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Satam Aliv E., un amigo de la revista, nos comentó en una carta que un par de décadas atrás una con-spiración shandy en Estocolmo hacía su aparición con la revista Akran (que en su traducción al es-pañol significa “Pato”). En su carta, Satam parecía muy conmovido por las líneas cabalísticas del tiempo: justamente veinte años después, revista Shandy revive el mito de Historia abreviada de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas. Soy un lector asiduo de abismos, dijo Satam en la décimo octava línea de su misiva, me encantaría poder lanzar una cuerda con un señuelo en la punta, pero eso es imposible (comienza la décimo no-vena), a estas alturas uno debe dejarse caer al vacío sin vacilaciones. El golem, el trol, la piraña piernuda en el fondo deben ser una sorpresa in-minente (concluye en la vigésima línea). Satam nos comenta que esta revista nórdica publicó dos números solamente. Para Shandy tal suerte no se repite con esta tercera edición. Aunque a Satam le parezca un desengaño cósmico romper lazos de extinción con Akran, en Shandy celebramos la continuidad con este número dedicado a la litera-tura y el fracaso, aunque en lo editorial no lo prac-tiquemos religiosamente. Sin embargo, citaremos el final de la carta de Satam donde nos comenta que no es tan malo después de todo que las cosas sigan tirando: “resulta como en El viaje vertical, es bastante kafkiano por cierto, subir un poco para después seguir cayendo”.

Consejo ConsultivoImanol Caneyada

David MiklosEnrique Vila-Matas

Consejo Editorial:Omar Cadena

Pío DanielFranco Félix

Óscar Ariel Grajeda

Contacto:[email protected]

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Shandy 3. Agosto de 2008. Hermosillo, Sonora, México. En Portada: Samuel Beckett.

Lufti Ozkök/SIPA

ShandyDIRECTORIO

Valéry Larbaud dijo:

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Shandy

ÍNDICEMALETÍN DUCHAMP

RAYÓGRAFO MAN RAY

EL WHISKEY DE PICABIA

EL CAJÓN DE FITZGERALD

EL BOTÓN DE RIGAUT

LA MÁQUINA WALTER BENJAMIN

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Vidas perpendicularesLos culpables

Bolaño salvaje

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Literatura y Fracaso

Motivos de escritura

Pessoa: la gloria de ser nada

Kafka: la poética del desencanto

Beckett: el impostor

El peor de los tatuajes

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Ribeyro: en el margen del fracaso 28

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John Kennedy Toole

That’s it

Bajo el asedio de los signos

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Iván Ballesteros Rojo (Hermosillo, 1979). Edita la guía de cultura y artes de La tempestad. Es asistente del es-critor Mario Bellatin en la Escuela Dinámica de Escritores. Está por pu-blicar el libro de relatos: Historias del gato sin tiempo.

Omar Bravo (Bacobampo, 1979). Ha publicado el cuentario El tercer cajón. Durante su vida ha efectuado varias profesiones. Actualmente reside en San Francisco donde trabaja en un albergue para inmigrantes latinoamericanos.

Omar Cadena y Aragón (Ciudad de México, 1974). Ha publicado los po-emarios Espejos en la Hoguera y Newalohapoems; además del cuentario Ojo avizor, ganador por este último del concurso de Libro Sonorense 2002.

Iván Camarena (Hermosillo, 1981). Egresado de Literaturas Hispánicas por la Unison. Publicó los libros: Cuer-pos de quedarse, Magdalena desnuda jugando a los poemas, Lamenavajas. Recientemente ganó el concurso de Libro Sonorense 2008 con el poemario Andarlanada.

Imanol Caneyada (San Sebastián, 1968). Autor de las novelas Los ahogados no saben flotar, Un camello en el ojo de la aguja y Tiempo de conejos. También es autor del cuentario Historias de la gaya ciencia ficción. Es editor del suplemen-to cultural Perfiles.

Franco Félix (Hermosillo, 1981). Es narrador. Ha publicado en revistas lo-cales y nacionales como Nectar, La Tempestad y Universidades.

Óscar Ariel Grajeda (Hermosillo, 1987). Es mesero y se la pasa recupe-rando objetos perdidos en su tiempo libre que tampoco es poco. Es autor del libro Sombrero de copa.

Paola Tinoco (Ciudad de México, 1974) Licenciada en Sociología por la UAM. Ha publicado cuentos en las revistas Playboy, El Huevo, DF por travesías. Ha colaborado con el diario Milenio y las revistas Replicante y Conceptos. Actualmente es gerente de promoción y prensa de las editoriales españolas Colofón y Anagrama.

Andrei Vásquez (Oaxaca, 1982). Es di-señador gráfico, narrador y reseñista de libros. Colabora para las revistas Open, Loop y Vuelo, así como en las versiones digitales de Diario La Tempestad y Periódico de Poesía de la UNAM. .David Miklos (San Antonio, 1970). Es escritor y editor. Autor de las novelas La piel muerta, La gente extraña y La hermana falsa, trilogía publicada por Tusquets. Director de la revista de creación y crítica literarias Cuaderno Salmón. En agosto de 2008 ingresó al Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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COLABORADORES

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Álvaro EnrigueVidas perpendicularesEditorial Anagrama. 238 páginas

Llevada a un extremo metafísico, me atrevo a decir, esta novela es un cues-tionamiento fantástico sobre la certeza de la memoria. Si nuestros actos son una consecuencia de lo que hemos vivido, ¿qué pasa si nuestra memoria es en realidad una ficción? La memoria tan frágil, nosotros tan inventivos y nuestros actos tan inexplicables. De esta manera, Jerónimo Rodríguez Loera, el protagonista central de la novela, puede ser un fenómeno que recuerda sus reencarnaciones anteriores, como también puede ser una máquina mitó-mana parricida. En ese contraste drástico está la genialidad del personaje. Jerónimo nace en 1936 en Lagos de Moreno, Jalisco, sospechosamente pro-ducto del matrimonio entre don Eusebio, un empresario español, y Mer-cedes, hija de buena familia conservadora de provincia. Por su actitud ca-llada e introspectiva, Jerónimo es tachado de retrasado mental y su papel de primogénito se degrada poco menos que al de un empleado incómodo de don Eusebio. Es en esta infancia marginal, en medio del desdén fami-liar, que Jerónimo comienza a recordar sus vidas pasadas. Su muerte en la Germania latinizada, mientras limaba puntas de lanza. El sexo salvaje que sostiene con una de las madres de su tribu, de cueva en cueva, antes de la Historia. El amor imposible que contiene por la amante de Francisco de Quevedo en una Nápoles escatológica. O su matrimonio arreglado en las tierras que Jesús acababa de pisar.Al morir don Eusebio, el resto de la familia viaja a la ciudad de México. Allí, mientras Jerónimo y su hermano lidian con la crueldad de la pubertad chi-langa, Mercedes tiene sus encuentros clandestinos con el amor de su vida: Octavio, el padre biológico de nuestro personaje. La abuela se entera de esos encuentros y va por los púberes para salvarlos del pecado. Miguel regresa a Jalisco y Jerónimo es enviado a Filadelfia a un internado católico. Es allí donde lee todos los libros que es capaz de devorar y aprende, o recuerda, todos los idiomas posibles. Es también en esta ciudad en donde se convierte en escritor: comienza a acomodar sus recuerdos de reencarnaciones pasa-das y a reflexionar en torno a ellas: una incesante búsqueda por el olor de una fruta extinta: una constante lucha frente al obstáculo, siempre, en todas las vidas: su padre. A los 19 años y tras la muerte prematura de su madre, Jerónimo vuelve a México a resolver el futuro de él y de su hermano menor. Es recibido por Octavio y su esposa Tita, cuyo olor es idéntico al de una fruta olvidada. ¿Les tengo que contar lo demás?

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Enrigue ha dicho que siempre se escribe el mismo libro. Aun cuando es dis-tinta la situación, el momento histórico, el sexo, la cosmogonía o la persona-lidad, la entidad de Jerónimo vive siempre la misma vida. Todas sus encar-naciones convergen siempre en el mismo duelo. (El título no es gratuito).Si bien al inicio de la novela el narrador parece lejano y demasiado campe-chano, a lo largo de las páginas se solidifica y es precisamente ese tono la clave para que cierre la obra. Son, pues, los apuntes de un veinteañero lú-cido y caliente, la conclusión y fuente de todo. Este riesgo que toma Enrigue para narrar distintas épocas y personajes desde la misma voz y en un espa-cio corto, salvo en algunos brincos abruptos, lo libra con sutileza y armonía. De allí se derivan los mejores episodios, ensambles compactos que le exigen al lector no perderse y disfrutar del vértigo entre el pasado contundente y el presente difuso. La fuerza de algunos pasajes, como el del cazamonjes napolitano o la griega filocabras, rebasan la injerencia que tienen sobre el relato principal. Sin embargo, esta misma distribución de intensidad le resta impacto al ofuscamiento que padece Jerónimo hacia el final. Tal como Álvaro Enrigue, este reseñista tampoco cree en la reencarnación. Aún así, al terminar de leer Vidas Perpendiculares, la realidad se hundió en el mar de la especulación. A final de cuentas, como dice Sergio Pitol, todos los tiempos son en el fondo un tiempo único. Andrei Vázquez.

