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Capítulo iv Analítica y deducción en la Crítica de la facultadde juzgar

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La experiencia estética parece tener el privilegio de sintetizar, como tal vez ninguna otra, uno de los problemas que más desasosiego representan para la conciencia moderna. Como afirmaba al inicio del presente trabajo, la existencia del individuo sólo puede afir-marse una vez disueltos los vínculos naturales o tradicionales que garantizaban su pertenencia a lo que Hegel concebía como eticidad

natural y que la teoría sociológica ha denominado la comunidad. El reto de la modernidad consiste en la reformulación, y acaso en la reconstrucción, a partir del individuo mismo, de aquellas relacio-nes intersubjetivas sin las cuales la coexistencia social resultaría inviable.

En el anterior contexto, el concepto de naturaleza humana ha des-empeñado un importante papel. En ella se ha pretendido asentar el conjunto de funciones lógico-matemáticas que, contando con la diversidad empírica propia de la experiencia humana, intenta re-ducirla a una unidad común de perspectiva. Se invalida entonces como mera especulación aquella concepción –aristotélica y tam-bién medieval– según la cual conocer es acceder a una teleología inmanente que explicaría la forma de las cosas. Así mismo, el ideal moderno de conocimiento se impondrá una radical purificación de todo vestigio de naturalismo renacentista, a menudo inficionado de elementos mágicos. Un conocimiento que pueda expresarse de forma universalmente válida y demostrable ha de desembarazarse de todos aquellos condicionamientos que lo harían válido tan sólo para personas o grupos particulares. La “socialización” del cono-cimiento exige entonces la reducción de la experiencia sensible y cualitativa al cálculo y cuantificación objetivos que se constituyen como lenguaje universal.

Por lo que a la política se refiere, la polaridad entre las categorías de citoyen y bourgeois, tan importante en las reflexiones del joven Marx, expresa una tendencia análoga. De la naturaleza humana se derivan todas aquellas propiedades universales del género huma-no –el citoyen– que fundamentan el orden jurídico moderno y que constituyen la esfera pública, y frente a la cual han de subordinarse todas las particularidades contenidas en la categoría del bourgeois.Y con todas las diferencias que puedan mediar entre la política y la moral, también en esta última pueden reconocerse trazos similares: si bien en casos como el de la filosofía práctica kantiana, los prin-

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cipios morales no se derivan de la naturaleza humana, no obstante la cobijan y le son inmanentes. Ellos son indicio de la existencia de un reino de seres racionales al que el hombre pertenece en virtud de su naturaleza racional, y sirven de leyes frente a las cuales las inclinaciones e intereses particulares habrían de subordinarse.

En la medida en que la sociedad moderna pueda calificarse como “racionalista”, ella cree disponer de criterios racionales y universa-les que, aplicados a los distintos ámbitos que constituyen la expe-riencia humana, reducen o subordinan la multiplicidad específica de cada uno de ellos. Para esta sociedad vale la caracterización ofrecida por Kant acerca de los juicios determinantes:

La facultad de juzgar, en general, es la capacidad de pensar lo

particular como contenido bajo lo universal. Si lo universal (la re-

gla, el principio, la ley) está dado, entonces la facultad de juzgar,

que subsume bajo él lo particular (también cuando ella, como

facultad de juzgar trascendental, da a priori las condiciones sólo

conforme a las cuales se puede subsumir bajo aquel universal),

es determinante. Pero si sólo lo particular es dado, para lo cual

ella debe encontrar lo universal, entonces la facultad de juzgar

es sólo reflexionante (CJ, Introducción, § iv, b xxvi).

En el campo del conocimiento, la emergencia de las geometrías no euclidianas y de la física de la relatividad pondrán en cuestión, si no en primera instancia la estructura del juicio determinante, al menos sí la exclusividad de los conceptos previstos por Kant para efectuar la subsunción1. En el ámbito de la política, ya desde el siglo xviii los movimientos de resistencia en Alemania y España contra la expansión napoleónica, y que servirían de base para la conformación del conservadurismo político, muestran de manera clara las dificultades y limitaciones del ejercicio de la facultad de juzgar determinante en esta esfera. Como ha señalado Karl Man-nheim, las relaciones y actitudes vitales, y sus correspondientes modos de pensar, con el particularismo que les era propio, no

1 De donde se derivarían objeciones para el proyecto de deducción tras-cendental, por lo pronto en el ámbito teórico, aunque algunos intérpretes las extienden a cualquier ámbito. Véase por ejemplo el artículo de Stefhan Corner, “La imposibilidad de las deducciones trascendentales”, en Isabel Ca-brera Villoro (comp.), Argumentos trascendentales, unam, México, 1999.

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desaparecieron, ni se hundieron en el pasado, sino que “se sumer-gieron y se volvieron latentes, manifestándose a lo sumo como una contracorriente con respecto al flujo principal”2. Pero en cuanto las condiciones resultaron propicias, el antirracionalismo conser-vador se enfrentó abiertamente a las pretensiones racionalistas y universalistas de la Ilustración.

En lo que a la moral se refiere, una de las más grandes dificultades con las que se topa Kant, objeto de una disciplina específica por él llamada crítica de la razón práctica pura, es precisamente la conte-nida en la pregunta “¿cómo es posible el imperativo categórico?”. La pregunta se plantea precisamente porque no es evidente la ne-cesidad de la vinculación de la voluntad humana con el mandato moral, y en consecuencia es menester encontrar razones válidas en pro de tal necesidad. Pero, incluso si al respecto supusiéramos una respuesta satisfactoria, que legitimara la determinación práctica de las inclinaciones bajo la universal ley moral, incluso entonces, subsistiría una peligrosa fuente de insatisfacción,

pues en tanto que el espíritu moral (der sittliche Geist) siga emple-

ando la violencia, el instinto natural deberá tener aún fuerza que

oponerle. El enemigo simplemente derribado puede levantarse

de nuevo, pero el reconciliado es de veras dominado3.

El planteamiento moderno del asunto del gusto ha de inscribirse dentro de este panorama que pone de presente los problemas y limitaciones de la subsunción de lo particular bajo un universal dado en diversos ámbitos de la experiencia humana. Como hemos visto, la estética racionalista-realista pretendió ofrecer un sistema

2 Karl Mannheim, “Conservative thought”, en Essays on sociology and social

psychology, Collected works, Vol. vi, Routledge, 1997, p. 88. Al respecto, véanse también los distintos trabajos de Isaiah Berlin, por ejemplo: Contra la corrien-

te. Ensayos sobre historia de las ideas [1979], fce, México, 1983, o Las raíces del

romanticismo [1999], Taurus, Madrid, 2000.3 Friedrich Schiller, “Über Anmuth und Würde”, en Schillers Werke. Natio-

nalausgabe, tomo 20, Weimar, 1962, p. 284. Precisamente invocando el concep-to de naturaleza humana, Schiller reivindica como componente de la misma a la sensibilidad, fuente de la multiplicidad que se opone a, pero que ha de ser reconciliada con, la universalidad moral: “No para arrojarla como una carga, o para despojarse de ella como de una envoltura burda. No. Para unirla en lo más íntimo con su más alto yo, se ha añadido a su naturaleza espiritual una sensible”.

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canónico que sirviera de guía para establecer la corrección de los juicios de gusto particulares. No obstante, esta empresa fue obje-to de ataques desde diversos flancos, que a la postre minaron su credibilidad, y que pueden resumirse en el famoso adagio latino de gustibus non est disputandum. A mi juicio, sólo hasta la reflexión de Hume en su ensayo Of the standard of the taste, se tomaría sufi-cientemente en serio tal embate, a pesar de que este autor no lo suscribiera por completo.

Los autores ingleses anteriores a Hume aquí reseñados no igno-raron el obstáculo, aunque creyeron poder superarlo demasiado fácilmente: si la naturaleza humana está constituida de manera similar en todos los hombres, no hay razón para concebir diferen-cias insalvables en materia de gustos. El que no obstante ellas se den, es algo que se explica por desviaciones (influjos adventicios, imperfecciones orgánicas o diferencias en el grado de cultivo del gusto) con respecto a una hipotética experiencia original de la que razonablemente no cabría esperar la divergencia. Hume comparte este diagnóstico4, aunque revela una mayor conciencia acerca del peso de dichos obstáculos: sin que niegue en la teoría la uniformidad esencial y originaria de la naturaleza humana, su consideración otorga el peso que se merece al hecho empírico del enorme influjo que ejercen los condicionamientos sociales e histó-ricos sobre el gusto. De ahí la dirección específica de la estrategia humeana: tomar en serio el embate relativista y rescatar lo que éste tiene de verdad no significa aceptar que los juicios de gusto tienen un valor relativo, sino que su justificación no puede recurrir

4 Así, por ejemplo, cuando afirma: “Parece pues que, en medio de toda la variedad y capricho del gusto, hay ciertos principios generales de aprobación o censura, cuyo influjo en todas las operaciones de la mente puede trazar un ojo cuidadoso. Algunas formas o cualidades particulares, por causa de la estructura original del tejido interno, están calculadas para placer, y otras para displacer; y si ellas fallan en sus efectos en cualquier instancia particular, ello se debe a algún defecto aparente o imperfección en el órgano” (Hume, Of

the standard, p. 233). Esta afirmación, que podemos atribuir a las convicciones de Hume, contradice una anterior, que ya he citado en parte, y según la cual “una persona puede percibir deformidad, donde otro es sensible a la belleza”, e incluso, “según la disposición de los órganos, el mismo objeto puede ser a la vez dulce y amargo” (p. 230). No obstante, es necesario recordar que esta segunda afirmación pertenece al relativismo estético, del que da cuenta críti-camente el autor en la primera afirmación citada en esta nota.

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a argumentaciones con fuerza demostrativa5. Si la argumentación demostrativa fuera posible en este campo, el absurdo del relativis-mo sería evidente, y su refutación resultaría fácil.

Hasta cierto punto puede afirmarse una cierta comunidad entre Hume y Kant, en lo que se refiere al punto de partida de sus re-flexiones estéticas, si bien los matices pronto se convierten en ta-jantes diferencias. En efecto, ambos reconocen como componentes del problema a resolver dos hechos irrefutables: por una parte, y dado que el gusto se refiere a sentimientos y no a los objetos que los producen, “todo sentimiento es correcto” (Hume, Of the standard,p. 230), y la búsqueda de una unanimidad en los juicios que se refieren a sentimientos parece en consecuencia absurda. Pero por otra parte, también se impone como hecho irrefutable el que, pese a reconocer la igualdad de todos los juicios, solemos otorgar mayor valor a unos que a otros. En otras palabras, que suponemos que unos juicios se ajustan mejor que otros a una norma objetiva, no obstante que indeterminada. A pesar de la anterior comunidad, la estrategia argumentativa kantiana privilegiará el segundo hecho, y en consecuencia se orientará a esclarecerlo por la vía trascendental, estimando a la diversidad como mera contingencia empírica. En el caso de Hume, tal como ya lo he insinuado, el equilibrio entre los dos hechos siempre se mantendrá; en consecuencia, para la elucidación de la norma (standard) no dejará de lado el hecho de la diversidad, sino que propondrá una serie de tácticas (que podrían coincidir con las máximas kantianas del sentido común lógico), cuya aplicación sobre la diversidad apunta a hacer posible la convergencia.

De lo anterior se deriva otra diferencia sustancial. Ninguno de es-tos dos autores otorga fuerza demostrativa a la argumentación en el ámbito del gusto. Pero Kant deriva de ello la inutilidad de toda argumentación para dirimir conflictos entre juicios de gusto6. Por

5 “Es evidente que ninguna de las reglas de composición está fijada por me-dio de razonamientos a priori, ni puede considerarse como conclusión abstracta del entendimiento, a partir de la comparación de tendencias y relaciones entre ideas que son fijas e inmutables” (Hume, Of the standard, p. 231).6 “Aunque los críticos, como dice Hume, aparentemente puedan sutilizar (vernünfteln) como cocineros, tienen sin embargo el mismo destino que éstos. No pueden esperar el fundamento de determinación de su juicio de la fuerza de los argumentos (Beweisgründe), sino sólo de la reflexión del sujeto sobre

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su parte, Hume reserva para la argumentación un papel de “últi-ma instancia”. En efecto, bien podría ocurrir que buena parte de las fuentes de discordia –falta de cultivo de la delicadeza del gus-to, e incluso “desinformación” acerca de características tanto de la obra como de la producción artística que es preciso tener en cuenta para emitir juicios– puedan ser reconocidas y atacadas mediante los dispositivos adecuados. Pero si aún así el desacuerdo persiste, todavía los argumentos pueden tener alguna función:

Donde estas dudas tengan lugar, los hombres no pueden ha-

cer más que lo que hacen en otros asuntos disputables que son

sometidos al entendimiento: deben producir los mejores argu-

mentos (the best arguments) que su invención les sugiera; deben

reconocer que una norma verdadera y decisiva existe en alguna

parte, a saber existencia real y cuestión de hecho. Y deben tener

indulgencia con aquellos que difieren de ellos en su invocación

de tal norma (Hume, Of the standard, p. 242).

Naturalmente que las cuestiones de gusto no son cuestiones disputables (es decir, sujetas a demostración). En consecuencia, las pretensiones que nos llevan a recurrir en ellas a argumentos –a los mejores que se nos ocurran– tienen que ser distintas de las que nos animan cuando los empleamos en las disputas: no aspiramos a for-zar racionalmente el reconocimiento. Por ello recomienda Hume la indulgencia frente a la divergencia en materias de gusto, mientras que, en cuestiones de demostración, la actitud correcta sería la de la intransigencia. Pero la indulgencia está lejos de consagrar el prin-cipio relativista: ella supone que un punto de vista es correcto, y que otro, aquel frente al cual se es indulgente, es incorrecto. Así, pues, la función del argumento no es la de demostrar –pues ello se considera de antemano como imposible– sino la de invitar a con-siderar el asunto desde un punto de vista distinto, desde el cual el adversario podría reconocer la plausibilidad del juicio defendido, y que le obligaría a abandonar el –su– juicio cuestionado.

Kant tiene razón al proclamar la inutilidad de los argumentos en el caso de que un cocinero quisiera, mediante ellos, forzar nuestra aprobación de su plato. Acaso también la tenga cuando afirma que

su propio estado (de placer o displacer), con exclusión de todo precepto o regla” (CJ, § 34, b 143).

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en la aprobación de la belleza tampoco intervienen argumentos.

Pero incluso si conservamos la diferencia entre la aprobación esté-

tica y el conocimiento que pretende la argumentación, no por ello

deberíamos afirmar su mutua exclusión y repugnancia. Piénsese,

por ejemplo, en las dificultades de la recepción del llamado arte

abstracto, o en el rechazo del expresionismo, en su momento conside-

rado por sus detractores como entartete Kunst. En muchas ocasio-

nes, la desaprobación estética está en directa relación con la falta

de una información adecuada acerca de las peculiaridades de la

creación artística. Y aunque del remedio de esta carencia por parte

del crítico de arte no se derive la aprobación estética automática por

parte del receptor, es indudable que en su eventual desaprobación

puede estar incidiendo su ignorancia.

Por lo demás, más que de críticos de arte, lo que deberíamos tener

en mente es una crítica de arte. En efecto, nunca podremos estar

seguros de poder reconocer a un genuino crítico7, lo que no obsta

para que puedan establecerse los requisitos de una crítica: “senti-

do sólido unido al sentimiento delicado, mejorado por la práctica,

perfeccionado por la comparación y purificado de todo prejuicio”

(Hume, Of the standard, p. 241). Los juicios definitivos e inapela-

bles quedan pues por fuera de nuestras posibilidades, y frente al

relativismo hemos de contentarnos con juicios razonablemente

fundados.

Una última y significativa diferencia entre nuestros dos autores es

la extensión que cada uno de ellos atribuye al problema del gusto.

De manera explícita, Hume considera que los avatares de la for-

mación del juicio no son privativos del juicio de gusto, sino que se

extienden, en general, a toda la actividad judicativa:

7 “Pero ¿dónde se encuentran tales críticos? ¿Mediante qué señales po-demos reconocerlos? ¿Cómo distinguirlos de los impostores? Estas pregun-tas son embarazosas, y parecen retrotraernos a la misma incertidumbre de la que, a lo largo de este ensayo, hemos intentado deshacernos”. Hume, Of

the standard, p. 241. Al respecto, véase también el interesante ensayo de Ru-dolf Lüthe, “Geschmack und menschliche Natur. Aspekte der Äestethik der Schottischen Aufklärung”, en Daniel Brühlmeier, Helmut Holzhey y Vilem Murroch (eds.), Schottische Aufklärung. A Hotbed of Genius, Akademie Verlag, Berlín, 1966.

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Es bien conocido que en todas las cuestiones sometidas al enten-

dimiento, el prejuicio es destructivo del juicio sólido y pervierte

todas las operaciones de las facultades intelectuales; no pasa lo

contrario con el buen gusto, ni tiene menos influjo en la corrup-

ción de nuestro sentimiento de la belleza. Y a este respecto, tanto

como en muchos otros, la razón, si no es parte esencial del gusto,

al menos es un requisito para las operaciones de esta última fa-

cultad (Hume, Of the standard, p. 240).

La constatación de la diversidad junto con la afirmación de una pauta que permita elegir y preferir razonablemente es una carac-terística no sólo de la experiencia del gusto, sino de la moral y de la religión –si ésta se vive de manera no fanática, ni supersticiosa–. Los dispositivos tendientes a cultivar el gusto y prevenir el des-acuerdo son pues en principio aplicables a “todas las cuestiones sometidas al entendimiento”. Ellos no garantizan como resultado la unanimidad, pero representan una manera razonable de elabo-rar los disensos.

