión acerca de si los concursos son el medio adecuado de acceso a los cargos
puede ser demasiado abstracta porque hay que tener en cuenta el medio, las condiciones
y un conjunto de factores contextuales que eventualmente pueden viciar ya no al
procedimiento, sino a su aplicación concreta. Esto no es, ciertamente, ninguna novedad.
Trato de especificar un par de cosas al respecto, y con ellas me doy por satisfecho en
esta pregunta, y ojalá te deje satisfecho a vos también.
Cuando se llama a un concurso hay que tener en cuenta un conjunto de factores,
por ejemplo, si hay profesores que están en condiciones de asumir, si hay profesores
jóvenes en etapa de formación en la universidad de origen a quienes puede convenir dar
un tiempo para que estén en condiciones de aspirar a un cargo con solvencia; además, el
tribunal que se convoque, y tantas cosas más. Hay un riesgo en todo ello: que pasen a
primar otros criterios de selección por sobre la calidad académica, que el mecanismo de
concursos busca garantizar, aparte de garantizar otros aspectos, como la
democratización en el acceso a los cargos y la transparencia del procedimiento en su
conjunto. Nadie descubre nada si dice que la realidad de los concursos está, en un alto
porcentaje, probablemente, muy por detrás de lograr esos objetivos. Pero yo creo que
allí el problema está más en la actuación profesional de los pares que en el sistema en sí.
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En otras palabras, yo no buscaría inmediatamente en nuestra realidad universitaria
introducir muchos ajustes al sistema de concursos, cuanto más bien favorecer un
conjunto de otras instancias para que los actuantes cometan menos errores. No creo que
logremos esto último poniendo más normas o incisos. Por ejemplo, en casos particulares
se puede discutir si el porcentaje que se asigna a antecedentes y oposición debe ser tal o
cual, pero yo conozco muchos casos en los cuales, para no ir más lejos, la asignación
porcentual está muy cerca de ser algo que uno tiene buenas razones para pensar se
estableció en vistas de favorecer a un determinado candidato. En otro orden, contar con
una lista confiable y transparente de colegas que pueden actuar en los concursos como
jurados, es algo elemental. Recuerdo que ante una sugerencia mía en tal sentido,
formulada en una reunión de consejo de Escuela, un colega me inquirió por qué clase de
lista o procedimiento pretendía yo. Esa clase de situaciones no se solucionan cambiando
el sistema de concursos. Jurados de calidad, específicos y externos parecen ser una
condición indispensable para que el sistema funcione.
Por otro lado, de todas las deficiencias que uno podría señalar en el sistema de
concursos en relación con sus objetivos (acceso democrático a los cargos, algo que se
entendía en su carácter revolucionario frente a la estructura decimonónica de la
universidad argentina a comienzos del S. pasado, con las cátedras heredadas, pero que
hoy habría que actualizar; transparencia en el procedimiento de selección, y calidad
académica), creo que el objetivo de la calidad académica es tal vez el menos satisfecho.
Pero, otra vez, más que una cuestión de forma y procedimiento, creo que el sistema de
concursos está atacado también en este caso por quienes somos sus actores, por el
contexto concreto de la actuación de éstos. Trato de poner un ejemplo. Creo que en
áreas centrales de la filosofía en todo el país hay insuficientes recursos humanos; faltan
incluso especialistas en las regiones económicamente más favorecidas y con mayor
intercambio entre sí y con el exterior. En nuestra área yo no dudaría, si tuviera los
medios, en promover la radicación (parcial o total) de investigadores y profesores del
exterior que permitieran hacer avanzar esas áreas y formar recursos entre los
investigadores jóvenes del país. Algo que va en la dirección correcta, en este aspecto, es
el programa de radicación de investigadores argentinos que trabajaban en el exterior,
que implementó el CONICET con mucho éxito e inteligencia en los últimos años.
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Plantear algo así en el CONICET es posible por varias razones, aunque también
significó un paso más en la dirección de un conjunto de cambios que se vienen
produciendo en ese organismo a lo largo de estos últimos años. Hacer algo similar en la
universidad, en general, parecería chocar ya no sólo contra resistencias individuales,
sino contra aspectos que pueden ser parte del sistema de concursos. No sé cuál de las
dos resistencias, las individuales o las sistemáticas, serían más fuertes. Quisiera poner
más claro qué creo que tenemos que incorporar urgentemente, si es que tengo razón en
que hay áreas centrales, al menos en el campo de la filosofía, que son casi áreas de
vacancia. Creo que el concepto de calidad académica tiene que apuntalarse hoy y
actualizarse en la universidad argentina, o en la parte de ella que desconozco menos,
que es mi propia área, y hacerlo incorporando en las universidades mucho más interés
por tener (disculpas si la expresión suena chocante) los mejores profesores. En áreas que
una unidad académica de una u otra manera defina como sus puntos fuertes, en esas
áreas, esa unidad académica tiene que estar en condiciones de, en un cierto tiempo,
tener muy buenos profesores, buenos grupos, y toda la parafernalia de cosas que hacen a
la calidad académica. La impresión que me llevo no de haber visto desde afuera, sino de
ser de distinta manera parte de algunas unidades académicas en Argentina es que la
identificación de áreas en las cuales va a estar el fuerte y el interés por tener los mejores
docentes disponibles es algo que se deja poco menos que librado al azar. Hay muchos
mecanismos para hacer lo que propongo. La acusación eventual de que los mismos
serían antidemocráticos no me preocupa mucho porque creo que es ligera y errónea. Al
contrario, la universidad pública cumple primariamente con la sociedad estando en
condiciones de elaborar conocimiento, de manera que dejar librado casi a la buena
fortuna las condiciones que lo hacen posible equivale a privarse de poder hacerlo. Creo
que si pasamos de la etapa meramente enunciativa, en cuya generalidad podemos
muchos estar de acuerdo, veríamos rápidamente que las discrepancias en lo concreto
son de gran peso; y creo que es parte del efecto de haber sido lo suficientemente hábil
como para sustraerse a cierta crisis de las instituciones, acaecida en el país en el 2001, y
así auto-protegerse, que la universidad pública no discute suficientemente estos temas
pendientes.