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Juan VilloroLos culpablesEditorial Almadía. 126 páginas

No quiero mostrarme como misógino, ni tampoco quiero decir que Villoro lo sea -para él quizás la culpa sea de la iguana- como para todos la culpa siempre es de alguien más. Para mí, la culpa, toda ella, es de las mujeres.Y es que la culpa más que un sentimiento tormentoso es un estado psi-cológico que responde a la necesidad de acción-reacción, donde el proceder desemboca en un resultado (sea el deseado o no) siempre cuestionable.Todos sentimos la punzada de la culpa alguna vez, como todos, sin excep-ción nos hemos lastimado con una engrapadora o con un rastrillo. Todos sabemos cómo duele y lo perturbador que esto puede llegar a ser.La culpabilidad es hermana del remordimiento de conciencia -quizás hasta gemela-, pero se diferencian en que uno como ser humano siempre trata de evadir la culpa, en cambio el remordimiento es intrínseco, ineludible. Sólo conozco a unas personas, un género completo que masoquistamente suelen echarse la culpa: las mujeres. Y me atrevo a decir que este sentimiento es meramente femenino, que tiene su génesis en la mujer y sólo a través de ella y de la sensibilidad (algunos le dicen lado femenino) se extrapola a los hom-bres. Dicho está en el “libro de dios” (al menos el “dios de las letras mexi-canas”), El laberinto de la soledad (1950), donde Octavio Paz (Cd. de México, 1914-1998) retrata el espíritu de la mexicanidad, abordando en uno de sus ensayos la idiosincrasia de la mujer mexicana, evidenciando su debilidad, su “rajada” como una abertura a las flaquezas, y yo digo, una entre ellas, la culpa. En el libro del otro dios (el católico), alegóricamente, la mujer tiene la culpa al tomar el fruto prohíbido: la responsabilidad del pecado origi-nal. Eva habría querido echarle la culpa a la serpiente, Juan Villoro (Cd. de México, 1956), como ya dije, se la echa a otro reptil.En Los culpables (Almadía, 2008), Juan Villoro aborda este nefasto sentir que en ocasiones albergamos todos en nuestra psique. En cada uno de los siete relatos del libro, los personajes cruzan por esta crisis, la culpabilidad. Cada uno de los protagonistas experimenta una condena, son víctimas de su pro-ceder pero sobre todo de su condición.Cada narración nos presenta una catarsis, un diálogo del personaje con el lector, con nosotros. Nos convertimos en los confidentes de “los culpables”. En un momento un cantante de ranchera nos relata al oído el desdén que tiene hacia su oficio y al dar vuelta a la hoja podemos percibir las frus-traciones de un futbolista (o lo que queda de él) al viajar a un equipo de

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segunda división en la desértica ciudad de Mexicali. Nosotros como inter-locutores sólo podemos percibir sus realidades, obtusas señales del com-portamiento del hombre mexicano, de los hombres mexicanos.Villoro logra con cada cuento ese diálogo de los protagonistas, cada uno de ellos relata sus penas convirtiéndolas en un acto introspectorio y sólo entonces, mientras desarrollan la trama, descubren el detalle -esa señal que siempre estuvo allí frente a sus narices, provocándoles alergia- pero ya de-masiado tarde. Sólo al final descubren al culpable.Cada narración refleja a un hombre, siempre un hombre, el mexicano, el mexicano actual que convive con una realidad que pocos autores abordan. Características “exóticas” se imprimen en cada uno de los relatos. Juan Vi-lloro es un conciente observador de la realidad mexicana, sabe superar los clichés e incluso combatirlos con una mujer fanática de las filosofías orien-tales, o un hombre en la frontera escribiendo un guión de cine. Éstas son algunas muestras del ingenio narrativo del escritor y su capacidad de perci-bir la realidad frente a la globalización con la que somos bombardeados los mexicanos muy continuamente, es decir, a diario..Todos hombres. Todos los protagonistas son hombres, y es que en Los cul-pables, una mujer no habría logrado cumplir el perfil necesario, habría sido vencida por su naturaleza. Carecería de esa incertidumbre que cada perso-naje se plantea y que se convierte en el motor narrativo y que, curiosamente, en la mayoría de los relatos comienza con una mujer. Óscar Ariel Grajeda.

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Paz Soldán y Faverón PatriauBolaño salvajeEditorial Candaya. 502 páginas

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Justamente hace diez años apareció Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-2003) en la escena literaria hispanoamericana. No fue sino hasta 1998 que se le reconoció el oficio de escritor gracias al premio Rómulo Gallegos, otorgado por decisión unánime por la novela que ha marcado a toda una generación de jóvenes escritores: Los detectives salvajes, que también logró el Premio Herralde ese mismo año. No se le reconocía en otros países, ni siquiera en Chile, pero sí en España donde ya había acertado a publicar Consejos de un discípulo de Joyce a un fanático de Morrison (a cuatro manos con Antoni García Porta. 1984), La pista de hielo (1993) La literatura nazi en América (1996), Estrella distante (1996) y Las llamadas telefónicas (1997). Se puede dis-tinguir un Bolaño antes de Los detectives salvajes y un Bolaño –quizá el más leído- después de Los detectives salvajes. El segundo es un Bolaño que nos duró muy poco y que, sin embargo, en cinco años de reconocimiento inter-nacional, escribió trece libros más (entre ellos cinco son póstumos) y se hizo de amigos muy importantes que ahora le rinden homenaje en las páginas de una nueva publicación de la editorial española Candaya. Bolaño salvaje es una compilación de paisajes narrativos y ensayos en torno a Roberto Bolaño, su obra, sus amistades, su literatura, editada por un par de escritores: el boliviano Edmundo Paz Soldán y el peruano Gustavo Faverón Patriau. Participaron en este proyecto editorial escritores que, sin duda, tu-vieron una relación más cercana con el autor de 2666 (2004). Entre los nom-bres que ya conocemos se hallan el de Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, Fernando Iwasaki, Carlos Franz, Jorge Volpi, Alan Pauls, Rodrigo Fresán, Ignacio Echeverria y Carmen Boullosa. Que hacen de esta revisión sobre el escritor chileno un digerible ágape literario de quinientas páginas. También hay algunos textos muy académicos que diseccionan la narrativa de Roberto Bolaño con bisturí. Algo bastante interesante: en las páginas es posible encontrar la perspectiva que tienen los academicistas sobre este es-critor abismal, y por sobre todo antiacadémico. Algo inminente: la instau-ración de Roberto Bolaño como uno de los narradores más importantes del siglo XXI, más allá de la estéril controversia de que su imagen ha sido miti-ficada por las grandes industrias editoriales, o no. Es irremediable, tenemos Bolaño para siempre. En esta edición de Candaya, aparece un obsequio pe-gado en la tercera de forros. Un dvd que contiene un documental sobre este poeta infrarrealista dirigido por Erik Haasnoot oriundo de la impronun-ciable Katwijk Aan Zee, en los Países Bajos. La Redacción.

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Fotografía del archivo de Candaya Editores

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Casi listo el filme salvaje

Kafka en la mira

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Franz Kafka es imparable. Es de entenderse. Kafka es y será uno de los más im-portantes escritores de la historia a pesar de la limitada obra que dejó. Lástima que no fuera tan prolífico, aunque eso está por cambiar. Se debe a que el mejor amigo de Kafka, Max Brod (Praga, 1884-1968), no se atrevió a destruir los textos que le fueron conferidos con ese propósito. En cambio huyó con ellos a Israel y los ocultó en su despachó en Tel Aviv, dejando a la custodia de los documentos a su secretaria Esther Hoffe. A la muerte de Brod, ésta continuó con el encargo de su jefe: mantener ocultos los textos, aunque como es sabido, vendió el manuscrito de El proceso en 1988. Ahora, Esther Hoffe ha muerto y los textos le pertenecen a las hijas de esta guardiana de la obra oculta de Kafka. La decisión de darlos a luz pertenece a ellas. Esto no es todo. La revelaciones que del escritor checo se han hecho últimamente no paran allí, sino que se han encontrado nuevos datos de la vida íntima del autor de obras como El castillo (1922) y La metamorfosis (1915). El periodista James Hawes publicó un artículo en el Times donde dice que Kafka mantenía bajo llave, ocultas de sus padres, una par de revistas pornográficas bastante eróticas. Amethyst y Opale eran un par de publicaciones con contenido muy específico como la forni-cación lesbiana y las felaciones con animales. Franz Kafka sin duda, siempre será atendido por los ojos del mundo.

A pesar de que el director Carlos Sama ya se ha reunido con Gael García Bernal para revisar la posi-bilidad de que éste represente a Ar-turo Belano, personaje de la famosa novela de Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-2003) Los detectives salvajes (1998) en esta adaptación al cine, la viuda del escritor chileno, Carolina López, no está de acuerdo en los adelantos que toma el direc-tor, pues como declaró hace ya algún tiempo, no existe ningún contrato vi-gente con terceros que autorice la adaptación cinematográfica de la novela de su marido por parte de una productora mexicana. Y es que Carlos Sama ya está más que listo: ha preparado el guión con ayuda de Luis Felipe Fabre y Arcadi Palerm-Artís. Este año, la novela que alguna vez ganara el premio Rómulo Gallegos y el premio Herralde, ambos por unanimidad, cumple diez años de su publicación. Y si los problemas legales se resuelven satisfactoriamente, la filmación comienza en septiembre de 2009 en el desierto de Sonora.

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Murakami otra vez

Dietario voluble de Vila-Matas

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El escritor catalán Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) acaba de publicar su nue-vo libro Dietario voluble bajo el sello de la editorial Anagrama. Su nueva obra es un compilado de extractos de su diario entre el año 2005 y 2008. Las expectativas hacia esta publicación son grandes, sobre todo para la crítica enfocada en el autor de Bartleby y compañía (2001), pues le ofrece nuevas herramientas para explorarlo, o como dijo el propio escritor: “Mi interés era darle al lector más datos sobre mi mundo estético, sobre mis afinidades literarias, estéticas, ampliar lo que... lo artís-tico de mi obra, por dónde se mueve y por dónde me desplazo”. Entre los textos que componen este libro se encuentran algunos artículos publicados en prensa, anota-ciones hechas en su diario de acontecimientos cotidianos y algunos apuntes toma-dos en sus viajes. Los lectores de Enrique Vila-Matas esperan con vehemencia la llegada de esta compilación a las librerías en todo el país. Mientras tanto, el autor se ha dedicado a presentar su obra por España e incluso en México. Pronto tendremos la reseña de Dietario voluble para la sección Maletín Duchamp.

