Paul Celan - Yves Bonnefoy

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PAUL CELAN Yves Bonnefoy Habla — Pero no separes el no del sí. Paul Celan * Creo que Paul Celan eligió morir como lo hizo para que una vez al menos en su vida contradictoriamente requerida por la poesía y el exilio — contradictoriamente, pues la más desolada poesía guarda la nostalgia de la celebración imposible, y la necesidad de al menos algunos allegados — las palabras y lo que es se encuentren. De ningún poeta, y viendo en ello que escribir no es su fin propio, se puede decir tanto como de él, en efecto: sus palabras no cubrían su experiencia. Por una parte, no se parecían al color del cielo, a las caras, a algunas voces que él amó en la infancia, o en todo caso se prestaban mal a ello, con connotaciones extrañas: la lengua que escribía, y la literatura que atravesó fueron suyas por accidente. Y de un modo a la vez más interior al espíritu y cruelmente inmediato, aún menos esas palabras podían decir el horror que él había vivido, en los límites — donde era preciso que permaneciese. Disponibles pero sin eficacia suficiente, cerradas tanto como inmanentes, mentirosas en el instante de la notación más escrupulosa, Paul Celan las forzaba sin duda, por medio de la violencia de su escrito cada vez más tenso, elíptico, breve, pero en la almendra del habla [parole] — en la mandorla que sondeó, habiendo visto un fresco casi desvanecido, donde Dios faltaba en su trono — la presencia del hombre a sí, lo que podemos llamar el Verbo, no se encontraba sino más claramente inacabable a los ojos, en todo caso, de su corazón. Y la escritura, este poeta que la hubo querido fundamento, la sentía pues como un derrame sin origen ni * Estos dos versos pertenecen al poema “Habla también tú”, del volumen De umbral en umbral (tomo la traducción de Jesús Munárriz, en Ediciones Hiperión, Madrid, 1985, pág. 103). (N. del T.) 1

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PAUL CELANYves Bonnefoy

Habla —Pero no separes el no del sí.

Paul Celan*

Creo que Paul Celan eligió morir como lo hizo para que una vez al menos en su vida contradictoriamente requerida por la poesía y el exilio — contradictoriamente, pues la más desolada poesía guarda la nostalgia de la celebración imposible, y la necesidad de al menos algunos allegados — las palabras y lo que es se encuentren. De ningún poeta, y viendo en ello que escribir no es su fin propio, se puede decir tanto como de él, en efecto: sus palabras no cubrían su experiencia. Por una parte, no se parecían al color del cielo, a las caras, a algunas voces que él amó en la infancia, o en todo caso se prestaban mal a ello, con connotaciones extrañas: la lengua que escribía, y la literatura que atravesó fueron suyas por accidente. Y de un modo a la vez más interior al espíritu y cruelmente inmediato, aún menos esas palabras podían decir el horror que él había vivido, en los límites — donde era preciso que permaneciese. Disponibles pero sin eficacia suficiente, cerradas tanto como inmanentes, mentirosas en el instante de la notación más escrupulosa, Paul Celan las forzaba sin duda, por medio de la violencia de su escrito cada vez más tenso, elíptico, breve, pero en la almendra del habla [parole] — en la mandorla que sondeó, habiendo visto un fresco casi desvanecido, donde Dios faltaba en su trono — la presencia del hombre a sí, lo que podemos llamar el Verbo, no se encontraba sino más claramente inacabable a los ojos, en todo caso, de su corazón. Y la escritura, este poeta que la hubo querido fundamento, la sentía pues como un derrame sin origen ni fin, como una deriva que borra hasta la idea, de la que ella había nacido, de la orilla. No, nada real podía responder, auténticamente, a ese flujo, valer allí, en lo absoluto, como referente: nada salvo justamente el río que, por la noche, en su gran silencio mancillado, parece encogerse sobre sí (perdiéndose) como lo único significado a la medida de tanta ausencia. Límite del poema, en el silencio más allá de los objetos renunciados, de los pensamientos desmoronados; pero que sin embargo establece, asumido de este modo, y contra toda idea de renuncia, que no es verdad, como hoy se dice, que ya no habría referente incuestionable, último, para el fundamento de nuestros signos. Aun cuando el habla, desmembrada como pudo estar para Paul Celan, ya no es más que la lucidez oscura y violenta que dispersa y disipa todo, salvo el eco de su vacuidad, el río, a condición de que un acto como esta muerte la ensanche aún más, le haga lindar con todo lugar de vida intentada, con todo pensamiento que se busca, con toda esperanza, con todo recuerdo: el río en cuanto vacío real puede elevarse a la potencia de una respuesta, y, nombrado en el suspenso de la última palabra, llevar algo de lo real en ese decir donde todo aval faltaba. Y la poesía, que renuncia porque está obligada a hacerlo, a pesar de todo ha indicado e incluso cumplido su función. Del mismo modo que Rimbaud dejó de escribir no por despecho o indiferencia sino para significar algo más, y con un signo (ese punto final) que a la vez designó el vacío de los otros y abrazó sin embargo, signo como él seguía siendo, la realidad rugosa, asimismo Paul Celan murió para,

