Polos opuestos

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Nora Roberts

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Nora Roberts

Polos opuestos

Traducción deSergio Lledó

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A mi madre:gracias por animarmea contar esta historia

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15 de agosto. Otro más de unasucesión de días de sudor y cieloscaliginosos. No había cúmulos denubes ni brisas suaves, solo una capade humedad tan espesa que casi sepodía nadar en ella. Los partesmeteorológicos de las seis y las onceanunciaron consternados que la cosa

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no quedaría ahí. La ola de caloravanzaba imparable hacia su segundasemana y se convertía en la noticiaestrella de la ciudad de WashingtonD.C., sumida en el letargo deaquellos interminables últimos díasdel verano.

El Senado estaba de vacacioneshasta septiembre, así que CapitolHill se movía a paso lento. Elpresidente se relajaba en CampDavid antes de su aclamada visita aEuropa. Sin los vaivenes diarios dela política, Washington setransformaba en una ciudad de

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turistas y vendedores ambulantes. Alotro lado del Smithsonian un mimoactuaba ante una multitud que sehabía detenido allí, más por darse unrespiro que por apreciar su arte. Losdelicados vestidos de verano semarchitaban mientras los niñoslloriqueaban pidiendo helados.

Jóvenes y mayores acudían alparque de Rock Creek paraprotegerse del calor al amparo de lasombra, o dándose un baño. La gentebebía litros y litros de agua y derefrescos; también cerveza y vino,pero con mayor discreción. Las

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botellas desaparecíanmisteriosamente cuando pasaba lapolicía del parque. La gente seenjugaba el sudor y achicharrabasalchichas en sus picnics obarbacoas mientras miraba a bebésen pañales gatear sobre la hierba.Las madres gritaban a sus hijos quese alejaran del agua, que no corrierancerca de la carretera, que tirasen elpalo o la piedra que acababan decoger del suelo. Como de costumbre,la música de las radios portátilessonaba a un volumen alto ydesafiante: los locutores hablaban de

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temas candentes y anunciabantemperaturas cercanas a los cuarentagrados.

Entre las rocas del riachuelo secongregaban pequeños grupos deestudiantes que discutían sobre eldevenir del mundo, mientras otros,más interesados en el devenir de subronceado, permanecían tumbadossobre la hierba. Los que disponían detiempo y dinero para la gasolinahabían huido a la playa o lasmontañas.

Algunos universitarios teníanenergía incluso para jugar al frisbee,

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y los hombres, desnudos de cinturapara arriba, mostraban un morenoimpecable en sus torsos. Una joven yhermosa artista pasaba el tiempodibujando sentada al pie de un árbol.Uno de los chicos, cansado deintentar sin éxito que se fijara en esosbíceps que había trabajado duranteseis meses, optó por derroteros másobvios. El frisbee cayó con un ruidosordo sobre el cuaderno de la chica,y cuando esta alzó la vista confastidio, el joven se acercó hasta ellacorriendo. Sonrió a modo dedisculpa, con la intención de

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encandilarla, o al menos esoesperaba.

—Lo siento. Se me ha escapado.La artista se apartó el pelo de la

cara y le tendió el frisbee.—No pasa nada.Volvió a su dibujo sin tan siquiera

dirigirle una mirada.Pero si algo tienen los jóvenes es

empeño. Se agachó junto a ella ymiró su dibujo. No tenía ni la másremota idea sobre arte, pero dealguna forma tenía que seducirla.

—Eh, ese dibujo es muy bueno.¿Dónde estudias?

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La chica reconoció la táctica yempezó a pensar cómo quitárselo deencima, pero lo miró el tiemposuficiente para apreciar su sonrisa.Tal vez fuera poco sutil, pero debíareconocer que era mono.

—Georgetown.—¿En serio? Yo también. Hago el

curso de introducción al derecho.Su compañero se impacientó y lo

llamó desde el otro lado.—¡Rod! ¿Vamos a por esa birra o

qué?—¿Vienes mucho por aquí? —

preguntó Rod, ignorando a su amigo.

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Nunca había visto unos ojoscastaños tan grandes como los de esaartista.

—De vez en cuando.—¡Rod, venga ya! Vamos a tomar

esa cerveza.Rod miró a su sudoroso amigo

entrado en carnes, y después volvióla vista a los fríos ojos castaños dela artista. Ni punto de comparación.

—¡Luego nos vemos, Pete! —gritó, y lanzó el frisbee a lo alto, casisin mirar.

—¿Has terminado de jugar? —preguntó la artista al observar la

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trayectoria.El joven sonrió y le tocó las

puntas del pelo.—Depende.Pete maldijo y salió en busca del

disco. Acababa de pagar seis pavospor él. Esquivó a un perro con el queestuvo a punto de tropezar y bajó unacuesta a trompicones, esperando queno cayera al río, porque las sandaliasde cuero le habían costado muchomás. Soltó un taco al ver que elfrisbee se dirigía hacia el agua, peroal final dio en un árbol y acabóperdiéndose entre los arbustos. Pete

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apartó las ramas y se abrió camino,sudando a chorros y pensando en laMoosehead bien fría que le esperaba.

El corazón se le detuvo un instantey después bombeó toda la sangredirectamente a su cabeza. No le diotiempo a recobrar el aliento paragritar. Echó todo el almuerzo: unpaquete de Fritos y dos perritoscalientes. El frisbee había caído amenos de un metro del agua. Allídescansaba, nuevo, rojo yresplandeciente, encima de una manoblanca y fría que parecía quererdevolvérselo.

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Se trataba de Carla Johnson, unaestudiante de teatro de veintitrésaños, camarera a tiempo parcial. Lahabían estrangulado unas doce oquince horas antes con un amito desacerdote. Blanco, con los bordesdorados.

El detective Ben Paris acabó elinforme del homicidio de Johnson yse derrumbó sobre su escritorio.Había tecleado los hechos con solodos dedos, al estilo metralleta. Peroseguía teniéndolos en la cabeza. No

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había agresión sexual, ni roboaparente. El bolso había aparecidobajo el cuerpo, y contenía veintitrésdólares con setenta y seis centavos yuna MasterCard. Su dedo todavíaconservaba un anillo de ópalo quepodría haberse empeñado por unoscincuenta dólares. No había móvildel crimen ni sospechosos. Nada.

Ben y su compañero habíanpasado la tarde hablando con losfamiliares de la víctima. Pensó en lodesagradable que resultaba aquello.Necesario, pero desagradable. Todoshabían dado las mismas respuestas.

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Carla quería ser actriz. Los estudioseran su vida. Había salido conchicos, pero nada serio; se dedicabaen cuerpo y alma a una ambición quejamás lograría alcanzar.

Ben repasó de nuevo el informe yse detuvo unos instantes en el armadel crimen. El amito del sacerdote.Junto a él habían encontrado unanota. Hacía unas horas que la habíaleído, arrodillado junto a la víctima:«Sus pecados han sido perdonados».

Amén, murmuró Ben antes deexhalar un hondo suspiro.

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Aquella noche de mediados deseptiembre Barbara Clayton cruzópor el césped de la catedral deWashington a la una de lamadrugada. Hacía una brisa cálida ylas estrellas refulgían, pero ella noestaba de humor para disfrutarlo. Ibamaldiciendo en voz baja mientrascaminaba. Una estrella fugaz pasódejando una estela brillante en elcielo y ni tan siquiera se percató.

Como tampoco lo hizo el hombreque la vigilaba. Había estadoesperándola. ¿No le habían dicho que

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permaneciera atento? ¿No estaba apunto de reventarle la cabeza por lapresión de la Voz, incluso a pesar deatenderla? Era el elegido parasoportar tanto esa carga como sugloria.

Dominus vobiscum, murmurómientras apretaba fuertemente lablanca y suave tela del amito desacerdote.

Y en cuanto acabó con sucometido sintió el cálido torrente depoder que salía de sus entrañas. Susangre bullía. Estaba limpio. Ytambién ella lo estaba. Le pasó el

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pulgar despacio y con delicadeza porla frente, los labios y el corazón,haciendo la señal de la cruz. Le diola absolución, pero apresuradamente.La Voz le había advertido quemuchos no comprenderían la purezade sus obras. Abandonó el cuerpo dela mujer entre las sombras y se pusoen camino con los ojos velados porlágrimas de gozo y locura.

—Los periodistas se nos están

echando encima con este caso —dijoel comisario Harris dando un golpe

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sobre el periódico que había abiertoencima del escritorio—. Toda lamaldita ciudad está aterrada. Cuandome entere de quién ha estadofiltrando noticias del caso del cura ala prensa...

El comisario dejó en suspenso ladiatriba y se controló. Normalmentenunca estaba tan cerca de perder lospapeles. Se dijo que aunqueestuviera en un despacho seguíasiendo un policía, uno de losmejores. Y un buen policía nuncaperdía el control. Dobló el periódicopara ganar tiempo y repasó con la

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mirada al resto de los agentes quehabía en la sala. Varios de losmejores, admitió Harris. No habríapermitido que fuera de otro modo.

Ben Paris jugueteaba con unpisapapeles Lucite apoyado en unaesquina del escritorio. Lo conocía losuficiente para saber que le gustabatener algo en las manos mientraspensaba. Joven, reflexionó Harris,pero curtido, tras diez años en elcuerpo. Un policía serio, aunque sesaltara a veces el reglamento. Susdos menciones al valor estaban másque merecidas. En los momentos de

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tranquilidad incluso le divertía verlocomo la versión que haría unguionista de Hollywood de unpolicía secreta: rasgos marcados,complexión fuerte, moreno, fibroso.Se apartaba de la norma con sucabello demasiado largo yabundante, si bien se lo cortaba enuna de esas pequeñas peluquerías demoda de Georgetown. Tenía unosojos verdes claros que no pasabanpor alto ningún detalle deimportancia.

Ed Jackson, el compañero de Ben,estaba sentado en una silla con sus

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enormes piernas extendidas. Sus casidos metros de altura y más de cienkilos de peso eran suficientes paraintimidar a un sospechoso. Tal vezpor capricho, o quizá por moda,llevaba una barba tupida, tan rojizacomo su rizada melena. Sus ojos eranazules y de mirada amable. Unhombre capaz de acertar al águila deuna moneda de cuarto de dólar con elarma reglamentaria de la policía.

Harris apartó el periódico, perono se sentó.

—¿Qué tenemos?Ben se pasó el pisapapeles de una

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mano a otra antes de soltarlo.—Aparte de la complexión y del

color de piel, no hay nada quevincule a las dos víctimas. No teníanamigos en común, ni frecuentaban losmismos sitios. Ya ha visto el informede Carla Johnson. Barbara Claytontrabajaba en una tienda de ropa,estaba divorciada y no tenía hijos. Sufamilia es de clase obrera y vive enMaryland. Hasta hace tres mesessalía en serio con un chico. Larelación se enfrió y él se mudó a LosÁngeles. Estamos investigándolo,pero parece que está limpio.

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Se llevó la mano al bolsillo parasacar un cigarrillo y vio que sucompañero lo miraba.

—Ese es el sexto —dijo Ed concalma—. Ben está intentando bajardel paquete diario —explicó paradespués seguir él mismo con elinforme—. Clayton pasó la noche enun bar de Wisconsin. Algo así comouna noche de chicas con sucompañera de trabajo. Su amiga diceque se fue alrededor de la una.Encontraron su coche averiado a unpar de manzanas del lugar de loshechos. Por lo que parece, tenía

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problemas con la transmisión y elladecidió seguir a pie. Su apartamentoestá a menos de un kilómetro de allí.

—Lo único que las victimas teníanen común es que eran mujeres, rubiasy blancas. —Ben aspiró el humo confuerza, dejó que llenara sus pulmonesy exhaló—. Y ahora, que estánmuertas.

En su jurisdicción, pensó Harris,tomándoselo como algo personal.

—El arma del crimen, el pañuelodel cura.

—Amito —apuntó Ben—. Noparecía muy difícil de rastrear.

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Nuestro hombre usa el de mejorcalidad: seda.

—No lo compró en la ciudad —continuó Ed—. Al menos no duranteel pasado año. Hemos revisado todaslas tiendas de efectos religiosos ytodas las iglesias. Sabemos que haytres tiendas en Nueva Inglaterra quevenden amitos de ese tipo.

—Las notas estaban escritas enpapel corriente del que venden encualquier baratillo —añadió Ben—.No hay manera de seguirles la pista.

—Dicho de otra forma: no tenéisnada.

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—Dicho de cualquier forma —repuso Ben, aspirando una nuevabocanada de humo—: no tenemosnada.

Harris observó a sus hombres ensilencio. Tal vez le habría gustadoque Ben llevara corbata, o que Ed serecortara un poco la barba, pero esoera una cuestión personal. Se tratabade sus mejores hombres. Paris, consu atractivo despreocupado y suaparente pasotismo, tenía la intuiciónde un zorro y una inteligenciapenetrante como la hoja de uncuchillo. Jackson era tan meticuloso

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y eficiente como una institutrizsolterona. Se tomaba los casos comoun rompecabezas, y nunca se cansabade dar vueltas a las piezas.

Harris aspiró un poco de humo delcigarrillo de Ben y se recordó quehabía dejado de fumar por su propiobien.

—Volved y hablad de nuevo contodos ellos. Quiero un informe sobreel ex novio de Clayton y la lista declientes de las tiendas de efectosreligiosos. —Harris miró elperiódico una vez más—. Quieroatrapar a ese tipo.

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—El Sacerdote —murmuró Ben altiempo que echaba un vistazo altitular—. A la prensa le encantaponer nombres a los psicópatas.

—Y que aparezcan en portada —añadió Harris—. Saquémoslo de lostitulares y metámoslo entre rejas.

La doctora Teresa Court bebía elcafé mientras ojeaba el Post,aturdida tras una larga noche depapeleo. Ya había pasado unasemana completa desde el segundoasesinato y el Sacerdote, como la

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prensa lo llamaba, seguía suelto.Leer lo que decían de él no era lamejor manera de empezar el día,pero le interesaba profesionalmente.Tampoco es que fuera inmune alasesinato de dos mujeres en laplenitud de sus vidas, pero estabaacostumbrada a observar los hechosy diagnosticar. Llevaba toda la vidahaciéndolo.

Su vida laboral era un compendiode problemas, dolor y frustracionesvarias. Para compensarlo, procurabamantener su espacio personalorganizado y simple. Al haberse

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educado con las comodidades queofrecen la riqueza y la cultura, leparecía lo más normal del mundotener un grabado de Matisse en lapared y cristalería Baccarat sobre lamesa. Prefería los pasteles y lostrazos limpios, pero de vez encuando se sentía atraída por algo másdiscordante, como el óleo abstractode líneas enérgicas y coloreschillones que tenía colgado sobre lamesa. Era consciente de quenecesitaba tanto la crudeza como elrefinamiento, y era feliz con ello.Seguir siendo feliz era una de sus

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principales prioridades.El café se le había quedado frío,

así que lo apartó con la mano. Unmomento después hizo lo mismo conel periódico. Le habría gustado sabermás acerca del asesino y de lasvíctimas, conocer todos los detalles.Entonces recordó ese viejo dicho:«Ten cuidado con lo que deseas,porque puede hacerse realidad».Echó un vistazo al reloj y se levantóde la mesa. No había tiempo paracomerse el coco con una noticia delperiódico. Tenía que atender a suspacientes.

