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BOSQUEJO DE ALGUNOS

PENSAMIENTOS HISTORICOS

REVISTA DE OCCIDENTE

EN ALIANZA EDITORIAL

NOTA PRELIMINAR 

 Los dos prólogos que a la segunda y cuarta edición de este libro antepuso Ortega, y que

aquí se reproducen, contienen explicaciones y precisiones suficientes para que resulte ocioso

anteponerle más preliminares.Tan sólo me permito subrayar un rasgo. El tema del libro es España, pero analizada en una

amplia perspectiva histórica y valiéndose de principios teóricos. A pesar, pues, de lo que la

cuestión tiene de doméstica y batallona, el libro no es nada fácil ni provinciano, y la validez 

de sus análisis excede a las circunstancias concretas que, a veces, sirven de ejemplo. La

 perspectiva histórica no sólo incluye nuestro propio y entero pasado sino, esencialmente, el 

 proceso de la cultura europea y su grave crisis contemporánea. Se trata, pues, de unas

 páginas ejemplares sobre los requisitos indispensables a la efectiva comprensión histórica de

la trayectoria de la sociedad española. Además, la segunda parte de este libro anticipa La

rebelión de las masas, que resulta anunciado en el prólogo de 1922,  y varios conceptos

metódicos que en ese gran libro prueban su rendimiento. Por ejemplo, el de «masa» y el de

«minoría». Si el lector se percata bien del  quid pro quo delatado al comienzo del capítulo«Ejemplaridad y docilidad» evitará mal entendidos harto generalizados sobre nociones que

quizá hoy más que nunca requieren clara comprensión.

 La influencia de estas páginas en nuestra historíografia ha sido muy grande, y han

 sido el punto de partida de ulteriores y resonantes polémicas acerca del singular destino de

la nación española.

 Esta nueva edición va revisada conforme a los originales, incluye una «Conclusión»

(pág. 74  y ss.) que nunca se había reproducido, y le agrego como Apéndice la serie de

artículos sobre «El poder social», en que Ortega alude a este libro y desarrolla un tema

 planteado en el capítulo primero de su segunda parte1.

1 En la nota de la página 74 hago constar las fechas en que se publicaron los artículos de los que, en parte, procede este libro. Por cierto, las referencias bibliográficas de la primera edición del libro señalan unas

veces la fecha de 1921 y otras la de 1922. Ocurre que en la cubierta figura la segunda, que es la exacta, pero la

 primera es la que aparece en la portada.

PAULINO GARAGORRI

PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION

 Este libro, llamémosle así, que fue remitido a las librerías en mayo, necesita ahora, según me dicen, nueva edición. Si yo hubiese podido prever para él tan envidiable fortuna, ni

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lo habría publicado, ni tal vez escrito. Porque, como en el texto reiteradamente va dicho, no

 se trata más que de un ensayo, de un índice sumamente concentrado y casi taquigráfico de

 pensamientos. Ahora bien, los temas a que éstos aluden son de tal dimensión y gravedad, que

no se les debe tratar ante el gran público sino con la plenitud de desarrollo y esmero que les

corresponde.

 Pero al escribir estas páginas nada estaba más lejos de mis aspiraciones queconquistar la atención del gran público. Obras de índole ideológica como la presente suelen

tener en nuestro país un carácter confidencial. Son libros que se publican al oído de unos

cuantos. Esta intimidad entre el autor y un breve círculo de lectores afines permite a aquel,

 sin avilantez, dar a la estampa lo que, en rigor, es sólo una anotación privada, exenta de

cuanto constituye la imponente arquitectura de un libro. A este género de publicaciones

confidenciales pertenece el presente volumen. Las ideas que transmite y que forman un

cuerpo de doctrina se habían ido formando en mí lentamente. Llegó un momento en que

necesitaba libertarme de ellas comunicándolas, y, temeroso de no hallar holgada ocasión

 para proporcionarles el debido desarrollo, no me pareció ilícito que quedasen sucintamente

indicadas en unos cuantos pliegos de papel. 

 Al encontrarse ahora este ensayo con lectores que no estaban previstos, temo que padezca su contenido algunas malas interpretaciones. Pero el caso es sin remedio, ya que

otros trabajos me impiden, hoy como ayer, construir el edificio de un libro según el plano que

estas páginas delinean. En tanto que llega mejor coyuntura para intentarlo, me he reducido a

revisar la primera edición, corrigiendo el lenguaje en algunos lugares e introduciendo

algunas ampliaciones que aumentan el volumen en unas cuarenta páginas. Mas hay dos

cosas sobre que quisiera desde luego prevenir la benevolencia del lector .

Se trata en lo que sigue de definir la grave enfermedad que España sufre. Dado este

tema, era inevitable que sobre la obra pesase una desapacible atmósfera de hospital. ¿Quiere

esto decir que mis pensamientos sobre España sean pesimistas? He oído que algunas

 personas los califican así y creen al hacerlo dirigirme una censura; pero yo no veo muy claro

que el pesimismo sea, sin más ni más, censurable. Son las cosas a veces de tal condición, que

 juzgarlas con sesgo optimista equivale a no haberse enterado de ellas. Dicho sin ambages, yo

creo que en este caso se encuentran casi todos nuestros compatriotas. No es la menor 

desventura de España la escasez de hombres dotados con talento sinóptico suficiente para

 formarse una visión íntegra de la situación nacional donde aparezcan los hechos en su

verdadera perspectiva, puesto cada cual en el plano de importancia que les es propio. Y hasta

tal punto es así, que no puede esperarse ninguna mejora apreciable en nuestros destinos

mientras no se corrija previamente ese defecto ocular que impide al español medio la percepción acertada de las realidades colectivas. Tal vez sea yo quien se encuentra

 perdurablemente en error; pero debo confesar que sufro verdaderas congojas oyendo hablar 

de España a los españoles, asistiendo a su infatigable tomar el rábano por las hojas. Apenashay cosa que sea justamente valorada: se da a lo insignificante una grotesca importancia, y,

en cambio, los hechos verdaderamente representativos y esenciales apenas son notados.

 No debiera olvidarse un momento que en la comprensión de la realidad social lo

decisivo es la perspectiva, el valor que a cada elemento se atribuya dentro del conjunto.

Ocurre lo mismo que en la psicología de los caracteres individuales. Poco más o menos, los

mismos contenidos espirituales hay en un hombre que en otro. El repertorio de pasiones,

deseos, afectos nos suele ser común; pero en cada uno de nosotros las mismas cosas están

 situadas de distinta manera. Todos somos ambiciosos, más en tanto que la ambición del uno

 se halla instalada en el centro y eje de su personalidad, en el otro ocupa una zona

 secundaria, cuando no periférica. La diferencia de los caracteres, dada la homogeneidad de

la materia humana, es ante todo una diferencia de localización espiritual. Por eso, el talento

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 psicológico consiste en una fina percepción de los lugares que dentro de cada individuo

ocupan las pasiones; por lo tanto, en un sentido de la perspectiva.

 El sentido para lo social, lo político, lo histórico, es del mismo linaje. Poco más o

menos, lo que pasa en una nación pasa en las demás. Cuando se subraya un hecho como

especifico de la condición española, no falta nunca algún discreto que cite otro hecho igual 

acontecido en Francia, en Inglaterra, en Alemania, sin advertir que lo que se subraya no es el hecho mismo, sino su peso y rango dentro de la anatomía nacional. Aun siendo, pues,

aparentemente el mismo, su diferente colocación en el mecanismo colectivo lo modifica por 

completo. Eadem sed aliter: las mismas cosas, sólo que de otra manera; tal es el principio

que debe regir las meditaciones sobre sociedad, política, historia.

 La aberración visual que solemos padecer en las apreciaciones del presente español 

queda multiplicada por las erróneas ideas que del pretérito tenemos. Es tan desmesurada

nuestra evaluación del pasado peninsular, que por fuerza ha de deformar nuestros juicios

 sobre el presente. Por una curiosa inversión de las potencias imaginativas, suele el español 

hacerse ilusiones sobre su pasado en vez de hacérselas sobre el porvenir, que sería más

 fecundo. Hay quien se consuela de las derrotas que hoy nos inflingen .Los moros, recordando

que el Cid existió, en vez de preferir almacenar en el pasado los desastres y procurar victorias para el presente. En nada aparece tan claro este nocivo influjo del antaño como en

la producción intelectual. ¡Cuánto no ha estorbado y sigue estorbando para que hagamos

ciencia y arte nuevos, por lo menos actuales, la idea de que en el pasado poseímos una

ejemplar cultura, cuyas tradiciones y matrices deben ser perpetuadas!

 Ahora bien: ¿no es el peor pesimismo creer, como es usado, que España fue un tiempo la

raza más perfecta, pero que luego declinó en pertinaz decadencia? ¿No equivale esto a

 pensar que nuestro pueblo tuvo ya su hora mejor y se halla en irremediable decrepitud?

 Frente a ese modo de pensar, que es el admitido, no pueden ser tachadas de pesimismo las

 páginas de este ensayo. En ellas se insinúa que la descomposición del poder político logrado

 por España en el siglo XVI no significa, rigorosamente hablando, una decadencia. El 

encumbramiento de nuestro pueblo fue más aparente que real, y, por lo tanto, es más que real 

aparente su descenso. Se trata de un espejismo peculiar a la historia de España, espejismo

que constituye precisamente el problema específico propuesto a la atención de los

meditadores nacionales.

 La otra advertencia que quisiera hacer al lector queda ya iniciada en lo que va dicho. Al 

analizar el estado de disolución a que ha venido la sociedad española, encontramos algunos

 síntomas e ingredientes que no son exclusivos de nuestro país, sino tendencias generales hoy

en todas las naciones europeas. Es natural que sea así. Las épocas representan un papel declimas morales, de atmósferas históricas a que son sometidas las naciones. Por grande que

 sea la diferencia entre las fisonomías de éstas, la comunidad de época les impone ciertos

rasgos parecidos. Yo no he querido distraer la atención del lector distinguiendo en cada casolo que me parece fenómeno europeo de lo que juzgo genuinamente español. Para ello habría

tenido que intentar toda una anatomía de la época en que vivimos , corriendo el riesgo de

dejar desenfocada, sobre tan largo paisaje, la silueta de nuestro problema nacional.

Ciertamente que el tema -una anatomía de la Europa actual- es demasiado tentador para

que un día u otro no me rinda a la voluptuosa faena de tratarlo. Habría entonces de expresar 

mi convicción de que las grandes naciones continentales transitan ahora el momento más

 grave de toda su historia. En modo alguno me refiero con esto a la pasada guerra y sus

consecuencias. La crisis de la vida europea labora en tan hondas capas del alma continental,

que no puede llegar a ellas guerra ninguna, y la más gigantesca o frenética se limita a

resbalar tangenteando la profunda víscera enferma. La crisis a que aludo se había iniciado

con anterioridad a la guerra, y no pocas cabezas claras del continente tenían ya noticia de

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ella. La conflagración no ha hecho más que acelerar el crítico proceso y ponerlo de

manifiesto ante los menos avizores.

 A estas fechas, Europa no ha comenzado aún su interna restauración. ¿Por qué? ¿Cómo es

 posible que los pueblos capaces de organizar tan prodigiosamente la contienda se muestren

ahora tan incapaces para liquidarla y organizar de nuevo la paz? Nada más natural, se dice:

han quedado extenuados por la guerra. Pero esta idea de que las guerras extenúan es unerror que proviene de otro tan extendido como injustificado. Por una caprichosa decisión de

las mentes, se ha dado en pensar que las guerras son un hecho anómalo en la biología

humana, siendo así que la historia lo presenta en todas sus páginas como cosa no menos

normal, acaso más normal que la paz. La guerra fatiga, pero no extenúa: es una función

natural del organismo humano, para la cual se halla este prevenido. Los desgastes que

ocasiona son pronto compensados mediante el poder de propia regulación que actúa en todos

los fenómenos vitales. Cuando el esfuerzo guerrero deja extenuado a quien lo produce, hay

motivo para sospechar de la salud de este.

 Es, en efecto, muy sospechosa la extenuación en que ha caído Europa. Porque no se trata

de que no logre dar cima a la organización que se propone. Lo curioso del caso es que no se

la propone. No es, pues, que fracase su intento, sino que no intenta. A mi juicio, el síntomamás elocuente de la hora actual es la ausencia en toda Europa de una ilusión hacia el 

mañana. Si las grandes naciones no se restablecen es porque en ninguna de ellas existe el 

claro deseo de un tipo de vida mejor que sirva de pauta sugestiva a la recomposición. Y esto,

adviértase bien, no ha pasado nunca en Europa. Sobre las crisis más violentas o más tristes

ha palpitado siempre la lumbre alentadora de una ilusión, la imagen esquemática de una

existencia más deseable. Hoy en Europa no se estima el presente: instituciones, ideas,

 placeres saben a rancio. ¿Qué es lo que, en cambio, se desea? En Europa hoy no se desea.

 No hay cosecha de apetitos. Falta por completo esa incitadora anticipación de un porvenir 

deseable, que es un órgano esencial en la biología humana. El deseo, secreción exquisita de

todo espíritu sano, es lo primero que se agosta cuando la vida declina. Por eso faltan al 

anciano, y en su hueco vienen a alojarse las reminiscencias.

 Europa padece una extenuación en su facultad de desear que no es posible atribuir a la

 guerra. ¿Cuál es su origen? ¿Es que los principios mismos de que ha vivido el alma

continental están ya exhaustos, como canteras desventradas? No he de intentar responder 

ahora a esas preguntas que tanto preocupan hoy a los espíritus selectos. He rozado la

cuestión para advertir nada más que a los males españoles descritos por mí no cabe hallar 

medicina en los grandes pueblos actuales. No sirven de modelos para una renovación porque

ellos mismos se sienten anticuados y sin un futuro incitante. Tal vez ha llegado la hora en queva a tener más sentido la vida en los pueblos pequeños y un poco bárbaros. Permítaseme que

deje ahora inexplicada esta frase de contornos sibilinos. Antes conviene -puesto que se han

abierto un camino inesperado hasta el gran público- que produzcan todo su efecto las páginas de este libro, llamémosle así.

Octubre 1922

PROLOGO A LA CUARTA EDICION

 Hace varios años se agotaron los ejemplares de esta obra, y he pensado que acaso

conviniera su lectura a una nueva generación de lectores. Estas páginas, en rigor, son ya

viejas: comenzaron a publicarse en El Sol, en 1920. Datan, pues, de casi quince años y, como

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Tácito sugiere, «quince años son una etapa decisiva del tiempo humano» : per quindecim

annos, grande mortalis aevi spatium.

Quince años no es una cifra cualquiera, sino que significa la unidad efectiva que articula el 

tiempo histórico y lo constituye. Porque historia es la vida humana en cuanto que se halla

 sometida a cambios de su estructura general. Pues bien: la estructura de la vida se

transforma siempre de quince en quince años. Es cuestión secundaria cuántas cosascontinúen o desaparezcan en el paso de uno de esos períodos al siguiente; lo decisivo es que

cambia la organización general, la arquitectura y perspectiva de la existencia. Casi fuera

expresión estricta de la verdad decir que la palabra «vida humana», referida a 1920  y a

1934,  significa cosas muy diferentes; porque, en efecto, la faena de vivir, que es siempre

tremebunda, consiste hoy en apuros y afanes muy otros que los de hace quince añosl.

1 Las razones de todo ello pueden verse en mi libro El método de las generaciones históricas, que va aparecer 

en las publicaciones de la Cátedra Valdecilla. [Publicado con el título En torno a Galileo] 

Sería, pues, lo más natural que estas páginas resultasen hoy ilegibles, ya que no son lo

bastante arcaicas para acogerse a los beneficios de la arqueología. Mas también puedeacaecer lo contrario: que estas páginas fuesen en 1920 extemporáneas; que hubiesen

representado entonces una anticipación y sólo en la fecha presente encontrasen su hora

oportuna.

Cuando menos, cabe asegurar que no pocas de las ideas insinuadas por vez primera en

estos artículos tardaron años en brotar fuera de España y desde allí refluir hacia nuestra

 Península. Algunas valen hoy como «la última palabra», a pesar de que en este volumen, tan

viejecito y tan sin pretensiones, estaban ya inclusive con su palabra, con su bautismo

terminológico. Sólo les faltaba algo que han recibido fuera: su falsificación, su

desmesuramiento y su petrificación en tópicos.

 Debo decir que a mí, de todas esas ideas, las que hoy me interesan más son las que todavía

 siguen siendo anticipaciones y aún no se han cumplido ni son hechos palmarios. Por ejemplo: el anuncio de que cuanto hoy acontece en el planeta terminará con el fracaso de las

masas en su pretensión de dirigir la vida europea. Es un acontecimiento que veo llegar a

 grandes zancadas. Ya a estas horas están haciendo las masas -las masas de toda clase- la

experiencia inmediata de su propia inanidad. La angustia, el dolor, el hambre y la sensación

de vital vacío las curarán de la atropellada petulancia que ha sido en estos años su único

 principio animador. Más allá de la petulancia descubrirán en sí mismas un nuevo estado de

espíritu: la resignación, que es en la mayor parte de los hombres la única gleba fecunda y la

 forma más alta de espiritualidad a que pueden llegar. Sobre ella será posible iniciar la nueva

construcción. Y entonces se verá, con gran sorpresa, que la exaltación de las masas

nacionales y de las masas obreras, llevada al paroxismo en los últimos treinta años, era la

vuelta que ineludiblemente tenía que tomar la realidad histórica para hacer posible el auténtico futuro, que es, en una u otra forma, la unidad de Europa. Siempre ha acontecido lo

mismo. Lo que va a ser la verdadera y definitiva solución de una crisis profunda es lo que

más se elude ya lo que mayor resistencia se opone. Se comienza por ensayar todos los demás

 procedimientos y con predilección los más opuestos a aquella única solución. Pero el fracaso

inevitable de éstos deja exenta, luminosa y evidente la efectiva verdad, que entonces se

impone de manera automática, con una sencillez mágica.

Cuando este volumen apareció, tuvo mayores consecuencias fuera que dentro de España.

 Fui solicitado reiteradamente para que consintiese su publicación en los Estados Unidos, en

 Alemania y en Francia, pero me opuse a ello de modo terminante. Entonces los grandes

 países parecían intactos en su perfección, y este libro presentaba demasiado al desnudo las

lacras del nuestro. Como puede verse en el prólogo a la segunda edición, publicada muy

 pocos meses después de la primera, yo sabía ya que muchas de estas lacras eran

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 secretamente padecidas por aquellas naciones en apariencia tan ejemplares, pero hubiera

 sido inútil intentar entonces mostrarlo. Hay gentes que sienten una repugnante y hermética

admiración hacia todo lo que parece en triunfo, y un desdén bellaco hacia lo que por el 

momento toma un aire de cosa vencida. Hubiera sido vano decir a estos adoradores de todos

los Segismundos que Inglaterra, Francia, Alemania sufrirían de los mismos males que

nosotros. Cuando hace diez años anuncié que en todas partes se pasaría por situacionesdictatoriales, que éstas eran una irremediable enfermedad de la época y el castigo condigno

de sus vicios, los lectores sintieron gran conmiseración por el estado de mi caletre. Era, pues,

 preferible, si quería aclarar un poco lo que más me importaba y me urgía -los problemas de

 España-, renunciar a complicarlos con los menos patentes del extranjero. Mi obra era para

andar por casa y debía quedar como un secreto doméstico. Hoy se ha visto que ciertos males

 profundos son comunes a todo el Occidente, y no me opondría ya a que estas páginas fuesen

vertidas a otros idiomas.

 Mas, con todo esto, no debe el lector creer, que va a entrar en la lectura de un libro, lo que

 se llama, hablando en serio, un libro. Una vez y otra se hace constar en el texto la intención

 puramente pragmática que lo inspiró. Yo necesitaba para mi vida personal orientarme sobre

los destinos de mi nación, a la que me sentía radicalmente adscrito. Hay quien sabe vivir como un sonámbulo; yo no he logrado aprender este cómodo estilo de existencia. Necesito

vivir de claridades y lo más despierto posible. Si yo hubiese encontrado libros que me

orientasen con suficiente agudeza sobre los secretos del camino que España lleva por la

historia, me habría ahorrado el esfuerzo de tener que construirme malamente, con

escasísimos conocimientos y materiales, a la manera de Robinson, un panorama esquemático

de su evolución y de su anatomía. Yo sé que un día, espero que próximo, habrá verdaderos

libros sobre historia de España, compuestos por verdaderos historiadores. La generación que

ha seguido a la mía, dirigida por algún maestro, que pertenece a la anterior, ha hecho

avanzar considerablemente la madurez de esa futura cosecha. Pero el hombre no puede

esperar. La vida es todo lo contrario de las Kalendas griegas. La vida es prisa. Yo necesitaba

 sin remisión ni demora aclararme un poco el rumbo de mi país a fin de evitar en mi conducta,

 por lo menos, las grandes estupideces. Alguien en pleno desierto se siente enfermo,

desesperadamente enfermo. ¿Qué hará? No sabe medicina, no sabe casi nada de nada. Es

 sencillamente un pobre hombre a quien la vida se le escapa. ¿Qué hará? Escribe estas

 páginas, que ofrece ahora en cuarta edición a todo el que tenga la insólita capacidad de

 sentirse, en plena salud, agonizante y, por lo mismo, dispuesto siempre a renacer .

Junio 1934.

[Advertencia]

 No creo que sea completamente inútil para contribuir a la solución de los problemas políticos distanciarse de ellos por algunos momentos, situándolos en una perspectiva histórica.

En esta virtual lejanía parecen los hechos esclarecerse por sí mismos y adoptar 

espontáneamente la postura en que mejor se revela su profunda realidad.

En este ensayo de ensayo es, pues, el tema histórico y no político. Los juicios sobre grupos

y tendencias de la actualidad española que en él van insertos no han de tomarse como

actitudes de un combatiente. Intentan más bien expresar mansas contemplaciones del hecho

nacional, dirigidas por una aspiración puramente teórica y, en consecuencia, inofensiva.

PRIMERA PARTE

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PARTICULARISMOY ACCION DIRECTA

1 INCORPORACION Y DESINTEGRACION

En la  Historia Romana de Mommsen hay, sobre todos, un instante solemne. Es aquel en

que, tras ciertos capítulos preparatorios, toma la pluma el autor para comenzar la narración de

los destinos de Roma. Constituye el pueblo romano un caso único en el conjunto de los

conocimientos históricos: es el único pueblo que desarrolla entero el ciclo de su vida delante

de nuestra contemplación. Podemos asistir a su nacimiento ya su extinción. De los demás, el

espectáculo es fragmentario: o no los hemos visto nacer, o no los hemos visto aún morir.

Roma es, pues, la única trayectoria completa de organismo nacional que conocemos. Nuestra

mirada puede acompañar a la ruda Roma quadrata en su expansión gloriosa por todo el

mundo ecuménico, y luego verla contraerse en unas ruinas que no por ser ingentes dejan de

ser míseras. Esto explica que hasta ahora sólo se haya podido construir una historia en todo el

rigor científico del vocablo: la de Roma. Mommsen fue el gigantesco arquitecto de taledificio.

Pues bien: hay un instante solemne en que Mommsen va a comenzar la relación de las

vicisitudes de este pueblo ejemplar. La pluma en el aire, frente al blanco papel, Mommsen se

reconcentra para elegir la primera frase, el compás inicial de su hercúlea sinfonía. En rauda

 procesión transcurre ante su mente la fila multicolor de los hechos romanos. Como en la

agonía suele la ida entera del moribundo desfilar ante su conciencia, Mommsen, que había

vivido mejor que ningún romano la existencia del Imperio latino, ve una vez más desarrollarse

vertiginosa la dramática película. Todo aquel tesoro de intuiciones da el precipitado de un

 pensamiento sintético. La pluma suculenta desciende sobre el papel y escribe estas palabras:

 La historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto sistema de

incorporación l.

1 En la edición alemana no se habla de «incorporación», sino de «synoikismo». La idea es la misma: synoiquismo es literalmente convivencia, ayuntamiento de moradas. Al revisar la traducción francesa, prefirió

Mommsen una palabra menos técnica.

Esta frase expresa un principio del mismo valor para la historia que en la física tiene este

otro: la realidad física consiste últimamente en ecuaciones de movimiento. Calor, luz,

resistencia, cuanto en la naturaleza no parece ser movimiento, lo es en realidad. Hemos

entendido o explicado un fenómeno cuando hemos descubierto su expresión foronómica, su

fórmula de movimiento.

Si el papel que hace en física el movimiento lo hacen en historia los procesos deincorporación, todo dependerá de que poseamos una noción clara de lo que es la

incorporación.

Y al punto tropezamos con una propensión errónea, sumamente extendida, que lleva a

representarse la formación de un pueblo como el crecimiento por dilatación de un núcleo

inicial. Procede este error de otro más elemental que cree hallar el origen de la sociedad

 política, del Estado, en una expansión de la familia. La idea de que la familia es la célula

social y el Estado algo así como una familia que ha engordado, es una rémora para el progreso

de la ciencia histórica, de la sociología, de la política y de otras muchas cosas2.

2 En mi estudio, aún no recogido en volumen, «El Estado, la juventud y el Carnaval», expongo la situación

actual de las investigaciones etnográficas sobre el origen de la sociedad civil. Lejos de ser la familia germen delEstado, es, en varios sentidos, todo lo contrario: en primer lugar, representa una formación posterior al Estado, y

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en segundo lugar, tiene el carácter de una reacción contra el Estado. [Publicado posteriormente, con el título «El

origen deportivo del Estado», en el tomo VII de El Espectador, 1930.]

 No; incorporación histórica no es dilatación de un núcleo inicial. Recuérdese a este

 propósito las etapas decisivas de la evolución romana. Roma es primero una comuna asentada

en el monte Palatino y las siete alturas inmediatas: es la Roma Palatina, Septimontiun, o Romade la montaña. Luego, esta Roma se une con otra comuna frontera asentada sobre la colina del

Quirinal, y desde entonces hay dos Romas: la de la montaña y la de la colina. Ya esta primera

escena de la incorporación romana excluye la imagen de dilatación. La Roma total no es una

expansión de la Roma palatina, sino la articulación de dos colectividades distintas en una

unidad superior.

Esta Roma palatino-quirinal vive entre otras muchas poblaciones análogas, de su misma

raza latina, con las cuales no poseía, sin embargo, conexión política alguna. La identidad de

raza no trae consigo la incorporación en un organismo nacional, aunque a veces favorezca y

facilite este proceso. Roma tuvo que someter a las comunas del Lacio, sus hermanas de raza,

 por los mismos procedimientos que siglos más tarde había de emplear para integrar en el

Imperio a gentes tan distintas de ella étnicamente como celtíberos y galos, germanos ygriegos, escitas y sirios. Es falso suponer que la unidad nacional se funda en la unidad de

sangre, y viceversa. La diferencia racial, lejos de excluir la incorporación histórica, subraya lo

que hay de específico en la génesis de todo gran Estado.

Ello es que Roma obliga a sus hermanas del Lacio a constituir un cuerpo social, una

articulación unitaria, que fue elfoedus latinun, la federación latina, segunda etapa de la

 progresiva incorporación.

El paso inmediato fue dominar a etruscos y samnitas, las dos colectividades de raza distinta

limítrofes del territorio latino. Logrado esto, el mundo italiota es ya una unidad históricamente

orgánica. Poco después, en rápido, prodigioso crescendo, todos los demás pueblos conocidos,

desde el Cáucaso al Atlántico, se agregan al torso italiano, formando la estructura gigante del

Imperio. Esta última etapa puede denominarse de colonización.Los estadios del proceso incorporativo forman, pues, una admirable línea ascendente: Roma

inicial, Roma doble, federación latina, unidad italiota, Imperio colonial. Este esquema es

suficiente para mostramos que la incorporación histórica no es la dilatación de un núcleo

inicial, sino más bien la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva

estructura. El núcleo inicial, ni se traga los pueblos que va sometiendo, ni anula el carácter de

unidades vitales propias que antes tenían. Roma somete las Galias; esto no quiere decir que

los galos dejen de sentirse como una entidad social distinta de Roma y que se disuelvan en

una gigantesca masa homogénea llamada Imperio romano. No; la cohesión gala perdura, pero

queda articulada como una parte en un todo más amplio. Roma misma, núcleo inicial de la

incorporación, no es sino otra parte del colosal organismo, que goza de un rango privilegiado

 por ser el agente de la totalización.Entorpece sobremanera la inteligencia de lo histórico suponer que cuando de los núcleos

inferiores se ha formado la unidad superior nacional, dejan aquéllos de existir como

elementos activamente diferenciados. Lleva esta errónea idea a presumir, por ejemplo, que

cuando Castilla reduce a unidad española a Aragón, Cataluña y Vasconia, pierden estos

 pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman. Nada de esto:

sometimiento, unificación, incorporación, no significan muerte de los grupos como tales

grupos; la fuerza de independencia que hay en ellos perdura, bien que sometida; esto es,

contenido su poder centrifugo por la energía central que los obliga a vivir como partes de un

todo y no como todos aparte. Basta con que la fuerza central, escultora de la nación -Roma en

el Imperio, Castilla en España, la Isla de Francia en Francia-, amengüe, para que se vea

automáticamente reaparecer la energía secesionista de los grupos adheridos.

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Pero la frase de Mommsen es incompleta. La historia de una nación no es sólo la de su

 periodo formativo y ascendente: es también la historia de su decadencia. Y si aquélla consistía

en reconstruir las líneas de una progresiva incorporación, ésta describirá el proceso inverso.

