Nueve Noches en un Amanecer

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer 1

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Literatura infantil oral del Departamento de Caldas - Colombia

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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NUEVE NOCHES EN UN AMANECER

(Literatura Infantil Oral de Caldas)

Octavio Hernández Jiménez

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Esclarece la aurora del bello cielo,

Otro día de vida que Dios nos da,

Gracias a Dios, creador del universo,

Oh Padre Eterno que en el cielo estás.

Nuestras voces unimos al concierto

Que el universo eleva en tu honor;

El cielo, la tierra, el mar profundo,

Oh Padre Nuestro, magnífico Hacedor.

Esta fue la primera oración que aprendí de labios de la Abuela y que,

posiblemente, por haber repasado anoche un álbum de fotografías

familiares, en casa de las tías, vino a mi memoria cuando la aurora hizo

cosquillas en mis párpados.

La Abuela la entonaba en alta voz, como una campana, para que los

mayores, en las demás alcobas de la casa, se levantaran mientras la

encoraba con los niños que, luego de semejante algarabía, corríamos a

jugar un rato con ella en su lecho. Ese texto oral fue, lo más seguro, el

primer contacto, o por lo menos el contacto más cotidiano que tuve con el

verso.

Pero, si literatura viene de littera y esta palabra latina se remonta al

litos, piedra, en griego, la pregunta se plantea en estos términos: ¿se

puede dar una literatura que no tenga la perdurabilidad de la piedra o de

otro modo que no sea escrita?

La teoría literaria tradicional respondía que la verdadera literatura

requería del soporte físico de la piedra, el papiro, el pergamino, el papel...

Desde el crítico mexicano Alfonso Reyes se ha ampliado la respuesta:

también es literatura, y tan válida como la escrita, los textos orales que,

como los textos de los ritos indígenas, se trasmitieron de generación en

generación.

Los mitos, las leyendas, las fórmulas rituales, los himnos, los cantos de los

pueblos sin escritura, son literatura perfecta siempre y cuando continúen

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utilizando la palabra en función estética o lúdica. Y con un aditivo que se

excluye de la literatura escrita: se puede embellecer y mejorar cada vez

que alguien se sienta en posibilidades de hacerlo; la palabra en constante

ebullición creativa. Una literatura colectiva y diacrónica, a través de las

edades.

Dudar de la literatura oral equivaldría a pensar que la Ilíada, la Odisea, el

Génesis, los cantares de gestas carecían de valor literario antes de

quedar petrificados en los sepulcros inmutables de las palabras escritas.

Sería como sostener que no hay auténtica música si no hay partituras.

Las aldeas caldenses germinaron en el siglo XIX por obra y gracia de

colonos antioqueños, en su mayoría, que abrieron sus claros en las selvas

pertenecientes a los Estados Soberanos de Cauca, Antioquia y Tolima. El

territorio selvático del Chocó pertenecía al Cauca.

Antes y después de 1905, el nuevo Departamento de Caldas, hoy “Viejo

Caldas”, el “Gran Caldas”, recibió y asimiló influencias culturales

provenientes de los cuatro puntos cardinales. Los caldenses nunca nos

hemos considerado paisas de segunda. Hasta cuando Bogotá se convirtió

en la ciudad que alberga a colombianos de todos los rincones, Caldas fue

una fragua en donde se fusionaron recias variables del pueblo colombiano;

la región del occidente colombiano con mayor dinamismo integrador. Así lo

expresó el poeta risaraldense Luis Carlos González:

Por los caminos caldenses

llegaron las esperanzas

de caucanos y vallunos,

de tolimenses y paisas,

que clavaron en Colombia,

a golpe de tiple y hacha,

una mariposa verde

que les sirviera de mapa.

Esos colonos, en buen porcentaje, eran honrados, simples, emprendedores y

analfabetos. Los que lograron, por medio de ingentes esfuerzos, sobresalir

económicamente, enviaron sus hijos a educarse en Bogotá, Medellín y sobre

todo a la capital del Cauca, de donde surgió la definición según la cual “caldense

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es un antioqueño educado en Popayán”. El punto de vista anterior fue

desvirtuado, no se sabe con qué intereses. La representación antioqueña en el

Congreso y la dirigencia en la capital de la montaña se alborotaron y le

exigieron explicaciones al Maestro Guillermo Valencia, según ellos, por haber

dicho que un Caldense es un antioqueño civilizado.

El oropel grecoquimbaya brilló cuando un puñado de paisanos tuvo en los

centros culturales contacto con los libros de los grandes maestros y quedó

deslumbrado. Sin embargo, los caldenses rasos, entre tanto, cuchicheaban. El

pueblo caldense, como la mayoría de los pueblos de la tierra, es heredero de

una cultura y una literatura orales.

Anoche, mientras me dedicaba a preparar el ritual del sueño, pensé en los

anteriores conceptos básicos, los retomé esta mañana cuando corría las

cortinas para divisar el Nevado de El Ruiz con su fumarola al aire desatada y

avancé en el recuerdo de mi abuela y mis tías quienes, para que

emprendiésemos temprano el camino al sueño, en una época en la que, quien

daba las órdenes no era el televisor, entonaban cancioncillas como ésta, con una

voz que, poco a poco, se iba apagando mientras se retiraban de puntillas hacia

otros espacios de la casa:

Duérmete, niño,

duérmete tú,

antes que venga

el currucutú.

Señora Santana,

Señor San Joaquín,

arrullen al niño

que se va a dormir.

Dormite mi niño

que estás en la cuna

que no hay mazamorra,

ni leche ninguna.

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Dormite mi niño,

la flor del café,

pídele a la Virgen

que sueño te dé.

Dormite mi niño

para que la luna

te traiga un rosado

racimo de uvas.

*Ver partitura 1*

Creámosle a la Abuela que esa tonada infantil la aprendió de personas

llegadas de Popayán, capital del Estado Soberano del Cauca, en donde

nombraban maestros y funcionarios para el territorio que actualmente

conforma el Occidente de Caldas y a donde había enviado a estudiar al

hijo menor. Esa tonada tiene reminiscencias de los alabaos chocoanos que

pudieron ir a Popayán en boca de los esclavos que extraían el oro en el

Chocó y luego se difundieron, en otras zonas de ese Estado, por boca de

algunos maestros:

Señora Santana

¿por qué llora el Niño?

Por una manzana

Que se le ha perdido.

Oh ri, Oh ra,

San Antonio ya se va.

Yo le daré una,

Yo le daré dos,

Una para el Niño

Otra paraVos.

Oh ri, Oh ra

San Antonio ya se va.

Y este alabao se enraza con el Romance del Ciego cuando repite ese juego

verbal: “Yo le daré una,/ Yo le daré dos,/ Una para el Niño,/ Otra para

vos”.

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Fuera de ésto, las tres últimas estrofas se inician con el vulgarismo

“dormite” y no con el inicial “duérmete”, lo que revelaría un ensamblaje de

distintos textos o arreglos posteriores a la obra original. Hasta se puede

oler trabajo de carpintería antioqueña con aquello de: “Dormite mi niño/

que estás en la cuna/ que no hay mazamorra/ ni leche ninguna”. El verbo,

con acento grave, suena a la fórmula argentina puesta de moda en

Antioquia en la temporada de Gardel y compañía. Retrocediendo, en el

tiempo, podría tratarse de una simplificación poética que nos conecta con

aquella parquedad propia de los primeros colonos.

La estrofa: “Dormite mi niño/ la flor del café/ pídele a la Virgen/ que

sueño te dé”, por la alusión relativamente moderna que hace de ese

cultivo tan preciado para nuestro pueblo, podría tratarse de la

contribución caldense y anónima a tan hermoso arrurrú.

En cuanto a la última estrofa: “Dormite mi niño/ para que la luna/ te

traiga un rosado/ racimo de uvas”, es lo más elaborado de la tonada en

cuanto a recursos poéticos. Alguien le cambió ese “rosado racimo de uvas”

por un dorado racimo, tal vez buscando que encajara más con la imagen

visual de la luna de donde procede la luz del momento en que se canta;

pero si se tratara de confirmar que la literatura es una hermosa mentira

o, como lo dijo Mario Vargas Llosa, “es el arte de mentir”, es más literaria

una luna rosada que una luna dorada.

Cuando Federico Nietzsche dijo, con la mayor seriedad, que “Los poetas

mienten demasiado” no estaba en lo justo pues se miente cuando se

pretende engañar, hay mala fe, y los verdaderos poetas cifran su éxito en

deleitar con el ritmo de las palabras.

Fuera de la oración primera y del alabao anterior, la Abuela enseñó a sus

nietos el inigualable poemita anónimo que apareció en la España medieval,

o sea que puede ir acercándose a los primeros mil años de sorprender, en

Europa y América, a niños y ancianos:

Por mayo, era, por mayo,

Cuando los grandes calores,

Cuando los enamorados

Van servir a sus amores,

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Sino yo, triste mezquino

Que yago en estas prisiones,

Que no sé cuando es de día,

Ni menos cuando es de noche,

Sino por una avecilla

Que me cantaba al albor;

Matómela un ballestero.

¡Dele Dios mal galardón!

Del texto anterior siempre me aterra la imagen del que habla encerrado

en una prisión, en la que “no sé cuando es de día/ ni menos cuando es de

noche”. Sin embargo, inmediatamente, aparece esa avecilla cantora que lo

consuela con su inocente trino, una de las imágenes más puras de la poesía

castellana de todos los tiempos. Pero, qué. Remata con la imagen más

triste: “Matómela un ballestero”, y una súplica implacable: “Dele Dios mal

galardón”.

A las cinco de la mañana, cuando despierto, en medio del canto de una

mirla, en el pueblo natal, se atropellan, en mi memoria, los poemas del

gusto de la Abuela y de las tías. La mirla despertaba al canto a los

copetones o afrecheros ya muy diezmados por los tóxicos de los

cafetales. Sobre estos pajaritos tan familiares, de plumaje pardo, mi tía

Ana Matilde dejó en un libro de contabilidad del Almacén Roma que

atendía con su hermana Clara Rosa, el recorte de prensa de un poema de

Nicolás Bayona Posada que decía: “Copetón de mi tierra, sencillo y

travieso…Bogotano a la usanza, grave a un tiempo y risueño”. En otra parte

del texto dice que era “de los grandes, amigo; de los pobres, hermano”. La

Abuela sostenía que el afrechero, en su canto, decía: “Bendito sea Dios”.

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La cordillera, nítida, parecía una cartulina azul recortada con segueta.

La aurora era la misma de la infancia y enfocada desde el mismo ángulo a

pesar de mis sucesivos desplazamientos por la patria y ese ir y venir de

judío errante. Ah, ¡el Judío Errante! Su recuerdo me da sed. El corro de

niños lo vimos pasar, muchas veces, frente a la casa, en las tardes de

lunes o sábado, soleadas, polvorientas. ¡Mírenlo, ahí va!, anunciaba la

abuela desde la ventana de la casa grande que da a la plaza. ¡Por Dios, que

alguien se compadezca y le ofrezca siquiera una naranja verde! Juro que,

varias veces, el Judío Errante levantó la mirada de nazareno, la misma de

la escultura de Cristo en el camino del Calvario, para fijarse en mi abuela

paterna y en mí.

Fue Jesús María Jiménez, mi abuelo materno, quien amplió en la memoria

y en la imaginación, la figura del Judío Errante. Contaba que, un día,

cuando estaba en el fondo de una guaca, miró hacia arriba y ahí estaba,

acezando y con una amargura indescriptible dibujada en el rostro. Quiso

recostarse en una piedra para descansar y la piedra rodó al fondo. En

otras ocasiones pretendía guarecerse de la canícula bajo la sombra de

árboles frondosos e inmediatamente un viento huracanado desnudaba al

árbol de sus hojas. Cargaba en su traje andrajoso una moneda de oro que

era su única fortuna. Cuando pasaba de un país a otro la moneda se

trocaba por la moneda del país al que ingresaba. Con esa moneda compraba

comida y bebida para la sed abrasadora, pero no podía beber ni tragar. Lo

veían haciendo una mueca de dolor, escupía lo bebido y, desconsolado,

seguía el camino. La imagen infantil y desarrapada de otro Rey Midas. Al

momento de su partida aceleraba el ritmo de sus pasos como si lo anterior

lo echara en el olvido. Le preguntamos al abuelo por qué no podía tragar y

nos contestó: porque, con la maldición divina, se le cerró la garganta. Por

eso, si me dolían las amígdalas, cuando era pequeño, me aterrorizaba al

suponer que me estaba transformando en otro judío errante.

Con el paso del tiempo me informé que se trataba de un mito universal y

que, en la Edad Media, en los Países Bajos, llegaron a bautizar al Judío

Errante con el nombre de Ashaverus. Para unos se trata del mismito Caín

que fue castigado por Yavé cuando asesinó a su hermano Abel, el

buenapersona. Para otros, basados en los Evangelios Apócrifos, se trata

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del personaje que, en la Vía Dolorosa, no quiso calmar la sed de Cristo, a

pesar de llevar agua fresca en una cantimplora. Desde entonces, anda

errante por el mundo pagando su castigo, hasta el Juicio Final.

En el norte de Caldas, el Judío Errante se presentaba como un arriero,

con carriel y mulera. No podía comer, ni beber, ni podía enfermarse, ni

podía morir. No puede permanecer un minuto descansando pues, cuando se

detiene siente candela bajo los pies. Fue condenado a ser eterno

andariego.

Por lo menos, en el Occidente de Caldas, el Judío Errante no despierta

sentimientos de rencor o temor sino de compasión infinita. A veces, como

un perro humilde, se arrimaba a una casa que le suscitara confianza para

pedir claro frío de maíz. Por eso, la abuela María de los Ángeles vivía con

la cantaleta de que a los peregrinos que tocaran en el portón de la casa

había que atenderlos muy bien: Podía tratarse del Judío Errante.

Por la casa de los abuelos, ubicada en el cruce de los caminos que

comunicaban a Medellín con Popayán y a Bogotá con el Chocó, en San José

del Paisaje, pasaron, sonámbulos, generales con ejércitos diezmados que,

en su trajín sin rumbo y sin comunicación, no se habían dado cuenta que la

guerra había terminado. Ese trajín constante de gentes expatriadas avivó

el fervor con el que el pueblo evocaba al Judío Errante. La experiencia

recalentada origina la leyenda y la leyenda universalizada fomenta el mito.

María de los Angeles Londoño, andariega como buena paisa de finales del

siglo XIX, repetía en tono socarrón: ¡Somos primos hermanos del Judío

Errante! Y no era para menos. Había nacido en Neira, en las goteras de

Manizales pero, en una fiebre de oro que cundió a principios del siglo XX,

emigró con su joven esposo hacia la tierra de la tarde. Por las guerras

civiles, la selva que se les cruzó a medio camino y los hijos que apremiaban

por nacer, detuvieron los pasos y levantaron el techo al borde del Camino

Real, en la Cuchilla de Belalcázar, antes conocida como la Loma de

Anserma. En contados años, la casa de este matrimonio estaba rodeada de

otras casas de colonos, fondas, pesebreras que, al ir integrándose,

conformaron a San José del Paisaje. De modo similar se fundó la mayoría

de pueblos, en el Viejo Caldas. Sin una ceremonia en que desafiaran al sol

con la espada. Sin cédula real que dejara constancia escrita de abolengos

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ciertos, inventados o comprados, a precio de oro. Fue a vivir luego a

Anserma y a morir en Pereira.