Un escritor que se ha convertido rápidamente en una figura im-prescindible en la literatura es el japonés Haruki Murakami (Kyo-to, 1949), quien está por publicar el próximo mes de octubre con la casa editorial Tusquets su nueva novela After Dark, que en reali-dad no es tan nueva. Se trata de la traducción al castellano de la obra, pues fue escrita en 2004 y ya cuenta con su traducción al in-glés. Aunque es muy pronto aún, el nipón ya perfila entre los can-didatos al Premio Nobel de Lite-ratura, esto por obras como Kafka en la orilla (2002) y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1992). Alrededor de la atmósfera murakamiana: se planea un homenaje fílmico a este autor, a cargo del director franco-vietnamita Tran Anh Hung, quien llevará a la pantalla grande la más famosa obra del escritor japonés, Tokyo Blues (1987), relato que sin duda lo disparó a la fama. Esta narración le valió ser reconocido como uno de los más grandes escritores vivos. El rodaje comenzó este mes de septiembre y se espera el estreno para antes de 2010.

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motivos de escritura:Literatura y fracaso

Situarnos en el fracaso o al menos en la idea que tenemos de él nos compro-mete con la depuración de las tacañerías mentales, a posicionarnos frente a la honestidad que evitamos civilizadamente a secas todos los días, pues el fracaso como mínimo relator, es también ese hálito tabú que nos lleva a las oscuras regiones de la duda humana, la única duda, donde el observador detrás de los ojos se activa para desmembrar con usura todo signo de nues-tra voluntad, asesinando así el poema al saturar de voces y reflejos patológi-cos la contemplación del silencio que nos petrifica o nos libera. Siguiendo esta relevancia del no-lenguaje, el silencio, en el poeta es el vien-tre posibilitador del poema y otras sanidades más óseas, mientras que las voces, aparecen como síntoma de celebrada neurosis, como enfermedad de nuestra especie y genética de nuestro tiempo. No sin astucia, no sin mística, el poeta reconoce en las ropas de su exilio las manifestaciones de lo uno y lo otro, del silencio como absolución creativa, y las voces como burdo fracaso existencial, ese acto íntimo y público que se contempla en nuestro catálogo del desastre, y en el que participamos como enardecidos actuantes o inváli-dos desertores. El silencio pleno, cualitativo, es en realidad la conciencia expansiva que nos permite los descubrimientos trascendentales y las experiencias brujas donde sangra la poesía; desde la identificación con la totalidad del universo hasta la carcajada desbordante de una mujer en rojo que bendice con su trago el balar de las cantinas. Por lo que una vez atizado el mutismo imaginario de la intuición, como última voz nos dice algo entre todas las voces: sería un fracaso no elevar el corazón a las alturas de la boca, de la salivita demencial en la que habita nuestra efervecencia divina y nuestro pastoso báratro; sería

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El silencio es un lote industrial de literatura. No se escribe si antes no le antecede un silencio a la palabra. Iván Camarena inaugura este dossier con una apología del mutismo. Demanda un espacio mínimo para la autocrítica desde la poética del fracaso. Y por sobre todo se suscribe a la locura: un mal necesario en el abismo.

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un fracaso no entender que el poeta sana y se expande en el silencio, que su salud lo exenta de prejuicios irreconocibles y posibilita el arsenal crítico que lo devuelve, como círculo perfecto, a la articulación de un compromiso que lo obliga a trenzar los polos de la vida en su lengua de serpiente.A nadie le cabe duda, la sociedad capitalista empuja al poeta hacia el fracaso de las voces, al griterío sin espacio, al incesto del eterno acompañante, al hábitat reducido, a la imposibilidad de entrañar; le encarga que sobreviva en un mundo que no lo ha adoptado del todo ni le guarda siquiera un lugar en el silencio, ya de por sí, muy engentado. Nada solicita al poeta, nada lo pide y sin embargo todo lo ocupa, todo lo está llamando. Y es que el poeta ante todo comunica porque antes que nada escucha, lee el cosmos sentado en cada uno de sus poros esperando que el cuerpo sude o lo infinito se re-viente. Identificando las voces de nuestro inconsciente sublevado, las voces es-quizofrénicas que nos neurotizan, esas voces que nos rabian una vez evapo-rados los muros defensivos de lo interno, las voces arbitrarias que rompen la armonía del silencio con el todo que entra permitido por la ausencia, el poeta es capaz de vivir dicho silencio como máximo receptor de los mundos posibles y de las realidades no tan evidentes junto a las aguas de lo sublime y los colores de la nada, “plaf”.En el silencio naufragan las desviaciones económicas y las crónicas dictadu-ras democráticas. Por lo tanto, el silencio purga, protege al poeta de sus in-numerables voces fracasadas, de su múltiple lengua que habita en la histo-ria. La ausencia del silencio lleva a la locura, a la enfermedad de los abismos cotidianos, a la lucha de los espejos con tensión materialista de por medio. Nada hay que no diga el silencio, en el silencio caben los alfabetos, los cartí-lagos numéricos de la ecuación evolucionada, todo entra en el silencio, todo le nace, le supura, le emerge sin urgencia, como volutas de paz. Si existe alguna responsabilidad a priori en la escritura literaria más allá de la vida misma, es la obligación del narrador y del poeta ante el silencio. Más por naturaleza de oficio que por cuestiones neocerebrales y otras cha-manerías, el silencio será para el poeta que se despierta siempre un acto por cumplir, aunque sea entre ciudades de helio y nativos navegantes. El poeta debe dirigirse al silencio, pero no desde ese misticismo trasnochado que ya nadie se cree por estar repleto de voces evidenciadas, sino desde una conciencia plena de latido, total de nuestro cuerpo y de nuestra época, de nuestra tradición literaria y nuestra afectividad sin precedentes, porque es “nuestro sentir”, “señores poetas”, lo que pare la historia.

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Iván Camarena

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Los casos de escritores que llegan al reconocimiento póstumamente son muchos. Uno de los más interesantes es el de Fernando Pessoa (Lisboa, 1888-1935). El poeta, en su afán por desdibujarse, se creó una cantidad im-presionante de heterónimos. El más cercano a su persona y sensibilidad es Bernardo Soares. Descreído, anónimo, lírico y sobre todo, practicador de saudade (esa alegre y ligera tristeza). Es el personaje que utiliza Pessoa para escribir su obra más personal y no menos bella. El inagotable libro de su vida: El libro del desasosiego (1913-1935). Pessoa tuvo una infancia asistida por el amor de su madre y los gritos de la abuela Dionisia, loca de remate. La felicidad de aquel niño enfermizo duró hasta los cinco años. Tras la muerte del padre, la madre contrajo matrimo-nio con un militar que se los llevó a vivir a Sudáfrica. Allí Pessoa ingresaría a la high school para luego matricularse en la Universidad del Cabo de Buena Esperanza, donde esbozaría sus primeros poemas en lengua inglesa. Después de 10 años la familia regresó a Lisboa de vacaciones, pero Pessoa no dejaría la ciudad nunca más. Bajo el techo de la tía Ana Luisa se matriculó en Filosofía. Devorándose a los pensadores en boga: Hegel, Tennyson, Kant, Shelley, Keats, el joven comenzaba a llevar una vida bohemia viéndose con sus amigos tres veces al día en el café A Brasileira, lugar donde hoy en día hay una pequeña estatua en su honor. Pessoa se ganaba la vida como traductor en una oficina comercial, misma donde conoció a Ofelia, joven con la que ensayó una especie de romance es-cribiéndole poemas, cartas y dando paseos bucólicos donde el poeta jamás se atrevió a tocarle un cabello. Tal vez por su tendencia homosexual, que por lo demás, tampoco saldría a la luz, o por su empresa de negarse a sentir en carne viva el tremendo malestar de la vida. “La amo como al ocaso o a la luz de la luna, con el deseo de que ese instante permanezca, pero sin que sea mío en él nada más que la sensación de haberlo vivido.” Con el poeta Sa Carneiro, hijo de aristócratas, Pessoa emprendió aventuras editoriales que terminaron en el fracaso. De vez en vez, Pessoa mandaba po-

Pessoala gloria de no ser nada

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emas y ensayos a revistas que no pasaban del tercer número. Pessoa escribía donde le encontraran sus amigos imaginarios; en los tranquilos parques de Lisboa se le podía ver escribiendo en pequeños papelitos, mismos que después guardaba en el que quizá es el tesoro literario más rico del siglo veinte: un baúl con más de 25 mil papeles escritos por las dos caras donde se ha podido encontrar ensayo literario, sobre artes plásticas, político, co-merciales y por su puesto, su impresionante obra poética, que le ha valido ser considerarlo “El gran poeta de la modernidad.” Para Pessoa ser un genio desconocido resultaba “el más bello de los des-tinos”, “la gloria nocturna de ser grande no siendo nada”. El poeta no se dejaba ver por sus escasos admiradores y mantenía correspondencia con escritores y metafísicos. La ya célebre relación con el mago inglés, Aleister Crowley (1875-1947), evidencia el gran interés que tenía Pessoa por las cien-cias ocultas. Tras la muerte del padrastro, la madre de Pessoa regresaba, entrada en años, a vivir al lado de su hijo. Un tiempo de borracheras y escritura asistidas por los dos bastiones principales en su vida: el amor de la madre y la amistad de su amigo Sa Carneiro.Luego de que muriera la madre y de que su amigo se suicidara en París a los escasos 26 años, Pessoa se dejó morir lentamente. El desasosiego era ya una forma de vida. Siempre elegante, sin hogar propio y en la ruina, en octubre de 1935 sufrió un cólico hepático que lo llevaría al coma. El 30 de noviembre, tras despertar brevemente, el “poeta de la modernidad” dijo sus últimas palabras: “Dadme las gafas”. Su muerte revelaría una de las obras más humanas, existenciales y vanguardistas del siglo pasado. El libro del desasosiego se puede leer como breviarios de una gran intensidad y belleza lírica, y también como la novela más íntima del gran poeta lusitano.

