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Cuando el fin no encuentra su final Permiso para morir Esther Cross Diego Muzzio Ángela Pradelli Ana Cerri Sergio Olguín Ricardo Coler Alejandra Laurencich Mateo Niro Virginia Cosin Patricia Kolesnicov Sonia Budassi Ariel Magnus Daniel Flichtentrei

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Cuando el finno encuentra su final

Permisopara

morir

Esther Cross Diego Muzzio Ángela Pradelli Ana Cerri

Sergio Olguín Ricardo Coler Alejandra Laurencich

Mateo Niro Virginia Cosin Patricia Kolesnicov

Sonia Budassi Ariel Magnus Daniel Flichtentrei

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Permiso para morir

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Permiso para morirCuando el fin no encuentra su final

Esther Cross

Diego Muzzio

Ángela Pradelli

Ana Cerri

Sergio Olguín

Ricardo Coler

Alejandra Laurencich

Mateo Niro

Virginia Cosin

Patricia Kolesnicov

Sonia Budassi

Ariel Magnus

Daniel Flichtentrei

Prólogo: Francisco e Ignacio Maglio

Palabras preliminares: Dinah Magnante

Idea: Ángel Omar Scapin, Daniel Flichtentrei, Ricardo Mastandueno

Selección y edición: Juan Nadalini

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Flichtentrei, DanielPermiso para morir : cuando el fin no encuentra su final / Daniel Flichtentrei y Ricardo Mastandueño. - 1a ed. - Olivos : Marketing & Research, 2014. E-Book.

ISBN 978-987-28001-6-1

1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Mastandueño, Ricardo II. TítuloCDD A863

Fecha de catalogación: 10/01/2014

© 2013, Marketing & Research S.A.

Imagen utilizada en tapa: ©iStockphoto.com/intramednet

Marketing & Research S.A.Fray Justo Sarmiento 2350, Olivos, Pcia. de Buenos Aires,[email protected]

Diseño: Darío García Pereyra

Hecho el depósito que indica la ley 11.723Impreso en ArgentinaPrimera edición: noviembre de 2013

Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra.

Reservados todos los derechos.

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“No hay muchos médicos que sepan diagnosticar bien; ello no se debe a que carezcan de conocimientos, sino a que son incapaces de comprender todos los datos

posiblemente relevantes, no sólo los físicos, sino también los emocionales, históricos y medioambientales. Buscan una afección concreta en lugar de buscar la verdad sobre

el hombre, lo que podría sugerirles varias”

John Berger, Un hombre afortunado

“¿Qué hace uno cuando sabe que los moribundos preferirían morir en casa que en el hospital, pero sabe también que en casa van a morirse antes? aunque

quizá sea eso lo que quieran. Quizá no sea del todo superfluo decir que el cuidado de los órganos de las personas se antepone a veces al cuidado de las personas

mismas”

Norbert Elias, La soledad de los moribundos

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PRÓLOGO

En esta bienvenida publicación se presentan dramáticas historias reales en los finales de la vida, relatadas por prestigiosos escritores; allí se desandan sinuosos caminos que padecen pacientes, familias y equipos de salud.

Los puntos de contacto entre los distintos relatos se resumen en la negación maníaca de la muerte, en la apropiación medicalizada y judicializada del morir y en la desconsideración del sentido de dignidad que cada persona otorga según sus deseos y proyectos personales.

El ocultamiento del morir y de la muerte es el dato saliente de estos tiempos; para el paradigma médico vigente, la muerte es la exposición al fracaso, de ahí la necesidad de su enmascaramiento documentado en distintos eufemismos (óbito), y en la transferencia de responsabilidad por su inevitable suceso al paciente que “no responde a maniobras de resucitación”, o a la propia entidad fisiopatológica por la “evolución natural de la enfermedad”.

Una educación médica “triunfalista” nos hace pensar que la muerte es nuestro fracaso, pero cuando hicimos todo bien la muerte no es un fracaso, es un devenir de la vida. Advertía Paracelso que la gran virtud en medicina es la “modestia”: saber cuándo la naturaleza dice basta y respetar ese basta; no hacerlo lleva al tristemente célebre “encarnizamiento terapéutico”, que de terapéutico no tiene nada y sí mucho de encarnizamiento.

En situaciones de “futilidad”, el retiro de las medidas de sostén vital no es eutanasia, no es matar, no es dejar morir, es permitir morir la propia muerte. En su agonía, Rilke echó a los médicos que lo rodeaban y que le administraban medicamentos, diciéndoles: “¡Váyanse, quiero morir de mi propia muerte y no de la muerte de los médicos!”.

Sabiamente escribió Pablo Neruda: “No me cierren los ojos después de muerto, quiero tenerlos abiertos para ver mi propia muerte”.

Los símbolos comunitarios actuales que rodean los rituales de la muerte alimentan el ocultamiento: muertes hospitalizadas,

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desplazamiento del velatorio hogareño hacia sitios funerarios neutros y veloces, maquillajes cadavéricos, entre otros tantos.

Los descarnados relatos de este libro evidencian, además, no sólo la necesidad de ocultar, sino de prolongar agonías de modo penoso y gravoso; el encarnizamiento pseudoterapéutico queda al desnudo, desbaratando los deseos, creencias y expectativas de las familias de la “persona por morir”.

La insensatez reflejada no es patrimonio único de esa forma de ejercer la medicina: se retroalimenta con la intervención judicial de los derechos en los finales de la vida. Pedir permiso a un juez para morir en paz y con dignidad es un desatino jurídico y moral, sólo explicable, pero no justificable, por los síntomas paralizantes del terror al reproche judicial.

En nuestro país las directivas anticipadas, que manifiestan distintos modos y oportunidades para decidir sobre la propia muerte, no son frecuentes, a pesar de su reciente reconocimiento legislativo y más allá de una excesiva burocratización para su empleo efectivo. Es por ello que esta publicación podría contribuir notablemente a generar la conciencia suficiente para el despliegue de decisiones autónomas en los finales de la vida, sin injerencias médicas, jurídicas o morales.

En los distintos capítulos que integran este libro se describen historias que ponen en crisis el sentido de dignidad en el final de la vida, historias que nos interrogan sobre su contenido: ¿dignidad en curar lo incurable?, ¿dignidad en no permitir morir?, ¿dignidad en la falta de alivio?

Las personas no tienen el derecho a decidir cuándo y cómo nacer, pero sí están asistidas por el derecho fundamental a decidir, por lo menos, el modo de morir; el sentido de dignidad dependerá de cada proyecto íntimo y personal, asegurando presupuestos previos mínimos: control y cuidado de síntomas, alivio del sufrimiento físico, psíquico y espiritual, promoción de los cuidados paliativos.

Este libro es necesario porque ayuda a todo ello, pero sobre todo porque nos recuerda que una forma inteligente de vivir es ir aprendiendo a morir.

Francisco e Ignacio Maglio

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PREFACIO

Cuando el fin no encuentra su final(encarnizados)

Nos recibimos de médicos con dos ideas grabadas a fuego: nunca, nadie debe morir y siempre hay que hacer algo para evitarlo. Nos lleva la vida entera comprender que eran falsas.

Hasta no hace mucho tiempo cumplir con aquel mandato resultaba imposible: la muerte se encargaba de impedir que tuviésemos éxito. Ahora, en cambio, podemos retrasar el fin de la vida. Sostener una agonía por medios artificiales durante mucho tiempo. Esta posibilidad, en ocasiones, nos hace fútiles y peligrosos. A veces el éxito de una maniobra o de un tratamiento representa un fracaso para el paciente. Las razones son muchas y muy complejas. Una de ellas es el malentendido que confunde “permitir” morir con “dejar” morir. Para quienes hemos sido formados con una educación enfática, la idea de “fin” equivale a la de fracaso. La muerte es siempre una derrota. Tenemos sentimientos de culpa y de fallo personal ante el moribundo. Hacemos cosas porque no podemos tolerar no hacer nada, incluso cuando esa sería la mejor opción. Es absurdo, es arrogante y omnipotente. Pero hemos creído en ello como si fuese posible.

Acabo de atender a Rocío. Una paciente a quien conozco desde hace más de diez años. Tiene un tumor retroperitoneal con múltiples metástasis. Le colocamos un marcapasos, tuvo un infarto, ya no es posible operarla ni hacerle más quimioterapia. Tiene 64 años, ha sido maestra y directora de escuela durante toda su vida. Siempre me regala libros que ella lee antes y que vuelve a comprar para mí. Los comentamos en la siguiente visita. Desde hace un mes no quería verme porque bajó mucho de peso —ahora es de 37 kilos— y su dentadura postiza ya no le servía. No aceptó venir a verme hasta que no tuvo una prótesis nueva. No quería que yo la viese así. Usa un pañuelo sobre la cabeza que nunca se saca delante de otras personas. Se pinta los labios y los ojos con discreción. No quiso sacarse los pantalones para que yo la revisara porque no había podido depilarse las piernas.

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Vemos muertos desde muy temprano en nuestra carrera. Pero sólo mucho tiempo después nos enfrentamos a la muerte. Y más tarde aún, a veces demasiado tarde, comprendemos su significado. Nadie nos ha preparado para percibir su sentido profundo y sagrado sino apenas para pelearla a trompadas, para bajar la cabeza y callarnos cada vez que nos gana la pelea. Quienes nos hemos dedicado durante muchos años a atender a personas con enfermedades graves hemos vivido cientos de situaciones que guardamos en la memoria porque nos han enseñado algo. Recordamos una cara, un nombre, una mirada, una mano apretando la nuestra. A veces cierro los ojos y revivo una escena que viví hace muchos años: salgo a la sala de espera de la Unidad de Terapia Intensiva y le digo a un hombre que su madre acaba de morir. Lo invito a pasar para que pueda verla. El tipo me sigue pero se detiene en el umbral de la puerta y retrocede tapándose la cara. Lo miro sin entender. “Está desnuda”, me dice. “Está muerta”, le digo. “Eso no tiene ninguna importancia; cúbrala, por favor, doctor.” Son historias que muestran el abismo que separa la muerte profesional de la real, de la única y auténtica. De la que tarde o temprano nos alcanzará a todos.

Me trajo una bufanda roja de lana gruesa sin terminar, ya que no cree que pueda seguir tejiéndola. Quería tenerla lista para esta fecha pero le resultó imposible. “Hasta acá llegué, igual te la quería dejar.” No la acepté. Le dije que la quería terminada y no por la mitad. Que ella podría hacerlo. Que todavía teníamos tiempo y que este no sería el último invierno. Le mentí. Yo sé que ya no será posible. Que nunca podrá terminar mi bufanda. Lo aceptó. Sospecho que más por darme el gusto que porque se haya convencido. Envolvió el tejido en un papel madera y lo apoyó sobre sus rodillas. Antes de irse me abrazó con una intensidad rara. Distinta a otras veces. Yo también lo hice. Nos apretamos mucho y durante un largo rato. Ella percibió el mínimo temblor de mis brazos. Mi respiración algo agitada. O no sé qué cosa. Me acarició la cara, me besó varias veces. Creo que nuestros cuerpos se dijeron adiós. Pero no pudimos decirlo con palabras.

Sabemos que nuestros pacientes necesitan un acompañamiento para afrontar el final de sus vidas. Lo sabemos con nuestra razón y lo sentimos en nuestros cuerpos crispados cada vez que nos sentamos al pie de sus camas. Pero nadie nos dijo cómo hacerlo. Creemos que es

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un conocimiento que deberíamos traer pero que no se puede aprender. Hasta que un día alguien nos demuestra que es posible, que sí podemos aprender a acompañar las emociones ajenas y a no ahogar las propias. Entonces comenzamos a ocuparnos de la persona enferma más que de la enfermedad que padece. Aprendemos a “ser” y no sólo a “hacer”. Leemos, tomamos cursos de postgrado, asistimos a congresos y a simposios para adquirir como médicos las habilidades que teníamos antes de ingresar a la facultad y que habíamos perdido al salir de allí. Las competencias elementales para comprender el sufrimiento ajeno y para permitirnos sentir el propio. La habilidad para articular lo analítico y lo narrativo. Una mañana al entrar en la sala del hospital nos damos cuenta de que podemos escuchar y no sólo preguntar. Que el “escuchatorio” puede articularse con el interrogatorio. Que la gente tiene cosas valiosas para decirnos y que son ellos mismos, con sus propias historias, quienes le dan sentido a la vida que se les termina. Descubrimos que algunos enfermos no se curan pero se sanan. Que ellos se sienten mejor. Y nosotros también.

Antes de salir del consultorio, ayudada por su esposo y su hija, volvió sobre sus pasos. “Leí en la Ñ que publicaron otra novela de Sándor Márai. Esta tendrás que leerla vos solo.” Le tomé las manos. Eran chiquitas y flacas. Puro hueso. Heladas. “No, Rocío, mejor la leemos los dos y después charlamos.” Se acercó a mi oreja en puntas de pie. Tuve que sostenerla. “No me trates como a una tonta. Vos nunca lo hiciste. Y, a propósito, dejate de joder y sé feliz de una vez por todas. Se te nota en los ojos. Te quiero mucho.” Nunca antes me había tuteado. Jamás le había escuchado decir una palabra grosera. Algo había cambiado esa tarde. “Yo también te quiero mucho. Estás preciosa, maestrita”, le dije sin pensarlo demasiado.

La decisión de no reanimar a una persona es hoy un derecho. Sin embargo raramente se discute con el paciente o su familia. En otras culturas esto es la norma, entre nosotros evitamos el tema si podemos hacerlo. Mejor no hablar de ciertas cosas. Hay investigaciones que señalan que los médicos realizamos maniobras de reanimación cardiopulmonar hasta en un 85% de los casos aun considerando que serán inútiles o que sólo prolongarán la agonía.

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Sin que nos hayamos dado cuenta. Y sin que casi nadie lo mencione. Hemos ido creando entre todos una nueva clase de enfermos. Son nuestros hijos. Somos sus padres irresponsables. Los hemos parido a fuerza de tecnología y encarnizamiento terapéutico. Sobrevivientes maltrechos de nuestras intervenciones. Hoy son una multitud recostada sobre camas inteligentes. Encerrados dentro de sus cuerpos vacíos. Malviven un tiempo muerto que no encuentra su final. En instituciones, en sus casas, en unidades de cuidados paliativos. Son la trágica derrota de nuestros éxitos instrumentales. De la imposición divina que nos impide aceptar la muerte. De la estúpida idea de que es un fracaso y de que los que fracasamos somos nosotros. De la obediente sumisión al mandato que nos asegura que siempre tenemos que hacer algo. De nuestra ingenuidad de dioses. De nuestra obstinación en medir resultados fisiológicos. De nuestra ceguera a lo que justifica una existencia. De nuestra sordera a la autonomía y a la voluntad de las personas. De la ignorante idea de que toda vida siempre merece ser vivida. De la loca creencia en que es lógico que el precio para vivir sea dejar de existir. De la resistencia a bajar los brazos cuando ya no hay nada digno para ofrecer. Del adiestramiento desencarnado que nos ha hecho creer que tratamos pantallas, variables, scores, algoritmos. De una educación enfática y hemipléjica.

Rocío salió del consultorio. Vi arrancar el auto y su sombra pequeña a través de la ventanilla. Su cabeza era un puntito minúsculo cubierto por un pañuelo floreado. Me saludó agitando la mano y mirándome fijo hasta que desapareció sobre la avenida. Me senté para hacer una pausa y recuperarme. Cerré los ojos y reconstruí durante algunos segundos la historia de estos años acompañando el curso de la enfermedad al lado de esa familia.

Son una nueva categoría de pacientes. Una que incluye a familias destrozadas. A madres esclavizadas a esperanzas sin fundamento. A hijos insomnes velando a sus padres que no acaban de morir. Sus ojos que ya no miran nos señalan como un dedo acusador. Allí están, aunque nadie los vea. Detenidos en un camino que no conduce a ninguna parte. Vegetativos, comatosos, alimentados por el largo ombligo del soporte vital. Arrullados por el soplido incesante de los respiradores

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microprocesados. “¡Despertate!”, les susurran sus madres al oído mientras les cantan las nanas de la infancia. “¡Despertate!”, pintan sus fans en graffitis callejeros. Pero ellos no despiertan porque no están dormidos. Es nuestra terca obstinación la que los sostiene. Cuando la única pregunta es “¿podemos hacerlo?”, silenciamos otra: “¿debemos hacerlo?”. Sabemos “qué” hacer, pero ignoramos “para qué” hacerlo. Quitarle la dignidad a la muerte no es menos grave que quitársela a la vida. Una vez más, el sueño de la razón produce monstruos.

Me puse de pie. Sacudí la cabeza como para dar por terminado el episodio. Abrí la puerta y le hice señas a la secretaria para que llamara a otro paciente. Lo vi mientras me frotaba las manos con alcohol. En el suelo, debajo del escritorio. Un paquete de papel madera del que asomaba una bufanda roja. Unos flecos largos de lana gruesa y el tejido apretado con punto Santa Clara. Cortita, peluda y sin terminar.

Daniel Flichtentrei

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PALABRAS PRELIMINARES

“Sentir que la vigilia es otro sueño que sueña no soñar y que la muerte

que teme nuestra carne es esa muerte de cada noche, que se llama sueño.”

Jorge Luis Borges, “Arte poética” (1961)

Cuando me propusieron que nuestra historia de vida formara parte de este libro, me sentí atraída por la idea y acepté de inmediato. Había contado muchas veces nuestra historia, pero esta vez había algo diferente: serían escritores prestigiosos quienes contarían esta y otras historias, varias de ellas muy conocidas para mí.

La muerte era algo que había tenido presente aunque nunca supuse que, cuando la muerte se hace tan próxima, sería tan difícil de alcanzar. Nunca lo comprendería del todo, esa experiencia me señaló un destino inesperado e impensado.

Siempre había estado en mi recuerdo el caso de Karen Ann Quinlan, la mujer que había permanecido en estado vegetativo durante muchos años y que se hizo conocido por el hecho de que sus padres solicitaron el retiro del respirador artificial que la mantenía con vida. Luego sabría que este caso había marcado el nacimiento de la bioética en la práctica clínica a los efectos de poder resolver los dilemas éticos respecto de la limitación de los tratamientos en el final de la vida.

Las nuevas tecnologías, junto a los desafíos de la ciencia, han logrado la recuperación de personas con graves afecciones que eran incurables

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hasta hace pocos años. Aun así, los resultados no siempre son favorables y la consecuencia no siempre es la muerte. Muchas veces sobreviven con lesiones graves y se mantienen de modo indefinido vidas absolutamente precarias. En su afán por salvar vidas, algunos profesionales de la salud olvidan la dignidad propia de todo ser humano, ya sea porque no fueron preparados para aceptar la muerte de sus pacientes o por el temor a ser demandados judicialmente. A ello deben agregarse decisiones de la justicia que han avalado el ensañamiento terapéutico ante el pedido de familiares de pacientes en estado vegetativo que solicitaron el retiro y la abstención de tratamientos para permitirles partir.

Se necesitó una ley para poder morir con dignidad, algo tan natural y tan humano. El reclamo de familiares y expertos en el tema consiguió que el aparato legislativo de nuestro país se pusiera en marcha y la sanción de esta ley fuera posible. Los medios de prensa colaboraron con la difusión y el tema se instaló en la sociedad, la muerte comenzó a dejar de ser un tabú. Esta ley ha sido el producto de una construcción colectiva.

El problema más grave se suscitaba con los pacientes que no podían expresar su voluntad; esta ley ha dejado en claro que el derecho de toda persona incapacitada para dar su consentimiento y, en su caso, rechazar tratamientos cuando la muerte sea un hecho próximo o posible, se delegue a los parientes más cercanos en orden de prelación.

No obstante la sanción de esta ley, sigue existiendo una reticencia por parte de algunos profesionales de la salud. Pero debemos confiar en que el tiempo y la capacitación logren naturalizar la aplicabilidad de la ley que, en definitiva, se trata de la buena praxis médica.

Este libro es una contribución en ese sentido. Su originalidad está dada por el maravilloso aporte de la literatura, que logra que estas historias verdaderas y trágicas se conviertan en cuentos, lo que les otorga un significado distinto a lo trágico. No sería pretencioso decir que este libro es un modo de homenajear a todas aquellas personas que de una manera u otra sufrieron las consecuencias del ensañamiento terapéutico.

Algunos de estos relatos corresponden a mi historia personal, que tantas veces he contado; sin embargo me sumergí en estas líneas disfrutando cada palabra y cada párrafo como cuando se lee por primera

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vez un relato desconocido, sintiendo la adrenalina que produce la intriga por develar su final. Esta sensación es la que me hizo pensar que quizá ya no me pertenecía.

El arte siempre hace que el dolor duela menos y que la muerte sólo sea un largo sueño.

Dinah Magnante

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La agonía de Marcelo D.

Esther Cross

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La ciudad amaneció con pintadas frente a la clínica, en la avenida Olascoaga y otras calles del centro. No se sabe quiénes fueron porque lo hicieron de noche, sin que los vieran. Escribieron las paredes de los edificios, los garajes, los portones, una y otra vez, con dos o tres frases y sus sórdidas variantes. La repetición, como efecto, las multiplica, aunque en rigor no son tantas.

Dicen: a marcelo lo mata la medicina, lo mata el estado. dicen: muerte indigna. Y como lema de obsesión, con más frecuencia dicen: marcelo vive.

Al principio, suena familiar, esa es la trampa, porque imita la fórmula de siempre para invocar líderes muertos. evita vive, perón vive, el che vive, por ejemplo. Pero estas pintadas desafinan enseguida. Hay algo raro, algo que choca y está mal, porque el Marcelo que nombran no tendría que ser una figura pública y no está muerto.

No está muerto pero vive en estado vegetativo permanente desde hace diecinueve años. No siente, no sabe que tiene un cuerpo porque se quedó sin consciencia; es decir que tampoco sabe que no sabe. Hace diecinueve años que llegó a la entrada de la muerte, y ahí está, sin poder irse. Entre su cuerpo y su destino se interponen voluntades ajenas a su voluntad. Son las mismas que mandan a escribir marcelo vive porque quieren que viva a toda costa. Pensándolo bien, la frase se les vuelve en contra. marcelo vive podría ser la mejor forma de describir la situación de Marcelo, porque vive solamente, nada más.

No puede querer a alguien ni dejar de querer; o comer lo que le gustaba: ni siquiera puede comer. Un cordón umbilical de goma lleva los

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alimentos químicos a su intestino, por tracción de una bomba mecánica. Recibe hidratación artificial. Tiene cuarenta y nueve años. Lo levantan y lo acuestan. Duerme y abre los ojos en un canal vacío. Lo lavan y lo afeitan. Le cambian los pañales y la sonda vesical. Tiene más cicatrices que todos los pacientes de una sala de post quirúrgicos juntos. Le pusieron férulas y le inyectaron Botox en los dedos para estirárselos, y sin embargo sus manos y pies están agarrotados. Pronóstico y diagnóstico se empatan, para mal, en su caso. El estado vegetativo permanente también es irreversible. Los informes de los peritos son concluyentes. A la falta de expectativa, se suma el deterioro. Envejece en automático. No hay mínima esperanza, pálpito de cambio ni beneficio de la duda. Los reportes dicen “está desahuciado”, “lo asiste el derecho a una muerte digna”, “tiene derecho a morir”.

Cazaba. Nadaba. Hacía cursos de supervivencia. Escaló el Lanín. Andaba en kayak. Esquiaba. “Era canchero”, dicen. Era el primogénito. Se había recibido de contador público en Buenos Aires. De vuelta en su provincia, había abierto su propia concesionaria de autos. “Tenía treinta años. Estaba en la plenitud de la vida, pero tuvo la mala suerte de tener un accidente”, dice Adriana, una de sus dos hermanas. “Chocó con la moto, en una ruta provincial.”

Adriana recibió la llamada en la chacra familiar, donde lo esperaba con Andrea, su otra hermana. Un rato antes, se había encontrado con Marcelo en una heladería. Habían quedado en reunirse en la chacra. Pasaron las horas y sonó el teléfono. Era el padre, que le avisó del accidente que había tenido “uno de los nuestros”. Lo dijo así para atenuarle el golpe a su mujer, que estaba a su lado. Adriana pensó enseguida en Marcelo. Le dijo a Andrea y salieron a buscarlo. Eso fue en octubre de 1994.

“Fui a la ruta, lo encontré tirado. Ya había un mundo de gente. Mi familia era muy conocida. Mis padres llegaron en auto. Sacaban un pañuelo blanco por la ventana, como se hace en los accidentes. Marcelo estaba consciente. Hacía fuerza para levantarse. Me dijeron ‘no llorés porque te escucha’. Me subí con él a la ambulancia y fuimos al hospital. Lo único que recuerdo es que se lo llevaron a hacerle estudios de todo tipo. Tenía traumatismo de cráneo, fractura de cadera y fractura de su

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brazo izquierdo, la mano quebrada, golpes en todo el cuerpo, con la incertidumbre de lo que podía pasar con su vida. Le pusieron un tutor en la cadera. Le drenaron los hematomas de la cabeza, donde le dejaron un medidor de presión.”

Estaba en coma medicamentoso. Los padres y las dos hermanas cambiaron sus rutinas, cancelaron un casamiento, suspendieron y rearmaron, con esa velocidad que tiene la tragedia para destejer todo. Cuando le retiraron las drogas, Marcelo se despertó.

“Le decían ‘levantá la mano izquierda, mové la pierna’, y levantaba la mano y movía la pierna. Estaba entubado, no podía hablar, pero cuando le preguntaron a quién quería ver, hizo señas. Me llamó”, cuenta Adriana. “Nos preguntó con los dedos qué había pasado, no se acordaba. Le llevábamos revistas y hacía guiños para que diéramos vuelta la hoja. Evolucionaba bien, aunque siempre tenía fiebre. Iban a trasladarlo a una habitación común. Mi madre me llamó una madrugada. Eran las 2 de la mañana, me dijo que Marcelo se había puesto mal. Le dije ‘pero cómo, cómo puede ser’. Corrimos a verlo. Una infección intrahospitalaria le había tomado el cerebro. Entró en coma. Nunca se despertó.”

Lo llevaron a Buenos Aires en un avión sanitario. Fueron a la Favaloro, el ALPI, la Bazterrica, en una gira continuada de un año. Les decían que había que esperar y esperaban, moderando progresivamente la esperanza. Un día un médico les habló a las hermanas de estado vegetativo.

“Me pregunto cuándo empezó todo esto”, escribe Andrea, la hermana más chica de Marcelo. El comienzo de la tragedia de su hermano puede remontarse al día del accidente, o a lo mejor todo empezó “¿esa mañana aplastante de 1995 en que el equipo médico del instituto de rehabilitación nos llamó para decirnos que Marcelo era un ‘vegetal’?”.

Lo cierto es que, dice Adriana, “Marcelo sobrevivió porque hubo una familia que estuvo detrás, que tuvo el dinero y pagó lo que hubo que pagar, lo que fuera”. Ahora hay otros métodos de exploración y diagnóstico. Entonces las cosas eran distintas. “Nunca nos dijeron ‘no se va a recuperar nunca’, eso lo descubrí yo en el 2009”, dice Adriana. Las pistas para armar el cuadro estaban ahí, servidas, de todas formas. Durante esos primeros años, Adriana decía, con frecuencia, “no toquen

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más a mi hermano”. Ella y Marcelo eran tan unidos que a veces los tomaban por mellizos. Ahora también estaba todo el tiempo a su lado. Veía el cuerpo de su hermano sometido a una lógica cuyo sentido estaba por verse. Al estado vegetativo se sumaban epilepsia post traumática, esofagitis por reflujo con hemorragias y sangrado, neumonías, y ahí se dejaba de enumerar pero la lista seguía. ¿Había un desfasaje entre los procedimientos y las expectativas de recuperación?

Construyeron una casa especial en la chacra, una clínica familiar diseñada para el trabajo del milagro a voluntad. Apostaban a las chances de una ilusión que nadie descartaba. “Nos decían que teníamos que esperar”, cuenta Adriana. “La vida de la familia pasó a ser la de un hospital”. El baño era una mezcla de laboratorio y gimnasio. Subían la camilla, con una placa metálica, hasta una reja situada bajo el duchador. Encargaron una cama ortopédica. Había enfermeros las veinticuatro horas, una fonoaudióloga, una kinesióloga dedicada, inútilmente, a que Marcelo aprendiera a tragar. “Esa hubiera sido la gran cosa.”

Los padres se aislaron con el hijo en ese mundo aparte, a quince kilómetros de la ciudad. El aire incontaminado de la chacra era benéfico. El padre dejó el trabajo. Los buitres de ocasión cayeron sobre el negocio relegado. Sufrieron la traición y el impacto del fraude, pero siguieron adelante. Como Marcelo no reaccionaba, y poco podía hacerse por él, se abocaron a mejorar el mundo que lo rodeaba. Ampliaron las ventanas de su cuarto para que viera los nogales plantados por los abuelos, si es que tenían la suerte de que un día despertara. La madre se ocupaba personalmente del panorama improbable del futuro y cuidaba las flores del jardín. Lo llevaban a la mesa de Navidad y celebraban con él, como si supiera. Le contaban las historias del día. Le mostraban fotos y revistas de autos. Los padres vivían para él.

“Llevaban registro de todo, medicamentos, temperatura, horarios”, cuentan las hermanas. “Consultaron a Alemania y a Cuba para ver si lo recibían, pero todo fue en vano”, dice Adriana. Una psicóloga les explicó a Adriana y Andrea que su madre se quería morir. Les dijo que su madre “no podía soportar la idea de que Marcelo falleciera antes que ella”.

“Todos esos años respeté la decisión de mis padres como dadores de vida de mi hermano”, dice Adriana. La madre se murió de cáncer en

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el 2003. Tuvieron que internar a Marcelo en una institución. El padre iba todos los días, de 8 de la mañana a 8 de la noche. Se sentaba al lado de la cama, alisaba la sábana, limpiaba los labios del hijo con el pañuelo, hasta que en esa vigilia, el padre también se enfermó y después murió, a los 84 años, en el 2008. Las cenizas de los padres están enterradas en la chacra, donde la casa sigue en pie, intacta, vacía.

Cuando las hermanas preguntaban por Marcelo, recibían el parte. El legajo clínico ocupó los lugares vacantes de su biografía, ocupó todo. Ahora Marcelo es también el paciente X688. Se describen las noticias de un físico sin carácter, novedades de un cuerpo en desgaste. Las hermanas atienden la memoria, en el pasado encuentran al hermano que se fue el día que entró en coma. “Un día le pregunté a Andrea: ‘¿cómo era Marcelo?’”, cuenta Adriana. “Nos perdieron la historia.”

Al paciente X688 le corresponden, inevitablemente, los lazos de una nueva formalidad. Las hermanas son sus curadoras. Los padres nombraron curadora a Adriana poco después del accidente. Al tiempo, Andrea también asumió la representación de los intereses de su hermano. Sus padres depositaron en ellas toda su confianza para que velaran por él. Los padres han muerto, y ellas son las únicas que recuerdan a Marcelo, las únicas que saben cómo era, quién es.

“En el año 2007 escribimos en su historia clínica nuestra negativa a la colocación de respirador y a maniobras de resucitación si Marcelo ingresaba en una unidad de terapia intensiva”, cuenta Andrea. “Un año más tarde retiramos la kinesiología. Y en el año 2009 pedimos, directamente, que no le suministraran antibióticos en caso de infección. Nunca logramos que se respetaran estos pedidos”, dice. Se encontraron con una sorda negativa, cartas documento y amenazas. “Fue, justamente, para poner límites a las acciones desproporcionadas de algunos profesionales de la salud que se llegó a una indeseada judicialización”, cuenta Andrea.

Cuando en el año 2009 confirmaron que la situación de Marcelo es irreversible, tomaron la decisión: “Ya no podíamos mirar a un costado, sabíamos cuál era el pronóstico. Empezamos el camino de ir a los comités de Bioética. Todos llegaron a la misma conclusión: hay que dejarlo partir,

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lo que se hace ahora es simplemente mantener un cuerpo con vida”, cuenta Adriana.

“Queremos el retiro del soporte vital”, escribe Andrea. “Marcelo no hubiera querido esto”.

El último dictamen del largo proceso fue pronunciado por el Tribunal Superior de Justicia provincial: la decisión del retiro del soporte vital es un asunto privado, familiar, que queda en manos de Adriana y Andrea. Pero la cruzada en pro de la vida a toda costa, la exaltación de la vida biológica por encima de la dignidad de la vida, no aceptó el dictamen. El asunto está ahora pendiente del fallo de la Corte Suprema de Justicia. La historia de Marcelo se convirtió en un caso ejemplar, y en la ciudad de su infancia, donde está internado, pasan cosas.

Un obispo sentenció que “desgraciadamente la familia de Marcelo ya no es su familia de sangre”, y pidió que se lo entreguen para cuidarlo, como si ese fuera el tema. “Marcelo tiene una serie de actos que más bien parecen dirigidos, no simplemente reflejos condicionados”, opinó, con gestos de doctor. De pronto el cuerpo de Marcelo es un texto oscuro donde hay signos, que “parecen” esto y lo otro y cada uno puede desentrañar. En el relevo de palabras, se cambia todo, impunemente: médicos por augures, familiares por enfermeros, y reflejos condicionados por impresiones personales. Marcelo es ahora, además, un símbolo (“un ícono de la sociedad”, dice una feligresa). “No vaya a ser que esto nos lleve a cosas peores”, amenazó el obispo. Las calles amanecieron con pintadas. Habilitadas por el ejemplo, otras personas no se privaron de opinar.

Una señora cuenta que la dejaron entrar a ver a Marcelo. Le hizo caricias, lo rascó, no tiene escaras: “no hay ningún problema”, concluye, e invita a un juez a que “venga y vea”. Una cuidadora comenta que es grandote, que lo bañan, y se ufana porque “está impecable”, como si la limpieza fuera en sí misma una garantía de bienestar y dignidad. Dice que lo incorporan con cariño “cuando se le cae la cabeza” y que lo ve “moviendo los labios como si nos acompañara en el rezo” cuando rezan. En una carta online, una mujer relata que una tarde estaba en la clínica y consiguió permiso para verlo. Si hubiera llegado unos minutos antes, lo hubiera visto “formando parte de un festejo”. También hubo un “abrazo

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por la vida”. El abrazo se desbandó, y un grupo de personas entró y abrió la puerta de la habitación. En un sitio online lamentan no contar con una foto actual de Marcelo porque sus hermanas lo prohíben. Da pena que las hermanas tengan que aclarar que “a Marcelo no le hubiera gustado que nadie lo viera en su estado actual”.

Dice Andrea: “No queremos que sigan metiendo en ese cuerpo agujas, instrumentos, frustraciones y proyecciones o convicciones personales y que pueden aplicar para sus propias vidas, pero no en lo que queda de la suya”.

Y dice algo todavía más importante: “Aunque lo nombren mil veces, no están hablando de Marcelo”.

Una tarde, hace mucho tiempo, la madre iba en el auto con los chicos por la avenida Olascoaga. Estacionó y bajó a hacer un trámite. “El auto era una break”, recuerda Adriana. Después trata de sacar cuentas y dice: “Tendríamos nueve o diez años”. La madre bajó y ellos se quedaron en al auto, hojeando una revista Selecciones. Leyeron la nota que contaba el caso “de Karen Quinlan, una chica en USA, que entra en estado vegetativo por consumo de alcohol y drogas. Nos dio miedo, nos re asustamos, no podíamos creer lo que leíamos en nuestro corto entendimiento de chicos”. Marcelo la miró y le dijo: “Si alguna vez me pasa algo así, a mí me dejás morir”.

“La agonía de Karen Ann Quinlan” es el título de la nota que recuerda Adriana. Está en el Tomo XVI, Número 91 de la revista Selecciones, que es la versión española de la Reader’s Digest. Ese número no está digitalizado, pero un librero de segunda mano tenía un ejemplar, en Azul, al sur de la provincia de Buenos Aires. Podía comprarse por Mercado Libre y en pocos días llegó por correo.

La revista huele a humedad. Cuando salió, costaba 900 pesos. Era la revista más traducida del mundo, con versiones en alemán, chino, danés, finlandés, italiano, japonés, noruego, portugués, sueco, hasta braille. Las publicidades hacen un poco de gracia, como pasará con las de hoy el día de mañana. Hay una sección que se llama “Citas citables”, pero quién leería eso. Hay una nota sobre ejercicios de relax y otra sobre el desempleo. Sólo los chistes de relleno en las esquinas y entre notas de opinión y reportajes parecen de otro tiempo, por lo raros e ingenuos.

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Hay muchos avisos de enciclopedias accesibles y métodos para aprender idiomas sin esfuerzo.

La nota que leyeron los hermanos ese día tiene su propia portada dentro de la revista. La cara de Karen Ann Quinlan —el pelo largo oscuro, los ojos claros—, copiada de su foto de graduación por un dibujante, ocupa casi toda la página. El ilustrador también dibujó, más chicos, a un juez en el estrado y a los padres de Karen Ann, rodeados de micrófonos, debajo del juez. Del otro lado de la página dice, a modo de resumen, que Karen Ann Quinlan “entró en profundo coma”, que sus “sus padres resolvieron desconectar los aparatos que le conservaban artificialmente la vida”, que el caso quedó ventilado en público “a menudo con distorsiones y sensacionalismos”.

“Al entrar en prensa la presente edición, Karen Ann Quilan todavía vive sin la ayuda del respirador mecánico en el Asilo de Morris View”, aclaran al final, cuando la nota termina.

Para desdecir los falsos rumores de que su hija era una especie de bella durmiente, los padres escribían la verdad en un libro, compendiado en la nota. Su hija ya no tenía el pelo largo, como todos creían, y su cara se había hinchado, en vez de estilizarse, como comentaban. Antes de aceptar la realidad, se habían ilusionado por lógicas razones sumadas a la falta de información. Le hablaban, le repetían los nombres de personas conocidas y lugares donde acampaban y esquiaban, aunque ahora se daban cuenta de que habían conformado “un coro macabro” a su alrededor. Gritaron excitados cuando abrió los ojos por primera vez para darse cuenta, enseguida, de que sólo miraba el vacío. Los fisioterapeutas le enderezaban las manos y las piernas, que al rato volvían a encogerse hacia una rígida posición fetal. Su hija movía la cabeza, hacía muecas horribles. Los padres sufrían por ella y por sus otros dos hijos. Karen no hubiera querido vivir así. Estaban seguros, la conocían, una vez había dicho que la dejaran en paz si le pasaba algo parecido. Cuando quisieron retirarle el soporte vital, los padres se encontraron dando explicaciones, como si fueran sospechosos de un crimen. También se convirtieron en guardianes. Frenaron a gente que quería meterse en el cuarto de su hija, con o sin disfraces de curas o enfermeros. Interceptaban paparazzi y no entregaron fotos porque Karen “no hubiera querido que nadie la viera

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en su estado actual”. Tuvieron que llevar su historia a la corte. De a ratos parecía un juicio contra ellos. Aunque los defensores de la vida física a ultranza quisieran empatar a Karen con una criatura de cuerpo crecido, la verdad era otra. Un neurólogo había declarado en el juicio que Karen no era una nena dormida. Si lo forzaban a compararla con alguien, su estado se asemejaba, más bien, al de una criatura anencefálica.

La historia de Karen Ann Quinlan y su familia estaba en boca de todo el mundo. Ahí estaban Marcelo y Adriana, leyéndola en la Selecciones, en una ciudad del sur de la Argentina. “Más de 30 millones de ejemplares vendidos mensualmente en 32 países y 13 idiomas”, dice, al pie de la tapa y la contratapa. La madre de Karen Ann Quinlan habló en sus memorias —publicadas años después— del dolor que implicó ver a su hija convertida, por la fuerza, en una figura pública. Su foto de graduación, escribió, estaba en todos lados. Hoy, la foto de Marcelo, sentado en un bote, campera azul, torso de frente, cara de perfil, se reproduce en sites y diarios por generación espontánea.

La Selecciones que contiene la nota que leyeron Adriana y Marcelo fue publicada en español, en México, en agosto de 1978, cuando Marcelo tenía quince años. No tenía nueve o diez años, como calcula Adriana cuando saca cuentas, entornando los ojos. Marcelo era su hermano mayor y quizá ella empareja sus edades en el recuerdo como si realmente fueran mellizos. A lo mejor cree que eran más chicos de lo que eran porque el miedo siempre nos empequeñece. Pero Marcelo tenía quince años ese día y estaba en condiciones de entender esa historia, que puede asustar a cualquiera.

“Se lo debo”, dice Adriana, al recordar. Marcelo tenía la revista en la mano, la miró y le dijo: “Si me pasa algo así, a mí me dejás morir”.

“Nunca me voy a olvidar de ese día. Se lo debo”, insiste Adriana. “Nosotras dos lo sabemos”, dice Andrea: “Marcelo no hubiera querido esto. Y lo dejaremos ir. Es la decisión más profundamente ética y amorosa que hemos tomado en nuestras vidas”.

Y el tiempo hará su trabajo indiferente con las pintadas, por supuesto.

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El cielo de las tortugas

Diego Muzzio

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Así, pues, llegaron junto a la Falsa Tortuga,que los miró con sus grandes ojos llenos de lágrimas…

Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas

¿Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente?

Mateo 7, 9-10

1

La misa acababa de concluir y yo estaba solo en la capilla, ordenando los elementos de la liturgia, a medio camino entre el altar y la sacristía, cuando un hombre irrumpió en el templo. Avanzó unos pasos entre la doble hilera de bancos y, sin saludar ni presentarse, dijo que ni él ni su esposa eran creyentes pero que, de todos modos, tenía que hablar conmigo. Murmuró aquella declaración en un susurro casi inaudible, con una rabia contenida que le deformaba la voz, transformándola en una mezcla extraña de gruñido y queja. Sin embargo, antes de que la frase terminara de extinguirse entre las paredes de la capilla, hubo una repentina inflexión en su tono, un temblor hacia el final, producido, quizá, por la indignación o el cansancio.

Debía tener unos treinta años, y era alto, flaco, desgarbado. Usaba anteojos de montura gruesa y, en ese primer momento, tuve la intuición

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—casi diría el prejuicio— de que aquellos lentes no ayudaban a su dueño a mirar con claridad el mundo, sino que le servían más bien para ocultarse de él. Y allí se quedó, sin decir nada más, inmóvil entre los bancos, mirando hacia mi dirección sin mirarme a mí, los hombros caídos como si soportaran el peso del mundo.

Le pedí que me aguardara un segundo y, después de sacarme el alba y de dejar todo en su sitio, me acerqué a él y me presenté.

—Soy el padre Conti, pero aquí, en el hospital, todo el mundo me conoce como el padre Pablo —dije, tendiéndole la mano.

Durante algunos segundos, se quedó observando mi mano sin reaccionar.

—Gustavo Ledesma —terminó por decir, incómodo; y, como si no le quedara más remedio, me tendió la suya.

Era una mano fláccida, fría, que me hizo pensar —Dios me perdone—, en una medusa o alguna otra criatura del fondo marino.

Lo conduje al pequeño despacho que ocupo en el hospital y lo invité a tomar asiento. Ledesma se dejó caer sobre la silla, el mentón hundido en el pecho. Su mirada ausente recorrió la oficina resbalando sobre la superficie de las cosas, y se detuvo un instante en el crucifijo que tengo sobre el escritorio.

—Vengo a verlo a pedido de mi hija —dijo.—Ana, ¿verdad? Asintió, sorprendido de que yo estuviese al tanto del caso, porque

la familia nunca había solicitado la asistencia espiritual de un sacerdote. Pero en el servicio infantil de cuidados paliativos del hospital, todos trabajamos en estrecha relación y las informaciones circulan.

Ana tenía ocho años y había ingresado al servicio un mes atrás. Sufría de leucemia mieloide aguda. Según me comentó en su momento la doctora Estévez, el avance de la enfermedad fue muy virulento y ninguno de los tratamientos empleados dio resultados positivos. Últimamente, su estado se había degradado mucho. La doctora Estévez y el doctor Laurenti, jefe del servicio, no son proclives a hablar en términos de tiempo. Saben por experiencia que ese tipo de pronósticos no son infalibles y, por lo tanto, prefieren callar. Y es que, en el tiempo de vida que les resta a los pacientes, intervienen no sólo causas fisiológicas, sino

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también psicológicas o espirituales. Yo creo que la mayoría de nuestros chiquitos parten simplemente cuando se sienten listos. Algunos lo hacen rodeados de sus padres y familiares más cercanos; otros, en cambio, esperan los raros momentos en que se encuentran solos, tal vez porque, envueltos en el amor de tantos brazos que desean retenerlos, les resulta imposible partir.

A continuación, Ledesma dijo que no sabía de dónde había sacado Ana la idea de ver a un sacerdote, y empleó los siguientes cinco minutos en dejar bien en claro que, personalmente, no aprobaba la política, ni los procedimientos, ni las mentiras y supercherías de la iglesia católica.

No sé si, al hacer tal declaración, Ledesma esperaba alguna reacción de mi parte. En todo caso, no tuvo en cuenta que trabajo en el servicio infantil de cuidados paliativos del hospital desde hace ya más de diez años y que, en este lugar, la gente en guerra con Dios es numerosa. De manera que seguí mirándolo a los ojos sin pestañear, y esperé a que continuara.

—Ya hace varios días que Ana insiste —prosiguió—; en fin, mi esposa y yo estamos de acuerdo.

—¿Qué quiere decir? —Digo que, si usted pudiera, en algún momento, pasar a verla…Sobrevino un silencio y estuve tentado de preguntarle “¿Para

qué, para llenarle la cabeza con mentiras y supersticiones?”. Pero, por supuesto, me contuve, y la conversación siguió su curso.

Tuve que hacerle a Ledesma algunas preguntas, que él respondió con parquedad, evitando mirarme, pero acomodando una y otra vez los gruesos lentes sobre el puente de la nariz.

Ana no había sido bautizada y no tenía ningún tipo de educación religiosa. Hasta el momento, la familia no había lamentado la pérdida de ninguno de sus integrantes, y el padre de Ana estimaba que, para su hija, la muerte debía ser un concepto más o menos abstracto. Sin embargo, la criatura estaba al tanto de la gravedad de su situación y había soportado los tratamientos y las recurrentes hospitalizaciones con mucha valentía y paciencia.

—Es como si Ana supiese… —susurró Ledesma, y no pudo continuar.

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Para mí, aquel tipo de reacción no era raro. Si, por un lado, los médicos no se atreven a hacer pronósticos, por el otro puedo afirmar que he conocido chiquitos que conocían con exactitud la fecha de su partida, como si un ángel se hubiese adelantado para allanarles el camino, para darles consuelo y confianza. Desde luego, preferí no comentar aquello con Ledesma. Le pregunté si su hija conocía a Jesús, aunque más no fuera de nombre. Ledesma frunció el seño, contrariado, y respondió que tal vez, ya que las dos abuelas de Ana eran creyentes.

