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Revista destiempos N°43

209 Febrero-Marzo 2015 ISSN: 2007-7483

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www.revistadestiempos.com

PESTAÑAS DE CRISTAL Javier Martínez Villarroya

Los dos ojos la miraban negros y bisojos, la seguían atentos allá donde

fuera, como las moscas pegajosas que con sus diminutas patas dibujan

caminos en las pieles sin ropa del verano. Artemis se miraba circunspecta

en el espejo. Atentamente las bolas negras la espiaban desde el otro lado,

le devolvían la mirada, la intimidaban transparentes y vacuas, la

sonrojaban sin colores en una red cristalina e invisible. En el bronce opaco

de Micenas las vírgenes eran todas hermosas, pensaba, en el pavés

bárbaro del torácico Ares, Afrodita era la diosa más bella, en los

beligerantes escudos domesticados del pasado, los discretos lunares,

macas y desaciertos de la naturaleza oscuros se esfumaban. Temblaban

la adolescente y su confianza frente al agua solidificada. Se sonreía ella,

pero el espejo respondía a destiempo, como el agua, con el suficiente

retraso como para que Artemis se diera cuenta. Artemis lo acusó de falso,

de mentiroso, a ese cuadro muerto que tan vivamente quería retratarla. Ese

espejo, vidrio de iris cuadrado y pesadas legañas, andaba dormido. El

espejo tardíamente reflejaba a Artemis, como un hombre que trata de

disimular las vergüenzas de su mujer con amables palabras, pero con una

lentitud mentirosa y reveladora. Los ademanes lentos delatan, la verdad no

conoce mediadores, la verdad es inmediata.

La muchacha se acariciaba la mandíbula, era fuerte, de rottweiler,

de muchacho rudo, de hierro acartonado. Un novio que muerda con más

fuerza que yo, eso necesito, se dijo, y se tapó el titanio de la cara con un

ademán impreciso.

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Artemis siempre creyó que tenía algo que ninguna otra persona

tenía, una capacidad de control sobre los otros, una fuerza preparada para

someter a cualquiera. Podía hacer que su padre le perdonara la comida,

que su hermano le diese la paga dominical o las paletas, o que su prima,

Lupita, le prestara sus calzones más antojadizos. En eso consistía su

poder, en apaciguar o ensalzar emociones, en encauzar o desbordar

sentimientos. Esa era la puerta que abría cuando quería algo y no lo

lograba de forma ordinaria. Pero su poder se le había agotado. Había

muerto, abotargado.

Le gustaban sus ojos de ébano y su cintura estrecha, sus nalgas

prietas y sus suaves pasos, sus dedos finos y sus labios morados, pero

aquel nuevo busto y esa cadera, aquel nuevo busto y esa cadera la

descontrolaban. Había deseado más senos, había deseado más curvas,

porque, al mirar su verde cuerpo armónico en los espejos, ansiaba menos

disimulo y elegancia, y más desparpajo y desenvoltura, más roja naturaleza

de mujer. Pero ahora, esos círculos nacidos apenas dos días atrás la

descuadraban.

Pegó la nariz contra la del espejo, sus ojos se volvieron el espejo

del espejo, el infinito atrapado en un cuadro sin fondo, una puerta de cristal

que daba a otra puerta y a otra y a otra. Luego, en ese revoltijo de puertas,

iris, ventanas y espejos, Artemis sacó la lengua, la aproximó al vidrio lento,

observó el vaho y sus nubes y, entonces, como había hecho muchas otras

veces antes, se besó. Es extraño besarse a uno mismo, un beso frío,

muerto, en dos dimensiones, pero la muchacha repitió la acción, y cual

Narciso volvió a besarse, le gustaba verse con los morros apretujados y la

lengua fuera entre aquella bruma vaporosa, y observar las moscas que

aleteaban en la ventana, sus pestañas, perseguidas por el ruido de

mariposas que enredaban en el espejo.