Por su parte, Kant sólo llega a formular tímidamente la eventua-lidad de que el juicio de gusto sea ejemplo de la aplicación de un sentido común, entendido como idea por adquirir, y aplicable a otros ámbitos de la experiencia humana (cfr. CJ, § 22). No obs-tante esta posibilidad no será examinada, y ello en razón de que su opción de análisis parte del supuesto de que la pretensión de universalidad sin fundamento conceptual se justifica, si bien sólo en los juicios de gusto.

En lo que sigue, examinaré en detalle la justificación kantiana de la pretensión de universalidad de los juicios de gusto. Leído lo que resta del presente capítulo, tengo la impresión de que mi presentación crítica de la argumentación kantiana está influida por la doctrina humeana acerca del gusto. El lector decidirá si mi presentación es ponderada.

1. La analítica del juicio de gusto

Reflexiones preliminares

El punto de partida de la investigación kantiana sobre el gusto es un curioso hecho lingüístico: en el lenguaje común se emplea un tipo peculiar de juicios que podríamos sintetizar bajo la forma

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“este objeto x es bello”8. En la sección de la CJ que lleva por título “Analítica de lo bello”, Kant se propone descomponer esa forma judicativa en sus elementos constitutivos, con el fin de precisar qué es lo que queremos decir cuando la empleamos, así como cuáles son los presupuestos que están en su base. De manera abreviada, la tarea propia de la Analítica es “descubrir lo que se requiere para llamar bello a un objeto” (CJ, b 4). Ahora bien, en su desarrollo concreto en la CJ, esta investigación no resulta tan plausible como creyera Kant, y quiero comenzar señalando lo que a mi juicio cons-tituye una grave dificultad de esta doctrina estética.

8 Aunque Kant no emplea expresiones tales como “hecho lingüístico” o “este x es bello”, de ninguna manera me parece arbitrario atribuírselas, al menos en el sentido en que aquí se usan. Con respecto a lo que llamo “hecho lingüístico”, de manera particular en los primeros numerales de la Analítica de lo bello, las reflexiones de Kant apuntan a esclarecer el significado de pa-

labras y expresiones con connotación estética, y que se emplean en el lenguaje cotidiano. Como ilustración de la anterior afirmación, sirvan los siguientes ejemplos. Cuando define la tarea de la Analítica, afirma: “Pero lo que es re-querido para llamar (zu nennen) bello a un objeto, debe descubrirlo el análisis de los juicios de gusto” (CJ, § 1, Nota, b 4). En el mismo sentido, su definición de la noción de interés: “Interés se llama (wird...gennant) a la complacencia que ligamos a la representación de la existencia de un objeto” (CJ, § 2, b 5). A propósito de “una muy habitual confusión en el significado (Bedeutung) doble que puede tener la palabra (das Wort) sensación” (CJ, § 3, b 7), Kant considera oportuno distinguir un uso en sentido objetivo y otro en sentido estético; “así, esta expresión (dieser Ausdruck) significa (bedeutet) algo completamente distinto” (b 9) cuando se la emplea en uno u otro sentido. Para evitar confu-siones, Kant propone entonces denominar (benennen) “con el nombre, por lo demás usual, de sentimiento (mit dem sonst üblichen Namen des Gefühls), a lo que en todo tiempo debe permanecer subjetivo, y no puede en modo alguno constituir una representación del objeto” (b 9). Kant insiste en la necesidad de usar palabras distintas (Angenehm, Schön, Gut) para objetos que producen placeres distintos (cfr. CJ, § 5), y no es infrecuente encontrar en su exposición expresiones tales como “esta es la palabra con la que señalamos, nombramos, llamamos a tal cosa”. Tampoco son infrecuentes sus denuncias a propósito de afirmaciones tales como “todo disfrute (principalmente el duradero) es en sí mismo bueno”; se trata de una “confusión equivocada de palabras ( fehlerhafte

Wortvertauschung), pues los conceptos inherentemente asociados a tales pala-bras no pueden ser intercambiados de ninguna manera” (CJ, § 4, b 11). Dicho de otra manera, el punto de partida de la Analítica son las palabras, los usos lingüísticos, y su tarea es determinar los conceptos que subyacen a ellas.

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En términos generales, una Analítica del juicio de gusto implica la aceptación del uso de la forma lingüística “este x es bello”. Sin ello, sen-cillamente no habría materia de investigación. Sin embargo, a mi juicio, por tal aceptación no habría de entenderse, ni que se considera que el uso de la forma es necesario, ni que está justificado por el hecho mismo de ser usado. Aceptación en este caso debería significar tan sólo: 1. que se reconoce al hecho una existencia incuestionable: y en efecto, es un hecho que emitimos juicios de gusto, es decir, que empleamos la forma judicativa “este x es bello”. 2. que se reconoce que dicho hecho lógico-lingüístico es suficientemente interesante como para explorar su significado, así como los motivos que llevan a emplearlo. 3. que es preciso establecer las condiciones bajo las cuales tal empleo estaría justificado. Desde mi punto de vista, aquí termina la labor de la investigación analítica (aunque según Kant, sólo ter-minaría una parte de la Analítica, por él llamada “exposición”). No sería ya labor de la Analítica, sino de otra disciplina (que Kant llama “Deducción” y que desafortunadamente incluye dentro de la Ana-

lítica9), determinar si las condiciones establecidas por la Analítica tienen lugar o no, es decir, si en general el uso de dicha forma lin-güística está justificado o no. Así, pues, la diferencia entre Deducción

y Analítica (y con ella, la reducción de la Analítica a mera exposición

del juicio de gusto) me parece crucial. En virtud de ella, al menos en principio no sería descartable la posibilidad de que, no obstante que empleemos este tipo de juicios, tal uso no esté justificado. Y ése podría ser el caso si la Deducción concluye que las condiciones esta-blecidas por la Analítica no pueden ser afirmadas. También podría ocurrir, posibilidad ésta que suscribo, que la Deducción se revelase como tarea imposible, de donde se derivaría no la impertinencia sino la necesidad de una reinterpretación del significado del juicio de gusto, de modo que se salve su uso y su sentido, sin que para ello sea necesario recurrir a la empresa de la deducción.

9 Así, por ejemplo, ya desde la Introducción no publicada a la CJ, Kant no distingue entre las dos disciplinas, sino que considera que la Deducción for-ma parte de la Analítica. De esta forma, al presentar las dos partes que consti-tuyen la CJ –facultad de enjuiciamiento estético y facultad de enjuiciamiento teleológico de las cosas de la naturaleza– afirma Kant: “Cada uno de estos libros contendrá, en dos secciones, una analítica y una dialéctica de la facultad de enjuiciamiento. La analítica, en otros tantos capítulos, buscará llevar a cabo primero la exposición, y luego la deducción del concepto de una confor-midad a fin de la naturaleza” (CJ, Introducción, Primera versión, p. 68).

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Mi objeción central a la doctrina kantiana sobre lo bello consiste pues en la superposición entre la Analítica y la Deducción. Aunque teóricamente Kant distingue ambas disciplinas, y dentro del texto de la CJ consagra parágrafos específicos a cada una de ellas, de hecho, en su contenido, no están nítidamente separadas. De esta manera, incluso antes del establecimiento de las condiciones de lo que sería un uso legítimo del juicio “este x es bello”, la Analítica

presupone que tal uso legítimo es posible, pues identifica el simple uso –acerca de lo cual no cabe duda– con el uso legítimo: algo así como si de antemano pudiera contar con que los resultados de la Deducción son positivos, no obstante que ésta no se ha realizado. La Analítica kantiana del juicio de gusto es pues “prejuiciada”: da por resuelto lo que la Deducción tendría aún por resolver. En tales con-diciones, la Deducción es superflua y en su dictamen asume como propio este prejuicio de la Analítica. En mi opinión, y a diferencia de lo que Kant cree, “descubrir lo que se requiere para llamar bello a un objeto” no implica que porque llamemos bello a un objeto, los requisitos para ello ya se hayan cumplido. La experiencia nos enseña que en muchas ocasiones hemos llamado bello a un objeto, para después retractarnos de ese juicio. Esto supone que podemos emitir juicios de gusto, sin que se haya cumplido lo que se requiere para que tal atribución esté justificada. E incluso podemos ir más allá, y afirmar que del simple hecho de emitir juicios de gusto, tampoco puede inferirse, ahora en general, que los requisitos, una vez determinados, puedan cumplirse alguna vez.

Pero es un hecho que Kant va en contravía de lo anteriormente di-cho. Para él, la “aceptación” del hecho no se reduce a reconocer su existencia, o mejor, “reconocer su existencia” equivale ya a aceptar que, dado que la forma judicativa se usa, las condiciones que justifi-can su uso se cumplen. Aunque Kant no descarta la posibilidad de equivocación en juicios de gusto particulares, el empleo en general de este tipo de juicios funge ya como demostración de la existencia de sus condiciones de posibilidad. Si así no fuera, piensa Kant, en-tonces la forma no se emplearía10. Toda la Analítica está afectada por

10 “En primer lugar hay que convencerse plenamente de que mediante el juicio de gusto (sobre lo bello) se le exige (ansinne) a cada cual la complacen-cia en un objeto, sin fundarse, no obstante, en un concepto (pues entonces eso sería lo bueno); y que esta pretensión (Anspruch) a validez universal

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la anterior toma de posición, que yo califico como prejuicio. Desde mi punto de vista, el valor del análisis y de sus desarrollos tendría que estimarse como meramente hipotético; sólo podríamos pasar de la hipótesis a la tesis si la Deducción, como disciplina claramente diferenciada en su método de la Analítica, nos proporcionara un descubrimiento con fuerza realmente probatoria.

No obstante, Kant tiene en mente una cierta manera de argumenta-

ción trascendental, según la cual el punto de partida de la misma ha de ser una verdad incuestionable, que para el presente caso equivale al hecho lingüístico irrefutable, que consiste en que emitimos juicios de la forma “este x es bello”. Pero aunque un hecho tal ocurre efectivamente, el filósofo trascendental se apresura a afirmar que ello es así porque sus condiciones de posibilidad también se dan efectivamente, y de manera a priori: sin ellas, el hecho no se daría; el hecho se da, luego las condiciones también. En tales circunstan-cias, el “descubrir” propio del Análisis no se limita modestamente a establecer las condiciones que se requerirían para un uso justi-ficado, sino que asume el establecimiento de las mismas como su explicitación. Tales condiciones a priori pueden estar ocultas, o ser desconocidas para el juez común, pero el filósofo trascendental las sabe existentes en tanto que subyacentes al juicio. Por ello en su versión kantiana, el Análisis, más que establecer condiciones, revela su existencia: el Análisis “revela una propiedad de nuestra facultad de conocimiento” (CJ, § 8, b 21), y es esa propiedad la que, en último termino, justifica el uso factual de la forma “este x es bello”. Pero entonces, y pese a las pretensiones de Kant en la CJ, una tarea como la de la Deducción del juicio de gusto resulta superflua: al tiempo que realiza su inventario, el Análisis “prueba” la existencia de las condiciones del juicio de gusto.

Junto con la explicitación de unas condiciones de posibilidad del juicio de gusto que aparecen como cumplidas, la Analítica tal como

pertenece tan esencialmente a un juicio por el que declaramos a algo bello, que, de no pensarse en ella, nadie habría llegado a la ocurrencia de emplear esta expresión, sino que todo lo que place sin concepto sería contado bajo lo agradable, respecto del cual se deja que cada uno tenga su propia cabeza, y nadie exige (zumutet) a otro la concordancia con su juicio de gusto, lo que sin embargo ocurre siempre con el juicio de gusto sobre la belleza” (CJ, § 8,b 21 y s).

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es desarrollada por Kant tiene un efecto adicional: convierte en dogmatismo la relativa seguridad de quien emite tal tipo de juicios. En efecto, no creo que las pretensiones de infalibilidad sean inhe-rentes a quien simplemente afirma la belleza de un objeto. Aunque en pro de su juicio no pueda aducir razones probatorias, ello no significa que carezca de motivos cuya validez piensa, al menos en principio, como no meramente privada. Quien esté desprovisto de motivos, justificará su juicio mediante el manido expediente según el cual cada cual tiene su propio gusto. Pero quien tiene motivos puede hacer gala de una relativa seguridad: si se le pide justifica-ción los expondrá, e intentará persuadir a quien le contradice, a la vez que estará dispuesto a escucharlo, y eventualmente a dejarse persuadir por él. En una palabra, y para dar desarrollo coherente a la diferencia planteada por el mismo Kant, esta seguridad no es producto de las razones probatorias del disputar, pero tampoco impide el discutir (streiten)

Pero la Analítica kantiana se asienta sobre las características más intransigentes que eventualmente exhibe la confrontación entre juicios de gusto divergentes, y desemboca en un dogmatismo sin solución. En virtud de los resultados del Análisis kantiano, cada uno de los contrincantes se sentirá autorizado para considerar su juicio como un ejemplo en el que se concretizan las condiciones apriori y generales de los juicios de gusto. Los juicios contrarios se-rán declarados simplemente como casos que no cumplen con esas condiciones, a diferencia del propio que sí las cumple.

Sin embargo, y aunque no de manera suficientemente fuerte, en-cuentro en la misma CJ elementos que sugieren otra posibilidad de interpretar lo que he llamado un “hecho incontestable”, a partir de la cual se redefinirían la naturaleza y los alcances del Análisis.Así, pues, aunque es verdad que emitimos juicios de la forma “este x es bello”, ello no significa que tales juicios sean verdaderos, ni en su contenido concreto, ni en el sentido más general de que su mera existencia cumpla con las condiciones que justificarían sus preten-siones. A mi juicio, la anterior confusión se evitaría si el análisis no arrancara de un punto de partida tan unilateralmente definido. Dicho en otros términos: me parece incompleto reducir el “hecho” a analizar juicios del tipo mencionado. En mi opinión, también tendríamos que incorporar como elemento constitutivo del factum

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a analizar, la certeza de que tales juicios no serán aceptados por otros, o la posibilidad, siempre abierta, de que incluso nosotros mismos, en el futuro, dejemos de suscribir lo que en el presente hemos afirmado11. Aunque teóricamente Kant reconoce ambos ele-mentos, ellos tienen un peso adjetivo en su argumentación, la que por lo demás comprende la aspiración a reconocimiento universal de una manera que excluye la significación que debería otorgársele a la divergencia, no obstante que ella es previsible de antemano.

Característica esencial de un juicio de gusto es, sin lugar a dudas, su pretensión de que el placer que expresa no valga de modo me-ramente privado sino universal. Pero si a ello añadimos, al mismo tiempo y otorgándole igual importancia, la certeza de que los otros estarán en desacuerdo con esa pretensión, o la posibilidad de que yo mismo entre en contradicción con juicios por mí suscritos an-teriormente, el punto de partida del Análisis sería entonces más complejo, y también más completo: la pretensión de universalidad junto con la anticipación de que tal pretensión será negada por otros son los elementos constitutivos del juicio de gusto. El efecto principal que acarrearía la introducción del segundo factor sería el de renunciar a la suposición de que la mera emisión de un juicio de gusto prueba el cumplimiento de las condiciones que justifican su pretensión de universalidad. La Analítica se deslindaría entonces, claramente, de la intromisión subrepticia de una –mala– deduc-ción, sin que ello significara la pérdida de seguridad del juicio, es decir, la afirmación de su relativismo.

Desde la anterior perspectiva, lo que el análisis busca no es la ex-plicitación de unas condiciones que se suponen como cumplidas

11 “Resulta extraño que mientras que, como no sólo la experiencia muestra, el juicio (acerca del placer o displacer en algo) del gusto de los sentidos no vale universalmente, sino que cada uno por sí mismo es tan modesto como para no exigir de otros tal asentimiento (aunque efectivamente se encuentra muy a menudo, también en estos juicios, una unanimidad muy extendida), pueda el gusto de reflexión –que sin embargo también suficientemente a

menudo, como la experiencia enseña, es rechazado con su pretensión a

la validez universal de su juicio (sobre lo bello) para todos–, pueda, no obstante, hallar posible (lo que también hace efectivamente), representarse juicios que pudiesen exigir universalmente este acuerdo” (CJ, § 8, b 22 y s.; la negrilla es mía).

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por el hecho de la mera enunciación del juicio de gusto, sino más bien la explicitación de las condiciones bajo las cuales un juicio de gusto, con sus pretensiones, estaría justificado. En ese sentido, lo que expresa la forma categórica del juicio no es su seguridad de estar cumpliendo de facto con las condiciones requeridas para un asentimiento universal, sino su reconocimiento de jure de las mis-mas. Para decirlo en otros términos, quien emite un juicio de gusto no querría entonces obligar a quienes juzgan de manera distinta a que se plieguen a su dictamen, sino que se trataría más bien de in-vitar a los oponentes a que le persuadan de la incongruencia entre su juicio y las condiciones que, con el sólo hecho de emitirlo, dice haber aceptado. Por el contrario, al afirmar que la mera enuncia-ción del juicio de gusto es ya una “prueba” de que sus condiciones a priori se han cumplido, se incurre en una circularidad lógica que se evitaría si se concediera todo su peso y significación a la reali-dad de juicios divergentes.

Hechas las anteriores consideraciones preliminares, es hora de abordar la Analítica del juicio de gusto en su versión kantiana.

