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PARTE SEGUNDA LA REPUBLICA EN EL SIGLO XIX

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PARTE SEGUNDA

LA REPUBLICA EN ELSIGLO XIX

EL DOCTOR

FRANCISCO MARGALLO

I

En este siglo positivista y descreído parece sobrado atrevimientotratar de contribuir a que se perpetúe con honor la memoria deaquellos personajes que se han singularizado principalmente porsu santidad y por hechos milagrosos que se les atribuyen. De es-cribir acerca de uno de éstos, como nos proponemos hacerlo, nonos podría retraer sino una vergonzosa cobardía que sería indiciode falta de firmeza en nuestras creencias, o el temor de ser tenidospor ilusos y crédulos en demasía. Por dicha, sólo nos inspiraríancompasión las zumbas de que pudiéramos hacernos objeto. Niabrigamos temor de hallar en la generalidad de los lectores resis-tencia a admitir como verdadera la relación de hechos sobrena-turales. porque ningún cristiano sin renegar de su creencia puededejar de mirarlos como posibles. Los que niegan los hechos sobre-naturales que son fundamento del Cristianismo, admiten, por elmismo caso, y por más que declamen contra el supernaturalismo,cosas contrarias a todo 10 que la ciencia puede reconocer comoleyes naturales. Díganlo las teorías a que los mismos tienen queapeJar para explicar de algún modo cómo y por qué existe todolo que existe. Díganlo también muchos cuentos de duendes oaparecidos, y muchas relaciones maravillosas que hemos oído aciertos amigos nuestros, filósofos, despreocupados y libres pensa-dores. No podríamos, no, temer la incredulidad sino de los quesean bastante intolerantes para admitir 10 sobrenatural fuera delCristianismo. y negar todo 10 que, dentro de él, lleve carácter demilagroso. En competencia con los tales, tenemos de parte nues-tra al género humano.

Mas no se infiera de 10 que llevamos dicho que nuestro ánimosea hacer pasar por incontestable y comprobado todo 10 maravi-lloso que del doctor Margallo han referido sus contemporáneos.Como hijos de la Iglesia Católica, somos cautos siempre que setrata de hechos de este linaje. Por tanto, no haremos más quecontar lo que se nos ha contado, y como se nos ha contado.

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Los que tuvimos la fortuna de ver al doctor Margallo podernosresolver la cuestión que se nos presenta a los hombres de estaépoca, y que tal vez se habrá presentado igualmente a los de toodas: ¿puede haber santos en nuestros días?

Quién, dejándose guiar más por la imaginación que por el buencriterio, se figura a los santos como entes diversos de los hombresde carne y hueso con quienes vivimos; quien no acierta a verlossino en extática contemplación y con la cabeza rodeada de laaureola que llevan sus imágenes, con razón duda de que ahorapueda haber santos. Para quien, con mejor criterio y mayoresluces, se haga cargo de que un santo es un hombre que practicacon pers~verancja las virtudes cristianas, y se distingue especial-mente por el ejercicio de alguna o algunas de ellas; pero quevive, come. bebe. duerme y conversa como todos los hombres,nada es más fácil que admitir la posibilidad de que en todostiempos haya santos.

Esto es patente para los que conocimos al doctor Margallo.Sucediónos con él lo que debe haber sucedido con todos los san-tos y con los hombres grandes; esto es, que los contemporáneasno hayan caído en la cuenta de que ellos lo eran. Para nuestropersomje, ya ha llegado la posteridad; de ésta formamos partelos que le hemos sobrevivido más de cuarenta años; y merced alpoder que tiene el tiempo para rectificar los juicios humanos.estamos hoy persuadidos de que aquel hombre que no nos pare-ció más que un hombre mientras estuvo respirando el mismo aireque nosotros, era un santo. Así. sabemos por testimonio de nu~-tros sentidos. que sí puede haber santos en la época presente.

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Cuando nosotros conocimos al doctor Margallo, ya él rayabaen los setenta años. Ninguno de los que le vimos podrá olvidarsu mirada blanda y al propio tiempo poderosa, semejante a unrayo de sol que se trasmina por el agua y le infunde claridadapacible y suave calor. La mirada de Margallo parecía penetrarhasta el alma de aquel a quien él hablaba, mas no para sorpren-der sus secretos sino para hacerla objeto de su caridad. Ningunopodrá olvidar su cabeza cana. sin un solo cabello que no relu-ciese como plata bruñida. con lar.!!:osmechones Que le caían pord"trás de las orejas. Su boca hundida tenía aquellos rasgos pro-pios de las bocas que no profieren expresión alguna que no ha-

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ya sido dictada por la reflexión y que no se prestan a ser instru-mento de pasIOnes y de arrebatamientos. Su tez era fresca, blancay sonrosada como la de un niño, por más que los rigores de lamortiticación le mantuvieran siempre extenuado y enteramentefalto de carnes. Era de pequeña estatura; y, a lo menos en lavejez, iba sumamente encorvado. Su actitud y su porte eran lospropios de quien, como él, ha adquirido el hábito de sentir donde-quiera y a toda hora la presencia de Dios. Su traje, si bien muyaseado, era más que humilde y modesto, porque él no pensabajamás en su persona, porque hubiera mirado como acto de vani-(htd el l1evar ropa nueva, y porque si alguna vez hubiera tenidodinero con qué comprarla, no hubiera podido dejar de destinarlopara los pobres. Una vez se le vio con manto nuevo. El Arzo-bispo, a quien habían elevado sus quejas personas ofendidas porel celo con que el doctor Margallo reprendía a las mujeres porla falta de modestia. le había llamado para exhortarlo a quemoderase su celo. Del palacio arzobispal fue de donde salió es-trenande) aquel manteo. "El señor Arzobispo -decía en una casaa que entró luego- me echó mi peluca por lo que he predicado;y después me regaló este manteo: ahora vaya predicar más, aver s; me re!!ala una sotana, porque ésta está qué vieja."

Tal era el tono de su conversación siempre que el celo por lagloria de Dios o el cumnlimiento del deber no exiqbn que habla-se con s:criedad. Nunca frívolo. pero siempre iovial. festivo yam'"'no. hacía cornnrender con su trato que la virtud nada tienede áST'eroni desahrido.

Esta amenidad de trato, el inefable atractivo de su fisonomía,la veneración que inspiraban sus virtudes, los rumores que ha-bían corrido acerca de las mercedes singulares con que el cielole había favorecido, y su fama de sabio y grande orador, hacíanque en las casas a donde entraba se le recibiese con inexplicableplacer, así por los padres de familia y gente sesuda como por losrapaces casquivanos y bulliciosos. No creemos incurrir en lige-reza al afirmar que la presente generación, que no conoció aldoctor Margall0, no tiene ni aún remota idea de cómo un hombrepuede con sola su presencia alegrar una casa y hacer sentir quecon él viene algo como una bendición.

III

Tan popular era el doctor Margallo, que en todos los ánimoshabía disposición a descubrir algo de maravilloso en cuanto le

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concernía. Como sus exequias se hubiesen celebrado la vísperade Corpus, 1 y a los dobles de las campanas hubiesen seguido ale-gres repiques con que se anunciaba la próxima solemnidad, apenashubo quien no viera en ese hecho una circunstancia providen-cial consideráronse los dobles como una formalidad de que porrespeto al uso no se podía prescindir; y los repiques como laexpresión del júbilo que resplandecía por entre nubes de lágrimasy que era excitado en los corazones por la certidumbre de queel que horas antes conversaba entre nosotros brillaba ya conlos resj)landores de la inmortalidad.

Su cuerpo había estado expuesto por algunos días a la públicaveneración. Los que entraban a contemplarlo y a procurarsealguna reliquia suya, salían asegurando que exhalaba deliciosafragancia. Dado que esta fuera una piadosa ilusión, no seríamenos gloriosa que la realidad para el insigne difunto. Para quehubiese quien la padeciera era forzoso que su virtud hubierahecho en los ánimos una impresión que en nuestra tierra no hacausado jamás la de otro alguno.

IV

Detengámonos ahora a repasar las causas de tanto prestigIoejercido por su nombre y de la veneración singular de que envida y después de su muerte ha sido objeto.

Entre éstas, la primera fue la santidad de su vida.He aquí las especies que el autor de la Oración fúnebre ~

recogió y reprodujo, acerca de la virtud del doctor MargaBoen sus primeros años: "Dio ejemplo, en el Colegio de San Bar-tolomé, donde cursó filosofía y facultades mayores, y practicabavirtudes sublimes... Buscaba el retiro y huía de compañías.Jamás se vieron en él risas inmoderadas, travesuras propias delos pocos años ni pasatiempos frívolos. La prudencia, la mo-destia. el juicio anticipado, le distinguieron desde entonces. Con-sagraba parte de la noche al estudio. y gran parte del restoa la contemnlación de las cosas divinas."

La humildad. que suele ser raíz o cimiento de las demás vir-tudes evangélicas. fue para él la predilecta. Esta le hizo rehusar

1) El doctor Mar~allo murió el 23 de mayo de 1837.Había nacido enSantllfé el 28 de enero de 1765.

2) Predicada por el doctor don Manuel Fernández Saavedra. en lashonras del doctor Margallo.

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¡;on firmeza incontrastable las dignidades a que los preladosquisieron elevarlo, singularmente una canonjía con que le instóel Arzobispo. La humildad le hizo considerarse indigno delsacerdocio, por más que una decidida vocación le llevase a él, yresistirse a recibir las órdenes sagradas hasta que sus superioresle obligaron a recibirlas. Siempre ocultó con tenaz empeñocuanto podía granjearle alabanzas o estimaci6n. Buena pruebade su humildad y mansedumbre, así como del poder que danestas virtudes para avasallar los ánimos más soberbios, ofrecela siguiente anécdota: "Un tal Mr. Pinasse, reputado comomasón de mucha cuenta, había venido a Bogotá a desemueñarimr>ortantes cargos de logias euroneas. Quiso oír predicar aldoctor Margallo. y acert6 a satisfacer su antoio cierta nocheen que éste se exnres6 contra los masones en los vehementestérminos que acostumbraba. En extremo enojado el francés. fuea desahogarse en la casa de la familia E¡!Ui<.mren,y prorrumnióallí en amenazas contra el predicador. iurando que había dematarle. o a lo nwnos de darle de latigazos en la calle. Al si-guiente día. imT'uesto el doctor Margallo de lo que había ocu-rrido se encaminó a casa de Pinasse. quien le recibi6 con l!1'andesahrimiento y le prelnlntó qué quería en su casa: 'He sabido,le contestó el doctor Marl!aJJo. lo que usted ha dicho. Reconoz"'oque no sé más Que cometer falfas. y que no merezco sino malostratamientos. He venido por tanto a ponerme a su disT'osici6npara Que hal!3 de mí lo que Inlste. Me ha parecido mejor presen-tármele en privado nara evitar escándalos'."

El francés, desarmado a vista de tanta humildad, dio al doctorMarga1lo completa satisfacción.

En materia de uso de cilicios, de disciplinas, de rigurosos yconstantes ayunos y de maceraciones de todo género, se referíade él cuanto se ha referido de los santos más penitentes. Detanta austeridad daba su aspecto manifiestos indicios, y másdaros los dio su cuerpo después de su muerte.

El autor de la Oración fúnebre, después de hablar de la peni-tencia del doctor Margallo, "era efecto -añade-, de un vigi-lante cuidado para amortecer la funesta ley de los miembros,y conservar aquella flor preciosa, aquel cándido lirio que sólose halla en los jardines del Esposo".

No sólo de la rara virtud a que en este pasaje se alude, sinode amor a la pobreza, necesita nuestro siglo ejemplos señaladospara admitir siquiera la practicabilidad de esas dos virtudes.Tales los dio el doctor Margallo, cuya habitación, cuyos muebles

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y cuya mesa eran, del propio modo que su traje, los de quienvive como viven los indigentes. Bien hubiera podido procurarsecomodidades, aceptando beneficios eclesiásticos lucrativos; perosu desinterés y el bajo concepto que de sí mismo hacía le estor-baban admitir otro destino que el muy humilde de sacristánmayor de Las Nieves, y el de catedrático de Sagrada Escritura yTeología en San Bartolomé. No sabemos que en su vida hubieragozado de otros emolumentos que los que pudo recibir por eldesempeño de estos dos cargos, y es constante que con ellos nopudo vivir sino con suma estrechez, mayormente teniendo a sucargo, como tuvo por gran parte de su vida, a su madre y a doshermanas. No obstante esto, se resistía a recibir su asignaci6ncomo catedrático, y el Rector tenía que hacerle fuerza paraque la admitiese. Aun ya recibida, si no pasaba presto a manosde su madre o de quien manejaba su casa, solía quedar en lasde los pobres.

Ninguno de éstos acudía en vano a su caridad. Como encierta ocasión uno que estaba muy desnudo le hubiese pedidoen la calle algo con qué cubrirse, el doctor Margallo se entr6a un zaguán, se quitó la camisa y se la dio al pobre. No erararo verle .cuando se hallaba sentado a su parca mesa rodeadode mendigos, con quienes iba repartiendo lo que se le servía.

No es exageración afirmar que los moradores de Bogotá casidiariamente le veían al doctor Margallo ejecutar actos de bene-ficencia semejantes a éstos; pero no era en los que puedenmirarse como efecto de una compasión puramente natural en losque resplandecía su caridad. Teniendo ésta por principio elamor de Dios, se manifestaba también a pesar de los senti-mientos naturales. Así, jamás se le oyó una murmuración niuna queja contra los que inicuamente le persiguieron, le ca-lumniaron, le llenaron de injurias, le maltrataron y atentaroncontra su vida. Ni era menor indicio de su caridad el celo en quese abrasaba por la salvación de las almas y la generosidad conque se exponía a ultrajes, a enemistades, burlas y desprecios porevitar escándalos. Impulsado por este celo, que no pocas vecesfue calificado de imprudente y desmedido, reconvenía conenergía y en lugares públicos a ciertas damas que salían ves-tidas inmodestamente, y tronaba contra la poca honestidad desdela tribuna sagrada.

Activo e infatigable en el ejercicio de su ministerio desdeque recibió las órdenes hasta que le postró la cruel y dilatadaenfermedad a que rindió la vida, llenó todos sus días con el

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estudio. la enseñanza, la predicación, las obras de caridad, lacomposición de escritos en defensa de la Iglesia y todo génerode tareas apostólicas y sacerdotales. Habíase impuesto la leyde DO rehusar jamás sus servicios a los moribundos, cualesquieraque fuesen las ocasiones y las circunstancias en que se le exi-gieran. Personas que le eran adictas le advirtieron una vez quese le iría a llamar en altas horas de la noche con pretexto deque había un enfermo que reclamaba su asistencia espiritual,pero que en realidad lo que se quería era sacarlo a lugaresexcusados para extropearlo o quitarle la vida. Llamósele. enefecto, y él, a pesar del siniestro anuncio y considerando quesip:nnrc era posible que hubiese enfermo y que se le necesitasepnra auxiliarlo. salió con los que lo buscaban. Decían Unosque en esa oc:csión se le había llevado por la calle del Arco. queallí e'taba apostado un individuo. quien le había hecho fuegocon dos pistolas. que ambas habían fallado. y que el agresor,acohardado. le habí;>, pedido perdón al doctor Margall0. Otrosrefprían la coca de div€'r<a manera. nero lo cierto era que noh8h~a ;.11 enfermo, y que los que lo llamaron no abrigabanbuen8s inlenciones ...

Mu('ho de 10 que llevamos dicho muestra bien a las clarasque el doctor Marga110 era del mismo temnle que aquellosgc',c,osos cristianos de las primeras edades de la Iglesia, queestaban siempre dispuestos a arrostrarlo y padecerlo todo porsu fe. La santa libertad con que en el púlpito pintaba y con-d~'1aba Jos vicios. y la entereza con que por medio de la palabray de la pluma pugnaba contra el poder que conculcaba los fuerosde la Iglesia, imponía enseñanzas opuestas a las del cristianismoy se esforzabn por pervertir las ideas, le atrajeron persecucionesy malos tratamientos que debían hacerle mirar como muyposible que al cabo su celo le costase la vida, y sin embargojamás dio muestras de debilidad ni desmayó en su tarea. Unanoche, al acabar de predicar en Las Nieves salió al atrio yallí se le hirió en la cabeza con un garrote; condújosele a unacasa en que vivían dos sacerdotes amigos suyos, y en ellaestuvo su vida en grave peligro a causa del copioso desangre.

Producirse con franqueza y con vehemencia contra los ma-gistrados y condenar públicamente sus actos sin contar con elanayo de un partido fuerte y apercibido para la lucha, es cosapara que en los tiempos que corren no se necesite heroísmo nival ~'ntía. La autoridad está relajada; los mismos que la ejercenni la respetan ni creen en ella; el constante abuso de la prensa

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y el hábito que hemos adquirido de mirar como natural la pugnay el antagonismo entre gobernantes y gobernados, hacen que aaquellos se les pueda decir todo, sin que los más atrevidosdesmanes contra aquellos aparejen de ordinario castigos nipersecuciones. La misma frecuencia de estos desmanes y lo ha-bitual de la destemplanza en cuantos hacen oposición a losgobiernos, quitan a los discursos y a los escritos en que seataca a éstos y en que se zahiere a los que están constituidos endignidad toda su eficacia y toda su resonancia, de manera quelos que en nuestra sociedad actual pueden llamarse poderososmiran con desdén a sus adversarios cuando solamente los ofen-den con la lengua o con la pluma.3

Pero en los tiempos en que el doctor Margal1o, anciano exte-nuado por los trabajos y las maceraciones como por los años.cubierto con hábitos que más que hábitos parecían andrajos,pobre y desechado del mundo y sin otros parciales que algunosde los que éste llama beatos, saltaban resueltamente a la pales-tra para habérselas con todo un general Santander. ¡Oh! entoncesera otra cosa, entonces estaban frescas las tradiciones del Go-bierno español, que forzosamente hubo de servir aquí de originaly de tipo a los primeros que gobernaron a Colombia, y másfrescas aún las del régimen que, forzosamente también, se habíaobservado durante la guerra de la Independencia; entonces, paradeclararse abiertamente antagonista de magistrados investidosde una autoridad harto real y de un poder demasiado efectivo,y por otra parte no exentos de pasiones, se necesitaba un almaheroica, se necesitaba sentirse capaz de sufrir el martirio.

Acaso no faltará quien piense que incurrimos en contradic-ción al asegurar que el doctor Margallo, como contendor de losenemigos de la Iglesia, sólo se veía rodeado de pocos y no muyaventajados parciales, cuando hemos dado a entender que gozabade gran fama y que era por sus virtudes querido y venerado.

Así era en efecto. Pero la gente piadosa, que era la que ledaba testimonio de veneración y de amor, no exhaltaba su en-tusiasmo sino en conversaciones privadas. Fácil hubiera sidopromover asonadas como la que algunas sencillas gentes delpueblo hicieron con motivo de la entrega que de la custodiade los jesuitas se hizo al doctor Arganil; pero tales desahogoshubieran sido reprimidos con la misma facilidad con que entiempo de Santander se ahogaron en sus principios serias cons-

"l Esto lo decia el sefíor Marroqu[n en 1880.- R. M. M. O.

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piraciones. No estaba trazada, como ahora está, la línea divisoriaentre lo que hoy se l1ama liberalismo y el patriotismo, o seala adhesión a la causa de la Independencia y al sistema demo-crático. De aquí el que casi todos los que influían y figurabanen la política y en la administración de los negocios públicos,por más que profesasen sanos principios, estuvieran muy lejosde descubrir la funesta trascendencia de ciertas leyes y deciertas medidas que entonces parecían consecuencias inevita-bles del nuevo régimen; de aquí el que los más de los católicosilustrados se alarmasen poco o nada a vista de tales medidasy de tales leyes; de aquí el que el declamar contra el Bentham,(como entonces se decía), contra las demás enseñanzas anti-cristianas, y contra las logias masónicas, fuese mirado comovulgaridad y como deplorable señal de atraso por casi todoslos que se preciaban de ilustrados y de republicanos. Admirábaseal doctor Margal10 por su virtud, pero sus vehementes discursoscontra las logias y contra Bentham eran atribuídos por muchosde los que le admiraban a un celo laudable pero imprudentey poco ilustrado.

Al doctor Margallo corresponde la gloria de haber sido elúnico entre nosotros que con medio siglo de anticipación haprevisto y anunciado los efectos de las maniobras a que seempezó a ocurrir en Colombia cuando por primera vez se declaróla guerra a la Iglesia Católica.

vLa fama de santo de que, ya en vida, gozó el doctor Margano,

era realzada por muchas especies que a menudo corrían acercade hechos milagrosos relacionados con él, y de inspiracionessobrenaturales que se le atribuían.

Nosotros vamos a referir algunas, no sin llamar la atenciónde nuestros lectores hacia lo que en orden a tales cosas decla-ramos al principio de este escrito. Nada afirmamos ni negamos;no hacemos otra cosa que repetir lo que pasaba de boca enboca en la época a que nos estamos refiriendo.

Teniendo Margallo cinco años de edad, falleció la señoradoña Josefa Peñalver, y en la noche siguiente al día de sumuerte, se le apareció mostrándole el brazo desnudo y en él uninsecto de repugnante aoariencia, y suplicándole mandase hacersufragios por el descanso de su alma. Contada la visión por

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Margallo, se hicieron los sufragios, y la señora volvió a apa-recersele mos,rándole el brazo libre de lo que en primera visiónlo aleaba tanto.

En una casa de las del costado septentrional de la plaza quehoy lleva el nombre de Plaza de Bolívar, se hallaban cierto díavarios sujetos que, por la cuenta, habían estado o estaban enfrancachela. Uno de ellos, extranjero, se había asomado albalcón llevando en la mano una copa de vino; y como hubieravisto al doctor Margallo, que pasaba, dijo: "Quisiera ver aese monigote como va a quedar esta copa." Y se la arrojó desdeel balcón. La copa vino a quedar sana, en pie y llena de vinoen el empedrado de la plaza.

Esta relación la hacía el mismo extranjero que figura en ella.Dos clérigos, don León y don Mariano Latorre, entraron una

noche a casa de Margallo a rogarle que fuese a tratar de reducira penitencia a cierto agonizante, pecador obstinado. Entró a suaposento como a tomar su manteo y su sombrero, y despuésde haberse detenido allí un rato, salió sin dichas prendas y dijoa los señores Latorre que ya era tarde, pues el moribundo dequ'en se trataba acababa de expirar. Al punto se averiguó queasí había sucedido.

Erácapellán de la Escuela de Cristo, y, como tal. predicabatodas las noches en la Capilla del Sagrario. Proianóse esteternDJo con las exequias que en él se hicieron a un cónsul delos Países Bajos, que había muerto en desafío. La noche si-guiente declaró que no volvería a entrar a esa iglesia porhabérsela nrofanado, y nrediio las consecuencias de esa profa-nación. Estas paredes, dijo, hablarán por mí. El suceso acreditópresto la verdad de su pronóstico. pues sobrevino el temblor detierra de 1827 e hizo én la capilla el estrago de que todos enBogotá tenemos noticia, siendo de notarse la circunstancia deque p~~ templo fue el único que padeció con motivo de lostemblores.

No menos imnresión que este anuncio causó en gran partede 10. habitante~ de e~ta c;ud;Jcl el aue hi70 pI dor.tor Maro;Jl10 dela muerte re"entina de una sf'ñora de condición elev;Jna y de "ocacristiana conducta, que murió, en efecto, como se había predicho.

VI

La segunda causa de la veneraclon con que se miraba aldoctor Margallo, era la alta y bien merecida reputación de quegozaba como orador.

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No habiéndose conservado sermón alguno de los que pro-nunció, no se puede actualmente formar juicio cabal y exactosobre su mérito ni decir qué dotes brillaban más en sus discursos.Pero sí nos atrevernos a asegurar que estaban llenos de aquellaunción divina que sólo el amor de Dios comunica. Todas suspalabras eran dictadas por ese sublime sentimiento, y es biensabido que cuando él es que las inspira, no pueden dejar deser eficaces. Si a esto se atiende, y a que Margallo predicabatambién con el ejemplo, se sabrá sin extrañeza lo que sabíanmuy bien sus coetáneos, esto es, que su predicación conver-tía pecadores.

