Para todo lo que quieres vivir La Playa de...

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Pueblos Patrimonio de Colombia

Para todo lo que quieres vivir...

Este hermoso pueblo, refugio de viajeros, guarda en sus jardines pétreos la fascinación de un tesoro por descubrir.

Esta inmensidad se percibe en los sentimien-tos de respeto y cariño de sus habitantes con su terruño y con los visitantes, en el cuidado que profesan con las casas y las calles, en la oferta gastronómica, en su especial clima

templado y en su Área Natural Única de Los Estoraques. Esta Playa –que no tiene mar, ni peces que pescar–

tiene el encanto de la brisa de la tarde, pisos arenosos, paisajes multicolores, bellos amaneceres, coquetos atar-deceres, evocadoras noches, espíritus llenos de fe y devoción, es, además, un remanso de paz.

Este rinconcito de Colombia, ubicado a 40 minutos de Ocaña, fue el pueblo que nos cobijó con su magia y nos convenció de que Colombia es una inmensa galería por descubrir.

Un jardín en el cieloLlegar a La Playa de Belén fue algo mágico. Con mi

compañero de viaje comentamos que de todos los luga-res que habíamos conocido ninguno poseía un marco como el que contemplamos en su entorno: el zigzag de la angosta carretera, las altas y diversas formacio-nes geológicas que se erigen altivas, el manto verde de sembrados y cultivos y ya en su corazón –el casco urba-no– la uniformidad de viviendas de un piso, hechas de tapia pisada, teja en barro, materas de arcilla –adornadas

con flores multicolores que cuelgan de las fachadas de todas las construcciones–, paredes blancas, puertas y ventanas de color marrón, zócalos de rojo intenso y acicaladas calles.

Un poblado pequeño pero grande en cuidado y en sentimientos de cariño y respeto de sus habitantes por conservar cada una de sus construcciones como una ta-cita de plata y ofrecer a los visitantes un lugar apacible que parece detenido en el tiempo.

Recorrer sus sosegadas calles principales –la del me-dio, la de Belén y San Diego, o del comercio– significó devolvernos al pasado e imaginar un pueblo campesino, que empezaba a forjarse luego del grito de Independen-cia nacional. Un pueblo que comenzaba a nacer y que hoy mantiene su espíritu noble.

En sus viviendas fue fácil enamorarse de los delica-dos pétalos de las orquídeas de las especies de cactus y flores multicolores de sus patios; fue conmovedor caminar por sus zaguanes –casi siempre adornados con viejos aparatos, como radios y cámaras fotográficas–, observar fotografías que, en tonos sepia, resaltan sobre sus paredes –imágenes que atesoran recuerdos de un pasado que aún añoran– conocer sus amplias habita-ciones –de las que ya no disfrutamos en las ciudades– y emocionarse al ver las sombras que se proyectaban bajo sus aleros, hechos en caña brava.

Un pequeño gigante Como un pequeño gigante, así emerge La Playa de Belén, un pueblo patrimonio en Norte de Santander considerado, desde hace algunos años, como el más bonito del departa-mento. Un poblado pequeño en extensión, población, en su trazado urbano, pero gigante en belleza, riqueza natural, pulcritud, y amabilidad.

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El epicentro de la actividad municipal es el parque Ángel Cortés, que debe su nombre al sacerdote que promovió que el pueblo fuera cabecera municipal.

Este espacio, punto de encuentro de lugareños, cuyos pisos se encuentran cubiertos por tableta de barro, y adornado con árboles frondosos, sillas en hierro forjado y madera, fue el lugar donde conversa-mos con los playeros (el gentilicio que los identifica) y donde nos contaron la leyenda de que por la calles del pueblo aparecían brujas como grandes aves negras y hacían daños en los hogares, y en otras ocasiones se manifestaban como espíritus burlones, ante lo cual los asustados parroquianos gritaban: “mañana venís por sal”, para espantarlas.

El parque fue, además, el lugar donde detallamos que los nacidos en La Playa poseen características físicas particulares: ojos claros, tez blanca y facciones finas, en lo que, según nos contó Álvaro Claro del Centro de His-toria de La Playa es probable que algo haya tenido que ver Íñigo de Vascuña, un español, capitán de la guardia de Ambrosio Alfínger, quien fue el primer blanco que pisó tierras de Norte de Santander.