* Estos dos versos pertenecen al poema “Habla también tú”, del volumen De umbral en umbral (tomo la traducción de Jesús Munárriz, en Ediciones Hiperión, Madrid, 1985, pág. 103). (N. del T.)

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continuando su poema, encontrar por fin para él lo que todo poema desea: la unión de la frase larga y de un poco de ser que no es ella. Una desesperación, si se quiere: respecto a toda razón finita — interior a las frases — de esperar. Pero que no tuvo lugar sin preservar y en suma realizar, en lo negativo, abandonada la preocupación por las posesiones exteriores, la esperanza en sí, la esperanza que es la verdadera vida.

Pero, habiendo dicho esto, sigue siendo esencial, y conforme también a las virtualidades de esta obra — al signo de esta muerte —, volver sobre lo que no he hecho más que evocar todavía, el querer de la poesía: y afirmar claramente, y una vez más en la historia, incluso si esta termina, que esa conciencia ciertamente exigente, crispada, que nosotros nombramos poética nunca llega a esas formas límites de encarnación, a esas participaciones negativas, sino contra todo su ser, contra su carne y su sangre: pues ella es por vocación la búsqueda simultánea del lugar y de la fórmula, dicho de otro modo, de un sentido que penetre y asuma todo. Algunas obras de nuestro tiempo, sonámbulas más que trágicas, han oscurecido tal vez este cometido. Fácilmente se le hace justicia hoy, y con razón, no tengo nada en contra, a la fe ingenua, esa ilusión de una objetividad del sentido y de una trascendencia del yo [moi] que la proclama de Nietzsche tiende a destruir. Pero pongamos atención en que lo que llega a su fin con Nietzsche y la crítica moderna es más una modalidad del acercamiento que el lugar de la experiencia al que ella abría. Y concibamos que el habla y el sentido son aún posibles precisamente porque nosotros ya no podemos ignorar que el río que les responde en el reverso de las lenguas más felices, es de hecho más ancho y profundo, y en un cierto sentido también vacío, que aquél al que va a dar junto al muelle nocturno la miseria del hombre privado de palabras. Sí, aunque tuviésemos para cada vocablo una significación constante y benéfica, para cada gesto una virtualidad de armonía, para cada demanda en nosotros la respuesta confiada de otros seres — aún un río pasaría a través de ello, lo arrastraría, lo arruinaría. Pues las estructuras que tendemos sobre lo que decimos que es el universo no son nada, es verdad, más que una nube, nuestra lengua. La plenitud mejor vivida sólo es en el vacío un sobre, que la desgracia siente en sus dedos rasgado. Pero por ello mismo el trato con lo que es, si se cumple en cierto modo abierto, atento al ruido continuo, regular, de las aguas de debajo y de todas partes, no es el estancamiento de la ilusión sino la pregunta más englobante y en consecuencia la más lúcida que la poesía pueda hacer, aún hoy, al silencio. Contra las retóricas de nuestro tiempo, recurso de espíritus que sienten despecho o temor por el cielo vacío, es preciso recordar — es el primer paso — esa voluntad de experimentar, de unir, de escuchar igualmente el gozo del instante que la amenaza de la hora, de existir tanto como hablar, que es buscar, de hecho, reconocer, y para alcanzar el fondo. La función de la poesía, decía yo, es celebrar. Esto significa: consagrarse al lugar, al instante, incluso si no son nada, pues en su fondo está el todo, que aún no es nada tampoco, que es la nada, pero, cómo decirlo, que tiene arranques de música desde el momento en que se lo ha aceptado. En el corazón de lo vivido y de lo reunido el río, siempre. Pero esta vez o por fin, todo claridad y transparencia. No porque no sea nada, lo que nosotros podemos entre las cosas del mundo, abierto el libro de vida, deja de tener una realidad en potencia, aquélla, diría yo, de cada frase, en contraste al vacío dejado por las palabras.