Bastaría decir esto para dar idea iusta de su elocuencia; perono queremos callar lo que nos consta acerca de lo que hacíatan excelentes sus sermones.

El estudio de la Sagrada Escritura era el favorito del doctorMargallo, y se eiercitó en él con suma constancia durante suvida. De tal estudio sacó lo que forzosamente saca todo hombrede talento que lo hace: elocución majestuosa, lenguaje adecuadoa los elevados asuntos que se tratan en la cátedra sagrada,energía en la expresión y cierta elegancia y cierto modo dedecir figurado, que dan atractivo a los discursos.

Este mismo estudio. el de todos los ramos de la teología, y elmuy esnecial que hacía el doctor MargaBo de la teología mís-tica, daban a sus doctrinas solidez y profundidad, al mismotiemno que, gracias a su vivísima imaginaci6n. en las formasde que se valía abundaban el fuego y el vigor.

Prestáhase su voz a todas las modulacionl's que exige laelocuencia. y tenía bastante fuerza y sonoridad. Notábasele aldortor M'1fgallo cierto gangueo o asniraci6n gutural cuandohacía pausa al terminar un período largo, defecto que nadiemiraba como tal. sin duda porque lo encubrían las prendas queen él se admiraban.

Su acción era natural y muy expresiva. El efecto que suvenerable figura hacía en la cátedra sagrada. no era lo quemenos contribuía a dar eficacia a sus elocuentes palabras. Losque le oímos no olvidaremosiamás la actitud en que se le vPÍacuando. desnués de un pasaie patético y vehemente, dejabacol!!'ar fuera del núlnito la mano blanca y descarnada.

As,,!!'ur~ban alqunos haberle oído que nunca dOlaha de nn.,-pararse l'ara cada sermón. pero que al subir al púlnito se turbabay olvidaba cuanto había pensado decir. Lo que es constflntl'es Que no escribía sus sermones. y QlIl' su nreparación consistí'~principalmente en la oración y la meditaci6n.

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vn

Probaremos ahora a completar este imperfectísimo bosquejo,dando alguna idea de la intervención que tuvo el doctor Mar-gallo en las públicas disensiones y controversias concernienÍ';sa asuntos eclesiásticos y religiosos que agitaron los ánimos ennuestra tierra desde 1823.

En el año citado estalló la guerra contra la fracmasonería.Habiéndose hecho una apología de esa institución en "El Patriota",periódico del general Santander, Margallo compuso y dio a luzun folleto, "El Gallo de San Pedro", en que expuso las doctrinascontrarias a la francmasonería que se hallaban esparcidas endiferentes obras escritas en Europa. "El Patriota" elogió estaproducción, asegurando que su contenido convencía y persua-día, y que con razones como las suyas era como se debía com-batir.

Al "Gallo de San Pedro" siguió "El Perro de Santo Domingo",escrito contra los malos libros. Cuando, para combatir el cato-licismo, se ocurrió al artificio, común entre los protestantes, dehacer circular con profusión la Biblia en lengua vulgar, pu-blicó "La Ballena". "En la serpiente de Moisés" impugnó losescritos y discursos con que se había empezado a acreditar latolerancia de cultos; y en "El Arca" disertó contra la indiferenciaen materia de religión.

En la época en que escribía el doctor Margallo, la incredu-lidad y la irreligión necesitaban conservar la máscara con quela política y la prudencia las había obligado a cubrirse paradar principio a la lucha con que habían de agitar y corromperla sociedad. Negar los dogmas católicos o discutir la divinidadde la Iglesia habría desacreditado y hecho sospechosos a losadversarios de ésta. Veíanse éstos forzados a buscar en losarsenales de la misma Iglesia las armas con que habían deopugnarJa; y así vemos que en sus escritos citaban a menudopasajes de la Sagrada Escritura, de los concilios y de los santospadres, y se esforzaban por fundar en ellos sus razonamientosen contra de lo que ellos apellidaban desmanes y usurpacionesde la autoridad eclesiástica, o en pro de instituciones, doctrinaso nrincipios opuestos al espíritu y a las enseñanzas de la Iglesia.De aquí el que los escritos del doctor Margallo y los de otrospolemistas contemnoráneos suyos estuvieran emoedrados de citasy el que no fu~ran princinalmente filosóficos, como deben serloen la actualidad los de los defensores de la causa por la cual

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él combatía. Mal pueden hoy citarse textos y cánones en talesescritos, cuando aquellos con quienes se discute niegan la Re-velación y la Providencia y a veces la existencia de Dios.

Al situarse, al escribir en el terreno teológico, el habérselascon contendores que aparentaban respeto por los libros santosy por las leyes eclesiásticas, el hábito de predicar y la natura-leza de los modelos que MargaIlo tenía que seguir involuntaria-mente al escribir, dieron a sus folletos apariencias de diserta-ciones teológicas, cuando no de sermones. Vano sería y seríanecio al mismo tiempo buscar en ellos las dotes por las cualesdeben hoy distinl!Uirse las composiciones, sean opúsculos o ar-tículos de periódico destinados a la polémica. Hoy han dedistinguirse éstas por su viveza y por la ligereza de su forma.La ciencia y los conceptos profundos han de hallarse encubiertoso disimulados. D~ben estar despejadas de toda erudición, decitas y de autoridades. En suma, han de deber su valor. comociertas alhajas. más a las manos del artífice Que a la materiade que se hayan hecho. ya sea ésta la más vil, ya sea la máspreriosa. De otra suerte no tendrán el mérito que debe ser1espronío. que es el de deiarse leer, y oue era aou~l de que en 10general c;¡recían los on(\sculos y Tlf"ri6dicosreligiosos y políticosdel tielT'no a que nos estamos refiriendo.

En donde el doctor Margallo hacía brillar verdaderamentesus talentos y ejercitaba de un modo eficaz el celo que le ani-maba. era su predicación contra los errores que se propagabany contra las instituciones adversas al catolicismo. Tan reconocidoera por sus adversarios el poder de su palabra, que en 1824ciertos miembros del Congreso que decían hallarse amenazadospor el fanatismo religioso, habiendo oído la especie, propaladapor una mujer del pueblo, de que el doctor Margano, predicandoen la iglesia de San Juan de Dios, se había expresado en términosmuy vehementes contra los impíos, se llenaron de cuidado ypronusieron un proyecto de ley con el fin de que la capital dela Renública se trasladase a Ocaña.

No les faltaba razón a aqueIlos a quienes impugnaba parareputarIo como el más temible de sus adversarios: su elocuenciahacía patente que aqueIlas instituciones y aquellos principiosque se trataba de hacer pasar como condiciones esenciales delrecién introducido sistema democrático, y como cosas compa-tibles con el espíritu del Evangelio y con las doctrinas católicas,no podían servir sino para viciar ese sistema, para despojar alpueblo de sus creencias y para corromper las costumbres.

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Pero los enemigos del doctor Margallo, en lugar de conten-tarse con oponer Id palabra a la palabra y los argumentos a losargumentos, como habnan debido hacerlo para guardar conse-cuencia y para enseñar al pueblo de un modo práctico que elrégimen republicano no era una hermosa quimera, quisieronoponer la fuerza material a la fuerza del raciocinio.

Así lo demuestra la acusación escrita contra Margallo porel doctor Vicente Azuero y elevada por él al poder ejecutivoen 1826. En ella se le imputaron a crimen todos los esfuerzosque hasta entonces había hecho por medio de la palabra y dela prensa para defender las sanas doctrinas, y se reclamabancastigos y actos de represión cuales podrían haberse reclamadocontra un faccioso que con las armas en la mano estuviera acau-dillando una rebelión contra las autoridades legítimas.4

Diremos de paso que Margallo, imitando a los cristianos delas primeras edades, quiso dejar a Dios su defensa; pero parasatisfacer al doctor Azuero, tuvo con él una conferencia, en laque le hizo ver que al mismo Azuero se le había engañado conchismes ruines e indignos, que jamás había tenido intención deofenderlo a él personalmente, y que en realidad no le habíaofendido. Al mismo tiemoo, y no sin protestar con firmeza quesiemnre condmaba las doctrinas contra las cuales se había de-clarado, le pidió perdón por la parte que hubiera podido teneren que se le incomodase con esos chismes. Quien, leyendo laacusación, vea de qué manera trató en ella Azuero al doctorMama110, y quien, estudiando los documentos que sobre aquelincidente se conservan, se imTJonga de los hechos, podrá apre-ciar debidgmpnte la humildad y la mans ••dumbre d" que el ve-nerable sacerdote dio ejemplo al pedir aquel perdón.

VIII

Cuarenta años hace que se está echando menos una biografíacompleta del doctor Margallo, y con razón se echa menos, porqueen los ánimos de los que le oonocimos y en los de los que hanoído hablar de él ha hecho indeleble impresión la noticia de lomilagroso que hubo en su vida, o que al menos le atribuyó una

4) Quien quiera imponerse sobre lo tocante a esta acusación, puederpgistrar la Historia Ecle.iá-tica y Civil de Groot, tomo III, páginas388 y 655; y las Cartas críticas de un patriota retirado. Estas se hallanen la Biblioteca Nacional, colección Pineda.

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piadosa credulidad a que dispusieron los ammos la admiraciónque excitaron sus virtudes y el afecto que se granjeó consu caridad.

Bien quisiéramos nosotros satisfacer a los que desean ver unavida del doctor MargaIlo escrita por extenso; y si lográramoshacerlo, tendríamos la satisfacción de pagar, siquiera en unamínima parte, la deuda de gratitud de que nos reconocemoscargados para con aquel insigne personaje, por haber recibidode él en nuestros primeros años muestras señaladas de un afectoque al presente miramos como la distinción más honrosa decuantas pudieran enorgullecernos.

Mas, como nuestra incaoacidad y la falta de dato nos impi-den procurarnos tal satisfacción, nos contentaremos con dar,por medio de este bosqueio, a la juventud de nuestros días. unaid~a del doctor Margallo, tal como la que nosotros mismostenemos.5

5) No conocemos otras obras que sobre la vida del doctor Margallopuedan consultarse que las Cartas críticas de un patriota retirado; laOración fúnebre de Margallo, pronunciada por el doctor don ManuelFernández Saavedra, que corre impresa; y la Historia eclesiástica y civilde la Nueva Granada, escrita por Groot, en la que el autor, al describirciertos sucesos, en que Mareallo tuvo parte, da sobre él algunas noticias.

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"LA GRAN SEMANA"EPISODIOS DE LA

REVOLUCION

DE NOVIEMBRE DE 184 '¡

Días y épocas memorables y solemnes han podido haber paraBogotá, pero ninguno de ellos admite comparación con laGran Semana.

El 9 de enero de 1813, ellO de diciembre de 1814, el 3 y el 4de diciembre de 1854 y el 18 de julio de 1861, se vio esta ciudadasaltada por enemigos que la tomaron a viva fuerza; pero, enesas ocasiones, los habitantes presenciaron los sucesos sin tomaren ellos parte activa. En noviembre de 1841, próxima la ciudada verse acometida por un ejército, a lo que se creía, formidabley sanguinario, su defensa vino a ser empresa de casi todos loshabitantes, cada uno de los cuales miraba como propio el de--sastre si no se rechazaba al enemigo, y como propia la gloriasi se lograba hacer victoriosa resistencia.

No es posible que vuelva a mover a los bogotanos entusias-mo semejante al que los animó en aquella coyuntura. Quedá-banles todavía no pocos restos del ardor bélico y de la admira-ción por las hazañas militares de que en la guerra de laIndependencia, pocos años antes terminada, se habían sentidoposeídos; la legitimidad del Gobierno era mirada como canonsa&rado e inviolable, como fundamento necesario de todo ordensocial; los partidarios de la revolución eran tan pocos y lospocos que había se hallaban tan supeditados y tan retraídos,que parecía estar toda la población unida en un solo espírituy lmimada de un mismo sentimiento. La inminencia y la gra-vedad mismas del peligro, o si se quiere la idea que se teníade esa gravedad e inminencia, infundían actividad y denuedonunca vistos, hasta en los corazones menos templados paTaarrostrar peligros.

Las fuerzas revolucionarias mandadas por el coronel Ma-nuel González, o los facciosos. como se decía entonces, despuésde haber sido derrotados en Buenavista y La Culebrera el 28de octubre de 1840, por gente en su mayor parte allegadiza, perohecha invencible por el patriótico ardimiento que le inspiróy de que le dio ejemplo su heroico caudillo, se habían retiradohacia Sogamoso; en Bogotá se tenía por cierto que tarde o

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nunca habían de poder rehacerse; y, en consecuencia, se vivía endulce sosiego, sin pensar más que en celebrar los triunfos yaadquiridos.

Así estábamos, cuando en las primeras horas de la mañanadel lunes 23 de noviembre, esto es, a los 25 días de haber huidoel enemigo, nos sorprenden todas las campanas tocando a rebato,y los tambores tocando generala. Todos salen atónitos y sobre·saltados y oyen la noticia, que con rapidez eléctrica va cir-culando, de que los facciosos están en Zipaquirá 1 y de que vana caer inmediatamente sobre la canital. Los derrotados de Bue-navista, después de haberse rehecho, y reforzados por un cuer-po de jinetes llaneros. debían atacar la ciudad, y si lo hacíancon la ranidez con que habían vuelto desde el norte de laprovincia de Tunia. podían llegar a las puertas de la capitalantes que el sol se hubiese puesto.

Es lo más probable que muchos corazones estuviesen pghi-lando de miedo. Ya desde 1814, cuando Bolívar vino a d~rrocarel gobierno centralista de D. Manuel Bernardo Alvarez. setemblaba al oír a los lanceros de los llanos de eaSanare. Ahorase les pintaba como unos bárbaros sedientos de sanQre y depillaje, Anenas se hallarán en poemas y leyendas retratm dejayanes desalmados y soberbios como el que se hacía del vene-zolano Francisco Farfán, jefe de los temidos llaneros.

Gran terror debieron, en efecto, de sentir los que podianprever e imaginarse los horrores a que habría dado lugar laocupación de la ciudad por las fuerzas enemigas; pero losióvenesy los niños no sentimos sino 10 que habríamos sentido al oírque iban a princiniar unas divertidísimas y solemnes fiestas; yaun la gente adulta no parecía animada. nocas horas des'1ués'de dado el alarma. sino de entusiasmo bélico y de seguras es-peranzas de triunfo.

Por cierto que éstas eran bastante infundadas. Toda la tropaveterana de que el gobierno podía disponer, había sido enviadaal sur; terminada allí la campaña, gran parte de la fuerza sehabía puesto en marcha para la capital; pero era notorio que nopodría llegar a tiempo para defenderla si el enemigo que amena-zaba por el norte aceleraba su movimiento. Las fuerzas vence-doras en Buenavista se hallaban en Tunia, por lo cual los revo-lucionarios, para dirigirse hacia acá, hubieron de desviarse de

1) No hablan llegado aún a tal población, pero eso fue lo que sedijo aquella mafiana.

116

esa ciudad. Nunca se había visto Bogotá tan desguarnecidacomo entonces.

Para acudir a su defensa no se contaba sino con el mediobatallón de Guardia Nacional, que se componía de la Hl Com-pañía, de la Compañía de Cazadores, y de otra que estabacompuesta de indios del vecino pueblo de Usme; había tambiénotras dos compañías sueltas de que hablaremos luego.

Estas compañías se habían formado algún tiempo antes paraatender a la seguridad de la capital, por haber sido forzosoenviar al sur, en donde los enemigos del gobierno eran más pujan-tes y porfiados, todas las tropas veteranas, y hasta el cuerpo demilicias de Bogotá, cuyo natural destino era guarnecer esta po-blación.

Comooníase la 1~ Compañía, en su mayor parte, de sujetosacomodados, no pocos de ellos de edad provecta y de respeta-bilidad, extraños hasta entonces a la milicia. Era su capitán D.Francisco Vinagre, español de nacimiento y antiguo militar;tenientes eran D. Cayetano Navarro, padre de familia y comer-ciante. de austeras y patriarcales costumbres. Recordamos queD. Juan Zaldúa y D. Antonio María Castro eran también oficia-les. y que eran sargentos D. Félix Castro, D. César Rosillo yD. Urbano PradiJIa.2

El uniforme de los soldados de la 1~ Compañía se componíade casaca y nantalones de paño azul oscuro, con vivos de azulclaro. y morrión o más bien gorra de cuartel, de esos mismoscolores.

El cuartel de la 1~ Compañía, o más bien la tesorería general,para cuya custodia se había creado principalmente el mismocuerpo. era la casa de los Suescunes, que ocupa la esquina nor-oeste de las formadas por la carrera 7~ y la calle 13. El 23

<, He aquí los nombres que recordamos de soldados de la 1\' C'ompafila:D. José María Saíz, D. Tomás Escallón, D. Joaquín Escobar, D. Felipe,D. Andrés, D. Justo y D. Francisco Sandino, D. Juan Antonío Marro-quin, D. Manuel Orozco, D. Pascual Sánchez, D. José María AlvarezBastida, D. Ignacio y D. Valentín Osorío, D. José María y D. ManuelCaballero, D. José María Trujíllo, D. Enrique Sotomayor, D. José MaríaGonzález, D. José María y D. Mariano Serrano, D. Pedro Silvestre, D.José María Franco Pinzón, D. José Maria Sarmíento F., D. VícenteSampedro, D. Ambrosio Ponce, D. J. Antonio Cualla, D. FranciscoGuzmán, D. Francisco Vargas, D. Pedro Heredía, D. Vícente Naríño,D. Raímundo Santamaría, D. Hilario CarboneIl, D. Gregorio GutiérrezV., D. Domingo C'arboneIl, D. Francisco Leal, D. Domingo Muelle, D.Esteban Vargas, D. Marcelino Echeverría, D. Carlos, D. Joaquín y D.Ramón Borda, D. G. C. Pereira, D. Saturníno Castíllo, D. José Groot,D. Andrés Heredía, D. Ignacío Vergara y Santamaría, D. Eladio Vergara,D. José María Dávila, D. Pío Sánchez y D. Fausto Orbegozo.

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de noviembre se acuartelaron en el principal, que era la casade azotea fronteriza a la Capilla del Sagrario.

De gente más joven, pero también de lo que llaman buenaposición, se había formado la Compañía de cazadores; mandá·bala, si no nos engañamos, D. José María Portocarrero, y eluniforme de sus soldados se componía de blusa y pantalones debayeta azul celeste con vivos encarnados, y cachucha de platodel mismo color y con los propios vivos.

De cachacos de buen tono y en gran parte muy distinguidos.o por su talento, o por su elegancia, o por pertenecer a lasfamilias más notables, se había formado la compañía suelta deLa Unión. No recordamos haberla visto uniformada sino má,tarde. cuando marchaba para la campaña del Norte. Llevabanentonces sus soldados blusa y pantalones de bayeta, coloradala de aquella, y amarilla la de éstos.3

Otra compañía suelta, como la de La Uni6n, fue la lIama-ma de Los Paneleros, por pertenecer a ella muchos individuosde los que tenían tiendas de comestibles, por el estilo de las queahora llamamos tiendas de granos. En ella estaban también in-corporados algunos artesanos. A este Cuerpo sirvió de cuartella casa de D. Simón Herrera, que hoy está señalada con el nú-mero 120 o 122, en la calle 11.

Si los artesanos no desempeñaron en aquella ocasión papelmucho más notable, fue porque los más y lo más granado deellos se hallaban a la sazón formando parte del Ejército del Sur.y no como milicianos sino como fuerzas de línea. De ellos secomponía el BataIl6n 1!' de Bogotá.

3) La lista de la compafUa de Dralones de la Un16n era la siguienteen la fecha en que este cu~rpo marchó para el Norte: Enrique Urdaneta,capitán; Lino Garcia, teniente; Francisco Leyva, alférez 29; FranciscoBarbería, alférez 19; José María Martínez, sargento de brigada; DiegoCaro, sargento 19; Antonio Narváez, sargento 29; José Maria Angel,sargento 29; Vicente Daza, sargento 29; Pedro Nieto, sargento 29; TomásPérez, Federico Uribe, Federico Rivas y Antonio Ponce, cabos prime-ros; Angel Gavlria, Bernardo Pardo y Bernardino Hoyos, cabos se-gundos; y los soldados Pablo Garcés, Antonio Vinagre, Ignacio Rovira.Reyes Neira, Juan Merizalde, Juan Manuel Carrizosa, Francisco Leal.Valentín Gálvez, Francisco Restrepo, Silvestre Ibáñez. J. Antonio Ariza,Juan C. Uribe, José María Echeverri, Juan Pablo Morales, Flavio To-rrente, Alejandro Merizalde, José Caicedo Rojas, Pedro Vallarino,Martiniano Vargas, Mariano Alvarez, Manuel Alvarez, Eustorgio Alva-rez, ,José María Chaves, Braulio Suescún, Domingo Suescún, JerónimoHortúa, Leonardo Manrique, Domingo Maldonado, Domingo Lema, Fran-cisco Lasprilla, Rafael Ponce, Francisco Pinzón, José Duque, José MaríaRivas, Venancio Restrepo, Rafael Tobar, Carlos Bonis, Melitón Escobar,José Castillo, Patricio Pardo, Sergio Gómez y Tomás Vallarino.

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Para los colombianos que hayan nacido después de 1830 yque no estén bastante versados en nuestra historia y en nuestralegislación, no es fácil entender qué eran esos milicianos queacabamos de mencionar.

Milicianos eran los individuos que pertenecían a las milicias;y las milicias era una institución patriótica y utilísima que envano se ha tratado de restablecer en épocas más modernas.

En virtud de la ley que las había creado, todos los ciudadanosdebían alistarse, tener organizados sus cuerpos con sus corres-pondientes Jefes y Oficiales, ejercitarse los domingos en la tác-tica y en el manejo de las armas y servir de guarnición y hastasalir a campaña siempre que el caso lo pidiese. Por sabido secalla que los ciudadanos que cumplían con el deber de alistarsey con los a él consiguientes eran los artesanos. En cualquiera deéstos, el ser miliciano, era cosa que imprimía carácter: el arte-sano que lo era no perdía ocasión de hacerlo saber, y como fueraun po!'o entrado en años, no dejaba de referir sus proezas y suscamnañas, ora hubiese hecho efectivamente alguna, Ora hubiesepasado sosegadamente su vida en su zapatería o en otro pacíficotaller.

Tampoco se podía abstener un miliciano provecto de hablarlesobre política al parroquiano que tenía adelante, con motivo decualquier menester concerniente a su oficio, como para tomarlecon el cartabón medidas para el calzado. o para tomárselas con latira de papel, que iba picando con las tijeras, si se trataba de ha-cerle al!!'Unapieza del vestido.

Profesaba especial devoción a algún personaje vivo o difunto;v. gr., al General Santander. o al doctor MargaBo, o a D. JoaquínMosquera. o al General Obando.

Vestía mejor que los demás de su esfera; no precisamente conmás elegancia ni con más limpieza, sino de un modo más aná-logo al de la gente de mayor categoría. Llevaba chaleco y ruanapastusa o de otra procedencia, pero siempre de listas que habíansido de colores vivos. No era raro que usara capa ni mucho me-nos que calzara botines amariIJos de su propia cosecha, o de losque se cosechaban en el pueblo de Tausa.

Y, a propósito de milicianos, no podemos pasar en silencioque uno de los hombres de la situación era el negro Simón Espejo,fabricante de calzado, según lo rezaba la tabla que tenía coloca-da encima de la puerta de su fábrica: era el Capitán de Milicias,hombre honrado, patriota y realmente versado en las cosas dela guerra.

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" Ocupaba también puesto importante un Coronel Cancino, perono recordamos cuál de los Cancinos conocidos como militaresera éste; el Capitán Parada ocupaba el de Guarda-Parque, y elCapitán Galarza, el de Guarda-Almacén.

* * *Comandante general de la plaza fue nombrado el General D.

Francisco Urdaneta, militar en cuyo valor y cuyos conocimientosno se tenía fe, y esto únicamente porque se le había visto pormucho tiempo sin ejercer otras funciones que las de mandar lagran parada, siempre que se quería solemnizar alguna fiesta; ydiremos de paso que, teniendo arrogante y marcial continente.g¡¡stando magnífico uniforme y montando como consumado jine-te. en un caballo de soberbia estampa, desempeñaba aquella fun-ción con inimitable garbo y gallardía.