Iván Ballesteros

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Un hombre en busca de sentido es aquel que se empeña en definirse, no sólo frente a otros, sino frente a sí mismo, dado que quiere ser cada vez menos una máscara, ¡su propio rostro! Una proyección del sentido de las creaciones y/o recreaciones artísticas de la vida y obra de algunos de estos licántropos, desarrolladas en el discurso y metadiscurso de todos los tiem-pos (que contienen el arte y la ciencia del momento, el no mal llamado es-píritu de época), se encuentra en dos tipos de poéticas no siempre presentes en un tipo de poeta. Ambas poéticas señalan su posición en su oposición; no sólo como rostros y máscaras, cuando cada una se conforma frente a la otra: su oposición las complementa. La poética del encanto: se encuentra en aquellas expresiones de identidades prestigiadas con innumerables jerarcas (que sólo algunos reyes-poetas y aristócratas del espíritu consiguieron para sí); solo es visible en algunos po-etas de la antigüedad y de la modernidad, entre los que se encuentra Walt Witman (Suffolk, 1819-1892), quien dejó la marginalidad cuando su vida y obra tardía se convirtió en el centro de sí y para los otros. La otra se revela como una La poética del desencanto y se ejemplifica con la vida y obra de Franz Kafka (Praga, 1883-1924).

Aunque la palabra y la luz constituyen los elementos esenciales del reino de algunos escritores comprometidos con la vida, cuyas acciones se desa-rrollan fuera de la escritura, la mayoría de ellos se sitúan en la oscuridad y el silencio de papel, que hacen de este oficio de tinieblas un ámbito propio de las almas melancólicas, de aquellos sustraídos y/o marginados del uso y el abuso del poder. Este fue el reino de Kafka: un espacio y un tiempo dentro de la escritura (dado que, agónico, murió para la vida y vivió para la muerte. Su escritura fue un castillo de naipes donde sus personajes vivieron condenados a la incertidumbre, siempre en la periferia de la justicia y de la ley. De esta manera, ambas poéticas reaparecen con características distintas

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en todo el periodo de modernización de la cultura; la poética encantada o la desencantada por la novedad nos abarcan desde hace varios siglos.La simbolización del hombre mediante su transmutación tiene una larga tradición (el símbolo se reelabora de manera distinta en cada época y mu-chas de ellas coinciden en la concepción de una estética, aunque también de una ética en su arte poético). Ovidio (Sulmona, 43 a. C.-17 d. C.) es de corte patriarcal, es decir apolíneo; Kafka es de corte matriarcal, es decir, de corte dionisiaco. Sin embargo, la diferencia fundamental en el uso de la alegoría en las obra mitográficas de Ovidio y Kafka no se encuentra en el proceso de simbolización (es decir, de transformación) que adquiere el ser humano frente a su vida y su muerte, con la de los otros, siendo reducido a las ca-racterísticas más esenciales. Se trata de una distinción para la identificación de las posiciones que los objetivarán en su vida y frente a las vidas posibles en una sociedad y cultura determinada (la cual es distinta en cada hombre por la práctica de su voluntad, la elección de un destino en cada uno de sus actos; es decir, el sentido de su poética), porque ambos autores muestran el trasunto espiritual del hombre en un proceso de diferenciación basada en el perfeccionamiento o la degradación del hombre, la cual se dirige hacia lo sublime y o hacia lo terrible. Ovidio, en este caso, retrata seres de cualidades extraordinarias: belleza, inteligencia; mientras que Kafka dibuja hombres ordinarios. Aunque ambos autores muestran la tragedia ante la debilidad humana, la definición del individuo se establece en la trascendencia de sus actos, en el nombre que dicta su origen y muchas veces su destino, como fue descrito en la figura de Narciso y Pigmaleón, Joseph K y Gregorio Samsa.

De las fábulas zoomórficas a las antropomórficasA Kafka la emulación de la fábula grecolatina le permite reutilizar los vehí-culos hermenéuticos clásicos. La concepción de unos frente a otros se mues-tra desde la antigüedad en parábolas y fábulas con personajes de distintas especies de animales, a la manera de instrumentos formadores de una iden-tidad, donde la ambigüedad y la ambivalencia no son permitidas y mere-cen ser castigadas. En ellas se expresa la naturaleza positiva, divina, de lo humano: el uso de la razón para discernir lo verdadero, lo bello y lo bueno, en el universo de todo lo antropomorfo; y la naturaleza negativa, mundana, de lo humano: el uso de la sinrazón para sentir todo lo falso, lo feo y lo ma-ligno, en el universo de todo lo zoomorfo. Las visiones reflejadas en estas historias –que provienen de fábulas y bes-tiarios- derivan en definiciones de orden ontológico de otredad y de mis-midad en la tradición griega y latina que hereda la cultura occidental; en la cual se imponen una serie de normas estéticas y éticas que rigen a los grupos sociales y culturales. Las historias de Las metamorfosis (Metamorphoseon 8 a. C.)

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de Ovidio mostrarán esta visión positiva, en la que las cosas y los seres transmutan de forma y contenido (no en la conversión ni transformación sólo del cuerpo, sino también de la mente o el alma). De manera distinta, El Asno de Oro (Siglo 2 d.C.) de Lucio Apuleyo (Madaura 125-180 d. C.) al igual que La metamorfosis (1915) de Kafka y el cuento “Axolotl” de Cortázar (Bruselas, 1914-1984), se mostrará la visión negativa de unos hombres que sufren las consecuencias de sus actos, dado que son castigados a tener una forma menor por su falta de prudencia o de mesura, ante su intenso deseo de emancipación. En este sentido, La metamorfosis de Kafka se muestra distinta a la de Ovidio pero similar a la de Apuleyo: relata el despertar de la conciencia de un hom-bre a otra condición de vida como consecuencia de sus actos; ya que no sólo se trata de la conversión morfológica de un ser mayor a uno inferior (del cambio de la forma corporal de un hombre a la de un asno en Apuleyo, o de un insecto en Kafka), sino de una paulatina metamorfosis de orden psíquico y espiritual, que no dejará de servir de símbolo en una fábula donde se muestran los trasuntos del hombre en la modernidad. Al igual que el “Axo-lotl” de Cortázar y El asno de oro de Apuleyo, Kafka señala una transfor-mación del hombre en quien se identifica según su monótona existencia. Sea un renacuajo en su jaula de cristal o un insecto en claustro familiar; ambas transformaciones simbolizan la caída espiritual de: ser un parásito domesti-cado en un zoológico, sujeto al escrutinio público o privado.

De esta manera, la imitación de los sentidos más característicos de la re-presentación zoomorfa de los otros y de sí mismos, en estos vehículos de ex-presión, mostrará a la transformación ya no como símbolo de una identidad sino como identidad misma, cuando se muestre la semejanza de un cuerpo con el alma que mora dentro, más acá y más allá de su existencia terrena.Ajeno a las paradojas rampantes, Kafka imprime una sensación de opresión en el destino de algunos hombres cuando fabula y confabula sobre la trage-dia de los quienes están desvinculados de los valores y principios más pre-ciados de una sociedad. A diferencia de la victoria del hombre, Pigmaleón con la metamorfosis de Galatea (la estatua de marfil del color de la nieve, transmutada en una mujer de carnes del color de la leche) , el fracaso del padre Samsa con la metamorfosis de su hijo simboliza el fracaso de los des-poseídos, mas no de los privilegiados. Las consecuencias del amor de Pig-maleón por su obra son distintas al desamor del señor y la familia Samsa por Gregorio. De esta manera, el efecto Pigmaleón (utilizado por las ciencias de la conducta) es distinto al novísimo: el efecto Samsa.

Omar Cadena

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BeckettToda biografía transita por los mitos. Es más, la biografía de un escritor suele configurarse desde un mito continuo despojado de la vulgaridad de comer, pagar impuestos o pelearse con el vecino por el estacionamiento. Así que tenemos que partir del mito para acercarnos al pesimismo y al vacío de Samuel Beckett. Y nótese que escribo de Samuel Beckett y no de su obra, porque en este caso, hombre y creación son uno mismo. Es decir, entre los personajes dramáticos del irlandés y él mismo no media línea divisoria. Beckett vivía en un bote de basura y articulaba el lenguaje al igual que sus personajes, desde la conciencia de su inutilidad.A diferencia de Bukowski, para quien la crudeza del realismo es un me-dio práctico para hablar del fracaso, el autor de Fin de partida emprende el camino de la oscuridad, el vacío y la vanidad de los gestos cotidianos desde el lenguaje, al que paulatinamente orilla a su negación.Muchos críticos de Beckett interpretan la preferencia del escritor por el fran-cés (a pesar de que el inglés era su lengua materna), porque el idioma galo le proporcionaba una pobreza expresiva (por haberlo aprendido de adulto) acorde a su obsesión por la síntesis, un jadeo de 35 segundos, por ejemplo.Pero vuelvo al mito. Beckett renuncia a la gloria académica en Dublín y elige deambular por los suburbios de Europa atendiendo trabajos dispares, al filo de la marginalidad. Beckett se deprime cuando le notifican que le han otorgado el premio Nobel.

