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JAVIER PÉREZ ROYO CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL DE LA UNIVERSIDAD DE SEVILLA, HA SIDO RECTOR DE ESTA UNIVERSIDAD Y PRESIDENTE DE LA CONFERENCIA DE RECTORES DE ESPAÑA (1988-1992). PREMIO DE ESTUDIOS CONSTITUCIONALES DEL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS CON LA INVESTIGACIÓN SOBRE “LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN”. ES AUTOR DEL MANUAL DE REFERENCIA CURSO DE DERECHO CONSTITUCIONAL (14 EDICIO- NES). MIEMBRO DE LA COMISIÓN REDACTORA DEL ANTEPROYECTO DE ESTATUTO DE AUTONOMÍA PARA ANDALUCÍA Y DE LA COMISIÓN CONSULTORA DE LA REFORMA DEL ESTATUTO DE AUTONOMÍA DE CATALUÑA. ANALISTA POLÍTICO EN EL DIARIO EL PAÍS, LA CADENA SER, EL PERIÓDICO DE CATALUÑA, CANAL SUR RADIO Y TELEVISIÓN.

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JAVIER PÉREZ ROYO

CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL DE LA UNIVERSIDAD DE SEVILLA, HA SIDO

RECTOR DE ESTA UNIVERSIDAD Y PRESIDENTE DE LA CONFERENCIA DE RECTORES DE

ESPAÑA (1988-1992). PREMIO DE ESTUDIOS CONSTITUCIONALES DEL CONGRESO DE LOS

DIPUTADOS CON LA INVESTIGACIÓN SOBRE “LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN”. ES

AUTOR DEL MANUAL DE REFERENCIA CURSO DE DERECHO CONSTITUCIONAL (14 EDICIO-

NES). MIEMBRO DE LA COMISIÓN REDACTORA DEL ANTEPROYECTO DE ESTATUTO DE

AUTONOMÍA PARA ANDALUCÍA Y DE LA COMISIÓN CONSULTORA DE LA REFORMA DEL

ESTATUTO DE AUTONOMÍA DE CATALUÑA. ANALISTA POLÍTICO EN EL DIARIO EL PAÍS, LA

CADENA SER, EL PERIÓDICO DE CATALUÑA, CANAL SUR RADIO Y TELEVISIÓN.

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Javier Pérez Royo

La reforma constitucional inviable

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DISEÑO DE CUBIERTA: JOAQUÍN GALLEGO

© JAVIER PÉREZ ROYO, 2015

© LOS LIBROS DE LA CATARATA, 2015 FUENCARRAL, 70 28004 MADRID TEL. 91 532 05 04 FAX. 91 532 43 34 WWW.CATARATA.ORG

LA REFORMA CONSTITUCIONAL INVIABLE

ISBN: 978-84-9097-055-3DEPÓSITO LEGAL: M-26.074-2015IBIC: JPHC

ESTE LIBRO HA SIDO EDITADO PARA SER DISTRIBUIDO. LA INTENCIÓN DE LOS EDITORES ES QUE SEA UTILIZADO LO MÁS AMPLIAMENTE POSIBLE, QUE SEAN ADQUIRIDOS ORIGINALES PARA PERMITIR LA EDICIÓN DE OTROS NUEVOS Y QUE, DE REPRODUCIR PARTES, SE HAGA CONSTAR EL TÍTULO Y LA AUTORÍA.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN. LA CONSTITUCIÓN DE 1978 EN PERSPECTIVA 9

CAPÍTULO 1. CRISIS DEL SISTEMA DE PARTIDOS

DE LA TRANSICIÓN 33

CAPÍTULO 2. PRINCIPIO DE IGUALDAD, BLOQUE

DE LA CONSTITUCIONALIDAD DEL DERECHO

DE PARTICIPACIÓN POLÍTICA Y SISTEMA DE PARTIDOS 47

CAPÍTULO 3. LA GÉNESIS PRECONSTITUCIONAL DEL BLOQUE

DE LA CONSTITUCIONALIDAD 57

CAPÍTULO 4. LA RESTAURACIÓN DE LA MONARQUÍA.

PRESUPUESTO DEL BLOQUE NORMATIVO RESPECTO

DEL DERECHO DE PARTICIPACIÓN 69

CAPÍTULO 5. LAS NORMAS CONSTITUTIVAS DEL BLOQUE

NORMATIVO PRECONSTITUCIONAL 87

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CAPÍTULO 6. EL CONTENIDO DE LA DESVIACIÓN CALCULADA

DE LA IGUALDAD EN LA LEY PARA LA REFORMA POLÍTICA 99

CAPÍTULO 7. LA TRANSFORMACIÓN DEL BLOQUE NORMATIVO

PRECONSTITUCIONAL EN EL BLOQUE

DE LA CONSTITUCIONALIDAD: ‘LA CONSTITUCIÓN

MONÁRQUICA, BIPARTIDISTA Y ANTIFEDERAL’ 107

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INTRODUCCIÓN

LA CONSTITUCIÓN DE 1978 EN PERSPECTIVA

Las constituciones que han abierto cada uno de los cinco ciclos de nuestra historia constitucional han descansado en el principio de legitimidad propio del Estado constitucio-nal, en el principio que diferencia sustancialmente a esta forma política de todas las anteriores en general y de la monarquía absoluta en particular. Las que abrieron los tres ciclos del siglo XIX, las de 1812, 1837 y 1869 descansa-ron en el principio de “soberanía nacional” puesto en circulación por la Revolución francesa. La de 1931 descan-só en el de “soberanía popular” que se impuso en el conti-nente europeo tras la Primera Guerra Mundial. Y la de 1978, siguiendo a la Constitución francesa de 1958, des-cansa en una conjunción de ambos, ya que define la sobe-ranía como “nacional”, pero la hace residir en el “pueblo español” (artículo 1.2 Constitución española —en adelan-te, CE—).