Antes de entregar el alma a su Creador, preparó la primera comunión de

mi hermano Tito Fabio y yo, en la Capilla del Convento de La Enseñanza, de

Pereira, arriba en la Circunvalar, el 13 de agosto de 1953. La ceremonia

tuvo lugar un miércoles corriente, en la mañana, con la sola asistencia de

la familia y de las monjas tras el coro de clausura. El altar estaba

cubierto de azucenas y, cuando el celebrante bajó a darnos la comunión,

las monjas entonaron este estribillo:

Véante mis ojos,

dulce Jesús bueno;

véante mis ojos,

muérame yo luego.

Vea quien quisiere

rosas y jazmines,

que si yo te viere

veré mil jardines.

Flor de serafines,

Jesús Nazareno,

véante mis ojos,

muérame yo luego”.

Tuve que esperar hasta finales del bachillerato para saber que la autora

de esos versitos había sido Santa Teresa de Jesús, en pleno Siglo de Oro.

El 28 de mayo de 1954 ingresaron con el ataúd en el caserón de esquina

que ella, la Abuela María de los Ángeles, con el abuelo José de los Santos

Hernández se atrevió a edificar para dejarla a hijos y nietos como

albergue perpetuo. Su universo mental giraba alrededor de las ideas de

estabilidad y eternidad. Aún no hacía carrera, en el panorama mental de

nuestro pueblo, el concepto de desechable.

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LA NOCHE DE LA VELACION, concentraron a los hijos de los

dolientes, la mayoría primos entre sí, en la casa de arriba, la casa

adquirida por mis padres y que queda en la Calle de la Estrella, para que no

perturbáramos a los adultos en su ritual funerario, entre un océano de

flores, oraciones repetidas, trajes negros y espejos cubiertos con velos

morados.

Alejados de los mayores y sus ritos, nos pusimos la casa de ruana. Aquella

noche, como si se tratara de otro juego, nos dio por armar nuestro propio

ritual que representaba la ausencia de la Abuela, con guión improvisado,

entre pasodobles, de Marina; declamaciones de Beatriz, abundantes y

teatrales lágrimas de Fanny y Gloria Estrella y las canciones de Fernando,

Tito, Bernardo, Álvaro y Héber Jaime; inocentes parodias sacerdotales

de dos amigos de infancia, Guillermo y Jaime y la coreografía de sus

hermanas Nidia, Aleyda y Lilia, realizada, con blanquísimos manteles,

sábanas y cortinas que mamá había dejado planchados en los escaparates.

Por el amplio vestíbulo alumbrado por la tenue luz de dos faroles, avanzó

la procesión tras un pabellón de cintas blancas, mientras repetíamos el

lamento que los niños del occidente caldense entonan, durante el sepelio

de otro pequeño. Morían tantos niños de enfermedades endémicas, aún sin

control, que el ritual funerario se repetía a menudo. El niño difunto iba en

un ataúd blanco, con una corona de flores menudas o de papel metálico

dorado o plateado; en su mano portaba una copita del mismo material.

Cuatro niños, escogidos entre los mayores, portaban el féretro entre dos

sábanas blancas. Niños y niñas llevaban las cintas de varios pabellones. En

las esquinas del pueblo paraba el séquito y entonaba este lamento:

Un niño que tenía

se lo llevó, se lo llevó

La Muerte, La Muerte.

Y los niños cantaban de esta suerte:

Kirie Eleison,

Kirie Eleison...

*Ver partitura 2*

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De aquella ceremonia, en la noche inicial, aún recuerdo cuando la prima

Beatriz entonó el poemita La Ilusión que la tía Matilde enseñaba en su

kínder particular y que algunas maestras todavía transmiten en las

escuelas como si fuera de autor anónimo, sin texto escrito que lo

sustente, pero que, en un obsoleto manual de preceptiva literaria,

descubrí hace poco, como del colombiano Ruperto S. Gómez:

En un río se veía

flotar un copo de espuma

que de vellón y de pluma

un nidito parecía.

Un tominejo inocente

por su albura seducido

tomólo por blando nido

y se arrojó a la corriente.

Mas, al posarse se hundió

el copo engañoso y leve

y entre las aguas en breve

el ave desapareció.

Así la ilusión parece

nido de nevada pluma

que al tocarlo como espuma

apaga y desaparece.

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LA PRIMERA NOCHE, cuando los padres se acercaron a la casa por sus

hijos, nuestros primos, para llevarlos a dormir, éstos descendieron la

cuesta, entre las altas casas de bahareque que, a lado y lado, proyectaban

sobre el empedrado las dramáticas sombras de los tejados, entonando las

rimas más comunes entre los niños de aquellos tiempos:

Sábado alegre,

domingo galán,

lunes enfermo

por no trabajar.

¡Piña para la niña,

limón para el señor,

mora para la señora,

menta para la sirvienta,

coco para el loco,

papaya para quien calla,

guayaba para el que ya va!

Cayó una teja,

mató una vieja,

dijo la vieja:

¡ay mi molleja!

¡Cayó un terrón,

mató un ratón,

dijo el ratón:

¡ay mi zurrón!

¡Cayó un ladrillo,

mató un novillo,

dijo el novillo:

¡ay mi fundillo!

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¡Cayó una biga,

mató una hormiga,

dijo la hormiga:

¡ay mi barriga!

Una vieja mató un gato

con la punta de un zapato,

pobre vieja, pobre gato,

la mujer del Garabato.

Una,

dola,

tela,

canela,

su meca

de vela,

velillo,

velón,

que cuente las doce

que ya casi son.

Fue tal el éxito de semejante aquelarre que, al otro día, el día del

entierro, asfixiados en el mundo de los adultos, los niños esperábamos con

impaciencia, el arribo de la noche. Era como si se hubiera vuelto a detener

el sol.

Marcados por el acontecimiento del día, propuse que, como homenaje,

cada uno repitiese un texto que la abuela difunta o una de las tías nos

hubieran enseñado. Claro: Fanny, experta en trepar árboles frutales, de

una zancada se subió sobre la mesa del comedor que escogimos de

escenario y, con ademanes de triunfo por haber salido adelante, entonó el

Romance del Ciego que, por aquellas calendas, no había niño que no

conociera:

Huyendo del fiero Herodes

que al Niño quiere perder,

hacia Egipto se encaminan

María, su Hijo y José.

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En medio de aquel camino

pidió el Niño de beber.

- No pidas agua, mi niño,

No pidas agua, mi bien,

que los ríos vienen turbios

y no se puede beber.

Andemos más adelante

que hay un verde naranjel,

y es un ciego que lo guarda,

es un ciego que no ve.

- Ciego, dame una naranja

para callar a Manuel.

- Coja Usted la que Usted quiera

que toditas son de Usted.

La Virgen como es tan buena

no ha cogido más que tres:

Una se la dio a su hijo

y otra se la dio a José,

otra se quedó en la mano

para la Virgen oler.

Saliendo por el vallado

el Ciego comienza a ver.

- ¿Quién ha sido esta Señora

que me ha hecho tanto bien?

Será la Virgen María

que al que es ciego le hace ver.

No resisto el deseo de recalcar en el verso donde se dice que la Virgen no

se come la manzana que le corresponde sino que, “otra se quedó en la

mano/ para la Virgen oler”.

Los romances eran fragmentos de cantares de gesta que, después de

perpetuarse de memoria en memoria, en la Península Ibérica, dieron el

salto a América y de boca en boca, llegaron hasta nosotros. Eran de la

predilección de la Abuela. Cuando me tocó el turno, subí a la mesa de

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comedor y canté la extraña tonada que ella repetía envolviendo todo con

su hálito de nostalgia:

- ¿Para dónde vas, Antonio?

- Yo me voy para Madrid,

Voy en busca de Mercedes

que ayer tarde no la vi.

- Sí, Mercedes se murió,

Sí, Mercedes yo la vi;

la llevaban cuatro curas

por las calles de Madrid.

El ataúd era de oro

y los clavos de marfil

y el velo que la cubría

eran flores de jazmín.

*Ver partitura 3*

Superada la infancia, emprendí la búsqueda del origen de esa tonada.

Partía de la base de que, por la atmósfera, los espacios mencionados, el

lenguaje y la métrica, era española. En mis pesquisas universitarias,

encontré, en el “Cancionero y Romancero Español”, recopilación de Dámaso

Alonso, bajo el sugestivo título de “Romance de la Amiga Muerta” (p. 188),

este texto, de sabor arcaico, posiblemente de la Alta Edad Media, antes

del Renacimiento, que podría tomarse como el origen de la tonada

caldense:

En los tiempos que me vi

más alegre y placentero,

yo me partiera de Burgos

para ir a Valladolid;

encontré con un Palmero

quien me habló y me dijo así:

- ¿Dónde vas tú, el desdichado?

¿Dónde vas?, triste de ti.

¡Oh persona desdichada,

en mal punto te conocí !

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Muerta es tu enamorada,

muerta es que yo la vi.

Las andas en que la llevan

de negro las vi cubrir,

los responsos que le dicen

yo los ayudé a decir;

siete condes la lloraban,

caballeros más de mil...

Esta versión se encontró en un Cancionero Real. El Siglo de Oro tiene aún

vigencia en la zona paisa, como se ha demostrado hasta la saciedad, en los

estudios de la obra de Tomás Carrasquilla, en otros autores

costumbristas y no tan costumbristas como León de Greiff.

En la versión arcaica, se habla de Burgos y Valladolid; Madrid no era aún

la capital del imperio. Esta última ciudad aparece en la versión enseñada

por Abuela y las tías.

No solo los tangos se impusieron en las cantinas de la zona paisa de

Colombia. También las rancheras. Entre ellas, aquella que empieza “Quince

años tenía Martina/ cuando su amor me juró/ y a los dieciséis cumplidos/

una traición me jugó…”. El autor de la letra no fue un mexicano

despechado sino el pueblo y la tradición oral española que evolucionó a

partir del “Romance de la Blanca Niña”, de corte novelesco, presente en

la Alta Edad Media (siglo XV):

Blanca sois, señora mía,

Más que el rayo del sol;

¿Si la dormiré esta noche

Desarmado y sin pavor?

Que siete años había, siete,

Que no me desarmo, no.

Más negras tengo mis carnes

Que un tiznado carbón.

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-Dormila, señor, dormila

Desarmado y sin temor,

Que el Conde es ido a la caza,

A los montes de León.

-Rabia le mate los perros,

Y águilas a su halcón,

Y del monte hasta la casa

A él arrastre el morón.

Ellos en aquesto estando

Su marido que llegó:

- ¿Qué hacéis la blanca niña,

Hija de padre traidor?

- Señor, peino mis cabellos,

Péinolos con gran dolor

Que me dejáis a mí sola

Y a los montes os váis vos.

Esa palabra, la niña,

No era sino traición.

-¿Cuyo es aquel caballo

Que allá bajo relinchó?

-Señor, era de mi padre,

Y envióslo para vos.

- ¿Cuyas son aquellas armas

Que están en el corredor?

- Señor, eran de mi hermano,

Y hoy os las envió.

-¿Cuya es aquella lanza

Desde aquí la veo yo?

-Tomadla, Conde, tomadla,

Matadme con ella, vos,

Que aquesta muerte, buen Conde,

Bien os la merezco yo.

Romances como este buscaban inculcar la hidalguía, no de sangre, ni de

bragueta, ni de privilegio sino de costumbres. Toda una lección con sus

respectivas consecuencias. Estoy seguro de que la Abuela no aprendió ese

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romance en ningún libraco. Tuvo que haberlo aprendido de viva voz, en la

corriente de una tradición oral. Tengo la certeza de esto porque, con ese

escepticismo que acompaña a los niños cuando no les son respondidas

aceptablemente todas las preguntas, un día la encontré en su alcoba

rezando con su devocionario abierto, al pie del óleo de la Piedad pintado

por Ángel María Palomino, por allá en la segunda década del siglo XX. Me

acerqué para ver qué leía y, a pesar de que ella estaba al borde del

éxtasis divino, el libro lo tenía abierto al revés.

Muchos de esos textos, sin haber sido escritos para menores, fueron

aprendidos de memoria, en casa, y entonados con entusiasmo por los niños,

libres del fastidio que provocan en el bachillerato, debido a la falta de

pedagogía en los profesores de literatura. Siente uno que no perdió el

tiempo cuando memorizó sin dificultades aquellas páginas siempre frescas

de un pasado esplendoroso para la lengua.

Rematamos la segunda noche con La Vaquerilla de la Finojosa, la serranilla

del Marqués de Santillana que la Madre Josefa, de la comunidad de las

bethemitas, tuvo como pieza de su repertorio, en el kínder de Anserma

donde fue profesora, dicen que por más de cuarenta años, hasta ir a morir

en Marsella. Ella me enseñó a escribir mi nombre y me escogió para

declamar en el escenario del plantel, al final del curso, aquel texto que

despertó el entusiasmo entre la concurrencia. No se olvida cómo

fraternizaba el lenguaje arcaico del texto original con la vocalización

deficiente de un niño de cinco años, en la ceremonia de clausura:

Moza tan fermosa

non vi en la frontera,

como una vaquera

de la Finojosa.

Faciendo la vía

del Calatraveño

a Sancta María,

vencido del sueño

perdí la carrera

por tierra fragosa

do vi la vaquera

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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de la Finojosa.

En un verde prado

de rosas e flores

guardando ganado

con otros pastores

la vi tan graciosa

que apenas creyera

que fuese vaquera

de la Finojosa.

Non creo las rosas

de la primavera

sean tan fermosas

nin de tal manera,

fablando sin glosa,

si antes sopiera

de aquella vaquera

de la Finojosa.

Non tanto mirara

su mucha beldad

porque me dejara

en mi libertad.

Mas dije: “Donosa

(por saber quién era),

¿dónde es la vaquera

de la Finojosa?”.

Bien como riendo,

dijo:”Bien vengades,

que ya bien entiendo

lo que demandades:

non es deseosa

de amar, nin lo espera,

aquessa vaquera

de la Finojosa”.

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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LA SEGUNDA NOCHE del novenario estábamos muy sumisos porque mi

madre estaba enojada al observar el desorden en que habíamos dejado los

muebles de la casa y que la ropa blanca que sacamos de los escaparates

para disfrazarnos estaba sucia. Por tanto, nos comprometimos a

comportarnos bien mientras los mayores oraban en la casa que da a la

plaza. Esa noche la dedicamos a repasar y hacer soltar la lengua de los

menores enseñándoles y haciéndoles repetir a toda velocidad los

trabalenguas. Tito y yo que cursábamos primaria, en Pereira, empezamos:

- María y Chucena su choza techaban

y un techador que por allí pasaba

les dijo: María y Chucena,

¿techan su choza o techan la ajena?

Yo techo su choza, María y Chucena.

Al terminar de recitarla, Marina y Fanny que estudiaban primaria en el

Colegio de las monjas en San José, dieron otra versión:

- María Chucena su choza techaba.

Un cazador que por allí pasaba le dijo:

María Chucena, ¿techas tu choza o techas la ajena?

Ni techo mi choza ni techo la ajena;

Yo techo la choza de María Chucena.

Beatriz y Gloria Estrella ensayaron otra versión que habían aprendido en

uno de sus viajes a Viterbo:

- Conchita Chumena tu choza te echaba

y Pachita Chamique te echaba este dicho

Ni te echo la choza, ni te echo la chicha,

Conchita Chumena, Pachita Chamique.

Hay profesores de primaria y de lengua materna que desconocen el

beneficio de los trabalenguas o los menosprecian. No son únicamente

juegos verbales basados en la repetición acomodaticia de una sílaba en

frases carentes de sentido, muchas veces, sino eficaces recursos

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pedagógicos del área del idioma que logran desatar el músculo de la lengua

todavía tieso en los niños que despiertan a su primera infancia.