Otro mito, el de la epifanía en un cuarto de la casa de su madre: la revelación de que hasta entonces ha vivido a la sombra de su mentor, James Joyce, en la senda del conocimiento sumado, y la toma de conciencia de que su camino es restar, simplificar, despojarle al hombre de todo maquillaje hasta dejarlo desnudo o mejor, citando a Sabina, abrazado a una duda y desnudo.De manera obsesiva, Beckett dispara preguntas para las que no tiene res-puestas, más aún, para las que no quiere respuestas, porque de antemano

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niega la existencia de éstas. Es un entusiasta del pesimismo, un adicto al fracaso, un desesperado consumidor de la nada.Pero también es un tramposo, un poco impostor. ¿Por qué no guardar un si-lencio definitivo si nos condena al balbuceo de sus personajes? ¿Por qué una obra tan prolija si en ella el lenguaje es la negación del lenguaje? ¿Por qué no un prolongado grito de dolor donde no medie palabra alguna? Porque la literatura es vocablo y el vocablo, esperanza.Beckett sabe que el nacimiento y la existencia no se tratan más que de una tragedia irremediable, y el sinsentido ésta, una razón para vivir. Pero su pasividad es engañosa. El autor emprende una cruzada desde su obra para encontrarle una justificación en la derrota, en el pesimismo que se convi-erte al final en una coartada. Hay un impulso, un hálito siempre, y el verbo seguir lo conjuga Beckett una y otra vez.Seguir hacia la nada, hacia el vacío, pero seguir al fin, no pegarse un tiro con la esperanza de que a la vuelta de la sintaxis (por más desarticulada que sea), podamos encontrar el silencio que nos justifique. Hay que tener cojones para vivir más de ochenta años proclamando el vacío. En ese sentido Beckett es hermano de Cioran o el propio Sartre: somos una porquería, pero cuán sabrosos el lodo en el que folgamos.

Imanol Caneyada

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Las manos de Beckett en la habitación 604 del Hyde Park Hotel, en Londres, 1980.

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Pienso en Beckett. Hay que admitirlo antes que todo. Soy un fracasado. De-cidí tatuarme la espalda. En esta ocasión no me tatué mujeres desnudas. Ni revólveres asesinos. Nunca fui tan idiota –o tal vez nunca tuve una solvencia económica para hacerlo, lo cual agradezco a Visnú, a Buda y al crudo capi-talismo- como para tatuarme el nombre de alguna novia. Que ahora que lo pienso no estaría nada mal. Porque de ellas no guardo ni el menor recuerdo. Aunque un par de bragas quizá sí. Y si tengo que ser preciso, mucho menos podría decir que tuve una novia. Pero como no tengo que ser preciso en esto mejor regreso al tema. Decía que me he tatuado. Es un texto de Beckett que reza: No matter. Try again. Fail again. Fail better.

Lo he tomado del libro Rumbo a peor (1984) de Samuel Beckett (Dublín, 1906-1989). Su traducción, para aquellos que no fuimos a Disneylandia en la in-fancia y el inglés no es una lengua tan natural sino gutural: Da igual. Trata otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.

Se encuentra en la parte alta de la espalda, casi en el cuello. Sobre el otro texto de El castillo de Kafka. Lo puse en la parte trasera de mi cuerpo porque no podría soportar estar mirando todos los días esa sentencia. Tiene el si-guiente efecto. Cuando me quito mi americana para tomar el sol en la calle –jamás en la repulsiva playa-, afuera de mi departamento, llega alguien y me pregunta qué significa mi frase. Hasta entonces recuerdo que tengo esa leyenda detrás de mí. Cuando tengo intimidad con las mujeres me dicen: “Con la terrible explosión mediática de productos que evitan la impotencia sexual, tu tatuaje me provoca muchísima desconfianza”. Pienso en Beckett, no en mi pene confundido, alerta. “Pienso en Beckett” alcanzo a decirle a los curiosos fuera de mi casa, a mis cientos de mujeres. Ahora mismo, pienso en Beckett.

El peor de los tatuajesanotaciones sobre el fracaso

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Podría pensarse que entre más libros publica un escritor más dócil debe ser su escritura. Más elocuente su discurso. Más lectores contentos con la luci-dez que su autor preferido ha acumulado con los años. El lector de libros cerrados, redondos, aplica la fórmula jackobsoniana: autor+mensaje+lector+recepción=obra literaria. Pero con Beckett pasa lo contrario. Rumbo a peor, del que tomo la frase para recordarme a diario que no estoy diseñado para que me salgan las cosas bien, es un completo desastre de la comunicación humana. Ya desde Esperando a Godot (1952) puede percibirse el fracaso del lenguaje en su obra. Se intuye que la naturaleza humana raya en el absurdo, y que aunque pareciera una obra codificada, su contenido carece de un sig-nificado axiomático. Godot nunca llega. Godot no es nadie. Aunque algunos expertos en carne clasificada han opinado que Godot es el diminutivo de la palabra dios (disculpen la minúscula, mera gramática, no se me tache de ateo a quemarropa). Lo que haría de esta importantísima obra de teatro un tremendo desplegado nihilista recargado hacia el existencialismo cristiano. Qué desagradable.

Samuel Beckett lo sabe desde entonces: la vida y el arte, carecen de signifi-cado. Luego viene una trilogía que dejará sin aliento a los lectores con una experimentación demencial. Molloy (1951), Malone muere (1951) y El innom-brable (1953). En la primera, la desintegración del cuerpo, de la identidad, de la humanidad refleja su poco compromiso con los tópicos de su época. Esto anuncia Estocolmo cuando galardona con el Nobel a este autor: “Por su escritura, que, renovando las formas de la novela y el drama, adquiere su grandeza a partir de la indigencia moral del hombre moderno”. Mientras Beckett lleva su angustia, su desagrado, su apatía por la raza humana a las páginas de sus libros, la Fundación del Premio Nobel termina concediendo un galardón que está dirigido a escritores humanistas. Pero el hombre mo-derno y el anterior, y el posmoderno, y el protomoderno, y el inframoderno, siempre será un indigente. Por eso Beckett es tan actual. Por eso Beckett permite una lectura en todos los tiempos. Sus personajes se parecen tanto al producto amorfo que somos, con una identidad bastante sospechosa, sin estructura real, totalmente solos.

Rumbo a peor es una novela corta escrita en una sintaxis desconocida. Una sintaxis totalmente beckettiana, la más beckettiana, absurda, donde queda escarificado el testamento de muerte –se trata de su último libro, dos años antes de fallecer-: el dolor humano y el asombro que le ocasiona el malestar

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de estar vivo. Nada es claro. Mientras que los demás escritores se volvieron más convincentes más verosímiles, Beckett se volvió más alucinante, incom-prensible. Él mismo se vio incapacitado para traducir este último libro al francés. La editorial Lumen tiene una edición bilingüe muy decente, donde cinco traductores se aventuraron a convertir al español este corto pero ad-mirable texto. Muy recomendable.

La obra de Beckett anuncia lo inevitable: fracasará el lenguaje. Porque el planeta, aunque parezca drástico, está forjado en el lenguaje. Habría que anotar teorías lingüísticas y nombres como los de Sapir y Whorf, pero el espacio es reducido y las ganas son menores. El panorama que se nos pre-senta en el mundo moderno es devastador. Sería estúpido obviar los miles de crímenes cometidos contra el hombre a diario. Porque existe un lenguaje alterno, un discurso tan acabado, tan obsceno, muy alejado de la derruida realidad: que hemos echado abajo el proyecto humano. Pero encima del te-gumento, hay un mundo construido con palabras, una realidad artificial que se alimenta de los medios masivos. El éxito no significa pervivir. El éxito en esa espesa capa de hidrógeno que nos contiene y que originó el sistema significa poder, autos, comestibles, ropa de marca, cuentas de ban-co, noche de viernes, amistades nepotistas, apellidos, monopolios, priva-tización, etcétera. No es un enfisema de clases. La gente más marginada busca este éxito. Los artistas, los escritores mismos buscan ser reconocidos y ganar pasta para comprar un automóvil, tener un departamento, un re-conocimiento ambiguo. No es un mal ajeno. Todos buscan estar bien y estas fórmulas de consumo son sencillas. Pero está lo otro. Lo que se intuye. Que la calidez humana es un mamotreto dramático que raya en la hipocresía. Porque mientras nos aplaudimos los logros, los avances tecnológicos, los premios importantes, los aumentos de sueldo, los ascensos, hay otros que se arrastran, que reptan de hambre como los personajes de Beckett.

Pienso en Beckett. Me tatúo la espalda por eso. Para recordarme por qué soy así, por qué estoy aquí: porque no me trago el discurso que ha vencido la fe humana. No me trago el éxito ni con aguardiente. Escribo desde el fracaso. Junto a los caídos. Los que nunca vamos a ganar nada. Los que tenemos un rumbo mucho peor.

Franco Félix

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1. Uno, digamos, lo deja todo.Uno abandona mujer, gatos, perro y apacible vida suburbana, se va de la casa en la que pretende vivir en paz, feliz y asalariado.Atrás quedan el país y sus estertores de cambio, uno le da la espalda al te-rruño y, guiado por una sentencia del I Ching, cruza las grandes aguas, la mar océano que, sabia, separa uno y otro continente, lo viejo de lo nuevo.Uno hace una sola maleta, mete su vida allí y se va con un par de docenas de libros elegidos, un cuaderno, una pluma.No hace falta más, piensa uno, y traspone, súbito, el umbral de su vida pasada.