A solo unos pasos, sobre una de las esquinas, está la iglesia de San José, de paredes blancas, con dos bellas torres doradas que sobresalen desde cualquier ángulo del pueblo, fachada compuesta por tres portones y tres ventanas rematadas en forma de espiral, uno de los iconos de este rincón nortesantandereano.

Según la historia playera, anterior al templo actual se construyó una primera capilla –en la segunda mitad del siglo XIX– en honor a san José en el paraje de Llano Al-to, y a mediados del siglo XX se registró la iniciación de las obras del nuevo templo, a cargo del albañil José de la Cruz Pérez y del alfarero José de Jesús Páez. Este nuevo santuario obtuvo la bendición por el señor obispo fray Francisco Ángel Primo Simón y Ródenas y quedaron de manera formal san José y Nuestra Señora de las Merce-des como patronos de la población, siendo esta última una bella imagen traída desde Barcelona, España.

‘La Virgen María’ y ‘San José’, las campanas del tem-plo, se convirtieron en nuestro reloj durante la estadía en este pueblo patrimonio, ya que siempre señalaban, con exactitud, las horas en punto y las medias horas.

La Playa de Belén nos contagió su devoción y fe católica, y no hubo un día en que no acudiéramos fervorosamente a las ceremonias litúrgicas en esta conmovedora iglesia.

Sobre otra de las esquinas del parque visitamos la Alcaldía, una antigua casona que también conserva el estilo de vivienda de un piso, techo en teja de barro y paredes blancas, puerta amplia y ventanas arrodilladas.

Unos metros más abajo conocimos la Casa de la Cul-tura ‘Jesús Alonso Velásquez Claro’, en cuyo interior resaltaban las fotos de los sitios más representativos del municipio, desde aquí empezamos a vislumbrar la be-lleza de esos lugares que se convirtieron en referente de

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obligatoria visita: el Área Natural Única de los Estora-ques Los Aposentos, Los Pinos y Aspasica, entre otros.

Aquí también conocimos niños y jóvenes que a dia-rio acuden a aprender actividades artísticas y culturales como parte de un proyecto de aprovechamiento del tiempo libre, al cual asisten luego del horario escolar. Los más pequeños nos recibieron con un muro pintado por ellos, en el que estaban dibujadas sus manos de colores, con lo que comprobamos ese espíritu solidario y comunitario de los lugareños.

Sin duda, uno de los sitios que más nos impactó fue el cementerio, ubicado a un costado de la casa cural. En su portada, un arco blanco, rodeado de flores hermosas da la entrada a este particular camposanto que, como dijo hace unos años el padre Campo Elías Claro –una de las personas más recordadas en el pueblo– es único, “ya que no se desciende a la tumba, sino que se asciende”.

Y eso sí que lo entendimos al empezar a subir sus anchos y largos escalones, con algunas estaciones de-marcadas por cruces blancas y piedras sobre las cuales estaban escritos algunos pasajes bíblicos. Hicimos un improvisado vía crucis, bajo la sombra de los árboles y el abrazo de las flores que rodeaban nuestro camino.

Subimos hasta llegar a una pequeña planicie que, seguramente, sirve de sitio de descanso para los dolien-tes cuando llevan el féretro, pero también para hacer un alto y contemplar la belleza y la inmensidad de este entorno de colores rojizos de los techos en teja de barro, las perfectas líneas rectas del trazado, el dorado de las cúpulas del templo, las fachadas blancas de las casas y, al fondo, las formaciones que se levantan.

Luego de un corto descanso contemplativo segui-mos ascendiendo por esta cumbre que nos condujo a la meseta donde se encuentra el camposanto, en el que nos llamaron la atención unos montículos de tie-rra que sobresalían en medio de las tumbas. Pregunté, y Angélica Claro, nuestra anfitriona de la Secretaría de Cultura y Turismo, nos contó que existe la creencia de que cuando se enterraba al difunto y el montículo disminuía, se iba hundiendo, era indicativo de que la persona tenía sus pecados, contrario si se mantenía como al inicio, lo que significaba que había sido una mejor persona. Aquí verdaderamente sentimos que los difuntos descansan en paz.