Pocos meses después, en la campaña del Norte, dio el GeneralUrdaneta hartas pruebas de intrepidez y bizarría.

No es fácil explicar la gran confianza que los habitantes po-nían en los defensores de la ciudad; podía y debía suponérselescapaces de dar heróicamente la vida en el combate; pero eranpocos y les faltaba disciplina. Ni era natural que cada uno sepenetrase bien de que la flor de los jóvenes y de los demás caba-lleros de la capital pudiera ir a servir de carne de cañón. ¡Cómohabría, en efecto, quedado cubierta de luto toda esta ciudad sihubiese llegado el caso de que sus defensores presentaran elpecho a las balas y a las lanzas!

Pero volvamos a los preparativos de defensa. Las fuerzas conque podía contarse eran demasiado escasas para defender conellas una línea extensa, y en atención a ello se resolvió dejar amerced del invasor la mayor parte de la ciudad y atrincherarseen el centro, haciendo fosos y levantando barricadas con costa-les llenos de tierra, en cada una de las bocacalles que quedan auna cuadra de distancia de la plaza que hoy llamamos de Bolívar.No acababa de dictarse esta providencia cuando se vio a multitudde personas de todas las edades, condiciones y sexo, clérigos,religiosos, padres de familia resoetables, señoras y señoritas,criadas y niñ,os, ocunados activamente en la tarea de traer a cadauna de dichas bocacalles costales y zurrones de cargar tierra;y en se'!Uida nonerse a cavar y a llenar dichos costales y zurrones.mostrando viva emulación y esfuerzo uronio de ganananes.

Otra tarea hubo en que pudieron emplear sus fuerzas las seño-ras y todos los demás entusiasmados habitantes, que fue la de

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trasladar todo el armamento que existía, del antiguo parque, si-tuado en donde existe hoy la casa del señor D. Francisco Vargas, 4

al Colegio de San Bartolomé, edificio destinado para parque ycuartel. Muchas eran las armas que desde luengos años reposabanen aquel edificio, y juzgamos que tal vez hubieran podido dejarsea merced del enemigo sin mayor detrimento para nosotros, pueslo útil que de entre ellas se había podido sacar se hallaba enmanos de los cuerpos que estaban en campaña. Sea de ello lo quefuere, desde las diez de la mañana hasta las dos de la tarde se vioun cordón de gente, de todas las condiciones y .categorías quearriba deiamos apuntadas. trasladando fusiles, carabinas y caño-nes. ,gloriosas pero enmohecidas reliquias de la guerra de la Inde-pendf'ncia.

En la inolvidable noche del 23 de noviembre, acabadas ya deimprovisar las fortificaciones y repartidas en sus cuarteles las nomenos improvisadas tropas, tenía la ciudad todas las apariencIasde una poblacIón en l1t:Slas. Como las tamIi1as dIstmgulClas, ymayormente las de los delensores del Gobierno, que no VIV1anenmnguna de las ocho manzanas de la ciudad que Iban a ser deten-dIdas, lo temian todo de las tropas revolUCiOnarias, muchas dedichas lam¡]laS se trasladaron a las casas comprendidas en elrecmto fortificado, cuyos dueños, fueran o no amigos de los asi-lados, les dispensaron tranca y liberal hospitalidad. Así, en cadauna de estas casas, hubo en esa noche y en las subsiguientes unagrande y bulliciosa reunión, en que la gente provecta se entrete-nía en hacer conjeturas y comentarios sobre la situación, y lagente moza en divertirse.

Las patrullas, que sin cesar estaban recorriendo las calles; lascriadas que llevaban de comer a los ciudadanos acuartelados; losno acuartelados, que discurrían por dondequiera en busca denoticias, y que por dondequiera formaban corrillos en que secomuni<:aban las que habían, se inventaban las que no habían lle-gado, se echaban fanfarronadas, se discutían y a menudo se cen-suraban las providencias dictadas por el Gobierno y por los Je-fes; los estudiantes y los muchachos de toda condición que, conruana y alpargatas, aprovechándonos de aquel amable desordeny hallando a todas horas del día y de la noche francas y abiertaslas puertas de nuestras casas, estábamos a un mismo tiempo entodas partes aumentando la bulla y la jarana y haciendo todo loque estaba en nuestra mano para caer en las de las partidas arma-

4) Carrera O•.••número 294.

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das que andaban reclutando, todo esto y mucho más manteníala población, o el centro de ella, en una agitación, en una efer-vescencia que nadie podría describir y que no llegarán a imagi-narse los que no conocieron a Bogotá en la época en que pasaronlos sucesos que estamos refiriendo.

Bastante tiempo transcurrió sin que del enemigo se tuviesenmás noticias que las que aquí mismo se forjaban; pero no faltabanotras harto capaces de mitigar la sed de noticias que a todos con-sumía; éstas eran las que sucesivamente se iban divulgando delas prisiones de los hombres más connotados del bando adversoal Gobierno. Todos ellos se habían ocuItado lo mejor y lo máspronto que les había sido dable; pero siendo minesterial casi latotalidad de los habitantes, poca reserva se guardó respecto delos escondites, por lo que no fue difícil descubrirlos. Cada prisiónse consideraba un triunfo. Casi siempre montaban guardia en eledificio de Las Aulas personas decentes; por boca de ellas se sa-bía todo lo que hacían y decían los presos políticos. y de elloresultaba pábulo copioso e interesante para las conversaciones.D. Urbano Pradilla. sargento de la 1l1- Comnañía. se distim!Uiópor su aétividad. inteligencia y energía para descubrir y aprehen-der a los individuos mencionados.

Una noche hubo grande alarma y se creyó había llegado elsolemne momento de entrar en combate. Fue el caso que en elAsaría, o almacén de la pólvora, estaban de guardia algunosreclutas de los más inexpertos, los cuales, al ver acercarse un pi-quete de soldados de la 1!1 Compañía. que rondaba por esos ladoscreyéndose amenazados por alguna partida enemiga. hicieron fue-go sobre él. El ruido de los disparos llegó a la parte meridionalde la ciudad. y Dor toda ella se esparció el que metieron los quelo había alcanzado a percibir.

El gran Neira, ídolo del pueblo, yacía postrado por la heridaque el 28 de octubre había recibido al cubrirse de gloria enBuenavista. Estaba alojado en una casa inmediata a la iglesia deLa Candelaria. Naturalmente se pensó en que a quien menos po-día dejarse expuesto a los furores de los facciosos era a quienpocos días antes los había vencido. Así, se determinó trasladarloa una casa en que provisionalmente se había establecido pocoantes el Seminario y que estaba situada en el ángulo Noroeste dela plaza mayor, donde existe ahora el almacén del señor Yerles.5Esa traslación, que se verificó el martes a las diez, fue un solemne

'l Calle n. número 92.

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triunfo: toda la poblaci6n seagolp6 al espacio que media entrelas dos casas; la guarnición le hizo al héroe, a su paso por la pla-za, los honores de Capitán general; las aclamaciones asordabanel aire; dos señoritas colocaron una corona en las sienes de Nei-ra, que para aquel acto tuvo que incorporarse entre la camillaen que era conducido por distinguidos ciudadanos.

Hasta el miércoles a las doce, el estado de alarma y de inquie-tud se mantuvo sin sensible alteraci6n. Pero a esa hora se tuvonoticia de la pr6xima llegada del General Joaquín París con laColumna de su mando, que había marchado hasta Tunja en per-secución de los derrotados en Buenavista y que se componía delos que allí habían triunfado, de algunos hombres de la GuardiaNacional y de un Escuadr6n formado en Zipaquirá y mandadopor el Coronel José González.

Contándose ya con el auxilio de esta columna, debieron disi-parse los temores que podían abrigar los menos confiados o losmás pusilánimes, y las efusiones del entusiasmo fueron desdeese punto más alegres, si cabe, y más ruidosas.

No recordamos qué día, pero es muy probable que fuera elmiércoles, hubo solemne procesi6n en que se pase6 por las callesla imagen de Jesús Nazareno que se venera en San Agustín. Eneste acto, que fue pomposo, lució la guarnici6n de la ciudad,equipada, uniformada y diestra, a lo que parecía, en los ejerciciosmilitares. Todos los defensores de la ciudad llevaron desde esedía en los morriones y en las cachuchas un papelito en que esta-

+ba impreso el monograma J H S. 6 Este mismo monograma sepuso entonces, ya impreso en papel, ya pintado en tablitas, enlas puertas de las casas. En algunas subsiste todavía.

Por de contado esa procesión no fue la única solemnidadreligiosa con que en aquellos días se trató de impetrar de Diosla salvación de la ciudad.

La noticia, recibida el lunes, de que González había ocupadoa Zipaquirá era falsa; pero el miércoles sí entr6 en aquella pobla-ción e inmediatamente se supo en Bogotá, a donde no se dudabaque había de llegar el jueves. No habiendo llegado ese día, setuvo ya por seguro que el ataque a la ciudad empezaría el díasiguiente; pero eran tales la confianza en el triunfo y el alborozocon que se quería celebrar la futura victoria, que las señoras fes-

6) Este monograma no significa simplemente Jesús, sino Jesus Homi-num Salvator (Jesús Salva.dor de los Hombres).

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tejaron ese día a la tropa con una gran comida cívica en un cam-po inmediato a la Plaza de San Victorino .

González, sabedor de que el ejército del Sur estaba ya muypróximo a la capital, dirigió al Gobierno una comunicación (quefue recibida en la noche del viernes 27), en la que lo invitaba anombrar comisionados que, reunidos con otros que él nombraría,y obrando sin restricción alguna, conferenciasen y propusiesenlos arbitrios conducentes para el restablecimiento de la paz. Elresto de la nota contenía fanfarronadas que prueban la audaciade aquel cabecilla, o la seguridad que abrigaba de poder ponersea salvo. A lo que parece, González no creyó prudente aguardar lacontestación en Zipaquirá, pues el mismo día 27 emprendió sumarcha hacia el Norte.

En la misma noche del 27 llegó a Bogotá el General Herrán,Jefe del Ejército del Sur, que quiso llegar solo y por la noche parano dar lugar a que, a su entrada, se le vitorease y obsequiase.El día 28 entró el Batallón 29. Los demás Cuerpos del Ejércitodel Sur entraron en la capital el 5 de diciembre. La gloria queeste ejército había ganado en la dilatada, penosísima y sangrientacamnaña del Sur, y el estado en que se hallaban los ánimos de to-dos los habitantes de Bogotá, fueron parte para que todos éstosrecibiesen al ejército con ardientes y nunca vistas manifestacionesde entusiasmo y de alborozo.

Las señoras, con sus propias manos, pusieron en los morrio-nes de los soldados cintas encarnadas con leyendas alusivas almérito particular de cada Cuerpo. El Presidente dirigió en laplaza mayor una alocución a las tronas. y le contestó al GeneralMosquera. Entonces fue cuando éste profirió su célebre frase:A vías de hecho, vías de hecho.

Mosquera, Jefe de la 1';\ Columna del Ejército, acompañadode su Oficialidad, después de haberse presentado al Presidente,se dirigió a la casa de Neira y lo felicitó calurosamente a nombrede los Cuerpos de la 1';\División. "Desde hoy, le dijo, el Ejércitove en Usía a uno de sus Generales, porque cree que debe orlarsu vestido con el laurel que ciñó su frente. Yo, por mi parte,señor Coronel, quisiera poder colocar sobre sus hombros las es-trellas con que me ha honrado la nación: allí estarían más dig-namente."

Aquí pudiéramos poner punto a nuestro trabajo, pues el títulocon que lo encabezamos no nos compromete sino a dar idea deesa semana que mereció el nombre de grande, pero de la cual notiene noticia, o la tienen muy imperfecta, los bogotanos que

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han nacido después de 1840 y los que en ese año no habían al-canzado aún a la adolescencia.

Pero nos sería penoso dejar la pluma sin habe" referido doshechos que ocurrieron después de La Gran Semaf1D Los sucesosque a ella siguieron y que vamos a narrar qued~·on grabadosindeleblemente en la memoria y en los corazones 'ie los que lospresenciamos, merced a aquella disposición de los ánimos quedio su peculiar carácter a los acontecimientos que hemos tratadode describir.

A consecuencia de su herida, Neira murió a la madrugadadel 7 de enero de 1841. A las siete de la mañana, habiendo yacirculado la fatal nueva, muchos de los habitantes de Bogotá.que andaban consternados con ella, apremiados por aquel vagodeseo que en casos semejantes se experimenta de pedir más noti-cias y de comentar las que se han recibido, se habían agolpadoen el atrio de la Catedral y en la plaza mayor. Allí había yatropa formada, y el Comandante, D. Francisco de Paula Torres,anudada la voz en la garganta, pronunció una breve alocuciónque acabó con un ¡Viva el General Neira!, que fue unánime ylargamente repetido por todo el inmenso concurso.

Ya a esa hora se veía por todas partes el fúnebre cartelón:¡Neira ha Muerto! Allí se hallaba ya el programa de los honoresque iban a hacérsele y de las exequias que debían celebrarse.

El cadáver del héroe estuvo expuesto varios días, siendo objetode los obsequios más expresivos con que un pueblo pueda glo-rificar a un guerrero a quien mira como salvador suyo. Las exe-quias se celebraron en la Catedral el día 14.

Hoy puede, en un entierro de personaje público y benemérito,desplegarse más pompa que la que brilló en aquella función; pue-de hacerse mayor ostentaci6n gastando más dinero; pero no pue-den celebrarse solemnidades fúnebres como aquella: por desgra-cia, nunca volverán los habitantes de esta ciudad a hallarse,como en ese tiempo, perfectamente concordes; ni es fácil que enépoca venidera haya un hombre que inspire tanta admiraci6ny tanta gratitud como Neira. El luío de sus funerales no consistiótanto en el imponente aparato de los honores que le hizo un eiér-cito cubierto de frescos laureles; ni consisti6 en la música, ni enla mofusi6n de las decoraciones con que se enlutaron el temnloy la ciudad; consisti6. sobre todo. en las exoresivas demostracio-nes de sentimiento nor su muerte y le admiraci6n nor su h••roís-mo que hizo unánime y espontáneamente el gentío que constante·

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mente acompañó su cadáver, así mientras estuvo expuesto, comoen el acto de su traslación al cementerio y en el de su inhumación.

Si no nos engaña la memoria, aquel fue el primer entierro enque sucedió que a la entrada del cementerio se pronunciaran elo-gios del finado.

Oyéndolos estaba una inmensa muchedumbre llorosa y conmovi-da, cuando se dIVUlgóentre ella la noticia, que llegó en esos mismosmomentos, de la victoria ganada por el General Herrán en Ara-toca. Entonces cesaron los lamentos, y se prorrumpió en vítoresal vencedor y al Gobierno, sin que entre ellos dejase de resonarmuchas veces el nombre de Neira.

El 7 de febrero hubo en la iglesia Metropolitana solemne ben-dición de una bandera que habían bordado algunas señoras parala 1¡¡. Compañía del Medio Batallón de la Guardia Nacional lo-cal. Fueron padrinos, y desempeñaron lucidamente su encargo,D. Simón Herrera y D. Raimundo Santamaría. Ofició el señorGómez Plata, Obispo de Antíoquia, y predicó el P. Vásquez,Obispo, años después, de la Diócesis de Panamá. A la salida yen la plaza mayor, arengó a la tropa el Comandante del medioBatallón, D. Francisco de P. Torres. En seguida se dirigió latropa a San Diego, en donde las señoras habían preparado unacomida cívica para la guarnición y para muchas famílías quefueron invitadas.

Pero al dirigirse la tropa hacia aquel sitio, cunde la voz de que,antes de llegar allá, se debe ir a saludar las cenizas de Neira.Sigue la marcha al cementerio, y allí, formada la tropa en ordende batalla delante de la tumba y después de oír otro breve y ve-hemente discurso del Comandante del Medio Batallón, tiendenlos Oficiales la espada y los soldados la mano derecha hacia latumba de Neira, y iuran no permitir que los enemigos de la pa-tria insulten sus reliquias. Hácense a éstas los honores militares;pronuncian luego discursos D. José María Galavis y el CoronelD. Rafael Castíllo y Rada. y lee un himno D. José Joaquín Ortiz,soldado de la 1¡¡. Compañía.

Servida en San Diego la comida para la tropa, se sirve otradebajo de un toldo para las señoras, y cuando se levantan losmanteks, la tropa forma cuadro, dentro del cual se baila hastaque viene la noche.

¡Con cuanto gusto nos extenderíamos más en nuestra relaciónhasta llegar a la de la gran comida cívica que se dio en Fuchaa las tropas que vinieron del Norte! Recordamos la curiosidad yel interés con que en esa función se miraba a los soldados de la

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Compañía de La Unión, que, siendo jóvenes de familias distin-guidas, habían hecho campaña en el Norte y hablan sutrido enella las mismas rigurosas privaciones y soportado las mismasfatigas que los demás individuos del Ejército. Cuando éste ibadesfilando hacia Fucha, alguien que había visto en el Norte a laCompañía, gritó: "¡La banda de la Compañía!" Entonces los sol-dados de La Unión empezaron a cantar, al compás de la marchay con robustas voces, el himno que les había servido de músicamilitar en la campaña:

Valientes patriotas,¡Volad a la lid!Que sea nuestra enseñaVencer o morir.

Fieles defensoresDe la Constitución,¡Mueran los ladrones!¡Que viva La Unión!

Dejamos la patria,Afectos y amoresPor ser vencedoresDe la infiel traición.

No hay que extrañar que en aquella época pudieran hacersetantas cosas que hoy serían imposibles: arriba se habló de las co-sas que excitaban el entusiasmo y avivaban el espíritu público.

Para que nada faltase, teníamos nuestro Demóstenes (JoséMaría Galavis), que clamaba elocuentemente en la tribuna contranuestros Filipos; y nuestros Tirteos (J. Eusebio Caro. J. JoaquínOrtiz. Rafael Alvarez Lozano y José Gregorio Piedrahita), quecon sus versos encendían el fuego en los corazones y celebrabanlas hazañas de nuestros guerreros.

Tal importancia se dio a los sucesos que hemos narrado, quela Cámara provincial de Bogotá, por decreto expedido en sep-tiembre de 1842. estableció una fiesta en conmemoración deLa Gran Semana.

He aquí la parte conducente del decreto: "La Cámara provin-cial de Bo!!otá. considerando ... que nada es más digno y honro-so para celebrar el aniversario de Lfl Gran Semana de BOI!Dtá.que presentar en público espectáculo los productos de la industria.

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que son el fruto de la paz protectora del trabajo individual delciudadano que respeta y cumple las leyes. .. decreta: En el úl-timo domingo de noviembre de cada año, y en los dos días si-guientes, se hará en la capital de la República una fiesta provin-cial consagrada a honrar las acciones virtuosas, y con especialidada conceder premios y recompensas a los habitantes de la Provin-cia que manifiesten su laboriosidad y honradez por las obras quepresenten como producto de cualquier género de industria a queestén dedicados ... "

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APREHENSION DE

DON MARIANO Y DON

PASTOR OSPINA EN 1861

Después de la triste jornada del 13 de junio, D. Mariano y D.Pastor Ospina, persuadidos de que el Gobierno no podía fincaresperanzas en el ejército que estaba acampando en las inmedia-ciones de Bogotá, determinaron dirigirse a Antioquia para ver deallegar medios de resistencia y de preparar los que fueran posi-bles para intentar el recobro de la capital, caso que fuera tomadapor Mosquera, como parecía inevitable que sucediese.

Para proveer a su seguridad durante la expedición, pidieronal Gobernador, General Pedro Gutiérrez Lee, alguna tropa queles sirviera de escolta.

Por entonces D. Manuel Umaña, dueño de la hacienda deTequendama, había armado un cuerpo de peones de la hacienday vecinos de Soacha, con el fin de evitar que una partida enemiga,mandada por Pedro Escobar, que estaba situada en la orilla delrío Bogotá, ONH:sta a aquella en que se halla la mencionada ha-cienda. entrase a cometer depredaciones en ésta.

El Gobernador, de acuerdo con el doctor Umaña, que ya notenía que temer a partida enemiga, por haberse ésta retirado,dispuso que la gente recogida por D. Manuel Umaña acompañasea los señores Ospinas.

Desempeñando una comisión se hallaban también en Tequen-dama ocho individuos de la Compañía de La Unión, a saber:Ricardo Santamaría, teniente; Cristóbal Ortega, sargento; Ma-nuel Sáiz, sargento; Pedro Ortiz Durán, cabo; y los soldadosWenceslao Urdaneta, Guillermo Urdaneta, José Manuel Umañay Teodosio Duque. Puestos estos jóvenes a las órdenes de D.Mariano, él los invitó a que 10 acompañasen hasta La Mesa, yellos, que habían salido de Bogotá, seguros de poder regresardentro de muy breve término, emprendieron la marcha entera-mente desapercibidos, sin ropa de repuesto, ni dinero, ni avío deninguna especie.

Atravesando el río en balsas de junco, se encaminaron a LaMesa por entre las haciendas de Canoas y El Chorro, pasaronpor la Boca del Monte, donde se decía que había destacamento.y. cerca ya de La Mesa, en las primeras horas de la mañana del

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día siguiente al de la salida, avistaron una partida de gente arma-da, la que, segun st: SU!'OOt:SpUc8,t:la mallual1a por t:l s••nor LeónLozano, alca1l1e de aquella ciudad. vespucs de ligera escaralllu-za, olcha pafllda reUocedló y no se opuso a la elllrada de lOS

Ospinas.Al llegar a la ciudad, uno de los soldados de La Unión cmró

a la casa de una laml1ia con qUien tema relaciones y se hallóconsternada con la idea de que la gente que acababa de entrarera la que debía llevar D. Mariano Ospina para saquear la po-blación.

Desde entonces empezaron a echarse de ver las artimañas deque los revolucionarios se estaban sirviendo para extravIar laopinión y para concitar viles pasiones contra aquel beneméritociudadano.

Después de haber pasado una noche en La Mesa, siguió laexpedición camino de Anapoima; pero poco más abajo de ElTigre, como se hubiese descubierto un cuerpo de tropa que veníasubiendo, D. Mariano ordenó la contramarcha.

En La Mesa se tomaron para cuartel dos casas altas conti-guas, situadas en el costado de la plaza frontero a la iglesia, unade las cuales hacía esquina y tenía puerta a una calle

Los más de los de La Unión habían recibido nombramientodurante la marcha, pues se había tratado de dar alguna organi-zación a la gente.

Antes de encerrarse en el cuartel, e ignorando que habían deser atacados inmediatamente, los Ospinas y los mencionados jó-venes se propusieron comer en un hotel que había en el costadooccidental de la plaza. Discutióse entre ellos el plan de dividirsepara la defensa en caso de ataque, confiando a los de Soachala del cuartel, y quedándose algunos de los de La Unión en lacasa en que se hallaban, a fin de defenderla también y de evitar.haciendo fuego desde su balcón, que el cuartel fuese acometidopor todos lados.

Pero, sorprendidos súbitamente por rumores que les hicieronadvertir que el enemigo estaba ya en la población y se prepara-ba a embestir contra el cuartel, no pudieron acabar de concertarsu plan, en el que ni siquiera estaban impuestos los de Soacha;y resultó que los Ospinas y cinco individuos de La Unión se tras-ladaron al cuartel. no sin peligro, aunque ya había anochecido.y que en la posada no quedaran más que Sáiz, Ortega y Gui-llermo Urdaneta.

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Los asaltantes eran el cuerpo organizado que había sido co-lumbrado desde El Tigre y todos o casi todos los habitantes deLa Mesa.

Dieron principio al acometimiento agolpándose a una de laspuertas y tratando de derribarla.

Desde uno de los balcones, Pedro Ortiz, descubriendo el cuer-po, hizo fuego sobre el pelolón de los acometedores, y debió deser con buena puntería, porque desde ese instante empezaron aasordar el aire frenéticas vociferaciones contra D. Mariano Os-pina, contra el Gobierno y contra una señora de la población.conservadora muy conocida.