Esta identificación del principio de legitimación propio del Estado constitucional es lo que nos permite calificar de constitucional la historia de España a partir de 1812, a pesar

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de que durante la mayor parte de los años posteriores la defi-nición constitucional del Estado no ha descansado en dicho principio de legitimidad, sino que lo ha hecho o en principios abiertamente anticonstitucionales, como ocurrió durante el reinado de Fernando VII o durante los años del régimen del general Franco, o en el principio monárquico-constitucio-nal, como ocurrió con las constituciones de 1845 y 1876, que no es un principio de legitimación específico del Estado constitucional, sino un principio de transición entre la monarquía absoluta y el Estado constitucional, expresión de las dificultades para dejar atrás los siglos de monarquía en los primeros decenios de la historia constitucional de Europa. Principio destinado a desaparecer a medida que avanzara la ampliación del sufragio hasta llegar al sufragio universal.

Ahora bien, las constituciones de 1812, 1837, 1869 y 1931, es decir, las que descansaron en el principio de legiti-midad propio del Estado constitucional, estuvieron en vigor muy pocos años, mientras que la vigencia de la monarquía absoluta de Fernando VII, la de las constituciones del prin-cipio monárquico y la de las Leyes Fundamentales de Franco se mide en decenios. Y, sin embargo, son las primeras las que hacen posible que se califique de constitucional a la his-toria de todo el periodo. Hasta que la soberanía nacional no hace acto de presencia no se puede hablar de Constitución. Sin embargo, después de que el principio de soberanía nacional ha irrumpido en la historia de un país, se puede considerar constitucional incluso aquello que, contemplado en sí mismo, no lo sería. Por eso, se puede considerar que, en Francia, las constituciones napoleónicas forman parte de su historia constitucional. Porque vienen detrás de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y de la Constitución de 1791. En España, por el

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contrario, no se puede considerar que la Constitución de Bayona forme parte de su historia constitucional, aunque sí forme parte de la historia de España. Sin nación no hay Constitución. Y en España la nación hace acto de presencia por primera vez en Cádiz. Ya no dejará de estar presente en nuestra historia política, aunque de forma muy diversa. Hay constituciones que se fundamentan en el principio de sobe-ranía nacional de manera expresa, las hay que revisan dicho principio de legitimación para sustituirlo por el principio monárquico constitucional y hay reacciones directamente anticonstitucionales, como la de Fernando VII o la de las Leyes Fundamentales del régimen del general Franco. Pero en ninguna, incluso en las abiertamente anticonstituciona-les, la nación deja de estar presente, aunque sea “brillando por su ausencia”.

Es obvio que la forma de estar presente la nación en el texto constitucional no es indiferente para la calificación de la forma política que cada Constitución define. Una Cons -titución que descansa en el principio de soberanía nacional define un Estado constitucional. Una Constitución que des-cansa en el principio monárquico define una monarquía constitucional, que guarda relación con el Estado constitu-cional, pero que es algo distinto. En España hemos tenido, antes de la Constitución de 1978, diversos proyectos fallidos de definir un Estado constitucional y varios proyectos de construir una monarquía constitucional que sí tuvieron éxito.

Esta es la razón por la que nuestro constitucionalismo ha sido de tan baja calidad. La soberanía nacional es el prin-cipio de igualdad o, mejor dicho, es el indicador de la pre-sencia del principio de igualdad en la ordenación política y jurídica de la convivencia. La desaparición de la soberanía nacional del texto constitucional supone, en consecuencia,

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un retroceso del principio de igualdad. Cuanto más tiempo está ausente, tanto mayor es el retroceso. Esa ha sido la cons-tante de nuestra historia constitucional anterior a 1978, que la diferencia de la de los demás países europeos occidentales en general, aunque no de todos por igual, porque en este terreno cada país tiene su propia historia. Don Ramón Carande solía responder cuando se le preguntaba si la histo-ria contemporánea de España podía ser considerada parte de la historia europea: “Sí, pero con demasiados retrocesos”. La historia constitucional de España forma parte, indiscutible-mente, de la historia europea, pero con demasiados retroce-sos. No se debe olvidar que España fue, después de Francia, el primer país europeo en aprobar una Constitución digna de tal nombre, como fue la Constitución de Cádiz, pero ha sido el último país europeo occidental en constituirse democráti-camente en la ola del constitucionalismo democrático poste-rior a la Segunda Guerra Mundial y ha sido también, junto con Portugal, el último en incorporarse a las Comunidades Europeas muy poco antes de la caída del Muro de Berlín. La recurrente desaparición de la soberanía nacional y el consi-guiente retroceso del principio de igualdad son algunas de las singularidades de la historia política y constitucional de España.

Pues la soberanía “nacional” fue la “ficción” a través de la cual se abrió camino el principio de igualdad en la cons-trucción del Estado constitucional en el continente europeo. La soberanía “popular” lo fue en el continente americano. Soberano no es el individuo, ni cada uno de ellos individual-mente considerado ni todos juntos yuxtapuestos los unos a los otros. Soberano es el “pueblo”. Soberana es la “nación”. Se trata, por tanto, de la ficción constitutiva de la democracia sin la cual esta forma política no puede ser ni pensada inte-lectualmente ni organizada técnicamente.