2. Hoy, ocho años después, uno abre un libro al azar, da con la página 323, lee y ahora transcribe:

El hombre que se sienta a la seis de la tarde ante la máquina de escribir, en esta casa, no es sino el saldo, el excremento del que, a las diez de la mañana, estuvo en la oficina. Fresco, despejado, todos los días entrego para poder vivir las siete mejores horas de mi vida. Durante ese tiempo uso y abuso de mi inteligencia, pulverizo mi resistencia física, me fumo el paquete de cigarrillos que luego en casa me hace tanta falta y que ya no podré consumir ni soportar. De este modo el que trabaja aquí es un hombre marginal, una subpersona mía, una sombra agotada, casi un pordiosero de las letras, que se afana, puja, se echa un par de tragos para recobrar un poco de fuerza o de entusiasmo y a la hora de penurias solo aspira a comer y dormir. ¿Qué pue-do dar de mí? Más aún cuando llego con un lenguaje romo, con un vocabu-lario decapitado, automatizado por la chatura y la banalidad, casi incapaz de combinar palabras puesto que en la Agencia toda combinación de este tipo es un error profesional. Esto me hace pensar que los círculos viciosos

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me persiguen o que tengo una tendencia a caer en su remolino. Para salir de la Agencia tendría que escribir una buena obra pero para escribir una buena obra tendría que salir de la Agencia. En dos o tres ocasiones he roto el cír-culo mediante un viaje, una escapada, una renuncia. Pero ya tengo 37 años.

Las palabras fueron escritas en París, en septiembre de 1966, por un hombre que, a su pesar y sin saberlo, dejó tras de si una gran obra, más que una buena obra: La tentación del fracaso, título que le fue otorgado a sus diarios, publicados por Seix Barral en 2003. Su nombre es Julio Ramón Ribeyro, nació en Lima, el 31 de agosto de 1929, y murió en esa misma ciudad el 4 de diciembre de 1994. Lo mismo que Kafka y muchos otros escritores, fue ofi-cinista, parte de una Agencia que, a final de cuentas, no le impidió escribir una obra que cabe bien en una maleta.

3. Uno acaba de cumplir 38 años.Escribe estas líneas, uno, dentro de un cubículo, una oficina que no le roba tantas horas del día como las que la Agencia le quitaba a Ribeyro.Uno piensa en el éxito y en su fugacidad.Y concluye, uno, que no queda de otra más que abrazar el fracaso, perma-nente y nuestro sino.

Uno deja de pensar y abre otro libro al azar. Página 513, dos entradas:

29 de agosto de 1914. Fracasado el final de un capítulo, y otro capítulo que comencé bien casi, o mejor dicho, seguro de que no podré continuarlo igual de bien, mientras que aquella noche sí que lo habría logrado sin ninguna duda. Pero no tengo derecho a abandonarme, estoy completamente solo.

30. Frío y vacío. Siento demasiado los límites de mi capacidad, que cuando no estoy completamente alterado son sin la menor duda restringidos. E incluso estando alterado creo estar constreñido dentro de esos estrechos límites, que entonces, desde luego, no siento, pues me dejo llevar. No obstante, den-tro de esos límites hay espacio para la vida y por eso los aprovecharé sin duda hasta la abyección.

Son palabras de Franz Kafka, tomadas de los legajos que acompañan a sus diarios en la versión definitiva publicada por Galaxia Gutenberg en 2000.No es difícil tender un puente entre sendos diarios, piensa uno.La quintaesencia de un escritor es siempre la misma: el fracaso como der-rotero último, a pesar de las inevitables iluminaciones, las breves epifanías que lo dotan todo de sentido, aunque no lo tenga.

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4. Uno lee.De pronto, casi al final del libro que se ha pegado casi literalmente a sus manos, uno descubre las siguientes palabras:

Siempre he pensado que en este mundo hay dos clases de personas: los que, impotentes ante el peso del mal que el mundo contiene, se niegan a actuar porque no le ven el sentido, y los que eligen sus batallas y las libran hasta el final, porque comprenden que no hacer nada es infinitamente peor que hacer algo y fracasar.

Uno suscribe las palabras de Charlie Bird Parker, el investigador privado con nombre de jazzista creado por John Connolly, cuya última entrega, The Unquiet (publicada en español por Tusquets bajo el título de Los atormenta-dos, 2008), le parece un libro negro y notable.

5. Uno sopesa las citas encontradas, las coincidencias entre los escritores, Kafka y Ribeyro, y el personaje, Bird.Uno piensa en la vida de Ribeyro, su existencia contenida por una maleta, los millares de cigarrillos que se fumó hasta la muerte, cuando apenas se comenzaba a reconocerlo como un escritor de valía, más importante que cualquiera de sus contemporáneos del Boom, entre ellos su paisano Mario Vargas Llosa.

Uno piensa en Kafka, en la leyenda –Quema mi obra, Max–, en su encierro burocrático, sus amores fallidos, el escaso reconocimiento en vida, su trans-formación en clásico cruzado el umbral de la muerte.¿Qué pinta Bird en todo esto, piensa uno?Nada, se dice uno, es la lectura que se cruzó en su camino cuando escribía estas líneas.Y todo, concluye uno.

6. Uno escucha El arte de la fuga, de Bach, a manos del pianista francés Pierre-Laurent Aimard, grabación reciente (Deutsche Gramophon, 2008), y, entre contrapuntos, ignora cómo concluir este texto, abismado.

7. Uno fracasa.

8. Así el fracaso, así las cosas.

David Miklos

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La tarde del 26 de Marzo de 1969, Herbert Montgomery, 42 años de edad, empleado del Departamento de Policía de Biloxi, Mississippi, abandonaba el viejo edificio ubicado sobre la avenida Porter y señalado con el número 170 en el que se localizaba la estación local de vigilancia. Para una comu-nidad como Biloxi, que entonces contaba solamente con menos de 50 mil habitantes y apenas unas 18 mil unidades habitacionales repartidas en esa área del delta, el día había transcurrido sin demasiados sobresaltos. En los archivos públicos del departamento de policía que se corresponden con la fecha arriba señalada, se consignan solamente siete sucesos de relativa im-portancia: dos casos graves de violencia doméstica que requirieron la hos-pitalización de uno de los cónyuges, un robo a mano armada en una joyería y uno más perpetrado en una estación de combustible, dos intentos falli-dos de violación y, finalmente, el hallazgo de un cadáver en el interior de un viejo automóvil Chevrolet Chevelle de color blanco, a las orillas de un camino vecinal que conducía a los pantanos.

Famosa por sus clubes de Blues, la comida cajun de New Orleans, la arqui-tectura francesa de casas y edificios públicos, los artículos de piel de coco-drilo, las playas del golfo, y la constante propensión a sufrir inundaciones, Biloxi, Mississippi, nunca destacó propiamente en el escenario nacional es-tadounidense debido al número de suicidios cometidos anualmente. Ha-ciendo justicia a la historia de la ciudad, y más específicamente a los datos estadísticos correspondientes al censo estadounidense de 1970, habría que decir que eventos como esos eran entonces rarezas ocasionales. Y es que, pese a todo, incluso a los índices de criminalidad y de violencia que se han incrementado en un 400 por ciento durante la última década, la gente de esta pequeña población del Mississippi se cataloga a sí misma como uno de los grupos urbanos más felices que pueblan el territorio americano.

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Escribió Jonathan Swift: “Cuando en el mundo aparece un ver-dadero genio puede reconocérsele por este signo: todos los necios se conjuran contra él”. John Kennedy Toole es autor de sólo dos novelas. Su prematuro suicidio impulsado por el rechazo de los editores reafirmó al autor de la novela norteamericana contem-poránea por excelencia. Omar Bravo narra la historia del fracaso.

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Por esa razón, precisamente, Her-bert Montgomery, padre de dos ni-ñas y entonces esperando la llegada de un tercero, no se sorprendió de-masiado cuando Bryan O’Hagan y Shawn Majano, oficiales estatales de la división de homicidios del estado de Mississippi, revelaron la identidad del desconocido de 32 años a partir de los documentos en-contrados en el interior del vehícu-lo. Entre estos se hallaban una licen-cia de conducir, una identificación escolar del Hunter College, un ca-tálogo de armas cortas de grueso calibre, un recibo de pago en una tienda de artículos de jardinería, y una agenda telefónica de bolsillo con el logo de la Universidad de

Columbia estampado en cada una de sus páginas. Sobre el tablero del coche había también un sobre amarillento con un nombre femenino rotulado muy cuidadosamente. Antes de ordenar el levantamiento del cadáver, Majano y O´Hagan permi-tieron al fotógrafo del Biloxi Sun Herald, uno de los pocos periódicos locales que en ese entonces se editaba en la región, que realizara algunas tomas. Esa misma tarde, antes de regresar a casa tras terminar las labores de su turno, Herbert Montgomery marcó la clave 504 de la ciudad de New Orleans en el viejo teléfono de disco de la estación de policía. No tuvo que esperar demasiado para que, en el otro extremo de la línea, a más de 120 kilómetros de distancia, una voz femenina le contestara.