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Desde la universidad berlinesa, un criterio muy común es el de que “filósofo” es
aquel que estudió en una escuela o facultad de filosofía. Sin embargo, hasta antes
de que la filosofía se estructurara en unidades académicas como las facultades de
filosofía muchas personas se dedicaron con ahínco y rigor a la filosofía
produciendo grandes aportes. Inclusive ha habido notables filósofos que no
pasaron originalmente o de forma sistemática por facultades de filosofía, que
primero estudiaron ingeniería mecánica o que pulían espejos y no estaban en una
facultad de filosofía. Más aún está el dato, no menor, de profesores que vienen
originalmente de otras, vgr., la física, la química, la biología, el derecho como en
mi caso, etc., y se han dedicado a la filosofía. ¿Qué definiría entonces una labor y
un abordaje como filosóficos, más allá de la etiología original del pensador en una
cierta facultad o escuela universitaria? ¿Es posible aislar algunos de los rasgos más
relevantes que hacen de una persona, una actividad o un producto teórico
“filosóficos”?
Te confieso que esta pregunta me resulta un tanto confusa. Ciertamente, no hay
garantía de que una actitud filosófica se adquiera por haber cursado estudios en una
facultad de filosofía. ¿Qué serían los rasgos de una persona que podrían adquirirse
exclusivamente en una facultad de filosofía? Yo creo, sin embargo, que excepciones no
son reglas, y que cursar estudios en una facultad o estar integrado a un grupo donde se
estudia filosofía es, en la mayoría de los casos, la manera más adecuada de apropiarse
de un conjunto de conocimientos y competencias argumentativas que, en sus más
diversas ramas, definen un núcleo de temas y abordajes filosóficos. Luego, la filosofía
siempre ha estado en contacto con otras disciplinas y saberes, científicos, humanísticos,
artísticos. El contacto con la ciencia es hoy, obviamente, de una importancia e
intensidad mayor para la filosofía actual. Que en unidades académicas que no son
facultades de filosofía se formen personas con capacidades filosóficas no sorprende ya
que disponen de conocimientos a los que actualmente presta mucha atención la
filosofía, por ejemplo, tanto en la matemática como en la psicología.
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Sin embargo, esta pregunta puede tener otra arista que podemos ejemplificar así:
¿Debe la comisión de filosofía del CONICET admitir en el concurso a becas o ingreso a
carrera proyectos y personas que, aunque incluyan el nombre 'filosofía', no exhiben
competencias filosóficas? Yo creo que no. Lo propio harían o hacen otras comisiones
con potenciales candidatos filósofos que sin haber aprobado Álgebra I se presentaran a
una beca en la comisión de matemática. Esto no va en contra ni del pluralismo
metodológico ni de la interdisciplinariedad. La filosofía es una disciplina que presenta
en este aspecto aristas peculiares, ya que hay una filosofía de la ciencia general, pero
también filosofía de la física, de la biología, e historia de la ciencia, del arte, estética,
filosofía de la historia, etc. Sin embargo, y más allá de que alguien con formación
filosófica que trabaje en esas áreas entre en interacción con otros colegas físicos,
matemáticos, historiadores, artistas, etc., y que ello sea incluso necesario e
imprescindible para desempeñarse bien en su área disciplinar (pretender hacer filosofía
de la economía sin conocer economía es, ciertamente, un absurdo), creo que hay varios
factores que le dan impronta filosófica a un proyecto o a un artículo o libro que sea
'filosofía de ...' No estoy seguro de poder hacer una lista de esos factores o esas
características, pero sin ser exhaustivo, quizá uno podría considerar: trazado de
relaciones con teorías filosóficas, consideración de la historia de la filosofía,
argumentación filosófica... Pero claro, dentro de la gente que hace filosofía hay una
gran variedad de concepciones acerca de lo que es una argumentación filosófica, por
ejemplo. Quizá sería más fácil detectar ante un caso concreto qué cosas le faltan a un
cierto proyecto para pertenecer al área de la filosofía, y creo que esas cosas son
importantes y en ocasiones bastante evidentes. La filosofía debe defender hoy su
especificidad frente a distintas áreas con las cuales no considero que guarde una
relación disciplinar y metodológica estrecha, por ejemplo, algunas ciencias sociales. Un
trabajo filosófico, en el área que sea, supone cosas una movilización de conceptos y
argumentos filosóficos que, estando ausentes (claro, también de trabajos sobre filósofos,
ya que no por el solo hecho de que uno escriba un trabajo sobre un filósofo ese escrito
satisfará condiciones de argumentación y precisión conceptual) resultan bastante
evidentes y, en algunos casos, de una ingenuidad conceptual impropia de un trabajo
filosófico.
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Una de tus áreas de mayor dedicación es la filosofía antigua. Esta disciplina es
diferenciada por sus temas y autores de la filosofía medieval, la moderna y la
contemporánea. ¿Qué perspectivas metodológicas y problemáticas son las que
diferenciarían esta división disciplinar de la filosofía por períodos y la historia de
la filosofía como disciplina filosófica?
La división histórica de la filosofía parece hoy bastante evidente y hasta cierto
punto útil, sobre todo para organizar un curriculum de estudio. Es difícil identificar, sin
embargo, aspectos metodológicos diferenciales entre algunas de esas áreas. Puede haber
problemas que son característicos de la filosofía moderna, por ejemplo, el enfoque en el
rol del sujeto y su relación con el mundo, es decir, un enfoque de lo que solemos llamar
teoría del conocimiento. Pero uno puede leer también con ese enfoque, y se lo ha hecho
muy productivamente, el Teeteto de Platón. Algo similar ocurriría con otras teorías y
enfoques más propiamente desarrollados en distintas áreas históricas de la filosofía. Yo
creo que disciplinalmente a la filosofía antigua le corresponden ciertas capacidades
quemutatis mutandis se dan otras áreas históricas, y que en el caso de la filosofía
antigua tienen rasgos peculiares. Por ejemplo, el manejo de fuentes, una capacidad sin la
cual es muy difícil llevar a cabo un trabajo serio sobre cualquier tema, autor o problema
en la filosofía antigua. En este sentido, hay que recordar que la disciplina se conformó
con su arsenal metodológico y comenzó a ampliar su conjunto de problemas cuando, y
sólo cuando, comenzaron a editarse y comentarse los textos antiguos primarios y sus
comentarios, por ejemplo, el De anima de Aristóteles y sus comentadores antiguos. A
partir de la disposición de ese insumo elemental, el conocimiento de los textos, se fue
identificando y distinguiendo un conjunto de problemas característicos de nuestra área,
algo que sigue sin haber mermado su intensidad. Por ejemplo, la reciente edición, con
traducción y comentario,de los fragmentos de los estoicos, un enorme trabajo, por parte
de Boeri y Salles, seguramente abrirá una nueva etapa, al menos en nuestra amplia área
hispanoparlante, en los estudios de esos autores.