Toda la defensa del cuartel estaba a cargo de los cinco indi-viduos de La Unión que en él se habían encerrado. Los indios deSoacha, gente allegadiza, bisoña, incapaz de manejar las armas ydesprovista de aquel espíritu de disciplina que, en nuestros so:-dados suple por el conocimiento de la causa que se les hacesostener, estaban en un patio acobardados e inactivos.

Es cierto que cuando iba amaneciendo intentaron una salida;pero, como los que la emprendieron notasen que no eran seguidospor todos los demás, se acogieron inmediatamente al cuartel.

La noche pasó sin que cesase el fuego, y a la luz del día. queera 2 de julio, se recrudeció la pelea.

Hacia el medio día, el enemigo penetra tumultuosamente en elhojel, desahogando su raba en denuestos. y amenaza de muerte aSáiz, Ortega y Urdaneta, los que no se salvan de ser asesinadossino merced a la intervención de un mozo sabanero llamadoPedro Muñoz, que de tiempo atrás residía en La Mesa.

Al fin los prenden y los conducen a otra casa; de ésta a otra;y últimamente al mismo hotel en que los habían aprehendido.Desde la víspera tenían por compañero de prisión a D. JuliánMorales Quintero y, desde algunas horas antes, a un joven, hijodel famoso Llanero Martínez.

A eso de las cuatro de la tarde, algunos de los más energúme-nos proponen que se saque a los presos al balcón del hotel, paraque, sirviendo éstos de reparo, se haga fuego contra el cuartelpor sobre sus cabezas. Un sargento Crispín 10 pone por obra,dispara cubriéndose con el cuerpo de Cristóbal Ortega y j cosarara! una descarga hiere al sargento en un codo, y Ortega quedaileso. Los otros prisioneros, principalmente Morales, se resistenenérgicamente y no dan lugar a que se siga cometiendo aquelacto de inhumanidad y vileza.

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Parece que sobre la fuerza organizada de los asaltadores ejer-cía el mando superior un habitante de La Mesa, de apellido Co-lina, a quien daban el tratamiento de Coronel, el cual mostró enaquella aciaga ocasión tanto denuedo como cordura y hu-manidad.

Este jefe resolvió, a eso de las cinco de la tarde, enviar a Sáiz,en calidad de parlamentario, a proponer a los Ospinas que se en-tregasen, asegurándoles que, por parte suya y de las fuerzas desu mando, no correrían peligro sus personas, y que los oficialesquedarían en libertad. Sáiz, considerando que se trataba de lasuya, rehusó llevar el mensaje de palabra, y recabó de Colinaque dirigiese sus proposiciones en pliego cerrado.

Sáiz no podía desempeñar su misión sin manifiesto peligroso,pues si Colina podía (lo que era muy dudoso) obligar a sus solda-dos a interrumpir el fuego en la plaza y en las calles, era pocoverosímil que su autoridad fuese acatada por los voluntarios y porlos individuos pertenecientes a guerrillas y partidas diversas degente armada que habían ido llegando de otros lugares y quehacían ya subir como a seiscientos el número de los acometedores.

Por otra parte, era seguro que los defensores del cuartel dispa-rasen sobre cualquier individuo a quien viesen en la plaza. Conno poca dificultad se logró que en el cuartel oyeran las voces conque se les advertía que debía suspenderse el fuego; GuillermoUrda lleta salió al balcón, y por medio de él se enteraron sus com-pañeros del asuntos de que se trataba.

Sáiz recorrió, sin avería, el espacio que lo separaba del cuartel;si bien observó que un soldado apuntaba el arma en la direcciónque él iba siguiendo; y, como le hubiese gritado que si no sabíaque el fuego estaba suspendido, el soldado le contestó que lo quese proponía era aprovechar el momento en que habrían de abrirlela puerta. Pero ésta se abrió tan poco y tan de prisa, que no pudoaprovecharlo.

Apenas entró el emisario, advirtieron los de Soacha que se lespresentaba coyuntura para entenderse con los sitiadores, y seapresuraron a aprovecharla rogando a Sáiz dijese a los de afueraque estaban dispuestos a entregar las armas. La justicia obliga ano callar que hubo oficiales fieles e intrépidos que no quisierontomar parte en aquel acto.

Recibido el heraldo por sus camaradas con vivas demostracio-nes de satisfacción. por haberlo creído muerto o muy mal trata-do. se oresentó a los Ospinas. que estaban sentados en el corrpdoralto de la casa, y entregó el pliego a D. Mariano. diciéndole

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quién se lo enviaba. Ley610 D. Mariano, sin sorpresa ni alteraci6nen su fisonomía, y de luego a luego alz6 la cabeza y dijo al par-lamentario: "Dígales usted que si se rinden a discreción, interce-deré con el Gobierno para que los indulte." Como entontecidoal oír un arranque tan inesperado, Sáiz no se atrevi6, por el mo-mento, despegar los labios; pero, como hubiese vuelto a hablarcon la gente de Soacha, no pudo dejar de acercarse nuevamentea D. Mariano con el fin de hacerle apreciar lo apretado delcaso; pero el señor Ospina no dio otra contestación.

Entre los individuos de La Unión se debatieron dos proyectos:el de obligar a los indios, por medio de todo el rigor de la orde-nanza, a que combatiesen, y el de salir y tomar el camino deBogotá llevando entre sus filas a los señores Ospinas, arrollarcuanto se les opusiese, y buscar seguridad fuera de la población.Para lo primero, habría sido necesario el concurso de muchos delos mismos que debían ser sometidos violentamente; para 10 se-gundo, no se contaba ni con media docena de hombres, una vezque los de Soacha no habían de tomar narte en acción tan atrevida.

Sáiz no pudo recabar del señor Ospina que contestase a Colinaoor escrito; de suerte que tuvo que enterar a éste del resultadode su comisión, verbalmente y en presencia de gran número deindividuos adictos a la revolución. que estaban reunidos con eljefe. En ellos produjo viva irritación la resnuesta de D. Marianoy emoezaron a desahogarla proponieno todo género de med;dasviolentas. La noticia no tardó en divulgarse por la ciudad, con loque la fermentación subió de punto.

El dueño de una de las casas que estaban sirviendo de cuartelpronuso que a la suya se le pusiese fuego, y este partido fueabrazado en se,guida. De este modo. a tantas tumultuosas y san-grientas escenas. se añadieron los horrores de un incendio.

Parece que D. Pastor Ospina, tomando en consideración lospeligros que corría su hermano, se inclinó, cuando ya no habíamodo de conjurar tales peligros, a entrar en arreglos con Colina.

Este jefe se dirigió a la puerta que por el lado de la calle dabaacceso a una de las casas asaltadas, penetró en ella y manifestóa los Ospinas que ya no podría él, aunque quisiera, contener ala gente, y que era forzoso que se entregaran.

Una v~z prendidos, son conducidos todos al hotel, no sin quela turba enfurecida atruene el aire con su grita, denostando y ame-nazando a los prisioneros. Estos permanecen allí hasta la medianoche, hora en que sacan a los Ospinas y les hacen emprende!marcha a pie por el camino que conduce a Anapoima.

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Sus compañeros quedan llenos de mortal espanto, persuadidoscomo están de que no se ha podido sacar a tal hora fuera de lapoblación a D. Mariano y a D. Pastor sino para quitarles la vida.Pero estos mártires no debían ver tan pronto el término de sustormentos, y fueron reconducidos a La Mesa al día siguiente,precedidos de una pica en cuyo extremo traían el sombrero deD. Mariano. Por de contado, a la entrada de los dos presos re-novaron los siniestros clamores, el tumulto y las amenazas.

A poco de haber sido encerrados los Ospinas en su prisión,empezó a rugirse en La Mesa que, noticioso el Gobierno de lasnovedades que allí habían ocurrido, iba a enviar a rescatar a losprisioneros un cuerpo numeroso, al mando de D. Pedro Dávila.Al punto se declaró que, si tal sucedía, antes de que ]'legase lafuerza se fusilaría a los Ospinas y a los demás presos.

D. Jesús María Gutiérrez, que con el fin de favorecer encuanto pudiese a uno de los individuos de La Unión, se habíatrasladado de Bogotá a La Mesa, y otro caballero, liberal comoél, y como él interesado en favor de los prisioneros, redactarono hicieron redactar una representación al Gobierno, en que semanifestaba que con aquel paso no se hacía otra cosa que ex-ponerlos a todos a peligro más cierto, y que, en consecuencia,debía abstenerse de darlo. Entre los de La Unión hubo porfortuna quienes se opusieron a que se diese tal muestra dedebilidad.

D. Pedro Dávila estaba a la sazón en Funza, y disponía dealguna gente. El tuvo la idea de ir a La Mesa a rescatar a D.Mariano Ospina; pero consideró que su deber no le permitíahacerlo sin orden superior.

Ignoro si en Bogotá se llegó a pensar en enviar alguna expe-dición a La Mesa. Si en ello se pensó, fácil es que tam bién sepensara en ponerla a órdenes de D. Pedro Dávila, de qu;en sehablaba mucho entonces y a quien se reputaba muy justamentecomo uno de los sostenedores del Gobierno más dignos deconfianza.

D. Pedro no era militar de profesión, ni su nombre habíafigurado en el escalafón militar; pero era un patriota de con-vicciones incontrastables, de inconmovible adhesión a la causade la legitimidad, de una energía casi desconocida entre nosotrosy de una intrepidez comparable únicamente con la de lospaladines de la edad media. No había estudiado el arte militar.pero su capacidad era de aquellas que todo lo adivinan. Laopinión pública, o a lo menos la de muchos, lo señalaba. desde

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aquella memorable batalla de Santa Bárbara (que fue perdidapara los que la ganaron y ganada para los que la perdieron), comoel jefe que debía ponerse a la cabeza de todo el ejército legitimista.

Pero vuelvo a mi asunto. De aquello de que los oficiales habíande quedar en libertad no volvió a hablarse, no obstante queColina ratificó su promesa cuando entró al cuartel. Tengo porcierto que no dejó de cumplirse por culpa suya, pues la autoridadde que estaba investido no podía ser en aquellas críticas circuns-tancias muy efectiva ni muy acatada.

Como es de suponerse, a los oficiales se les desarmó, y ha-biéndose hallado que las cápsulas del rifle de Ricardo Santa-maría estaban untadas de grasa, los maldicientes propalaron laeSJ?ecie de que los defensores del cuartel habían hecho fuegocon proyectiles envenenados.

No tardó en llegar a La Mesa una partida enviada porMosquera para que se hiciese cargo de los prisioneros. Man-dábala el general Joaquín Reyes Camacho; y no hay necesida<!de decir que mientras aquellos estuvieron a la disposición y bajola custodia de ese jefe, no volvieron a ser objeto de indignidades.Durante la marcha se les unió el general Evaristo de la Torre.

Sin embargo, los que proporcionaron a los Ospinas bestias yarreos de montar para el penoso viaje de regreso, parecieronhabérselas proporcionado más para hacerlos objeto de befa y deirrisión, que para procurarles comodidad: no era dable que elGeneral Reyes Camacho, en aquellas premiosas circunstancias,atendiese a todos los pormenores de la marcha.

Los de La Unión hicieron el viaje a pie, montando alternati-vamente en una mula que cierto amigo de alguno de ellos leshabía conseguido.

Los mismos jóvenes (que ya no lo son) recuerdan con agrade-cimiento y cariño el nombre de la señora Joaquina Roa deZornosa, que proponiéndose servir y aliviar a uno de ellos concuya familia tenía amistad, y acompañándolo en el viaje hastaChapinero, vino a ser para todos una especie de Providencia.

Pasando por Bojacá y por Buenavista y tomando el caminode Cota, vino a dar la columna con sus prisioneros al campa-mento de Chapinero. Tales eran las especies que malignamentese habían esparcido entre la tropa de Mosquera y entre el vulgode sus parciales, que a la llegada de los Ospinas se creyó nece-sario formar los cuerpos, con el fin de evitar que se promoviesealgún grave desorden y se asesinase a los presos. Los negros

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caucanos preguntaban, señalando a D. Mariano Ospina, si eseera el que quería venderlos.

Hoy, cuando ya están acalladas las pasiones políticas deaquella época, cuando los adversarios de D. Mariano Ospina lehan hecho justicia, es cuando se pueden apreciar la perfidia yel descaro con que se calumniaba a quien no pudo ser culpadosino de haber hecho prueba, como magistrado y como escritor,de lo profundo de sus convicciones y de exceso en su respetoa la ley escrita. Pero él había herido en lo vivo a Mosquerasubiendo, por obedecer a sus conciudadanos, al solio que éstehabía ambicionado con tanto ahínco, y refutando magistralmentelos escritos en que el vanidoso caudillo había tratado de jus-tificar su rebelión.

Encerrados los Ospinas y los jóvenes de La Unión en la casade Chapinero que pertenecía a D. José María Grau, en la quese alojaba también Mosquera, dichos jóvenes pudieron presenciaralgunas de las escenas a que dio lugar la resolución de Mosquera,de fusilar a los Ospinas y a sus compañeros.

A media noche entró Joaquín Suárez a la pieza en que sehabía encerrado a los de La Unión, y dijo a uno de ellos queestaba despierto y con quien tenía amistad: "Como ayudantemayor general, vengo a cumplir con el deber de notificarles austedes que está expedida la orden de fusilarlos mañana a lasdiez. No tengo valor para despertar a sus compañeros y hacerlesla notificación: hágame el favor de avisarles esto."

Es presumible que Mosquera no pensara seriamente en fusilara los Ospinas y a sus compañeros, y que se propusiese amedren-tar al Gobierno y a los deudos de los jóvenes de La Unión,por si así conseguía que se le tuviese por beligerante. Ademá"en Bogotá había rehenes.

Los de La Unión vieron llegar al Ilmo. Señor Herrán y alBarón Goury du Rosland, que fueron a interesarse por los con-denados a muerte, y oyeron un violento altercado entre losgenerales Herrán y Mosquera, cuando el primero fue a tratar dedisuadir al segundo de su inhumano designio.

Cuando Mosquera resolvió mover su campo y acercarse aBogotá, los presos fueron enviados a Zipaquirá y los condujoMiguel Gutiérrez Nieto. Durante la marcha se les trató con lasdebidas consideraciones, si bien tuvieron que hacerla a pie.Pero cuando hubieron llegado a Zipaquirá hubo algarada se-mejante a la de La Mesa. La chusma, que acompañó a lospresos hasta que se hallaron seguros en la cárcel pública, no se

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contentó con dirigirles dicterios, sino que también les arrojabanpiedras, una de las cuales hirió a D. Mariano Ospina en lacabeza. El tumulto y los denuestos no cesaron mientras lospresos permanecieron en aquella cárcel.

El día 18 de julio notan que la población se agita más queen los anteriores y que doblan las guardias; se les comunicaque corre el rumor de que Zipaquirá va a ser acometida con 'elfin de libertarlos, y que, si tal sucede, serán fusilados. Sin dudase habían visto pasar por las cercanías algunas partidas de lagente derrotada en Bogotá, y esto había dado motivo a la alarma.Entra luego un oficial armado de lanza, les advierte que él eshijo de Sarria; les repite la intimación que poco antes se' leshabía hecho; agrega que, apenas se oigan los primeros disparos,se cumplirá la orden de fusilarlos, y que no será esa la primeravez que él cumpla las de esa especie, pues ya en Labranzagrandehabía tenido ocasión de hacerlo.

Los prisioneros ignoraban, hacía muchos días, el curso quehabían tomado los acontecimientos, y podían admitir comoprobable el que se procurase libertarlos. Así vinieron a tenernuevo motivo para temer por su vida, tantas veces amenazada.

En la noche del mismo día 18 oyen repetidas detonacionesy creen llegada su última hora; pero a poco perciben que con eseruido se mezcla el de alegres aclamaciones, y advierten que 10que suena no son disparos sino estampidos de cohetes. Eraque los revolucionarios de Zipaquirá acababan de recibir lanoticia de la entrada de Mosquera en la capital.

Para celebrar el triunfo, las turbas exaltadas acudieron a lapuerta de la cárcel a baldonar a los presos y a hacerles sentircon sus vítores a los que triunfaban, el oprobio del vencimiento.Los v;drios de las piezas en que se hallaban los Ospinas fuerondespedazados a pedradas; y varios sujetos entraron a la prisióna regodearse refiriéndoles a los presos los pormenores de la tomade Bogotá. y enumerándoles las muertes de conservadores quehabían acaecido. La guazábara duró toda la noche.

Por una aberración que ciertamente no se puede atribuír amotivos nobles, el día 19 se puso una barra de grillos a cadapar de presos, uniendo la pierna derecha de uno con la iz-quierda de otro.

De Zipaquirá fueron trasladados a Bogotá, y también le tocóconducirlos al general Reyes Camacho. Casi todos vinieron acaballo; pero si materialmente se vieron bien tratados, su viajefue el más penoso, pues durante él supieron el fusilamiento de

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Aguilar, Morales y Hernández, y estuvieron encontrando genteque llevaba la noticia de que el de los aspinas se verificaríaapenas llegaran a Bogotá.

Al llegar a esta ciudad los rodea y los acompaña, como enLa Mesa y en Zipaquirá, una muchedumbre alborotada y se-dienta de sangre, a la que el general Reyes Camacho habla conenergía, tratando de hacerle ver la vileza de su conducta.

Los aspinas y los de La Unión son encerrados en el edificiode las Aulas. Es sabido que los primeros fueron conducidos alCastillo de Bocachica. D. Pastor aspina escribió una relación.que corre impresa, de su duro cautiverio.

A los jóvenes de la Compañía de La Unión se les puso en li·bertad, mediante fianza, 'pocos días después de su llegada.

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APREHENSION DE DON

IGNACIO GUTIERREZ

VERGARA EN 1862

Los detalles que, de un hecho político muy trascendental, mepropongo relenr, pueden parecer de poco interés histórico aquien no tenga presente que los detalles y las cosas personalese ímimas, son lo que puede dar idea más pertecta de una época.La presente relación contribuirá sin duda a hacer conocer laluctuosa y aciaga, al mismo tiempo que históricamente impor-tante, en que el General Mosquera, como caudillo de un partido,derrocó el Gobierno de la Confederación Granadina.

Además nada de lo que se relacione con la vida de D. IgnacioGutiérrez debe ser indiferente para quien mire con cariño lamemoria de los ciudadanos ejemplares y egregios.

D. Ignacio Gutiérrez y Vergara perteneció a un grupo dehombres desinteresados y exentos de ambición que, desde eldeclinar de la antigua Colombia hasta los albores de la nueva,sirvieron al país enseñando patriotismo con su ejemplo; ilustrán-dolo y mostrándole buenos caminos por medio de la pluma;desempeñando empleos sin otra mira que la de procurarle elmayor bien posible; mostrándose cristianamente modestos. ypermaneciendo afiliados a cierto partido, únicamente porquejuzgaban sus principios y sus aspiraciones en un todo conformescon las creencias religiosas que profesaban.

...* ...El general Mosquera tomó a Bogotá el 18 de julio de 1861,

e hizo prender, entre otros muchos empleados y particulares,al señor D. Bartolomé Calvo, que, en su calidad de ProcuradorGeneral de la Nación, se había encargado del ejercicio del poderejecutivo al terminar el período para el cual había sido elegidopresidente D. Mariano Ospina.

Según el precepto constitucional, por falta del Procurador Gene-ral de la Nación, debía ponerse al frente del Gobierno el sujeto quefuese de más edad entre los que estuvieran desempeñando las se-cretarías del despacho. D. Ignacio, que al fin de la administracióndel señor Ospina y en toda la del señor Calvo había tenido a fiU

cargo la cartera de Hacienda, y que, al mismo tiempo era el de

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más edad y el único entre todos los miembros del Ministerio queno se hallaba en poder del vencedor, era llamado a hacer las vecesde Presidente de la Confederación.

Hízose cargo de que su deber y el bien de la patria exigían deél que no declinase el peligroso y poco apetecible honor deponerse al frente del Gobierno y emprender una lucha en que,según todas las probabilidades, debía sucumbir juntamente conla legitimidad. Siendo los que eran los antecedentes del triunfode Mosquera y el carácter y disposiciones de este caudillo,emprender aquella lucha era ofrecerse como víctima voluntariaen el altar de la justicia.

Pero D. Ignacio Gutiérrez emprendió esta lucha. En cuales-quiera otras circunstancias habna rehusado la dignidad qu~ laley le contería: en la presente, debia mostrarse buen cumpíidorde la Sentencia que él mismo formuló más tarde: Los deberesno se renuncian.

El 18 de julio y algunas horas después de la entrada de lastropas revolucionarias en la capital, D. Ignacio se asiló en lalegación francesa, cuyo jefe era entonces el Barón Goury duRosland, amigo suyo. Hízolo sin haber podido averiguar quésuerte había tocado en la sangrienta jornada a sus dos hijosmayores, que habían tomado las armas en defensa del Gobierno.

Hasta aquel día, la casa de una legación se había miradocomo asilo inviolable y seguro; pero, como Mosquera hubiesehecho sacar de la legación inglesa a D. Bartolomé Calvo y aotros individuos que se habían refugiado en ella. D. Ignaó1

advirtió que debía buscar otro asilo; y se trasladó cautamentea la casa situada en una de las esquinas inmediatas al puentede Lesmes, que había sido la habitación de su venerable abueloD. Pantaleón Gutiérrez, y era entonces la de las señoras Cas-tillos y Gutiérrez, primas suyas.

Las fuerzas con que se contaba después de la toma de lacapital para hacer frente a los ejércitos del que aún no se habíaatrevido a tomar otro título que el de Supremo Director de laGuerra, eran más morales que físicas.

La existencia de un gobierno constitucional despoiaba al ven-cedor de mucha parte del ascendiente y de la autoridad quenecesita'ba para erigirse en árbitro de la nación. y era unabandera que auedaba en manos de los que se pronus:esen con-tinuar sosteniendo por medio de las armas 1:1 causa ele hlegitimidad.

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De todo esto puede colegirse cual sería el ahínco con queMosquera deseaba apoderarse de la persona de D. Ignacio.Sabido es que aquel hombre no era de los que se paran enbarras cuando se trata de satisfacer un deseo vehemente, y asífue que no desechó medio de los que estaban en sus manos(y entonces lo estaban todos), para descubrir el refugio en quese había ocultado D. Ignacio Gutiérrez. Las desazones que leproporcionaba la guerrilla de Guasca --en la que veía, ya elnúcleo de un ejército poderoso, ya el tábano que pica a ]a fieray, cuando ésta sacude la cola o levanta la garra, pasa a picarleen otro sitio-, mantenían vivo el encono del voluntarioso jefe,y de tiemno en tiemno producían en él explosiones de cólera. Así':e exnlica el que hubiese mandado a buscar a D. Ignacio en unabóveda de la canilla del Sagrario en que ya entonces renosabanlos restos de su esnosa y los de muchos de sus deudos: asíse exnlica el que hubiese mandado prender a sus hiios, 'Parahacerle eSCOf1erf'ntre la libertad y tal vez la vida. de éstos ysu nronia salvación.

Mal conocía Mosquera a D. Ignacio si esneraba encontrar enél menos varonil entereza que la que ha hecho inmortal a Guz-mán el Bueno. Y lo conocía mal a pesar de que afectaba tenermucho cierto parentesco que con él lo ligaba, y la amistad queentre los dos había existido en meiores tiemoos.1

Durante seis meses fue cosa muy común ver en la ciudadmanzanas cercadas de tropa y piquetes de soldados que entrabanen las casas que a ellas pertenecían, a hacer minuciosas pes-quisas con el fin de descubrir el asilo de D. Ignacb. Sucedíatambién que a los habitantes de una casa sosnechosa se lesobligaba a deiaria desocunada y que en esa casa se establecieseuna p.uardia. Una vez se dispuso (y acaso no fue una sola) quetoOos los cuerpos del eiército que obraban en Cundinamarca se

1) CURndo en altcs horas de la noche del 24 de mnyo, D. I~nRcio fuesacRdo renentil,Rme,.,te de su orlsión, para .er conrlucirlo 81' destierro,su hijo mgyor. D. Pantoleón, solicitó y no ohtuvo nermiso para acom-p?f'í?r a su podre. A mediados de junio ocurrió directamente al GeneralMoc:auera. 'ORra pedirle pasanorte.