Del objeto bello al gusto

Para la reflexión estética neoclásica y racionalista –y en ocasiones también para la concepción común y corriente actual–, un juicio de gusto –”este x es bello”– es ante todo un juicio sobre un objeto: en él se atribuye un predicado –la belleza– a un objeto –el objeto singular–. De esta manera, al menos en primera instancia, la ta-rea de la reflexión estética consiste en resolver preguntas del tipo ¿cuáles son las propiedades que constituyen la belleza del objeto?, o si se quiere, ¿cuál es el concepto de belleza que empleamos, y a partir del cual podríamos establecer si la subsunción afirmada por el juicio a propósito de un objeto singular es correcta? Dentro de este contexto, la posibilidad de decidir acerca de la corrección de un juicio de gusto, es decir de su validez universal, depende de una respuesta satisfactoria a estas preguntas.

Ahora bien, hemos visto que la orientación que imponen tales pre-guntas amenaza con convertir a la experiencia de lo bello en una empresa epistemológica, pues una eventual respuesta no podría dar cuenta del placer que acompaña a tal experiencia. Por ello Kant se aparta tajantemente de esta manera de plantear el problema

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del gusto. Con todo, ha de atender a difíciles equilibrios que, en buena parte explican las dificultades de comprensión que ofrece su alternativa. En efecto, dado que en los juicios del tipo “este x es bello” se menciona a un objeto singular –y no a cualquier objeto, ni a un grupo de ellos– la reflexión estética no puede prescindir de una mínima referencia objetivista. Pero así mismo, para evitar la disolución de la experiencia estética en una cognoscitiva, debe desplazar el centro de atención desde la definición del objeto a sus efectos en el sujeto. La estrategia argumentativa kantiana parte entonces de una perspectiva “objetivista” –la belleza en el objeto–, aunque reformulada de tal forma que induzca a un giro hacia el gusto.

Así, pues, prima facie, el juicio consiste en afirmar algo acerca de un objeto singular; y para que esta imputación tenga sentido, es pre-ciso tener un conocimiento previo de qué es lo que se afirma. En el curso del presente trabajo he expuesto algunas de las respuestas ofrecidas por la reflexión estética prekantiana, y nuestro autor se refiere críticamente a ellas en el presente contexto. Por ejemplo, cuando afirma que “el juicio de gusto puro es independiente de atractivo y emoción” (CJ, § 13), Kant está deslindando su respuesta, tal como hemos visto en el capítulo anterior, de la ofrecida por Burke. Atractivo y emoción son efectos derivados de afecciones fisiológicas producidas por determinadas propiedades del objeto. Y aunque, en contraposición con sus antecesoras racionalistas, la “exposición fisiológica” del juicio de gusto atendía al placer pro-porcionado por un objeto como criterio para calificarlo de bello, tal placer, es decir, el del atractivo o la emoción, depende en última instancia de la constitución orgánica e individual del receptor. En estas circunstancias, pueden ser efectos concomitantes (en particu-lar el atractivo) con la seca complacencia (trockenen Wohlgefallen) que expresa el juicio de gusto, mas no su fundamento. Por tal motivo, aunque dentro de esta hipótesis son determinadas características del objeto las que promueven tal placer, ellas no son suficientes para justificar la aprobación incondicionada del objeto que se ex-presa en el juicio.

Por otra parte, el tratamiento kantiano de la noción de conformidad-

a-fin (Zweckmäßigkeit) da cuenta de la insuficiencia de la respuesta clasicista a la pregunta por la naturaleza de lo bello, a la vez que

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nos introduce en la manera específica como Kant aborda el asunto. La palabra Zweckmäßigkeit es un Kompositum, cuyos elementos son definidos por Kant de la siguiente manera:

Fin (Zweck) es el objeto de un concepto en tanto éste es conside-

rado como la causa de aquel (el fundamento real de su posibi-

lidad); y la causalidad de un concepto con respecto a su objeto

es la conformidad-a-fin (Zweckmäßigkeit) (forma finalis) (CJ, § 10, b

32).

En su explicación, Kant afirma que la noción de fin se nos impone cuando no sólo para conocer al objeto, sino para explicarnos su existencia misma, nos vemos forzados a pensar en un concepto (el de fin), a partir del cual resultaría comprensible que la forma ex-hibida por el objeto sea precisamente ésa que vemos. Sucede pues que, en virtud de que su forma se nos aparece como conforme-a-fin, determinados objetos nos obligan entonces a remitirnos, como del efecto a su causa, a la noción de fin. Pero la noción de fin nos remite a su vez a la de una voluntad que, al querer el fin, ha dis-puesto que la forma del objeto sea conforme a éste. La doctrina es-tética de Hutcheson es un buen ejemplo de ello, cuando atribuye a Dios tanto la uniformidad en la variedad de muchos objetos, como la existencia de un sentido interno en los hombres que percibe pla-centeramente dicha forma. En palabras de Kant, la posibilidad de tales objetos

sólo puede ser explicada y concebida por nosotros, en la me-

dida en que admitamos como fundamento de los mismos una

causalidad según fines, es decir, una voluntad que los hubiese

ordenado así, según la representación de una cierta regla (CJ, §

10, b 33).

En principio, y en la medida en que se la concibe como propiedad de la forma del objeto, la conformidad-a-fin tiene que ser objetiva.Su reconocimiento en el objeto, que se expresa en un juicio –aun-que de conocimiento y no de gusto–, implica el haber referido “lo múltiple del objeto a un fin determinado” (CJ, § 15, b 43), para lo cual se requiere de un concepto, no importa si claro o confuso.Dentro de la conformidad-a-fin objetiva, Kant distingue una externa

y una interna. La primera, que también recibe el nombre de utilidad,podría cobijar, así Kant no lo declare explícitamente, a la estética racionalista francesa. En efecto, tal como se expuso en el capítulo

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2 de este trabajo, dicha tradición, encarnada y defendida por la Academia, despreciaba como vulgar a todo placer producido por la obra de arte, que no estuviese encaminado a garantizar el prove-cho moral. Pero desde el punto de vista de Kant, la conformidad-a-fin

objetiva externa no sería ya una buena explicación de la naturaleza del objeto bello, porque entonces la aprobación no se fundaría en “una complacencia inmediata en el objeto, lo que es la condición esencial del juicio sobre la belleza” (CJ, § 15, b 44), sino en un fin externo al objeto mismo.

Según Kant, más cercana a la naturaleza de la belleza es la hipótesis que la funda en la conformidad-a-fin objetiva interna, o perfección,del objeto. En este caso, la aprobación no se funda en consideracio-nes sobre fines externos al objeto, sino en su configuración interna, es decir, en la constatación de que la cosa es lo que ella debe ser. Pero también en este caso resulta claro que se requiere de un con-cepto del objeto, no importa si claro o confuso, bajo el cual pueda realizarse la subsunción del objeto singular.

Kant se expresa de manera suficientemente clara al señalar que el motivo de aprobación en un juicio de gusto no puede ser la per-

fección que se atribuye al objeto, pues en tal caso se trataría de un juicio de conocimiento y no de un juicio estético. Así, por ejemplo, es posible reconocer un objeto como perfecto, sin que su repre-sentación sea causa necesaria de placer; o que el reconocimiento sea fuente de un placer distinto –justamente el que se deriva del poder reconocer al objeto–12, aunque en ocasiones concomitante con otro tipo de placer, el de lo bello. La eventual simultaneidad de ambos tipos de placer redunda en beneficio del estado total del sujeto receptor, “pero propiamente ni la perfección gana con la belleza, ni la belleza con la perfección” (CJ, § 16, b 51 y s.). Tener necesidad de suponer un fin –externo o interno– al que lo múltiple del objeto dado haya de servir, es dañar la pureza del juicio de gus-to, amenazándolo con su dilución en uno de conocimiento. Pero resulta interesante que, no obstante, Kant no renuncie a la noción

12 “Ahora bien, la complacencia por lo múltiple en una cosa, en relación con el fin interno que determina su posibilidad, es una complacencia fundada

en un concepto; pero la [complacencia] en lo bello es una que no presupone ningún concepto...” (CJ, § 16, b 51).

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de conformidad-a-fin para definir al objeto bello. Si así lo hiciera, desaparecería toda posibilidad de caracterizar específicamente al objeto bello, de modo que cualquier objeto podría serlo.

Si los inconvenientes del realismo estético o clasicismo residen en la noción de fin, y más exactamente en la noción de un fin de-terminado, la solución de los mismos podría consistir en supri-mir tal noción. Tal es el sentido de la expresión conformidad-a-fin

sin fin que, en principio, según Kant, es contradictoria13. Ahora bien, como afirma Kant, la expresión sólo es contradictoria si las pretensiones del juicio son cognoscitivas: si mi juicio estuviese orientado a afirmar la perfección del objeto, resultaría entonces absurdo pretender poder prescindir de la determinación del fin. Pero aplicada a juicios estéticos, más que contradictoria, la expre-sión resulta vaga o incompleta. En efecto, bien puedo afirmar que en la forma de determinado objeto percibo una conformidad-a-fin, sin que pueda, ni tampoco requiera, determinar el fin; y ello no es contradictorio. Pero dado que se trata de un juicio estético, aun sin necesidad de determinar el fin, la fórmula conformidad-a-fin sin fin

no hace referencia todavía a los efectos que un objeto tal causa en el espectador. Para obviar tal carencia, y manteniéndose dentro de la tradición inglesa que buscaba anudar de manera indisoluble la belleza objetiva con el placer subjetivo, Kant acuña como equi-valente a la fórmula conformidad a fin sin fin, la de conformidad-a-fin

subjetiva en la representación de un objeto, sin fin alguno (ni objetivo ni

subjetivo) (CJ, § 11, b 35).

Desde un punto de vista literario, ciertamente que la anterior ex-presión no es la más feliz. Pero ella contiene todos los elementos con los que Kant quiere caracterizar, en el sentido en que le es posible, al objeto bello, al mismo tiempo que desplazar el foco de atención desde ese objeto a sus efectos. Si la descomponemos en sus partes, tenemos que la conformidad-a-fin da cuenta de la singularidad del objeto mentado por el juicio; no se trata, en efecto, de cualquier ob-jeto, sino de uno específico, es decir, de uno cuya forma parecería

13 “Representarse una conformidad-a-fin formal y objetiva, pero sin fin, es decir, la mera forma de una perfección (sin materia ni concepto algunos de aquello con lo cual haya concordancia, así fuera tan sólo la idea de una lega-lidad en general), es una verdadera contradicción” (CJ, § 15, b 46).

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ordenada por una voluntad siguiendo cierta regla, si bien de hecho no pensamos que una voluntad es su causa14. Que la afirmación de la existencia de tal voluntad no es requerida, es algo que se resalta cuando la fórmula niega todo fin, subjetivo u objetivo. Finalmente, esa conformidad-a-fin es llamada subjetiva, en la medida en que el reconocimiento del objeto como conforme-a-fin se da no mediante su subsunción bajo el concepto del fin, sino en virtud del placer que su representación nos ocasiona. Así, pues, “belleza es la forma de la conformidad-a-fin de un objeto, en la medida en que ésta sea percibida en éste sin representación de un fin” (CJ, b 61).

Mediante la equivalencia entre las nociones de conformidad-a-fin

sin fin y conformidad-a-fin subjetiva, Kant induce al giro que va desde la belleza como característica del objeto, al placer del gusto como efecto subjetivo. Y sin dejar de mencionar al objeto como causa del placer subjetivo, queda establecido el territorio en el que hay que resolver la cuestión de la universalidad del juicio de gusto. Está probada la esterilidad de los esfuerzos que querían dar cuenta de tal característica mediante una referencia al objeto. En adelante, éste sólo aparece como desencadenante del juicio, pero no hay que detenerse en él. La única dirección restante es la del gusto o placer subjetivo.

El contenido y las condiciones del juicio de gusto

Situado el campo de investigación en el sujeto que emite el juicio de gusto, el procedimiento de Kant consiste en comparar tres tipos de juicios: los de gusto, los de lo agradable y los de conocimiento. Estableciendo sus similitudes y diferencias, se obtendrá el signifi-cado específico de los primeros.

Formalmente, tanto en los juicios de conocimiento como en los juicios de gusto se atribuye un predicado a determinado objeto, lo que significa que a ambos juicios les es inherente la pretensión de afirmar una relación cuya validez no depende del individuo que la enuncia, y que por ende se reclama como universal. Pero

14 “La conformidad-a-fin puede ser entonces sin fin en la medida en que no pongamos las causas de esta forma en una voluntad, aunque la explica-ción de su posibilidad sólo podemos hacérnosla comprensible en cuanto la derivemos de una voluntad” (CJ, § 10, b 33).

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en ambos casos ha de ser posible justificar dicha pretensión. Así, en los juicios de conocimiento, la justificación de su pretensión de validez universal recurre bien sea a una demostración empírica, a una demostración lógica, o a una combinación de ambas. Estos procedimientos garantizan la validez objetiva de la subsunción del concepto del sujeto bajo el concepto del predicado afirmada por el juicio.

En el caso del juicio de gusto la justificación se muestra mucho más complicada por dos razones. En primer lugar, porque no dis-ponemos de un concepto de belleza que pueda ser unánimemente reconocido como tal. A lo sumo podríamos contar con ideas nor-

males de lo bello (cfr. CJ, § 17), que son generalizaciones empíricas sin validez universal, y que además enturbian la pureza del juicio de gusto. Pero, en segundo lugar, el juicio de gusto es “estético”, lo cual quiere decir que su referencia al objeto en cuanto tal es apenas indirecta y tangencial: la caracterización del objeto bello como conformidad a fin sin fin, tan sólo garantiza que no cual-quier objeto, sino objetos singulares sean causa de placer, aunque sin que pueda definirse positivamente dicha singularidad. De esta manera, todo el peso referencial del juicio recae no sobre el objeto, sino sobre los efectos que tal objeto causa, en términos de placer o displacer, sobre el sujeto que emite el juicio.

Ahora bien, en virtud de la pretensión de validez no meramente privada que se expresa ya en la forma lógico-categórica del juicio de gusto, hemos de cuidarnos de confundirlo con otro tipo de jui-cios estéticos –los juicios sobre lo agradable, “este x me es agrada-ble”–, que desde su misma enunciación renuncian a la pretensión de validez universal. La adecuada caracterización de los juicios de gusto, y el respeto por el uso lingüístico que establece una diferen-cia con respecto a los juicios sobre lo agradable, obligan entonces a suponer una diferenciación en el placer mentado por los dos tipos de juicios estéticos.

Jens Kulenkampff ha propuesto una interpretación convincente acerca de la concepción kantiana del placer presente en la Analítica

del gusto15. La estructura general del placer se encontraría presente

15 Cfr. Jens Kulenkampff, Kant Logik des ästhetischen Urteils, Vittorio Klos-

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ya en el sentimiento de lo agradable (das Angenehme). Este senti-miento es un complejo, cuyo primer momento sería un “placer ante

algo” (Lust an etwas). Se trata del descubrimiento de un objeto no buscado con interés previo y que nos sorprende placenteramente. A partir de esta experiencia básica, y mediando la voluntad, surge una nueva relación con el objeto, determinada ahora por el interés en la existencia del mismo. La expresión alemana que caracteriza este segundo elemento del sentimiento de lo agradable es Lust zu

etwas (literalmente “placer hacia algo”), cuya adecuada traducción castellana sería “ganas de algo”. Así, pues, cuando afirmo que “este x me es agradable” estoy expresando no sólo el placer que “x” me ha ocasionado, sino mi deseo consecuente con respecto a “x”, y mi interés de que exista. Así mismo, el juicio explicita que lo que está en juego es una inclinación individual, producida o suscitada por el objeto, y que encontraría su satisfacción en él.

De la anterior estructura, Kant obtiene la caracterización del placer que ha (o ¿habría?) de ser el específicamente mentado por el juicio de gusto. La validez restringida y privada que el juicio sobre lo agradable reconoce ya desde su enunciación misma se origina en la inclinación que el objeto despertó y satisfizo; y ese juicio, con el tipo de placer que expresa (“ganas de”) también expresa el interés por la existencia de tal objeto, acaso con miras a renovar la expe-riencia placentera. En una palabra, aunque el juicio sobre lo agra-dable presupone el placer ante algo, su fuerza recae sobre las ganas

de algo. En consecuencia, en el placer mentado por el juicio sobre lo bello sólo puede (o ¿podría?) estar involucrado, exclusivamente, uno del primer tipo. Sólo de esta manera podría garantizarse el ca-rácter meramente contemplativo y no interesado del placer de los juicios de gusto, sin lo cual carecería de fundamento su pretensión de validez universal. De no ser así, la aprobación sería interesada, su validez sería meramente privada, y la diferencia entre los juicios estéticos consagrada por el uso lingüístico carecería de sentido.

Nótese que nada distinto a la existencia de los juicios de gusto podría aducirse en pro de la existencia de un placer desinteresado. Pero esta “prueba” dista de tener la fuerza de la evidencia: con los

termann, Frankfurt a.M., 1978, ps. 63-67. Salvo algunas modificaciones, en lo fundamental me sirvo de lo allí expuesto.

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condicionales que introduje entre paréntesis en el párrafo anterior,

he querido recordar la posibilidad de un Análisis que sólo establece

las condiciones que habrían de estar a la base de un juicio de gusto,

para que su uso estuviera justificado, sin que ello quiera decir que

dichas condiciones –en este caso el placer desinteresado– existan,

ni que el mero uso de juicios de gusto las implique, y por ende las

pruebe.