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Porque la democracia, como todas las demás formas políticas que han existido en la historia de la humanidad, exige, para poder ser pensada intelectualmente y poder ser organizada técnicamente, la identificación de un lugar de residenciación del poder. Los seres humanos no podemos convivir pacíficamente de manera estable si no tenemos una respuesta muy mayoritaria, casi unánime se podría decir, al interrogante de dónde reside el poder. El “pueblo”, la “nación” es el lugar de residenciación del poder del Estado constitucional democrático. Cuando hay coincidencia en la respuesta en un país, dicho país puede hacer frente de manera política y jurídicamente ordenada a cualquier pro-blema que se plantea en la convivencia. La evidencia empíri-ca es concluyente. En Alemania, la coincidencia en que existe un “pueblo alemán” en el que reside la soberanía permitió resolver la unificación de la República federal y la República democrática, extendiendo la vigencia de la Ley Fundamental de Bonn al territorio de Alemania Oriental con la constitución de cinco nuevos Länder. Nadie discutió la legitimidad de la operación, porque a nadie se le ocurrió dudar de que hay “un pueblo alemán” en el que reside el poder, y esa unidad del pueblo alemán no había sido puesta en cuestión ni siquiera por la existencia de dos estados durante decenios. En la antigua Yugoslavia, por el contrario, la no coincidencia en la identificación del lugar de residen-ciación del poder condujo al resultado opuesto de sobra conocido. O en la antigua Checoslovaquia, aunque la ruptura fuera pacífica en este caso. De esta no coincidencia vienen los problemas que se están planteando para la integridad territorial del Estado en Bélgica, en el Reino Unido de la Gran Bretaña o en España.

El principio de legitimidad del poder, la identificación del lugar de residenciación del poder, es el problema

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práctico más importante con el que el ser humano tiene que enfrentarse en su convivencia a partir del momento en que dicha convivencia alcanza un determinado nivel de complejidad. De dicha identificación depende la convi-vencia pacífica. Para resolver ese problema práctico es preciso construir una teoría política que permita darle la respuesta apropiada al momento histórico en que dicho problema se plantea. La soberanía “popular” será la pri-mera respuesta histórica del mundo contemporáneo, inventada en la Convención de Filadelfia para constituir el primer Estado democrático del mundo y para, al mismo tiempo, hacer posible la transición de los Artículos de la Confederación a la Constitución federal. La historia de los Estados Unidos de América es el mejor ejemplo de lo que está en juego en la coincidencia de la teoría y la práctica sobre el lugar de residenciación del poder. Los Estados Unidos se constituyeron en 1787 con base en la identifica-ción del “pueblo de los Estados Unidos” como el lugar de residenciación del poder. No el pueblo de Virginia, de Nue- va York o de Carolina del Norte o del Sur, sino el pueblo de los Estados Unidos. Cuando en los años sesenta del siglo XIX, los Estados del Sur consideraron que el lugar de residencia-ción del poder no era “el pueblo de los Estados Unidos” sino “el pueblo de cada uno de los Estados miembros” y decidie-ron constituir la Confederación del Sur, el resultado fue la guerra civil. La guerra civil más espantosa de todo el siglo XIX. Cuando se pone en cuestión el lugar de residenciación del poder, deja de haber respuesta política jurídicamente ordenada para la convivencia. La “invención” del “pueblo” o de la “nación” y la aceptación de tal invención por los indivi-duos que conviven ha sido el vehículo para hacer posible el Estado constitucional democrático. Sin dicha “invención”, no hubiera podido constituirse.

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La conexión entre el concepto de “pueblo” o de “nación” y el principio de igualdad es inmediata. En realidad, el prin-cipio de igualdad es una creación de la invención de “la nación”, del “pueblo” como lugar de residenciación del poder. A través de la “invención” de estas ficciones es como los seres humanos quedan equiparados en la categoría de ciudadanos. Sin “pueblo”, sin “nación” no hay ciudadanos. Hay individuos, es decir, seres diferentes cada uno de los demás. Pero no hay ciudadanos, es decir, seres humanos titulares de derechos en condiciones de igualdad. Esta es la razón por la que, sin el concepto de “nación” o de “pueblo”, no existe el concepto de igualdad. O mejor dicho, existe el concepto de igualdad desde una perspectiva antropológica o religiosa, pero no política y jurídica. Cada ser humano es igual a otro en la medida en que nace con forma humana, y esto se predica de todos los seres humanos sin excepción. Pero política y jurídicamente un ser humano es igual a otro en la medida en que es titular de los mismos derechos que la Constitución reconoce y en la medida en que participa en condiciones de igualdad con los demás seres humanos, defi-nidos como ciudadanos, en la formación de la voluntad general. Únicamente por esto, por su condición de ciudada-nos, son iguales. En todo lo demás son individuos, es decir, seres únicos e irrepetibles, diferente cada uno de todos los demás. De ahí que la igualdad no sea simplemente humana, sino política. Somos iguales los españoles en España, los franceses en Francia…, y así sucesivamente. Los extranjeros son titulares de derechos, pero no en condiciones de igualdad con los nacionales, sobre todo porque no participan, median-te el ejercicio del derecho de sufragio, en la formación de la voluntad general, de la Ley. Y hay que añadir, además, que han sido reconocidos como titulares de derechos únicamente a partir de la afirmación del Estado constitucional y de la

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vigencia del principio de igualdad para los ciudadanos de dicho Estado. La condición de ciudadano jurídicamente definida es la premisa para que pueda ser reconocida jurídi-camente la condición de extranjero.

La igualdad constitucional es, pues, y antes que nada, participación mediante el ejercicio del derecho de sufragio en la formación de la voluntad general, en la elaboración y aprobación de la ley. Esta es la razón por la que el principio de soberanía nacional convierte de manera directa al Parlamento en el centro de gravedad del Estado. De un Estado constitucio-nal digno de tal nombre. El rey puede ocupar un lugar en dicho Estado, pero no puede ser su presencia la que lo define. En el Estado constitucional, la competición política tiene que ser arbitrada por los ciudadanos mediante el ejercicio del derecho del sufragio, y no por el rey. Cuando no es así, cuando el rey designa y remueve al presidente del gobierno o a los ministros o cuando decide discrecionalmente la disolución del Parla -mento y la convocatoria de nuevas elecciones, no se puede hablar propiamente de Estado constitucional, sino de monar-quía constitucional. Sin nación no hay Estado. La sustitución del principio monárquico por el de soberanía nacional es la condición imprescindible para que se pueda imponer el Estado constitucional en sentido estricto. Es lo que empezó a ocurrir en Europa con la sustitución en Inglaterra de la sobe-ranía de origen divino del monarca por la soberanía parla-mentaria entre los siglos XVII y XVIII, y lo que ocurriría en el continente a partir de la Revolución francesa. La soberanía nacional, en lugar de la soberanía parlamentaria, sería la fórmula continental. La soberanía popular lo sería en el con-tinente americano.