"Hacl", mucho que no te vela, le dlio Mosquera al recibirlo en sucasa. ¡Con que no te hgn dado pasanortel ¡Si esos sccretarlos no sirvende nada' Tu viaje viene muv a tiempo: como ya la convención no serpúne en CartogenR sino en Rionegro, yo no puedo ir a la Costa ni serp~rlrjno de mi nieto: y tú debes ser el padrino."

Diole en efecto poder para que lo fue"e en lugar suyo (le un hijo deD. Anlbal Mosquera, que debla ser bautizado. Pero, como D. Ignaciofue luego confinado a Santa Marta y como D. Pantaleón tuvo queseguir para Europa. el padrino vino a ser D. Ignacio.

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reuniesen y que a un tiempo mismo se cercasen todas las man-zanas de la ciudad. Esta medida, como todas las que toma unhombre impaciente en momentos de cólera, tuvo resultadosridículos. Z

En otra ocasión, la manzana en que estaba comprendida lacasa que servía de asilo a D. Ignacio Gutiérrez, y otras dosmanzanas adyacentes estuvieron rodeadas de tropa. Diose ordena los habitantes de dicha casa de abandonarla, y D. Ignaciopermaneció tres días encerrado en un desván, alimentándosecon manjares fríos, privado de fumar y forzado a no hacer elmenor ruido ni movimiento.

En su escondite, D. Ignacio dictó, como jefe del poder eje-cutivo nacional, todas las medidas que su deber le dictaba. Lacomunicación con personas de fuera de la casa en que se hallabahacía inminente el peligro de ser descubierto y aprehendido.Además era de recelarse que sus perseguidores tuvieran algunanoticia del paraje en que estaba oculto, pues no obstante loinfructuoso de las pesquisas que en él se habían practicado,insistían en vigilarlo y registrarlo.

D. Ignacio, no creyéndose ya seguro en la casa que por seismeses le había servido de refugio, determinó pasar a otra. y todose dispuso para que en una noche de enero de 1862, pudiese tras-ladarse a la casa de la señora Da. Magdalena Caicedo y Bastida,casa situada hacia el sur del puente de Lesmes.

Para ejecutar su designio, D. Ignacio salió un poco antes delas ocho de aquella noche, por una puerta que daba al malecón,esto es, el espacio que mediaba entre la casa y el río de SanAgustín, espacio que posteriormente ha sido ocupado por unacasa. Había allí tiendas habitadas por mujeres pobres que, paratender ropa, habían colocado cuerdas y las sostenían levantadaspor medio de horquetas. D. Ignacio, por alejarse de la luz quesalía de una de las tiendas, se enredó en uno de aquellos apa-ratos y cayó en el barranco de 5 a 6 metros de profundidad,

2) He aquí Una que tampoco lo tuvo muy trágico. Cierto dia apareciósúbitamente rodeada por una numerosa columna de infantería la casade la hacienda de Yerbabuena. en la que habitaba yo con mi familia.Allf estaba también uno de los hijos de D. Ignacio C.utiérrez. JoséGregorio. que sobre el pecado de tener tal padre tenía el de habermilitado en la reciente campafta. Algunos oficiales y soldados registra-ron prolijamente la casa, en busca de los proscritos. IY José Gregorlofue uno de los que anduvieron acompaftando a los buscadores yabriéndoles las puertas, sin que ninguno sospechase quién eral

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por cuyo fondo, cubierto de grandes piedras, corre el riachuelode San Agustín.

Un individuo que a la sazón iba pasando por el malecón dela izquierda del río, percibió el ruido de la caída, pregun,óqué era aquello y no oyó otra respuesta que un quejido. ;VIo-vido a compasión, bajó al sitio del desastre, y, acercándosea D. Ignacio le preguntó quién era y qué había menester. In-formado de la cuita en que aquel se hallaba, subió a la callea buscar quién le ayudase a sacar a D. Ignacio, al cual se lehabía roto una pierna. El individuo que había acudido en auxi-lio suyo era el Negro Camilo, persona muy recomendable siem-pre, y más en esa época, pues con desinterés y buena voluntadhabía prestado servicios a los sostenedores del gobierno legítimo.Camilo bajó acompañado del señor Gregorio Torres, que fuela primera persona a quien encontró en la calle, y entre losdos levantaron a D. Ignacio y lo subieron a la calle. Fácil esimaginar cuáles serían los dolores del pobre estropeado cuandola oierna, que se había doblado por el sitio de la fractura. vinoa quedar colgando.

Suplico les D. Ignacio a sus salvadores que lo entraran acualquier parte, y, como por hallarse más inmediata, les s;:ña1óla misma casa de donde esa noche había salido. Tocaron a lapuerta, y como de adentro preguntasen quién llamaba, D. Ig-nacio, pretendiendo no dárseles a conocer a los que lo conducían(precaución ociosa, pues ellos lo habían conocido, no obstanteque se había disfrazado con barbas postizas), resDondió que eraun pobre herido que pedía socorro. Introducido el enfermo,tanto éste como las señoras que lo recibieron, lograron disimularen presencia de los dos extraños las emociones que Je~ hacíaexperimentar aquella vuelta tan pronta y tan infausta.

Tan apretado era el caso, que una de las señoras, atropellandotodo reparo y dominando el miedo que en aquellos días retraíaa todo el mundo de transitar de noche por las calles, corrió sintardanza a dar aviso del accidente a D. Manuel Ponce deLeón, hermano político del señor Gutiérrez.

D. Manuel Ponce fue paño de lágrimas para D. Ignacio ypara su atribulada familia en las crudas emergencias de aquel1aépoca, y ninguno era más apto para desempeñar tan honrosoy difícil papel. Se hallaba dispuesto a todo sacrificio en favorde su cuñado, a quien miraba como segundo padre, y comopadre el más cariñoso y solícito; y el valor y el despego quelo distinguen lo hacían capaz de conseguir ventajas en la lucha

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que había que sostener contra un perseguidor sañudo y om·nipotente.

Como a los que hayan podido formarse idea de lo difícil yarriesgado que para un conservador era, en los días a que merefiero, dejarse ver por la noche en las calles, les ha de parecerinverosímil que D. Manuel Ponce hubiese podido dar varios delos pasos que voy a referir, no será fuera de propósito eXY'licarpor qué gozaba de ciertas franquicias. D. Manuel había hechoestudios, con el lucimiento que es notorio, en la Escuela Militarque floreció durante la administración constitucional del GeneralMosquera; éste se regodeaba asegurando que los alumnos deaquel establecimiento, señaladamente los más aprovechados, eranhechura suya; y no podía dejar de sentir o de afectar gransimnatía nor ellos.

A esta circunstancia se agregó la de que el mismo General.halagado sin duda por la idea de que luego se había de decirque en su grande ánimo cabía todo y que las multiplicadas aten-ciones de la nueva organización política y de la dirección dela camnaña no embargaban la que solía prestar a las cosascientíficas y a todo nrogreso. había hecho llamar tres díasdesDués del 18 de julio al señor Ponce y a D. Manuel MaríaPaz. con el fin de anurarlos para que terminasen la carta ,generalde la Nueva Granada Que estaban trabajando en virtud decontrato celebrado con el Gobierno en tiempo de D. MarianoOsnina. Y tan vivo era el anh~lo de que aquella obra se termi-nara, que. no contento con poner a disoosición de los dos inge-nieros todos los elementos de que podían necesitar. los proveyóde salvoconducto y dictó renetidas órdenes con el fin de que nose les molestase en lo mínimo.

Decía yo, antes de interrumpir mi relato, que una de hss,.,ñoras Castillos había salido en busca de D. Manuel. Pero quisola desgracia que él estuviese fuera, y no se pudo hacer otracosa que deiarle aviso de que en casa de las señoras Castillosse le necesit?ba con Urgencia Y que allí se le estaría esperandohasta cualquier hora de la noche.

A las diez y media de aquella, que era la del 18 de enerode 1862, volvió el señor Ponce a su casa, fue recibido en ellacon la alarmante noticia que se le había dejado, y al punto sedirigió al sitio en que se le aguardaba.

Habiendo llegado y habiéndose enterado con amarga sorpresade lo que había ocurrido, entró al aposento en que tenían aD. Ignacio tendido en el suelo sobre un colchón, con la pierna

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izquierda doblada por la rodilla y por el lugar de la fractura.El paciente conoció la turbación de su cuñado, y, con la sere-nidad y entereza que en él nunca flaquearon, le dijo: "Nadade afán: busque un médico que me enderece la pierna paraque me saquen de aquí antes de que este suceso se divulgue,pues si se divulga no faltará quien me denuncie." Como no sedebía perder un momento, salió al punto D. Manuel, y tomóla calle discurriendo con angustiosa perplejidad sobre la elec-ción que tenía que hacer de facultativo. Si busco un médicoconservador, se decía, éste puede excusarse por temor de seraprehendido y de incurrir en las penas con que se ha conminadoa los que auxilien a los escondidos; si busco uno liberal. éstepensará. y con mucha razón. que cuando el paradero de Ignaciosea descubierto (cosa que ya no puede tardar), se va a decirque él fue el delator. Dado a estas cavilaciones, iba D. Manuelinclinándose a dirigirse al Dr. D. Jorge Vargas. antiguo amigodel señor Gutiérrez. y suieto sobre quien en ningún caso habíande poder recaer sospechas; pero le era penoso mol"'starlo a horatan avanzada de la noche. y felizmente se acordó del doctorLiborio Zerda. amigo también de D. Ignacio. Y. como másiov"n que el doctor Vargas. menos exnuesto a las malas con-secuencias de una laboriosa trasnochada. El doctor Zerda estahaa<ilarlo en casa de su hermano polltico. el doctor D. JacaboS~nrhez: y. con nretexto de Que tenía enfermo en la snva ~lseñor Ponre se lo l1"'v6 consigo. y. de camino. fue exnlicánrIol,~10 oue hah~a suc"dido.

D. Ignacio se llen6 de satisfacci6n al verse en manos de unprofpsor tan competente y de un amigo de tanta confianza comoel doctor Zerda.

Sirviéndose de los escasos elementos de que se podía disnonera hora tan poco competente para el caso como la de medianoche, se procedió a la reducci6n de los huesos rotos y a laanlicación del anarato conveniente, sirviendo de auxiliar al señorPonce. Ejecutada la operaci6n, D. Ignacio insisti6 en que sinmás demora se le trasladase a cualquier otro sitio. y una delas s"ñoras de la casa pas6 a la de doña Magdalena Caicedo yBas'ida. situada como llevo dicho. hacia el sur del puente deLesmes yana gran distancia de éste. y la señora. enterada delsurcso de esa noche. se disnuso a conceder la peligrosa hospi-talidad que de ella se esneraba.

Pero conducir al púciente en una manta no era posible,porque los huesos rotos volverían a desconcertarse; llevarlo

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en una cama tampoco era practicable, porque la escalera de lacasa de la señora Caicedo era muy estrecha. Al fin se ocurrióal expediente de arrancar una tabla de las del suelo y acomodaren ella al enfermo atándolo muy bien para evitar el peligrode una caída; pero aquella que D. Ignacio llamaba esa nochesu tabla de salvación, era muy corta; la cabeza le quedó al aire,y tuvo que estársela sosteniendo con las manos mientras per-maneció extendido en ella.

Cargaban la tabla dos de las señoras Castillos, el doctorZerda y D. Manuel Ponce, y con ella bajaron al zaguán. Enel mismo punto en que se iba a introducir la llave en la cerr8-dura de la puerta, se sintió el acompasado andar de una pa-trulla; si diez segundos antes se hubiera tratado de abrir, todose habría perdido desde esa noche.

Dando lugar a que pasaran los efectos de la sorpresa y aque la patrulla se alejase, se dejó transcurrir algún tiempo yse abrió sigilosamente la puerta; pero entonces se smtlerontodos sobrecogidos de mayor espanto viendo una persona si-tuada enfrente de la casa, persona que, según lo imaginaban,era seguramente un espía. Dos horas mortales pasaron en an-gustiosa expectativa, y al cabo supieron, no sé cómo, que quienacechaba allí era doña Magdalena Caicedo, que se había ve-nido a ver cuando sacaban a D. Ignacio. para ir a abrir la puertade su casa.

A ésta fue por fin trasladado el enfermo, sin que en el caminose hubiesen presentado nuevos tropiezos; pero nadie podríapintar la ansiedad y el sobresalto que, durante el tránsito, ator-mentó a los cuatro conductores. Como para que no faltase nin-guna circunstancia de cuantas podían agravar el peligro, elcielo estaba despejado y en él resplandecía la luna llena, a laluz de la cual podía divisarse el misterioso grupo desde puntosmuy distantes.

Cuatro o cinco días después, tuvo lugar una de aquellas pes-quisas generales de que hablé atrás. La señora Caicedo seprevino para la que en su casa podría hacerse, improvisandoun altar que ocultaba la puerta de la habitación en que estabaD. Ignacio, la cual tenía salida al balcón. La pesquisa tuvoefecto, pero los que la practicaron omitieron el registro de ]0que quedaba detrás del altar, y no advirtieron, aunque salieronal balcón, que en éste se veía la puerta de una pieza que nohabían registrado.

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De este susto ya se había salido; pero era temeridad exponersea otro no mudando de asilo. Haciéndose estaban las prevencionespara tal mudanza en la noche del 24 de enero, a eso de las diez,cuando se oyeron fuertes golpes a la puerta de la casa. D. Ma-nuel Ponce se asomó al balcón y vio agrupadas en la calle unao dos compañías de soldados, y mucha más tropa que teníacercada la manzana.

Haciéndose cargo de que ya no se podía conjurar el peligro,comunicó a D. Ignacio lo que estaba pasando y le pidió auto-rización para obrar, pues ya había concebido un plan. El Ge-neral Mosquera le había dicho repetidas veces: "Dígale usteda Ignacio que ya todos los conservadores se han presentado,que sólo él falta, que todo lo que está haciendo es una temeridad,y que si no se presenta, lo fusilo el día que lo coja."

El señor Ponce se proponía ocurrir al general Mosquera antesque éste supiese que el asilo de D. Ignacio había sido descu-bierto. y decirle de parte suya que se ponía a su disposición.

Mediante este paso, esperaba alejar el peligro de que elGeneral, en un primer ímpetu, de aquelJos que en él eran tanfrecuentes, ordenase inmediatamente el fusilamiento.

Pero aquel proyecto no podía realizarse sino aprovechandomomentos, y D. Manuel tuvo que perder muchos batallandocongoiosamente con las señoras de la familia de D. Ignacio,que se encontraban en la casa, las cuales, llenas de amargura ysobrecogidas de espanto, se le asían a los vestidos y no con-sentían en que se apartara de ellas sin decirles qué habíande hacer en aquel trance.

Al cabo bajó a la puerta, que estaban tratando de echarabajo a golpes, preguntó quién llamaba y oyó le contestabanvarias personas a la vez, que iban por D. Ignacio Gutiérrez,que estaba en aquella casa; preguntó quién mandaba esa fuerzay, abriendo la puerta, vio que se presentaba el mayor PérezSolano, a quien hizo entrar y a quien manifestó que el señorGutiérrez estaba allí, pero que se hallaba imposibilitado paramoverse por habérsele roto una pierna. En seguida le preguntósi queríll que se le diese aviso al General Mosquera, a 10 que elmayor le contestó que, si salía garante de que D. Ignacio nohabía de escaparse, podría ir con él mismo a dar aquel aviso. Pérezsalió fuera y dijo a sus compañeros que el señor Gutiérrez estabaallí y que D. Manuel Ponce respondía de él. "Nada tenemosque ver con Ponce, gritaron muchos; a quien necesitamos es aD. Ignacio Gutiérrez." Viendo que era forzoso evitar que toda

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la tropa invadiera la casa, D. Manuel propuso al mayor, yéste dispuso que se dejase a D. Ignacio bajo la custodia de unoficial de confianza y que no se permitiese entrar al resto dela gente.

Partieron luego para la casa del General, que era la queactualmente ocupa el Banco de Bogotá, y el señor Ponce tratóde adelantársele a su compañero. Consiguió esto, merced a quePérez se detuvo en Santo Domingo, que estaba convertido encuartel, para dar allí noticia de la aprehensión de D. Ignacio. Ala puerta de la casa de Mosquera los centinelas quisieron dete-ner al señor Ponce, pero éste les diio que iba a llevar al Generaluna noticia muy importante, siguió hacia adentro sin hacer casode las intimaciones de los centinelas, halló a Mosquera en elcomedor con varios otros sujetos, lo saludó y, acercándosek.le dijo:

"Ignacio manda decir a usted que disponga de su persona."Mosquera se levantó y contestó, entre otras cosas: "Ya yo lehabia dicho a usted que sacaría la hormiga grande. Con llave deoro todo se consigue." Ya en estos momentos llegó el mqyorPérez y quiso empezar a hablar para dar parte del cumplimientode su comisión, pero Mosquera le interrumpió diciéndole:

-·-"Ya sé. ya sé."De.spués que los que estaban presentes hicieron sus comen-

tados y dirigieron sus enhorabuenas al General. el señor Poncele prc¡:runtó qué disponía:

---"Que me lo traigan aquí.--Pero Ignacio tiene rota una pierna, y a esta hora (eran

las once de la noche). no es posible conseguir una cammaDara traerlo en ella.

-"Pues entonces queda hasta mañana bajo la custodia deusted y del mayor Pérez, que es un caballero."

El doctor D. Bernardo Espinosa, que estaba presente, pidiópermiso a Mosquera para llevar a D. Ignacio a su casa y paraalojarlo en ella hasta que se curara. "Eso, le contestó, lo vere-mos después; pero ahora vaya usted a verlo y dígale que, sabiendoyo que está enfermo, lo mando a usted para que 10 vea."

D. Manuel Ponce, que se sentía como sobre ascuas por laconsideración de lo que debía estar pasando en la casa de laseñora Caicedo, salió en volandas con el doctor Espinosa; llegóa aquella casa y la encontró invadida por la tropa. Muchos delos que la componían, que no debían de estar muy acostumbra-dos a respetar consignas, tenían acosadas a las señoras preten-

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diendo registrar sus personas con el fin, decían, de sacarles lospapeles y los documentos.

Raro es que el movimiento en que las pasiones y los erroresponen a los hombres en toda coyuntura en que se procedeirreflexiva y desordenadamente, deje de dar lugar a que, conlas trágicas, se mezclen las más cómicas escenas.

El padre Bernal, agustino, tipo de los religiosos de su tiempoy padre grave, según el lenguaje de que antaño se usaba, sehallaba escondido en la misma casa de la señora Caicedo; perono tenía conocimiento ni sospecha de que D. Ignacio se en-contraba allí mismo, y se había acostado a las primeras horasde la noche del 24 de enero con la tranquilidad que podíaninfundirle el creerse bien escondido y las simpatías con quecontaba entre los parciales de Mosquera. Varios de los que com-ponían la chusma que se había derramado por todas las habita-ciones, dieron en una de éstas con un individuo que estabadurmiendo, y dieron por hecho que ese era D. Ignacio.

-"¡Señor Gutiérrez, señor Gutiérrez!, vociferaron dos o tres.--¡Qué. qué. qué es? respondió el padre, entre soñoliento y

sobresa !tado.-Levántese el godo.--Tiene que entregarse, señor D. Ignacio.-¡.Qué D. Ignacio? Yo soy el padre Bernal. y no me llamo

Ignacio.-Si, se nos quiere hacer fraile.-¿Acaso no son frailes todos los godos?-Reverendo, quítese el gorro, a ver si tiene corona."Quitáronle el gorro, pero esta diligencia ya era inútil, pues

el nadre había sido reconocido por uno de los que sucesivamentehabían ido entrando.

Al tumulto y a la vocería de aquellos momentos se agregaronlas reconvenciones del reli!!ioso a doña Magdalena por no ha-berlo enterado de que se hallaba baio un mismo techo eon uncomnañero tan peligroso como D. Ignacio Gutiérrez.

El señor Ponee pudo poner a raya a la alborotada turba.m"diantc la declaración que hizo enérgicamente de estar inves-tido Dar el General Mosquera de facult8dcs na1'a disnoner del¡m'so, declaración que fue confirmada por el doctor Esninosa.Hizo en se!!uida retirar la trona al niso baio. colocó centinelaen la nU"rta de la calle y nuso en libertad al n~dre Bernal y aldoctor Zerda, que se había hallado en el conflicto.

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Antes de salir, el doctor Espinosa invitó al doctor Zerda aver a D. Ignacio, por si las emociones recientes habían produ-cido en él alguna novedad. Cuando lo hubieron visto, salierondiciendo: "Más asustados estamos nosotros; parece que nada lehubiera sucedido."

Entre las insignes prendas que adornaban a D. Ignacio Gu-tiérrez, sobresalía el valor moral, que arrostra con serenidad elpeligro y las adversidades; valor infinitamente más caro y másestimable que el coraje impetuoso del soldado que desafía lamuerte en los momentos en que la lucha exalta el ánimo y en-ciende la sangre.

Restablecida la calma, llegó el mayor Pérez y tomó la camaque se le hizo disponer, en la que durmió tranquilamente.

Poco después llegó el General Victoria armado hasta losdientes. Conducido por el señor Ponce, entró a ver a D. Ignacio,con quien entabló plática acerca del Valle del Cauca y de susmaravillas. Una media hora duró la visita, al cabo de la cualsalió diciendo: "Vaya, yo creía que era un demonio, y es unviejecito muy bueno y muy amable."

Para los que no asistieron al tremendo drama de 1861 y 1862,nada significa una visita del General Victoria a un godo conspi-cuo y perseguido. Para los que lo presenciamos, una visita se-mejante significaba peligro de muerte, de muerte acompañadade los terrores que podía infundir la presencia de un bravonelde quien se referían terribles proezas.

El 25 de enero, en momentos en que D. Manuel Ponce noestaba presente, el señor Gutiérrez escribió y envió al GeneralMosquera una carta en que le decía que sus hijos no eran res-ponsables de su conducta, y que esperaba que cesara toda per-secución contra ellos. "Yo no he hecho otra cosa, concluía,que imitar la conducta del que murió en Marsella: cumplircon mi deber." 3

D. Manuel Ponce, habiendo vuelto a la casa, leyó el borradorde la carta, y al punto manifestó a D. Ignacio que con ellaprobablemente había dado al través con toda su maquinación.

-Esa carta, respondió, nada contiene que pueda ofender alGeneral Mosquera.

No sabemos qué impresión puede producir en su ánimo, re-plicó D. Manuel; ya verá usted el resultado.

3) Aquí se refería D. Ignacio a su amigo, el grande Arzobispo Mos-quera, hermano del que después recibió de un Congreso el sobrenom-bre de Gran General.

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Este no se hizo aguardar: en ese punto entró un oficial quellevaba orden de privar de comunicación al señor Guliérrez, yque hizo salir a las personas que lo acompañaban.

D. Manuel se dirigió entonces a la casa de Mosquera a in-quirir la causa de aquella novedad.

El secretario privado de éste, D. Simón Arboleda, le dijo,apenas lo hubo visto: "¿Qué fue lo que el tío Ignacio le escribióa mi tío Tomás, que lo ha irritado tánto?" Apenas acabó deleer la carta, dijo: "Ya no me traigan aquí a Ignacio, porqueen una misma casa no pueden vivir dos presidentes. Que inme-diatamente lo priven de comunicación y 10 lleven a un cuartel."

El señor Arboleda aconsejó luego a D. Manuel que por en-tonces no tratara de ver a su tío 10más, porque estaba de muymal humor.

El mismo día 25 de enero trasladaron a D. Ignacio de la casaen que había sido aprehendido al antiguo cuartel de San Agus-tín. Lleváronlo en un catre cargado por cuatro hombres, entredos filas de soldados. En el cuartel se le unieron sus hijos des-pués de una dolorosa separación de más de seis meses; y allímismo hizo el doctor D. Jorge Vargas la última curación de lapierna; pues desde la traslación al cuartel no se permitió a nin-gún otro médico visitar a D. Ignacio. A éste 10 trasladaron mástarde al convento de Santo Domingo; de éste al de San Agustín.en seguida a San Bartolomé, por último y nuevamente al con-vento de San Agustín, donde antes había estado.

Las multiplicadas y poco cuidadosas traslaciones hicieron lacuración mucho más larga y dolorosa de lo que debía haber sido,y al cabo los huesos rotos se soldaron formando un ángulo, desuerte que la pierna izquierda quedó bastante más corta quela derecha.