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El otoño es la estación en que lasciudades del este de Estados Unidosdisfrutan de su máximo esplendor. Enverano son un horno, y en invierno separalizan y se vuelven sombrías,pero el otoño les confiere ciertadignidad con su explosión decolores.

Eran las dos de la madrugada deuna fría noche de octubre, y BenParis se descubrió completamentedespierto de repente. No merecía lapena preguntarse qué lo había

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despertado y alejado de eseinteresante sueño en el que aparecíantres rubias. Se levantó, se acercódesnudo hasta el armario y palpó enbusca de los cigarrillos. Veintidós,contó para sí.

Encendió uno y dejó que elfamiliar sabor acre colmara su bocaantes de ir a la cocina a preparar uncafé. Encendió únicamente elfluorescente del fogón y aguzó lavista a la caza de cucarachas. No vionada sospechoso colándose entre lasgrietas. Prendió el fuego en que habíapuesto la cafetera y se quedó

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pensando en el buen resultado de laúltima desinsectación. Al coger lataza, tiró varias cartas de hacía unpar de días que todavía no habíaabierto.

A la fría luz de la cocina susfacciones se veían duras, inclusopeligrosas. También es cierto queestaba pensando en un asesinato. Sucuerpo al desnudo, flexible yanguloso, era tan delgado que habríaparecido esquelético sin las sutilescurvas de su musculatura. El café nole quitaría el sueño. Cuando tuvierala cabeza despejada, su cuerpo

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respondería sin vacilar. Lasinterminables noches de vigilanciapolicial lo habían entrenado paraello. Una gata esmirriada de colorceniciento saltó sobre la mesa y sequedó mirándolo mientras fumaba ybebía el café. Cuando se percató deque estaba distraído, la gata dio porperdida su ración de leche nocturna yempezó a asearse.

El caso no había avanzado nadadesde el descubrimiento del primercadáver. Y cualquier atisbo de pistase había esfumado tras las primeraspesquisas. Un callejón sin salida,

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pensó Ben. Cero. Nada.Como cabía esperar, se

produjeron cinco confesiones en unsolo mes. Todas ellas a cargo deperturbados con ansias deprotagonismo. Habían transcurridoveintiséis días desde el segundoasesinato y no tenían nada. Y Bensabía que cada día que pasaba elrastro era más difícil de seguir.Cuando la prensa dejaba de dedicaratención a un caso el personalempezaba a relajarse. No le hacíaninguna gracia. Encendió otrocigarrillo con la colilla del primero y

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pensó en la calma que precede a latempestad. Contempló la fría nocheiluminada por una media luna y sequedó allí, obnubilado.

El Doug’s estaba a unos ochokilómetros del apartamento de Ben.Ya habían apagado las luces delpequeño club, los músicos se habíanmarchado y el suelo estaba fregado.Francie Bowers salió por la puertade atrás y se puso el jersey. Ledolían los pies. Sus dedos parecíanquerer salirse de las playeras

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después de seis horas soportandounos tacones de diez centímetros. Almenos las propinas habían merecidola pena. Una camarera de cocteleríase pasaba todo el tiempo de pie, perosi tenía buenas piernas —y ella lastenía—, las propinas no tardaban enllegar. Se dijo que con un par denoches más como aquella podríapagar la entrada para ese pequeñoVolkswagen. Y se despediría delengorro que suponía el autobús. Nohabía nada que deseara más que esecoche.

Francie sintió una pequeña

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punzada en el empeine. Hizo unamueca de dolor y miró en direcciónal callejón. Le ahorraría casiquinientos metros, pero estabaoscuro. Avanzó un par de pasoshacia la farola hasta que seconvenció. No pensaba caminar ni unpaso más de lo necesario, por másoscuro que estuviera.

Él la había estado esperandodurante un buen rato; estaba segurode que ella aparecería. La Voz lehabía anunciado la llegada de una delas descarriadas. Se dirigía hacia éla toda prisa, como si no pudiera

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esperar más para recibir lasalvación. Hacía días que rezaba porella, por la purificación de su alma.Tenía el momento del perdón casi alalcance de la mano. Él no era másque un instrumento.

Empezó a sentir una presión en lacabeza que pronto se extendió alresto del cuerpo. Le parecióhenchirse de poder. Rezó escondidoentre las sombras hasta que la chicapasó ante él. Actuó con rapidez, yaque era misericordioso. Francie solotuvo un instante de sobresalto antesde que él le apretara el amito

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fuertemente alrededor del cuello.Dejó escapar un hilillo de vozlíquido al quedarse sin aire.Después, el terror se apoderó de ellay soltó el bolso de lona paraaferrarse a la tela con ambas manos.

A veces su poder eraextraordinario y podía soltarlas conrapidez. Sin embargo, el mal quehabitaba en aquella mujer suponía undesafío. La chica se agarraba a laseda y tiraba de sus guantes conmucha fuerza. Al ver que oponíaresistencia la levantó a pulso, peroella continuó forcejeando. Uno de sus

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pies alcanzó una lata y la hizo rodarpor el suelo. El sonido retumbó en sucabeza hasta que estuvo a punto degritar para silenciarlo.

Luego el cuerpo de la mujer quedóexánime y el viento de otoño secó laslágrimas que brotaron de sus ojos.Reposó su cuerpo con cuidado sobreel asfalto y le dio la absolución en laantigua lengua. Dejó una notaenganchada a su jersey y la bendijo.

Ahora ella estaba en paz. Ytambién él, al menos por el momento.

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—No hace falta que nos matemospor el camino —dijo Ed con vozserena al ver que Ben cogía la curvaa ochenta por hora con el Mustang—.La chica ya está muerta.

Ben puso segunda y tomó lasiguiente calle a la derecha.

—Fuiste tú quien destrozó elúltimo coche. Mi último coche —añadió sin mala intención—. Solotenía ciento veinte mil kilómetros.

—Aquello era una persecución atoda velocidad —masculló Ed. ElMustang se tambaleó al pasar por unbache, y Ben recordó su intención de

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revisar la suspensión—. Y no nosmatamos.

—Contusiones y magulladuras —repuso él, saltándose un semáforo enámbar y metiendo la tercera marcha—. Contusiones y magulladurasmúltiples.

Ed sonrió al recordarlo.—Pero los cogimos, ¿no?—Estaban inconscientes. —Ben

frenó en seco junto a la acera y semetió las llaves en el bolsillo—. Ytuvieron que ponerme cinco puntosen el brazo.

—Quejas, quejas y más quejas.

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Ed salió del coche bostezando y sequedó de pie en medio de la acera.

Apenas había amanecido y hacíatanto frío que sacaban vaho por laboca, pero ya había gente congregadaalrededor de la escena. Ben se ajustóel cuello de la chaqueta con unasganas enormes de tomarse un café yse abrió paso entre los curiosos parallegar hasta el cordón policial delcallejón.

—Qué ruin.Ben saludó al fotógrafo de la

policía con la cabeza y echó unvistazo a la víctima número tres.

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Según sus cálculos, tendría entreveintiséis y veintiocho años. Llevabaun jersey de poliéster barato y lassuelas de sus playeras estaban tangastadas que no se veía el dibujo. Desus orejas colgaban unos pendientesbañados en oro. El maquillaje bajoel que se ocultaba su rostro noconcordaba con el jersey de grandesalmacenes y los pantalones de pana.

Ben encendió el segundo cigarrillodel día y escuchó el resumen delpolicía de uniforme que loacompañaba.

—Un vagabundo la encontró. Lo

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hemos metido en un coche patrullahasta que se le pase la borrachera. Alparecer estaba rebuscando en lasbasuras cuando la vio. Saliócorriendo del callejón cagado demiedo y por poco no se mete debajode mi coche.

Ben asintió mientras contemplabala perfecta caligrafía de la notaenganchada al pecho del cadáver.Sintió una furia y una frustración tanarrebatadoras que cuando empezó aaceptarlo apenas si pudo darsecuenta. Se agachó y recogió eldesmesurado bolso de lona que la

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chica había tirado al suelo. Unpuñado de billetes de autobúsemergía de él.

Tenía un largo día por delante.

Seis horas más tarde llegaron a lacomisaría. El departamento deHomicidios no tenía el sórdidoatractivo de Antivicio, pero estabacasi tan limpio y ordenado como unacomisaría de barrio residencial.Hacía dos años que lo habían pintadode un color que Ben calificó comobeige de apartamento. Las baldosas

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del suelo sudaban en verano ymantenían el frío en invierno. Pormás que los bedeles se esmerasencon el ambientador de pino y pasaranel paño, las salas seguían oliendo ahumo estancado, filtros de café ysudor diario. Es cierto que habíanhecho un bote y encargado a uno delos detectives que comprase plantaspara poner en los antepechos de lasventanas. No habían muerto, perotampoco florecían.

Ben pasó por delante de unescritorio y saludó al detective LouRoderick, que estaba escribiendo un

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informe. Se trataba de un policía quese tomaba los casos con muchaseriedad, como un contable querevisa los impuestos de su empresa.

—Harris quiere verte —dijo Louconsiguiendo mostrar comprensiónsin levantar la vista del papel—.Acaba de salir de una reunión con elalcalde. Y creo que Lowenstein tieneun mensaje para ti.

—Gracias. —Ben vio queRoderick tenía una barrita deSneakers en el escritorio—. Oye,Lou...

—Ni lo pienses —contestó

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Roderick, siguiendo con su informesin perder el ritmo.

—Menudo compañerismo —murmuró Ben, y fue a ver aLowenstein.

Se quedó pensando en lodiferentes que eran esos dos policías.Ella trabajaba a base de arrebatos,de manera intermitente, y estaba máscómoda en la calle que delante delescritorio. Ben respetaba laprecisión en el trabajo de Lou, perosi tenían que cubrirle las espaldasprefería a Lowenstein, una mujer aquien le resultaba imposible ocultar

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que tenía las mejores piernas delcuerpo de policía, ya fuera de traje ocon vestido. Ben les echó un vistazoantes de sentarse en una esquina desu escritorio. Qué lástima que estécasada, pensó.

Se quedó jugueteando con lospapeles del escritorio mientrasesperaba a que terminara de hablarpor teléfono.

—¿Cómo va eso, Lowenstein?—El triturador de basura de mi

cocina vomita comida y el fontanerome pide trescientos dólares, pero nopasa nada, porque mi marido va a

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arreglarlo. —Puso un folio en lamáquina de escribir—. Así soloacabará costándonos el doble. ¿Y tú,qué tal? —Le dio un manotazo paraevitar que le quitara la lata de Pepsique tenía sobre el escritorio—. ¿Hayalgo nuevo sobre el cura?

—Un cadáver —dijo sin quepareciera afectarle realmente—.¿Has ido alguna vez a Doug’s, esesitio que hay junto al canal?

—No tengo una vida social tanajetreada como la tuya, Paris.

Ben resopló y cogió la enormetaza que hacía de lapicero.

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—Trabajaba de camarera en unacoctelería. Veintisiete años.

—No dejes que te afecte. No sirvede nada —murmuró Lowenstein, quele pasó la Pepsi al ver la cara queponía. Un asesinato siempre acababaafectando—. Harris quiere veros aEd y a ti.

—Sí, ya lo sé. —Le dio un largotrago, dejando que la cafeína y elazúcar se mezclaran en su cuerpo—.¿No te han dejado un mensaje paramí?

—Ah, sí. —Puso una sonrisasocarrona y rebuscó entre sus

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papeles hasta que encontró la nota—.Te ha llamado Bunny. —Al ver queno reaccionaba ante el tono agudo yaterciopelado de su voz lo miróalzando una ceja y le dio la nota—.Quería saber a qué hora la recogerás.Parecía toda una monada, Paris.

Ben se metió la nota en el bolsilloy sonrió.

—Es toda una monada,Lowenstein, pero la dejaría almomento si quisieras ponerle loscuernos a tu marido.

Lowenstein vio que se iba sindevolverle la lata, rió y siguió con la

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redacción del informe.—Han puesto mi piso en venta. —

Ed colgó el teléfono y echó acaminar junto a Ben hasta eldespacho de Harris—. Cincuenta mildólares. Por Dios bendito.

—Las cañerías están mal. —Benbebió el resto de la Pepsi y la tiró auna papelera.

—Sí. ¿Hay algún piso libre en tubloque?

—El que sale de allí lo hace conlos pies por delante.

A través del grueso cristal de sudespacho se veía al comisario Harris

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hablar por teléfono. Se conservababien para ser un hombre de cincuentay siete años que había pasado losúltimos diez detrás de un escritorio.Su fuerza de voluntad le obligaba acorrer para engordar. Su primermatrimonio había sucumbido porculpa del trabajo; el segundo porculpa de la bebida. Ahora Harris sehabía desembarazado de sus mujeresy del alcohol y se dedicabaexclusivamente al trabajo. No todoslos policías de su comisaría le teníanaprecio, pero sí lo respetaban. AHarris le gustaba que fuera así. Alzó

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la vista y les hizo señas para queentraran.

—Quiero los informes dellaboratorio antes de las cinco.Quiero saber de dónde ha salidohasta la última pelusa de ese jersey.Haced vuestro trabajo. Y dadme algocon lo que yo pueda hacer el mío. —Colgó el teléfono, se volvió hacia lacafetera y se sirvió un poco de café.Habían pasado cinco años y todavíadeseaba que fuera whisky—.Contadme algo de Francie Bowers.

—Llevaba trabajando casi un añoen Doug’s. Vino a la ciudad de

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Washington desde Virginia ennoviembre. Vivía sola en unapartamento de la zona noroeste. —Ed cambió el pie de apoyo y repasósus notas—. Se casó dos veces yninguno de ambos matrimonios durómás de un año. Estamos investigandoa sus dos ex. Trabajaba por la nochey dormía durante el día, así que losvecinos no sabían mucho de ella.Salía del trabajo a la una de lamadrugada. Parece que atajó por elcallejón para llegar a la parada deautobús. No tenía coche.

—Nadie oyó nada —añadió Ben

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—. Ni vio nada.—Preguntad de nuevo —dijo

Harris simplemente—. Yencontradme a alguien que oyera oviera algo. ¿Algún dato más acercade la número uno?

Ben se metió las manos en losbolsillos, disgustado con la idea deque se nombrara a las víctimas por elnúmero.

—El novio de Carla Johnson estáen Los Ángeles. Tiene un papelsecundario en un culebrón. Estálimpio. Parece ser que la chica tuvouna discusión con uno de los

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estudiantes el día antes de que lamataran. Los testigos dicen que lacosa se puso muy caliente.

—El chico lo admitió —continuóEd—. Habían salido un par de vecesy ella no quería verlo más.

—¿Coartada?—Dice que se emborrachó y se

enrolló con una estudiante deprimero. —Ben se sentó en elreposabrazos de una silla,encogiéndose de hombros—. Estánprometidos. Podemos hacerle venirotra vez, pero no creemos que tengaalgo que ver en esto. No hay nada

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que lo relacione con Clayton, ni conBowers. Cuando revisamos suhistorial vimos que era el típicochaval americano de familia bien. Unfiera del atletismo. Pensaría antes enEd como psicópata que en eseuniversitario.