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Por lo demás, el desarrollo fructífero y a un alto nivel conceptual y
argumentativo en la discusión, ya no sólo en la exégesis textual, en el área de la filosofía
antigua, tal como ocurrió en el S. XX, no tuvo lugar, y esto no casualmente, sino por
medio de la interacciónde aquellos autores antiguos con otros modernos y
contemporáneos. Esto no sólo ocurrió en la recepción de Platón y Aristóteles por
hombres educados en la tradición de la filosofía analítica; Gadamer, por intermedio de
Heidegger, es otro claro ejemplo, proveniente de una corriente distinta; los neokantianos
y su recepción de Platón, son otro caso representativo. En todos ellos hay el interés de
interrogar desde perspectivas y problemas actuales cuál es la posición de un filósofo
antiguo determinado; en algunos de ellos, con más consistencia que en otros, hay
también la capacidad de 'dar la palabra', traduciendo a nuestro vocabulario y conceptos,
al filósofo antiguo del caso, y así en ocasiones obtener de él insights 'nuevos' para un
problema.
Luego también está el aspecto relativo a si los problemas de la filosofía, algunos
de ellos al menos, se delimitan fuera de la historia de la disciplina. Si no es así, como yo
creo efectivamente, la interacción con autores históricos es parte de la delimitación de
un problema, por más que éste tenga aristas propias de una época posterior al autor
antiguo. Es parte, además, de la experticia del filósofo (al menos de aquel que se ocupa
en realizar esa interacción al plantear un problema que a él le interesa) saber hacer
efectivo el contexto histórico que delimita cierto concepto en su uso por un filósofo
determinado. Creo que así se evitan no tan sólo bastante evidentes anacronismos, sino
también la situación hermenéuticamente poco fructífera en la cual la voz del filósofo
antiguo es un mero eco de lo que afirma el contemporáneo. Buscar el equilibrio entre
conocimiento del contexto histórico-filosófico, por un lado, y el uso de herramientas y
conceptos dúctiles y precisos, provistos por distintas áreas de la filosofía
contemporánea, da lugar a los resultados teóricamente más fructíferos. Si uno observa la
pertenencia disciplinar de quienes los obtienen, especialmente en la actualidad,
encuentra tanto personas que hacen con mucha competencia historia de la filosofía
antigua y filosofía de la acción, metafísica, lógica, etc.; como otras que tienen
primariamente una producción en áreas disciplinares de la filosofía no históricamente
delimitadas, pero que incluyen entre sus interlocutores a filósofos antiguos, medievales
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o modernos. Para poner un par nombres: P.F. Strawson con Kant y H.-G. Gadamer con
Platón.
Como una desagregación más específica de la pregunta anterior, quisiera
plantearte lo siguiente: Sueles emplear en tus artículos herramientas de la filosofía
analítica contemporánea, sea en términos de categorías sofisticadas de metafísica,
de la filosofía del lenguaje o de la mente. Ahora bien, según una visión tradicional,
el filósofo analítico brinda reconstrucciones racionales que se desentienden del
componente histórico de los conceptos o de ciertos conceptos filosóficos. ¿Cómo
vislumbras la relación que se puede establecer entre análisis o reconstrucción
racional e historia?
Creo que todos conocemos el interesante artículo de Richard Rorty sobre los
géneros historiográficos en la filosofía. No es éste el lugar para discutir algunos
aspectos que allí pueden parecer algo forzados o quizá excesivamente esquemáticos.
Voy a tratar de decir dos cosas bastante personales sobre la cuestión de tu pregunta. En
primer lugar, mi primera formación en la filosofía y algunos comienzos al menos
tienen una fuerza configuradora especial no fue la de quien se interesaba exclusiva ni
primariamente por la historia de la filosofía, como quien se formaba para ser un
historiador de la filosofía. Debo reconocer que para serlo tengo falencias grandes en mi
formación. A mí me interesó siempre el aspecto conceptual y sistemático de la filosofía.
Sin embargo, los autores que de alguna manera más me atrajeron tenían un importante
sentido histórico. Por ello es que mi intento de usar herramientas conceptuales de la
filosofía analítica actual, pero no exclusivamente de esa corriente filosófica, en la
interpretación de los textos de Aristóteles, por ejemplo, me resulta bastante natural y
espontáneo. Los alemanes de la primera mitad del S. XX usaban una categoría
hermenéutica, la de interpretación ‘histórico-sistemática’. Con ello querían señalar que
el interés estaba puesto en un armazón conceptual históricamente localizado, y a la vez
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que el contenido de esos conceptos no podía determinarse sin atender a su configuración
histórica. A grandes rasgos, yo me identifico con esa categoría.
Por otro lado, es algo exagerado, y quizá fruto de cierto desconocimiento de la
historia de la filosofía, incluso de la más reciente, suponer que reconstrucciones
racionales sólo fueron practicadas por los filósofos analíticos. También las hicieron
autores provenientes del neokantismo o de la fenomenología, si por reconstrucción
racional entendemos la explicitación de presupuestos e implicaciones implícitos en la
teoría de cierto autor, con el fin de examinar su plausibilidad desde un punto de vista
racional. No es preciso suponer que la racionalidad manifiesta en una argumentación no
está imbuida en un conjunto de conceptos con un contenido históricamente
determinable, para aceptar que reconstrucciones racionales es algo a lo que aspiran
autores de distintas corrientes. Una reconstrucción racional no desprovista de sentido
histórico permite poner a un autor de la historia de la filosofía a un nivel de discusión
que yo supongo que es aquel al cual el autor aspira para sus propias tesis. En tal sentido
acepto tales reconstrucciones y no veo en ellas un riesgo de anacronismo inminente.