La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración.

Es preciso, pues, que nos acostumbremos a entender toda unidad nacional, no como una

coexistencia interna, sino como un sistema dinámico. Tan esencial es para su mantenimientola fuerza central como la fuerza de dispersión. El peso de la techumbre gravitando sobre las

 pilastras no es menos esencial al edificio que el empuje contrario ejercido por las pilastras

 para sostener la techumbre.

La fatiga de un órgano parece a primera vista un mal que éste sufre. Pensamos, acaso, que

en un ideal de salud la fatiga no existiría. No obstante, la fisiología ha notado que sin un

mínimum de fatiga el órgano se atrofia. Hace falta que su función sea excitada, que trabaje y

se canse para que pueda nutrirse. Es preciso que el órgano reciba frecuentemente pequeñas

heridas que lo mantengan alerta. Estas pequeñas heridas han sido llamadas «estímulos

funcionales»; sin ellas, el organismo no funciona, no vive.

Del mismo modo, la energía unificadora, central, de totalización -llámese como se quiera-,

necesita, para no debilitarse, de la fuerza contraria, de la dispersión, del impulso centrífugo perviviente en los grupos. Sin este estimulante, la cohesión se atrofia, la unidad nacional se

disuelve, las partes se despegan, flotan aisladas y tienen que volver a vivir cada una como un

todo independiente.

2. POTENCIA DE NACIONALIZACION

El poder creador de naciones es un quid divinum, un genio o talento tan peculiar como la

 poesía, la música y la invención religiosa. Pueblos sobremanera inteligentes han carecido de

esa dote, y, en cambio, la han poseído en alto grado pueblos bastante torpes para las faenas

científicas o artísticas. Atenas, a pesar de su infinita perspicacia, no supo nacionalizar el

Oriente mediterráneo; en tanto que Roma y Castilla, mal dotadas intelectualmente, forjaron

las dos más amplias estructuras nacionales.

Sería de gran interés analizar con alguna detención los ingredientes de ese talento

nacionalizador. En la presente coyuntura basta, sin embargo, con que notemos que es un

talento de carácter imperativo, no un saber teórico, ni una rica fantasía, ni una profunda y

contagiosa emotividad de tipo religioso. Es un saber querer y un saber mandar.

Ahora bien: mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino unaexquisita mixtura de ambas cosas. La sugestión moral y la imposición material van

íntimamente fundidas en todo acto de imperar. Yo siento mucho no coincidir con el pacifismo

contemporáneo en su antipatía hacia la fuerza; sin ella no habría habido nada de lo que másnos importa en el pasado, y si la excluimos del porvenir sólo podremos imaginar una

humanidad caótica. Pero también es cierto que con sólo la fuerza no se ha hecho nunca cosa

que merezca la pena.

Solitaria, la violencia fragua'" pseudoincorporaciones que duran breve tiempo y fenecen sin

dejar rastro histórico apreciable. ¿No salta a la vista la diferencia entre esos efímeros

conglomerados de pueblos y las verdaderas, substanciales incorporaciones? Compárense los

formidables imperios mongólicos de Genghis-Khan o Timul con la Roma antigua y las

modernas naciones de Occidente. En la jerarquía de la violencia, una fuerza como la de

Genghis-Khan es insuperable. ¿Qué son Alejandro, César o Napoleón, emparejados con el

terrible genio de Tartaria, el sobrehumano nómada, domador de medio mundo, que lleva su

 yurta cosida en la estepa desde el Extremo Oriente a los contrafuertes del Cáucaso? Frente alKhan tremebundo, que no sabe leer ni escribir, que ignora todas las religiones y desconoce

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todas las ideas, Alejandro, César, Napoleón son propagandistas de la Salvation Army. Mas el

Imperio tártaro dura cuanto la vida del herrero que lo lañó con el hierro de su espada; la obra

de César, en cambio, duró siglos y repercutió en milenios.

En toda auténtica incorporación, la fuerza tiene un carácter adjetivo. La potencia

verdaderamente substancial que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma nacional, un

 proyecto sugestivo de vida en común. Repudiemos toda interpretación estática de laconvivencia nacional y sepamos entenderla dinámicamente. No viven juntas las gentes sin

más ni más y porque sí; esa cohesión a priori sólo existe en la familia. Los grupos que

integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de

grandes utilidades. No conviven  por estar juntos, sino  para hacer  juntos algo. Cuando los

 pueblos que rodean a Roma son sometidos, más que por las legiones se sienten injertados en

el árbol latino por una ilusión. Roma les sonaba a nombre de una gran empresa vital donde

todos podían colaborar; Roma era un proyecto de organización universal; era una tradición

 jurídica superior, una admirable administración, un tesoro de ideas recibidas de Grecia que

 prestaban un brillo superior a la vida, un repertorio de nuevas fiestas y mejores placeres 1. El

día que Roma dejó de ser este proyecto de cosas por hacer mañana, el Imperio se desarticuló.

1 A propósito del edicto de Caracalla de 212 d. de J.C., concediendo a los habitantes del Imperio el derecho deciudadanía, escribe Bloch en un libro reciente: «El acto de 212 apareció a la larga en todo su verdadero alcance,

considerado no tanto en sí mismo como en la serie de hechos de que era resultado y consagración; apareció como

la suprema y definitiva expresión, como el coronamiento de la política liberal y generosa proseguida, con una

constancia admirable, desde los primeros tiempos de la República. En este sentido habló de él San Agustín, y

con la misma intención escribía el galo Rutílius Namatianus, en el momento en que el Imperio iba a

derrumbarse, estos hermosos versos, los más bellos en que se ha glorificado la misión histór ica de Roma:

 f'ecisti patriam diversis gentibus unam,

Urbem fecisti quod prius orbis erat.»

Bloch. L 'Empire romain, 215 (1922).

 No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista. Este

error nace, como ya he indicado, de buscar en la familia, en la comunidad nativa, previa,

ancestral, en el pasado, en suma, el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de

tener un programa para mañana.

En cuanto a la fuerza, no es difícil determinar su misión. Por muy profunda que sea la

necesidad histórica de la unión entre dos pueblos, se oponen a ella intereses particulares,

caprichos, vilezas, pasiones y, más que todo esto, prejuicios colectivos instalados en la

superficie del alma popular que va a aparecer como sometida. Vano fuera el intento de vencer 

tales rémoras con la persuasión que emana de los razonamientos. Contra ellas sólo es eficaz el

 poder de la fuerza, la gran cirugía histórica.Es, pues, la misión de ésta resueltamente adjetiva y secundaria, pero en modo alguno

desdeñable. Desde hace un siglo padece Europa una perniciosa propaganda en desprestigio de

la fuerza. Sus raíces, hondas y sutiles, provienen de aquellas bases de la cultura moderna que

tienen un valor más circunstancial, limitado y digno de superación. Ello es que se ha

conseguido imponer a la opinión pública europea una idea falsa sobre lo que es la fuerza de

las armas. Se la ha presentado como cosa infrahumana y torpe residuo de la animalidad

 persistente en el hombre. Se ha hecho de la fuerza lo contrapuesto al espíritu, o, cuando más,

una manifestación espiritual de carácter inferior.

El buen Heriberto Spencer, expresión tan vulgar como sincera de su nación y de su época,

opuso al «espíritu guerrero» el «espíritu industrial», y afirmó que era éste un absoluto

 progreso en comparación con aquél. Fórmula tal halagaba sobremanera los instintos de la

 burguesía imperante, pero nosotros debiéramos someterla a una severa revisión. Nada es, en

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efecto, más remoto de la verdad. La ética industrial, es decir, el conjunto de sentimientos,

normas, estimaciones y principios que rigen, inspiran y nutren la actividad industrial, es moral

y vitalmente inferior a la ética del guerrero. Gobierna a la industria el principio de la utilidad,

en tanto que los ejércitos nacen del entusiasmo. En la colectividad industrial se asocian los

hombres mediante contratos, esto es, compromisos parciales, externos, mecánicos, al paso que

en la colectividad guerrera quedan los hombres integralmente solidarizados por el honor y lafidelidad, dos normas sublimes. Dirige el espíritu industrial un cauteloso afán de evitar el

riesgo, mientras el guerrero brota de un genial apetito de peligro. En fin, aquello que ambos

tienen de común, la disciplina, ha sido primero inventado por el espíritu guerrero y merced a

su pedagogía injertado en el hombre l.

1 Uno de los hombres más sabios e imparciales de nuestra época, el gran sociólogo y economista Max Weber,

escribe: «La fuente originaria del concepto actual de la ley fue la disciplina militar romana y el carácter peculiar de su comunidad guerrera.» (Wirtschaft und Gesell chaft, pág. 406; 1922.)

Sería injusto comparar las formas presentes de la vida industrial, que en nuestra época ha

alcanzado su plenitud, con las organizaciones militares contemporáneas, que representan unadecadencia del espíritu guerrero. Precisamente lo que hace antipáticos y menos estimables a

los ejércitos actuales es que son manejados y organizados por el espíritu industrial. En cierto

modo, el militar es el guerrero deformado por el industrialismo.

Medítese un poco sobre la cantidad de fervores, de altísimas virtudes, de genialidad, de

vital energía que es preciso acumular para poner en pie un buen ejército. ¿Cómo negarse a ver 

en ello una de las creaciones más maravillosas de la espiritualidad humana? La fuerza de las

armas no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual. Esta es la verdad palmaria, aunque los

intereses de uno u otro propagandista les impidan reconocerlo. La fuerza de las armas,

ciertamente, no es fuerza de razón, pero la razón no circunscribe la espiritualidad. Más

 profundas que ésta, fluyen en el espíritu otras potencias, y entre ellas las que actúan en la

 bélica operación. Así, el influjo de las armas, bien analizado, manifiesta, como todo loespiritual, su carácter predominantemente persuasivo. En rigor, no es la violencia material con

que un ejército aplasta en la batalla a su adversario lo que produce efectos históricos. Rara vez

el pueblo vencido agota en el combate su posible resistencia. La victoria actúa, más que

materialmente, ejemplarmente, poniendo de manifiesto la superior calidad del ejército

vencedor, en la que, a su vez, aparece simbolizada, significada, la superior calidad histórica

del pueblo que forjó ese ejército l.

1 No se oponga a esto la trivial objeción de que un pueblo puede ser más inteligente, sabio, industrioso, civil,

artista que otro, y, sin embargo, bélicamente más débil. La calidad o rango histórico de un pueblo no se mide

exclusivamente por aquellas dotes. El «bárbaro» que aniquila al romano decadente era menos sabio que éste, y,sin embargo, no es dudosa la superior calidad histórica de aquél. De todos modos, la opinión arriba apuntada

alude sólo a la normalidad histórica que, como toda regla, tiene sus excepciones y su compleja casuística. [Véase

el ensayo del autor, titulado «La interpretación bélica de la historia», de 1925, incluido en el tomo VI de  El 

 Espectador, Madrid, 1927.]

Sólo quien tenga de la naturaleza humana una idea arbitraria tachará de paradoja la

afirmación de que las legiones romanas, y como ellas todo gran ejército, han impedido más

 batallas que las que han dado. El prestigio ganado en un combate evita otros muchos, y no

tanto por el miedo a la física opresión, como por el respeto a la superioridad vital del

vencedor. El estado de perpetua guerra en que viven los pueblos salvajes se debe

 precisamente a que ninguno de ellos es capaz de formar un ejército y con él una respetable,

 prestigiosa organización nacional.

En tal sesgo, muy distinto del que suele emplearse, debe un pueblo sentir su honor vinculado a su ejército, no por ser el instrumento con que puede castigar las ofensas que otra

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nación le infiera; éste es un honor externo, vano, hacia afuera. Lo importante es que el pueblo

advierta que el grado de perfección de su ejército mide con pasmosa exactitud los quilates de

la moralidad y vitalidad nacionales. Raza que no se siente ante sí misma deshonrada por la

incompetencia y desmoralización de su organismo guerrero, es que se halla profundamente

enferma e incapaz de agarrarse al planeta.

Por tanto, aunque la fuerza represente sólo un papel secundario y auxiliar en los grandes procesos de incorporación nacional, es inseparable de ese estro divino que, como arriba he

dicho, poseen los pueblos creadores e imperiales. El mismo genio que inventa un programa

sugestivo de vida en común, sabe siempre forjar una hueste ejemplar, que es de ese programa

símbolo eficaz y sin par propaganda *.

* [Los párrafos situados entre el espacio blanco precedente (pág. 34) y el que sigue proceden de un artículo

del autor publicado en el  El Sol el 14-11-1922 titulado «Nación y ejército». El artículo llevaba una entradilla enla que se decía: «Dentro de pocos días se publicará la segunda edición del ya famoso libro  España Invertebrada,

rápidamente agotado, de D. José Ortega y Gasset. Al entregarlo de nuevo a las prensas, el gran pensador ha

creído conveniente hacer importantes adiciones al texto primitivo, que completan su pensamiento. Entre estas

adiciones, encontramos una que nos parece de la mayor actualidad en estos momentos en que la nación

contempla, entre atónita y apasionada, la situación del Ejército».]

Desde estos pensamientos, como desde un observatorio, miremos ahora en la lejanía de una

 perspectiva casi astronómica el presente de España.

3. ¿POR QUE HAY SEPARATISMO?

Uno de los fenómenos más característicos de la vida política española en los últimos veinte

años ha sido la aparición de regionalismos, nacionalismos, separatismos; esto es, movimientos

de secesión étnica y territorial. ¿Son muchos los españoles que hayan llegado a hacerse cargo

de cuál es la verdadera realidad histórica de tales movimientos? Me temo que no.Para la mayor parte de la gente, el «nacionalismo» catalán y vasco es un movimiento

artificioso que, extraído de la nada, sin causas ni motivos profundos, empieza de pronto unos

cuantos años hace. Según esta manera de pensar, Cataluña y Vasconia no eran antes de ese

movimiento unidades sociales distintas de Castilla o Andalucía. Era España una masa

homogénea, sin discontinuidades cualitativas, sin confines interiores de unas partes con otras.

Hablar ahora de regiones, de pueblos diferentes, de Cataluña, de Euzkadi, es cortar con un

cuchillo una masa homogénea y tajar cuerpos distintos en lo que era un compacto volumen.

Unos cuantos hombres, movidos por codicias económicas, por soberbias personales, por 

envidias más o menos privadas, van ejecutando deliberadamente esta faena de

despedazamiento nacional, que sin ellos y su caprichosa labor no existiría. Los que tienen de

estos movimientos secesionistas pareja idea, piensan con lógica consecuencia que la única

manera de combatirlos es ahogarlos por directa estrangulación: persiguiendo sus ideas, sus

organizaciones y sus hombres. La forma concreta de hacer esto es, por ejemplo, la siguiente:

En Barcelona y Bilbao luchan «nacionalistas» y «unitarios»; pues bien: el Poder central

deberá prestar la incontrastable fuerza de que como Poder total goza, a una de las partes

contendientes; naturalmente, la unitaria. Esto es, al menos, lo que piden los centralistas vascos

y catalanes, y no es raro oír de sus labios frases como éstas: «Los separatistas no deben ser 

tratados como españoles.» «Todo se arreglará con que el Poder central nos envíe un

gobernador que se ponga a nuestras órdenes.»

Yo no sabría decir hasta qué extremado punto discrepan de las referidas mis opiniones

sobre el origen, carácter, trascendencia y tratamiento de esas inquietudes secesionistas. Tengola impresión de que el «unitarismo» que hasta ahora se ha opuesto a catalanistas y

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 bizcaitarras, es un producto de cabezas catalanas y vizcaínas nativamente incapaces -hablo en

general y respeto todas las individualidades- para comprender la historia de España. Porque

no se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla, y hay razones para ir sospechando

que, en general, sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran

 problema de la España integral. Más de una vez me he entretenido imaginando qué habría

acontecido si, en lugar de hombres de Castilla, hubieran sido encargados, mil años hace, los«unitarios» de ahora, catalanes y vascos, de forjar esta enorme cosa que llamamos España. Yo

sospecho que, aplicando sus métodos y dando con sus testas en el yunque, lejos de arribar a la

España una, habrían dejado la Península convertida en una pululación de mil cantones.

Porque, como luego veremos, en el fondo, esa manera de entender los «nacionalismos» y ese

sistema de dominarlos es, a su vez, separatismo y particularismo: es catalanismo y

 bizcaitarrismo, bien que de signo contrario.

4 TANTO MONTA

Para quien ha nacido en esta cruda altiplanicie que se despereza del Ebro al Tajo, nada haytan conmovedor como reconstruir el proceso incorporativo que Castilla impone a la periferia

 peninsular. Desde un principio se advierte que Castilla sabe mandar. No hay más que ver la

energía con que acierta a mandarse a sí misma. Ser emperador de sí mismo es la primera

condición para imperar a los demás. Castilla se afana por superar en su propio corazón la

tendencia al hermetismo aldeano, a la visión angosta de los intereses inmediatos que reina en

los demás pueblos ibéricos. Desde luego, se orienta su ánimo hacia las grandes empresas, que

requieren amplia colaboración. Es la primera en iniciar largas, complicadas trayectorias de

 política internacional, otro síntoma de genio nacionalizador. Las grandes naciones no se han

hecho desde dentro, sino desde fuera; sólo una acertada política internacional, política de

magnas empresas, hace posible una fecunda política interior, que es siempre, a la postre,

 política de poco calado. Sólo en Aragón existía, como en Castilla, sensibilidad internacional,

 pero contrarrestada por el defecto más opuesto a esa virtud: una feroz suspicacia rural

aquejaba a Aragón, un irreductible apego a sus peculiaridades étnicas y tradicionales. La

continuada lucha fronteriza que mantienen los castellanos con la Media Luna, con otra

civilización, permite a éstos descubrir su histórica afinidad con las demás Monarquías

ibéricas, a despecho de las diferencias sensibles: rostro, acento, humor, paisaje. La «España

una» nace así en la mente de Castilla, no como una intuición de algo real -España no era, en

realidad, una-, sino como un ideal esquema de algo realizable, un proyecto incitador devoluntades, un mañana imaginario capaz de disciplinar el hoy y de orientarlo, a la manera que

el blanco atrae la flecha y tiende el arco. No de otra suerte, los codos en su mesa de hombre

de negocios, inventa Cecil Rhodes la idea de la Rhodesia: un Imperio que podía ser creado enla entraña salvaje del Africa. Cuando la tradicional política de Castilla logró conquistar para

sus fines el espíritu claro, penetrante, de Fernando el Católico, todo se hizo posible. La genial

vulpeja aragonesa comprendió que Castilla tenía razón, que era preciso domeñar la hosquedad

de sus paisanos e incorporarse a una España mayor. Sus pensamientos de alto vuelo sólo

 podían ser ejecutados desde Castilla, porque sólo en ella encontraban nativa resonancia.

Entonces se logra la unidad española; mas ¿para qué, con qué fin, bajo qué ideas ondeadas

como banderas incitantes? ¿Para vivir juntos, para sentarse en torno al fuego central, a la vera

unos de otros, como viejas sibilantes en invierno? Todo lo contrario. La unión se hace para

lanzar la energía española a los cuatro vientos, para inundar el planeta, para crear un Imperio

aún más amplio. La unidad de España se hace para esto y por esto. La vaga imagen de tales

empresas es una palpitación de horizontes que atrae, sugestiona e incita a la unión, que fundelos temperamentos antagónicos en un bloque compacto. Para quien tiene buen oído histórico,

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no es dudoso que la unidad española fue, ante todo y sobre todo, la unificación de las dos

 grandes políticas internacionales que a la sazón había en la península: la de Castilla, hacia

Africa y el centro de Europa; la de Aragón, hacia el Mediterráneo. El resultado fue que, por 

vez primera en la historia, se idea una Weltpolitik: la unidad española fue hecha para

intentarla.

En el capítulo anterior he sostenido que la incorporación nacional, la convivencia de pueblos y grupos sociales exige alguna empresa de colaboración y un proyecto sugestivo de

vida en común. La historia de España confirma esta opinión, que habíamos formado

contemplando la historia de Roma. Los españoles nos juntamos hace cinco siglos para

emprender una Weltpolitik y para ensayar otras muchas faenas de gran velamen.

 Nada de esto es construcción mía; no es orla de mandarín que yo, literato ocioso, pongo al

cabo de quinientos años a esperanzas y dolores de una edad remota. Entre otros mil

testimonios, me acojo a dos excepcionales que me ofrecen insuperable garantía y se

completan ambos. Uno es de Francesco Guicciardini, que muy joven vino de embajador 

florentino a nuestra tierra. En su  Relazione di Spagna cuenta que un día interrogó al rey

Fernando: «¿Cómo es posible que un pueblo tan belicoso como el español haya sido siempre

conquistado, del todo o en parte, por galos, romanos, cartagineses, vándalos, moros?» A loque el rey contestó: «La nación es bastante apta para las armas, pero desordenada, de suerte

que sólo puede hacer con ella grandes cosas el que sepa mantenerla unida y en orden.» y

esto es -añade Guicciardini- lo que, en efecto, hicieron Fernando e Isabel; merced a ello

 pudieron lanzar a España a las grandes empresas militares 1.

1. Opere inedite. vol. VI

Aquí, sin embargo, parece que la unidad es la causa y la condición para hacer grandes

cosas. ¿Quién lo duda? Pero es más interesante y más honda, y con verdad de más quilates, la

relación inversa; la idea de grandes cosas por hacer engendra la unificación nacional.

Guicciardini no era muy inteligente. La mente más clara del tiempo era Maquiavelo. Nadieen aquella época pensó más sobre política ni conoció mejor el doctrinal íntimo de las

cancillerías. Sobre todo, a nadie preocupó tanto la obra de Fernando como al sagaz secretario

de la Señoría. Su  Príncipe es, en rigor, una meditación sobre lo que hicieron Fernando el

Católico y César Borgia. Maquiavelismo es principalmente el comentario intelectual de un

italiano a los hechos de dos españoles.

Pues bien: existe una carta muy curiosa que Maquiavelo escribe a su amigo Francesco

Vettori, otro embajador florentino, a propósito de la tregua inesperada que Fernando el

Católico concedió al rey de Francia en 1513. Vettori no acierta a comprender la política del

«astuto Re»; pero Maquiavelo le da una explicación sutilísima que resultó profética. Con este

motivo resume la táctica de Fernando de España en estas palabras maravillosamente agudas:

«Si hubieseis advertido los designios y procedimientos de este católico rey, no os

maravillaríais tanto de esta tregua. Este rey, como sabéis, desde poca y débil fortuna, ha

llegado a esta grandeza, y ha tenido siempre que combatir con Estados nuevos y súbditos

dudosos2, y uno de los modos como los Estados nuevos se sostienen y los ánimos vacilantes

se afirman o se mantienen suspensos e irresolutos, e dare di se grande spettazione, teniendo

siempre a las gentes con el ánimo arrebatado por la consideración del fin que alcanzarán las

resoluciones y las empresas. Esta necesidad ha sido conocida y bien usada por este rey: de

aquí han nacido los asaltos de Africa, la división del Reino3 y todas estas variadas empresas,

y sin atender a la finalidad de ellas,  perche il fine suo non e tanto quello o questo, o quella

vittoria, quanto e darsi reputazione ne'popoli y tenerlos suspensos con la multiplicidad de las

hazañas. Y por esto fu sempre animoso datore di principii, fue un gran iniciador de empresasa las cuales da el fin que la suerte le permite y la necesidad le muestra»4.

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 2 Esto es, ensaya la unificación en un Estado de pueblos por tradición independientes, de hombres que no son

sus vasallos y súbditos de antiguo.

3 Se refiere al de Nápoles.

4 Machiavelli, Opere,. vol. VIII. Existe otro texto de esta carta con algunas variantes que subrayan más el

mismo pensamiento. Por ejemplo: «Cosi fece il Re nelle imprese di Granata, di Africa e di Napoli; giacche il suo

vero scopo non fu mai questa o quella vittoria.»

 No puede pedirse mayor claridad y precisión en un contemporáneo. El suceso posterior hizo

 patente lo que acertó a descubrir el zahorí de Florencia. Mientras España tuvo empresas a que

dar cima y se cernía un sentido de vida en común sobre la convivencia peninsular, la

incorporación nacional fue aumentando o no sufrió quebranto.

Pero hemos quedado en que durante estos años hay un rumor incesante de nacionalismos,

regionalismos, separatismos... Volvamos al comienzo de este artículo5 y preguntémonos: ¿Por 

qué?

5 [Artículo que incluía los capítulos 3.0 y 4.0 de esta primera parte. Véase mi nota de la página 74.]

PARTICULARISMO

Entre las nuevas emociones suscitadas por el cinematógrafo hay una que hubiera

entusiasmado a Goethe. Me refiero a esas películas que condensan en breves momentos todo

el proceso generativo de una planta. Entre la semilla que germina y la flor que se abre sobre el

tallo como corona de la perfección vegetal, transcurre en la naturaleza demasiado tiempo. No

vemos emanar la una de la otra: los estadios del crecimiento se nos presentan como una serie

de formas inmóviles, encerrada y cristalizada cada cual en sí misma y sin hacer la menor 

referencia a la anterior ni a la subsecuente. No obstante, sospechamos que la verdadera

realidad de la vida vegetal no es esa serie de perfiles estáticos y rígidos, sino el movimientolatente en que van saliendo unos de otros, transformándose unos en otros. De ordinario, el

tempo que la batuta de la naturaleza impone al crecimiento de las plantas es más lento que el

exigido por nuestra retina para fundir dos imágenes quietas en la unidad de un movimiento.

En algunos casos, tan raros como favorables, el tempo de la planta y el de nuestra retina

coinciden, y entonces el misterio de su vida se hace patente a nuestros ojos. Esto aconteció a

Goethe cuando bajaba del Norte a Italia: sus pupilas intensas y avizoras, habituadas al ritmo

germinal de la flora germánica, quedan sorprendidas por el allegro de la vegetación

meridional, y al choque de la nueva intuición descubre la ley botánica de la metamorfosis,

genial contribución de un poeta a la ciencia natural.

Para entender bien una cosa es preciso ponerse a su compás. De otra manera, la melodía de

su existencia no logra articularse en nuestra percepción y se desgrana en una secuencia de

sonidos inconexos que carecen de sentido. Si nos hablan demasiado de prisa o demasiado

despacio, las sílabas no se traban en palabras ni las palabras en frases. ¿Cómo podrán

entenderse dos almas de tempo melódico distinto? Si queremos intimar con algo o con

alguien, tomemos primero el pulso de su vital melodía y, según él exija, galopemos un rato a

su vera o pongamos al paso nuestro corazón.

Ello es que el cinematógrafo empareja nuestra visión con el lento crecer de la planta y

consigue que el desarrollo de ésta adquiera a nuestros ojos la continuidad de un gesto.

Entonces lo entendemos con la evidencia misma que a una persona familiar, y nos parece la

eclosión de la flor el término claro de un ademán.

Pues bien: yo imagino que el cinematógrafo pudiera aplicarse a la historia y, condensadosen breves minutos, corriesen ante nosotros los cuatro últimos siglos de vida española.

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Apretados unos contra otros los hechos innumerables, fundidos en una curva sin poros ni

discontinuidades, la historia de España adquiriría la claridad expresiva de un gesto y los

sucesos contemporáneos en que concluye el vasto ademán se explicarían por sí mismos, como

unas mejillas que la angustia contrae o una mano que desciende rendida.

Entonces veríamos que de 1580 hasta el día cuanto en España acontece es decadencia y

desintegración. El proceso incorporativo va en crecimiento hasta Felipe II. El año vigésimo desu reinado puede considerarse como la divisoria de los destinos peninsulares. Hasta su cima,

la historia de España es ascendente y acumulativa; desde ella hacia nosotros, la historia de

España es decadente y dispersiva. El proceso de desintegración avanza en rigoroso orden de la

 periferia al centro. Primero se desprenden los Países Bajos y el Milanesado; luego, Nápoles. A

 principios del siglo XIX se separan las grandes provincias ultramarinas, y a fines de él, las

colonias menores de América y Extremo Oriente. En 1900, el cuerpo español ha vuelto a su

nativa desnudez peninsular. ¿Termina con esto la desintegración? Será casualidad, pero el

desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo

de la dispersión, intrapeninsular. En 1900 se empieza a oír el rumor de regionalismos,

nacionalismos, separatismos... Es el triste espectáculo de un larguísimo, multisecular otoño,

laborado periódicamente por ráfagas adversas que arrancan del inválido ramaje enjambres dehojas caducas.

El proceso incorporativo consistía en una faena de totalización: grupos sociales que eran

todos aparte quedaban integrados como partes de un todo. La desintegración es el suceso

inverso: las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte. A este fenómeno de la vida

histórica llamo  particularismo y si alguien me pregunta cuál es el carácter más profundo y

más grave de la actualidad española, yo contestaría con esa palabra.

Pensando de esta suerte, claro es que me parece una frivolidad juzgar el catalanismo y el

 bizcaitarrismo como movimientos artificiosos nacidos del capricho privado de unos cuantos.