Los microtextos que componen los trabalenguas, por lo general, carecen

de lógica y coherencia. No importa. Parece que los niños disfrutan de lo

que no entienden. Dichosos se enfrentan con retahilas sonoras como

cuando Guillermo nos desafió para que repitiéramos

- Alda ata

la lata alta

la lata alta

Alda la ata

como ata Alda

la lata alta

la lata alta

está atada.

Reíamos y aplaudíamos con entusiasmo debido a la lúdica provocada por el

brillo de las palabras y la dificultad de pronunciar las sílabas. Se trata de

lo que los ingleses llaman “nonsense” o sea grupos de palabras de

desenvolvimiento imprevisible, sin coherencia y con algo de humor. Unos

nos arrebatábamos el turno a los otros para demostrar que repetíamos

esa retahila mejor que los anteriores, sin cambiar el orden de las sílabas y

sin equivocarnos en su estricta fonética.

- Compadre, cómpreme coco.

- No, compadre, no compro coco

Porque, como poco coco como,

poco coco compro.

- Tres tristes tigres tragantones tragan trigo y se atragantan.

Esos mismos tristes tigres son objeto de otro trabalenguas corriente en

Caldas:

- Tres tristes tigres comen trigo en tres tristes platos que

vuelven trizas.

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Con la letra “P” hay varios trabalenguas, como este que es corriente en los

primeros cursos escolares:

- Tengo una gallina pinta, piririnca, piriranca,

Con su pollitos pintos, piririncos, pirirancos;

Si ella no fuese pinta, piririnca, piriranca,

No criaría los pollitos pintos, piririncos y pirirancos.

O este que es más pulido y que llegó del Oriente de Caldas, por el llamado

Camino de Occidente, desde 1926. No tiene nada de raro que procediera

de la costa atlántica, Magdalena arriba:

- Pedro Pérez Pumarejo, pintor panameño, pinta paisajes,

por pocos pesos, paseando por París.

Para practicar con la pronunciación de la letra “S” se repite este

trabalenguas que es una verdadera paranomasia (uso de palabras, letras o

sílabas semejantes):

- Nadie silba como silba Silva

Si alguien silba como Silvio Silba

es porque Silvio Silva le enseñó a silbar.

La capacidad para pronunciar palabras extensas se ejerce diciendo

correctamente este otro:

- El cielo está enladrillado.

¿Quién lo desenladrillará?

El desenladrillador

que lo desenladrillare

buen desenladrillador será.

Un trabalenguas aparece planteado, como la mayoría, en forma de

anécdota:

- Había una madre godable, pericontable y tantarantable que

tenía un hijo godijo, pericontijo y tantarantijo. Un día la madre

godable, pericontable y tantarantable le dijo a su hijo godijo,

pericontijo y tantarantijo:

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- Hijo godijo, pericontijo y tantarantijo: traedme la liebre,

pericotiebre y tantarantiebre del monte godonte, pericontante

y tantarantonte.

- Así, el hijo godijo, pericontijo y tantarantijo fue al monte

godonte, pericontante y tantarantonte, a traer la liebre

godiebre, pericotiebre y tantarantiebre.

En el anterior trabalenguas como en otros también se practican las

funciones del lenguaje por medio de los sufijos de las palabras. „Ble‟ para

determinar el modo de ser de la madre; „ijo‟ es una terminación

determinante de un sustantivo masculino, como el hijo y más activa que

la „ble‟ de la madre. Para determinar la liebre se utiliza un sufijo en „bre‟.

El monte lleva un sufijo en „ante‟ y „onte‟, de acuerdo con la clase de

verbo (si no existe se crea provisionalmente).

Otros trabalenguas utilizan estructuras variables pero castizas. Para

acertar en la comprensión previa y la pronunciación aparentemente

compleja basta con descomponer las palabras, grabar su orden dándoles

sentidos a los prefijos y sufijos que se añaden para complicar la

pronunciación.

- Yo tengo una marranita

copetipaticulicrespita,

aquel que la descopetipaticulicrespitare

un buen descopetipaticulicrespador será.

Después del anterior ejercicio se puede pasar, por igual motivo, a este

solemnísimo trabalenguas:

- El arzobispo de Constantinopla

se quiere desarzobispoconstantinopolizar.

El que lo desarzobispoconstantinopolizare

un buen desarzobispoconstantinopolizador será.

Si en este asunto tomara cartas un autor de preceptiva literaria como

Luis Alberto Sánchez (Breve Tratado de Literatura General, Ediciones

Ercilla, 1973, pp.98-99), hablaría del uso de esa figura de dicción llamada

paranomasia o de otra nombrada como similicadencia (empleo de

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sustantivos de un mismo número y caso o de verbos de un mismo tiempo y

persona).

Vicente Huidobro, en Altazor, como para demostrar que los grandes

poetas conservan mucho de niños, se aparece con esta similicadencia:

Ya viene la golondrina

Ya viene la golonfina

Ya viene la golontrina

Ya viene la golocima

Ya viene la golochina

Ya viene la golonclima

Ya viene la golonrima

Ya viene la golonrisa

la golonniña

la golongira

la golonlira

la golonbrisa...

Los niños caldenses repiten esta historieta similicadentista:

Había una vieja

virueja, virueja

de pico picotueja

de pompo merá.

Tenía tres hijos

virijos, virijos,

de pico picotijos,

de pompo merá.

Iban a la escuela

viruela, viruela,

de pico picotuela

de pompo merá.

Luis iba al colegio

viregio, viregio,

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de pico picotegio

de pompo merá.

Y aquí termina el cuento

viruento, viruento,

de pico picotuenco,

de pompo merá.

Los niños ensayaron a pronunciar este juego silábico que los embrujó por

sus efectos sonoros que, más que un juego parecía una fórmula ritual:

- Rapa, tompo, cipi, topo,

sipi, sepe, duerme, mepe,

zapa, toco, loco, topo,

rapa, tompo, cipi, topo,

quepe, sopo, ropo, epe.

Pepe, rompo, tompa, topo,

quepe, sopo, ropo, epe,

quepe, sope, duerme, mepe,

rapa, tompo, cipi, topo.

Opa, lapa, japa, quepe,

gapa, toco, loco, topo,

duerme, mapa, maspa, quepe,

rapa, tompo, cipi, topo.

No solo anécdotas traídas de los cabellos o sílabas que conforman

expresiones enigmáticas. Los hablantes de la lengua española han

conformado trabalenguas con ciertas reminiscencias de los clásicos del

Siglo de Oro (siglo XVI), cuando Santa Teresa exclamaba “Vivo sin vivir

en mí/ y tan alta vida espero, que muero porque no muero”, con aires de

trabalenguas:

- Mírame sin mirar, Miriam,

mírame mientras me muevo;

no me mires, Miriam mía,

no me mires que me muero.

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En definitiva, la infancia es el paraíso perdido de los poetas que siguen

buscándola y sustituyéndola por medio de la palabra a través de sus vidas.

Francisco Javier esperó un silencio para soltar con la mayor ternura el

trabalenguas siguiente:

- Pablito clavó un clavito.

¿Qué clase de clavito clavó Pablito?

Hubiera sido conveniente que a muchas personas a quienes no se les

entiende lo que hablan les hubieran entretenido, cuando niños, con los

trabalenguas.

Cuando mamá Rosa María regresó a casa en compañía de otras madres que

entraron por sus hijos, ya teníamos sueño. Más que otros elementos

infantiles, los trabalenguas hay que dosificarlos porque en demasía cansan

aun físicamente. Nos restregábamos los ojos con los dedos. Mientras nos

vestía con las piyamas de rayas verticales fabricadas por ella misma en la

máquina de coser que casi toda madre poseía en la casa, nos hizo repetir

como todas las noches, en voz alta, las oraciones, unas oficiales que se

comparten con los mayores como el Padrenuestro, el Ave María, el Dios te

Salve Reina y Madre, el Credo y otras propias de la infancia como el

Angel de mi guarda,

mi dulce compañía,

no me desampares

ni de noche ni de día

hasta que me pongas

en paz y alegría

con todos los santos

con Jesús, José y María.

Para algunos teóricos esas oraciones no son literatura infantil

propiamente dicha pues su función no es lúdica sino religiosa. Sin

embargo, los salmos son oraciones religiosas y también son ejemplo de la

más excelsa literatura. Hay textos sutiles que se han construido sobre

todo para que los repasen los niños con ritmo y alegría. Palabras para oir y

repetir.

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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Entre los recuerdos indelebles que, en nuestro medio, muchos hijos tienen

de sus madres está el aprendizaje de las primeras oraciones. Arte popular

auditivo. Con ellas dulcemente, las madres caldenses, por muchas

generaciones, han encomendado a sus pequeños hijos al viaje reparador

por el país de los sueños:

Mi Dios sea conmigo

y yo con El

Mi Dios adelante

y yo tras El.

Defiéndame de las armas

del maligno enemigo

diciéndo así:

Jesús, María y José.

Con Dios me acuesto,

con Dios me levanto,

cáigame la gracia

del Espíritu Santo.

Dios adelante,

paz y guía,

Jesús sea conmigo

y la Virgen María.

Cuatro esquinitas

tiene mi cama

cuatro angelitos

que me la guardan.

Virgen María

ven a mi cama

dame un besito

y hasta mañana.

Vale la pena destacar la sublimación y el efecto práctico de la última

estrofa: El niño invita a la Virgen María y el beso solicitado, como en un

juego de representaciones, se lo estampa la madre que lo cobija.

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Para la tercera, cuarta y otras noches del novenario, viendo que era

conveniente mantenernos alejados de las alusiones macabras que aparecen

en las oraciones de difuntos, papá Daniel invitó a María Jesús López de

Martínez, conocida por todo el pueblo como Mamá Susa, y a Don Pedro

Castaño, avecindados en San José y procedentes de Belalcázar (Caldas) y

Neira (Caldas), respectivamente, para que se batieran en duelo de

adivinanzas, en lo que no tenían contendores. En Caldas, las adivinanzas

constituyen el material más abundante de la literatura infantil.

Mamá Susa y Don Pedro coincidieron, muchos años después, cuando los

encontré, en una mañana de sol, sentados en una banca del parque

principal, en que su arsenal de adivinanzas lo adquirieron por los años de

su niñez, de viva voz, a finales del siglo XIX en que nacieron. Eran casi

contemporáneos de la Abuela difunta.

El duelo funciona como una competencia de preguntas lanzadas al público.

Si alguien responde acertadamente, quien propuso la adivinanza se da por

vencido y cede la palabra al contendor quien propone otra adivinanza con

la esperanza de ver derrotado al grupo que participa tratando de

descubrir la respuesta. El público se entretiene con esos acertijos, casi

siempre en moldes rimados, aprendidos o inventados en ratos libres, y

que causan desconcierto por su agudeza mental, aparentes absurdos, tono

poético, metáforas incomprensibles, gracia picante y buena dosis de

humor. El duelista que deja perplejo al auditorio, por regla general, no

ofrece la respuesta, critica los rodeos que dan y deja penando a los

participantes. Se van contando las adivinanzas sin respuesta correcta y al

final triunfa, de los dos, la persona que haya logrado el mayor número de

adivinanzas sin solución.

Arrancó María Jesús:

Una vaca negra se tiró al mar,

ni a palo ni a rejo la pueden sacar.

Después de pensarlo, repasarla con todas las músicas posibles en cuanto

a la entonación, nos declaramos vencidos. Cuando todos le suplicamos que

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nos dijera la respuesta y no le contaríamos a nadie, ella, con todo el garbo

de una heroína aplaudida y por cierta compasión con nosotros debido al

luto que embargaba a la familia, contestó: ¡La Nube!

Uña de gato

punta de tijera

blanca por dentro,

verde por fuera.

Así habló pausadamente Don Pedro José, desde su sillón, con la ilusión

secreta de que no le adivináramos. Pero, todos respondimos a una: La

Penca de cabuya!

Se levantó ante nosotros Mamá Susa para llamar al orden:

Cinco varitas en un carrizal,

ni secas ni verdes se pueden cortar.

Nos reímos de nosotros mismos porque la mayoría no relacionó la

respuesta con el movimiento exagerado de las manos. Claro: ¡Los Dedos!

Otras adivinanzas generalizadas entre la niñez caldense iluminada por

ancestros antioqueños, caucanos y tolimenses, y que los ancianos

repitieron con la esperanza de dejarnos boquiabiertos, aunque nosotros

nos deleitábamos con el anhelo de salirles adelante, fueron:

En un monte muy espeso

canta un gallo sin pescuezo.

La respuesta sería para alguno una muestra de surealismo paisa: ¡El

Hacha!

La adivinanza que sigue es parecida:

En un monte muy oscuro

tienen a San Juan desnudo.

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La métrica octosilábica emparenta los dos versos anteriores con los del

hacha, y a ambos con sus respuestas: ¡El Machete!

Y ésta tiene su dosis de cándida picardía:

Cuando chiquita peluda,

cuando grande desnuda.

Como pidiéramos aproximaciones, ella nos dio estos avances: Con ella

construyeron la mayoría de los pueblos caldenses. Es un árbol cultural;

nuestro símbolo... Heber Jaime levantó la mano mientras gritaba: ¡La

Guadua!

Me encantó esta adivinanza que no he vuelto a escuchar:

Caballito de banda a banda

que no corre ni anda.

La respuesta es lógica y hermosa: ¡El Puente!

Yo no sé si todavía haya alguien que pueda adivinar la siguiente aunque en

ella misma está la solución:

Pérez anda, Gil camina,

burro es aquel que no adivina.

Repítala despacio que ahí está la respuesta: ¡Perejil!

Pariente de las adivinanzas que en la preguna proclaman la respuesta, es

esta:

Un animal de cuatro patas

y sin cabeza:

dígame esa!

Quien quiera acertar no piense en animales: Diga ¡Mesa!

Y esta otra:

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En el alto de Chi

Mataron a Ri;

Los hijos de Mo

Dijeron que Ya!

Obvio, por aquello de la ley del menor esfuerzo, todos a una gritamos: ¡La

Chirimoya!

Hay un acertijo que sigue siendo un misterio para mí. Se trata de aquel

que dice:

Sábana blanca, sábana negra,

cinco toritos y una ternera.

La respuesta es lógica hasta la mitad del primer verso. El resto hablaría

de las noticias más corrientes que uno podría torear por este medio.

Oscura y todo, es válida como adivinanza: Se trata de ¡La Carta!

Por aquella época en que todavía no había teléfono, existía un auge

extraordinario de la comunicación epistolar, tan de capa caída hoy en día.

María Jesús nos preguntó:

Un animalito inglés

camina y no tiene pies,

habla y no tiene boca,

adivíname qué es.

Se la respondimos porque encontramos en esta adivinanza una variable de

la anterior: ¡otra Carta!.

Como tarea al final de la primera ronda, Mamá Susa nos quiso dejar este

acertijo matemático para que lo fuéramos pensando hasta el otro día:

Esto eran cuatro gatos,

cada gato en su rincón,

cada gato ve tres gatos,

adivina cuántos son.

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Uno de los beneficios que para los niños tienen las adivinanzas es hacerlos

pensar en cada elemento de la oración, en cada palabra, no sólo en la final.

Se trata de una lección preliminar de comprensión de lectura. Se falla

muchas veces por no detenerse en una humilde palabra. Por ejemplo, quién

iba a suponer que ya, en el primer verso del acertijo anterior estaba la

respuesta: ¡Cuatro!