Pero sea que se considere que el uso de juicios de gusto prueba la

existencia del placer desinteresado, o sea que el placer desinteresa-

do se considere como condición de un uso de juicios de gusto que

estuviera justificado, la investigación de la Analítica ha de superar

el carácter meramente negativo de éste su primer descubrimiento

(el placer desinteresado), orientándose ahora hacia la causa del

mismo. Este es el tema del § 9, cuya pregunta central es “si, en un

juicio de gusto, el sentimiento de placer antecede al enjuiciamiento

del objeto, o éste a aquél”.

Insisto una vez más en que, a mi juicio, la argumentación que sirve

de soporte para la respuesta de Kant es exclusivamente hipotética16,

lo que no es suficiente para conferir a esta última fuerza demos-

trativa o probatoria. En efecto, afirma Kant que si el sentimiento

de placer antecediera al enjuiciamiento y fuera el fundamento del

juicio aprobatorio sobre el objeto, la pretensión de universalidad

no podría ser fundada. Todo sentimiento, incluido allí el de placer,

es estrictamente privado, y de su naturaleza no puede inferirse

comunicabilidad (Mitteilbarkeit) alguna: dada la naturaleza del sen-

timiento, nada puede garantizar que otros puedan, y menos aún

que deban, compartirlo. Para que la pretensión de universalidad

pudiera estar fundada –para Kant es un hecho que tiene que estar

fundada, y entonces mi subjuntivo resulta demasiado tímido–, el

fundamento ha (¿habría?) de hallarse en la relación inversa: en el

juicio sobre lo bello, el enjuiciamiento del objeto antecede (¿ha de

anteceder?) al sentimiento de placer:

16 Y el mismo Kant parecería estar de acuerdo con ello, al menos cuando en el § 9 reconoce no haber respondido a la pregunta de “si son posibles juicios estéticos a priori, y cómo lo son” (CJ, b 30), si bien es cierto que no duda de tal posibilidad.

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Es, entonces, la universal capacidad de comunicación del estado

de ánimo en la representación dada, la que, como condición

subjetiva del juicio de gusto, debe estar en el fundamento del

mismo, y debe tener como consecuencia el placer en el objeto

(CJ, § 9, b 27).

La noción de estado de ánimo, causado por una representación dada, alude a las facultades subjetivas implicadas en el conocimiento –entendimiento e imaginación–, al tipo de relación que se dé entre ellas, y a los efectos en términos de placer o displacer que even-tualmente pueden derivarse de tal relación. Así, pues, aunque en principio todo sentimiento es incomunicable, la única posibilidad para pensar que un tipo de placer sea no obstante universalmente

comunicable es que éste sea el resultado necesario de una relación entre esas facultades, de las cuales podemos afirmar que son co-munes al género humano. Ahora bien, no de toda relación entre las facultades se deriva un estado anímico placentero. Así, por ejemplo, en los juicios de conocimiento determinantes, el resultado de la relación entre las facultades es, desde el punto de vista del ánimo, indiferente. En cambio, y dado que en un juicio de gusto no se trata de una relación de determinación de los contenidos de la imaginación a partir de los conceptos del entendimiento, la re-lación que se da entre dichas facultades tiene (¿tendría?) que ser distinta: Kant la llama relación de libre juego entre imaginación y entendimiento, y afirma que ella es el fundamento del placer ex-presado por el juicio de gusto.

La solución es ciertamente ingeniosa, y, comparada con la de Hu-tcheson, conceptualmente económica: aunque el objeto sea llama-do bello, y la belleza sea definida como unidad de lo múltiple, tales atribuciones son “impropias”, y por ello Kant recuerda siempre que ha de permanecer indeterminado en qué consista tal unidad. En realidad, la síntesis entre unidad y multiplicidad debe tener lugar en el sujeto, es decir, entre el entendimiento como facultad de unidad, y la imaginación como facultad de lo múltiple. Pero como tal síntesis entre las facultades no se da a propósito de cualquier objeto, llamamos bello sólo a aquel que estimamos ha producido tales efectos. Sin establecerla, afirmamos que una determinada configuración formal del objeto tiene como efecto la libre relación entre las facultades, que el sujeto percibe anímicamente como una

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vivificación de su completa constitución, de la que llega a ser cons-

ciente en el sentimiento de placer. Y aunque el sentimiento como

tal no es comunicable, su comunicabilidad puede no obstante ser

postulada, en cuanto efecto necesario de aquella relación entre las

facultades de conocimiento, que sí es “común-icable”.

La “economía conceptual” a que me he referido se expresa en que

no sólo no es necesario suponer un Creador como causa del objeto

(la adecuación a fin de éste no requiere pensar en un fin, y por

ende no requiere pensar en una voluntad como causa), sino que

la relación placentera entre tal objeto y el sujeto receptor tampoco

requiere para ser explicada del recurso a una armonía preestable-

cida por tal causa inteligente. Con todo, es preciso resaltar que el

objeto no es la causa inmediata del placer, ni el placer es la causa

del juicio. El objeto es causa del libre juego, el placer es la forma

de conciencia del libre juego, y el fundamento del juicio es el libre

juego.

Por razones estilísticas no he querido abusar de mis condicionales

entre paréntesis. Sin embargo, no está de más recordar que, desde

mi punto de vista, la noción de libre juego entre las facultades, por

plausible que resulte, sigue siendo sólo una hipótesis, que no pue-

de ser afirmada téticamente si contamos sólo con los resultados

del Análisis (o de la exposición). No así para Kant, quien de hecho

considera estar ante un descubrimiento más que ante la formula-

ción de una condición que habría de cumplirse, si el uso del juicio

“este x es bello” estuviera justificado.

Pero así como la noción de placer desinteresado es negativa, en la

medida en que alude tan sólo a un placer que no es interesado,

la noción de libre juego también sigue siéndolo por cuanto que es

introducida como causa de ese placer que no depende de concepto

alguno (como ocurre, por ejemplo, en el caso de lo bueno, en donde

a partir de un concepto previo, se juzga al objeto como deseable

–Lust zu etwas–). La investigación analítico-regresiva busca enton-

ces una determinación positiva que debe (¿debería?) encontrarse

a la base del juicio de gusto: un fundamento a partir del cual se

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juzgue positivamente, y no meramente mediante contrastes y ex-clusiones, lo que es bello17.

Así, pues, cuando se emite un juicio de gusto, y dado que su pre-tensión de universalidad no puede justificarse conceptualmente, el sujeto ha de estar siguiendo una voz universal (CJ, § 8), o, lo que es lo mismo, cree atenerse en su juicio a un sentido común (§ 20-22). Pero una vez más, del establecimiento hipotético de la condición, se pasa a su afirmación tética, olvidando la cautela excepcional-mente expresada en el § 8:

Si los juicios de gusto (al igual que los juicios de conocimiento)

tuviesen un principio objetivo determinado, entonces quien los

emitiese según éste, pretendería incondicionada necesidad para

su juicio. Si no tuvieran ningún principio, como los del mero

gusto de los sentidos, entonces no se dejaría venir al pensamien-

to ninguna necesidad de los mismos. Por consiguiente, deben

tener un principio subjetivo que determine, sólo por sentimiento

y no por conceptos, pero de modo universalmente válido, lo que

plazca o displazca. Pero un principio tal sólo podría ser conside-

rado como un sentido común (CJ, § 20, b 64; negrilla mía18).

17 Quiero llamar la atención sobre la noción de voz universal (allgemeine

Stimme), que sólo aparece en el § 8 de la CJ, como una primera formulación de este fundamento positivo del juicio de gusto, diferenciado ya de la carac-terización meramente negativa –es decir comparativa y excluyente de otros placeres– del placer de lo bello. En este numeral Kant parece atenerse al ca-rácter hipotético, a mi juicio el único correcto, que deben poseer todas las in-ferencias o “descubrimientos” de la Analítica: “La voz universal es entoncessólo una idea (sobre qué descanse no se investiga todavía aquí). Que quiencree emitir un juicio de gusto, juzgue de hecho conforme a esta idea, puede ser incierto; pero que él lo refiera a ella, y por tanto que deba ser un juicio de gusto, es algo que él anuncia mediante la expresión de belleza. Pero por sí mismo, él puede estar cierto de ello a través de la mera conciencia de la se-paración de todo aquello que pertenece a lo agradable y a lo bueno, respecto de la complacencia que aún le reste” (CJ, § 8, b 26; negrillas mías).18 El uso hipotético, que he intentado resaltar con negrillas en la versión castellana, es particularmente claro en el texto alemán. También resulta cla-ro el paso del carácter hipotético de la condición, gramaticalmente expresa-do mediante el Conjuntivo II (también llamado Konjunktiv irrealis o Konjunktiv

der Nichtwirklichkeit), a la afirmación de la misma, expresada con el presente indicativo del deben (müssen). A continuación transcribo el texto original, re-saltando en negrilla los verbos correspondientes: “Wenn Geschmacksurteile (gleich den Erkenntnisurteilen) ein bestimmtes objektives Prinzip hätten, so

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Porque la pretensión de validez universal de los juicios de gusto tiene que tener sentido, la Analítica no simplemente supone –lo que en rigor puede e incluso debe hacer– , sino que afirma que esos juicios tienen como fundamento un principio subjetivo que deter-mina con validez universal lo que place o displace. Sabemos ya que ese fundamento no puede ser un concepto de belleza univer-salmente aceptado porque no existe, y porque aun si ése fuera el caso, lo que entonces se derivaría sería un juicio de conocimiento y no un juicio estético. Por ello, el principio en el que ha de fundarse el juicio de gusto, y dado que se ha decidido que éste no puede ser un absurdo lingüístico, ha de ser meramente subjetivo, aunque no individual ni tampoco conceptual; su nombre es sentido común.

Kant quiere establecer una diferencia entre su concepción de senti-

do común y la significación corriente que se atribuye a tal concepto. Bajo esta última, el sentido común alude a un conjunto de conceptos oscuramente representados (cfr. CJ, § 20, b 64), que eventualmente pueden ser elevados a la claridad. Desde el punto de vista de Kant, el juicio allí fundado sería entonces un juicio de conocimiento y no un juicio estético. Kant insiste en que el “sentido común” sólo puede llamarse “sentido” si siente, y sólo es “común” si todos es-tamos en capacidad de sentir de la misma manera la disposición (Stimmung) de las fuerzas de conocimiento producida por el objeto señalado por el juicio de gusto como bello. La herencia de Hutche-son con su “sentido interno de la belleza” es pues patente.

Difícilmente una construcción tal puede escapar a la acusación de legitimar el dogmatismo en el gusto. “En todos los juicios –constata, pero también afirma, Kant– mediante los cuales declaramos a algo como bello, no permitimos a nadie (verstatten wir keinem) ser de otra opinión” (CJ, § 22, b 66 y s.). Anteriormente he señalado que, desde el punto de vista de una descripción “fenomenológica” del juicio de gusto, tal intransigencia no me parece necesaria: podemos permitir

würde der, welcher sie nach dem letztern fället, auf unbedingte Notwen-digkeit seines Urteils Anspruch machen. Wären sie ohne alles Prinzip, wie die des bloßen Sinnengeschmacks, so würde man sich gar keine Notwendi-gkeit derselben in die Gedanken komen lassen. Also müssen sie ein subje-ktives Prinzip haben, welches nur durch Gefühl und nicht durch Begriffe, doch aber allgemeingültig bestimme, was gefalle oder mißfalle. Ein solches Prinzip aber könnte nur als ein Gemeinsinn angesehen werden”.

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a otros ser de distinta opinión, aunque la divergencia no nos resulte satisfactoria, razón por la cual nos decidimos a discutir. La razón de tal intransigencia no es pues otra que la creencia infundada de que, por el mero hecho de emitir un juicio de gusto, damos por hecho cumplido el estar ateniéndonos a una norma dictada por el sentido común, no obstante que, por definición, no podamos expli-citar tal norma: “Esta norma indeterminada de un sentido común es realmente supuesta por nosotros: lo prueba nuestra pretensión a emitir juicios de gusto” (CJ, § 22, b 67). La intransigencia se origina entonces en la confusión entre la Analítica –que legítimamente sólo puede postular como condición que justificaría la pretensión de universalidad a esa norma indeterminada del sentido común–, y la Deducción, que todavía no se ha realizado, y cuya misión es la de demostrar, si ello fuera posible, y además mediante un método diferente al de la Analítica, que tal norma existe.

Pero el dogmatismo va más allá, al anticiparse y anular de ante-mano los efectos impugnadores que pudieran derivarse de juicios contrarios: el sentido común que presupongo a la base de mi juicio, “no dice que cada cual vaya (werde) a estar de acuerdo con nues-tro juicio, sino que debería (solle) concordar con él” (CJ, b 67). Una sombra alcanza a enturbiar, si bien sólo pasajeramente, la seguri-dad dogmática: “sólo si se estuviera seguro de haber subsumido correctamente” (b 67) bajo ese principio, subjetivo pero universal, del sentido común. Pero, ¿acaso quien emite un juicio de gusto no está ya seguro de haber subsumido correctamente? Si seguimos la línea fuerte de la argumentación kantiana, tendríamos que res-ponder que quien carece de tal seguridad no emitiría el juicio de gusto correspondiente: si no concediera a mi juicio de gusto una validez ejemplar, es decir, si no lo considerara ya como ejemplo de la norma ideal e indeterminada del sentido común, y que como tal tiene derecho a convertirse en regla para todos, entonces no lo emitiría. Que otros juicios no concuerden con el mío, no me lleva tan siquiera a considerar la posibilidad de que la validez ejemplar fuese patrimonio suyo. Simplemente son ellos quienes no han sub-sumido correctamente.

La formación del gusto

En consonancia con la tradición ilustrada de los ingleses, Kant encuentra que la fuente de divergencias en materia de juicios de

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gusto se encuentra en la precipitación al emitirlos. La dificultad se centra entonces, no en la admisión del sentido común, sino en su aplicación correcta (richtige Anwendung; cfr. CJ, § 8, b 23). Por tal motivo, la formación del gusto resulta necesaria. Básicamente, ésta consiste en no acostumbrarse a emitir como juicios de gusto, lo que en realidad son juicios sobre lo agradable o lo bueno. El discerni-miento hecho hábito tendría como resultado final una capacidad de juicio no entorpecida, aristotélicamente habituada finalmente a juzgar sólo según el sentido común:

y esto es todo acerca de lo cual él [el juez - l.p.] se promete el

acuerdo de cada uno: una pretensión a la que, bajo estas condi-

ciones, tendría derecho, si no faltara a ellas con frecuencia (öfter), y

emitiese por ello juicios de gusto erróneos (CJ, § 8, b 26).

Es importante señalar que aquí se da por sentado que la forma-ción del gusto puede ser culminada definitivamente. Tal exceso de confianza se habría neutralizado si junto con las aspiraciones de validez universal, la Analítica hubiera considerado así mismo, y con igual peso, la anticipación de un desacuerdo siempre posible como característica del juicio de gusto. Pero el supuesto kantiano es otro: el objeto del análisis es un juicio de gusto emitido por una facultad de juzgar que se presume como ya plenamente formada. Por tal razón, cuando en el § 40 de la CJ se proponen tres máximas cuyo ejercicio garantiza al juez en materia de gusto la superación de una perspectiva meramente individual y el acceso al sentido común, Kant estima que ellas no forman parte de la crítica del gusto (cfr. b 159). Por su carencia de significación trascendental, y en virtud de su valor meramente pedagógico, los comentarios de Kant con respecto a estas máximas son muy escuetos19, y dejan de lado sugerencias muy interesantes que se derivarían de ellas y de las que me ocuparé más adelante.

19 Estas máximas quedan por fuera del interés de una investigación tras-cendental –crítica del gusto–, y son pertinentes tan sólo para la “formación y cultura del gusto”. Pero ya desde el Prefacio a la primera edición de la CJ ad-vertía Kant: “Puesto que la investigación de la facultad del gusto, en cuanto que facultad estética del juicio, no es emprendida aquí para la formación y cultura del gusto (pues ésta, así como hasta ahora, seguirá en adelante su curso sin todas estas pesquisas), sino meramente con propósito trascenden-tal...” (CJ, b ix).

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Según Kant, la primera máxima –pensar por sí mismo– caracteriza al pensar ilustrado, y su práctica garantiza un pensar no pasivo, libre de prejuicios, no supersticioso. La segunda máxima –pensar

en el lugar de cada uno de los otros– posibilita un pensar amplio, es decir no limitado, que puede apartarse del propio punto de vista para reflexionar sobre el propio juicio desde un punto de vista uni-versal. La tercera máxima, que garantiza un pensar consecuente,consiste en pensar siempre de acuerdo consigo mismo. Según Kant, se trata de la más difícil de las máximas, que sólo puede ser realizada por la unión de las dos anteriores, y “sólo puede ser alcanzada tras una frecuente observancia (öfteren Befolgung) de éstas convertida en destreza (Fertigkeit)” (CJ, § 40, b 160).

Así, pues, el valor de las anteriores máximas consiste en que su ejercicio continuado hasta su cristalización como hábito, permite la “formación” de la facultad de juzgar lo bello, es decir del gusto. Pero muy a la manera de Hutcheson, tal “formación” consiste en realidad en despejar los obstáculos que se interpondrían en el ejer-cicio originario del sentido común. Como tales, las máximas son propedéutica para el juez, pero no objeto de atención trascenden-tal. Son ejercicios previos necesarios para un buen juzgar, pero son irrelevantes para el esclarecimiento de las condiciones trascenden-tales de posibilidad de ese buen juzgar. Y éste es el hecho, y sobre su existencia las máximas no pueden arrojar ninguna sombra.