A partir del desplazamiento del principio de soberanía de origen divino del monarca por el principio de sobera- nía parlamentaria o de soberanía nacional se puede empezar

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a hablar de Constitución en sentido estricto, en la medida en que únicamente a partir de ese momento los individuos son definidos por la titularidad de los derechos y, como conse-cuencia de ello, el Estado por la división de poderes.

Cuanto más pronto hace acto de presencia este nuevo principio de legitimidad y cuanto más persistente e ininte-rrumpida es dicha presencia, tanto mayor es el avance del principio de igualdad y de mayor calidad es, en consecuen-cia, la forma política que se construye. El Estado es una forma histórica de organización del poder y en cada país se ha impuesto de una manera propia distinta de como lo ha hecho en los demás. En España, la construcción del Estado ha sido muy deficitaria desde el punto de vista de la vigencia del principio de legitimidad propio del Estado constitucio-nal. Como consecuencia de ello, la sociedad española ha sido una sociedad muy desigual tanto desde la perspectiva de los ciudadanos individualmente considerados como desde la perspectiva de su articulación territorial. La vigencia tan limitada temporalmente y tan convulsa del principio de soberanía nacional se ha traducido en una ciudadanía muy poco protagonista de la dirección política del Estado y en una fragmentación territorial con la que la sociedad española no ha sido capaz de enfrentarse hasta la fecha en sede constitu-yente.

Quiere decirse, pues, que, antes de 1931, en España no hemos tenido un Estado constitucional, sino, en el mejor de los casos, una monarquía constitucional. Porque, en el peor o en los peores de los casos, lo que hemos tenido es monar-quía absoluta o dictadura anticonstitucional en su máxima expresión. Únicamente con la Constitución de 1931 hemos tenido una experiencia democrática y, como consecuencia de ello, un Estado genuinamente constitucional. También, como consecuencia de ello, tuvimos nuestra primera

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experiencia de Estado no-unitario, políticamente descen-tralizado. Contra dicha experiencia se produciría una suble-vación militar, calificada de alzamiento nacional, que de -sembocaría en una guerra civil primero y en un régimen dictatorial después durante casi 40 años, que intentaría borrarla de la faz de la tierra tanto en lo que tuvo de demo-crática como de políticamente descentralizada. El régimen del general Franco fue la negación más radical de la demo-cracia y de la descentralización política que hemos conocido en nuestra historia. De ambas negaciones hizo su seña de identidad. Dicho régimen fue el que procedió a la segunda restauración de la monarquía en nuestra historia contempo-ránea. Y con la materialización de dicha restauración, con el acceso del rey don Juan Carlos I al trono, se inició “La Transición” de las Leyes Fundamentales a la Constitución de 1978, o, lo que es lo mismo, la Transición de un Estado no-constitucional y no-democrático a otro constitucional y democrático.

Esta es la herencia constitucional que recibe la sociedad española con la muerte del general Franco en noviembre de 1975. Una sociedad civil profundamente desigual con un muy débil reconocimiento de derechos a los individuos que la integran y una garantía de tales derechos todavía mucho más débil. Sobre esta sociedad se ha elevado durante más de 160 años, con breves paréntesis, un Estado monárquico extre-madamente unitario y autoritario, en el que la inmensa mayoría de los españoles han estado privados del ejercicio del derecho de sufragio “de iure”, antes de 1890, o “de facto”, a partir de ese año, ya que la aprobación del sufragio universal vino acompañada de la falsificación completa del mismo, que lo convirtió, en palabras de Cánovas del Castillo, en uno de los procedimientos “menos dignos” para obtener la voluntad del país. Un Estado en el que son, además, muy

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visibles las huellas de la Iglesia católica y del Ejército. Y, por último, un Estado en el que se ha interiorizado y cultivado un rechazo intenso a aceptar que la diversidad territorial del país pueda llegar a tener reconocimiento constitucional.

En estas condiciones se hizo “la Transición”. Con una monarquía restaurada por un régimen nacido de una suble-vación militar contra una república democrática; con un rey, “legítimo heredero de la dinastía histórica” —lo definirá después la Constitución (artículo 57.1 CE)— ocupando la Jefatura del Estado; con unas Fuerzas Armadas cuyos man-dos habían participado en el alzamiento nacional y en la guerra civil y habían sido la columna vertebral del régimen del general Franco; con una Iglesia muy identificada con su tradicional lugar de privilegio en la sociedad española, aun-que también penetrada por los aires renovadores del Concilio Vaticano II, debilitados ya pero no anulados todavía, como ocurriría pocos años después con el acceso al papado de Juan Pablo II; y unos centros de poder del régimen —Consejo Nacional del Movimiento, Consejo del Reino y Cortes Orgánicas— prácticamente intactos.

Frente a este Estado monárquico, heredero de la monar-quía española de las constituciones de 1845 y 1876, y del régimen de las Leyes Fundamentales nacido de la guerra civil, se encontraba una sociedad española políticamente desarticulada, en la que no estaba reconocido el derecho de asociación y en la que la participación política dependía de la inscripción de los partidos en el Registro de Partidos del Ministerio de Interior, discrecionalmente acordada por el gobierno. En estas circunstancias tan extraordinariamente desequilibradas se inició “la Transición” y se hizo la Constitución.