—¿Ana nunca le preguntó, a usted o a su esposa, nada relacionado con el mundo espiritual? —pregunté.

Ledesma reflexionó un momento y dijo:—Tenía una mascota que quería mucho, una tortuga. La encontramos

en el jardín, cuando nos mudamos, hará cosa de un año. Nos pareció raro, porque la casa era nueva, nosotros éramos los primeros inquilinos. Pensamos que el animal se había escapado de alguno de los jardines vecinos y, durante algunos días, estuvimos preguntando en el barrio, pero la tortuga no era de nadie y nos la quedamos. Ana leía mucho —Ledesma se interrumpió y se corrigió enseguida—: Ana lee mucho, uno de sus libros preferidos es Alicia en el país de las maravillas, así que a la tortuga le puso de nombre Alicia, como el personaje del libro.

Ledesma cerró los ojos.—Siga, siga por favor…—Hace unos meses —prosiguió—, encontré a la tortuga decapitada

en el jardín. Un gato, supongo. La enterré sin decirle nada a Ana, no quería que viera a la tortuga en aquel estado.

—¿Y ella no se inquietó por su desaparición, no preguntó nada?—Era algo normal que la tortuga desapareciera durante varios

días —explicó—, así que no, al principio no. Yo tenía pensado hablar con ella, explicarle, mostrarle el lugar donde la había enterrado, pero esa misma semana tuvimos que volver a internarla y...

—Entiendo —dije, y aguardé a que continuara. —Viéndola en aquel estado y sabiendo que probablemente ya no

saldría… —Ledesma se interrumpió un momento, se pasó una mano por la mejilla, volvió a acomodar sus anteojos—; en fin, pasaron unas semanas hasta que junté el coraje de decírselo. En realidad, no pude

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decirle toda la verdad. No le conté que la encontré decapitada; sólo que la había encontrado muerta en el jardín, que la había enterrado. Ana no pareció sorprendida; lo tomó como había tomado la noticia de su enfermedad, como si, de alguna manera, ya lo supiera. Pero fue entonces que empezó a hacernos preguntas sobre la muerte…

Ledesma sacó un papel del bolsillo de su camisa y me lo tendió. Era un dibujo hecho por Ana.

2

Para Gustavo fue muy difícil ir a ver al cura. Pero Ana insistió tanto que no tuvimos más remedio. Después de la muerte de Alicia, Anita empezó a hacer un montón de preguntas, y para Gustavo y para mí, que somos ateos, fue una situación insostenible. Quería saber adónde íbamos al morir y si los animales iban al mismo lugar que los seres humanos. Nosotros no queríamos mentirle y, al mismo tiempo, pensábamos en todo lo que podía andar dándole vueltas por la cabecita. Preguntaba y preguntaba, y Gustavo y yo nos mirábamos, mudos, impotentes, y ella se ponía de mal humor, se agitaba, seguía preguntando. Y creo que, en algún momento, llegó a pensar que había hecho algo mal, mi amor, y que por eso la castigábamos con nuestro silencio. Y nosotros, ¿qué le íbamos a decir? ¿Que no creíamos en Dios? ¿Que el alma y la vida después de la muerte eran sólo mentiras para apaciguar la angustia de la existencia? ¿Que nuestras vidas están gobernadas por el azar? ¿Que después de la muerte no hay nada? ¿Que tanto las tortugas como los seres humanos no somos más que un conjunto de moléculas y reacciones químicas y diversas sustancias organizadas hasta que, por algún motivo —o, justamente, sin ningún motivo en particular—, algo empieza a fallar y aquello que una vez estuvo sujeto a cierto equilibrio enloquece, empieza a desunirse, a disgregarse, a desaparecer? ¿A mi hija iba a decirle eso, a Ana, que estaba sufriendo por la muerte de su tortuga y que también…? “Es una mentira, Verónica, una mentira”, repetía Gustavo cuando le dije que no daba más, que a lo mejor teníamos que ir a ver al cura. “Es una claudicación.” “Una claudicación”, eso dijo. Un término muy propio

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de Gustavo. Claudicar, claudicar… Me quedé repitiendo mentalmente la palabra, mirándolo, negando con la cabeza. Llamalo como quieras, Gustavo, transigir, ceder, someterse, llamalo mentir, si querés, me da lo mismo; lo que estoy diciendo es que Ana está haciendo preguntas y que tiene derecho a algunas respuestas, aunque ni vos ni yo estemos de acuerdo con esas respuestas; aunque, para nosotros, no sean ni siquiera respuestas, sino fábulas. El análisis matemático, ¿no es también una especie de fábula? Una vez, en una de esas discusiones, Gustavo me miró de la misma manera que había mirado a su mamá, pocos días atrás, cuando entramos en la habitación y la sorprendió a Julita junto a la cama de Ana, con un rosario en la mano y hablándole de Jesús. Gustavo se acercó, le sonrió a Ana, que ese día estaba muy débil, con mucha fiebre, y después se inclinó sobre Julita y le dijo al oído “quiero hablarte, mamá”. La llevó afuera y, sin esperar, ahí mismo, en el pasillo, le dijo de todo. Yo, desde el cuarto, escuchaba su voz indignada, como si gruñera, reteniéndose, y el llanto lejano de Julita. Entreabrí la puerta para decirle a Gustavo que se calmara. Julita lloraba, no se atrevía a mirarlo, a su hijo. Y menos mal que en ese momento llegó Roque, mi suegro, y se la llevó a tomar un poco de aire, porque si no no sé qué hubiese pasado.

Unos días después, le llevé a Anita una edición ilustrada de Alicia en el país de las maravillas, un ejemplar hermoso que compré en una librería del centro. Eso la calmó un poco. Yo pasaba las tardes leyéndoselo por milésima vez. Era su libro preferido y lo habíamos leído tantas veces que Ana se sabía pasajes enteros de memoria. Sobre todo el capítulo siete, el de la merienda, que siempre la había hecho reír a carcajadas, pero que, ahora, con las pocas fuerzas que tenía, apenas si la hacía sonreír detrás de la máscara de oxígeno; y el nueve, que es el capítulo de la Falsa Tortuga. Después nos quedábamos las dos mirando las ilustraciones, unos dibujos preciosos, llenos de detalles y colores. Ella miraba las láminas con los ojitos entornados por la fiebre y, de tanto en tanto, me señalaba algo que no habíamos visto antes: una mariposa posada sobre un arbusto, un pájaro que desaparecía dentro de una nube.

Dos o tres días después, se la veía un poco mejor. La fiebre había bajado, estaba de mejor ánimo. Me pidió los lápices y las hojas, y se distrajo un rato copiando algunos personajes del libro. Debe haber

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sido en ese momento que sonó el celular. Era Mónica, mi hermana. Me acerqué a la ventana, donde había mejor señal. Moni llamaba para avisar que los viejos acababan de llegar de Mendoza. Recién bajaban del micro y querían saber si podían venir al hospital. Le dije a Moni que no, que debían estar agotados, que se los llevara a descansar. Mañana, mejor. Esa misma tarde, si podía, me hacía una escapada hasta su casa para verlos. Le pedí que me pasara a mamá. Hubo un ruido en la línea. Escuché que, por los altoparlantes de la Terminal, anunciaban la partida de un micro con destino a Villa Gesell. “¡Hay gente que viaja al mar!”, pensé estúpidamente. Abajo, avanzando por uno de los senderos del parque, vi al sacerdote. Yo ya lo había cruzado un par de veces por los pasillos. Era un hombre joven, quizá de la misma edad de Gustavo o mía. Atravesaba el parque con paso firme y seguro; y, no sé por qué, su manera de caminar me inspiró una confianza repentina. De pronto, escuché la voz de mamá en el teléfono. Se oía mal, entrecortado. Hablé un ratito con ella, le pregunté si habían tenido buen viaje, si habían logrado dormir algo. Mamá respondía a todo que sí; “sí, sí, hijita, sí”, decía, como si no entendiera. Después le pedí que me pasara con papá, pero el viejo se había ido a comprar el diario. Le dije a mamá que le mandara un beso, que los veía por la tarde, si podía irme un rato del hospital, cuando llegara Gustavo, y corté.

Anita se había quedado dormida dibujando. Me acerqué sin hacer ruido, para retirarle la mesita y acomodarle la almohada. Y entonces vi el dibujo, lo que había escrito en aquella hoja. Tuve que taparme la boca para no ponerme a llorar a los gritos. Salí al pasillo, con el dibujo en la mano, y lo llamé por teléfono a Gustavo, para contarle, para decirle —y esta vez ya no era una sugerencia—, que teníamos que ir a ver al cura y pedirle que viniera a hablar con Ana. “Verónica, estoy dando clase”, respondió Gustavo, y agregó, en voz muy baja: “Ya vamos a hablar cuando vaya para allá”. Pero yo tenía la hoja en la mano. Y la mano me temblaba. En el dibujo, los personajes del libro —el Sombrerero, el Conejo Blanco, la Liebre de Marzo, el Lirón, la Falsa Tortuga, la Duquesa, la Oruga— se preguntaban unos a otros cosas sobre la muerte. “¿Cuánto tiempo está muerta una?”, preguntaba la Oruga, las palabras dentro de un círculo, como en una historieta, y la Liebre respondía: “Hasta el mes de marzo,

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estúpida”. Y después el Sombrerero, que Anita había dibujado con unos ojos saltones y negros, le preguntaba al Lirón: “¿Adónde vamos cuando nos morimos?”, y el Lirón respondía con unos puntitos suspensivos. Más lejos aparecía el Conejo Blanco y su leyenda decía: “Hay que preguntarle a la que corta cabezas”. Detrás de unos arbustos asomaba la Reina de Corazones; entre las manos tenía un hacha o una pala, una mezcla de ambas, y a sus pies estaba la Falsa Tortuga, llorando. A mí se me saltaban las lágrimas. Le dije a Gustavo que si no quería ir a hablar con el cura entonces teníamos que sentarnos con Ana y explicarle nuestras putas creencias, nuestros principios: teníamos que decirle que después de la muerte no hay nada; que, cuando nos morimos, dejamos de ser, de existir; que se lo teníamos que decir claramente, y que de paso teníamos que explicarle que era eso lo que le había pasado a Alicia, su tortuga. Eso, que estaba muerta. Muerta para siempre. Que ya no existía y que no volvería a verla nunca más. Que de ella sólo quedaba el recuerdo que había dejado en nosotros. Del otro lado de la línea, Gustavo escuchaba en silencio. Yo seguí, implacable: teníamos que decirle todo eso, de frente, en la cara, aceptando todas las consecuencias… Gustavo cortó.

Esa tarde lo encontré en los jardines del hospital. Estaba fumando, con lo que le había costado dejar el cigarrillo. Me senté en el banco, junto a él. Gustavo miraba el césped. Se había levantado viento y, a lo lejos, se venía la tormenta.

3

Por lo general, en los hospitales las reglas higiénicas son muy estrictas. En algunos, incluso, se prohíben hasta las flores. Pero aquí, en el servicio infantil de cuidados paliativos, somos más permisivos. No tenemos que olvidar nuestros pacientes son niños —niños que, en muchos casos, deben pasar meses en cama—, y que es nuestra obligación brindarles, tanto a ellos como a sus familiares, todo el apoyo y la comprensión de que seamos capaces. Por eso cuando Flora, una de las enfermeras del turno tarde, entró al consultorio hecha una furia para decirme que los abuelos de la chiquita de la habitación 9 habían venido al hospital con

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una tortuga —“¡una tortuga en una caja de zapatos, doctora!”, gritaba la pobre Flora, los ojos desorbitados—, le dije que, para empezar, se calmara y que cerrara la puerta.

—Yo les dije que es imposible, pero insisten, quieren hablar con usted —dijo ella, bajando apenas el tono de voz.

—Bueno, hacelos pasar…—Disculpe que le diga esto, doctora Estévez, pero yo, a usted, la

conozco bien. A usted le hacen una carita, le sueltan unas lágrimas, y termina diciendo que sí a todo…

—Que no te escuchen los hombres, Flora…Flora estuvo a punto de reírse, pero de pronto recordó que estaba

indignada y salió del consultorio refunfuñando. Enseguida entraron los dos viejitos con la tortuga. Tenían lágrimas en los ojos. Me explicaron que habían viajado toda una noche desde Mendoza, con la caja de zapatos sobre el regazo, y que la tortuga era un regalito para su nieta; su nieta, que estaba muy enferma…

Estuve tentada de hacer volver a Flora, de sentarla en mi lugar y de decirle: “Enfermera, aplique el reglamento”. Que les dijera ella, a esos dos viejitos, que las reglas higiénicas del hospital prohibían la presencia de animales en las habitaciones.

Flora me conoce bien. Les dije que reemplazaran la caja de cartón por una de plástico o, todavía mejor, por una pecera.

Antes de hacer la ronda de la tarde, salí un rato al jardín y me encontré con Pablo. Estaba sentando en un banco, mirando una hoja de papel tan ensimismado que, cuando me senté a su lado, ni siquiera me vio.

—¿Un telegrama de despido del Espíritu Santo? —le pregunté, inclinándome sobre su hombro.

Pablo dio un saltito de sorpresa.—Ah, Lucrecia… —dijo, y sonrió. Pablo y yo nos conocemos desde hace casi diez años. Cuando

entré en el servicio, estrenando título y matrimonio, él acababa de llegar aquí. Hicimos buenas migas desde el principio. Éramos muy jóvenes, teníamos menos de treinta años y una energía que creíamos inagotable. Yo había hecho mis primeros meses en el servicio de terapia intensiva

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del Italiano, y él venía de trabajar un par de años con gente de barrios carenciados, en el partido de San Isidro. Al venir acá, tanto él como yo sabíamos a lo que nos exponíamos. Pero una cosa es saberlo y otra vivirlo a diario. Pasamos por períodos muy difíciles, los dos, y si salimos a flote fue porque siempre pudimos contar el uno con el otro. Aunque, en realidad, estoy convencida de que Pablo me ayudó a mí mucho más de lo que yo pude ayudarlo a él. Sobre todo durante la época de mi separación, meses muy negros, muy difíciles, y después también, durante todo el largo proceso de divorcio.

—Mirá —dijo Pablo, tendiéndome el dibujo que estaba mirando—. Lo hizo Ana, son personajes del libro Alicia en el país de las maravillas.

Miré el dibujo. Lo que había escrito en la hoja me provocó un nudo en el estómago.

—Es su libro preferido —agregó Pablo, al cabo de un momento. Sin decir una palabra, le devolví el dibujo. Pablo lo dobló y lo

guardó en el bolsillo interior de su saco. Después me contó que el padre de Ana había pasado a verlo, que la chiquita había pedido hablar con un sacerdote.

—Yo acabo de ver a los abuelos —dije, y le conté lo de la tortuga. —¿Florita te quería matar, no? —preguntó Pablo con una sonrisa.—Imaginate.A lo lejos, del otro lado del parque, vimos el destartalado Renault 4 del

doctor Laurenti transponer el portón y dirigirse hacia el estacionamiento. El viejo doctor Jorge Laurenti, mi antiguo profesor en la facultad y actual jefe. Treinta y cinco años de trabajo en el servicio infantil de cuidados paliativos. Él es el responsable de que yo haya elegido trabajar aquí. Vine siguiéndolo, obnubilada, casi podría decir, por la fuerza y la calma que emanaban de aquel hombre. Laurenti no solía andar por la facultad a la pesca de candidatos porque, según sus propias palabras, “no cualquiera puede trabajar en cuidados paliativos”. De manera que, cuando empezó a sondearme para saber si yo estaría dispuesta a trabajar con él, me sentí halagada. En aquel momento, yo cursaba mis últimas materias en la facultad y, al mismo tiempo, hacía mis prácticas en el Italiano.

Al principio, me dominó el pánico. Por un lado, me sentía agradecida de que Laurenti hubiese reparado en mí y me invitara a formar parte de su

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equipo; por el otro, a nivel psicológico, no me creía capaz de desempeñar la dura tarea que me esperaba aquí. “Si no la supiera capaz, Lucrecia, jamás se lo habría propuesto”, me dijo Laurenti cuando le confesé mis miedos y mis dudas; “Créame, usted es más fuerte de lo que piensa, y, le advierto, no suelo equivocarme”.

Acepté. Recuerdo que, en aquella época, una de las cosas más difíciles de soportar era el final de la jornada; salir del hospital y constatar el incesante ajetreo de las calles. Para mí era casi absurdo, como una especie de sueño, como una pesadilla. Llegaba a casa y, al cabo de unas horas, me daba cuenta de que mi cabeza se había quedado aquí, sobrevolando los corredores y los cuartos, viendo las caritas de mis pacientes. ¿Cómo no iba a entender a Laurenti cuando, a veces, volvía al hospital a las dos, a las tres de la mañana?

¿Cómo no iba a odiarlo? Durante el primer año, lo odie con toda mi alma.

Cada vez que me presentaba en su despacho dispuesta a renunciar, Laurenti volvía a obnubilarme de algún modo. Me invitaba a tomar asiento y, mientras yo lloraba como una Magdalena, Laurenti se ponía a hablar de cualquier cosa; por lo general, de los libros que estaba leyendo. Podía interesarse con igual pasión por temas tan disímiles como los arquetipos de Jung, la cristalografía, los motores diesel o la batalla de Stalingrado, pero lo más sorprendente no era la amplitud de sus inquietudes o la profundidad de sus conocimientos, sino su talento como narrador. De pronto, una se encontraba secándose las lágrimas y escuchando una larga descripción sobre la simbología en El jardín de las delicias, o una explicación detallada del principio de D´Alembert, y eso sin haber escuchado hablar jamás de aquellos temas. Laurenti me envolvía de nuevo en sus redes. Y, un rato más tarde, yo salía de su despacho sin siquiera haber mencionado el motivo real por el cual había ido a verlo —es decir, mi decisión inapelable de renunciar—, y seguía con mis tareas, convencida de que, la próxima vez, Laurenti no se saldría con la suya.

Terminó saliéndose con la suya. Pablo tenía a Jesús, y yo tenía a Laurenti.

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Lo vimos bajar del auto, encorvado, el pelo blanco y revuelto, el portafolio negro y el delantal bajo el brazo, un delantal casi tan arrugado como sus pantalones y sus camisas de cuellos gastados a las que siempre les faltaba algún botón. A fin de año iba a jubilarse, y ya no estaría obligado a arriesgar su vida a diario, cruzando la ciudad al volante de aquella lata de sardinas.

—No sé cómo hace para venir desde Avellaneda en eso —comentó Pablo.

—El viejo es un kamikaze. ¿Cuándo la vas a ver a Ana? —pregunté.Pablo miró su reloj.—En diez minutos —respondió. Laurenti se palpó los bolsillos, miró a su alrededor, como si hubiese

perdido algo, metió medio cuerpo dentro del auto y sacó la llave del contacto. Cerró la puerta y, al dar media vuelta, nos vio y nos saludó con la mano.

Pablo y yo respondimos el saludo, y Laurenti se alejó caminando por uno de los senderos del parque.

4

En el caso de Ana, lo primero que me llamó la atención fue su receptividad, su estado de atención. A lo largo de esas semanas, la visité casi a diario, pero nuestro primer encuentro es, quizás, el que vuelve a mi memoria más a menudo.

Al verme entrar en el cuarto, sus ojos oscuros y grandes se iluminaron y, sin esperar siquiera que sus padres y abuelos terminaran de salir de la habitación, Ana me pidió que me sentara sobre la cama y empezó a exponer sus dudas e interrogantes acerca de la muerte y nuestro destino en el más allá. Era un torrente de preguntas, en el que volvía, una y otra vez, el nombre de Alicia, la tortuga muerta.

Me costó un rato calmarla. Cuando lo conseguí, le expliqué que antes teníamos que hablar de algunas otras cosas. Ya tendríamos tiempo, más adelante, de volver sobre aquellos interrogantes. Ella guardó silencio y me miró con el ceño fruncido. Tenía una mirada de una intensidad

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inusual y, cuando se enojaba, achicaba los ojitos, como si intentara ver a través de uno. Y la verdad es que Anita se enojaba bastante seguido: con sus padres, con sus abuelos, con sus tíos, con los médicos, con las voluntarias y, por supuesto, con las enfermeras, sobre todo con Flora (a quien, en secreto, llamaba la “Duquesa”). “Que le corten la cabeza”, gritaba, como la Reina de Corazones, cada vez que Flora, mirando de reojo la pecera sobre la mesita de noche, mascullaba algún comentario acerca de la tortuga. “Que le corten la cabeza.”

Nadie estaba a salvo de sus repentinos ataques de ira. Nadie, salvo yo. Y no es que conmigo no se enojara; pero, en lo que a mí concierne, algo retenía su impulso de querer “cortarme la cabeza”, una barrera que no lograba franquear. Cuando se enojaba conmigo, Ana recurría a una estratagema bastante más sutil e ingeniosa, que era hacérmelo saber por algún comentario a terceros. El vehículo por medio del cual solía hacerme llegar su descontento era Clara, una voluntaria que lleva muchos años trabajando en el servicio, y que las enfermeras —con ingenio y una pizca de crueldad—, han apodado “Doña Suspiros”, porque habla muy bajito y de manera entrecortada, intercalando en sus palabras breves sopliditos, como si se ahogara.

En aquel, nuestro primer encuentro, y a pesar de la visible desilusión que le causaba el hecho de tener que seguir esperando respuestas a sus preguntas, Ana me dijo que estaba de acuerdo. Después señaló la tortuga que le habían regalado los abuelos. El animal estaba dentro de una pecera, sobre la mesa de noche, la cabeza apenas saliendo del caparazón. Le pregunté cómo se llamaba; Ana se encogió de hombros y respondió que aquella tortuga no era Alicia, que era una falsa tortuga, y que, por lo tanto, no tenía nombre…

Las primeras dos semanas, le expliqué las nociones básicas de la fe, los preceptos del catecismo. Pero, para que mis visitas no terminaran siendo sólo arduas sesiones de adoctrinamiento, fui intercalando ciertos episodios de la vida de Jesús. Naturalmente, se notaba que aquello le interesaba más que la doctrina. Sin embargo, me enternecía advertir los esfuerzos de Ana por escuchar cada una de mis palabras con la misma atención, como si temiera que una eventual falta de interés de su parte pudiese lastimarme. En esa primera etapa, Ana casi no hacía preguntas.

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Se limitaba a escuchar. A veces, muy de vez en cuando, me interrogaba sobre algún punto preciso, aunque lo hacía formulando siempre un ejemplo pertinente, que me dejaba en claro que había comprendido a la perfección lo que yo acababa de explicarle y que su pregunta era, en todo caso, una manera de demostrarme que había asimilado el concepto.

A veces, al salir de la habitación, me topaba con sus padres en el pasillo. Al verme, él bajaba la cabeza y, sin decir palabra, giraba para observar el parque a través de la ventana; pero ella, en ocasiones, me acompañaba un trecho por el largo corredor que conducía a la capilla. Visiblemente turbada, incómoda, estrujándose las manos, solía hacerme tímidas preguntas sobre las reacciones y comentarios de su hija. Había algo trágico en esa mujer tan joven, algo que estaba más allá de su insondable dolor de madre y sobre lo cual pasé mucho tiempo reflexionando. Y creo que ese algo, esa tragedia anterior a la enfermedad de su hija, provenía del hecho de haber perdido o, tal vez, intentando enterrar su fe. Ciertos signos me confirmaban que, en algún momento de su vida, aquella mujer había creído en Dios, y que, ahora, en la hora más difícil de su existencia, lamentaba amargamente no poder contar con el consuelo espiritual que podría haberle procurado la fe.

Hubo una segunda etapa, en la cual Ana se mostró especialmente interesada en la naturaleza del pecado. Quería conocer las diferencias entre un pecado venial y uno mortal, o los matices que diferenciaban a la ira de la crueldad, o las fases que el pecador debía transitar desde el momento del reconocimiento de la culpa y el verdadero arrepentimiento. Sus preguntas eran incisivas, muy inteligentes para una chiquita de su edad que, además, no había recibido otra educación religiosa que ciertos relatos fragmentarios del Evangelio de boca de alguna de sus abuelas. Los problemas que me proponía incluían matices sorprendentes. Una tarde, Ana me preguntó si Jesús había pecado. Le respondí que no, que Jesús, a pesar de haber tenido en ciertos momentos de su vida la opción de pecar, decidió no hacerlo; Jesús no pecó, expliqué, sino que vino al mundo para cargar con nuestros pecados. Entonces Ana sacó a relucir el episodio de la resurrección de Lázaro. Su planteo —que expresó con palabras sencillas— era el siguiente: si Lázaro estaba en el Paraíso, y el Paraíso es un lugar maravilloso del cual ningún alma desea volver, ¿por

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qué Jesús lo revivió? ¿Arrancarlo de aquel lugar de paz y felicidad no era hacerle un mal? ¿Aquella resurrección no era, acaso, una prueba de crueldad, o, quizás, un pecado tan grave como su contrario, es decir, el hecho de asesinar a otro?

Me llevó un tiempo despejar de su cabecita esas y otras dudas centradas siempre en el pecado, el arrepentimiento, la misericordia de Dios y el perdón. Por algún motivo, Ana intentaba averiguar el alcance del amor de Dios a la hora de perdonar. Estaba muy angustiada con aquel tema. Y, sobre todo, con el sacramento de la Confesión, por el cual debería pasar antes de comulgar por primera vez.

Poco tiempo después, Ana me preguntó si “en ese libro mío” —haciendo referencia a la Biblia— aparecían tortugas.

Y, a partir de entonces, no dejó de insistir en el tema.

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¡Yo lo sabía, lo sabía! La cosa no iba a quedar ahí nomás, porque, al final, no hay ningún secreto: cuando uno abre ciertas puertas ya no hay vuelta atrás, y después no hay que sorprenderse si los que vienen rezagados terminan tirando la puerta abajo a patadas y empujones. Y eso es exactamente lo que pasó, a mi humilde entender, cuando la doctora Estévez aceptó que metieran esa tortuga en la habitación 9. Abrió una puerta que no debería haber abierto. Yo se lo dije, ¡y bien clarito se lo dije!, pero claro, una es una simple enfermera; una, al final, no corta ni pincha… Eso sí, a las reuniones semanales con el doctor Laurenti y el resto de los médicos tenemos que asistir igual, y todo el mundo hace que sí con la cabeza, como si nos escucharan, como si tuvieran en cuenta lo que decimos. ¿Y para qué, digo yo, si al final no hacen caso? Todo eso me vino de golpe a la cabeza cuando entré esa tarde a la habitación y, de pronto, me pareció que, en la pecera, había otra tortuga. Me agaché un poco para mirar adentro, porque, al principio, pensé que, a lo mejor, la vista me engañaba, que había sido solo el reflejo contra el vidrio. Pero no, ahí estaba nomás, otra tortuga. ¡Dos tortugas! ¡Dos! Me di vuelta, sorprendida, y la chiquita gritó “que le corten la cabeza”. Si fuera por ella,

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ya no tendría cabeza sobre los hombros, porque cada vez que yo miraba la pecera, o cada vez que se me ocurría decir algo sobre su tortuga, se ponía a gritar “que le corten la cabeza, que le corten la cabeza”. En la habitación había bastante gente, la madre, los abuelos y un muchacho muy parecido al padre —un hermano, supongo—, y de repente todos se quedaron callados, mirándome.

—¿Quién trajo ese animal? —pregunté. Mi tono, lo admito, no era muy amable que digamos, pero aquello

ya pasaba de castaño oscuro. Había sido el muchacho (tal como suponía era uno de los hermanos del padre, el padrino de la chiquita), y lo confesó muy suelto de cuerpo, sin siquiera sonrojarse, como si fuera algo normal eso de andar trayendo animales de contrabando al hospital; porque esta vez ni siquiera se habían tomado la molestia de pasar por los canales oficiales, digamos, ni siquiera el mínimo esfuerzo de preguntar al personal competente si aquello era posible. Así nomás, sin ningún problema, el señor entró con la tortuga como Pancho por su casa.

Bueno, no iba a hacer un escándalo allí. Me callé la boca —¡y cuánto me costó mantenerla cerrada y hacer como que no pasaba nada!— y le tomé la temperatura a la chiquita. Ese día tenía bastante fiebre y estaba muy desganada para todo, salvo para querer “cortarme la cabeza”. Ni siquiera miraba las tortugas en la pecera, así que, al final, ¿para qué traerlas? ¿Para qué llenar la habitación de tortugas? Le administré a la paciente los medicamentos que tenía prescriptos en mi ficha y de ahí me fui directo a verlo a Laurenti.

Yo, como todo el mundo en el hospital, al doctor Laurenti lo estimo mucho. Lo conozco desde hace años. Me consta que es un hombre que no escatima tiempo y esfuerzo en su trabajo. ¿Cuántas veces lo he visto sacrificar fines de semana, feriados, navidades, años nuevos, postergar vacaciones, para estar al lado de sus enfermos? ¿Cuántas veces lo he visto llegar en su destartalado cochecito, sábados y domingos, de madrugada, con la excusa de que tenía insomnio? El doctor Laurenti, además, sabe muchas cosas, y no sólo de medicina. Una podría pasarse el día entero escuchándolo. Yo diría que es un sabio, un sabio un poco delirante y distraído, y con un aspecto personal que deja bastante que desear. Pero él siempre fue así, incluso de más joven, y a pesar de ser jefe de Servicio,

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ya tenía esa facha. Ese es, desde mi punto de vista, uno de sus pocos defectos, una de las pocas cosas que una podría criticarle al doctor. Porque pienso que, aquí más que en ningún otro lugar, hay que estar siempre impecable, impecable de la cabeza a los pies. La gente se guía por las apariencias. Yo soy de la idea de que dejarse llevar por el aspecto exterior de una persona es, a veces, un grave error. Pero, por las dudas, mejor no dar motivos para que los otros nos juzguen negativamente.

Entré en el despacho de Laurenti, como venía diciendo, bastante enojada, y le conté todo. También lo que yo le había dicho a la doctora Estévez en su momento, cuando sucedió lo de la primera tortuga —aunque Laurenti ya debía estar enterado, porque, de una u otra manera, Laurenti se enteraba de todo—, y peor para ella si el doctor le ponía el punto sobre las íes. Yo quería dejar muy clarita mi posición y, ya que estaba, asentar mi protesta, mi absoluto rechazo a permitir la insalubre presencia de animales en las habitaciones. Si seguíamos en esa tesitura, le dije a Laurenti, dentro de poco no íbamos a tener ya ningún control sobre… y de pronto me callé porque me di cuenta de que no me escuchaba. Laurenti estaba en su mundo, o eso parecía. Miraba por la ventana, los ojos perdidos en las ramas de los árboles del parque, rascándose las mejillas sin afeitar. Entonces dijo, con esa voz grave y profunda: “Ah, tortugas, las tortugas son animales muy interesantes, Florita…”. Y me empezó a contar no sé qué cosas sobre las tortugas, con lo cual me di cuenta de que sí me había estado escuchando aunque pareciera que no. Dijo, siempre mirando por la ventana, que las tortugas podían llegar a vivir dos o tres siglos, que ciertas culturas las consideraban inmortales y que los dibujos que tienen en los caparazones son tomados a veces como mapas, caminos que los espíritus debían recorrer después de la muerte, y siguió hablando, contándome no sé qué otras cosas sobre la tortuga en China, la tortuga en la Polinesia, en Oceanía, qué sé yo. Pero, sobre lo que a mí me interesaba, ni una sola palabra. Ni un comentario sobre lo que yo había venido a contarle, es decir, las tortugas en un cuarto de hospital de la ciudad de Buenos Aires. Y, sin dejar de hablar sobre tortugas, el doctor se puso de pie, rodeó el escritorio, me agarró suavemente del brazo, y dos segundos después, sin saber muy bien cómo, me encontré fuera del despacho, sola en el

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pasillo, sin ninguna consigna ni indicación de su parte, ni una palabra de aprobación o rechazo, nada en concreto sobre qué hacer con las dos tortugas de la habitación 9…

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“¡Que le corten la cabeza!” Eso fue lo primero que escuché al entrar en la habitación. Y pensé “¡Dios mío!, hoy Anita está en uno de esos días”. “¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten la cabeza!” Quería cortarle la cabeza a todo el mundo: a los abuelos, a la mamá, a mí. Yo había venido con unos rompecabezas y el dominó, que a ella le gustaba tanto, pero ese día Anita no tenía ganas de jugar. Estaba inquieta, muy nerviosa. De pronto le empezó a salir sangre de la nariz. La mamá salió corriendo a llamar a la enfermera y le hicieron recostar la cabecita hacia atrás. Tuvieron que dejarla así un buen rato, y además ponerle la máscara de oxígeno y, más tarde, cambiarle las sábanas manchadas.

—A lo mejor vengo en otro momento —dije.Pero la mamá respondió:—No, Clara, quédese… Y enseguida Ana agregó que quería quedarse un rato sola conmigo. Aquello era raro. Sobre todo porque, apenas un ratito antes, quería

“cortarme la cabeza”. Además, nunca antes había pedido quedarse a solas conmigo. Con las únicas personas que Anita aceptaba quedarse sola en la habitación, fuera de sus padres o sus abuelos, era el padre Pablo, cuando venía por el catecismo, y, a veces, con el doctor Laurenti. Ni siquiera con la doctora Estévez, que es tan simpática y tiene un don natural para hablarles a los chicos. Así que su pedido me llamó la atención.

Cuando las enfermeras y la mamá salieron del cuarto, yo saqué el dominó y empecé a mezclar las fichas sobre la mesita. Recién entonces me di cuenta de que había otra tortuga en la pecera.

—¡Anita, te regalaron otra tortuga! —dije, y me quedé un rato mirándolas a través del vidrio.

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Son bichos muy extraños, las tortugas. Por más que sean chiquitas, parecen viejísimas, como si en pocos años hubiesen vivido décadas o siglos. La verdad, a mí no me agradan ni me desagradan. Como mascotas, supongo que existen animalitos más vivaces, pero bueno, sobre gustos… La que no puede verlas es Flora. Cualquiera diría que les tiene fobia, o algo así. Como si fueran ratas o arañas. Cada vez que entraba a la habitación, no podía evitar echarles a los pobres bichos una mirada de asco, o hacer algún comentario desagradable.

—Sabés —le dije entonces a Ana—, el otro día le conté a Mariana, mi nieta más chica, que a vos te encantaban las tortugas, y me dijo que te iba a dibujar una. Mi nieta dibuja muy bien, no tan bien como vos, pero muy bien para una chica de su edad. ¿Y cómo se llama la nueva tortuga?

Anita respondió que ninguna de las dos tenía nombre, porque ninguna de esas tortugas era Alicia. Después se quedó mirando las fichas de dominó que yo había dispersado boca abajo sobre la mesita. Tenía los ojitos vidriosos, pobre ángel, debía estar subiéndole la fiebre de nuevo, o tal vez le dolía algo. Con Ana era difícil saberlo porque casi nunca se quejaba. Una se daba cuenta de que estaba sufriendo por ciertos gestos, su manera de contraer los labios, por ejemplo, como si se esforzara en retener un gemido, o la forma de abrir de repente los ojitos, con miedo, con angustia.

—¿Y, jugamos? —le propuse, tocando con la punta de los dedos las fichas.

Pero Ana dijo que no con la cabeza y me pidió que leyera un rato. Sobre la mesa de noche, junto a la pecera, había dos libros: Alicia en

el país de las maravillas y La Biblia de Jerusalén. Agarré Alicia, porque sabía que era su libro preferido. Ana me dijo que no, que abriera La Biblia en cualquier parte y leyera.

Abrí La Biblia, tal como me pedía, y empecé a leerle el Evangelio de San Juan. Estuve un rato leyendo, hasta que Ana me interrumpió para decirme que saltara varias páginas y leyera otro pasaje cualquiera. Me pareció raro, pero hice lo que me pedía. Así fui pasando por el Evangelio de Mateo, el de Marcos, Los Hechos de los Apóstoles, las Epístolas. Al cabo de un ratito de lectura, Ana me interrumpía para pedirme que pasara las páginas y leyera otro fragmento. Yo leía, entonces, a los saltos,

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y ella permanecía en silencio, el ceño fruncido, hasta que decretaba cambiar de página.

Para ser sincera, no sé si Anita escuchaba o no. Tampoco sé si comprendía. Ni siquiera sé si le interesaba comprender. Para mí, era como una especie de juego. Invariablemente, y al cabo de pocos minutos de lectura, me interrumpía y me pedía avanzar o retroceder, sin ningún orden, al azar.

Aquello habrá durado diez o quince minutos. En un momento, Anita me hizo una seña con la mano. Y entonces dijo, dando golpecitos en el vidrio de la pecera con los nudillos:

—¿Ves, Clara? Ni una sola tortuga.

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Mi relación con Ana se degradó sensiblemente a partir del momento en que ella empezó a buscar tortugas en el Evangelio.

A mí, desde luego, nunca me dijo nada. Pero los mensajes me llegaban por intermedio de Clara. Mensajes contundentes y, en ocasiones, algo brutales. Dichos mensajes podrían resumirse, creo, del siguiente modo: Sin tortugas en el Evangelio, todo aquello era inútil. Para Ana, la condición de posibilidad del Paraíso no era otra que esa: la de reencontrarse con Alicia, su tortuga muerta.

Después de sus visitas a la habitación 9, Clara solía llegar a mi despacho agitada y, con su manera de hablar tan peculiar, emitiendo de vez en cuando esos suaves suspiritos, dejaba caer sobre mis hombros el gran peso de la desilusión de Ana; aquel caudal de tristeza y decepción producido por el hecho incontestable de que, en La Biblia, no había tortugas. ¿Cómo era posible que, entre todos los animales que pululan en esas páginas, tanto en el Antiguo como en el nuevo Testamento, no hubiera ni siquiera el rastro de una tortuga?

Para Ana, esta ausencia era inadmisible.Aquella flagrante ausencia de tortugas fue una especie de catástrofe.

De nada sirvió que le explicara que era Dios el que había creado a todos los animales y que, en consecuencia, los amaba a todos por

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igual. Tampoco que le dijera que, en el Paraíso, había lugar para todas las criaturas del Señor. De manera que, al mismo tiempo que su estado físico se agravaba, sus quejas y enojos aumentaban.

Comencé a sentir que mi trabajo se tambaleaba. Lo que habíamos logrado construir juntos en aquellas semanas (a pesar del solapado rechazo de su padre y de una especie de resignada aceptación de parte de su madre) corría el riesgo de desmoronarse.

Ana se preparaba a recibir el bautismo y la primera comunión. Incluso, ya teníamos programada una fecha, en la que recibiría ambos sacramentos. Sin embargo, a partir de aquella desafortunada constatación, Ana inventaba excusas para no recibirme, o postergaba nuestros encuentros.

“En la casa de mi padre hay muchas habitaciones.” El versículo de San Juan volvía una y otra vez a mi cabeza. Ana buscaba una prueba. Y, al no encontrar ningún rastro de tortuga

que pudiera guiarla al cielo que ella imaginaba, empezaba a dudar de la bondad de Dios, de su Misericordia, de la necesidad de bautizarse, de confesarse, de comulgar.

Al cabo de un tiempo de reflexión, llegué a la conclusión de que, si en el Evangelio no existían las tortugas, yo debía inventarlas. De alguna manera, en algún lugar, tenía que hacerlas aparecer.

¿Pero dónde? ¿Y, sobre todo, cómo? La solución no consistía en sentarme a escribir un fragmento

apócrifo del evangelio donde apareciera el animal; no porque me sintiera incapaz de hacerlo o porque me detuviera algún tipo de escrúpulo, sino porque, tarde o temprano, a Ana podía ocurrírsele leer aquel pasaje inexistente. De modo que estaba obligado a incluir al animal de manera sutil, aunque inequívoca. La tortuga tenía que aparecer y, al mismo tiempo, permanecer en las sombras; una presencia evidente e intangible como el amor que recorre el Evangelio.

Y entonces fue mi turno de dudar. Escarbaba en mi memoria, pasaba las páginas de las escrituras, me

detenía en el algún pasaje, lo descartaba, y volvía a hundirme en esa búsqueda infructuosa y desaforada, mientras Ana seguía negándose a recibirme.

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Pasó una semana. Soñaba con tortugas. Con las falsas tortugas de Ana, como ella

misma las llamaba. Eran sueños agobiantes, que rozaban, en ocasiones, la pesadilla. Tortugas ciegas avanzando sobre las piedras calcinadas de un desierto; tortugas devorando tortugas; tortugas a los pies de la cruz, los caparazones sembrados de gotas de sangre. Y entonces me despertaba en medio de la noche, sobresaltado, creyendo que había encontrado una solución, para darme cuenta que seguía tan perdido como al comienzo .

“En la casa de mi padre hay muchas habitaciones.” Yo debía prepararle el camino a Ana, procurarle esa habitación en

la casa del Padre. Un cielo para ella y Alicia, su tortuga. Un cielo para ella y todas las

tortugas.El cielo de las tortugas.

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A pesar de que la anemia la había debilitado mucho y de que, en las últimas semanas, tuvimos que suministrarle oxígeno con más frecuencia, la paciente estaba estable. Y, de un día para el otro, su estado se agravó. Para Laurenti y para mí fue algo bastante inesperado. Un cambio brutal de situación. Y, para la familia, un nuevo y terrible golpe.

Ana pasó un par de días con temperatura muy alta, semi inconciente; tenía los ganglios linfáticos muy inflamados y sufría de hemorragias recurrentes. Recibió apoyo respiratorio, una transfusión y subimos las dosis de analgésicos.

Laurenti o yo pasábamos cada dos horas por la habitación. Los padres no se movían de la cabecera de su cama. El resto de la familia deambulaba por los pasillos o aguardaba en la

sala de espera del piso. Yo veía a las abuelas caminar tomadas del brazo, tenues como fantasmas, yendo de la cafetería a la capilla, de la capilla a los jardines, de los jardines de regreso a los desfondados silloncitos de la sala de espera. Los abuelos eran dos hombres que parecían el exacto reverso físico uno del otro —el primero bajito y algo excedido de peso,

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el segundo muy alto y flaquísimo—; pasaban parte del día sentados en la cafetería, casi sin hablar, la mirada perdida en los ventanales y diarios que no leían abiertos sobre la mesa, entre una multitud de vasitos de café a medio consumir. La hermana de la madre y los hermanos del padre también venían al hospital muy seguido, dos o tres veces por semana, por lo general al mediodía o a la nochecita.

Pablo pasaba mucho tiempo con las abuelas de Ana. Desde una de las ventanas de mi consultorio, podía verlos en el jardín, sentados en un banco, a la sombra de un plátano. Allí pasaban horas los tres, rezando el rosario.

¡Pobre Pablo! Desde que el estado de Ana se había agravado, no parecía el mismo. Lo notaba preocupado, triste, muy cansado. Pocos días atrás me había llamado por teléfono en mitad de la noche para contarme el inusual problema al que se enfrentaba: la ausencia de tortugas en el Evangelio y de qué manera hacerlas aparecer. Estaba obsesionado con el tema. Por más que le daba vueltas y más vueltas al problema, no lograba encontrar una solución. De un tiempo a esta parte, sufría de insomnio. Una mañana, al llegar al hospital, lo encontré en tal estado que le di unos somníferos y le dije que esa noche, antes de acostarse, se tomara dos, porque, si seguía sin pegar un ojo, la iba a pasar mal. Pablo se quedó mirando las pastillitas que le había puesto en la palma de la mano con expresión ausente, las guardó en el bolsillo y se fue caminando por el pasillo en dirección a la capilla.

Me acuerdo que, en algún momento, en la cafetería, le comenté el tema a Laurenti. Y recuerdo también que Laurenti no dijo nada. Cualquiera que no lo conociera, podría haber pensado que ni siquiera me había escuchado.

A la tardecita del segundo día, después de que Laurenti y yo pasáramos juntos por la habitación 9 para constatar que la fiebre de Ana no cedía y que, tal vez, sería necesaria una nueva transfusión, salimos al jardín a tomar un poco de aire. Caminábamos por uno de los senderos, intercambiando nuestras impresiones sobre el estado de Ana, cuando encontramos a Pablo, solo, sentado en uno de los bancos.

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Su aspecto me indicaba que no había dado con la solución al problema. Y que tampoco había tomado los somníferos que yo le había dado unos días atrás.

Pablo nos pidió noticias de Ana. Le dijimos que la fiebre no bajaba y que, si la transfusión que haríamos por la noche no la sacaba de aquel estado semi comatoso, el final llegaría antes de lo esperado.

Pablo apoyó las manos sobre las rodillas, y Laurenti y yo nos sentamos junto a él.

—¿Todavía no encontró a sus tortugas, padre? —preguntó de improviso Laurenti.

Pablo giró la cabeza tan rápido que, por un instante, creí que había recibido un cachetazo invisible.

—¿Cómo? —preguntó Pablo.—Padre, usted se ahoga en un vaso de agua. —¿Qué quiere decir? —Eso, padre. Agua —y Laurenti susurró—: Mateo 14, 22-33… —Mateo 14, 22-23 —repitió Pablo, con un hilo de voz.—También Marcos 6, 45-52 o Juan 6, 16-21.Miré a Pablo. Pablo miraba a Laurenti. Laurenti miraba los árboles. —Escuche, padre —dijo Laurenti, al darse cuenta de que Pablo

seguía sin comprender—, yo siempre pensé que, en realidad, Jesús no caminó sobre el agua. Mejor dicho, mi hipótesis es la siguiente: bajo el agua del lago, había una larga hilera de tortugas, sosteniéndolo. Jesús pisaba y su pie se apoyaba sobre el caparazón de una tortuga. Un corredor algo inestable, un poco resbaladizo, pero eficaz. Y así fue avanzando, digamos, sobre las aguas, pasito a paso, de caparazón en caparazón. Claro que, desde la barca y en una noche de tormenta como aquella, los discípulos no podían verlas, a las tortugas.

Pablo tenía los ojos desorbitados. Tuve que contener la risa. —Ahí tiene sus tortugas, padre —agregó Laurenti—. Y vea, ni

siquiera tiene que renunciar al milagro porque no cualquier mortal congrega bajo sus pies un camino de tortugas, en un lago donde no hay tortugas.

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9 Esa tarde, Julita y yo habíamos estado un buen rato en el jardín con el padre Pablo, rezando el rosario, y después fuimos a ver a Ana. Hacía dos días que ni Verónica ni Gustavo salían del cuarto. Mi yerno estaba pálido, ojeroso, y mi hija apenas se tenía en pie. Les dijimos que fueran a descansar una horita o dos, que nosotras nos quedábamos, pero Vero no quería. Tuve que pedirle que me hiciera el favor de ir a ver su padre, que debía estar en la cafetería, y que se lo llevara a tomar un poco de aire. Recién ahí aceptó.