Al ver que la tarea fue realizada mientras salíamos, Don Pedro se atrevió

a imponer esta adivinanza plagada de doble sentido y picardía:

Hombre con hombre se puede,

mujer con hombre también,

mujer con mujer no puede

porque eso no puede ser.

Al salir a la Calle, la luna estaba por lo alto. Los muchachos empezamos a

recitar en coro:

En Pamplona hay una plaza,

en la plaza una esquina,

en la esquina una casa,

en la casa una alcoba,

en la alcoba una cama,

en la cama una lora,

en la lora una pata,

en la pata un dedo,

en el dedo una uña,

en la uña una nigua;

la nigua en la uña,

la uña en el dedo,

el dedo en la pata,

la pata en la lora,

la lora en la cama,

la cama en la alcoba,

la alcoba en una casa,

la casa en la esquina,

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la esquina en la plaza,

la plaza en Pamplona!

Luis Alberto Sánchez (op.cit.,pág.96) diría que el texto anterior es una

concatenación o encadenamiento progresivo y regresivo de la última

palabra de un verso con la primera del siguiente.

Pero como cada texto está a la disposición de personas con imaginación

creadora, a la concatenación ocurrida en Pamplona, le aparecieron

variantes como esta que recitaban los nietos de Ermelina Cantor que había

llegado a vivir en San José de Caldas proveniente de un pueblo ubicado en

la Sabana de Bogotá:

o En la ciudad de Pamplona hay una plaza, en la plaza hay

una esquina, en la esquina hay una casa, en la casa hay

una pieza, en la pieza hay una cama, en la cama hay una

estera, en la estera hay una vara, en la vara hay una lora.

La lora en la vara, la vara en la estera, la estera en la

cama, la cama en la pieza, la pieza en la casa, la casa en

la esquina, la esquina en la plaza, la plaza en la ciudad de

Pamplona.

En la esquina de la Calle de la Primavera, las primitas con sus amigas

convinieron en entonar un temita muy de ellas; los niños entramos a

reforzar el coro en la parte en que empiezan las matemáticas

elementales:

- Tengo una muñeca

vestida de azul,

zapaticos blancos

y delantal de tul.

La llevé a la escuela,

se me costipó

la tengo en la cama

con mucho dolor.

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Esta mañanita

me dijo el doctor

que le dé jarabe

con un tenedor.

- Dos y dos son cuatro,

cuatro y dos son seis,

seis y dos son ocho

y ocho dieciseis,

y ocho veinticuatro

y ocho treintaydos,

ánimas benditas

me arrodillo yo.

Salta la tablita

que ya la salté,

sáltala de nuevo

que ya me cansé.

*Ver partitura 4*

***

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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El CUARTO DIA del novenario, se inició con cierta tirantez entre los

dos contendores.

Como había llovido, Don Pedro José, mientras se secaba la ruana, nos dijo:

Cien damas en un balcón

y todas mean por su cañón.

Mamá Susa se asustó por el tono a que había llevado al concurso su

contendor y respondió para tranquilizarnos: ¡Las Tejas! Nos reímos.

Las adivinanzas son juegos verbales que, entre otras características,

tratan de involucrar a todos los seres que conforman el mundo de quienes

las repiten. Si por alguna circunstancia desaparecen esos seres, la

adivinanza se vuelve un auténtico criptograma. Oigamos ésta:

Un caballito muy enfrenado

se sube a la torre

y arrea el ganado.

Esta sería una adivinanza arcaica, por la respuesta. El Peine es el caballito

muy enfrenado que sube a la torre (la cabeza) y arrea el ganado. ¿Cuál

ganado? ¡Los Piojos!

Familiar de la anterior es el acertijo conque Don Pedro José se vino en

ristre:

Estudiante que estudiáis

con arte la ortografía

dime: ¿cuál es el animal

que pone cien huevos al día

y sin calor de su madre

revientan al otro día?

Estos versitos se pueden catalogar como uno de los tratados más

autorizados de La Nigua. Piojos, carangas y niguas: el contexto de una

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sociedad patriarcal y primitiva en ciertos aspectos que pretendía

verbalizar el mundo que le rodeaba. Sobra decir que de aquellos tiempos

quedan como recuerdo las adivinanzas en este ensayo-cuento.

Cada asistente, por su lado, preguntaba impertinentemente, por la

respuesta a la adivinanza que, Don Pedro había dejado de tarea. Quien la

había averiguado no participaba de la solución, también solicitaba silencio

y que volvieran a plantear el acertijo para gritar la respuesta. Los niños

fomentan su ego dando en el blanco de una adivinanza. Se creen

superiores a los demás, por un instante. Otros les saldrán adelante un

poco después. Marina, quien cantaba en el coro parroquial, se averiguó, lo

más seguro que con un acólito o el sacristán, la respuesta correcta. Habló

y dejó callado a Don Pedro. Se trataba del Sacramento de la Confesión.

Mamá Susa, con su voz impetuosa, dio curso a la segunda sesión con esta

adivinanza, tal vez inventada por ella, en las horas del día:

Dos ladrillos,

dos palillos,

corredores

y un sillón;

una estrella,

dos olletas,

dos luceros

y un balcón.

Tiene su gracia. Es una alegoría que nadie esperaba. Se trata de ¡El

Cuerpo!

Don Pedro José, furioso, dijo: Conque Usted quiere que hagamos una

sesión de adivianzas sobre el cuerpo, pues adivínenme:

Juntemos pelo con pelo,

donde quiera que lo hagamos,

en la cama o en el suelo,

siempre quedaremos buenos.

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Inicialmente hubo desconcierto en María Jesús pero logró adivinarle: ¡Los

Párpados!

De enunciado un tanto subido de tono fue esta otra:

Mi comadre en cuatro patas,

mi compadre de rodillas,

con los cinco mandamientos

haciéndole cosquillas.

La respuesta es muy ingenua: La comadre es la vaca y el compadre es

quien la ordeña con los cinco mandamientos que son los dedos.

El duelo estaba al rojo vivo. Mientras tomaba aire, Mamá Susa nos repitió

una que todos conocemos desde niños:

Entre peña y peña,

periquito sueña.

Todos respondimos al unísono: ¡El Pedo!

Es conveniente aclarar que, en la literatura oral paisa, como en la obra del

español Francisco de Quevedo y Villegas, el máximo cultor de la lengua

castellana si no existiera Cervantes, los temas escatológicos fueron

objeto de muchos homenajes. Entre nosotros, los caldenses, asuntos de

éstos hacen parte de la herencia antioqueña:

El pedo se llama pedo,

el apelativo fo;

no es puerco el que se lo tira

sino el que se lo huelió.

Cuando los niños salimos, la Calle de la Estrella estaba en absoluto silencio

por lo que no vimos inconveniente en bajar la cuesta recitando al unísono

versos de esa calaña que, grandes y chicos habíamos escuchado en

sesiones como la anterior:

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Al que se tiró ese pedo

el diablo le metió el dedo,

el garrapatero la uña,

el marrano la pezuña

y un gallinazo culeco

le escarbó todo el hueco

y con un mechón de artillería

le sacaron toda la porquería.

¿Quiere que le cuente un cuento?

Que un viejo murió contento

en las puertas de un convento

tirando pedos al viento.

- Dóminus vobiscum

- ¡El culo te lo pellizco!

Pée el cura,

Pée el papa,

no va a peer el culo

que no tiene tapa.

La última retahila rebozó la copa. El Señor Cura se asomó a la ventana. Al

otro día habló con nuestros padres. Era muy exquisito. De música clásica

para arriba. Y, en este caso, se trataba de palabras de grueso calibre que

por ningún motivo podían escucharse a menores aunque los adultos

gozaban a diario con ellas. Se sabe que, en muchos pueblos paisas hacían

concursos de pedos, como Cosiaca, personaje central de la cuentística

antioqueña, prohibida para niños. El tío Francisco se ganaba los concursos

de pedo que hacían en San José. Se preparaba comiendo fríjoles con coles

y repollo, al por mayor.

Pasó lo menos que podía pasar: A Mamá Susa y a Don Pedro José no los

invitaron más. Pensaron que esas vulgaridades habían sido enseñadas por

ellos, por lo que mejor era suspender el contrato del entretenimiento.

La tarea, al final de aquella noche, había consistido en buscar la respuesta

de este acertijo:

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Una vaca muy negra

se metió a la mar,

ni a palo ni a rejo

la pueden sacar.

***

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EL QUINTO DIA por la mañana nos dirigimos a la cocina grande de la

casa de los abuelos a preguntarle a la tía María la respuesta a la última

adivinanza que nos dejó Don Pedro José. Nos sentó a todos para darnos

dulce de guayaba en panela que era su especialidad. Cuando bajaba a la

finca traía tercios de guayabas, moras, piñas, para hacernos los mejores

dulces de nuestra infancia. Luego, tomando aire, nos advirtió: Si quieren

divertirse, prepárense para esta noche que allá estaré yo. (Por lo visto, ya

le habían solicitado el favor de relevar a los dos pobres incautos). Y

agregó: La respuesta de la tarea es ¡La Sombra! pues nadie es capaz de

quitarla de su lado. Pero les voy a poner otra tarea para esta noche. Vayan

metiéndole cabeza a esta adivinanza que, pasados los tiempos, sigue

siendo la más hermosa que haya escuchado:

Cuando vivo desterrado

en este mundo vil

noche y día estoy pensando

patria querida en tí.

Como insistiéramos en que nos entregara de inmediato la respuesta, ella

aprovechó para iniciarnos, extrañamente, en la catequesis de la patria. El

pueblo se daba cuenta que tal día era una efemérides patriótica porque la

tía María hacía madrugar a la bandera nacional. A las siete de la mañana

ya la había puesto a flamear en la ventana central de la casa que mira al

Parque. Pero, respecto al poemita anterior, con visos sí y visos no de

adivinanza, no soltó prenda. Todo el día tuvimos esos versos en la boca

como si fuera un confite.

Llegada la noche, en la casa de arriba, nos reunimos en la sala, la tía invitó

a sentarnos con las piernas cruzadas y, luego de provocar un silencio

expectante, nos lanzó este otro tipo de adivinanzas:

¿Qué es lo que nosotros vemos

que Dios no ha podido ver?

Mudos. María, sabiendo que nuestra mente no esta para esa clase de

acertijos, con el tono de una teóloga paisa, respondió: ¡Otro Dios!

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La tía se fue creciendo ante nuestra ignorancia. Entonces, dijo: Vamos con

ésta más fácil:

Cuando mi padre nació

estaba yo viejo en la escuela,

y mi madre es mayor que yo

y yo soy mayor que mi abuela.

La solución nada tiene que ver con el árbol genealógico pero sí con ¡El

Humo!

Claro que, el humo ya tenía otra adivinanza lo que demuestra que este

elemento del paisaje urbano y sobretodo rural llamaba mucho la atención

de las gentes como señal de muchas cosas fuera de ser manifestación de

fuego. Una casita campesina que no echara humo era señal de abandono y

miseria.

Cuando la madre nació

el hijo ya iba lejos.

La candela, forma cotidiana de denominar al fuego, también llamó la

atención de nuestros mayores por lo que le hicieron la siguiente adivinaza:

Chiquita como un gorgojo

y come más que cien mulas

en un rastrojo.

Lo repetimos: la primera condición para elaborar y acertar con una

adivinanza es fijarse en el entorno. Se trata de hacer preguntas sobre los

seres que rodean a los interrogados. Por eso, la tía María se vino con ésta:

Una señora muy aseñorada

con muchos remiendos

y ninguna puntada.

La respuesta pone huevos: ¡La Gallina!

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Adivinen entonces, nos dijo la tía, este acertijo:

Cajita, cajita,

de buen parecer,

que ningún carpintero

la puede hacer.

Le dimos vueltas a la respuesta posible sin acertar. Al rato, viendo la

sonrisa maliciosa de quien nos veía tanteando una respuesta, nos dijo: No

sean bobitos; se trata de ¡El Huevo!

Diríamos que en las adivinanzas paisas hay toda una cosmovisión. Oigamos

ésta:

Chiquita, chiquita,

como un ratón,

y guarda la casa

como un león.

Se trata de la Llave del portón de la casa que, en tiempos patriarcales,

era de hierro, grande como las llaves de San Pedro.

Los asistentes aunque atendíamos, continuábamos repitiendo en secreto:

Cuando vivo desterrado

en este mundo vil

noche y día estoy pensando

patria querida en tí.

¿Qué es? La tía María continuó como si no fuera con ella:

En el monte verdea

y en la casa colea.

Para poder adivinar había que haber vivido en cualquier parte de Caldas,

en la primera mitad del siglo XX cuando, todavía, los subterráneos de las

casas, los zaguanes y calles empedradas eran barridos con la humilde

escoba de ramas, generalmente, de verbena.

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Volvimos a entusiasmarnos. Gustamos de esa clase de acertijos pero ella,

como tomando aire mientras contemplaba el artesonado de la sala, se

mostró incómoda porque, según dijo, es mala señal cuando a los niños hay

que darles todo molido. Por eso volvió, con aire de docente, a preguntar:

Cuando niño, hombre;

cuando grande, mujer.

Quién iba a pensar que la respuesta a semejante pregunta andrógina era

el humilde y sabroso Bolo que, cuando está jecho o adulto, lo conocen

como Victoria (o Vitoria).

María, la mujer impredecible, extrajo de sus vericuetos mentales la

siguiente retahila que, según ella, era una complicada adivinanza:

Mi madre me quería matar

y Yo maté a Pinto

y Pinto, después de muerto,

mató a cinco

y cinco mataron a diez

y no lo adivinaréis

por todo el resto del mes.

De acuerdo: esta retahila o jerigonza no se respondería ni dándole a uno

todos los meses de la eternidad. ¿Qué tiene que ver el tal Pinto, o el

intento de la madre asesina, con los Gallinazos o Guales?

Cuando le protestamos porque el enunciado despistaba más de la cuenta,

nos dijo: Pues si quieren una bien sencilla, adivinen ésta:

Come y come

y no come nada,

con tamaños ojos

y no ve nada.

Fanny adivinó de inmediato: ¡Las Tijeras!

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Cecilia y Francisco Javier eran los más pequeños del grupo. Tan pequeños

que todavía se llamaban entre ellos dos, Alí. Desconocían muchas palabras

y sus significados. Cuando se trataba de dar la solución pronunciaban

cualquier palabra entre las que ya habían aprendido. Les entretenía el

ritmo de los versos y la expectativa del grupo. No aplicaban el

conocimiento pero sí la sensibilidad.

Las adivinanzas han sido consideradas como la cenicienta de la literatura

infantil. Sin embargo, por su brevedad, por la participación comunitaria,

por el esfuerzo mental, el espíritu de observación, el ingenio, la

memorización, el suspenso, los chispazos de humor, logran mantener en

vilo el entusiasmo más que otras formas de literatura infantil.

Qué importa que los niños no entiendan los galimatías de los adivinadores.

En las sesiones de adivinanzas los pequeños alimentan su imaginación y se

distraen. Recordemos que la función lúdica es primordial en el arte y la

adivinanza es una forma primaria para el aprendizaje del ritmo. Luego se

podría demostrar que, poesía es palabras con ritmo.

Los niños juegan. Compiten. Manotean. Se contradicen. Explican.

Construyen y autocritican en medio de una milagrosa alegría.

La adivinanza sigue siendo uno de los veneros más dinámicos y

refrescantes de la literatura infantil en Caldas. Siempre nos ha

subyugado el esfuerzo y, a los niños y adultos, las escaramuzas.

Al final de la sesión, volvimos a la carga: - Tía, ¿cuál es la respuesta de la

adivinanza? Ella la repitía en forma deleitosa:

Cuando vivo desterrado

en este mundo vil

noche y día estoy pensando

patria querida en tí.