Caminamos hasta la orilla, arropados por el vien-to, desde donde empezamos a divisar a lo lejos unas enormes columnas y formaciones líticas, que se erigen altivas, y que le dan un marco especial a este paisaje, el Área Natural Única de Los Estoraques, calificada así por el Sistema de Parques Naturales Nacionales por hacer

parte de una categoría especial de conservación, y ser poseedor de un paisaje natural único de formaciones geológicas y condiciones de flora y gea o tierra.

Guardianes milenarios“... Aquí las ruinas no están quietas:

el viento las modela. Por ejemplo lo que antes era escombro del palacio lo convirtió en estatua la erosión y lo que fue la sombra de la torre es ahora la sombra del chalán”.

Dice en uno de apartes el poema ‘Los Estoraques’ del poeta nortesantandereano Eduardo Cote Lamus, un texto que evoca la majestuosidad de estas forma-ciones que hacen parte de Los Estoraques, uno de los mayores orgullos de los playeros –y del país, diría yo– que recorrimos una mañana fresca y que nos em-brujaron con su hermosura.

DATOSDE INTERÉS

• La Playa de Belén fue fundado el 4 de diciembre de 1862.• Los Estoraques, con una extensión de 640 hectáreas, fueron declarados Área Natural Única en 1988. • Fue elegido el municipio más bello de Norte de Santander en 1996. • Desde diciembre de 1987 el pueblo pintó de blanco sus fachadas y de marrón sus puertas y ventanas. • Su centro histórico fue declarado Bien de Interés Cultural de carácter nacional en 2005.

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Empezamos nuestra caminata acompañados de guías de Parques Naturales Nacionales y de Angélica, quienes, mientras al darse cuenta de nuestro asombro, nos contaban que esta morfología obedece a los proce-sos naturales de la erosión causada por el agua y el vien-to, erosiones que a su vez permiten que la imaginación vuele y “observemos” figuras fantásticas.

Así llegamos por el angosto sendero al primer punto de observación llamado El Rey, o Trono del Rey, figu-ras de la corona y las facciones (¿tal vez imaginarias?) del soberano. Alrededor de esta, nuestra imaginación formó otras figuras: rostros, cuerpos humanos, como si la corte estuviera acompañando a su rey.

Nuestros guías acompañantes nos contaron que estas son concreciones ruinosas –con cerca de 30 o 40 mil años de antigüedad– que contienen hierro, zinc y

manganeso, minerales que son los que dan esos tonos amarillos, rojizos, grises a estas “esculturas”, colores que complementaron nuestra imaginación, pues gracias a estos “vimos” rostros, melenas, bigotes e inventamos personajes medievales.

Seguimos caminando por un sendero agreste, en medio de la vegetación que ha ido creciendo y convir-tiéndose en los pies y vestido de estos guardianes de La Playa de Belén. Yo no pude controlar la ansiedad y me atreví a tocar una de estas esculpidas torres. Con cuida-do palpé esa textura arenosa que me hizo sentir que a pesar de su tamaño, son altivas, pero frágiles.

En el segundo punto de observación estaban las figuras del caballo y la ardilla, las que al principio no identificamos rápidamente (lo que también tuvo su en-canto), por lo que fue necesario movernos y ubicarnos

Flor de la Gulupa

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en puntos específicos para detallarlas. Nuestra fantasía voló y empezamos a descubrir, en las columnas alrede-dor, otras figuras que nos hicieron pensar en que hasta podíamos armar un cuento. Osos, árboles, castillos y príncipes hicieron parte del repertorio.

En medio de nuestro recorrido, los expertos de Par-ques Naturales Nacionales nos explicaron que esta fue una zona de depósito aluvial, producto de la actividad de los ríos que pasaban e iban hacia el Catatumbo, y a medida que el agua se fue retirando se inició el proceso natural de formación de cárcavas, fosos o zanjas pro-ducto de la erosión hecha por el viento, el agua y por las condiciones específicas del suelo.

Seguimos el camino, perplejos, deleitando la mirada y el espíritu. Ensimismados, y a paso lento, continua-mos fotografiando (y guardando no solo en las me-morias de las cámaras sino en el corazón) este paisaje que, como lo expresó en algún momento de profunda

emoción una de nuestras acompañantes, “guardadas las proporciones, esta es otra Capadocia”, la histórica región turca de formaciones rocosas similares. Solo atinamos a suspirar. Evocamos las imágenes e hicimos silencio nuevamente.