Julita se sentó de un lado de la cabecera y yo del otro. Escuchábamos la respiración de Ana y el ruido que hacían las

tortugas en la pecera, cuando, con las patas, golpeaban o rozaban el vidrio. También se escuchaban, de tanto en tanto, los suspiros de Julita. La pobre estaba muy angustiada, y no solamente por nuestra nieta. Unos días atrás había tenido un encontronazo fuerte con su hijo, porque Gustavo la escuchó hablándole a Ana de Jesús y no le gustó nada.

Gustavo es el hombre que mi hija eligió, un hombre muy inteligente, el padre de mi nieta, y yo lo respeto. Pero lo que no puedo hacer es respetar esa manera prepotente que tiene de querer imponer sus ideas. Porque una cosa es tener ciertas ideas, y otra muy distinta querer imponérselas a los otros. Hay cosas sobre las cuales mejor no hablar. Yo creo en Dios; Gustavo y Verónica no, y, para mí, ahí termina el tema. Aunque, en el fondo, quién sabe… Después de todo, tal vez ellos tengan razón y nosotros, los creyentes, estemos equivocados. A lo mejor Dios no existe. Yo, por ejemplo, he creído en Dios toda mi vida. En Dios Padre y en su hijo, Jesucristo, y en la Virgen María. He ayudado a mi prójimo, he sido caritativa con los más necesitados, he intentado cumplir con los mandamientos y, cuando cometí un pecado, aunque sólo fuera de pensamiento, me he confesado y he pedido perdón. Pero ahora, la verdad, ya no sé en qué creer. Cuando la miro a Ana, en su camita, ya no sé…

Me puse a mirar a las tortugas y a pensar en lo injusta que es la vida con algunos y de pronto, sin darme cuenta, estaba rezando: “El Señor es

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mi pastor; nada me faltará. Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo…”.

Tic tic tic, escuchaba a las tortugas golpear con sus uñitas el vidrio de la pecera.

Rezaba por costumbre, esa es la verdad. Por costumbre. ¿Para qué mentirme? Igual que cuando rezaba el rosario con Julita y el padre Pablo, en el parque o en la capilla. A él no se lo dije. Igual, qué podía importarme a mí, que el padre Pablo lo supiera o no, que supiera que ya rezaba sin pensar de verdad en lo que decía, por hábito nomás, con la cabeza en otro lugar. No le hacía mal a nadie. Ya había rezado tanto por Anita, le había hecho tantas promesas a la Virgen, y ¿de qué había servido? ¿Alguien me había escuchado, a mí? ¿Era tanto lo que pedía?

De pronto, Anita empezó a agitarse. Quería sacarse la máscara de oxígeno y movía la cabecita de un lado a otro. Nos inclinamos sobre la cama y le agarramos las manitos y le dijimos que estábamos allí, sus dos abuelas, con ella. Ana entreabrió los ojos, la miró a Julita y enseguida giró la cabeza y me miró a mí y susurró algo sobre Alicia y una pala, deliraba, pobrecita. La almohada estaba empapada de transpiración.

En ese momento llamaron a la puerta. Era el padre Pablo. Se acercó a la cama y nos preguntó si podía sentarse, que quería hablar un rato con Ana. Entonces abrió el Evangelio y se puso a leerle el pasaje en que Jesús camina sobre las aguas y, cuando terminó, cerró el libro y le siguió hablando en voz bajita, en un susurro inaudible.

Y, de repente, Ana volvió a entreabrir los ojos, miró al padre Pablo y me parece que le sonrió.

Salí de la habitación, sin hacer ruido, y me fui a caminar por los pasillos. De los dos lados del corredor, las puertas de las habitaciones estaban entornadas. Yo no quería mirar, pero no podía. Todos esos chiquitos en sus camas… Una iba caminando y escuchaba murmullos, toses, las ruedas de una camilla o una silla que alguien empujaba, las puertas del ascensor abriéndose y cerrándose, los pasos sigilosos de las enfermeras cuando pasaban junto a mí y me sonreían y se alejaban por el corredor.

Todos esos chiquitos detrás de las puertas entornadas… ¿Cuántas habitaciones había en ese hospital?

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Casi sin darme cuenta llegué a la capilla. Estuve a punto de entrar a rezar, pero entonces me di cuenta de que estaba muy cansada de rezar. Harta. Porque, al final, rezar no servía de nada y yo ya no tenía más ganas de rezar.

En la penumbra, sentado en un banco, de espaldas, había un hombre.

Me pareció que era a Gustavo y estuve a punto de ponerme los anteojos, para ver mejor, pero después me dije que era imposible, que no podía ser mi yerno, y seguí caminando.

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Ana se recuperó el tiempo suficiente para ser bautizada, confesarse y tomar la comunión.

La breve mejoría fue, creo hoy, un pequeño milagro. Nunca podré agradecerle del todo al doctor Laurenti el haberme

dado la clave que yo no lograba encontrar, el hallazgo de aquel camino subacuático de tortugas que le permitió a Ana partir en gracia con el Señor.

Como ya expliqué, Ana temía particularmente el momento de la confesión y, para afrontarlo, se preparó a conciencia. Me propuso nuevas dudas e interrogantes sobre la naturaleza del más allá y el pecado. El día previo a la confesión, le recomendé que reflexionara, que examinara a fondo su conciencia. Y, para finalizar, le hice la aclaración que le hago a todos los chicos: decir malas palabras no es pecado, sino mala educación. Pero ella, aun en esas horas previas a la confesión, seguía más interesada en determinar cuán grave podía llegar a ser una mentira o qué castigo correspondía a un simulador, que en esos otros errores más comunes e inocentes en los que suelen recaer los niños.

El momento de la confesión lo recuerdo bien. Me presenté en la habitación a las tres de la tarde en punto, como

habíamos dejado estipulado previamente, y los integrantes de la familia fueron abandonando el cuarto uno a uno, algunos muy serios, abstraídos, y otros con una leve sonrisa en los labios. La puerta se cerró a mis

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espaldas y avancé hacia la cama. Le pregunté a Ana si estaba lista y ella asintió con un movimiento de cabeza.

Tanto para mí como para ella, fue un momento muy especial y emocionante. Sólo diré que recién entonces comprendí la obsesión de Ana por ciertos aspectos relacionados con el pecado y la culpa, y, sobre todo, aquella preocupación constante por Alicia, la tortuga decapitada en el jardín. Y sobre esto no agregaré nada más, pues estaría faltando al voto de silencio.

El día de la comunión organizamos una fiestita en la capilla, a la cual asistieron sus familiares (su padre también), algunas enfermeras, la doctora Estévez y Clara. Había una torta y Ana quiso llevar la pecera con las tortugas, que ahora —para desesperación de Florita—, eran tres, porque su tía le había llevado otra como regalo de comunión.

Durante la ceremonia, acomodamos la pecera con las tortugas a un costado del altar, cerca de la silla de ruedas de Ana. Era raro ver a las tortugas allí, a los pies de una imagen de la Virgen de Luján, golpeando las paredes de vidrio con sus patas, estirando los cuellos arrugados hacia lo alto.

A partir de entonces, pude constatar en Ana un cambio radical. Nunca más volvió a hablar de Alicia. Tampoco volvió a enojarse con nadie, como si temiera mancillar la calma espiritual que había ganado al liberarse del peso que la acongojaba.

Durante los últimos días, a pesar de su estado de debilidad, esperaba que yo pasara a verla y me pedía que la sacara a pasear por el jardín. La sentábamos en la silla de ruedas, Ana pedía que le alcanzaran la pecera con las tortugas, acomodaba la pecera sobre su regazo y salíamos al parque.

En esos paseos, hablábamos, sobre todo, del cielo de las tortugas y de las múltiples ocupaciones que allí debían desempeñar, como por ejemplo pintar nubes, dar cuerda al revés a los relojes, cubrir con bolitas de algodón las púas de los puercoespines, esconderse dentro de distintos sombreros, y muchos otros trabajos reservados a las tortugas, trabajos que, dada la proverbial lentitud de las mismas, no requerían ser terminados con urgencia.

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Una tarde de finales de noviembre —el aire estaba cargado de insectos y del aroma del pasto recién cortado—, yo empujaba la silla de ruedas por uno de los senderos del parque. Ana iba en silencio, mirando las tortugas dentro de la pecera. Le pregunté si, por fin, les había encontrado nombre, pero Ana volvió a darme la misma explicación de siempre; aquellas eran, dijo, falsas tortugas y, por lo tanto, no necesitaban nombre.

Volvió a quedarse callada durante varios minutos, la cabeza inclinada, pensativa, mientras yo empujaba la silla bajo una doble hilera de tilos.

De repente, me preguntó si era posible dejar a las tortugas allí, en el jardín.

—¿Estás segura? —le pregunté.Ella asintió. Seguimos avanzando por los senderos, bajo la sombra de plátanos

y eucaliptos. Ana se tomaba su tiempo. Elegía con cuidado en qué sitio dejar a cada tortuga —en un cantero o junto a la fuente—, y así las fuimos liberando en distintos lugares del jardín.

Y, cuando empezó a oscurecer, regresamos a la habitación.

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La vida de mi madre

Ángela Pradelli

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Cuando a mi madre le dieron el diagnóstico, hacía cinco años ya que no la veía. La última vez que nos habíamos visto fue para un cumpleaños mío. Yo cumplía veintiséis y mi madre me había invitado a comer a su casa. Nos peleamos durante la cena, ya ni me acuerdo por qué, pero desde aquel día no habíamos vuelto a vernos. En el último tiempo, ni siquiera nos habíamos llamado por teléfono. A mí siempre me costó entender a mi madre.

Mi madre tenía una piel fina y tan blanca que le hacía resaltar los ojos verdes y grandes. Era una mujer alta y caminaba siempre como si fuera al encuentro de algo especial. Era su porte. Siempre el pecho se le adelantaba al resto del cuerpo. Cuando yo era chico me gustaban sus manos largas, sus uñas grandes y pintadas. Mi madre deslumbraba a todos. Por su belleza, por su modo de andar, por su conversación también. Hasta los doce o trece años tuvimos una relación normal. Nos queríamos, ella me cuidaba y aunque siempre tuvo un carácter muy fuerte, durante mi infancia nos entendíamos bien.

Pero las cosas cambiaron entre nosotros desde que entré en la adolescencia. Un día, todo empezó a complicarse y ya no pudimos volver atrás. Yo reconozco que no fui un adolescente fácil. Me llevaba muchas materias y siempre las rendía mal. Las cosas nunca me salían como ella esperaba. Me criticaba todo, mis amigos, mis novias, mis salidas. Yo era un desastre y ella, una mujer de mucho temperamento, muy impulsiva. Con el alcohol empecé temprano, tendría catorce años. Los sábados, ya a esa edad, me iba de casa a la tarde y no volvía hasta el domingo al mediodía. Empezaba a tomar temprano y el domingo volvía a cualquier

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hora, hecho un desastre. A ella le daban ataques de ira cuando me veía llegar así.

Por eso, porque en los últimos cinco años nunca nos habíamos visto, me pareció raro esa noche llegar a casa y encontrarme con su mensaje. “No vale la pena, Patricio.” Me dijo eso y después hizo silencio antes de completar la frase. La respiración lenta de mi madre salía por el micrófono del contestador. ¿Respiración lenta?, ¿esa era ella? Mi madre tenía ahora cincuenta y seis años. Seguro que seguiría siendo joven, ¿qué había pasado con su naturaleza enérgica? Me pareció que iba a cortar y que a último momento se había arrepentido y había completado la frase: “No vale la pena tanta mala sangre”, dijo y largó un suspiro.

Mi madre era profesora de literatura. Había ejercido unos años en la secundaria pero se cansó rápido de enseñar. Su pasión no estaba en las aulas sino en la lectura, y por eso aceptó ese cargo en la biblioteca y renunció a la docencia. Lo que más le gustaba era leer para saber de todo. Se la pasaba haciendo cursos de historia del arte, de cine, de música. Además de literatura, leía también artículos de divulgación científica. Todos sus libros estaban subrayados. Hacía observaciones en los márgenes, anotaciones, resúmenes de los capítulos, escribía frases en la última hoja de cada libro que leía. Siempre tuvo una obsesión por aprender.

Mi madre tenía un amigo poeta que había conocido en la biblioteca en la que trabajaba. El poeta iba todas las tardes, le pedía algunos libros y le recomendaba otros. Se hicieron amigos enseguida. A ella le daba alegría esa amistad y el día que lo invitó a casa por primera vez compró una botella de whisky para él. Era un whisky caro y yo me puse contento porque en casa nunca había nada de alcohol. Ella me advirtió que ni se me ocurriera tomar y guardó la botella en el mueble del comedor.

—Es de los mejores —le dije.—Bueno —me dijo ella cerrando la puerta del mueble—, es que no

cualquiera tiene un amigo poeta. Los dos pasaban buenas horas leyendo poesía en el living de mi

casa. Ella no tomaba pero le gustaba servirle a él en los vasos de boca ancha.

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Cinco años sin ver a mi madre y ahora al volver a casa la encontraba en el contestador del teléfono diciéndome algo que yo no terminaba de entenderle. Me preparé algo de comer y volví a escuchar el mensaje. De qué hablaba mi madre. En la repetición de ese mensaje absurdo sobre la pena y la mala sangre, me pareció que el silencio del final se había hecho más largo.

Muchas veces, cuando yo entraba a casa y mi madre estaba ahí con el poeta, los dos sentados en los sillones del living, él tomando whisky y ella leyendo poesía en voz alta, me había preguntado qué hacia mi madre al lado de ese hombre un poco encorvado que usaba camisas arrugadas. Pero ella estaba feliz las tardes en que él venía a verla y todos los meses traía de la licorería una botella de whisky. Una noche me descubrió tomando en mi cuarto y le dio un ataque de furia. Yo me había llevado la botella a la habitación muchas veces pero ella nunca se había dado cuenta antes. Tal vez había empezado a sospechar, no sé. Yo estaba tomando del pico. Ya era muy tarde, se suponía que mi madre estaba durmiendo. De repente, se abrió la puerta y apareció ella gritándome como si le quemara la boca del estómago. Después de aquel episodio, se compró un fibrón indeleble y marcaba el nivel del whisky con una raya en la botella.

La noche en que encontré el mensaje de mi madre en el contestador tardé en dormirme. ¿Y si era uno de sus chistes? Mi madre podía, por nada, enojarse hasta la furia, pero también era irónica y a veces muy graciosa. Esa frase podía ser una introducción a uno de sus chistes malos. Al día siguiente volvió a llamar. El mensaje esta vez era sólo un silencio largo. Y nada más.

Cuando yo estaba en tercer año de la secundaria, se abrió un taller de teatro en la escuela y ella me pidió que me anotara. Debe de haber sido la única cosa que hice que la puso contenta. No creo que se haya sentido orgullosa, pero estaba contenta. Fue un tiempo de tregua en nuestras peleas pero duró poco. A mí me seguía yendo mal en las materias y tenía problemas con los profesores. Un día la directora la citó para decirle que yo estaba casi en el tope de amonestaciones, que era un maleducado, que los profesores ya no me querían en sus clases y que si seguía así iba a repetir. Mi madre llegó a casa furiosa, fue directo a mi pieza, me puso algo de ropa en mi mochila y me echó de casa.

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Me fui a lo de un amigo que vivía con sus abuelos y me quedé con ellos. Esos días, mi amigo y yo nos rateábamos juntos. El viernes siguiente la directora llamó a mi casa. Un profesor nos había visto tirados en la plaza tomando cerveza. La directora volvió a llamar a mi madre y le dijo que ahora arrastraba a otros conmigo, que ese era el límite, que me expulsarían. Mi madre tomó un taxi y fue a buscarme. No aceptó entrar a la casa como le pidieron los abuelos, y desde la vereda gritaba tanto que salieron algunos vecinos a ver qué pasaba. Yo salí así como estaba, sin mochila, nada. Me subí al taxi y volvimos a casa. Así era mi madre, una mujer de impulsos que, cuando algo iba en contra de lo que ella pensaba, tenía respuestas irracionales, y contradictorias también. Podía ser muy cruel, conmigo sobre todo, pero la suya era una crueldad impulsiva. Si algo chocaba con lo que ella creía que debía ser, se exaltaba en un segundo, sentía una repulsión ardorosa que no podía contener y explotaba. No podía dominar su cólera. Volví a casa, ella buscó un escondite para la botella de whisky, a mí me reinscribieron en la misma escuela, y el año fue pasando. Pero la verdad es que ella y yo no podíamos estar juntos. Para los dos era muy difícil vivir en la misma casa. Aguanté todo lo que pude y a los veinte, cuando se murió mi abuela, me fui a vivir a su departamento, que había quedado para nosotros. Incluso separados, las pocas veces que nos encontrábamos, siempre discutíamos y terminábamos peleados.

Después de sus llamados, dejé pasar unos días y fui a verla a la biblioteca. La encontré en uno de los mostradores atendiendo a un grupo de estudiantes. Le dije que había escuchado su mensaje y que la esperaba en la puerta de la biblioteca. Unas nubes negras habían ensombrecido el aire. Mi madre salió unos minutos después y nos fuimos juntos, atravesando la plaza.

—Se puso feo —dijo ella mirando el cielo—, se está preparando una tormenta.

Ninguno de los dos había llevado paraguas y apuramos el paso.—¿Seguís con la actuación? —me preguntó ya cuando terminábamos

de cruzar la plaza.—Sí, ahora dirijo también, y escribo.

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Corrimos cuando se largó la lluvia pero nos mojamos igual y entramos al bar empapados.

—¿Estás más flaca? —le pregunté mientras nos sentábamos a una mesa al lado del ventanal que daba a la calle.

Ella se pasó una servilleta de papel por la cara para secarse las gotas de lluvia. Vi esa piel lisa y sedosa de mi madre. Sentados los dos ahí, al lado del ventanal, volví a ver a la mujer que me había criado y que me leía cuentos y poemas de autores ingleses. Pero estaba distinta.

—Estoy distinta, sí, me puse amarilla —me dijo.—¿Qué tenés?—Cáncer en el páncreas —dijo. Yo hubiera preferido el silencio largo del mensaje en el contestador

pero ella lo había largado y ahora ya estaba dicho.Al día siguiente mi madre tenía consulta con el doctor Saucedo.

La esperé en la puerta del consultorio y le pedí que entráramos juntos. Mi madre no era una paciente fácil. Se había pasado la vida leyendo no sólo literatura sino también temas de salud y enfermedad. Pero lo peor no era eso, lo peor era que mi madre les tenía miedo a los médicos. Con Saucedo se llevaba bien y le tenía cierta confianza porque lo conocía desde hacía algunos años y además era el médico que había atendido a mi abuela. Pero la verdad es que los médicos la asustaban, le daban miedo.

—¿Cómo le fue con la medicación? —le preguntó Saucedo.—Doctor, tengo cáncer en el páncreas. Yo sé lo que es eso. Si tomo

todo lo que usted quiere que tome voy a explotar. —No exagere.—Le digo que sí.El tumor estaba en la cabeza del páncreas y le obstruía el flujo de la

bilis desde el hígado al intestino. La enfermedad ya estaba muy avanzada cuando le dieron el diagnóstico. Algunos días, el nivel de ictericia era más alto y se ponía más amarilla. Saucedo leyó los estudios y le preguntó si la orina se había puesto más oscura. Mi madre le dijo que no aunque sin demasiado énfasis. Y no quiso subirse a la balanza para que Saucedo le controlara si había bajado de peso.

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—Los valores de la bilirrubina están altos. Hay acumulación de sales en la bilis —dijo Saucedo—. La obstrucción es importante. En los próximos días puede notar algún cambio en la orina —explicó—, puede ser que la orina se oscurezca.

Saucedo remarcó que el tumor estaba comprimiendo las vías biliares. Se sacó los anteojos y estiró la espalda hacia atrás. Y que era irresecable, dijo. Después hizo un dibujo de un páncreas sobre una hoja de recetario.

—¿Ese es mi páncreas? —preguntó mi madre.—No, este no —dijo él y dibujó un tumor en el extremo más ancho.

Dentro del páncreas dibujó también unas rayas, que eran la bilis y, en su camino hacia el intestino, se topaba con el tumor que hacía interrumpir la circulación en las líneas dibujadas por Saucedo—. Su páncreas es este —dijo.

Esa fue la primera vez que yo oí hablar de la sedación terminal.Empecé a ir casi todos los días a la casa de mi madre. A pesar de

que había pasado el tiempo, mi madre había mantenido cada cosa en su lugar. Sólo había pintado las paredes y las puertas pero el resto estaba igual que siempre. Los muebles, los cuadros, las fotos. Lo único nuevo era un reloj de péndulo que cada media hora hacía sonar las campanadas. Me dijo que le gustaba esa música nueva que sonaba en la casa y la orientaba en las horas.

Fueron unos días difíciles porque mi madre se negaba a tomar las pastillas a pesar de que Saucedo le había dicho que eran calmantes para aliviarle el dolor de estómago. Por esos días empezamos a caminar por las tardes porque ella decía que le hacía bien. El verano empezaría en unos días. Caminábamos casi sin hablar, sin apuros.

—Siempre me gustó el verano —dijo ella, y se estiró para arrancar unas ramas cortas de un tilo frondoso que ya tenía las flores abiertas.

Le dije que Saucedo tenía razón, que era importante que empezara a tomar la medicación.

—Este es mi último verano —dijo mi madre.Hubiese querido tener las palabras justas para usar en ese momento.

Ella se acercó las hojas del tilo para oler el perfume de las flores.—¿Qué decís? —la reté.—Es bueno saberlo —dijo.

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—No repitas esas cosas —le dije.—Es la verdad —dijo ella— y sería más triste no decirla.Ni me animé a contradecirla. Mi madre era una mujer intensa.

Quizás ese era también un pensamiento intenso.Antes de volver me pidió que buscáramos una farmacia para

comprar una caja de Sertal Compuesto. Era todo lo que ella aceptaba tomar, un analgésico de vez en cuando para calmar un poco los dolores.

El poeta seguía visitándola por las tardes.—Servile un whisky —me ordenaba ella cada vez que él llegaba. —Ya no hacés las marcas en la botella —le dije un día.El poeta se rió.—Ya no —dijo mi madre—. Cuando se acaba, se acaba.Una tarde de fines de diciembre me pidió que llamara a Saucedo.

Estaba ojerosa y más amarilla que nunca y le había salido un sarpullido en todo el cuerpo.

—Hice un pis oscuro, parece barro —dijo mi madre.Saucedo me dijo que la llevara a la clínica, quería hacerle nuevos

estudios. Ella había dejado el carnet de la obra social y el teléfono de la emergencia sobre la mesa del comedor. Había puesto un camisón y unas pantuflas en un bolso y algo de dinero en su billetera. En el taxi me dijo que no me olvidara de pagarle la factura de luz y de agua que vencían en unos días. El taxista tomó por una calle lateral porque la avenida estaba trabada de tanto tránsito.

—¿Me oíste? —me preguntó mi madre. Me pareció que tenía los ojos amarillos.Saucedo nos estaba esperando y ni bien le avisaron de recepción

que habíamos llegado, salió del consultorio. Yo tenía el bolso con la ropa colgando de un brazo. En la mano, el carnet de la obra social, los últimos estudios. Aunque la enfermera insistió, mi madre se negó a sentarse en la silla de ruedas.

—¿Por qué? —la encaró—, si puedo caminar.La enfermera le dijo que se llamaba Nancy y le ofreció que se

agarrara de su brazo pero mi madre tampoco quiso. Caminamos por un pasillo bastante angosto. Saucedo iba adelante, nosotros tres lo seguimos.

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—Qué feas son estas luces artificiales —dijo mi madre señalando los focos que irradiaban una luz mortecina desde las paredes.

Saucedo y yo entramos a uno de los consultorios. Ellas dos siguieron hacia el área de internación que estaba al final del pasillo.

—Hay que ponerle un stent en el conducto biliar —me dijo.—¿Y si no quiere? —le pregunté.—Hay que hacerlo rápido —dijo—. Se moriría si no, en horas.

Ya tiene ictericia también en la conjuntiva, tiene los globos oculares amarillos.

El stent era un dispositivo metálico que le pondrían en el conducto biliar para que la bilis pudiera drenar. Eso disminuiría la ictericia. Me sorprendió, y fue un alivio para todos, que mi madre no pusiera ninguna resistencia al stent.

—Pero si las cosas se complican en el quirófano —me advirtió—, no quiero que me enchufen, ¿me oíste?

Lo mismo le dijo a Saucedo, y a Nancy. Estaba dispuesta a morirse de dolor y de tristeza pero no quería sobrevivir enchufada ni un día. Y dijo que, antes de entrar el quirófano, quería dejar firmada la aceptación para recibir la sedación terminal, pero no hubo tiempo.

Cuando salimos de la clínica, mi madre ya no tenía la piel amarilla y casi no se le notaban tanto las ojeras. No quiso que el poeta viniera a visitarla todavía y me pidió que la llevara a pasar unos días a la playa. Unos amigos nos prestaron su casa en Mar del Sur y nos quedamos allí una semana. La casa quedaba frente al mar. Una mañana mi madre abrió la ventana que daba a la playa y apoyó sus brazos sobre el marco de madera.

—Me gustaría atrapar la felicidad —dijo con los ojos cerrados.Durante esa semana en Mar del Sur, mientras almorzábamos o

caminábamos por la playa, mi madre me hacía muchas preguntas. Quería saber si estaba enamorado, insistía con eso, que le contara mis cosas, que le dijera cómo eran las chicas que me gustaban. Después de cenar hablábamos de teatro, de las colecciones de teatro universal que había en la biblioteca en la que trabajaba. Me preguntaba qué obras de Chejov había leído, me dio clases de Shakespeare en general y de Hamlet en especial. En ese tiempo en la playa, mi madre había vuelto a brillar en su

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erudición. Quería también leer el monólogo del carnicero que yo estaba escribiendo y que estrenaría a principio de año, pero preferí que no lo leyera y a cambio le di el último cuento que había escrito. Esa noche, como todas después de cenar, fui a tomar algo al bar que estaba sobre la playa y volví más tarde que nunca. Al día siguiente me desperté cerca del mediodía. Mi madre ya estaba en la playa. La vi desde la misma ventana en que un día antes ella había querido atrapar la felicidad. Estaba sentada de espaldas a la casa. Se había puesto un sombrero rojo en la cabeza. Bajé a la playa y comimos unos sánguches de salmón asado. La arena estaba tibia. Mi madre me ofreció un poco de limonada, me dijo que le había puesto jengibre, que la tomara, que me haría bien para la resaca. Estábamos comiendo la fruta cuando le pregunté si había leído el cuento. Mi madre asintió con la cabeza y no dijo nada más.

—¿Y qué te pareció? —insistí.—Un asco —contestó. A la semana nos volvimos a Buenos Aires. Yo retomé los ensayos

del monólogo que estrenaría en marzo. Mi madre se sentía bien, y pasó un verano bastante tranquilo, aunque también tuvo sus reacciones de furia, pero era su furia genuina, la que ella alojaba en las vísceras. La que yo le conocí desde siempre. Su irritación más verdadera, que le hacía disparar las palabras desde las entrañas. Parecía que todo volvía a su lugar, que las cosas serían como habían sido siempre. Salvo por los sueños, porque por esa época mi madre empezó a tener pesadillas, que no me las contaba a mí pero sí a Saucedo. “Tengo sueños de arrebato, doctor. De repente dejo de estar”, le contó una vez mi madre.

Ese verano, yo había empezado a ensayar el monólogo, cuando me enteré que se había abierto una convocatoria a audicionar para La tempestad.

—Shakespeare —dijo mi madre—, qué bien.Me insistía sobre la importancia de leer varias veces el texto en

voz alta si quería empezar a escuchar la voz del personaje. El día de la audición quiso acompañarme. Cuando llegamos al teatro, mi madre pidió quedarse en la sala. Se sentó en la última fila y desde el escenario, la vi. Aunque sin sonido de palmas, mi madre aplaudía. A la salida me esperó en el hall del teatro.

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—No estuviste mal —me dijo.Quedé entre los seleccionados y pasé a una segunda audición, a

la que también fuimos juntos, pero esta vez a mi madre no le gustó mi actuación y mientras volvíamos caminando, me dijo que no se me entendía el final de las oraciones, que tenía que hablar más claro, que me paraba mal en el escenario y que se notaba que yo no sabía dónde poner las manos.

Me olvidé de Shakespeare y me dediqué a ensayar mi monólogo del carnicero, que estrenaría en marzo. Mi madre quiso leerlo así que le dejé una copia, le conté también que estaba buscando un gorro de carnicero para mi vestuario. Le pregunté si ella sabía dónde podía comprarlo. Al día siguiente mi madre me esperaba con el monólogo sobre la pequeña mesa de la cocina

—Sentate ahí —me ordenó señalándome una silla.Mi madre sacó una jarra con agua helada de la heladera, sirvió un

vaso para cada uno y se sentó frente a mí.—Tenés mucha imaginación —me dijo. Ella tomó un sorbo de agua y se presionó los labios para secarse la

humedad.—Para lo bueno y para lo malo. —¿Qué querés decir?Mi madre levantó mi monólogo y lo balanceó en el aire hasta que lo

dejó caer y las hojas se deslizaron sobre la pequeñez de la mesa.—No sé por qué escribís estas cosas horribles —me dijo.No volvimos a hablar del tema, ni del libro, ni de la puesta. Ella

no vino a los ensayos, pero un día me avisó que me había conseguido el gorro para la obra. Se lo había pedido a su carnicero y ya lo tenía lavado y planchado. La invité al estreno pero vino recién a la segunda función. No me había avisado y la descubrí después de diez minutos, estaba sentada en una butaca en la mitad de la última fila. Que el gorro de carnicero me quedaba perfecto, me dijo a la salida, y que todo había estado muy bien.

Fue en marzo también cuando empezó a ponerse otra vez amarilla. El verano estaba casi terminándose pero los días no se habían acortado todavía y nosotros, dos veces por semana, aprovechábamos para caminar antes de que oscureciera. Ahora tardábamos más en hacer un recorrido

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mucho más corto. Mi madre había perdido su porte, ya no tenía ese paso seguro y hasta parecía que el pecho se le iba cerrando cada vez más. Ese día habíamos ido caminando por la calle bordeada de plátanos que desemboca en la estación, pero tardamos mucho en llegar, no sólo porque mi madre ahora caminaba más despacio sino porque cada tanto ella se detenía a mirar los árboles que estaban empezando a perder las hojas.

—Creo que se está terminando mi paraíso artificial —me dijo cuando estábamos llegando a la estación.

A la vuelta me pidió que compráramos una caja de Sertal Compuesto en la farmacia que estaba frente a la plaza, así que tuvimos que desviarnos y tomar por una calle paralela. Habían vuelto los dolores abdominales. Hacía unos días que venía notando que la ropa ahora le quedaba bastante suelta pero mi madre tampoco quiso pesarse en la farmacia. Llamé a Saucedo esa misma noche y me dijo que quería verla cuanto antes.

—Ya no tengo fuerzas para nada —me dijo mi madre.El día que tuvo la primera convulsión, Saucedo no pudo venir

porque estaba operando. La que sí vino justo ese día fue una prima de mi madre, creo que era con la única de sus parientes con la que se veía de vez en cuando. Me dijo que era una vergüenza lo que yo estaba haciendo. Que en mi lugar ella ya la hubiera internado para que le hicieran los tratamientos. Que yo tenía que obligarla porque para eso era su hijo, y que tenía que cuidarla. Me preguntó si yo no tenía corazón o qué.

Los resultados de los últimos análisis habían empeorado. Mi madre estaba descompensada. La glucosa estaba muy alta. Los ganglios linfáticos estaban comprometidos. La bilirrubina había empezado ya a afectar otros órganos y las convulsiones podían repetirse. El resultado del estudio de las enzimas pancreáticas tampoco era bueno. Saucedo sugirió la internación para que mi madre estuviera atendida y controlada las veinticuatro horas. Ella, por supuesto, se negó.

—Cuando llega el final de la vida, hay que morirse —dijo. Ese día mi madre le pidió a Saucedo que le dieran la sedación

terminal, que lo tenía decidido. Saucedo volvió por la tarde y los tres hablamos de cómo sería, qué había que hacer.

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A la mañana siguiente mi madre pidió levantarse y estuvimos sentados en los sillones del living. Había adelgazado mucho y se cansaba enseguida. Ni siquiera quiso atender al poeta cuando la llamó por teléfono. Los dolores en el abdomen eran ahora más agudos.

—Los médicos complican mucho la muerte —dijo mientras se abrazaba el vientre.

Esa misma noche, mi madre perdió su voz. Ahora hablaba con una voz muy apagada y había que hacer un esfuerzo para entenderla, una voz ya opaca, como si fuera otra mujer.

El texto de conformidad para que mi madre recibiera la sedación terminal lo tuvimos que firmar los dos. Una enfermera vendría a aplicarle la inyección a la casa y unas horas después, moriría. Mi madre pidió que para la aplicación llamáramos a Nancy, aquella enfermera que la había atendido en la clínica. Después de la discusión del primer día por la silla de ruedas, esa muchacha había sido para mi madre la mejor enfermera. Nancy vendría al día siguiente, el viernes a la noche, al terminar su guardia en la clínica.

Cuando nos quedamos solos mi madre me pidió que les avisara a algunas personas que ella iba a morir y que le gustaría saludarlos. Que los que quisieran, pasaran a despedirse y que no iba a haber velorio. Que llamara también a un sacerdote para que le diera la extremaunción. El viernes, el primero que llegó fue el poeta, justo cuando el reloj daba la campanada de las cuatro y media de la tarde. Mi madre pidió levantarse y que sirviéramos el té ahí en el cuarto. Traje la pequeña mesa de la cocina y las sillas. Ella me indicó que pusiera el mantel celeste. El poeta y yo estábamos acomodando las tazas sobre la mesa cuando llegó el matrimonio que vivía en la casa de al lado, hacía más de treinta años que eran vecinos. Ella había preparado el budín de naranjas y nueces que a mi madre le gustaba. Hice un té negro en hebras y traje tres tazas más cuando llegaron el director de la biblioteca y dos compañeras que habían trabajado con mi madre los últimos diez años. Esa mañana mi madre había recuperado su voz y aunque se agitaba bastante al hablar, se le entendía todo sin problemas.

—Pero, Patricio —dijo mi madre mirando la mesa—, estás poniendo tazas de juegos diferentes.

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Era cierto. Había algunas con flores, otras lisas con un borde dorado y otras de colores fuertes. Algunas ni siquiera combinaban con los platos, pero eran las tazas que había encontrado en la alacena de la cocina. La prima llegó con un ramo grande de margaritas y cuando entró Saucedo se sorprendió de encontrar a tanta gente y tuvo que sentarse en la cama porque ya no entraban más sillas en el cuarto.

—Somos torpes para las despedidas —dijo mi madre. La vecina se ofreció para cortar el budín. Dijo que si se cortaban

raciones medianas, rendiría catorce porciones, o más. Mi madre le preguntó al poeta si había traído sus últimos poemas y dijo que la ponía contenta que todos estuviéramos ahí. El director de la biblioteca se acomodó en la silla.

—Falta el sacerdote —dijo mi madre.—Está rico el budín —dijo una de sus compañeras. Y, menos el

director de la biblioteca, todos asintieron.Después su prima fue a la cocina y preparó más té. Nos cruzamos

en el pasillo.—No tenés perdón de Dios —me dijo.Cuando volvimos a entrar en la habitación de mi madre Saucedo

hablaba de sus pacientes, que en unos días empezarían las alergias del otoño, dijo. La prima ofreció a todos otra taza de té recién hecho.

—Ya nadie toma té en hebras —comentó una de las bibliotecarias. —Y eso que es más sabroso —dijo la prima mientras nos llenaba

las tazas por segunda vez—, y tiene otro cuerpo.Todos estuvieron de acuerdo con eso. Todos, menos el director

de la biblioteca, que estaba ensimismado. Nos había aceptado sólo la primera taza de té pero no había querido comer nada y no habló una palabra. La vecina dijo que ahora se prefería el té en saquitos por una cuestión de tiempo, que por qué iba a ser si no.

El director de la biblioteca miró a mi madre y bajó la vista.—Tengo el esmalte de las uñas saltadas —dijo mi madre.—A mí tampoco me duran nada —dijo una de sus compañeras de

trabajo. —Es que los esmaltes vienen muy malos ahora —dijo la otra.Ya todos se habían ido cuando llegó la enfermera, faltaban todavía

unos minutos para las ocho.

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—¿Por qué no habrá venido el sacerdote? —preguntó mi madre.—Todo va a estar bien —dijo Nancy, y mi madre asintió con la

cabeza. —Pero qué pena que no vino —insistió mi madre. Tenía los

hombros muy caídos y el pecho se le hundía cada vez más. Nancy cortó la ampolla y preparó la inyección.

—No va a dolerte —le dijo Nancy a mi madre.Yo esperé en la cocina. Desde allí, oí que hablaban bajo, y rápido,

como si estuvieran contándose secretos urgentes. Después mi madre y yo nos quedamos solos. —¿Cómo —peguntó ella cuando escuchó sonar el reloj en el

comedor—, ya son las nueve?—No sé — le dije—, no conté las campanadas.Mi madre me preguntó si estaba cansado y me pidió que apagara

las luces. Sólo dejamos encendido el velador de su mesa de noche, y eso estuvo bien así porque hay ciertos momentos en que las luces fatigan, lastiman los ojos. Fue un alivio esa penumbra que bajó sobre nosotros y se deslizó como una seda.

Saqué una de las almohadas para que mi madre pudiera recostarse y estuviese más cómoda. Ella me dijo que dejara la persiana abierta y que corriera apenas la cortina para que entrara algo de aire. Me acosté a su lado y me quedé dormido. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Cuando me desperté mi madre me preguntó por el gorro de carnicero. El leve resplandor de la lámpara nos alcanzaba a los dos con una luz suave. Todo lo demás en ese cuarto, su cartera colgando del picaporte de la puerta, el esquinero con sus libros, la silla al lado de la cómoda, su sombrero de playa arriba del ropero, los portarretratos en la pared, sobre la cabecera de la cama, todo estaba sumido en la oscuridad. Todo, menos nosotros dos. Le dije que llevaría siempre conmigo el gorro del carnicero, que lo colgaría en todas mis obras.

—¿Y cuando hagas Hamlet, qué?—También —le contesté.—Estás loco —dijo y se rió.—Lo voy a colgar de un clavo en la pared y voy a decir que es el

gorro del carnicero de Hamlet.

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Ella sonrió y me pidió agua porque tenía la boca reseca. La pileta de la cocina estaba repleta de tazas sucias, restos de hebras, cucharas, platos, migas de budín. Puse agua en un vaso grande y le agregué unas astillas de hielo. Pero mi madre casi no tenía fuerzas para incorporarse, así que acerqué la silla a la cama y le mojé los labios con un pañuelo.

—¿Está bien así?—Muy bien —dijo mi madre, y me sonrió otra vez.Le pregunté si quería que cerrara la ventana, pero ella negó con la

cabeza. Me quedé allí sentado, humedeciéndole la boca hasta más de la medianoche. Mientras tanto, desordenadas, me volvían algunas de las imágenes de esa tarde. Una de las bibliotecarias dándole cuerda al reloj de péndulo en el comedor. La vecina sirviendo en nuestros platos las porciones de budín con cuidado para que no se rompiera la masa. Su marido cortando en la cocina rodajas finas de limón y llenando la azucarera. La prima acomodando las margaritas en un florero de vidrio. Mi madre pidiéndole al poeta que leyera. La otra bibliotecaria acomodando los libros en el esquinero del cuarto. El director de la biblioteca parado en el umbral de la puerta, saludando a mi madre con el brazo en alto, la mano abierta. El poeta que lee por pedido de mi madre: “Dicen que va a caer/ hielo en la madrugada/ y habrá silencio otra vez./ Pero ahora todo está tan transparente”. La fuente vacía del budín cuando ya nos habíamos comido todas las porciones. Los platos, vacíos también. El poema que quedó sin leer sobre la cómoda: “Una mujer parte de la casa temprano y borra su estela/ aun así deja sus marcas en la mesa/ los abrigos, las tazas, los manteles,/ en los espejos, el botiquín, los pañuelos./ Pero con el tiempo el torrente/ de las lluvias borrarán sus pisadas”. Saucedo, que para despedirse de mi madre puso su silla frente a ella y así, los dos sentados, se abrazaron. Mi madre, mirándolo a los ojos, diciéndole: Gracias, doctor. Mi madre y Nancy contándose en secreto sus cosas más urgentes. Mi madre diciéndonos Gracias, a todos, a cada uno.

Humedecí sus labios por última vez y me acosté a su lado. Mi madre hizo uno o dos movimientos leves con las piernas y después reposó. En el silencio de la casa se oía su respiración lenta. Estuvo así hasta que cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos. Mi madre dormía tranquila y una brisa entraba y movía apenas las cortinas livianas.

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Mi pequeña

Ana Cerri

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La camioneta llegó escupiendo polvo y se detuvo frente al enramado que hacía de galería. Aramel salió, y el hombre que conducía, sin saludarlo, le habló tajante:

—Cargame el ternero atrás, y lo que me pediste llevar, en la cabina. Estoy apurado.

Aramel trajo el ternero. Mientras el hombre improvisaba una rampa para subir el animal, Aramel apareció con “lo que le había pedido llevar” y esperó, manso, la orden.

—A la cabina, que suban. Me voy.Subió la mujer, se instaló, incómoda (Balbina nunca había subido a

nada que la llevara a ninguna parte), y el marido depositó a la niña en su falda. Antes, la estrechó suavemente y los dolores de ese cuerpito frágil se le quedaron, como anzuelos, desgarrándolo.

No dio tiempo a más el chofer. Partió y anduvo sin miramientos; sin perdonar un solo bache del camino y en medio de un silencio ceñudo.

Esto pasó en las primeras horas de una tarde calurosa y seca bajo el cielo paraguayo. Casi anocheciendo, y sin que se hubiera cruzado una sola palabra entre los habitantes del vehículo, la camioneta se detuvo frente al edificio blanco. Balbina no tuvo tiempo de asombrarse por nada de lo nuevo que corría por la ventanilla; ella no veía más que la cara de su hija y las expresiones de dolor que se sucedían con cada movimiento.

—Aquí se bajan, doña. Entre nomás, que allí se van a encargar. No me debe nada, el Aramel ya me pagó con el ternero.

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Balbina no atinó ni siquiera a abrir la puerta de la camioneta. No sabía hacerlo y tenía miedo de moverse mal y acrecentar el sufrimiento de la chiquita.

—¿No se piensa bajar, mujer? Estoy apurado y ya bastante favor le hice.

Balbina levantó sus ojos por primera vez. El bruto comprendió la mirada verde e inocente.

—¡Bueh! Yo le abro y se bajan de una vez…Ella levantó la levedad de su hija y se la ofreció al hombre. Él

entendía de vacas y terneros, pero poco de chicos. Dudó, pero a veces el apuro se vuelve gentileza. Estiró los brazos y recibió el cuerpito afiebrado. Un rayo de pasmo le cambió la cara. La fiebre y las ojeras de la niña le desviaron la mirada hacia el animal amarrado atrás y algo parecido a la culpa se le retorció en la garganta.

Devolvió el asombro a los brazos de la madre y le indicó:—Derecho, por esa puerta grande la van a atender.Y así, montada en sus alpargatas, con el coraje que sólo se tiene

cuando un hijo arde lleno de bubas y calentura, Balbina cruzó la puerta grande y cruzó, a la vez, la puerta de un mundo que se le haría carne de su vida: el hospital.

Tres días en una silla dura, primero en el pasillo de la guardia mientras la pequeña era evaluada. Después, en un cuarto común, pegada a la cama, comiendo o bebiendo lo que alguna otra madre le ofrecía. Balbina no se movía, por la niña y porque tampoco sabía cómo hacerlo en un ámbito que no fuese su estrecha casa. El baño, por ejemplo, estaba frente a la habitación de pediatría. Balbina solamente fue en un momento que llevaron a su hijita para un estudio. Fue y no cerró del todo la puerta. Vio la rejilla de desagüe en el medio del baño y se agachó, como era su costumbre. Después, volvió a la silla y se perdió en una duermevela de ojos abiertos y cansancio viejo.

El hombre la tomó cariñosamente del brazo y le indicó que salieran del cuarto.

Algo iba a agregar el médico, pero se detuvo. Con el sombrero en la mano, agotado y digno, Aramel estaba ahí. Por la gracia de Dios había llegado él para recibir lo que ella no podría entender.

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Un rato después Aramel se asomó a la puerta de la sala común.—Nos vamos, mujer. Traje algo de ropa para las dos. Hay un

lugar que se llama Buenos Aires. El doctor me explicó. Ahí se van “la princesita” y vos. Vendí la vaca. Allá te esperan y el doctor dice que quizás algo se pueda hacer. Yo me quedo hasta vender la casita y los animales que quedan y después te sigo con el Tadeo. Vamos, Reina, vamos…

El viaje es otra historia. La multitud; el ómnibus más grande que su propia casa; la caridad de las personas; el dolor de ir alejándose sin otro destino más que el dolor de su hija. Balbina acarició el bulto del cuello que ya parecía una segunda cabeza y la besó en la frente casi todo el tiempo. Dormitó en algún momento y se sobresaltó, culpable.

Llegaron.

Se reunió el equipo de cuidados paliativos. Clara tenía los resultados de cardiología. Habían recibido a Lucía, y después de estudiar su caso consideraron improbable hacer algo. Clara se acercó a la sala. Saludó a la pequeña y a su madre. Las pocas palabras de la mujer, su mirada y el dolor estampado en el cuerpo de la pequeña le recordaron que no se sale indiferente del codo a codo con el que sufre, con el que calla, con el que llega esperando, como mínimo, el alivio. Imposible no abrazar con el corazón los ocho años de dolor que habían opacado los ojos negros de Lucía y la habían llevado a la extrema delgadez. La medicó para que descansara tranquila.

Se sentaron. Con la confianza de siempre miró a cada uno de sus compañeros. Estaba segura de ellos y en ellos se apoyaba.

—La chiquita paraguaya que llegó con su mamá, Lucía se llama, tiene ahora el dolor controlado. El dolor es de tipo neuropático y lo provocan las malformaciones venosas sistémicas que tiene. Están en casi todo el cuerpito. La masa mayor está en el cuello. Tendremos que interactuar con cardiología; comprobar si esto es congénito, sistémico o sindromático…

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Siguió explicando lo que había comprobado por sí misma y respondiendo a las inquietudes del resto del equipo. Después se quedó sola en la sala y volvió con el pensamiento sobre la imagen de la madre. Le había impresionado la mirada de la mujer; la mansedumbre, el silencio. Habría que explicarle, del modo más simple, lo que pasaba con su hijita, y tendría ella que encontrar las palabras que, además de informar, la hicieran descargar la angustia que, sin duda, la oprimía.