Lejos de esto, son ambos no otra cosa que la manifestación más acusada del estado de

descomposición en que ha caído nuestro pueblo; en ellos se prolonga el gesto de dispersión

que hace tres siglos fue iniciado. Las teorías nacionalistas, los programas políticos del

regionalismo, las frases de sus hombres carecen de interés y son en gran parte artificios. Pero

en estos movimientos históricos, que son mecánica de masas, lo que se dice es siempre mero

 pretexto, elaboraciones superficiales, transitorias y ficticias, que tiene sólo un valor simbólico

como expresión convencional y casi siempre incongruente de profundas emociones, inefables

y oscuras, que operan en el subsuelo del alma colectiva. Todo el que en política y en historia

se rija por lo que se dice, errará lamentablemente. Ni el programa del Tívoli expresa

adecuadamente el impulso centrífugo que siente el pueblo catalán, ni la ausencia de esos programas secesionistas prueba que Galicia, Asturias, Aragón, Valencia no sientan

exactamente el mismo instinto de particularismo.

Lo que la gente piensa y dice -la opinión pública- es siempre respetable, pero casi nuncaexpresa con rigor sus verdaderos sentimientos. La queja del enfermo no es el nombre de su

enfermedad. El cardíaco suele quejarse de todo su cuerpo menos de su víscera cordial. A lo

mejor nos duele la cabeza, y lo que tienen que curamos es el hígado. Medicina y política,

cuanto mejores son, más se parecen al método de Ollendorf.

 La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y

en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás.  No le importan las

esperanzas o necesidades de los otros y no se solidarizará con ellos para auxiliarlos en su afán.

Como el vejamen que acaso sufre el vecino no irrita por simpática transmisión a los demás

núcleos nacionales, queda éste abandonado a su desventura y debilidad. En cambio, es

característica de este estado social la hipersensibilidad para los propios males. Enojos o

dificultades que en tiempos de cohesión son fácilmente soportados, parecen intolerablescuando el alma del grupo se ha des integrado de la convivencia nacionall.

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 1 Pocas cosas hay tan significativas del estado actual como oír a vascos y catalanes sostener que son ellos

 pueblos «oprimidos}} por. el resto de España. La situación privilegiada que gozan es tan evidente que, a primera

vista, esa queja habrá de parecer grotesca. Pero a quien le interese no tanto juzgar a las gentes como entenderlas,

le importa más notar que ese sentimiento es sincero, por muy injustificado que se repute. Y es que se trata de

algo puramente relativo. El hombre condenado a vivir con una mujer a quien no ama siente las caricias de ésta

como un irritante roce de cadenas. Así, aquel sentimiento de opresión, injustificado en cuanto pretende reflejar una situación objetiva, es síntoma verídico del estado subjetivo en que Cataluña y Vasconia se hallan.

En este esencial sentido podemos .decir que el particularismo existe hoy en toda España,

 bien que modulado diversamente según las condiciones de cada región. En Bilbao y

Barcelona, que se sentían como las fuerzas económicas mayores de la Península, ha tomado el

 particularismo un cariz agresivo, expreso y de amplia musculatura retórica. En Galicia, tierra

 pobre, habitada por almas rendidas, suspicaces y sin confianza en sí mismas, el particularismo

será reentrado, como erupción que no puede brotar, y adoptará la fisonomía de un sordo y

humillado resentimiento, de una inerte entrega a la voluntad ajena, en que se libra sin

 protestas el cuerpo para reservar tanto más la íntima adhesión.

 No he comprendido nunca por qué preocupa el nacionalismo afirmativo de Cataluña yVasconia y, en cambio, no causa pavor el nihilismo nacional de Galicia o Sevilla. Esto indica

que no se ha percibido aún toda la profundidad del mal y que los patriotas con cabeza de

cartón creen resuelto el formidable problema nacional si son derrotados en unas elecciones los

señores Sota o Cambó.

El propósito de este ensayo es corregir la desviación en la puntería del pensamiento político

al uso, que busca el mal radical del catalanismo y bizcaitarrismo en Cataluña y en Vizcaya,

cuando no es allí donde se encuentra. ¿Dónde, pues?

Para mí esto no ofrece duda: cuando una sociedad se consume víctima del particularismo,

 puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder 

central. Y esto es lo que ha pasado en España.

Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho. Núcleo inicial de la incorporaciónibérica, Castilla acertó a superar su propio particularismo e invitó a los demás pueblos

 peninsulares para que colaborasen en un gigantesco proyecto de vida común. Inventa Castilla

grandes empresas incitantes, se pone al servicio de altas ideas jurídicas, morales, religiosas;

dibuja un sugestivo plan de orden social; impone la norma de que todo hombre mejor debe ser 

 preferido a su inferior, el activo al inerte, el agudo al torpe, el noble al vil. Todas estas

aspiraciones, normas, hábitos, ideas se mantienen durante algún tiempo vivaces. Las gentes

alientan influidas eficazmente por ellas, creen en ellas, las respetan o las temen. Pero si nos

asomamos a la España de Felipe III advertimos una terrible mudanza. A primera vista nada ha

cambiado, pero todo se ha vuelto de cartón y suena a falso. Las palabras vivaces de antaño

siguen repitiéndose, pero ya no influyen en los corazones: las ideas incitantes se han tomado

tópicos. No se emprende nada nuevo, ni en lo político, ni en lo científico, ni en lo moral. Toda

la actividad que resta se emplea precisamente «en no hacer nada nuevo», en conservar el

 pasado -instituciones y dogmas-, en sofocar toda iniciación, todo fenómeno innovador.

Castilla se transforma en lo más opuesto así misma: se vuelve suspicaz, angosta, sórdida,

agria. Ya no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones; celosa de ellas, las abandona

a sí mismas y empieza a no enterarse de lo que en ellas pasa.

Si Cataluña o Vasconia hubiesen sido las razas formidables que ahora se imaginan ser,

habrían dado un terrible tirón de Castilla cuando ésta comenzó a hacerse particularista, es

decir, a no contar debidamente con ellas. La sacudida en la periferia hubiera acaso despertado

las antiguas virtudes del centro y no habrían, por ventura, caído en la perdurable modorra de

idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia.

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Analícense las fuerzas diversas que actuaban en la política española durante todas esas

centurias, y se advertirá claramente su atroz particularismo. Empezando por la Monarquía y

siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo. ¿Cuándo ha

latido el corazón, al fin y al cabo extranjero, de un monarca español o de la Iglesia española

 por los destinos hondamente nacionales? Que se sepa, jamás. Han hecho todo lo contrario:

 Monarquía e Iglesia se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como losverdaderamente nacionales1; han fomentado, generación tras generación, una selección

inversa en la raza española. Sería curioso y científicamente fecundo hacer una historia de las

 preferencias manifestadas por los reyes españoles en la elección de las personas. Ella

mostraría la increíble y continuada perversión de valoraciones que los ha llevado casi

indefectiblemente a preferir los hombres tontos a los inteligentes, los envilecidos a los

irreprochables. Ahora bien, el error habitual, inveterado, en la elección de personas, la

 preferencia reiterada de lo ruin a lo selecto es el síntoma más evidente de que no se quiere en

verdad hacer nada, emprender nada, crear nada que perviva luego por sí mismo. Cuando se

tiene el corazón lleno de un alto empeño se acaba siempre por buscar los hombres más

capaces de ejecutarlo.

1 El caso de Carlos III constituye a primera vista una excepción, que a la postre vendría, como todaexcepción, a confirmar la regla. Pero en la estimación que hace treinta años sentían los «progresistas» españoles

 por Carlos III, hay una mala inteligencia. Podrá una parte de su política ser simpática desde el punto de vista de

la cultura humana, pero el conjunto es acaso el más particularista y antiespañol que ofrece la historia de la

Monarquía.

En vez de renovar periódicamente el tesoro de ideas vitales, de modos de coexistencia, de

empresas unitivas, el Poder público ha ido triturando la convivencia española y ha usado de su

fuerza nacional casi exclusivamente para fines privados.

¿Es extraño que, al cabo del tiempo, la mayor parte de los españoles, y desde luego la

mejor, se pregunte: para qué vivimos juntos? Porque vivir es algo que se hace hacia adelante,

es una actividad que va de este segundo al inmediato futuro.  No basta, pues, para vivir la

resonancia del pasado, y mucho menos para convivir. Por eso decía Renan que una nación es

un plebiscito cotidiano. En el secreto inefable de los corazones se hace todos los días un fatal

sufragio que decide si una nación puede de verdad seguir siéndolo. ¿Qué nos invita el Poder 

 público a hacer mañana en entusiasta colaboración? Desde hace mucho tiempo, mucho,

siglos, pretende el poder público que los españoles existamos no más que para que él se dé el

gusto de existir. Como el pretexto es excesivamente menguado, España se va deshaciendo,

deshaciendo... Hoy ya es, más bien que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran

ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo...

Así, pues, yo encuentro que lo más importante en el catalanismo y el bizcaitarrismo es

 precisamente lo que menos suele advertirse en ellos, a saber: lo que tienen de común, por una parte, con el largo proceso de secular desintegración que ha segado los dominios de España;

 por otra parte, con el particularismo latente o variamente modulado que existe hoy en el resto

del país. Lo demás, la afirmación de la diferencia étnica, el entusiasmo por sus idiomas, la

crítica de la política central, me parece que, o no tiene importancia, o si la tiene, podría

aprovecharse en sentido favorable.

Pero esta interpretación del secesionismo vasco-catalán como mero caso específico de un

 particularismo más general existente en toda España queda mejor probada si nos fijamos en

otro fenómeno agudísimo, característico de la hora presente y que nada tiene que ver con

 provincias, regiones ni razas: el particularismo de las clases sociales.

6. COMPARTIMIENTOS ESTANCOS

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La incorporación en que se crea un gran pueblo es principalmente una articulación de

grupos étnicos o políticos diversos; pero no es esto sólo: a medida que el cuerpo nacional

crece y se complican sus necesidades, origínase un movimiento diferenciador en las funciones

sociales y, consecuentemente, en los órganos que las ejercen. Dentro de la sociedad unitaria

van apareciendo e hinchiéndose pequeños orbes inclusos, cada cual con su peculiar atmósfera,con sus principios, intereses y hábitos sentimentales e ideológicos distintos: son el mundo

militar, el mundo político, el mundo industrial, el mundo científico y artístico, el mundo

obrero, etc. En suma: el proceso de unificación en que se organiza una gran sociedad lleva el

contrapunto de un proceso diferenciador que divide aquélla en clases, grupos profesionales,

oficios, gremios.

Los grupos étnicos incorporados, antes de su incorporación existían ya como todos

independientes. Las clases y los grupos profesionales, en cambio, nacen, desde luego, como

 partes. Aquéllos, mejor o peor, pueden volver a vivir solitarios y por sí; pero éstos, aislados y

aparte cada uno, no podrían subsistir. ¡Hasta tal punto les es esencial ser partes y sólo partes

de una estructura que los envuelve y lleva! El industrial necesita del productor de primeras

materias, del comprador de sus productos, del gobernante que pone un orden en el tráfico, delmilitar que defiende ese orden. A su vez, el mundo militar, «de los defensores» -decía don

Juan Manuel-, necesita del industrial, del agrícola, del técnico.

Habrá, por tanto, salud nacional en la medida que cada una de estas clases y gremios tenga

viva conciencia de que es ella meramente un trozo inseparable, un miembro del cuerpo

 público. Todo oficio u ocupación continuada arrastra consigo un principio de inercia que

induce al profesional a irse encerrando cada vez más en el reducido horizonte de sus

 preocupaciones y hábitos gremiales. Abandonado a su propia inclinación, el grupo acabaría

 por perder toda sensibilidad para la interdependencia social, toda noción de sus propios

límites y aquella disciplina que mutuamente se imponen los gremios al ejercer presión los

unos sobre los otros y sentirse vivir juntos.

Es preciso, pues, mantener vivaz en cada clase o profesión la conciencia de que existen en

torno a ella otras muchas clases y profesiones, de cuya cooperación necesitan, que son tan

respetables como ella y tienen modos y aun manías gremiales que deben ser en parte tolerados

o, cuando menos, conocidos.

¿Cómo se mantiene despierta esta corriente profunda de solidaridad? Vuelvo una vez más al

tema que es leitmotiv de este ensayo: la convivencia nacional es una realidad activa y

dinámica, no una coexistencia pasiva y estática como el montón de piedras al borde de un

camino. La nacionalización se produce en torno a fuertes empresas incitadoras que exigen detodos un máximum de rendimiento y, en consecuencia, de disciplina y mutuo

aprovechamiento. La reacción primera que en el hombre origina una coyuntura difícil o

 peligrosa es la concentración de todo su organismo, un apretar las filas de las energías vitales,que quedan alerta y en pronta disponibilidad para ser lanzadas contra la hostil situación. Algo

semejante acontece en un pueblo cuando necesita o quiere en serio hacer algo. En tiempo de

guerra, por ejemplo, cada ciudadano parece quebrar el recinto hermético de sus

 preocupaciones exclusivistas, y agudizada su sensibilidad por el todo social, emplea no poco

esfuerzo mental en pasar revista, una vez y otra, a lo que puede esperarse de las demás clases

y profesiones. Advierte entonces con dramática evidencia la angostura de su gremio, la

escasez de sus posibilidades y la radical dependencia de los restantes en que, sin notarlo, se

hallaba. Recibe ansiosamente las noticias que le llegan del estado material y moral de otros

oficios, de los hombres que en ellos son eminentes y en cuya capacidad puede confiarse 1.

1 Imagínese el entusiasmo con que el pueblo alemán habrá visto al gremio glorioso de sus químicosdestacarse de la humilde oscuridad en que solía vivir y dar en proporciones geniales el patriótico rendimiento

que ha asombrado al mundo. De seguro que en tales momentos habrá bendecido la nación entera el cuidado, en

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apariencia superfluo, que en otro tiempo puso en fomentar los estudios químicos. En cambio, ese mismo pueblo

ha maldecido cien veces su torpe desdén hacia la política interior y exterior, que le impidió preparar para el díade las urgencias un selecto cuerpo de diplomáticos y políticos.

Cada profesión, por decirlo así, vive en tales agudas circunstancias la vida entera de las

demás. Nada acontece en un grupo social que no llegue a conocimiento del resto y deje en él

su huella. La sociedad se hace más compacta y vibra integralmente de polo a polo. A esta

cualidad, que en los casos bélicos se manifiesta superlativamente, pero que en medida

 bastante es poseída por todo pueblo saludable, llamo «elasticidad social». Es en el orden

 psicológico la misma condición que en el físico permite a la bola de billar transmitir, casi sin

 pérdida, la acción ejercida sobre uno de sus puntos a todos los demás de su esfera. Merced a

esta elasticidad social la vida de cada individuo queda en cierta manera multiplicada por la de

todos los demás; ninguna energía se despilfarra; todo esfuerzo repercute en amplias ondas de

transmisión psicológica, y de este modo se aprovecha y acumula. Solo una nación de esta

suerte elástica podrá en su día y en su hora ser cargada prontamente de la electricidad

histórica que proporciona los grandes triunfos y asegura las decisivas y salvadoras reacciones.

 No es necesario ni importante que las partes de un todo social coincidan en sus deseos y sus ideas; lo necesario e importante es que conozca cada una, y en cierto modo viva, los de

las otras. Cuando esto falta, pierde la clase o gremio, como ciertos enfermos de la médula, la

sensibilidad táctil: no siente en su periferia el contacto y la presión de las demás clases y

gremios; llega consecuentemente a creer que sólo ella existe, que ella es todo, que ella es un

todo. Tal es el particularismo de clase, síntoma mucho más grave de descomposición que los

movimientos de secesión étnica y territorial; porque, según ya he dicho, las clases y gremios

son partes en un sentido más radical que los núcleos étnicos y políticos.

Pues bien: la vida social española ofrece en nuestros días un extremado ejemplo de este

atroz particularismo. Hoy es España, más bien .que una nación, una serie de compartimientos

estancos.

Se dice que los políticos no se preocupan del resto del país. Esto, que es verdad, es, sinembargo, injusto, porque parece atribuir exclusivamente a los políticos pareja

despreocupación. La verdad es que si para los políticos no existe el resto del país, para el resto

del país existen mucho menos los políticos. Y ¿qué acontece dentro de ese resto no político de

la nación? ¿Es que el militar se preocupa del industrial, del intelectual, del agricultor, del

obrero? y lo mismo debe decirse del aristócrata, del industrial o del obrero respecto alas

demás clases sociales. Vive cada gremio herméticamente cerrado dentro de sí mismo. No

siente la menor curiosidad por lo que acaece en el recinto de los demás. Ruedan los unos

sobre los otros como orbes estelares que se ignoran mutuamente. Polarizado cada cual en sus

tópicos gremiales, no tiene ni noticia de los que rigen el alma del grupo vecino. Ideas,

emociones, valores creados dentro de un núcleo profesional o de una clase, no trascienden lo

más mínimo a las restantes. El esfuerzo titánico que se ejerce en un punto del volumen socialno es transmitido, ni obtiene repercusión unos metros más allá, y muere donde nace. Difícil

será imaginar una sociedad menos elástica que la nuestra; es decir, difícil será imaginar un

conglomerado humano que sea menos una sociedad. Podemos decir de toda España lo que

Calderón decía de Madrid en una de sus comedias:

 Está una pared aquí 

de la otra más distante

que Valladolid de Gante.

7 EL CASO DEL GRUPO MILITAR 

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Para no seguir moviéndome entre fórmulas generales y abstractas, intentaré describir 

someramente un ejemplo concreto de compartimiento estanco: el que ofrece la clase

 profesional de los militares. Casi todo lo que de éstos diga vale, con leves mudanzas, para los

demás grupos y gremios.

Después de las guerras colonial e hispano-yanqui quedó nuestro ejército profundamente

deprimido, moralmente desarticulado; por decirlo así, disuelto en la gran masa nacional. Nadie se ocupó de él ni siquiera para exigirle, en forma elevada, justiciera y competente, las

debidas responsabilidades. Al mismo tiempo, la voluntad colectiva de España, con rara e

inconcebible unanimidad, adoptó sumariamente, radicalmente, la inquebrantable resolución

de no volver a entrar en bélicas empresas. Los militares mismos se sintieron en el fondo de su

ánima contaminados por esta decisión, y don Joaquín Costa, tomando una vez más el rábano

 por las hojas, mandó que se sellase el arca del Cid.

He aquí un caso preciso en que resplandece la necesidad de interpretar dinámicamente la

convivencia nacional, de comprender que sólo la acción, la empresa, el proyecto de ejecutar 

un día grandes cosas son capaces de dar regulación, estructura y cohesión al cuerpo colectivo.

Un ejército no puede existir cuando se elimina de su horizonte la posibilidad de una guerra.

La imagen, siquiera el fantasma de una contienda posible debe levantarse en los confines de la perspectiva y ejercer su mística, espiritual gravitación sobre el presente del ejército. La idea

de que el útil va a ser un día usado es necesaria para cuidarlo y mantenerlo a punto. Sin guerra

 posible no hay manera de moralizar un ejército, de sustentar en él la disciplina y tener alguna

garantía de su eficacia.

Comprendo las ideas de los antimilitaristas, aunque no las comparto. Enemigos de la

guerra, piden la supresión de los ejércitos. Tal actitud, errónea en su punto de partida, es

lógica en sus consecuencias. Pero tener un ejército y no admitir la posibilidad de que actúe es

una contradicción gravísima que, a despecho de insinceras palabras oficiales, han cometido en

el secreto de sus corazones casi todos los españoles desde 1900. La única guerra que hubiera

 parecido concebible, la de independencia, era tan inverosímil, que prácticamente no influía en

la conciencia pública. Una vez resuelto que no habría guerras, era inevitable que las demás

clases se desentendieran del Ejército, perdiendo toda sensibilidad para el mundo militar.

Quedó éste aislado, desnacionalizado, sin trabazón con el resto de la sociedad e interiormente

disperso. La reciprocidad se hacía inevitable; el grupo social que se siente desatendido

reacciona automáticamente con una secesión sentimental. En los individuos de nuestro

Ejército germinó una funesta suspicacia hacia políticos, intelectuales, obreros (la lista podía

seguir y aun elevarse mucho); fermentó en el grupo armado el resentimiento y la antipatía

respecto a las demás clases sociales, y su periferia gremial se fue haciendo cada vez máshermética, menos porosa al ambiente de la sociedad circundante. Entonces comienza el

Ejército a vivir -en ideas, propósitos, sentimientos- del fondo de sí mismo, sin recepción ni

canje de influencias ambientes. Se fue obliterando, cerrando sobre su propio corazón, dentrodel cual quedaban en cultivo los gérmenes particularistas1 

1 Este esquema de la trayectoria psicológica seguida por el alma del grupo militar español es muy

 posiblemente un puro error. Espero, sin embargo, que se vea en ella el leal ensayo que un extraño hace de

entender el espíritu de los militares. Permítaseme recordar que en una conferencia dada en abril de 1914, varios

meses antes de la guerra mundial, hablé ya de la desnacionalización del Ejército y anticipé no poco de lo que,

 por desgracia, luego ha acontecido. Véase el folleto Vieja y nueva política. 1914. [Incluido en el libro  Escritos

 políticos. colección El libro de bolsillo, número 500, Alianza Editorial, Madrid, 1974.] El sugestivo libro no hacemucho publicado por el conde de Romanones -acaso el más inteligente de nuestros políticos- confirma con

testimonio de mayor excepción cuanto voy diciendo.

En 1909 una operación colonial lleva a Marruecos parte de nuestro Ejército. El pueblo

acude a las estaciones para impedir su partida, movido por la susodicha resolución de

 pacifismo. No era lo que se llamó «operación de policía» empresa de tamaño bastante para

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templar el ánimo de una milicia como la nuestra. Sin embargo, aquel reducido empeño bastó

 para que despertase el espíritu gremial de nuestro Ejército. Entonces volvió a formarse

 plenamente su conciencia de grupo, se concentró en sí mismo, se unió consigo mismo; mas no

 por esto se reunió al resto de las clases sociales. Al contrario: la cohesión gremial se produjo

en torno a aquellos sentimientos acerbos que antes he mentado. De todas suertes, Marruecos

hizo del alma dispersa de nuestro Ejército un puño cerrado, moralmente dispuesto para elataque 2.

2 Que material y técnicamente no estuviese ni esté aún dispuesto, es punto que nada tiene que ver con esta

historia psicológica que voy haciendo.

Desde aquel momento viene a ser el grupo militar una escopeta cargada que no tiene blanco

a que disparar. Desarticulado de las demás clases nacionales -como éstas, a su vez lo están

entre sí-, sin respeto hacia ellas ni sentir su presión refrenadora, vive el Ejército en perpetua

inquietud, queriendo gastar la espiritual pólvora acumulada y sin hallar empresa congrua en

que hacerlo. ¿No era la inevitable consecuencia de todo este proceso que el Ejército cayese

sobre la nación misma y aspirase a conquistarla? ¿Cómo evitar que su afán de campañasquedara reprimido y renunciase a tomar algún presidente del Consejo como si fuera una

cota?l.

1 (¡No olvide el lector que está leyendo unas páginas escritas y publicadas a principios de 1921!) [Nota

agregada en la cuarta edición, 1934.]

Todo tenía que concluir en aquellas jornadas famosas de julio de 1917. En ellas, el Ejército

 perdió un instante por completo la conciencia de que era una parte, y sólo una parte, del todo

español. El particularismo que padece, como los demás gremios y clases, y de que no es más

responsable que lo somos todos los demás, le hizo sufrir el espejismo de creerse solo y todo.

He aquí una historia que, mutatis mutandis,  puede contarse de casi todos los trozosorgánicos de España. Cada uno ha pasado por cierta hora en que, perdida la fe en la

organización nacional y embotada su sensibilidad para los demás grupos fraternos, ha creído

que su misión consistía en imponer directamente su voluntad. Dicho de otra manera: todo

 particularismo conduce, por fin, inexorablemente, a la acción directa.

8. ACCION DIRECTA

La psicología del particularismo que he intentado delinear podría resumirse diciendo que el

 particularismo se presenta siempre que en una clase o gremio, por una u otra causa, se

 produce la ilusión intelectual de creer que las demás clases no existen como plenas realidadessociales o, cuando menos, que no merecen existir. Dicho aun más simplemente:

 particularismo es aquel estado de espíritu en que creemos no tener por qué contar con los

demás. Unas veces por excesiva estimación de nosotros mismos, otras por excesivo

menosprecio del prójimo, perdemos la noción de nuestros propios límites y comenzamos a

sentimos como todos independientes. Contar con los demás supone percibir, si no nuestra

subordinación a ellos, por lo menos la mutua dependencia y coordinación en que con ellos

vivimos. Ahora bien: una nación es, a la postre, una ingente comunidad de individuos y

grupos que cuentan los unos con los otros. Este contar con el prójimo no implica

necesariamente simpatía hacia él. Luchar con alguien, ¿no es una de las más claras formas en

que demostramos que existe para nosotros? Nada se parece tanto al abrazo como el combate

cuerpo a cuerpo.

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Pues bien: en estados normales de nacionalización, cuando una clase desea algo para sí,

trata de alcanzarlo buscando previamente un acuerdo con las demás. En lugar de proceder 

inmediatamente a la satisfacción de su deseo, se cree obligada a obtenerlo al través de la

voluntad general. Hace, pues, seguir a su privada voluntad una larga ruta que pasa por las

demás voluntades integrantes de la nación y recibe de ellas la consagración de la legalidad.

Tal esfuerzo para convencer a los prójimos y obtener de ellos que acepten nuestra particular aspiración es la acción legal.

Esta función de contar con los demás tiene sus órganos peculiares: son las instituciones

 públicas que están tendidas entre individuos y grupos como resortes y muelles de la

solidaridad nacional.

Pero una clase atacada de particularismo se siente humillada cuando piensa que para lograr 

sus deseos necesita recurrir a esas instituciones u órganos del contar con los demás. ¿Quiénes

son los demás para el particularista? En fin de cuentas, y tras uno u otro rodeo, nadie. De aquí

la íntima repugnancia y humillación que siente entre nosotros el militar, o el aristócrata, o el

industrial, o el obrero cuando tiene que impetrar del Parlamento la satisfacción de sus

aspiraciones y necesidades. Esta repugnancia suele disfrazarse de desprecio hacia los

 políticos; pero un psicólogo atento no se deja desorientar por esta apariencia.Pica, a la verdad, en historia la unanimidad con que todas las clases españolas ostentan su

repugnancia hacia los políticos. Diríase que los políticos son los únicos españoles que no

cumplen con su deber ni gozan de las cualidades para su menester imprescindibles. Diríase

que nuestra aristocracia, nuestra Universidad, nuestra industria, nuestro Ejército, nuestra

ingeniería, son gremios maravillosamente bien dotados y que encuentran siempre anuladas

sus virtudes y talentos por la intervención fatal de los políticos. Si esto fuera verdad, ¿cómo se

explica que España, pueblo de tan perfectos electores, se obstine en no sustituir a esos

 perversos elegidos?

Hay aquí una insinceridad, una hipocresía. Poco más o menos, ningún gremio nacional

 puede echar nada en cara a los demás. Allá se van unos y otros en ineptitud, falta de

generosidad, incultura y ambiciones fantásticas. Los políticos actuales son fiel reflejo de los

vicios étnicos de España, y aun -a juicio de las personas más reflexivas y clarividentes que

conozco- son un punto menos malos que el resto de nuestra sociedad l. No niego que existan

otras muy justificadas, pero la causa decisiva de la repugnancia que las demás clases sienten

hacia el gremio político me parece ser que éste simboliza la necesidad en que está toda clase

de contar con las demás. Por esto se odia al político más que como gobernante como

 parlamentario. El Parlamento es el órgano de la convivencia nacional demostrativo de trato y

acuerdo entre iguales. Ahora bien, esto es lo que en el secreto de las conciencias gremiales yde clase produce hoy irritación y frenesí: tener que contar con los demás, a quienes en el

fondo se desprecia o se odia. La única forma de actividad pública que al presente, por debajo

de palabras convencionales, satisface a cada clase, es la imposición inmediata de su señeravoluntad; en suma, la acción directa.

1 Estos días asistimos a la catástrofe sobrevenida en la economía española por la torpeza y la inmoralidad de

nuestros industriales y financieros. Por grandes que sean la incompetencia y desaprensión de los políticos, ¿quién

 puede dudar que los banqueros, negociantes y productores les ganan el campeonato?

Este vocablo fue acuñado para denominar cierta táctica de la clase obrera; pero, en rigor,

habría que llamar así cuanto hoy se hace en asuntos públicos. La intensidad y desnudez con

que este carácter de acción directa se presenta depende sólo de la fuerza material con que cada

gremio cuente. Los obreros llegaron a la idea de semejante táctica por un lógico desarrollo de

su actitud particularista. Insolidarios de la sociedad actual, consideran que las demás clases

sociales no tienen derecho a existir por ser parasitarias, esto es, antisociales. Ellos, losobreros, son no una parte de la sociedad, sino el verdadero todo social, el único que tiene

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derecho a una legítima existencia política. Dueños de la realidad pública, nadie puede

impedirles que se apoderen directamente de lo que es suyo. La acción indirecta o

 parlamentarismo equivale a pactar con los usurpadores, es decir, con quienes no tienen

legítima existencia social.

Quítese a esto cuanto tiene de esquematismo conceptual propio de una teoría l; tradúzcase al

lenguaje difuso e ilógico de los sentimientos y se hallará el estado de conciencia que hoyactúa en el subsuelo espiritual de casi todas las clases españolas.