Su voz era como de una exiliada en un mundo hosco. Suspiró, miró a todos

cuando detrás de ella estábamos en el zaguán esperando que abriera el

portón. Se le fue dibujando una sonrisa antes de gritar con una extraña

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alegría, aun no conocida por nosotros debido a la edad, esta respuesta que

le brotaba del alma: ¡La Nostalgia!

La Calle de la Estrella estaba sola, como la mayor parte de los días de

semana. Recordando que tendríamos que pasar frente a la casa cural,

todos nos cubrimos los ojos con unos pañuelos negros como para jugar

gallinaciega. Nos fuimos cogidos de la mano, en hilera. Dábamos pasos

falsos en el aire, con la inseguridad de quien piensa que va a caer en un

abismo. Pero en vez de espanto sentíamos gozo. Gloria empezó a cantar y

el grupo la acompañó en el descenso hacia la plaza, esta ronda tal vez de

origen aragonés, por aquello de la Virgen del Pilar. (El ritmo de esta

composición fue utilizado por las primeras bandas marciales (o de guerra)

de los colegios caldenses para marcar el compás de quienes ya iban

dejando de ser niños):

Estando la Marisola

sentada en su vergel

abriendo la rosa

y cerrando el clavel.

- ¿Quién es tanta gente

Que pasa por aquí?

Ni de día ni de noche

Nos dejan dormir.

- Somos los estudiantes

Que vamos a estudiar

A la capillita

De la Virgen del Pilar.

Platicos de oro,

Bandejas de cristal

Que se quiten,

Que se quiten,

De la puerta principal.

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Ante el pesado portón de la Casa de los Abuelos, María, viendo que los

adultos habían concluído el ritual del quinto día, nos dijo en voz baja: -A

quien no adivine ésta, no le doy de eso en la merienda:

Blanco fue mi nacimiento

y blanco fue mi vivir,

y de verde me vistieron

cuando ya me iba a morir.

La respuesta demoró el tiempo empleado en servirnos la merienda.

Fernando se adelantó a responder: ¡La Mora!, pero inmediatamente le

protestamos porque la adivinanza de la mora es:

Blanco fue mi nacimiento,

colorado mi vivir,

y de luto me vistieron,

cuando ya me iba a morir.

Además, nadie daría moras en la merienda. Risas. Acertamos cuando María

nos dijo: Miren los platos. Ahí está la respuesta. Era blanco, ella acababa

de desenvolverlo de una húmeda hoja de verde biao: ¡El Queso!

Cuando alguien le pedía más, María le respondía: ¡Poquito porque es

bendito! Cuando alguno le sacaba del plato al compañero lo que antes le

había echado, quien veía lo denunciaba con este estribillo:

Dar y quitar,

campanas de hierro,

por un caminito

derecho al infierno.

Al salir de la cocina grande, alguien dijo en voz alta:

Fósforo fo,

¿quién se peyó?

Anita Villegas

que en esto llegó,

fue a la cocina,

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batió el chocolate,

le supo a carate

y no lo bebió.

Enmudecimos cuando vimos a los mayores que dialogaban en el vestíbulo

haciéndonos malacara. Claro, se acordaban de la sesión encabezada por

Mamá Susa y Don Pedro José. Pobres viejos.

***

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LA SEXTA NOCHE resultó inolvidable. Tuvimos la oportunidad única de

escuchar, de viva voz, uno de los clásicos de la literatura paisa, “La

Extraordinaria Vida de Sebastián de las Gracias”, por boca de Ezequiel

Vallejo, el mejor narrador de semejantes aventuras en el occidente de

Caldas.

Sebastián de las Gracias constituye el apogeo de la literatura

parafolclórica, en el área paisa, entre los siglos XIX y XX.

Nosotros, aquella noche, en el inmenso corredor de maderas brillantes,

escuchamos absortos a un sobreviviente de tal tradición oral. Había sido,

como muchos otros, guaquero, aserrador, constructor y finalmente sacaba

un toldo, a la plaza, los domingos para vender sirope con cucas y

colaciones con corozo adentro. Aún lo veo flotar, entre las brumas de mi

primera infancia, con su rostro de patriarca iluminado por unos ojos

azules y una cabellera blanca. La barba le caía al pecho.

Sebastián de las Gracias es el nombre del protagonista de un relato

demasiado complejo pero plenamente estructurado alrededor de dos ejes:

el relato de corte costumbrista (realismo) y el relato fantástico, muy bien

ensamblado en aquel. Es imperceptible el paso de un nivel a otro, pudiendo

hablarse de realismo fantástico, anterior al cacareado realismo

maravilloso del boom latinoamericano. Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Julio

Cortázar, García Márquez miraron alrededor, escucharon al pueblo,

dejaron hablar a los abuelos y, condimentadas con sus respectivos trucos,

les dieron a aquellas invenciones la permanencia de lo escrito.

Si consideramos como paisa el eje realista de la “Extraordinaria Vida”,

hay que reconocer que muchos de los elementos fantásticos provienen de

las literaturas orientales, al estilo de Las Mil y Una Noches y el libro de

Calila e Dimna, llegados a España en los baúles de los moros, allí adaptados

al nuevo idioma de Castilla como El Conde Lucanor del Infante Juan

Manuel para trasladarlos, luego, a América en los labios de conquistadores

y colonizadores.

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El relato de Sebastián duraba muchas noches y, como la historia de

Scherezada o los capítulos en la televisión, se cortaba en una escena que

inquietara a la audiencia avivando en ella el anhelo de no perderse el

próximo capítulo, en la noche siguiente.

La serie corría a cargo de un experto en el arte de narrar, con excelente

vocalización, mímica adecuada, sin la afectación con que cuentas los

relatos postizos muchos cuenteros posteriores; poder de convicción,

facilidad de recursos como el canto, la trova, el tiple y dueño de

habilidades para hacer de bufón y hasta de maromero.

Durante el día se metía a escoger en la casa indicada todo lo que fuera a

necesitar en el capítulo de la noche. Echaba mano a ollas, cucharas de

palo, machetes viejos, mesas, taburetes, jaulas, naipe, barbera,

sombreros, tiple, flauta, animales como gallinas y conejos, escudriñando

en el patio, la cocina, el subterráneo como se le dice en Caldas a ese

entrepiso de tierra polvorienta que frecuentan los niños y las niguas, el

zarzo, el espacio oscuro debajo de las escaleras que comunican el primer

piso con el segundo, y la pieza de rebrujo (luego llamada de sanalejo y ya

desaparecida en los apartamentos modernos por física carencia de

espacio).

Cinco, seis, siete familias contrataban al cuentero y, en cada casa de esas,

con asistencia de las proles e invitados, se celebraba, sucesivamente, la

reunión nocturna. Para cada asistente había merienda y para el cuentero,

comida todo el día, cuerdas para el tiple, tabaco y algunas monedas. Al

terminar la tanda, una mecha de ropa, antes de emigrar con su relato a

otra parte. En el occidente colombiano fue un auténtico mester de

juglaría.

Entrada la noche, los niños ocupaban el círculo más próximo al cuentero;

detrás, las señoras, muy orondas en los taburetes de vaqueta; las

señoritas, distraídas y dispuestas a correr a la cocina o a cuchichear con

sus pretendientes y, en los bultos de maíz y fríjol, en las enjalmas y sobre

los arrumes de leña seca, se ubicaban los varones. Una pirámide

generacional.

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El Maestro quindiano Euclides Jaramillo Arango refiere que, había dos

maneras de contar la Extraordinaria Vida de Sebastián de las Gracias:

una en prosa y otra en verso. El asistió a las dos. En el novenario de la

Abuela difunta, los nietos y otros niños asistimos al relato en prosa

adaptado para una noche, queriendo decir con esto que, Don Ezequiel

Vallejo suspendió las trovas y las infinitas ramificaciones de sucesos

reales y fantásticos con la parafernalia que se le ocurría en cada ocasión

(Con la reconstrucción que intentó hacer el gran folclorólogo quindiano, en

prosa y en verso, se hizo merecedor a la Mención de Honor en el Concurso

de Cuento Infantil Enka de Colombia 1977).

Sebastián era un muchacho campesino, medio vago, al que no le gustó el

trabajo material sino tocar el tiple. Pidió la bendición a sus padres y se

marchó de la casa. Anduvo por caminos apenas abiertos entre la selva,

aguantando hambre, alimentándose de la caridad de los colonos que, si

mucho, habían abierto un claro en el monte. Apenas estaban germinando

las aldeas alrededor de la fonda. En una de aquellas andanzas, entre

árboles milenarios, encontró un castillo en el que moraban dos hermosas

mujeres, Agraciada y Leonora, que un genio maligno había raptado y

encantado para que vivieran en su palacio. Sebastián se enamoró de

Agraciada, y, como regalo le daba unas hermosas serenatas que ponían

nerviosa a la joven pues el genio podía llevarla, como castigo, a la Gruta

del Más Allá. Dicho y hecho: el genio del mal se dio cuenta y se llevó a las

muchachas a habitar en dicho lugar. La Gruta del Más Allá, como puede

suponerse, quedaba bajo tierra, en una dirección ignorada y rodeada de

las peores medidas de seguridad. Comenzando porque la boca de la gruta

estaba cerrada con una roca de sesenta mil toneladas que, como si eso no

bastara, estaba a toda hora vigilada por un jabalí. Pero, Sebastián no se

amilanó. Se hizo amigo de los animales del monte después de una

equitativa repartición que hizo entre ellos de la presa que habían

atrapado pero que no llegaban a un acuerdo sobre la forma de dividirla sin

que los demás quedaran agraviados. Al seguir el camino llegó a otro reino

donde Su Sacra Majestá, viéndolo tan apuesto, tan avispado y tan buen

trovero, quiso darle, como esposa, a una de sus hijas. Sebastián prefirió la

prisión a traicionar el amor de Agraciada. En la cárcel recibió la visita de

una mirla, si no estoy mal, a la que refirió su dolor. El ave quiso ayudarle

pues el asunto era supremamente difícil. El rey exigía que le trajesen un

guante de la mujer de quien estaba enamorado Sebastián pues era

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imposible que fuera más hermosa que su hija. La mirla, después de

innumerables peripecias trajo el guante y el rey, desconsolado, dedujo que

era hermosísima. Así y todo, el rey no se daba por vencido. Le puso otra

prueba a Sebastián para libertarlo: que le presentase un retrato de

Agraciada. En esta ocasión, las que vinieron en auxilio de Sebastián

fueron las hormiguitas que penetraron por una rendija de la puerta,

recorrieron el palacio, llegaron, por fin, al aposento de las jóvenes,

hablaron con Agraciada y retornaron, entre descomunales esfuerzos

debido al peso de la joya, con un relicario de oro en el que lucía el retrato

de la princesa encantada. El rey, a regañadientes, tuvo que resignarse y lo

soltó. Como si fuera un dios griego, tocó la flauta que le había obsequiado

un león y aparecieron, en una hilera interminable, todos los animales

dispuestos a servirle. Esta vez intervino el conejo que lo condujo a la

Puerta de la Gruta del Más Allá. Con sagacidad mató al jabalí y de su

cerebro extrajo dos piedras con las que, al frotarlas, abrió la puerta.

Atravesó ríos, bordeó precipicios, superó inesperados contratiempos,

hasta llegar al castillo encantado. Habló con las dos princesas cautivas

pero Agraciada se la puso muy cuellona: el poder del genio maligno residía

en el corazón de una paloma que habitaba dentro de un venado, en los

bosques del rey Pancracio. Vuelven a ayudarle los animales, sus aliados,

mata al venado pero se escapa la paloma. Un gavilán sirvió de

intermediario para entrevistarse, en el pico de una montaña, con el Aguila

Real y, volando sobre ésta más de treinta días, desde cuyas alturas divisó

los más variados paisajes y ciudades, dio al fin con la paloma, desencantó a

las princesas pero, como no faltan los inconvenientes, en ese momento ya

estaban comprometidas en matrimonio las dos muchachas, por orden de

sus padres. Sebastián ingresó al palacio real, le cayó a los suegros, hizo

alarde de sus dotes de tiplero y trovador y, entre bailes, comidas,

bebidas, se celebraron las bodas y tornabodas que duraron treinta días.

No se me olvida que el viejo terminó la larga “historia” de Sebastián de

las Gracias con el consabido:

- ¡Chito, chito, chito, que aquí el cuento finiquito!

Como si hubiéramos sido invitados a uno de tales banquetes reales, Don

Ezequiel concluyó repartiendo, entre los asistentes, colaciones de colores

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con corozo adentro y pandequeso del que él hacía para vender en su toldo

los domingos.

Ya en la Calle de la Estrella, nos separamos en dos grupos para entonar

dialogado un romance que aprendió mi abuela cuando aún vivía en Neira.

Tiene un bello comienzo y un escabrozo final:

- Barquero, ¿querés pasarme

al otro lado del mar?

- ¿Si te paso, niña hermosa,

si te paso, ¿qué me das?

- Te doy mis alhajas de oro,

mi pulsera y mi collar.

- ¡Eso es poco, niña hermosa,

Eso es poco, ¡quiero más!

- ¿Qué quieres pues, barquerito,

para poderme pasar?

- Un besito de tu boca,

de tus labios de coral.

La niña le dio el besito

y el barquero la pasó.

- Adios, barquerito lindo.

- Adios, mi chinita, adios.

La niña salió corriendo

y a su mamá le contó

que un atrevido barquero

en su boca la besó.

La madre salió corriendo

y al alcalde le contó

que un atrevido barquero

a su hija la besó.

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El alcalde salió corriendo

y en la plaza lo encontró,

lo cogió de las orejas

y a la cárcel lo metió.

*Ver partitura 6*

***

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LA SÉPTIMA NOCHE fue para Chucho. Chucho Vásquez recorrió,

arriando mulas, en infinidad de ocasiones, el Camino Real que unía a

Medellín con Cali y Popayán, por el occidente de Caldas. Cuando decidió

anclar en puerto, de una vez por todas, lo hizo en ese caserío que se llama

San José. Allí se dedicó a barrer guacas y, al final de sus años, a

blanquear casas y pintarlas, uniformemente, de verde aguamarino. Un día

mi padre le recomendó que cambiara de oficio pues, todos los que escogía,

eran oficios de pobre y pobre iría a morir. Chucho se enfureció porque,

como lo aclaró él mismo, le había dolido muchísimo que alguien le hubiera

hecho ver la verdad. Trataba a papá Daniel, a pesar del incidente, con

respeto y cariño. Por esto, cuando lo invitó a que fuese a entretener a los

niños mientras los adultos rezaban a las ánimas, se sintió tan halagado

como Don Ezequiel.

Chucho inició con una observación que aun tengo fresca: Cuidado,

muchachos, porque en este pueblo los acontecimientos más ciertos se

vuelven mentiras. Cuando conversaba daba la sensación de que él era el

primero en creerse los embustes. Contó que, un día, cuando venía por

Supía rumbo a Cali, se detuvo en uno de esos festivales pro-templo que

realizaban en toda parte. Comida, música, trovas y rifas. Alguien se

encargó de rifar cuatro marranos al dado. A un parroquiano se le ocurrió

decir: si me gano esos animales saco de penas al Espanto de Hojas

Anchas, aunque no sabía cómo lo haría. El Espanto era un esqueleto que,

cuando reía, echaba candela entre los dientes. Pues, ese fulano se ganó los

marranos pero, cuando se los estaban entregando, los marranitos echaron

a correr para el monte. El nuevo dueño, mientras los perseguía tuvo la

ocurrencia de invocar al Espanto. De un momento a otro notó que ya no

corría detrás de los cerdos sino del mismito espanto. El esqueleto se

detuvo al pie de una mata de hojas anchísimas, trazó unas cruces en el

aire y de inmediato se abrió el tronco de la mata. Dentro empezó a brillar

un tesoro. El espanto dejó de echar candela y le dijo al caballero que

podía agarrar aquellas riquezas.