Sin algún elemento compensatorio de tal desequilibrio, el proceso constituyente no hubiera podido celebrarse

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siquiera. Tal elemento fue la ausencia de legitimidad acepta-ble, a finales del siglo XX, de la monarquía restaurada. La monarquía no tenía más legitimidad que la derivada de la victoria del general Franco en la guerra civil, enormemente desgastada por el paso del tiempo. En esta debilidad, desde el punto de vista de la legitimación, residía la fortaleza de la sociedad española a pesar de su desarticulación política. Sin su concurso, la restauración de la monarquía no podría obte-ner la legitimidad que le permitiera consolidarse.

En este “equilibrio de debilidades” recíprocas descansó “la Transición”. A dicho equilibrio de debilidades se debe que no se pusiera en cuestión la monarquía, por un lado, y a que se aceptara, por otro, la definición constitucional de la misma con base en el principio de legitimación democrática como monarquía parlamentaria. “La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado”, dirá el artículo 1.2 CE, para añadir a continuación el artículo 1.3 CE que “la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria”.

Esta conexión entre monarquía y democracia no se había producido nunca antes en nuestra historia constitu-cional. El principio monárquico había sido siempre incom-patible con el de soberanía nacional. A esta incompatibilidad es a la que pone fin la Constitución de 1978. A ello, sin duda, se debe que la Constitución de 1978 sea la primera que inicia un ciclo cuya vigencia se ha prolongado de manera indefini-da sin haber sido suspendida en ningún momento en parte alguna del territorio nacional durante casi 40 años. Con la Constitución de 1978 se rompe la estructura infernal de los cuatro primeros ciclos de nuestra historia constitucional, presididos por un impulso inicial “liberal”, “progresista” o “democrático”, según la terminología propia de cada momento, de corta duración, seguido de una reacción

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conservadora, con una tendencia muy fuerte al autoritarismo cuando no al ejercicio dictatorial del poder, de duración larga, cuando no extraordinaria. La Constitución de Cádiz estuvo en vigor entre 1812 y 1814 y 1820 y 1823; la de 1837 hasta 1845; la de 1869 hasta 1872 y la de 1931 hasta 1939 o 1936, según las diversas partes del territorio. Todos los demás años entre 1812 y 1978 se vivieron bajo la monarquía de Fernando VII, bajo las constituciones conservadoras de 1845 y 1876 o bajo las Leyes Fundamentales del régimen nacido de la guerra civil. La Constitución de 1978 es la única Constitución que, iniciando un ciclo, ha presidido una expe-riencia de construcción prolongada en el tiempo de un Estado con base en el principio de legitimación democrática, en la “soberanía nacional que reside en el pueblo español”.

De esta manera parecía que la sociedad española había encontrado “su” respuesta al interrogante sobre el lugar de residenciación del poder y que con base en dicha respuesta podía empezar a hacer frente a las asignaturas constitucio-nales a las que no había podido en algunos casos ni llegar a presentarse al examen y que, en todo caso, no había sido capaz de aprobar en los dos últimos siglos. Con ello parecía que España se normalizaba constitucionalmente como un país occidental europeo más. Parecía que podía ordenar su convivencia políticamente de una manera jurídicamente ordenada con vigencia proyectada de manera indefinida, como ya lo habían hecho los demás países europeos occiden-tales.

La trayectoria de los primeros 30 años largos de vigencia de la Constitución parecía confirmar dicha impresión. Los ciudadanos españoles, independientemente de la “naciona-lidad o región” en que residieran, consideraban la Constitución como propia y reconocían como legítimo el ejercicio del poder por los distintos órganos del Estado,

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entendiendo por tal los distintos niveles, en el ejercicio del poder, constitutivos de nuestra fórmula de gobierno: estatal, autonómico y municipal. El Estado español de la Constitu- ción de 1978 ha sido el Estado más legítimo y, como conse-cuencia de ello, el más eficaz de nuestra historia. La aceptación de dicho Estado por los ciudadanos españoles la han venido reflejando de manera continuada los barómetros del CIS.

La ejecutoria de la Constitución en sus casi 40 años de vigencia puede ser calificada de notable. Con ella se han con-seguido sortear los obstáculos que en el pasado habían hecho imposible que España tuviera un Estado constitucional esta-bilizado digno de tal nombre. A continuación me referiré solamente a algunos de los más importantes.

Por primera vez en nuestra historia constitucional la monarquía no ha sido un obstáculo para que la competición política fuera arbitrada por el pueblo español mediante el ejercicio del derecho de sufragio. Si en los primeros años de “la Transición” y hasta el 23 de febrero de 1981, la sombra del rey todavía estuvo muy presente, a partir de esta fecha fue difuminándose, sin que haya sido perceptible la huella del monarca en la acción de gobierno. La monarquía parlamen-taria de la Constitución de 1978 ha sido muy distinta de la monarquía española de las constituciones anteriores. No ha habido ningún problema con el que la sociedad española haya tenido que enfrentarse en el que se pueda detectar una influencia “indebida” del rey.

Ello no quiere decir, sin embargo, que la posición del rey en el sistema político español sea la misma que la que tienen los monarcas en las demás monarquías parlamenta-rias europeas. La monarquía parlamentaria española es muy reciente y fue restaurada como fue restaurada, sin que pos-teriormente hubiera un debate en sede constituyente sobre ella y, en consecuencia, no tiene ese carácter de simple

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órgano del Estado, desprovisto de todo poder, que tienen las demás monarquías europeas. En el texto constitucional queda una huella de ello. Y no en un artículo cualquiera, sino en el artículo en que se identifica el lugar de residenciación del poder, en el artículo 1.2 CE. En la fórmula europea, de la soberanía popular se hacen depender “todos” los poderes del Estado. En la fórmula española, se hacen depender “los poderes”, suprimiéndose de una manera que no puede ser más que deliberada el “todos”. Es obvio que esta supresión únicamente se explica por la presencia del rey en nuestro ordenamiento constitucional. La inercia histórica es la que es y pesa lo que pesa.