—Gracias, compañero.—Bueno, investigadlo de nuevo de

todas formas. ¿Cómo se llama?—Robert Lawrence Dors. Tiene

un Honda y viste con polos de hilo.—Ben sacó un cigarrillo—.Mocasines blancos sin calcetines.

—Roderick puede traerlo.

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—Un momento...—Voy a asignar un destacamento

especial para este caso —dijo Harrisparándole los pies a Ben ysirviéndose otra taza de café—.Roderick, Lowenstein y Bigsbytrabajarán con vosotros. Quiero queme traigáis a ese tipo antes de quemate a la próxima chica que se lecruce caminando sola por la calle. —El tono de su voz era sereno,razonable y resolutivo—. ¿Tienesalgún problema con eso?

Ben se acercó hasta la ventana ymiró afuera. Era algo personal y ya

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sabía a lo que se avenía.—No, todos queremos cogerlo.—Incluido el alcalde —añadió

Harris con la pizca justa de acritud—. Quiere tener algo positivo quedar a la prensa para finales desemana. Hemos llamado a unapsiquiatra para que nos haga elperfil.

—¿Una loquera? —Ben se dio lavuelta, a punto de echarse a reír—.Venga ya, comisario.

A él tampoco le hacía ningunagracia, así que habló con frialdad.

—La doctora Court ha accedido a

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cooperar con nosotros, a petición delalcalde. No sabemos qué aspectotiene el asesino. Tal vez vaya siendohora de que averigüemos su forma depensar. Llegados a este punto —precisó mirándolos a ambos a losojos—, estoy dispuesto a consultarincluso una bola de cristal, si nos daalguna pista. Volved a las cuatro.

Ben se disponía a añadir algo,pero captó la advertencia que Ed lehacía con la mirada. Salieron sindecir más.

—Tal vez sería mejor llamar a unavidente —murmuró Ben.

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—Qué cerrado eres.—Soy realista.—La mente humana es un misterio

fascinante.—¿Ya has estado leyendo otra

vez?—Y los que saben comprenderla

pueden abrir puertas contra las quelos profanos no hacen más quegolpearse.

Ben suspiró y tiró el cigarrillo alsuelo del aparcamiento mientrassalían de la comisaría.

—Mierda.

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—Mierda —dijo Tess al mirar por

la ventana de su despacho.Había dos cosas que no tenía

ganas de hacer en ese momento. Laprimera era luchar contra el tráficobajo esa lluvia fría y desagradableque empezaba a caer. La segundaverse involucrada en la cadena dehomicidios que asolaba la ciudad.Tendría que enfrentarse a lo primero,porque el alcalde y su abuelo lahabían presionado para que hicieralo segundo.

Ya tenía suficientes casos en la

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cartera. Con un poco de tacto podríahaberse negado a ayudar al alcalde yhacerle ver que lo lamentaba mucho.Pero su abuelo era otra historia.Cuando estaba con él, nunca se sentíacomo la doctora Teresa Court.Después de cinco minutos deconversación, su cuerpo dejaba deser el de una mujer de un metrosesenta con un título universitarioenmarcado en negro a sus espaldas.Volvía a ser esa niña flacucha dedoce años, abrumada por lapersonalidad del hombre a quien másquería en el mundo.

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¿Acaso no era cierto que habíaconseguido ese diploma enmarcadoen negro gracias a él? Gracias a suconfianza, pensó, gracias a su apoyo,a su ilimitada capacidad para creeren ella. ¿Cómo iba a negarse a ponersu talento a su servicio? Porque paramanejar su extensa lista de pacientesnecesitaba al menos diez horasdiarias. Tal vez había llegado elmomento de ser menos obstinada ybuscarse un compañero de trabajo.

Tess echó un vistazo en torno a suconsulta de tonos pasteles, con esasantigüedades y acuarelas que había

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escogido a conciencia. Suyas, sedijo. Todas y cada una. Y entoncesmiró el alto archivador de roble delos años veinte. Estaba hasta lostopes de historiales de pacientes.También esos eran suyos. No, nopensaba trabajar con ningúncompañero. Le faltaba un año paracumplir los treinta. Tenía sus propiasprácticas, su propia consulta y suspropios problemas. Y así eraexactamente como quería quecontinuase.

Sacó del armario su gabardinaforrada de visón y se la enfundó. Y

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sí, por qué no, tal vez ayudara a lapolicía a encontrar a ese hombre quesalía todos los días en los titularesde los periódicos. Podía ayudarlos aencontrarlo y detenerlo y, comorecompensa, él recibiría la ayuda quenecesitaba.

Cogió su bolso y el maletín,atiborrado de casos que tenía quesolucionar esa misma tarde.

—Kate —dijo Tess cuando salióal recibidor, subiéndose el cuello delabrigo—, voy a ver al comisarioHarris. No pases ninguna llamada, ano ser que sea urgente.

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—Debería ponerse un gorro —contestó la recepcionista.

—Tengo uno en el coche. Nosvemos mañana.

—Cuidado con la carretera.Tess, que ya pensaba en otra cosa,

salió por la puerta buscando lasllaves del coche. Podía comprarcomida china para llevar camino decasa y cenar algo tranquilamenteantes de...

—¡Tess!Un paso más y habría llegado al

ascensor. Tess se volvió y logróesbozar una sonrisa mientras

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maldecía para sí.—Frank.Había conseguido evitarlo durante

casi diez días.—Vaya, señorita. No hay quien te

pille —dijo dirigiéndose hacia ella.Impecable. Esa era la palabra que

le venía a la mente cuando veía aldoctor F. R. Fuller. Einmediatamente después: aburrido.Llevaba un traje gris perla de BrookBrothers con una corbata a rayas quetenía trazos de esa tonalidad y delrosa bebé de su camisa Arrow. Elpeinado era perfecto y de estilo

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conservador. Tess intentó con todassus fuerzas que no se le borrara lasonrisa. Frank no tenía la culpa deque a ella no le gustara la perfección.

—He estado liada.—Pues ya sabes lo que dicen de

trabajar tanto, Tess.Apretó los dientes para evitar

responderle: «No, ¿qué dicen?»,consciente de que él simplementereiría y le soltaría el resto del cliché.

—Tendré que arriesgarme.Apretó el botón del ascensor y

suplicó que llegara pronto.—Pero hoy sales antes.

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—Tengo cita fuera de la consulta.Tess miró la hora unos segundos.

Tenía tiempo.—Ya voy tarde —mintió sin

reparos.—He tratado de ponerme en

contacto contigo. —Frank puso lapalma de la mano contra la pared yse inclinó sobre ella. Otro de esoshábitos que a Tess le parecíandetestables—. Cualquiera diría quetenemos la consulta puerta conpuerta.

¿Dónde diablos estaba el ascensorcuando una lo necesitaba?

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—Ya sabes lo difícil que escompaginar la agenda, Frank.

—Por supuesto que lo sé. —Lemostró su sonrisa de anuncio dedentífricos, y Tess se preguntó sicreería que su perfume la poníacaliente—. Pero todos necesitamosrelajarnos de vez en cuando,¿verdad, doctora?

—Cada uno a su modo.—Tengo entradas para la obra de

Noel Coward que hacen en elKennedy Center mañana por lanoche. ¿Por qué no nos relajamosjuntos?

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La última vez, la única, que habíaaccedido a relajarse con él tuvosuerte de escapar con la ropa puesta.Y lo que era peor, se dijo Tess, elpreámbulo a ese tira y afloja fuerontres horas de aburrimiento mortal.

—Es todo un detalle que piensesen mí, Frank —mintió de nuevo sindudar—. Me temo que ya tengo planpara mañana.

—¿Por qué no hacemos...?Las puertas del ascensor se

abrieron.—Lo siento, llego tarde —dijo

con una sonrisa desenfadada al

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tiempo que entraba—. No trabajesdemasiado, Frank. Ya sabes lo quedicen del trabajo.

El tráfico y la lluvia le hicieronemplear casi todo el tiempo que lequedaba conduciendo hasta lacomisaría. Lo curioso era que,aunque había pasado media horabregando con la carretera, estaba debuen humor. Tal vez fuera porquehabía escapado de Frank sinproblemas. Si hubiera tenido agallas,le habría dicho simplemente que eraun capullo, y ahí se acabaría lahistoria. Pero Tess continuaría

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usando el tacto y las excusas hastaque se cansara de verse acorralada.Cogió un sombrero de felpa delasiento de atrás y se recogió el pelo.Se miró en el retrovisor y arrugó lanariz. No tenía sentido arreglarsemás. Con esa lluvia sería una pérdidade tiempo. Además, seguramentehabría un lavabo de señoras dondehurgar en su bolso de los mil trucos,y podría salir de él con un aspectodigno y profesional. Por el momentolo único que conseguiría sería que lavieran empapada.

Tess abrió la puerta del coche,

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cogió el sombrero con la otra mano ysalió corriendo hacia la comisaría.

—Mira eso. —Ben detuvo a sucompañero en la escalera de entrada.

Se quedaron mirando cómo Tesssaltaba entre los charcos, ajenos a lalluvia.

—Bonitas piernas —comentó Ed.—Joder. Son mejores que las de

Lowenstein.—Puede —dijo Ed pensándolo un

momento—. Es difícil decirlo con lalluvia.

Tess, que seguía corriendo con lacabeza gacha, subió los escalones

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apresuradamente y chocó contra Ben.La oyó maldecir justo antes de que latomara por los hombros y la apartaraun poco para verle bien la cara.

Merecía la pena mojarse por ella.Elegancia. Eso fue lo primero que

vino a la mente de Ben, a pesar deverla chorreando de agua. Tenía unospómulos marcados y afilados que lehacían pensar en las doncellasvikingas. Su boca, suave y húmeda,le recordaba otras cosas. Era de pielpálida, con el toque justo de rubor.Pero fueron sus ojos los que lehicieron olvidar el chiste fácil que

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estaba a punto de hacer: grandes, demirada fría, solo un poco enojados.Y violetas. Ben pensaba que esecolor le estaba reservado únicamentea Elizabeth Taylor y a las floressilvestres.

—Perdón —consiguió decir Tesscuando recuperó el aliento—. No lehabía visto.

—Ya. —Ben quería seguirmirándola, pero logró recuperar lacompostura. Tenía una reputaciónmítica con las mujeres. Exagerada,pero basada en hechos—. No meextraña, corriendo a tal velocidad.

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—Le gustaba sentirla en sus manosmientras veía cómo la lluvia mojabasus párpados—. Podría encerrarlapor agresión a un agente de policía.

—La señorita se está mojando —dijo Ed.

Hasta ese momento Tess solo sehabía percatado de la presencia delhombre que la sujetaba y la mirabacomo si acabara de salir de una nubede humo. Tuvo que obligarse adesviar la mirada y luego a alzar lavista. Se encontró con un hombretónempapado de ojos azules risueños yuna mata de pelo rojizo chorreante de

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agua. ¿Dónde estaba, en unacomisaría de policía o en un cuentode hadas?

Ben abrió la puerta, pero siguiósujetándola con una mano. Aunque ladejaría pasar, no tenía intención dedejarla escapar. Todavía no.

Una vez en el interior Tess volvióa fijarse en Ed, se convenció de queera real, y miró a Ben. También él loera. Y seguía agarrándola por elbrazo. Arqueó una ceja, divertidacon la situación.

—Agente, le advierto que si mearresta por agresión presentaré

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cargos por brutalidad policial. —Cuando lo vio sonreír algo se agitóen su interior. Vaya, pensó, no era taninofensivo como parecía en unprincipio—. Ahora, si medisculpan...

—Olvide lo de la denuncia —dijoBen todavía con la mano en su brazo—. Si necesita que le retiren unamulta...

—Sargento...—Detective —la corrigió—. Ben.—Detective, tal vez le tome la

palabra en otra ocasión, pero ahoramismo llego tarde. Si quiere usted

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ser de ayuda...—Soy un empleado público.—Entonces podrá soltarme el

brazo y decirme dónde puedoencontrar al comisario Harris.

—¿El comisario Harris? ¿DeHomicidios?

Tess advirtió su reacción desorpresa y recelo, y también queliberaba su brazo. Intrigada, se quitóel sombrero y lo miró de medio lado.Su melena rubia platino le cayósobre los hombros.

—Exactamente.Ben contempló el movimiento de

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sus cabellos antes de mirarla a lacara de nuevo. No le cuadraba. Y lascosas que no cuadraban le resultabansospechosas.

—¿Doctora Court?Siempre es difícil contestar con

gracia a la grosería y al cinismo.Tess ni se preocupó por intentarlo.

—Acierta de nuevo, detective.—¿Una loquera?—¿Un madero? —preguntó ella,

devolviéndole la mirada de estupor.Probablemente si Ed no hubiera

prorrumpido en una carcajada,cualquiera de los dos habría añadido

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algo cercano al improperio.—Fin del primer asalto —dijo Ed

tranquilamente—. El despacho deHarris es un rincón neutral.

Esa vez fue él quien la agarró delbrazo y le mostró el camino.

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2

Ben y Ed acompañaron a Tess através de los pasillos, uno a cadalado. De vez en cuando se oíangritos, o puertas que se abrían y secerraban de golpe. Los teléfonossonaban en todas partes al unísono;parecía que nadie los atendiera. Ypara darle un toque más lúgubre, la

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lluvia repicaba contra los cristales.Un hombre en mangas de camisa ycon mono de trabajador secaba conuna fregona un charco que había en elsuelo. Un fuerte olor a desinfectantey a humedad impregnaba el aire.

No era la primera vez que estabaen una comisaría de policía, pero síla primera que se sentía tanintimidada. Ignoró a Ben y se centróen su compañero.

—¿Siempre vais juntos a todaspartes?

El simpático Ed sonrió. Leencantaba la voz de Tess porque

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sonaba grave y refrescaba como unsorbete en una calurosa tarde dedomingo.

—Al comisario le gusta tenerlovigilado.

—Me lo creo.Ben giró bruscamente hacia la

izquierda.—Por aquí, doctora.Tess lo miró de reojo y lo

adelantó. Él olía a lluvia y a jabón.Al entrar en las oficinas vio que doshombres se llevaban a un adolescenteesposado. Había una mujer sentadaen una esquina que lloraba en

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silencio y que sostenía una taza conlas dos manos. Desde el vestíbulollegaban ruidos de discusiones.

—Bienvenida a la realidad —dijoBen al tiempo que alguien vociferabainsultos.

Tess se quedó mirándolo fijamentedurante un buen rato y decidió queera un payaso. ¿Qué pensaba, quehabía ido a tomar té con pastas?Aquello era una fiesta de cumpleañoscomparado con la clínica en la queprestaba servicios una vez a lasemana.

—Gracias, detective...

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—Paris. —Algo en su interior ledecía que se burlaba de él—. BenParis, doctora Court. Este es micompañero, Ed Jackson. —Sacó uncigarrillo y lo encendió mientrasobservaba sus movimientos. En elinterior de aquella lóbrega comisaríase la veía tan fuera de lugar comouna rosa entre un montón de basura.Pero eso era asunto de ella—.Trabajaremos con usted.

—Qué bien —dijo Tess al tiempoque pasaba ante él esbozando lasonrisa que reservaba para losdependientes impertinentes.