Como el fuerte de Chucho Vásquez eran los relatos de mitos y leyendas,

continuó con la Madremonte que era una mujer dedicada a la protección

de la naturaleza con sus animales. Unos cazadores le cortaron la pata a un

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animal que llegó quejándose donde ella. Ella se enfureció, fue y mató a los

cazadores que iban cargados de muchos animales muertos. La Patasola de

Apía, una muchacha que le pegó a la mamá y por eso fue castigada

quedando coja de por vida y, desde entonces, se alimentaba de caracoles.

El Pollo del Aire manifestación de un alma en penas; el Pollo Maligno

enloquece a los campesinos por no ubicar en dónde pía; las ocurrencias del

cruel Bermúdez con su manía de poner a sufrir los animales hiriéndolos y

untándoles sal en las heridas por lo que padeció muerte atroz; la mula de

tres patas; el gigante Sombrerón, de capa negra, que pasaba sin hacer

ruido por la Calle Real, al amanecer; de ahí que nadie pudiera asomarse a

las ventanas de noche; el Mohán que rapta las mujeres embarazadas; la

Llorona que roba a los niños recién nacidos para alimentarlos con una teta

que tiene en la espalda; el Duende de cada región por donde había pasado

el cuentero pero que, todos coincidían en definirlo como un ángel rebelde

que al quedar extraviado en esta tierra, le dio por mortificar a los

cazadores, a los tumbadores de monte y a enamorar muchachas bonitas.

Refirió, por primera vez en nuestras vidas, la crónica sobre una linda

muchacha desobediente que se fue sin permiso a un baile, allí se enamoró

de un negro bien plantado y elegante, pero la alegría le duró hasta cuando,

contemplando de arriba a abajo al tipo ése, le divisa, en vez de pies, dos

feas pezuñas: era ¡el Diablo!

Los relatos los concluía con alguna de las fórmulas rituales que se

estilaban para rematar cada historieta, como ésta:

- ¡Vieja pelleja, aquí acabó la conseja!

Colombia, en el siglo XIX y parte del XX, se comunicó ante todo por el río

Magdalena y los caminos de herradura. A lo lejos silban los arrieros. Estos

eran hombres de muchos caminos a pesar de especializarse en trasegar

por uno. Conocían las distancias, las fondas, los caseríos, sus habitantes,

los colegas, las muladas, las aguas reparadoras y los peligros. Chucho

viajaba de norte a sur pero también había frecuentado el camino que

comunicaba a Bogotá y Manizales con el Chocó por donde se iba con

mercancías y se esperaba regresar con oro. Si el oro era escaso no

sucedía lo mismo con los relatos que abundaban y que se fueron quedando

esparcidos en la memoria y la imaginación de los habitantes del camino de

regreso. Así, fuera de los manantiales antioqueños, caucanos y tolimenses,

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no se puede descartar el venero chocoano en la literatura infantil oral del

Viejo Caldas.

Según Chucho Vásquez quienes le transmitieron, por Santa Cecilia (Pueblo

Rico) el mito de la Sierpe fueron Jesús Antonio Castillo y Griseldina

Mosquera y el relato es así:

La Sierpe es una culebra que existe en las cabeceras de las quebradas.

Con el paso del tiempo esta culebra va creciendo, la alimentación la busca

cerca del agua y de vez en cuando sale del charco a capturar animales

propios de la montaña. La Sierpe está escondida y por sus poderes

especiales sabe cuando un humano va por sus lados y no permite que la

vea. El charco donde se encuentra es de aguas oscuras y tenebrosas,

rodeado de vegetación y hay cierto misterio en torno a él. A medida que

crece la culebra, con su cuerpo va agrandando su vivienda; es entonces

cuando los habitantes de la región ven bajar las aguas sucias de las

quebradas. Pasado el tiempo y cuando siente el llamado del mar, que

ocurre con un aguacero interminable, la Sierpe estira su cuerpo

gigantesco en la boca del charco y allí permanece por muchas horas. Las

aguas se van represando y forman una masa contenida. Retumban los

rayos y las centellas que anuncian una ensordecedora y ruidosa

tempestad. Es el momento de la Sierpe para salir estirando su cuerpo. Es

arrastrada por las aguas desbordadas y con ruido ensordecedor baja en

avalancha de volcán, arrastrando cerros y laderas y llevándose consigo lo

que está cercano de la orilla de la quebrada. Es la Sierpe que se acerca.

Allí va como un barco piloteado por un diablo: dos ojos llameantes que se

dirigen a uno y otro lado; un cuerpo cilíndrico y escamoso se mueve

amenazante y su cola chapotea con estruendo las aguas y su viento ladea

casas, árboles y palmeras levantando hojas y torbellinos... La Sierpe va

bajando y tan solo el más anciano, el más sabio puede verla. Al día

siguiente, el paisaje desolado, los puentes caídos, las laderas erosionadas

y el relato del anciano son los testigos del paso de la Sierpe, que estará

en esos momentos en las profundidades del mar, como un monstruo más

de los muchos que habitan en el lejano océano.

La Sierpe es un mito cosmogónico que trata de explicar el origen y

mensaje desolador del agua turbia de los ríos, la penumbra inquietante de

los charcos, las empalizadas y avalanchas constantes, los aguaceros

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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interminables, la agresividad infinita de los elementos, el papel como guía

del sabio de la tribu ante la imposibilidad del hombre corriente para

develar los misterios.

Sobra advertir que a partir de esa noche, los huracanes con el eco de la

tronamenta que en el occidente de Caldas se escucha proveniente del

Chocó desvelaba a todos los que habíamos tenido oportunidad de escuchar

el mito de la Sierpe.

Los relámpagos en la noche eran, para los niños desvelados, los ojos

penetrantes de la Sierpe destellando por las rendijas de las maderas de

puertas y ventanas. El ventarrón nocturno equivalía a los envites de la

Sierpe con penetrar en nuestras habitaciones. Ruidos de animales en los

zarzos de las casas de bahareque provocaban el llanto en quienes tenían,

muy fresco, el recuerdo vivaz de estos relatos.

Con esos relatos mitológicos unos y legendarios otros, el arriero jubilado

enfrentaba a los niños con el miedo, el pavor, la maldad, el abandono, la

soledad, las dificultades y la muerte. Característica de la literatura

infantil es, según este mostrario, explorar los sentimientos y emociones

que alberga el alma humana.

Los antropólogos, folclorólogos, sicólogos y siquiatras no han buceado a

suficiente profundidad en esta clase de relatos tan nuestros, poblados de

madremontes, mohanes, gritonas, barbacoas, patasolas, lloronas,

hojarasquines, ánimas, curas sin cabeza, caballos de tres patas, pollos

malignos, brujas, muchas brujas, duendes y espantos, motivos de nuestros

desvelos y pesadillas infantiles. De nuestras pesadillas como individuos y

como pueblo. En esos mitos, alegorías y engendros, anidan muchas razones

de nuestras sinrazones aparentes.

¿Por qué los niños sienten inclinación malsana por los relatos que causan

pavor y los adultos son proclives a las malas noticias? En este campo

operan la teoría aristotélica de la catharsis o desahogo y de la ley de lo

semejante. Similia simílibus curantur, decían los romanos. Lo semejante se

cura con lo semejante. ¿Será el miedo la contra del miedo así como el

antídoto del veneno es otra dosis de ese veneno? Tal vez en el

comportamiento infantil repunte la explicación de quienes pagan para

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

69

entrar a una película de terror o se atreven a montar en la montaña rusa.

Por lo visto y oído, el miedo, en la literatura infantil y en la vida real, ha

sido un poderoso instrumento de dominación.

En los relatos contados por viejos que hicieron el tránsito entre los siglos

XIX y XX, en Caldas, unos protagonistas quedan arañados, otros,

“helados” y algunos con convulsiones. Rayando el año de 1910, por los

lados de La Esmeralda, en el municipio de Risaralda, una muchacha se

revolcaba y decía que se iba a vivir con el duende. La familia la encerraba

en un cuarto pero el duende empezaba a tirar piedras en tal cantidad que

tenían que soltar a la muchacha ante la posibilidad de quedar sin techo.

Salía corriendo para el monte de donde regresaba, a los días, arañada y la

ropa vuelta jirones. Lo bueno era que Chucho Vásquez, para narrar bien la

anécdota, se tiraba al suelo y se ponía a echar babaza, como esa

muchacha. Y comentaba: Así tiene que ser para que le crean a uno.

Cambiaba de voz de acuerdo con el personaje que hablara y, como buen

arriero que había sido, atropellaba, inmisericorde, al pobre castellano

pero, en retribución, dotaba de maravillosa vivacidad a la expresión. El

justificaba ese maltrato diciendo orgulloso: No hacerlo así sería como

servir sancocho en fuentes de plata.

Para concluir, Chucho recitó el poema El Duende de Tatinez, versificador

riosuceño, y que trajo en su memoria Chepe Ramírez el oficial que

consiguió el Padre Jesús María Gómez para la construcción en cemento

del tempo parroquial:

“Voy a contarles la historia/ lo que en Riosucio pasó/ que a un muchacho

travieso/ el duende se lo llevó.// Esta historia que les cuento/ en San Antonio

pasó/ o sea en una vereda/ que tiene la población.// Un viejito chiquitito/ por

cierto muy sombrerón/ le mostraba al muchacho/ bolas, trompo y un balón,/

para llevarlo engañado/ por montes de esa región;/ y así lo fue envolatando/ al

muchacho aquel bribón/ hasta llevarlo muy lejos/ donde nadie da razón.//

Fueron muchas esas lágrimas/ que la madre derramó/ al saber que su

muchacho/ el duende se lo llevó.// Había que coger al duende/ para que diera

razón/ en dónde llevó al muchacho/ con engaño aquel bribón.// Consultada fue

una bruja/ que vuela por la región/ para que ella nos dijera/ donde encontrar al

sombrerón.// Luego, la bruja nos dijo/ con un colmillo pelado/ que a duendes

los han cogido/ con un tiple destemplado;// Ese tiple que la bruja/ la bruja

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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recomendó/ en un árbol de ese monte/ destemplado se colgó,/ para coger

enredado/ de las cuerdas al bribón.// Cuando llegada la tarde/ de un día de

esos ya pasados/ en las cuerdas de ese tiple/ estaba el duende enredado.// Al

preguntársele al duende/ que en dónde tenía al muchacho/ nos contestó muy

sonriente/ que allá arriba en el picacho.// Y cuando nos señaló/ la roca de aquel

lugar/ se nos desapareció/ en medio de una humareda/ sin saber donde fue a

dar.// Cuando subimos la altura/ por el duende señalado/ dentro de una cueva

oscura/ estaba el niño acostado.// Esto le puede pasar/ al hijo desobediente/

que sin permiso de los padres/ a los montes van sonrientes”.

Al abandonar aquella noche la casa de arriba, ya en la calle, a las niñas que

nos acompañaban les dio por entonar una tonada infantil menos

amedrentadora que los relatos costumbristas de esa noche. La Pastora es

una cancioncilla que por temática y melodía parece estar de acuerdo con

el esquema ingenuo y preconcebido de lo que es propio para niños, sin

embargo es un relato adornado con un injustificado gaticidio:

Había una pastora,

larairalailarito,

había una pastora

cuidando un rebañito.

La leche de sus cabras,

larairalailarito,

la leche de sus cabras

le daba un buen quesito.

El gato la miraba,

larairalailarito,

el gato la miraba

con ojos golositos.

Si tú metes la pata,

larairalailarito,

si tú metes la pata

te doy con un palito.

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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El gato la metió,

larairalailarito,

el gato la metió

y ella lo mató.

Se fue a confesar,

larairalailarito,

se fue a confesar

con el padre Benito.

!Ay, Padre, yo me acuso,

larairalailarito,

!Ay, Padre, yo me acuso

que yo maté un gatico!

De penitencia doy,

larairalailarito,

de penitencia doy

que me des un quesito.

*Ver partitura 7*

***

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

72

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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LA OCTAVA NOCHE, papá Daniel invitó a Francisco Eladio Clavijo, el

popular Pacho Puto. Pacho, envuelto en esa ruana que no le puede faltar,

entró recitando:

Va cacho, yo que me agacho;

caremula, carevaca, carecaballo.

Esto fue lo que sucedió en Granada;

me atienden o no les cuento nada.

Empezó explicándonos que cacho era una anécdota corta en la que el

protagonista va por lana y sale trasquilado. En esto se distingue del

cuento corriente. Las pasatas o pasadas narran lo que pasa pero que

presenta cierto dato curioso digno de mención, como la pasata del sabio,

muy popular en el occidente de Caldas, a comienzos del siglo XX.

Había una vez un sabio en el Chocó que llamó a dos bogas para atravesar el

caudaloso río San Juan. Todavía en la orilla les preguntó con cierta

petulancia, si sabían sumar, leer y escribir. Los bogas le respondieron con

timidez:

- No sabemo sumá; no sabemo leé; no sabemo ecribí.

Alzando los ojos al firmamento, repuso el sabio:

- Habéis perdido las tres cuartas partes de vuestras vidas!

En mitad del río, una borrasca inesperada arrastró la embarcación. Los

bogas le preguntaron con cierto tonito burlón:

- Sabio: ¿sabé nadá?

El sabio les respondió mientras se ahogaba:

- Noooooooooo.

Los dos bogas, mientras braceaban hacia la orilla, le repusieron:

- ¡Habéis perdido las cuatro cuartas partes de vuestra vida!

Que en el occidente de Caldas se cuente aún la anterior pasata no deja de

ser interesante porque confirma una premisa ya expuesta en páginas

anteriores: Las tradiciones folclóricas inmediatas de los caldenses no

parten de uno sino de los cuatro puntos cardinales: Antioquia, Cauca,

Tolima y Chocó. Somos tierra de integración y confluencia de caminos

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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culturales. Cómo desperdiciar u ocultar semejante legado ? Lo malo está

en que desaparece ante la avalancha de los medios de comunicación

masiva, la incomunicación debido a ellos entre los integrantes de las

familias, el silencio forzado o la muerte de los informantes.

Otra pasata de origen chocoano que nos refirió Pacho, en la octava noche,

fue la siguiente:

En un camino del Chocó se toparon un enano y un caminante. Preguntó el

enano:

- ¿Para dónde vas?

- Para Popayán, si Dios quiere o si no también, respondió el caminante.

El enano vio cuando el caminante se convirtió en sapo y se lanzó a un

charco a gritar: - ¡Corroscoscós, Corroscoscós, Corroscoscós!

Pasado un buen tiempo volvieron a encontrarse en el mismo sitio el enano y

el caminante. El enano volvió a preguntar:

- ¿Para dónde vas?

El caminante, muy desanimado, le repuso:

- Para Popayán, si Dios quiere o si no… al charco.

Las adivinanzas son desafíos verbales; los poemas, ejercicios de

memorización y ritmo; las canciones fomentaban el entusiasmo y la

musicalidad de las palabras; los relatos costumbristas, las respuestas a

los más variados sentimientos; las pasatas buscan animar al auditorio que

rubrica el final con una vibrante carcajada. La literatura infantil como

oportunidad placentera.