En la actualidad, además, vemos que muchos autores educados en la filosofía
analítica, y Rorty es un ejemplo sobresaliente en este sentido (más allá de que
personalmente no tengo mucha simpatía por algunas de sus tesis), pero tomemos
también a McDowell o a P. F. Strawson, utilizan entre sus insumos teóricos o al menos
incluyen entre sus interlocutores no sólo a filósofos clásicos (Platón, Aristóteles, Tomás
de Aquino, Descartes, Hume, Leibniz, Kant), sino también a ‘continentales’ modernos y
contemporáneos (Hegel, Heidegger, Merleau-Ponty) estilísticamente bastante alejados,
en algunos casos, de la filosofía analítica clásica. Esto me parece que indica un notable
cambio en esa corriente, que tal vez pueda entenderse como una saludable ampliación
de temas que la ocupan, una vez que declinó el efecto del giro lingüístico y se
incorporó, por ejemplo, el interés por lo mental, la percepción, las emociones, lo social,
etc.
Por otro lado, un filósofo educado en la filosofía analítica que se ocupa de autores
de la historia de la filosofía, siendo o no un historiador de la filosofía en sentido estricto,
es alguien que, hoy en día, no tiene tantos rasgos exclusivamente analíticos. Su
producción se destaca por la reconstrucción de argumentos, la precisión conceptual y un
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uso más o menos importante, según los casos, de teorías actuales sobre el lenguaje, los
conceptos, la acción o la metafísica. Pero yo diría que, al menos en ciertos enfoques
metodológicos de la filosofía actual, eso ha pasado a ser un bien generalizado, ya no
exclusivamente perteneciente al filósofo analítico. Tal vez se trate de un cierto triunfo
de la filosofía analítica, pero conseguido al costo de haber moderado mucho sus
expectativas iniciales relacionadas, por ejemplo, con el cientificismo, la teoría
verificacionista del significado y la defenestración de la metafísica, tesis clásicas del
positivismo lógico. Ese cambio, como sabemos, comenzó desde dentro de la filosofía
analítica misma, con autores como Quine y su crítica a los dos dogmas del empirismo.
Pero también me parece que ha sido el resultado de un conocimiento más preciso de la
historia de la filosofía que poseen los filósofos analíticos más recientes.
Quisiera volver a una expresión de tu pregunta. Usando esa expresión pareces
sugerir que quien se sirve de herramientas de la filosofía analítica en la interpretación de
textos y teorías de la filosofía antigua, por caso, de alguna manera cualifica el nivel de
su producción con herramientas sofisticadas. Yo creo que eso es así, sería imposible
negarlo rotundamente, y todos quienes lo hacemos creemos que efectivamente nuestro
nivel de discusión actual, por ejemplo, sobre el hilemorfismo de Aristóteles es bastante
más articulado en cuanto a opciones teóricas examinadas, bastante más claro en el uso
de conceptos y en parte también más sólido en cuanto a la reconstrucción y el
ofrecimiento de una teoría, si lo comparamos incluso con buenos libros anteriores que
no utilizaban esas herramientas. Esto me parece característico del intercambio entre la
filosofía analítica concebida en un sentido amplio y con una fuerte impronta
metodológica y la interpretación de la filosofía en la actualidad. Sin embargo, habría
que agregar, por el otro lado, que muchos de los textos antiguos examinados contienen
una sofisticación en cuanto a las ideas que no siempre se corresponde con una expresión
conceptual y lógica al mismo nivel; de allí que son textos que realmente soportan que se
los cargue con toda una parafernalia de distinciones actuales, con distinciones
conceptuales que les resultan ajenas y con análisis lógicos que van más allá de lo que
hicieron autores de aquella época. Ahora bien, esto indica que los mismos antiguos
contienen una sofisticación también.
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En esta manera de hacer filosofía, que es capaz de validar la sofisticación de un
texto histórico, me parece que sigue habiendo mucho por recoger para nuestras
discusiones no primeramente enfocadas en la hermenéutica de un autor perteneciente a
la historia de la filosofía. Uno puede sentirse más o menos impresionado por la
originalidad con la cual notables filósofos contemporáneos Wittgenstein suele citarse
como el caso paradigmático en tal sentido plantearon cuestiones en una determinada
área y la transformaron de manera tal que lo que posteriormente pasó a entenderse como
temas de discusión pertenecientes a esa área no habría adquirido la configuración que
llegó a adquirir si aquel filósofo original no hubiera existido. Yo comparto esa
admiración, aunque limitadamente. Quien hace historia de la filosofía aprende a mitigar
esas impresiones, a menudo porque se da cuenta de que importantes innovaciones son
producto de planteos previos de otros autores menos conocidos. Así sucede, por
ejemplo, con la teoría de las categorías de Aristóteles, lo que obviamente no le resta
importancia a lo que Aristóteles llegó a hacer con esa teoría. Pero esta última
importancia tiene mucho más que ver con el trabajo sistemático que con el valor de una
jugada genial. Creo que esto se repite en otras áreas filosóficas. De allí que en la
filosofía, así considerada, la distinción entre primeras figuras y figuras secundarias,
asignando a las primeras la inspiración genial y a las segundas el arduo trabajo de
albañilería conceptual, me parece engañosa y algo desviante para entender procesos de
elaboración teórica, que es lo que está en el centro del asunto. De allí que la tarea
interpretativa, en la filosofía, no sea una tarea reservada exclusivamente al actor de
reparto.
Finalmente y para no abusar de tu tiempo quisiera que reflexionaras de manera
sintética, si te fuera posible, sobre la importancia de leer a los filósofos que
podríamos llamar “clásicos”. Esos que persisten en diferentes etapas y que nos
siguen ayudando a comprender la naturaleza de los problemas filosóficos. ¿Te
parece que se puede hacer buena filosofía sin tener en cuenta en forma consciente
a los clásicos? Una primera impresión podría responder que sí. A lo mejor un buen
lógico no necesita conocer cómo era la concepción lógica de los estoicos para
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producir una lógica potente. O, para poner otro ejemplo, un filósofo de la mente
puede hacer una contribución destacada con total prescindencia de una deferencia
por los clásicos. ¿Te parece que esto es correcto o tendrías alguna objeción?