Mientras tanto, los especialistas continuaban ha-blando sobre las bondades de esta área protegida –que cubre 640 hectáreas, de las cuales el 10% la conforman los Estoraques– ya que además de la belleza natural de estas esculturas talladas por la erosión, la zona es rica en biodiversidad, puesto que se han hallado especies de oso hormiguero, 11 especies de murciélagos, ardi-llas, zorros, gatos de monte, una especie de ave rapaz, un poco más pequeña que el águila, y la vegetación de arrayanes, mantequillos y rampachos, principalmente.

Hicimos un alto para observar la figura del indio pielroja que se eleva en medio de las crestas de las montañas. Parados sobre una de las orillas del camino

divagamos con las aventuras del indio y con el pico del águila, que también logramos identificar. Fue imposible no dejar volar la imaginación…

Por uno de los caminos irregulares en el corazón de estas formaciones geológicas disfrutamos la obra de arte que se presentó a lo lejos: columnas altas unidas a otras más pequeñas, unas que se elevaban solitarias en perfecta conjunción con el firmamento azul, las paredes en tonos rojizos y las colinas pardas de fondo. Solo nos despertó de este sueño real la voz de la guía cuando señaló las figuras del mandril y el dromedario sentado, cuyas siluetas se enmarcaron perfectas sobre el cielo y las nubes que se asomaron. Seguidamente, nos paramos en otro risco, para observar al que han llamado el muro de los lamentos, una enorme “pared”, de color grisáceo, que parecía no tener fondo desde donde la vimos. (Aquí, cada rincón y cada ubicación del observador cambian el panorama).

Desde otro ángulo vimos el cementerio de estora-ques, donde, según los expertos, estas formaciones

estancan su “ciclo de vida”, hasta llegar a caerse len-tamente, en un proceso natural que se da porque la humedad empieza a halar la arcilla.

Más adelante estaba solitario el cáliz o antorcha, co-mo la han bautizado algunos, una delgada columna que se eleva solitaria. Fue inevitable seguir construyendo historias inspirados en estas torres arcillosas.

Nos detuvimos un buen rato en una pequeña mese-ta, pintada de arcilla rojiza, cobijados por este paisaje único, mientras uno de los funcionarios de Parques Naturales Nacionales nos contaba leyendas de la tradi-ción oral, como la de un señor del pueblo –por supuesto de apellido Claro–, dueño de estas tierras y de quien se decía enterraba aquí sus tesoros. Al morir, un nieto su-yo compró uno de los terrenos pensando en encontrar el botín, pero escarbó y escarbó sin encontrar nada. Y dicen que, después llegó un lugareño que al ver un bulto alumbró y encontró una olla repleta de oro. Si bien nosotros no tuvimos la suerte de hallar otro tesoro, sí

"El hogar" fuente de calor, sabor y tradición playera.

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contamos con la fortuna de disfrutar de esta joya natural de todos los colombianos.

Fue fascinante ver emerger, en medio de estas co-lumnas arenosas, las cúpulas doradas de la iglesia que se asomaron en algunos puntos de observación.

Fuimos bajando hasta llegar al laberinto, el tercer punto de observación. Los pedestales altos, arcillosos y delgados de este espacio nos permitieron jugar a en-contrarnos en medio de estas encrucijadas.

En el paso de las ánimas, el cuarto punto de obser-vación, recordamos la leyenda que dice que el día más temido por los niños era el de las ánimas del purgatorio. A la medianoche, el sepulturero del pueblo golpeaba con los nudos de sus dedos en las ventanas de cada ho-gar y a continuación exclamaba con voz de ultratumba: “Alerta, alerta, alerta, que la muerte está en la puerta. Un Padre Nuestro y un Ave María, por las benditas áni-mas del Purgatorio”. Los niños temblaban, aferrados al regazo de sus padres, mientras estos oraban con res-peto: “Gloria al Padre, gloria al hijo y gloria al Espíritu Santo”, contestaba el sepulturero y seguía su recorrido.