Constitucionalmente, el rey es un monarca parlamen-tario. Políticamente también lo es, pero con matices. El rey de España no es simplemente una “dignified part of the Constitution”, completamente desvinculada de las “efficient parts” de la misma, por utilizar la clásica terminología de Sir Walter Bagehot. Constitucionalmente, sí. Políticamente, no o todavía no. Una prueba de ello la hemos tenido en los correos filtrados bajo el común denominador de Wikileaks. Únicamente el rey de España de todos los monarcas euro-peos aparecía en tales correos. En España y fuera de España todo el mundo sabe que el rey no es un monarca parlamentario como los demás, que de iure está despro-visto de poder, pero que de facto no lo está. Lo que quiere decir que no es un tema definitivamente resuelto. Pero el terreno en el que nos movemos es distinto al terreno en el que nos hemos movido en el pasado. La incompatibili-dad de la monarquía con la democracia ya ha quedado superada. Queda por ver si la democracia continuará acep-tando que la monarquía parlamentaria sea de manera indefinida la “forma política del Estado español”, como dice el artículo 1.3 CE.

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El compromiso entre monarquía y democracia le ha permitido a la sociedad española aprobar otra de las asigna-turas que más había obstaculizado su construcción de un Estado constitucional. Me refiero a la existencia de un “Po -der Militar” íntimamente vinculado al monarca, que ha ope-rado como un “límite” al “Poder Civil” a lo largo de toda nuestra historia constitucional, y como un “sustituto” del mismo con extraordinaria frecuencia, e incluso de manera muy prolongada, en el tiempo. Piénsese simplemente en la presencia de las dictaduras de Primo de Rivera y del general Franco en el siglo XX. Aunque en el proceso constituyente hubo dudas acerca de lugar de las Fuerzas Armadas en el edi-ficio constitucional y aunque el artículo 8 CE relativo a las Fuerzas Armadas reproduce casi literalmente el artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado de 1967, desde el desenlace del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, el “Poder Militar” desapareció por completo no solo de iure sino también de facto. La asignatura del “Poder Militar” ha sido aprobada de manera definitiva. No parece que vayamos a tener que volver a examinarnos de ella.

Las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado espa-ñol, que habían sido extraordinariamente conflictivas en los dos procesos constituyentes anteriores con más protagonis-mo de la sociedad española, el protodemocrático de 1869 y el democrático de 1931, no han dejado de ser una fuente de conflictos, pero ni de lejos se puede equiparar la trayectoria de estos últimos decenios con la de aquellos años. La Iglesia española ha dejado de ser radicalmente incompatible con la democracia, como lo fue en el pasado, aunque todavía no ha sabido encontrar su sitio en esta forma política. Tampoco el Estado español ha sabido encontrar para la Iglesia cató-lica el lugar que debe ocupar en un Estado no confesional a estas alturas de la historia. Los Acuerdos con la Santa

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Sede de enero de 1979 son difícilmente compatibles con la propia Constitución, y mucho menos con lo que debería ser una Constitución “constitucional” en un Estado social y democrático de Derecho.

En lo que a la asignatura del reconocimiento y garantía de los derechos se refiere, no cabe duda del aprobado alcan-zado desde la entrada en vigor de la Constitución. La juris-prudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos es un buen canon con el que poder calificar la trayectoria de la democracia española en este terreno, que es la de cualquier otro país europeo. El hecho de que no se haya tenido que recu-rrir a los instrumentos de protección o extraordinaria del Estado, estados de alarma, excepción y sitio, previstos en el artículo 116 CE, a diferencia de lo que ocurrió con asiduidad en la historia española anterior, es otro de los mejores indica-dores de que disponemos. Los derechos fundamentales no han visto suspendida su vigencia ni un solo minuto en ningu-na parte del territorio del Estado. Obviamente, este es un terreno en el que siempre se pueden detectar deficiencias. Y en el que siempre hay que estar vigilante, porque e más fácil ir a peor que a mejor. Pero, en términos generales, España es un país europeo occidental más en lo que al ejercicio y garantía de los derechos fundamentales se refiere.

Mención especial merece, en este terreno, el desarrollo de un sistema de relaciones laborales articulado en torno a la negociación colectiva y la fuerza vinculante de los convenios, que ha canalizado jurídicamente los conflictos sociolabora-les de una manera continuada en el tiempo, que es algo des-conocido en nuestra historia anterior. Se trata de un terreno en el que en los últimos años hemos asistido a un retroceso muy notable.

Nuestra fórmula parlamentaria de gobierno ha permiti-do resolver el problema de la alternancia en el poder desde

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relativamente pronto y de manera reiterada, lo que no ha sido nada frecuente en el constitucionalismo comparado. En menos de cuatro años después de la entrada en vigor de la Constitución, en octubre de 1982, el gobierno del partido que había dirigido “la Transición” y había ganado las prime-ras elecciones constitucionales, UCD, presidido por Adolfo Suárez primero y Leopoldo Calvo Sotelo después, fue susti-tuido por el PSOE, presidido por Felipe González. En la dé -cada de 1990 volvería a producirse la alternancia con la lle-gada al gobierno del PP presidido por José María Aznar en 1996. En la primera década del siglo XXI, en las elecciones de 2004, vuelve al gobierno el PSOE bajo la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero y en 2011 volverá el PP con la presi-dencia de Mariano Rajoy. Es un indicador de éxito democrá-tico realmente formidable. Alemania, con la Ley Fundamental de Bonn, y Francia, con la Constitución de 1958, tardaron más de 20 años en que se produjera la alternancia en el poder.