Ésta es una pregunta que contiene algo de capcioso en la parte final. Nadie
podría plantear objeciones a quien hiciera innovaciones en un área de la filosofía
determinada sin atención a autores llamados clásicos. Uno debería estar agradecido a
quien haga innovaciones en un campo tan difícil como la filosofía. Pero creo que lo
interesante del asunto no está allí. Como vos mismo lo hacés en tu pregunta, cuando se
piensa en áreas donde se han hecho importantes innovaciones sin recurrir a
conocimientos de historia de la filosofía, se tiene en cuenta especialmente la lógica. Sin
embargo, se podría recordar que los grandes innovadores de la lógica, los inventores de
la lógica moderna, pongamos como ejemplo a Frege, no eran autores que en su propia
elaboración dejaran de recurrir a la discusión con otros autores de su área. A menudo,
como en el caso de Frege en, por ejemplo, los Grundlagen der Arithmetik, buena parte
de la elaboración de su teoría surge de una controversia con otros autores. Que algunos
de ellos puedan o no ser los canonizados en el grupo de los llamados 'clásicos', es una
cuestión hasta cierto punto menor. Frege discute, por lo demás, de manera directa o
indirecta, con clásicos, como Aristóteles, Leibniz, y con su contemporáneo Husserl, hoy
ingresado al canon junto con el mismo Frege. Lo que quiero ejemplificar con este caso
es que me parece característico de un área como la filosofía la discusión con autores
importantes; eso forma parte de la misma elaboración de una teoría filosófica. Y si es
así, conocer a algunos autores importantes para poder discutirlos es una ventaja para
quien pretende elaborar una teoría o perfilar mejor algunos aspectos de otra teoría
preexistente. En la filosofía no es el caso que uno sale al campo a hacer observaciones,
ciertamente. Nuestro análogo al trabajo de campo al es la interpretación de los
documentos de autores que se relacionan con nuestra área o con nuestros intereses. Por
eso también es parte de la educación filosófica aprender a tratar con esos documentos,
lo que incluye una correcta exégesis en atención a la especifidad histórica de los
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mismos. No es necesario estar citando de manera regular esos documentos en un trabajo
para certificar que el escritor los está teniendo en cuenta en su discusión.
Ahora bien, admitiendo que elaborar una teoría filosófica conlleva en mayor o
menor medida una discusión con otros autores del área, y regularmente más con los más
influyentes de dicha área, con los clásicos si es que los hay en esa área (me pregunto si
ya hay clásicos en la filosofía de la mente, quizá G. Ryle lo sea), hay diversas maneras
de considerar esos documentos. El interés de quien se propone reconstruir el
pensamiento de tal o cual clásico lo obliga a considerar sus textos de una manera
diversa respecto de aquel que intenta poner en discusión cierta afirmación de ese autor.
Por otro lado está la categoría de 'clásico' que vos introdujiste en tu pregunta y
que en mi respuesta he tratado de eludir un poco, al hablar de autores influyentes,
importantes, etc. en un área determinada, aunque no porque reniegue de aquella
categoría. Anticipando parte de su propia concepción hermenéutica, Gadamer hace una
interesante caracterización de lo clásico, que también cabe a la filosofía. Creo que él
caracteriza lo clásico no como aquello que está consagrado en un museo y existe aislado
de la historia, sino en cambio como la característica de una obra o de un autor según la
cual esa obra o ese autor suscitan la elaboración de nuevos puntos de vista en otras
obras o autores posteriores a partir de la confrontación con aquella obra o aquel autor
desde el punto de vista del lector posterior. Esto parece bastante lógico porque 'clásico'
es un calificativo que aplica la posteridad, y lo hace, naturalmente, desde el punto de
vista de los intereses y criterios de la época en la que se inscribe dicha posteridad. Pero
además esta caracterización acierta en reconocer queciertas obras o ciertos autores
(hablo primeramente del caso de la filosofía) tienen la fuerza de configurar campos de
cuestiones y conceptos, lo que explica que tales obras y autores aparezcan y reaparezcan
asociados a ese campo. Un autor clásico en filosofía parece ser un autor con una potente
y amplia producción, incluso diversa, aunque eso puede variar. Frege no trabajó en la
variedad de campos en que lo hizo Leibniz, aunque de alguna manera los dos son
clásicos.
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Como sabes, esta revista tiene un interés directo o mediato por cuestiones
prácticas; vgr, la moralidad, la política, la religión, el derecho, la estética, la
tecnología o la economía. Quisiera llevar la entrevista ahora en esta dirección
“práctica”. Si pudieras hacer una especie de síntesis de las aportaciones de dos
figuras centrales como Platón y Aristóteles ¿cómo reconstruirías la relación que se
puede establecer, con pie en ellos, entre conocimiento teórico y conocimiento
práctico?
Bueno, esto es muy difícil y entraña una exigencia teórica de una escala a cuya
altura no creo estar; no puedo ahora hacer una síntesis de las aportaciones de Platón y
Aristóteles, pero sí podría intentar expresar de una manera muy elemental y general
cómo creo que para ellos se articula la relación teoría-praxis.
Desde nuestro punto de vista moderno, tanto Platón como Aristóteles podríamos
afirmar que otorgan un predominio a la teoría ante la praxis. Hay célebres textos de
ambos autores en los cuales se elogia y premia la vida denominada 'contemplativa' o
'teórica' como la más perfecta para un ser que, como el humano, tiene capacidad
racional. La posesión de razón parece ser para ambos una posibilidad de desarrollar un
modo de vida, pero a la vez parece entrañar un compromiso para desarrollar ese modo
de vida específico, siempre que esa capacidad se asuma plenamente. Ambos autores han
vinculado ciertas características a la vida teórica, por ejemplo, la de auto-suficiencia.
También la de sustraerse a las vicisitudes de la contingencia; y al hacer esto último
parecen haber subordinado a la vida teórica la vida práctica o la vida política, que
incluye la dimensión de la acción, es decir, de lo que ambos delimitan como 'ética'.
¿Significa esto que Platón y Aristóteles buscaron un cielo de entidades inmutables (en
síntesis, las esencias) que sería contactado por el intelecto humano y que, a la vez que
constituir lo más propio del humano, le traería al ser humano concreto la realización de
rasgos que lo llevarían a éste a su propio límite, pero que respondería a su vez al deseo
racional humano?