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Ben abrió la puerta antes de queella pudiera llamar.

—Comisario... —Esperó a queHarris despejara los papeles de lamesa y se levantara—. Le presento ala doctora Court.

Harris no esperaba que fueramujer, y mucho menos tan joven.Pero ya había tenido a sus órdenes asuficientes mujeres, entre ellasbastantes agentes novatas, así que lasorpresa no le duró mucho. Elalcalde la había recomendado. Habíainsistido en que contaran con ella, secorrigió Harris. Y el alcalde, por

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más que lo incordiara, era un hombreinteligente que cometía pocoserrores.

—Doctora Court. —Le tendió unamano descubriendo que las de ellaeran suaves pero firmes—. Mealegra que haya venido.

Tess no estaba muy convencida deque aquello fuera cierto, pero no erala primera vez que se encontraba enesa tesitura.

—Espero poder ayudarles.—Siéntese, por favor.Al quitarse el abrigo notó unas

manos en los brazos. Volvió la vista

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y vio que Ben estaba detrás de ella.—Bonito abrigo, doctora —dijo

acariciando el forro delguardapolvos mientras la ayudaba aquitárselo—. Debe de sacar bastantecon esas sesiones de cincuentaminutos.

—Nada me divierte más que timara mis pacientes —respondió ella enel mismo tono de voz susurrado.

Estúpido arrogante, pensómientras se sentaba.

—Es probable que a la doctoraCourt le apetezca un café —apuntóEd. Campechano como era, dirigió

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una amplia sonrisa a su compañero—. Parece que se ha mojado por elcamino.

Tess se vio obligada a devolverlela sonrisa al advertir el brillo de susojos.

—Si pudieran traerme un café,sería genial. Solo.

Harris miró el poso que habíaquedado en la cafetera y cogió elteléfono.

—Roderick, traiga café. Cuatro.No, tres —dijo Harris, corrigiéndoseal mirar a Ed.

—Si hay agua caliente...

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Ed se llevó la mano al bolsillo ysacó una infusión en una bolsita.

—Y una taza de agua caliente —añadió, torciendo el gesto en unaespecie de sonrisa—. Sí, es paraJackson. Doctora Court... —Elcomisario no sabía qué le parecía tandivertido a la psiquiatra, pero supusoque tenía que ver con sus doshombres. Mejor sería que entraran enfaena cuanto antes—. Agradeceremosenormemente cualquier ayuda quepueda ofrecernos. Contará con todonuestro apoyo para ello. —Lo dijomirando a Ben, a modo de

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advertencia—. ¿La han informadobrevemente acerca de lo quenecesitamos?

Tess pensó en la reunión de doshoras con el alcalde y en la montañade papeles que le había dado parallevarse a casa. Aquello eracualquier cosa menos breve.

—Sí. Necesitan un perfilpsicológico del asesino al quellaman el Sacerdote. Quieren unaopinión experta y fundamentada desus razones para matar y su modusoperandi. Quieren saber quién esemocionalmente, cómo piensa, qué

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siente. Con los datos que tengo y losque me entregarán, podré darles unaopinión... una opinión —recalcó—de quién es psicológicamente, cómoy por qué actúa de esa manera. Talvez esa información sirva de ayudapara su detención.

Así que no prometía milagros. Esorelajó a Harris. Miró de reojo y vioque Ben la observaba fijamente y quejugueteaba con su gabardina.

—Siéntese, Paris —dijosecamente—. ¿El alcalde le ha dadoalguna información? —preguntó a lapsiquiatra.

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—Unos datos. Empecé a trabajaranoche en ello.

—También querrá echar un vistazoa los informes.

Harris cogió una carpeta de suescritorio y se la entregó.

—Gracias.Tess sacó unas gafas de pasta de

su bolso y abrió la carpeta.Una psiquiatra, se dijo Ben una

vez más, observando su perfil. Lehabría parecido más adecuadoimaginarla como jefa de animadorasde un equipo de fútbol universitario.O tomándose un coñac en el

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Mayflower. No estaba muy seguro depor qué ambas imágenes le parecíanválidas para ella, pero así era. Laque no le encajaba era la deespecialista en enfermedadesmentales. Las psiquiatras eran altas,delgadas y paliduchas, de miradaserena, voz serena, manos serenas.

Recordó al psiquiatra que suhermano había visitado durante tresaños tras regresar de Vietnam. Joshse marchó siendo un joven idealistacon un estado de salud inmejorable.Pero volvió a casa como un hombretrastornado y muy conflictivo. El

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psiquiatra lo había ayudado. O almenos eso parecía; eso decían todos,incluido él mismo. Hasta que cogiósu revólver reglamentario y acabó deun tiro con cualquier oportunidad quele quedara en vida.

El psiquiatra lo llamó «trastornopor estrés postraumático». Hastaaquel momento Ben no se habíapercatado de cuánto odiaba quepusieran etiquetas a la gente.

Roderick entró con el café,consiguiendo que no se advirtiera suenfado por hacer de recadero.

—¿Están aquí ya los chavales de

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Dors? —le preguntó Harris.—En eso estaba.—Mañana, a primera hora, Paris y

Jackson les pondrán al día a usted, aLowenstein y a Bigsby.

Harris inclinó la cabeza a modo dedespedida y echó tres cucharadas deazúcar en su café. Ed hizo una muecade disgusto desde el otro lado de lahabitación.

—¿He de asumir que el asesinotiene una fuerza desmesurada? —preguntó Tess, aceptando la taza decafé sin levantar la vista de losinformes.

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Ben sacó un cigarrillo y se loquedó mirando.

—¿Por qué?Tess se bajó un poco las gafas en

un gesto que había visto a uncatedrático de la universidad. Suintención era amedrentar alinterlocutor.

—No presentaban hematomas, nininguna otra señal de violencia,aparte de las marcas deestrangulamiento. La ropa estaba enperfectas condiciones y no habíasignos de forcejeo.

Ben ignoró el café y se centró en

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el cigarrillo.—Ninguna de las víctimas era

especialmente corpulenta. BarbaraClayton, la más grande, medía unosesenta y dos, y pesaba cincuenta ycuatro kilos.

—El terror y la adrenalina tehacen sacar fuerzas sobrehumanas —repuso Tess—. Según los informes,el asesino coge a las víctimas porsorpresa, por la espalda.

—Deducimos eso por lalocalización y el ángulo de loshematomas.

—Creo que hasta ahí llego —dijo

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ella en un tono de suficiencia yrecolocándose las gafas. No era tansencillo desmoralizar a un zoquete—. Ninguna de las víctimas pudoarañarle la cara, ya que en ese casohabrían encontrado células de sutejido en las uñas. ¿Me equivoco? —Se volvió hacia Ed deliberadamente,sin darle a Ben tiempo a contestar—.Así que es lo bastante inteligentepara evitar marcascomprometedoras. No da laimpresión de que asesineesporádicamente, sino que lo planeatodo de una manera ordenada,

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incluso lógica. La ropa de lasvíctimas —continuó— ¿estaba endesorden, o desabrochada? ¿Habíacosturas rotas? ¿Les quitaron loszapatos?

Ed negó con la cabeza, admirandosu forma de investigar cada detalle.

—No, señora. Las tres iban hechasun pincel.

—¿Y el arma del homicidio, elamito?

—Doblado sobre el pecho.—Un psicópata ordenado —

agregó Ben.Tess simplemente arqueó una ceja.

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—Diagnostica usted muy rápido,detective Paris. Pero antes que«ordenado» yo usaría la palabra«respetuoso».

Harris detuvo la réplica de Bencon solo levantar un dedo.

—¿Puede explicarnos eso,doctora?

—No puedo darles un perfilexhaustivo sin estudiar un poco másel caso, comisario, pero creo quepodré hacerles un esbozo general. Esobvio que el asesino es un fanáticoreligioso y, por lo que intuyo, harecibido instrucción en un seminario.

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—Así que ¿se inclina por la teoríadel cura?

Volvió a dirigirse a Ben.—Puede que el hombre haya

pertenecido a una orden religiosa,que simplemente esté fascinado porla Iglesia o incluso que la tema comoautoridad. El uso del amito es unsímbolo, tanto para nosotros comopara él, y hasta para sus víctimas.Podría usarlo como muestra derebeldía, pero lo he descartado a laluz de las notas. Dado que las tresvíctimas tienen la misma edad, esfácil pensar que representan a una

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figura femenina importante en suvida. Una madre, una esposa, unahermana. Una persona con la quetiene, o tuvo, un fuerte vínculoemocional. Tengo la sensación deque esa figura le falló en algúnmomento por algo referente a laIglesia.

—¿Un pecado? —preguntó Benexpulsando una nube de humo.

Tal vez fuera un zoquete, pensóTess, pero no era estúpido.

—La definición de pecado esvariable —dijo con frialdad—. Perosí, se trata de un pecado a sus ojos,

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probablemente un pecado sexual.A Ben le repateaba ese análisis

impersonal y templado.—Entonces ¿qué?¿La castiga a

ella a través de otras mujeres?Tess captó el tono de burla de su

voz y cerró la carpeta.—No. Las está salvando.Ben abrió la boca de nuevo y

luego volvió a cerrarla. Aquellocuadraba a la perfección.

—Eso es lo único que me quedaabsolutamente claro —dijo Tessmirando a Harris—. Está en esasnotas, lo dice en todas ellas. Ese

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hombre se atribuye el papel desalvador. Al no haber signos deviolencia, yo diría que no pretendecastigarlas. Si lo hiciera porvenganza, obraría de modo cruel ybrutal, y querría que se dieran cuentade lo que estaba a punto desucederles. En lugar de eso, las matalo antes posible, les arregla la ropa,coloca el amito sobre el pecho en ungesto de reverencia y deja una notaen la que declara que están salvadas.—Se quitó las gafas y les dio lavuelta, tocando las lentes—. No lasviola. Puede que sea impotente, pero

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lo importante es que una agresiónsexual significaría un pecado. Esposible, muy probable, que obtengaalgún placer sexual del asesinato,pero el verdadero placer esespiritual.

—Un fanático religioso —dijoHarris en voz baja.

—Por dentro —dijo Tess—. Aojos de todos, seguramente secomporta con naturalidad durantelargos períodos de tiempo. Hayintervalos de semanas entre unasesinato y otro, así que da laimpresión de que posee cierto nivel

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de control. Es perfectamente posibleque tenga un trabajo, que salga, quevaya a la iglesia.

—La iglesia —dijo Ben,levantándose y paseando hasta laventana.

—Yo diría que con regularidad.Es su punto de apoyo. Si ese hombreno es un sacerdote, al menos actúacomo tal en los asesinatos. Él piensaque está atendiendo a su rebaño.

—Absolución —murmuró Ben—.La extremaunción.

Tess entrecerró los ojos, intrigada.—Exacto.

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Ed, que no sabía mucho de laIglesia, llevó la conversación a otroterreno.

—¿Es un esquizofrénico?Tess se quedó mirando sus gafas

con actitud circunspecta y negó conla cabeza.

—Esquizofrénico, maníacodepresivo, doble personalidad. Estostérminos se aplican muy a la ligera ytienden a generalizar. —No sepercató de que Ben se había vuelto yla miraba fijamente. Guardó las gafasen su funda y las metió en el bolso—.Todo desequilibrio psíquico es un

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problema individual, y la únicamanera de comprender esosproblemas y tratarlos es descubrir suorigen.

—Yo también prefiero trabajarcon casos concretos —dijo Harris—.Pero la pregunta es inevitable eneste. ¿Estamos ante un psicópata?

El rostro de la doctora cambiósutilmente. Impaciencia, pensó Ben,al percatarse de la sutil línea queaparecía entre sus ojos y del rápidomovimiento de su boca. La psiquiatrano tardó en recuperar su actitudprofesional.

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—Si quiere un término general,psicopatía puede servirle. Significatrastorno mental.

Ed se acarició la barba.—Así que es un loco.—La locura es un término legal,

detective —repuso ella en un tono untanto pedante al tiempo que recogíala carpeta y se levantaba—. Eso seráde lo que hablarán cuando lodetengan y lo lleven a juicio.Comisario, tendré el perfil preparadoen cuanto me sea posible. No mevendría mal echarles un vistazo a lasnotas que colocó en los cuerpos y al

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arma del asesinato.Harris, insatisfecho, se levantó.

Quería más. A pesar de que yadebería estar escarmentado, legustaba que hubiera A, B y C, y quelos puntos estuvieran conectados poruna línea.

—El detective Paris le enseñarátodo lo que hay que ver. Gracias,doctora Court.

Le tendió una mano.—Por ahora tiene poco que

agradecerme. ¿Detective Paris?—Por aquí mismo —dijo él, y le

mostró el camino con un rápido

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movimiento de la cabeza.Ben la condujo de nuevo a través

de los pasillos sin decir palabra,hasta que llegaron al punto de controldonde tenían que firmar para poderexaminar las pruebas. También ellapermaneció en silencio mientrasestudiaba las notas y su precisa yprolija caligrafía. Las letras nopresentaban alteraciones y eran tanidénticas que prácticamente parecíanfotocopias. Daba la impresión de queel hombre que las había escrito no lohabía hecho en un estado de rabia nidesesperación. Más bien parecía

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estar en paz consigo mismo. Era pazlo que buscaba y también paz lo que,a su manera enrevesada, queríaotorgar.

—Blanco de pureza —murmurótras examinar los amitos. Tal vez setratara de un símbolo. Pero ¿paraquién? Apartó la vista de aquellasnotas. La estremecían más que lapropia arma del asesino—. Por lovisto ese hombre cree tener unamisión.

Ben recordó la enfermizafrustración que había sentido trascada asesinato, pero su voz sonó fría

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e indiferente.—Parece muy segura de sí misma,

doctora.—¿Ah, sí? —Se dio la vuelta, lo

observó un instante, ponderó lascircunstancias y se dejó llevar por suinstinto—. ¿A qué hora acaba suturno, detective?

Ben inclinó un poco la cabeza,inseguro de sus movimientos.

—Hace diez minutos.—Genial —dijo ella poniéndose

el abrigo—. Entonces puedeinvitarme a una copa y contarme porqué odia tanto mi profesión, o por

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qué me odia a mí personalmente. Ledoy mi palabra de que no lopsicoanalizaré.

Tenía algo que resultabaprovocador. Una belleza elegante yfresca, una voz poderosa ysofisticada. O tal vez fueran sus ojos,grandes y dulces. Ya lo pensaría mástarde.

—¿Y no me cobrará?Tess rió y se guardó el sombrero

en el bolsillo.—A lo mejor esa es la raíz del

problema.—Tengo que ir a por el abrigo.

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En el camino de vuelta a lasoficinas, ambos se preguntaron quéles empujaba a pasar parte de latarde con alguien que demostraba noaceptarlos en el aspecto personal niprofesional. Pero el caso era que losdos se habían marcado el objetivo deimponerse al otro antes de queacabara el día.

Ben cogió su abrigo y garabateóalgo en el libro de registros.

—Charlie, di a Ed que estaréocupado ampliando miras con ladoctora Court.

—¿Has archivado la petición?

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Ben movió a Tess para usarlacomo escudo y se dirigió hacia lapuerta.