Por el sendero, en medio de la vegetación donde apa-recieron bellas orquídeas blancas y se asomaron cam-pantes cactus, llegamos hasta, ‘La cueva de la gringa’, un lugar dedicado a Louis Phillips Reed, una ingeniera forestal que estuvo en la década de los setenta del siglo XX e hizo el estudio preliminar para que el lugar fuera, posteriormente, declarado como área natural única. Se dice que ella dejó un documento en el que indica el plan de manejo de lo que, para ella, era la conservación del área y que vivió aquí arrullada por estas columnas. Al ingresar al interior de la cueva nuestra voz cambió, pues sentimos el eco que se repetía susurrante con cada palabra que pronunciábamos.

Posteriormente arribamos a ‘La cueva del amor’ que, según la leyenda, era el lugar donde se realizaban matrimonios, pero para que ello se llevara a cabo, la mujer debía cumplir un ritual que consistía en pasar en medio de un par de delgadas paredes. Si lograba hacerlo significaba que era virgen y podía contraer nupcias… creencias son creencias…

De allí bajamos por las ‘gradas del ermitaño’, unos escalones, construidos no por la naturaleza sino por el hombre, que nos llevaron hasta el tramo final. (Hu-bo quienes dijeron que el ermitaño existió y tuvo sus “cuentos” con ‘la gringa’). Al bajar el último peldaño nos saludaron un par de extranjeros, un inglés y una suiza, que venían recorriendo Suramérica y que, fascinados ante esta belleza, dijeron no haber visto algo similar en su recorrido.

Finalizamos nuestra reconfortante caminata, levan-tando la mirada al cielo para ver la figura de ‘El inmor-tal’, una enorme torre que han llamado así porque a pesar de tener unas fisuras notorias, se ha mantenido en pie a lo largo de los años.

Nos despedimos de Los Estoraques, no sin antes indagar sobre el origen de su nombre. Según nos con-taron viene de un árbol nativo, del mismo nombre, de hojas con cinco puntas que, con el paso del tiempo, adquiere los colores, amarillo, rojo y morado. Ahora está extinto en este lugar pero se espera que vuelva a florecer luego de que el Centro de Historia llevara al municipio plantas germinadas en Cúcuta.

Recargados por la energía de estas columnas, torres y formaciones, labradas por la erosión, regresamos a nuestro hotel para descansar en medio de la placidez de este pueblo patrimonio de Colombia, para continuar, al día siguiente, explorando otros encantos de La Playa de Belén.

Parajes mágicos En la mañana emprendimos la travesía por otros

parajes naturales que elevaron nuestro espíritu. En la vereda El Tunal, a un kilómetro del casco urbano, llega-mos a Los Aposentos, otra zona mágica con caracterís-ticas similares a Los Estoraques. Para ingresar allí fue necesario caminar unos cuantos metros por un sendero arenoso que nos hizo recordar por qué el nombre del municipio: La Playa.

“Este lugar es sagrado, entra como peregrino”, fue la frase que leímos sobre un aviso de madera, y que nos dio la bienvenida a este recinto. Y así lo hicimos, con un profundo respeto, en silencio y persignándonos ante la imagen de la Virgen de Belén que se encuentra a la entrada.

Nuestras miradas siguieron las siluetas de estas co-lumnas hasta elevarse hacia el cielo, momento en que los tonos amarillos y cobrizos de sus paredes brillaron con mayor intensidad bajo la luz del Sol, el azul del fir-mamento y una que otra nube blanca que asomó.

Seguimos recorriendo lentamente este apacible lu-gar, creado por los caprichos de la naturaleza, donde nuestra imaginación volvió a volar. Figuras de fantas-mas, rostros, castillos, murallas, guerreros, aves y hasta sonrisas dibujadas sobre las arcillosas paredes aparecie-ron constantemente.

Nos “perdimos” en medio de las singulares cuevas, abiertas en su parte superior, de tonos rojizos, textura arenosa que formaban laberintos y aposentos de gran belleza paisajística. Sin duda, un lugar irrepetible.

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Si hay algo especial en La Playa de Belén son los lugares para el descanso. Otro de los que visitamos fue Los Pinos, un plácido espacio natural, ubicado sobre otra meseta, que como su nombre lo indica está conformado por cientos de pinos que, sembrados en línea, se han convertido en favoritos de los lugareños, especialmente de jóvenes que buscan un sitio para la lectura y la reflexión.