Después de dos largos meses de no tener noticia alguna sobre el paradero de su hijo, Thelma Agnes Ducoign Toole, exmaestra de piano, septuage-naria oriunda de New Orleans, esposa de John Dewey Toole Jr. (mecánico retirado y exvendedor de automóviles afectado de demencia senil), supo que la causa de la muerte de su único hijo había sido envenenamiento auto-inducido por monóxido de carbono. Entre las fotografías que todavía se conservan de la escena destaca una en la que se puede observar una brillante manguera de jardín conectada a la bocaza plateada del escape del Chevrolet Chevelle. En otra de las imágenes, tomada desde el ángulo contrario Ken Toole, como era conocido entre ami-gos y familiares, parece dormir placidamente en el asiento del conductor:

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los ojos entornados, la boca ligeramente abierta, la cabeza inclinada un poco a la derecha, laxos los brazos a ambos costados de las amplias caderas, el nudo impecable de la corbata azul. En el background de la fotografía, como introduciéndose furtivamente por la ventana trasera del automóvil blanco, e irguiéndose luego como una serpiente a punto de lanzar la dentellada, se dibuja el otro extremo de la manguera de jardín que Toole utilizó para quitarse la vida.Ese es, de alguna forma, el principio de la historia que consigna el éxito pós-tumo de Toole. Once años después, en 1981, y al igual que hicieran Hemin-way, Faulkner , Eudora Welty y más recientemente autores como Corman McCarthy y Philiph Roth, John Kennedy Toole obtendría el premio Pulitzer por la publicación de su novela La Conjura de los Necios, una fresca e irreve-rente sátira de la cultura norteamericana que ha vendido a la fecha más de un millón y medio de copias y ha sido traducida a cerca de 20 idiomas.

Toole inició la escritura de su novela durante sus primeros años de servicio militar en el Centro de Entrenamiento Militar de Fort Buchanan de Puerto Rico, al que fue enviado en 1961 como maestro de inglés para las tropas his-

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Walker Percy, 1978. Quien recibió de manos de Thelma Ducoing el manuscrito de La conjura de los necios fue el primero en publicar la obra del escritor rechazado incontables veces.

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panoparlantes durante la guerra de Vietnam, y fue terminada algunos años después durante sus estadías esporádicas en Nueva York y Lousiana. La comedia de Toole, de alguna forma épica, pero siempre absurda y de-lirante, retrata los avatares de uno de los personajes más quijotescos que ha producido la literatura norteamericana en los últimos tiempos y, junto con Un tranvía llamado deseo, El despertar, y El hombre que miraba películas (de Tenesse Williams, Kate Chopin y Walker Percy respectivamente), es considerada uno de los cuatro libros quintaesenciales de la literatura esta-dounidense cuya atmósfera se ubica en Nuevo Orleans.

Descrita a muy grandes rasgos, y plenamente conciente del pecado que ello implica, la anécdota de La conjura… se construye a partir del conflicto de poder que subyace entre dos visiones de mundo claramente contrapuestas: aquella que privilegia la supervivencia del complicado aparato ideológico norteamericano (representada en cierta forma por su madre), y la propia de Ignatius J. Reilly, que es finalmente un medievalista desfasado y naif, un crítico per se con evidentes problemas de integración que ejercita su derecho a la crítica tozuda y constante acerca de las distintas manifestaciones de la cultura moderna americana, desde los horrores que implica el pertenecer a la pujante clase media, las marcadas distinciones raciales presentes en el Nuevo Orleans de la época, las tendencias imperantes en la comunicación de medios, la multiétnica gastronomía americana, la presencia cada vez más evidente de las minorías sexuales ganando terreno en las esferas públicas, el modelo educativo nacional o la política exterior y de defensa.

Nada se escapa de la mirada aterrorizada e incrédula de Ignatius J. Reilly para quien, en un mundo de caos elemental y apocalíptico desorden, no existe mejor bálsamo que la aplicación de los principios de geometría y teo-logía expresados por Boethius en sus Consolaciones de la filosofía (524 NE) y que, de alguna manera, se corresponden con el universo conceptual adopta-do por el escritor cristiano durante sus traducciones del griego al latín de las obras de Platón y Aristóteles. Las siguientes, elegidas por que sí, correspon-den a un par de razonamientos expresados por Ignatius en los que cifra su futuro éxito editorial:

Sobre el estado del arte en Norteamérica:“Cualquier conexión entre el arte y la naturaleza americanas es una comple-ta coincidencia; y esto se debe únicamente a que la nación completa no tiene ningún contacto con la realidad” (119, Grove Press)

Sobre la aberración que le reporta la clase media:“Personalmente, yo me indignaría completamente si sospechara que alguno intenta ayudarme a arribar a la clase media… Si un blanco de clase me-

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dia fuera lo suficientemente suicida como para sentarse a un lado mío, me imagino que lo golpearía sonoramente en la cabeza y en los hombros con mi gran manota, y al mismo tiempo, desafiante, utilizando la mano libre, arrojaría un cóctel molotov hacia un camión de pasajeros atiborrado con blancos clasemedieros” (122, Grove Press)

Sobre sus consideraciones acerca de la infiltración de sodomitas en los ejér-citos mundiales como una vía posible para la paz mundial:“Ninguno de los pederastas en el poder, por supuesto, sería lo suficiente-mente práctico para conocer de artefactos de guerra como las bombas; las ar-mas nucleares terminarían pudriéndose en sus almacenes… cualquier clase de conflictos internacionales serían fácilmente resueltos en el baño de cabal-leros de las redecoradas Naciones Unidas. Ballets, musicales de Brodway y espectáculos de semejante naturaleza florecerían en todos lados y muy pro-bablemente harían más feliz al ciudadano común que los hostiles, descolori-dos y fascistas pronunciamientos de los líderes actuales” (269, Grove Press) Estos son sólo algunos tímidos ejemplos de los alcances filosóficos de Igna-tius J. Reilly con los que pretende, al igual que su creador, alcanzar la cima del éxito editorial. Sin embargo, inmerso como se encuentra en un estado de paranoia y sobre excitación constantes (debido en parte a la negación de sus pulsiones sexuales: basta recordar las descripciones de las fantasías eróticas de Ignatius durante sus muy breves pero constantes sesiones mas-turbatorias, en las que su oscuro objeto del deseo es representado por Roxy, el perro muerto) y a la relación enfermiza de completa dependencia que mantiene con su madre, Reilly emprenderá un viaje tortuoso en el que sus fallidos intentos de asimilación al estado de cosas imperante, lo llevarán a un punto muy cercano a la locura.

“Todas las madres están llenas de mierda”Todavía hay quien se empeña en sostener que estas palabras, puestas por el autor en labios de uno de sus extraños personajes llamado Lana Lee (debu-tante amateur de la industria porno, estafadora y tratante de blancas, entre otras delicias), son un franco golpe bajo dirigido al régimen matriarcal tota-litario impuesto por Thelma Ducoign en el hogar de los Toole. Las múltiples correspondencias que críticos y biógrafos se han empeñado en identificar entre la obra de Toole y su vida personal han alimentado, desde el suicidio del autor, el surgimiento del mito Tooliano y más precisamente la leyenda negra acerca de las agitadas relaciones familiares presentes en el hogar de los Toole durante los años previos a su suicidio.

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Se dice, por ejemplo, que la madre de Toole, quien nunca confió verdadera-mente en el talento de su hijo como escritor, intentó a través de todo los me-dios disponibles reorientar el futuro profesional del hijo, empujándolo ha-cia derroteros absolutamente más rentables que la escritura de novelas que nadie leería. Aunque Thelma Ducoign siempre negó esos rumores hasta el día de su muerte, en una de las muy pocas cartas que Ken escribió mientras aún se encontraba en Puerto Rico, enfatiza su postura acerca de su futuro profesional. En las últimas líneas, alentado por las altas expectativas que depositaba en la novela, John Kennedy Toole dice a su madre: “Debes tener un punto muy claro. Yo no voy a ir a una escuela de leyes ni de ninguna otra cosa en estos momentos”.

La aparente falta de confianza de la madre en las capacidades literarias del hijo, que ella se empeñó en negar hasta el día de su propia muerte, se corres-ponde de alguna manera con uno de los episodios de la conjura que ahora me permito transcribir. En la escena se describe una conversación telefónica sostenida entre Irene Reilly y Santa Bataglia en la que la primera se queja del suplicio que implica tener un hijo como Ignatius:

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Las salchichas Lucky Dogs son las más famosas en Nueva Orleans. Toole se basó en ellas para in-ventar las Salchichas Paraíso que vendió Ignatius Reilly en esta magnífica novela norteamericana.

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“-Voy a tener que hacer algo, voy a tener que llamar a las autoridades para que vengan y se lleven a ese chico- Msr. Reilly sollozó. Luego hizo una pausa para tomar un gran trago de Early Times. -Quizá ellos puedan ponerlo en una casa de detención o algo como eso”-Pero que no tiene treinta años?-Mi corazón está roto-Pero que no está Ignacio escribiendo alguna cosa--Una estupidez que nunca nadie va a tener ganas de leer- (202, Grove Press)”

Sumado a esto, el régimen castrante, la estricta vigilancia sobre sus amista-des, principalmente las femeninas, y en general la omnipresencia de Thelma en todos los aspectos de la vida de Toole contribuyeron al empeoramiento paulatino de su salud mental. El miedo al fracaso y a la perpetuación de una vida adulta en los límites impuestos por el control materno debilitaron a tal grado el estado de Ken que pocos meses antes de su muerte uno de sus pocos amigos le sugirió que buscara ayuda siquiátrica profesional. Pero el consejo llegó, al parecer, demasiado tarde.