2. De la Analítica y la Deducción del juicio de gusto

La tarea de una Deducción

Llegados a este punto, la investigación se enfrenta con un último reto: si entendemos por Analítica la exposición tanto de las carac-terísticas del juicio de gusto, como de las condiciones que éste ha de cumplir para su uso legítimo, tal exposición podría entonces resumirse de la siguiente manera: a pesar de que el juicio de gusto se formula como un juicio acerca de un objeto, lo que en realidad expresa son los efectos placenteros de dicho objeto en el sujeto. Pero como al mismo tiempo, y ése es el sentido de su carácter de predicación objetiva, el juicio pretende un asentimiento universal por parte de cualquier juez, fue necesario construir una hipótesis acerca del origen de dichos efectos placenteros. Si éstos se deriva-ran de la afección sensible e inmediata causada por el objeto, mal podría pensarse que de allí pudiera derivarse una universal co-

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municabilidad del placer. Por el contrario, resulta más plausible la idea de que, aun con una mediación sensible, los efectos del objeto llamado bello recaigan no sobre la sensibilidad orgánica del recep-tor, sino sobre las facultades implicadas en el conocimiento. Tales facultades, comunes al género humano –es decir, comunicables–, serían puestas en una disposición de mutuo y libre juego –también comunicable–, disposición de la que el sujeto sería consciente bajo la forma del sentimiento de placer. No obstante, esta caracteriza-ción hipotética tiene la limitación de ser negativa, es decir, que ella explicaría el placer propio del juicio de gusto comparándolo y dife-renciándolo de otros placeres incomunicables. Una caracterización positiva, aunque también hipotética, explicaría el origen del juicio de gusto –junto con la universalidad del placer por él declarada-do– en un sentido común –también propio del género humano–.

Pero en rigor, todos estos resultados tendrían que ser considerados como meros indicios, faltando todavía la prueba. Sólo así se justifi-ca la necesidad de una fase de la investigación cualitativamente distinta de la Analítica, y esa sería la Deducción del juicio de gusto. Tal es en mi entender el significado de la diferencia que establece Kant entre la exposición (Exposition) y la legitimación (Legitimation)del juicio de gusto:

La pretensión de un juicio estético a una validez universal para

cada sujeto requiere, en tanto que juicio que debe apoyarse en

algún principio a priori, de una deducción (esto es, de una legiti-

mación de su aspiración): la cual debe añadirse aún a la exposición

del mismo, cuando concierne a una complacencia o displacencia

en la forma del objeto (CJ, § 30, b 131; cursiva mía)20.

20 Kant justifica la necesidad de una deducción para los juicios sobre lo bello, diferente de la exposición, por cuanto que tales juicios se refieren a un objeto, calificando su forma como bella. Pero como en el caso de lo sublime sólo impropiamente se califica de tal al objeto (que en realidad es carente de forma y figura), siendo la calificación propia tan sólo para un modo de pen-sar, resulta que la exposición vale ya como deducción. La razón no me resulta convincente: el objeto que produce el sentimiento de lo sublime aparece como carente de forma y figura, aunque en realidad las tiene. Desde un punto de vista estético, lo que importa es la apariencia, así ella contradiga la realidad. Con todo, algo de realidad es necesario: como en el caso de la experiencia sub-jetiva que designamos con el nombre de belleza, no cualquier objeto es apto para desencadenar los efectos del sentimiento de lo sublime. Ahora bien, independientemente de la plausibilidad de las razones aducidas en pro de la

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Importa sobremanera precisar sobre qué ha de recaer la legiti-

mación requerida. Dado que el juicio de gusto pretende un asen-

timiento universal, ha de tener un fundamento a priori, pero no

conceptual. Tal fundamento no puede ser otro que “esa extraña

facultad” que la exposición ha llamado sentido común. Pero si al

análisis ha de añadirse la deducción, ello sólo puede significar que

la deducción añade algo que la exposición no ha proporcionado.

En otras palabras, la legitimación que se espera de la deducción

sólo puede consistir en la posición fundamentada de la existencia

de ese sentido común que la exposición reconoce como condición

necesaria, sin que pueda aducir empero nada en pro de la necesi-

dad de su existencia. Sin embargo, y a pesar de la diferencia que

establece Kant en la cita anterior, su presupuesto es que la exposi-

ción analítica es ya una deducción.

En el parágrafo 22 de la CJ, que por cierto pertenece a la Analítica,

afirma Kant que “esta norma indeterminada de un sentido co-

mún es realmente presupuesta por nosotros (wird von uns wirklich

vorausgesetzt): lo prueba nuestra pretensión de emitir juicios de

gusto”. Esta afirmación es ambigua. Ella puede significar que Kant

constata tan sólo la existencia del supuesto, sin que ello baste para

demostrar la existencia de aquello a lo que el supuesto se refiere,

es decir, la existencia efectiva del sentido común. A mi juicio, sólo

así se justificaría la necesidad de una Deducción distinta de la Expo-

sición. Sin embargo, con la anterior interpretación se entremezcla

otra completamente distinta, y que es la que termina por impo-

nerse en la argumentación kantiana: si emitimos juicios de gusto,

es porque, junto con el supuesto lógico del sentido común, damos

por hecho tanto la existencia del sentido común mismo, como la

concordancia de aquellos con éste. Pero entonces en este caso, la

distinción entre Exposición y Deducción no se justifica; y si a pesar

de ello Kant insiste en realizar una Deducción, ésta es, como de he-

cho ocurre en la CJ, una mera repetición de la Exposición analítica.

necesidad de la deducción en un caso y de su superfluidad en el otro, lo que aquí me interesa señalar es que la diferencia entre exposición y deducción sólo se justifica si en uno y otro caso se trata de argumentaciones que, sea por su método sea por su contenido, resultan efectivamente distintas.

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En estas condiciones, sólo puedo explicarme la necesidad de una Deducción que legitime los resultados de este Análisis, como res-puesta a una duda, más retórica que radical, acerca de los alcances que atribuye Kant al Análisis. Existiría la posibilidad de que el sen-tido común, que el Análisis declara como condición necesaria de un uso legítimo de los juicios de gusto, fuera no obstante una facultad inexistente y acaso aún por adquirir. Sin esta duda, la superfluidad de toda Deducción es evidente. Pero que la duda sólo tenga alcances retóricos, quiere decir que ella no llega a poner en cuestión real-mente el prejuicio que ha infectado a toda la exposición analítica. Los efectos desestabilizadores que implicaría la duda radical son anulados de antemano. Por ello, la Deducción no parte de algo cuya legitimidad esté realmente en suspenso, y más que una investiga-ción es una reacción defensiva, que bajo la apariencia de aportar argumentos nuevos repite prejuicios viejos. La Deducción kantiana es sólo una repetición de la exposición.

El desarrollo de la Deducción

Entre el § 32 y el § 35 –parágrafos que supuestamente inician ya la Deducción propiamente dicha– encontramos una recapitulación de las características del juicio de gusto, es decir un resumen de la Exposición: cuando en él se declara bello a un objeto, se expresa la pretensión de que la complacencia producida tenga una validez universal, como si se tratase de un juicio objetivo (§ 32). No obstan-te, dicho juicio no es determinable por argumentos probatorios –en ocasiones puede ir incluso en contra de las reglas establecidas por los cánones académicos–, y se trata siempre de un juicio singular que no se funda en comparación alguna (§ 33): no es pues un juicio que pueda legitimar sus pretensiones mediante los mismos proce-dimientos que emplean los juicios de conocimiento. Si se entiende por principio la condición bajo la cual un objeto se subsume bajo un concepto, resulta claro que no puede existir principio (objetivo) para el juicio de gusto, puesto que no existe un concepto de belleza puro. Por lo demás, en el juicio de gusto el predicado no es ningún concepto de objeto, como equívocamente podría hacer creer la belleza gramaticalmente atribuida al objeto, sino un sentimiento de placer inmediatamente vinculado al objeto (§ 34). Así, pues, el principio del juicio de gusto ha de ser la formal condición subjetiva de un juicio en general, que en este caso ha de darse como juego

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entre la imaginación en su libertad y el entendimiento con su con-formidad a ley (§ 35).

Al finalizar el § 35, Kant parece dar por terminado el lugar que, acaso a guisa de recuento, ha otorgado a la Exposición analítica, dentro de la Deducción. Y una vez más se plantea el asunto crucial: descubrir el principio de derecho de los juicios de gusto, por medio de una deducción que ha de servirse, como de un hilo conductor, “de las peculiaridades formales de los juicios de esta especie” (CJ, b 146). El “vicio” argumentativo, o si se quiere el carácter trascendental de la prueba, se anuncia una vez más: de las solas peculiaridades formales del juicio de gusto puede inferirse, hipotéticamente, el principio. Pero para que tal principio pueda ser considerado de de-

recho (Rechtsgrund), sería necesario aportar elementos nuevos, que no provengan del Análisis.

Las reiteraciones de la pregunta fundamental en el § 36 apuntan a precisar el problema, y acaso, dramáticamente hablando, a acre-centar el suspenso. Así, pues, afirma Kant, el problema con el que nos enfrentamos no es el de cómo puede ser pensado un objeto como tal (tarea propia de una Crítica de la razón pura), sino cómo puede enlazarse, inmediatamente y como predicado, un senti-miento de placer (o displacer) a la representación del objeto. Pero como tal enlace se concibe como necesario, en su fundamento ha de encontrarse un principio a priori, si bien meramente subjetivo. ¿Cuál es el principio a priori en el que se funda la facultad pura de juzgar estéticamente, dado que en este caso carece de conceptos objetivos para subsumir? O si se quiere,

Esta tarea también puede ser planteada así: ¿cómo es posible un

juicio que, sólo a partir del propio sentimiento de placer en un

objeto, independientemente de su concepto, juzgue a priori este

placer como adherido a la representación del mismo objeto en

cada otro sujeto, esto es, sin tener que aguardar ningún asen-

timiento ajeno? (CJ, b 148).

De manera similar a como sucede en los juicios de la matemática o de la ciencia natural21, Kant atribuye al juicio de gusto el carácter

21 “De estas ciencias, puesto que están realmente dadas, es conveniente preguntar tan sólo cómo son posibles; pues que ellas han de ser posibles, es

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de real, y por ende la pregunta pertinente es la de cómo es posible.

Pero la argumentación en los numerales 36 y 37 no avanza hacia la respuesta: aunque precisa la formulación del problema, en rigor permanece en el ámbito de la Exposición analítica. De esta forma, se especifica la naturaleza del juicio de gusto como sintético a prio-

ri. Lo primero, por cuanto que el juicio va más allá del concepto del objeto, atribuyéndole –tácitamente– un predicado: el placer. No obstante, y aun cuando este predicado es empírico, el juicio de gusto aspira a un tipo de reconocimiento reservado para los juicios a priori: “así pues, no es el placer sino la validez universal de este placer la que, en el ánimo, se percibe como enlazada al mero enjuiciamiento del objeto” (CJ, § 37, b 150).

Si ahora nos preguntáramos por el fundamento de la validez uni-versal de ese placer expresada por el juicio de gusto, esperando en-contrar –¡por fin!– en la respuesta un elemento de legitimidad no contenido en la Exposición, tenemos que declararnos defraudados. El numeral 38, núcleo central de la Deducción, reitera, resumidamen-te, el proceso analítico-expositivo. En efecto, el parágrafo comienza con un “si se admite que...” (“Wenn eingeräumt wird, daß”), que reitera la exigencia del § 8 de la Analítica: “en primer lugar, se debe estar plenamente convencido de que...”. Y aquello de lo que es preci-so estar convencido, aquello que ha de admitirse como presupuesto sin el cual la investigación carecería de sentido, es la existencia de los juicios sobre lo bello en los que, a diferencia de los juicios sobre lo agradable, “la complacencia en el objeto, está enlazada al mero

algo que se demuestra por su realidad (Wircklichkeit)” (CRP, b 20). En cuanto a la metafísica se refiere, y dada su marcha defectuosa (schlechter Fortgang), Kant encuentra legítimo dudar de su posibilidad como ciencia. No obstante lo anterior, es un hecho que se trata de una disposición natural (Naturan-

lage), que siempre permanecerá. Por tal motivo, en este caso la pregunta es: “¿Cómo es posible la metafísica como disposición natural?”. Pues bien, a mi juicio, la situación del gusto se aproxima más a la de la metafísica que a la de la matemática o a la de la ciencia natural. En efecto, no es la metafísica el úni-co “campo de batalla de interminables discusiones” (CRP, a viii); también lo es el gusto, acerca del cual la experiencia nos enseña que pese a su exigencia de universal acuerdo, “también con bastante frecuencia es rechazado con su aspiración a validez universal” (CJ, § 8, b 23). En tales circunstancias, no re-sulta evidente que la pregunta respecto a los juicios de gusto sea la de cómo son posibles, y acaso resultaría más adecuado asumirlos, con su pretensión de universalidad, como expresión de una disposición natural.

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enjuiciamiento de su forma” (b 150). Así, pues, el objeto en cuanto pura forma, o conformidad-a-fin subjetiva –que, como hemos visto, en la Analítica también recibe el nombre de conformidad-a-fin sin fin–, afecta a la facultad de juzgar en general, sin que medien sentidos ni conceptos particulares. Esa facultad, sin tales mediaciones, puede suponerse en todos los hombres. Por tanto,

la concordancia de una representación con estas condiciones de

la facultad de juzgar tiene que poder ser asumida como válida

para cada uno (b 151).

En otras palabras, el placer que surge de la conformidad a fin subjetiva de la representación del objeto, “podrá ser atribuido con derecho a cada uno”. Y aunque en este pasaje central de la Deduc-

ción no aparezcan explícitamente conceptos tales como libre juego

o sentido común, resulta obvio que, implícitamente, ellos están pre-sentes: la representación de un objeto como conformidad-a-fin sin

fin concuerda con las condiciones de la facultad de juzgar, es decir, con la imaginación y el entendimiento en su libre juego, lo que no significa otra cosa que el placer sentido ante la representación del objeto se estima como efecto necesario, y el juicio que declara tal experiencia es positivamente producido por el sentido común.

A mi juicio, son dos las cosas que podemos concluir del razona-miento anterior. En primer lugar, la circularidad en la prueba de la existencia del sentido común; en efecto, el Análisis muestra que sin el supuesto del sentido común, las pretensiones de validez univer-sal del juicio de gusto, es decir el juicio de gusto mismo, carecerían de sentido. Sin embargo, con ello no se ha probado la existencia del sentido común, y es un vicio argumentativo inferir esa existencia del hecho de que emitamos juicios de gusto. En rigor, y si no exis-tiese otro camino para la justificación de la diferencia entre juicios de gusto y juicios sobre lo agradable, tendríamos que aceptar que la forma judicativa “este x es bello” es un absurdo lingüístico, y en consecuencia hacer lo que esté a nuestro alcance por proscri-birla. Tendríamos pues que tener el valor de dar la razón, en el campo del gusto, a aquella “especie de nómadas”, los escépticos (CRP, a ix), que en su momento hicieran de la matrona metafísica una Hécuba doliente. Pero antes de optar por esta salida extrema, acaso resulte adecuado persistir en el esfuerzo de una cabal com-prensión del fenómeno lingüístico en cuestión. Como en la metafí-

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sica, despojada ahora de su carácter de ciencia, “la razón humana avanza inconteniblemente hacia esas cuestiones, sin que sea sólo la vanidad de saber mucho quien la mueve a hacerlo” (CRP, b 21), podría ser que en los juicios de gusto, aun sin deducción posible, algo humano, distinto de la vanidad, se estuviera expresando. Y todo ello permanecería en la oscuridad si nos apresuráramos a dar el paso escéptico.

En segundo lugar, y esto ya lo he afirmado, esta argumentación justifica el dogmatismo en el gusto, puesto que del solo hecho de emitir juicios de gusto se quiere inferir no sólo la existencia del sentido común, sino el acuerdo de nuestro juicio singular con el mismo: puesto que no podemos determinar positivamente el con-tenido de la normatividad del sentido común –ello equivaldría a te-ner un concepto universalmente válido de belleza–, consideramos a nuestro juicio como un ejemplo de la misma. Pero precisamente por-que le otorgamos una validez ejemplar a nuestro juicio, no estamos dispuestos a concesiones de ningún tipo frente a juicios distintos. En tanto que ejemplo de la norma inefable del sentido común, nues-tro propio juicio se convierte entonces en el parámetro del juicio correcto. Ya desde la Exposición analítica Kant había declarado que “en todos los juicios mediante los cuales declaramos algo como bello, no permitimos a nadie ser de otra opinión” (CJ, § 22).

Nótese que no atribuyo el dogmatismo al carácter categórico como tal del juicio de gusto, pues ello significaría que no podríamos emi-tir afirmaciones categóricas so pena de incurrir en dogmatismo. Dogmatismo es el hecho de que aquí nos las habemos con un juicio no fundado en conceptos, que pretende justificar su pretensión de validez universal al autointerpretarse como actualización de una supuesta facultad innata, de cuya existencia sólo el mismo juicio puede aducirse como testimonio. Si de todo ello se deriva además un sentimiento de convicción irrefutable, tenemos entonces el cua-dro completo del dogmatismo.