—¿Archivar?—Joder, Ben...—Mañana, en triplicado.Estaban ya cerca de la salida y no

podían oírlo.—No le interesa mucho el

papeleo, ¿eh? —dijo ella.Ben empujó la puerta y vio que el

aguacero se había convertido enllovizna.

—No es la parte más interesantedel trabajo.

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—¿Y cuál es?La acompañó al coche, mirándola

con aire de misterio.—Atrapar a los malos.Lo más curioso de todo era que le

creía.Diez minutos después, Ben y Tess

entraban en un bar de luces tenues enel que la música procedía de unamáquina de discos y las copas noeran de garrafón. No se trataba deuno de los locales más distinguidosde Washington, pero tampoco de losmás canallas. A Tess le pareció eltípico sitio en el que los habituales

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se conocen y solo se aceptan nuevosclientes de tanto en tanto.

Ben saludó al camarero con ungesto, le dijo algo en voz baja a lachica que servía los cócteles yencontró una mesa al fondo, donde lamúsica se oía menos y la luz era mástenue incluso. La mesa cojeaba unpoco.

A Ben le bastó sentarse pararelajarse. Estaba en su terreno y sesentía como pez en el agua.

—¿Qué bebe? —preguntóesperando que la doctora pidiera unvino blanco con un bonito nombre

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francés o algo parecido.—Whisky, solo.—Stolichnaya —dijo él a la

camarera sin dejar de observar aTess—. Con hielo. —Esperó a quese dilatara el silencio unos diezsegundos, veinte. Un silenciointeresante, pensó, lleno de preguntasy de hostilidad velada. Por qué nocomenzar con un golpe directo—.Tiene unos ojos increíbles.

Tess sonrió y se arrellanó en lasilla cómodamente.

—No esperaba que dijera algo tanoriginal.

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—Ed dice que sus piernas sonbonitas.

—Me sorprende que las vieradesde lo alto de la escalera. Sonustedes muy distintos —observó—.Imagino que formarán un equipoimpresionante. Pero dejemos eso aun lado, detective Paris. Quierosaber por qué desconfía tanto de miprofesión.

—¿Por qué quiere saberlo?Tess dio un pequeño sorbo al

whisky en cuanto se lo sirvieron ysintió calor en sitios a los que el caféno había llegado.

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—Curiosidad. Deformaciónprofesional. Al fin y al cabo, los dostrabajamos buscando respuestas,resolviendo rompecabezas.

—¿Le parece que nuestrostrabajos tienen algo en común? —Leentraban ganas de reír solo depensarlo—. Polis y loqueros.

—Puede que su trabajo meparezca tan desagradable como austed el mío —dijo sin acritud—.Pero, mientras la gente no se adecuea lo que la sociedad clasifica comopatrones de conducta normales,ambos seguirán siendo necesarios.

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—No me gustan lasclasificaciones —respondió Beninclinando su copa hacia atrás—. Nome fío de una persona que se sientaante un escritorio para examinar elcerebro de otra y luego encasilla supersonalidad en un compartimiento.

—Bueno. —Tess dio otro sorbo alwhisky y le pareció que la música setransformaba en una melodíaensoñadora de Lionel Richie—. ¿Asíclasifica usted a los psiquiatras?

—Sí.Asintió.—Supongo que la suya también es

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una profesión bastanteincomprendida.

El peligro se reflejó un instante enlos ojos de Ben, que volvieron a lanormalidad con la misma rapidez.

—En eso tiene razón, doctora.El único signo de emoción que

mostró Tess fue tamborilear sobre lamesa con un dedo. Él tenía unacapacidad asombrosa para lainmovilidad, algo de lo que se habíapercatado en el despacho de Harris.No obstante, transmitía ciertodesasosiego. No era difícilpercatarse de que hacía esfuerzos

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para que no se notara.—Muy bien, detective. ¿Por qué

no se sincera conmigo?Ben le dio un par de vueltas al

vodka y lo puso sobre la mesa sinbeber de él.

—De acuerdo. Tal vez la veacomo alguien que revuelve entre labasura de amas de casa frustradas yejecutivos aburridos. Todo se reduceal sexo o al odio a la madre.Responden a las preguntas con máspreguntas y nunca se implican. Unavez transcurridos los cincuentaminutos siguen con el siguiente

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expediente. Cuando alguien necesitaayuda de verdad, cuando estádesesperado, nadie se percata. Loetiquetan, lo archivan y pasan alsiguiente paciente.

Tess no respondió nadainmediatamente, porque percibió eldolor oculto tras la ira de Ben.

—Debió de ser una experienciahorrible —murmuró—. Lo siento.

Ben se revolvió en su asiento,incómodo.

—Nada de psicoanálisis —lerecordó.

Una horrible experiencia, volvió a

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pensar ella. Pero no era un hombreque quisiera comprensión.

—Está bien. Mirémoslo desde otraperspectiva. Usted es detective dehomicidios. Supongo que no haceotra cosa que conducir por callejonesoscuros y pegar tiros. Esquiva un parde balas por la mañana, le pone lasesposas a alguno a media tarde, lelee los derechos al sospechoso y loencierra para que lo interroguen. ¿Seacerca lo suficiente mi descripción?

Ben esbozó una sonrisa forzada.—Muy lista, ¿verdad?—Eso dicen.

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Él no era de los que juzgaban a losdesconocidos a la ligera. Su sentidoinnato del juego limpio luchaba conunos prejuicios largo tiempoinstalados. Hizo señas para que letrajeran otra copa.

—¿Cuál es su nombre de pila?Estoy cansado de llamarla doctoraCourt.

—El suyo es Ben —dijo con unasonrisa que hizo que él se fijara denuevo en su boca—. Teresa.

—No —dijo negando con lacabeza—. Así no es cómo la llaman.Teresa es demasiado común. Y Terry

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no tiene suficiente clase.Tess se inclinó hacia delante y

apoyó la barbilla sobre las manos.—Puede que sea buen detective, al

fin y al cabo. Me llaman Tess.—Tess —probó a decir

lentamente, y después asintió—. Esbonito. Dime, Tess, ¿por quépsiquiatría?

Se quedó observándolo unmomento, admirando la soltura con laque se repantingaba en el asiento. Noera una postura indolente, nidesmañada, sino simplementerelajada. Le daba envidia.

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—Curiosidad —repitió—. Lamente humana está llena de preguntassin contestar. Yo quería encontraresas respuestas. A veces, si unoencuentra las respuestas, puedeayudar. Sanar las mentes y aliviar loscorazones.

Su respuesta lo conmovió. Purasimplicidad.

—Aliviar los corazones —repitiópensando en su hermano. Nadie fuecapaz de aliviar el suyo—. ¿Creesque curando una cosa se apacigua laotra?

—Son lo mismo.

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Tess miró a una pareja detrás deBen que reía a carcajadas mientrascompartía un tanque de cerveza.

—Yo creía que solo os pagabanpor examinar la cabeza.

Tess esbozó una media sonrisa,pero siguió mirando la escena dedetrás.

—La mente, el corazón y el alma.«¿No podéis dar medicina a unánimo enfermo, arrancar de lamemoria una tristeza arraigada,borrar las turbaciones escritas en elcerebro, y con algún dulce antídotode olvido, despejar el pecho

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atascado con esa materia peligrosaque abruma el corazón?»

Ben había alzado la vista paramirarla mientras hablaba. AunqueTess seguía hablando en voz baja, éldejó de oír la máquina de discos, losruidos y las carcajadas.

—Macbeth. —Se encogió dehombros al ver que ella le sonreía—.Los polis también leemos.

Tess alzó la copa a modo debrindis.

—Tal vez tengamos que darnosotra oportunidad.

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Cuando volvieron al aparcamiento dela comisaría todavía lloviznaba. Lasnubes habían hecho que oscurecierarápidamente, de modo que la luz delas farolas se reflejaba sobre loscharcos, y las aceras estabanmojadas y desiertas. Washington erauna ciudad madrugadora.

Tess había esperado hasta esemomento para preguntarle algo que lehabía rondado por la cabeza durantetoda la tarde.

—Ben, ¿por qué te hiciste policía?—Ya te lo he dicho. Me gusta

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atrapar a los malos.Tess pensó que había algo de

verdad en ello, pero eso no era todo.—Así que ¿jugabas a policías y

ladrones de pequeño y decidisteseguir jugando?

—Yo de pequeño jugaba a losmédicos. —Aparcó junto al coche deTess y puso el freno de mano—. Eramás educativo.

—Me lo creo. Y entonces ¿por quépasaste a los servicios públicos?

Ben podría haber dado unarespuesta fácil y evadir la pregunta.Parte de su éxito con las mujeres se

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basaba en su habilidad para hacerambas cosas con una sonrisa. Peropor alguna razón esa vez quería decirsimplemente la verdad.

—Está bien, ahora me toca a mícitar: «Sin la mano y la espada de loshombres las leyes no son más quepapel y palabras». —Ben esbozó unamedia sonrisa y la descubrióobservándolo tranquilamente—. Nome entiendo bien con las palabras yel papel.

—¿Y con la espada sí?—Exacto. —Se inclinó sobre ella

para abrirle la puerta. Sus cuerpos se

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rozaron, pero ninguno de ellos fueconsciente—. Creo en la justicia,Tess. Y eso es muchísimo más quepapel y palabras.

Se quedó un momento allí sentada,reflexionando. El detective irradiabacierta violencia, ordenada ycontrolada. Tal vez la palabra exactafuera «domesticada», pero eraviolencia de todos modos. No cabíaduda de que había matado, algo quela educación y la personalidad deTess rechazaban de manera absoluta.Había quitado vidas y expuesto lasuya propia. Y creía en la ley y el

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orden. Del mismo modo que creía enla espada.

No entraba en esa categoría dehombre simple que le había atribuidoen un principio. No esperabadescubrir tanto en una sola tarde.Más que suficiente, se dijo, y decidiódejarlo ahí.

—Bueno, gracias por la copa,detective.

Ben bajó del coche al mismotiempo que ella.

—¿No tienes paraguas?Tess sonrió afablemente mientras

buscaba las llaves del coche.

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—Nunca lo llevo cuando llueve.Ben se dirigió hacia ella con las

manos en los bolsillos de atrás. Poralguna razón que no era capaz deprecisar se negaba a dejarla ir.

—Me pregunto lo que diría unloquero de eso.

—Tú tampoco tienes paraguas.Buenas noches, Ben.

Él sabía que Tess no era la mujersuperficial, sofisticada y resabiadaque él había imaginado. Sin darsecuenta, aguantó la puerta del cochehasta que ella se sentó en el asientodel conductor.

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—Tengo un amigo que trabaja enel Kennedy Center. Me ha dado unpar de entradas para la obra de NoelCoward que hacen mañana por lanoche. ¿Te interesa?

Tenía en la punta de la lengua laspalabras para negarse a elloeducadamente. El aceite y el agua nomezclan bien. Y el placer y losnegocios tampoco.

—Sí, me interesa.Ben no sabía muy bien cómo

tomarse que aceptara su proposición,así que simplemente asintió.

—Te recogeré a las siete.

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Al ver que cerraba la puerta, Tessbajó la ventanilla.

—¿No quieres mi dirección?La miró con una sonrisa de

suficiencia que ella tendría que haberdetestado.

—Soy detective.Ben regresó a su coche y Tess se

descubrió riendo.

A las diez de la noche ya habíadejado de llover. Tess, absorta en elperfil en el que trabajaba, no sepercató de la tranquilidad, ni de la

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tenue luz de la luna. No se acordó decomprar comida china para llevar yhabía dejado a medio comer elsándwich de rosbif de la cena.

Fascinante. Leyó los informes denuevo. Fascinante y escalofriante.¿Cómo escogerá a sus víctimas?, sepreguntó. Todas eran rubias, demenos de treinta años, menudas y decomplexión normal. ¿Quésimbolizaban para él y por qué? ¿Lasobservaba? ¿Seguía sus pasos? ¿Laselegía al azar? Tal vez el color delpelo y la complexión fueran merascoincidencias. Cualquier mujer que

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estuviera sola por la noche podíaacabar siendo «salvada».

No. Seguía un patrón, estabasegura de ello. Seleccionaba a susvíctimas atendiendo a algunacaracterística de su aspecto físico ydespués se las arreglaba paracontrolar sus rutinas. En tresasesinatos no había cometido un soloerror. Estaba enfermo, pero erametódico.

Rubias, cerca de la treintena, decomplexión normal o media. Tess sevio reflejada en el cristal de laventana. ¿No acababa de dar una

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descripción de sí misma? Sesobresaltó al oír que llamaban a lapuerta y maldijo su propiainsensatez. Miró el reloj por primeravez desde que se sentó y vio quehabía trabajado durante tres horas sinparar. Si continuaba dos horas más,tal vez podría entregar algo alcomisario Harris. La persona queesperaba en la puerta tendría quedarse prisa.

Dejó las gafas sobre la montaña depapeles y fue a ver quién era.

—Abuelo. —El fastidio se le pasóen cuanto se puso de puntillas para

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besarle con ese mismo entusiasmoque él le había inculcado en la vida.Olía a menta y a Old Spice y tenía elporte de un general—. Estástrasnochando.

—¿Trasnochando? —Su vozretumbó. Siempre había sido así, yafuera a través de las paredes de lacocina cuando freía pescado demercado, apoyando al equipo que sele antojara ese día en un partido, o enel Senado, donde había servidodurante veinticinco años—. Acabande dar las diez. Todavía no estoycomo para ponerme una mantita y

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tomarme la leche caliente, renacuaja.Prepárame una copa.

Ya había entrado y se estabaquitando el abrigo de ese armazón deguardavías de un metro ochenta queera su cuerpo. Tiene setenta y dosaños, se dijo Tess mirando su blancamelena alborotada y su curtidorostro. Setenta y dos, y tenía másenergía que los hombres con los queella salía. Y no cabía duda de queera mucho más interesante. Tal vez larazón de que estuviera todavíasoltera y no le importara fuese queesperaba demasiado de los hombres.

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Le sirvió tres dedos de whisky.El abuelo miró hacia la montaña

de papeles, archivos y notas. Esa erasu Tess, pensó mientras aceptaba elvaso. Siempre dispuesta a dar elcallo para acabar el trabajo. No se leescapó el detalle del sándwich amedio comer. Esa también era suTess.

—Entonces —dijo dándole vueltasal whisky— ¿qué sabes del maníacoque nos ocupa?

—Senador... —Tess hizo uso desu tono de voz más profesional, altiempo que se sentaba en el brazo de

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una silla—. Sabes que no podemoshablar de ese tema.

—Tonterías. Fui yo quien teconsiguió el trabajo.

—Por lo cual no pienso darte lasgracias.

El abuelo le dirigió una de susmiradas aceradas. Los políticos másavezados se arrugaban ante ella.

—El alcalde me lo contará detodas formas.

En lugar de acobardarse, Tess leofreció la más tierna de sus sonrisas.

—Pues entonces, que te lo cuenteel alcalde.

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—Maldita ética —murmuró.—Fuiste tú quien me enseñó a

tenerla.Resopló, satisfecho del

comportamiento de su nieta.—¿Y del comisario Harris qué me

dices? Una opinión.Tess se sentó un momento, y apoyó

la cara sobre las manos, comosiempre hacía cuando tenía quereflexionar.