Por último, en también muy poco tiempo, tras la entrada en vigor de la Constitución, la sociedad española pasó el exa-men de la asignatura constitucionalmente más difícil, la de la transición del Estado unitario a la del Estado políticamen-te descentralizado. De esta asignatura, la sociedad española únicamente había tenido la oportunidad de presentarse a algunos parciales durante la Segunda República: el de Cata -luña, sobre todo, pero también el del País Vasco y Galicia. Entre finales de 1979 en País Vasco y Cataluña, y en menor medida en Galicia, y finales de 1981 en el resto del Estado, se alcanzaron los pactos autonómicos que permitieron territo-rializar por completo el Estado en diecisiete comunidades autónomas y dos ciudades autónomas. En 1983 ya se habían constituido todas y se habían celebrado las primeras eleccio-nes parlamentarias. En 2015 ya se han celebrado diez en

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algunas y nueve en las demás. En Derecho comparado no es fácil encontrar un proceso de descentralización política tan intenso en tan poco tiempo.

Por último, pero no en último lugar, también en la pri-mera década de vigencia de la Constitución España se incor-poró a las Comunidades Europeas haciendo realidad lo que, desde principio de siglo, era un objetivo intensamente deseado por la sociedad española. Con ello, la democracia española accedía al club de estados democráticos más exi-gente del mundo, obteniendo un “sello de calidad” intangi-ble, pero de valor incalculable.

El impulso constitucional de “la Transición” ha sido, sin duda, desde la perspectiva democrática, el impulso más fe -cundo de nuestra historia. El proceso constituyente de 1931 fue mucho más genuinamente democrático que el de 1975-1978, pero las condiciones en que tuvo que expresarse le impidie-ron estabilizar una democracia operativa el tiempo mínimo imprescindible para que echara raíces. En 1975-1978, a la inversa, el proceso constituyente fue mucho menos genui-namente democrático, hasta el punto de que no se llegó siquiera a abrir expresamente como tal. Sin embargo, las circunstancias en que se desarrolló posibilitaron que la ex -periencia haya sido duradera y que el Estado democrático haya echado raíces en nuestro suelo.

En buena lógica, el futuro constitucional del país debe-ría presentarse despejado. Con problemas, como ocurre en todos los países democráticamente constituidos, porque los conflictos no desaparecen nunca, pero con instituciones y procedimientos a través de los cuales darles respuesta. A tra-vés de los procedimientos de “reforma” (artículo 167 CE) o de “revisión” (artículo 168 CE), la sociedad española debería de ser capaz de resolver políticamente, pero de manera jurídica-mente ordenada, cualquier problema con el que tuviera que

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enfrentarse. Es lo que ocurre en los demás países europeos occidentales con sus procedimientos de reforma constitucio-nal. En todos, la renovación del sistema político democrático de una manera jurídicamente ordenada está garantizada. A nadie se le ocurre que no vaya a ser así. Periódicamente hacen uso de la reforma constitucional y renuevan de esta manera la legitimidad constituyente originaria.

En España no es así. La reforma de la Constitución es la última asignatura constitucional de la que la sociedad espa-ñola tiene que examinarse. Porque todavía no se ha exami-nado. Las dos reformas que se han producido, la relativa al artículo 13 CE, a fin de hacer posible que España pudiera ratificar el Tratado de Maastricht y la del artículo 135 CE, exigida por el Banco Central Europeo y aceptada en lo que podríamos definir como un “estado de necesidad financie-ro”, no han sido propiamente reformas constitucionales españolas, sino incidentes en el proceso de construcción de la Unión Europea. Pero reformas constitucionales nacidas del seno de la sociedad española y debatidas y aprobadas como deben serlo de acuerdo con lo previsto en la Consti -tución, no es que no se hayan aprobado, sino que no se ha ensayado siquiera alguna.

La única propuesta de reforma constitucional que se ha avanzado desde la entrada en vigor de la Constitución fue la de José Luis Rodríguez Zapatero en su primera legislatura como presidente del gobierno. En el programa del PSOE para las elecciones generales de 2004 figuraba una propues-ta de reforma constitucional limitada a los siguientes cuatro extremos: poner fin a la preferencia del varón en la sucesión de la Corona, recepción en la Constitución del proceso de construcción de la Unión Europea, inclusión de la denomi-nación de las comunidades autónomas y reforma del Senado. Una vez investido presidente, José Luis Rodríguez Zapatero

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se puso manos a la obra y encargó al Consejo de Estado la elaboración de una propuesta de reforma, a fin de que, tras su estudio, el gobierno elaborara un Proyecto de Ley de Reforma Constitucional que pudiera ser remitido a las Cortes para su tramitación como tal. El Consejo de Estado cumplió el encargo y elaboró un dictamen con una propuesta de reforma constitucional, que se hizo llegar al gobierno. Pero hasta ahí llegó el recorrido de la propuesta. Ante la certeza de que no sería posible alcanzar en ninguna de las cámaras la mayoría exigida para la reforma constitucional, el gobierno ni siquiera aprobó el Proyecto de Ley. En las dos legislaturas posteriores ningún partido llevó en su programa la reforma constitucional y, en consecuencia, no se ha abierto ningún debate en sede parlamentaria.

