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Paisaje interior Páginas escogidas del diario y la correspondencia de Gerard Manley Hopkins

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Paisaje interior

Páginas escogidas del diario y la correspondencia de Gerard Manley Hopkins

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Director De la colección

Álvaro Uribe

consejo eDitorial De la colección

Arturo Camilo Ayala Ochoa Elsa Botello López

José Emilio PachecoAntonio Saborit

Ernesto de la Torre Villar †Juan Villoro

Colin White Muller †

Director FunDaDor

Hernán Lara Zavala

colección

Pequeños GranDes ensayos

Universidad Nacional Autónoma de MéxicoCoordinación de Difusión Cultural

Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

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GErArD MANLEy HOPkiNS

Paisaje interiorPáginas escogidas

del diario y la correspondencia de Gerard Manley Hopkins

introducción y selección deteDi lóPez Mills

universiDaD nacional autónoMa De México2013

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Los textos que se reproducen en este volumen fueron tomados de Poems and Prose of Gerard Manley Hopkins.

Primera edición en la colección Pequeños Grandes Ensayos: 24 de mayo de 2013

D. r. © 2013 universiDaD nacional autónoMa De México

Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, 04510, México, D. F.

Dirección General De Publicaciones y FoMento eDitorial

iSBN de la colección: 978-970-32-0479-3 iSBN de la obra: 978-607-02-4472-8

Prohibida su reproducción parcial o total por cualquier medio, sin autorización escrita de su legítimo titular de los derechos patrimoniales.

Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

impreso y hecho en México

Hopkins, Gerard Manley, 1844-1889, autor.Paisaje interior : páginas escogidas del diario y la

correspondencia de Gerard Manley Hopkins / introducción y selección de Tedi López Mills. --Primera edición.

120 páginas. -- (Colección Pequeños Grandes Ensayos)isbn 978-607-02-4472-8

1. Hopkins, Gerard Manley, 1844-1889 --Diarios. 2. Hopkins, Gerard Manley, 1844-1889-- Correspondencia. i. López Mills, Tedi, prologuista. ii. Título

Pr4803.H44.Z46 2013

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PróloGo

1

Antes del milagro está la persona que lo inventa.

Gerard Manley Hopkins nació el 28 de julio de

1844 en Stratford Essex, inglaterra, en el seno

de una familia anglicana. Comenzó sus estudios de

letras clásicas en Balliol College, Oxford, en 1863.

Quería ser pintor, aunque ya escribía poemas e

incluso había ganado el premio de Highgate

School en 1860 con una de sus composiciones

literarias. Fue un alumno brillante, casi un pro-

digio según los anales de su universidad, y tenía

todas las cualidades necesarias para gozar de

una vida social intensa: divertido, muy buen

conversador, con una disposición hasta excesi-

va a ser amigo de quien se dejara seducir. Sin

embargo, su vocación religiosa —enamorada

extrañamente de la carnalidad de la penitencia—

no hallaba acomodo en la iglesia anglicana que

le hubiera garantizado un nicho permanente en la

academia y una relación fructífera y positiva con

sus padres. A lo mucho habría habido una esci-

sión muy manejable, por un lado, entre el angli-

canismo más severo (High Church) y el más

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8•

abierto (Broad Church)1 y, por el otro, entre la

pintura o la poesía. Pero la devoción de Hopkins

era concentrada, unívoca, y lo llevó a cometer

la herejía de buscar un sitio en la iglesia católica.

Durante los primeros meses de 1866 comenzó a

cultivar la posibilidad de la conversión, sin de-

cirles nada a sus padres. En julio (la noche del

17 o el 18, como se lee en una entrada de su

Diario, recién iniciado) tomó la resolución y, en

agosto, se puso en contacto con el cardenal

Newman, católico desde 1845 y presencia fun-

damental y poderosa en Oxford. En una carta

(incluida en esta selección), le confesó que an-

siaba convertirse al catolicismo y que por ello

le urgía una cita con él. Newman no consideró

que hubiera el menor obstáculo, aunque por el

bien de las convenciones y quizá para poner a

prueba su convicción, intentó disuadirlo. Hop-

kins no tuvo titubeos, salvo en cuanto a la dis-

1 La High Church era anglocatólica, tendencia revivida por John Henry Newman, E. B. Pusey, John keble y otros miembros del Oxford Movement, conocidos también como tractarianos por la serie de noventa folletos que escribieron entre 1833 y 1841: Tracts For The Times. Sólo Newman se convirtió al catolicismo. La Broad Church era de tendencia liberal y latitudinarista; admitía una gran libertad filosófica y teológica.