El cultivo del gusto y sus relaciones con la argumentación

trascendental

He afirmado anteriormente que Kant reconoce la posibilidad de juicios de gusto incorrectos, emitidos por un gusto no formado que, influido por motivos privados, pretende no obstante un re-

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conocimiento universal. Dentro del texto consagrado a la propia Deducción, Kant vuelve sobre el asunto (cfr. CJ, § 32). Propone allí como ejemplo a un joven poeta, que inicialmente juzga muy bené-volamente su poema, para retractarse ulteriormente de su juicio, una vez que, mediante el ejercicio, ha aguzado su propia facultad de juzgar. Pero lo que resulta curioso es que nuestro poeta, por mor de la autonomía de su juicio de gusto, tenga que ser sordo a las voces discordantes del público adverso: si en virtud de ellas alterase su juicio, ello ocurriría tan sólo “de labios para afuera”, y Kant estima que la rectificación de su juicio sería tan sólo una concesión a la obcecación común (dem gemeinen Wahnen), motivada por su deseo de aplauso.

Indiscutiblemente que Kant acierta cuando afirma que la aproba-ción expresada en un juicio de gusto no puede ser forzada median-te argumentos que tengan pretensiones probatorias o demostrati-vas22. Pero lo cuestionable es que aquí parece considerar que toda argumentación tendría que exhibir pretensiones demostrativas, es decir, que argumentar en pro o en contra de un juicio equivale a deducirlo –o a invalidarlo– a partir de premisas explícitas y verda-deras. Por ello, el texto de la Deducción ignora, y hasta deja sin piso a la diferencia crucial que más tarde se introduce –aunque sin un desarrollo satisfactorio– en la Dialéctica de la facultad estética, a sa-ber la que existe entre disputar (disputieren) y discutir (streiten) (cfr. CJ, § 56). Desde la perspectiva de la Deducción, toda confrontación entre juicios opuestos se asimila a una disputa sin sentido, pues los argumentos opuestos tendrían siempre una vana pretensión demostrativa23.

22 “Cuando alguien me lee su poema, o me lleva a un espectáculo que fi-nalmente no quiere agradar a mi gusto, bien puede aducir él a Batteux o a Lessing, o a críticos del gusto más antiguos y famosos, y a todas las re-glas por ellos establecidas como demostración de que su poema es bello; y también podría ocurrir que ciertos pasajes, que precisamente me disgustan, concuerden muy bien con las reglas de la belleza (tal como son dadas allí y reconocidas generalmente): me tapo los oídos, no quiero oír ninguna razón ni ninguna sutileza, y presumiré que aquellas reglas de los críticos son fal-sas, o que al menos su aplicación no es para este caso, antes que otorgar que yo deba determinar mi juicio mediante argumentos a priori, puesto que debe ser un juicio del gusto y no del entendimiento o de la razón” (CJ, § 33,b 141). 23 “El fundamento de determinación de su juicio no lo pueden esperar de

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Ahora bien, el discutir, tal como es caracterizado en la Dialéctica,tendría que estar tan lejos del relativismo escéptico como del dog-matismo del disputar, “pues acerca de aquello sobre lo que debe estar permitido discutir, tiene que haber la esperanza de llegar a convenir mutuamente; ha de poder contarse por lo tanto con fun-damentos del juicio que no tienen una mera validez privada, y que por tanto no son meramente subjetivos” (CJ, § 55, b 233). Pero una vez más, también el texto de la Dialéctica se presta para una doble interpretación. En efecto, el “ha de poder contarse por lo tanto con fundamentos de juicio que no tienen una mera validez privada” podría significar que si discuto, es porque estoy seguro de que mi juicio cuenta con fundamentos cuya validez no es meramente privada; de lo contrario, no discutiría. La discusión, tal como es presentada por Kant, excluye la posibilidad de que el otro pueda llegar a persuadirme de la falsedad de mi juicio, pues para ello él sólo podría recurrir a argumentos con pretensiones demostrativas infundadas. Pero si esto es así, ¿cómo podría entonces justificar mi esperanza de que, en una discusión, el otro se deje persuadir de la falsedad de su juicio y acepte el mío como verdadero? Tengo que conceder que todos los argumentos que yo pudiera ofrecer tam-bién tendrían pretensiones demostrativas infundadas. Una even-tual rectificación del juicio adverso sería entonces tan arbitraria como una eventual rectificación de mi propio juicio. Así, pues, si los contendientes partieran de una concepción del discutir como la aquí expuesta, es preciso reconocer que toda discusión sería vana. Y no obstante lo anterior, esta interpretación concuerda con la perspectiva que supone la Deducción, y es dogmática y argumenta-tivamente viciosa: discuto porque doy por verdadero que a la base de mi juicio hay fundamentos, que niego para el juicio contrario. Y si se me preguntara por la garantía de que tales fundamentos están a la base de mi juicio, respondo no que “si así no lo creyera”, sino que “si así no fuera”, entonces no discutiría.

La otra interpretación posible consiste en que aunque en principio asumimos nuestro punto de vista como verdadero –”así lo cree-

mos”– , también admitimos que existe la posibilidad de que no lo

la fuerza de los argumentos, sino sólo de la reflexión del sujeto sobre su pro-pio estado (de placer o displacer), con exclusión de todo precepto y regla” (CJ, § 34, b 143).

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sea; es decir, que juicios que no concuerdan con el mío podrían ser verdaderos, no obstante que desde mi perspectiva actual no lo sean. Discutir implica entonces argumentar, a sabiendas de que no toda argumentación ha de ser lógicamente demostrativa, ni empíricamente probatoria. De esta manera, efectivamente conta-mos con que han de existir fundamentos para el juicio con validez no meramente privada, y sin ello la discusión carecería de sentido. Pero esto no significa que, indiscutiblemente, mi juicio esté basado en ellos. La discusión sólo puede ser considerada como genuina si, pese a nuestra convicción actual, estamos abiertos a la posibilidad de que la contra-argumentación nos lleve a cambiar dicha convic-ción. Sin una disposición tal, es decir, si la esperanza de llegar a convenir mutuamente consistiera en la esperanza de un acuerdo sólo posible mediante la aceptación del propio juicio, entonces es-taríamos llamando discusión a lo que en realidad es un diálogo de sordos. Sin embargo, ése parece ser precisamente el supuesto del texto que la Deducción consagra a nuestro asunto:

El juicio de otros que fuese desfavorable para nosotros puede

hacernos sospechar (bedenklich machen), y por cierto con derecho,

del nuestro; pero jamás nos convencerá (überzeugen) de la inco-

rrección del mismo. Así, pues, no existe ningún argumento em-

pírico para imponer a alguien el juicio de gusto (CJ, § 33, b 141).

La posibilidad de que llegáramos a admitir la incorrección de nues-tro propio juicio a partir del juicio adverso de otros parece descar-tada a priori. Si a favor de Kant se adujese que él afirma que el juicio adverso carece de tal poder porque está fundado en argumentos

empíricos, entonces respondería que, acaso de manera impercepti-ble, en los textos en cuestión Kant ha reducido toda argumentación a la meramente empírica o demostrativa. En tales condiciones, ¿en qué puede consistir el “derecho” del juicio adverso, y cuál es el real alcance de la dubitación en que nos sumerge? Por lo visto, al menos según la Deducción, el derecho se limita a la consagración de la inconmensurabilidad entre los juicios opuestos, y sus efectos no son otros que el atrincheramiento en el propio juicio.

Si se supone que, como en el caso del joven poeta mencionado, la capacidad de juicio aún requiere de formación, una posición como la anterior dificulta enormemente tal proceso, pues es evidente que el joven poeta cree estar ya en posesión efectiva de una capacidad

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de juicio formada. De lo contrario, no emitiría juicios de gusto. Y aunque por vanidad ceda ante la presión externa, internamente intentará hacerse a todo tipo de argumentos que le refuercen en su posición, antes que examinar desprevenidamente, en la medida en que ello sea posible, la plausibilidad de los juicios adversos.

Pero atendiendo a que Kant reconoce la existencia de gustos incul-tos y gustos cultivados, podríamos preguntarnos por los criterios que nos permitirían reconocer que estamos frente a una capacidad de juicio madura y acabada en su formación. Casi con seguridad, Kant respondería que esta pregunta carece de cualquier relevancia trascendental, y que por ello no pertenece a una crítica del gusto. No obstante, al menos habría que conceder entonces que la inves-tigación trascendental presupone como objeto de investigación a un gusto plenamente formado, sin el cual, simplemente no habría objeto de investigación. Pero entonces la pregunta es precisamen-te si tal objeto existe. El joven poeta del parágrafo 32 así lo cree inicialmente, y así lo sigue creyendo cuando, después de ejercitar-se, rectifica su primer juicio. Sus propias transformaciones nada restarán a la seguridad que exhibirá en cada una de las sucesivas y mutuamente contradictorias afirmaciones. Sin embargo, ¿qué le garantiza que su último juicio no sea susceptible de ulteriores rectificaciones?

Pese a que no se trata de un asunto de envergadura trascendental, sino de mera formación del gusto, dentro del propio texto de la Deducción (cfr. CJ, § 32, b 138-139) una velada toma de posición de Kant en la famosa Querella entre los antiguos y los modernos en pro de los partidarios de los modernos, parece constituirse en respuesta, al menos indirecta, al anterior interrogante. Afirma Kant que con derecho (mit Recht), las obras de los antiguos son alabadas como modelos, y sus autores considerados como clásicos. De la exposi-ción kantiana, podemos inferir que la falta de los modernos par-tidarios de los antiguos es doble, pero que en todo caso no radica en que hayan considerado a sus defendidos como modelos, en lo que por lo demás ellos coinciden con sus adversarios, los también modernos partidarios de los modernos. Se trata más bien, por una parte, de que los partidarios de los antiguos extraen de las obras de sus clásicos leyes que luego pretenden imponer a la posteridad. Con este procedimiento no sólo contaminan al modelo de las limi-

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taciones propias del procedimiento empírico, sino que, pedagógi-camente, atentan contra la autonomía del gusto de la posteridad. Para decirlo de manera cruda, los partidarios de los antiguos son malos maestros, no por lo que enseñan, sino por la forma en que lo hacen. Por otra parte, en su ciega adhesión al ideal antiguo, los partidarios de los antiguos condenan a los sucesores modernos a ser meros imitadores, y no continuadores, de los antiguos.

La adhesión al modelo antiguo ha de ser pues libre y no forzada (¡pedagogía moderna!), pero en todo caso ha de tener lugar so pena de que el gusto permanezca en la “tosca disposición de su natural”. Sin tal adhesión, el gusto, desprovisto de conceptos y preceptos, se encontraría en un estado de abandono y estaría suje-to a la recaída en “la rudeza de los primeros ensayos”. Sólo porque está encaramado sobre los hombros del gigante, para utilizar una metáfora cara a los modernos, el enano puede ver más que aquel24.En palabras de Kant, la adhesión al modelo no ha de entenderse como repetición imitativa, sino “para conducir a otros, a través de su proceder, tras la huella, a fin de que busquen en sí mismos los principios y tomen su propio camino, a menudo mejor” (CJ, b 138).

Un gusto formado es pues un gusto que por convicción y no por obligación ha llegado a reconocer en las producciones antiguas el modelo. Pero entonces hemos de reconocer que nos topamos con una falacia argumentativa: en realidad, si el juicio emitido por un

24 “Esta idea de avance se tradujo en una imagen tosca, sencilla, pero de una gran fuerza expresiva: los modernos eran como enanos, montados sobre hombros de gigantes. Al parecer, esta imagen que haría fortuna y seguiría repitiéndose, como veremos, en el Renacimiento, fue lanzada por Bernardo de Chartres, una de las primeras y más importantes figuras del movimiento intelectual del siglo xii. Enanos los modernos, ciertamente, más pequeños que los gigantes antiguos sobre cuyas espaldas van, pero que con todo al-canzan a ver más lejos que éstos, porque parten de estar colocados sobre su altura. Esto quiere decir que indudablemente los modernos valen menos por sí que los antiguos, pero también que unos y otros caminan en la misma dirección y que de esa continuidad o comunidad de marcha en que unos y otros avanzan, resulta un progreso, porque los que han venido después conservan todo lo recibido, pero no se quedan ahí, sino que incrementan el total con lo que ellos añaden”. José Antonio Maravall, Antiguos y modernos.

Visión de la historia e idea de progreso hasta el Renacimiento, Alianza Editorial, Madrid, 1986, p. 232.

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gusto formado cree atenerse sólo al placer inmediatamente sen-tido, prescindiendo de, e incluso rechazando reglas, conceptos e ideales de belleza, ello es posible sólo porque previamente –y en ello consiste su carácter de “formado” o de “cultivado”– se ha mol-deado en el ejemplo de los clásicos:

Pero entre todas las facultades y talentos es precisamente el gus-

to, dado que su juicio no es determinable mediante conceptos

y preceptos, el que más necesitado está de los ejemplos de lo

que en el curso continuo de la cultura se ha conservado por más

tiempo en aprobación, a fin de que no se vuelva pronto otra vez

zafio, y recaiga de nuevo en la rudeza de los primeros intentos

(CJ, § 32, b 139).

Se prohíbe pues el ingreso de los conceptos y reglas por la puer-ta delantera de la argumentación filosófico-trascendental, pero los modelos que sirvieron de base a los indeseados intrusos con-ceptuales ya se han colado por la puerta trasera del cultivo y for-mación del gusto. Es cierto que para el moderno no se trata de reproducir el modelo antiguo, sino de que éste sirva de punto de partida sólido para las innovaciones de aquel, y en ese sentido, el discípulo podría, quizás, incluso superar al maestro. Pero de todas maneras, el modelo antiguo se ha hecho ahora gusto cultivado: a la manera protestante, la autoridad deja de ser externa porque se la ha interiorizado al punto de que sus determinaciones se sienten ahora como propias. En adelante, no es ya la autoridad externa de la Academia fundada y patrocinada por la monarquía absolutista, sino el propio gusto quien se encargará de limitar los alcances de tales innovaciones:

El gusto es, así como la facultad de juzgar en general, la discipli-

na (o crianza [Zucht]) del genio: le recorta mucho a éste las alas,

y lo hace bien educado (gesittet) o pulido; pero al mismo tiempo

le da una orientación acerca de hacia dónde y hasta dónde debe

extenderse, para permanecer conforme a fin (CJ, § 50, b 203).

Así, pues, el hecho de que el cultivo del gusto sea un asunto an-terior y externo al ámbito propio de la crítica trascendental del gusto, no debería llevarnos a ignorar los condicionamientos que aquél ejerce sobre ésta. El gusto sobre el que recae la crítica, en sentido trascendental, no es tosco, rudimentario ni primitivo, sino cultivado. Pero el gusto cultivado es, como acabamos de verlo, un

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gusto moldeado según el ejemplo del paradigma clásico. En rigor, mal podría esperarse una legitimación de las pretensiones de uni-versalidad de un juicio que bien puede ocultar, pero no negar, la particularidad de los modelos en que se ha formado.

El único motivo –al menos Kant no ofrece ninguno más– para la aceptación libre, es decir no forzada por argumentos, de los mo-delos de la antigüedad clásica es que se trata de aquello que “en el curso continuo de la cultura se ha conservado por más tiempo en aprobación” (CJ, b 139); resulta entonces evidente la limitación de aquello que se entiende por gusto, y el ámbito de lo que la facultad de juzgar estética pueda llegar a aprobar es enormemente restrin-gido. Así, pues, aunque la afirmación de la superioridad del gusto de un hombre cultivado no resulte cuestionable si se lo compara con el de un niño, la relación no es tan simple cuando se trata del gusto de culturas distintas, o incluso de estilos distintos dentro de una relativa unidad cultural. Esa cierta liberalidad de que hace gala Kant en alguna ocasión frente al barroco25, no alcanza a con-trarrestar la impronta clasicista de su concepción del gusto26.

25 En un pasaje Kant llega a expresar su tolerancia frente a la tendencia a lo grotesco y al apartamiento de toda regla en los jardines ingleses y en el barro-co, como un costo menor que habría que pagar para que “el gusto pueda mos-

trar su perfección máxima en proyectos de la imaginación” (CJ, § 22, b 72).26 Corrientes historiográficas fundadas en concepciones como la kantia-na llegarían a valorar producciones artísticas “pre-clásicas” (el antiguo arte egipcio, por ejemplo) como toscas elaboraciones que penosa y lentamente pugnan por acercarse al ideal que sólo la Grecia clásica alcanzó. Trabajos como los de Riegl o de Worringer, a comienzos del siglo xx, llegarían a im-pugnar esta sospechosa “filosofía” de la historia del arte, propugnando una aproximación que hiciera cabal justicia a las obras en cuestión. De esta ma-nera, de lo que se trata no es de considerar a la diversidad de la producción artística como sometida a un proceso teleológico unitario, conformado por momentos intermedios de mayor o menor habilidad técnica y momentos culminantes que se constituyen en parámetros de juicio de cualquier pro-ducción artística. Tal enfoque puede tener su valor, bajo la condición de que en su aplicación no se ignore la diversidad de estilos. De lo contrario, de la estatuaria egipcia, por carecer de la elegante flexibilidad de la griega clásica, sólo podríamos afirmar que se trata de un inicio torpe: formas hieráticas que, como en el caso del joven poeta kantiano, por falta de ejercicio, no alcan-zan todavía la libre gracilidad helénica. El gusto del historiador se resigna entonces a esperar aquel momento en el que, por fin, la humanidad “entra en razón” –aunque sin conceptos–. De la misma manera, en el arte tardorroma-

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Acaso se me podría objetar que la relación correcta no es la de un gusto cultivado dentro del paradigma clasicista, que estaría determinando subrepticiamente el punto de partida de la inves-tigación trascendental, sino que más bien se trata de una relación inversa: en el clasicismo, Kant encontraría a posteriori un modelo en el que se cumplen cabalmente todos los hallazgos y exigencias de la crítica trascendental. Concedo que lo último se ajusta más a la manera kantiana de ver las cosas27. Así, pues, desde el punto de vista filosófico kantiano, la religión cristiana y el clasicismo estético serían ejemplos de lo que la argumentación trascendental ha determinado a priori como moral, o como buen gusto. Y desde el punto de vista histórico propio de esta filosofía, cristianismo y clasicismo serían vistos como sistemas propedéuticos que, aunque sin conocimiento satisfactorio de causa –es decir, sin fundamen-tación trascendental–, se habrían no obstante anticipado a la re-flexión filosófica28.