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“¡Artemis, limpia el patio!” —le había gritado su madre un par de

días antes desde la cocina, el día fatídico que se quedó sin poderes—. Con

su madre nunca le habían funcionado. Artemis podía manejar al padre, al

hermano, a Lupita, a todos, pero no a la madre. Nunca lo habían hablado,

pero no lo necesitaban, ambas lo sabían, que hay palabras que no tienen

fuerza, y fuerzas que funcionan sin palabras. ¿Para qué hablar, si las dos

sabían que cuando lo hacían pocas veces se decían algo, y cuando se

decían algo casi nunca lo hacían con palabras? “¿Me has oído?” —insistió

la madre—.

Artemis obedeció a su madre y se puso a limpiar el suelo del patio

y a regar las plantas verdes, eso fue lo que sucedió hacía un par de ayeres.

Un rato después llegó su primo. El primo clavó los ojos fugaces en las

piernas mojadas, en la falda sonrosada, en el talle desgarbado, y la

muchacha notó, en ese preciso momento, que los senos y las piernas

engreídas le crecían. El rosario susurró un secreto en el patio, el

aguacatero se irguió en la sombra soleada, la menta soltó aromas de chicle

y mojito, y el celoso rosario, en aquella algarabía, le clavó los dientes a

esta Artemis despistada. Tres gotas de sangre saltaron de su dedo rumbo

a la fría y blanca gravedad del suelo. El primo se le acercó tan cerca que

la encarceló, y ella, cual corcel cercado, se removió en la esquina que

parecía ceder a la curvatura de la sonrisa entre temerosa y excitada de la

muchacha. De un salto la sorpresa le irisó los cachetes, olía a sudor, a

promesa de beso púber, a hombre ajeno, a primo, a quijada tensa, a

mordisco, y los infinitos de los ojos se multiplicaron en ese instante de

pensamientos revueltos, pero ya no era el espejo el que multiplicaba, sino

el primo, sus ojos, y sus intenciones tan sedientas como mojadas. Artemis

se revolvía entre convencida e indecisa en esa esquina, entre deseosa y

repelente, sufriendo sus carnes inquietud y zozobra, sobre todo porque su

espíritu en ese mismo instante presintió atónito que su don inigualable, que

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su capacidad para controlar a los otros, que la magia que la había protegido

durante toda su infancia, se le escapaba.

La indecisa lucha, la belicosa duda o la pavorosa revelación, qué

más da, volcó súbita la cubeta con que la muchacha lavaba, un estruendo

inundó el patio, se esfumó el momento como un pájaro espantado y el

primo brincó lejos de su presa como lo habría hecho un gato asustado. La

madre salió al patio y preguntó qué pasaba, aunque no precisaba

respuesta, pues estaba todo escrito en el agua desparramada.

Artemis rememoraba en el baño el episodio, perseveraba en su

diálogo con el oráculo, en la pesquisa metafísica que le llevaba a

preguntarle al viejo espejo por ese don excarcelado, por ese poder

anhelado, porque la muchacha se intuía ya huérfana de su innata magia.

¿Qué paso, niña, con tu poder, don, fuerza y soberanía? ¿Acaso ese beso

ahogado e incestuoso te lo ha robado? ¿Acaso el barreño estaba

encantado?

En la penumbra de la acuosa guarida, la apremiante certeza pronto

la deslumbró, y Artemis salió entonces compungida del cuarto de baño, oyó

un claxon despistado, la luz del día le dañó los ojos lagrimados, y ella,

mujer nueva, buscó en el patio el olor de la menta, pensando que

respirándolo quizás pudiera recuperar el don recién abandonado, la fuerza

que como a un muerto se le había escapado, aquella facultad mágica y

aniñada. Ese beso escasamente consumado la desterraba del pasado. Eso

es lo que la madre había visto en las aguas desparramadas del patio: que

la inigualable magia de la niña Artemis se había esfumado, que ya nunca

más jugaría a dominar a su padre, a su prima o a su hermano, pues con su

cuerpo desbordado no le quedarían fuerzas más que para luchar por

conservar algo, por nimio que fuera, de su prodigioso y ya anhelado don

pasado. Por conservar, aunque fuera mínimo, un salvador control sobre

sus emociones, sentimientos y, en fin, sobre su despechado hado.