Sabemos bien que hay disputa entre los especialistas al hablar de Platón y
Aristóteles en su conjunto sobre este tema, lo que hacemos suponiendo que ambos
comparten una misma posición básica al respecto. La posición de Aristóteles en algunos
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textos de la Ética Nicomáquea puede presentar alguna alternativa a favor de la vida
práctica. Pero también tenemos textos de Platón que así lo hacen; por ejemplo, la
obligación impuesta al filósofo, quien tras contemplar las Ideas fuera de la Caverna,
debe volver a prestar servicio a la comunidad política.
Creo que cualquier lector moderno de los textos que establecen la autonomía de
la contemplación tiene la sospecha de que tal clase de cosa no produce el efecto que
Platón y Aristóteles le adjudican, es decir, felicidad para el ser humano. Cuanto más, la
contemplación podría parecer que conlleva un estado de realización para el intelecto;
pero entonces ya no parecen estos autores hablar del humano en la complejidad que
ellos mismos reconocen en lo humano. Así, hay autores modernos, por
ejemploTugendhat, que rechazan que el concepto de filosofía pueda delimitarse a partir
de un ideal de vida teórica, como el que parecen haber compartido Platón y Aristóteles.
Entonces hay aquí una doble dificultad: la de determinar con claridad en qué
puede consistir la vida teórica, y la de determinar si tal clase de vida puede configurar
nuestro concepto aceptable de filosofía. La primera cuestión es extremadamente
compleja desde el punto de vista interpretativo; la segunda no lo es menos desde el
punto de vista de la preferencia, si se quiere hablar así, por un concepto de filosofía. No
voy a tratar de responder a la segunda, y sobre la primera diré apenas que el esfuerzo
interpretativo creo que tiene que estar puesto en integrar expresiones que pueden
resultar muy abstractas, y hasta abstrusas, al contexto teórico al que pertenecen. La vida
teórica puede querer decir para Platón y Aristóteles algo bastante pedestre y no
exclusivamente algo que conlleva condiciones de excepción, como la separación real
del alma respecto del cuerpo para poder efectivizarse. Pues en las filosofías de ambos
hay en la preferencia por el conocimiento teórico una faz socrática que hace humana a
una vida. Me refiero al auto-examen racional. Pero además en ambos autores, y en
particular en Aristóteles, está vigente la idea de que la racionalidad es fruto de un
ejercicio y se adquiere paulatinamente mediante prácticas en el campo teórico (por
ejemplo, explicar mediante demostraciones las creencias acerca del mundo que
consideramos aceptables) y hábitos en el campo práctico (por ejemplo, la educación y el
control de las pasiones que nos permiten ejercitar la prudencia). Si es así, la existencia
plenamente racional del ser humano se encuadra en contextos fácticos, y aunque tanto
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Platón como Aristóteles hacen depender dicha clase de existencia respecto de cierta
clase de propiedades que ambos incluyen en sus respectivos armarios ontológicos, la
vida racional, e incluso la vida puramente teórica, se muestran como resultados de
ciertas conductas que muestran rasgos característicos de la acción humana. Así, por
ejemplo, y ciertamente dentro de un contexto general de ataque a la Idea platónica del
Bien, en Ética Nicomáquea I 7 (dicho ataque está concentrado en el capítulo
precedente) Aristóteles delimita los rasgos de perfección y auto-suficiencia,
característicos de lo que es bueno, a partir de argumentos que buscan reconocer tales
rasgos dentro de lo que creemos que es bueno en el orden de la acción y de lo realizable
por parte del ser humano. A pesar de lo que podría pensar Aristóteles, creo que Platón
en el Filebo toma una orientación similar al identificar casi esos mismos rasgos como
características de lo que es bueno.
En el terreno también de la ética hoy es cada vez mayor el interés por las
emociones y su papel en la percepción, deliberación o razonamiento prácticos.
¿Cuál es la concepción filosófica antigua que te parece más defendible por su
acierto conceptual en cuanto a relacionar de manera virtuosa percepción,
emociones y razonamiento práctico?
La filosofía de Aristóteles parece ser la teoría antigua más detallada, además de
la eventualmente más convincente, lo que entraña otra clase de juicio, sobre percepción,
emociones y razonamiento práctico. Establecerla como la más defendible de manera
más o menos exhaustiva entrañaría una consideración de otro género, pero en relación
con algunos de sus argumentos uno puede traer a colación ahora el programa de su
Acerca del alma. El alma es para Aristóteles un principio de vida, y la vida se reconoce
por dos características principales: la percepción y el movimiento. Aristóteles se dedica
largamente a explicar las facultades que distinguen los organismos según la clase de
vida; la facultad perceptiva es una de ellas. Pero además el alma es principio del
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movimiento, y Aristóteles cree que lo que explica la locomoción es el deseo, al que
define como apetito de lo agradable. En el caso de animales racionales, esta misma
estructura motivacional del deseo está calificada por la racionalidad, de manera tal que
Aristóteles hace al fin del deseo el comienzo de la deliberación (el aspecto cognitivo de
la racionalidad práctica) y al fin de ésta el comienzo de la acción, en la medida en que
adoptar un curso de acción es producto de una deliberación sobre los medios a elegir y
tiene como fuente de su motivación al deseo, el cual, en el caso de animales racionales y
políticos, tiene como fin aquello que se cree que es bueno. La educación moral consiste
básicamente, en este contexto, en ser capaz de reconocer lo realmente bueno para
nosotros, y por supuesto en predisponernos mediante el hábito a alcanzar un estado
mental estable que nos permita reconocer y querer realizar lo realmente bueno en las
más diversas circunstancias. Aristóteles defendió una concepción así frente tanto a
variantes del relativismo y el anti-fundamentismo en la ética, como también frente al
intelectualismo socrático que no hace justicia a la importancia del hábito en la acción y
en la elección en el orden práctico. El intelectualismo socrático y cierta teoría del alma
que otorga al intelecto un rol que, desde el punto de vista aristotélico, aparece como
separado de las emociones, pervive en el estoicismo. Aristóteles también se enfrenta,
decantándose del mismo lado que su maestro, Platón, a variantes de hedonismo, a las
que puede atacar con su distinción entre bien real y bien aparente.