—Es un hombre competente, secontrola. Está enfadado y frustrado, ytrabaja bajo mucha presión, pero selas arregla para que no se note.

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—¿Y los detectives al cargo delcaso?

—Paris y Jackson. —Se repasólos dientes con la punta de la lengua—. Me han parecido una extrañapareja, aunque muy compenetrada.Jackson es como un hombre de lasmontañas. Preguntaba lo típico, perosabía escuchar muy bien. Da laimpresión de ser bastante metódico.Paris... —Vaciló, sin estar muysegura del terreno que pisaba—. Esimpaciente, y me pareció másvoluble. Inteligente, pero másinstintivo que metódico. O tal vez

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más emocional.Se quedó pensando en la justicia y

en la espada.—¿Son competentes?—No sé cómo juzgar eso, abuelo.

A simple vista, diría que se entregana su trabajo. Pero incluso eso es solouna impresión.

—El alcalde confía plenamente enellos. —Apuró su whisky—. Y en ti.

Tess volvió a dirigir toda suatención a su abuelo y lo miró conexpresión seria.

—No sé si tiene motivos para ello.Ese hombre está muy perturbado,

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abuelo. Es peligroso. Tal vez puedadescribir su mente a grandes rasgos,su patrón emocional, pero eso no lodetenendrá. Conjeturas. —Se levantóy metió las manos en los bolsillos—.No son más que conjeturas.

—Todo en este mundo es unaadivinanza, Tess. Tú sabes que nohay garantías, que no existen losabsolutos.

Lo sabía, pero no le gustaba.Nunca le había gustado.

—Ese hombre necesita ayuda,abuelo.

—No es tu paciente, Tess —dijo

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tomándola por la barbilla.—No, pero estoy metida en el ajo.

—Al ver que el abuelo arrugaba elentrecejo cambió el tono de voz—.No empieces a preocuparte. No voya extralimitarme.

—Eso me dijiste una vez de unacaja llena de gatitos. Acabaroncostándome más que un simple trajede los caros.

Volvió a besarlo en la mejilla y ledio el abrigo.

—Y los quisiste a todos y cadauno de ellos. Y ahora, tengo queponerme a trabajar.

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—¿Me estás echando?—Solo te ayudo con el abrigo —

corrigió—. Buenas noches, abuelo.—Compórtate, renacuaja.Le cerró la puerta, recordando que

siempre le decía lo mismo desde quetenía cinco años.

La iglesia estaba vacía y a oscuras,pero no le costó mucho forzar lacerradura. Ni tampoco le pareciópecar al hacerlo. Las iglesias no seconstruyeron para permanecercerradas. Se suponía que la casa del

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Señor tenía que estar abierta para losnecesitados, los que teníanproblemas, los que querían rezar.

Encendió las velas: cuatro, unapor cada mujer que había salvado, yla última por aquella que no habíapodido salvar.

Se puso de rodillas y rezó susoraciones con un hondo pesar. Habíaveces, aunque solo fuera enocasiones, que dudaba al pensar ensu misión. La vida era sagrada.Había acabado con tres, y sabía queera un monstruo a los ojos delmundo. Si las personas con las que

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trabajaba llegaran a saberlo lodespreciarían, lo encarcelarían, loodiarían. Se compadecerían de él.

Pero la carne era efímera. Unavida era sagrada solo gracias a sualma. Era sus almas lo que élsalvaba. Y tendría que continuarsalvando almas hasta que seequilibrara la balanza. Eraconsciente de que sus dudas eran unpecado en sí mismas.

Si al menos tuviera alguien conquien hablar. Si hubiera alguien quelo comprendiese, que lo consolara.Una desesperación, caliente y densa,

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se apoderó de su cuerpo. Cederhabría supuesto un alivio. No habíanadie, ni una sola persona en la quepudiera confiar. Nadie compartía sucarga. Cuando la Voz callaba, sequedaba absolutamente solo.

Había perdido a Laura. Ella sehabía perdido a sí misma y, alhacerlo, se había llevado un trozo deél. El mejor trozo. A veces, cuandotodo estaba oscuro, cuando todoestaba tranquilo, la veía. Ya no reía.Su rostro, completamente pálido,aparecía lleno de dolor. Encendervelas en iglesias vacías jamás

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borraría el dolor. Y tampoco supecado.

Laura permanecía en la oscuridad,esperando. Solo se liberaría cuandoél completara su misión.

El olor de las velas votivas, elambiente silencioso de la iglesia ylas siluetas de las estatuas lotranquilizaban. Allí se podíaencontrar un lugar para la esperanza.Los símbolos religiosos siempre lehabían reportado consuelo y lerecordaban sus limitaciones.

Apoyó la cabeza en el reclinatorioy rezó con más fervor. Rezó para

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poder afrontar las pruebas queestuvieran por venir.

Al levantarse, la luz de las velasparpadeó ante su alzacuellos blanco.Las apagó de un soplido y todovolvió a sumirse en la oscuridad.

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3

El tráfico de Washington puedeponerte de los nervios,especialmente cuando te levantas consueño, desayunas solo un café yatiendes a una cita tras otra. Tessavanzó a paso de tortuga tras un Pintocon el tubo de escape roto hastallegar a un nuevo semáforo en rojo.

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A su lado, un hombre con un GMCazul enorme hacía rugir el motor. Sellevó una decepción al ver que ellano se molestaba en mirarlo.

Estaba preocupada por JoeyHiggins. Habían pasado dos mesesde terapia y todavía no conseguíavislumbrar el problema real, o,mejor dicho, la respuesta real. Unchico de catorce años no tendría porqué sufrir depresión clínica, sinoestar jugando a béisbol. Esa mañanaTess había tenido la sensación deque Joey estaba a punto de abrirle sucorazón. A punto, pensó dando un

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suspiro. Pero no conseguía franquearla muralla. Cimentar su confianza ysu autoestima era como construir unapirámide. Pasos agónicos, uno trasotro. Si alcanzase el punto en el queel chico confiara plenamente enella...

Luchaba por atravesar la ciudadcon cargo de conciencia por eseadolescente huraño de amargamirada. Y había tantas otras cosas...Demasiadas.

Tess sabía que no tenía por quésacrificar la hora del almuerzo paraentregar el perfil del asesino al

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comisario Harris. Tampoco estabaobligada a trabajar en ello hasta lasdos de la madrugada, pero no habíapodido evitarlo.

Algo en su interior la empujaba ahacerlo. No era capaz de decir si setrataba de su instinto, de unacorazonada o simple de superstición.Lo único que sabía era que se habíainvolucrado tanto con ese anónimoasesino como con cualquiera de suspacientes. La policía necesitaba todala ayuda que ella pudiera ofrecerlepara comprender sus motivos.Comprender al asesino era

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indispensable para capturarlo. Yhabía que capturarlo para querecibiera ayuda.

Cuando llegó al aparcamiento dela comisaría echó un rápido vistazo asu alrededor. No había ningúnMustang. Tuvo que recordarse que larazón de su visita no era esa encualquier caso. Tampoco sabía porqué había decidido salir con BenParis, ya que le parecía un hombrearrogante y complicado, además deque su lista de pacientes estabarepleta debido a las horas extra queempleaba en los homicidios. Con

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solo trabajar un par de horas más esamisma tarde las cosas volverían a lanormalidad. No era la primera vezque pensaba en llamarlo paracancelar la cita.

Aparte de todo eso, las citastampoco eran algo que laentusiasmara. El mundo de lossolteros le parecía muy duro, uncírculo vicioso y frustrante quedejaba exhausto a quien entraba enél. No podía soportar a loscharlatanes del tipo «aquí estoy yo,mira qué suerte tienes», como Frank.Y tampoco le hacían ninguna gracia

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esos fanáticos de la promiscuidadque no querían ni oír hablar delcompromiso, como el abogado deoficio con quien había salido enprimavera.

No era que los hombres no leinteresaran, sino que la mayoría delos que conocía carecían de interéspara ella. Cuando las expectativasson altas, es fácil llevarsedecepciones. Así que le resultabamás sencillo quedarse en casa,viendo alguna película clásica orevisando historiales clínicos.

Pero no cancelaría su cita —se

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convenció de que sería una groseríaexcusarse faltando tan poco tiempo—, aunque fuera consciente de queambos habían actuado de maneraimpulsiva. Iría, disfrutaría de la obray daría las buenas noches alinspector Paris. Ya trabajaría duranteel fin de semana.

Al entrar en homicidios, echó unaojeada a todo el que había sentado asu escritorio y a los que dabanvueltas de aquí para allá. Uno de losagentes tenía la cabeza metida en unaneverita llena de arañazos, perocuando la sacó vio que se trataba de

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un extraño.Ben no estaba por allí, pero había

una variada gama de estilos deagente de policía. Con traje ycorbata, tejanos y jersey, botas yzapatillas deportivas. Lo único queparecía de uso universal era lapistolera al hombro. Le pareció quedistaba mucho del atractivo de laespada.

Miró hacia el despacho de Harrisy lo encontró vacío.

—¿Doctora Court?Tess se detuvo y miró al hombre

que acababa de dejar su puesto ante

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la máquina de escribir.—Sí.—Soy el detective Roderick. El

comisario Harris está en una reunióncon el inspector jefe.

—Entiendo. —Este es de los detraje y corbata, se dijo Tess. Aunquehabía dejado la chaqueta en elrespaldo de la silla, llevaba lacorbata perfectamente colocada.Decidió que Ben jamás se pondríauna—. ¿Acabarán pronto?

—Sí. No pueden tardar muchomás. Si no le importa esperar... —Roderick sonrió al recordar el día

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anterior—. Puedo traerle un café.—Eh... —Tess miró el reloj.

Tenía la siguiente cita en cuarentaminutos. Tardaría veinte en regresara la consulta—. No, gracias. Nodispongo de mucho tiempo. Teníaque entregar este informe alcomisario.

—El perfil. Puede dármelo a mí.—Al ver que dudaba, añadió—: Yotambién trabajo en el caso, doctoraCourt.

—Perdone. Le estaría muyagradecida si pudiera entregar esto alcomisario Harris lo antes posible. —

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Tess abrió su maletín y sacó elinforme—. Si tiene alguna duda,puede contactar conmigo en laconsulta hasta las cinco, y después encasa, hasta las siete. Supongo que nopodrá decirme si han avanzado algoen la investigación, ¿verdad?

—Ojalá. Ahora mismo no hacemosmás que volver sobre nuestros pasoscon la esperanza de encontrar algo enlo que no hayamos reparado las seisveces anteriores.

Tess miró el informe y se preguntósi Roderick comprendería realmenteal hombre sobre el que había escrito.

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¿Podría comprenderlo alguien?Asintió y le entregó el informe condesazón. Parecía inofensivo, perotambién una bomba desactivada loparecía.

—Gracias.Una mujer de bandera, pensó él.

Después de un tiempo trabajando enese campo, uno empezaba a echar demenos encontrarse con mujeres deverdad.

—No hay de qué. ¿Quiere dejaralgún mensaje al capitán?

—No. Está todo en el informe.Gracias de nuevo, detective.

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Lowenstein esperó a que Tess sehubiera alejado.

—¿Esa es la psiquiatra?Roderick acarició la tapa del

informe antes de dejarlo sobre elescritorio.

—Sí. Ha traído el perfil paraHarris.

—Parece sacada de la revistaHarper’s Bazaar —dijo Lowensteinen voz baja—. Tiene clase, aunquedicen que anoche se fue con Paris. —Soltó una risotada y le dio unapalmada a Roderick en el brazo—.Te ha puesto a cien, ¿eh, Lou?

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Roderick, abochornado, seencogió de hombros.

—Estaba pensando en otra cosa.Lowenstein se pasó la lengua por

los carrillos.—Ya, seguro. Bueno, espero que

sepa lo que se hace. Supongo que esmejor eso que consultar la güija. —Se colgó el bolso—. Bigsby y yovamos a hablar con los clienteshabituales del Doug. Cuida delcastillo mientras estamos fuera.

—Volved con alguna pista,Maggie —dijo Roderick retornandoa su silla—. O puede que tengamos

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que sacar ese tablero de güija.Cuando Tess dobló la siguiente

esquina oyó que alguien blasfemaba.Miró atrás y vio a Ben que daba unabuena patada a la máquina de laschocolatinas.

—¡Hija de perra!—Ben. —Ed puso una mano en el

hombro a su compañero—. Esaporquería es veneno para tuorganismo. Olvídalo. Tu cuerpo te loagradecerá.

—Le he puesto cincuentacéntimos. —Ben agarró la máquinacon ambas manos, la zarandeó y soltó

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otro taco—. Y cincuenta céntimossigue siendo un robo por una barritade chocolate con trocitos de frutossecos.

—Deberías probar las pasas —sugirió Ed—. Azúcar natural. Con unmontón de hierro.

Ben apretó los dientes.—Odio las pasas. No son más que

uvas secas.Tess no pudo resistirse a volver

sobre sus pasos.—Detective Paris. ¿Siempre se

pelea con objetos inanimados?Ben volvió la vista, pero no soltó

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la máquina.—Solo cuando me fastidian.Le dio otro violento empujón, pero

se quedó mirando a Tess y se percatóde que esa vez no llegaba mojada.Además, llevaba el pelo recogido enun moño alto muy elegante que hacíapensar a Ben en deliciosos pastelesbajo una campana de cristal. Tal veza ella le pareciera un estiloprofesional, pero a él se le hacía laboca agua.

—Tiene buen aspecto, doctora.—Gracias. Hola, detective

Jackson.

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—Señora. —Ed volvió a poner sumano sobre el hombro de Ben—. Nohay palabras para explicarle lo queme avergüenza el comportamiento demi compañero.

—No pasa nada. Estoyacostumbrada a los problemas deconducta.

—Mierda. —Ben dio un últimoempellón a la máquina y se alejó deella. Pensaba forzar la cerradura encuanto tuviera ocasión—. ¿Mebuscaba?

Tess pensó en cómo lo habíabuscado por el aparcamiento y las

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dependencias interiores, y se decidiópor el tacto antes que por la verdad.

—No. He venido a traer el perfil aHarris.

—Trabaja rápido.—Si hubiera tenido más material

con el que trabajar, habría tardadomás. —Se encogió de hombros paraexpresar a partes iguales sudesencanto y su resignación—. No sési será de mucha ayuda. Me gustaríahacer más.

—Eso es trabajo nuestro —lerecordó Ben.

—Hola, chicos. —Lowenstein

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pasó por delante de ellos y echó unasmonedas en la máquina.

En realidad tenía más ganas de vera la psiquiatra de cerca que decomerse una chocolatina. Habríaapostado una semana de su sueldo aque ese traje rosado era de seda.

—Esa mierda está rota —dijoBen, pero cuando Lowenstein giró lamanivela cayeron dos chocolatinasen la bandeja.

—Dos por una —dijo Lowenstein,metiéndose ambas en el bolso—.Nos vemos después.

—Espera un momento...

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—No creo que quieres montar unaescenita delante de la doctora Court—le recordó Ed.

—Pero esa chocolatina es mía.—Estás mejor sin ella. El azúcar

acabará matándote.—Todo esto es muy interesante —

dijo Tess secamente mientrasobservaba a Ben fulminar aLowenstein con la mirada por laespalda—. Pero voy muy mal detiempo. Quería decirles que tengouna sugerencia. La he incluido en elinforme para el comisario.