1 El particularismo obrerista procede de una teoría, y, por lo tanto, es un fenómeno histórico muy distinto del

 particularismo espontáneo y emotivo que yo atribuyo a las clases sociales de España. Por ser aquel teór ico, de

orden racional, como la geometría o el darwinismo, puede existir en todos los pueblos, cualquiera que sea la

densidad de su cohesión. El particularismo obrerista no es, pues, un fenómeno peculiar de España; lo es, en

cambio, el particularismo del industrial, del militar, del aristócrata, del empleado.

9. PRONUNCIAMIENTOS

He mostrado la acción directa como una táctica que se deriva inevitablemente del

 particularismo, del no querer contar con los demás. A su vez, el no contar con los demás tienesu causa inmediata en una falta de perspicacia, de vigilancia intelectual. Cuanto más torpes

seamos y más angosto nuestro horizonte de curiosidades e intuiciones, menos cosas habitarán

nuestro paisaje y con mayor facilidad nos olvidaremos de que el prójimo existe.

La acción directa y la cerrazón mental de que proviene se presentan ya en nuestra historia

del siglo XIX con carácter incipiente. Al menos, yo no puedo acordarme de los castizos

«pronunciamientos» sin pensar que ellos fueron en pequeño lo que ahora se hace en grande.

Algún día publicaré ciertas notas compuestas tiempo hace sobre la curiosa psicología de los

«pronunciamientos». Ahora me interesa sólo destacar un par de rasgos.

Aquellos coroneles y generales, tan atractivos por su temple heroico y su sublime

ingenuidad, pero tan cerrados de cabeza, estaban convencidos de su «idea», no como está

convencido un hombre normal, sino como suelen los locos y los imbéciles. Cuando un loco o

un imbécil se convence de algo, no se da por convencido él solo, sino que, al mismo tiempo,

cree que están convencidos todos los demás mortales. No consideran, pues, necesario

esforzarse en persuadir a los demás poniendo los medios oportunos; les basta con proclamar,

con «pronunciar» la opinión de que se trata; en todo el que no sea miserable o perverso

repercutirá la incontrastable verdad. Así, aquellos generales y coroneles creían que con dar 

ellos el «grito» en un cuartel toda la anchura de España iba a resonar en ecos coincidentes.

Consecuencia de esto era que los conspiradores no solían preocuparse de preparar a tiempo

grandes núcleos auxiliares, ni siquiera numerosas fuerzas de combate. ¿Para qué? Los

«pronunciados» no creían nunca que fuese preciso luchar de firme para obtener el triunfo.

Seguros de que casi todo el mundo, en secreto, opinaba como ellos, tenían fe ciega en elefecto mágico de «pronunciar» una frase.  No iban, pues, a luchar, sino a tomar posesión del 

 Poder público.

Yo creo que casi todos los movimientos políticos de los últimos años reproducen esos dos

caracteres de los «pronunciamientos».

Quedaría incompleto y aun tergiversado el análisis del estado presente de España que estas

 páginas ensayan, si se entendiera que la inquietud particularista descrita en ellas ha

engendrado un ambiente de feroz lucha entre unas clases y otras. ¡Ojalá que hubiese en

España alguien con ansia de luchar! Por desgracia, acontece lo contrario. Hay disociación;

 pero lo que podía hacerla fecunda, una impetuosa voluntad de combatir que pudiera llevar a

una recomposición, falta por completo.

Es suficientemente notorio que para encender una vela hace falta a lo menos que la velaesté apagada. Del mismo modo, para sentir afán de combatir hace falta a lo menos no estar 

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convencido de que se ha ganado ya la batalla. No hay estados de espíritu más divergentes que

el del combatiente y el del triunfante. El que, en efecto, quiere luchar, empieza por creer que

el enemigo existe, que es poderoso; por tanto, peligroso; por tanto, respetable. Procurará, en

vista de ello, aunar todas las colaboraciones posibles; empleará todos los resortes de la gracia

 persuasiva, de la dialéctica, de la cordialidad y aun de la astucia para enrolar bajo su bandera

cuantas fuerzas pueda. El que se cree victorioso procederá inversamente: tiene ya a su espaldainerte al enemigo. No necesita andar con contemplaciones, ni halagar a nadie para que le

ayude, ni fingir aptitudes amplias, generosas, que arrastren en pos de sí los corazones. Por el

contrario, tenderá a reducir sus filas para repartir entre menos el botín de la victoria y,

marchando en vía directa, tomará posesión de lo conquistado. La acción directa, en suma, es

la táctica del victorioso, no la del luchador.

Vuélvase la vista a cualquiera de los movimientos políticos que se han disparado en estos

años, y se verá cómo la táctica seguida en ellos revela que surgieron no para pelear, sino, al

contrario, por creer que tenían de antemano ganada la partida.

En 1917 intentan obreros y republicanos una revolucioncita. El desmandamiento militar de

 julio les había hecho creer que era el momento. ¿El momento de qué? ¿De batallar? No, al

revés: el momento de tomar posesión del Poder público, que parecía yacer en medio delarroyo, como res nullius. Por esto, aquellos socialistas y republicanos no quisieron contar con

nadie, no llamaron con palabras fervorosas y de elevada liberalidad al resto de la nación.

Supusieron que casi todo el mundo deseaba lo mismo que ellos, y procedieron a dar el «grito»

en tres o cuatro barrios de otras poblaciones.

Pocos años antes había surgido el «maurismo». Don Antonio Maura, en medio de no pocos

aciertos, cometió el error de «pronunciarse». Fue un «pronunciamiento» de levita. Creyó que

existía una masa de españoles, la más importante en número y calidad, apartada de la vida

 pública por asco hacia los usos políticos. Presumió que esta «masa neutra», ardiendo en

convicciones idénticas a las suyas, gustaba del rígido gesto autoritario, profesaba el más

fervoroso y tradicional catolicismo y se deleitaba con la prosa churrigueresca de nuestro siglo

XVII. Bastaba con dar el «grito» para que aquel torso de España despertase a la vida pública.

A lo sumo, convendría hostigar un poco su inveterada inercia haciendo obligatorio el sufragio.

¿y los demás, los que no coincidían de antemano con él? ¡Ah!, esos no existían, y si existían,

eran unos precitos. En vez de atraerlos, persuadirlos o corregirlos, lo urgente era excluirlos,

eliminarlos, distanciarlos, trazando una mágica línea entre los buenos y los malos. De aquí el

famoso «Nosotros somos nosotros». En su época culminante, don Antonio Maura no ha hecho

el menor ademán para convencer al que no estuviese ya convencido.

Años de soledad han enseñado al egregio espíritu del señor Maura que para hacer grandescosas es la peor una táctica de exclusiones. Precisamente, para que sean fecundas ciertas

eliminaciones ejemplares es necesario compensarlas con magnánimos apelativos de

colaboración, con llamamientos generosos hacia los cuatro puntos cardinales que permitan atodos los ciudadanos sentirse aludidos. Las revoluciones y cambios victoriosos han solido

hacerse con ideas de amplísimo seno, al paso que la revolución obrera va en derrota, por su

absurda pretensión de triunfar a fuerza de exclusiones.

Es penoso observar que desde hace muchos años, en el periódico, en el sermón y en el

mitin, se renuncia desde luego a convencer al infiel y se habla sólo al parroquiano ya

convicto. A esto se debe el progresivo encanijamiento de los grupos de opinión. Ninguno

crece; todos se contraen y disminuyen. Los «drusos» del Líbano son enemigos del

 proselitismo por creer que el que es «drusita» ha de serlo desde toda la eternidad. En tal

sentido, somos bastante drusos todos los españoles.

 Nos falta la cordial efusión del combatiente y nos sobra la arisca soberbia del triunfante. No

queremos luchar: queremos simplemente vencer. Como esto no es posible, preferimos vivir deilusiones y nos contentamos con proclamarnos ilusamente vencedores en el parvo recinto de

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nuestra tertulia de café, de nuestro casino, de nuestro cuarto de banderas o simplemente de

nuestra imaginación.

Quien desee que España entre en un período de consolación, quien en serio ambicione la

victoria deberá contar con los demás, aunar fuerzas y, como Renan decía, «excluir toda

exclusión»l.

1 En 1915 me ocurría escribir: «No somos de ningún partido actual porque las diferencias que separan unos de

otros responden, cuando más, a palabras y no a diferencias reales de opinión. Hay que confundir los partidos dehoy para que sean posibles mañana nuevos partidos vigorosos.» Revista  España, número 1. [En Obras

Completas, vol. X; pág. 273.]

La insolidaridad actual produce un fenómeno muy característico de nuestra vida pública -

que debieran todos meditar-: cualquiera tiene fuerza para deshacer -el militar, el obrero, éste

o el otro político, éste o el otro grupo de periódicos-;  pero nadie tiene fuerza para hacer, ni

 siquiera para asegurar sus propios derechos.

Hay muy escasas energías en España: si no las atamos unas con otras, no juntaremos lo

 bastante para mandar cantar a un ciego. Alguna vez he dicho que la mejor política va sugerida

en el humilde apotegma de Sancho: «En trayéndote la vaquilla, corre con la soguilla.»

Pero, en lugar de correr con la soguilla, parecemos resueltos a ir trucidando todas las

vaquillas.

SEGUNDA PARTE

LA AUSENCIA DE LOS MEJORES

1. ¿NO HAY HOMBRES, O NO HAY MASAS?

Me interesa que las curvas impuestas por el desarrollo de toda idea un poco compleja no

despojen de claridad a la trayectoria seguida en este ensayo. He intentado en él sugerir que la

actualidad pública de España se caracteriza por un imperio casi exclusivo del particularismo y

la táctica de acción directa que le es aneja. A este fin convenía partir, como del hecho más

notorio, del separatismo catalán y vasco. Pero la opinión vulgar ve en él no más que una

especie de tumor inesperado y casual sobrevenido a la carne española, y cree descubrir su más

grave malignidad en lo que, a mi juicio, es solamente adjetivo y mero pretexto que una

desazón más profunda busca para airearse. Catalanismo y bizcaitarrismo no son síntomas

alarmantes por lo que en ellos hay de positivo y peculiar -la afirmación «nacionalista»-, sino por lo que en ellos hay de negativo y común al gran movimiento de desintegración que

empuja la vida toda de España. Por esta razón, era interesante mostrar primero que estos

separatismos de ahora no hacen sino continuar el progresivo desprendimiento territorial

sufrido por España durante tres siglos. Luego convenía hacer patente la identidad que, bajo

muecas diversas, existe entre el particularismo regional y el de las clases, grupos y gremios.

Si se advierte que un mismo rodaje de últimas tendencias y emociones mueve el catalanismo

y la actuación del Ejército -dos cosas a primera vista antagónicas-, se evitará el error de

localizar el mal donde no está. La realidad histórica es a menudo como la urraca de la pampa

que en un lao pega los gritos

 y en otro pone los huevos.

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De esta manera puede contribuir este estudio a dirigir la atención hacia estratos más hondos

y extensos de la existencia española, donde en verdad anidan los dolores que luego dan sus

gritos en Barcelona o en Bilbao.

Se trata de una extremada atrofia en que han caído aquellas funciones espirituales cuya

misión consiste precisamente en superar el aislamiento, la limitación del individuo, del grupo,

o de la región. Me refiero a la múltiple actividad que en los pueblos sanos suele emplear elalma individual en la creación o recepción de grandes proyectos, ideas y valores colectivos.

Como ejemplo curioso de esta atrofia puede servir el tópico, en apariencia inocente, de que

«hoy no hay hombres en España». Yo creo que si un Cuvier de la historia encontrase el hueso

de esta sencilla frase, tan repetida hoy entre nosotros, podría reconstruir el esqueleto entero

del espíritu público español durante los años corrientes.

Cuando se dice «que hoy no hay hombres», se sobredice, que ayer sí los había. Aquella

frase no pretende significar nada absoluto, sino meramente una evaluación comparativa entre

el hoy y el ayer. Ayer es, para estos efectos, la época feliz de la Restauración y la Regencia,

en que aún había «hombres».

Si fuésemos herederos de una edad tan favorable que durante ella hubiesen florecido en

España un Bismarck o un Cavour, un Víctor Hugo o un Dostoyewsky, un Faraday o unPasteur, el reconocimiento de que hoy no había tales hombres sería la cosa más natural del

mundo. Pero Restauración y Regencia no sólo transcurrieron exentas de tamañas figuras, sino

que representan la hora de mayor declinación en los destinos étnicos de España. Nadie puede

dudar de que el contenido de nuestro pueblo es hoy muy superior al de aquel tiempo. En

ciencia como en riqueza, ha crecido de entonces acá España en proporciones considerables.

Sin embargo, ayer había «hombres» y hoy no. Esto debe escamarnos un poco. ¿Qué género

de «hombría» gozaban aquellos que eran «hombres» y hoy falta a los pseudo-hombres

vivientes? ¿Eran más inteligentes, más capaces en sus personas? ¿Había mejores médicos o

ingenieros que ahora? ¿Conocía Echegaray la matemática mejor que Rey Pastor? ¿Era más

enérgico y perspicaz Ruiz Zorrilla que Lerroux? ¿Se encerraba más agudeza en Sagasta que

en el conde de Romanones? ¿Había más ciencia en la obra de Menéndez Pelayo que en la de

Menéndez Pidal? ¿Valían más los estremecimientos poéticos de Núñez de Arce que los de

Rubén Darío? ¿Escribía mejor castellano Valera que Pérez de Ayala? Para todo el que juzgue

con imparcialidad y alguna competencia, no es dudoso que en casi todas las disciplinas y

ejercicios hay hoy españoles tan buenos, si no mejores, que los de ayer, aunque tan pocos hoy

como ayer.

Sin embargo, tiene razón el tópico: ayer había «hombres» y hoy no. La «hombría» que, sin

darse cuenta de ello, echa hoy la gente de menos, no consiste en las dotes que la persona tiene,sino precisamente en las que el público, la muchedumbre, la masa pone sobre ciertas personas

elegidas. En estos años han ido muriendo los últimos representantes de aquella edad de

«hombres». Los hemos conocido y tratado. ¿Quién podría en serio atribuirles calidades deinteligencia y eficacia que no fueran superlativamente modestas? No obstante, a nosotros

mismos nos parecían «hombres». La «hombría» estaba, no en sus personas, sino en tomo a

ellas: era una mística aureola, un nimbo patético que los circundaba proveniente de su

representación colectiva. Las masas habían creído en ellos, los habían exaltado, y esta fe, este

respeto multitudinario aparecían condensados en el dintorno de su mediocre personalidad.

Tal vez no haya cosa que califique más certeramente a un pueblo y a cada época de su

historia como el estado de las relaciones entre la masa y la minoría directora. La acción

 pública -política, intelectual y educativa- es, según su nombre indica, de tal carácter que el

individuo por sí solo, cualquiera que sea el grado de su genialidad, no puede ejercerla

eficazmente. La influencia pública o, si se prefiere llamarla así, la influencia social, emana de

energías muy diferentes de las que actúan en la influencia privada que cada persona puedeejercer sobre la vecina. Un hombre no es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino

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 por la energía social que la masa ha depositado en él. Sus talentos personales fueron sólo el

motivo, ocasión o pretexto para que se condensase en él ese dinamismo social.

Así, un político irradiará tanto de influjo público cuanto sea el entusiasmo y confianza que

su partido haya concentrado en él. Un escritor logrará saturar la conciencia colectiva en la

medida que el público sienta hacia él devoción. En cambio, sería falso decir que un individuo

influye en la proporción de su talento o de su laboriosidad. La razón es clara: cuanto máshondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y

más difícil su asimilación por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene fe en el escritor y

le reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario para elevarse

a su comprensión. En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración

a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los

más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir,.los más rematadamente

imbéciles.

Lo propio acontece con el público. Si la masa no abre, ex abundantia cordis, por fervorosa

impulsión, un largo margen de fe entusiasta a un hombre público, antes bien, creyéndose tan

lista como él, pone en crisis cada uno de sus actos y gestos, cuanto más fino sea el político,

más irremediables serán las malas inteligencias, menos sólida su postura, más escaso estará deverdadera representación colectiva. ¿Y cómo podrá vencer al enemigo un político que se ve

obligado cada día a conquistar humildemente su propio partido?

Venimos, pues, a la conclusión de que los «hombres» cuya ausencia deplora el susodicho

tópico son propiamente creación efusiva de las masas entusiastas y, en el mejor sentido del

vocablo, mitos colectivos.

En las horas de historia ascendente, de apasionada instauración nacional, las masas se

sienten masas, colectividad anónima que, amando su propia unidad, la simboliza y concreta

en ciertas personas elegidas, sobre las cuales decanta el tesoro de su entusiasmo vital.

Entonces se dice que «hay hombres». En las horas decadentes, cuando una nación se

desmorona, víctima del particularismo, las masas no quieren ser masas, cada miembro de ellas

se cree personalidad directora, y, revolviéndose contra todo el que sobresale, descarga sobre

él su odio, su necedad y su envidia. Entonces, para justificar su inepcia y acallar un íntimo

remordimiento, la masa dice que no «hay hombres».

Es completamente erróneo suponer que el entusiasmo de las masas depende del valer de los

hombres directores. La verdad es estrictamente lo contrario: el valor social de los hombres

directores depende de la capacidad de entusiasmo que posea la masa. En ciertas épocas parece

congelarse el alma popular; se vuelve sórdida, envidiosa, petulante y se atrofia en ella el poder 

de crear mitos sociales. En tiempos de Sócrates había hombres tan fuertes como pudo ser Hércules; pero el alma de Grecia se había enfriado, e incapaz de segregar míticas

fosforescencias, no acertaba ya a imaginar en torno al forzudo un radiante zodíaco de doce

trabajos.Atiéndase a la vida íntima de cualquier partido actual. En todos, incluso en los de la

derecha, presenciamos el lamentable espectáculo de que, en vez de seguir al jefe del partido,

es la masa de éste quien gravita sobre su jefe. Existe en la muchedumbre un plebeyo

resentimiento contra toda posible excelencia y luego de haber negado a los hombres mejores

todo fervor y social consagración, se vuelve a ellos y les dice: «No hay hombres.»

¡Curioso ejemplo de la sólita incongruencia entre lo que la opinión pública dice y lo que

más en lo hondo siente! Cuando oigáis decir: «Hoy no hay hombres», entended: «Hoy no hay

masas.»*

* [Las páginas precedentes de este libro se publicaron inicialmente en el diario  El Sol  los días 16 y 19-X11-

1920, 13 y 22-1-1921 y 2 y 9-11-1921. Al término de ellas se incluía bajo el epígrafe «Conclusión», el texto

siguiente:

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«No aspiraba este ensayo a otra cosa que a diagnosticar el mayor mal presente de nuestra España, ¿las

causas?, ¿los medios de curarlo? Me parece muy difícil que alguien lleve en su bolsillo la receta suficiente. Losorígenes del morbo terrible son viejos, muy viejos; en rigor, van unidos a la raíz misma de nuestro espíritu

étnico. Los pueblos triunfan por sus virtudes y buenas dotes, pero fracasan por no atender en sazón a sus

defectos. El coloso de piedra olvida sus pies de barro. España, más que los pies, ha tenido de barro la testa.

Conforme pasan los años y con ellos se van acumulando experiencias y meditaciones, crece en mí la sospecha de

que nuestra facultad más enteca ha sido siempre el intelecto. Nunca tuvimos mucho, y casi perpetuamente hemosdescuidado ese cultivo. ¿Cómo convencer a un pueblo entero de que es poco inteligente y de que no se salvará

mientras no se convenza de ello? No seré yo quien tenga la avilantez de intentarlo.

Concluyo, pues, estos estudios sobre la hora presente de España con tres sencillas observaciones:

Primera. Un pueblo vive de lo mismo que le dio la vida: la aspiración. Para mantenerlo unido es preciso tener 

siempre ante sus ojos un proyecto sugestivo de vida en común. Sólo grandes, audaces empresas despiertan los

 profundos instintos vitales de las grandes masas humanas. No el pasado, sino el futuro; no la tradición, sino el

afán.Segunda. Esas grandes empresas no pueden hoy, por lo pronto, consistir más que en una gigantesca, dinámica

reforma de la vida interior de España orientada hacia un destino internacional: la unificación espiritual de los

 pueblos de habla española. España tiene que volver al crisol de una reforma omnímoda que, fundiendo sus

 partes, tome a unirlas, Reforma y América.

Tercera. Nada de eso se puede iniciar sin convencemos antes de que en España hoy, como siempre, es

reducidísimo el número de hombres bien dotados. Si no es situado cada cual en el puesto donde mayor rendimiento pueda dar, todo será vano. Culto al hombre selecto.»

Al prolongar las páginas precedentes y publicarlas en forma de libro, Ortega omitió esta «Conclusión», que se

reproduce, por primera vez, en esta nueva edición de España invertebrada.]

2 IMPERIO DE LAS MASAS

Una nación es una masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos

selectos. Cualquiera que sea nuestro credo político, nos es forzoso reconocer esta verdad, que

se refiere aun estrato de la realidad histórica mucho más profundo que aquel donde se agitan

los problemas políticos. La forma jurídica que adopte una sociedad nacional podrá ser todo lo

democrática y aun comunista que quepa imaginar; no obstante, su constitución viva,

transjurídica, consistirá siempre en la acción dinámica de una minoría sobre una masa. Se

trata de una ineludible ley natural que representa en la biología de las sociedades un papel

semejante al de la ley de las densidades en física. Cuando en un líquido se arrojan cuerpos

sólidos de diferente densidad, acaban éstos siempre por quedar situados a la altura que a su

densidad corresponde. Del mismo modo, en toda agrupación humana se produce

espontáneamente una articulación de sus miembros según la diferente densidad vital que

 poseen. Esto se advierte ya en la forma más simple de sociedad, en la conversación. Cuando

seis hombres se reúnen para conversar, la masa indiferenciada de interlocutores que al

 principio son, queda poco después articulada en dos partes, una de las cuales dirige en la

conversación a la otra, influye en ella, regala más que recibe. Cuando esto no acontece, es quela parte inferior del grupo se resiste anómalamente a ser dirigida, influida por la porción

superior, y entonces la conversación se hace imposible. Así, cuando en una nación la masa se

niega a ser masa -esto es, a seguir a la minoría directora-, la nación se deshace, la sociedad se

desmembra, y sobreviene el caos social, la invertebración histórica.

Un caso extremo de esta invertebración histórica estamos ahora viviendo en España.

Todas las páginas de este rápido ensayo tienden a corregir la miopía que usualmente se

 padece en la percepción de los fenómenos sociales. Esa miopía consiste en creer que los

fenómenos sociales, históricos, son los fenómenos políticos, y que las enfermedades de un

cuerpo nacional son enfermedades políticas. Ahora bien, lo político es ciertamente el

escaparate, el dintorno o cutis de lo social. Por eso es lo que salta primero a la vista. Y hay, en

efecto, enfermedades nacionales que son meramente perturbaciones políticas, erupciones oinfecciones de la piel social. Pero esos morbos externos no son nunca graves. Cuando lo que

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está mal en un país es la política, puede decirse que nada está muy mal. Ligero y transitorio el

malestar, es seguro que el cuerpo social se regulará a sí mismo un día u otro.

En España, por desgracia, la situación es inversa. El daño no está tanto en la política como

en la sociedad misma, en el corazón y en la cabeza de casi todos los españoles.

¿Y en qué consiste esta enfermedad? Se oye hablar a menudo de la «inmoralidad pública»,

y se entiende por ella la falta de justicia en los tribunales, la simonía en los empleos, ellatrocinio en los negocios que dependen del Poder público. Prensa y Parlamento dirigen la

atención de los ciudadanos hacia esos delitos como a la causa de nuestra progresiva

descomposición. Yo no dudo que padezcamos una abundante dosis de «inmoralidad pública»;

 pero, al mismo tiempo, creo que un pueblo sin otra enfermedad más honda que esa podría

 pervivir y aun engrosar. Nadie que haya deslizado la vista por la historia universal puede

desconocer esto: si se quiere un ejemplo escandaloso y nada remoto, ahí está la historia de los

Estados Unidos durante los últimos cincuenta años. A lo largo de ellos ha corrido por la vida

norteamericana un Mississipí de «inmoralidad pública». Sin embargo, la nación ha crecido

gigantescamente, y las estrellas de la Unión son hoy una de las mayores constelaciones del

firmamento internacional. Podrá irritar nuestra conciencia ética el hecho escandaloso de que

esas formas de «inmoralidad» no aniquilen a un pueblo, antes bien, coincidan con suencumbramiento; pero mientras nos irritamos, la realidad sigue produciéndose según ella es y

no según nosotros pensamos que debía ser.

La enfermedad española es, por malaventura, más grave que la susodicha «inmoralidad

 pública». Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea

inmoral, tenga o contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad,

es mucho más grave. Pues bien: este es nuestro caso. La sociedad española se está disociando

desde hace largo tiempo porque tiene infeccionada la raíz misma de la actividad socializadora.

El hecho primario social no es la mera reunión de unos cuantos hombres, sino la

articulación que en ese ayuntamiento se produce inmediatamente. El hecho primario social es

la organización en dirigidos y directores de un montón humano. Esto supone en unos cierta

capacidad para dirigir; en otros, cierta facilidad íntima para dejarse dirigir  l. En suma: donde

no hay una minoría que actúe sobre una masa colectiva, y una masa que sabe aceptar el

influjo de una minoría, no hay sociedad, o se está muy cerca de que no la haya.

1 Como luego verá el lector, no se trata exclusivamente, ni siquiera principalmente, de directores y dirigidos

en el sentido político; esto es, de gobernantes y gobernados. Lo político, repito, es sólo una faceta de lo social.

Pues bien: en España vivimos hoy entregados al imperio de las masas. Los miopes no lo

creen así porque, en efecto, no ven motines en las calles ni asaltos a los bancos y ministerios.

Pero esa revolución callejera significaría sólo el aspecto político que toma, a veces, el imperio

de una masa social determinada: la proletaria.

Yo me refiero a una forma de dominio mucho más radical que la algarada en la plazuela,más profunda, difusa, omnipresente, y no de una sola masa social, sino de todas, y en especie

de las masas con mayor poderío: las de clase media y superior.

En el capítulo anterior he aludido al extraño fenómeno de que, aun en los partidos políticos

de la extrema derecha, no son los  jefes quienes dirigen a sus masas, sino éstas quienes

empujan violentamente a sus jefes para que adopten tal o cual actitud. Así hemos visto que los

 jóvenes «mauristas» no han aceptado la política internacional que durante la guerra Maura

 proponía, sino, al revés, han pretendido imponer a su jefe la política internacional que en sus

cabezas livianas y atropelladas -cabezas de «masa»- se había instalado. Lo propio aconteció

con los carlistas, que han coceado en masa a su conductor, obligándole a una retirada.

Las Juntas de Defensa no son, a la postre, sino otro ejemplo de esa subversión moral de las

masas contra la minoría selecta. En los cuartos de banderas se ha creído de buena fe -y esta

 buena fe es lo morboso del hecho- que allí se entendía de política más que en los lugares

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donde, por obligación o por devoción, se viene desde hace muchos años meditando sobre los

asuntos públicos.

Este fenómeno mortal de insubordinación espiritual de las masas contra toda minoría

eminente se manifiesta con tanta mayor exquisitez cuanto más nos alejamos de la zona

 política. Así el público de los espectáculos y conciertos se cree superior a todo dramaturgo,

compositor o crítico, y se complace en cocear a unos y otros. Por muy escasa discreción ysabiduría que goce un crítico, siempre ocurrirá que posee más de ambas calidades que la

mayoría del público. Seria lo natural que ese público sintiese la evidente superioridad del

critico y, reservándose toda la independencia definitiva que parece justa, hubiese en él la

tendencia de dejarse influir por las estimaciones del entendido. Pero nuestro público parte de

un estado de espíritu inverso a éste: la sospecha de que alguien pretenda entender de algo un

 poco más que él, le pone fuera de sí.

En la misma sociedad aristócrata acontece lo propio. No son las damas mejor dotadas de

espiritualidad y elegancia quienes imponen sus gustos y maneras, sino al revés, las damas más

aburguesadas, toscas e inelegantes, quienes aplastan con su necedad a aquellas criaturas

excepcionales.

Dondequiera asistimos al deprimente espectáculo de que los peores, que son los más, serevuelven frenéticamente contra los mejores.

¿Cómo va a haber organización en la política española, si no la hay ni siquiera en las

conversaciones? España se arrastra invertebrada, no ya en su política, sino, lo que es más

hondo y substantivo que la política, en la convivencia social misma.

De esta manera no podrá funcionar mecanismo alguno de los que integran la máquina

 pública. Hoy se parará una institución, mañana otra, hasta que sobrevenga el definitivo

colapso histórico.

 Ni habrá ruta posible para salir de tal situación, porque, negándose la masa a lo que es su

 biológica misión, esto es, a seguir a los mejores, no aceptará ni escuchará las opiniones de

éstos, y sólo triunfarán en el ambiente colectivo las opiniones de la masa, siempre inconexas,

desacertadas y pueriles.

3 EPOCAS «KITRA» Y EPOCAS «KALI»

Cuando la masa nacional degenera hasta el punto de caer en un estado de espíritu como el

descrito son inútiles razonamientos y predicación. Su enfermedad consiste precisamente en

que no quiere dejarse influir, en que no está dispuesta a la humilde actitud de escuchar.Cuanto más se la quiera adoctrinar, más herméticamente cerrará sus oídos y con mayor 

violencia pisoteará a los predicadores. Para sanar será preciso que sufra en su propia carne las

consecuencias de su desviación moral. Así ha acontecido siempre.Las épocas de decadencia son las épocas en que la minoría directora de un pueblo -la

aristocracia- ha perdido sus cualidades de excelencia, aquéllas precisamente que ocasionaron

su elevación. Contra esa aristocracia ineficaz y corrompida se rebela la masa justamente.