Quizá hace falta además, para abordar de este modo el universo, haber nacido allí donde el libro — lo que de aquél sabía una tradición — no ha sido rasgado. Aún oigo a Paul Celan decirme, era en mi casa una tarde en la que habíamos acabado hablando de la pintura, de la arquitectura romanas: Ustedes (se trataba de los poetas franceses, occidentales) están en su casa, en su lengua, sus referencias, entre los libros,

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las obras que ustedes aman. Yo estoy fuera… — Paul Celan, lo sé, deseaba, legítimamente, la felicidad: la cual no es la remisión de las desgracias, no el suspenso de lo trágico sino, en su horizonte, la luz de un sentido nada más que una vez quizá pero plenamente asumido. Y si es verdad que él vivió fuera y asumió el afuera, sufrió por ello tanto más cuanto que sintió este accidente de su condición como una traba a su vocación más alta, y ello no solamente en el nivel de las palabras engañosas, sino en el vértigo de los movimientos de amargura que esa injusticia le imponía. Que estuvo fuera — judío «de nombre impronunciable» en la Europa de los tiempos de la guerra (y postguerra), germanófono en París —, uno podía muy fácilmente recordárselo. Lo vuelvo a ver una noche, cuando salíamos de la casa de Boris de Schoelzer, del cual le había hablado a menudo y que había deseado conocer. Quizá había estado como relajado por un intercambio en el que se volvían a formar los imponderables de una cultura que había sido, en suma, casi la suya — los confines del pensamiento ruso, más pasión que entre nosotros en la búsqueda espiritual, más simpatía no obstante, de un ser a otro, y acogida —, en cualquier caso, en la calle, de repente, estalló en sollozos al recordar una difamación de la que había sido víctima, varios años antes, y de la cual yo pensaba que el tiempo había hecho desaparecer la herida. Ahora bien, yo me acordaba, en cuanto a mí, de la causa de esos ataques funestos, cuyo contenido poco importa hoy. Pues era en mi compañía en la que se había encontrado con el hombre de edad, exiliado él también, enfermo, que por mi parte yo no debía ya volver a ver, pero que él, Paul, no dejó de asistir con su afecto y sus cuidados, pero para ver todo ello más tarde utilizado en su contra. La indiferencia, ese primer día, o la distracción, lo hubiera salvado. Y sin duda la condición que más duramente sufrió de su exilio fue que, judío, es decir habitado por un habla instauradora del otro, impulsado del yo hacia el tú, le fue preciso vivir en la impersonalidad fundamental de las lenguas occidentales, que sólo piensan la encarnación en términos de paradoja y a partir de un libro prestado. ¡Terrible tanto como insidiosa disparidad! Que nuestras lenguas sepan describir, sin límites, las cosas de la naturaleza, cuando él dependía en primer lugar de ese espíritu del diálogo: Paul Celan era dado a creerse incapaz de ver claramente, sin nube en los ojos, el martagón, la campánula ruiponce, como si el Dios bíblico, incluso allá en el desierto, incluso preocupado por el hombre en primer lugar, no hubiese dado un nombre a las especies. Era una manera más de estar despojado de sus palabras. Y como contrapartida, el yo y el tú, el yo y el yo, él los sentía absurdos cuando hablaban en él, parloteando, tocando con su bastón en la piedra. El encuentro aún así seguía siendo una necesidad para él, hubiese sido su poder. Y en el intercambio en el que soñaba ni siquiera había en primer lugar la tormenta del desnudamiento recíproco, o de la acusación profética. Su sonrisa, aunque ocultase a menudo los aflujos de la memoria herida, era la ternura misma. Su gesto, sobre todo en los primeros años después de Viena — en tiempos de la habitación en la rue des Écoles, de los restaurantes universitarios, de la máquina de escribir arcaica con peristilo de templo griego, de la indigencia —, tenía algo de indolencia, y en su cabeza un bello movimiento hacia el hombro como para acompañar largamente, el largo de las calles de verano tras vivas conversaciones nocturnas, al amigo que uno deja por un día. Sus arrebatos, más tarde, de desconfianza; sus sospechas que no han respetado, una vez u otra, a nadie, todo ello no fue más que el reverso desgarrado de esa necesidad de confianza; como bien lo probaba, tras la cólera a veces injusta, la simplicidad afectuosa de sus regresos. Ojalá yo pudiese leer mejor sus poemas, porque estoy seguro de que encontraría en ellos tras los contornos más negros, las aristas más abruptas, ese calor que no odia más que la soledad. Y nada sería más falso que ver en su escritura elíptica un deseo de apartarse, una voluntad de laconismo, o el