Ben se metió las manos en los

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bolsillos y se quedó mirándola.—¿Y es?—Necesitarán un sacerdote...—Ya hemos pasado por ahí,

doctora. Ed y yo hemos hablado conuna docena de ellos.

—... que tenga experiencia enpsiquiatría —finalizó Tess—. Yo hehecho cuanto está en mi mano, perono estoy cualificada para investigarloen profundidad desde el punto devista religioso. Y esa es la clave, enmi opinión. —Miró a Ed de pasada,si bien sabía que era a Ben a quientenía que convencer—. Podría

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investigar el catolicismo, perotardaría un tiempo. Y no creo queninguno de nosotros queramosdesperdiciarlo. Conozco a un doctorde la Universidad Católica, elmonseñor Logan. Tiene unareputación excelente, tanto en laIglesia como en medicinapsiquiátrica. Me gustaría hablar conél.

—Cuanta más gente impliquemos,más posibilidades de filtracioneshabrá —dijo Ben—. No podemospermitir que la prensa conozca losdetalles.

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—Y si no prueban algo diferente,la investigación se quedarájustamente donde está: estancada. —Percibió la irritación que suspalabras causaban e intentó desviarla—. Podría acudir al alcalde ypresionarlo para que se haga, pero noquiero conseguirlo de ese modo.Quiero que me apoyes en esto, Ben.

Ben se balanceó sobre los talones.Otro loquero, pensó. Y encimasacerdote. Pero, por más que lecostara admitirlo, la investigaciónestaba estancada. Habrían habladohasta con un conejo, en caso de que

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la doctora decidiera sacarlo de suchistera.

—Hablaré con el comisario.La sonrisa de ella asomó con

facilidad tras la victoria.—Gracias. —Tess sacó su cartera

y echó unas monedas en la máquinaexpendedora que había tras él.Después de pensarlo un poco, tiró dela manivela. Una barrita de chocolateHershey cayó sobre la bandeja,haciendo un ruido seco—. Toma. —Se la ofreció a Ben con totalsolemnidad—. Me has partido elcorazón. Me alegro de verle,

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detective Jackson.—Un placer, señora. —Mientras

miraba cómo se marchaba, se ledibujó una enorme sonrisa—. Sedesenvuelve bien, ¿eh?

Ben se pasó la chocolatina de unamano a otra con el entrecejofruncido.

—Oh, sí —murmuró—. Como unaprofesional.

Tess no era de las que secomplicaban demasiado con la ropa.Lo cierto era que todo el contenido

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de su armario estabameticulosamente escogido, desde elúltimo de sus jerséis de cachemirahasta las chaquetas de lino,precisamente para no tener quemolestarse cada mañana en decidirqué ponerse. Normalmente optabapor un estilo clásico y por colorescombinables porque le sentabanmejor, y cuando tenía prisa, alargabael brazo y cogía lo que hallara en elropero.

Pero ese día no se vestía para ir ala consulta, aunque tampoco parasalir con el Príncipe Azul; de modo

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que tuvo que decirse cuandodevolvió el tercer vestido alperchero. Tenía veintinueve años, yya sabía que no existían las princesasy que ninguna mujer racional queríavivir en una torre de marfil. Otracosa era una cita sin complicacionescon un hombre atractivo que te hacíaactuar sin premeditación, y BenParis, ciertamente, la llevaba aactuar de esa forma.

Una mirada al reloj la advirtió deque si le daba muchas más vueltas notendría tiempo de vestirse. Se quedóallí delante del armario con un

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picardías diminuto de color carne,sacó un vestido de seda negra y loexaminó cuidadosamente. Simplepero elegante. Decidió que era laopción adecuada, aunque tampocotenía tiempo para pensarlo más. Se lopuso y abrochó la hilera de botonesque iban desde la cintura hasta elcuello.

Tras una nueva inspección ante suespejo basculante asintió,convencida. Sí, pensó, mucho mejorque el azul glaciar con el que habíaempezado o que el gorgette colorframbuesa que acababa de rechazar.

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Se puso los pendientes de diamantesde su madre y la fina pulsera de oroque le regaló su abuelo al graduarse.Se debatía entre hacerse un tocado ono, pero la llamada a la puertadecidió por ella. Tendría que llevarel cabello suelto.

Tess había pensado que Ben jamáspodría vestir con elegancia. Perocuando abrió la puerta y lo vio conese traje gris perla y la camisa decolor salmón supo que seequivocaba. Aun así, en lo de lacorbata sí había acertado. Llevaba elcuello de la camisa abierto. Estaba a

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punto de sonreír cuando vio el ramode violetas que el detective tenía enla mano. No solía emocionarse tanto,pero volvió la vista hacia élsintiéndose como una adolescenteante su primer ramo de flores.

—Una ofrenda de paz —dijo Ben,tan nervioso como ella.

Se decía a sí mismo que no habíamotivos para estarlo, ya que solíaobsequiar con ese tipo de detallesgrandilocuentes o impulsivos a lasmujeres con las que salía. Era suestilo. Buscar un ramillete devioletas en octubre no le había

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parecido una estupidez hasta elmomento en que tuvo queofrecérselas.

—Son preciosas. Gracias. —Tessrecuperó la compostura y le sonrió,aceptando las flores al tiempo que seretiraba para dejarle pasar. Elperfume de las flores le recordaba auna primavera que se se antojabamuy lejana desde el crudo invierno—. Voy a por un jarrón.

Cuando se metió en la cocina, Benechó un vistazo a su alrededor. Vioel grabado de Matisse, las alfombrasturcas, sus pulcros cojines bordados.

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Colores suaves y bonitos, así comomaderas nobles envejecidas. Lahabitación irradiaba riquezageneracional bien asentada.

¿Qué diablos estás haciendo aquí?,se preguntó. Su abuelo es un senador.El tuyo era carnicero. Ella creciórodeada de sirvientes, y tu madretodavía limpia su propio baño. Ellase licenció con honores en Smith, ytú hiciste dos años de universidad sinpena ni gloria hasta que entraste en laacademia.

Sí, le había dado un buen repaso asu historial. También eso formaba

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parte de su estilo. Y estabacompletamente seguro de que sequedarían sin tema de conversaciónen menos de quince minutos.

Tess volvió con las violetas en unpequeño jarrón Wedgwood.

—Te ofrecería una copa, pero notengo Stolichnaya.

—No importa.Ben tomó una decisión sin valorar

los pros y los contras. Habíaaprendido a confiar en sus instintos.Cuando Tess fue a poner las violetasen el centro de la mesa se acercó pordetrás y le tocó el pelo. Ella se dio la

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vuelta lentamente, sin sobresaltarseni sorprenderse, y respondió a lamirada larga y silenciosa que él lededicaba.

Tess olía a París. Ben recordó loscinco días que había pasado allícuando tenía veinte años, conpoquísimo dinero y muchooptimismo. Se enamoró de la ciudad:su aspecto, sus olores, el aire. Todoslos años se prometía que volveríaallí para encontrar lo que fuera queandaba buscando.

—Me gusta más cuando lo llevassuelto —acabó por decir,

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deteniéndose en su cabello un pocomás—. Esta tarde, cuando lollevabas recogido, parecías más fríae inaccesible.

Tess se puso en tensión de repenteal percibir esa atracción entrehombre y mujer que llevaba años sinsentir, que no había querido sentir. Yseguía sin querer hacerlo.

—Más profesional —le corrigióella dando un paso atrás—.¿Tomamos esa copa?

Ben pensó en rasgar ese velo decontrol que la cubría efectuando uncorte largo y preciso. ¿Qué pasaría

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entonces? Pero se arriesgaba afracasar en su objetivo, y ya nohabría vuelta atrás.

—Mejor nos la tomamos en elteatro. Tenemos tiempo suficienteantes de que empiece la función.

—Voy a por el abrigo.

Ben parecía conocer tan bien alpersonal del Roof Terrace como alos del garito lleno de humo de lanoche anterior. Tess observó quehablaba con uno y saludaba a otrocon familiaridad y despreocupación.

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Así que no era un hombre solitario,concluyó, salvo cuando decidíaserlo.

Admiraba a las personas que sesentían cómodas con los demás sinpreocuparse por la impresión quedaban o la opinión del resto. Paracomportarte así, tienes que sentirte agusto contigo mismo, pensó. Y encierto modo, por más satisfecha queella estuviera con su estilo de vida,no había conseguido llegar a esepunto.

Ben cogió su copa, estiró laspiernas y le devolvió la mirada.

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—¿Tienes ya una idea de qué tipode persona soy?

—No del todo. —Tess cogió unaalmendra del cuenco que había en lamesa y la masticó mientrasreflexionaba—. Pero me parece quetú sí la tienes. Si la mayoría de lagente se comprendiera como lo hacestú, tendría que buscarme otro tipo detrabajo.

—Y tú eres muy buena en lo tuyo.—La vio escoger otra almendra consus largos y finos dedos. Una perlaantigua brillaba débilmente en sumano derecha—. Primera de tu

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promoción —comenzó a decir al verque su mano se detenía en seco—.Una consulta privada cuya lista depacientes crece a un ritmo másrápido del que puedes manejar.Acabas de rechazar un oferta paratrabajar en el hospital psiquiátrico deBethesda Naval, pero colaborasgratuitamente con la Donnerly Clinicde la zona sudeste una vez a lasemana.

A Tess no le gustó nada que lehiciera ese resumen. Estabaacostumbrada a ser la persona quetenía más información de las dos que

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hablaban.—¿Siempre investiga el historial

de las chicas con las que sale,detective?

—Es la costumbre —dijo Ben sinazorarse—. Tú misma hablaste decuriosidad anoche. Tu abuelomaterno es el senador JonathanWritemore, de centro-izquierda, unhombre franco, carismático y durocomo una roca.

—Le habría encantado oír eso.—Perdiste a tus padres cuando

tenías catorce años. Lo siento. —Volvió a alzar la copa—. Siempre es

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duro perder a un familiar.Tess advirtió el tono en que lo

decía, la empatía que le informaba deque también él había perdido aalguien.

—Pude superarlo gracias a miabuelo. Sin él, no me habríarecobrado. ¿Cómo te has enterado detantas cosas?

—Los polis no revelan sus fuentes.Ah, he leído tu informe.

Tess esperaba una crítica y sepuso un poco tensa.

—¿Y?—Tienes la impresión de que

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nuestro hombre es inteligente.—Sí. Astuto. Deja tras de sí lo que

él quiere, pero sin pistas.Ben asintió tras unos segundos.— Lo que dices tiene sentido. Me

interesa saber cómo has llegado aesas conclusiones.

Tess dio un sorbo a su bebidaantes de contestar. No queríapreguntarse por qué le importabatanto que él lo comprendiera. Era asíy punto.

—Tengo en cuenta los hechos, elpatrón que va siguiendo. Se ve que esidéntico en cada ocasión. No varía.

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Supongo que en vuestro argot lollamáis modus operandi.

Ben sonrió levemente mientrasasentía.

—Sí.—Su patrón de actuación nos da

un cuadro, un cuadro psicológico. Ati te enseñan a buscar pistas, pruebasy motivos, y a hacer detenciones. Amí, a buscar razones y causas, y arealizar un tratamiento. A tratarlos,Ben —repitió mirándolo a los ojos—. No a juzgarlos.

Ben arqueó una ceja.—¿Y eso es lo que piensas que

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estoy haciendo yo?—Quieres cogerlo —dijo ella

simplemente.—Sí, quiero cogerlo. Quiero

sacarlo de las calles y meterlo en lacárcel.

Aplastó su cigarrillo lentamente,con precisión. Era una medida deautocontrol. Pero sus manos eranfuertes.

—Quieres que reciba su castigo.Puedo entenderlo, aunque no locomparta.

—Preferirías abrirle la cabeza yarreglarlo por dentro. ¡Señor! —

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exclamó sacudiendo su bebida—. Nodeberías dejar que un hombre asíemponzoñe tu corazón.

—La compasión forma parte de mitrabajo —dijo Tess con firmeza—.Está enfermo, enfermo hasta ladesesperación. Si has leído elinforme, y lo has comprendido,sabrás que ese hombre estásufriendo.

—Estrangula a mujeres. Que sufraal pasarles el nudo por el cuello nohace que estén menos muertas. Yosoy compasivo, Tess, compasivo conlas familias de las mujeres con las

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que he tenido que hablar. Tengo quemirarlas a la cara cuando mepreguntan por qué. Y no puedo darlesninguna respuesta.

—Lo siento. —Tess buscó sumano sin pensarlo—. Es un trabajohorrible. De esos que te despiertan amedia noche. Yo también he tenidoque hablar con esas familias que sequedan trastornadas y amargadas trasun suicidio. —Notó la tensión de sumano y suavizó el tono en el quehablaba—. Cuando estás despierta alas tres de la madrugada, siguesviendo en sus ojos esa pregunta y el

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dolor. Ben... —Sintió la necesidadde acercarse más y se inclinó sobreél—. Yo tengo que pensar como unadoctora. Podría decirlo en términosclínicos: impulsos, desórdenes,psicosis funcionales. Cualquiera delas etiquetas que uses equivale aenfermedad. Ese hombre no mata porvenganza o por sacar un beneficio,mata por desesperación.

—Y yo tengo que pensar como unpolicía. Mi trabajo es detenerlo.Todo se reduce a eso. —Se quedó unmomento en silencio y despuésapartó su copa—. Hemos hablado de

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tu monseñor Logan. Harris se estáencargando de ello.

—Eso es genial. Gracias.—No me las des. La idea tampoco

me inspira mucha confianza.Tess se echó hacia atrás, dando un

pequeño suspiro.—No tenemos ningún terreno en

común, ¿verdad?—Tal vez no. —Pero entonces él

recordó la calidez de sus pequeñasmanos—. Puede que no lo hayamosencontrado todavía.

—¿Qué te gusta hacer los sábadospor la tarde? —preguntó Tess a

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bocajarro.—Sentarme a tomar una cerveza

mientras veo un partido.Tess arrugó la nariz.—Así no vamos bien. ¿Y la

música?Ben esbozó una amplia sonrisa.—¿Qué pasa con ella?—¿Qué te gusta?—Depende. Me gusta escuchar

rock cuando conduzco, jazz cuandobebo y Mozart los domingos por lamañana.

—Eso ya está mejor. ¿Y Jelly RollMorton?

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—Sí — respondió cogido porsorpresa, y volvió a sonreír.

—¿Y Springsteen?—Me enamoró con The River.—¿Marvin Gaye?Ben se arrellanó en el asiento y la

miró largo rato.—Puede que tengamos algo por

donde empezar. —Ben le rozó laspiernas con las suyas por debajo dela mesa—. ¿Quieres que vayamos ami casa y escuchemos mi colecciónde discos?

—Detective Paris... —Tess cogióuna última almendra—. A una

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psiquiatra cualificada no se la seducecon frases tan manidas.

—¿Y con frases originales?—¿Como cuál?—Ven a cenar a mi casa después

del teatro y jugamos a ver quiénrecuerda más letras de los Beatles.

Tess esbozó una sonrisa radiante,instantánea, impulsiva, en nadaparecida a las que le había dedicadohasta ese momento.