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9•

creción. Al cabo de varias semanas de arduas

tribulaciones acerca de a quién decírselo y a

quién no, logró que Newman lo recibiera en la

iglesia católica el 21 de octubre, y que el 4 de

noviembre se celebrara su confirmación.

Para entonces sus padres ya se habían ente-

rado por carta, no en persona, y no les quedó

más que aceptar la derrota. Hopkins fue impla-

cable y no dejó abierto un solo resquicio senti-

mental. Aceptó terminar sus estudios en Oxford

y, para 1867, la situación con su familia había

vuelto a ser la de costumbre. Sus padres, a fin

de cuentas, fueron tolerantes. Si hubo resque-

mores, estos vinieron de parte de Hopkins, que

casi esperaba una reacción iracunda de su fami-

lia. Llegó incluso a prometerles a sus padres que

no trataría de convertir a sus hermanos, cuando,

según la biografía de robert Bernard Martin,

nadie había sugerido que eso pudiera ocurrir. Su

actitud fue siempre defensiva, como si sólo así

pudiera perpetuarse su rebeldía. Sin duda, a su

familia, sobre todo a su padre, le resultó casi

insultante la conversión, pero habría sido mucho

peor que Hopkins sencillamente abandonara el

refugio de cualquier dios; en el catolicismo al

menos habría una ruta de salvación, aunque

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10•

fuera tortuosa y poco inglesa. Ante tal ecuani-

midad, Hopkins no tuvo otra opción salvo la de

volver a su rutina académica: era ahora un cató-

lico, nada más.

Hubo todavía dos decisiones dramáticas.

Una atañó a la literatura: la “matanza de los

inocentes”, según sus propias palabras. El 11 de

mayo de 1868, Hopkins quemó todo lo que había

escrito hasta la fecha (no era mucho y no era lo

mejor). Lo hizo sin que nadie se lo pidiera, como

una demostración más de su sacrificio, un tribu-

to a su conversión reciente. La otra fue igual-

mente radical. El 20 de mayo se reunió con un

miembro de la Compañía de Jesús para hablar

acerca de su incorporación a esa orden. En el

otoño le llegó la carta donde se le concedía

el permiso y, en septiembre, luego de un viaje

aún secular a Suiza, se encaminó hacia Manresa

House, en roehampton, para unirse a los jesui-

tas. Tenía 24 años.

A partir de ese momento crucial su vida dejó

de pertenecerle. Hopkins comenzó a desplazar-

se de un sitio a otro, como profesor o como cura,

dependiendo de las instrucciones irrevocables de

sus superiores, que apreciaban a Hopkins pero

eran conscientes también de su personalidad un

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11•

tanto excéntrica y de sus pocas dotes para la

enseñanza y la misa. Su imaginación era dema-

siado literaria y su estilo barroco no hacía más

que confundir a sus alumnos y a los feligreses.

En varias ocasiones, Hopkins provocó la hilari-

dad involuntaria de su público al proponer

analogías entre las Escrituras y el comporta-

miento sexual de los animales; en otras, sus

sermones se urdían tan intrincadamente que la

gente le perdía el hilo a su fe. En las clases los

estudiantes se burlaban de él o se distraían,

aburridos. Fue un destino atribulado; quizá para

Hopkins constituyó la trama de un martirio

modesto y cotidiano: el de llevarse la contra. Así,

con la humillación a flor de piel, propiciaba la

cercanía con su Dios. La torpeza, además, podía

darle cierto aire de santidad, de indefensión.