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estremecimiento del discurso por la evidencia de cosas brutas. Es el instante existencial lo que su brevedad significa, cuando él sólo se asfixia por exceso de palabra [parole], tristeza por no poder decir, cuando los incompatibles se afirman — Alabado seas tú, Nadie; y esta crispación no habrá sido sino la forma extrema, y cuán, finalmente, eficaz, del deseo de comunicar.

La amargura, por lo demás, creo que amainaba, en los últimos meses de su vida. Me había sorprendido algo simple en él, y de nuevo indolente, volvía a encontrar al ser más abierto, reconciliable tal vez, que yo había conocido a su llegada a Francia. Incluso cuando hablaba de los sufrimientos que la medicación le hacía padecer — le hacían muy penosas cualquier preparación de sus seminarios, cualquier concentración de pensamiento — un retorno de confianza parecía unirlo a la animación de la calle, de la que tenía miedo en otros tiempos, y al color del cielo. Nosotros, además, habíamos vuelto a hablar entonces en varias ocasiones de aquellos lejanos años en los que había mucho que permanecía para él en lo aún posible, y en los que de hecho se decidió su vida. E incluso habíamos creado el proyecto de ir por un día a Tours donde, antes de 1940, había empezado a estudiar medicina a unos pasos de la calle donde yo solía ir al instituto. Debimos cruzarnos por los bulevares. Esos días anteriores al pasado común, nunca habíamos dejado de evocarlos, pero era yo más bien el que se refería a ellos pues veía en esa proximidad perdida para mí una gran ocasión que no llegó a realizarse. Paul nunca había vuelto a Tours, y su rostro se iluminó cuando la intención hubo tomado forma. Su existencia, que se cerraba ante sus ojos, deviniendo destino, le había mostrado, nacidos de su fidelidad a sí mismo, al menos un resplandor, una parcela de sentido: el río luminoso mezclaba a pesar de todo sus aguas con ese otro junto al cual acababa de ocupar un alojamiento que no se decidía a llenar con sus papeles, sus libros. Quince días más tarde, entretanto, en la víspera al pequeño viaje previsto, llovía a torrentes, y decidimos por teléfono trasladar al mes siguiente la partida. Después de lo cual pasó su última estancia en Alemania, y habrá sido por tanto en esa expresión, sumamente falaz a pesar de todo, de paz, como yo lo vi la última vez. Dejándolo por la noche, en esa esquina de un bulevar reconstruido, siniestro, sin figurarme que no habría continuación.

Yves Bonnefoy (1972)

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