Pero, confundiendo las cosas, generaliza las objeciones que aquella determinada aristocracia

inspira, y, en vez de sustituirla con otra más virtuosa, tiende a eliminar todo intento

aristocrático. Se llega a creer que es posible la existencia social sin minoría excelente; más

aún: se construyen teorías políticas e históricas que presentan como ideal una sociedad exenta

de aristocracia. Como esto es positivamente imposible, la nación prosigue aceleradamente su

trayectoria de decadencia. Cada día están las cosas peor. Las masas de los distintos grupos

sociales -un día, la burguesía; otro, la milicia; otro, el proletariado- ensayan vanas panaceas de

 buen gobierno que en su simplicidad mental imaginaban poseer. Al fin, el fracaso de símismas, experimentado al actuar, alumbra en sus cabezas, como un descubrimiento, la

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sospecha de que las cosas son más complicadas de lo que ellas suponían, y,

consecuentemente, que no son ellas las llamadas a regirlas. Paralelamente a este fracaso

 político padecen en su vida privada los resultados de la desorganización. La seguridad pública

 peligra; la economía  privada se debilita; todo se vuelve angustioso y desesperante; no hay

donde tornar la mirada que busca socorro. Cuando la sensibilidad colectiva llega a esta sazón,

suele iniciarse una nueva época histórica. El dolor y el fracaso crean en las masas una nuevaactitud de sincera humildad, Que les hace volver la espalda a todas aquellas ilusiones y teorías

antiaristocráticas. Cesa el rencor contra la minoría eminente. Se reconoce la necesidad de su

intervención específica en la convivencia social. De esta suerte, aquel ciclo histórico se cierra

y vuelve a abrirse otro. Comienza un período en que se va a formar una nueva aristocracia.

Repito que todo este proceso se desarrolla no sólo ni siquiera principalmente en el orden

 político. Las ideas de aristocracia y masa han de entenderse referidas a todas las formas de

relación interindividual, y actúan en .todos los puntos de la coexistencia humana.

Precisamente allí donde su acción pudiera juzgarse más baladí es donde ejercen su influjo más

decisivo y primario. Cuando la subversión moral de la masa contra la minoría mejor llega a la

 política, ha recorrido ya todo el cuerpo social.

Hay en la historia una perenne sucesión alternada de dos clases de épocas: épocas deformación de aristocracia, y con ellas de la sociedad, y épocas de decadencia de esas

aristocracias, y con ellas disolución de la sociedad. En los  purana indios se las llama época

 Kitra y época  Kali, que en ritmo perdurable se siguen una a otra. En las épocas  Kali, el

régimen de castas degenera; los  sudra, es decir, los inferiores, se encumbran porque Brahma

ha caído en sopor. Entonces Vishnú toma la forma terrible de Siva y destruye las formas

existentes: el crepúsculo de los dioses alumbra lívido el horizonte. Al cabo, Brahma despierta,

y bajo la fisonomía de Vishnú, el dios benigno, recrea el Cosmos de nuevo y hace alborear la

nueva época Kitra 1.

1 Véase Max Weber: Religionssoziologie, II, 1921.

A los hombres de una época  Kali, como ha sido la que en nosotros concluye, les irrita

sobremanera la idea de las castas. Y, sin embargo, se trata de un pensamiento profundo y

certero. Dos elementos muy distintos y de valor desigual se unen en él.

Por un lado, la idea de la organización social en castas significa el convencimiento de que la

sociedad tiene una estructura propia, que consiste objetivamente, queramos o no, en una

 jerarquía de funciones. Tan absurdo como sería querer reformar el sistema de las órbitas

siderales, o negarse a reconocer que el hombre tiene cabeza y pies; la tierra, norte y sur; la

 pirámide, cúspide y base, es ignorar la existencia de una contextura esencial a toda sociedad,

consistente en un sistema jerárquico de funciones colectivas.

El otro elemento que, infiltrándose en el primero, forma el concepto de casta, proviene del

criterio para distinguir qué individuos deben ejercer esas diferentes funciones. El  indo,

dominado por una interpretación mágica de la naturaleza, cree que la capacidad para ejercer 

una función va adscrita, como mística gracia, a la sangre. Sólo podrá ser buen guerrero el hijo

del guerrero, y buen hortelano el hijo del hortelano. Los individuos son, pues, repartidos en

los diversos rangos sociales en virtud de un principio genealógico, de herencia sanguínea.

Elimínese este principio mágico del régimen de castas, y quedará una concepción de la

sociedad más honda y trascendente que las hoy prestigiosas. Después de todo, la ideología

 política moderna ha estado dirigida por una inspiración no menos mágica que la asiática,

aunque de signo inverso. Se pretende que la sociedad sea según a nosotros se nos antoja que

debe ser. ¡Como si ella no tuviera su inmutable estructura o esperase a recibirla de nuestro

deseo! Todo el utopismo moderno es magia. No pasará mucho tiempo sin que el gesto deKant, decretando cómo debe ser la sociedad, parezca a todos un torpe ademán mágico.

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4 LA MAGIA DEL «DEBE SER»

La cuestión de las relaciones entre aristocracia y masa suele plantearse desde hace dos

siglos bajo una perspectiva ética o jurídica. No se habla más que de si la constitución política,desde un punto de vista moral o de justicia, debe ser o no debe ser aristocrática. En vez de

analizar previamente lo que es, las condiciones ineludibles de cada realidad, se procede desde

luego a dictaminar sobre cómo deben ser las cosas. Este ha sido el vicio característico de los

«progresistas», de los «radicales» y, más o menos, de todo el espíritu llamado «liberal» o

«democrático». Se trata de una actitud mental sobremanera cómoda. Es muy fácil, en efecto,

dibujar una organización social esquemática que presente una faz atractiva. Basta para ello

que supongamos imaginariamente realizados nuestros deseos o que, abandonando el intelecto

a su puro movimiento dialéctico, construyamos more geometrico un cuerpo social exento de

cuanto nos parece vicio y dotado de perfecciones formales análogas a las que tienen un

 polígono o un dodecaedro. Pero esta suplantación de lo real por lo abstractamente deseable es

un síntoma de puerilidad l. No basta que algo sea deseable para que sea realizable, y, lo que esaún más importante, no basta que una cosa se nos antoje deseable para que lo sea en verdad.

Sometido al influjo de las inclinaciones dominantes en nuestro tiempo, yo he vivido también

durante algunos años ocupado en resolver esquemáticamente cómo deben ser  las cosas.

Cuando luego entré de lleno en el estudio y meditación del pasado histórico, me sorprendió

superlativamente hallar que la realidad social había sido en ocasiones mucho más deseable,

más rica en valores, más próxima a una verdadera perfección, que todos mis sórdidos y

 parciales esquemas.

1 Véase sobre psicología infantil mi ensayo «Biología y Pedagogía», publicado en el tomo tercero de  El  Espectador  [1921]. Allí muestro, como característica de la infancia, una genial ceguera para cuanto hay de

vicioso y desagradable en la realidad, de modo que sólo percibe sus porciones gratas y amables.

Porque, no hay duda, ese debe ser que desde el siglo XVIII, inventor del «progresismo»,

 pretende operar mágicamente sobre la historia, es, por lo pronto, un debe ser  parcial. Cuando

hoy se plantea la cuestión de cómo debe ser la sociedad, casi todo el mundo entiende que se

 pregunta por la perfección ética o jurídica del cuerpo social. Queda así la expresión normativa

debe ser  reducida a su significación moral, y ello hasta el punto de que casi se ha olvidado

que la sociedad y el hombre contienen otros muchos problemas extraños por completo a la

moralidad ya la justicia.

De esta suerte, cuando se elabora el ideal social, cuando se elucubra aquel tipo más perfecto

de sociedad que debe sustituir a los actuales, se incluyen en él tan sólo mejoramientos éticos y

 jurídicos, dejando fuera todas las demás cuestiones que son moralmente indiferentes. Pero esel caso que estas cuestiones indiferentes para la moral de una sociedad son de una importancia

superlativa para su existencia. ¿Es que no hay también para la solución de ellas una norma, un

debe ser, bien que exento de significación ética o jurídica? ¿No tiene el labrador un ideal del

campo, el ganadero un ideal del caballo, el médico un ideal del cuerpo? De estos ideales,

ajenos a moral y derecho, los cuales no son más que la imagen de aquellos seres en su estado

de mayor perfección, emanan normas expresivas de cómo debe ser este campo, este caballo,

este cuerpo humano.

El debe ser  del moralista, del jurista, es, pues, un debe ser   parcial, fragmentario,

insuficiente. Pero, al mismo tiempo, ¿no es sospechosa una ética que al dictar sus normas se

olvida de cómo es en su íntegra condición el objeto cuya perfección pretende definir e

imperar?

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Sólo debe ser lo que puede ser, y sólo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones

de lo que es. Fuera deseable que el cuerpo humano tuviese alas como el pájaro; pero como no

 puede tenerlas, porque su estructura zoológica se lo impide, sería falso decir que debe tener 

alas.

El ideal de una cosa, o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en

la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta.Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de su

realidad.

Por lo tanto, desde el punto de vista «ético» o «jurídico» no se puede construir el ideal de

una sociedad. Esta fue la aberración de los siglos XVIII y XIX. Con la moral y, el derecho

solos no se llega ni siquiera a asegurar que nuestra utopía social sea plenamente justa 1: no

hablemos de otras calidades más perentorias aún que la justicia para una sociedad.

1 Porque al olvidamos de analizar con sumo respeto la realidad, propendemos ligeramente a declarar 

indebidas muchas cosas que poseen un profundo sentido moral. Así se ha deducido frívolamente que son injustaslas diferencias jerárquicas, sin las cuales no hay sociedad que pueda nacer ni persistir.

¿Cómo? ¿Cabe exigir de una sociedad que sea alguna otra cosa antes que justa?

Evidentemente, antes que ser justa una sociedad tiene que ser sana, es decir, tiene que ser una

sociedad. Por tanto, antes que la ética y el derecho, con sus esquemas de lo que debe ser, tiene

que hablar el buen sentido, con su intuición de lo que es.

Resulta completamente ocioso discutir si una sociedad debe ser o no debe ser constituida

con la intervención de la aristocracia. La cuestión está resuelta desde el primer día de la

historia humana: una sociedad sin aristocracia, sin minoría egregia, no es una sociedad.

Volvamos la espalda a las éticas mágicas y quedémonos con la única aceptable, que hace

veintiséis siglos resumió Píndaro en su ilustre imperativo «llega a ser lo que eres». Seamos en

 perfección lo que imperfectamente somos por naturaleza. Si sabemos mirarla, toda realidad

nos enseñará su defecto y su norma, su pecado y su deber.

5. EJEMPLARIDAD Y DOCILIDAD

Una tosca sociología, nacida por generación espontánea y que desde hace mucho tiempo

domina las opiniones circulantes, tergiversa estos conceptos de masa y minoría selecta,

entendiendo por aquélla el conjunto de las clases económicamente inferiores, la plebe, y por 

ésta las clases más elevadas socialmente. Mientras no corrijamos este quid pro quo no

adelantaremos un paso en la inteligencia de lo social.

En toda clase, en todo grupo que no padezca graves anomalías, exíste siempre una masa

vulgar y una minoría sobresaliente. Claro es que dentro de una sociedad saludable, las clasessuperiores, si lo son verdaderamente, contarán con una minoría más nutrida y más selecta que

las clases inferiores. Pero esto no quiere decir que falte en aquéllas la masa. Precisamente lo

que acarrea la decadencia social es que las clases próceres han degenerado y se han

convertido casi íntegramente en masa vulgar.

 Nada se halla, pues, más lejos de mi intención, cuando hablo de aristocracia, que referirme

a lo que por descuido suele aún llamarse así.

Procuremos, pues, trasponiendo los tópicos al uso, adquirir una intuición clara sobre la

acción recíproca entre masa y minoría selecta, que es, a mi juicio, el hecho básico de toda

 sociedad y el agente de su evolución hacia el bien como hacia el mal .

Cuando varios hombres se hallan juntos, acaece que uno de ellos hace un gesto más

gracioso, más expresivo, más exacto que los habituales, o bien pronuncia una palabra más bella, más reverberante de sentido, o bien emite un pensamiento más agudo, más luminoso, o

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 bien manifiesta un modo de reacción sentimental ante un caso de la vida que parece más

acertado, más gallardo, más elegante o más justo. Si los presentes tienen un temperamento

normal sentirán que, automáticamente, brota en su ánimo el deseo de hacer aquel gesto, de

 pronunciar aquella palabra, de vibrar en pareja emoción. No se trata, sin embargo, de un

movimiento de imitación. Cuando imitamos a otra persona nos damos cuenta de que no somos

como ella, sino que estamos fingiendo serlo. El fenómeno a que yo me refiero es muy distintode este mimetismo. Al hallar otro hombre que es mejor, o que hace algo mejor que nosotros,

si gozamos de una sensibilidad normal, desearemos llegar a ser de verdad, y no ficticiamente,

como él es, y hacer las cosas como él las hace. En la imitación actuamos, por decirlo así, fuera

de nuestra auténtica personalidad, nos creamos una máscara exterior. Por el contrario, en la

asimilación al hombre ejemplar que ante nosotros pasa, toda nuestra persona se polariza y

orienta hacia su modo de ser, nos disponemos a reformar verídica mente nuestra esencia,

según la pauta admirada. En suma, percibimos como talla ejemplaridad de aquel hombre y

sentimos docilidad ante su ejemplo.

He aquí el mecanismo elemental creador de toda sociedad: la ejemplaridad de unos pocos

se articula en la docilidad de otros muchos. El resultado es que el ejemplo cunde y que los

inferiores se perfeccionan en el sentido de los mejores.Esta capacidad de entusiasmarse con lo óptimo, de dejarse arrebatar por una perfección

transeúnte, de ser dócil a un arquetipo o forma ejemplar, es la función psíquica que el hombre

añade al animal y que dota de progresividad a nuestra especie frente a la estabilidad relativa

de los demás seres vivos.

 No es este lugar oportuno para rebatir las interpretaciones materialistas y, en general,

utilitarias de la historia, arcaicos armatostes, cien veces descalificados, que aportan soluciones

metafísicas a problemas de hecho como son los históricos. Y el hecho es que los miembros de

toda sociedad humana, aun la más primitiva, se han dado siempre cuenta de que todo acto

 puede ejecutarse de dos maneras, una mejor y otra peor; de que existen normas o modos

ejemplares de vivir y ser. Precisamente la docilidad a esas normas crea la continuidad de

convivencia que es la sociedad. La indocilidad, esto es, la insumisión a ciertos tipos

normativos de las acciones, trae consigo la dispersión de los individuos, la disociación. Ahora

 bien: esas normas fueron originariamente acciones ejemplares de algún individuo.

 No fue, pues, la fuerza ni la utilidad1 lo que juntó a los hombres en agrupaciones

 permanentes, sino el poder atractivo de que automáticamente goza sobre los individuos de

nuestra especie el que en cada caso es más perfecto. Educados en un tiempo de relativa

disolución, nos cuesta, como es natural, algún esfuerzo representarnos el estado de espíritu

que lleva a la formación de una sociedad, porque es justamente opuesto al nuestro. Las más primitivas leyendas y mitos sobre creación de pueblos, tribus, hordas, aluden patéticamente a

 personas sublimes, dotadas de prodigiosas facultades, padres del grupo social. Con un torpe

evemerismo muy siglo XIX, se ha explicado esto siempre diciendo que los hombres reales, untiempo influyentes en el grupo, fueron luego idealizados, ejemplarizados por la posteridad.

Pero sería inverosímil esta idealización a posteriori si aquellos personajes no hubiesen en vida

suscitado ese ideal entusiasmo, si no hubiesen sido de hecho ideales o arquetipos. No se hizo

de ellos modelo porque en vida fueron influyentes, sino, al revés, fueron influyentes,

socializadores, porque fueron desde luego modelos.

En la misma angostura de las paredes donde se desarrolla la sociedad familiar, padre y

madre son modelos natos de los hijos, y además, ideales el uno del otro. Cuando este influjo

se aniquila, la familia se desarticula.

 No se debe olvidar nunca, si se quiere llegar a una idea clara sobre las fuerzas radicales

 productoras de socialización, el hecho, cada vez más comprobado, de que las asociaciones

 primarias no fueron de carácter político y económico. El Poder, con sus medios violentos, y lautilidad, con su mecanismo de intereses, no han podido engendrar sociedades sino dentro de

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una asociación previa. Estas primigenias sociedades tuvieron un carácter festival, deportivo o

religioso. La ejemplaridad estética, mágica o simplemente vital de unos pocos atrajo a los

dóciles. Todo otro influjo o cracia de un hombre sobre los demás que no sea automática

emoción suscitada por el arquetipo o ejemplar en los entusiastas que le rodean, son efímeros y

secundarios. No hay, ni ha habido jamás, otra aristocracia que la fundada en ese poder de

atracción psíquica, especie de ley de gravitación espiritual que arrastra a los dóciles en pos deun modelo.

1 Fuerza y utilidad son como corrientes inducidas que se producen dentro del circuito social una vez que se ha

formado.

Se dice que la sociedad se divide en gente que manda y gente que obedece; pero esta

obediencia no podrá ser normal y permanente sino en la medida en que el obediente ha

otorgado con íntimo homenaje al que manda, el derecho a mandar.

Un hombre eminente, en vista de su ejemplaridad, fue dotado por la muchedumbre dócil de

cierta autoridad pública. Muere aquel hombre y su autoridad queda como un hueco social,especie de forma anónima que otros individuos vendrán a ocupar unas veces con mérito

 bastante, otras sin él. A la postre, el prestigio de la autoridad durará lo que dure el recuerdo de

las personas que la ejercieron.

La obediencia supone, pues, docilidad. No confundamos, por tanto, la una con la otra. Se

obedece a un mandato, se es dócil a un ejemplo, y el derecho a mandar no es sino un anejo de

la ejemplaridad.

Todas las demás formas de sociedad, tan complejas a veces y de tan intrincada anatomía,

suponen esa gravitación originaria de las almas vulgares, pero sanas, hacia las fisonomías

egregias.

De esta manera vendremos a definir la sociedad, en última instancia, como la unidad

dinámica espiritual que forma un ejemplar y sus dóciles. Esto indica que la sociedad es ya de suyo y nativamente un aparato de perfeccionamiento. Sentirse dócil a otro lleva a convivir 

con él y, simultáneamente, a vivir como él; por tanto, a mejorar en el sentido del modelo. El

impulso de entrenamiento hacia ciertos modelos que quede vivo en una sociedad, será lo que

ésta tenga verdaderamente de tal.

Una raza humana que no haya degenerado produce normalmente, en proporción con la cifra

total de sus miembros, cierto número de individuos eminentes, donde las capacidades

intelectuales, morales y, en general, vitales, se presentan con máxima potencialidad. En las

razas más finas, este coeficiente de eminencias es mayor que en las razas bastas, o, dicho al

revés, una raza es superior a otra cuando consigue poseer mayor número de individuos

egregios.

La excelencia de estas personalidades óptimas es de tipo muy diverso. Dentro de cada claseo grupo se destacan ciertos individuos en quienes las calidades propias a la clase o grupo

aparecen extremadas. Una nación no podría nutrir sus necesidades históricas si estuviese

atenida aun solo tipo de excelencia. Hace falta, junto a los eminentes sabios y artistas, el

militar ejemplar, el industrial perfecto, el obrero modelo y aun el genial hombre de mundo. Y

tanto o más que todo esto necesita una nación de mujeres sublimes. La carencia perdurable de

algunos de esos tipos cardinales de perfección concluirá por hacerse sentir en el desarrollo

multisecular de la vida nacional. La raza cojeará de algún lado, y esta claudicación acarreará a

la postre su total decadencia. Porque hay un cierto mínimo de funciones vitales superiores que

todo pueblo necesita ejercer cumplidamente, so pena de muerte. A este fin, es necesario que

en el pueblo existan siempre individuos dotados ejemplarmente para el ejercicio de aquellas

funciones. De otra suerte, el nivel de ese ejercicio irá descendiendo hasta caer bajo la línea

que marca el mínimo de perfección imprescindible. Tómese como ejemplo la actividad

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intelectual. Es evidente que una nación contemporánea no puede vivir con alguna plenitud si

no sabe ejercer sus funciones intelectivas -concepción de la realidad, ciencias, técnicas,

administración- con elevación, complejidad y sutileza. Ahora bien: si durante varias

generaciones faltan o escasean hombres de vigorosa inteligencia que sirvan de diapasón y

norma a los demás, que marquen el tono de intensidad mental exigido por los problemas del

tiempo, la masa tenderá, según la ley del mínimo esfuerzo, a pensar con menos rigor cada vez;el repertorio de curiosidades, ideas, puntos de vista, menguará progresivamente hasta caer 

 bajo el nivel impuesto por las necesidades de la época. Tendremos el caso de una raza

entontecida, intelectualmente degenerada.

Este mecanismo de ejemplaridad-docilidad, tomado como principio de la coexistencia

social, tiene la ventaja, no sólo de sugerir cuál es la fuerza espiritual que crea y mantiene las

sociedades, sino que, a la vez, aclara el fenómeno de las decadencias e ilustra la patología de

las naciones. Cuando un pueblo se arrastra por los siglos gravemente valetudinario, es siempre

o porque faltan en él hombres ejemplares, o porque las masas son indóciles. La coyuntura

extrema consistirá en que ocurran ambas cosas.

Véase hasta qué punto la cuestión de las relaciones entre aristocracia y masa es previa a

todos los formalismos éticos y jurídicos, puesto que nos aparece como la raíz del hecho social.Si ahora tornamos los ojos a la realidad española, fácilmente descubriremos en ella un atroz

 paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad. Por una extraña y

trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, el pueblo español, desde hace

siglos, detesta todo hombre ejemplar, o, cuando menos, está ciego para sus cualidades

excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún

 personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios.

El dato que mejor define la peculiaridad de una raza es el perfil de los modelos que elige,

como nada revela mejor la radical condición de un hombre que los tipos femeninos de que es

capaz de enamorarse. En la elección de amada, hacemos, sin saberlo, nuestra más verídica

confesión l.

1 Sobre la elección en amor, véase mi libro  Estudios sobre el amor. [Nota agregada en la cuarta edición.Publicado en esta colección.]

Después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la

mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad

en la aristofobia u odio a los mejores.

6. LA AUSENCIA DE LOS «MEJORES»

Lo primero que el historiador debiera hacer para definir el carácter de una nación o de unaépoca es fijar la ecuación peculiar en que las relaciones de sus masas con las minorías selectas

se desarrollan dentro de ella. La fórmula que descubra será una clave secreta para sorprender 

las más recónditas palpitaciones de aquel cuerpo histórico. Hay razas que se han caracterizado

 por una abundancia casi monstruosa de personalidades ejemplares, tras las cuales sólo había

una masa exigua, insuficiente e indócil. Este fue el caso de Grecia, y este es el origen de su

inestabilidad histórica. Llegó un momento en que la nación helénica vino a ser como una

industria donde sólo se elaborasen modelos, en vez de contentarse con fijar unos cuantos

 standards y fabricar conforme a ellos abundante mercancía humana. Genial como cultura, fue

Grecia inconsistente como cuerpo social y como Estado. Un caso inverso es el que ofrecen

Rusia y España, los dos extremos de la gran diagonal europea. Muy diferentes en otra porción

de calidades, coinciden Rusia y España en ser las dos razas «pueblo»; esto es, en padecer una

evidente y perdurable escasez de individuos eminentes. La nación eslava es una enorme masa

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 popular sobre la cual tiembla una cabeza minúscula. Ha habido siempre, es cierto, una

exquisita minoría que actuaba sobre la vida rusa, pero de dimensiones tan exiguas en

comparación con la vastedad de la raza, que no ha podido nunca saturar de su influjo

organizador el gigantesco plasma popular. De aquí el aspecto protoplasmático, amorfo,

 persistentemente primitivo que la existencia rusa ofrece.

En cuanto a España... Es extraño que de nuestra larga historia no se haya espumado cien

veces el rasgo más característico, que es, a la vez, el más evidente y a la mano: la

desproporción casi incesante entre el valor de nuestro vulgo y el de nuestras minorías selectas.

La personalidad autónoma, que adopta ante la vida una actitud individual y consciente, ha

sido rarísima en nuestro país. Aquí lo ha hecho todo el «pueblo», y lo que el «pueblo» no ha

 podido hacer se ha quedado sin hacer. Ahora bien: el «pueblo» sólo puede ejercer funciones

elementales de vida; no puede hacer ciencia, ni arte superior, ni crear una civilización

 pertrecha de complejas técnicas, ni organizar un Estado de prolongada consistencia, ni destilar 

de las emociones mágicas una elevada religión.

Y, en efecto, el arte español es maravilloso en sus formas populares y anónimas -cantos,

danzas, cerámica- y es muy pobre en sus formas eruditas y personales. Alguna vez ha surgidoun hombre genial, cuya obra aislada y abrupta no ha conseguido elevar el nivel medio de la

 producción. Entre él, solitario individuo, y la masa llana no había intermediarios y, por lo

mismo, no había comunicación. Y eso que aun estos raros genios españoles han sido siempre

medio «pueblo», sin que su obra haya conseguido nunca liberarse por completo de una ganga

 plebeya o vulgar.

Uno de los síntomas que diferencian la obra ejecutada por la masa de la que produce el

esfuerzo personal es la «anonimidad». Lo popular suele ser lo anónimo. Pues bien: compárese

el conjunto de la historia de Inglaterra o de Francia con nuestra historia nacional, y saltará a la

vista el carácter anónimo de nuestro pasado contrastando con la fértil pululación de

 personalidades sobre el escenario de aquellas naciones.

Mientras la historia de Francia o de Inglaterra es una historia hecha principalmente por 

minorías todo lo ha hecho aquí la masa, directamente o por medio de su condensación virtual

en el Poder público, político o eclesiástico. Cuando entramos en nuestras villas milenarias

vemos iglesias y edificios públicos. La creación individual falta casi por completo. ¿No se

advierte la pobreza de nuestra arquitectura civil privada? Los «palacios» de las viejas

ciudades son, en rigor, modestísimas habitaciones en cuya fachada gesticula pretenciosamente

la vanidad de unos blasones. Si se quitan a Toledo, a la imperial Toledo, el Alcázar y la

Catedral, queda una mísera aldea.De suerte que, así como han escaseado los hombres de sensibilidad artística poderosa,

capaces de crearse un estilo personal, han faltado también los fuertes temperamentos que

logran concentrar en su propia persona una gran energía social y merced a ello pueden realizar grandes obras de orden material o moral.

Mírese por donde plazca el hecho español de hoy, de ayer o de anteayer, siempre

sorprenderá la anómala ausencia de una minoría suficiente. Este fenómeno explica toda

nuestra historia, inclusive aquellos momentos de fugaz plenitud.

Pero hablar de la historia de España es hablar de lo desconocido. Puede afirmarse que casi

todas las ideas sobre el pasado nacional que hoy viven alojadas en las cabezas españolas son

ineptas y, a menudo, grotescas. Ese repertorio de concepciones, no sólo falsas, sino

intelectualmente monstruosas, es precisamente una de las grandes rémoras que impiden el

mejoramiento de nuestra vida.

Yo no quisiera aventurarme a exponer ahora con excesiva abreviatura lo que a mi juicio

constituye el perfil esencial de la historia española. Son de tal modo heterodoxos mis

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 pensamientos, dan de tal modo en rostro al canon usual, que parecería lo que dijese una

historia de España vuelta del revés.

Pero hay un punto que me es forzoso tocar. Hemos oído constantemente decir que una de

las virtudes preclaras de nuestro pasado consiste en que no hubo en España feudalismo. Por 

esta vez, la opinión reiterada es, en parte exacta: en España no ha habido apenas feudalismo;

sólo que esto, lejos de ser una virtud, fue nuestra primera gran desgracia y la causa de todaslas demás.

España es un organismo social, es, por decirlo así, un animal histórico que pertenece a una

especie determinada, a un tipo de sociedades o «naciones» germinadas en el centro y

occidente de Europa cuando el Imperio romano sucumbe. Esto quiere decir que España posee

una estructura específica idéntica a la de Francia, Inglaterra e Italia. Las cuatro naciones se

forman por la conjugación de tres elementos, dos de los cuales son comunes a todas y sólo

uno varia. Esos tres elementos son: la raza relativamente autóctona, el sedimento civilizatorio

romano y la inmigración germánica1. El factor romano, idéntico en todas partes, representa

un elemento neutro en la evolución de las naciones europeas. A primera vista parece lógico

 buscar el principio decisivo que las diferencia en la base autóctona, de modo que Francia se

diferenció de España lo que la raza gala se diferenciase de la ibérica. Pero esto es un error. No pretendo, claro está, negar la influencia diferenciadora de galos e iberos en el desarrollo de

Francia y España; lo que niego es que sea ella la decisiva. Y no lo es por una razón sencilla.

Ha habido naciones que se formaron por fusión de varios elementos en un mismo plano. A

este tipo pertenecen casi todas las naciones asiáticas. El pueblo A y el pueblo B se funden sin

que en el mecanismo de esa fusión corresponda a uno de ellos un rango dinámico superior.