Esa noche tenía guardia. El dolor de Lucía estaba controlado y dormía. Hizo su recorrido y dejó para el final el cuarto de ambas. La pequeña dormía, pero su madre, no. Balbina seguía en la silla, muy cerca de la cama y tomando la mano de su hija. Clara entró, controló al chiquito de la cama de al lado, después a Lucía y, finalmente, le pidió a Balbina que la acompañara. Vio alguna resistencia y la tranquilizó:

—Lucía duerme y no hay peligro de que se despierte ahora. Vení conmigo. Vamos a ordenarnos para que todo salga mejor. —Balbina accedió solamente después de que Clara le pidiera a la madre de al lado que si la pequeña se despertaba, avisase. Fueron a la cafetería. Balbina repetía los movimientos de Clara. Clara pidió un café y Balbina, comprendiendo que podía tomar algo, dijo:

—Mate.Mate en saquitos fue la posibilidad, y una medialuna que desgranó

lentamente.—Balbina —empezó Clara—, no solamente yo voy a ocuparme

de Lucía. Aquí somos muchos los que trabajamos juntos. El dolor que ella ha sufrido todo este tiempo ya está controlado. No significa que no vuelva a sentirlo, pero por ahora está bien. Esas bubas grandes y más pequeñas que ves en su cuerpito van a seguir apareciendo. Son como nidos de venas; a veces sangran y eso provoca mucho dolor.

Los dedos de Balbina deshacían la medialuna y el mate se enfriaba en la taza. Miraba a Clara con los ojos cada vez más abiertos. Ella también estaba delgada. Había que cuidarla tanto como a su hija. Cuidados paliativos significa un abrazo a la familia toda: medicina, palabra, cercanía, comunicación, y Clara ya había empezado su trabajo.

Con el dolor controlado, Lucía podía volver a la casa que las había recibido cuando llegaron. Podría integrarse lentamente a la rutina de

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los demás chicos que ahí convivían con sus familias, paraguayos todos, con un fuerte sentido de comunidad. Pero Balbina estaba asustada. Sin su marido, con poco dinero y en otro ámbito, todo se hacía difícil. Ni siquiera sabía cómo llegar al sur del conurbano y del sur, más al sur aún. No podía ni pensar en esa casa grande pero perdida entre calles de tierra, o de agua, según el tiempo. Sentía terror de no tener a Clara cerca. De que ni la mano en el hombro, ni la sonrisa de los otros médicos y de las enfermeras estuvieran para ser, como siempre, su seguridad y la de su pequeña. Porque la sola cercanía (la de la doctora Clara, sobre todo) era lo que la hacía olvidar el infierno que significó para ella y su pequeña la partida de la casa breve, cada sacudón de la camioneta por aquel camino, el desgarro de no ver a su hijo mayor y la lejanía de Aramel.

Clara comprendió y dejó que Lucía se recuperara un poco más en la seguridad del hospital. Sin el dolor, la nena empezaba a manifestar su carácter; empezaba a sonreír y a hablar. Paseaba con su madre por los pasillos, y en los días de sol llegaban hasta la plaza que rodea la capilla del hospital. Clara las miraba desde el segundo piso. La satisfacía la dignidad que devuelve a las personas la ausencia del sufrimiento.

El padre Matías se había acercado a ellas con la discreción de quien no lleva más que su presencia y su disponibilidad. Afectuoso y prudente, solía visitarlas o encontrarlas por el jardín. Lucía se alegraba de verlo; le gustaba que el hombre no llevara guardapolvo ni cargara con jeringas.

En las visitas al cuarto, el sacerdote mantenía largas charlas y dejaba su bendición en la frente de Lucía que, en un momento, le pidió ser bautizada. Nadie se asombró. Balbina tenía una religiosidad simple, y si no había bautizado a sus hijos no había sido por abandono, sino porque nadie llegaba al monte llevando los sacramentos.

Y fue el sacerdote quien les acercó el regalo más esperado. Dormitaban madre e hija en la habitación esa mañana en la que Matías entró con una sonrisa que superaba las otras sonrisas cotidianas. Detrás de él, Aramel y Tobías, padre y hermano, marido e hijo, trajeron abrazos y lágrimas que dejaron en el pasado cualquier temor… cualquier sacrificio.

—Mi princesa pinta princesas —dijo Aramel cuando vio la pila de hojas con dibujos que Lucía repetía una y otra vez. Todas vestidas

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de rosa, todas coronadas… todas sin bubones en el cuello ni en los brazos…

—Y mi reina cuida de mi princesa…Balbina volvía a sentir el alma en el cuerpo. No decía mucho, pero

el brillo de los ojos era todo un discurso.Clara y el cardiólogo les explicaron la situación. Podían llevar a la

niña, cumplir con lo prescripto en cuanto a la medicación y traerla a los consultorios cada quince días, siempre y cuando no fuera necesario hacerlo antes. Fueron sencillos en detallar la enfermedad y su evolución, pero sinceros. No era mucho lo que se podía esperar.

El hombre les contó que hacía unos días que había llegado. Antes de viajar, pudo vender sus animales y su casa; quería tener un dinero para los gastos que hicieran falta y ya había conseguido trabajo de peón de albañil con otros compatriotas. Tobías empezaría el colegio por la mañana, y por la tarde iría con él a trabajar. Clara le explicó que no necesitaba dinero para los medicamentos de Lucía ni tenía que pagar nada por los días que había pasado allí. Solamente tenía que preocuparse por que estuviera lo más confortable posible y cumpliera con las visitas quincenales para el control.

Ni Aramel ni Balbina terminaban de recibir como un don la gratuidad de las personas en sus gestos y la providencia de los servicios en este país, que no era el de ellos, pero que no hacía distinción. Tal vez no sabían expresarlo, pero se hacían entender.

Partieron. El Padre Matías los acompañó hasta el primer ómnibus y les dio por escrito las combinaciones que debían hacer para llegar al sur del sur. Balbina leía y escribía, rudimentariamente, pero lo hacía, y más ahora que había estado junto a Lucía cuando las maestras le enseñaban.

Otra vez un micro, otra vez un viaje pero sin la desolación del dolor y la falta de la mano segura del hombre.

Lucía venía contenta a las visitas pautadas, entraba corriendo al hospital y buscaba a Clara. Le traía su sonrisa, sus historias y sus dibujos de más y más princesas. Crecían sus bubas. La masa del cuello era casi otra cabeza, pero la falta de dolor era suficiente para la nena. Ya viajaban más de dos horas solas, con Balbina. Aramel estaba concentrado en su

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trabajo, que era lo que ayudaría a mejorar la situación de todos. Se harían otra casita, de a poco.

Hablaban Clara y Lucía, y Balbina las miraba como contemplando un milagro. Clara, con su corazón de cuidados totales más que intensivos, había aprendido palabras en guaraní y su pronunciación divertía mucho a las tres.

El control demostraba que las malformaciones se tornaban más invasivas y solo el dolor se podía mantener a raya. Lo demás se evaluaría en cada visita.

El sur del sur tenía la desventaja, entre otras, del barro y la distancia. Lucía necesitó varias veces llegar con urgencia al hospital. La respiración empezó a ser dificultosa, cada vez más. Se pensaba en neumonías, pero no había virus. Lucía estaba agotada. Volvía al sur y al poco tiempo, otra vez. El Servicio Social era parte del equipo y se había ocupado de que tuviera todo lo necesario, hasta el dinero guardado y un remís que acudiera en caso de apuro. La familia entera estaba pendiente y a la vez contenida. Sobre todo los pequeños que, si bien jugaban con Lucía, no comprendían las transformaciones de su cuerpo ni las dificultades cada vez mayores para respirar o moverse.

Por fin, en el último episodio, se descartó la neumonía. No había ni bacterias ni virus; había malformación en el pulmón y los demás órganos nobles estaban afectados.

Lucía llegó al hospital con una descompensación aguda. Piel, hueso, ojeras. Como siempre, consultaron, estudiaron, buscaron otros casos, otros hospitales.

Balbina espera. Mira la dificultad de su pequeña para respirar y también ella contiene la respiración, aguanta, quiere que su aire contenido sea aliento de fuerza para Lucía.

El equipo de cirugía cardiovascular decide operar, embolizar las fístulas mayores. El riesgo es grande, pero la comunicación, sincera. Clara y el cirujano hablan con Aramel y Balbina. La ciencia y la sencillez, las posibilidades y la aceptación. Aramel toma, con su mano de cemento, la mano de Balbina. Están serenos. Escuchan. Tal vez no entiendan, pero escuchan porque confían. Clara estaba con ellos.

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—Vamos a hacer un trabajo con esos nidos que Lucía tiene. Vamos a tomar los más grandes y hacer algo que se llama “embolización”. Tienen que saber —dijo el cirujano con decisión pero conmovido— que esto es para aliviar, no para curar, y que los riesgos son enormes.

Enormes como enorme el desierto que se crea en el corazón; el pozo en el que no se termina de caer. Esperar fuera del quirófano sin soltarse de la mano, sostenidos por Clara, fue eterno, y la eternidad se hizo añicos cuando el médico les dijo que habían hecho lo mejor que se había podido.

Lucía tuvo un fallo multiorgánico y la espera siguió, tan terrible como siempre. Tres meses Balbina dio vueltas por el hospital mientras su hijita estaba enchufada a vías, tubos y cables. Tres meses poniendo colores a los mandalas, ovillando lana, recibiendo el abrazo de todos y, sin embargo, soportando el permanente vacío de la incertidumbre.

Clara sabía que Balbina guardaba en su corazón lo que su boca no era capaz de gritar.

—Tendrías que escribir, Balbina; sacar de adentro lo que estás pasando. Acumular enferma; se pudre adentro.

Y Balbina escribió. “Mi pequeña no se despierta sigue con esas cosas colgadas y clavadas

en su cuerpito no sé qué hacer con los días largos quiero que pase a mí el dolor de mi pequeña que me duela a mí todos son muy buenos y ni un peso ni remedios tuve que pagar las bubas de se agrandan como naranjas son y mi pequeña no se despierta…”

Y siguió Balbina enumerando cada momento, sin puntos ni comas; sin respirar, como si el aliento de Lucía guiara su mano: sin aire.

Aramel llegaba los fines de semana. Traía al hijo, y algún consuelo le daba ver cómo el muchacho crecía y se hacía fuerte al lado de su padre, pero le dolía dejarlo tan huérfano de madre.

Lucía despertó después de esos terribles tres meses. En realidad, despertó otra Lucía. Ninguno, nadie del equipo comprendía el enojo y nadie, a pesar del esfuerzo, podía sacarla de él.

Clara padecía la frustración de los intentos y, más aún, la impotencia al ver a Balbina ser el centro de todos los ataques. La mirada verde de la madre perdía brillo y esperanza. ¿Qué podía hacer por su pequeña? ¿Qué

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había hecho mal que tanto la enojaba? No debe existir infierno mayor que no comprender ni paliar el dolor y la rabia de un hijo.

—Lucía —dijo Clara acercándose a la cama en la que la chiquita seguía colgada de tubos y vías—. ¿Querés saber por qué estás acá? ¿Por qué estás así, conectada a esos tubos?

Dejó de pintar con la mano que tenía libre, y sin abandonar el enojo contestó que sí, que quería saber. Clara, con el afecto de siempre y temiendo un enojo aún mayor, le explicó. Le dijo que siempre habían consultado a sus papás y habían tratado de hacer lo imposible para que ella estuviera mejor. Cedió la dureza de la expresión y escuchó, atenta, pero no hizo preguntas.

Cualquier invasión al cuerpo causa estragos, más aún si, de forma aunque sea elemental, se presiente (y Lucía lo presentía) que todo es una prolongación inútil.

Aramel era el único al que, de algún modo, Lucía escuchaba sin agresión ni enojo. Cariñoso, pero firme, le ponía límites, y lo ancestral de la cultura aplacaba los desplantes de la hija. La figura masculina predominaba y Clara, atenta a cualquier señal, lo percibió.

—Padre Matías, lo necesito. Creo que puede ayudarnos mucho más con Lucía.

Y ahí fue el Padre Matías. Balbina los dejaba solos. Hablaban. Ella escuchaba; era lenitiva la presencia del sacerdote.

Fueron retirando las sondas y Lucía pasó al cuarto; el de siempre, el que le gustaba. A pesar de eso, siguió ceñuda, arisca, descalificadora con su madre. Todos en torno a ella; todos esperando un deseo para satisfacerlo en el acto. Había cambiado su gusto. Pedía frutas, ciruelas ácidas, como las de los árboles de la casa que ya no tenían. Y llovían ciruelas ácidas. Computadora, y vino la computadora, rosa y con juegos de princesas. Pero no cambió la expresión del tormento. Todo duraba mucho menos que nada. La respiración era cada vez más dificultosa y un doctor le trajo un ventilador celeste del que ella tomaba aire. Pero el aire mayor lo tomaba llegando hasta la ventana con la silla de ruedas. Se colgaba de los barrotes transversales de seguridad para poder incorporar más, y desde allí miraba la plaza del hospital, la capilla y esperaba. Sí, esperaba el paso del padre Matías y su saludo era un llamado, y su llamado era correspondido.

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Se hizo habitual el encuentro. Lucía contaba brevemente.—Vino la doctora Clara. Me trajeron ciruelas verdes. Mamá tiene

lana y teje.Matías recibía el racconto como un ofrecimiento diario. Él sabía

que la pequeña, a pesar de su propio pesar manifestado en rabia, iba poniendo las cosas que valoraba en un ámbito que sentía distinto. Con sencillas palabras, el Padre le acercaba a Jesús como consuelo, pero Lucía, con inocencia, sabía que era esperanza más que consuelo. Era su forma de pensar la muerte, de la que también habían hablado, como lo que sería el ofrecimiento y el alivio final.

Pidió ir a la Capilla. Clara y su madre la llevaron. Matías la recibió y ella no dejó que él creyera que las tenía todas consigo: pasó el dedo por el asiento de un banco y haciendo como que escribía, sentenció:

—Acá hay mugre. No limpió, Padre.Al día siguiente, quiso volver. Relucía cada rincón de la capilla. Casi

con sorna, Lucía esbozó una sonrisa, y mirando a Clara y a su madre, dijo:

—Parece que limpió.En una de esas tardes de breves charlas, Lucía pidió tomar la

comunión. Empezaron los preparativos. Le pusieron un vestido adecuado y zapatos blancos que no se quería sacar desde que se los había probado. Familia, amigos, gente del hospital, todos presentes. Llovía, pero la ceremonia fue cálida y breve, tanto como para que no agotara ese cuerpito gastado que quería fortalecerse con el Cuerpo de su esperanza. ¿Cuál habrá sido el pedido de Lucía en ese momento? ¿Cuál el deseo profundo y solamente comprendido por Él? Posiblemente aire; posiblemente paz; posiblemente… ¡basta!

Hubo torta, y como llovía Matías ofreció cortarla dentro de la capilla. Lucía puso trompa y no quiso. No explicó por qué no quiso. Todos dudaron. ¿Dónde ir? De pronto, Matías intuyó. No en vano venía comprendiendo el alma de la pequeña.

—Vamos a la galería —dijo.El cambio fue inmediato. Lo sagrado era lo sagrado; la fiesta era otra

cosa y debía ser en otro lugar. Lucía no sabía decirlo sino empacándose: ese lugar era divino, exclusivo; era su espacio sagrado y no debía ser

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profanado. No hay palabras para lo infinito. Solamente se puede intuir, y el que cuidaba su alma lo intuyó. La comunión llegaba a diario, pero Lucía se debilitaba. Otra fístula había crecido en la palma de su mano y ya no podía acostarse. El ventilador no alcanzaba y cargaba con el oxígeno. Tenía terror a los pinchazos y a cualquier otra cosa que le recordara la terapia. Ella dormía sentada y a su lado, por amor, Balbina también. Apoyaba los codos de hueso puro sobre sus rodillas y la cabeza y el nido del cuello sobre las manos. Se formaron escaras en su regazo. Estaba lívida, cada vez más. La comunión se había reducido a una gota de vino apoyada en los labios resecos y amoratados.

Clara tuvo una visión definitiva el día en que, extrañamente, Balbina habló; creyendo que Lucía dormía, la madre le preguntó con una última esperanza a Clara:

—¿No se le puede hacer un transplante de pulmón a mi pequeña?Lucía no dormía. Levantó la cabeza y detrás de las ojeras azules,

sus ojos negros fueron orden y súplica: “¡No te atrevas a decir que sí!”.Clara explicó que sería en vano. La pequeña ya había pedido no

moverse del hospital desde la última internación. Y así fue. Ella y su madre permanecían viendo cómo se deformaban los brazos, cómo crecía el abdomen, cómo la respiración casi no la dejaba hablar hasta que, la mañana en que Clara venía con el corazón partido porque empezaban sus vacaciones y había que decírselo, la encuentra con una terrible y dolorosísima disnea refractaria, absolutamente cianótica y sin resto. Clara se hinca frente a la pequeña. Las escaras que los codos abrieron en la piel de sus piernitas son verdaderas llagas. Estar arrodillada frente a esas llagas era como estar en oración: el dolor compartido siempre se transforma en oración. Clara le acarició los bracitos y le preguntó, casi en un susurro:

—¿Querés descansar en la cama, Lucía? ¿Querés que te dé algo que te ayude a descansar un rato en otra posición?

Lucía asintió con la mirada. La medicaron y se pudo recostar con el dolor calmado.

Duerme Lucía. Diez minutos duerme de este lado, tomada de la mano de Balbina, que con alivio ve cómo el rostro de su hija, después de mucho tiempo, abandona el enojo, se relaja. Diez minutos y se transforma

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en la última y definitiva ofrenda. Ya no mira la capilla tomada de la reja y esperando el paso del Padre Matías. Ahora, seguramente, ha dejado la silla de ruedas y, sin sondas ni tubos ni oxígeno y agujas, va a agradecerle a Jesús que la haya escuchado el día de su comunión.

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Crónica de una decisión

Sergio Olguín

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I

Liliana se había enojado con su hijo. Lo había retado de una manera que ahora le parecía exagerada. Era cierto que su reacción se debía al dolor que le despertaba hablar de ese tema, pero su hijo no tenía la culpa. Ella estaba sirviéndole el almuerzo a su hijo y a su compañero de escuela cuando Agustín comentó:

—Mi abuela es un personaje de Walking Dead. Tenés que venir a verla.

Lo retó delante del amigo, fue muy dura y lo podía notar por la cara que habían puesto los dos chicos. Les dejó el pollo con papas al horno en la mesa y se fue. Salió de la casa. Ahora estaba enojada con ella misma. No debía reaccionar así. Su hijo de trece años había conseguido tratar de manera despreocupada lo que ella y sus hermanos no podían siquiera manejar. Al fin y al cabo en ese último año Agustín había compartido el dolor de ver a su abuela internada, acostada en una cama o sentada en un sillón pero sin ninguna reacción. No era la abuela que le preparaba la merienda o la que no se perdía ningún partido en el que jugaba él. Esa abuela de sanatorio se parecía más a un muerto vivo, una momia, una réplica sin vida de la que alguna vez había tenido en brazos a Agustín.

Caminó tanto que había llegado a la plaza del barrio vecino. Estaba agotada, de caminar, de pensar, de tratar de sostener lo insostenible. Se sentó en un banco y se quedó mirando a los chicos en las hamacas, a los perros que corrían, a los adolescentes sentados debajo de los árboles.

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Liliana era la mayor de tres hermanos. Paula era la menor y su compañera cotidiana en el esfuerzo de sostener la esperanza. El del medio, Carlos, no estaba fuera de toda esa historia, pero vivía lejos, en Italia, y por más solidario que fuera no estaba ahí para compartir el dolor y el esfuerzo de cada día.

Hacía ya trece meses, un año y un mes, casi cuatrocientos días, que su madre había tenido un ataque cerebrovascular, dos en realidad. Había sobrevivido pero no se había recuperado. Su cuerpo y su mente no habían reaccionado y desde entonces estaba internada. Una sonda la alimentaba, un grupo de enfermeros y fisiatras mantenían el cuerpo limpio y activo (con las limitaciones que podía tener alguien que no se movía ni respondía a estímulos externos). Cada tanto sacudía un poco la mano derecha. Era un movimiento leve, como si fuera la reacción automática del cuerpo y no un movimiento decidido por alguien. Cada vez que ella o su hermana entraban a verla le miraban la mano, como si ahí estuviera escondido el último refugio de la vida de su madre.

Liliana marcó el teléfono de Paula. Cuando atendió se dio cuenta de que estaba lidiando con la comida de su bebé porque el chiquito lloraba y ella trataba de calmarlo. Paula le dijo que la llamara en otro momento, pero Liliana insistió en que la escuchara.

—Voy más tarde para tu casa. Tenemos que charlar. Mamá no puede seguir así.

—¿Qué querés decir?—Estamos prolongando su agonía y destrozando nuestras vidas.—Vení a casa y lo hablamos.

II

El hogar de Paula era siempre lo más parecido a un lugar por donde pasó un huracán. En realidad, el huracán eran sus tres hijos pequeños: las mellizas de cinco años y el menor de apenas quince meses. Cuando había ocurrido el accidente de su madre, Paula había tenido recién al más chico y lidiaba con dos pequeñas de poco más de tres años. Liliana no podía entender de dónde sacaba energía su hermana para llevar adelante la vida familiar (su marido

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trabajaba todo el día y apenas la ayudaba de noche y los fines de semana) y encima acompañarla al instituto de rehabilitación para estar con la madre, hablar con los médicos, controlar que nada faltara en la habitación materna.

Carlos había viajado a Buenos Aires apenas se había enterado que su madre estaba mal. Se había quedado un mes, tal vez el mes más difícil: hubo que consultar médicos, lugares de internación, tratamientos posibles. Tuvieron que tomar las primeras decisiones y afrontar la gravedad de la situación. Había una esperanza pequeña de que su madre se recuperase. Los médicos no eran optimistas, pero no cerraban todas las puertas y esa pequeña luz les alcanzaba para seguir adelante, buscar las mejores opciones. Al mes, Carlos se volvió a Italia. Por entonces, su madre ya estaba en la clínica de rehabilitación. Era el lugar que les había resultado más confiable, que les brindaba más posibilidades de recuperación. Nadie les prometió nada, ni que iba a mejorar ni mucho menos que iba a volver a ser la madre de siempre. Tenía 75 años y esos procesos positivos podían ser difíciles, cuando no imposibles.

Desde entonces su madre estuvo en aquella clínica especializada en la recuperación de pacientes graves. Los médicos, los enfermeros, incluso los familiares de otros enfermos, les contaron casos milagrosos de personas desahuciadas que habían vuelto a la vida, o al menos a alguna forma de vida parecida a la anterior a un ACV.

En ese tiempo las hermanas Liliana y Paula se habían familiarizado con los profesionales, habían entendido las mañas particulares de los enfermeros y habían establecido una buena relación con la directora de la clínica, la doctora Susana V.

A los pocos días de estar internada ahí, la madre movió la mano derecha. La noticia fue un baño de optimismo para Liliana, pero también para los médicos y enfermeros. Si embargo, esa mejoría no fue acompañada por otras. Se quedó en eso. Los enfermeros sentaban a su madre en un sillón, la masajeaban, hacían todo lo posible para apurar la recuperación, pero no funcionaba. Tampoco parecía funcionar que ellas fueran a diario (a veces se turnaban los días), que llevaran a los chicos, a sus esposos, ocasionalmente a parientes lejanos. Hablaban en voz alta, como les habían recomendado los médicos, comían ahí, miraban la tele, retaban a sus hijos. Pero la madre seguía sin dar señales, tanto acostada en la cama como sentada en el sillón.

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Cuando Liliana llegó a la casa de Paula, la hermana estaba con la computadora encendida. Hablaba por Skype con Carlos. Las dos se acomodaron una al lado de la otra para que Carlos pudiera verlas por la cámara de la computadora.

Liliana dijo lo que sentía. Que hacía un rato había tomado conciencia de que ya no tenía sentido lo que estaban haciendo. Habían conseguido prolongar la vida de su madre, pero eso no era vida para nadie: ni para ella que sobrevivía gracias a los cuidados del sanatorio, ni para sus hijos que se aferraban a una esperanza que los médicos ya habían desechado. Ni para sus nietos que se quedarían con el recuerdo de esa abuela postrada, no más viva que una planta, en vez de tener en su memoria a la abuela que los cuidaba y los hacía felices.

Paula se puso a llorar. Carlos le dijo que tenía razón. Que él hacía rato que pensaba lo mismo pero no se animaba a plantearlo porque sabía que desde Italia las cosas podían verse distinto. Liliana abrazó a Paula. No quería que su hermana sufriera. ¿Ella prefería continuar así con su madre?

—No, no —dijo—. Es que me da mucha tristeza que mamá termine así. Pero tampoco quiero que agonice sin poder descansar en paz.

—¿Entonces estás de acuerdo?—Quiero que mamá descanse.

III

Salieron del sanatorio confundidas y humilladas. Paula lloraba y Liliana también tenía ganas de hacerlo pero se contenía. Algo parecido a la furia se mezclaba con la humillación a la que habían sido sometidas.

Habían ido al sanatorio donde estaba internada su madre. Pidieron hablar con la doctora Susana V., que era la directora del lugar. A la doctora la conocían desde el primer día de la internación de su madre. Había estado presente en esos trece meses como una voz que las alentaba y les daba fuerza. Era una persona atenta y optimista. Por eso les había sorprendido tanto la reacción de ella cuando le dijeron que ya no tenía sentido prolongar la agonía de su madre.

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—No entiendo —dijo la doctora V.—, ¿ustedes pretenden que asesinemos a su madre?

Las hermanas intentaron explicar la confusión. Por supuesto que no querían que asesinaran a nadie. ¿Cómo iban a querer eso ellas? Ni siquiera querían que su madre se muriese, pero no podían luchar contra la naturaleza. Si su madre no estaba definitivamente muerta era por la asistencia mecánica que le daban en ese sanatorio. Pero ningún avance de la medicina permitía que ese estado vegetativo se convirtiera en algo más digno de ser vivido por el paciente. Prolongar la vida en ese estado era en realidad hacerle vivir una muerte lenta e interminable. Algo que su madre no se merecía.

—Mientras haya vida hay esperanza —dijo la doctora—. Si ustedes hicieran lo que quieren hacer estaríamos terminando con la esperanza de verla viva. ¿Ustedes pretenden terminar con su vida porque se cansaron de venir a visitarla, de estar con ella? Ni siquiera digo de cuidarla, porque eso lo hacemos nosotros.

—No, no es eso —dijo Liliana totalmente confundida ante los argumentos de la doctora, pero con la claridad de saber lo que sentía. Antes de que siguiera hablando, la doctora la interrumpió.

—De todas maneras, nosotros no vamos a permitir que esto ocurra.Se sentían perdidas. En la calle no sabían ni dónde estaban. Irían a

la casa de Paula para comunicarse con Carlos. Liliana no podía esperar tanto. Lo llamó desde su celular. Necesitaba escuchar pronto que alguien les dijera que ellas no eran ni asesinas, ni gente banal despreocupada por el destino de su madre. Carlos se mostró furioso ante la actitud de la doctora V. Les dijo que viajaba al día siguiente para Buenos Aires. Que había que buscar a un médico que los asesorara.

Liliana recordó a Mario, un antiguo compañero de secundaria que se había convertido con los años en un prestigioso médico. Era un neurólogo que cada tanto consultaban las revistas de actualidad para que opinara sobre distintos temas médicos. Ella se lo había cruzado en las fiestas de ex alumnos que organizaba cada tanto la escuela y siempre habían mantenido la buena onda que habían construido en la adolescencia. Tenía que verlo a él, necesitaba que fuera un médico que la

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conociera, que entendiera rápidamente que ni ella ni sus hermanos eran asesinos.

IV

Liliana quiso ir sola a la reunión con el doctor Mario F. Había encontrado su consultorio, había pedido un turno y prefería que no la acompañaran sus hermanos. Carlos ya había llegado desde Roma para estar con sus hermanas. Paula seguía yendo a diario a la clínica. Los médicos y los enfermeros no hacían ninguna referencia a la decisión que había tomado la familia, por lo que ella pensaba que la doctora V. no les había contado nada.

Mario F. la vio a Liliana cuando acompañó a un paciente hasta la puerta de su consulta. Ella esperaba su turno y él la reconoció de inmediato. Se mostró contento y sorprendido de verla. Todavía quedaba que pasara otro paciente antes que ella así que tuvo que esperar unos minutos más. Pero el saludo cariñoso de su ex compañero de secundaria, con la confianza y la camaradería de quienes se conocen desde chicos, la hizo sentirse tranquila.

Cuando finalmente pasó, le aclaró que no iba a verlo para una consulta sobre ella sino sobre su madre. Contó todo de un tirón. El doble ataque cerebrovascular, la esperanza de que se recuperase, los trece meses en los que todo había seguido casi como el primer día. La sensación cada vez más firme de que su madre vivía por la ayuda mecánica lograda gracias a los avances médicos. Que le habían planteado esto a la directora del instituto de rehabilitación donde estaba internada y que ella las había tratado de asesinas.

Liliana terminó de contar su historia y lo miró interrogante y ansiosa a los ojos.

—¿Qué especialidad tiene la directora del lugar? —preguntó el doctor.

—Es médica fisiatra.Mario F. movió la cabeza afirmativamente. Se quedó pensando

unos segundos y le dijo:

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—Hiciste bien en venir a verme.Liliana tuvo ganas de llorar, de abrazarlo, pero solo se aferró más

fuerte al bolso que llevaba. Mario le contó que no era el primer caso que conocía en

circunstancias parecidas. Había profesionales e instituciones que no aceptaban la posibilidad de que alguien tuviera una muerte digna a partir de la suspensión del aparato médico que protegía a los pacientes. Un aparato tecnológico, químico y humano que podía hacer maravillas, pero que también se convertía en un órgano todopoderoso que decidía prolongar la llegada de la muerte sin otra razón que su propia capacidad para hacerlo.

—Yo hace rato que tomé una decisión sobre estos casos. Pero además hay una ley que protege a los pacientes en estas circunstancias. Sólo hay que hacerla valer.

Él se iba a hacer cargo de llevar adelante todos los estudios médicos necesarios para confirmar o cambiar el diagnóstico de su madre. También le dijo a Liliana que había que buscar un abogado. Que él conocía una fundación que contaba con especialistas en estos temas y que daban asesoramiento legal. Liliana se fue de ahí llevando el teléfono de la fundación y con la sensación de que había encontrado la persona adecuada para ayudarlos.

V

No había sido fácil. La directora del instituto de rehabilitación se había mostrado imperturbable en su falta absoluta de comprensión. Era una suerte para Liliana y sus hermanos que hubieran encontrado a Beatriz N., la abogada de la fundación que luchaba porque se respetara el derecho de una muerte digna. Beatriz N. y Mario F. se habían reunido con la responsable del lugar donde estaba internada la madre de Liliana. Y no era lo mismo argumentarles a unos hermanos confundidos pero interesados en hacer lo mejor para su madre, que a dos profesionales que sabían muy bien lo que querían conseguir y cómo hacerlo. No sirvieron de nada las chicanas, ni los golpes bajos, ni los intentos de convertir en

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una cuestión ética lo que la ley definía perfectamente. La abogada y el doctor de la familia se mantuvieron firmes.

Finalmente, la doctora Susana V. había permitido que Mario F. pudiera hacer los estudios pertinentes para saber el estado de la paciente. Los resultados coincidieron con la presunción que él y la familia tenían: la anciana estaba en un estado vegetativo permanente. El diagnóstico habilitó al doctor para llevar a cabo lo que la familia consideraba mejor para su madre: suspender la alimentación y la hidratación.

Cambiaron de habitación al paciente por pedido de la directora (como una última muestra de su desacuerdo con la medida tomada) y los hermanos notaron cierto maltrato hacia ellos de algunos enfermeros. La situación hubiera sido agobiante sin la presencia de Mario, que se convirtió en el médico que se hizo cargo de la historia clínica de la anciana.

Liliana veía a su madre acostada y lloraba. En esos trece meses casi no había llorado o, al menos, no lo había hecho por las razones adecuadas. Pero ahora sí lloraba, su madre se moría, como se venía muriendo desde hacía más de un año. Necesitaba llorar, compartir el llanto con sus hermanos y con su hijo Agustín. A ellos les pasaba algo similar.

La madre hizo un paro cardíaco una tarde en la que estaban los tres hermanos. Hubo dolor, pero también alivio.

Era bueno estar cerca de los afectos, sentirse contenida. Tener a sus hermanos, a los amigos que la acompañaban en esos momentos. Y a su vez contener a Agustín que lloraba por su abuela, por la que lo había cuidado desde su nacimiento y que hacía más de un año ya no estaba con ellos.

No hay muertes felices, no hay duelos sin dolor. No hay agonía que no se sufra. Eso lo sabía bien Liliana. Tarde o temprano iba a ocurrir que su madre terminara de morir. Su madre se merecía no sufrir más. Sabía que si su madre hubiera sabido de la decisión que habían tomado sus hijos estaría orgullosa de ellos.

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VI

Ocho años antes Liliana y sus hermanos habían estado en otro funeral, el de su padre. Había sufrido un cáncer primario de próstata que había hecho metástasis en todo el cuerpo. Pasó varios meses de sufrimiento sabiendo que el final estaba próximo. En ese tiempo, su madre se había mostrado como la más esforzada y cariñosa de las enfermeras. Había cuidado de su esposo con dedicación y sin una queja. Cuando falleció también se mezclaron el dolor y el alivio.

De regreso del cementerio los tres hermanos y su madre fueron a la casa paterna. Liliana, Paula y Carlos se quedaron con ella para hacerle compañía. En un momento la madre dijo:

—Yo no quería que papá sufriera más. Durante meses lo vi luchar con todas sus fuerzas. Quería vivir, ganarle a la enfermedad. Pero la enfermedad fue más fuerte y él un día se dio cuenta y no luchó más. Se entregó. Él tampoco quería vernos mal a nosotros.

—Papá siempre peleó por lo suyo.—Sí, pero les digo algo: yo no estoy preparada para dar una batalla

tan larga. Yo sólo pido que la muerte me lleve rápido.—No digas eso, ma.—¿Cuál es el sentido de estar sufriendo o ser como una plantita? —A veces eso te permite salvarte la vida, prolongar la existencia.—Yo ya viví. Estoy viva y espero estarlo mucho tiempo más. Pero

cuando llegue el momento voy a estar preparada.Liliana abrazó a su madre y le dijo que no hablara de esas cosas, que

ella estaba viva y sana y que había pasado por un momento terrible. Que ahora tenía que aprender a vivir con el recuerdo de él.

Ocho años más tarde Liliana y sus hermanos comenzaban a vivir con el recuerdo de su madre. Esos meses finales no serían más que una parte menor e insustancial de todo lo que habían compartido juntas.

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Antonio y Víctor

Ricardo Coler

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—¡Pará, Víctor! —Adriana saltó del sillón y se interpuso entre su marido y su cuñado. Los hermanos habían quedado enfrentados con los puños cerrados y respirándose en la cara.

Víctor había dejado en claro que él no estaba de acuerdo. “Que se joda”, había dicho. Después se insultaron, hubo una amenaza y ahora no faltaba nada para que alguno de los dos hiciera una estupidez.

El cuerpo de Adriana parecía insignificante entre los hermanos. Como pudo, tomó a su marido de los hombros y presionó para que se moviera. Era imposible, como tratar de correr una pared. Probó entonces con apoyarle la mejilla en el pecho y decirle:

—Víctor, por favor, es una sala de espera. Pero Víctor no retrocedió. Parecía ciego y sordo a cualquier otra

cosa que no fueran los movimientos de su hermano Antonio. Adriana giró en ese mínimo espacio entre los cuerpos y miró a su cuñado, que pareció despertarse. Antonio, sin perder de vista a Víctor, bajó los brazos, retrocedió y volvió al sillón junto a su mujer.

Adriana aprovechó el momento y se llevó a su marido hacia los ascensores. Le pidió que se quedara allí, que no se moviera. Entonces volvió a la sala de espera, se acercó hasta donde estaba Antonio con su esposa y les dijo:

—Me lo llevo a dar una vuelta hasta que se calme. A la tarde tiene que ir a trabajar, así que volvemos a la noche. Cualquier cosa me llaman a mí.

Antes de que pudiera irse, Antonio la tomó del brazo.

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—Vos sabés cómo lo quiero a Víctor —le dijo—. Te juro que no sé qué le pasa.

Adriana estaba apurada, no quería que su marido volviera a entrar. —Hablamos después, ahora nos vamos —les dijo y besó las mejillas

de ambos.

—¿Por qué le decís que no sabés qué le pasa a tu hermano? Le pasa lo de siempre.

Antonio miró a su mujer y sin responderle se puso de pie. ––¿Venís conmigo? ––le preguntó.––No, andá vos, te esperó por acá, quiero hacer unas llamadas. Antonio atravesó el pasillo, golpeó la puerta de la habitación de

su padre y entró. La enfermera dejó a un costado la revista que estaba leyendo.

—¿Cómo está, Margarita?––Yo bien, gracias. Su papá se acaba de dormir.Antonio se acercó a su padre. Tenía puesta una mascarilla de

oxígeno, los brazos atados para que no se sacara la aguja. Hubo que llamar a una enfermera de otro servicio para enhebrarle una vena ínfima en un brazo lleno de hematomas.

––No le quedan venas y no quieren volver a canalizarlo —dijo Margarita.

—¿Por qué? —preguntó Antonio.—El médico de guardia dice que ya lo canalizaron varias veces y

que ahora levantó temperatura. Hasta que no averigüen de dónde viene la fiebre no pueden hacer nada.

—¿Es así como dice el médico, Margarita?La enfermera se encogió de hombros.Antonio acarició la cabeza de su padre. Estaba transpirado. Quiso

saber si se había estado quejando mucho.––¿No lo escuchaban ustedes?––No, la verdad que no —le contestó y se dio vuelta. El gemido

parecía llenar la habitación como si estuviera soñando que le dolía.

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––Su papá no soporta más —dijo la enfermera—. Me lo volvió a decir, usted ya sabe qué es lo que quiere.

––Sí, ya sé.––¿Y lo van a hacer? Se puede hablar con los médicos, si la familia

lo pide y el paciente no tiene salida, ellos entienden. Le dan todos los calmantes que hagan falta y más también. Yo cuidé muchos enfermos aquí.

Antonio regresó a la sala de espera. Frente a él una pareja se tomaba de la mano. Ella sonreía como si estuviera segura de que pronto le darían una buena noticia. En un costado, una adolescente totalmente tatuada discutía con la que parecía ser su madre. La chica estaba sentada con los brazos cruzados y le decía que ella se quedaría, que no pensaba moverse de allí y que no le importaba lo que harían los demás.

La mujer de Antonio caminaba de una punta a la otra del pasillo apretada a su teléfono celular. Cada tanto estiraba la cabeza y se acomodaba el pelo en un gesto sensual que a Antonio le resultó fuera de lugar. Yéndola a buscar se cruzó con el médico.

—Doctor, ¿puedo hablar con usted un minuto?—Cuando damos los informes, ahora es imposible.—Nada más que una pregunta, no quiero hacérsela delante de los

otros parientes.El médico se detuvo y le reiteró que cuando se dieran los informes

hablaría con él. Pero Antonio no lo dejaba pasar, y era el doble de ancho que el

médico y lo suficientemente alto como para armar un escándalo si llamaba a los de seguridad.

—Lo escucho —le dijo el médico visiblemente molesto.—Lo que tiene mi padre ya no tiene tratamiento, ¿es así?—Es así.—Bueno, ahora está con dolor, mucho dolor. ¿No se le puede dar

algo más fuerte?—Le estamos dando —le contestó y después agregó—: está con la

dosis máxima, un miligramo más y entra en paro respiratorio.

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—Pero ya pasó mucho tiempo —le dijo Antonio.—Ya sé. ¿Qué quiere que haga?—¿Mi padre no le dijo nada a usted? El médico resopló y se apoyó contra la pared.—Mire, ya hablé con su hermano hoy a la mañana.—¿Con mi hermano? —lo interrumpió Antonio.—Sí, con su hermano. Ya le dije a él que acá nos dedicamos a curar

a la gente, a mantenerla con vida. No hacemos otra cosa, ¿me entiende? Si usted y su hermano no están de acuerdo me firman la historia y se lo pueden llevar sin problema. Asumen la responsabilidad y se retiran. Creo que fui claro. Y ahora me deja pasar que tengo otros enfermos.

—Una sola cosa más, doctor. ¿Mi hermano estaba de acuerdo? ¿Le sugirió lo mismo?

—¿Por qué no se lo pregunta a él en lugar de andar a los gritos por la sala de espera? No sé si sabe que hay otras familias además de la de ustedes.

Antonio buscó a su mujer y salió apurado hacia los ascensores. Le dijo que tenía que hablar con Víctor.

—¿Para qué? Se van a volver a pelear. Si estás decidido tenés que hacerlo solo y terminar con esto. Tu hermano cree que tiene cinco años. Le agarran rabietas como si fuera un nene. ¿O no te das cuenta?

Antonio se quedó callado mirando el piso. Después de unos segundos comenzó a negar con la cabeza hasta que volvió a levantarla.

—Decime, ¿vos estás loca? ¡Cómo voy a hacer una cosa así si Víctor no está de acuerdo!

—No me grites —le dijo en voz baja su mujer—. Por favor, Antonio, no me grites.

—Está bien, pero no me lo vuelvas a proponer. Ya lo hiciste un montón de veces. Es también el padre de él.

—Llamala a Adriana, entonces. Dijo que cualquier cosa nos comuniquemos con ella. No quiero que te pelees más.

Antonio sacó su teléfono y marcó el número de su cuñada, pero antes de que le respondiera cortó la comunicación.

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—Es mi hermano, no necesito intermediarios para verlo. Antonio entró al estudio, el quinto piso de un edificio tradicional

en la zona de Tribunales. Había una recepción amplia con paredes de madera oscura y un mobiliario clásico que contrastaba con los reflejos de unas pantallas delgadísimas en las que trabajaban tres empleadas de uniforme. En la entrada, en letras grandes, se leía el nombre de su padre, el de Víctor y el suyo. Abajo y para que no quedara ninguna duda: “Abogados”.

—Doctor, ¿cómo está su padre? —le preguntó una de las secretarias.—Igual, está igual. —Ojalá pronto se ponga bien.—Gracias —le respondió—. ¿Alguna novedad?—Ninguna, doctor —le contestó la secretaria.—¿Ya llegó mi hermano? —Recién, debe estar en su despacho. De la recepción fue hasta el privado de uno de los abogados que

el estudio tenía contratado. Le pidió que lo pusiera al tanto de lo más urgente y le dio su opinión sobre la estrategia que había que seguir en uno de los casos. Cuando terminó, fue hasta la oficina de Víctor.

La puerta estaba entreabierta, así que golpeó y entró. Víctor estaba sentado en su despacho, el maletín abierto sobre la mesa. Si lo había sorprendido lo disimulaba bien.

Era una situación inusual, por lo general se reunía con Víctor en su oficina. Después de todo él era el hermano mayor y Víctor el menor.

—¿Tenés un minuto? —preguntó Antonio.—¿Qué pasa? —le contestó Víctor.Era bueno que hubiera un escritorio entre él y su hermano. Algo

que se interpusiera y funcionara como una barrera. —Este es el mejor lugar para hablar —dijo Antonio mientras

Víctor encendía la computadora y ordenaba sus cosas como si estuviera solo—. ¿Sabés por qué? —continuó Antonio—, porque no están las chicas delante. Cuando ellas están mirando pareciera que tuviéramos la obligación de hacernos los machos.

—No es mi caso —respondió Víctor—, yo no tengo ese problema con Adriana, hablá por vos.

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—Dale, Víctor, delante de ella te transformás. —¿Viniste para hablar de eso?—No, de eso no. Hoy a la mañana, después de que dimos el

espectáculo en la sala de espera, lo paré al médico. El viejo no aguanta más, ellos dicen que más calmantes no le van a dar y que lo vean a seguir estudiando. No importa que no exista ni la más mínima esperanza.

—¿Entonces? —lo interrumpió Víctor.—Entonces me dijo que ya había hablado con vos y que vos

también le propusiste que la terminaran e hicieran todo lo necesario para que dejase de sufrir.

Antonio estaba jugando una carta fuerte. Si Víctor se daba cuenta de que en realidad ignoraba qué le había dicho al médico no habría forma de retomar la charla. Era arriesgado, su hermano era el tipo de abogado al que no se le escapaba un detalle como ese.

—No fue exactamente así —le contestó Víctor—. Quería saber por qué se hacía el tonto con nosotros. La enfermera que cuida al viejo me contó que en ese mismo lugar ella vio varias veces cómo a los pacientes terminales les ponen las tres ampollas en el suero para desconectarlos.

—A mí me hizo el mismo comentario —respondió rápidamente Antonio.

—¿Y tenés idea de por qué con nosotros no lo hacen? —Víctor miró por primera vez a su hermano.

—Decime vos —le contestó Antonio.—Porque somos abogados. Y conocidos. Tienen miedo de que

después los demandemos. —¿Por qué van a pensar eso?Víctor miró a su hermano y le sonrió antes de volver a hablar.—Ahora sos vos el que se hace el tonto. Si sabés que nosotros

seguimos varios expedientes por mala praxis. Seguro que demandamos a alguien del sanatorio, lo fundimos y alguno nos reconoció. Es lógico que delante de nosotros todos se porten como Carmelitas Descalzas. Porque aunque lo de las ampollas se haga en todos lados sigue siendo ilegal, no hace falta que te lo explique. Es ilegal.

—Y vos me querés hacer creer que hablaste con el médico por algo del estudio y que el pedido de papá de terminar con todo esto no

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tuvo nada que ver —ahora el que sonreía era Antonio—. Víctor, no me convencés. En el fondo estás de acuerdo conmigo, es una simple cuestión de humanidad. No puedo ver sufrir al viejo de esa manera, no tiene sentido. Hagamos como te dije, firmemos la historia, lo llevamos a alguna clínica que sea cliente del estudio y terminamos con esto.

—No lo voy a hacer —Víctor estaba levantando el tono de voz—, no lo voy a hacer.

—Pero, Víctor…—No me importa, que se joda el viejo. —No hables así de papá, se está muriendo. —Que se joda.Antonio fue hasta la puerta y la cerró.—Me podés explicar qué es lo que te pasa. No tenés la mínima

compasión. Él siempre se ocupó de nosotros, nos bancó la carrera, armó el estudio.

Víctor extendió la mano como si quisiera taparle la boca.—Si me vas a dar un discurso te podés ir —le dijo—. Dejame que

pregunte yo. ¿Cuánto hace que se enfermó papá?—Tres años —contestó Antonio.—¿Cuánto hace que sabe que no tiene vuelta y que al final iba a

sufrir como un perro?—Desde el principio, el médico se lo dijo desde el principio

—Antonio escuchaba a su hermano tratando de adivinar hacia dónde iba—. Por eso este es el momento en que tenemos que intervenir nosotros.