La gallarda pluma de Quijano Otero hizo ya la narración delos demás vejámenes, trabajos y peligros que probaron la he-roica entereza de D. Ignacio hasta que salió desterrado. Por tanto,aquí debo yo terminar esta relación, que he hecho siguiendo enparte mis propios recuerdos y en parte sirviéndome de los datosque he recogido entre varias personas que tuvieron parte en lossucesos que refiero o que se enteraron de ellos en los mismosdías en que acaecieron.

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CARACTER DEL DOCTORALEJANDRO OSaRIO

Bogotá, mayo 25 de 1889

Señor D. José Manuel Marroquín

Muy estimado señor y amigo:

Con el fin de publicar, como complemento del estudio biográ-fico del señor doctor D. Alejandro Osorio Uribe, escrito por elseñor D. Venancio Ortiz, me permito confiar a usted la parterelativa al carácter del doctor Osorio, ya que usted, como alle-gado suyo, tuvo ocasión de tratarlo íntimamente, y que con tantaverdad y galanura ha dado a conocer a varios distinguidosmiembros de su familia.

No dudando se digne usted complacerme, me es grato suscri-birme de usted muy atento servidor y amigo,

José T. Gaibrois 1

1) El señor José T. Galbrois, director de la revista "Colombia Ilus-trada" publica en el mismo número en que aparece el "Carácter deldoctor Osorio", la noticia biográfica sobre éste, de que es autor donVenanclo Ortiz. Fue el doctor Osorio eminente hombre público y cabezade una de las principales familias de Bogotá del siglo XIX. Nació el26 de febrero de 1790. Se tituló de abogado en 1811. Auditor de Guerray compafiero de Narifio en la Campafia del Sur. En la época del Terrotfue perseguido por Sámano, de quien logra evadirse. A su llegada aBogotá después de la Batalla de Boyacá, Bollvar lo nombra secretarioprivado, cargo del que pasa a ocupar la importante posición de Secre-tario de Guerra y de Hacienda. Se destaca en el Congreso de Cúcutacomo eminente orador y constitucionalista. Defiende a Narifio ardoro~samente en el Congreso de 1823. Posteriormente ocupa los siguientescargos: Ministro de la C'orte Superior de Justicia en 1826; Ministro deHacienda y de Guerra del general Santander; Secretario de la Univer-sidad Central; Senador en los afios de 1826, 1827, 1838 Y 1841; MinistroFiscal de la Alta Corte de Justicia; Ministro de lo Interior en 1830;Consejero de Estado en 1832; Ministro de lo Interior y Relaciones Ex~terlores en la Administración del General Domingo Calcedo; MlnlstroPlenipotenciario del Gobierno Granadino en 1843; Ministro de lo Inte-rior y Relaciones Exteriores del General Mosquera en su primera admi-nistración. de 1845 a 1849; Presidente de la Corte Suprema de Justiciaen 1861: murió en Bogotá, el 16 de marzo' de 1863. - Nota del E; ..

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',. c.--- Mayo 25 de 1889

Señor J. T. Gaibrois.

Muy estimado amigo y señor;

Al pedirme usted un trabajo sobre el carácter de mi padrepolítico, el doctor D. Alejandro Osorio y Uribe, me hace acreedora mi reconocimiento por el interés que con ello manifiesta, comode otra manera lo habrá manifestado antes, porque aquel emi-nente colombiano sea conocido de esta generación y de las veni-deras tan ventajosamente como lo fue por 'iUS contemporáneos.

Remito a usted un escrito sobre el asunto. Escrito que teníacompuesto, no para que viese la luz pública, sino para que foromara parte de ciertos apuntamientos que he hecho a fin de quemis descendientes tengan noticias y guarden memoria de sus m:J-yores.

Doy a usted mil y mil gracias por las lisonieras expresionescon que me favorece en la carta que me ha dirigido en ~sta mis-ma fecha, y me suscribo de usted muy atento seguro servidor yamigo.

1. Manuel Marroquín

No fue el doctor Osorio favorecido por la naturaleza con lasdotes físicas cuyo conjunto forma un buen mozo. Era depoco aventajada estatura y no gallardo ni garboso en el Dorteni en el andar. Su color era moreno, y su cabello escaso y de-masiado sedoso, tiraba a bermejo. Pero en fisonomía abundabaaquel atractivo indefinible y más envidiable que las buenas fac-ciones, que se llama gracia. Ello es que cuando era mozo, las da-mas, si acaso echaban menos en él ciertas perfecciones, hallaríanharta compensación en otras, pues entre ellas era muy bien quistomientras permaneció soltero. En la edad madura y en la vejezse haría notar por una expresión de circunspecta y decorosa jo-vialidad.

Esta jovialidad circunsoecta era tal vez, entre sus prendas ex-teriores naturales y adquiridas, una de las que más lo caracteri·zaban. En el trato familiar y en el trato con las muieres y conlos jóvenes, se mostraba festivo. Cuando las circunstanc:ias lopedían era grave, pero tan distante estuvo siempre de una gra-vedad afectada como de la destemnhda afición a los chistes quedistingue a las personas frívolas. Como muchos de los hombres

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notables de su época, estaba habituado a conciliar con el respetoa los oyentes aquella familiaridad sin la cual la conversaciónc;:,rece de todo agrado. Y esta circunspección era tanto más nota-ble, cuanto mayor era su intimidad con la persona con quien tra-taba; jamás habría sido capaz de manifestar su amistad conchanzonetas ni con llanezas vulgares, ni con cierto descomedi-miento que, entre gente común, pasan por pruebas de intimidad yconfianza.

Otra de sus prendas características era la bondad: huyó siem-pre de hacer sentir su superioridad o su autoridad a quien valíamenos que él y a quien le estaba subordinado, y si el puesto queocupaba en su casa o en su oficina lo obligaba a dar órdenes, lohacía de tal manera, que el que había de obedecerle se reconocíadeudor de una muestra de bondadosa deferencia.

Cosa harto común es que se confundan la bondad y la sere-mdad habitual con la debilidad de carácter, iY qué engañadosestán los que hacen tal confusión! Los hombres que para hacerseobedecer cuando hallan resistencia, para sostener su opinióncuando se les contradice o para desaprobar lo que no es de suagrado, dan gritos destemplados y puñetazos sobre la mesa, y seencienden en cólera, y se olvidan del respeto que se deben a símismos, y se desmiden en palabras, lejos de dar muestras de en-tereza y de carácter enérgico, dejan ver que están dominados poruna cosa extraña a ellos mismos, por una cosa que no es su almani su voluntad. El hombre enérgico es el que se posee siempre así mismo, y procede cuando tiene que dominar y que vencerresistencias, lo mismo que procede cuando, hallándose en aoa-cible reooso, medita y resuelve, o discurre con un amigo sobreel asunto de menos entidad.

Esto vio en el doctor Osorio, y se vio así, tanto cuando se pusoen pugna con todo un Bolívar, tratándose de si debía o no de-clararse la guerra a Venezuela, como cuando firmó el auto con-tra Mosquera, oyendo las descargas de la acción de San Diego,y como se vio cuantas veces se empeñaron con él, para que comojuez o como abogado se apartara de lo que le dictaba su con-ciencia.

El doctor Osorio estaba dotado de singular facundia, al mis-mo tiempo que de viva imaginación, con lo que era habilísimopara entretener a los niños, refiriéndoles cuentos que improvisa-ba y que prolongaba a placer, según los casos; y aunque su pro-pósito, al dar principio a algunos de sus relatos, era divertir a los

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mnos, en más de una ocasión sucedió que personas adultas quepor acaso se pusieron a escucharlos, no pudieron resistir a la ten-tación de oírlos hasta el fin. Pero de esta habilidad no abusaba(como abusan muchos de los que poseen el arte de n:2rrar) re;!·riendo sucesos y aventuras en que él mismo hubiese figuradoDe la Campaña del Sur no habió sino por rareza. y los que conél vivieron en mayor intimidad no recuerdan haberle oído referiranécdotas o sucesos de esa campaña más de dos o tres veces.

Poseía el don de la conversación y embelesaba con ella. sinincurrir jamás en el defecto de la murmuración; ni hay que ma-ravillarse de ello, pues era incapaz de odio y de envidia, así comolo era del mal humor y de las desigualdades de carácter que ha-cen a muchos más temibles para su familia y para los muy die-gados que para los extraños.

La habilidad para improvisar relaciones entretenidas, la facili·dad de su palabra y el mérito de muchos de sus escritos hacensuponer que, si se hubiera dedicado a las Bellas Letras. habríasobresalido en su cultivo, como sobresalió en el foro y en lapolítica. Por mera travesura escribió un dramita que, con muchoaplauso de personas inteligentes, se representó en un teatrocasero.

El doctor Osorio se hacía notable en el Congreso como orador.en época en que abundaban los buenos oradores parlamentario:;No gustaba, como muchos de sus contemporáneos, de engalana;'sus arengas con copia de flores retóricas ni con citas y remin;':-cencias de las que sirven para hacer alarde de erudición; perosabía cautivar al auditorio y persuadirlo, mediante la naturalidady claridad de su estilo, y al propio tiempo le hacía sentir aquelagrado de que goza quien oye a un orador de cuyos labios fluyela palabra fácil y desembarazada.

Nació y se crió en tiempos en que aún los hijos de los más pu-dientes se habituaban desde la niñez a una vida sobria, modestay un tanto dura, y en que nadie disfrutaba en los primeros año~de otros desahogos y regalos que los que podía procurarse por símismo. Y como en la casa de sus padres se hubiese vivido si,;n;-pre en modesta medianía, el doctor Osorio, con mayor razón quemuchos de sus coetáneos, estuvo lejos de acostumbrarse a JOS

refinamientos del lujo. Así fue que cuando, gracias a su capa-cidad y a su constancia, se vio dueño de un buen caudal, no hizovana ostentación de su riqueza, ni aspiró a sobresalir entre losricos por el lujo. ni buscó para sí más comodidades que las 0[-

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dinarias. En su casa, en su traje, en sus muebles, nada se echa-ba menos de cuanto exigían el decoro y la necesidad de honrarlos empleos a que lo elevó su mérito; pero en ninguna de aque-llas cosas se podía notar un ápice de afectación, de presuncióno de vanidad.

No siendo sus padres personas acaudaladas, el doctor Osoriotuvo que ingeniarse para hacer los gastos exigidos por sus estu-dios; terminados éstos, para empezar a trabajar no contó con máscaflital que su talento, su instrucción y aquelIa varonil energíaque hubo de deber a la manera como se educó y que fue patri-monio de muchos de los jóvenes de la privilegiada época en queempezó a vivir. Su profesión de abogado, no obstante que en sujuventud la ejerció en competencia con varios iurisconsultos emi-nentes, 10 hizo dueño de una fortuna considerable. No se aseme-jó a muchos abogados y hombres de negocios que, mostrando granpenetración y advertencia cuando se trata de intereses ajenos,se mu~stran incapaces y descuidados en el manejo de los propios.Por lo demás, en pocos hombres hemos visto reunirse tan bien,como en el doctor Osario, el desprendimiento característico delsantafereño y del cabalIero cristiano y de generoso pecho, conla seria atención a los negocios y con la prudente cauteladel que, no siendo un mentecato, sabe lo que vale el dinero y co-noce la obligación de conservar, para los fines debidos, los bienescon que la Providencia ha recompensado las fatigas y la honradez.

De laboriosidad, virtud rara entre los antiguos santafereñoB. ypoco común entre los modernos bogotanos, dio tam bién el doctorOsario admirable ejemplo en toda su vida; nada diré de su aoli-cación al trabajo en años en que, conservando las fuerzas y losalientos juveniles, y estimulado por el patriotismo y por el amora su familia, desempeñaba destinos públicos al mismo tiempoque sc ocupaba activa y fructuosamente en sus negocios propios.Bastará que se sepa cual era su método de vida en los últimosaños, en los que, abatido ya por su enfermedad y por la viudez,ocupaba una silla en la Corte Suprema de la República. En lasprimeras horas de la noche tomaba la cama, junto a la cual co-locaba todos los expedientes que, como Magistrado debía exami-nar; los estudiaba hasta casi el rayar del día; dormía de cuatro aseis horas, se levantaba, y, no mucho después, despachaba en suescritorio los negocios de que se había enterado leyendo los ex-pedientes. Acudía luego a la Corte Suprema, y no reservaba parael descanso sino un breve rato después de comer.

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Lo que acabo de decir me lleva a hablar de tres cosas: de suenfermedad, de su memoria y de su afición a la lectura.

Estando en el Congreso de Cúcuta, el exceso del trabajo y unatracón de frutas que se dio con motivo de haber sido convidadoa un banquete que tardó d;,:masiado en servirse, le causaron unaenfermedad de estómago que lo atormentó por toda su vida yque fue su única y última enfermedad. Aquella dolencia lo obli-gó siempre a observar un régimen alimenticio el más riguroso ya acostarse muy temprano, sin que por esto disfrutara de buensueño. Las largas horas de insomnio las empleaba en leer, y leíaexpedientes o documentos u obras de consul'a y de estudio cuan-do tenía negocios qué desnachar, o libros de historia, o a faltade éstos, libros de cualquiera otra clase.

Pero no le acaecía con la lectura lo que a casi todos los queleen mucho y sólo por matar el tiempo, a los cuales de ordinarionada les queda de lo leído; gracias a su gran memoria y al há-bito de leer con atención, se aprovechaba de todo lo que leía yde todo daba razón cuando era ooortuno, aunque se tratara decosas que hubiera leído muchos años antes.

Concluiré insertando aquí algunas líneas, que forman partede otro escrito, de la especie del presente, en las que traté de daridea de lo que era la casa del doctor Osorio en la época en quesu familia estaba ya formada.

Inútilmente me esforzaría por pintar el atractivo y el embele-so del trato de la familia del doctor Osorio. En su casa reinabael decoro más perfecto, y todo en ella infundía el resoeto quesiempre inspiran las familias y las personas de distinción; peroel respeto y el decoro reinaban de concierto con la franqueza yla libertad que únicamente pueden hallar cabida entre personasque, no habiéndose rozado sino con gente de educación, no admi-ten siquiera el recelo de verse poco respetadas.

En aquella casa se seguían los usos modernos en cuanto acostumbres, muebles y trajes, pero sólo hasta el punto indisnen-sable para no incurrir en extravagancia. Ni las personas aferradasa lo antiguo, ni las de la especie contraria extrañaban allí cosaalguna. Ourante algunas largas épocas en que permaneció reuni-da la familia y en que ningún acaecimiento funesto vino a enlu-tarla, no faltaron en la casa funciones tales como bailes y reore-sentaciones teatrales. En ella se cultivaba también la música.pero eran desconocidas y se habrían calificado de ridículas lasconversaciones que se oyen actualmente entre las gentes del gran

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mundo y que versan sobre "el arte", sobre las novelas, sobre tra-jes y modas y sobre usos e incidentes de la vida parisiense quese lleva en Bogotá o en París.

Muchas personas hacen todavía memoria de las últimas fun-dones que hubo en casa del doctor Osorio, y tal memoria es paraellas infinitamente más grata que la de otras funciones qUe; nohan dejado imnresión sino por la insensata prodigalidad con quese ha dc;rramado dinero para dar testimonio durable y público dela vanidad de los que las han dispuesto.

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DON JOSE MANUEL

RESTREPO

Ayer 31 de diciembre de 1881 hizo 100 años que, en Envigado,población de Antioquia, nació el ilustre prócer y distinguidohistoriador de Colombia D. José Miguel Manuel Restrepo.1 As-pirando los redactores del "Papel Periódico" a que el principalblasón de éste se cifre en contribuír al enaltecimiento y la glo-rificación de los hombres que han dado lustre a nuestra patria,quieren consagrar a la memoria del señor Restrepo en su cen-tenario el tributo que les es dado ofrecerle. Con tal fin se publicanen este número el retrato de aquel benemérito colombiano, y elescrito que sobre su vida y sobre sus obras ha compuesto unamigo nuestro para la presente ocasión.

1

La historia, para mostrarse agradecida, debería dedicar algu-nas de sus páginas a la memoria de cada uno de los escritoresque le consagran sus desvelos; pero no raras veces se muestrainl!rata y olvidadiza, como lo ha sido hasta el presente con elinsigne patricio y benemérito historiador D. José Manuel Res-trepo, de cuya vida y de cuyos patrióticos servicios y relevantesprendas no se han publicado noticias bastantes para que de laposteridad sea su nombre tan venerado cuanto merece serlo.

Por muy dichosos nos tendríamos nosotros, si hallándonos pro-vistos de datos y de conocimientos, fuésemos capaces de repararaquella omisión; pero ya que nuestra ineptitud no nos permiteaspirar a tanta honra, nos esforzaremos por llamar la atención

1) Rectificaremos aqul 10 que dicen los sefíores Scarpetta y Vergaraen su Diccionario Biográfico acerca de la fecha del nacimiento delsefíor Restrepo. Nosotros tenemos a la vista una copia de su fe deb~utismo en que consta que fue bautizado el 2 de enero de 1782. Paracreer que habla nacido tres dlas antes. nos fundamos en que su cum-pleafíos era celebrado por la familia el 31 de diciembre de cada afio.Rectificamos igualmente el Diccionario Biográfico de Cortez que 10hace nacer en 1770.

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de los que pueden ganarla, hacia el primer historiador de Co-lombia, que íue también eminente repúblico y patflota."

Perteneció D. José Manuel .k.estrepo al dlSllllgUldo y nume-roso grupo de colombianos a quienes halló la revolución de1810 apercibidos para luchas y para empresas que demanddbanno sólo valor, entereza y levantado carácter, sino también elcúmUlO de conocimientos necesarios para constituír una naciónnueva y para darle leyes, administración, impuiso y cultura enel instante mismo de su nacimiento. Había hecho el señor Res-trepo sus estudios en la capital del Nuevo Reino de Granada, enel Colegio de San Bartolomé, y recibidose de abogado ante laReal Audiencia, en 1808.

Sus aventajadas disposiciones y su temprana afición a estudiosserios le hicIeron compañero de Caldas en sus excursiones cien-tíficas, y al lado de maestro tan eximio adquirió los vastos co-nocimientos teóricos y prácticos que le hicieron capaz de escri-bir, estando ya de vuelta en Antioquia, en 1809, su Ensayo sobrela geografía, producciones, industria y población de la provin-cia de Antioquia, en el Nuevo Reino de Granada, trabajoque ilustró con un plano topográfico. Esta es la mejor descripciónde esa comarca que tenemos hoya pesar de lo que en los últimosaños se han extendido y facilitado los estudios que se necesitanrara componer obras de esa especie. En ella trató el señorRestrepo los puntos científicos que hubo de tocar, principalmenteal dar noticia de las producciones, con maestría y copia dedoctrina propias de quien, como él, fue digno colaborador deCaldas.

Notorios son el valor moral, la incontrastable entereza y elmaravilloso don de adivinación con que el célebre dictadorCorral forzó a los antioqueños a declararse por la causa de laIndenendencia; preparó la provincia para resistir la temida in-vasión de fuerzas realistas, alistando una lucida y bien armadacolumna; y organizó la provincia y le dio impulso y lustre conmedidas que hubieran parecido admirables aún en tiem"o deplena tranquilidad. Sábese también que, acogiendo las f;lantrópi-cas ideas de D. Félix Restrepo, dio glorioso princinio a laabolición de la esclavitud. Para todas estas emnresas tuvoCorral por eficaz coonerador a D. José Manue! Restrepo. quefue secretario suyo mientras gobernó la provincia. como lo fuetambién del último gobernador revolucionario de aquel período,

2) Fuf'ron SUS padres D. Miguel Restrepo y doi'la Leonor Vélez. Nacióen Envigado (provincia de Antioquia), el 31 de diciembre de 1781.

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D. Dionisio Tejada. En ]811 vino a Santafé como diputado porAntioquia al Congreso de las Provincias Unidas. Como tal ycomo secretario, firmó el acta de la federación el 27 de nO-viembre del mismo año.

En el año de 1814, fue elegido diputado al Congreso de lasProvincias Unidas de la Nueva Granada; y luego para ejercerel poder ejecutivo general, juntamente con Torices y con GarcíaRovira. Ignoramos por qué razones dejó de aceptar este destino.

Evitó la suerte de los que, como Caldas, Camacho y Torres,rindieron la vida gloriosa, pero inútilmente en los cadalsos, nohabiendo nacido destinados por la Providencia para manejarotras armas que las del talento. Con todo, la reacción realistale procuró la gloria de poder hoy ser contado entre los que porcausa de la Independencia padecieron incruento martirio.

En 1816, al comenzar la invasión de fuerzas realistas en An-tioquia, emigró hacia Popayán; pero, después de haber hechomuchas jornadas, atormentado por sobresaltos y contratiempos,resolvió volverse a Rionegro, ciudad donde residía por entonces,y presentarse, no sin vivos recelos, al jefe español Warleta,quien por lo pronto le ordenó, sin infligirle vejamen, que si-guiese desempeñando el empleo de juez de diezmos, que habíatenido a su cargo. Cosa de cuatro meses después le comunicóel gobernador Lima la orden de que siguiera a Sansón a dirigirel nuevo camino que se estaba abriendo de ahí a Mariquita, conintimación de que no se separase de dicho camino por motivoalguno. De mucho consuelo fue para el señor Restrepo, quemiró justamente aquella comisión como el castigo que se leimponía, el ver que salía tan bien librado, cuando muchos pa-triotas y compañeros suyos, menos comprometidos que él, habíanperecido en el cadalso; pero no pudo seguir gozando de tranqui-lidad, ya porque a menudo llegaban a sus oídos alarmantesespecies, ya porque el gobernador Lima que hacía cuanto estabaen su poder para mitigar los rigores con que Morillo y Enrilele ordenaban que afligiese a los patriotas antioqueños, parecíasiempre expuesto, por su lenidad, a ser destituído. Acrecentá-ron se los temores con la llegada a la provincia de D. SebastiánDíaz, nuevo gobernador enviado por los jefes expedicionarios,mucho más idóneo que Lima para realizar los crueles intentosde aquellos. Resistióse Lima a entregar el mando; y mientrasDíaz ocurrió a Santafé para conseguir nuevas providencias conel fin de que se le entre,:!ara el gobierno. el señor Restreoo. quesabía la resolución que Díaz había formado de remitirlo preso

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a Santafé apenas entrara en ejercicio de la autoridad, discurriósolicitar del gobernador la comisión de levantar el plano de laprovincia de Popayán, conforme a cierto proyecto de queel mismo Lima le había hablado. Este se la confirió, junto conla de levantar el plano del Cauca y el del río Atrato. Conesto quedó en libertad de salir de la provincia y de proveera su propia seguridad, para lo cual se propuso dirigirse a Car-tagena y embarcarse allí para Jamaica; pero en el camino se leinformó de que, encaminándose a Santa Marta, podía ejecutarsu designio con menos peligro. Inauditas fueron las penalidadesy las zozobras que le acompañaron en aquel viaje, en el querepetidas veces estuvo a pique de ser reconocido como insur-gente y reducido a una prisión que él miraba como infalibleprecursora de su fusilamiento. Poco faltó para que, estando yaen Santa Marta, a punto de embarcarse, se efectuara lo que portanto tiempo le había traído inquieto. Las precauciones tomadaspor él mismo y por un amigo suyo, no le bastaron a evitar quele viese un negro que le había conocido y cobrado mala vo-luntad en Antioquia. Denunciado por el negro a las autoridadesrealistas, fue buscado, aunque por fortuna inútilmente, para seraprehendido. Grande fue su ansiedad, pues comenzada ya estapersecución, pasaron días sin que el buque inglés en que debíapartir pudiera hacerse a la vela. Tuvo que ir a bordo disfrazadode marinero. y aun en la embarcación se hicieron pesquisas paraapoderarse de su persona.

Después de haber permanecido más de seis meses en Kingstonde Jamaica, en donde entretuvo sus ocios aprendiendo francés einglés, se embarcó para los Estados Unidos. Aún no habíallegado el día en que habían de terminar sus sobresaltos, puesel buque en que navegaba fue detenido en alta mar por dosde la marina de guerra española que cruzaban en busca de cor-sarios insurgentes. Entre los oficiales que practicaron la visitadel que conducía al señor Restrepo, no faltó alguno que sospe-chara que este era un americano insurgente; pero el jefe español,que parecía hombre campechano, no paró mientes en ello.