Las mudanzas fueron constantes. El 8 de

septiembre de 1870 Hopkins tomó sus primeros

votos en Manresa House y partió hacia Stony-

hurst, en Lancashire, donde estuvo hasta agosto

de 1874, cuando la Compañía lo envió a St. Be-

uno, en Gales, para que continuara con sus es-

tudios de teología. En 1877 se fue a St. Mary’s

College, en Chesterfield; en noviembre de 1878,

a St. Aloysius, en Oxford; en octubre de 1879, a

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12•

St. Joseph, cerca de Manchester; en diciembre

de 1879, a St. Francis Xavier, en Liverpool; en

agosto de 1881, a St. Joseph, ahora en Glasgow,

Escocia; en septiembre del mismo año, de vuel-

ta a Manresa, donde tomó sus últimos votos el

15 de agosto de 1881; el 22 de agosto otra vez a

Stonyhurst y, finalmente, en 1884, al University

College, en Dublín, irlanda.

A lo largo de estos periplos, hubo etapas

afortunadas, casi dichosas, en las que Hopkins

logró retomar la pasión literaria sin la culpa de

estar traicionando la lealtad con los jesuitas. Una

sucedió durante la estancia inicial en Stonyhurst;

ahí Hopkins le dio estructura a sus dos concep-

tos más importantes y originales: el inscape y el

instress. Ambos son difíciles de traducir y posi-

bles porque el idioma inglés facilita esas com-

binaciones. En términos muy generales (y

estáticos) el inscape sería algo semejante a un

paisaje interior y el instress, a una pulsión inte-

rior. Hopkins los emplea como sustantivos,

verbos o adjetivos; son los métodos que cons-

truyó para indagar en cada cosa del mundo y

recrearla gracias al impulso que difunde el

contenido de esa interioridad. El escrutinio

descriptivo y minucioso jala las esencias hacia

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13•

la superficie y las propaga sin intermediarios; el

asunto es todo menos abstracto y precisamente

por eso, por su inmanencia, representó un esco-

llo teológico para Hopkins: si la materia indivi-

dual puede percibirse directamente, tal atención

a lo específico lo desvía a uno del camino espi-

ritual y canónico. El amor obsesivo por la natu-

raleza corre el riesgo de entrometerse en el amor

por Dios. Hopkins pudo vencer el obstáculo a

partir de su lectura de Duns Escoto, que le sirvió

para argumentar que las visiones no eran suyas,

sino encarnaciones divinas, símbolos de Dios.

Según Escoto, “nuestro conocimiento empieza

sensorialmente”, en el ser de cada ser. A Dios se

le conoce en esta vida a través de las ideas que

se derivan de las criaturas; si no hubiera seme-

janza con Dios sería imposible comparar su

perfección con la imperfección terrenal. Al

proponer que las criaturas son efectos de Dios,

la mente humana puede formular conceptos que

facilitan la trascendencia. Duns Escoto repre-

sentó, para Hopkins, un antecedente escolástico

del inscape y del instress. y eso lo autorizó para

persistir en sus pesquisas.

Se podrían barajar múltiples definiciones del

paisaje interior y de la pulsión interior sin dar

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nunca en el blanco. Lo idóneo es ver cómo Hop-

kins los puso en práctica en su diario (y, poste-

riormente, en sus poemas). En la entrada de

febrero de 1870, afirmó lo siguiente acerca del

paisaje interior: “no tengo otra palabra para

aquello que llama a la mirada o a la mente con

mano decidida o claro esbozo o en rasgos mar-

cados o en una escritura gráfica…” Durante sus

caminatas frecuentes iba anotando esa ciencia

auditiva del ser; le era tan fundamental que cuan-

do quería lastimarse con un castigo, sus ojos se

convertían en las víctimas: caminaba viendo

hacia abajo, sin atestiguar absolutamente nada,

lo cual equivalía a extraviar su conciencia verbal

del mundo. En el silencio se desvanecía incluso

la causa primera; había que escribir nueva mente

para que Dios retomara su proximidad habitual.