—Esperá, dejame hablar —insistió Victor—. Cuando empezó con ese dolor que no le calmaba con nada él sabía que era una cuestión de semanas. Estaba en un grito pero podía caminar, de hecho hubo varios días que pasó por el estudio, ¿te acordás?

—Me acuerdo, vino pero no se pudo quedar. No entiendo qué querés decirme, Víctor. Papá nos está pidiendo un favor, es nada más que eso.

—¿Nada más? ¿Te parece que nada más? Si estaba tan decidido, si no quería sufrir —Víctor hizo una pausa para que se escuchara bien lo que iba a decir—, ¿por qué no se mató? Decime por qué no se mató.

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—No te entiendo —le contestó Antonio.—No me querés entender. Papá se tendría que haber matado

solo. Hubiese conseguido las pastillas, alquilado un cuarto de hotel y se las hubiera tomado. O se hubiera tirado debajo de un tren o se hubiese pegado un tiro. ¿Hay alguna muerte más digna que el suicidio en estas circunstancias? De eso te estoy hablando. Pero no, el señor decidió dejarnos la responsabilidad a nosotros y que nosotros, los hijos, decidamos cuándo vamos a matar a nuestro propio padre. Qué regalito, ¿no? Qué buen padre.

—Nosotros no lo vamos a matar —lo interrumpió Antonio.—¿No? ¿Y qué es lo que vamos a hacer? —le contestó Víctor.—Todo lo que sea necesario para que no sufra. —Es lo mismo —insistió Víctor.—No, no es lo mismo. Mezclás las cosas. Van a dejar de buscar el

origen de la fiebre y le van a dar una dosis suficiente de calmante para que no le duela más nada.

—No me vengas con sutilezas, Antonio. Podemos tener un terrible problema por esto. Si el viejo hubiese sido tan responsable, tan decidido, tan buen abogado, se hubiera matado él mismo sin dejarnos el asunto a nosotros. Pero no, al final fue un cobarde, cuando le llegó el momento de la verdad se achicó y ahora ya es tarde, ahora nos necesita a nosotros. A papá no le importó nada. Por eso yo no lo voy a hacer, si querés hacelo vos. Estoy totalmente de acuerdo con la muerte digna pero en el caso de papá él mismo podría habérsela procurado. No le hacíamos falta nosotros. Una muerte decente y por mano propia. Ahora lo de él no tiene nada de digno. Hacelo vos.

Era una mañana fría pero con sol. Había ido mucha gente, parientes, amigos, empleados del estudio y algunos clientes. El lugar parecía un enorme jardín triste. Antonio reconoció a la enfermera y se acercó.

—¿La alcanzo hasta su casa, Margarita?Le resultaba extraño ver a la mujer sin el ambo blanco y fuera de

las paredes del sanatorio. Llevaba un traje sastre celeste y unos zapatos negros de taco bajo. La enfermera le agradeció y le dijo que si la dejaban en la estación de tren le hacían un favor.

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—Su hermano no vino —le dijo apenas se sentó en el auto—. La señora, Adriana, ella lo cubre siempre. Le daba excusas a la familia, se disculpaba por él. Se ve que ellos se llevan bien.

Antonio giró para mirar a su mujer mientras esta le ponía la mano en el hombro.

—En el sanatorio su hermano me despertaba todas las mañanas. Llegaba temprano y se quedaba callado junto a su padre. Me pedía que no le dijera a nadie que había estado. Se lo cuento porque ahora ya pasó. Para él fue muy difícil.

La mujer de Antonio, tratando de cambiar de tema, le preguntó si ese día trabajaba. Margarita le dijo que no, que se iba a la casa de una de las hijas a cuidar a los nietos.

—¿Usted no descansa nunca, Margarita? —le preguntó.—Cuando uno tiene hijos no tiene tiempo —le contestó mientras

se despedía.

Antonio retomó el camino en dirección a la autopista. Hoy no iría al estudio, mañana tampoco. Dos días de duelo eran lo mínimo que podía tomarse.

—Un poco de razón tiene Víctor —le dijo a su mujer que, sorprendida, se acomodó en el asiento—. Papá lo podría haber hecho solo. Me hubiese evitado la pelea con mi hermano y no hubiera necesitado tomar esta decisión de la que no me voy a olvidar mientras viva.

La mujer de Antonio se mantuvo callada hasta que cruzaron el peaje.

—No me hagas esto —le dijo nerviosa—, te pido por favor que no me lo hagas.

—¿Y qué te hago a vos? Se acaba de morir mi padre —Antonio golpeó con la palma de la mano el volante—. ¿No te das cuenta? ¿Qué es lo que te hago a vos? Mirala a Adriana, lo que se aguanta por mi hermano. ¿La escuchaste quejarse alguna vez?

La mujer cruzó los brazos y mirando hacia adelante le dijo:—Adriana lo trata a tu hermano como si fuera el hijo. Lo protege,

le aguanta cualquier cosa. Pero yo soy tu esposa, ¿sabés?, no tu madre.

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Y necesito que vos seas un hombre. No puede ser que tu hermano haga lo que está haciendo. ¿Qué pretendía de tu papá? Tu viejo siempre fue un señor, se hizo cargo de todo y cuando le cayó la enfermedad hizo lo que pudo, ¿o vos te pensás que para él fue sencillo? Ponete un minuto en su lugar. Tu viejo se quebró y por una vez en la vida tuvo todo el derecho de quebrarse. Pero tu hermano no se lo pudo perdonar, no quiso dejar de ser el hijo de papá ni por un momento. El nene estaba afectado, semejante grandulón. Y claro que tu papa se podría haber suicidado, pero ¿sabés qué pasó? No pudo. Vos te portaste como un hombre, Antonio. El único hombre al que tu papá pudo recurrir. Tu hermano sigue escondido detrás de la pollera de su esposa tratando de convencerse con argumentos de abogados. Yo nunca voy a ser Adriana, ¿sabés por qué? Porque yo no quiero un nene al lado mío.

—Yo no soy un nene —le dijo Antonio en voz baja —. No lo soy.La mujer se tomó un tiempo antes de contestar.—Es cierto, no lo sos. Pero por las dudas seguí manejando y no la

arruines.

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El sueño inalcanzable

Alejandra Laurencich

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El día que nació su cuarto hijo Alcira le acarició la cabecita todavía mojada, los ojos cerrados, la boca de seda. Y aunque no había dudas de que era un bebé sano, supo que se iría de este mundo antes que ella. Como si la misma muerte se lo anunciara al oído: éste no te va durar, Alcira, a los otros te los dejo pero a éste me lo llevo pronto. A quién contarle semejante cosa. No era ninguna enfermedad lo que esa voz le estaba presagiando sino el arrebato temprano. Por eso se fue alejando de él, un poco más cada día, desde que pudo dejar de darle la teta. Los médicos decían que el suyo era un caso difícil de depresión post parto, pero ella sabía que era solo el intento de que nadie recordara que esa criaturita era hijo de ella. Quizá pudiera salvarlo entonces.

A los cinco años, cuando había que mandarlo al jardín, todo se hizo más difícil. Cómo podía tolerar el ir a buscarlo a la escuela, la sensación de que todos los hermanos estarían en la puerta, esperándola, menos él, menos esa cabecita de pelo enrulado que ella amaba más que a ninguna otra. Tomó la decisión de irse entonces, abandonar a sus cuatro hijos sin una razón ni una disculpa, sólo una frase escrita en un papel sobre la mesita de luz de su marido: no me busques porque me voy. El padre los criaría bien, había tías para hacerles la comida, arroparlos, ayudarlos con los deberes, disfrazarlos en carnaval. Quizás alguna de ellas les dijera: pueden llamarme mamá. Si ella no estaba, cuando la muerte viniera por el más chico, pensaría que se había equivocado de familia. Yéndose, además, acabaría la condena de imaginar cada amanecer como el último: ojos que no ven corazón que no siente decía el dicho.

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Pero era mentira, porque todo lo que había vivido desde entonces y durante doce años hasta esa tarde en la que sintió que el día había llegado, fue como un vivir de prestado. Había confundido el estar a medias sobre el mundo con el castigo que recibía por dejar a su hijo, y lo sentía proporcionado y hasta consolador: una persona no merece tanto ensañamiento, quizá fuera la razón por la que algún designio alcanzara a salvárselo, para no agregarle castigo a las penurias de ser una paria, alguien sin pasado y sin futuro, alguien que no hacía más que poner un pie delante del otro para poder caminar, o trabajar, o lo que se le mandara, alguien sin ilusión.

Arreglaba el estante de la mercadería nueva esa tarde, había dejado todo listo para que al día siguiente el dueño pudiera seleccionar las prendas que irían a la vidriera, los corpiños y las fajas y los camisones de media estación. Había cerrado la contabilidad, había acomodado el mostrador, iba a bajar la persiana cuando alzó los ojos a la marquesina y lo supo. A su hijo vendrían a llevárselo hoy. En ese atardecer que acababa sobre el mundo, con la primavera anunciándose en las ramas de los árboles, su hijo se iba.

Se impuso pensar que acaso entraba en un nuevo círculo de padecimientos, la etapa de soñar esa muerte sin que fuera verdad. Dejó que la persiana acabara de bajar, afirmó la puerta metálica, cerró con candado y caminó hacia la parada del colectivo. En el kiosco compró unos caramelos y se puso a conversar con el dueño. Cosas sin importancia, que por un momento le devolvieron la cordura: quizá esa noche llovía, hubo buenas ventas hoy. Cuando llegó el colectivo se subió junto a otra gente. Si lograba olvidar lo que había intuido, quizá pudiera convertirlo en un nuevo desvarío de su desgracia, un mal momento, la fantasía de alguien enfermo de horror.

Pero del otro lado de la ciudad, en un piso con balcones a la calle y cuatro dormitorios había sonado un disparo. No había nadie en la casa para confirmar que una bala sobre la oreja había cruzado la vida del menor de los hijos del contador. Nadie que pudiera abrazar a ese chico de 17 años que se había disparado. La familia entera con las tías incluidas estaba en el club, donde una de las hermanas participaba del campeonato de vóley como profesora titular. Fue el portero quien se

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decidió a subir a ver qué pasaba, y al no tener respuesta fue a buscar la llave y entró.

Cuando Alcira puso la pava sobre el fuego para tomar unos mates, del otro lado de la ciudad sonaba el teléfono en el club y la doctora Cabanes entraba en un salón de fiestas frente al río, con zapatos de taco aguja y un vestido de gasa azul, lamentándose por tener la guardia que empezaba a las ocho del domingo. El tiempo empezaba su cuenta regresiva.

El padre sólo recuerda sus propias manos mojando el volante del auto. Lo demás es una imagen oscura, algo indecible que golpea en la garganta, el esternón, la cabeza, como el efecto de una bomba nuclear arrasando con todo lo conocido. La respiración de su hijo era débil, había sangre en la alfombra, en la mano aún la 45 que hubiera debido tirar. Los gritos de los hermanos y las tías como un aullido constante mientras la respiración se iba volviendo agónica a medida que lo bajaban alzado por el ascensor. No había tiempo de esperar una ambulancia, lo llevaría él a la clínica, eran cinco cuadras nomás, quizá llegaba a tiempo de salvarle la vida. Sólo 17 años, por favor, cómo podía estar pasando por esto. Qué vas a hacer cuando seas grande, le había preguntado alguna vez.

Alcira miró todos los programas de la noche, una vieja película de Humphrey Bogart también, documentales de cría de canguros en Australia, el sorteo de la lotería nacional. Cada imagen en la pantalla se correspondía con otra en su memoria, el día que se le cayó el primer dientito, las manos frías cuando fueron de vacaciones a Puerto Madryn y lo abrazaba fuerte mientras miraban las ballenas, verlo dormir con su piyama de letras de colores. Cada tanto miraba la puerta, como si detrás de ella hubiera alguien agazapado, esperando para entrar.

Era la una y veinticinco de la madrugada cuando el contador escuchó que le decían: vamos a trasladarlo a terapia intensiva. Dejó de acariciarle la cara y se acercó despacio a esos ojos cerrados, bajo el vendaje que le cubría el cráneo, tratando de no obstruir ninguno de los tubos y mangueras y cables que salían de su cuerpo. Le habló susurrando, como cuando era un chico: no tengas miedo, yo estoy acá. Apretó la mano de su muchacho y vio cómo se lo llevaban dos hombres que nunca levantaron la vista hacia él. Se quedó estrujando la bolsa que había quedado en la

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silla, los pantalones de jean, la remera blanca manchada de sangre, las zapatillas y dos pulseras trenzadas que llevaba siempre en la muñeca. Quiso creer que nada de lo que estaba viviendo era cierto.

La doctora Cabanes tomó la guardia en la unidad de terapia intensiva a las ocho de la mañana. Mientras se ponía el guardapolvo había pensado en buscar a alguna de las chicas para que le inyectara un analgésico; la cabeza se le partía al medio y le dolían las piernas de haber bailado hasta las tres, pero todo quedó suspendido cuando vio el parte: los exámenes neurológicos acababan de confirmar la muerte encefálica del menor de la cama 5. Leyó el informe desde el inicio: la bala ingresa por el lado derecho del cráneo, destrucción en el tronco encefálico, el paciente permanece con respirador, hidratación por sueros, sonda vesical. La doctora Cabanes miró al médico que le había pasado el parte, el cansancio o la impotencia le habían vuelto la piel de un color grisáceo.

—¿No pudieron operar? —preguntó. El médico apretó los labios, negó con la cabeza: —El hematoma era monstruoso. Se despidieron. —Hay que confirmar el diagnóstico al CUCAIBA —escuchó que

le decía mientras caminaba hacia la puerta—. Hablá con la familia antes, están el padre y unas tías afuera, algo les adelanté. Suerte.

La doctora miró el último electroencefalograma, las tomografías, las pruebas que certificaban la muerte, el registro de esa irreversible línea recta en continuado por veinte minutos indicando que todas las funciones del cerebro se habían detenido para siempre. Bajo la sábana de la camilla había un chico de 17 años que ya no vivía. Había sido sano y fuerte. Lo habrían querido, quizá no tanto, por algo se disparó. Para no derrumbarse, sacó el capuchón de la lapicera, y registró en el parte: Posible donante. Si conseguía salvar seis vidas, podía hacer de toda esa mierda algo mejor.

Cuando Alcira se despertó, en la pantalla del televisor un sacerdote inauguraba la programación del día anunciando la vida eterna. Cada uno de nosotros puede transmitir la buena nueva a los hermanos necesitados. Alcira se estiró hasta agarrar el control remoto y lo apagó. Se quedó mirando el living, escuchando el silencio.

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Le dolía el cuerpo de haberse quedado dormida en el sillón de caña. Aunque por la ventana entraba la mañana de sol, supo que nada había cambiado: una noche pavorosa cubría el aire, lo volvía denso, irrespirable. Pensó en tomar unos mates y salir para la iglesia, aunque hacía muchos años que había dejado de rezar. Volvió a mirar la puerta. No iría a ninguna parte. Esperaría a que el tiempo indicara si lo que ya sabía era verdad.

—Mis cuatro hijos se quedaron sin madre hace doce años, doctora. Yo los crié a todos, yo les inculqué…

La doctora Cabanes vio a ese hombre quebrarse, una de las dos mujeres que se habían presentado como las tías del chico intentaba abrazar ese cuerpo grande y todavía firme del hermano. En la salita no había más sonido que el del llanto de un padre y el murmullo de la mujer que intentaba calmarlo. Afuera había un domingo de sol, autos que aceleraban para pasar el semáforo, voces de grupos de adolescentes que tomaban la plaza por asalto. La médica pensó que tenía que decirlo. Era ahora o nunca: sabiendo que la madre había fallecido, si conseguía la autorización del padre, podían empezar con los trámites de la donación.

Necesitaba hacerlo. Firmeza, coraje, se ordenó. Pero la voz le salió entrecortada:

—Quiero que comprenda que, pese al dolor, su hijo puede salvar seis vidas.

El hombre alzó la cara, las mujeres la miraron. La doctora carraspeó:—Es una decisión difícil pero le aseguro que…—No siga, doctora —la detuvo el padre adelantando el cuerpo y

ella pensó que iba a venírsele encima, el mentón del hombre temblaba, su cara se había vuelto más roja, todo estaba perdido.

—No sé por qué tomó esta decisión mi hijo, no lo sé. A lo mejor estaba solo y quiso probar el arma. Ojalá… —volvió a quebrarse, a bajar la cabeza, las hermanas negaban con gestos de espanto, una se acercó a la ventana para llorar.

La doctora iba a intervenir para decirles que lo entendía, que lo podían hablar con calma, evaluar una decisión de esa naturaleza, aún estaban a tiempo, pero el hombre volvió a mirarla.

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—Él era un chico de gran corazón, ¿vio cómo latía de fuerte, doctora? ¿Lo vio?

Ella asintió atravesada por la culpa, no de la mentira con que estaba contestando a la pregunta, sino la de haber bailado toda la noche frente al río mientras el corazón de un pibe de 17 años latía inútilmente, vigilado por su padre, hasta que el cerebro colapsó.

—Eso es lo que quiero que sepa, doctora, que tenía un gran corazón —insistió el hombre.

La médica iba a tomarle la mano, a decirle alguna cosa que detuviera esa especie de confesión, pero escuchó el latigazo:

—Si hay que donar los órganos, él estaría contento, lo sé.Las hermanas se largaron a llorar, sin pudor ni disimulo, pero el

padre se irguió, parecía otro ahora, distanciado de ellas, del resto de la civilización. Ella se hubiera echado en sus brazos para ampararse en su fuerza, buscar refugio, olvidar qué estaba haciendo allí, por qué había elegido esa profesión. Agradeció como pudo, indicó que empezaría los trámites y salió del cuarto. Le temblaban las piernas y a cada paso que daba bajo los tubos blancos del pasillo hacia la zona restringida sentía que se debilitaba más. Seis vidas, se dijo, un páncreas, un hígado, un corazón fuerte… No pudo seguir la enumeración.

Alcira terminó de lavar el plato y los cubiertos, los secó y los guardó. Miró la hora; en cinco horas y media se cumpliría un día desde que había sentido lo que sintió. Quizá pudiera haberse equivocado entonces, quizá pudiera sobrevivir a aquello. Pero cómo volver a lo cotidiano, cómo seguir sin saber. Pensó llamar por teléfono, si ellos conservaban el número podría hacerse pasar por alguien, con una sola llamada bastaba para entender si en esa casa había ocurrido una desgracia. Y entonces qué. Qué.

A las dos de la tarde se abrió la puerta de terapia para que los familiares pudieran ingresar. La doctora permaneció en el office, viendo cómo la familia de ese chico desfilaba en un cortejo silencioso ante aquella cama 5. Uno tras otro se habían ido despidiendo, las hermanas, el padre, ahora era el turno de las tías, una de ella supuestamente lo había criado como a su propio hijo. La doctora trataba de concentrarse en los

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trámites, del centro de datos había llegado el pedido de clarificar el tema de la madre, había que presentar el certificado de defunción.

—El certificado se les había pedido como documentación —le comentó a uno de los asistentes—, es raro que no lo hayan traído, son tan colaboradores.

—¿Él te dijo que su esposa estaba muerta? La doctora Cabanes alzó la mirada. No, no se lo había dicho. Las

palabras habían sido: mis hijos se quedaron sin madre. Y al pronunciarlas había visto un destello de pudor o rabia en los ojos del padre, y el entonces imperceptible gesto de la mujer que intentaba consolarlo: había bajado la cabeza, como el que no quiere avalar una verdad a medias. Que los chicos se hubieran quedado sin madre no significaba que la mujer estuviera muerta. La doctora sintió que le bajaba la presión. Miró el reloj, el tiempo corría, si no aclaraba qué estaba pasando podía cancelarse toda la operación de ablaciones, las vidas que dependían de ella se perdían. Necesitaba salir a fumar un cigarrillo, pensar un poco, entender qué haría, un golpe de adrenalina le inundaba el cuerpo.

Eran las 14.55 cuando la doctora entró a la sala de cuidados intensivos, tenía las manos cubiertas de sudor, en la garganta le latía la pregunta que debía hacerle a esa tía que acomodaba la sábana sobre el chico, como si estuviera dándole las buenas noches. El enfermero ya empezaba a circular por las otras camas para dar aviso de que terminaba el horario de visita. La doctora encaminó la dirección al office pero antes de llegar cambió el rumbo. Veía ahora la espalda quieta, la melena corta y prolija de esa señora, cuando estuvo a su lado, la escuchó:

—Doctora, yo sé dónde trabaja la madre de mi sobrino.

El sol ya estaba bajando otra vez en esa tarde de domingo. Alcira había empezado a pelar unas papas para la cena. Desde la cocina escuchó el timbre.

Se enjuagó las manos y las secó en el delantal. Caminó despacio hasta la puerta, giró la llave y abrió. Su cuñada tenía el pelo corto y anteojos oscuros, de señora elegante, pero ella pudo reconocerla igual, sólo que ahora no reía ni se predisponía a confidencias de amas de casa. Tardó un rato en empezar a hablar, el dueño del kiosco le había dado la

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dirección, dijo, tantas veces había pasado por esa lencería y miraba. Ella alzó la mano para detener las explicaciones:

—¿Cómo fue? —preguntó y un rato después las dos se abrazaban de pie sobre la vereda rota de un suburbio.

En la unidad de terapia intensiva el silencio era demoledor y, aun así, ninguno de los enfermeros que hacían sus tareas podía escuchar qué palabras componían el murmullo continuo que la mujer a la que habían permitido el acceso a la unidad restringida dedicaba a su hijo, como si pudiera decirle en esos veinte minutos acordados todo lo que había callado durante más de una década. Eran casi las doce de la noche y el tiempo de la despedida se acababa. La doctora Cabanes comenzó a aproximarse con cautela, ensayando los modos de anunciarle el final, pedirle colaboración. Pero la vio despegarse de la cama 5 y dirigirse hacia ella.

Tenía los ojos enrojecidos, secos, muy abiertos: —¿Puede quitarle la venda? —Señora, tenemos normas de higiene y… —Por favor —la interrumpió. Había en sus ojos una ferocidad

apabullante—. Quítele la venda. Es lo último que voy a pedir.La doctora pensó en lo que había vivido esa mujer, pensó en la

discusión que había presenciado entre la familia, en cómo había ella sostenido su postura de negarse a donar los órganos del hijo porque lo quería velar entero. Se preguntó qué habría convencido a esa madre de permitir la ablación después de que la dejara sola con el hombre que había sido su marido. Pensó en la solidez con la que estampó la firma en la autorización. ¿Cómo habían conseguido ponerla de su parte? Sabía que estaba actuando fuera de toda regla y norma, pero necesitaba saber:

—Puedo dar la orden si me dice qué fue lo que la convenció de firmar, señora.

La madre respondió sin titubeos, como puede contestarse una pregunta básica en un interrogatorio policial —nacionalidad, sexo, fecha de nacimiento, estado civil—.

—Él quería ser Dios cuando fuera grande. Me lo contó mi marido: Dios, dijo, para estar en todos lados y ayudar a la gente.

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La doctora Cabanes tardó un rato en reaccionar. Cuando pudo hacerlo, le dio la espalda a esos ojos fijos y llamó a una de las enfermeras que vigilaban tensas cerca del office.

—Vamos a quitarle el vendaje —ordenó. Nunca olvidaría la imagen desoladora de esa madre acariciando la

cabeza de su hijo, la ternura de sus dedos sobre los ojos cerrados, los labios secos, las manos.

El prodigio de alguien que después de 17 años parece estar dando vida a un mismo hijo por segunda vez.

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El mar

Mateo Niro

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El mar es más grande que todo y aturde cuando rompe las olas cerca de los pies míos y de mamá. Pobres los compañeros de la escuela que no lo conocen. Pienso esto porque una vez les pregunté a Joaquín y Yael y me contestaron que no conocían el mar. Pobres de verdad. Ojalá que las mamás los lleven algún día, sobre todo a Yael que es tan callada. Capaz que después de ver el mar se le suelta la lengua, como dice la señorita cuando uno habla y habla y habla. Me dijo mi mamá que el viento es lo que hace que las olas hagan así, que vengan, que mojen los pies y que después partan y desaparezcan o, en realidad, queden en mi cabeza dando vueltas. Cuando una vez la señorita nos enseñó que los sustantivos eran concretos cuando se podían tocar, y abstractos cuando no se podían tocar, le pregunté por las olas, porque primero se podían tocar aunque te mojaran, pero después, cuando ya se iban, cuando partían, ya no se podían tocar, quedaban en el pensamiento y en el cuerpo esa sensación del agua revuelta y fría que se vino encima, a veces como una caricia, otras como un abrazo y otras como una tumulto. Mar del Plata es lo más lindo de todo, por el mar, por la arena de la playa, por el tren que nos lleva y porque mamá está más tranquila. Capaz que eso sea porque a ella también lo que más le gusta es el mar.

Yo veo el mar en esta pared blanca que miro acá todo el día. Le encontré el gusto porque imagino que es una pantalla donde pasa el mar como si estuviera en el cine, y yo en vez de un asiento de cine estoy en la cama, y en lugar del que vende los chocolates viene una enfermera. Mi preferida es Rosa, que siempre hace bromas como que se tropieza con algo y casi se me cae encima. Pero estaba con el cine

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y no con Rosa. En el cumpleaños de Camila, la de la escuela —no sé si conoce el mar como yo, nunca se lo pregunté—, nos pasaron a buscar por la puerta con un tren de la alegría y nos llevaron al cine. Nos hicieron sentar a todos en la misma fila, apagaron las luces y empezó la película en una pantalla inmensa, aunque no tan grande como el mar. Yo no sabía bien qué hacer, porque si llegaba a tener miedo o ganas de hacer pis no estaba mi mamá ni mi abuela; encima de un lado y del otro estaban otras nenas a las que debía pedirles permiso para moverme, hubiese sido un lío o una vergüenza. Por suerte me pude aguantar el pis pero no el miedo que me dio, en una parte de la selva y los cazadores. Cuando la encontré a mamá a la vuelta, le dije que había tenido un poco de miedo en el cine y ella me dijo seca que no tenía que tener miedo a las películas pero sí a las personas vivas. Se ve que ese día también estaba nerviosa. Yo prefería a la Andrea —así se llama mi mamá— del mar.

Hoy creo que es un día soleado. No soy de mirar para la ventana que está de aquel lado, al costado de mi cama. No me acostumbré a mirarla, además que un poco me cansa dar vuelta la cabeza, encima con estas cosas que me cuelgan. Muchas veces el doctor Nicolás me preguntó si prefería mirar para allá, que si yo quería podían dar vuelta la cama, pero yo no le dije nada o no sé si llegué a hacer un movimiento chiquito con la cabeza contestándole no. De hace un tiempo no me pregunta más sobre eso pero sí sobre otras cosas, además de cómo me siento y si tengo hambre o sueño. Un día el doctor Nicolás me trajo un póster de Winnie Pooh —se ve que mamá le contó que me gustaba— y me preguntó si quería que lo pegara en esa pared blanca de enfrente, esa que miro yo todo el día. Yo exageré la risa porque no sé bien si puede verse mi boca desde el otro lado, pero le señalé la cama. Él se acercó, yo le agarré el póster y me lo puse al lado. Ojalá que no lo haya tomado a mal, porque en verdad elegía seguir viendo en la pared despejada el mar de Mar del Plata, el Nesquik que me prepara mi abuela antes de que nos vayamos para la estación de tren a la mañana, la valijita con mi ropa que desarmamos para que no se arrugue cuando llegamos a la pieza que nos tendría de visitantes a mi mamá y a mí.

Yo también la quiero a la abuela, aunque menos cuando pelea con mi mamá. También pelea mucho con mis tíos. Una vez escuché a papá

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—mi papá es el novio de mi mamá; él quiere que le diga papá y yo quiero llamarlo papá; ¿qué es papá, si no?— decirle a mamá que mis tíos habían matado al abuelo. Ella le contestó mal pero después, no sé por qué, empecé a mirarles las manos a mis tíos, verles las cicatrices y los ojos, para descubrir la verdad. Era fácil verlos porque vivimos todos juntos ahí. Cuando estábamos todos en casa, por suerte yo me daba cuenta cuando estaban por empezar a pelear y ponía la mente en blanco como esta pared de enfrente, apagaba la luz adentro de mi cabeza y empezaba a pasarme la película que yo elegía. No era lo mismo que ahora, que de verdad hay una pared blanca y no están los gritos y golpes que a veces arruinaban mi película. Pero eso no quiere decir que yo no quería a la abuela. Yo pienso que a veces se enojaba porque había tenido una infancia triste, con problemas, sin poder haber ido a Mar del Plata o sin una mamá que la quisiera como a mí la Andrea del mar.

Hace mucho que no veo a la abuela. No sé si habrá venido a visitarme, capaz que no viene más o capaz que cuando viene yo estoy dormida. La verdad es que ella no está para venir cada vez. Aunque no parece tan viejita, tiene que preocuparse por otras cosas como los tíos, los temas de la casa y los problemas con los vecinos. Por eso más bien le pregunta cómo estamos por teléfono a mi mamá que está todos los días conmigo: la llama al celular —yo lo puedo escuchar porque la abuela habla gritando: ¿cómo está Ayelén?, ¿comió Ayelén?, ¿la dejaste dormir o la sacudiste como siempre? La abuela en esto tiene razón. En el último tiempo estoy durmiendo mucho. Por un lado es mejor, porque así el tiempo acá pasa más rápido; pero por el otro lado, los sueños cuando uno duerme no son tan fáciles de inventar como la pared cuando estoy despierta. Hay veces que tengo unas pesadillas horribles que no quiero ni recordar para que no me vuelvan. Pero cuando estoy durmiendo y aparece mamá, me zarandea como si fuese un muñeco y me grita: Despertate, Aye, ya llegué. Mirame. Reíte. Hija, ya estoy acá. Todo eso dice cuando apenas llega. Si logra despertarme, ella me dice que quiere hablar; conversar, así me dice. También que esa es la única manera de que ella no esté triste, que es un remedio contra el mal. Por eso yo también le converso.

¿Hoy te duele algo?

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Hace un silencio.

¿En qué estás pensando hoy?

Mamá Andrea, cuando me conversa, deja espacio para que le conteste, aunque sabe que no puedo hablar, que los aparatos que me cuelgan no me dejan. Pero yo hago como que le contesto con la cabeza y ella debe imaginarlo, o debe pensar en alguna otra cosa que no sé.

Cuando venía para acá pensé en arreglarte la pieza. Hacértela pintar. ¿Qué te parece?

¿Te gustaría? ¿De qué color? …

Bueno, te colgué el póster de Winnie Pooh y lo puse en la puerta de la habitación. ¿Te gusta así? Decime, si no lo cambio.

Al final, le voy a decir a Carlos que la pinte. Siempre pienso en pintarla yo y al final nunca tengo tiempo y como que postergo. No sé si él tendrá tiempo. ¿Te acordás de Carlos? Sí, te tenés que acordar. Es el vecino que vos primero decías que no te caía y después le decías tío. Él te traía esos caramelos con formas porque trabajaba en una fábrica y yo me enojaba porque decía que te iban a salir las caries y te iba a tener que llevar al dentista todos los días yo, no él. Mirá al final si era necesario enojarme.

Te va a gustar cuando veas tu pieza como nueva.

Mamá a veces llora cuando se pone a conversar. Dice algo en especial, no cualquier cosa, y enseguida se pone a llorar. Ahí yo giro la cabeza para el otro lado y me hago la dormida otra vez. Se ve que no se aguanta cuando dice que vamos a hacer tal cosa o mañana o pasado y se pone a llorar. Ese es el momento que me gustaría ser otra vez yo la del

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mar, no me sirve esto de no tener fuerzas ahora para decirle no llores, que ya te vas a poner bien, que quiero llevarte de vuelta a Mar del Plata para que veas el mar. Pero no puedo porque ella me mira a mí y me doy vuelta y cierro los ojos y hago que me duermo. Al tiempo se le pasa o entra una enfermera que le dice que se calme, o le hablan al oído y yo no puedo escucharla o creo que se va al pasillo y se queda un tiempo ahí hasta que vuelve, me despierta y otra vez empieza todo de nuevo. Distinto pasa si está el doctor Nicolás. Ella es distinta con él. No sé si ya pensé que tiene la voz muy suave, como esas telas de los vestidos que no raspan, que si uno los toca tenés la sensación que te están acariciando. Así tiene la voz el doctor Nicolás. Cuando habla él pareciera que hasta los leones se calmaran. Me hubiese gustado que él también hubiese venido con nosotras a Mar del Plata.

Él es el doctor que me explicó lo del corazón. Me lo dijo con la voz de tela suave un día en que me encontró despierta porque estaba también mamá Andrea que ya me había zarandeado. Me dijo que ya era grande para entender las cosas. Yo pensé que por fin me enteraría de qué estaba hecha. Así pasaba cuando la abuelita —así le decimos a la mamá de la abuela— traía algo para comer y los tíos le preguntaban ¿qué tiene? Así lo dijo el doctor Nicolás sobre mí con la voz de tela suave: el corazón es como una casa con cuatro cuartos. Vamos a ponerle un número a cada uno de los cuartos más cerca de la calle y un número a los cuartos más cerca del fondo. Entonces tenemos 1 y 2 para los de adelante, y 3 y 4 para los de atrás. El 1 tiene un pasadizo que comunica con el 3 con una compuerta que se abre, sobre todo para cuando se baldea, porque el agua hay que escurrirla en el fondo. Y para que no vuelva el agua sucia, la compuerta se cierra automáticamente. Igual pasa con el cuarto 2 y el 4. El corazoncito tuyo, Ayelén, tiene esas compuertas que no cierran bien, y eso hace que el agua que ya sirvió para limpiar y por eso está sucia, vuelva adonde no tiene que estar y nunca termine de limpiarse. ¿Se entiende? Yo me di cuenta de que mamá en un momento del cuento le había dejado de prestar atención. Lo que pasa es que mamá Andrea no está tranquila y cualquier ruido, o un auto que pasara lejos o una conversación del pasillo, la hacía desconectarse. El doctor Nicolás le volvió a preguntar si había entendido y ella se conectó otra vez y le dijo claro que había entendido, que ella no era ninguna retrasada a la que le tenía que explicar como una criatura, que los pobres somos pobres, no estúpidos. A mí no

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me dio bronca ni pena cómo actuó mamá porque el doctor Nicolás ya la conocía bien y no le sorprendía ni lo enojaba. Yo lo oí una vez, aunque él pensaba que yo estaba dormida, cómo la defendía a mi mamá cuando alguien de ahí le dijo que mi mamá era una loca. Era raro dormir para mí porque el oído no se me apagaba.

A mí me hubiese gustado que el doctor Nicolás sea mi padrino. En la iglesia me enseñaron qué era el bautismo y que para los chicos es muy importante estar bautizados. No llegaron a bautizarme porque tuve que venir acá y no bautizan. Esto no es una iglesia, y sería muy difícil traer a todas las personas vestidas para el bautismo y las estatuas y los cuadros de una iglesia, porque hay muchos chicos que necesitan silencio porque están enfermos y no se puede hacer un barullo porque resulta que yo me tengo que bautizar. Pero yo pienso que igual estoy bautizada y que mi padrino es el doctor Nicolás. ¿Quién no lo va a creer así? ¿Por qué entonces me trajo el póster de Winnie Pooh si no es porque es mi padrino? No todos los médicos les traen regalos a las personas y sí todos los padrinos. Todavía no elegí la madrina. ¿Y si elijo a la doctora Silvia? No sé si será conveniente, porque la otra gente de acá va a comentar que entre ellos hay algo de romance, y yo sé que Nicolás tiene una esposa y tres hijos. ¡Tres hijos es un montón! Yo no tengo hermanos aunque hubiese sido lindo para cuidarlos también como a mamá. La doctora Silvia me cuida como otra mamá Andrea del mar. ¿Habrá ido alguna vez a Mar del Plata? ¿Se lo debería preguntar?

Silvia es la que más me dice que tengo que comer. Me lo dice siempre sin retarme. Ella me dice que lo mejor para curarme, mejor que los remedios, es comer. Pero yo no quiero comer. A mí me gusta comer cuando hay helados o milanesas que prepara la abuelita, no lo que me dicen que tengo que comer acá. ¿A quién le puede gustar? Acá hay tres chicos más. No pudimos hacernos amigos, ni siquiera conversar como converso con mamá porque al menos ella me habla. Los chicos están en la cama. Pobres chicos. Encima ni siquiera tienen la pared blanca para ver. De verdad pobres chicos. Seguro que a ellos también les dicen lo de la comida y que ellos no la quieren. Quizás sí la comen pero para darles el gusto. Estoy segura de eso.

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Un día cualquiera, hay un momento que este lugar se empieza a mover. Es un decir, claro, no es que hay un terremoto. Lo que pasa es que de repente empiezan a entrar personas, enfermeras, médicos, se les da por darnos vuelta, tocarnos la frente, los pies o la panza, a pincharnos como los muñequitos que tenía la abuela cuando tenía que hacer un trabajo. Algunas enfermeras nos hablan y otras no. Ninguno de nosotros les contesta. Yo sigo dormida con el oído despierto. También conversan mucho entre ellas. Después entran otras con el desayuno, o la merienda, porque no sé en qué hora estamos. Todo esto pasa por al lado de la pared donde hay una puerta. Y de repente en un momento del día aparece mamá Andrea vestida de sirena porque la pared blanca se transformó otra vez en mar. Muchas veces no sé si es cierto y sólo me doy cuenta por dos cosas: por el zarandeo y porque se me pone a cantar. Los sueños no cantan y ella sí. Quizá Andrea algún día sea cantante. Pero esta vez pasó algo extraordinario. En un principio fue lo de siempre: entraron las enfermeras, los médicos, los desayunos y esas cosas; también entró Nicolás. Lo extraño no fue, en este caso, que entrara, si no lo que hizo. Siempre Nicolás cuando llega, me mira, revisa los aparatos que están por ahí y las cosas que me cuelgan, me pregunta cómo estás. Pero esta vez cambió. Estaba nervioso. Yo me había dado cuenta de que estaba nervioso. Respiraba más fuerte que lo de siempre y dos veces se sentó en la cama y se levantó sin decirme nada: ni cómo están tus pulmones, ni tu corazoncito, ni nada. Cuando se levantó sin hablarme, fue a conversar en voz baja con los otros médicos y enfermeros y ellos así le contestaron despacio también. De a poco los vi que salían todos por la puerta que está al lado de la pared del mar. Salieron todos menos el doctor Nicolás. Ahí sí se volvió a acercar y otra vez se sentó en la cama más seguro. Abrió la boca para empezar a hablarme pero no le salió nada. Yo, mientras tanto, estaba dormida casi toda.

Ayelén.

Me lo dijo más duro que siempre. Fue por eso que, en ese momento, por primera vez, me asusté. Él me decía Aye o chiquita. Me acordé cuando en la escuela retaban a alguien porque había hecho algo malo o cuando

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le tenían que dar una mala noticia le decían el nombre completo. Yo no había hecho nada para que me llame así. Por eso me asusté más. Pensé en mamá. Pensé en lo que el doctor Nicolás quería decirme y no se atrevía porque era algo malo que le había pasado a mamá.

Ayelén.

Yo lo escuchaba con el oído despierto pero él quería que todo el resto reaccionara. Sabía que hasta que no abriera los ojos, él no me iba a decir lo de mi mamá. Los abrí.

Hola, Ayelén, qué suerte que te despertaste. Quería conversar con vos.

Dejó un espacio, como lo hacía mi mamá. Pero me parece que no era por lo mismo sino porque volvió a respirar con fuerza, como para poder decir todo de golpe. Mi corazoncito, el de las compuertas abiertas, latía fuerte.

Ayelén, la verdad que tu vida ha sido hermosa. Has luchado muchísimo.

Me habló así, de esa manera. Como cuando alguien dice algo importante.

Por ahí, si ya estás cansada de luchar y querés partir, hacelo.

En ese momento le tembló la voz. Pero no porque no estuviera seguro de lo que decía. Le temblaba la voz porque no debe ser de todos los días decirle a una nena que, si ella quiere, ya se puede morir.

Yo sé que estás por tu mamá, pero nosotros la vamos a cuidar. Nosotros vamos a estar acá.

Cuando dijo lo de mamá Andrea pensé que el doctor Nicolás sabía ver más allá. Que tenía poderes. Ese fue el momento que me puse a llorar. Lloré como lloraría una estatua, con los ojos quietos por donde

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le sale una lágrima y la estatua siente caer la lágrima primero por ahí cerca del ojo, después por el cachete, después por el cuello y después desaparece.

Si decidís partir, seguí la luz blanca. No tengas miedo.

Cerré los ojos. No quería ver los colores, ni al doctor Nicolás, ni siquiera a mi mamá. No tenía ganas de conversar más con nadie por ese momento. ¿Qué más me podía conversar? El doctor Nicolás se dio cuenta de esto, me tocó la pierna raquítica como una caricia, se paró y caminó hacia la puerta. Antes de salir, me volvió a mirar. Creo que él también, aunque podía moverse, estaba llorando.

El día pareció volver a la normalidad después de esto. Entraron todos los demás doctores, las enfermeras y las mamás de los nenes que estaban ahí. Volvieron los ruidos de las cosas, las voces de los médicos, los partes. Y yo me quedé en el mismo lugar, como siempre, pensando y pensando. Hubiese querido hacer dormir también al oído para callarme y pensar sin más voces que la mía.

Al rato llegó mamá y, como siempre, comenzó con los zarandeos, a decirme Aye, despertate, a tocarme el cachete flaco por debajo de los tubos, pero yo tratando de pensar con el oído dormido y esa vez casi ni la escuché. Lo supe porque después se lo contó al doctor Nicolás y dijo que le pareció extraño porque nunca le pasaba así. Se ve que ella no sabía que ese no era un día común porque él ya me había dado permiso.

A mi mamá no le gustaban muchas palabras. De las concretas, por ejemplo, no le gustaba decirle guarda al de los trenes. Cada vez que viajábamos a la Capital y veía uno, decía chancho asqueroso, chancho asqueroso, chancho asqueroso. De las abstractas, no le gustaba ojalá. En esos días que pasaron después de la conversación con el doctor Nicolás, escuché que le hablaba de mí a mi mamá y ella le decía que no podía ser, que a Ayelén no le iba a llegar la hora, que muchas veces los médicos se habían equivocado, ¿por qué no se iban a equivocar otra vez? El doctor Nicolás, entonces, le dijo la palabra maldita: ojalá. Mamá se puso seca, cambió la voz y le dijo no se te ocurra más decir esa palabra y el doctor, que sabía del mar, no la repitió nunca más mientras estuve despierta.

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En Mar del Plata, en la rambla, hay una estatua de un lobo marino que está enfrente del mar. Yo quería treparme y sacarme una foto para tenerla ahí en mi cama pero mamá no quiso. Dijo no puede el corazón con tanto esfuerzo. Capaz que tenía razón. ¡Ahora soy yo la estatua que piensa! ¿A quién si no se le podría ocurrir todo esto? ¿Quién logra tener como yo un mar con sirena adentro de la cabeza? ¿Quién se atreve a decirles a todos los que se quedan ahí en la arena dejen pasar a Ayelén que va a zambullirse en el mar?

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Un beso de Dios en la frente

Virginia Cosin

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Silvia está sentada frente al espejo de un camarín, mientras una maquilladora le aplica polvo volátil en la cara. En pocos minutos vendrá un asistente de producción a informarle que tiene que esperar detrás de cámara, hasta que le den la señal para pasar al estudio. Hoy Silvia es la invitada estrella de uno de los programas de televisión más vistos de la mañana. Lo conducen un periodista de larga trayectoria y una modelo-vedette que hizo su primera aparición televisiva en un reality show.

Tiene la mirada clavada en sus propios ojos e intenta descifrarlos como si fueran los de una extraña. Por momentos le parece que eso es: alguien desconocido. Se le ocurre que no es ella la que está en este momento sentada en esa silla, que no es a ella a quien van a entrevistar, que no es una especialista en nada, que todavía no se fue de su pueblo natal, en la provincia de Córdoba, que no tiene más de veinticinco años, que el tiempo es una cinta automática que se mueve sola y que el único trabajo que tiene que hacer es poner un pie delante de otro a un ritmo regular. Que el futuro vendrá a su encuentro y llegar es una cuestión de mecánica, algo que el cuerpo hace solo; equilibrio para principiantes.

Tiene la impresión de que no es una, sino dos. Que esa mujer que tiene en frente no es un reflejo, sino alguien mudo que le habla desde otro tiempo, que viene a decirle que confíe. Que todo tiene una razón, un por qué.

La voz de la maquilladora la arranca de sus cavilaciones y la devuelve a este lado del espejo.

—¿Te pongo un poco de brillito en los labios?

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Como si acabara de despertarse de un sueño, Silvia mira a la maquilladora sin saber qué responder. Como percibe cierta ansiedad en la mujer que aguarda una respuesta con el aplicador en la mano, le dice que sí. Aunque sólo en raras ocasiones se maquilla, en los últimos tiempos tuvo que cambiar de hábitos. Desde que el Congreso empezó a debatir la Ley de Muerte Digna, las invitaciones a programas de televisión se multiplicaron y tuvo que empezar a ocuparse de cuestiones a las que no solía darles importancia, como qué ponerse o cómo peinarse.

Al principio le daba pudor y se ponía algo nerviosa. Aunque siempre fue una mujer desenvuelta y sociable, las luces demasiado brillantes de los estudios la intimidaban y le daban una sensación de realidad prefabricada. Le costaba expresarse con naturalidad. Las primeras veces se sentía como un muñeco hablado por un ventrílocuo. Las palabras tardaban en llegarle a la boca; como si el recorrido de cada idea desde que se formaba hasta que ingresaba en el molde de las palabras se realizara en cámara lenta.

Después se acostumbró. O aprendió aquello que ya sabía: no hay que pensar, sólo hacer. Si pensás, si te preguntás mucho, te paralizás.

Ahora está caminando junto al asistente de producción por un pasillo largo, alfombrado de cables, y puede ver en un monitor a los conductores que presentan los estrenos de la cartelera de cine de la semana. Llega al estudio y la invitan a esperar de pie a un costado, mientras anuncian una pausa comercial y la presentan: “En un rato vamos a estar hablando con Silvia Rulfo, abogada y especialista en bioética para que nos cuente qué implicancias tiene la aprobación de la Ley de Muerte Digna. Un tema duro y delicado, que no puede dejarnos indiferentes. Ya volvemos”.