Parece seguro que la reforma constitucional figurará en los programas de varios partidos para las próximas eleccio-nes generales. El PSOE y Ciudadanos ya se han comprometi-do a hacerlo. Es probable que la reforma constitucional también figure en el programa de otros partidos, aunque parece seguro que no figurará en el programa del PP, con lo que se puede pronosticar que, independientemente del resultado electoral, es prácticamente imposible que vayan a existir en las cámaras las mayorías cualificadas necesarias para la aprobación. El PP puede perder los escaños suficien-tes como para no poder formar gobierno, pero no para dejar de disponer de la minoría de bloqueo de la reforma constitu-cional. Ni en las próximas elecciones ni en ninguna poste-rior. Mientras el PP no se convenza de que es preciso refor-mar la Constitución, el instituto permanecerá en desuso.

Esta es la mayor amenaza que pesa sobre la Constitución. La reforma es la institución mediante la que se renueva el vínculo entre la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio en el Estado constitucional. Un Estado no puede

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vivir indefinidamente de la legitimidad constituyente origi-naria, por muy fuerte que esta sea. El paso del tiempo inevi-tablemente debilita dicha legitimidad y puede llegar a hacer-la desaparecer. Esta es la razón por la que las constituciones tienen cláusulas de reforma. Para que se pueda renovar de manera jurídicamente ordenada la voluntad constituyente originaria.

Son las únicas normas del ordenamiento jurídico que las tienen. Ninguna Ley tiene cláusulas de reforma. Úni -camente la Constitución las tiene. A través de ellas, el cons-tituyente originario indica de qué manera se tendrá que renovar su manifestación de voluntad, en la que descansan el sistema político y el ordenamiento jurídico del Estado cons-titucional. No hay Estado que pueda mantenerse como un Estado democráticamente constituido sin hacer uso de la reforma constitucional. La evidencia empírica en este terre-no es concluyente.

En España no se ha hecho uso de la reforma constitucio-nal prácticamente nunca a lo largo de toda su historia cons-titucional. Es una asignatura constitucional de la que la sociedad española no se ha examinado todavía. Y se resiste a hacerlo. Y cuanto más se resista, mayor es el riesgo de des-composición de su sistema político y de su ordenamiento constitucional. No porque los problemas con los que tiene que enfrentarse la sociedad española sean inmanejables, sino porque acabarán siéndolo si no se les hace frente.

Los demás países europeos occidentales se han exami-nado de esta asignatura en repetidas ocasiones, garantizando de esta manera la renovación de su sistema político de una forma jurídicamente ordenada. En las monarquías parla-mentarias del norte de Europa se ha hecho uso de manera ininterrumpida de la reforma constitucional desde la pri -mera mitad del siglo XIX. La reforma ha garantizado la

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continuidad del Estado constitucional sin interrupciones desnaturalizadoras del mismo. En los Estados europeos que iniciaron la aventura del constitucionalismo como monar-quías, pero dejaron de serlo y se convirtieron en repúblicas, no reformaron las constituciones mientras fueron monar-quías, pero lo han hecho con regularidad cuando se han convertido en repúblicas. Así ocurrió en Francia a partir de la Tercera República o en Alemania a partir de la Constitución de Weimar y, sobre todo, con la Ley Fundamental de Bonn o en Italia y Austria y Portugal. No hay ningún país europeo occidental que no tenga garantizada la renovación jurídica-mente ordenada de su Estado democrático mediante la reforma constitucional. En todos se hace uso de la reforma constitucional con más o menos frecuencia, pero con la mayor naturalidad.

En España es en el único país europeo occidental en el que esto no ocurre. ¿Por qué? La ausencia del principio de legitimidad propio del Estado constitucional en sentido estricto, y más todavía del Estado democrático durante casi toda nuestra historia constitucional anterior a 1978, explica que no se hiciera uso en el pasado. Pero ¿por qué se sigue sin hacer uso en un Estado que se constituyó hace casi 40 años con base en el principio de legitimación democrática del poder? ¿Por qué no se ha examinado siquiera la sociedad española de esta asignatura constitucional, a diferencia de lo que ha ocurrido con las demás asignaturas que tenía pen-dientes?

Sobre este interrogante vengo reflexionando desde hace tiempo. La Constitución española de 1978 no es especial-mente rígida. Las mayorías parlamentarias que se exigen para la “reforma”, tres quintos, y la “revisión”, dos tercios, son las que se exigen en los demás países europeos. ¿Por qué en estos dichas mayorías cualificadas no son un obstáculo

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para que se reforme la Constitución con regularidad y en España sí? ¿Hay algún “vicio de origen” en la Constitución española que explique esta singularidad?

En las páginas que siguen está mi respuesta a este inte-rrogante. La que me he dado a mí mismo. Me gustaría no tener razón, pero me temo que voy a tenerla. Me temo que a la Constitución de la segunda restauración le va a ocurrir lo que le ocurrió a la Constitución de la primera, a la Cons titución de 1876. De la misma manera que desde los primeros años del siglo XX en España se estuvo hablando de ma nera per-manente de la reforma de la Constitución de 1876, pero no se hizo ninguna, en los años finales del siglo pasado y en los primeros de este hablamos de reforma constitucional mucho más que en cualquier otro país europeo. Sobre la reforma constitucional se ha escrito más en España en es -tos últimos 30 años que en ningún otro país. Y, sin embar-go, ni se ha reformado la Constitución, ni, en mi opi nión, hay nada en el horizonte que nos permita confiar en que vaya a producirse.

Con la Constitución de 1978 nos hemos examinado de casi todas las asignaturas constitucionales que teníamos pendientes y las hemos aprobado con más brillantez unas y con menos otras. Pero de la asignatura de la Reforma Constitucional no nos hemos examinado y, en consecuencia, no la hemos podido aprobar. Con la Constitución de 1978 la sociedad española ha sido capaz de romper con lo que califi-qué de “estructura infernal” de los cuatro primeros ciclos constitucionales de nuestra historia. Parece, sin embargo, que no hemos sido capaces de esquivar esa maldición de que las constituciones no se reforman sino que se desmo-ronan y acaban teniendo que ser sustituidas por otra.