En St. Beuno, Gales, se marcó otro hito, otra

etapa feliz (tal vez la última): Hopkins encontró

el pretexto idóneo para volver a escribir poesía.

El 7 de diciembre de 1875 sucedió la catástrofe

del Deutschland, donde viajaban cinco monjas

alemanas que huían de las leyes anticatólicas

de Bismarck. La nave, desorientada por una

tormenta feroz, chocó contra un banco de

arena en una embocadura del Támesis. Entre

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15•

los sesenta pasajeros que murieron estaban las

cinco monjas. El naufragio se discutió en St.

Beuno y Hopkins le confesó a su rector cuánto

lo había afectado. La respuesta del rector fue

sorprendente: alguien debía escribir al respecto.

Hopkins aceptó la invitación de inmediato y

compuso un poema verdaderamente excepcio-

nal, que ejemplificaba a un grado superlativo los

procedimientos de su poética: El naufragio del

Deutschland.2

Al rector lo inquietó la oda de 280 versos:

para él y sus colegas era incomprensible. Luego

de dos o tres meses de postergaciones, se le

comunicó a Hopkins que no se podría publicar.

Hopkins no protestó e interpretó el episodio

como una licencia tácita para hacer lo que mejor

hacía: poemas. Salió a la luz entonces otro de

sus inventos, el sprung rythm (“ritmo cortado”)

con el cual había escrito El naufragio… y que

emplearía en adelante en todos sus poemas. Se

trataba, explicó Hopkins en una carta a Dixon

2 Salvador Elizondo tradujo el poema en 1977. Se publicó en la revista Vuelta en ese mismo año. En 2008 Libros del Umbral lo reeditó en versión bilingüe. Asimismo, Juan Tovar tradujo una selección de poemas de Hopkins para la colección Material de Lectura de la unaM (número 26).

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16•

el 5 de octubre de 1878 (incluida aquí), de escan-

dir por medio de acentos sin reparar en el nú-

mero de sílabas, “de modo que un pie puede ser

una sílaba fuerte o… muchas débiles y una

fuerte”. La claridad de la técnica no se reflejó en

los poemas, que manifestaban una inspiración

absoluta y transformadora, exactamente lo

opuesto de la estética parnasiana que Hopkins

criticó en una de sus cartas a Baillie (la primera

de esta selección). Cada poema debía ser im-

prescindible, algo que nacía “de un estado de

agudeza mental grande, de hecho anormal, ya

sea enérgica o bien receptiva”. Los artefactos

literarios podían ser admirables, pero en realidad

eran apenas motivos de oratoria. Eso a Hopkins

le parecía redundante: añadirle lenguaje al len-

guaje.

Después de Gales se terminaron las épocas

luminosas. Hopkins cumplió al pie de la letra

con las obligaciones de la Compañía, pero su

letargo iba en aumento, como si comenzara a

hartarse del limbo monacal, separado de lo

mundano y de Dios. En enero de 1884 recibió la

invitación (o mandato) para irse a irlanda. ima-

ginó que sería el principio de un periodo más

glorioso, al menos con una carga mayor de pri-

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17•

vilegios y reconocimientos. Pero no fue así. En

Dublín se topó con su propia soledad intransi-

gente y no consiguió derribar ese muro. Al me-

nos eso cuenta la leyenda oficial. Si hubo alegría,

se habrá ocultado en los detalles: las cartas y los

poemas. Entre 1885 y 1889 escribió los “Sonetos

terribles” que, de acuerdo con sus exégetas, son

su obra máxima. Demuestran, en todo caso, la

mística oscura, doliente, encarnada que le co-

rresponde al devoto que ya ha resuelto de ma-

nera definitiva y mortal unirse con Dios. En mayo

de 1889, Hopkins le escribió a su madre acerca

del padecimiento que lo había aquejado: “algún

tipo de tifoidea”, ni severa ni preocupante. El 5

de junio se puso tan grave que sus superiores le

sugirieron que convenía llamar a sus padres. El

8 de junio murió cerca de la una y media de la

tarde. Tenía 45 años. Sus últimas palabras fue-

ron: “Soy tan feliz, soy tan feliz”.