Un aspecto característico de la articulación aristotélica de la praxis humana se
encuentra en aquel programa de Acerca del alma que recordé recién. En efecto, allí se
pone de manifiesto que Aristóteles articula la naturaleza con la dimensión normativa de
una manera que puede ofrecer una genuina alternativa a la oposición moderna entre
ambos dominios. Habría que añadir que Aristóteles ancla la normatividad en las
costumbres y en la misma acción humana; sin embargo, posiblemente ese anclaje no
implique que las costumbres históricamente aceptadas decidan sobre la justificación de
una elección racional a favor de un curso de acción. Lo históricamente dado no sería,
según esto, auto-justificado (en contra de lo que al respecto sostuvo Tugendhat sobre la
posición de Aristóteles), en la medida en que la normatividad intrínseca a las
costumbres aceptadas puede ser vista como el punto de partida, pero no el de llegada,
para una concepción que, como la aristotélica, involucra en la tarea de justificación el
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examen de las creencias sobre lo bueno. Alguien puede pensar que Aristóteles o bien
está obligado a moverse siempre dentro de creencias para determinar qué es lo que
justifica un curso de acción, o sale fuera de las creencia para encontrar una justificación,
hacia un mundo que no las incluye, pero que, por esa misma razón, tampoco podría
alegarse para justificar la acción. Así, Aristóteles estaría ante un atolladero.
Aristóteles tiene un argumento, no exento de controversias interpretativas, para
determinar qué es lo bueno para el hombre; se trata del llamado ‘argumento del érgon’ o
‘función’, es decir, aquel argumento que intenta identificar qué es lo bueno para el
hombre atendiendo a cuál es la propia función del ser humano. En cierto pasaje
Aristóteles sostiene que la esencia de una cosa es su función; y en otro que lo bueno está
en la función.
El argumento del érgon es central para la ética aristotélica, y puede ser también
un caso para reconsiderar lo que conversamos antes acerca de las habilidades del
especialista en Aristóteles para buscar una alternativa ‘antigua’ a un atolladero
característicamente ‘moderno’, y aparentemente, al menos para algunas posiciones en la
ética contemporánea, algo dramático para nuestra propia argumentación acerca de la
justificación de un curso de acción como el mejor o el más adecuado. No estoy para
nada seguro de tener una buena respuesta aristotélica (ni conforme al texto de
Aristóteles ni conforme a la dimensión del problema sistemático de la justificación)
sobre este problema, pero voy a arriesgarme en esta última respuesta a ofrecer un mero
bosquejo, que no es mío original ¡el conocimiento histórico ayuda a morigerar
nuestra vanidad!, de lo que podría ser una salida defendible en los dos sentidos antes
mencionados (es decir, histórica y sistemáticamente). La discusión que tengo en cuenta
al escribir mi breve bosquejo laxo de respuesta aristotélica se encuentra en el conocido
libro de McDowell, Mind and World (Lecture IV § 7.), pero podría (y debería)
enriquecerse y perfilarse con mucha más precisión y creatividad atendiendo a otras
interpretaciones de la phrónesis aristotélica.
Lateralmente, es interesante en relación con algunas de tus preguntas anteriores
que McDowell crea que la visión ‘naturalista’ de la justificación a la que apelaría
Aristóteles es lo que aquel llama una ‘historicalmonstrosity’, es decir, un ‘anacronismo’
originado en el corte tajante entre naturaleza y razón efectuado en la época de la ciencia
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natural moderna. Lo que esto implicaría metodológicamente es que para solucionar un
problema sistemático serio referido a la justificación de la acción humana tenemos que
recuperar un horizonte histórico divergente del característicamente moderno al que
primariamente pertenecemos, y que está asociado al concepto de ‘naturaleza’ que se
forma en la ciencia natural de esa época. Esto no quiere decir que sea posible ni que se
sugiera pasar por alto la ciencia natural moderna; lo que no es el caso ya que nuestra
misma inquietud vinculada con la justificación está determinada por nuestra propia
posición moderna, que en la ética puede caracterizarse como una posición condicionada
por la división paralela que efectuó Kant entre dos razones, la teórica y la práctica. La
opción que al respecto puede ofrecernos Aristóteles consiste en evitar tener que recurrir
a un a priori práctico, que a su vez se funda en la suposición de nuestra pertenencia a un
reino supranatural, para justificar nuestras acciones, pero sin que tal evitación implique
volver a buscar en la naturaleza la misma que estaría por debajo de aquel reino
supranatural la justificación de la acción racional y del orden práctico humano. La
opción que ofrecería Aristóteles consistiría en plantear esta cuestión sin que exista una
tensión como la que crea el planteo característicamente moderno entre naturaleza y
razón. Aun cuando fracasáramos en hallar una opción aristotélica viable, ya el solo
hecho de poder buscar gracias a Aristóteles una alternativa muestra la permeabilidad
que existe entre al menos ciertos horizontes históricos de comprensión de un problema,
y muestra también, de paso, la ‘utilidad de la historia para la vida’.
Con el argumento del érgon, que Aristóteles desarrolla en Ética Nicomáquea I 7,
1097b24 ss.buscando determinar con mayor precisión una creencia unánimemente
aceptada, la de que la felicidad es lo máximamente bueno para nosotros,él no apunta a
identificar una posesión natural que el hombre, entre otras especies, tendría por el hecho
de pertenecer al orden biológico. Si el argumento de Aristóteles fuera ése, es decir, si él
le otorgara a la naturaleza un rol que ésta no juega en sus argumentaciones éticas,
entonces la posesión de una facultad intelectiva sería aquello específicamente humano
que, en el orden de una scalanaturae, nos distinguiría de otras especies. De ese orden
natural habría que obtener qué es lo bueno para el hombre en el orden de la acción. Sin
embargo, Aristóteles no parece apelar a una ‘naturaleza’ entendida en ese sentido
cuando, por ejemplo, califica al hombre como un animal político ‘por naturaleza’ (EN I
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7, 1097b11; Pol. I 2, 1253a2-3). El ámbito de pertenencia de esa ‘naturaleza’ humana
no es una scalade aquel tipouna idea que Aristóteles ciertamente introduce, pero en
otro contexto, sino, en cambio, en ese caso, la pólis.