Hubo un tiempo, cuando todavía vivía en el pueblo, en el que Silvia ni siquiera soñaba con ser abogada. Muchísimo menos con ser un referente en bioética. Sabía que estaba destinada a hacer algo importante. Mejor dicho: sabía que no quería ser como sus amigas cuya única aspiración era casarse y tener hijos. Pensaba estudiar, aunque todavía no sabía qué. Lo que fuera, que le permitiera tener independencia económica. Había nacido en el seno de una familia tradicional, en un ambiente de costumbres rígidas, pero su espíritu inquieto se rebelaba

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contra los mandatos que imponían cómo debía ser una mujer: del regazo de la madre y el amparo del padre al régimen del marido; sumisa y obediente. A los veintiséis años, había tenido algunos novios, aunque no muchos. Los muchachos del pueblo no la entendían y mucho menos comulgaban con sus ideas. Era diferente de las otras, y eso, en lugar de constituir un atractivo, los asustaba. Pero lo cierto es que Silvia esperaba la oportunidad para viajar a Buenos Aires, conseguir allí un trabajo y empezar en la ciudad su verdadera vida, una que ella eligiera.

Ya estaba en proceso de realizar el gran cambio (había hecho varios viajes relámpago para tener entrevistas de trabajo, y estaba esperando la confirmación de una empresa de seguros que la tomaría como vendedora), cuando un domingo fue a misa con su familia y lo vio. Alto, atlético —aunque el pelo hacía tiempo había empezado a ralear—, piel bronceada que destacaba, por contraste, sus ojos celestes, tan claros que parecían de agua. Y maduro. Ciertamente mayor que Silvia. Él comenzó a caminar en dirección a ella, que podía escuchar el corazón bombeando con fuerza. Pero una vez que estuvo parado a su lado, no fue a ella a quien miró, sino a su padre. Los dos hombres sonrieron y abrieron los brazos para estrecharse. Hacía muchos años que no se veían, desde que Mario se había ido del pueblo para estudiar en la Universidad de Buenos Aires, pero recordaban con cariño el tiempo en que habían cursado juntos la escuela secundaria. Recién después de las palmadas de afecto y el intercambio de anécdotas, su padre los presentó.

De ahí a los encuentros clandestinos, para evitar miradas y suspicacias de pueblo chico, no transcurrió mucho tiempo. Silvia se sintió atraída de inmediato por este hombre que tenía la edad de su padre, pero que representaba todo lo contrario. Amable, locuaz y divertido, culto pero no formal, desestructurado. A las pocas semanas, él volvió a la ciudad y un tiempo después ya estaban viviendo juntos.

Durante la pausa, la conductora se le acerca para saludarla y comentarle cuáles serán los temas de la entrevista. El caso del momento es el de una nena de tres años que desde su nacimiento está conectada a un respirador, en estado vegetativo. Según el informe de la prensa,

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el diagnóstico de los médicos es unánime: su estado es irreversible. La opinión pública se debate entre la condena y la compasión ante su madre, que reclama que le desconecten el respirador y le permitan morir en paz. Silvia observa a la joven, ex revelación del reality show, que parece salida de otro planeta: rasgos perfectos, piel pareja como la de un maniquí, dientes blancos y alineados, curvas de Jessica Rabbit. Las preguntas girarán en torno al significado de “muerte digna”, qué quiere decir “estado vegetativo”, cómo sabemos que un paciente en esta condición no tiene ninguna chance de recuperarse. Silvia conoce las respuestas, ha estudiado este caso y muchos otros, se muestra segura y agradece la oportunidad que le dan de expresar su punto de vista en el programa. La conductora le dice que en unos minutos arrancan, sonríe mostrando sus dientes perfectos y se aleja de espaldas, como si caminara por una pasarela.

Al principio la convivencia no fue fácil. La diferencia de edad y las ínfulas de mujer independiente de Silvia, que a Mario no le hacían tanta gracia, constituyeron la materia de sus primeras discusiones. Sin embargo la mutua admiración, el respeto y el profundo amor que se tenían terminaban limando las puntas filosas que amenazaban con deteriorar la relación. Compartían, sobre todo, el gusto por la playa y el sol, las salidas con amigos, el cine, la comida.

Una noche de verano, cuando ya llevaban seis años de casados, Mario salió con su bicicleta. Le dijo a Silvia que lo esperara con la comida, tenía que hacer unos trámites y volvería lo antes posible para ver junto a ella el partido de las eliminatorias para el mundial ´98.

Mientras lo esperaba, prendió el televisor. En todos los canales se reproducían las mismas imágenes. Como si se tratara de una cuestión de Estado transmitida por cadena nacional, la diva Susana Gimenez, sin sacarse sus enormes gafas oscuras, respondía las preguntas de una muchedumbre de periodistas apostados en la puerta de su casa. Acababa de arrojarle a su marido, el polista Huberto Roviralta, un cenicero por la cabeza, y justificaba la escena de violencia doméstica entre espasmos de llanto e indignación. El episodio, tragicómico, no alcanzaba para distraer

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a Silvia. Algo la inquietaba. No sabía qué. Hacía ya un tiempo que tenía la intuición de que su vida estaba a punto de dar un vuelco. Apagó el televisor y se levantó del sillón para preparar la comida. Generalmente cocinar le daba placer y la relajaba. Sacó de la heladera verduras, arroz, y le dedicó un buen rato a las hornallas. Cada minuto era un aguijón que se la clavaba más hondo en la boca del estómago. Ya habían pasado casi dos horas desde que Mario había salido. Cuando terminó de hacer la comida, puso la mesa para dos y se sentó un rato más a esperar. El partido había empezado y en las ventanas de todos los departamentos centelleaba la luz de los televisores encendidos. Silvia se sirvió una porción pequeña y comió solo algunos bocados, que le costó digerir como si estuviera tragando cucharadas de cemento. Hizo un último intento de espantar, como a una mosca, las imágenes que se le cruzaban por la cabeza y se fue a la cama, como si actuando con normalidad pudiera echar un velo sobre las evidencias, y con el solo poder de su voluntad lo que fuera que le hubiese ocurrido a Mario pudiera deshacerse. Llegó a creer, durante unos minutos, que si se dormía conseguiría hacer de esa espera interminable un mal sueño, y al abrir los ojos su marido estaría allí, a su lado. Pero de un momento a otro se vio a sí misma metida en la cama intentando conciliar el sueño, y comprendió. Tenía que hacer algo. Reaccionar. Ya era la una de la mañana.

Se levantó de la cama y buscó en su agenda el teléfono de Federico, un compañero de trabajo de su marido, con el que compartían el estudio, y lo llamó.

—Sí, estuve con Mario hace como cuatro horas. Vino a traerme unos papeles al estudio. Qué raro que no haya vuelto, porque le pregunté si quería que fuéramos a tomar algo y me dijo que no podía, que estaba con la bicicleta, y que además vos lo esperabas en tu casa para ver juntos el partido.

Federico hizo un breve silencio del otro lado de la línea.—¿Probaste llamar al SAME, o a la policía?En ningún lado tenían noticias de Mario. —Voy para ahí. Esperame.Cuando Federico llegó a la casa de Silvia ya eran las dos.

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Subieron al auto y se miraron. ¿Y ahora? ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? La ciudad era inmensa. Mario podía estar en cualquier parte.

—Al Fernández —dijo Silvia.No sabía por qué. Pero cada tanto conocía las respuestas de cosas

que no podía explicar. Un poder que a veces era un don y otras, una desgracia.

Federico asintió sin cuestionar la decisión de Silvia, aunque él hubiera empezado por otro hospital. Viajaron en silencio. En la calle, si bien era de madrugada, todavía había gente despierta, festejando el resultado del partido.

Una vez en el hospital, se acercaron a un mostrador de recepción y preguntaron si tenían algún paciente registrado en las últimas horas con las señas particulares de Mario. La secretaria se alejó y al rato volvió a aparecer con un médico de guardia. Era joven, tenía cara de cansado, barba de un par de días.

—Sí. Hace algunas horas ingresó un NN accidentado. Lo atropelló un auto. Él iba en bicicleta. El único objeto que llevaba con él que nos permitiría determinar su identidad es este anillo. Está en coma. Su estado es muy delicado.

El médico extendió su mano y depositó en la de Silvia una alianza de oro. Silvia la miró y buscó el grabado en la parte interna: Las letras M y S, fileteadas. Miró al médico.

—Sí, es mi marido. El médico acompañó a Silvia hasta la habitación de terapia intensiva

en la que se encontraba Mario. Federico se disculpó y le dijo que prefería esperarla afuera. Estaba blanco como un papel.

Silvia tuvo unos pocos segundos, los que le llevó recorrer el blanco pasillo, para prepararse. Cuando finalmente lo vio, apenas pudo acercarse a su marido, recostado en una cama, inconsciente y rodeado de aparatos: tubos, conductos, cables, monitores.

Apretó el anillo en la palma de su mano. Hasta que la muerte los separe, había dicho el cura antes de que sellaran con el tradicional beso su promesa.

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Ahora está sentada en uno de los sillones del set de grabación. Le sirven un café y agua. Mientras habla, los asistentes les hacen señas a los conductores. Hay tres cámaras tomándolos desde diferentes ángulos. Silvia empieza contando su experiencia personal. Es el plus que los shows televisivos requieren para que su participación sea jugosa.

Sabe de memoria las respuestas a esas preguntas que, con algunas variaciones, son casi siempre las mismas. Pero la primera vez que las escuchó, era ella la que necesitaba saber. Y comprender no era tan sencillo.

Esa noche, un cruce de caminos desvió su destino. Todo lo que había soñado se hizo añicos junto al cuerpo de su marido, cuando un conductor distraído aceleró sin ver que delante de él cruzaba un ciclista. Eso fue lo que le dijeron cuando, a la mañana siguiente del accidente, sin haber podido pegar un ojo, fue hasta la comisaría. Mario voló por el aire y aterrizó en la calle. Su corazón seguía latiendo, tenía signos vitales, pero su cerebro estaba apagado. Estaba vivo, pero ya no iba a mirarla.

Durante los primeros días lo visitó en el hospital, con la esperanza de que, al llegar, un médico de impoluto delantal blanco y sonrisa Kolynos la estaría esperando para informarle que su marido había recuperado la conciencia. Sus preguntas giraban en torno al modo en que sus vidas cambiarían a partir de entonces, si él podría volver a caminar, si podría hablar, trabajar. ¿Volvería a ser el mismo? Lo dudaba. Pero no podía imaginar lo que sucedería en realidad.

Lo que sucedió, veinte días después, fue que despertó. Pero ese despertar fue muy diferente al de las telenovelas. No hubo reencuentro, ni palabras, ni abrazos, ni vuelta, real, a la vida. Mario había despertado, sí, pero a un mundo oscuro, denso, sin colores ni música, ni sentimientos, ni voces, ni palabras. Un mundo de soledad y tristeza. Desconocido. Lejano. Un mundo en el que Mario —su mujer lo sabía bien— no quería estar.

Como pudo, le preguntó al médico cuánto tiempo iba a estar así. La respuesta la desconsoló. Días, meses, tal vez años. ¿Años? Ya casi no le quedaban fuerzas. ¿Cómo iba a hacer para tolerar un solo día más?

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Sin embargo para Silvia fue como si ese lazo que se estrechó apenas se miraron por primera vez fuera un conducto a través del cual Mario le entregaba toda su fuerza vital. Estaba más despierta que nunca, más viva que nunca y más fuerte para enfrentar las dificultades que se cernían frente a ella.

Hasta ese momento, y aunque siempre había luchado contra ese mandato, había sido la nena de papá. La nena de su marido. Ahora tenía que vivir en un lugar diseñado para hombres, en el que la voz de las mujeres, incluso para su propio género, era desestimada.

Mientras el juzgado al que derivaron su caso designó a una curadora provisional que sería la representante legal de Mario y que, desde un primer momento, creyó que eso implicaba adoptar una posición de enemiga, fue ella, que hasta entonces dependía económicamente de su marido, la que tuvo que encargarse de sostenerse y de sostener los gastos de los cuidados médicos.

No fue fácil conseguir un trabajo. Pero mientras recorría estudios de abogados y escribanías, redobló la apuesta: decidió retomar la carrera que había empezado hacía poco tiempo en la facultad de Derecho y se anotó en tres materias. Todos los dedos la señalaban, acusatorios. Parecía que si se ocupaba de vivir su vida, si pensaba en su futuro, si luchaba por ella, cometía un pecado mortal. Valorar la propia vida era visto, por los otros, como un acto de soberbia.

Por momentos sentía que funcionaba como una autómata, provista de un mecanismo diseñado para no caer, y que si se tomaba tan solo un instante a pensar, o sentir pena, o miedo, o rabia, haría cortocircuito y se detendría para siempre.

Cuando por fin consiguió trabajo como asistente de un escribano, después del horario de oficina cursaba la carrera, y por las noches iba al hospital. Mario siempre la recibía de la misma forma. Mudo, envuelto en zumbidos de monitores y cables.

Los conductores del programa de la mañana dan a cámara un número de teléfono para que el público llame y le haga a Silvia las preguntas que quiera. Mientras tanto, comentan las bondades de un

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pediculicida y de un producto para sacar manchas en la ropa, y anuncian los fabulosos descuentos de un supermercado. Al rato, una señora de Lanús Oeste se comunica y pregunta a Silvia cómo y dónde debe dejar expresada su decisión de morir en caso de sufrir un daño irreversible.

Si tendiera una línea desde el presente, en el que es una voz autorizada y respetada, hacia ese pasado que ahora, relatado, pareciera tener orden y sentido, pero que mientras transcurría se tornaba caótico y desesperado, sacaría en limpio una verdad gorda como un pez: lo que no te mata te hace fuerte y te enseña a vivir.

Al tiempo de estar en el hospital Fernández, hubo que trasladar a Mario a un centro de rehabilitación, lo cual implicaba más gastos. ¿Y qué significaba “rehabilitación” en este caso? Para que los músculos del paciente no se atrofiaran y la piel no se resquebrajara por las escaras, había que motorizarlo, limpiarlo, humectarlo. Había que donarle aquello que ya no tenía: voluntad. Para seguir entero, no bastaba con tener un corazón latiendo. Pero ni los jueces, ni los médicos, que sólo sabían salvar vidas, tenían en cuenta los conceptos vaporosos, imposibles de encerrar en un dictamen, o un diagnóstico. ¿Es posible vivir sin voluntad y sin deseo? A veces permitir morir, empezaba a pensar Silvia, es más importante que conservar la vida a cualquier costo.

Silvia no tiene todas las respuestas. Ni ahora ni antes. Pero la pregunta, entonces, la empujaba a seguir estudiando. Aún tironeada por la tristeza que, apenas asomaba, ella misma se encargaba de volver a enterrar bien al fondo de sus ocupaciones, seguía trazando un camino hacia adelante.

Pero las dificultades seguían brotando del suelo y eran una amenaza constante contra su estabilidad. Cada vez que parecía alcanzar cierto equilibrio, tenía que volver a sacar fuerzas de algún lugar que aún no sabía que existía para no tropezar.

Mario era y no era. Silvia caminaba por esa cuerda floja. Cuando lo visitaba, intentaba mirar lo poco de él que todavía quedaba en él. Un mechón de pelo, la curva de la nariz, un párpado.

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Una mañana despertó con la sensación de que era otra. Caminó hasta la peluquería del barrio, se acomodó en un sillón y pidió un cambio. Se dejó embadurnar la cabeza con amoníaco, después con tintura y se entregó a las tijeras. Cuando salió, la metamorfosis se había producido. Caminaba por la calle deteniéndose frente a las vidrieras que la reflejaban y se quedaba unos minutos observando su melena roja, como de fuego, que ya no le caía sobre la espalda, sino que se detenía a la altura de las orejas, y trataba de acostumbrarse.

Todos los días se levantaba a las siete, iba al trabajo hasta la tarde, y a la noche cursaba en la facultad. Volvía a su casa cerca de las once.

Los sábados a la mañana podía ir a ver a Mario a la clínica. Era el único momento de la semana que se permitía dejar la armadura en casa. Caminaba, en silencio. No importaba si hacía frío, o calor, o llovía. Silvia caminaba. Y mientras cruzaba las calles arboladas de Belgrano, soltaba todo aquello que durante el resto de la semana mantenía bien sujeto para que no la desbordara. Cuando llegaba, subía a la habitación y se quedaba con Mario unas horas. Le hablaba, aun sabiendo que no podía escucharla. O quizá, pensaba, algún rincón de su mente la oyera, aunque su cuerpo se encogiera y adoptara la postura de un feto en el vientre de su madre. Silvia miraba a ese hombre que había rebalsado vitalidad y que ahora se marchitaba, y se permitía llorar.

No sabía cómo lo había logrado, cómo había podido llegar hasta ahí, pero le faltaba sólo una materia para recibirse de abogada. El día del examen era el cumpleaños de Mario. No había tenido tiempo para estudiar, las preocupaciones esa semana habían enturbiado la concentración, y la fecha la perturbaba. Pero decidió ir igual y rendir. Le parecía que era el mejor regalo que podía hacerle. Cuando terminó su exposición frente a los docentes, respondió algunas preguntas. Un profesor le extendió la mano:

—Felicitaciones, licenciada.Cuando Silvia salió a la calle, nadie la esperaba. Pero la noche estaba

estrellada, el cielo sin una sola nube y el aire olía a limpio. El mundo entero la abrazaba. Felicitaciones.

El sábado siguiente, como todos, fue a visitar a Mario. Como si algún tipo de justicia divina sentenciara que después de una de cal,

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siempre, indefectiblemente, corresponde una de arena, antes de subir al ascensor de la clínica, un médico la interceptó.

—Acompáñeme, por favor. Tenemos que hablar de algo delicado con usted.

Silvia no preguntó nada más. Siguió al hombre hasta un despacho. El director del lugar la esperaba parado detrás de un escritorio amplio de madera, lleno de portarretratos. La invitaron a sentarse y sin muchos prolegómenos le explicaron que debido a la rigidez que habían sufrido los músculos de Mario, se habían producido unas escaras importantes en las rodillas y que, tras realizar una junta médica, habían llegado a la conclusión de que tenían que operar de forma inmediata.

—¿Operar? ¿A qué se refieren con operar?Operar significaba cortar los tendones para que se aflojaran las

piernas. Silvia pensó en una marioneta. La respuesta fue contundente: no.A esa altura de las circunstancias, sabía perfectamente que una mujer

como ella tenía, en ciertos ámbitos, vedada esa palabra. Todos esperaban que asintiera y aceptara. Pero esos años no habían transcurrido en vano. No. La reacción de la junta médica fue, como ya lo preveía, agresiva. La acusaron, una vez más, de pensar en ella y no en su marido. Pero Silvia no era la misma joven inexperta, ni estaba igual de desguarecida, ni tenía tanto miedo como antes. Había salido adelante sola, tenía un título de abogada en la mano, un trabajo y armas para defenderse a ella y al derecho de Mario de llegar al fin con dignidad. Tenía, además, un amigo. Se trataba del médico que había atendido a Mario cuando ingresó en estado de coma en el hospital, el mismo que le explicó a Silvia que había quedado en estado vegetativo y una de las eminencias más destacadas del país en materia de bioética. Fue de su boca que escuchó hablar por primera vez del encarnizamiento terapéutico.

Silvia pronuncia estas dos palabras modulando con cuidado y lentamente, para que se entiendan bien. La conductora del programa repite detrás de ella: “encarnizamiento terapéutico”. Y mira a cámara, para generar complicidad con los espectadores que, como ella, están

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escuchando ese término, muy probablemente, por primera vez en sus vidas.

—Suena mal. A carnicería —arriesga la conductora, con tono ingenuo.

—O a ensañamiento.—¿Y qué vendría a ser? —Se llama así a las medidas terapéuticas que se aplican a un

paciente terminal y que no sólo no lo benefician, sino que pueden llegar a provocarle más sufrimiento. Yo tampoco sabía qué era eso, hasta que me dijeron que no bastaba con cortarle los tendones, sino que tenían que amputarle las dos piernas.

Silvia pasó dos días y dos noches en la biblioteca estudiando el caso hasta que reunió la información suficiente para llevarla a la corte e impedir que intervinieran a su marido.

Sus argumentos eran inapelables. Sin embargo, la jueza desatendió todos y cada uno y dio la orden de amputar. Se trataba de un verdadero ensañamiento. Un capricho. Ni siquiera las sagradas escrituras defendían esa prolongación inhumana de la vida. Iban a convertir a Mario en un freak de feria: el hombre que sigue vivo pero sin consciencia, sin voluntad, y sin piernas.

No hizo falta apelar. Como si el chiste hubiera llegado demasiado lejos, y la idea de ir desapareciendo de a pedazos ya no le hiciera ninguna gracia, el 14 de septiembre Mario dejó de existir. Del todo. Era el día de la Exaltación de la Cruz, y Silvia no pudo dejar de relacionar el significado que la fecha conmemoraba con la sensación de alivio que sintió. Del mismo modo que los cristianos recuperaron su cruz, ella recuperó su vida y, lo que le resultaba más importante, la posibilidad de empezar a hacer un duelo por la muerte de su esposo.

Al día siguiente la citaron en la morgue, para que fuera a reconocer el cuerpo. Aunque reconocerlo era casi imposible, desde hacía ya mucho tiempo. Fue sola. La hicieron pasar a una salita fría y tan aséptica que la ausencia total de olores y colores dolía más que la muerte. Durante un rato se quedó con él. Recordó las palabras de un jurista que ella admiraba.

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Un jurista medio poeta que en algún lado había escrito: “Quizá la muerte sea un beso de Dios en la frente” y, como última despedida, se inclinó sobre él, y lo besó.

El entierro fue al día siguiente. Decidieron cremarlo. Hacía unos días dos aviones habían surcado el cielo y habían hecho estallar las torres gemelas, en Estados Unidos. Mientras el mundo trataba de recuperarse de la convulsión, y las tareas de rescate se multiplicaban en todas las pantallas del planeta, en Chacarita un grupo de gente se reunía alrededor de la tumba de Mario. El clima tramitaba el desconcierto lanzando chaparrones de agua helada y después abriendo el cielo para bañar de sol el cementerio.

De a poco la gente se fue yendo. Silvia quedó sola, como lo había estado durante esos tres interminables años.

Los conductores del programa de la mañana despiden a Silvia agradeciendo su visita, y tras una cortina musical saludan hasta mañana. Los mismos asistentes que la acompañaron al estudio la llevan al camarín nuevamente, donde la maquilladora la espera para sacarle los residuos de polvo volátil. Otra vez frente al espejo. Pese a que la sensación de estar partida en dos, de ser varias en un mismo cuerpo, nunca la abandona del todo, sabe que está entera.

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Arrorró

Patricia Kolesnicov

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El día que lo mataron, Pedro no se murió. Vivo no estuvo nunca más, lo habían matado. Eso nos dijo el

doctor al tercer día. Lo mataron, no murió. Y al tercer día, el día de resucitar, vino el doctor y nos dijo que ahí quedaba. No volvería, porque lo mataron, pero no podíamos enterrarlo, porque no murió.

—Dejarlo allí —le dije—, sin duelo, insepulto, dulce tesoro a merced de los carroñeros que busquen donde cebarse…

Nos lo dejaron ahí, en una camilla, para que lo veláramos.Mi amiga Graciela me agarra de la mano: está ojerosa, está sucia,

tiene las mechas revueltas y si esa es su cara esa es la mía. Hace tres días que dormimos, tomamos mate, hacemos miga con los dedos las galletitas, en las sillas del hospital. La mucama del piso (turno noche) nos tuvo lástima y nos trae agua caliente cada dos, tres horas. Acá está mi marido, es decir, mi ex marido, en fin, el papá de Pedro. Ojeroso, sucio, con las mechas revueltas, los ojos chiquitos, la cara de correntino manso, como si eso no fuese una contradicción. Él me llamó, hace tres días: andá al hospital, que lo asaltaron a Pedro. ¿Qué me iba a imaginar? Un empujón, una trompada, un hueso astillado. Cuando llegué estaba en plena cirugía. La bala había entrado por acá, había quedado alojada allá. Destruyó todo. De ahí, a Terapia Intensiva. Y ahora, el veredicto.

“Vamos”, nos dice Graciela. “Hay mucho que hacer.”Hay mucho que hacer, hay que velarlo. Hay que contarles a los

amigos, a los chicos que venían a verlo a la librería, lo de la plata que fue a buscar al banco —él, que nunca iba—, los tres billetes locos que sacó, la moto que se cruzó frente a la parrillita y el tiro incomprensible.

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Suntuario. El tiro para qué, el tiro si ya tenían la plata, el caño de escape, el humo, los tenedores en el aire, los gritos, el golpe contra la vereda.

“Vamos”, dice Graciela. Pero falta. —Tienen que pasar por el Departamento de Velorios Prolongados

—informa la administrativa—. Hablen con el doctor Creonte.Creonte ya ha dicho lo suyo, pero aquí llevo mis argumentos.

¿Cómo, le digo, dejarlo insepulto, presa expuesta al azar de las aves y los perros, miserable despojo para los que lo vean?

—Madre salvaje —dice Creonte, y no lo conmueven palabras del amor.

El doctor ya no nos mira; hace las cuentas, llena los papeles que hay que firmar mientras el coro aturde: “Esforzarse en no obrar como todos carece de sentido totalmente”. Esto recién empieza.

El velorio arranca en ese hospital. Yo puse algunas fotos, la novia trajo telas de Finlandia, armamos una biblioteca. Los chiquitos del grupo de los martes vienen el martes; rodean la cama y se van contando entre todos un cuento con tubos para respirar y tubos para comer. Es un viaje a la Luna, y Pedro, el astronauta dormido. El miércoles, la novia pide intimidad. Por un rato, los deudos nos apartamos, salimos a tomar el café al pasillo. Nadie lo dice, pero esperamos con ansiedad el trabajo de las manos del deseo, el saltito de eros, la sonrisa de las fotos en la terraza. Adentro —lo cuenta después—, ella se ha esmerado en masajearlo, porque no murió. Pero él no lo supo, porque lo mataron.

El jueves, el viernes, no pasa nada. Nos explican que los VP son así, que tienen mesetas, sobre todo los días de semana, y tienen picos, en los cumpleaños, por ejemplo, y que el Departamento estalla en Navidad.

Aunque no se entere, el fin de semana Pedro va a tener visitas, así que aprovecho y me voy a ver a mi hermana a Uruguay. Venimos de un pueblo con nombre de herejía: los valdenses, cristianos que salieron a predicar pobreza en el siglo XII en Francia y fueron cazados cuando el Vaticano terminó con los cátaros y entonces se camuflaron de católicos y se hicieron protestantes y se fueron a vivir aquí y allá, por el mundo. En Uruguay, Colonia Valdense, habrán visto los carteles cuando salen de Colonia para el Este. En fin, que somos valdenses de Colonia Valdense, herejes, protestantes, cristianos sin Papa. Sin Papa, sin Rey, sin Creonte.

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El río es ancho y es oscuro. Así es este río nuestro: no un lugar de paso, una región en sí mismo, la región más opaca. No se miran cosas en nuestro río, es el río lo que se mira, no se lo atraviesa, es un río duro, todo lo que hay en él es sospecha. Cruzo el río como el río manda, despacio. Son tres horas de monólogo que el agua traga y el marrón oculta.

La comunidad se ha reunido en cónclave. Y el cónclave declara que Pedro está humanamente muerto. El pastor habla de novecientos años de resistencia, de lucha, de corazón e inteligencia. “Tu destino”, dice, “prueba enderezarlo”. Entonces oramos, recordamos a Pedro, lo despedimos con la incredulidad de un funeral sin cuerpo. Al cuerpo lo están velando en la otra orilla, que a esta hora queda tan lejos.

A la mañana mi prima me lleva al asilo de ancianos y decir ancianos ahora suena a utopía. ¿Qué deseo más ambicioso se puede tener que el de ser, un día, un viejo y que viejos sean los nuestros, amén? Cruzamos la puerta de Velorios Prolongados, acá también hay velorios prolongados, y vemos a su hijo, que hace doce años que crece muerto. “Dios”, rezo para él y para Pedro, “un infarto, qué te cuesta un infarto”.

De ahí, corro al barco. En el free shop me compro una cámara digital. Chiquita.

El velorio, me dicen en el hospital, tiene que trasladarse. Que firme acá, que no me preocupe por los gastos, que sí, el Centro de Velorios Prolongados Fase II tiene otros costos, pero se hace cargo la cobertura sindical y luego el Estado, que no es momento de pensar en plata, que firme. Y luego, detalles, me dicen que bueno, el servicio de café no es el mismo, en Fase II va menos gente, se puede espaciar, incluso se coordina —les tirás unos pesos— para que los tipos de seguridad pongan los termos en las horas de visita. Que son menos horas de visita, en Fase II. Las que, ya lo hemos medido, hacen falta.

Vamos en ambulancia a un Centro de Velorios Prolongados, un edificio donde suenan motorcitos, pasos de goma, pero que casi siempre es silencio. Los que duermen —¿duermen?— aquí no sienten dolor ni hambre ni frío ni el miedo del pasillo oscuro, para qué tener luces encendidas. “No se puede quedar, señora”, me dice el emisario de Creonte. El CVP abre de día. A la noche, me dice, se limpia y la guardia es mínima.

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De día, en efecto, el lugar resplandece. A Pedro lo han recibido con sonda nueva y así lo alimentan. Llegan los chicos del taller, que se cuentan otro cuento; el astronauta se ha instalado en un planeta lejano y ahora es el dios de los robots que viven ahí. Para venerarlo, miden cuánto come, filtran su aire, mejoran su sangre. El hálito del dios garantiza la prosperidad del planeta; eso es lo que hace la manguera que sale de su boca; toma el aire, que con calor se condensa, y lo conduce a unas botellitas santas que se reparten en los templos espaciales.

Chocolate, galletitas, café; el velorio sigue. A veces llego y hay flores nuevas, a veces llego y hay vendas nuevas, a veces lo han bañado. Con mi camarita documento la infección en la pierna. ¿Para qué? Para no dejarlo en manos de Creonte.

El lunes, día de soledad, llega la novia con las fotos, las tazas, la remera que se estamparon juntos en Cataratas. Se va, me dice. Si Pedro está muerto, ella se vuelve a Finlandia. Entra, el guardia entra con ella, por seguridad, señora, los pacientes —¡pacientes!— no se quedan solos con las visitas. Que pase yo también, dice: esto es algo formal. La novia se saca el anillo, lo pone en una cajita frente a una foto, prende una velita aromática que trajo, baila el tango del adiós, en finlandés, para el dios de los robots. Me abraza, entró novia y sale viuda. Repongan el café, que enseguida llegan los de la tarde. A las 14 entro a controlar las bandejas. Entre los saladitos y los amarettis, el nuevo servicio —raro— dejó una porción de chajá.

Armo mi álbum de fotos: las piernas de Pedro, las escaras de la espalda, la profanación del cuerpo. Lo armo para apelar, pero no llego a tiempo: Creonte me avisa que lo van a operar: “Mañana lo van a operar a Pedro”. ¿De qué? Meningitis. ¿Pa´ qué caray? “Quirófano, anestesista… ¡el tipo está sin conciencia!”, grito. “¡Es para facturar!”, grito ya despeinada, ya hasta la ronquera, ya a la carrera por los pasillos de Tribunales. “¡O dígame usted qué otra razón puede haber!” La puerta de Tribunales es sólo de salida. Tiempo, me dicen. Por favor.

En el bar de enfrente, mi abogada habla de recursos de amparo, de no curar al muerto. Yo le muestro cartas de Pedro, pruebas débiles. Una en la que me decía “todo es efímero”; una —desde la más feliz de las playas— en la que avisaba, como un presagio: “Vivimos acechados

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de catástrofes”. Un tipo que lee Brecha me hace acordar que tengo que llamar a Buquebus y comprar pasaje, es hora de ver a la familia. Busco el celular pero no llego a hacer nada: ahí está Creonte, él mismo, sus secuaces, no sé, con su carta de triunfo: la historia clínica de Pedro dice “conciencia mínima”. Me dicen que lo mataron, escriben que no murió. Delo por operado.

Así que al otro día vienen los chicos a contarse cuentos pero Washington, el nuevo guardia, no los deja pasar: orden prequirúrgica. Velorio en pausa, ya consumimos 1792 paquetes de velas, 1344 termos de café, 857 paquetes de galletitas saladas, 50 paquetes de servilletas, un chajá. Ya firmé planillas de internación, de traslado, de traslado (otro) y —en disconformidad— la notificación de la operación.

Salgo a dar una vuelta y veo un mensaje en el celular: Graciela. Dice que el pastor llamó desde Colonia Valdense, que me comunique. Busco un locutorio, el pastor salió. Vuelvo: la operación se ha postergado, me avisa Washington, para mañana. Llamo a Colonia: el pastor me pide que vaya, pero que vaya a Carmelo. Él estará por allí y necesita hablar conmigo. ¿Puedo llegar esta misma noche? Creo que sí. Entro al hospital y beso a mi hijo, que no se entera. Bolsito, Cacciola, el camino silencioso hacia la otra orilla.

El pastor me espera en el embarcadero. Caminamos por la orilla, la arena blanca, los sauces que lloran sobre el río. Me pasa una mano por el hombro. “¿Qué clase de proeza es rematar a un muerto?”, dice. “¿Qué osadía privarlos de su derecho, de ofrendas y de ritos?” Pide y tiene mi consentimiento. Recorremos el pueblo, en silencio. Y volvemos a sentarnos en la playa.

Cuando el sol hace su show de luces sobre el agua, una piragua aparece entre las islas. Viene chapoteando hacia la costa, Washington serio y erguido rema con pala larga, sentado atrás. “Vamos”, dice el pastor. Nos sacamos los zapatos, nos metemos hasta los muslos y ahí, cubierto de ramas, está mi hijo asesinado, ahora muerto. Así, metida en el agua, acuno la piragua y canto —me sale— un largo arrorró de despedida. Arrorró, chiquito; arrorró, mi sol, descansá pedazo de mi corazón.

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El perro te mide pero vos tenés que mostrarle quién es la autoridad

Sonia Budassi

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Yo era un tipo que caminaba por la calle cargando una caja de herramientas. A veces, si volvía del trabajo de noche, me cruzaba con esos pibes repartidores que esperan afuera de una casa, en el zaguán de un edificio con su caja de pizza envuelta en un plástico, siempre de color rojo, o al menos eso recuerdo ahora: pizzas en fundas rojas combina bien. A veces me daba tristeza verlos ahí solos, esperando. Ahora que yo estoy solo, acá, a la espera, pienso que lo que me daba pena, quizás, era que trabajando a esa hora esos pibes no podrían cenar con la familia.

Mi viejo me decía que estudie, que él no pudo, que yo podía trabajar y estudiar a la vez, no como cuando él era joven. Y yo me anoté para jardinero, botánica le dicen, para seguir mejor el oficio que heredé de él. Hice el colegio a duras penas y otra cosa nunca me gustó. La libertad de mi trabajo no la cambio por nada.

Tengo muchos clientes, algunos heredados de papá. El problema es que la gente no sabe tener perros. Yo lo tengo al cusco Gaitán que ya está viejo: nunca en la vida me hizo un pozo en el patio, ni cuando cachorro, porque lo supe educar. Pero cuanto más grande el parque y más guita la gente los perros más desorejados. El último césped de los Fernández lo planté no sé si dos, tres veces, ahora a veces me falla la memoria. Hasta que me dieron pelota y alambré. Que no, que queda feo, decía la señora. Ahora debe estar todo seco. Con el viento y que no llueve nunca, todo achicharrado, no creo que nadie de la casa se haya acordado de regar.

Los Vulcano tenían dos, uno grandote y otro chiquito, tipo mezcla con caniche, esos con ojos saltones y cara de bobos, el pelo largo y sucio lleno de abrojos, una cosa fea de ver, perro malo era ese. Un día

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me cansé: siempre iba y le mordía el tobillo al más grande, que andaba medio ciego. Lo agarré justo y le revolié una patada, no muy fuerte, pero para que aprenda a respetar al otro animal. Nunca más se me acercó. Ese patio era lindo, con árboles de eucaliptos, un pino y frutales; daba trabajo en el verano cuando se caían las ciruelas y los higos de las ramas, había que juntar todo con el rastrillo pero a veces se pudría la fruta y era mucho laburo, más con la suciedad de los perros. En el barrio algunos vecinos los dejaban sueltos y era un peligro para los que se manejan todo en bicicleta como yo, creo que la municipalidad sacó una resolución, porque los carteros ya no iban. Yo sí los sé espantar, jamás me mordió uno.

Ahora que estoy así pienso en mi hermano Esteban, la pierna se me dormía, ese cosquilleo, el dolor agudo, después no me acuerdo, entré al hospital, me ahogo, me congelo, me atajan los doctores, las enfermeras, me dan cosas, pinches en el brazo, mala cara todos y preguntas y aparatos, me duermo o me desmayo, me despierto y escucho, me duele un montón la pierna, la tiene complicada dicen, ¿venía tomando la medicación? ¿Tiene antecedentes familiares de diabetes? Tiene gangrena, ¿gangrena? Eso yo lo conozco, ¿dónde escuché esa palabra por primera vez?, ¿en las películas de guerra del cable acaso no se mueren los soldados de Vietnam, de Malvinas, por gangrena? No, no se mueren, les cortan la pata. Un soldadito joven, al final de la película, se siente cansado y contento por volver a casa aunque perdieron la guerra y le cagan la vida cuando los de la Cruz Roja o un doctor le dicen hay que amputar. Y el soldado llora. Pienso en mi hermano Esteban, en el frío, ando sin ropa porque me la sacaron, en un momento abro los ojos y estoy en pelotas, una telita nada más con un hilo al cuello, el llanto de una nena tapada con una sábana en una camilla cerca, tampoco tendrá ropa pobre chiquita, y al rato me meten por un tubo, ruidos de resonancia, siento que mi cerebro va a romperse, me late a mil el corazón, nunca en la vida sentí tanto mareo y la pierna que me duele no da más. Esteban tomando mate, de visita en casa después de tanto tiempo, me contaba el trabajo de peón, las vacas preñadas que eran un quilombo para parir, la confianza del patrón, el sueldo bueno, su primer caballo, un zaino escarceador, te salió muy chúcaro, te lo vendieron malo, dice que le dijo el encargado,

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pero arriaba hacienda como ninguno, su mujer contenta con las gallinas ponedoras que le dejaron tener; Esteban me hablaba de las vacas y las abejas, andaba con la idea fija, quería poner una colmena, salen gratis decía, los sobrinos en la Pampa ya deben empezar la escuela, ¿cómo es la cara de Juancito y Jonás? No puedo acordarme, sólo veo a Esteban tomando mate, los azulejos de rombos de bordes naranjas y rombos más grandes amarillo patito detrás, la esposa tan linda que yo nunca tuve; y después Esteban maltrecho, Esteban en la cama, la familia de Esteban en el campo y él tirado lejos en un hospital, Esteban morirse de lo mismo que ahora me cuentan tengo yo, “se complicó la diabetes”, y veo mi gangrena, el soldado que llora con tanto frío, “hay que amputar”; sí, doctor, tengo antecedentes familiares y estoy solo; solo no, el Gaitán quedó en la casa, espero que los vecinos se den cuenta y le tiren algo para comer.

El doctor Aponte me dice que entiende, que trataron de explicarme pero yo estaba casi inconciente, muy grave, me da una calma que me recuerda a mi papá. Las canas peinadas para atrás, el pelo ondulado y prolijo como un actor de la televisión.

¿Si tengo una sola pierna de donde me van a querer garronear los perros fieros del barrio de los Fernández? ¿Y la bici? Azul, negro, azul, negro amarillo rojo mi pie, mi pierna que ya no tengo más. La siento, una espesura que se come la podadora y no puedo decir más cómo es el dolor. Un viejo de la cama de al lado habla dormido, las luces de tubo fluorescente. La otra cama vacía. La enfermera hace un chiste que no entiendo, que suena a burla pero no, me saca la chata y me toma la presión, me cambia el suero y me mira por debajo de la sábana, quiero decirle muchas cosas y no me sale, que no me duela, preguntarle si es de noche o de día, me aprieta la saliva en la garganta, debo tener el pelo sucio y despeinado, gracias, le digo, y contesta algo con una sonrisa, y otra vez no entiendo qué. Se llama Estela. Un rastrillo de diente que se clava como si lo manejara un gigante forzudo, como alguien que quiere matarme la pierna de quince puñaladas con quince dientes de rastrillo, en el músculo, cortarme las venas, la piel hasta llegar al hueso, porque el dolor va de la piel al hueso, como el rastrillo que arranca las raíces si lo golpeás fuerte contra la tierra húmeda y hasta salen las lombrices más

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oscuras y en la superficie arrastra las hojas del otoño o las frutas caídas del verano. Corro la sábana, primero por el lado que no duele tanto, levanto un poco, la derecha es la menos dolorosa, no la siento tan mal, estiro el brazo y la veo, es mía aunque me cuesta moverla, me cuesta mucho, corro más la sábana y me agito por la fuerza que tengo que hacer, que maricón puto de mierda, soy un débil, un imbécil, siento en la pierna izquierda el dolor que no me saca nadie, tiro de la sábana y veo que me la sacaron, la pierna izquierda ya no la tengo más, dónde carajo se clava el rastrillo entonces, qué me duele, ni quiero ver a qué altura termina esa nada.

—Pero si no duele tanto, hombre, no me afloje, un tipo fuerte como usted; ahora si seguimos con la otra va a ver que en un tiempo no va a doler nada de nada...

El doctor Aponte volvió a atenderme la segunda vez, de nuevo de emergencia, y yo a cada rato más dolor; habrían pasado diez días desde que me dieron el alta. Siempre el pelo engominado el doctor y el guardapolvo esta vez sin abrochar. A veces me hacía chistes y otras veces me trataba como un boludo, no sé si todos los médicos son así, a mí este a veces no me termina de cerrar pero es gracioso como la enfermera y a mí me cae bien la gente con sentido del humor como yo. Igual desde que me sacaron la pierna hace unos días ya no sé quién soy. Volví y el Gaitán estaba tan flaco, y yo sin un peso. ¿Ahora de qué voy a trabajar? Compré arroz para mí y para él. No sé ni cómo moverme, parezco esos muñecos de los estacionamientos inflados por el viento que se sostienen sobre un solo pie, pero ellos se mueven y se yerguen, no pasan la humillación de caerse como yo; pueden relajarse, algo los sostiene y evita la caída. A veces el dolor me vence, ya no sólo mi pierna restante, sino la que no tengo. No soy un hombre fuerte, doctor. Soy una persona normal a la que le gusta el olor a pasto, a tierra recién regada cuando se forma barro, andar en bicicleta para ir a plantar árboles a cualquier lugar, darles batalla a las hormigas; soy bueno, Gamexane en mano, para encontrar hormigueros difíciles de ver; los que se esconden entre las retorcidas

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raíces de los árboles más viejos por ejemplo y para pegarle a los perros que se lo merecen.

—Si no te sacamos la otra pierna, te vas a morir. Así de sencillo —repite por quinta vez.

¿Qué voy a hacer yo después? Siento que me estoy quedando ciego, la vista se me nubla, por ahí es por el dolor, de mi pierna derecha sale un tufo hediondo que se mezcla con olor a alcohol, sopa, Pervinox y mocos, desinfectante que no es lavandina pero lavandina también, látex de guantes y facturas de dulce de leche y yerba húmeda de mate que le traen las visitas a la cama de al lado. Me cambiaron dos veces los compañeros de cuarto. Ahora hay un pibe que se llama Sergio; espera por una operación de un músculo. Parece un pibe bien, carita de mimado. Él va a volver a caminar como siempre, me dice, si hace como seis meses de rehabilitación. Me cuenta de su novia y justo entra una mujer.

La mujer no usa guardapolvos, se presenta como María Marta, asistente social. Es bastante menor que yo, debe andar por los 30 años. Al principio pensé que podía ser de esas monjas que ahora se visten de civil por su modo de hablar y hacer preguntas. Le cuento que ya no tengo familia, apenas la señora de mi hermano en La Pampa, casi no tenemos trato, la distancia complica todo y viajar es caro y además para qué, si nunca tuve mucha cercanía. Le digo del perro, ella tiene un gato y parientes lejanos que son de campo, iba en el verano cuando chica. Empiezo a prestarle más atención. Qué va a ser monja, pienso, con lo arreglada que es: rulos, aros largos, un collar plateado, las uñas pintadas clarito. Y la ropa se ve elegante. Mientras la observo, ella argumenta distinto al doctor Aponte. María Marta habla más normal. Pero le digo que no es no. Prometo pensarlo mejor pero le aviso que soy vasco cabeza dura. Le pido si puede hablar con mi vecino por el perro, que le avisen que sobró arroz, que se metan en la casa nomás.

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—¿Cómo te fue con María?—Mejor que con usted, doc. —Pensá que vas poder trabajar en un vivero. Si vos conocés todo,

asesorás en el mostrador, atendés la caja. Imaginate.—Las cuentas no me gustan, doctor. Y no soy hombre de interior.

Eso es para los oficinistas.Me da una puntada que nubla todo. Pido más calmantes. El doctor

dice que si me la saca no me va a doler más y voy a vivir pero yo sé del tratamiento, él ya me lo explicó y sé muchas cosas más que él no me dice. Yo las sé. Me molesta que me dé esta puntada justo frente a él.

—Está bien.En dos minutos una enfermera que no vi nunca me inyecta el suero.

Y calma.

Un olor a zapallo que al principio parece olor a batata se vuelve cada vez más nítido e intenso durante los segundos que tarda en llegar a mi nariz. Había un dibujito animado de un zorrino enamorado de una gata que era blanca y negra como él; de su cola peluda salían nubes finitas, expansivas, de olor a pis. La gata era inodora en esa historia y lo rechazaba.

Sergio dice “otra vez sopa” y suelto una risa compacta como un eructo, me da gracia y un poco de tos, y veo a la mucama corchito aparecer con su bandeja rodante. Sergio le dice piropos como cada noche y ella lo maltrata en chiste. La mina nunca le sigue la corriente. Sobre mi mesita pone la bandeja: hay una especie de puchero con bastante zapallo y una papa y un poco de carne. “Ni siquiera una sopa, Sergio, qué malaria”, digo y le doy pie para que siga con la linda corchito. Las galletitas de agua de siempre, incomibles, sin sal.

—Difrutala, corazón, que mañana a la mañana vos te quedás sin desayuno, eh —me dice la mucama cuando se está yendo; la corcho se llama Maribel.