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18•

2

Los diarios y las cartas de Hopkins son el testi-

monio de sus visiones y de la incertidumbre que

le provocaron: por qué le era dable penetrar tan

a fondo en la naturaleza con palabras si Dios era

una luminosidad muda. Las páginas llenas de

letras contradecían las intenciones de consagrar-

se a la quietud. Lo cual no angustiaba en lo más

mínimo a sus tres interlocutores principales,

A. W. M. Baillie, robert Bridges y r. W. Dixon.

Ninguno era católico; todos eran poetas o aspi-

rantes a poetas y lectores. Con ellos Hopkins

podía desenvolverse a sus anchas dentro del

terreno ligeramente más laico de la poesía. En

cierta forma, su diario lo escribió con esas mi-

radas por encima del hombro.

A robert Bridges le debemos que exista la

obra de Hopkins, quien le envió sabiamente cada

una de sus creaciones. Bridges, además, se sobre-

puso a su propio gusto. Cuando preparó El nau-

fragio del Deutschland para que se publicara, casi

medio siglo después de su escritura, le comentó a

la hermana de Hopkins que el poema lucía mucho

mejor impreso, “pero cuánto habría preferido yo

que esas monjas se quedaran en casa”.

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19•

Las discusiones en torno a Hopkins suelen

enconarse con lo que él mismo resolvió hacer

con su vida y en todas hay un elemento de incre-

dulidad: Hopkins no era un verdadero católico,

sino un homosexual que eligió el catolicismo

para darle rienda suelta y sensual a su amor

acendrado por lo masculino; Hopkins no era un

cura convencido, sino un poeta que no quiso

enfrentarse a la crudeza del gremio literario ni

al trabajo; Hopkins no era un verdadero poeta,

sino un demente que confundió la poesía con el

ruido y remató el disparate hablando solo. Sea

como sea, el suyo será siempre un caso único y

su obra tendrá siempre una contemporaneidad

paradójicamente eterna, como si cada lector la

descubriera por primera vez no sólo en términos

personales, sino para la literatura misma. Eso le

otorga un lugar extraño, hasta incómodo: al final

del tiempo y, extremando la cuerda, al final de

la poesía. Sus innovaciones poéticas, tan singu-

lares, difícilmente generan una zona de influen-

cia que no desemboque en la mera imitación.

Según uno de sus detractores más célebres, T. S.

Eliot, son estrechas y carecen de “inevitabilidad;

es decir, resultan ser a veces puramente verbales,

pues un poema entero nos dará más de lo mismo,

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20•

una acumulación, en vez del desarrollo real de

alguna emoción o pensamiento.” Para Eliot una

literatura que no establece compromisos públi-

cos —el de la simple legibilidad, por ejemplo—

no puede trascender la frontera del experimento

íntimo: lo que no se entiende, al cabo, no genera

una tradición y, sin eso, lo que existe en el libro

se quedará encerrado en el libro, leyéndose a sí

mismo.

Pero Eliot no tomó en cuenta la resonancia

incesante y sobrecogedora de ese solipsismo:

una superficie que funciona como si fuera un

bajorrelieve en movimiento continuo y a veces

hasta alucinatorio. Las palabras se rozan, se

friccionan, se soban, sacan chispas o provocan

fuego, para sí mismas y para uno cuando los ojos

se acostumbran a no descifrar. La clave está en

la percepción que intentó alterar Hopkins: trasla-

dar lo que ocurría en el lenguaje a la realidad or-

dinaria para que uno contemplara cada rasgo de

la naturaleza como una anunciación instantá-

nea y sonora. El anuncio, como sabemos, sería

teológico; no de un dios panteísta sino simultá-

neo. Las palabras revelarían el vínculo divino

con la creación, y el vínculo sería la consecuen-

cia de una poética. En este sentido, Hopkins

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21•

vuelve a ser único. Normalmente, las poéticas

son un género aparte, a veces incluso una forma

de literatura fantástica; de ellas no se deduce un

poema. Pero en Hopkins sucede lo contrario:

sus teorías acerca de la poesía son instrumentos

para concebir esos poemas. Hopkins supuso, con

generosidad, que lo suyo no eran aptitudes sub-

jetivas, sino hechos objetivos y que, si uno apren-

día a vislumbrarlos y dominarlos, escribiría de

ese modo: de adentro para fuera. Por desgracia,

no sucede así. La trasmisión sólo nos conduce

a lo que transmite, como un espejo encima de

otro espejo. Sin embargo, y por fortuna, están

los textos, por más que Hopkins tratara de bo-

rrarlos una y otra vez. La vanidad o la necesidad

ideó una escapatoria y nos dejó un legado denso,

complejo, de la intromisión sólo verbal en zonas

que, por ortodoxia religiosa, deben ser inefables.

y ése, justamente, fue el milagro.

Tedi López Mills

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23•

nota Del eDitor

Todos los textos recogidos en este volumen

proceden de: Poems and Prose of Gerard Man-

ley Hopkins. Selección, introducción y notas de

W. H. Gardner. Penguin Books, inglaterra, 1953,

27a. reimpresión, 1987. Salvo si se indica otra

cosa, las notas de esta edición son adaptaciones

de las notas de la edición inglesa.

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25•

FraGMentos Del Diario

1866

2 de mayo. Llegamos a estos alojamientos, Addis1

y yo, al comienzo del periodo: el 18 de New inn

Hall Street.

Clima frío y desapacible, las hojas de los

castaños fláccidas, cubiertas de rocío. Hoy hace

sol. Las golondrinas juguetean sobre las prade-

ras de Christ Church, con su vuelo ondulante, o

planean mostrando sus vientres blancos. Chelo-

nes. Aguzanieves amarillos. Casi puede oírse el

aletear de las golondrinas.

Daré clases en este periodo con W. H. Pater.

Caminé con él en la tarde del último lunes, 30

de abril. Atardecer grato, muy frío. “Neología2 de

cara severa en toga y birrete”: ni toga ni birrete,

pero muy severa. Esa misma tarde se reunió el

1 William Eduard Addis (1844-1917), catedrático en la Uni-versidad de Oxford (Balliol College) y uno de los mejores amigos de Hopkins. Se convirtió al catolicismo en 1872 y volvió al anglicanismo en 1901.

2 En la jerga de la época, el término se refería a los racio-nalistas o incrédulos (n. del e.).

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26•

Hexameron: 3 Addis leyó acerca de los francis-

canos: risas. Durante todo el día siguiente pensé

en la terrible historia de fray Dolcino. El mismo

día, según creo, Case en una las canchas de

cricket vio a tres estudiantes de Christ Church

riéndose a carcajadas de una rata con el espina-

zo roto, un espectáculo horrible, contra la que

azuzaban a un perro. Case ahuyentó de un pun-

tapié al perro, mató a la rata con el tacón y dis-

persó al grupo de canallas. Me pregunto qué

debería decirse sobre los efectos de la cruel-

dad contra los animales, los deportes crueles,

etcétera.

Unas chiquillas cantaban ayer acerca

de la llegada de la primavera:

Violante

En la alacena

royendo un hueso de cordero,

Cómo lo roía,

Cómo lo agarraba,

Cuando sola se creía.

3 Hopkins, al igual que Addis, era miembro de la High Church Hexameron Society, grupo de estudio y de discu-sión (n. del e.).

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27•

Leí las Reliquiae de Maurice de Guérin, gozán-

dolas pero sin conocimiento suficiente del

francés. En esta semana se presentó una moción

formal en defensa de los fenianos en la Sociedad

de Debates de Balliol. Vagabundeé ese día por

South Hinksey con tristes y deprimentes escrú-

pulos, un día casi tan triste como el que más.