Caminar sobre ese tapete formado por las ramas que caen oler el aroma de las ramas y cortezas, sentir la brisa tibia y ver a lo lejos nuevamente esas formida-bles formaciones geológicas fue una experiencia que nos emocionó.

Nuestro recorrido continuó por una finca agrotu-rística que ofrece una alternativa para los viajeros que buscan un espacio diferente para hospedarse, sentir y convivir con la naturaleza.

En este sosegado lugar nos recibieron dos jóvenes comprometidos con este proyecto que combina el des-canso con las actividades propias de una finca. Aquí pudimos darles de comer a las gallinas el maíz que se siembra en la misma finca; adentrarnos en la huerta para probar algunos de los alimentos orgánicos que se cultivan, como lechuga y repollo; y compartir con los

campesinos las labores del cultivo de tomate, limón, aguacate y gulupa, la fruta reina de la localidad.

Con el cultivo, y el sabor, de la gulupa quedamos fascinados. Según nos contaron nuestros anfitriones esta delicia es una fruta muy apetecida especialmente en Europa –donde preparan cocteles con esta–, sub-especie de las pasifloras, junto al maracuyá, llamada también la fruta de la pasión, calificativo que recibe, según versiones, porque se le considera un afrodisíaco y también, porque su flor, llamada “corona de Cristo”, pareciera contener la cruz, corona, espinas, clavos que se usaron en la crucifixión o pasión de Cristo.

Allí almorzamos en medio del canto de los gallos, el trinar de las aves, el olor de los cultivos, el aroma de café, la verde vegetación y la sonrisa amable de estos jóvenes emprendedores.

Después de disfrutar de esta experiencia, salimos rumbo al cerro de la Santa Cruz, una colina en cerca-nías del casco urbano, adecuada como mirador, desde la cual observamos una de las mejores panorámicas del pueblo. Subimos por un sendero agreste bordeado por un arco iris de flores, escalones de tierra arenosa y las gotas de la lluvia que empezaron a caer. Al llegar a la cúspide, nos santiguamos frente a la cruz blanca

"El inmortal" se alza al cielo sobre el inmenso azul de la Playa de Belén.

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(que por las noches es el punto más iluminado del pue-blo) y nos sentamos a disfrutar la caricia de la brisa.

La paz que sentimos nos hizo reflexionar sobre la situación en Colombia, y tuvimos una interesante y esperanzadora charla sobre el tema. Luego de ello, dor-mimos un rato sobre el césped hasta que nuevamente las gotas de lluvia volvieron a caer, esta vez, más fuertes.

Bajamos al centro del pueblo, que a esa hora empe-zaba a iluminarse con la luz de los faroles, y caminamos un rato por sus evocadoras calles hasta que llegamos nuevamente a nuestro hospedaje a seguir descansando…

La Playa desde el aire y el fuegoEl nuevo día en La Playa llegó con renovadas emocio-

nes. Fuimos al parque Natural Yaraguá, donde funciona el cable vuelo, una atracción para los amantes de los de-portes extremos que atraviesa, en caída libre, a lo largo de 400 metros y 100 de profundidad, una buena porción de este fascinante paisaje.

Con algo de nervios me puse el equipo de seguridad que me entregó Julián, el guía que me acompañó en esta aventura y emprendimos la ruta que nos llevaría hasta la montaña desde donde parte el cable vuelo. Camina-mos en medio de otro bello panorama rodeado de más formaciones rocosas, mientras escuchaba los consejos y recomendaciones del joven guía.

Cuando llegamos al punto de partida, el corazón empezó a latir un poco más fuerte. Sin embargo, las palabras del guía y la experiencia que demostraba, me dieron la confianza para lanzarme a esta emocionante aventura. La salida lenta me dio aún más seguridad, luego el aumento de la velocidad se tornó en el mejor aliado para esa gratificante sensación de libertad que me envolvió. Volar sobre esas enormes torres natura-les, sentir el viento y ver ese maravilloso paisaje hizo que el corazón siguiera latiendo más fuerte, pero de emoción y alegría.