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Estoy en una camilla y me veo patético, otra vez desnudo y mil personas que me vienen a ver y me tocan y me ponen cosas, un pinchazo de suero en un brazo y después el otro, me aprieta el aparato que mide la presión, la mascarilla de oxígeno lista para después dicen y no dicen más nada y me dejan acá, en una habitación que parece un galpón donde entrarían cuatro tractores o quince plantaciones de pinos mugo, dividido por telas que nos separan a los que esperamos entrar al quirófano. Escucho los ruidos de todos, salen y entran, gritos, quejidos, otra vez el llanto de una nena, ¿será la misma que la primera vez que me operé? A uno y otro costado, la cortina. Tengo que salir corriendo, me sale pensar, y me doy cuenta de la estupidez de ese impulso como esa vez del rosal seco, pensé tengo que sacarle esa rama fea y la agarré para cortarla sin guante y al primer pinchazo me di cuenta de que no. Viene este tipo que no vi nunca con su barbijo y su gorrito y me dice que es mi anestesista, tome esta pastilla para empezar a relajarse y todo va a estar bien. Sí, doc. Los brazos me andan a la perfección y las manos ni te cuento en este momento. Me hago el que trago y cuando se va agarro la pastilla y la dejo debajo de la tela que cubre la camilla, debajo de mi espalda.

Me mueven y nadie me mira, ni notan que observo todo. El del gorrito que es mi anestesista quiere ponerme una máscara en la nariz. Oleeeee. Levanto la cabeza cuando va a pasarme el elástico por la nuca y muevo encaprichado no, no, no. Levanto no sé cómo la pierna que me queda, pataleo, el tipo se aleja un poco pero salen miles de enfermeras que quieren retenerme, me agarran los brazos que largan piñas y creo que pude patalear en serio; ellas habrán salido desde algún refugio secreto que deben tener en este espantoso lugar. Quizá estuvieron siempre debajo de mi camilla, paseando conmigo, como esos magos que elucubran una caja oculta; este ejército de enfermeras Tusam no va a poder conmigo, no sé cómo hago para seguir moviéndome y gritar, putearlos a todos y decirles déjenme en paz con toda la mierda que soy capaz de pensar, y el de gorrito, mi anestesista, un tarado, un hombre grande usando esa ridiculez, ni siquiera sé su nombre, dice que así no puede trabajar y a mí ni me mira ya.

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Primero siento las manos entumecidas pero puedo moverlas despacio. Los ojos me pesan. Tanteo con los dedos. Sábanas, yo, la cadera, una manguerita que no sé de dónde sale ni adónde va. Abro los ojos un instante y parpadeo. Después de un rato hago foco y descubro mi habitación de hospital. Levanto el brazo. Quiero ver si tengo fuerza para levantar la sábana. Se me caen los párpados.

—¿Qué carajo hiciste, titán? —escucho pero me cuesta girar la cabeza—. Contame maestro qué les hiciste que te devolvieron así. ¡Mi novia vino hoy y me dejó unos caramelos para vos por el posoperatorio pero me los voy a quedar yo!

Tengo la boca pastosa. —Si no me querés contar todo bien pero yo tengo informantes, qué

te creés. ¡Me dijo Estela que te devolvieron enterito! No sé si estoy soñando, hay una capa de hiedras entre el resto y yo,

como si me creciera sobre los ojos.—¿Cómo hiciste? ¡Dale, hablá!Muevo la sábana pero el esfuerzo sólo descubre mi pecho, la panza,

y apenas la cintura. No tengo más energía. Y ni un calzoncillo me pusieron.

Respiro hondo, junto más voluntad, giro la cabeza y ahí está él. Con los ojos vivarachos, qué tipo impune.

—Mostrame vos, yo no puedo —le digo y mi voz es un ronquido afónico de mala muerte. Sergio no hace sus espamentos, se queda callado, se concentra, y tarda mucho en levantarse, en mover su propio sostén de suero y caminar dos pasos porque es lento aunque vaya al baño por sí solo con ayuda, no como yo. Cruza hasta mi cama; su cara de miedo como la mía. Me mira a los ojos antes de hacer nada, duda, primero de mí, o de lo que dijo, o por ahí quiere sentirse seguro de mantener el equilibrio. Dale, digo. No puedo más con la ansiedad y él camina despacio dos pasos de costado, apoyándose en el borde de mi cama hasta que llega a la punta. Después de cuatro intentos toma la sábana y va corriéndola despacio mientras con la otra mano se sostiene del barrote y mi susto es tan grande que me duele el pecho de lo que late y Sergio me mira de vuelta a los ojos y le hago un gesto para que siga. Veo mi pie, mi tobillo, la pantorrilla, y ahí Sergio larga una carcajada y

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tira de la sábana y el hijo de puta me destapa todo, ahí está mi pie, mi pantorrilla, la rodilla, el muslo y él dice te estás pudriendo, loco, cómo carajo hiciste, sos un asco, y me contagia la risa; es nuestro secreto, no seas buchón, él se apura y me tapa de nuevo, torpe, y además de risa siento tanto cansancio y ganas de llorar y pienso en Gaitán.

El perro te mide pero vos tenés que mostrarle quién es la autoridad. Si te llora para entrar a la casa, tenés que dejarlo llorar un rato nomás. Si tenés ventana y te pone la cabeza para que le veas esos ojos tristones y te de pena vos no. Tenés que tener firmeza. Que él sepa que mandás vos, entonces te hacés como que ni lo viste y al rato le abrís la puerta pero porque vos querés. Lo mismo con los mimos.

Sergio no me escucha pero sigo enfrascado en eso. Llega el doctor, se lo ve desmejorado, el pelo sin ese gel que usa se le despeina y los ojos medio colorados, pero difícil que haya tenido un día peor que el mío. Se para junto a la cama y me habla desde arriba.

—Y yo que dije que te había convencido. Quedé como un tonto. Vamos a tener que llamar al director. Está arriesgando su vida, maestro. No podemos dejarlo morir, ¿me entiende la gravedad del asunto? ¿Tengo cara de asesino yo?

Me causa gracia que me trate de usted, de maestro y de vos. Sergio dice “el doctor tiene razón” cuando nadie le pidió opinión. Un panqueque. Aponte lo mira y asiente y me vuelve a mirar pero no le dice nada. Menos mal, que si no a este creído quién lo banca. Me tienen harto. Al rato viene María Marta y se lo digo. Estoy podrido, María Marta. Su presencia no me molesta tanto; lo primero que hace es hablarme de Gaitán, ni tiempo a preguntar me da. Aunque le costó pudo ubicar al vecino, que dijo que me quedara tranquilo que ellos tienen la llave y sí, me extraña el cusco pero comida no le va a faltar. Él también debe andar caído, él y sus pulgas roñosas.

—No me contó que Gaitán era un perro pulgoso. Cuando vuelva va a tener que ponerle de esos talcos desinfectantes, yo sé de unos que matan pulgas y garrapatas y no son caros.

—María Marta, yo no me quiero quedar viviendo así. Entiéndame.

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Me agarra la mano y me dice que reprogramaron la operación para mañana.

Gaitán a veces esconde huesos o los chiches de plástico que me traigo de las casas en las que trabajo, juguetes viejos de los nenes que ya no usan más, en el patio o en los canteros de adelante. Al tiempo los desentierra y los mastica moviendo la cola. Nunca lo reté por eso, es una cosa buena del instinto animal. Cuando la corchito se va se me ocurre la idea. Los fideos sería un asco, pero las galletitas feas con gusto a cartón van a durar. Las guardo en mi mesita de luz. El dolor no me deja dormir bien pero mejor, tengo miedo de la llegada de las enfermeras Tusam y sus drogas somnolientas, a ver si me inyectan algo. A las seis de la mañana abro el cajón y me mando todas las galletitas feas, se me quedan un poco atragantadas porque no hay agua, pero estoy contento.

Se ve que Estela durmió mejor que yo. Grita excitada “hola, hola, buen día, ¿cómo amanecimos hoy?”. Parece esas maestras de la televisión en las novelas de colegios que pasan en la tele. “¿Vamos?”, dice y unos camilleros la ayudan a cargarme como una bolsa de cemento a la camilla.

—Miren que comió, eh —dice Sergio.—¿Qué? Mirá si va a comer, él sabe que son ocho horas de ayuno.—Unas galletitas que sobraron de ayer —digo. A Estela le agarra un enojo grande. Primero me increpa y después

dice que va a llamar al doctor. Antes de irse y dejarme ahí, entre la cama de Sergio y yo, sobre la camilla, uno de los camilleros, el más petiso, morrudo y morocho, pregunta en voz baja, como para que Estela no lo escuche, si lo que decimos es verdad; su compañero se apura a salir y lo deja solo. Deben operar a mucha gente hoy. Me siento mareado.

Un gordo de corbata debajo del guardapolvo me habla no desde arriba sino desde un banquito, al costado de la cama. Es el director. Al lado, como un granadero, el doctor Aponte de pie. Creo que ya no

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me soporta y sin embargo no se da por vencido. Es mutuo. Hablan de muerte y delito, me destapan la pierna y me preguntan si la huelo, dicen que me voy a morir si no me la cortan y que ellos no quieren que me muera aunque no pueden decirme, con mi enfermedad, cómo será mi futuro más allá de la pierna. Les pregunto y todo lo que entiendo de las explicaciones distintas de cada uno, es que no voy a poder tener mi vida. Advierten que quizás estoy confundido y no puedo decidir bien por mi situación mental. Al pie de la cama el doctor psiquiatra los acompaña. Es un pibe, tendrá la edad de María Marta pero tan chiquito de altura que lo deben haber gastado un montón en el barrio. Son tan repetitivos. Dice que piense en mi familia y casi me río; casi: me contengo. ¿De qué familia me habla el doctor chiquito? ¿Acaso conoce a mi perro? Me doy cuenta de que mi casa va a quedar para mis sobrinos y eso nunca puede ser malo. Es humilde pero es. Sergio me había dicho si lo mío no era egoísta, y estuvo bien en preguntar.

—Hace dos días que no habla. Ni a mí, ni a mi novia que se la quise presentar especialmente ayer —dice Sergio.

Cuando vino la chica me salían gritos involuntarios de dolor; me dio vergüenza que me vea llorar. Ella hizo como si nada, me habrá tenido pena. Al rato le hice señas y le pedí papel y lapicera. Escribí, primero de todo, que debían jurarme que no iban a decir nada de esa carta hasta que fuera el momento, ni contarle a nadie que la hice. Hacía mucho que no anotaba nada, me costó, pero entendieron. La leyeron juntos y Sergio dijo llevalo vos, mejor, negrita, a ver si me lo encuentran acá. Al final no era tan traidor.

El pelo atado no le queda bien; se le pierde la alegría de los rulos. Hoy anda medio zaparrastrosa, no llego a notar bien en qué. Por ahí los colores en la cara y en la ropa, o que está sin collar y esos adornos de las mujeres. Yo no me hallo, y estoy muy cansado de todo esto le dije la última vez que le hablé y le mostré el muñón. Ella me sacó más charla y, al final, terminé contándole de esas semillas que planté en una maceta en un departamento que me contrataron. ¡Para plantar en un balcón me llamaron! La gente ahora no quiere ensuciarse con tierra las manos ni

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para sembrar un poco de perejil en un tarro. Ella se levanta del banquito, y mientras habla se balancea un poco de una pierna a la otra. Parece aburrirle mi silencio e insiste, espera mis contestaciones. Sergio ayer le preguntó cómo es posible quedarse mudo de un día para el otro.

Abro los ojos porque escucho voces. Detrás de Aponte y el director, el doctor chiquito y otro tipo con dos que parecen empleados suyos, encorvados, que también usan traje y corbata. Sergio no está. María Marta parece leerme el pensamiento; “está en quirófano, en dos o tres horas ya lo tenés molestándote otra vez acá”, me dice en voz baja. Todos visten muy formal, y llevan la cara seria.

El más viejo va a decidir mi destino; me lo presentan como el juez. Es un tipo muy alto y con la nariz ganchuda. El director me dice que el Comité de Bioética del hospital lo llamó. Nadie me genera confianza, aprieto la sábana con las manos, las tengo transpiradas; cuánto me gustaría darme una buena manguereada al sol. El chiquito ahora se hace grande y poderoso, como si se creyera que es profesor. El juez indica a sus secretarios que se sienten en la cama de Sergio. Uno abre una libreta, el otro acomoda sobre la falda una máquina de escribir gris, las teclas negras menos una, roja.

—Todo el shock de la falta del miembro derecho pudo haberle provocado alguna alteración mental, muy propia del desgaste de la edad y la evolución de la enfermedad. Es muy común en este tipo de pacientes. No sabemos si tiene juicio para darse cuenta de que si no le intervienen la otra pierna significa la muerte para él. Sabemos también que viene pidiendo muchos calmantes y que eso puede nublarle es discernimiento —dice el psiquiatra.

Las teclas de la máquina de escribir hacen ruidos molestos cuando golpean cada letra y después suena un timbre. Los oficinistas no parecen tan tristes en este lugar. Lexicon 80 llego a leer en la parte de atrás del aparato. El otro, el que escribe a mano como yo, también copia lo que se habla. Que no puedo decidir, deben anotar, que estoy mal de la cabeza. La enfermera Estela se asoma y para en seco en la puerta al ver tanta

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gente; da media vuelta y se va. Y yo que quería ir al baño. Cuánto que aguantar; seguro el juez le cree al chiquito.

¿Qué hago? Tengo ganas de llorar o gritarles pero va a ser peor, no me van a dejar en paz.

—¿Entiende lo que digo? —dice el juez. Tiene una voz demasiado aflautada que no le va con el cuerpo enorme atrapado en ese traje azul.

—Disculpe, doctor —dice María Marta, que hoy usa tacos—, me atrevo a sugerir algo. Tengo una idea. —El juez la autoriza a seguir hablando y ella se acerca mirándome a los ojos: “Enrique, yo sé que me escuchás y nos entendés. Vamos a hacer una cosa. Decime sí o no con los ojos”.

El juez se acerca a María Marta, el director y las teclas de la máquina hacen silencio. Me parece sentir el roce de la corbata y la camisa o será entre la camisa y el saco; telas y los tacos de ella, el goteo del suero y la levedad de un motor de fondo. Los miro a cada uno y vuelvo a los ojos de María Marta, hoy sus pestañas parecen larguísimas. Me propone un código: parpadear dos veces seguidas si quiero significar “sí”, parpadear lento una vez si quiero decir “no”. Dudo. Ella repite. Enseguida entiendo todo, y que ya estoy débil, lo de los derechos, y el miedo del quirófano otra vez y que mi vida es mi vida. Entonces tengo que hablar con los párpados, convencer al juez, quizá sea mi última oportunidad para ser libre de nuevo. Expreso el deseo: que me dejen acá tranquilo, con mi pierna tullida y no me torturen más.

El juez me pregunta con su vocecita y se me sienta en la cama. Acepta mis respuestas, dice que valen de una forma simple primero, y de palabras difíciles y oraciones rebuscadas después; las dos maneras se entienden igual. Las teclas parecen gotas gordas de lluvia sobre la chapa de un galpón vueltas granizo. Ya no sé cuántas veces, desde que estoy acá, lo dije y ahora repito que no quiero que me vuelvan a mutilar. María Marta sonríe. Cuando todos se van ella vuelve, sos más vasco cabeza dura de lo que creí, y me habla de los vecinos y de cómo cuidan a Gaitán. Ella va a encargarse. Se va y me acuerdo de los pibes repartidores de pizza que me cruzaba volviendo a casa, no van a darme más pena jamás, y quién era yo para juzgarlos si ellos quizá no estaban tristes sino contentos de poder trabajar.

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Lo último que se pierde

Ariel Magnus

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“Si alguna vez quedo más cerca del arpa que de la guitarra”, solía decir Lisandro, “les pido encarecidamente que pisen la manguera”. No le gustaba nada la idea de quedar postrado o gagá, ni siquiera la idea de envejecer, como corresponde al tipo de tipo que era él, muy jovial y en extremo deportivo, de esos a los que el tiempo no parece pasarle factura, y que acaso por eso temen que les cobre todo lo adeudado de golpe. Ninguno de nosotros podía imaginarse que ese cuerpo, que con casi sesenta seguía pareciendo de treinta y pocos, y que no por nada se había enganchado a una estudiante de esa edad, pudiera tener alguna vez un problema físico. Pero ocurrió. Y ahí nos dimos cuenta, no sólo de la fragilidad del cuerpo humano (o de su verdadera, traicioneramente terca fortaleza), sino también de lo difícil que puede ser pisarle la manguera a alguien.

Nos habíamos reunido como todos los sábados a cenar con los muchachos y después él, aprovechando que era una hermosa noche de febrero, se había vuelto en bicicleta a su casa. Cinco horas más tarde me llamó Ada, su legítima esposa hacía ya cinco años para ese momento, inquieta porque su marido no había regresado. Había llamado a los hijos del primer matrimonio de Lisandro, a la madre, incluso a la policía, pero nadie le había sabido decir nada de él. De inmediato pensé en el hospital Fernández, centro de gravedad de los accidentes graves. La pasé a buscar y hacia allí fuimos. Me acuerdo que en el viaje nos preguntamos si encontrarlo en ese sitio sería una buena o una mala noticia. “Una buena noticia que no alegra”, dijo Ada. Estoy seguro de que también ella pensó en la famosa frase de la manguera, pero tampoco se animó a recordarla.

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Para bien o para mal, o para ambos, mi pálpito había sido el correcto. Hacía unas horas había ingresado un NN tras accidentarse con su bicicleta, no muy lejos de su departamento en Núñez. Había sufrido la rotura de una vértebra y estaba en coma, con pronóstico reservado. Pedimos ver alguna prenda a fin de confirmar que se trataba de Lisandro y nos encontramos con que tenían hasta la billetera. ¿Cómo a nadie se le había ocurrido llamar a algún familiar? Moraleja: si querés dejarte atropellar por un auto, que sea mejor en horario de oficina, en todo caso nunca un domingo por la madrugada.

Ada llenó unos papeles y nos guiaron hasta terapia intensiva. Ante la puerta vaivén de vidrios ovalados, iguales a los ojos de buey de un camarote, sentí que mi compañerismo y buena voluntad flaqueaban, como ante la perspectiva de tener que subirse a un barco para el que sufre del mal de mar. En ese momento dejé de ser para ella el amigo de Lisandro que la bancó esa noche y pasé a calificar como el cagón que no se animó a entrar a la sala de terapia intensiva.

Cuando salió, el médico que hacía la guardia nos explicó que Lisandro ya no estaba en coma, sino que había despertado. Era la segunda buena noticia no alegre de la noche, pues eso significaba que estaba en estado vegetativo y sólo un milagro podía devolverlo a la vida, o a lo que quedara de ella en su cuerpo maltrecho. La lista de posibles secuelas era tan larga que prefirió eludir el tema mencionando dos o tres, con palabras tan confusas y en voz tan baja que de inmediato me hizo pensar en la letra minúscula y las frases enrevesadas de los prospectos de los medicamentos, con esas contraindicaciones y efectos secundarios que mejor ni leer antes de zamparse la pastilla. “Si hubiera tenido este mismo accidente hace diez años, se hubiera muerto en el lugar”, concluyó el médico con cierta nostalgia, y quedó claro que esa, la mala, la peor, hubiera sido la única verdadera buena noticia de la noche.

—¡Salud! A Lisandro Limbo, que si algo le faltaba era eso, el saludo le pareció

un tanto fuera de lugar. Pero como no provenía de ningún visitante, ni de los otros pacientes de terapia intensiva, se abstuvo de ofenderse.

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—Y pesetas —respondió con cautela.—Parece que ya desde el año que viene se instaura el euro, primero

en los mercados financieros y después en el real.—Ajá —Limbo hubiera fruncido el ceño, si su cuerpo se lo hubiera

permitido.—Qué quedará de esa expresión, me pregunto.—Y... No sé, ¿la salud?—Ojo que a veces las expresiones tardan en morir. Digamos que

quedan largo tiempo en estado vegetativo.La voz lanzó una carcajada, ahora sí abiertamente ofensiva. Limbo

prefirió seguir manteniendo la calma. Tampoco es que hubiera logrado hacer nada si se decidía a lo contrario. Quedarse tranquilo o enojarse era casi lo mismo para él, una cuestión de sutilezas, como considerarse una persona viva o muerta.

—Perdón, fue sin querer —se disculpó la voz—. Es mi naturaleza: soy un yuyo malo.

Limbo estuvo a punto de pedirle mayores explicaciones, pero intuyó que guardar silencio era la mejor manera de obtenerlas. Y en efecto.

—No me ves porque crezco del otro lado de la pared —dijo el yuyo malo—. Igual no me podrías ver ni si te creciera en la nariz.

Volvió a reírse, con una maldad tan evidente que ya producía gracia, y hasta un cierto cariño. Tampoco había mucho para objetarle, pues lo que decía era verdad. En un contexto delicado y en un tono inconveniente, pero la purísima, que nunca debería ofender.

—Si no pudiera verte, tampoco debería poder escucharte —razonó Limbo, tal vez para develar la mentira y entonces sí poder ofenderse a sus anchas.

—Es que no me estás escuchando tampoco —explicó el yuyo—. Lo nuestro es comunicación por ósmosis transvegetativa.

Limbo habría asentido, de haber estado en condiciones físicas de hacerlo. No sabía de lo que hablaba el yuyo, pero lo entendía. Un tipo de comunicación, a fin de cuentas, no tan distinta a la que primaba en el mundo de los vivos.

—¿Y cómo lo sabés? —igual preguntó.

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—Porque me lo preguntás, aunque no sepa responderte —le respondió el yuyo, o no, según su extraña lógica—. Si no estuvieses en estado vegetativo, no podríamos comunicarnos. ¿O acaso hablaste alguna vez con un vegetal?

Limbo reflexionó un rato, no hubiera podido decir si algunos pocos segundos o varios días, pues ya no tenía ninguna noción del tiempo, ni forma alguna de contabilizarlo.

—Le debo haber hablado, pero no me contestó —dijo al fin, qué importa si enseguida o años más tarde.

—Seguro que te contestó, sólo que en un idioma que no entendiste —le informó el yuyo—. Nosotros siempre nos estamos comunicando, son ustedes los que no responden, o responden arrancándonos.

—¿Y por qué vos hablás justo castellano?—Soy un yuyo en el muro exterior del servicio de terapia intensiva

del hospital Fernández de Buenos Aires, ¿en qué idioma querés que hable, pa?

Tampoco entré a terapia intensiva veinte días más tarde, cuando volví a acompañar a Ada al hospital. Imaginarme a Lisandro hablando con un cardo malévolo era mi forma de estar con él, además de ayudar a su esposa con los trámites del accidente. El auto asesino no había huido, por suerte, pero los que sí rehuían a sus obligaciones eran los del seguro, que desde el principio desplegaron una estrategia repugnante, por injusta y alevosa, para pagar lo menos posible. Tantas vueltas darían para autorizar la indemnización que Ada finalmente iba a tener que renunciar a reclamar daños morales (el grueso del dinero) para al menos cobrar algo en un plazo razonable. Ya sé que a eso se dedican, que es parte de su naturaleza (como la nuestra es seguir con vida, aunque sea igual de injusto con los demás) pero bueno, tampoco dejar de quejarse va a solucionarlo, y algún descargo aporta.

El día en que volví a mostrarme como lo que soy, un amoroso y servicial cagón, habían convocado a Ada, junto a los hijos de Lisandro, para anunciarles que el estado vegetativo ya debía ser considerado persistente, y que era momento de llevarlo a una clínica de rehabilitación,

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un eufemismo para decir que lo pasarían a un sitio más barato. Ada sintió alguna pena, no tanto por Lisandro, que iba a estar igual en cualquiera de los dos lados, sino por los familiares de los otros pacientes, que de tanto compartir horas de angustia en la sala de espera ya eran como de su propia familia. La multiplicación de tragedias aplacaba la propia, no porque le restara importancia, sino porque la ponía en otro contexto, el que de hecho le correspondía, lo cual hacía que la desgracia resultara menos caprichosa y enconada.

“Estos últimos días estuve pensando que el mal de muchos no es un consuelo de tontos, sino de quien no tiene otro”, me dijo Ada más tarde, mientras nos tomábamos un café. “¿Quién puede ser tan malévolo como para inventar una frase hecha como esa, que nos quita a los que estamos en mi situación quizás el único consuelo que nos queda?” Esa tarde nos comimos un kilo de helado cada uno. Moraleja: no hay mal (consuelo) que por bien no venga.

—¿Y qué fue lo te pasó? —preguntó el yuyo maléfico.—Iba andando en bicicleta y me atropelló un auto. —¿Quién tuvo la culpa?—El auto, naturalmente. Tuvo la culpa de atropellarme y sobre

todo tuvo la culpa de no matarme. Pasaron ocho meses.—De eso tal vez tuvo la culpa tu cuerpo —objetó el yuyo.—El cuerpo sólo se defiende, es su naturaleza —razonó Limbo, que

no era más que ese cuerpo—. Aunque es cierto que en este caso podría defenderse de la vida, o de eso que le queda de ella. Un poco como una máquina que ya no anda bien y se apaga sola antes de provocar un cortocircuito o una explosión.

—Para que la arreglen y vuelva a funcionar.—No, al contrario, para que ni lo intenten.—Entonces la culpa es de los mecánicos.—¿Los médicos? —volvió Limbo de la metáfora, ya bastante etéreo

era el tema como para además complicarlo con figuras retóricas—. Puede ser, aunque la culpa no es de ellos sino de las herramientas que

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ahora tienen. Estoy seguro de que si me atropellaban hace algunos años, me moría en el lugar, o poco después. Porque te digo que con respiración boca a boca o cosas por el estilo no la contaba. Pero ahora tienen aparatos para salvarte de casi cualquier situación, y mantenerte vivo contra tu voluntad.

—Con ese criterio, hace algunos años más no te hubiera podido atropellar un auto, porque no había.

—Desarrollamos las máquinas para matarnos mutuamente aun cuando no queremos y las máquinas para mantenernos con vida aun cuando no tiene sentido.

—¿Es una paradoja o una tautología?—Es un hecho. O sea las dos cosas, según cómo se lo interprete. —¿Sos abogado?—Escribano. Era.

Pasó un año, y con él el estado vegetativo pasó de ser considerado persistente a ser declarado irreversible. “Lo ascendieron”, bromeó Ada cuando me lo comunicó, con ese humor negro que la familia de él no le entendía (pero yo sí). No existía en la historia de la clínica médica un solo caso en el que un paciente como Lisandro hubiese vuelto a la vida, siquiera como sombra de lo que había sido. La suerte estaba echada.

Por ese lado. Por el otro, todo podía empeorar, y así fue. A los del seguro del auto asesino, que seguían demorando el pago de la indemnización, se les habían sumado ahora sus compañeros de la prepaga, que empezaban a poner trabas para seguir haciéndose cargo del tratamiento. Era una buena prepaga, de esas que te esquilman el sueldo, y que Lisandro tenía admitidamente en vano, pues no se enfermaba nunca. “Es para los casos graves”, recordamos con Ada que solía decir. Moraleja: nunca dejes para mañana la enfermedad, por muy ligera que sea, que podés tener hoy.

A esta suma de absurdos (aunque totalmente coherentes entre sí, porque la única garantía que te da un seguro es que te va a traicionar) se agregó el aspecto jurídico. Ada había tenido que empezar un juicio por insanía (así lo llaman) a fin de poder hacerse cargo de los asuntos de

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Lisandro. Según el Código Civil, la representación legal de un discapacitado (así los llamábamos, antes de caer en la mogoliquez de la corrección política) corresponde a su cónyuge, o sea Ada en este caso, pero a la vez estipula que en primera instancia se nombre a un curador provisorio. Eso fue lo que ocurrió tras siete meses de proceso judicial, y a partir de ese momento Ada dejó de poder tomar decisiones. “En vez de dejarlo a mi cargo, que además de su esposa soy abogada, o casi, se lo asignan a una curadora... ¡curadora cuando no hay cura posible!”, se me quejó en uno de nuestros ya habituales cafés.

Para ese entonces yo era su curador oficial, quiero decir que me había hecho bastante cargo de ella, no sólo en lo afectivo, llamándola todas las semanas e invitándola de vez en cuando a cenar, sino también en lo efectivo, pues la plata no le alcanzaba ni para mantenerse. La justicia, por medio de la curradora (cobraba un porcentaje sobre los bienes administrados), le impedía disponer de los bienes de su marido, pero al mismo tiempo la obligaba a hacerse cargo de él como si fuera un hijo. “Eso es porque soy mina, si fuera un hombre sería otra cosa”, juzgaba Ada, que por suerte no era hombre.

Sólo conmigo podía quejarse abiertamente de su situación, pues en la familia de Lisandro estaba mal visto. También para ellos era natural que ella retrasara sus estudios de abogacía y trabajara a destajo para mantener con vida a un marido que nunca volvería a despertar. Eran tan machistas como la justicia, y no mucho menos hipócritas. La vida de Lisandro, que se limitaba a inspirar y expirar oxígeno, parecía valer más que la de Ada, que por cierto no tenía tiempo ni de respirar. Trabajar y mantenerse ocupada le hacía bien, es cierto, pero saber que el fruto de su esfuerzo sólo servía para prolongar la agonía de Lisandro, y con ella sus propias penurias, le daba por momentos ganas de largar todo. Ahí es donde acudía a mí para que le confirmara que tenía razón y que estaba atrapada en un absurdo cada vez más desesperante. “Lo que me gusta de vos”, me dijo una vez, “es que no me consolás ni un poquito”.

—¿Y tenía seguro, el auto que te atropelló? —quiso saber Yuyo Malo.

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—Seguramente —dijo Lisandro Limbo.—¡Así me gusta, haciendo chistes! —festejó Yuyo—. Aunque

podrías esmerarte un poco más.—Seguramente.—Bien, bien. Así nacen los mejores running gags. —Seguramente.—Parecés un disco rayado.—A la espera de que alguien me levante la púa.

Los meses pasaban sin novedades, o digamos: sin la única novedad que nos hubiera permitido dejar de contarlos. Yo seguía negándome a visitar a Lisandro, que tras su breve paso por un centro de rehabilitación (“Hablar de rehabilitación en el caso de Lisandro es lo mismo que hablar de un desperfecto en nuestros trenes, que no deben tener una sola cosa perfecta”, Ada dixit) ya había sido estacionado en un geriátrico (si retomaba la consciencia en un lugar tan indigno a su eterna juventud, seguro que volvía a desenchufarse de inmediato), pero Ada me hablaba tanto de él que era como si lo viera regularmente. Sabía por ejemplo que le rotaban el cuerpo cada cuarenta minutos, a fin de que no se le formaran escaras en la piel, y que también le hacían sesiones de kinesiología para las articulaciones y los músculos. Estaba al tanto de que lo alimentaban por medio de una gastrostomía, o sea un agujero en el estómago, y que para evitar que se ahogara le habían practicado una traqueotomía, o sea una agujero en la tráquea, que a su vez había que aspirar periódicamente para que no se llenara de mocos. Como esto último no se lo podían hacer en el geriátrico, había que llevarlo de urgencia al hospital, por lo que cada tanto Ada era arrancada de su trabajo o de su dificultoso sueño para acompañar a un cuerpo que no era capaz de defenderse ni de su propia mucosa. Lo mismo cada vez que le agarraba cualquier tipo de infección, cosa que ocurría con desesperante frecuencia. En palabras de su involuntario y a la vez voluntarioso ángel de la guarda: “Todo el tiempo al borde de la muerte, pero sin decidirse a caer”.

Ada me describía también las muecas que hacía Lisandro de repente, o cómo se sobresaltaba con algunos ruidos o ciertos golpes de luz, pues

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mantenía los ojos abiertos y los reflejos mínimamente activos. Debía imaginármelo, me decía, como un muñeco al que algunas descargas eléctricas aisladas confieren de vez en cuando, para quien está junto a él, la ilusión óptica de que participa del mundo, aunque en realidad mira sin ver y escucha sin oír, como repetía Ada, o más bien se repetía, a fin de convencerse de que eso que ella misma veía y escuchaba al menos tres veces por semana no era Lisandro, sino un conglomerado de reflejos más básicos que los de un vegetal. La ayudaba a no confundirse la deformidad que según ella había ido ganando primero el cuerpo y luego el rostro de su esposo, una deformidad tanto más espeluznante por cuanto que no era monstruosa, producto de una caída o del fuego, sino gradual y sutil, como la que se establece entre los semblantes de dos hermanos gemelos con el correr de los años. El rostro se le había ido endureciendo hasta conformar una máscara, una imitación torpe y rígida de sí mismo, con una mirada hueca tras la que desaparecía todo vestigio de cuando transmitía información, para adentro y para afuera, y con la boca babeante fija en un rictus que ya no permitía recordar cuando se movía para hablar, mucho menos para besar. Ella igual se quedaba horas con él, le hablaba y lo acariciaba, sintiendo cómo en cada visita perdía toda la energía vital que había podido cargar durante sus largas caminatas hacia el geriátrico, veinte cuadras de ida y veinte de vuelta que se negaba a recorrer en taxi o conmigo de chofer, pues las usaba para tomar aire, primero, y para recuperarlo, después.

Ada terminaba a veces estos informes, que yo no le pedía y que ella hubiera preferido callar, pero que algo nos impulsaba a compartir, como si así las imágenes se diluyeran y resultasen más digeribles; Ada terminaba a veces estos informes pidiéndome que ahora le hablara yo de Lisandro, para así nutrirse de mi recuerdo más o menos puro y que ese cuerpo cada vez más contraído y escarado, ese que yo nunca vi, no le robara el que ella había conocido y amado. Moraleja: que yo no viera a Lisandro se fue convirtiendo de esta manera en una garantía de que ella nunca dejaría de verlo vivo, vivo de verdad.

—¿Yuyo?

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—Aquí estoy, firme como rulo de estatua. O como paciente vegetativo. ¡Jua!

—...—Aunque la verdad es que te trasladaron. Y que te andan rotando

como un pollo al espiedo.—¿Rotando? No me entero de nada.—El pollo tampoco. ¡Jua!Pasaron tres meses.—Pero el pollo está muerto y se supone que yo no.—...—¿Qué?—Nada, no dije nada.—Hacete el vivo nomás. —Pero no se enoje, hombre.—¿Hombre?—¡Jua!—Yo no tengo la culpa de que me tengan acá, o me anden llevando

de un lado para el otro. Siempre pedí que, llegado el caso, me pisaran la manguera.

—Y si te concedieran un último deseo, un último movimiento consciente, ¿te pondrías de pie para pisártela vos mismo?

—Obvio.—¿Por? Si para vos es lo mismo. —Para mí sí, pero para Ada no.—¿Hada es la que te viene a visitar?—Supongo que sí. Es mi esposa. Y va sin hache. O bueno, quizás a

esta altura ya le crecieron las alas. —El Ada visita al helado. —Buah, malísimo. Un chiste de fumeta. ¿No serás un yuyo de

marihuana, no? Un yuyo que se fuma a sí mismo.—¡Jua! ¡Malísmo!

Mantener a Lisandro costaba entre seis y ocho mil dólares por mes. La prepaga sólo cubría la mitad de la medicación y del material

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descartable, al kinesiólogo que le activaba las articulaciones un par de veces por semana y al cirujano plástico que le curaba las escaras. Con su trabajo, Ada no llegaba a ese monto, gracias si podía mantenerse y pagarse el indispensable analista. ¿Qué pasó entonces? La curradora le inició juicio por no pasarle dinero a su marido. A ella, que le estaba entregando su vida, que sólo existía para él (que por cierto ya no existía, ni tenía vida alguna desde la cual recibirla). “Lo que más me revuelve el estómago es que terminan reduciendo todo a un problema de plata”, me dijo un día Ada, asqueada.

La jueza acompañó la simpática medida de la curradora dictaminando que Ada debía llevarse a Lisandro a su casa y atenderlo ella, es decir condenándola a tener que pagar un ejército de enfermeras, amén de a tener que convivir con un fantasma. Ella intentaba explicarle su situación, pero en vano. “A nosotras de tu vida no nos importa nada”, le llegó a decir una secretaria del juzgado. “¡Y eso que es un juzgado de mujeres!”, se espantaba Ada, ya no de la escasa solidaridad de género, sino del liso y llano desprecio contra los que debía batallar.

Dividir a la familia, que acabó poniéndose casi por completo en contra de ella, y hacerla sentir culpable, como si ella hubiera manejado el auto asesino, eran según Ada mecanismos que ponía en práctica el aparato judicial a fin de quitarse responsabilidades y allanarse el camino para actuar de manera maquinal, sin tener que preocuparse por los detalles del caso. Era como si la justicia también estuviera en una suerte de estado vegetativo y se limitara a responder a los estímulos externos con un mínimo de reflejos. Lo único que importaba era que el paciente no dejara de respirar, más allá de lo que creyesen o necesitasen los que respiraban a su alrededor, o de lo que él mismo hubiera querido para sí en estas circunstancias. Los médicos seguían anunciándole a Ada todo lo que planeaban hacer, pero lo cierto es que ella no podía tomar ninguna decisión. Al estar Lisandro bajo responsabilidad de un juzgado, la curradora derivaba cualquier decisión al juez, que a su vez derivaba el caso al cuerpo médico forense, que terminaba dictaminando que se hiciera cualquier cosa por dejarlo con vida, aun cuando eso sólo significase extender inútilmente una ya larga agonía.

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Esta práctica insensata tiene un nombre curioso en la jerga jurídica: encarnizamiento terapéutico. Puesto que el corazón no se detiene, se asume que el paciente tiene voluntad de vivir, cuando lo cierto es que lo último que tiene un paciente en estado vegetativo es voluntad, como lo demuestra la misma necesidad de ponerlo bajo la tutela de un curador que tiene más poder que el cónyuge que eligió a voluntad, cuando realmente la tenía. El encarnizamiento terapéutico venía de este modo indefectiblemente acompañado de un encarnizamiento judicial, sobre todo si uno no era muy pudiente, o tenía la mala suerte de haber nacido mujer. “El juicio por insanía termina siendo insano, pero para el que lo hace”, la escuché concluir alguna vez a Ada, que sólo tras mucho litigar logró que Lisandro quedara en el geriátrico y que la justicia se conformaran con quitarle el veinte por ciento de su sueldo en concepto de manutención.

—Pero pará —dijo Lisandro Limbo, saliendo de su letargo, o

recayendo en él—, ¿cómo puede ser que seas el mismo yuyo si ya no estamos en el hospital Fernández?

—Todos los yuyos somos el mismo yuyo —dijo el yuyo, no ese ni el otro sino aquel—. Ustedes los humanos no lo entienden, desde que cometieron el error de inventar al individuo.

—Bueno, la idea no es tan mala, aunque te admito que hay algunos problemas con el trazado de las fronteras.

—¿Y de qué está hecha esa idea si no es de esas fronteras mal trazadas, siempre en disputa y en última instancia inútiles?

—Pero si son tan difusas como decís, y de ellas está hecho el individuo, entonces deja de existir ese individuo y todos volvemos a ser el mismo yo, o el mismo yu.

—¡Jua! Exacto. Y así podrían también dar por tierra con la idea complementaria e igual de absurda de la solidaridad, la caridad, la filantropía. Si todos fueran el mismo yoyu, no les haría falta inculcarse el verso de la bondad, sencillamente porque no podrían ser malos.

—Como no puedo ser humano, hago que todos sean vegetales.

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—¡Exacto parte II! A falta de físico para pisarte la manguera, bien vale mi teoría para pisártela conceptualmente.

—O para pisársela al resto, en contra de su voluntad. Cosa que no se hace, te aclaro. Entiendo que para vos sea natural, pero para nosotros es una ofensa ser considerado una planta. Fijate que hasta a las plantas las individualizamos, creyendo que así les hacemos un favor.

—Lo sé. Pobres infelices. No se dan cuenta de que una flor en un florero no es una flor.

—Digamos que es una flor en estado humanativo.—¡No nos ofendas!

Con Ada discutíamos a veces qué criterios debían utilizarse para decidir si Lisandro estaba vivo, como creía la justicia y casi toda su familia, o si estaba muerto, como prefería pensar ella, con la vana esperanza de así poder empezar a hacer el duelo correspondiente. Un día llegamos a la conclusión de que en el fondo se trataba de una discusión inútil, como decidir si una persona es varón o mujer, habiendo hermafroditas, y hasta una ciencia que podía quitar o modificar los genitales y demás rasgos exteriores de ambos (ambos tres). Si el bisturí había calado lo suficientemente hondo como para que esa tradicional dicotomía se fuera transformando cada vez más en un moderno continuum, de nada valía seguir encarando el tecnicolorido tema con el paradigma de una época en blanco y negro.

Había que cambiar de categorías, pues. O más bien: había que abolirlas. Pero, ¿cómo pensar entonces? Porque así se corría el riesgo de que diera igual, lo que volvía a ponernos en el mismo plano, y por ende en la misma responsabilidad. Abandonar a un igual equivalía a abandonarse a uno mismo. Ergo: no podía ser un igual.

Moraleja: había que hacer un corte, de lo contrario la manguera seguía decidiendo por nosotros.

—A mí me gusta mucho esa expresión que tienen ustedes: “Estar más cerca del arpa que de la guitarra”.

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—...— Se podría decir que en tu caso te quedaste tocando la guitarpa,

¿no?—...— Me imagino una sala con todos pacientes como vos, y adelante

un cartel: Cementerio con elaboración a la vista.—...—...—¿Cómo podés hacer chistes con un tema tan serio?—¿Y qué gracia tiene hacerlos con algo que ya es humorístico de

por sí?

Más dramático que el problema de las escaras, que a mí ya me daba bastante impresión de sólo imaginarlo, era que el cuerpo de Lisandro se entumecía, con lo que paulatinamente las rodillas iban adoptando la posición que habían tenido antes de nacer. “Es como esas películas que te explican cómo es la gestación, pero pasada en rewind”, me explicó una vez Ada. El kinesiólogo luchaba contra esta involución natural hasta donde le daban sus técnicas, pero más allá de eso sólo quedaba una opción: cortar los tendones a la altura de la cadera para que las piernas quedaran sueltas y de esa manera no se siguieran escarando.

—La otra opción es cortarle una pierna —anunció un día el director médico.

—¿Y una vez que le saquen esa pierna van a pasar a la otra? —le preguntó Ada, con toda tranquilidad.

—Es el procedimiento habitual en estos casos —le contestó el otro, nervioso.

—Y después, ¿qué? ¿Un brazo? ¿Otro brazo?—Es la única alternativa, señora.—No, no es la única alternativa, doctor. Y usted lo sabe mejor que

yo.Para ese momento, Ada ya se había recibido de abogada y había

empezado a estudiar el tema para luchar contra el sistema judicial, desde adentro. Amparándose en la figura del encarnizamiento terapéutico

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(“carnicería terapéutica”, la llamábamos entre nosotros), Ada presentó una medida de no innovar, pidiendo que no le cortaran nada, y que además dejaran de suministrarle antibióticos o cualquier otra medicación. Era un pedido razonable: si lo conservaban vivo en tanto individuo, no podían ir trozándolo como si fuera un bicho muerto. El sistema al fin entraba en contradicción, se pisaba la manguera solito.

Pero no. El juzgado dio orden de que se le cortaran los tendones, con tanta demora que las escaras ya se le habían infectado y no quedaba más opción que directamente amputarle la pierna. Entre Ada, los hijos de Lisandro, un médico eminente que nos acompañó y yo mismo (que me quedé, de más está aclarar, cuidando la puerta de entrada) logramos evitar la ominosa mutilación. El caso volvió a la jueza, que sin consultar a nadie, ni siquiera a algún especialista en bioética, dictaminó cortarle la pierna. Fue especialmente frustrante para Ada, porque no sólo había reunido gran cantidad de testigos que habíamos escuchado aquello de que le pisáramos la manguera en caso de que él no pudiera (¡justo esa metáfora había usado, entre tantas otras, cuando el tema era cortarle o no la pierna necesaria para pisar la manguera!), sino que además había encontrado un papel religioso que había firmado Lisandro en el que decía que en caso de agonía sólo quería recibir los Santos Sacramentos. Eso Ada lo interpretaba, y lo explicó perfectamente, como un deseo de muerte digna, de morir bien y no de extender la agonía, que es vivir mal.

Nada de esto conmovió a la jueza, como queda dicho, y no hubo más opción que apelar. Las chances de ganar en esa instancia eran mínimas, pero como hay un juez arriba de los jueces, ese en que Lisandro creía con fervor, el mismo día en que la Cámara de Apelaciones en lo Civil debía resolver el asunto, Dios decidió pisarle la manguera. Casualidad o no, Lisandro murió, tras tres años y medio de agonía, el mismísimo día de la Exaltación de la Cruz, cuando se conmemora el sufrimiento de Cristo.

—¿Y si me despierto? ¿Y si la ciencia se equivocó y no es cierto que un paciente en estado vegetativo nunca vuelve a la vida?

—...

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—¿O no se ha equivocado ya muchas veces con tantas cosas esa misma ciencia que ahora estipula que yo ya estoy del otro lado, eh?

—...— ¿Y si ya estoy despierto, yuyo? ¿Si escucho y siento y pienso? —...—¿Si juego al ajedrez conmigo mismo o compongo obras de teatro,

como aquel personaje de Borges en “El milagro secreto”?—...—¿Y si hablo con otros vegetales, yuyito querido?—¿Y si la cortamos con el pensamiento mágico, varón?

Ada se especializó en el tema de bioética y de muerte digna, que gracias a gente como ella hoy es ley. Sólo muchos años después de la muerte de Lisandro logró al fin terminar su duelo, aunque la escisión que tuvo que generarle a su personalidad para poder sobrevivir a los años agonía (de Lisandro, pero sobre todo de una parte de ella) nunca volvió a cerrar. “Me tuve que partir en dos para poder sobrevivir, pero después es difícil volver a unificarse”, me confesó la última vez que nos vimos, hace algunos meses.

—¿Y vos? —me preguntó de pronto—. ¿Cómo elaboraste todo el asunto?

—¿Yo? Como siempre, escribiendo.—¿Escribiste sobre Lisandro? ¿Qué cosa?—Nada, unos dialoguitos.—¿Dialoguitos? ¿Con quién?—Nadie, no tiene importancia.Ada me miró sonriente. Ya no era la sonrisa forzada con que

intentaba simular la angustia durante aquellos años de agonía, sino una sonrisa franca, triste y dolida pero recuperada y nuevamente vital.

—¿No me los vas a mostrar? —me preguntó—. ¿De qué tenés miedo?

—De que te enojes —confesé, supongo que sonrojándome.—¿Por? Sabés que lo único que no te perdonaría es que no me

hagan reír.

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—Traté de hacerlos graciosos, así que por ese lado...—¡Quiero verlos!—No, prefiero que no.—Me imaginaba. Siempre fuiste medio cagón.

—¿Ustedes no dicen que lo último que se pierde es la esperanza? —preguntó el Yuyo Malo una milésima de segundo antes de que Dios demostrara su existencia llevándose a Lisandro.

—Ajá.—Bueno, está mal: mirate a vos.—Jajá.—Lo último que se pierde, como acabás de dejar comprobado en

tu calidad de completo desesperanzado, es el sentido del humor.

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Paracelso

Ana Cerri

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El fundamento último de la medicina es el amor.