Habiendo llegado a Nueva York en julio de 1817, descansóhasta el mes siguiente, en el que dio principio a una excursióndilatada para conocer muchas de las ciudades de la Unión. Du-rante este viaje concibió el proyecto de aprender algo que pu-diera serIe útil y en varios lugares trató de ponerlo por obra,dedicándose a aprender, ya la química, ya la mecánica, ya latintorería, ya la fabricación de tafiletes, ya otras artes u oficios;

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pero a nadie sorprenderá el saber que nada pudo aprender porsus cabales, sabiendo que viajaba escaso de recursos, falto derelaciones, sin conocimiento bastante de la lengua inglesa, y amenudo con la salud muy quebrantada. Grande ejemplo de varonily enérgica actividad dio el señor Restrepo con su resolución dededicarse a estudios y aprendizajes, en circunstancias en quecualquiera otro no habría pensado sino en saborear cobarde-mente las amarguras del destierro. 3

Regresó a Jamaica al principiar el año de 1818. A mediadosdel siguiente, hallándose ya en Antioquia, fue nombrado por elcomandante militar, General Córdova, gobernador político de laprovincia. Renunció el empleo fundando su renuncia (¡admírenselos hombres públicos de nuestros días!) en que carecía de capa-cidad para el desempeño de aquel cargo. Apremiado por Cór-dova, cedió algunos días después, y posesionado de la Goberna-ción, se ocupó con actividad en los preparativos para rechazara Warleta, que marchaba a invadir la provincia.

En 1821 concurrió el señor Restrepo como diputado al Con-greso general de Colombia que se reunió en la Villa del Rosariode Cúcuta, y perteneció, junto con D. Vicente Azuero, D. LuisMendoza, D. Diego Fernando Gómez y D. José Cornelio Va-lencia, a la comisión encargada de formar el proyecto deConstitución para Colombia. Señalóse en aquella asamblea entrelos defensores de la libertad de los esclavos, por la que, segúnqueda dicho, ya había trabajado al principio de su carrera pú-blica en la provincia de su nacimiento. Hasta tal punto era desu devoción este negocio, que con haberse propuesto no hacermención de su persona en su Historia de la Revolución deColombia, sino cuando le fuera indispensable, puso muy adredeuna nota al capítulo 1g de la 3\l parte de esa obra, en que convisible satisfacción da cuenta de que en 1824, como tmtasen loscomisionados ingleses de enviar al gobierno de su MajestadBritánica las leyes y decretos españoles y de la república quetrataran sobre la condición y libertad de los esclavos, él franqueólos documentos pedidos. Complácese igualmente en referir queél firmó como presidente del Congreso la ley que dio libertada los hijos de las esclavas, ley que había redactado por encargodel mismo Congreso. Ni echa en olvido la circunstancia de que

3) Hemos oído, pero no nos consta, que durante su residencia en Ja-maica o los Estados Unidos celebró una negociación para enviar aColombia un ~rmamento o tuvo a lo menos parte e·n que se celebrasedicha negociación.

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su tío D. Félix Restrepo había sido el principal promotor y de-fensor elocueme de la libertad de los esclavos.

Cerradas las sesiones dd Congreso, Boüvar, que había sidoelegido por él presidt:nte de la Uran República que acababa deconstitulfse, le nombró secretario de lo Interior, y en calidad detal, siguió el señor Restrepo al vicepresidente, Ueneral Santander,cuando, encargado del poder ejecutivo, pasó a Bogotá a orga-nizar el gobierno. El señor Restrepo eslUVO encargado de lasecretaría de lo Interior hasta enero de 1830; y es de notarseque en la reorganización del ministerio, hecha en 1828 por elLibertador, éste, conservándolo en su empleo, aprobó implicita-mente su conducta. Fue presidente del Consejo de Gobierno, yperteneció al Consejo de Ministros a que el Libertador, al partirpara el Sur en diciembre de 1828, dejó confiado el mando de larepública. A este Consejo tocó poner en ejecución muchos eimportantes decretos que Bolívar había dictado para mejorar lasrentas públicas, el despacho de la justicia y la administración,y para constituír la república.

Por muy severos que hayan de ser los juicios de la historiasobre muchos de los actos de algunos de los miembros del Go-bierno colombiano, actos diversamente apreciados según los prin-cipios morales y políticos en que se han fundado los juicios acercade ellos, nadie revoca a duda que ese gobierno desempeñó glo-riosamente la ardua tarea de consolidar la república, aclimatarinstituciones nuevas y arreglar todos los ramos de la adminis-tración con inteligencia, entereza y habilidad dignas de todoelogio. Al señor Restrepo, siempre moderado en sus opin;ones,siempre circunspecto y previsor y siempre asiduamente ocupadoen lo que era de su obligación, corresponde en justicia no pe-queña parte de la honra y de la gratitud nacional a que sehicieron acreedores los ciudadanos que en aquella época rigie-ron a Colombia.

En 1831, recibió el señor Restrepo juntamente con el ilus-trísimo señor Estévez, obispo de Santa Marta, la comisión de ira arreglar con el Gobierno del Ecuador la cuestión del Cauca yver si podía evitarse la guerra. Sabido es que las negociacionesno tuvieron el éxito apetecido, porque en el punto a que habíanllegado las cosas, toda conciliación era imposible; pero los co-misionados, esforzándose por conseguirla, y agotando para ellotodos los medios que la buena voluntad, el talento y una con-sumada experiencia pueden sugerir, hicieron un servicio cuyaimnortancia no se menoscaba por lo poco satisfactorio de suresultado.

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En 1833 rehusó el honorífico empleo de consejero de Estado,para el que había recibido nombramiento.

En el mismo año fue nombrado por el Gobierno director dela Academia Nacional, instituto creado para establecer, jomentary propagar en toda la Nueva Granada el conocimiento y per-fección de las artes, de las letras, de las ciencias naturales yexactas, y de la moral y la política. No tenemos noticia de lostrabajos en que se ocupara la Academia, y creemos que esa ins-titución corrió la suerte que entre nosotros han corrido las másde las de su especie.

Habiéndosele confiado la dirección de la renta de tabacos,con el fin de que planteara un nuevo sistema que se quiso in-troducir en el manejo del ramo, representó al Gobierno en marzode 1834 que, estando para terminarse la tarea que se le habíaimpuesto, y hallándose él enfermo, suplicaba se diese por con-cluída su comisión. El Gobierno vino en ello, por la necesidad(dice el secretario de Hacienda, doctor Soto), de que vuelva aencargarse de la Casa de Moneda. Volvió en efecto a la superin-tendencia o dirección de este establecimiento. que había estadoa cargo suyo desde 1825, Y que siguió están dolo hasta 1859, conbreves interrupciones. El destino de director o administrador dela Casa de Moneda, no era por la cuenta incompatible con Josdemás que, en el espacio comprendido entre las dos íI1timasfechas, desempeñó el señor Restrepo, tajes como el de directordel Crédito Público. que ejerció en 1839 y en 1841. Aquel em-pleo. exigiendo honradez .tan escrupulosa como la del señorRestrepo, no imponía trabajo muy continuo, lo que le propor-cionó. por fortuna para el país, desahogo para consa~rarse enmuchos de sus últimos años a su tarea favorita de escribir historia.

II

No fue el patriotismo del señor Restrepo, como suele serlo alpresente el de nuestros políticos, disfraz de la ambición. En laépoca en que él se educó y en que se formó su carácter, aspirara empleos y dedicarse al servicio público exigía abnegación yvalor moral. No se tenía presente como ahora la remuneraciónde cada servicio que hubiera de prestarse al país, ni se trabajabacon otra mira que la de procurar el bien público, y la de hacerprevalecer opiniones o principios profesados de buena fe. Deotra manera no hubiera podido llevarse a cabo la gigantescaempresa que acometieron nuestros padres.

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No era posible que un hombre de familia distinguida, de edu-cación cristiana y de generosos sentimientos naturales hubierasalido mal aprovechado de la escuela en que se formaron tantoshombres cuyas virtudes cívicas son por sus descendientes tanadmiradas y tan poco imitadas.

El patriotismo del señor Restrepo no se manifestó únicamenteen los elevados puestos a que su mérito le hizo subir y en quesi amaba los honores podía hallar satisfacciones y halagos. Diotambién señaladas muestras de aquella rara virtud tomando parteen benéficas empresas, como en la de la fundación de la Socie-dad de Instrucción Primaria, a la que pertenece junto con elgrande Arzobispo Mosquera, D. Joaquín Mosquera, D. Lino dePombo, y otros eminentes e ilustrados patricios. Tal institutodio a la instrucción primaria un impulso que sólo podemos apre-ciar los que recordamos cual era el estado en que anteriormentese hallaba ese ramo. Promovió la enseñanza de la fabricación desombreros en Bogotá, haciendo venir de distintos puntos la pajay los maestros, piadosa empresa en que invirtió sumas sacadasde su propio caudal.

También a expensas propias hizo venir a Cundinamarca lasprimeras semillas de las papas llamadas vulgarmente tuquerrefUIs,las únicas que se han salvado de los estragos hechos en losúltimos años por la enfermedad que aquí conocemos con el nom-bre de gota. Al señor Restrepo deben por tanto numerosas pobla-ciones el inestimable bien de conservar el artículo alimenticioque puede considerarse como más necesario, por serlo a un mis-mo tiempo para las clases más acomodadas y para las más des-validas.

Como hubiese sabido que en Venezuela existía el pasto llamadopará, solicitó del General Soublette hiciese venir sus semillas, yéste se prestó a ello con benevolencia y generosidad. A estos doseminentes personajes se debe, pues, la introducción en nuestrastierras calientes de aquella planta, la única entre las alimenticiasque, en nuestros terrenos cálidos, ha podido competir ventajosa-mente con el pasto de guinea.

Cuando se miraba como arriesgada y atrevida empresa impor-tar del extranjero nuevas razas de animales, el señor Restrepohizo traer ovejas merinas, las que se propagaron en nuestroscampos y, cruzándose con la antigua raza, impidieron en parteque ésta degenerase totalmente.

Siendo el señor Restrepo, como casi todos los hombres de cos-tumbres puras y sencillas, aficionado a la horticultura y a la

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jardinería, hizo venir al país varias plantas nuevas, fuera de lasque hemos mencionado, tales como la de cierta papa amarilla,que se ha hecho ya rara y que es estimadísima, y ciertos rosalesque han venido a hacerse silvestres en la Sabana de Bogotá, quesirven de cerca viva en muchas posesiones y que hermosean in-numerables sitios.

Dio a conocer el señor Restrepo su afición a mejoras y útilesadelantamientos en muchos de sus escritos. Sólo mencionaremosaquí en prueba de nuestro aserto, uno que se publicó sobre elsistema métrico y otro sobre el cultivo del café. Compuso esteúltimo proyecto concerniente a la introducción en nuestro paísde industrias y cultivos nuevos. Tan lejos estaba el señor Res-trepo de tal preocuvación, que fue uno de los fundadores y pri-meros accionistas de la asociación que estableció la Ferrería dePacho.

La experiencia ha acreditado que él conocía antes que casitodos. cuales eran las industrias, así como cuales eran las plantas.cuya aclimatación en nuestro suelo debía procurarse.

III

Numerosos y bien fundados son los derechos adquiridos porD. José Manuel Restrepo a la estimación y al respeto de susconciudadanos, como hombre de Estado y como empleado pú-blico; pero nada hace su nombre tan esclarecido y su memoriatan digna de veneración como sus trabajos históricos.

Como todos los hombres superiores, consagró su vida a un solofin principal y no lo perdió de vista aun en medio de las mayo-res agitaciones y del cúmulo de atenciones varias e interesantesque hubieran absorbido la atención de un hombre común y apar-tándole de su propósito. La perseverancia del señor Restrepo enel que había abrazado desde que entró en la carrera pública, oquizá desde que los sucesos que empezaron a ocurrir en su pa-tria le parecieron dignos de la Historia, fue parte para que apro-vechase todas las coyunturas y facilidades que sus emvleos. susviajes. sus relaciones y las circunstancias de todo linaie le ibanofreciendo para acopiar materiales, datos y documentos útilespara la composición de la Historia de Colombia. Hubo tambiénde fiiar ahincadamente la atención en los hechos que presencia-ba, como quien abrigaba el intento de consignarlos en sus obras.A esta nunca desmentida fidelidad a su vocación de historiador

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se debió que el señor Restrepo llevara, casi durante toda suvida, un diario, que fue sin duda grande auxilio para él en suslabores predilectas. A lo mismo se debe el que hubiera formadoun archivo particular de documentos históricos, que es un verda-dero tesoro, y cuya existencia da testimonio de la verdad de lasrelaciones aparecidas en las obras de quien le poseía.

Habiendo compuesto el señor Restrepo la primera parte de suHistoria de la Revolución, que contenía la de la revolución dela Nueva Granada, casi a medida que iban verificándose los su-cesos narrados en ella, fue publicada en París en 1827, con ma-pas armados bajo la dirección del autor. Varios defectos ya sus-tanciales, ya tipográficos, que él mismo noto en esa primera edi-ción, le movieron a rehacer su trabajo y a darle la forma en queapareció en la segunda, en la que, como hubiese compuesto yala historia de la revolución de Venezuela, presentó completa laHistoria de la Revolución de Colombia, que fue impresa en Be-sanzon, en 1858.

Excusado es advertir que las fuentes de donde está tomadaesta historia, en cuanto trata de la Nueva Granada, son los do-cumentos oficiales y de todo género que el autor, gracias a losempleos que desempeñó y a sus numerosas relaciones, consiguióallegar; sus propios recuerdos, y los datos suministrados de di-versas maneras por muchísimas de las personas que habían pre-senciado los hechos o tenido en ellos parte activa. Comprendela historia los que ocurrieron desde principios del siglo XVIIIhasta los acaecidos cuando la disolución de Colombia; y refiereaun otros en que tuvieron parte o interés todos los países que laconstituían y que fueron acaeciendo hasta 1838.

No pocas de las afirmaciones hechas por el señor Restrepo ensu Historia han sido contradichas e impugnadas, ora por deudosy parciales de los individuos de quienes refiere acciones pocohonrosas, ora por escritores que se han juzgado mejor informadosque él, y que por amor a la verdad o por otros motivos han pre-tendido poner las cosas en su verdadero punto. Decidir quiénhaya tenido razón en cada una de las controversias así suscitadassobre diferentes asuntos históricos, sería cosa harto superior anuestras facultades, y totalmente extrañas a nuestro propósito. Loque podemos asegurar es que, aunque el señor Restrepo hubieraerrado en todos los puntos sobre que se le ha contradicho, estono menoscabaría el mérito de su obra, así porque nada ha referi-do en ella que no tenga fundamento más o menos plausible enalgún documento o dato de bastante autoridad, como porque

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hasta ahora no se ha escrito ni podrá componerse nunca historiaalguna g-:neral en que no se hailen errores y ralsos JUIcios. Deque no pu-:de dejar de suceder esto se convencerá todo el queconsidere las düicultades con que siempre se tropieza cuando sequieren averiguar las particulandades y circunstancias de un he-cho de aquellos más ruidosos y públicos que pasan casi a vistanuestra, de los cuales pocas veces o nmguna oimos dos relacionesperlectameme acordes. Y si tal acontece con hechos aislados,recientes y que nadie tiene interés en ocultar o desfigurar, ¿qlh;~no sucederá con los que se hallan complicados y enlazados conotros, y con los que las pasiones y los intereses se eslUerzan enpresentar alterados o en mantener ocultos? Cualquier fallo rigu-ro,o que la crítica hiciera recaer sobre la obra de que tratamos,com!enaría implícitamente todas las obras históricas de másautoridad y fama.

COrtllll1 y no mal fundado es el parecer de que la historia,Fara oer imparcial, ha de ser escrita mucho tiempo después dehalk, ocurrido los sucesos que ha de narrar. Este antiguo pre-cepto de la Retórica no quiere decir, en concepto nuestro, sinoque, por lo que hace a imparcialidad, es probable que sean me-jores las historias cuando son compuestas después que el tiempoha extinguido las pasiones que pudieran extraviar el juicio de losautor~s, y después que han desaparecido las personas que pueder¡;cClarse se den por ofendidas con ciertas revelaciones.

Pero sería insensatez pretender que, por respeto a aquel pre-cepto, se privara al mundo de las luces históricas que solo pue-den dar los que por sí mismos han conocido las cosas y puedencontarlas porque las han visto.

y d~srués de todo, los documentos y escritos cuaksquiem deque tiene que valerse y a que se ve forzado a ajustarse quienrefiere sucesos antiguos han de ser inevitablemente obra de quienvivía cuando éstos p:lsaron; y así no es mucho lo que gana laim;1arcialidad con la observancia del citado precepto.

Esta prenda esencialísima la tendrá la historia cuando su autorsea hon~ado y veraz, pertenezcan o no a su tiempo los aconte-cimientos que describa.

Por otra parte, el buen criterio hará siempre la distincióndebida entre el género histórico a que pertenecen las composi-ciones llamadas memorias, y las obras históricas de otro género:buscará y esperará encontrar en las primeras las cualidades quehan de deber a ser escritas por contemporáneos; y en las segun-das, las que puede darles el ser escritas cuando los sucesos estánremotos.

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Tratando de la veracidad e imparcialidad que el señor Res-trepo haya mostrado en su Historia de la Revoluci6n de Colombia,bástanos poder afirmar que, habiéndose distinguido en todos losactos de su vida privada y pública por su probidad y por sucircunspección, sería extraño que sólo como historiador se hubie-ra expuesto a pasar por mendaz o por apasionado.

El estilo del señor Restrepo en su Historia puede calificarsede seco y frío. No brilla ni por el ornato que cabe en obras his-tóricas ni por armonía de las cláusulas. Pasajes de su narraciónque hubiera podido engalanar o con poéticas expresiones, o conimágenes y con rasgos vehementes o patéticos, carecen del atrac-tivo que el empleo de estos recursos hubiera podido darles. Pué-dese atribuír desdén que por ellos mostró el señor Restrepo aque profesando, según él mismo lo asegura, un culto religioso ala verdad, receló acaso profanar los altares de esta diosa si losadornaba con flores. Quizá también se debió a su deseo de mos-trarse imparcial. Nosotros conjeturamos además que su constantey dilatado estudio de documentos oficiales lo familiarizó con ellenguaje que en ellos domina siempre. En cuanto a corrección.sólo se ve un poco afeado el suyo por la sustitución frecuente delas inflexiones verbales en ara y en era a otras formas indicativas.

Con gran satisfacción reproducimos aquí el juicio que, sobrela Historia de que hablamos, expuso D. Andrés Bello en el Re-pertorio Americano (T. l., pág. 253):

"Ha llegado, dice, manuscrita a nosotros la primera parte dela Historia de la Revoluci6n de Colombia, por el señor JoséManuel Restrepo... La exactitud e individualidad de las noti-cias; la imparcialidad y juicio del historiador; el tono de la na-rración, que, animado y sencillo a un tiempo, se deja leer convivo interés; la fidelidad con que en nuestro sentir se han retra-tado algunos de los más señalados personajes de la revolución:y otras recomendables dotes históricas nos hacen desear conansia que llegue el día de ver completa y en manos del públicoesta producción."

Expone luego Bello el plan seguido por el señor Restrepo, ymanifiesta que se ve obligado a limitar los extractos que se pro-pone dar de esta excelente historia a un sólo capítulo, que esaquel en que se trata de las causas que influyeron en la subyu-gación de la Nueva Granada por las armas españolas en 1816, yde los hechos que inmediatamente vinieron. Hecha la inserción.concluye con las observaciones siguientes:

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HAunque en la relación de los h~chos que procede, parezca aalgunos que el autor sale de los lírr.ites de aquella impasible neu-tralidad que debe ser el carácter de la Historia, y aún por eso sedijo que el historiador no debía tener religión, familia ni patria;sin embargo de eso, estamos convencidos de que los sentimientospatrióticos del señor Restrepo (¿y quién hubiera podido dejardesahogar/os alguna vez, refiriendo tales hechos?) en nada hanperjudicado a la verdad. Lejos de eso, le vemos buscar como deintento, las ocasiones de mostrarse, no sólo justo, sino generosocon aquellos españoles en cuya conducta se columbraron algunassombras y lejos de moderación. Las cosas referidas en este capí-tulo están comprobadas por documentos auténticos, o se apoyanen declaraciones iuradas de gran número de testigos; y casi todasson de una notoriedad que sólo Morillo y sus satélites podríanquizá atreverse a disputar. Pero la generosidad con los enemigoses menos rara en los historiadores que la severidad crítica, nece-saria para despojar ciertos hechos de los ornamentos con que sue-len hermosearlos la imaginación y la parcial credulidad delpueblo cuando se trata de los vindicadores o mártires de su li-bertad. Esta segunda prenda brilla también eminentemente en laHistoria de la Revoluci6n de Colombia, y puede ser que dismi-nuya por lo pronto el número de sus admiradores; pero realzaráciertamente su mérito en el concepto de los lectores sensatos,que prefieren la verdad a toda otra consideración."

No "odremos ¡unto a nuestras noticias sobre la Historia delseñor Restrepo sin añadir, en alabanza de él mismo y de su obra,que Bolívar, al permitirle que pusiese su nombre al frente de laHistoria de Colombia, le exigió que la dedicara, no al LibertadorPresidente de la República, sino a su amigo el General Bolívar.

Para los aficionados a estudios sobre nuestra historia y paralos apreciadores de la ya publicada por el señor Restrepo, seríasensible que sólo ésta hubiera salido de sus manos. Por fortunapuede esperarse que dentro de un término no demasiado largovea la luz pública gran parte de la Historia de la Nueva Granada,que es continuaci6n de la de Colombia. Del testamento del mis-mo señor Restrepo hemos tomado estas últimas palabras, y en élhemos leído sus disposiciones para que este trabajo se imprima.

En el propio documento manifiesta que entre sus manuscritosse halla en borrador un diario político y militar que ha llevadodesde 1819 hasta 19 de Agosto de 1858, y una colecci6n preciosade documentos para la historia desde 1809. Los más de éstos, tan-to manuscritos como impresos, están encuadernados.

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.Las otras obras del señor Restrepo que conocemos, fuera delas hasta aquí mencionadas, son el Manifiesto que el Poder Eje-cutivo de Colombia presenta a la República y al mundo sobre losacontecimientos de Venezuela desde el 30 de abril del presente4ño de 1826. Es esta una apología, a un tiempo moderada y ve-hemente, de la conducta del Gobierno en las graves emergenciasde aquella época y la consiguiente condenación de los procede-·res de la Municipalidad de Caracas, del General Páez y de todossus parciales.

L(l Memoria sobre amonedaci6n de oro y plata en la NuevaGranada. que versa sobre lo que anuncia su título, y contieneademás curiosas noticias sobre las Casas de Moneda de Bogotáy Popayán.

Un .opúsculo contra la federación, y sus memorias de la Secre-taría de lo Interior, correspondientes a varios de los años en queestuvo desempeñándola.

, Por último, existe una biografía de D. José María Cabal, com-pllcsta por el señor Restrepo. 4

IV

Era el señor Restrepo de elevada estatura y enjuto de carnes.Tenía sobre las cejas el pliegue prominente que forman el hábitode la reflexión y las continuas tareas mentales. Este pliegue, lanariz larga y perfilada, el cabello liso, cano, siempre un poco lar-go y recogido detrás de las orejas, formaban lo característico desu fisonomía, que imponía respeto y no convidaba a la familiari-,dad. Era serio y grave, así en su aspecto como en sus maneras,sin llegar nunca a mostrarse adusto. En pocos hombres de los quehemos conocido hemos observado la perfecta armonía entre elexterior y la parte moral como en el señor Restrepo. Sus rarosdichos festivos y chanzas, de que usaba con extrema sobriedad,eran, como los de todos los hombres serios y reservados. recibidoscon particular gusto y aplauso por los que frecuentaban su trato.Su conversación en momentos de desahogo tenía el atractivo y

4) Entre sus obras inéditas merecería muy bien figurar la parte desu diario escrita desde la invasión española en Antioquia hasta la vueltadel mismo señor Restrepo a Rionegro en 1818. Esta parte del diariocomprende interesantes descripciones de ciudades de los Estados Uni-dos y curiosas relaciones de sus viajes y padecimientos.