Pero nuestras naciones europeas tienen una anatomía y una fisiología histórica muy diferentes

de las de esos cuerpos orientales. Como antes decía, pertenecen a una especie zoológica

distinta y tienen su peculiar biología. Son sociedades nacidas de la conquista de un pueblo por 

otro -no de un pueblo por un ejército, como aconteció en Roma. Los germanos conquistadores

no se funden con los autóctonos vencidos, en un mismo plano, horizontalmente, sino

verticalmente. Podrán recibir influjos del vencido, como los recibieron de la disciplina

romana; pero en lo esencial son ellos quienes imponen su estilo social a la masa sometida; son

el poder plasmante y organizador; son la «forma», mientras los autóctonos son la «materia».

Son el ingrediente decisivo; son los que «deciden». El carácter vertical de las estructuras

nacionales europeas, que mientras se van formando las mantiene articuladas en dos pisos o

estratos, me parece ser el rasgo típico de su biología histórica.

1 Las peripecias al través de las cuales estos tres elementos se mezclan hasta formar las entidades nacionales,son sumamente diversas en los cuatro países. Hasta qué punto esas peripecias modifican la estructura común a

todos, no es cosa que quepa ni siquiera apuntar en estas páginas. Pero, dado el desconocimiento de la propia

historia que padecemos los españoles, es oportuno advertir que ni los árabes constituyen un ingrediente esencial

en la génesis de nuestra nacionalidad, ni su dominación explica la debilidad del feudalismo peninsular.

Siendo, pues, los germanos el ingrediente decisivo, también lo serán para los efectos de la

diferenciación, con lo cual llego aun pensamiento que parecerá escandaloso, pero que me

interesa dejar aquí someramente formulado, a saber: la diferencia entre Francia y España se

deriva, no tanto de la diferencia entre galos e iberos como de la diferente calidad de los

 pueblos germánicos que invadieron ambos territorios. Va de Francia a España lo que va del

franco al visigodo.

Por desgracia, del franco al visigodo va una larga distancia. Si cupiese acomodar los

 pueblos germánicos inmigrantes en una escala de mayor a menor vitalidad histórica, el franco

ocuparía el grado más alto, el visigodo un grado muy inferior. Esta diferente potencialidad de

uno y otro ¿era originaria, nativa? No es ello cosa que ahora podamos averiguar ni importa para nuestra cuestión. El hecho es que al entrar el franco en las Galias y el visigodo en España

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representan ya dos niveles distintos de energía humana. El visigodo era el pueblo más viejo de

Germania; había convivido con el Imperio romano en su hora más corrupta; había recibido su

influjo directo y envolvente. Por lo mismo, era el más «civilizado». esto es, el más reformado,

deformado y anquilosado. Toda «civilización» recibida es fácilmente mortal para quien la

recibe. Porque la «civilización» -a diferencia de la cultura- es un conjunto de técnicas

mecanizadas, de excitaciones artificiales, de lujos o luxuria que se va formando por decantación en la vida de un pueblo. Inoculado a otro organismo popular es siempre tóxico, y

en altas dosis es mortal. Un ejemplo: el alcohol fue una luxuria aparecida en las civilizaciones

de raza blanca, que, aunque sufran daños con su uso, se han mostrado capaces de soportarlo.

En cambio, transmitido a Oceanía y al Africa negra, el alcohol aniquila razas enteras.

Eran, pues, los visigodos germanos alcoholizados de romanismo, un pueblo decadente que

venía dando tumbos por el espacio y por el tiempo cuando llega a España, último rincón de

Europa, donde encuentra algún reposo. Por el contrario, el franco irrumpe intacto en la gentil

tierra de Galia, vertiendo sobre ella el torrente indómito de su vitalidad.

Yo quisiera que mis lectores entendiesen por vitalidad simplemente el poder de creación

orgánica en que la vida consiste, cualquiera que sea su misterioso origen. Vitalidad es el poder 

que la célula sana tiene de engendrar otra célula, y es igualmente vitalidad la fuerza arcanaque crea un gran imperio histórico. En cada especie y variedad de seres vivos la vitalidad o

 poder de creación orgánica toma una dirección o estilo peculiar.

Como el semita y el romano tuvieron su estilo propio de vitalidad, también lo tiene el

germano. Creó arte, ciencia, sociedad de una cierta manera, y sólo de ella; según un

determinado módulo, y sólo según él. Cuando en la historia de un pueblo se advierte la

ausencia o escasez de ciertos fenómenos típicos, puede asegurarse que es un pueblo enfermo,

decadente, desvitalizado. Un pueblo no puede elegir entre varios estilos de vida: o vive

conforme al suyo, o no vive. De un avestruz que no puede correr es inútil esperar que, en

cambio, vuele como las águilas.

Pues bien: en la creación de formas sociales el rasgo más característico de los germanos fue

el feudalismo. La palabra es impropia y da ocasión a confusiones, pero el uso la ha impuesto.

En rigor, sólo debiera llamarse feudalismo al conjunto de fórmulas jurídicas que desde el siglo

XI se emplean para definir las relaciones entre los «señores» o «nobles». Pero lo importante

no es el esquematismo de esas fórmulas, sino el espíritu que preexistía a ellas y que luego de

arrumbadas continuó operando. A ese espíritu llamo feudalismo.

El espíritu romano, para organizar un pueblo, lo primero que hace es fundar un Estado. No

concibe la existencia y la actuación de los individuos sino como miembros de ese Estado, de

la civitas. El espíritu germano tiene un estilo contrapuesto. El pueblo consiste para él en unoscuantos hombres enérgicos que con el vigor de su puño y la amplitud de su ánimo saben

imponerse a los demás, y, haciéndose seguir de ellos, conquistar territorios, hacerse «señores»

de tierras. El romano no es «señor» de su gleba: es, en cierto modo, su siervo. El romano esagricultor. Opuestamente, el germano tardó mucho en aprender y aceptar el oficio agrícola.

Mientras tuvo ante sí en Germania vastas campiñas y anchos bosques donde cazar, desdeñó el

arado. Cuando la población creció y cada tribu o nación se sintió apretada por las confinantes,

tuvo que resignarse un momento y poner la mano hecha a la espada en la curva mancera. Poco

duró su sujeción a la pacífica faena. Tan pronto como el valladar de las legiones imperiales se

debilitó, los germanos resolvieron ganar los feraces campos del Sur y el Oeste y encargar a los

 pueblos vencidos de cultivárselos. Este dominio sobre la tierra, fundado precisamente en que

no se la labra, es el «señorío»l.

1 Durante la segunda mitad del siglo XIX muchos historiadores, Fustel de Coulanges, por ejemplo, se

obstinan en derivar el «señorío» medieval del derecho dominical, de los «seniores» romanos. Cada día parece

menos justificada esta tendencia.

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Si aun «señor» germano se le hubiera preguntado con qué derecho poseía la tierra, su

respuesta íntima habría sido estupefaciente para un romano o para un demócrata moderno.

«Mi derecho a esta tierra -habría dicho- consiste en que yo la gané en batalla y en que estoy

dispuesto a dar todas las que sean necesarias para no perderla.»

El romano y el demócrata, encerrados en un sentido de la vida y, por tanto, del derecho

distinto del germánico, no entenderían estas palabras y supondrían que aquel hombre era un bruto negador del derecho. Y, sin embargo, el «señor» bárbaro las pronunciaba con la misma

fe y devoción jurídicas con que el latino podía citar un senatoconsulto o el demócrata un

artículo del Código civil. Para él, lo absurdo es que se estime el «trabajo» agrícola como un

título bastante de propiedad. Se trata, en suma, de dos formas divergentes de sensibilidad

 jurídica. No se puede equiparar la calidad de la «justicia» en que el «señor» fundaba su

 posesión con la muy problemática que hoy permite al ocioso capitalista gozar de sus rentas.

Frente al «trabajo» agrícola está el «esfuerzo» guerrero, que son dos estilos de sudor 

altamente respetables. El callo del labriego y la herida del combatiente representan dos

 principios de derecho, llenos ambos de sentido.

Y aún cabe reducir su aparente contraposición. Porque eso que el jurista moderno llama

 propiedad de una tierra -el derecho a sus frutos- es una relación económica que, en definitiva,no preocupa mucho al corazón del germano. Para él, la dimensión económica de la tierra es la

menos importante, y de hecho, la abandona casi por entero al labrador. Mas la labranza de la

tierra supone hombres que la ejecutan y, por tanto, relaciones sociales entre ellos, costumbres,

amores, odios, rencillas, tal vez crímenes. ¿Quién será el juez de estos crímenes cometidos en

este trozo de tierra? ¿Quién el rector de aquellas costumbres, el organizador de aquella masa

humana en cuerpo social? Esto es lo que interesa al germano: no el derecho de propiedad

económica de la tierra, sino el derecho de autoridad. Por eso el germano no es, en rigor,

 propietario del territorio, sino, más bien, «señor» de él. Su espíritu es radicalmente inverso del

que reside en el capitalista. Lo que quiere no es cobrar, sino mandar, juzgar y tener leales 1.

1 No cabe imaginar nada más opuesto a la manera moderna de sentir lo económico que el temperamentomedieval. Por eso, sus ideas económicas son la estricta inversión de las hoy vigentes. Mientras para la economía

capitalista el problema de la riqueza consiste principalmente en cómo se gana, lo que preocupa a la economía

medieval es cómo se gasta. Así, la cuestión del justo reparto económico no sólo se resuelve en sentido contrario

al que ha querido imponer la Edad Moderna, sino que se plantea desde luego al revés. No se pregunta cuánto

tiene derecho a ganar cada cual, sino cuánto tiene obligación de gastar. Según Santo Tomás, a cada individuo

corresponde tanto de riqueza -exteriores divitias- cuanto sea necesario para la vida propia a su condición -prout  sunt necessariae ad vitam eius secundun suam conditionem- (Summa Theol., 2.

a, 2

ae, Qu. 118, art. 1). El trabajo

no es, pues, el metro de la justa ganancia, sino la condición. El noble, el magistrado, el dignatario eclesiástico

tienen obligación de dar a su conducta el ornato y atuendo que corresponden a su función y jerarquía. El dinero

debe ir, pues, al rango, a la autoridad, que es, a su vez, síntoma de un esfuerzo superior: no se gana propiamente,

sino que se merece. Si la ética económica de nuestra edad, divinizadora del trabajo, culmina en el «derecho al producto íntegro» de éste, la de los siglos medios podría haber formulado su tendencia en «el derecho al decoro

íntegro de la autoridad». Algo sobre este tema puede verse en Wemer Sombart:  Der Moderne Kapitalismus, 3.a 

ed., 1919, vol. 1, parte 1.

Ahora bien, ¿quién debe mandar? La respuesta germánica es sencillísima: el que puede

mandar. Con esto no se pretende suplantar el derecho por la fuerza, sino que se descubre en el

hecho de ser capaz de imponerse a los demás el signo indiscutible de que se vale más que los

demás y, por tanto, de que se merece mandar. Los derechos, por lo menos los superiores, son

considerados como anejos a las calidades de la persona. La idea romana y moderna según la

cual el hombre al nacer tiene, en principio, la plenitud de los derechos, se contrapone al

espíritu germánico, que no fue, como suele decirse, individualista, sino personalista. En su

sentir, los derechos, por su esencia misma, tienen que ser ganados, y después de ganados,

defendidos. Cuando alguien se los disputa, repugna al feudal acudir ante un tribunal que lodefienda. El privilegio que con mayor tenacidad sostuvo fue precisamente el de no ser 

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sometido a tribunal en sus contiendas con los demás, sino poder dirimirlas entre sí, lanza al

 puño y de hombre a hombre 2. Perdido este privilegio y a fin de eludir la jurisprudencia

impersonal de los tribunales, inventó una institución o procedimiento que nuestras viejas

crónicas llaman «la puridad» o «hablar en puridad».

2 Quien analice lealmente y sin «beatería» democrática el derecho moderno, no puede menos de descubrir enél un elemento de pusilanimidad, por fortuna mezclado con otros más respetables. Mientras las revoluciones

modernas se han hecho para demandar el' derecho a la seguridad, en la Edad Media se hicieron para conquistar o

afirmar el derecho al peligro.

Este término, que usan todavía en sus ingenuos escritos nuestros casticistas, no. significa,

como se suele creer, hablar la verdad o sinceramente. La «puridad» consistía en el derecho del

feudal a resolver un pleito, antes de ser judicialmente perseguido, en conversación privada y

secreta con el superior jerárquico; por ejemplo, con el rey. Y una de las más graves injurias

que el rey podía hacer a un señor era negarle esta instancia, o, como se dice en nuestras

crónicas, «negarle la puridad». Se consideraba tal negativa como fundamento bastante para

romper el vasallaje. Pues bien: la puridad es también arreglo de hombre a hombre, evitación

de someterse al procedimiento impersonal de los tribunales.

Los «señores» van a ser el poder organizador de las nuevas naciones. No se parte, como en

Roma, de un Estado municipal, de una idea colectiva e impersonal, sino de unas personas de

carne y hueso. El Estado germánico consiste en una serie de relaciones personales y privadas

entre los señores. Para la conciencia contemporánea es evidente que el derecho es anterior a la

 persona, y, como el derecho supone sanción, el Estado será también anterior a la persona. Hoy

un individuo que no pertenezca a ningún Estado no tiene derechos. Para el germano, lo justo

es lo inverso. El derecho sólo existe como atributo de la persona; dicho de otra manera, no se

es persona porque se poseen ciertos derechos que un Estado define, regula y garantiza, sino, al

revés, se tienen derechos porque se es previamente persona viva, y se tienen más o menos

estos o aquellos según los grados y potencias de esta prejurídica personalidad. El Cid, cuandoes arrojado de Castilla, no es ciudadano de ningún Estado y, sin embargo, posee todos sus

derechos. Lo único que perdió fue su relación privada con el rey y las prebendas que de ella se

derivaban.

Esta acción personal de los señores germanos ha sido el cincel que esculpió las

nacionalidades occidentales. Cada cual organizaba su señorío, lo saturaba de su influjo

individual. Luchas, amistades, enlaces con los señores colindantes fueron produciendo

unidades territoriales cada vez más extensas, hasta formarse los grandes ducados. El rey, que

originariamente no era sino el primero entre los iguales,  primus inter pares, aspira de

continuo a debilitar esta minoría poderosa. Para ello se apoya en el «pueblo» y las ideas

romanas. En ciertas épocas parecen los «señores» vencidos y el unitarismo monárquico-

 plebeyo-sacerdotal triunfa. Pero el vigor de los señores francos se recupera y reaparece a pocola estructura feudal.

Quien crea que la fuerza de una nación consiste sólo en su unidad juzgará pernicioso el

feudalismo. Pero la unidad sólo es definitivamente buena cuando unifica grandes fuerzas

 preexistentes. Hay una unidad muerta, lograda merced a la falta de vigor en los elementos que

son unificados.

Por esto es un grandísimo error suponer que fue un bien para España la debilidad de su

feudalismo. Cuando oigo lo contrario me produce la misma impresión que si oyese decir: es

 bueno que en la España actual haya pocos sabios, pocos artistas y, en general, pocos hombres

de mucho talento, porque el vigor intelectual promueve grandes discusiones y lleva a

contiendas y trapatiestas. Pues bien: algo parejo a lo que en la sociedad actual representa la

minoría de superior intelecto fue en la hora germinal de nuestras naciones la minoría de losfeudales. En Francia hubo muchos y poderosos; lograron plasmar históricamente, saturar de

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nacionalización hasta el último átomo de masa popular. Para esto fue preciso que viviese

largos siglos dislocado el cuerpo francés en moléculas innumerables, las cuales, conforme

llegaban a madurez de cohesión interior, se trababan en texturas más complejas y amplias

hasta formar las provincias, los condados, los ducados. El poder de los «señores» defendió ese

necesario pluralismo territorial contra una prematura unificación en reinos.

Pero los visigodos, que arriban ya extenuados, degenerados, no poseen esa minoría selecta.Un soplo de aire africano los barre de la Península, y cuando después la marea musulmana

cede, se forman desde luego reinos con monarcas y plebe, pero sin suficiente minoría de

nobles. Se me dirá que, a pesar de esto, supimos dar cima a nuestros gloriosos ocho siglos de

Reconquista. Y a ello respondo ingenuamente que yo no entiendo cómo se puede llamar 

reconquista a una cosa que dura ocho siglos. Si hubiera habido feudalismo, probablemente

habría habido verdadera Reconquista, como hubo en otras partes Cruzadas, ejemplos

maravillosos de lujo vital, de energía superabundante, de sublime deportismo histórico.

La anormalidad de la historia española ha sido demasiado permanente para que obedezca a

causas accidentales. Hace cincuenta años se pensaba que la decadencia nacional venía sólo de

unos lustros atrás. Costa y su generación comenzaron a entrever que la decadencia tenía dos

siglos de fecha. Va para quince años, cuando yo comenzaba a meditar sobre estos asuntos,intenté mostrar que la decadencia se extendía a toda la Edad moderna de nuestra historia.

Razones de método, que no es útil reiterar ahora, me aconsejaban limitar el problema a ese

 período, el mejor conocido de la historia europea, a fin de precisar más fácilmente el

diagnóstico de nuestra debilidad. Luego, mayor estudio y reflexión me han enseñado que la

decadencia española no fue menor en la Edad media que en la moderna y contemporánea. Ha

habido algún momento de suficiente salud; hasta hubo horas de esplendor y de gloria

universal, pero siempre salta a los ojos el hecho evidente de que en nuestro pasado la

anormalidad ha sido lo normal. Venimos, pues, a la conclusión de que la historia de España

entera, y salvas fugaces jornadas, ha sido la historia de una decadencia.

Pero es absurdo detenerse en semejante conclusión. Porque decadencia es un concepto

relativo a un estado de salud, y si España no ha tenido nunca salud -ya veremos que su hora

mejor tampoco fue saludable-, no cabe decir que ha decaído.

¿No es esto un juego de palabras? Yo creo que no. Si se habla de decadencia, como si se

habla de enfermedad, tenderemos a buscar las causas de ella en acontecimientos, en

desventuras sobrevenidas a quien las padece. Buscaremos el origen del mal fuera del sujeto

 paciente. Pero si nos convencemos de que éste no fue nunca sano, renunciaremos a hablar de

decadencia ya inquirir sus causas; en vez de ello, hablaremos de defectos de constitución, de

insuficiencias originarias, nativas, y este nuevo diagnóstico nos llevará a buscar causas demuy otra índole, a saber: no externas al sujeto, sino íntimas, constitucionales.

Este es el valor que tiene para mí transferir toda la cuestión de la Edad moderna a la Edad

media, época en que España se constituye. Y si yo gozase de alguna autoridad sobre los jóvenes capaces de dedicarse a la investigación histórica, me permitiría recomendarles que

dejasen de andar por las ramas y estudiasen los siglos medios y la generación de España.

Todas las explicaciones que se han dado de su decadencia no resisten cinco minutos del más

tosco análisis. Y es natural, porque mal puede darse con la causa de una decadencia cuando

esta decadencia no ha existido.

El secreto de los grandes problemas españoles está en la Edad media. Acercándonos a ella

corregimos el error de suponer que sólo en los últimos siglos ha decaído la vitalidad de

nuestro pueblo, pero que fue en los comienzos de su historia tan enérgico y capaz como

cualquier otra raza continental. Ensaye quien quiera la lectura paralela de nuestras crónicas

medievales y de las francesas. La comparación le hará ver con ejemplar evidencia que, poco

más o menos, la misma distancia hoy notoria entre la vida española y la francesa existía yaentonces.

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Para el cronista francés y los hombres de que nos habla es el mundo una realidad espléndida

dotada de facetas innumerables: a todas ellas hacen frente con una sensibilidad no menos

múltiple. Hay fe y duda, briosa guerra, genial ambición, curiosidad de intelecto, sensual

complacencia: se corteja a la mujer, se sonríe a la flor, se trucida el enemigo y se goza del

 bosque y la pradera. Por el contrario, en la crónica española suele reducirse la vida a un

repertorio escasísimo de incitaciones y reacciones.Pero dejemos esto. En el índice de pensamientos que es este ensayo, yo me proponía tan

sólo subrayar uno de los defectos más graves y permanentes de nuestra raza: la ausencia de

una minoría selecta, suficiente en número y calidad. Ahora bien, la caquexia del feudalismo

español significa que esa ausencia fue inicial, que los «mejores» faltaron ya en la hora augural

de nuestra génesis, que nuestra nacionalidad, en suma, tuvo una embriogenia defectuosa.

La mejor comprobación que puede recibir una idea es que sirva para explicar, además de la

regla, la excepción. La escasez y debilidad de los «señores» explica la carencia de vigor que

aqueja a nuestra Edad media. Pues bien: ella misma, sin añadidura, explica también nuestra

sobra de vigor de 1480 a 1600, el gran siglo de España.

Siempre ha sorprendido que del estado miserable en que nuestro pueblo se hallaba hacia

1450 se pase, en cincuenta años o poco más, a una prepotencia desconocida en el mundonuevo y sólo comparable a la de Roma en el antiguo. ¿Brotó de súbito en España una

 poderosa floración de cultura? ¿Se improvisó en tan breve período una nueva civilización con

técnicas poderosas e insospechadas? Nada de esto. Entre 1450 y 1500 sólo un hecho nuevo de

importancia acontece: la unificación peninsular .

Tuvo España el honor de ser la primera nacionalidad que logra ser una, que concentra en el

 puño de un rey todas sus energías y capacidades. Esto basta para hacer comprensible su

inmediato engrandecimiento. La unidad es un aparato formidable que por sí mismo, y aun

siendo muy débil quien lo maneja, hace posible las grandes empresas. Mientras el pluralismo

feudal mantenía desparramado el poder de Francia, de Inglaterra, de Alemania, y un

atomismo municipal disociaba a Italia, España se convierte en un cuerpo compacto y elástico.

Más con la misma subitaneidad que la ascensión de nuestro pueblo en 1500, se produce su

descenso en 1600. La unidad obró como una inyección de artificial plenitud, pero no fue un

síntoma de vital poderío. Al contrario: la unidad se hizo tan pronto porque España era débil,

 porque faltaba un fuerte pluralismo sustentado por grandes personalidades de estilo feudal. El

hecho, en cambio, de que todavía en pleno siglo XVII sacudan el cuerpo de Francia los

magníficos estremecimientos de la Fronda, lejos de ser un síntoma morboso, descubre los

tesoros de vitalidad aún intactos que el francés conservaba del franco.

Convendría, pues, invertir la valoración habitual. La falta de feudalismo, que se estimósalud, fue una desgracia para España; y la pronta unidad nacional, que parecía un glorioso

signo, fue propiamente la consecuencia del anterior desmedramiento.

Con el primer siglo de unidad peninsular coincide el comienzo de la colonizaciónamericana. Aún no sabemos lo que substancialmente fue este maravilloso acontecimiento. Yo

no conozco ni siquiera un intento de reconstruir sus caracteres esenciales. La poca atención

que se le ha dedicado fue absorbida por la Conquista, que es sólo su preludio. Pero lo

importante, lo maravilloso, no fue la Conquista -sin que yo pretenda mermar a ésta su

dramática gracia-; lo importante, lo maravilloso fue la colonización. A pesar de nuestra

ignorancia sobre ella, nadie puede negar sus dimensiones como hecho histórico de alta

cuantía. Para mí, es evidente que se trata de lo único verdadera, substantivamente grande que

ha hecho España. ¡Cosa peregrina! Basta acercarse un poco al gigantesco suceso, aun

renunciando a perescrutar su fondo secreto, para advertir que la colonización española de

 América fue una obra popular. La colonización inglesa es ejecutada por minorías selectas y

 poderosas. Desde luego, toman en su mano la empresa grandes Compañías. Los «señores»ingleses habían sido los primeros en abandonar el exclusivo oficio de la guerra y aceptar 

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como faenas nobles el comercio y la industria. En Inglaterra, el espíritu audaz del feudalismo

acertó muy pronto a desplazarse hacia otras empresas menos bélicas, y como Sombart ha

mostrado, contribuyó grandemente a crear el moderno capitalismo. La empresa guerrera se

transforma en empresa industrial, y el paladín en empresario. La mutación se comprende

fácilmente: durante la Edad Media era Inglaterra un país muy pobre. El «señor» feudal tenía

 periódicamente que caer sobre el continente en busca de botín. Cuando éste se consumía, a lahora de comer, la dama del feudal le hacía servir en una bandeja una espuela. Ya sabía el

caballero lo que esto significaba: despensa vacía. Calzaba la espuela y saltaba a Francia, tierra

ubérrima.

La colonización inglesa fue la acción reflexiva de minorías, bien en consorcios económicos,

 bien por secesión de un grupo selecto que busca tierras donde servir mejor a Dios. En la

española, es el «pueblo» quien directamente, sin propósitos conscientes, sin directores, sin

táctica deliberada, engendra otros pueblos. Grandeza y miseria de nuestra colonización vienen

ambas de aquí. Nuestro «pueblo» hizo todo lo que tenía que hacer: pobló, cultivó, cantó,

gimió, amó. Pero no podía dar a las naciones que engendraba lo que no tenía: disciplina

superior, cultura vivaz, civilización progresiva.

Creo que ahora se entenderá mejor lo que antes he dicho: en España lo ha hecho todo el«pueblo», y lo que no ha hecho el «pueblo» se ha quedado sin hacer. Pero una nación no

 puede ser sólo «pueblo»: necesita una minoría egregia, como un cuerpo vivo no es sólo

músculo, sino, además, ganglio nervioso y centro cerebral.

La ausencia de los «mejores», o, cuando menos, su escasez, actúa sobre toda nuestra

historia y ha impedido que seamos nunca una nación suficientemente normal, como lo han

sido las demás nacidas de parejas condiciones. Ni extrañe que yo atribuya a una ausencia, por 

tanto, a lo que es tan sólo una negación, un poder de actuación positiva. Nietzsche sostenía,

con razón, que en nuestra vida influyen no sólo las cosas que nos pasan, sino también, y acaso

más, las que no nos pasan.

En efecto: la ausencia de los «mejores» ha creado en la masa, en el «pueblo», una secular 

ceguera para distinguir el hombre mejor del hombre peor, de suerte que cuando en nuestra

tierra aparecen individuos privilegiados, la «masa» no sabe aprovecharlos y a menudo los

aniquila.

El pretendido aliento democrático que, como se ha hecho notar reiteradamente, sopla por 

nuestras más viejas legislaciones y empuja el derecho consuetudinario español, es más bien

 puro odio y torva suspicacia frente a todo el que se presente con la ambición de valer más que

la masa y, en consecuencia, de dirigirla.

Somos un pueblo «pueblo», raza agrícola, temperamento rural. Porque es el ruralismo elsigno más característico de las sociedades sin minoría eminente. Cuando se atraviesan los

Pirineos y. se ingresa en España se tiene siempre la impresión de que se llega aun pueblo de

labriegos. La figura, el gesto, el repertorio de ideas y sentimientos, las virtudes y los viciosson típicamente rurales. En Sevilla, ciudad de tres mil años, apenas si se encuentra por la calle

más que fisonomías de campesinos. Podréis distinguir entre el campesino rico y el campesino

 pobre, pero echaréis de menos ese afinamiento de rasgos que la urbanización, mediante aguda

labor selectiva, debía haber fijado en sus pobladores, creando en ellos un tipo de hombre

 producto condigno de una ciudad tres veces milenaria.

Hay pueblos que se quedan por siempre en ese estadio elemental de la evolución que es la

aldea. Podrá ésta contener un enorme vecindario, pero su espíritu será siempre labriego.

Pasarán por ella los siglos sin perturbarla ni estremecerla. No participará en las grandes luchas

históricas. Entre .siembra y recolección o análogas tareas vivirá eternamente, prisionera en el

ciclo siempre idéntico de su destino vegetativo.

Así existen en el Sudán ciudades de hasta doscientos mil habitantes -Kano, Bida, por ejemplo-, las cuales arrastran inmutables su existencia rural desde cientos y cientos de años.

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Hay pueblos labriegos,  fellahs, mujiks..., es decir, pueblos sin «aristocracia». No quiero

decir con esto que deba considerarse a España como un pueblo irremediablemente

 fellahizado. Mejor o peor, ha intervenido en la historia del mundo y pertenece a la grey de

naciones occidentales que han hecho el más sublime ensayo de gobierno universal. Pero es de

alta oportunidad traer a la mente esos casos extremos de  poblaciones fellahs,  porque los

graves e inveterados defectos de nuestra raza han tendido siempre a hacerla derivar camino dealgo semejante. Así, a fines del siglo XV se dispara súbitamente el resorte de la energía

española y da nuestra nación un magnífico salto predatorio sobre el área del mundo. Dos

generaciones después vuelve a caer en una inercia histórica de que no ha salido todavía, y en

sus venas la sangre circula con lento pulso campesino.

7 IMPERATIVO DE SELECCION

Que España-no haya sido un pueblo «moderno»; que, por lo menos, no lo haya sido en

grado suficiente, es cosa que a estas fechas no debe entristecernos mucho. Todo anuncia que

la llamada «Edad moderna» toca a su fin. Pronto un nuevo clima histórico comenzará a nutrir los destinos humanos. Por dondequiera aparecen ya las avanzadas del tiempo nuevo. Otros

 principios intelectuales, otro régimen sentimental inician su imperio sobre la vida humana,

 por lo menos, sobre la vida europea. Dicho de otra manera: el juego de la existencia,

individual y colectiva, va a regirse por reglas distintas, y para ganar en él la partida serán

menester dotes, destrezas muy diferentes de las que en el último pasado proporcionaban el

triunfo.