Cuando la primita Vilma le preguntó a Pacho cómo hizo el caminante para

abandonar su apariencia de sapo, esa pregunta generó el relato

improvisado de otra pasata. Pacho era experto tejedor de historias

cortas. Sabía redondearlas. Uno intuía que empezaba una fábula de su

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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propia cosecha porque absorbía por la nariz más aire del corriente; una

porción que le hinchaba los pulmones y le hacía arder la imaginación.

Al referirle que habíamos escuchado la Extraordinaria Vida de Sebastián

de las Gracias, comentó que no concluía con el matrimonio de Sebastián y

Agraciada pues ellos tuvieron un hijoque era andariego como el padre.

También se llamaba Sebastián:

Ya se aleja Sebastián

a lo alto de la montaña

porque ya se va su hijo,

el hijo de sus entrañas.

Qué bonita casa de teja,

qué bonito el que la hizo,

que por fuera está la gloria

y por dentro el paraíso.

Pacho fue muy recorrido en su juventud. Contó que, en una hacienda por

los lados de La Virginia, en el Valle del río Risaralda, un señor muy rico,

padre de dos hijos sinvergüenzas, y pensando que pronto iría a morir,

repartió sus bienes entre ellos recomendándoles que le pasasen a él lo

necesario mientras llegaba su último día. Se llamaban Mellizo y Ramón.

Deslumbrados, pusiéronse a malgastar la herencia. Creyeron que el dinero

les daba derecho a hacer lo que les diera la gana. Llegaban a casa al

amanecer, haciendo tiros al aire. Un día, Mellizo y Ramón encontraron a su

padre asoleando montones de libras esterlinas. A cada uno, por separado,

dijo, en secreto, que ése era su entierro, y lo dejaría a quien arreglase su

vida. Los dos hijos, por puro interés, se hicieron buenos y empezaron a

llevarle mercado por bultos. Hasta le regalaron zapatos y sombrero de

fieltro, de esos que tienen, al lado izquierdo, la pluma de un pajarito. Así

de bien hasta la muerte del viejo. Respecto al famoso entierro, Mellizo y

Ramón todavía lo están buscando porque sucedió que esas libras esterlinas

no eran del padre pues todo, en mal momento, lo había entregado a sus

hijos, sino que eran de Bartolito, un buen vecino que, viendo sufrir al

pobre viejo, se las había prestado para que los sinvergüenzas esos, al

observar cuando las asoliaba, pensaran que también podrían ser suyas.

Como en “El Conde Lucanor”, del Infante Juan Manuel, (siglo XIV), este

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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apólogo paisa contaba con su moraleja: a los viejos les aconsejaba no

entregar la herencia antes de haber muerto y a los menos viejos enseña

que la astucia es más poderosa que la ambición.

Pedro Rimales, (Urdimalas o Urdimales, como en verso de J.A.Silva),

personaje de origen español, logró adaptarse a su nuevo hábitat cultural

hasta volverse un paisa de siete suelas. Era protagonista de textos orales

de carácter escatológico, de un tonito tan subido como un pañuelo

raboegallo. El mejor representante de la picaresca antioqueña, adaptado

muchas veces para sesiones infantiles.

Un día, Pedro Rimales quiso divisar el mundo desde la torre parroquial.

Subió y subió muchas escaleras de madera hasta cuando, arriba, en el

instante en que iba a salir al corredor desde donde se divisa el más bello

de los mundos, fue obligado por alguien que estaba escondido, a matar un

caballero que, embelesado, contemplaba valles, montañas, pueblos, nubes y

ríos. Pedro Rimales, que no era ni tan mala persona como cuenta la gente,

prefirió lanzarse al vacío para no tener que cometer semejante crimen.

Cuando dio el salto, despertó, y era que se había caído de la cama.

Pedro Rimales estaba al servicio del rey pero la reina no lo quería porque

él se había enamorado de la princesa. Buscaba deshacerse de él pero no lo

lograba. Pedro Rimales hizo un roto entre su cuarto y el de los reyes para

escuchar los trucos con que la reina quería expulsarlo. Una prueba fue

ésta: la reina propuso al rey que obligara a Pedro Rimales que amansara,

bañara y dejara tan contentos a unos potros cerriles que, a pesar de ser

animales, se rieran de felicidad por lo que les había hecho Pedro Rimales.

Este se preparó desde la misma noche con las sogas, el jabón y un cuchillo.

Al amanecer se acercó al rey y le dijo:

- Su Sacra Majestá, ¿cuál es la tarea para hoy?

- Vea, Pedro: coja aquellos potros sin domar, los baña, cepilla y organiza

de tal forma que, por la tarde se pongan a reir por lo que les hizo.

Pedro Rimales los enlazó, los amarró en un horcón, los brilló y, al final, les

cortó las jetas con el cuchillo y les untó sal en las heridas. Se dirigió a los

reyes y les comentó:

- Ahí tienen a los potros con los dientes pelados (muertos de la risa) por

lo que ustedes dijeron que les hiciera. Les había salido adelante.

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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No había forma de sacarlo de la corte. Otra noche, en el lecho, la reina

comentó al rey la manera de acabar con Pedro Rimales.

- Vámonos con él hacia los acantilados de donde se divisa el mar. Por la

noche, cuando esté dormido lo cogemos de pies y manos y lo lanzamos al

agua desde la altura. Pedro Rimales oyó lo que le iba a pasar. Viajó con los

reyes y por la noche se acostó al lado de ellos, como ellos le ordenaron.

Cuando los reyes se durmieron, Pedro Rimales cambió de lugar, corrió la

reina para un lado y se acostó al lado del rey. A media noche, a la señal

convenida por el rey y la reina, entre Pedro Rimales y Su Sacra Majestá

lanzaron al mar a la reina. Poco después el rey tuvo que convencerse que

jamás podría desterrar de la corte a Pedro Rimales.

........

John Churchill Marlborough (Marlbró), militar inglés que tomó parte en la

Guerra de Sucesión Española, en el siglo XVIII, fue eternizado en la

canción infantil “Mambrú” que nosotros, exaltados por el ánimo que Pacho

logró infundirnos en aquella tanda, nos pusimos a cantar cuando salimos de

la casa. Lucíamos gorros improvisados de papel periódico y espadas de

madera para descender la calle marchando con ritmo burlesco:

Mambrú se fue a la guerra,

qué horror, qué horror, qué pena,

Mambrú se fue a la guerra,

no sé cuándo vendrá.

Do re mí, do re fa,

no sé cuándo vendrá.

Si vendrá por la Pascua,

qué horror, qué dolor, qué pena,

si vendrá por la Pascua

o por la Trinidad.

Do re mí, do re fa,

o por la Trinidad.

La Trinidad se acaba,

qué horror, qué dolor, qué pena,

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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la Trinidad se acaba,

Mambrú no vuelve más.

Do re mí, do re fa,

Mambrú no volverá.

Que Mambrú ya se ha muerto,

qué horror, qué dolor, qué pena,

que Mambrú ya se ha muerto,

lo llevan a enterrar.

Do re mí, do re fa,

lo llevan a enterrar.

La caja era de oro,

qué horror, qué dolor, qué pena,

la caja era de oro,

la tapa de cristal.

Do re mí, do re fa,

la tapa de cristal.

Encima de la tapa,

qué horror, qué dolor, qué pena,

encima de la tapa

un pajarito va.

Do re mí, do re fa,

un pajarito va.

Cantando el pío-pío,

qué horror, qué dolor, qué pena,

cantando el pío-pío,

cantando el pío-pá.

Do re mí, do re fa,

cantando el pío-pá.

*Ver partitura 8*

***

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79

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LA NOCHE FINAL del novenario pudo bautizarse como La Noche de los

Animales. Papá Daniel consiguió que Jesús María Jiménez, el abuelo

materno, nos deleitara con sus cuentos de Tío Conejo, el Gato con Botas y

otros habitantes de nuestra fauna literaria. Cuentos que, en su tienda de

abarrotes que poseía al frente de la plaza, intercambiaba, en tardes de

ocio, o mientras medía la sal, el maíz, los fríjoles, el arroz, con sus

clientes del pueblo y del campo, sentado sobre las enormes trojas de

madera que, cuando estaban vacías, sus nietos, contra su voluntad,

escogíamos como escondederos. Una tarde corrí de la calle a esconderme

de mis compañeros; papito Jesús y unos amigos suyos se sentaron encima

de ese gigantesco mueble y, allí dentro, tuve que aguantarme todo el rato

que permanecieron sentados encima escuchándoles la interminable

conversación, sin hacer el más leve movimiento. Pensé que había llegado el

fin (a veces pienso que ellos sí sabían que yo estaba adentro). Fue la

última vez que entré en esa alacena pesada, alta y larga como un ataúd.

EL GATO CON BOTAS:

Crecí y viví con la creencia de que este cuento era de un colombiano

anónimo y sumamente avispado. De nada servía que leyera, de cuando en

vez, que su autor fue Charles Perrault (Francia, 1628-1703). El

responsable de esta equivocación fue el Abuelo materno quien, la noche

final, apareció como una visión estrambótica, arriba, en el segundo piso,

vestido como un caballero del siglo XVIII, de botas de cuero, un

sombrero de ala ancha y una pluma de pavo encima, un sable que

encontraron en el tronco de un árbol, por la Hacienda Agualinda, y que

según rumores se trataba de un arma dejada ahí por algún combatiente de

las guerras civiles.

Empezó narrando que un campesino dejó de herencia al hijo mayor una

finca sembrada de café y plátano, con monte para la leña y potrero para el

ganado; al siguiente hijo la casa y el entable para lavar y secar el café

pero al hijo menor no le dio más que un gato. Este muchacho se sintió

estafado pero el gato lo animó diciéndole que no lo despreciara porque iría

a convertirlo en el heredero más rico y afortunado del mundo.

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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A partir de ese momento, el Abuelo se puso una máscara de gato avispado,

con sus bigotes al aire y empezó a contar las travesuras de ese animal.

Primero lo puso a cazar conejos para llevarle a Su Majestá a nombre de su

amo, el “Marqués de Carabrás” como inventó el gato para referirse a su

pobre amo. Al otro día se fue a cazar tórtolas que también llevó al Rey a

nombre del “Marqués de Carabrás”.

Como a los dos meses de estar llevándole presentes al Rey a nombre de su

dueño, el Gato con botas se ingenió el incidente en el que su pobre amito

se hacía el que se estaba ahogando en una quebrada y el Gato se pone a

gritarle al Rey que auxilie a su amo “el Marqués de Carabrás” que estaba a

punto de perecer. Su Majestá lo salva, lo invita a subir a la carroza y es

allí en donde la hija del Rey se enamora del muchacho.

Luego, el Abuelo se inventó otras aventuras fraguadas por el Gato para

tratar de hacerle ver al Rey que el tal “Marqués de Carabrás” era el

mejor partido para su hija. Campos, sembrados y cosechas aparecían como

propiedades del amor del Gato.

Uno de los mejores momentos en este relato fue aquel en que el Gato

entra al castillo del ogro que era la persona más rica de esa región; el

ogro le confiesa que tiene el poder de convertirse en cualquier animal y

cuando el Gato le propone que se convierta en ratón y el ogro lo hace, el

Gato, como lo haría cualquier gato, se lo traga. Todos aplaudimos porque

siempre en los cuentos infantiles la injusticia causa descontento y las

muestras de astucia son aplaudidas.

En esta ocasión, el Gato con botas continúa cosechando éxitos ante el

Rey, su amo y el público infantil que se había congregado en la casa de

arriba, la última noche del novenario. Como el ogro ya no existía porque el

Gato había dado buena cuenta de él, y el hermoso castillo estaba

desocupado, el Gato tomó posesión momentánea de él e invitó al Soberano

del Reino a visitarlo.

Para esa escena el Abuelo Jesús María escogió, entre los asistentes, al

que iba a actuar como Rey, la Hija del Rey, el Marqués que siempre ocupó

un lugar discreto y dos o tres lacayos para llevar las colas de las capas

reales. Esas capas no eran más que sábanas y colgaduras de la sala.

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Cuando la corte entró al castillo, el Gato saludó con estas palabras: -

Bienvenido Su Majestá al castillo de Su Excelencia, el Marqués de

Carabrás. El Rey maravillado y sorprendido, pidió solemnemente la mano

del Marqués de Carabrás para su hija. El Marqués aceptó y ahí mismo se

celebró el matrimonio. Todos los niños nos pusimos de pies a aplaudir a los

novios y sobre todo a un Gato tan avispado.

Pasados los años me he puesto a pensar si la puesta en escena del Gato

con botas, por parte del Abuelo, se podía tomar como literatura infantil o

no. He examinado el conjunto de elementos, factores y circunstancias,

para concluir que la metodología utilizada por el viejo contaba con los

requisitos que Rocío Vélez de Piedrahita, teórica de este género,

sintetiza para que se pueda hablar en propiedad de literatura infantil.

Lo que contó el Abuelo aquella noche era un relato claro, ágil y corto. El

diálogo era frecuente, con frases que transmitían ideas completas y

comprensibles. La acción era continua, variada y creaba suspenso. Había

dosis elevada de imaginación, en la selección de un animal que hablaba, de

personajes grotescos como el ogro, de situaciones posibles como la

intervención del señor rey e imposibles como el banquete que se dio el

Gato con el ogro convertido en ratón. El relato estaba dotado de fuerte

dosis de humor y de poesía.

¿Cómo apareció el Gato con botas en el Viejo Caldas? En la sociedad

estable de antes, los abuelos recopilaban relatos que narraban luego, a sus

nietos, con su vivaracho estilo. En todos los pueblos hubo bibliotecas

selectas en poder de maestros por vocación, de uno que otro médico,

jurista o cura ilustrado, de tinterillos y amanuenses y una selección de

empedernidos lectores.

No era extraño leer a Perrault y otros autores en el francés original. Mi

profesor de ese idioma, en Apía, acrecentaba cada día su antología de

autores franceses traducidos, por él mismo, al español, con sobrada

sensibilidad. Cuando cursábamos sexto (o undécimo ahora) pusimos en

escena varias obras de Moliere en las traducciones de José Muñoz. En

tiempos ancestrales había menos volúmenes que los que se editaron luego

pero eso sí: más y aprovechados lectores.

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

83

Al llamar a los ancianos a que cuenten cuentos, ellos sienten que son

tenidos en cuenta, admirados y amados por los niños, sentimientos que les

lleva espontáneamente a rejuvenecer las versiones de sus viejas historias

con imprevistas circunstancias, hasta el punto de no contar dos veces el

mismo cuento, como no se puede bañar dos veces en las mismas aguas de

un río.

Los niños gustan de escuchar la literatura oral de labios de los viejos pues

éstos, lo intuyen los niños, siempre se muestran efusivos y espontáneos en

su labor recreativa. Además, los ancianos de la tribu no descuidan su

función de autorizados maestros por lo que, en una comunidad estable,

aprovechan las ocasiones de hablar con los niños para infundir en ellos,

como herencia, las más preciadas virtudes de la cultura en que han vivido.

Luego, solicitamos al Abuelo que nos repitiera el cuento de VAQUETA

HEDIONDA, una especie de Peralta al primer hervor.