Pero cualquiera que sea la opción tomada, el resultado es, en cada caso, una limitación de los alcances de la reflexión estética kantia-na. En el primer caso, es decir, si inducidos por la argumentación ofrecida por Kant en el § 32 de la CJ, consideramos que el modelo se constituye en el presupuesto de la investigación trascendental, la pretensión de universalidad del juicio dependería de la asimila-ción y aceptación previa del modelo. En este caso, todo gusto dis-

no del siglo v, o en el del abstraccionismo del siglo xx, el “gusto cultivado” no podrá encontrar más que decadencia o barbarie: acaso se trate de produc-ciones de un genio, pero en todo caso emancipadas de la Zucht del gusto.27 Tal es, por ejemplo, la relación que establece Kant entre religión y mo-ralidad: “En tanto que la razón práctica tiene el derecho de guiarnos, no consideraremos acciones como obligatorias porque son mandamientos de Dios, sino que las consideraremos como mandamientos divinos porque estamos in-

ternamente obligados a ellas” (CRP, b 847).28 La relación es equivalente a la que establece Lessing entre ilustración,educación y revelación: “La educación no le da nada al hombre que éste no pueda alcanzar por sí mismo; le da aquello que por sí mismo podría tener, sólo que más rápida y fácilmente. Así mismo, tampoco la revelación le da al género humano nada que no pueda alcanzar también la razón humana abandonada a sí misma, sino que le dio y le da las más importantes de estas cosas, sólo que con anticipación”. g.e. Lessing, Die Erziehung des Menschen-

geschlechts [1780], § 4, en Lessings Werke, tomo 2, Aufbau-Verlag, Berlín y Wei-mar, 1988, p. 290.

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tinto al gusto formado sobre el modelo sería calificado como mal

gusto, o gusto tosco, o no suficientemente cultivado. Pero sucede

que no sólo la adopción del modelo resulta injustificada, sino que

contradice la espontaneidad y libertad que se atribuye al juicio

de gusto. Kant cree escapar a esta objeción distinguiendo entre

sucesión (Nachfolge) e imitación (Nachahmung)29, pero la sucesión

implica asumir como propia una tradición, así el objetivo no sea

simplemente el de repetirla. Así, pues, aunque la forma del juicio de

gusto no tolera la limitación de su validez al sujeto que juzga30, sería

preciso que éste se reconociese como miembro de una determinada

comunidad cultural, de tal forma que el juicio de gusto rezaría “este

x es bello para nosotros”. Y aunque ésta es una consecuencia que

naturalmente repugnaría a Kant, no veo manera de eludirla.

La segunda posibilidad es que consideremos que el modelo clásico

no ha de ser entendido como pauta que configura previamente lo

que haya de entenderse por buen gusto. Es la crítica trascendental

del gusto la que determina a priori las características y exigencias

del buen gusto, y sólo de manera a posteriori se descubren obras,

las clásicas, que se adecúan a tales exigencias. Tendríamos que

conceder entonces que el predicado de la belleza habría de reser-

varse exclusivamente para aquellas obras que se adecúen a las

condiciones previstas por la crítica para el buen gusto. El interés y

la pertinencia de la reflexión estética kantiana resultan pues con-

finados a la esfera de aquellos estilos artísticos que le son acordes,

quedando por fuera de su órbita estilos diferentes, que no obstante

consideramos artísticos si bien no necesariamente bellos. De este

modo, aunque la CJ se pretende como una crítica del gusto a secas,

sería en realidad una crítica tan sólo del gusto clásico.

29 “Sucesión, que se refiere a un proceso precedente (Vorgang), y no imi-tación, es la expresión correcta para todo influjo que los productos de un creador ejemplar pueda tener sobre otros; lo cual sólo significa tanto como: extraer de las mismas fuentes que aquél, y aprender de su antecesor sólo la manera de portarse al respecto” (CJ, b 139).30 “Con lo bello sucede de manera completamente distinta [a que con lo agradable - l.p.]. Sería (precisamente a la inversa) ridículo si alguien que se imaginase de buen gusto, pensara justificarse diciendo: este objeto (el edi-ficio que vemos, el vestido que lleva aquél, el concierto que escuchamos, el poema sometido a juicio) es bello para mí” (CJ, § 7, b 19).

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3. Hacia una redefinición de la Analítica

El deslinde entre Analítica y Deducción

Mí crítica central a la investigación estética kantiana se ha dirigido a la unilateralidad de su comprensión del punto de partida: he propuesto considerar que el hecho a investigar no está constituido tan sólo por la pretensión de validez universal del juicio de gusto, sino que a ello habría que añadir, de manera esencial y no adjetiva, la posibilidad siempre presente de una negación de tal pretensión, y que se expresaría en juicios de gusto contradictorios.

Si ensancháramos de esta manera el hecho cuya significación hay que precisar, y cuyas condiciones de posibilidad hay que esta-blecer, entonces, en primer lugar, se evitaría automáticamente la confusión kantiana entre la Analítica como Exposición del juicio de

gusto y la Deducción de los mismos. En efecto, la Exposición, o si se quiere la Analítica de los juicios de gusto, se limitaría al estableci-miento de las condiciones bajo las cuales el juicio de gusto tendría legitimidad en sus pretensiones de validez universal, pero el peso que entonces atribuiríamos al disenso nos disuadiría de dar por hecho, a partir del mero enunciar juicios de gusto, lo que tan sólo es una formulación de las condiciones de validez universal. Que en general tales condiciones existan, sería, al menos en principio, objeto de una investigación nítidamente separada en su método de la anterior. Tal investigación recibiría el nombre de Deducción

del juicio de gusto.

Ahora bien, a mi juicio, no existe ninguna posibilidad para la Deducción. Kant intentó una, cuyo propósito era transformar la –indiscutible– aspiración a reconocimiento universal en la certeza

de estar juzgando según principios objetivos aunque indefinibles. Pero, como se ha visto, no existe ningún argumento que pueda ser aducido en pro de tal transformación, salvo el de “pensar con el deseo”. De ahí la circularidad de su pretendida deducción, que termina dando por certeza lo que tan sólo es convicción dogmática.

Pero no se trata tan sólo de que la Deducción sea imposible, sino también de que, desde mi punto de vista, es inútil. Una acepta-ción radical del disenso como posibilidad siempre existente hace superflua la necesidad de certeza. Lo que hay que explicar es más bien la coexistencia entre la aspiración a reconocimiento universal

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de un juicio de gusto –sin la cual su diferencia con el juicio sobre lo agradable carecería de sentido–, y la negación de tal aspiración por parte de juicios de gusto adversos. Creo que ello es posible si se redefine el carácter de la Analítica, enfatizando su carácter meramente expositivo.

El sentido común como principio regulativo

Kant no ha sido totalmente ajeno a esta última perspectiva. Como prueba de ello, quiero detenerme en el § 22 de la CJ, cuyo título reza: “La necesidad del asentimiento universal que es concebido en un juicio de gusto es una necesidad subjetiva, que es represen-tada como objetiva bajo la suposición de un sentido común”.

La Exposición analítica, a la cual pertenece este numeral, ha deter-minado como condición de posibilidad de la pretensión de validez universal y de necesidad del juicio de gusto, el que éste se emita bajo la norma del sentido común: “Esta norma indeterminada de un sentido común es realmente supuesta (vorausgesetzt) por noso-tros: lo demuestra (beweiset) nuestra pretensión de emitir juicios de gusto” (B 67). Anteriormente he comentado esta afirmación, y he dicho que la “suposición” de la norma indeterminada de un sentido común ha de entenderse aquí no en el sentido general y “débil” de postular la idea regulativa de un sentido común, sino en el sentido concreto y “fuerte” de dar por sentado que nuestro juicio de gusto es un ejemplo de, y como tal una prueba de la existencia del sentido común. La afirmación en cuestión aparece como justificación de una pretendida descripción fenomenológica del juicio de gusto, según la cual “en todos los juicios a través de los que declaramos algo como bello, no permitimos a nadie ser de otra opinión”. Por arte de birlibirloque, la Exposición analítica pasa a fungir como Deducción.

Pero precisamente por lo anterior, el párrafo siguiente, que cito in

extenso, resulta sorprendente:Pero ¿hay de hecho un tal sentido común como principio consti-

tutivo de la posibilidad de la experiencia, o es que un principio

de la razón aún más alto nos impone sólo como principio regu-

lativo el producir en nosotros ante todo un sentido común con

vistas a fines más elevados? ¿Es, entonces, el gusto una facultad

originaria y natural o sólo la idea de una por adquirir aún y ar-

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tificial, de modo que un juicio de gusto, con su presunción de

un asentimiento universal, sería de hecho sólo una exigencia de

la razón de producir una semejante unanimidad del modo de

sentir, y el deber, es decir, la necesidad objetiva de la confluencia

del sentimiento de todos con el sentimiento particular de cada

uno, significaría sólo la posibilidad de llegar a ser concordes en

ello, y el juicio de gusto no ofrecería más que un ejemplo de apli-

cación de este principio? Ello no queremos ni podemos investi-

garlo aquí todavía... (CJ, § 22).

La complejidad de los anteriores interrogantes exige un comen-tario más o menos detallado. En primer lugar, con toda claridad, Kant contempla dos posibilidades de interpretación acerca de lo que haya de entenderse por la necesidad del sentido común: según la primera, el sentido común sería de hecho un principio constitutivo

de la posibilidad de la experiencia, incluida allí la de la belleza, y entonces el gusto sería una facultad originaria y natural, cuya existencia quedaría probada por el mero hecho de que emitimos juicios de gusto. Como hemos visto, ésta es la interpretación que atraviesa toda la CJ, y en virtud de ella Kant pretende que la Ana-

lítica cumpla simultáneamente con las funciones de exposición y de legitimación.

Pero la pregunta contempla otra alternativa, a saber, que el sentido común no exista como principio constitutivo de la posibilidad de la experiencia, sino que sólo sea un principio regulativo, que la razón nos impone para “fines más elevados”. En este caso no sería una “facultad originaria y natural”, sino “la idea de una por adquirir aún y artificial”. En sentido estricto, desde esta perspectiva el sen-tido común sería sólo un resultado de la Exposición del juicio de gusto, cuya existencia ni ha sido probada ni puede llegar a serlo, pues se trata de algo aún por adquirir. En tales condiciones no se requiere de una ulterior legitimación: en efecto, el sentido común existe como exigencia de producir una unanimidad, pero tanto la unanimidad como el principio en el que ella se fundaría son, por definición, aún inexistentes.

Kant no define explícitamente en qué consisten esos “fines más elevados” que perseguiría la razón y para cuyo cumplimiento el sentido común, entendido no como principio constitutivo sino

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regulativo, sería un medio. No obstante ellos pueden inferirse del párrafo en cuestión: en general, se trata del logro de la confluencia del sentimiento de todos con el sentimiento particular de cada uno, con-fluencia que es calificada como necesidad objetiva. Nótese, además, que en este contexto el sentido común tiene unos alcances que sobrepasan el significado puramente estético. En efecto, el juicio de gusto es tan sólo “un ejemplo de aplicación de este principio” –regulativo y no constitutivo– del sentido común. Dicho en otras palabras, la aspiración a reconocimiento universal del juicio de gusto ha de ser entendida como el deber de producir una una-nimidad que no se restringe a la dimensión del gusto, sino que en ella simboliza la unanimidad del sentir en general. Esto es precisamente lo que en la introducción a este trabajo he llamado la “significación ética” del juicio de gusto.

Aunque Kant no vuelve a abordar el asunto, es clara su decisión en pro de la interpretación del sentido común como principio constitutivo –y no meramente regulativo– de la experiencia de la belleza: sólo así se impone la necesidad de una empresa como la de la Deducción. Pero lo que ahora me importa es explorar las posi-bilidades que se derivarían de una concepción del sentido común como principio regulativo.

Las máximas del sentido común

Sólo bajo el supuesto del sentido común como principio regulativo es posible hacer justicia a toda la significación de las máximas del sentido común. Aunque mal podría otorgarles el valor trascendental

que Kant les negó, sí creo necesario restituirles su valor filosófico, que por cierto sobrepasa al de su mera idoneidad pedagógica en materia de gusto.

Como ya se ha visto, Kant afirmó que la formación y cultivo del gusto son una tarea exterior a la crítica del gusto. Dicha exterioridad

sólo resulta explicable a partir del supuesto de un canon –icónico y no conceptual en el caso de Kant–, que sirve de criterio para la formación del gusto cultivado, que a su vez se torna en punto de partida de la investigación trascendental. En este contexto, el alcance permitido a las máximas es necesariamente restringido: son estrategias para conseguir una perspectiva predeterminada, no importa que sin explicitación conceptual.

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Pero si volvemos a la disyuntiva planteada en el parágrafo 22 de la CJ, y tenemos claro que aquí optamos por una concepción del sentido común como “facultad artificial y aún por adquirir”, pode-mos otorgar a la aplicación de sus máximas del sentido común un alcance que implica la explicitación e incluso la relativización de dicho canon. Sólo entonces dejan de ser simples reglas para ad-quirir un modelo de gusto formado y cerrado, y se convierten en principios rectores de un gusto siempre en formación y abierto.

Como se sabe, la primera máxima recomienda pensar por sí mismo.A mi parecer, de sus alcances y radicalidad podrían ser buenos ejemplos, en ámbitos extra-estéticos, la duda hiperbólica cartesia-na, o la teoría baconiana de los ídolos. La aplicación de esta máxi-ma en el campo del gusto implica el esfuerzo de desterrar todo influjo exterior, sean prejuicios interiorizados, autoridad externa, consensos a la moda, o tradición. Obliga al espectador al intento de producir un juicio propio y autónomo, y ello conlleva la máxima relativización posible de los juicios de los otros.

Es indiscutible que sin el vigor crítico, e incluso iconoclasta, del “pensar por sí mismo”, nuestra relación con la tradición –o con el “objeto bello”– sería supersticiosa e improductiva. En el ámbi-to de la producción artística, podríamos afirmar que uno de los efectos ilustrados que se derivan de esta máxima es la liberación de tal producción de la parálisis a que conduce la sacralización de los cánones estéticos atribuidos a los antiguos. Y aunque el pleno reconocimiento de la categoría de genio haya de atribuirse al romanticismo, las bases para el mismo estaban ya sentadas en la máxima ilustrada. Sin los efectos disolventes de la Ilustración, la única actividad que resulta posible es la de la mera e interminable glosa.

No obstante lo anterior, la puesta en práctica de la Ilustración ter-mina por exponer las limitaciones propias de la misma. Al esfuerzo de pensar por sí mismo le es inherente una negatividad que consiste en no dejarse influir por quienes pretenden saber lo que está por encima del propio entendimiento (cfr. CJ, b 159). Pero entonces, esta precaución, en principio justificada, puede no obstante degenerar fácilmente en una intransigencia dogmática con respecto a los jui-cios de otros, que entonces tienden a ser considerados como prejui-

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cios definitivamente superados a partir del momento fundacional que se instaura con el pensar por sí mismo. Y paralelamente a este dogmatismo, suele crecer la ilusión de creerse libre de prejuicios. En otras palabras, una disposición positiva de recepción frente al juicio de los otros sólo resulta posible si éste coincide con el propio, pues sólo entonces es estimado como libre de prejuicios. Malgré lui,Kant mismo ha sido víctima de esto.

A mi juicio, la segunda máxima –pensar en el lugar de cada uno de los

otros– no ha de ser entendida como superación sino como comple-mento de la primera, y siempre en tensión con ella. Practicarla es propio –dice Kant– de hombres con un modo de pensar amplio, y su importancia es evidente para la noción de sentido común:

Pero bajo el sensus communis debe entenderse la idea de un sen-

tido común a todos (gemeinschaftlichen Sinnes)31, es decir de una

facultad de juzgar que en su reflexión tiene en cuenta, en pensa-

miento (a priori), el modo de representación de los demás, para,

por así decirlo, atener su juicio a la entera razón humana, y huir

así de la ilusión que, nacida de condiciones privadas subjetivas

que fácilmente podrían ser tomadas por objetivas, tendría una

desventajosa influencia sobre el juicio. Ahora bien: esto se realiza

cuando se atiene el propio juicio a otros, no tanto reales cuanto

meramente posibles, y uno se pone en el lugar de los otros, en la

medida en que simplemente se hace abstracción de las limitacio-

nes que de manera casual se adhieren a nuestro propio enjuicia-

miento; lo cual, a su vez, se lleva a cabo cuando se deja de lado,

tanto como sea posible, lo que es materia, es decir sensación, en

el estado representacional, y se presta atención únicamente a las

peculiaridades formales de la propia representación o del propio

estado representacional” (CJ, § 40, b 157).

Me parece importante destacar que Kant reduce el tener en cuenta el juicio de los demás, a un tener en cuenta “en pensamiento, a prio-

ri”. No se trata pues de juicios reales sino posibles. De esta manera,

31 Aunque la traducción literal de la expresión “gemeinschaftlichen Sinnes”sería “de un sentido comunitario”, opto por la versión escogida tanto por Oyazún como por García Morente: “sentido común a todos”. La traducción literal podría inducir a la falsa interpretación de que Kant se refiere a un sen-tido propio de una comunidad particular. Tal es la significación tradicional del concepto, pero de ella se aparta Kant.