Paracelso

Ella volvía del colegio, arreglada, coqueta, elevada sobre los tacos chinos que apenas le regalaban unos centímetros más a su metro y medio. Abundaba en carnes pero tenía un tipo de belleza imposible de perderse en la estatura o en el exceso de peso. Su mirada era la de la maestra atenta que no descuida ni un solo aspecto de la vida de sus alumnos.

Él salía del banco. Necesitaba ver otro tipo de expresión que no fuera la que llevan los clientes a la ventanilla todos los días. No era muy alto. Llevaba el saco cargado a la espalda, enganchado en el índice.

Había olor a madreselvas en la vereda. Venía de los jardines que celebraban la caída del sol.

Luisa y Juan se conocieron así, de tanto cruzarse en el mismo recorrido durante mucho tiempo. Se veían venir y si no ocurría, se extrañaban. Ella se retrasó preparando un acto aquel día y él sintió que los jardines se alejaban en el desvanecerse de las madreselvas. Fue y vino tres o cuatro veces desde la parada hasta el banco. La esperaba inquieto.

A la tarde siguiente se cruzaron; él hizo dos pasos más y se volvió; se puso al lado y caminaron. Las madreselvas volvían a oler como siempre. No eran jóvenes y si bien no se casaron inmediatamente tampoco dejaron pasar mucho tiempo. Disfrutaron los primeros años intensamente hasta que Luisa comprendió que todo sería mucho más armónico si el hijo llegaba. Lo hablaron. Eran esposos pero también compañeros. Hablaron

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serenamente y juntos decidieron una consulta. El peregrinar con los tratamientos se hizo pesado, pero se tenían mutuamente y querían un hijo. Persistieron y el hijo llegó. Juan ya tenía un cargo en el banco y Luisa pudo dejar el colegio, no sin alguna nostalgia, y dedicarse por entero a ser madre y esposa. Siempre arreglada, combinando los colores aunque no saliera a la calle, impecable, como impecable lucía su casa. Cuando Fausto pudo ir y volver solo, ya no lo acompañó a la escuela y pensó que ese tiempo debía capitalizarlo en agradecer lo recibido, devolviéndolo. Se unió a un grupo de vecinas que atendían el comedor en la parroquia y daban apoyo escolar. Se abocó, como en todo, con el corazón.

Si la normalidad de los días, con cada uno en lo suyo y en lo de la familia es felicidad, ellos eran felices, naturalmente felices.

Estaban en los preparativos de la cena para agasajar a Fausto, el hijo que cumplía dieciocho años y terminaba el primer año de la facultad. Luisa miró su placard y siempre coqueta, no encontró nada que estuviera a la altura de lo que se celebraba. Lo dejó para el final, pero cuando todo estuvo listo y ella segura de que nada faltara, salió a renovar su vestuario. Probó algunas cosas y optó por una blusa de seda y una pollera. La blusa era bellísima pero hacía un defecto en la abotonadura, entonces se midió un corpiño y al acomodarlo, se dio cuenta.

Volvió en el subte con una sola idea que se hacía más fuerte en ella a medida que las estaciones pasaban y el hollín de los túneles quería invadirle el pensamiento: su hijo tendría la fiesta, eso era lo primero.

Y lo fue.Se quedó hasta tarde en la cama el domingo mientras Juan ordenaba

herramientas en el garaje; ella oía los movimientos y los identificaba a la perfección. El amor sabe cómo el amor se mueve. Cerca de mediodía retiró la almohada y quedó tendida recta; levantó el brazo derecho y por primera vez desde el día de la compra de su ropa, palpó concienzudamente su axila, bajó con dos dedos como si desgranara las cuentas de un rosario y se detuvo en el bulto del pecho.

Supo todo. Vio todo por anticipado. Le dolió ahí mismo el dolor de Juan y de Fausto. Pasó por la tentación de mantener el secreto pero no. Todo a su tiempo. Tenía que fortalecerse ella y después decírselo a los dos.

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En la soledad del lunes buscó en la cartilla médica y encontró un apellido conocido. Pidió turno y a los dos días fue.

Como buena docente, práctica, Luisa habló con el médico con absoluta confianza y exigió lo mismo. Sin demora, planificaron los estudios y con todo resuelto abordó a sus dos varones.

—No vamos a hacernos ilusiones —les dijo—, pero tampoco vamos a dramatizar. Estas cosas llevan su tiempo y ya bastante cruel es el tratamiento como para empeorar el panorama. Ayúdenme a llevar esto de la mejor manera.

Fausto se encerró a estudiar, eso dijo. Juan secó los platos en silencio hasta que no aguantó más y la abrazó. Abrazo silencioso y tierno del varón que ama más allá de cicatrices y de quimio: abrazo contenedor.

Antes de la cirugía dejó todo preparado. Compró cuatro turbantes que combinaran con la ropa que tenía; sacó los camisones guardados desde el parto y al abrir el cajón de la ropa interior, junto con el olor a lavanda, le llegó de golpe la inutilidad de esos corpiños. Fue la primera vez que ella se permitió llorar. Las lágrimas no se llevaban ni el miedo ni la angustia ni nada de todo el proceso que se desataba en su interior. Eran solo un alivio que le permitía estar más entera delante de Juan y de Fausto.

Después de la quimio sintió mejorar. Había remisión. Lo disfrutaba. Disfrutaba de ese tiempo que, en realidad, sabía que podía terminar, pero ella iba aprendido: si no es negada, la enfermedad puede volverse una gran maestra. El cáncer no sería una sentencia sino una forma de vivir. Cada minuto, en adelante, pasaría a ser intensamente suyo. Esa cicatriz que ahora la atravesaba en el pecho le había descubierto más aún quién sería, con quiénes y para quiénes sería, cómo viviría y cómo moriría.

Cuando pudo peinarse bien y sacarse el turbante definitivamente, lo festejaron. Coincidió con la graduación de Fausto y otra vez la fiesta. Volvió a la parroquia a hacer el apoyo escolar, empezó a caminar más y se propuso esperar a su esposo y a su hijo siempre con buen ánimo y mejor aspecto.

Luisa era una mujer de fe. Rezaba siempre por su esposo y por su hijo, sobre todo por su hijo. Descubrió que reiteradamente se encontraba agradeciendo haber podido traer a Fausto a la vida. Lograr el embarazo

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había sido tan dificultoso; tantos los intentos de fertilización y el esfuerzo por no perder las esperanzas, que ese hijo era una bendición.

Tenía visita de control y se preparó con esmero. Hizo un budín de pan que parecía de revista y partió. Siempre tomaba el último turno para tener más tranquilidad. También Abelardo, su oncólogo, prefería que fuera así. Luisa estaba resultando para él un claro ámbito de confianza mutua. Sus encuentros le hacían tomar conciencia de su rol de compañero de camino, donde fuera que ese camino terminara y ella, con su confianza, le mostraba los modos de abrirse y devolver en gestos y palabras, la pura verdad a su debido tiempo.

Esa tarde Luisa le dejó sobre una mesa baja el tupper con el budín de pan. Se saludaron cariñosamente como lo hacían siempre y se sentaron en los silloncitos cerca del ventanal desde donde se veían los lapachos florecidos. Abelardo no usaba escritorio para atender a sus pacientes. Evitaba esa distancia fría. Solamente para extender alguna receta se acercaba al mueble, pequeño, además. Sentados ya y después de darse noticias sencillas, Luisa relató minuciosamente el correr de sus días. Le contó que se cansaba mucho menos, que dormía sin ayuda y que las sensaciones del estómago habían desaparecido por completo. Él controló los parámetros y fue diciéndole los resultados. Mientras lo hacía, Luisa trajo el tema de su oración.

—Abelardo, hace tiempo que mientras estoy rezando aparece en mí una fuerza que me lleva a agradecer con insistencia la vida de mi hijo. Juan y yo hemos sido bendecidos en Fausto pero es tan recurrente esta idea, que he tratado de ver dónde está la razón.

Conociéndola y conociendo tan profundamente el tema, Abelardo intuyó inmediatamente por dónde venía la reflexión, pero la dejó hablar. Escuchar era parte importante del tratamiento.

—Finalmente —siguió Luisa—, creo que descubrí que la cuestión está en un miedo muy escondido hasta ahora. Miedo de pensar que los tratamientos que hice para embarazarme hayan sido la causa de mi cáncer. Miedo de que la certeza de que así sea malogre la felicidad que siempre he sentido por ser madre. No siempre estoy tan entera y estos fantasmas interiores son los más peligrosos.

Tal cual. Era lo que Abelardo veía venir y no esquivó la respuesta.

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—Sí, Luisa. Hay posibilidades de que haya sido un factor, pero no es seguro. No podríamos dar un cien por ciento de…

—Pero no tiene importancia. Sólo son tentaciones, porque aunque así fuese volvería a hacerlo una y otra vez sin dudarlo, sabiendo de antemano las consecuencias. Esto es muy claro para mí, Abelardo. Hay, además, otras cosas que la enfermedad me está dejando ver y de las que ya hablaremos.

Acomodó su ropa y dijo que nunca había visto los lapachos en tal esplendor, pero sí las madreselvas, más de veinte años atrás.

Era octubre y la segunda semana organizó la celebración de su cumpleaños. Haría un té con sus amigas y compañeras de la parroquia y otras de la escuela. Fausto estaba de novio así que con ellos irían en familia a cenar. Siguieron días intensos, frescos, soleados, y Luisa prácticamente se olvidó del cáncer. Vestirse y desvestirse era un hábito y la cicatriz era parte de ella. La mastectomía radical había dejado su huella. En ese tiempo, las cirugías plásticas y los implantes no eran tan comunes aún y esa huella también era ahora, parte del amor inmenso de Juan. Él la abrazaba con ternura y solía recorrer el lugar de la ausencia con una caricia detenida. Besaba después la piel rugosa y le decía:

—Aquí no falta nada. Este es el lugar que nos permite estar juntos todavía.

Llenó la casa de flores, hizo tortas, scons y un riquísimo té. Recibió a cada invitada con una sonrisa y se alegró con los recuerdos. Antes de la noche, estaba un poco cansada pero tenía la ilusión de la cena con su familia. Se recostó un rato y ya recuperada, estrenó su vestido, los zapatos y un collar que le habían regalado ese día.

A la mañana siguiente, antes de salir para el banco, Juan la besó y le pidió que descansara. Ella se quedó en la cama. La intensidad del día anterior justificaba el agotamiento.

Esa semana fue diferente. Se vio obligada a recostarse varias veces durante la jornada y el hambre disminuyó considerablemente. No esperó. Abelardo la recibió con todo listo para empezar los estudios. Cuando llegaron los resultados, no hubo dudas. Estaban los huesos comprometidos y los pulmones con señales de estar afectados. Abelardo ya los había visto cuando aquel día ella llegó, ojerosa pero siempre vital.

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Se pusieron nuevamente cerca del ventanal. Los lapachos ya habían perdido las flores.

Abelardo era de los que pensaba que todo se puede decir, solamente que hay que encontrar el modo. Conociendo a Luisa, no había mucha vuelta. El modo era la verdad. Así que fue directo a la raíz.

—Estamos frente a un panorama complicado, Luisa. Todavía podemos intentar algunas soluciones, pero no puedo asegurarte el éxito terapéutico. Cualquier tratamiento que comencemos tendrá beneficios escasos.

—Lo sé, Abelardo. Lo sé desde que empecé a sentirme débil y cansada.

Hubo un silencio prolongado en el que ella descargó su angustia con un llanto que solo se suelta ante lo irremediable. Después volvió a hablar.

—Mi conciencia me dice que la vida no debe ser vivida a cualquier precio. No quiero dejar de ser quien soy. Acompañame. Solamente te pido que no dejes que me falte el aire y que el dolor no me torture. No quisiera que Juan y Facundo me vean en un estado calamitoso.

Ahí mismo Abelardo hizo la receta con los primeros analgésicos y ella se fue sabiendo que él no la abandonaría.

En su casa, frente a su hijo y a su esposo, Luisa no consultó. Con firmeza pero muy serenamente dijo lo que había para decir. No había posibilidades ya. No quería tratamientos que la mantuvieran viva por la fuerza ni quería salir de su casa. Allí había amado, había sido y quería seguir siendo ella misma. Como lo había hecho con su médico lo hizo con ellos:

—Acompáñenme —les dijo.Ya no pudo levantarse. Abelardo pasaba por la casa, le administraba

la morfina y charlaban largamente. Una tarde, Luisa lo despidió reteniéndole la mano y mirándolo, esta vez sí, sin la determinación de otras veces. No era ella quien determinaba, ahora, ni cómo y ni dónde.

Abelardo llegó al auto y con la luz de ese último día sintió, a pesar de lo duro del momento, que Paracelso no había perdido vigencia. Al contrario.

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Cama 460(Una médica, sola, la noche en que descubrió

la dignidad y la muerte.)

Daniel Flichtentrei

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“El pájaro caído no se puede tocar el ala herida,pero algo que no es él mismo se la toca”

Roberto Juarroz

Florencia siempre ha sido alta, con una voz contundente y convicciones firmes. En el colegio de hermanas aprendió que a veces su figura resultaba intimidante aunque no fuera esa su intención. Era una alumna aplicada, una misionera sensible y una amiga leal. Anduvo arropada por una familia amorosa y una moral estricta hasta que la vida le fue limando las culpas y abriendo las puertas. Casi sin darse cuenta se encontró un día siendo médica, que era una de las cosas que más quería en la vida. Ingresó a la residencia con veinticinco años en un hospital público con el propósito de entrenarse en Terapia Intensiva. Su primer año lo pasó en una sala de Clínica Médica para completar el ciclo introductorio. Se levantaba muy temprano; su mamá le llevaba una taza de café con leche a la cama como cuando era una nena. Ella la bebía con los ojos cerrados y el cuerpo en estado de gracia. Tomaba el colectivo cuando el sol recién se asomaba sobre la avenida. Era de las primeras en llegar al hospital. Trabajaba con ese ritmo intenso y desalmado con que la medicina recibe a los novatos. Sabía que era necesario pasar por esa etapa, más como un rito de iniciación que como un programa de aprendizaje.

Los primeros meses el agotamiento no le permitió reflexionar acerca de lo que estaba viviendo. Siempre estaba cansada, con sueño, sin tiempo para ver a sus amigas de la infancia ni para tomarse unos mates

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con la familia. Llegaba a su casa y caía rendida sobre la cama. Casi no leía las novelas de Corín Tellado que tanto le gustaban, ni los diarios; ya no miraba películas, ni televisión. Por primera vez en muchos años tenía las uñas de las manos sin pintar. No recordaba cuándo había sido la última vez que había ido a la peluquería. Se dormía en el colectivo, en la cena familiar, incluso un par de veces se había quedado dormida en el baño. Todo su pequeño mundo pasaba por el hospital. Las tareas eran tantas, tan nuevas y tan variadas que no le quedaba más remedio que aprenderlas mientras las hacía. Fue adquiriendo sus primeras herramientas para comunicarse con los pacientes y con sus familias, conociendo a personas con distintos lenguajes, costumbres y actitudes. Le llevó un tiempo asimilar las reglas implícitas de la profesión. Los códigos tácitos acerca de los que nadie habla pero que funcionan como una ley dura e inflexible que nadie se anima a nombrar.

Sus compañeras eran casi todas mujeres, también sus jefes. Los varones eran una minoría. Recorrían la sala todas las mañana pasando las novedades de la evolución de cada paciente. Los médicos con más experiencia daban sus opiniones, los más jóvenes tomaban nota de sus sugerencias. Florencia tenía una obsesión con el orden y la prolijidad desde que era una niña. Anotaba las tareas en una libreta de tapas duras rosada repleta de dibujitos de Sarah Kay. Resaltaba lo que escribía con distintos colores de acuerdo al tipo de actividad y a la prioridad que le asignaba: rojo el laboratorio, amarillo radiología, verde interconsultas, azul indicaciones médicas. Nunca se iba hasta completar el trabajo pendiente. Sabía que si algo no quedaba resuelto no podría soportarlo. Anticipaba ese malestar que la perseguiría hasta el día siguiente yendo de un lado para el otro hasta que la lista de su libreta quedaba cerrada.

Durante una de aquellas recorridas se discutió el caso de una paciente con fiebre prolongada y sin foco infeccioso evidente. Se evaluaron las posibilidades y se recomendó tomarle muestras para hemocultivos con el propósito de descartar la circulación de algún microrganismo en su sangre. Una vez finalizado el pase de sala, Florencia subió al laboratorio para obtener tubos estériles. Volvió hasta la cama de su paciente, se higienizó metódicamente las manos, se puso un camisolín, barbijo y cofia estéril y, con la ayuda de la enfermera, tomó las muestras sanguíneas

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que repartió en tubos de cultivo. Mientras rotulaba el material entró su residente de segundo año. Se acercó para observar lo que estaba haciendo y miró los materiales utilizados como si los estuviera fotografiando. Su disgusto era evidente, aunque Florencia no alcanzaba a comprender el motivo. Lo miró, interrogándolo, pero él permaneció callado. Terminó con el trabajo y salió de la habitación. Él la siguió hasta el pasillo.

—¿Por qué tomaste los hemocultivos sola, sin esperarme?—No sabía que tenía que esperarte.—Siempre tenés que esperar a un residente superior cuando vas a

hacer un procedimiento por primera vez.—No es la primera vez. Doy clases de microbiología en la facultad

desde hace años y este es un tema que he enseñado muchas veces. Lo conozco muy bien.

—Acá no importa lo que sepas. Acá estás para aprender de los que lo hemos hecho antes que vos.

—Entiendo que eso sea así para lo que no sé hacer, pero no tiene sentido para lo que ya sé.

—Lo que tiene sentido y lo que no tiene sentido en este servicio no lo decidís vos. Espero que te quede claro desde ahora.

El residente se fue sin saludarla. Florencia lo siguió con la mirada, incrédula, hasta que su silueta desapareció por el hueco de la escalera. Se sintió incómoda y desorientada. Subió hasta el quinto piso para entregar las muestras en el laboratorio. Cuando volvió a la sala, estaba más furiosa que confundida. No lo comentó con nadie. Todavía no había aprendido que allí era mejor no mostrar lo que uno sabía quitándoles la oportunidad a los más antiguos de mostrar lo que sabían ellos. Muchas de las reglas tácitas que gobernaban las relaciones en el hospital eran simplemente gestos confirmatorios de un orden jerárquico y del principio de autoridad basado en el tiempo que cada uno llevaba en ese lugar. El novato, por definición, no debía saber, no podía opinar, no tenía que hacer nada si alguien no lo habilitaba para ello. Desde aquel día algo se tensó en el vínculo con sus jefes. Sin proponérselo, había desafiado el orden establecido. Y eso resultaba intolerable.

Algunas tardes Florencia daba clases en una cátedra de la Facultad de Medicina de la que había sido alumna. Cuando le ofrecieron un

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cargo como jefa de trabajos prácticos, creyó que era una oportunidad de formación y para adquirir experiencia en la enseñanza con mayor responsabilidad. Les pidió a su jefa de residentes y a su instructora autorización para salir un rato antes los martes y los jueves. Les ofreció devolver esas horas quedándose hasta más tarde los otros días. Se la negaron. Entendió de inmediato que no había motivos razonables para impedirle lo que era a todas luces algo de interés, no sólo para ella, sino para enriquecer su trabajo y, por lo tanto, el de todos. La negativa era una cuestión de poder, un ejercicio de autoridad minúscula y sin fundamento. Peleó. Discutió durante varios días con la energía de quien sabe que tiene razón y que tiene derecho. Los residentes de primer año no discuten, obedecen. No tienen derechos sino obligaciones. La actitud enturbió el clima, y la relación con sus superiores se puso áspera y distante. Reclamar merecía un castigo, y se lo impusieron. Finalmente la autorizaron a retirarse para ir a la facultad pero la condenaron a hacer guardia los domingos durante seis meses, sola, sin supervisores ni compañeros. Lo aceptó con la obstinada tozudez que la acompañaba desde el jardín de infantes.

El primer domingo le temblaron las piernas antes de entrar al hospital. La sala de Clínica Médica era un largo pasillo con habitaciones sobre la derecha y ventanales sobre la izquierda. Las camas se agrupaban de a dos o de a cuatro en cuartos austeros y helados. El silencio era lo que más se escuchaba un día feriado. Aunque después de algunos minutos aparecían los ruidos que lo interrumpían con alarmas de monitores, quejidos de algún paciente, el soplido de un respirador o el eco lejano de una radio que anticipaba el fútbol de la tarde.

Se encontró a cargo de cuarenta enfermos con las patologías más diversas y sin nadie con quien consultar las decisiones que hubiese que tomar. El jefe de la guardia la recibió con cordialidad:

—No te preocupes, vos hacé lo que haya que hacer y ante cualquier dificultad no dudes en consultarme.

Eso la tranquilizó un poco, aunque no mucho.Durante el día el trabajo fue agotador. Pasaron seis ingresos,

controles a pacientes a los que no conocía, análisis clínicos, idas y vueltas a la guardia general para evaluar urgencias, indicaciones médicas, informes

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a familiares. Varias veces sintió la necesidad de consultar a alguien acerca de algún caso. La soledad y el desamparo se le hicieron presentes. Había llevado un grueso tomo del Harrison al que apeló cuando una dosis o un diagnóstico se le pusieron difíciles. El libro era un mamotreto de más de mil páginas, ajado, subrayado y repleto de anotaciones. Sus padres se lo habían regalado cuando ingresó a la Unidad Hospitalaria. Lo habían comprado en cuotas. Se sentía más segura sabiendo que en esas páginas se encontraban la mayoría de las respuestas a sus preguntas.

Casi sin darse cuenta, encontró la noche detrás de los ventanales. No había comido, no había descansado. Tenía los pies hinchados y la espalda dolorida. Fue a la habitación de médicos, se dio una ducha, buscó en la mochila un chocolate Milka que le había dejado su mamá (“Por las dudas”, le había dicho en el umbral de la casa antes de salir hacia el hospital). Se recostó en la cama vestida y desenvolvió la tableta despacio. Empezó a sentir el sabor de las almendras antes de llevársela a la boca. Afuera el silbido del tren cortaba el silencio de la noche. Por primera vez durante ese domingo tomó conciencia de que había un mundo exterior. Golpearon la puerta. Entró la enfermera con una historia clínica en la mano.

—El chico de la cama 460, doctora… lo veo muy mal, creo que se está muriendo —le dijo extendiéndole una carpeta enorme repleta de estudios con la información del paciente.

Florencia envolvió el chocolate con el papel metalizado y caminó detrás de la enfermera sin decir una palabra. Por el pasillo miró de reojo la primera página de la historia clínica. Reconoció palabras sueltas en la penumbra: seminoma, metástasis, quimioterapia, terminal.

Llegaron a la puerta de la habitación donde estaban los padres del enfermo y su hermana. Las dos mujeres permanecían calladas, con los ojos cerrados, tal vez rezaran. El padre tomó a Florencia del brazo:

—¡Haga algo, doctora! ¡Se puso muy mal, no puede respirar, se está muriendo…! —El hombre era robusto, maduro, caminaba nervioso en círculos. Entró al cuarto con paso firme y el corazón saliéndole por la boca. Antes de ver al paciente, escuchó su respiración forzada, un quejido prolongado y tenue pero desgarrador. Se detuvo al costado de la cama y encendió la luz. La cabeza del joven se perdía sobre una serie

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de almohadas superpuestas que lo mantenían semisentado. La boca se abría buscando el aire con desesperación. Estaba tan adelgazado que le costó reconocer un rostro sobre los huesos filosos y los ojos hundidos en las órbitas.

Miró la ficha clínica. Tenía veinticinco años, su misma edad. Se llamaba Ariel. El chico la miraba con más temor que curiosidad. Florencia le acarició la cabeza.

—Tranquilo —le dijo—, yo te voy a ayudar. —Lo examinó sosteniéndole la espalda. No debería pesar más de cuarenta kilos. La piel era transparente, las conjuntivas pálidas, el abdomen hinchado a tensión atravesado por venas azuladas en todas direcciones, el ombligo protruía hacia afuera como una faro sobre una isla desierta. Las piernas eran un par de huesos sin músculo, las rodillas resaltaban como raíces de un árbol seco. Los tobillos estaban hinchados. Cada vez que tocaba alguna parte de su cuerpo la estremecía su frialdad. La enfermera la ayudó a colocarle una máscara de oxígeno. Revisó las indicaciones y los últimos estudios. Miró la radiografía del día anterior. Se sentó sobre la cama tomándole su mano helada.

—Ariel, vamos a tener que hacer algunas cosas. Tenés los pulmones y la panza llenos de líquido, eso es lo que no te permite respirar. Si lo evacuamos te vas a sentir mejor.

El padre caminaba alrededor de la cama movido por una ansiedad que no le permitía quedarse quieto. Hablada sin parar, tosía, abría y cerraba la ventana, secaba la frente sudada de su hijo con una gasa o le ponía entre los labios un algodón humedecido con té azucarado. Ariel miraba a ese hombre desesperado y a Florencia alternativamente. Se esforzaba por respirar con dificultad pero no perdía su conexión con las personas que lo rodeaban. Estaba atento a sus expresiones y actitudes. Tiró del brazo de Florencia para acercarla a su boca. Se quitó la máscara:

—Por favor, basta, basta… Estoy cansado, no quiero más… —le dijo con un susurro entrecortado por la respiración pero con una firmeza y determinación que, pese a todo, transmitía al hablar. Se miraron por primera vez a los ojos. Intensamente.

Eran dos jóvenes de la misma edad. Algo los hizo sentir semejantes. El chico confiaba en que ella podría entenderlo. Florencia sintió una

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corriente eléctrica en la columna vertebral. Como un destello, se vio a sí misma abandonada en esa cama. “Podría ser yo”, pensó. “Soy yo”, se dijo en voz baja. Pasó su brazo por el cuello de Ariel con una seguridad que nunca había sentido antes. —Tranquilo, primero conversemos hasta que estés seguro de lo que querés. Voy a explicarte todas las veces que sea necesario lo que podríamos ofrecerte y a respetar tu decisión.

El padre miraba horrorizado la escena sin comprender del todo lo que su hijo estaba pidiendo.

—¡Haga algo, doctora! —gritó en tono imperativo. Amenazante. Florencia le pidió que le permitiera quedarse a solas con su hijo.

—Quiero hablar con él. Necesito saber qué piensa, qué siente, qué quiere. —Lo acompañó hasta salir del cuarto y cerró la puerta.

Florencia era asmática desde la infancia. Llevaba su enfermedad sin mayores inconvenientes aunque en algunas oportunidades había padecido crisis severas. Cuando enfrentaba situaciones extremas o ante el uso de algunos medicamentos habituales como la Aspirina o la dipirona experimentaba episodios de falta de aire angustiantes y prolongados. No pensaba mucho en eso, pero al volver a la habitación sintió que el aire salía pesado y lento desde sus bronquios; tuvo que hacer un esfuerzo para vaciar los pulmones. Sabía lo que ese chico estaba sintiendo. Ella conocía la sed de aire. También en eso se parecían.

Se sentó para leer con detalle la historia clínica antes de conversar con Ariel. Cinco años atrás le habían diagnosticado un tumor maligno en un testículo, un seminoma. Había realizado todos los tratamientos posibles: quimioterapia, cirugía, radioterapia. La evolución había sido mala por lo que, incluso, se habían ensayado terapias experimentales sin resultado alguno. Desde hacía dos años tenía metástasis del tumor en los huesos, los pulmones y en el peritoneo. La sobrevida esperada era mínima; estaban agotadas todas las instancias. Dejó la historia sobre la mesita de luz, respiró profundamente dos o tres veces. Trató de recordar si se había aplicado el aerosol con broncodilatadores esa mañana antes de salir de su casa pero no pudo asegurarlo.

Se volvieron a mirar durante algunos segundos. Florencia le retiró la máscara y cerró el flujo de oxígeno. Se hizo un silencio profundo.

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—Ariel, puedo aliviar un poco tu disnea si me permitís hacerte una punción pleural. Si sacamos algo del líquido de tus pulmones vas a respirar mejor hasta que vuelva a reproducirse.

El joven la escuchó con atención pero sin esperanzas. Se incorporó sobre la cama con un esfuerzo tremendo. Florencia lo ayudó a sentarse.

—Doctora, estoy muy cansado, no aguanto más. Por favor déjenme, no quiero que me hagan nada más. —Parecía tranquilo, lúcido, con una determinación serena. Todo en él trasuntaba un agotamiento extremo, estaba exhausto, pero no sólo en su cuerpo. Su mirada y su manera de hablar dejaban ver una clase de cansancio que excedía la dimensión física—. Ya luchamos todo lo que era posible, ellos y yo. Por favor, no me obliguen a seguir. Necesito descansar, no puedo, no puedo más…

A Florencia empezó a faltarle el aire pero se dijo a sí misma que tenía que sobreponerse a eso y lo logró.

—Ariel, necesito estar segura de que vos entendés lo que significa hacer lo que me pedís.

El chico le miró las manos de dedos largos y delgados. Tenían una flexibilidad anómala, lo que le confería un aspecto bellísimo a los movimientos, como de bailarina flamenca. La tocó rozándola apenas sobre la palma. Parecía que la consolaba:

—Lo entiendo perfectamente, doctora.Le explicó con todas las palabras y con detalle las consecuencias que

tendría cumplir con su pedido. Quiso asegurarse de que Ariel tenía plena consciencia de la situación. Él la escuchó con paciencia, amorosamente. Le confirmó su deseo.

—Es necesario que vos mismo les digas esto a tus padres antes de tomar una decisión. —Asintió con un movimiento de cabeza. Antes de salir, le colocó otra vez la máscara.

—Ariel quiere hablarles. Los dejo solos un rato; cuando terminen, me llaman. —La familia entró al cuarto, ella volvió a la habitación de médicos.

Miró la tableta de chocolate sobre la mesa de luz pero ya no sentía hambre. Se recostó, estiró las piernas. Dejó caer un zapato y luego el otro. Le pareció que se demoraban en golpear contra el piso un tiempo inusualmente largo. Pensó en qué era lo correcto. Recordó a sus muertos

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cercanos. Nunca había visto morir a una persona, aunque conocía el dolor de la pérdida. Pasaron por su cabeza los sermones a los que había asistido en la parroquia de la escuela. Revivió las reuniones pastorales del grupo de misioneros. “¿Qué debo hacer?”, se preguntó a sí misma sin esperar respuesta.

Llamó por teléfono a su jefa de residentes y a su instructora. Les planteó el caso, pero las dos se mostraron molestas por haber sido importunadas un domingo a esa hora. Le respondieron con excusas y evasivas:

—Vos estás de guardia y sos quien tiene que tomar las decisiones —le dijo una de ellas antes de cortar.

Se sentó y leyó el capítulo sobre seminoma en el Harrison. El pronóstico era pésimo, la sobrevida a cinco años en las condiciones clínicas de Ariel era prácticamente nula. Después buscó el capítulo de sedación y analgesia en el paciente terminal. Tomó notas: fármacos, dosis, velocidad de la infusión. La enfermera le trajo una taza de té. Le frotó los hombros.

—Es la primera vez, ¿no? Florencia levantó la cabeza. —Sí, nunca me había pasado algo así. —Bebió un sorbo que retuvo

en la boca para sentir el calor de la infusión. —Hoy te tocó a vos, alguna vez te iba a pasar. Tranquila. —Le

dejó dos galletitas Express untadas con queso blanco antes de salir de la habitación.

Volvió a la sala donde encontró a los padres y a la hermana rodeando a Ariel. Las mujeres le frotaban la espalda con colonia de pino. El padre le hizo señas para que salieran.

—Por favor, doctora, que no sufra, que se vaya en paz, sin dolor. —El hombre la abrazó. Temblaba. Florencia tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar. Pidió quedarse a solas con el paciente. Volvió a explicarle lo que podía hacer para respetar su decisión evitándole el sufrimiento. Una sonrisa se le dibujó enmarcada entre los huesos prominentes de la cara y un mechón de cabello sobre la frente.

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—Gracias, muchas gracias… —le dijo tomándole la mano. Florencia salió apurada y se encerró en el baño. Tenía ganas de llorar o de vomitar, pero no hizo ninguna de las dos cosas.

Entró al office de enfermería, buscó tres ampollas en la vitrina de los medicamentos. La enfermera se ofreció a preparar la solución.

—No, gracias, esto tengo que hacerlo yo, sola. Inyectó el contenido de las ampollas en un frasco de solución

fisiológica, conectó una tubuladura, rotuló la preparación y volvió a la cama de Ariel. Remplazó el suero anterior por el nuevo y controló varias veces la velocidad del goteo. Ajustó la máscara de oxígeno y renovó el líquido del humidificador.

—Te vas a dormir, Ariel… Despacio, tranquilo. Vas a descansar sin dolor. —El chico volvió a sonreír.

Pocos minutos después, Ariel disminuyó el ritmo de su respiración, cerró los ojos y se durmió con un sueño profundo y relajado. Su mano cayó al costado de la cama. Florencia la acomodó sobre su pecho. Parecía tranquilo, dormido con naturalidad. Salió de la habitación y volvió a abrazarse con la familia. Todos juntaron sus cabezas sin decir ni una palabra.

No pudo descansar en toda la noche. Revisó el teléfono para comprobar si había alguna llamada o algún mensaje de sus jefes, pero no había nada. Varias veces se asomó en puntas de pie para ver cómo seguían las cosas. Ariel dormía, su familia lo rodeaba sentada alrededor de la cama. La habitación estaba a oscuras, apenas se escuchaba el ruido del oxígeno y el murmullo musical de una plegaria que la madre repetía una y otra vez de manera automática.

Vio llegar la mañana como una lengua de luz sobre los árboles. Preparó sus cosas para una nueva jornada de trabajo. Mientras lo hacía, encontró al padre de Ariel parado en la puerta de la habitación. Lo miró esperando algún comentario, alguna novedad. El hombre dio dos pasos hacia el interior. Tenía los ojos rojos e inyectados.

—Mi hijo se fue, doctora, durmiendo, hace unos minutos. —No supo qué decirle. Se apretaron con fuerza—. Ariel por fin descansa en paz. Muchas gracias por todo lo que hizo, doctora. —El hombre le acarició la melena negra. Florencia sintió que era absurdo que él la

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consolara a ella—. Discúlpeme, pero tengo tantas ganas de llorar —le dijo como una confesión.

Se acercó hasta la cama de Ariel. Vio su cuerpo flaquísimo y su expresión serena. Cerró el suero que seguía goteando y la válvula del oxígeno que todavía estaba abierta. Se sentó al lado de su paciente. Le tocó la frente helada, los párpados transparentes. Pensó que le hubiera gustado regalarle el chocolate a Ariel pero que no lo había hecho. Que ya era tarde. Que ya nunca podría hacerlo. Fue ese hecho minúsculo y secundario lo que le desencadenó un llanto desgarrador. Se tapó la cara con las manos y lloró. Permaneció a oscuras, sola, junto al cuerpo durante un largo rato.

Mientras volvía al cuarto de médicos le pareció que algo suyo había muerto con ese chico. Tal vez su infancia, o su paso por el colegio de las hermanas o su condición de novata e inexperta. Sintió en la boca del estómago una trompada sorda y prolongada que le quitaba el aire. Supo, de esa extraña manera, que aquella mañana, por primera vez, había comprendido lo que significaba ser médica.

En la habitación se aplicó una dosis doble de su aerosol. Se lavó la cara, se peinó. Fueron llegando sus compañeros. Le pareció que hacía mucho tiempo que los había visto por última vez. Entraban felices, bien dormidos, frescos y descansados después del fin de semana. Un rato más tarde comenzó el pase de guardia en la misma habitación donde Florencia había pasado la noche más larga de su vida. Les fue contando las novedades acerca de cada uno de los pacientes. Cuando llegaron a la cama 460 hizo una pausa:

—El paciente, portador de un seminoma metastásico terminal, falleció anoche. —La jefa de residentes, sin levantar la vista de sus anotaciones, preguntó—: ¿Le informaste a la familia? ¿Hubo algún problema con ellos? —Florencia hizo un esfuerzo para responderle, tragó saliva—: Les informé y no hubo ningún problema —No quiso o no pudo mirarla—. Entonces sigamos adelante, ¿quién se internó en la cama 461?

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APÉNDICE

Notas sobre los escritores

ESTHER CROSS nació en Buenos Aires, en 1961. Publicó Conversaciones con Bioy Casares en el taller literario y Conversaciones con Borges en el taller literario, libros de entrevistas con los autores, escritos en colaboración con Félix della Paolera; las novelas Crónica de ladas y apéndices, La inundación, El banquete de la araña, Radiana y La Señorita Porcel y los libros de cuentos La divina proporción y Kavanagh. Tradujo Once tipos de soledad, de Rachel Yates, La misma sangre y otros cuentos y Ángeles y hombres, de Willian Goyen. Coordina talleres de escritura y colabora en distintos medios.

DIEGO MUZZIO nació en Buenos Aires en 1969. Ha publicado los siguientes libros de poemas: El hueso del ojo (Filofalsía, 1991), Sheol Sheol (Grupo Editor Latinoamericano, 1997), Gabatha (Práctica Mortal, México, 2000), Hieronymus Bosch (Del Dock, 2005), Tratado sobre la ejecución de animales (Honorarte, 2007) y El sistema defensivo de los muertos (Hilos, 2011). Como autor de libros infantiles, ha publicado La asombrosa sombra del pez limón (SM, 2005), Un tren hacia Ya casi casi es Navidad (SM, 2007), El faro del capitán Blum (Pictus, 2010) y Galería universal de malhechores (Norma, 2010). Este último fue incluido en la selección “White Raven” organizada por la Biblioteca Juvenil de Munich, y también elegido por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina (ALIJA) como uno de los mejores libros del 2010.Mockba, su primer libro de cuentos, fue publicado por editorial Entropía en 2007. El segundo, Doscientos canguros, por Guid Publications, en 2012. Obtuvo, entre otros, el Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes y el Primer Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz.

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ÁNGELA PRADELLI nació en Buenos Aires, en 1959. Es escritora y profesora en Letras y ha ejercido la docencia en escuelas secundarias. Ha publicado Las cosas ocultas (Ediciones del Dock), Amigas mías (Emecé), Turdera (Emecé), El lugar del padre (Alfaguara), Cómo se empieza a escribir una narración (ediciones Centro Cultural Ricardo Rojas), Libro de lectura, crónica de una docente argentina (Emecé), Combi (Emecé) y La búsqueda del lenguaje, experiencias de transmisión (Paidós). En poesía publicó Un día entero (Ediciones del Dock).Es antóloga junto con Esther Cross de La Biblia según veinticinco escritores argentinos. Obtuvo, entre otros, los premios Emecé, Clarín, Municipal de Novela, Fondo Nacional de las Artes, ADEPA, y fue finalista en poesía del premio Casa de las Américas. Coordina talleres de escritura en distintos países. Sus notas sobre educación y lenguaje se publican en diferentes medios. Trabajó como escritora en Estados Unidos (2004) y en las cuidades de Ginebra (2010) y Zurich (2012). Es coordinadora en la Argentina de la Cátedra Latinoamericana y del Caribe de Lectura y Escritura.

ANA CERRI nació en Rosario en 1947. Estudió Ciencias de la Comunicación (UCA, Rosario), Psicología del Profundo (Universidad Gregoriana, Roma) y Teología (Colegium Teresianum, Roma). Su libro Límite Oeste inició la colección de narrativas de ediciones Peak-a-Boo. Sus cuentos han sido publicados en la Revista Ñ, en la página de la fundación TEM, en la revista Kundra y en el sitio de internet “Muchos días felices”; también han sido leídos por la poeta Diana Bellessi en el blog de Patricia Kolesnicov. Su segundo libro está en preparación.

SERGIO S. OLGUÍN nació en Buenos Aires en 1967. Estudió Letras en la universidad de esa ciudad y trabaja como periodista desde 1984. Fundó la revista V de Vian, y fue cofundador y el primer director de la revista de cine El Amante. Ha colaborado en los diarios Página/12, La Nación y El País (Montevideo). Es jefe de redacción de la revista Lamujerdemivida y responsable de cultura de la revista El Guardián. Editó, entre otras, las antologías Los mejores cuentos argentinos, La selección argentina, Cross a la mandíbula y Escritos con sangre. Publicó el libro de cuentos Las griegas, las

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novelas Lanus y Filo, traducidas al alemán, al francés y al italiano. Su libro Oscura monótona sangre mereció el V Premio Tusquets Editores de Novela. Su última novela La fragilidad de los cuerpos.

RICARDO COLER nació en Buenos Aires en 1956. Es médico, fotógrafo y periodista. Publicó, entre otras obras, El reino de las mujeres (2005), Ser una diosa (2006), Eterna juventud (2008) y Felicidad obligatoria (2010). Sus libros han sido editados en Uruguay, Chile, Brasil, Perú, Estados Unidos, México, Portugal, España, Alemania, Austria, Suiza y Turquía. En Alemania, El reino de las mujeres figuró varias semanas en la lista de bestsellers.Es fundador y director de la revista cultural Lamujerdemivida.

ALEJANDRA LAURENCICH nació en Buenos Aires en 1963. Es narradora, docente y egresada de Bellas Artes. Es autora de la novela Vete de mí (2009), que en el año 2011 fue traducida al esloveno, y de los libros de cuentos Coronadas de Gloria (3° premio del Fondo Nacional de las Artes), Historias de mujeres oscuras (por el que obtuvo el 2° Premio Municipal) y Lo que dicen cuando callan (Alfaguara, 2013).Muchos de sus relatos fueron traducidos al alemán, al esloveno y al inglés, y elegidos como material de estudio en distintas universidades del país y del exterior. Es la fundadora y directora editorial de la revista literaria La Balandra –otra narrativa–. Desde hace más de veinte años enseña el oficio de escribir a autores nuevos.

MATEO NIRO nació en San Martín, Buenos Aires, en 1972. Es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde dicta clases de semiología desde 1998. Fue docente de talleres literarios y de varios cursos de literatura en distintas instituciones. Entre otros trabajos, fue coordinador de centros culturales públicos de la Ciudad de Buenos Aires y subsecretario de cultura y educación de la Municipalidad de San Martín. Actualmente es coordinador del programa Bibliotecas para Armar del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. También compila un archivo de cartas en papel de personas comunes que, según

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él, atesoran la historia de la vida cotidiana. Como escritor, se dedicó fundamentalmente a la producción de artículos técnicos de semiología y literatura. El contratiempo de Monra es su primera novela.

VIRGINIA COSIN nació en Venezuela, en 1973, pero es argentina por adopción. Publicó la novela Partida de nacimiento en editorial Entropía. Cuentos suyos han aparecido en diversas antologías y revistas. Trabaja como guionista y coordina talleres de escritura. Colabora frecuentemente con distintas publicaciones nacionales. Entre otras, Revista de Cultura Ñ (del diario Clarín), el suplemento “Radar” (de Página/12) y las revistas Brando y Otra Parte.

PATRICIA KOLESNICOV nació en Buenos Aires en 1965. Es escritora y periodista. Ha trabajado para numerosas revistas y medios culturales, como Vivir, Latido, Sex Humor, El Porteño y El Cronista. En 1992 empezó a colaborar en el diario Clarín, donde se desempeña como editora de la sección Cultura. Condujo el programa de radio “Solapa”, y el de televisión “Buenos Aires Rayos X”, del canal Ciudad Abierta. Publicó los libros Biografía de mi cáncer y No es amor.

SONIA BUDASSI nació en Bahía Blanca en 1978. Es periodista y escritora. Publicó los libros Los domingos son para dormir (Entropía), Mujeres de Dios (Sudamericana), Periodismo (17 grises) y Apache. En busca de Carlos Tévez (Tamarisco). Mantiene editorial Tamarisco, es docente en el postgrado Especialización en Periodismo Cultural de la Universidad Nacional de La Plata y colabora habitualmente con suplementos y revistas culturales. Formó parte de las antologías Buenos Aires, Escala 1:1 (Entropía, 2007), Uno a Uno (Mondadori, 2008), Un grito de corazón (Mondadori, 2009) y Autogol (Funesiana, 2009).

ARIEL MAGNUS nació en Buenos Aires, en 1975. Publicó Sandra (2005), La abuela (2006), Un chino en bicicleta (2007, Premio de Novela la otra orilla y traducida a varios idiomas), Muñecas (2008 Premio Iberoamericano de Novela Breve Juan de Castellanos), Cartas a mi vecina de arriba (2009), Ganar es de perdedores (2010), El hombre sentado (2010) y La

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cuadratura de la redondez (2011). Trabaja de periodista cultural y traductor literario del alemán.

DANIEL FLICHTENTREI es médico cardiólogo con más de treinta años de experiencia en clínica médica hospitalaria y consultorio. También es docente superior universitario. Se desempeña como director editorial de IntraMed, la red virtual de salud más grande en español, de la cual es editor médico y responsable de sus secciones de arte y cultura para Latinoamérica. Creó y dirige la colección de libros Puentes Colgantes, de editorial Libros del Zorzal, donde ha editado títulos como A la escucha del cuerpo, de Ivonne Bordelois, No dieta, de Mónica Katz y Somos nuestra memoria, de Iván Izquierdo.

JUAN NADALINI nació en Buenos Aires en 1972. Es editor. Es uno de los cofundadores de Entropía, editorial dedicada especialmente a difusión de la nueva literatura argentina. Colabora también con distintas editoriales de la Argentina.

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Índice

Prólogo - Dr. Francisco Maglio / Dr. Ignacio Maglio

Prefacio - Dr. Daniel Flichtentrei

Palabras preliminares - Dinah Magnante

La agonía de Marcelo D. - Esther Cross

El cielo de las tortugas - Diego Muzzio

La vida de mi madre - Ángela Pradelli

Mi pequeña - Ana Cerri

Crónica de una decisión - Sergio Olguín

Antonio y Víctor - Ricardo Coler

El sueño inalcanzable - Alejandra Laurencich

El mar - Mateo Niro

Un beso de Dios en la frente - Virginia Cosin

Arrorró - Patricia Kolesnicov

El perro te mide pero vos tenés quemostrarle quién es la autoridad - Sonia Budassi

Lo último que se pierde - Ariel Magnus

Paracelso - Ana Cerri

Cama 460 - Daniel Flichtentrei

Apéndice

Notas sobre los escritores

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33

65

83

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Agradecimientos

Las siguientes personas nos confiaron lo mejor que tenían,sus recuerdos y sus historias de vida.

Pbro. Cristian Ramírez

Dra. Karina Gomez

Dra. Cecilia Pereyra

Dr. Ernesto Gil Deza

Dr. Ignacio Previgliano

Dra. Rut Kiman

Dr. Santiago Repetto

Noemí Geymonat

Adriana Diez

Andrea Diez

Dr. Ignacio Maglio

Dinah Magnante

Dr. Enrique Pianzola

Lic. María Marta Re

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