Terminada la experiencia aérea, comprobamos que la descarga de benéfica adrenalina nos había abierto el apetito. Por eso nos dedicamos a los placeres que brinda el fuego de la cocina de este sorprendente pue-blo patrimonio de La Playa, heredera de la cultura de la Provincia de Ocaña, a la cual pertenece, y donde la joya de la corona, es sin duda, la arepa ocañera.

Los platos –abundantes, por cierto– incluyeron ade-más sopa de fríjol con ruyas, cebollitas ocañeras, brevas con arequipe y helados de coco, entre otras delicias de este pedacito de Norte de Santander.

El exquisito y refrescante jugo de gulupa –la fruta de color púrpura oscuro y pulpa cristalina de color amarillo

Aquí las almas están más cerca del cielo...

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intenso que conocimos en la finca agroturística– llenó nuestros vasos con un sabor dulce y ácido a la vez. Es una mezcla de sabores entre curuba, granadilla y mara-cuyá de la cual emanaba un aroma exquisito.

El néctar de la gulupa estuvo presente especialmente en nuestros desayunos, acompañado de una exquisita arepa ocañera, que al probarla supimos que no tenía sal, ni ningún otro condimento –una de las características de esta delicia playera–. Vimos que aún se prepara como en épocas de los abuelos, con el grano de maíz amarillo, previamente molido en molino y amasado, calentada en horno de leña y en ocasiones cubierta con anterioridad con hoja de plátano.

Me encantó destaparlas, es decir levantar un poco el pellejo de una de sus tostadas caras, para untarles el delicioso queso criollo con que siempre se acompañan. Si uno está en La Playa de Belén y no prueba la arepa ocañera, es como si no hubiera ido.

La cebolla ocañera, otrora símbolo y emblema de La Playa de Belén (puesto que ahora se siembra en

menor cantidad) nos deleitó el paladar con un sabor picantico en las comidas y dulce en las cebollitas en conserva. De un color rojo intenso, olor y sabor espe-cial fue el aliño perfecto para los ‘huevos revueltos’ de la mañana, para ensaladas a la hora del almuerzo y como postre en almíbar (las que preparan con vi-nagre, sal y azúcar que ofrecen en pequeños frascos). Anhelo, después de visitar La Playa y saborear tantas ricuras, que la cebolla ocañera retome su protago-nismo como otro patrimonio de su rica cultura gas-tronómica.

Otra exquisitez que descubrimos fue la sopa de fríjol o ajiaco ocañero con ruyas, como lo llaman aquí. Nayibe Peñaranda, quien cocina en uno de los restaurantes del pueblo y es experta en la preparación del tradicional plato, me dejó entrar a su cocina para conocer de cerca e intentar aprender su preparación. Recordé la comida casera preparada por mamá.

Según Nayibe, la preparación empieza desde la no-che anterior cuando se dejan en remojo los fríjoles de

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Castilla o ‘Pilloro’, característico de la zona, de tamaño más pequeño y delgado que el fríjol rojo.

La experta puso a hervir agua en una olla grande a la cual le fue agregando cebollín, ahuyama, ajos y apio y, posteriormente, hueso de costilla, fríjoles y cubitos de caldo. Tapó la olla por un tiempo y luego agregó plátano, cilantro, yuca y guineos. Dejó reposar, mientras preparaba las ruyas, una pequeña masa de maíz amari-llo en forma de deditos, a la que le agregó tomate, ajo, sal y pimienta, y que se incluyen dentro de la sopa. Las ruyas son el toque característico de este ajiaco ocañero que disfrutamos acompañado de arroz blanco, ensalada, una porción de carne y limonada hecha de panela.

En mi dieta no podía faltar el postre después del al-muerzo. Por eso, preguntamos qué nos recomendaban y al unísono nos respondieron: brevas con arequipe y arequipes playeros (otra manifestación más de la dulzu-ra de los lugareños) que encontramos en varias tiendas.

Llegamos hasta la casa de Yadira Tarazona –loca-lizada en la vereda El Tunal, en la entrada a La Playa de Belén–, una de las integrantes de una asociación de mujeres emprendedoras que se ha dedicado a elaborar estos manjares. Las brevas playeritas y los arequipes, dulces manjares típicos del municipio, aún se elaboran artesanalmente. Y ni hablar del arequipe campesino, elaborado con panela y cubierto con hojas de plátano secas. ¡Una verdadera delicia!