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el ejercicio de la máxima que ordena pensar en el lugar de cada uno de

los otros se limita arbitrariamente: no puede consistir en examinar los juicios reales de otros, pues de esta manera sólo podríamos dis-poner de un repertorio necesariamente reducido, y la exigencia de poder pensar en el lugar de cada uno de los otros, es decir de todos los otros posibles, no podría ser plenamente cumplida. Por ello, pensar en el lugar de cada uno de los otros no puede significar para Kant el esfuerzo de adentrarse en el pensar de los otros, sino que termina por remitirse a pensar en el propio juicio, agudizando la atención hacia aquellos factores meramente privados que podrían estar incidiendo en él, y que por ende minarían su pretensión de valer para los otros.

Pero junto a la anterior razón, algo más puede añadirse como explicación para la orientación limitada de la actividad de esta segunda máxima. Según la caracterización kantiana del juicio de gusto, éste es inapelable. Ningún tipo de argumento externo es capaz de conmoverlo. Mal podría entonces tenerse a los juicios rea-les de otros, adversos o favorables, como criterios determinantes del propio juicio. Pero entonces, estrictamente hablando y a pesar de Kant, tampoco podrían ser considerados los juicios meramente posibles. En efecto, los llamamos “posibles” sólo porque nadie los ha formulado hasta el momento, si bien alguien podría llegar a for-mularlos. Sin embargo, si cuando los pensamos fueran concretos, entonces ya tendrían un contenido determinado y serían entonces de hecho reales, así nadie distinto de mí los haya formulado. Así, pues, la exigencia de atener el propio juicio a los juicios de los de-más no puede entenderse, ni cumplirse literalmente: los “otros” sólo pueden ser una abstracción vacía, porque los juicios concretos que pudieran emitir no son tomados en consideración. Por eso, la interpretación kantiana de esta segunda máxima hace de ella más bien una formulación metafórica que reorienta la atención desde los otros hacia una reiteración de la exigencia de que quien emite un juicio de gusto se cuide de diferenciar el agrado de sus sensa-ciones del placer de lo bello.

Pero entendida así, la segunda máxima se reduce de hecho a ser un mero corolario de la primera. Bien podría afirmarse que pensar

por sí mismo no sólo significa pensar con independencia de pre-juicios externos, sino también que el propio sujeto es el juez que

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decide acerca de qué es agradable tan sólo para él, y qué tiene que ser placentero para todos. La segunda máxima no lograría romper el solipsismo de un sujeto que no reconoce en los juicios reales de otros una fuente posible de invalidación de su propio juicio. Esto es precisamente lo que le sucede al joven poeta mencionado por Kant en el parágrafo 32 de la CJ: el juicio positivo acerca de su obra no se deja conmover por ningún tipo de argumento externo; sólo cuando por sí mismo y ante sí mismo, y sin considerar las críticas externas, haya llegado a la convicción de la inmadurez de su producción juvenil, sólo entonces nuestro poeta cambiará su juicio. Naturalmente que ese elemento de convicción íntima y propia no puede negarse sin caer en una falta de carácter, es decir, en la inautenticidad de la superstición. Pero ¿por qué descartar apriori que, pese a su revestimiento pseudo-demostrativo, los jui-cios adversos a la juvenil producción no pudieran contener ya los motivos que mucho más tarde el poeta encontrará y aceptará por sí mismo? El tener en cuenta los juicios reales de otros no tiene por qué significar su automática aceptación.

En mi opinión, resulta imposible pensar realmente en el lugar de

cada uno de los otros, sin pensar en juicios reales, es decir, en jui-cios concretos, no importa si efectivamente expresados por otros o meramente previstos por mí. Naturalmente que en el ejercicio me resultará imposible agotar todos los puntos de vista de unos “otros” posibles: por definición, ellos son infinitos y el repertorio del que dispongo es finito. Pero entonces lo que de ello se deriva es que la exigencia de la máxima tiene que interpretarse en un sentido regulativo y no como condición a satisfacer plenamente.

De esta manera, aunque por una parte se restringe la aplicación de la máxima a los juicios de otros efectivamente disponibles, por otra queda claro que se trata de un repertorio renovable ad infinitum. Pero además, los efectos de la máxima sobre la “población” actualmente disponible se intensifican: ella significaría ante todo el esfuerzo de intentar “justificar” juicios concretos que contradicen a aquel que resulta del “pensar por sí mismo”. Este esfuerzo también tendría que dar cuenta de la concepción corriente del sentido común, si bien sobrepasándola, por cuanto que lo que antes operaba como “noción oscura” se ve obligado ahora a la explicitación, es decir, a la máxima claridad posible. En este sentido puede afirmarse que la

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segunda máxima también apunta a la neutralización de la ilusión propia de la primera, de creer posible un pensar sin supuestos.

Así, pues, del ejercicio de esta máxima así entendida, bien podría derivarse la obligación de una tematización explícita de la tradi-ción clásica, que entonces dejaría de operar como supuesto tácito. En efecto, aunque el rechazo kantiano de las preceptivas o artes

poéticas se justifica en tanto que pretensión de argumentación de-mostrativa en el campo del gusto, no por ello el paradigma clásico, en tanto que modelo icónico, es rechazado. Por el contrario, se lo asume, si bien precisamente en virtud de su carácter icónico y no concep-tual tal asunción pasa desapercibida. La perspectiva propia de la segunda máxima permite entonces revalorar las artes poéticas, y en general los estudios sobre estilos artísticos pertenecientes o no a la propia tradición cultural, no ya como criterio probatorio para zanjar disputas, sino como reflexiones que permiten comprender mejor determinado tipo de producciones artísticas.

Mi propuesta de redefinición de la segunda máxima conlleva nece-sariamente la afirmación de la relatividad del juicio ilustrado. Por una parte, la explicitación del oscuro sentido común, tan íntima-mente asociado a la identidad del espectador, le permite ganar una nueva conciencia de su sí mismo: él es, en buena parte, producto de una tradición no asumida32. Por otra parte, y en contraste con los resultados de la primera máxima, mi propia relatividad se me im-pone cuando juzgo a mi propio juicio a partir del pensar en el lugar

de cada uno de los otros. Sólo así podríamos justificar plenamente la caracterización kantiana de este tipo de pensar como amplio, por oposición al pensar estrecho que amenaza a una Ilustración tan sólo orientada por la primera máxima.

La limitación de la segunda máxima es correlativa a la de la pri-mera. Mientras que ésta tiende en último término a negar todo valor al juicio de otros para afirmar el propio punto de vista pre-

32 Y tradición no asumida es, por ejemplo, la aceptación icónica pero no reflexionada de los modelos clásicos. Podría incluso afirmarse que, pese a Kant, éste es un buen ejemplo de cómo un sentido común, entendido como acervo de representaciones confusas, influye sobre su caracterización del juicio de gusto supuestamente autónomo en sus determinaciones.

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cipitándose en el pensar estrecho, aquella tendería a negar el propio

punto de vista so pretexto de comprender el sentido de los juicios

de los otros, precipitándose en la superstición e ignorando esa cierta

circularidad hermenéutica inherente a todo comprender: ¿acaso

quien intenta comprender puede prescindir por completo de sí

mismo para adentrarse con completa objetividad en los vericuetos

del otro?

Como puede verse, sólo la tensión que surge de la contraposición

de las dos máximas nos previene, aunque no nos haga inmunes,

frente a las degradaciones que les son inherentes cuando se las

practica aisladamente. Tal es el sentido de la tercera máxima –pen-

sar siempre de acuerdo consigo mismo–, acerca de la cual, infortuna-

damente, los comentarios de Kant son bastante escuetos:

La tercera máxima, a saber la del modo de pensar consecuente,

es la más difícil de alcanzar, y sólo puede ser alcanzada median-

te la unión de las dos anteriores y tras una frecuente observancia

de éstas convertida en destreza (CJ, § 40, b 160).

Pese a su laconismo, varios son los elementos contenidos en la

anterior declaración. En primer lugar, y aunque las exigencias de

esta máxima son las más difíciles de satisfacer, Kant estima que

pueden serlo. De manera similar a como, según Aristóteles, la rei-

teración de determinadas prácticas termina por formar los hábitos

propios de un carácter que entonces se vuelve definitivamente vir-

tuoso, Kant considera que la práctica reiterada de las dos primeras

máximas termina por consolidar la tercera, cuyo tipo de pensar

es el propio del sentido común. Pero esto supone que también es

posible dar pleno cumplimiento a las exigencias de aquellas. He

mostrado que esto no me parece factible: nada autoriza a pensar

que alguna vez la aplicación de las máximas mencionadas alcance

el rigor suficiente que nos garantice haber superado efectivamente

todos los obstáculos que impiden el ejercicio limpio y libre del

sentido común. Por ello resulta plenamente justificado abandonar

definitivamente la concepción ilustrada del sentido común como

principio constitutivo y originario, y asumirlo decididamente

como principio regulativo y artificial tanto de nuestra experiencia

en general, como de la experiencia de lo bello en particular.

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Así mismo, y a diferencia de lo que Kant parece tener en mente, un pensar consecuente no tendría que ser necesariamente aquel que ha logrado la armonía entre el pensar por sí mismo con el pensar en el

lugar de cada uno de los otros. Aunque en ocasiones éste podría ser un feliz resultado, no podríamos olvidar la contingencia sobre la que reposa tal acuerdo: no podemos estar seguros de que nuestro juicio esté libre de todo prejuicio, aunque tenemos pleno derecho a estimarlo más que a un juicio que hubiéramos emitido sin haber realizado el esfuerzo requerido por la primera máxima. Tampoco podemos estar seguros de haber comprendido a cabalidad el juicio de los otros, y mucho menos podemos pretender haber agotado su repertorio. Pero tenemos derecho a preferir un juicio que reposa sobre la consideración de otros puntos de vista, incluso si los con-tradice.

Pero así como es posible una eventual armonía entre el pensar por sí mismo y el pensar en el lugar de los otros, también podría suceder que ésta no se alcance y que el conflicto se mantenga. Sin embargo, el conflicto se reviste de un carácter especial cuando se vive en el interior del pensar de acuerdo conmigo mismo. En efecto, que el pensar de acuerdo consigo mismo haya de contener al pensar

por sí mismo es algo que resulta casi evidente y no ofrece mayor novedad. Pero la incorporación del pensar en el lugar de cada uno de

los otros como elemento constitutivo del pensar de acuerdo consigo

mismo es un asunto más complejo. En efecto, no se trata más de un enfrentamiento –llámese diálogo o discusión– con un punto de vista simplemente externo; en tal tipo de enfrentamientos es previsible que los contrincantes siempre estén afectados por el interés de su propia victoria. Pero en aquellos casos en que la opinión ajena llega a incorporarse como propia, lo que sucede es que lo que era un enfrentamiento con algo externo se convierte en enfrentamiento del sujeto consigo mismo. En esas condicio-nes, la victoria propia dejará de entenderse como la derrota del adversario, puesto que una y otra opinión ahora son vividas como propias. La tensión producida por juicios que se excluyen, y que sin embargo se conciben como valiosos, pasa a concebirse como elemento constitutivo del “sí mismo”, lo cual sobrepasa la noción del “yo” unitario y relativamente simple de la Ilustración. Lo que antes era conflicto entre el propio punto de vista y puntos de vista,

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rechazados o “tolerados”, pero siempre exteriores, se convierte aho-ra en un conflicto que el “yo” asume como propio.

Asumir el conflicto como propio no significa indecisión ni relati-vismo en el juicio. En realidad, es aceptar la exigencia de resolver-lo. La argumentación que Aristóteles denomina “dialéctica”, o el método que el mismo Kant emplea para la resolución de las an-tinomias, son buenos ejemplos de la fecundidad de esta máxima. Pero incluso cuando el conflicto no se resuelva, queda la confianza de que hasta donde resulta posible ser consciente, el desacuerdo no es producto de la obstinación dogmática.

En lo que se refiere al ámbito específicamente estético, la puesta en práctica de las máximas del sentido común entendido regulativa y no constitutivamente permite la consideración de las argumen-taciones del adversario. Ciertamente que no se pretende forzar el sentimiento de placer mediante demostraciones, y en ello Kant sigue teniendo la razón. Pero en muchas ocasiones, las argumenta-ciones pueden revelar que placeres o displaceres que en principio pretenden universalidad, son en realidad agrados o desagrados fundados en motivos particulares. En ese sentido, aunque una argumentación no pueda ser la causa inmediata de la aprobación de determinado objeto en términos del placer de lo bello, sí puede ser causa mediada en tanto que eventualmente pueda inducirme a reconocer prejuicios que impedían dicha aprobación.

Como se ve, desde la perspectiva de un sentido común regulativo puede conservarse la diferencia que establecemos en el uso coti-diano entre un juicio sobre lo agradable y un juicio de gusto. Pero la comprendemos desde una perspectiva distinta: la diferencia se interpreta ahora en el sentido de que al emitir el segundo, declara-mos implícitamente haber aceptado al sentido común como exigen-cia de producir “una confluencia del sentimiento de todos con el sentimiento particular”. Así mismo explicitamos y reivindicamos para el juicio de gusto un esfuerzo no realizado cuando emitimos un mero juicio sobre lo agradable, a saber el de haber pensado de

acuerdo consigo mismo. Pero a diferencia de la concepción constituti-va del sentido común, no afirmamos que la exigencia a que obede-ce tal esfuerzo esté plenamente cumplida; tan sólo afirmamos que

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hasta donde alcanzamos a ver, lo hemos hecho y por eso, y siempre atendiendo a esa limitación, la diferencia lingüística es legítima.

En la Introducción a esta investigación he dicho que los dos ejes temáticos centrales a partir de los cuales examinaría la doctrina kantiana sobre lo bello son las relaciones del juicio de gusto con la ética y con el conocimiento. En el presente capítulo he abordado la primera relación, y para ello, en capítulos anteriores, quise recons-truir en sus rasgos más esenciales el proceso que llevó a la emanci-pación del juicio de gusto con respecto a valores de utilidad moral. En sus albores modernos, la reflexión estética quiso persuadir a un público específico, las capas altas de la sociedad, de que el placer, desligado de la utilidad moral era reprobable y propio de estratos sociales incivilizados. Junto con Platón, esta estética supo recono-cer las potencialidades de la producción poética sobre el mundo de las emociones; pero a diferencia de Platón, estimó que los efectos de aquella sobre éste podían ser positivos para la formación moral. La clave de su efectividad radicaba en el placer inherente a la ex-periencia de lo bello, que hacía menos amargo el aprendizaje de la virtud. Ahora bien, el paso de los criterios de “distinción” social a los de la utilidad moral permitió la fundación de un canon estético más objetivo y menos arbitrario. Traducido a términos lógicos, esto significaba que sólo el placer vinculado a la utilidad moral podía reclamar un reconocimiento no meramente individual.

Complejos procesos sociales, dentro de los que se cuenta la emer-gencia de las capas medias urbanas de la población, determinaron una redefinición de la experiencia de lo bello y un desplazamiento de las exigencias hechas a la producción artística. El valor puramen-te estético se impuso en un sentido muy similar al reconocido por Aristóteles, como necesidad propia de la diversidad humana que caracteriza a la polis, y por ello se deslindó de la pedagogía moral. Pero cerrado el recurso a los conceptos de utilidad, que aunque “con-fusos” eran objetivos, la experiencia de lo bello se despojaba de la tiranía moral pero simultáneamente parecía perder toda pretensión que sobrepasara los límites de la validez individual o privada.

Así, pues, la experiencia de lo bello perdió la justificación que hasta entonces aducía para reclamarse como placentera en un sen-tido distinto al placer meramente individual de lo agradable. No

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obstante, la modernidad nunca puso en cuestión las pretensiones de universalidad de tal experiencia. Por ello, la reflexión estética se vio forzada a ensayar nuevas formas de fundamentación de dicha reflexión. A mi juicio, la versión kantiana es la más elaborada, y las resume en lo esencial: procediendo según una metodología analí-tico-regresiva que parte de la existencia de los juicios de gusto, se llega a la noción de un libre juego entre las facultades de conoci-miento como efecto de un objeto singular que por ello es llamado bello. Que la relación sea de libre juego significa que de ella no se desprende ningún conocimiento, y en cambio sí un sentimiento de placer como conciencia de aquel, y al que puede atribuirse univer-sal comunicabilidad. Así mismo, en la base de tal libre juego ha de suponerse un sentido común a los hombres, a partir del cual, y sin la mediación conceptual, éstos juzgan legítimamente, es decir con validez universal, acerca de la belleza.

En el presente capítulo he examinado las dificultades propias de este tipo de argumentación. He pretendido demostrar que, lejos de proporcionar argumentos convincentes en pro de un consenso universal ejemplificado en la experiencia de lo bello, la argumen-tación kantiana es lógicamente viciosa y desemboca en una justi-ficación del dogmatismo. Con todo, he procurado salvar la “sus-tancia ética” de los juicios de gusto, expresada en su aspiración a la validez universal, mediante una redefinición –entrevista por el propio Kant– del sentido común, entendido ahora como principio regulativo y no ya como principio constitutivo de la experiencia de lo bello.

En el próximo capítulo abordaré en detalle el problema que aún subsiste, a saber el de las relaciones entre el juicio de gusto y el conocimiento.

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