Si ciertos pueblos -Francia, Inglaterra- han fructificado plenamente en la Edad moderna fue,

sin duda, porque en su carácter residía una perfecta afinidad con los principios y problemas

«modernos». En efecto: racionalismo, democratismo, mecanicismo, industrialismo,

capitalismo, que mirados por el envés son los temas y tendencias universales de la Edad

moderna, son, mirados por el reverso, propensiones específicas de Francia, Inglaterra y, en

 parte, de Alemania, No lo han sido, en cambio, de España. Más hoy parece que aquellos

 principios ideológicos y prácticos comienzan a perder su vigor de excitantes vitales, tal vez

 porque se ha sacado ya de ellos cuanto podían dar  l, Traerá esto consigo, irremediablemente,

una depresión en la potencialidad de las grandes naciones, y los pueblos menores pueden

aprovechar la coyuntura para instaurar su vida según la íntima pauta de su carácter y apetitos.

1 Sin negar que se produzcan innovaciones radicales, puede decirse que los cambios históricos son principalmente cambios de perspectiva: lo que ayer ocupaba el primer plano en la atención humana, queda hoy

relegado a un plano secundario, sin que por esto desaparezca totalmente. Así, de los principios «modernos»

sobrevivirán muchas cosas en el futuro; pero lo decisivo es que dejarán de ser «principios», centros de la

gravitación espiritual.

Las circunstancias son, pues, excelentes para que España intente rehacerse. ¿Tendrá de ello

la voluntad? Yo no lo sé. La fisonomía que nuestra nación presenta a la hora en que estas

 páginas se escriben es esencialmente equívoca y problemática. Meditando sobre ella con

lealtad y, a la par, con un poco de rigor intelectual, hallamos que puede interpretarse en dos

sentidos contradictorios, optimista uno, pesimista el otro. Esta contradicción no proviene de

nuestra inteligencia o de nuestro temperamento, sino que radica en los hechos mismos: ellos

son los equívocos y no nuestro juicio o sentimiento sobre ellos. Procuraré explicarme.

Cabría ordenar, según su gravedad, los males de España en tres zonas o estratos. Los

errores y abusos políticos, los defectos de las formas de gobierno, el fanatismo religioso, la

llamada «incultura», etc., ocuparían la capa somera, porque, o no son verdaderos males, o loson superficialmente. De ordinario, cuando se habla de nuestros desdichados destinos, sólo a

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algunas de estas causas o síntomas se alude. Yo no los miento en las páginas que preceden

como no sea para negarles importancia: considero un error de perspectiva histórica atribuirles

gran significación en la patología nacional.

En estrato más hondo se hallan todos estos fenómenos de disgregación que en serie

ininterrumpida han llenado los últimos siglos de nuestra historia y que hoy, reducida la

existencia española al ámbito peninsular, han cobrado una agudeza extrema. Bajo el nombrede «particularismo y acción directa», he procurado definir sus caracteres en la primera parte

de este volumen. Estos fenómenos profundos de disociación constituyen verdaderamente una

enfermedad gravísima del cuerpo español. Pero aun así no son el mal radical. Más bien que

causas son resultados.

La raíz de la descomposición nacional está, como es lógico, en el alma misma de nuestro

 pueblo. Puede darse el caso de que una sociedad sucumba víctima de catástrofes accidentales

en las que no le toca responsabilidad alguna. Pero la norma histórica, que en el caso español

se cumple, es que los pueblos degeneran por defectos íntimos. Trátese de un  hombre o trátese

de una nación, su destino vital depende en definitiva de cuáles sean sus sentimientos radicales

y las propensiones afectivas de su carácter. De éstas habrá algunas cuya influencia se limite a

 poner un colorido peculiar en la historia de la raza. Así hay pueblos alegres y pueblos tristes.Mas esta tonalidad del gesto ante la existencia es, en rigor, indiferente a la salud histórica.

Francia es un  pueblo alegre y sano; Inglaterra, un  pueblo triste, pero no menos saludable.

Hay, en cambio, tendencias sentimentales, simpatías y antipatías que influyen

decisivamente en la organización histórica por referirse a las actividades mismas que crean la

sociedad. Así, un  pueblo que, por una perversión de sus afectos, da en odiar a toda

individualidad selecta y ejemplar por el mero hecho de serlo, y siendo vulgo y masa se juzga

apto para prescindir de guías y regirse por sí mismo en sus ideas y en su política, en su moral

y en sus gustos, causará irremediablemente su propia degeneración. En mi entender, es

España un lamentable ejemplo de esta perversión. Todavía, si la raza o razas peninsulares

hubiesen producido gran número de personalidades eminentes, con genialidad contemplativa

o práctica, es posible que tal abundancia hubiera bastado a contrapesar la indocilidad de las

masas. Pero no ha sido así, y éstas, entregadas a una perpetua subversión vital -mucho más

amplia y grave que la política- desde hace siglos no hacen sino deshacer, desarticular,

desmoronar, triturar la estructura nacional. En lugar de que la colectividad, aspirando hacia

los ejemplares, mejorase en cada generación el tipo del hombre español, lo ha ido

desmedrando, y fue cada día más tosco, menos alerta, dueño de menores energías,

entusiasmos y arrestos, hasta llegar a una pavorosa desvitalización. La rebelión sentimental de

las masas, el odio a los mejores, la escasez de éstos -he ahí la razón verdadera del gran fracasohispánico.

Será inútil hacerse ilusiones eludiendo la claridad del problema y dándole vagarosas

formas. Si España quiere corregir su suerte, lanzarse de nuevo a una ascensión histórica,gloriosamente impulsada por una gigantesca voluntad de futuro, tiene que curar en lo más

hondo de sí misma esa radical perversión de los instintos sociales.

Pero, como en estas páginas queda dicho, las masas, una vez movilizadas en sentido

subversivo contra las minorías selectas, no oyen a quien les predica normas de disciplina. Es

 preciso que fracasen totalmente para que en sus propias carnes laceradas aprendan lo que no

quieren oír. Hay, pues, un momento en que las épocas de disolución, las edades  Kali, hacen

crisis en el corazón mismo de las multitudes. El odio a los mejores parece agotarse como

fuente maligna, y empieza a brotar un nuevo hontanar afectivo de amor a la jerarquía, a las

faenas constructoras y a los hombres egregios capaces de dirigirlas.

¿Han llegado a este punto de espontáneo arrepentimiento las masas españolas? ¿Se inicia en

ellas, aunque sea débilmente, subterráneamente, la conciencia clara de su propia ineptitud y elgeneroso afán de suscitar minorías excelentes, hombres ejemplares? Quien mire hoy

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serenamente el paisaje moral de España hallará, sin duda, algunos síntomas que cabe

interpretar en este favorable sentido; pero tan esporádicos y débiles, que no es posible en ellos

asentar la esperanza. Podrá dentro de unos meses o de unos años variar el cariz espiritual de

España, mas en la hora que transcurre sus manifestaciones permiten lo mismo suponer que el

estado de invertebración rebelde, de dislocación, va a prolongarse indefinidamente, o que, por 

el contrario, se va a producir una conversión radical de los sentimientos en una direcciónafirmativa, creadora, ascendente.

En el primer caso, la publicación de estas páginas resultará inútil, pero no dañina: ni serán

entendidas ni atendidas. En el segundo, pueden rendir algún provecho, porque el nuevo estado

de espíritu, todavía germinal y confuso, se encontrará en ellas definido, aclarado y como

subrayado.

Cambios políticos, mutación en las formas del gobierno, leyes novísimas, todo será

 perfectamente ineficaz si el temperamento del español medio no hace un viraje sobre sí

mismo y convierte su moralidad.

Por el contrario, creo que si esta conversión se produce puede España en breve tiempo

restaurarse gloriosamente, porque la sazón histórica es inmejorable.

¿Cuál es, pues, la condición suma? El reconocimiento de que la misión de las masas no esotra que seguir a los mejores, en vez de pretender suplantarlos. Y esto en todo orden y

 porción de la vida. Donde menos importaría la indocilidad de las masas es en política, por la

sencilla razón de que lo político no es más que el cauce por donde fluyen las realidades

substantivas del espíritu nacional. Si éste se halla bien disciplinado en todo lo demás, poco

daño pueden causar sus insumisiones políticas.

Donde más importa que la masa se sepa masa y, por tanto, sienta el deseo de dejarse influir,

de aprender, de perfeccionarse, es en los órdenes más cotidianos de la vida, en su manera de

 pensar sobre las cosas de que se habla en las tertulias y se lee en los periódicos, en los

sentimientos con que se afrontan las situaciones más vulgares de la existencia.

En España ha llegado a triunfar en absoluto el más chabacano aburguesamiento. Lo mismo

en las clases elevadas que en las ínfimas rigen indiscutidas e indiscutibles normas de una atroz

trivialidad, de un devastador filisteísmo. Es curioso presenciar cómo en todo instante y

ocasión la masa de los torpes aplasta cualquier intento de mayor fineza.

Advirtamos, por ejemplo, lo que acontece en las conversaciones españolas. Y, ante todo, no

extrañe que más de una vez se aluda en este volumen a las conversaciones, tributándoles una

alta consideración. ¿Por ventura se cree que es más importante la actividad electoral? Sin

embargo, bien claro está que las elecciones son, a la postre, mera consecuencia de lo que se

 parle y de cómo se parle en un país. Es la conversación el instrumento socializador por excelencia, y en su estilo vienen a reflejarse las capacidades de la raza. Debo decir que la

 primera orientación hacia las ideas que este ensayo formula vino a mí reflexionando sobre el

contenido y el régimen de las conversaciones castizas. Goethe observó que entre losfenómenos de la naturaleza hay algunos, tal vez de humilde semblante, donde aquella

descubre el secreto de sus leyes. Son como fenómenos modelos que aclaran el misterio de

otros muchos, menos puros o más complejos. Goethe los llamó protofenómenos. Pues bien, la

conversación es un  protofenómeno de la historia. Siempre que en Francia o Alemania he

asistido a una reunión donde se hallase alguna persona de egregia inteligencia, he notado que

las demás se esforzaban en elevarse hasta el nivel de aquélla. Había un tácito y previo

reconocimiento de que la persona mejor dotada tenía un juicio más certero y dominante sobre

las cosas. En cambio, siempre he advertido con pavor que en las tertulias españolas -y me

refiero a las clases superiores, sobre todo a la alta burguesía, que ha dado siempre el tono a

nuestra vida nacional- acontecía lo contrario. Cuando por azar tomaba parte en ellas un

hombre inteligente, yo veía que acababa por no saber dónde meterse, como avergonzado de símismo. Aquellas damas y aquellos varones burgueses asentaban con tal firmeza e

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indubitabilidad sus continuas necedades, se hallaban tan sólidamente instalados en sus

inexpugnables ignorancias, que la menor palabra aguda, precisa o siquiera elegante sonaba a

algo absurdo y hasta descortés. Y es que la burguesía española no admite la posibilidad de que

existan modos de pensar superiores a los suyos ni que haya hombres de rango intelectual y

moral más alto que el que ellos dan a su estólida existencia. De este modo, se ha ido

estrechando y rebajando el contenido del alma española, hasta el punto de que nuestra vidaentera parece hecha a la medida de las cabezas y de la sensibilidad que usan las señoras

 burguesas, y cuanto trascienda de tan angosta órbita toma un aire revolucionario, aventurado o

grotesco.

Yo espero que en este punto se comporten las nuevas generaciones con la mayor 

intransigencia. Urge remontar la tonalidad ambiente de las conversaciones, del trato social y

de las costumbres hasta un grado incompatible con el cerebro de las señoras burguesas.

Si España quiere resucitar es preciso que se apodere de ella un formidable apetito de todas

las perfecciones. La gran desdicha de la historia española ha sido la carencia de minorías

egregias y el imperio imperturbado de las masas. Por lo mismo, de hoy en adelante, un

imperativo debiera gobernar los espíritus y orientar las voluntades: el imperativo de selección.

Porque no existe otro medio de purificación y mejoramiento étnico que ese eternoinstrumento de una voluntad operando selectivamente. Usando de ella como de un cincel, hay

que ponerse a forjar un nuevo tipo de hombre español.

 No basta con mejoras políticas: es imprescindible una labor mucho más profunda que

 produzca el afinamiento de la raza.

Mas este asunto debe quedar aquí intacto para que lo meditemos en otro ensayo de ensayo I.

1 [En el ensayo titulado «Temas de viaje» (de 1922), publicado en el tomo IV de  El Espectador, Madrid,1925, escribe Ortega: «En un ensayo de ensayo sobre la historia de España, publicado por mí hace unos meses,

no se mienta siquiera el factor geográfico». y trata del tema en esas páginas, cuyo interés complementario a las

de este libro señalo al lector; e igualmente, en relación con este último capítulo, la conferencia «Para un museo

romántico», dada el 24 de noviembre de 1921; en  El Espectador, V, 1927. Por otra parte, en su «Epílogo para

ingleses» (en La rebelión de las masas, editada en esta colección, página 239 y ss.), Ortega vuelve, en 1938, a

 presentar a sus lectores ingleses los propósitos y argumento de España invertebrada.]

APENDICE

EL PODER SOCIAL *

* [Esta serie de cinco artículos se publicó en el diario  El Sol los dias 9,23 y 30 de octubre. y 6 y 20 de

noviembre de 1927.]

[El caso de España]

[EL POLITICO]

Por puro afán de llegar a ver claro, y, de paso, en beneficio del lector, a quien ciertos temas

sutiles interesan, quisiera hoy intentar la definición de un fenómeno que vagamente he

 percibido toda mi vida, primero, con juvenil y utópica indignación; luego, más cuerdamente,

con el ánimo sereno y complacido de un buen aficionado a la vida para el cual lo sugestivo

del espectáculo es precisamente la combinación irremediable de sentido y contrasentido, de

razón y de absurdo que en él reina.

Procuremos aproximarnos paso a paso al fenómeno de que se trata.

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Un hombre de negocios crea una industria; el ingenioso producto de ella encuentra

compradores, y el industrial se enriquece. El pintor que pinta un buen cuadro suscita en los

aficionados al arte simpatía y admiración. El escritor que logra dotar a su prosa de amenidad,

evidencia, sutileza, atrae para ella un círculo de lectores que, agradecidos, le dedican su

estimación.

En estos tres casos vemos la acción de un hombre -industria, cuadro, obra literaria- produciendo ciertos efectos en su contorno social. Si a la capacidad de producir efectos

llamamos poder, diremos que estos tres hombres poseen determinado poder. Hasta aquí nada

reclama atención especial. Es natural que una acción produzca resultados proporcionados.

Pero si comparamos dos escritores, uno de ellos de actitud independiente, el otro ligado a

una inspiración partidista, notamos que el mismo esfuerzo realizado por ambos trae consigo

resultados diferentes. A la estimación congruente que a la obra de uno y otro corresponde se

agrega en el caso del escritor partidista una resonancia y eficacia que falta a la del otro. El

 partido toma la obra de su escritor y, propagándola, comentándola, enalteciéndola, aumenta

enormemente sus efectos sociales; por tanto, su poder. El escritor añade a su eficiencia propia

y natural otra que no viene de su esfuerzo, sino de la energía organizada que en el partido

reside. Esto nos obliga a distinguir entre el poder propio de una acción -y, reflejamente, de la persona que la ejecuta- y el poder añadido que el grupo le proporciona.

Este poder que el grupo añade al poder propio de la persona -es una reacción utilitaria

motivada por los intereses del grupo. Por lo mismo, es un poder también limitado, circunscrito

al grupo y al radio de sus interesados. A veces el favor y aumento que ofrece a la persona

resta a ésta poder propio. En el caso del escritor esto es evidente: cuanto más sirva a un

 partido, menos autoridad propia poseerá fuera de él.

Pero no sólo el grupo, el círculo particular de la sociedad añade poder a la persona. Hay

casos en los cuales el poder añadido procede de la sociedad entera. Entonces es ilimitado y

automático. Dondequiera que la persona favorecida aparezca se producirán efectos sociales.

Cada gesto, cada palabra lograrán sorprendente resonancia. Su nombre frecuentará las

columnas de los periódicos, no como firma, sino como tema. No podrá viajar sin que se

anuncie su desplazamiento. No abrirá su boca sin que se reproduzcan y comenten sus frases.

En las reuniones privadas su entrada modificará el tono atmosférico: la conversación,

automáticamente, se pondrá a su nivel, convergirá hacia sus asuntos titulares, etc. Donde no

esté en cuerpo se contará, no obstante, con él; de suerte que estará presente en cien lugares

donde de hecho no está. Si se suman estos lugares de virtual presencia se obtendrá el volumen

social que desplaza y se advertirá con sorpresa la desproporción entre su poder propio y el que

le llega gratuitamente de la atención colectiva. A todo este conjunto de síntomas llamo «poder social».

Si esta ampliación de potencialidad estuviera en alguna relación congruente y clara con el

 poder propio de cada persona, el fenómeno no merecería nuestra curiosidad.Pero ocurre que al preguntarnos quién tiene y quién no tiene poder social nos encontramos

con los hechos más sorprendentes.

Hay oficios a los cuales va, con aproximada normalidad, adscrita cierta dosis de poder 

social. La frecuencia con que hallamos esta adscripción nos hace pensar que es lógica y bien

fundada. Así acaece que en España, por ejemplo, el hombre político que ha sido gobernante o

está en propincuidad de serlo goza de un enorme poder social. Cualquier mequetrefe que

durante veinticuatro horas ha asentado sus nalgas en una poltrona ministerial queda para el

resto de su vida como socialmente consagrado. Todos los resortes específicamente sociales

funcionan en su beneficio. No sólo tiene influencia política en el Parlamento y en las esferas

del Gobierno, sino que al entrar en un baile privado o sentarse a una mesa convivial parece

que es «alguien». Y no disminuye la realidad del hecho que los presentes tengan de sus dotesindividuales la idea menos favorable. Lo característico de esto que llamo «poder social» es

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que existe y funciona, aunque individualmente no queramos reconocerlo. El movimiento

íntimo de protesta contra ese injustificado poder, que acaso en nosotros se dispara, no hace

sino subrayar la efectividad de su existencia. Por esto es social ese poder: su realidad no

depende de la anuencia libre que cada individuo quiera prestarle, sino que se impone al

albedrío particular. Rige inexorable la paradoja de que, siendo la sociedad una suma de

individuos, lo que de ella emana no depende de éstos, sino que, al revés, los tiraniza.Este poder social anejo al hombre político no sorprenderá a quien confunda la vida pública

del Estado con la vida pública social. Pero, en rigor, el oficio de gobernar es una función,

 poco más o menos, tan limitada y circunscrita como cualquiera otra. No hay tan clara razón

 para que a un hombre político se le rindan todos los resortes sociales, que son, en su mayor 

 parte, independientes del Estado. Y la prueba de que no hay un nexo esencial entre ese oficio

y el poder social está en el hecho de que la dosis de éste concedida al político varía según las

naciones. No creo que exista en Europa otro país -como no sean los balcánicos- donde el

 político disfrute de poder igual. He aquí un buen ejemplo de las cosas raras que abundan en la

vida española y que un extranjero curioso no logra nunca explicarse. Pues el razonamiento

que en vía recta inspira ese hecho sólo puede ser el siguiente: si el hombre político goza en

España de máximo poder social, será porque es el español un pueblo eminentemente político, preocupado de los asuntos de gobierno, atento y activo en ellos. Todos sabemos que esta

consecuencia tan lógica no puede ser más falsa. El pueblo español actúa políticamente mucho

menos que cualquiera de los otros grandes pueblos europeos. Y, sin embargo, en Alemania

nunca, ni siquiera ahora, ha tenido el hombre político medio -que es de quien estamos

hablando- un gran poder social. En la misma Francia, que por su vivaz democracia y la

nerviosidad política de casi todos sus individuos se dan las mejores condiciones para que el

 político tuviese un enorme poder social, no ocurre tal cosa. Tiene, ciertamente, una

considerable dosis de esta mística potencia; más que en Alemania, pero mucho menos que en

España.

Véase cómo este fenómeno del «poder social» suscita algunos problemas curiosos que

 justifican su investigación. Pronto hemos tropezado con la sospecha de que en los distintos

 países va el poder social a clases diferentes de personas. Cabria, pues, estudiar el diferente

reparto de ese poder en cada nación. La cuestión no es totalmente ociosa, porque el poder 

social es una de las fuerzas mayores que integran la organización dinámica de un pueblo.

Téngase en cuenta la fabulosa multiplicación de la influencia personal que él proporciona.

Un pueblo es, a la postre, lo que sea el tipo de hombres favorecidos por esa mágica energía.

De nada sirve que en una nación existan muchos genios, es decir, individuos de gran poder 

 propio, de efectivo valer. Por superlativo que éste sea, resulta incapaz para producir grandesefectos nacionales: es menester que la masa preste a esos hombres la fuerza gigante del poder 

social que en su vasto cuerpo anónimo reside.

Así, el exceso de poder social que en España goza el político o el gobernante constituye al pronto un enigma que luego se convierte en una clave luminosa. Es enigmático que en un país

como el nuestro, menos político que Francia, se otorgue al hombre de gobierno más poder 

social. Pero no tardamos en hallar la solución. En Francia -como veremos- se concede gran

 poder social a otros muchos oficios y clases de hombres: el político, por muy favorecido que

se halle, tiene que entrar en concurrencia con estos otros poderhabientes y pierde el rango

desmesurado que entre nosotros ocupa. No es, pues, que posea el ex ministro español más

fuerza social que el francés, sino que, por ausencia de otras fuerzas parejas, queda

monstruosamente destacado.

En cambio, parecería probable que en nuestra tierra el cura, y sobre todo el alto clero,

usufructuase un gran poder social. Sin embargo, no ocurre así, y el matiz de los hechos en este

 punto descubre un secreto de la dinámica nacional española, según ella es verdaderamente enel tiempo que corre.

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II [LA IGLESIA]

Si se quiere hacer con algún rigor la topografía del poder social de España, su reparto entre

las clases y oficios, se tropieza pronto con un caso de muy difícil apreciación. Me refiero a laIglesia, es decir, al clero. Las causas de esta dificultad son muchas; mas yo encuentro que la

 primera de todas consiste en nuestra ignorancia del efectivo papel que la Iglesia juega en la

dinámica española. El extranjero que viene a estudiar nuestra nación llega con la idea

estereotipada de que la Iglesia domina completamente la existencia peninsular, como en el

Tibet o en Arabia. Si es perspicaz, tarda poco en advertir que la realidad no es tan sencilla.

Comienza a dudar. Preguntando a unos ya otros consigue únicamente hundirse más en su

 perplejidad, porque oye sólo opiniones toscas y patéticas, ideas de sacristía o de casino

radical. Es lamentable que nadie haya tomado sobre sí esclarecernos sobre los términos de tan

importante cuestión. En primer lugar, habría de distinguir, como en una serie de círculos

concéntricos, la cuantía del influjo religioso, del influjo católico y del influjo clerical. Luego

de venir a un acuerdo sobre la importancia indudable de este último, convendría preguntarsesi toda la fuerza que el clericalismo usufructúa en España es propia suya o proviene en no

escasa medida de su intervención constante en los actos del Poder público. Como es natural,

 por el mero hecho de tener su mano en los resortes del Poder público se decuplica el influjo

de un partido. Ahora bien: ¿cuál ha sido la relación precisa entre clericalismo y Poder público

durante los últimos cincuenta años? No vale responder con fórmulas demasiado simples. Aquí

es donde importa acertar. Porque es evidente que el clericalismo ha regulado en España

siempre la gobernación; pero, al mismo tiempo, es un hecho que la legislación ha sido

inequívocamente liberal. ¿Cómo se compaginan ambas cosas? Si el clericalismo posee el

gigantesco poder propio que se le atribuye, ¿cómo ha soportado esa legislación liberal? Por 

otra parte, es indudable que no ha dejado nunca de la mano al Poder público y que le aterra la

 posibilidad de verse alejado de él durante cinco minutos.

Una hipótesis, y una sola, puede iniciar el esclarecimiento de este enigma: suponer que el

clericalismo tiene mucha menos fuerza auténtica de la que se le atribuye y, por lo mismo,

falto de confianza en su propio influjo sobre la sociedad, recurre al Poder público a fin de

multiplicarla aparentemente. Por su parte, el Poder público, en virtud de motivos que no es

oportuno enumerar, acepta muy a gusto esa tutela; pero careciendo el clericalismo de fuerza

suficiente para sostener las instituciones, viene con él a un acuerdo tácito, según el cual se

establece cierta dosis de legislación liberal, determinada de una vez para siempre, carne quese echa a las fieras, y se organiza al mismo tiempo la resistencia desde arriba a toda posible

ampliación y progreso de ese régimen libre.

La cuestión es gruesa y para hablar de ella con alguna precisión fueran menester muchos párrafos. Si he subrayado la coexistencia de la intervención clerical en el Poder público con

una legislación liberal, no es porque me parezca el aspecto más sustantivo del problema, sino

 por ser aquél en que la contradicción es más visible y notoria. Lo que yo diría si, hubiese de

expresar íntegramente mi pensamiento sería cosa muy distinta, más compleja y más grave.

Pero ahora sólo pretendía llamar la atención sobre lo difícil que es, contra las opiniones

corrientes, evaluar la fuerza efectiva de la Iglesia en nuestro país. Sin esta precaución

 parecería demasiado caprichoso decir que el clero en España no tiene apenas poder social.  A

 priori hubiéramos dicho que sí y le habríamos atribuido un coeficiente de él casi tan grande

como el político. Pero ahí está: no ocurre tal. En el caso del clero, vemos bien que son cosas

diferentes el poder social y lo que no lo es. El clero influye mucho en la vida española; sin

embargo, el cura, y aun el alto dignatario eclesiástico, «pintan» poco en nuestra convivenciasocial. Se advierte que en otro tiempo gozaron de enorme predicamento y podemos señalar 

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con el dedo los residuos. En algunos pueblecitos de reducido vecindario -sobre todo en el

 Norte-, tal vez en alguna capitalita de provincia, el clero posee aún vestigios de su antiguo

esplendor social. Pero estos residuos quedan tan localizados, que más bien subrayan su

desaparición del gran cuerpo nacional. En cambio, el sacerdote, el fraile, el obispo gozan de

 brillante situación dentro del grupo clerical. Esta es, a mi juicio, la nota que más se aproxima

a la verdad: tienen gran poder de grupo, pero no social. Su predicamento está taxativamentelimitado por los ámbitos de un partido, y si dentro de él hacen la lluvia y el buen tiempo, fuera

de él, en el aire libre de la sociedad nacional, apenas si tienen papel. Esta desproporción entre

lo mucho que son dentro del grupo beato y lo poco que son puestos a la intemperie plantea a

los obispos una insospechada dificultad: la dificultad de los gestos. Como suelen vivir 

reducidos dentro de sus episcopías, en el pequeño mundo de la beatería profesional -y no se

 presuma ánimo despectivo u hostil bajo esta denominación-, se habitúan a ciertos ademanes y

talle que no pueden transportar más allá de la frontera de su ínsula. De modo que los discretos

necesitan emplear dos repertorios distintos de gesticulación. Cuando por azar se filtra un gesto

de episcopía y monjil más allá de su territorio y cae sobre el gran público, la reacción de éste,

su sorpresa y extrañeza miden exactamente la diferencia que hay entre el poder de grupo y el

 poder social. En cambio, un político puede hacer los gestos que quiera: como individuo nos parecerá un mentecato, pero no extraña, no sorprende su aire de «personaje». Porque, en

efecto, queramos o no, el político es en España un personaje y hasta puede decirse que no hay

entre nosotros otro modo normal de ser personaje que ser político. (Ya veremos las

deplorables y múltiples consecuencias que esto trae.) Tampoco del sacerdote, del fraile, del

obispo habla con frecuencia la Prensa y nadie podrá en serio atribuirlo a hostilidad de los

 periódicos contra el clero. El periódico puede matizar su fervor, pero no puede vivir sin

aceptar la realidad social, y como hablan todos los días del político enemigo, podían, si

hubiera caso, habituamos a nombres de curas, de frailes y de obispos. En cambio, si un obispo

ejecuta actos políticos inmediatamente le encontramos cada lunes y cada martes en las

columnas de los rotativos.

Y ruego al lector anticlerical que no me apunte en el haber lo antedicho como alarde de

anticlericalismo, en cuyo caso me repugnaría por lo que tuviese de alarde y lo que ostentase

de anti. Es prescripción elemental del oficio de escritor no prestar servicio a ningún partido y

evitar el apoyo inmundo de todos ellos. Es una prescripción y no lo contrario, una pretensión

que quepa tener o esquivar. (Lo inmundo, bien entendido, no es el partido, sino su apoyo al

escritor. El escritor tiene que vivir sin apoyos, en el aire, intentando ilusoriamente asemejarse

al pájaro del buen Dios y al arcángel, especies ambas con plumas y régimen aerostático.)

Déjesele en la limpieza y humildad de su oficio: mira en tomo al mundo, oye lo que dicta elhecho.

 E quel che ditta va significando.

 Nada más.

Esta advertencia, ajena a nuestro asunto, nos reintegra en él invitándonos a pensar sobre

cuál sea el poder social del escritor.