Pese a todo, la publicación de la obra de Toole y el abrumador éxito de la misma, se debe a su santa madre. Nunca sabremos cuáles fueron las últi-mas palabras que el autor escribió en la carta suicida encontrada junto a su cuerpo. Thelma destruyó el documento y se negó completamente a dar los pormenores del asunto incluso a los familiares más cercanos. Pero fue la conmoción de ese último reclamo, no obstante, el que finalmente impulsó a Thelma Toole a tocar innumerables puertas en casas editoriales por cerca de siete años hasta que la obra de su hijo, después de haber sido rechazada múltiples veces con los argumentos más dispares, fue por fin publicada en una editorial americana. Irónicamente, en La conjura de los necios Ignatius rescata todos sus manu-scritos antes de huir de su casa ayudado por su Némesis femenina Myrna Mynkoff, sólo momentos antes de que los empleados del hospital siquiátri-co se hicieran cargo de él. Apunto de abandonar el sitio Myrna pregunta:

“-No hay nada que quieras empacar?-Oh, claro. Están todas mis notas y apuntes. No debemos dejar que caigan en manos de mi madre. Ella podría hacer una fortuna. Sería demasiado irónico-“

En la vida real, sin embargo, Thelma Toole consiguió que los parientes cer-canos renunciaran a las regalías de la obra, amasó una fortuna a los pocos

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años del lanzamiento del libro y se convirtió en la estrella principal de un drama iniciado por su hijo al que rápidamente fueron enfocados los reflec-tores literarios. Fue de esa forma que Thelma Toole asistió a cocteles, firmas de libros, premiaciones, lecturas y ofreció tertulias y pequeños conciertos musicales en casa para un nutrido círculo de críticos literarios que súbita-mente se interesaban en la novela. El éxito, de alguna forma, había llegado. La muerte del autor garantizó la inmortalidad de la obra.

Thelma Toole murió a los 84 años en casa de su hermano por causas natu-rales. Antes de morir pronunció públicamente que su hijo era un genio.

De la necesidad de las tragedias“Es una verdadera lástima -dice Walker Percy en el prólogo que ha acom-pañado cada una de las ediciones del texto desde su primera aparición- que John Kennedy Toole no esté vivo y bien y escribiendo”. No hubieran sido las cosas como fueron, pienso yo, y quizá nunca hubiése-mos tenido un libro semejante entre las manos.

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Omar Bravo

Thelma Ducoing, la madre de Toole. De carácter conservador, acusaba a su hijo de no buscar un empleo prolífico. Luego de ser publicado, hizo una fortuna con sus dos libros. Inmensas regalías.

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El botón de rigaut

Cumplimos nueve años de vivir juntos. Me trajo, igual que el año pasado, un emparedado de jamón ibérico y una ensalada de frutas, para librarme de pre-parar la cena. Estrenamos las copas francesas que me regaló hace un año, en esta misma fecha, cuando el emparedado era de queso gruyere y ¡claro! Jamón ibérico. Descorchó un vino rosado made in USA. ¿Quién dijo a los es-tadounidenses que sabían hacer vino? Deberían expedirse licencias y desde luego, negársela a toda la unión engreída y americana. Eugenio se olvidó de mis odios. Se olvidó que hace tres meses dije que sólo bebería whiskey porque engorda menos.

—¿Quieres beber algo más?—Otro whiskey—Es vino—Ah… entonces quiero un vaso de agua, cariño

No sólo no trajo mi bebida, sino que lejos de tener una conversación sobre nuestros años juntos, intentó explicar la razón por la que hace meses no tene-mos sexo. Dijo, mientras mordisqueaba un trozo de lechuga con aderezo, que éste era el mejor momento para ocuparse de trabajar, porque somos jóvenes, porque es ahora, y sólo ahora, que podemos correr riesgos en el trabajo. Tam-bién es el mejor momento para tener sexo, pensé. Luego seremos un costal de pellejos, que como muy afortunados nos habremos vuelto hiposexuales. Le di la razón, dije que a mi el estrés del trabajo me dejaba con poco apetito sexual. Le dije, casi, que la culpa era mía. Sonrió satisfecho y se fue a encender su com-putadora, a seguir revisando el ensayo que ha estado escribiendo por meses y con quién ha pasado más noches que conmigo.

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No sé si estaba enojada, pero de pronto pensé que la celebración de nuestro aniversario debía ser completa, y no necesitaba a Eugenio para eso. Mandé un mensaje telefónico a una de mis amigas y le pedí que me llamara. Cuando lo hizo, fingí que era completamente necesario ir a buscarla, que estaba muy mal. Le dije a Eugenio que pasaría la noche con ella porque su esposo se había ido de casa y tenía una crisis nerviosa. Eso realmente había pasado, pero hacía un mes. Paulina y yo habíamos dedicado ya una noche a emborracharnos hablan-do de su pérdida. Así que usé ese pretexto para salir, y llegué sin avisar a casa de Julien.

—¿Qué tomas, linda?—¿Me lo preguntas?—Whiskey, claro

Vaya. Al menos él, que me conoce hace menos tiempo que Eugenio, recuerda lo que quiero beber. Y sabe que sólo tres vasitos de whiskey, después, los besos serán más intensos.

Un rato más tarde ya estaba nuestra ropa en el suelo. ¿Tienes qué volver a casa? No, le dije. Sonrió. Se tomó su tiempo para hacerme sexo oral, para divertirse con mi cuerpo, y yo para dejarme hacer. A él le gusta hacer. Yo soy una perezosa incluso para cambiar de posición. Si quiere hacérmelo, tendrá qué ser de mi-sionero. Esta pancita no es gratuita y me gusta. Yo termino antes de que se le acabe la energía a su lengua. Sin que termine de contraerme por el orgasmo, Julien se pone encima de mí. Es la gloria. Feliz aniversario. Todo bien. Yo, satis-fecha. Julien dormido junto a mí. Trata de subir su pie encima de mi pierna y yo en ese momento, y únicamente en ese momento, siento que soy una traidora. No puedo permitir que suba su pie en mi pierna y lo deslice en una larga caricia que siempre detengo. Eso le pertenece a Eugenio. No es negociable. Cuando es-cucho el segundo ronquido, me deslizo lentamente fuera de la cama. Me pongo la ropa y salgo de ahí. Llego a casa y Eugenio ya se ha dormido. Tomo una du-cha silenciosa, sin mojarme el pelo, y me meto en la cama. Eugenio reacciona de inmediato. Sube su pie en mi pierna y la acaricia con el empeine. That’s it. That’s ok.

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Es un hecho. Este próximo mes de noviembre se repetirá el ya recono-cido Encuentro de Escritores “Bajo el asedio de los signos” en Cajeme, Sonora. Año con año se presenta este evento que reúne a los escritores, poetas, narradores, dramaturgos, del estado de Sonora para celebrar la palabra y los subterfugios irreales de la ficción –aunque hay que decirlo, suele haber autobiografías en las mesas de lectura-. De la misma mane-ra, la invitación se extiende a escritores de reconocido prestigio en el país para que visiten la localidad y brinden con los autores del noroeste de México en esta ciudad de Obregón. La fiesta literaria se llevará a cabo del 20 al 22 de noviembre. La organización siempre está bien bien plan-tada por parte de los anfitriones quienes demuestran sus dotes de hospi-talidad a tantos participantes que procuran no perderse este magnífico acontecimiento literario. Por cierto, hay que dar la noticia.

Las buenas nuevas: “Bajo el asedio de los signos” se consolida como Asociación Civil con Juan Manz como presidente, Mara Romero funge como la coordinadora, Silvia Rousseau es la tesorera, Trinidada Ruiz ostenta el cargo de Comisaria y Vilma Perez el de secretaria.

Por supuesto, seguro que en esta sexta edición será posible ver a los escritores que nunca faltan: Fidelia Caballero, Raúl Acevedo Savín, Cris-tina Rascón, Cristina Murrieta, Francisco Luna, Arturo Valencia, Elya Casillas, Cristina Murrieta, Francisco González, Esteban Domínguez, Laura Delia Quintero, Miguel Ángel Avilés, Ignacio Mondaca, Miguel Maríquez, Juan Diego González, entre muchísimos otros.

PUBLIRREPORTAJE

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Resulta una oportunidad importante para que los escritores de las dis-tintas generaciones participen en las mesas de lectura, para que inter-cambien sus materiales y por sobre todo para que se conozcan. Algo importante que hay que reconocerle a este encuentro de escritores: sus lecturas, por tener la característica de ser incluyentes, generan un diá-logo entre los autores de trayectoria y los novísimos.

Cabe aclararlo: el evento no es estrictamente para escritores, sino para el público en general, que asisten a escuchar las distintas propuestas narra-tivas y poéticas de quienes están escribiendo en su localidad. Asimismo, es posible encontrar en el programa talleres de lectura y escritura im-partidos por los mismos escritores que participan en este sexto Encuen-tro de Escritores “Bajo el asedio de los signos”. Al final, lo importante es el contacto que se logra entre un autor y sus lectores. Bravo por eso.

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Descubre el maravilloso mundo que el turismo cultural te puede ofrecer. En PROTUR emprendemos la aventura de la Cuaresma Yaqui. Trazamos la Ruta Yaqui, un recorrido por las principales festividades realizadas durante estos cuarenta días de fiestas y rituales de valor religioso y espiritual. El pueblo Yaqui está presente en varios puntos de Sonora, desde Vícam, pasando por Pótam, Huíviris, Tórim, Cócorit, Loma de Bácum, Rahúm, y hasta Belém. Pueblo gue-rrero, combativo, su historia está escrita con sangre y hazañas. En sus ritos se puede percibir cómo se funden la fuerza y la belleza de su cultura, sus danzas, su música, su identidad. Acompáñanos en este viaje que te abrirá otra perspec-tiva de la cultura que existe en el estado de Sonora.

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