v

3 de mayo. Mañana desapacible y húmeda, tarde

agradable. Caminé con Addis, cruzando Bablock

Hythe, rodeando Skinner’s Weir a través de

muchos campos hasta llegar a Witney road. El

cielo era de un azul perezoso, sin liquidez. Des-

de Cumnor Hill vi la espira de St. Philip y las

otras espiras a través de una bruma azul que se

alzaba pálida bajo una luz rosada. Del otro lado

de las colinas del camino de Witney, recién cu-

biertas de grano o de otros cultivos verdes, limi-

tadas aquí y allá por sus descensos y oleadas, y

diferenciados sus verdes por la brillantez y la

opacidad, con un efecto delicado. A la izquierda,

la cresta de la colina cercana deslumbraba con

brillantísimas tierras recién removidas y una

franja de vívido verde que se alejaba inclinándo-

se más allá del horizonte, contra la cual las nubes

mostraban el más tenue matiz de rosa o de

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28•

púrpura. Maleza gris-roja o gris-amarilla: sus

matices anunciaban inmediatamente la plena

apertura de las hojas. Las praderas que bordean

el camino de Seven-bridge son de un verde vo-

luptuoso. Algunos robles tienen todos sus reto-

ños. Los fresnos aún no florecen, sólo están

remontados con vellos en los bordes. Los setos

muestran toda su riqueza primaveral. Los olmos

con sus retoños, con mayor o menor opacidad.

Los álamos blancos hermosísimos con sus mi-

núsculas hojas grises, como rocío. Las prímulas

colorean caprichosamente las praderas con to-

nos color crema. Campanillas y orquídeas color

púrpura. Sobre el agua verde del río más allá de

los suburbios de la ciudad y bajo los puentes

vuelan golondrinas de azul y púrpura mostrando

su pecho con tonos de ámbar, reflejadas en el

agua, irregular su vuelo con sus veloces alas,

inclinándose primero hacia un lado y luego hacia

el otro. Avefrías en vuelo. Hacia el crepúsculo el

cielo en parte oscuro, como ocurre a menudo,

con blancas nubes de lluvia desvaneciéndose, a

través de las cuales pueden verse fragmentos de

nubes algodonosas, gris-negras. El sol parecía

perforar un agujero brillante y líquido, y su tex-

tura ascendía hacia el norte desde el oeste,

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29•

marcado suavemente en gris. Eritronios. Tras la

puesta de sol, hacia el este, hileras de nubes se

elevan en voluminosos grupos suavemente mol-

deados en penachos o puñados de nieve —así

parece—, un tanto elaborados, de color de rosa.

Se notan apenas unos aros de oro a menudo

imperfectos. Manzanos y otros árboles frutales

florecían bellamente. Addis me cuenta toda la

historia de sus asuntos domésticos. Su idea era

(cuando fue allá hace tres años y durante todas

las vacaciones estuvo preparándose para la

confesión) que siete años era un periodo mode-

rado durante el cual ayunar dentro de los límites

de la vida y abstenerse de toda comunicación.

Al no permitírsele leer, daba largos paseos, y

debió de ser durante uno de ellos cuando sufrió

un desmayo, como una vez me contó…

v

6 de mayo. Día gris. Hace poco, en un día muy

parecido, vi los jardines de Trinity. Mucha clari-

dad, encanto y poder de sugestión en la mezcla

de cielo blanco-gris, césped sólido y terso, abe-

tos y tejos, árboles sombríos, abajo, y castaños

y otros árboles de corteza clara, arriba, el verde

tierno tiene un tono fresco y húmedo, opaco, y

en todo ello hay una ausencia de proyección

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y aprehensión del color. En un día similar, tam-

bién el viernes de la semana pasada, di un paseo

en bote hasta Godstow, en compañía de H.

Dugmore, pero la cálida grisura del día, el río, el

verde primaveral y el cuclillo pedían un canon

con el cual armonizar y redondearlo todo… por

ejemplo, uno de sentimiento.

v

17 de julio… Creo que fue esta noche, pero tal

vez la siguiente, cuando vi con toda claridad la

imposibilidad de continuar en la iglesia de in-

glaterra, pero decidí no decir nada a nadie hasta

que pasen tres meses, o sea el fin de las vacacio-

nes largas, y entonces, desde luego, no dar nin-

gún paso hasta después de graduarme.

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