III [LA PROFESION LITERARIA]

Hemos visto que en todas partes goza el político de un gran poder social, aunque el

coeficiente de esa cuantía varía según los países, llegando en España al máximum. Pero este

hecho más bien enturbia que aclara lo que haya de peculiar y sorprendente en el fenómeno del poder social; la influencia de éste sobre los que ejercen el Poder público, sobre los que

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mandan hoy o mañana, puede hacer pensar que se trata de una reacción utilitaria mediante la

cual el hombre medio procura halagar a quien puede favorecerle.

Por esta razón conviene que nos transportemos al otro polo de las actividades humanas, al

oficio que menos fuerza material -de mando o dinero- posee: el escritor u hombre de letras y

ciencias. La profesión literaria lleva en su misma consistencia la notoriedad para quien lo

ejercita con medianas dotes. Como el político, es el escritor consustancialmente hombre público. No cabe ignorarlo. Por otra parte, su acción es puramente virtual; no puede esperarse

de ella ningún beneficio terreno. (Los resultados económicos que acaso produzca -la industria

editorial- no proceden directamente de la obra, sino de la actitud del público hacia ella. Por 

eso no es el escritor, sino el editor, quien obtiene el rendimiento mayor en los países donde el

libro proporciona algún rendimiento.) Ambas condiciones juntas dan un valor muy puro y

característico a la reacción que en una u otra sociedad suscite el gremio literario.

Y, en efecto, hallamos una gran variedad de situaciones. En Francia tiene el escritor un

 poder social fabuloso. Relativamente, mayor, mucho mayor que el político, si se descuenta la

enormidad de poder propio que el oficio de gobernar incluye. Al fin y al cabo, quiérase o no,

con el gobernante hay que contar, puesto que interviene en la existencia de cada ciudadano.

En cambio, el otorgamiento de poder social al escritor no se origina en imposición ninecesidad ninguna: es una generosa reacción de la sociedad. Cuando hace quince años entraba

Anatolio France o Mauricio Barres en un teatro, en un hotel o en un banquete, los presentes

sentían el místico contacto con una fuerza gigantesca. y no por la persona individual que ellos

fueran, sino por hallarse los circunstantes frente a un ser sobre el cual había descargado

simbólicamente la sociedad francesa entera el inmenso don de su poder. Sin embargo, France

o Barres eran cimas del paisaje literario, y el comportamiento de la sociedad ante las

eminencias, sean del orden que quieran, tiende siempre a ser excepcional. Lo interesante es

advertir la atención que la sociedad francesa presta al escritor simplemente distinguido. Le

halaga, le mima, le soba, le trae, le lleva, pone a su servicio todos los resortes de la máquina

 pública. El político teme allí al plumífero, porque sabe que éste maneja una fuerza

considerable, fuerza que no es su pluma, sino la atención social a él dedicada. Su pluma es

sólo el timoncillo con que puede dirigir hacia uno u otro lado el gran dinamismo público. Y

de tal modo se trata de un poder añadido por la sociedad al poder efectivo de la obra literaria,

que ni siquiera está en proporción con la popularidad de ésta. Quiero decir que autores cuya

obra apenas se vende, por exigir al lector refinamientos que excluyen al gran número, gozan,

no obstante, de gigantesca posición.

Muy diferente es el destino del escritor en Inglaterra. Como me falta la visión directa de

este país, no podría precisar los matices de su situación, pero me parece muy clara en loesencial. La sociedad inglesa, como masa total, se ocupa muy poco del literato y apenas si

atiende al hombre de ciencia. Uno y otro gozan, pues, de escasísimo poder social. No

obstante, su situación no corresponde a la que semejantes condiciones les acarrearían en elcontinente. La sociedad inglesa no presta atención al escritor ni al hombre de ciencia, pero

tampoco la presta al soldado. Pero es que la sociedad inglesa posee una anatomía diferente de

las continentales. No es una sociedad, sino más bien una articulación de muchas sociedades,

cada una de las cuales lleva una existencia relativamente independiente. Si llamamos

«círculos sociales» a estas sociedades parciales, a estos segmentos de que se compone el

magnífico anélido inglés, diremos que en ninguna parte es tan amplia e intensa la vida en

círculo como en las islas. Sería inexacto hablar de grupos o partidos, porque éstos tienen

fronteras muy marcadas que los acotan en el gran cuerpo social, al paso que los círculos

terminan vagamente, fundiéndose por sus orlas unos con otros. Así, en ese país, donde la

gente no se ocupa de la literatura (¿puede llamarse tal la prosa de magazine?), existe un

círculo de aficionados más vario y atento que en ningún pueblo -salvo Francia-. Lo propioacontece con la ciencia. Ni una ni otra son productos «nacionales», como lo es para Francia la

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literatura y la ciencia para Alemania; pero el escritor y el científico gozan en la esfera de sus

círculos de una posición saludable que, ciertamente, no puede llamarse poder social, pero que

tampoco significa su defecto.

El puesto que en Francia ocupa el literato lo usufructúa en Alemania el hombre de ciencia.

La producción científica es allí un interés de la nación entera. No sólo se preocupan de ella los

que la engendran y la reciben -si bien es fantástico el número de los unos y los otros-, sinotambién el resto de los ciudadanos. Saben que es la gloria y la fuerza de Alemania. Así se

explica que al sobrevenir la terrible crisis económica de la postguerra fue el público, y

especialmente el grupo industrial, quien se encargó de asegurar la continuidad de la labor 

científica sacrificándole buena parte de sus reservas financieras. Al amparo de este

 predicamento que goza el científico vive el literato en calidad de hermano menor. Su posición

es subalterna. Y es que en el fondo de la conciencia alemana yace la secreta convicción de

que, al menos en nuestra época, la literatura alemana tiene escaso valor. Si surgiese un grupo

de escritores bien dotados veríamos cargarse el gremio de poder social, como lo tuvo

superabundante en tiempos de Goethe. El diagnóstico exacto fuera decir que la profesión de

escritor posee en Alemania casi tanto poder social como en Francia, pero que,

transitoriamente, se halla vacante de figuras reales que la incorporen con perfecciónaproximada. La prueba de ello es que en ninguna parte perviven con pareja actualidad ciertos

escritores del pasado. Goethe, por ejemplo, sigue siendo una fuerza viva: se le tropieza en

cada conversación, en el discurso parlamentario, en el libro científico. (El respeto del hombre

de ciencia hacia las figuras literarias del pretérito no creo que exista más que en Alemania.)

¿Y en España? ¿Qué acontece con el escritor en España?

Recuérdese que llamamos poder social a la influencia que un oficio o persona tiene más allá

de la que estrictamente se origina en su acción propia. El influjo del médico sobre su clientela

de enfermos es, como hecho sociológico, completamente distinto de la consideración que ese

mismo médico goza acaso en el resto no profesional de su vida y relaciones.

Hablemos, pues, primero de cuál es la influencia directa que el escritor ejerce en España.

 No creo que exista entre las civilizadas nación alguna menos dócil al influjo intelectual que

la nuestra. Con ligeras modificaciones en esa o la otra época, puede decirse que nunca ha

atendido al escritor. La vida de la España moderna representa el original ensayo de sostenerse

una raza europea y afrontar el destino histórico sin dejar intervención al pensamiento. Los

resultados, hasta ahora, no han sido muy brillantes; pero el buen español medio seguirá

 perdurablemente considerando a la inteligencia como la quinta rueda del carro. Ya es un

síntoma de despego hacia esa facultad del alma contestar irritadamente a lo que acabo de

decir, sosteniendo que se puede estimar la inteligencia y, sin embargo, no prestar oídos a losintelectuales; que no es aquélla un don estancado por éstos, sino bien común de otras clases

sociales, etc. Vale más no intentar el aforo del nivel intelectual que poseen en España -al

menos en la de hoy- las clases no intelectuales. Afortunadamente, tampoco es necesario.Convengamos sin esfuerzo en que la inteligencia no es una virtud exclusiva del gremio

intelectual; pero es, en cambio, grotesco que un país presuma poseer la dosis imprescindible

de aquélla cuando al mismo tiempo se jacta de desatender la obra y persona de los escritores.

 Ni bastaría la excusa de que los autores nacionales fuesen en esta fecha de escaso valer,

 porque entonces estaba obligado el pueblo español a nutrirse de la obra extranjera, y si aún

ésta parecía a su exquisito paladar manjar grosero, recurrir a los antiguos o a quien fuera.

Todo antes que permanecer siglo tras siglo ajena a tema alguno de inteligencia.

El hecho se presenta con tal constancia que ya no reparamos en él y toma el aire de una ley

natural a la cual es ridículo poner objeciones. La idea de que un libro influya directa o

inmediatamente en la vida pública o privada de los españoles es tan inverosímil que no

concebimos la posibilidad de suceso semejante en ningún otro país. Y, sin embargo, fuera delnuestro acontece cotidianamente. ¿Se quiere un ejemplo extremo de ello? Una de las

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modificaciones más importantes de la vida pública en los Estados Unidos ha sido la

recentísima ley de inmigración. Pues bien: esta leyes el resultado fulminante del libro de

Madison titulado  La decadencia de la gran raza. (La obra, como casi todas las que se

 publican en América, es de una modestia mental superlativa.)

 No es cosa de investigar ahora las causas de esta inmunización para el alfabeto que

gozamos los españoles. Yo espero que no se buscará la explicación, como de tantas otras peculiaridades ibéricas, en la herencia arábiga. Los árabes han sido los mayores entusiastas

del libro, hasta el punto de dividir a los hombres en gentes con libro y gentes sin él. Cuando

Mahoma busca el más eficaz encomio de su dios, el atributo que más le adorna y recomienda

hace constar que fue él quien «enseñó al hombre a mover el cálamo» (Surata, 96).

Esta carencia, o poco más, de influjo sobre su contorno social proporciona al escritor 

español algunas ventajas que tal vez no ha sabido aprovechar. Cuando se cree que el párrafo

escrito va a tener consecuencias reales, el escritor honrado se siente cohibido en su libertad

espiritual. Pensamientos que teóricamente son importantes y certeros pueden causar daños

 prácticos. Pero el escritor español ha podido entregarse a las exclusivas exigencias de su

oficio sin temor a ser nocivo. Ha podido ser pura y rigorosamente veraz. Sin embargo, esta

ventaja es inseparable de otro grave peligro. La falta de repercusión en el público, cuando es permanente y completa, da al oficio del escritor un carácter espectral. Lo distintivo de la

realidad es producir efectos. Cuando éstos faltan, llega la persona a perder la noción de su

 propia actividad. No sabe lo que es ni lo que no es. Flota en el vacío sin presiones exteriores

que definan sus límites. Si no tiene en sí mismo un fortísimo regulador acabará por creer que

lo mismo da decir una cosa que otra, puesto que ambas producen el mismo nulo resultado. En

suma: la desatención pública desmoraliza al escritor, induciéndole sin remisión ala

irresponsabilidad… 

IV [UN PODER SOCIAL NEGATIVO]

Si es tan menguada que casi es nula la influencia directa del escritor sobre la sociedad

española l, claro es que no puede gozar de verdadero poder social. Es fácil que algunos

literatos se hagan la ilusión de lo contrario, porque el oficio de escritor lleva consigo,

dondequiera que se ejercite, y más en un pueblo de no gran volumen, como el nuestro, cierta

aureola que puede ser un espejismo. Me refiero a la notoriedad. Ceteris paribus, un escritor es

más conocido que un ingeniero o que un industrial, que un abogado o que un banquero. Pero

un hombre conocido no implica dilatada estimación, ni siquiera conocimiento de la obra y la persona. Los que escribimos somos mucho más conocidos que leídos y más leídos que

entendidos y estimados. Y aun conviene calcular muy por lo bajo las dimensiones de esa

notoriedad.

1 Queda siempre, como no podía menos, otro género de influencia que se produce a la larga y difusamente.

Por eso, si la desatención al escritor va inspirada por el deseo de que sus ideas no penetren nunca en la masa

social, fracasa en el propósito. A la postre, tarde y confusionariamente, acaba también en España el pueblo por 

 pensar como los escritores. Pero ahora se trata de la influencia mediata, concreta y rápida que es normal en otras

naciones.

Precisamente el tipo de vida que, por carencia de poder social, se ve obligado a llevar el

escritor en España, le salva tal vez de una amarga desilusión. Porque, en efecto, vive casi

siempre recluso en un mínimo círculo de personas próximas al oficio intelectual, rodeado de

una delgadísima película social que intercepta su visión del gran grupo colectivo. Cuando por 

azar perfora esa película y se encuentra entre gente media descubre con sorpresa que ni él nilos mejores de su gremio son conocidos pocos metros más allá de la habitual tertulia. y si no

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literalmente desconocidos, tan vaga y confusa- mente notorios que fuera preferible la rigorosa

ignorancia.

Pero sería inexacto contentarse con decir que el escritor carece en nuestra tierra de poder 

social. Es forzoso buscar un concepto que con más precisión defina la sorprendente situación

del que escribe en España. Yo diría, pues, que el hombre de letras goza en Celtiberia de un

 poder social negativo. ¿Qué significa esa extraña idea? Simplemente, que para el buenespañol medio el escritor, como tal, es un hombre de fama, pero, entiéndase bien, de mala

fama. Escribir es una forma de avilantez. Al pronto se juzgará que es esto una exageración.

Pero téngase la bondad de hacer el siguiente experimento mental. Imagínese que soltamos -es

la palabra- a un escritor conocido en una reunión de la burguesía española que no sea, por 

algún motivo, excepcional, e inténtese con lealtad describir los sentimientos que en aquellas

 personas suscita su presencia. En el mejor caso, sólo encontraremos inquietud, desasosiego,

suspicacia y antipatía, una falta absoluta de comunidad con aquel ente sobrevenido. El

experimento queda completo si paralelamente se imagina la escena en Francia, entre otros

 personajes que sean los correspondientes.

Se me dirá que hay casos de enorme y respetuosa popularidad y se me citará concretamente

el constante homenaje de las clases sociales más diversas a un hombre como Ramón y Cajal.Pero yo deploro que este ejemplo me hunda más en lo que por ventura es mi error. Esa

excepción, en cierto modo única, que se hace con Ramón y Cajal, trayéndole y llevándole

como al cuerpo de San Isidro, en forma de mágico fetiche, para aplacar las iras del demonio

Inteligencia, acaso ofendido, es una cosa que no se hace más que en los países donde no se

quiere trato normal, próximo y sin magia con los intelectuales. Se escoge uno a fin de

libertarse, con el homenaje excesivo e ininteligente a su persona, de toda obligación con los

demás. El hecho de ser justamente Ramón y Cajal el elegido acentúa, mejor aún, pone al

descubierto casi obscenamente el irrisorio secreto que oculta tan aparente fervor. Porque

apenas nadie tiene la más ligera idea de cuáles son las admirables conquistas del ilustre sabio.

Por otra parte, la histología es una ciencia tan remota de la conciencia pública, tan neutra y sin

color, que parece deliberadamente escogida para la apoteosis por un pueblo que considera la

labor intelectual como una superfluidad, cuando no como una fechoría. Si Ramón y Cajal

escribiese una sola página que afectase un poco más de cerca al ánimo español,

 presenciaríamos la ominosa evaporación de su poder social.

Es difícil encontrar en las naciones actuales nada que se parezca, a la colocación

sociológica del gremio intelectual en España. Vive al margen de la existencia normal

colectiva. No se cuenta con él para nada, ni oficial ni privadamente. Al contrario: se descuenta

 para él un como breve territorio baldío, especie de lndian Reservation, donde se le dejaextravagar. Porque esto es, en definitiva, lo único que de él se espera: la extravagancia.

Añádase a esta existencia marginal, pareja a la que llevaban los leprosos en la Edad Media, la

humillante impecuniosidad que sufren casi todas las familias de escritores. En talescircunstancias resulta inevitable, pero no justificado, el tono agrio, violento, chabacano que

domina en nuestra producción literaria. Lo sorprendente parecerá que su actitud no sea más

desesperada, y lo increíble, que bajo el escritor el hombre sea tan honrado. Porque es preciso

hacer constar que la honestidad civil del intelectual español supera acaso a la de casi todos los

gremios hermanos triunfantes en otros países. (No es posible decir lo mismo de su honestidad

técnica: en general, no pone cuidado, ni mesura, ni elevación, ni rigor en su trabajo.)

Esta irrealidad social de su oficio, que más o menos clara percibe entre nosotros todo

escritor, es causa de una peculiaridad que, por su misma constancia, no ha sorprendido cuanto

debiera. Me refiero al hecho de que España es el único país europeo donde los intelectuales se

ocupan de política inmediata. Fuera de aquí, sólo por excepción se encuentra a un escritor 

mezclado en las luchas cotidianas de los partidos. Pero aun en esos casos excepcionales cuidamuy bien el escritor de separar su labor intelectual de su inquietud política, y cuando esto no,

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de exigir a sus intervenciones políticas todas las altas virtudes que rigen la obra intelectual.

Llevan, pues, su intelectualidad íntegra a la política, al paso que entre nosotros la política más

 basta y pueril viene a anegar la intelectualidad. De suerte que no se logra la única ventaja que

esta confusión de oficios podía traer: que el intelectual elevase el nivel de los debates públicos

merced a la superior disciplina de su intelecto. En cambio, pasa que la necedad constitutiva de

la política diaria desintelectualiza al escritor. Así acontece el hecho bochornoso de que losescritores españoles vivan separados por sus tendencias políticas que son siempre las de la

calle -más que por discrepancias intelectuales. Ayer fue por una cosa; hoy es por otra; nunca

falta el pretexto para que el intelectual mismo, siguiendo la tradición nacional, patee

concienzudamente su oficio.

Falto de poder social, busca el escritor una compensación aproximándose al único oficio

que goza de él en España. Siente apetito de mando efectivo y quiere ser político.

La consecuencia de todo esto ha sido deplorable. Porque es el caso -aunque se juzgue

contradictorio de lo antedicho- que España llega aun recodo histórico en el cual sólo puede

salvarla, políticamente, la seria colaboración de los intelectuales. Se ha llegado a una sazón en

que es preciso inventar nuevos destinos y nueva anatomía para nuestro pueblo. ¿Se cree que

 puede hacerse esto sin el gremio de las ciencias y las letras? Me parece ilusorio. A estasalturas de los tiempos, cuando vivimos en sociedades viejas y complejas, no se puede inventar 

historia por puro golpe de vista. Hace falta una técnica de la invención, hace falta «tener 

oficio», escuela, preparación de intelecto. De otra manera sólo se propondrán soluciones

 primarias, toscas, de mesa de café.

Si los intelectuales españoles hubiesen sido fieles a la ley de su oficio sólo ellos poseerían

hoy una verdadera política, un proyecto de vida nacional en grande, una norma pública a la

vez elevada y compleja. Y es probable que por vez primera la sociedad volviese hacia ellos

los ojos, ya que no de grado, forzada por las circunstancias.

 No puede ser más desdichada de lo que es la posición del escritor en la sociedad española.

Se le exigen todas las virtudes y, encima de ellas, ese don maravilloso, delicadísimo, que es el

talento. En cambio, no se le concede nada, y menos que todo lo demás, atención. Sin

embargo, creo que fuera un error considerar como el ideal la posición contraria, tal y como

suele ser otorgada al escritor en Francia. Pienso que un intelectual de profunda y auténtica

vocación repugnará siempre ese exceso de sobo colectivo, ese amanerado culto que le rinde el

contorno y amenaza con cegar el manantial de su espontaneidad, con reblandecer el rigor de

su interna disciplina. Sometido a tanto miramiento, se deforma con frecuencia el escritor 

francés hasta adquirir una psicología de tiple.

Conviene que el intelectual no crea demasiado en sí mismo. Después de todo, lo más belloque hay en la inteligencia, lo que la distingue de otras calidades más toscas -como la belleza

física, la fuerza, la nobleza genealógica o el dinero-, es que siempre es problemática. Nunca se

sabe de cierto si se tiene o no inteligencia. Lo más que puede asegurarse es que la ha tenidouno hace un momento, pero ¿ahora, en este instante que viene, en esta frase que se comienza?

El hombre inteligente ve constantemente a sus pies abierto e insondable el abismo de la

estulticia. Por eso es inteligente: lo ve y retiene su pie cautelosamente.

V [EL DINERO]

Lo dicho hasta aquí va dibujando una clara contraposición entre España y Francia por lo

que toca al poder social. Esta contraposición no consiste tanto en que Francia otorgue poder 

social a unos oficios y España a otros, sino en algo más importante. Francia es el país donde

mayor número de actividades diferentes reciben la aureola del prestigio público. España es el país en que casi nadie -ni como individuo ni como representante de un oficio- goza de ella.

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Esto significa taxativamente que la sociedad española es mucho menos compacta y elástica,

 por lo tanto, mucho menos sociedad que la francesa. Verdad es que en este punto culmina

Francia sobre todos los pueblos. La nación entera vive y absorbe cuanto acontece en cada una

de sus partes. Muy pocas cosas quedan recluidas en su rincón, sin irradiar sobre el resto del

cuerpo público. El francés del Norte participa de la vida meridional, la convive, como el

hombre de la Provenza se sabe muy bien su Bretaña y su Normandía. El escritor puedeacercarse al militar seguro de que éste tiene una idea bastante minuciosa de su obra, y,

viceversa, el militar cuenta con que el escritor conoce suficientemente sus faenas de Siria o

del Sahara. Lo propio acontece con el industrial, con el cosechero, con el político. Cuando un

francés hace algo que sobresalga un poco, sea del orden que sea, conquista automáticamente

la fama. No creo que haya ningún otro país donde el individuo medio tenga en la cabeza

tantos -nombres de compatriotas famosos. Viceversa, podría decirse, forzando la exactitud,

 para acusar mejor la realidad, que casi todos los franceses son famosos. Me parece una

tontería atribuir este fenómeno a la vanidad gala, que se complace en exagerar el valor de sus

hombres, ni tampoco a la vieja historieta de la cucaña en que los franceses entusiasmados

aúpan a su conciudadano, favoreciendo su ascensión. El hecho es más hondo e importante que

lo supuesto en esas explicaciones. En primer lugar, famoso no quiere decir ni más ni menosvalioso. Famoso es todo aquel de quien se habla en amplios círculos. Y hay una fama

negativa; por ejemplo: la del criminal. Ahora bien, es característico de Francia la popularidad

que adquieren sus criminales. Landrú llegó a ser un héroe nacional, se entiende un héroe

negativo. No se dirá que esta atención, esta curiosidad hacia aquel asesino procede de vanidad

nacional. Es, simplemente, que a toda Francia le interesa cuanto acaece en un punto

cualquiera de sí misma. Vive -como el alma- toda en cada una de sus partes. Nada deja de

aprovecharse socialmente, ni lo bueno ni lo malo. No hay desperdicio. ¿Quién duda que esta

ha sido una de las grandes fuerzas que han hecho posible la riqueza y continuidad sin par de la

historia francesa? Merced a ella esta raza, que en ningún orden es genial, ha logrado dar un

máximum de rendimiento. Cuanto en ella acontece es, desde luego, social, o lo que es lo

mismo, queda multiplicada su eficiencia por el volumen entero de la colectividad.

En España presenciamos la escena contraria. Si apenas nadie tiene entre nosotros poder 

social se debe a que nuestra sociedad es laxa, sin elasticidad, sin comunicación entre sus

trozos. De un cañonazo que se dispara en un barrio no se entera nadie en el próximo. Seria

 preciso disparar el cañonazo dentro del oído de cada español para lograr que la sociedad

española se enterase de que ahí fuera había tiros. Y no es la envidia ni el tan repetido

«individualismo» causa profunda de esto. Es la falta de curiosidad y de afán de enriquecer 

nuestra vida con la del prójimo. El militar vive sumido en su cuarto de banderas como en unaescafandra. No tiene la menor idea de lo que acontece en la escafandra de las letras o de la

industria. Hace muchos años, recuerdo haber descrito la sociedad española como una serie de

compartimientos estancos. Cada provincia, por ejemplo, vive hacia dentro de sí misma,absorta y abstracta del resto de la nación. Se trata, pues, de una estructura social morbosa,

 porque hace de España una sociedad de disociados. Este es el mal profundo que late y subsiste

cien codos más hondo que todos los conflictos, luchas y desórdenes políticos o religiosos.

Ahora, creo yo, se manifiesta el sentido de estas consideraciones sobre el poder social. La

falta de generosidad para otorgarlo que nuestra sociedad revela es gravemente nociva para ella

misma. Cada oficio desatendido socialmente señala una faceta de humanidad que nuestro

 pueblo deja de vivir. Si resulta que casi todos los oficios son desatendidos, dígaseme qué

repertorio normal de ideas y fervores, de saberes y de normas reside en el alma del español

medio.

 No se me diga que estas advertencias emanan de un preconcebido pesimismo. Todo lo

contrario. La pulcra descripción de este enorme defecto muestra, a la par, que no hay en él

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factor alguno irremediable, fatal; antes bien, actúa de manera automática en su corrección,

despertando en el lector la tendencia a subsanarlo.

Ello es que hasta ahora sólo hemos encontrado un oficio favorecido en España con poder 

social: el político. Si buscamos más, temo que sólo hallaremos otra fuerza que a su propia

eficiencia añada la que espontáneamente surge de la sociedad: el dinero.

El poder social del dinero no es peculiar de nuestro pueblo, sino un hecho capital de laépoca vigente. No se diga que de todas las épocas, porque es falso. En la Edad Media, como

ahora, el dinero lo tenía el judío. Como ahora, había entonces que contar con éste, y, sin

embargo, no tenía ningún poder social. Menos aún: el judío quedaba en una posición negativa,

infrasocial. Hoy el dinero se ha adueñado del mundo y, dentro del mundo, de España. No

obstante, es preciso reconocer un ligero matiz a favor nuestro. El español dedica menos

entusiasmo al oro que otras razas. Quien conozca los secretos del alma española dudará

siempre  ya limine de la interpretación que se dio en Europa a las hazañas de nuestros

conquistadores. Sajones y franceses titularon aquella formidable y loca empresa «La sed de

oro». Yo sospecho que la verdad es más bien inversa. Porque el europeo de entonces -

comienzo de la era capitalista- sentía una fabulosa sed de oro, según luego se ha demostrado,

no podía imaginar que aquellos españoles cumpliesen sus hazañas por otros motivos. Y elcaso es que ya entonces las barras de oro llegaban en los galeones a Sevilla, donde eran

cargadas sobre los lomos de unos mulos que tomaban derechos el camino de Francia.

Con ser grande el poder social del dinero, en los ámbitos peninsulares es

incomparablemente menor que en otros países; por ejemplo, que en Norteamérica.

Leo en un libro reciente: «En ninguna parte como en Norteamérica se habla tanto y tan

descaradamente de dinero. En la calle, en la reunión, en el club gira siempre la conversación

sobre la riqueza. Cada cual manifiesta, sin pudor alguno, cuántos dólares ha "hecho" en el

año, en el mes.  succes significa siempre triunfo económico. La pregunta "¿cómo le va a

usted?" es referida siempre a la situación económica del momento. Fulano "vale" medio

millón de dólares; Zutano, sólo cien mil. Todo se expresa en moneda; en los periódicos

 pululan los dólares; un nuevo edificio es una construcción de un millón; un fuego es un fuego

de un millón; una lluvia fuerte es una lluvia de un millón de dólares y un cuadro es un Tiziano

de cien mil dólares.»

El rico destaca sobre la masa, es su ideal y modelo. La escala de valores sociales radica

exclusivamente en el éxito económico. No existen otras maneras de distinguirse. La ambición

encuentra como único medio de satisfacerse el enriquecimiento; en cambio, este medio está

abierto a todos y es de todos entendido.

 No hay concesión de patentes de nobleza, no hay títulos ni honores. La carrera política tiene poco prestigio, sobre todo dentro de cada Estado, y consecuentemente carece de atracción.

Dedicar la vida a un otiun cun dignitate no da posición social; antes al contrario, es cosa mal

mirada. En cambio, the man who made his pile («el hombre que hace su agosto») goza derespeto, de prestigio como en ninguna otra parte. Todo el mundo se inclina ante él como no se

inclina nadie en Europa ante los representantes de la más antigua nobleza. El rico es el centro

del interés público: le persigue la curiosidad y la atención general; se encuentra su nombre

constantemente en las Society New; se investigan las menudencias de su vida. Existe toda una

literatura sobre los ricos y éstos mismos creen demasiado a menudo que es su deber contar su

vida, describir su ascensión de la nada ante la muchedumbre estupefacta. En torno a estas

figuras se forma todo un mito y «llegará un día en que sea tan difícil saber la verdad pura

sobre Ford como lo es saberla sobre Cromwell, Napoleón o Washington» l.

1 Pound: The iron man in industry, pág. 76, 1922. A1fred Rüh1: El sentido económico en América, págs. 46 y

53, 1927.

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Me interesan estas palabras por dos razones. En primer lugar, contienen una buena

descripción de lo que llamo poder social. En segundo lugar, nos sirven como término de

comparación para calcular la cantidad de éste que va en España aneja al dinero 2.

2 [Estas páginas sobre «El poder social», aparte esclarecer el caso de España, abordan temas sociológicos que

Ortega desarrolló luego en su obra -póstuma-  El hombre y la gente,  publicada en esta colección. En el plano político, una prolongación y consecuencia de las ideas contenidas en  España invertebrada  pueden hallarse en el

libro de Ortega titulado La redención de las provincias, reimpreso en la colección El Arquero.]