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la variedad que suelen dar a la suya todos los que, siendo muyinstruídos y muy cultos, saben aprovecharse de sus conocimientossin incurrir en pedantería.

En orden a sus opiniones políticas, conviene sepa la juventudactual que aquel insigne patriota y amigo de la libertad de de-sahogo en extremo a vista de las medidas de persecución contrala religión y contra la Iglesia que empezaron a dictarse desde1861. "Muy mal estamos en política, decía; pero en un país detan buena índole como el nuestro, esto tiene fácil remedio: nosucede lo mismo con lo que mira a la religión."

CO:l referencia a las facultades dadas al Libertador por el Con-greso en 1827 para reformar el plan de universidades y colegios,dice que aquel dispuso que los principios de legislación no seenseñaran por las obras de Bentham. "Accedió en esto, añade, alos informes y a los deseos de una gran mayoría de los padresde familia, que no querían se corrompiesen los tiernos corazonesde sus hiios con las ponzoñosas doctrinas que tienen por base lautilidad. Los gobiernos y administraciones sucesivos se apartaronde esta saludable disposición, y por desgracia han cogido amar-gos frutos de inmoralidad y corrupción en la juventud" (Historiade Colombia, T. IV, pág. 591).

Ocioso sería que nos detuviésemos a encarecer la laboriosidaddel señor Restrepo, cuando lo poco que dejamos apuntado acer-ca de su vida y de sus escritos demuestra superabundantementeque en su vida, aunque larga (murió de 82 años de edad, en abrilde 1863), estuvo llena, llena de servicios a la patria y de prove-chosos trabajos.

Su honradez estuvo sometida a una prueba que no podemosdejar de referir. Casi repugnante es elogiar el cumplimiento deldeber, pero vivimos en tiempos en que parece tan raro como enotros mejores lo parecían las acciones heroicas. Hallándose elseñor Restrepo reducido a la estrechez por haber padecido que-branto en sus intereses, estuvo por muchos años destinando lamayor parte del sueldo que recibía como empleado, al pago deuna cuantiosa deuda de conciencia.

No hemos escrito ni pretendido escribir una biografía de D.José Manuel Restrepo. Nos hemos propuesto hacer que se ad-vierta cuan merecedor es de que se tribute veneración a su nom-bre y a su memoria. Adrede y en obsequio de la brevedad, hemosomitido la mención que podríamos haber hecho de varios de loshonoríficos e importantes destinos que desempeñó y de varios delos servicios que con loable desinterés hizo a su tierra.

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Cuando pueda abrirse y registrarse su rico archivo, podrá es-cribirse su vida; y cuando se repase su copiosa correspondenciacon Humboldt y con Boussingault; con BelIo y con Olmedo; conPáez, con Sucre y con García del Río, y con muchos otros sabioso repúblicos de nota, europeos y americanos, se podrá dar ver·dadera idea de su mérito y de su ciencia, y presentar a la juven-tud colombiana, tan necesitada al presente de ejemplos de pa-triotismo, un modelo de patriotas. 5

.5) En 1954 se publicó "Diario Polltico y Militar. Memorias sobre lossucesos importantes de la época, para servir a la Historia de la Revo-lución de Colombia y de la Nueva Granada, desde 1819 en adelante".Bogotá. Imprenta Nacional. 1954, 4 tomos. - Nota del E.

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LA JORNADA

DE "LA CALLEJA"EPISODIOS DE LA REVOLUCION

DE AGOSTO DE 1876

¡Lástima que haya guerras! Pero ya que hemos de tenerlas,una vez que "la guerra es el estado natural del hombre", es mejorque originen honor y gloria que el que sean ocasión de ignominia.

Se me ha soltado una especie que será recibida con suma extra-ñeza por muchos de mis lectores: La guerra es el estado naturaldel hombre. Peregrina y hasta absurda les parecerá esta afirma-ción a los que estén pensando que el estado natural es el estadoen que nos gustaría encontrarnos siempre. Pero no hay nada deeso: estado natural es aquel en que nos hallamos sin esfuerzo.

¡Y qué de esfuerzos cuesta mantener la paz en los Estados!Díganlo los afanes en que actualmente vemos a los políticos ygobernantes europeos por conservar la paz en casi todo el antiguomundo; díganlo los sudores que cuesta aquel equilibrio europeo;díganlo las historias de todas las revoluciones y de todas lasconquistas, de las caídas de tronos y de dinastías; de las restaura-ciones y de las reacciones, ya monárquicas, ya democráticas. Es-tas historias son toda la Historia. Ellas forman como el tejidoen que se han bordado algunas labores agradables, que sonaquellos sucesos que no son guerra.

Para que se evite la guerra permanente entre las naciones,entre las familias y entre los individuos, se ha necesitado el Cris-tianismo con todo su poder sobrenatural; se ha necesitado que lacivilización, obra y efecto del Cristianismo, modifique las indi-caciones naturales sin que éstas dejen nunca de estar pugnandopor prevalecer; se ha necesitado que la experiencia adquirida encabeza ajena y en cabeza propia nos obligue a refrenar trabajo-samente los ímpetus de las pasiones para evitarnos males ma-yores que los que por medio de la guerra querríamos reparar.

Dejemos suelto a un individuo, y reñirá con otro. Dejemossuelta a una nación, y romperá hostilidades.

Esta ley que hace de la guerra una necesidad, guarda armoníacon esta otra: toda gloria, todo honor, todo placer diferente deaquellos que son comunes al hombre y al bruto, consisten en unavictoria. La bienaventuranza que esperamos los discípulos deCristo: la satisfacción ocasionada por el buen suceso que alcanzan

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el sabio, el inventor. el escritor, el poeta, el artista, el negociante,el cazador, el jugador, todo es fruto de una victoria. Pero el mun-do admira y celebra más las que se alcanzan en la guerra, por-que tiene más a la vista los esfuerzos que cuestan.

En nuestras infaustas guerras civiles se han visto siempre ejem-plos de denuedo propios para patentizar que no se ha extinguidodel todo aquella raza de valientes a cuyas hazañas en la guerrade la Independencia debe Colombia el que, en su Historia, hayaalgo de que pueda ufanarse delante de las engreídas nacionesdel antiguo mundo.

Me propongo referir uno de esos actos de valor a que han dadolugar nuestras guerras intestinas, acto de que apenas se ha hechomención desnués que pasó la campaña en que fue llevado a caboy a que sirvió de principio.

Corría el mes de agosto de 1876 Y estaba ya preparada larevolución en el Estado de Cundinamarca.

Pero, sin pasar adelante, advertiré que esa preparación consistíaen la disposición de los ánimos y en la resolución de desconocerel Gobierno del Sr. Parra y de abrir una campaña. Casi no ha-bían allegado armas, ni municiones, ni víveres en ninguna parte,ni se contaba más que con promesas. Gente organizada y disci-plinada no había tampoco, puesto que era mucha la que estabaansiosa de tomar las armas.

Varios de los jefes que habían de acaudillada estaban en elValle de Sopó, y tenían determinado no dar principio al movi-miento revolucionario con un simple pronunciamiento, sino conun golpe atrevido y ruidoso que infundiera aliento en los pechosde los amigos y que aturdiera a los enemigos.

Hallándose en esta disposición, tuvieron noticia de que elGobierno había ordenado que unos mil reclutas de Boyacá y deSantander, que estaban acuartelados en Zipaquirá, fuesen trasla-dados a la capital bajo la custodia de uno de los batallones de laGuardia Colombiana que allí se hallaban de guarnición, el queal mismo tiempo debía traer el entero de la Salina.

Al Coronel Ramón Acosta, hoy General, le pareció ver lle-gada la ocasión más oportuna para dar el golpe que se deseaba;comunicó su idea a los demás jefes, los cuales la aprobaron; y,con alguna gente que procuró allegar, acometió la empresa cier-to día que no fue el escogido por las autoridades de Zipaquirápara hacer marchar el batallón. Con esto se maltrató inútilmentea los caballos con que se contaba.

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A las ocho de la mafiana del 19 de agosto saben que ese díaha salido de Zipaquirá la fuerza que conduce los reclutas y elentero. Al punto se reunen en la hacienda de Zamora, que estásituada en el dicho Valle de Sopó, unos ciento cincuenta hombresdel mismo Valle, de Guasca y de Chía, de los cuales unos sesentao setenta iban a caballo, armados de lanza; y otros, en númeroalgo mayor, a pie y casi totalmente desarmados, pues unas pocasescopetas ordinarias de caza y treinta y cinco carabinas viejas yrecién desenterradas podían servir para dar a los que las llevabanmarciales apariencias, pero no para atender al enemigo.

De Zamora parten y trasponen la serranía que separa el Vallede Sopó del de Bogotá; pero por más que aceleran su marcha ha-llan, al llegar al Común, que la columna que pretenden perseguirha pasado ya, y divisan un cuerpo de caballería que, después dehaber convoyado al de infantería hasta Torca, regresaba a Zipa-quirá y había ya pasado el Puente del Común.

No obstante que la empresa se hacía tanto más aventuradacuanto más cercano a Bogotá fuera el paraje en que se tratarade darle cima; que se ignoraba si habría que combatir en puntofavorable al enemigo, y que los caballos, después de haber tras-puesto la serranía, se hallaban fatigados, el Coronel Acosta re-solvió seguir adelante en persecución de la columna.

Los guerrilleros (pues este nombre debe dárseles ya) encontra-ron un coche que llevaba al General D. Eustorgio Salgar y unosseminaristas. El General, advirtiendo el riesgo que corría de serdetenido, se acogió a sagrado, ocultándose con los cuerpos desus compañeros, y escapó de aquel peligro.

Toparon también con el Dr. D. Francisco de Paula Mateus,con D. Felipe y D. Alejandro Pérez, que iban acompañados deseñoras y con D. Jesús Jiménez.

Díjose que al primero le habían quitado o intentado quitarlesu caballo: no tengo averiguado si es cierta la especie.

Es gran verdad aquello de que de las cosas más pequeñas re·sultan las más grandes: el haber corrido aquel rumor, fundado ono fundado, fue cosa de gran trascendencia. El Dr. Mateu8 eraadversario del Gobierno y simpatizaba con los revolucionarios;los parciales del Sr. Parra publicaron y repitieron que el Dr. Ma-teus había sido objeto de una vejación, y de aquí tomaron asi-dero para inculcar que la conducta de los conservadores para conlos liberales independientes no era sincera y que nada podíanesperar de ellos. Es muy probable que esto contribuyera a con-

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vertir en sostenedores del Gobierno a los más de los liberales concuyo concurso contaban los caudillos de la revolución.

A lo propio pudo contribuír, y acaso más eficazmente, unlamentable suceso que ocurrió con el Sr. liménez. Cuando seencontró con los guerrilleros, un enemigo suyo que se hallabaen el lugar del encuentro, le hizo una herida que se tuvo por gra-ve. El agresor esperó sin duda que esta acción se atribuyera a losguerrilleros y que sobre ellos recayese toda la responsabilidad.El Sr. liménez ocupaba, en política, la misma posición que elDr. Mateus, y así su herida les hizo también el caldo gordo alos amigos del Gobierno. El agresor de liménez se declaró expost jacto soldado de la guerrilla.

Los Sres. D. Felipe y D. Alejandro Pérez quedaron detenidosen el Común bajo custodia; fueron enviados a Guasca, retenidosallí algunos días y al fin puestos en libertad mediante algunasgestiones hechas por conservadores distinguidos. Las señorasque iban con ellos en el coche volvieron a Bogotá acompañadaspor el Dr. Mateus.

Los guerrilleros sorprendieron en el Hotel Santander al Ge-neral D. Ricardo Acebedo, Comandante de la Fuerza que ibanpersiguiendo. Este jefe y tres oficiales, ajenos totalmente de loque a eSDaldas suyas estaba sucediendo, y dejando que la tropay los reclutas continuaran su marcha. se habían detenido a almor-zar en aquella posada. Allí se les deió encerrados en una pieza,de la que, según se supo después, no tardaron en escaDarse.

A la hora en que esto estaba aconteciendo, la caballería, quehabía regresado para Zipaquirá, estaba llegando a esa ciudad yalarmando a los antirrevolucionarios con la noticia de que delComún habían partido en dirección de Bogotá fuerzas muy nu-merosas de infantería y caballería, y con la de que el enterodebía estar ya en poder de esas mismas.

Razón tuvieron para afirmar que había salido infantería, puesla de la guerrilla marchó efectivamente en pos de la caballería,si bien contramarchó desde Torca, visto que en ningún caso ha-bía de poder dar alcance al enemigo ni auxiliar a los jinetes.

Obra de dos leguas y media de la capital y consiguientementede tres y media del Común, dista La Calleja, punto de aquella ca-rretera del Norte que hoy se está transformando en vía férrea;y desde ese sitio parte hacia el Oriente otro camino. En el ánguloque, por el Sur, forma éste con la carretera, existe una casa; yal Norte, a unos cien metros de ella, se encuentra un puente.

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Después de breve detención en el Hotel Santander, el CoronelAcosta siguió su precipitada marcha, en la que sólo podían se-guirlo los que iban mejor montados. En el puente de La Callejase encontraba la retaguardia de la columna del Gobierno cuandose le dio alcance; pero en ese momento no acompañaban a Acos-ta sino trece jinetes. 1 Los otros, no tan bien montados, se habíanatrasado, unos más y otros menos.

Acosta dispuso que siete hombres penetrasen por entre lafila y la zanja de una de las orillas del camino, mientras él, conseis compañeros, entraba por el otro lado de la propia manera.Esta atrevida maniobra pudo ejecutarse sin que el enemigo loadvirtiera y sin que se apercibiese oportunamete a la defensa; losoficiales y los soldados habrían oído las pisadas de los caballos,creyendo sin duda que los que los alcanzaban eran caminantespacíficos; pero al verlos armados de lanzas y al oír una voz queles dio el Coronel Acosta y que hizo venir a tierra a uno de losoficiales, los soldados, despavoridos, rompieron filas en tumul-tuosa confusión. El primer movimiento de muchos de ellos fuearrojar las armas al suelo; saltar las zanjas, y ponerse a salvodispersándose por el llano. Mucho más, dirigidos probablementepor los oficiales, saltaron también y comenzaron a disparar contralos guerrilleros, y cruzaban sus fuegos sobre el camino sin re-parar en el estrago que podrían causar entre sus compañeros. Losque iban adelante ocuparon la casa de La Calleja y el camino quedesde ella parte hacia el Oriente, y de dondequiera llovía plomosobre los acometedores. Los reclutas se aprovecharon del des-orden y se dieron a correr por esos campos después de deshacersede sus ligaduras. El entero de la Salina iba en un carro tiradopor un caballo; Clodomiro Acosta logra por dos veces apoderar-se del cabestro y pugna por hacer que la bestia vuelva la cabeza,proponiéndose aguijarla luego y hacerla correr hacia el Norte;pero la misma confusión que favorece su intento le impide al cabo

1) Manuel Bricefio en su obra La Revoluclón de 1876 incluye la si-guiente lista de compafieros de Acosta: Salustiano, C1odomiro y Francis-co Javier Acosta; Luis González, Crispulo Melo, Le6n Cristancho,Bernardino y Antonio Sánchez, Javier Castro, Ildefonso Rodriguez,Saturnino Sarmiento, Rafael QUintero y Cruz Téllez.

En otra lista que ha venido a mis manos figuran otros dos nombres:Alejandro Garcia y N. Cifuentes. No he podido esclarecer el punto. Enlo que están conformes todos los que hacen recuerdos de la jornada deLa Call••ja. es en que eran trece los compafieros de Acosta.

Sabemos t~mbién que D. Ignacio Ospina Escobar fue de los compa-fieros del Coronel Acosta, y a éste le hemos oido decir que eran ellosen número de diez y ocho. - Nota de la Direcci6n.

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poner al caballo en la dirección apetecida. En otros carros ibanllevando elementos de guerra, y los que los custodiaban los arro-jaban a las zanjas.

Durante algunos instantes el atropellamiento de la gente arre-molinada, la vocería confusa, las detonaciones de las armas y lasnubes de humo y de polvo formaban un cuadro que nadie acertaríaa describir.

En medio de ese torbellino, cae muerto Críspulo Mela, que noconsigue hacer devolver oportunamente un potro poco diestro enque va montado; muere el caballo de Javier Castro y quedan he-ridos León Cristancho y Bernardino Sánchez.

El Coronel Acosta, viendo logrado el intento de libertar a losreclutas y frustrado el de causar otro daño al enemigo, ordena laretirada, la que se emprende abriéndose camino por entre la ma-sa de hombres que se la cortaba. Castro, desmontado en mediode los soldados, consigue milagrosamente pasar la zanja y reti-rarse ileso, por el llano, del sitio de la refriega.

Al retirarse, los guerrilleros llevan armas quitadas al enemigo.Tres rifles lleva el Coronel Acosta, que ha recogido apeándosedel caballo bajo la lluvia de balas.

Durante el conflicto, llegaron ocho de los guerrilleros que sehabían atrasado. Estos no pudieron ayudar a sus compañc:ros, peroparticiparon de sus peligros, pues estuvieron expuestos a los fue-gos del enemigo durante la retirada de aquellos. 2

El arrojo de esos valientes produjo el efecto que habían espe-rado los que meditaron dar principio a la guerra con un golpetal como el que se consiguió dar. Ignoro qué impresión haría enlos ánimos de los miembros del Gobierno y de los jefes milita-res que estaban a su servicio. Pero sé que en la parle vulgar desus parciales produjo indescriptible consternación y aturdimiento.

Merced a esta hazaña, se engrosaron las fuerzas de la revolu-ción: todos los reclutas libertados, y muchos de los soldados dis-persados en La Calleja, se fueron a tomar puesto en las filasrevolucionarias.

Allá en mis primeros años, me figuraba yo, como creo que sefiguran muchos, que un valiente no puede dejar de ser un hombrefornido, de gentil y garbosa apostura, de movimientos resueltos.de ceño torvo y mirada fulminante, de grueso y retorcido bigotey de voz vibrante y atronadora. Si, conociendo a otros valientes,

2) Entre estos ocho se hallaban D. José Ignacio Castro y D. EvaristoSánchez. Ignoro los nombres de los demás.

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no hubiera salido de mi error, de él me habría sacado el conoceral héroe de la jornada que acabo de describir.

Ramón Acosta es un hombre delgado y de corta estatura, que,si bien va sido ágil, esforzado y graniinete, tiene las aparienciasde una persona delicada. Su mirar blando es indicio de la bondadde su alma. Su voz y su ademán son los de un hombre en todocircunspecto y moderado. Si en el peligro se muestra impávido,en él no hay durante la batalla ni asomos de aquel coraje queimpulsa al soldado a ofender al enemigo; y creo poder afirmarque sus manos nunca se han visto teñidas de sangre, aunque élse haya encontrado en muchos y reñidos combates.

No es militar de cuartel, ni ha llevado charreteras, ni creo quepodría mandar una gran parada; pero cuando llega la hora dearriesgar la vida en defensa de la causa que cree justa, levantauna enseña. en torno de la cual se agrupa mucha gente que tienefe en su valor y en su honradez.

En tiempo de paz vive modesto y retirado, sin acordarse deque hay Gobierno qUt puede dispensar mercedes y decretar re-compensas.

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COMO SE DIO A

CONOCER JORGE ISAACS

Entre mis recuerdos ocupa lugar muy señalado el de un hechocuya relación, si fuera publicada por los que en él tuvimos parte,nos granjearía la nota de presuntuosos. En ninguna parte puedeconsignarse mejor que en este libro.

José María Vergara y Vergara, tan apasionado por la gloriade los demás como por la literatura, estaba en el año de 1864entregado a ciertos prosaicos negocios. Para tratar de uno deeJ1os. le buscó un día del mes de mayo de 1864 un joven caucanoa quien no conocía. En la entrevista que tuvieron, desviada ca-sualmente la conversación del asunto principal, hubo algo quediera pie a Vergara para preguntar a su interlocutor si habíaescrito versos. Nada menos que un libro neno de los que endiferentes épocas de su vida había compuesto, prometió mos-trarle; en la noche de ese mismo día se los estaba leyendo en sucasa, y en la de otro amigo nuestro se repitió la lectura la nochesi'!uiente. estando presentes el dueño de casa, que era RicardoCarrasquilla, Vergara y yo.

Tenían lugar entonces los inolvidables mosaicos, ágaoes lite-rarios en que la común afición a las letras engendró una santafraternidad. El Mosaico era una sociedad sin lista de miembros,sin presidente, sin reglamento, sin obieto ostensible, que no porcarecer de todo esto, dejó de ser fecunda. Ese carecer fue tener.

La noche de que últimamente he hecho mención quedó acor-dado que el joven caucano sería presentado a El Mosaico en suinmediata reunión, a la que debería ir con su libro de versos.

La reunión fue en casa de José María Samper. Trece éramoslos que habíamos concurrido. La presencia de nuestro nuevoamigo, a quien recibimos como si lo hubiese sido de muy antiguo,conjuraba todo siniestro agüero que un inglés hubiera podidosacar de aquel número. Cuando rayó la aurora nos separamos.Pero ya había rayado a esa hora la de la fama del poeta: cadauno de nosotros nevaba admiración, entusiasmo, cariño por él,bastantes para hacer rebosar esos sentimientos sobre todos loscolombianos.

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El había ganado de un golpe trece amigos, y esa amistad sehizo contagiosa: pronto lo eran suyos todos los que lo erannuestros. Aquella noche se había dictado un acuerdo (el únicoque se dictó, el único que ocurrió dictar mientras duró El Mo-saico). Este acuerdo decía en sustancia: "Los infrascritos publi-carán inmediatamente, a costa suya. las poesías de Jorge Isaacs."Las firmas que se pusieron esa noche fueron trece; pero uno delos nuestros. que no había podido concurrir, estampó la suyaal día siguiente.

La colección de las poesías de Isaacs estaba impresa, y be-llamente impresa, pocos días después. Isaacs había recibido unarevelación de sus propias fuerzas y se sentía estimulado a en-sayarlas. Sin esto, el mundo literario no hubiera poseído nuncala María.

Nosotros creímos quizá no hacer otra cosa que dejamos im-pulsar del entusiasmo, desahogar un sentimiento noble (muyopuesto ciertamente al de envidia, que se atribuye a los litera-tos); pero estuvimos lejos de pensar en la importancia de lo quehicimos. Siempre se ha dicho, y no sin razón, que aquí no pode-mos cultivar las letras con esperanza de otra satisfacción quela de poderle señalar a un amigo los frutos de nuestras tareas; yaun hay casos en que los autores, a semejanza de aquellosanimales ovíparos que no encoban, ignoran qué suerte correnen el mundo las producciones que se les deben.

Isaacs tuvo la satisfacción, no ya de leer sus poesías amuchos amigos, sino la de convertir en amigos a muchos des-conocidos leyéndoles sus versos.

No es fácil que en los países más cultos haya habido quiengane su fama de un modo tan envidiable: él había ido escribiendopara dar desahogo a sus sentimientos, y babía ido guardando susmanuscritos; de un golpe, en una sola noche, pudo saborear elplacer de verse comprendido, aplaudido, estimado en lo que vale.

No había habido ocasión de que la crítica envidiosa ni laindiferencia (más irritante todavía) le hicieran probar los sinsa-bores que pasa quien va recogiendo sus laureles poco a poco.

La literatura no produce dinero en nuestra tierra; aun enotras mejores se habla mucho de poetas que mueren en el hospi-tal. Isaacs ganó dinero con la publicación de su novela. De estono se debería hablar, porque es indigno; pero hay que decirlo,porque es muy signüicativo. El libro de ventas de quien expende

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una obra, es un instrumento que señala los grados del méritodel autor. A 10 que indica este instrumento no pueden oponernada ni la crítica docta ni la ignorancia del vulgo.

Isaacs ha sido el más afortunado de los colombianos que hancultivado las bellas letras, y merecía serlo.

A los que formábamos El Mosaico nos cabe la satisfacción dehaber demostrado siquiera con un ejemplo que entre nosotros sipuede ser estimado el ingenio y recompensado el mérito.

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