Vaqueta era un paisa caritativo hasta más no poder, que todo lo que

conseguía lo repartía entre una legión de pordioseros que entraba y salía

de su casa. El Eterno Padre no sabía si lo que movía a Vaqueta era el

verdadero amor al prójimo o la pura vanidad, por lo que quiso probarlo

para lo que envió, no como en el cuento de Tomás Carrasquilla a San Pedro

y Jesucristo disfrazados de peregrinos, sino a un caballo viejo que,

estacionado, por ahí, junto a cualquier talanquera, espantando las moscas

con el racimo de su cola impaciente, espiara a Vaqueta. Allí permaneció

semanas y semanas, día y noche, haciéndose el bobo, cabeceando pero

alerta. Vaqueta sintió compasión del animalito por lo que, a mañana y

tarde, le llevaba, en una ponchera, aguamiel y, en un costal, las cascaritas

de plátano que recogía en toda la cuadra de su casa. Fue tal la dedicación

que ese hombre experimentó por el destartalado animal que, los mendigos

y llaguientos que permanecían tirados por los corredores a la espera de

que ese hombre también se compadeciera de sus males, bautizaron al

rocín con el nombre del protector. Vaqueta, entonces, es nombre propio

de animal y de hombre. Una noche estrellada, el Eterno Padre decidió

concluir su averiguación e, informado del grado de desprendimiento y

amor de Vaqueta por el prójimo, lo premió con una larga vida y una enorme

fortuna. Al final se descubrió que el caballo viejo no era un animal sino un

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Octavio Hernández Jiménez Nueve noches en un amanecer

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ángel radiante que se tranfiguró ante todos los habitantes de la

hospitalaria casa.

Luego nos echó cuentos con gurres, gatos, guaguas, piojos, chivos, burros,

abejas, gallos y demás animales de la fauna regional. Muchos años

después, la prima Beatriz me preguntaba, en Nueva York, por qué todos

los animales protagonistas de los cuentos de infancia eran tíos: el Tío

Conejo, el tío Gurre, el Tío Gallo ... Eran animales totémicos encarnación

de virtudes o defectos propios de los humanos. Los tíos, además, en

nuestra cultura son accesibles, dialogantes, dadivosos, prototipos de la

comprensión y un tanto alcahuetes; medio abuelos.

El mejor cuento del repertorio del Abuelo Jesús María era aquel que,

según lo confesó, escuchó por allá, entre finales del siglo XIX y principios

del XX, en Anserma Caldas. Estaba tan orgulloso de su cuento que hasta

le había bautizado con el título de:

EL TIEMPO DE LOS ANIMALES

Se encontraba el Eterno Padre dándole los últimos detalles a la finca de

El Paraíso. Volteó la vista hacia el monte que, por una esquina casi llegaba

al patrio trasero del rancho levantado por nuestro padre Adán, cuando vio

al Perezoso durmiendo, en la mañana, colgado de un palo altotote. ¡Cómo

les parece! ¡Acabado de hacer y ya durmiendo! Bueno; lo vio y de un

silbidito, de esos que sabía mandarse, lo despertó y ordenó que se bajara

enseguida.

- Vení, le dijo. Y el animal apenas voliaba la trompa y la cola. Me da pesar

de vos. Ya tan aburrido y pensar que yo quería darte treinta años de vida.

Pero, treinta años pa‟ hacer pereza? Eso no se puede. Hagamos un trato

mejor. Subite al palo ése y seguí durmiendo los quince años que te quedan,

porque te voy a rebajar los otros quince.

El Perezoso, sin dársele nada, (qué se le va a dar a un perezoso), se subió

al árbol y continuó roncando.

El Padre Eterno estaba prendiendo un chicote de tabaco con una candela

Ferrocarril de Antioquia, cuando observó asustado a un burro que,

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pensaba y pensaba con la cabeza gacha, mientras movía la cola como un

reloj de pared. El burro era de pelo colorado, así como el burro de la

finca. Y a Dios le dio tánto pesar de ese animal al que le tocarían otros

treinta años de esfuerzos inútiles que, lanzando una bocanada de humo

por encima de esas barbas blancas y largas, silbó otra vez; esta vez con

cierta musiquita triste. Ni así despabiló el burro. Lo llamó: - ¡Orejón!,

haciendo traquiar el zurriago en el aire, e inmediatamente el burrito se

dejó venir trotando.

El Eterno Padre se quedó mirando al animal y le dijo en un tonito

querendón:

- Mirá, burrito: Viéndolo bien, yo sí fui injusto con vos. ¿Treinta años

sirviendo de bestia de carga a los demás? Y cuando no es cargando

chécheres te tocará soportar a los muchachos que no pueden ver a un

burro descansando. ¡No, eso no puede ser! ¿Treinta años recibiendo fuete

y casi siempre con la canoa alta? ¡No, qué va! Tú no vas a trabajar sino

quince años; de resto, que se jodan los demás. Que no sean aprovechados.

El burrito, al fin ignorante, no comprendió que le había recortado la vida

en la mitad, y se retiró lanzando coces de alegría.

El Eterno Padre se puso las manos en la pretina del pantalón negro de

rayas blancas que a diario se ponía con una camisa de lino blanco,

abotonada hasta el cuello, tanto que con ese uniforme creó el mundo, y vio

cuando el gato se deslizaba pa‟l cafetal detrás de una tortolita, y lo llamó:

- Michín, vení pa‟cá. Vos no sos capaz de estar un minuto siquiera quieto,

sin cazar o gozando de tus fechorías. De modo que si no es durmiendo es

haciendo daños. No mijito: esto no puede seguir así. Vos sos capaz de

acabar con el mundo si te dejo los treinta años que inicialmente te había

asignado.

Pensó un ratico y, después de mascar y remascar de lado el tabaco y de

escupirlo bruscamente, concluyó:

- Ve, gato: te voy a dejar quince años pa‟que pasés bueno; pa‟que gocés de

noche con las gaticas y de día te echés a dormir.

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Michín, como si no fuera con él, contempló al Señor de reojo y se escurrió

debajo de un palo de café.

Iba a revisar la peladora, a ver si nuestro padre Adán había puesto a

llenar el tanque del agua traída a punto de canoas de guadua desde el

nacimiento de la quebrada, pues, por la tardecita, nuestros primeros

padres tenían que ponerse a lavar los primeros granitos de café, cuando

se topó con Adán que estaba haciéndose el que descansaba en un tronco

atravesado que era el único mueble fabricado hasta el presente, fuera de

la cama matrimonial.

El mono Adán, con esa risita que se mandaba pelando un diente de oro,

aclaró la voz para decirle:

- Oiga, patrón, una cosita que se me ocurre ahora que le veo hablando con

los animales: ¿Cuántos años de vida me tiene reservados sobre la tierra?

Es que yo, viendo esta finca que estamos montando a todo vapor, creo que

sea capaz de manejarla del todo pero, eso sí, si me da más tiempo.

- Y vos qué querés, le preguntó Dios, con esa voz que se gastaba al estilo

David Grajales. Ya venís a mortificarme la vida. Por qué será, Dios mío,

que los agregados no hacen sino joderle la vida al patrón. No pueden verlo

a uno resollando medio tranquilo porque ahí mismito se le siembran a uno

como un cirirí. ¡Vos que querés, decí pues!

Adán se puso de pies pues, hasta este momento, estaba sacándose las

primeras niguas con una aguja capotera y, cojiando, se acercó para

repetirle la pregunta:

- Dígame, pues, Patroncito, ¿por cuántos años voy a manejar esta tierra?

El Eterno Padre se apartó todo arisco viendo las confiancitas del

agregado:

- Muy sencillo, hombre: Un tipo como vos, con tántas ganas de conseguir

plata, es un problema. Me late que vos sos igualitico a los de Apía: puros

pedos y relinchos, como decía el cura Loaiza. Si te dejo más de quince

años te adueñás de todo, y eso no va a ser tan mamey.

- Vea, Patrón, le replicó muy serio Adán. Eso sí que me parece mal negocio:

¿De modo pues que yo, dizque el agregado de semejante finca, voy a vivir

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lo mismito que los animales que yo manejo? Mire, mi Eterno Padre: eso no

es negocio pa Usté, teniendo que cambiar el montaje del todo, al mismo

tiempo. Ese trasteo no se lo aguanta nadie. ¿Por qué, más bien, no me

encima los quince años que le quitó al perezoso pa‟yo dedicarlos a montar

esta tierra y, de rato en rato, a la mujercita que Usté me regaló como

compaña?

El Padre Eterno lo miró malicioso y nuestro padre Adán echó seriedad.

Luego, el Señor le puso una mano sobre el hombro antes de contestarle:

- Eh Ave María, Adán: ¡vos sí sos muy perro! Te las pillás todas. Bueno: Te

voy a encimar esos añitos que sobran en mis cuentas. Pero, mucho ojo,

pues. No te vas a echar sobre las petacas ni a descuidar la finca porque te

va a pesar.

- Tranquilo, Patrón, le respondió Adán mientras apretaba la mano del

Señor. Otra cosita, Eterno Padre: Si me regaló los quince años que le

sobraban al perezoso, ¿por qué no me encima los quince años que le mermó

al burrito? Quince años no son nada pa‟Usté que es eterno.

- Vos si sos muy tragón. Pedís más que deme. ¿Así estás de amañado por

estos lados que no te contentás con treinta años? Para que no me

jeringuiés te los voy a encimar y pa‟que no digás después que yo no sé qué.

Iba a continuar la marcha por un atajito hacia el beneficiadero en donde

caía el chorro sobre Eva que se estaba bañando con jabón de tierra,

cuando Adán le tiró de la punta de la ruana doblada que el Eterno Padre

llevaba al hombro, y le agregó:

- Usté sabrá perdonarme, mi Diosito, pero pa‟no molestarlo más por ahora

le voy a pedir una última cosita: ¿Qué va hacer con esos quince años que le

sonsacó al gato, si ya el tiempo está repartido entre todos los seres de la

creación? Échelos pa‟cá, Eterno Padre, y verá que no le pesa.

- ¡Oigan a éste! Pues si a mí no me pesa, a vos sí te van a pesar tantos años

viviendo sobre la tierra. Llevate los cuarenta y cinco años que pedís de

ñapa, pero con una condición: te los voy a entregar bien distribuídos. Los

quince años que arrebataste al gato, los vivirás como el gato: gaticas por

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aquí, trasnochos por allí, dado, bebetas y dele por ahí que, lo que nada nos

cuesta volvámoslo fiesta.

Al finalizar esta temporada, empezarás a vivir como el burro: trabajo y

más trabajo con el fin de sostener a cuanto barrigón echaste al mundo, en

los años anteriores. Más o menos, a los cuarenta y cinco, empezarás los

años del perezoso: Tu refrán favorito será, perro viejo, ladra echado.

Que el reuma por un lado, que el mango por el otro. Que es mejor llevar

las cosas con calma pa‟no morir de repente. En fin, lo que no lograste

emprender antes, es difícil que lo hagás ya. Tiempo pa‟soñar con

jubilaciones, con cesantías y, de pronto, uno que otro viajecito por los

otros potreros de la finca que aun no conocías. Pero del esfuerzo de

antes, pocón, pocón. Si, a los sesenta seguís vivo, pa‟que no sias pechugón,

empezarás a sobrevivir como esa caña gorobeta, quejándote porque sí o

porque no, que me calienten un agüita pa‟lavarme los pies y ya sin poder

disfrutar de la vida porque, desde este momento ordeno que, a los viejos

se les caiga todo, hasta los dientes.

La negrita Eva salió corriendo del baño. Se colocó, coqueta, una dalia

encendida en el pelo mojado mientras les decía a los de la conferencia,

con su vocecita de mujer valluna:

- ¿Por qué tan serios, los señores? ¿No quieren que les prepare de una vez

el alguito?

Aplaudimos. Mientras se levantaba del taburete de cuero, pronunció la

fórmula definitiva para dispersar el auditorio:

- ¡Aleluya, aleluya, Padre Vicario!

A lo que el grupo, en coro, le respondió:

- ¡Que ya suben las monjas al campanario!

Continuó el abuelo:

- ¡Aleluya, aleluya!, Padre Chirico!

Y nosotros, a una:

- ¡Que ya comen las monjas el pan bendito!

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En Caldas abundaron, entre los siglos XIX y XX, relatos orales que

presentaban la figura del Eterno Padre como protagonista, al estilo de un

paisa emprendedor, mandamás, de todo el máiz y metido en problemitas

cotidianos con Adán, el avispado aprendiz de agregado.

De lo anterior se deduce que, “Cómo Narraba la Historia Sagrada el

Maestro Feliciano Ríos”, (1933), de Rafael Arango Villegas, pudo

originarse como los anteriores relatos de Vaqueta Hedionda o El Tiempo

de los Animales, que he tratado de recrear dentro de su contexto

patriarcal, en el afán por no dejar escapar hacia el olvido absoluto estas

alegorías sociales o sublimaciones del ingenio popular.

Serían fructíferos más estudios sobre esta narrativa, con sus similitudes

y variaciones con respecto al costumbrismo antioqueño; que se detengan

en tópicos como la exaltada religiosidad de los paisas, las relaciones

agrarias de los arquetipos, los usos lingüísticos y, en general culturales; la

procedencia e influencia del realismo antioqueño en literatura, oposición o

complemento de esa corriente modernista, libresca, que fluía de Popayán,

la de los frisos clásicos que, como creen algunos críticos, deslumbró a

ciertos caldenses impulsándolos a cultivar, con exótico engreimiento, el

grecoquimbayismo, pero que (lo olvidan los críticos), cuenta también, con

una curiosa raigambre popular hasta el punto que, la toponimia caldense

parece, en cuanto a nombres extranjeros, un atlas de una región europea.

En cuanto a toponimia extranjerizante, Caldas es un departamento

modernista.

Pespunte final: Las migraciones antioqueñas hacia el sur no tuvieron

reversa pues fueron avivadas, en la imaginación, por la proverbial

feracidad de nuestras tierras. El Paraíso Terrenal, para los colonos en

apuros, tenía su asiento en el Viejo Caldas y en el Valle del Cauca, tierra

de “María”, (novela de Isaacs publicada en 1867 y que por la época de la

fundación de la mayoría de los pueblos caldenses volvía añicos los

corazones de lectoras y lectores).

Fue la última noche. No volvimos a reunirnos más. Por eso, al salir de la

casa todos entonamos La Canción del Pirata, de José de Espronceda

(1808-1842) y que enseñaron, en las escuelas, a los colombianos hasta

mediados del siglo XX:

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Con diez cañones por banda,

viento en popa a toda vela,

no corta el mar, sino vuela

un velero bergantín;

Bajel pirata que llaman,

por su bravura, el Temido,

en todo mar conocido

del uno al otro confín.

La luna en el mar riela,

en la lona gime el viento,

y alza en blando movimiento

olas de plata y azul;

y ve el capitán pirata,

cantando alegre en la popa

Asia a un lado, al otro Europa

y allá a su frente Stambul,

“navega velero mío,

sin temor;

que ni enemigo navío,

ni tormenta, ni bonanza,

tu rumbo a torcer alcanza,

ni a sujetar tu valor.

***

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LA AURORA se desvaneció en un día prosaico. Volví en mí cuando me

percaté del silencio de las aves mañaneras. Clavé la mirada en el Nevado

del Ruiz pero ya se había escondido entre su milenaria cobija de nubes.

Dejé de divagar para tornar a vivir.

Cuando me dirigía a la ducha ya era dueño de una decisión entusiasta:

Recuperaré las palabras con que los mayores entretuvieron nuestra edad

dorada. Será la ocasión de recobrar el paraíso perdido que todos

llevamos, olvidado, adentro.

Al abrir la llave de la ducha, entre el aspaviento del agua, ya tenía

planeado el final de mi ensayo-cuento, con los últimos versos de Sebastián

de las Gracias:

Y cacho quemao,

Martín Colorao,

Este cuento si‟ha acabao.

Perdonen lo malo

Que hubiera quedao,

Que como me lo contaron

Yo lu‟he contao.

***

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Octavio Hernández Jiménez Carlos Augusto Buriticá Autor Ilustrador