En ‘La Gran Parada’, la tienda contigua a la entrada al cementerio en la que atiende Elba Luz Claro, probé el helado de coco (que según ella es diferente a otros). Ella con una sonrisa sincera y con un marcado voseo –ese acento particular de los playeros– empezó a hablarme sobre algunos personajes pintorescos del pueblo, de quienes cuelgan unas fotografías en blanco y negro en una pared del establecimiento.

Mientras Elba descongelaba el helado, que estaba en un molde de plástico, me habló de don Félix, un anciano que pasó la barrera de los 100 años, más de la mitad de años del pueblo, y que sigue “vivito y coleando”, sím-bolo de la longevidad de los habitantes de este pueblo.

Ella hablaba y yo saboreaba el suave helado. No vacilé en interrumpirla y preguntarle cómo lo había preparado y me contestó que era muy sencillo: “se echa coco rayado en una olla, se le agrega bocadillo, luego leche condensada, leche en polvo, maicena y leche líquida, se mete a la nevera y ¡listo!”. Y prosiguió con los personajes. Nombró a “Juancha”, que aparece en la foto con una mula cargada de palos, que era quien abastecía al pueblo de leña; se rió al recordar a “Yeyo Parada”, un singular personaje muy mentiroso y exagerado.

Finalmente, con una mezcla de nostalgia y alegría, me habló de “Arenas”, quien fue el primer integrante de la banda de música Patatoque, muy recordada en La Playa, cuyo nombre hace homenaje al cacique y a la tribu que habitó estas tierras.

Me despidió con el porro “Los Estoraques”, el tema musical escrito por fray Campo Elías Claro, en honor a este pequeño gigante, y cuya tonada me acompañó durante mi partida de este maravilloso pueblo:

“Mi Pueblo querido, la luz de mis sueños,

–casitas tan blancas cual blancas palomas– mi alma a ti vuelve en busca de aromas del huerto que guarda amores maternos. “Mi pueblo querido, ¡mi Playa feliz! Tu nombre despierta las dulces canciones que duermen el sueño de paz y de amores en horas de dicha, ventura sin fin. “En tus ‘Estoraques’, mi Playa querida, se bordan leyendas y cuentos de hadas al pálido brillo de lunas amadas que evocan las voces de la despedida”.

La Playa de Belén, uno de los pueblos patrimonio más hermosos del país, ejemplo de vida para todos los colombianos, que deberían venir a vivir en sus mágicos estoraques una lección de convivencia y paz.

El periódico británico The Sun destacó en su sección de viajes:“la diversidad de clima y el terreno es impresionante y es la razón de su condición de país mega diverso. La gema desconocida de Suramérica es Colombia”.

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FIESTAS Y OTRAS CELEBRACIONES Marzo/abril: Semana Santa. Julio 16: Fiestas de la virgen del Carmen. Septiembre 24: Fiestas de la virgen de las Mercedes, patrona de La Playa de Belén.Diciembre 4: Celebración de la fundación. Diciembre 27 al 30: Festival del retorno.

La Playa de Belén

ALTITUD: 1450 msnm.EXTENSIÓN TOTAL: 241 kilómetros cuadrados.UBICACIÓN: a 200 kilómetros de Cúcuta y 25 kilómetros de Ocaña.TEMPERATURA PROMEDIO: 21 °C.MUNICIPIOS CERCANOS: Ocaña, Ábrego, San Calixto y Hacarí.INDICATIVO TELEFÓNICO: (57- 7)HOTELES: La oferta se centra en hostales y hoteles familiares. RESTAURANTES: Predominan los establecimientos de comida tradicional.

La Playa de Belén, ese pequeño pueblo entre gigantes de piedra.

Copyright 2014. Ministerio de Comercio, Industria y Turismo. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin autorización escrita de su titular.

La Playade Belén

Bogotá

Cúcuta

Cementerio Iglesia de San José

Casa cural

Parque Ángel Cortés

Calle San Diego

Calle del medio

Calle de Belén

Quebrada El Playón

Alcaldía

Casa de la cultura Jesús Alonso Velásquez Claro

Cerro de la Santa Cruz

Los Estoraques

Los Aposentos

Parque natural Yaraguá