El argumento del érgon viene después de que Aristóteles ha rechazado que el
bien sea un concepto general, un universal platónico; y también que, si ello existiera, tal
cosapudiera tener alguna utilidad para alcanzar los bienes que se pretenden realizar en
distintas actividades humanas. Tal clase de bien platónico, podríamos decir quizá
anacrónicamente, pertenecería, a ojos de Aristóteles, al orden de lo ‘suprasensible’, en
sentido kantiano. Para Aristóteles, ese concepto de bien platónico no surgiría de las
creencias humanas acerca de lo que hay de bueno en nuestras actividades. Ahora bien,
con este argumento Aristóteles trata de identificar una realización peculiar de las
actividades humanas; al hacerlo, él no apela simplemente a la posesión de una facultad
intelectual, sino a una clase de actividad que característicamente puede desarrollarse por
poseer dicha facultad. Lo propio del hombre sería cierta actividad peculiar de un ser que
posee razón (1098a3-4). Aristóteles enfatiza el carácter de ejercicio activo de esa
capacidad, ya que no es algo por lo cual el hombre sea inactivo ni tampoco algo que
realmente posea sin hacer uso de ello. Esa función propia del hombre una actividad
que él desarrolla conforme a la razón es a la vez algo que el hombre posee ‘por
naturaleza’ y algo por lo cual él pertenece a un orden específicamente humano de
comportamiento: algo por lo cual el hombre es virtuosoo excelente en tanto que hombre
(1098a8-9), es decir, aquello por lo cual la actividad propiamente humana se hace bien o
virtuosamente, o sea, una actividad que consiste en un conjunto de comportamientos
podemos entender las virtudes como un modo de comportarse en distintas referencias
y relaciones definidos como específicamente humanos a partir de lo que explica que
tales comportamientos sean actividades desarrolladas de manera humana. Y desarrollar
una actividad de manera humana implica hacerlo aplicando la razón práctica. La razón
práctica no es una virtud más entre las otras, no se inscribe en un comportamiento con
referencia a lo temible, como lo hace la valentía, por ejemplo, sino que es más bien
aquello que hace a tales comportamientos ser virtuosos. Un comportamiento es virtuoso
cuando actúa dando con el justo medio en cada referencia y caso particular. Y para eso
se requiere la capacidad general de reconocer lo bueno particularmente y en cada
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ámbito de acción al que pertenecen las virtudes. El hombre virtuoso es el que sabe
razonar de esa manera, haciéndolo además constantemente; es el phrónimos, aquel que
sabe convertir cada comportamiento y actividad en algo realizado en conformidad con
lo que es bueno en cada situación. La estabilidad del comportamiento del phrónimos
hace que ese rasgo de carácter pase a ser lo que se llama ‘segunda naturaleza’, es decir,
algo cuya base es la racionalidad humana informada por la capacidad de reconocer lo
bueno en cada situación.Creo que puede parecer plausible en lo anterior que el recurso a
cierta especificidad humana, sobre el cual se funda ese argumento, no es un recurso a
una naturaleza ‘cruda’ (para usar un término de McDowell), como lo sería un
argumento que pretendiera establecer un valor y una norma para la conducta humana a
partir de la posesión de la facultad intelectiva, entendida como aquello que nos ubica en
una scalanaturae.
Cuando Aristóteles apela a la función peculiar del ser humano en Ética
Nicomáquea I 7 no parece estar recurriendo a un dominio natural de facultades
biológicas disociado de la configuración de la vida (la ‘naturaleza’) humana. La
racionalidad a la que apela Aristóteles para explicar la configuración de la vida
humanaconcreta una racionalidad que si bien tiene su anclaje en el equipamiento
biológico del hombre, no se identifica con tal equipamiento; de lo contrario, Aristóteles
incurriría en una fundamentación ‘naturalista’ de la ética, una especie de falacia
naturalista como la que le atribuyen cometer distintos intérpretes, es la racionalidad
práctica, centralmente la phrónesis, que conlleva reconocer lo adecuado para configurar
las virtudes del carácter o virtudes éticas.
Para Aristóteles, poseer la facultad intelectiva, uno de cuyos ejercicios, como la
misma parte final del libro III del De anima lo pone de manifiesto, involucra también la
racionalidad vinculada a la acción, es decir, la racionalidad práctica. Dicha facultad, por
ende, marca también la pertenencia del hombre a una cultura histórica, que es
precisamente el espacio dentro del cual aquella racionalidad práctica se configura. La
racionalidad práctica consta de creencias pertenecientes al orden ético, las cuales
constituyen el acervo de conceptos pertenecientes al orden de la acción, al cual nos
orientamos al esgrimir razones sobre nuestro actuar, y dentro del cual también nos
educamos moralmente. El pensamiento crítico se ejerce ‘sobre’ esa base de creencias
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morales, y también (en su faz crítica) ‘contra’ esa base, pero sólo ‘por lo que’ dicha base
hace posible. La empresa socrática de auto examen es lo que pervive allí como una
herencia operativa referente a lo que sea una justificación racionalmente aceptable en
general. La ‘base’ que tiene a la vista Aristóteles en su emprendimiento crítico de
examen de creencias pertenecientes al orden práctico es suficientemente amplia y
variada, en parte gracias a su propia capacidad de examinar posibilidades teóricas que se
siguen de una u otra tesis, como para poner en tela de juicio desde ‘dentro’ de dicha
base algunas partes del propio andamiaje de esa base. Así, para contar como racional la
razón práctica no está obligada a moverse en un espacio libre (en el sentido de ‘liberado
de’) creencias, puesto que su potencia crítica envuelve centralmente la tarea de auto-
criticarse examinando la base de la configuración conceptual sobre la cual la razón
práctica apoya sus razonamientos. De esta manera, la alternativa aristotélica al dilema
moderno sonaría así: la función característicamente humana en que consiste la posesión
de la facultad intelectual conlleva un universo de conceptos y razones pertenecientes al
orden de la acción, ya que es parte de la naturaleza de un ser racional el actuar
racionalmente. Pero además es peculiar de tal clase de razón el hecho de que, como
parte central de su propio ejercicio o actualización se somete a examen la base de
conceptos que configuran nuestra comprensión del mundo de la acción humana,
haciéndolo sobre la base de esos mismos conceptos, es decir, sin que tal auto-examen
requiera de nosotros una pertenencia a otro mundo, sea éste el natural o el supranatural.
Estar a la altura de realizar tal auto-examen es parte de nuestra educación moral en el
ejercicio de la racionalidad práctica, que es de otro tipo, obviamente, que las solas
capacidades de realizar un cálculo. La phrónesis no es un mero logismós (para
despedirnos en tono heideggeriano).
(Conversación con Guillermo Lariguet)