—Vale... Pero perderás.—¿Conoces a un tipo con dos mil

dólares de empastes en la boca y untraje de Brooks Brothers?

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Tess frunció el entrecejo.—¿Es una adivinanza?—Demasiado tarde, ya está aquí.—¿Quién...? Ah, hola, Frank.—Tess, no esperaba verte por

aquí. —Le dio un toquecito en lamano a la exótica mujer, delgadacomo un palillo, que lo acompañaba—. Lorraine, esta es la doctoraTeresa Court, una colega.

La chica alzó una mano,obviamente aburrida, y se ganó lasimpatía de Tess.

—Me alegro mucho de conocerla.—Su mirada pasó con facilidad de

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Tess a Ben—. Hola.Ben sonrió lentamente y, aunque

no dejó de mirarle la cara en ningúnmomento, apreció cada detalle de supersona.

—Hola, yo soy Ben.—Tess, tendrías que haberme

dicho que veníais. Habría sido unafiesta en grupo —dijo Frank.

Lorraine ladeó la cabeza mirandoa Ben y pensó que tal vez todavía sepudiera salvar la noche.

—Siempre podemos vernosdespués de la obra —dijo.

—Sin duda, podemos —respondió

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Ben, que se ganó un puntapié de Tesspor debajo de la mesa. Su sonrisaapenas se alteró—. Pero Tess y yotenemos que irnos pronto. Negocios.

—Lo siento, Frank. Tendrá que seren otro momento. —Tess se levantó,consciente de que con él la huidasiempre peligraba—. Nos vemos porla consulta. Adiós, Lorraine.

—Toma, tu sombrero. ¿Qué prisatienes? —farfulló Ben mientras laacompañaba a la salida.

—Si supieras lo que yo sé, me loagradecerías.

—Tu... colega tiene mejor gusto

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para las mujeres que para lascorbatas.

—¿En serio? —Tess se esforzópor alisar su chaqueta mientrascaminaba—. A mí me ha parecidomás bien demasiado obvia.

—Sí —dijo Ben mirando haciaatrás—. Sí, sí, muy obvia.

—Supongo que a algunos hombresles gustan los escotes y las pestañaspostizas.

—Algunos hombres son comoanimales.

—Pues era su segunda opción —se oyó decir Tess—. Yo lo rechacé

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antes.—¿De verdad? —Intrigado, Ben le

echó el brazo sobre los hombros paraque caminara más despacio—. ¿Teinvitó a ver la obra de Coward y ledijiste que no?

—Así es.—Me siento halagado.Tess lo fulminó con la mirada. El

ego de ese hombre no necesitabaninguna colaboración por su parte.

—Solo acepté venir contigoporque tú no eres perfecto.

—Ajá. ¿Cuándo te lo pidió?—Ayer a media tarde.

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—Pues no parece afectarle muchoverte conmigo después de que ledieras largas.

Tess, incomodada, quiso escaparde su abrazo.

—Le dije que tenía una cita.—Oh. Le mentiste.Lo dijo con tal satisfacción que

Tess se echó a reír.—Yo tampoco soy perfecta.—Eso facilita las cosas.

Aquel rato que pensaban pasar encasa de Ben después del teatro acabó

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a las dos de la madrugada, cuandocaminaban por el pasillo que llevabaal piso de Tess.

—Mañana por la mañana meodiaré por esto —dijo ella entrebostezos.

—Si todavía no te he preguntadosi quieres dormir conmigo.

El bostezo acabó en una carcajadasilenciada.

—Me refería a beberme mediabotella de vino y a dormir cincohoras. —Tess se detuvo ante lapuerta de su piso y se apoyó contraella—. No esperaba pasarlo tan bien.

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Tampoco él.—¿Por qué no lo probamos otra

vez? A lo mejor la siguiente no lopasamos tan bien.

Se quedó pensando en ello durantetres segundos exactos.

—Vale. ¿Cuándo?—Mañana por la noche hay un

festival dedicado a Bogart en laciudad.

—¿El halcón maltés?—Y El sueño eterno.Tess sonrió, amodorrada en su

propio sueño.—De acuerdo.

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Al ver que se acercaba pensó queiba a besarla. Le pareció natural quela idea le atrajera. Era humanodesear que alguien te abrazara y tetocara. Tenía los ojos entrecerradosy el corazón le latía un poco másrápido.

—Deberías cambiar estacerradura de juguete.

Abrió los ojos de repente.—¿Qué?—La cerradura, Tess. Parece de

mentira. —Dibujó el contorno de sunariz con un dedo, encantado deverla confundida—. Si vas a vivir en

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un edificio sin seguridad, mejor seráque pongas una buena cerradura.

—Una buena cerradura. —Soltóuna risotada y buscó las llaves en elbolso—. No puedo discutir con unpolicía.

—Me alegra oírlo.La cogió de las manos y la besó

antes de que tuviera tiempo deprepararse de nuevo. Más tarde,cuando Tess tuviera la cabezadespejada, se preguntaría si lo habíaplaneado para que sucediera así.

Era estúpido pensar que un besotan tierno y sencillo pudiera

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estremecerte todo el cuerpo. Lasangre no se alteraba realmente, ni lacabeza te daba vueltas. Lo sabía desobras, pero lo sintió de todosmodos. Solo estaba tocándole lasmanos, pero le llegaba hasta el alma.

Tenía una boca habilidosa, peroeso ya lo esperaba. Sus labios erancálidos y suaves, y usaba los dientespara añadir una pizca más deexcitación. Le mordisqueó el labioantes de pasar su lengua sobre la deella. Tess se dijo que solo era por lotardío de la hora, el vino y larelajación, pero se entregó al juego

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sin dar señales de la prudencia quela caracterizaba.

Se suponía que ella se mostraríafría, distante. Eso es lo que Benesperaba. No esperaba encontrarseese calor, ni la pasión y la dulzuraque le transmitía. Tampoco esperabasentir la intimidad inmediata quesienten los antiguos amantes.Conocía bien a las mujeres, o almenos eso creía. Y Tessrepresentaba un misterio porresolver.

Estaba familiarizado con el deseo,algo que hasta ese momento también

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creía conocer bien. Sin embargo, norecordaba ninguna ocasión en la queel deseo se hubiera abalanzado sobreél y lo dejara sin aliento. Queríahacerla suya enseguida, deinmediato, desesperadamente. Lonormal en él habría sido llegar hastael final. Era lo natural. Pero porrazones que no llegaba a comprenderse separó de ella.

Permanecieron mirándose el unoal otro durante un momento.

—Esto podría traernos problemas—consiguió decir Ben tras unossegundos.

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—Sí.Tess tragó saliva y se concentró en

el frío metal de las llaves que teníaen la mano.

—Pon la cadena de seguridad,¿vale? Nos veremos mañana.

Tess erró por centímetros alquerer meter la llave y maldijo antesde conseguirlo al segundo intento.

—Buenas noches, Ben.—Buenas noches.Ben esperó a oír el sonido de la

cerradura y el ruido metálico de lacadena de seguridad antes de darmedia vuelta. Un problema, pensó de

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nuevo. Un problema de los gordos.

Había andado durante horas. Cuandoentró en su piso estaba tan cansadoque apenas se mantenía en pie.Durante los últimos meses solodormía tranquilo cuando quedabaextenuado.

No necesitaba encender la luz.Conocía el camino. Ignoró sunecesidad de descansar y pasó pordelante del dormitorio. No podríadormir hasta que no completara unúltimo deber. La habitación de al

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lado siempre permanecía cerrada. Alabrirla, aspiró la femenina fraganciade las flores frescas que ponía enella cada día. El hábito de sacerdoteestaba colgado del pomo delarmario. El amito enroscado a élrasgaba la tela con su blancura.

Encendió con una cerilla laprimera de las velas, después otra, yotra más, hasta que las sombrastemblaron ante la superficie prístinadel paño del altar.

Había una fotografía enmarcada enplata en la que aparecía una jovenrubia sonriente. Quedaba retratada

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para la posteridad en toda suinocencia, juventud y felicidad. Lasrosas pálidas siempre fueron susfavoritas. Esa era la fragancia que semezclaba con el olor de las velas.

En unos marcos más pequeños seveían los recortes de periódicocuidadosamente enganchados deotras tres mujeres: Carla Johnson,Barbara Clayton, Francie Bowers.Enlazó sus manos y se arrodilló anteellas.

Había muchas otras, pensó.Demasiadas.

Su labor no había hecho más que

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empezar.

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El chico estaba sentado frente a Tess,callado y alicaído. No movía undedo, ni tan siquiera miraba por laventana. Casi nunca lo hacía.Siempre se quedaba en su asientomirándose las rodillas. Sus manos,de dedos largos y nudillos salidos abase de crujírselos, reposaban sobre

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sus muslos. Se mordía tanto las uñasque prácticamente estaban en carneviva. Eran síntomas de nerviosismo,aunque muchos de los que semuerden las uñas y se crujen losnudillos llevan una vidaabsolutamente normal.

Casi nunca miraba a suinterlocutor, que solía acabarinterpretando un monólogo. Cada vezque Tess conseguía establecercontacto visual con él, sentía unapequeña victoria y una pequeñapunzada. Sus ojos expresaban muypoco, ya que había aprendido desde

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pequeño a protegerse y a ocultarse.Lo que se desprendía de ellos cuandoella tenía la rara ocasión de verlosno era resentimiento ni miedo, sinosimple aburrimiento.

La vida no había sido justa conJoseph Higgins hijo, y él no estabadispuesto a arriesgarse a recibir másgolpes bajos. A su edad, cuando loque tocaba era hacerse adulto,escogía el aislamiento y laincomunicación como defensa yúnica alternativa. Tess conocía lossíntomas. Falta de interés, carenciade emociones exteriores, carencia de

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motivaciones. Carencias.Tenía que encontrar algún tipo de

resorte, cualquiera, para que el chicoempezara a interesarse por sí mismoy acabara relacionándose con suentorno. Era demasiado mayor parajugar con él y demasiado joven parahablarle de adulto a adulto. Habíaintentado ambas cosas sin éxito. JoeyHiggins había plantado sus piesfirmemente en tierra de nadie. Para élla adolescencia no era solo una edaddifícil, sino también deprimente.

Llevaba unos buenos tejanos, unospantalones vaqueros resistentes con

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botones como los que ensalzaban enlos anuncios, una sudadera en la quesalía el galápago de Marylandmostrando su enorme sonrisa, yzapatillas de baloncesto Nike últimomodelo. El peinado de su pelocastaño claro, ligeramente de punta,le hacía parecer más delgado. Porfuera era un chico de catorce añosnormal y corriente, vestido como losdemás. Sin embargo, su interior erauna amalgama de confusión, odio a símismo y amargura, a la que Tess nitan siquiera había logrado acercarse.

Era una lástima que en lugar de ser

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su confidente, un hombro sobre elque llorar, o una simple hoja enblanco para él, ella no significaramás que otra figura autoritaria en suvida. Si hubiera explotado al menosuna vez, y si gritara o discutiera conella, le habría parecido que laterapia progresaba. Pero siempre secomportaba de manera correcta eindiferente.

—¿Cómo te sientes en la escuela,Joey?

Ni tan siquiera se encogió dehombros. Parecía que ese simplegesto pudiera delatar los

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sentimientos que tan celosamenteguardaba en su interior.

—Bien.—¿Bien? Supongo que siempre es

duro cambiar de escuela.Tess había luchado contra eso.

Había hecho cuanto estuvo en sumano para convencer a sus padres deque no hicieran un movimiento tandramático en ese fase de la terapia.Malas compañías, dijeron ellos. Esolo alejaría de las malas influenciasque lo habían arrastrado al alcohol, aun breve escarceo con las drogas y acoquetear con el ocultismo, de

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manera también breve, pero algo máscompleja. Lo único que habíanconseguido sus padres era alienarlo yhacerle perder un poco más deautoestima.

No fueron las compañías, nibuenas ni malas, las que llevaron aJoey a participar en esos viajes. Erala espiral de su propia depresión y labúsqueda de una respuesta queprobablemente creía única y hecha asu medida.

Como ya no encontraban porros ensus cajones ni le olía el aliento aalcohol, sus padres confiaban en que

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empezaba a recobrarse. No podían, ono querían ver, que seguía cayendoen una rápida espiral. Simplementehabía aprendido a interiorizarlo.

—Una nueva escuela puede seruna aventura —insistió Tess al verque no respondía—. Aunque es duroser el nuevo.

—No es para tanto —murmuróJoey.

Y siguió mirándose las rodillas.—Me alegra oírlo —dijo, a pesar

de saber que mentía—. Yo tuve quecambiarme de escuela a tu edad, yestaba muy asustada.

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Aunque no se lo creía, el chicoalzó la vista, mostrando ciertointerés. Tenía unos ojos castañooscuro que deberían haber mostradouna expresividad elocuente; sinembargo, eran cautos y recelosos.

—No hay nada de lo queasustarse. No es más que unaescuela.

—¿Por qué no me cuentas algo deella?

—Es simplemente una escuela.—¿Y los otros chicos? ¿Alguien

interesante?—La mayoría de ellos son unos

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capullos.—¿Ah, sí? Y ¿por qué?—Están todo el tiempo juntos. No

quiero conocer a ninguno.No conoce a ninguno, corrigió

Tess. Lo último que necesitaba enese momento, después de perder alos compañeros de clase a los queestaba acostumbrado, era que lorechazaran en la escuela.

—Hacer amigos, y de los buenos,lleva su tiempo. Pero es más duroestar solo que intentar relacionarse,Joey.

—Yo no quería que me cambiaran

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de escuela.—Lo sé. —En eso estaba con él.

Alguien tenía que estarlo—. Ytambién sé que es duro que te llevende un lado a otro cada vez que losque dictan las reglas decidencambiarlas. No es exactamente así,Joey. Tus padres te cambiaron deescuela porque querían lo mejor parati.

—Usted no quería que me sacaran.—Volvió a alzar la vista, pero tanrápido que Tess apenas pudo ver elcolor de sus ojos—. Se lo oí decir ami madre.

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—Como tu doctora, pensaba queestarías más a gusto en la otraescuela. Tu madre te quiere, Joey.No te cambió de escuela comocastigo, sino para que las cosas tefueran mejor.

—No quería que estuviera con misamigos.

No lo dijo con amargura, sino conresignación. No había otraalternativa.

—¿Cómo te sientes por eso?—Ella tenía miedo de que

empezara a beber de nuevo, si salíacon ellos. No estoy bebiendo —

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respondió sin mostrar resentimientoni acritud alguna, sino simplementehastío.

—Lo sé —dijo Tess, y se puso unamano sobre el brazo—. Puedes estarorgulloso de ti mismo por haberlodejado, por tomar la decisióncorrecta. Sé lo difícil que te resultasoportar eso cada día.

—Mamá siempre culpa a otro delas cosas que pasan.

—¿Qué cosas?—Cosas.—¿Te refieres al divorcio? —

Como siempre, se cerró en banda

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ante la simple mención de la palabra.Tess decidió dar marcha atrás—.¿Qué te parece no tener que cogermás el autobús?

—Los autobuses apestan.—Ahora es tu madre quien te lleva

a la escuela.—Sí.—¿Has hablado con tu padre?—Está ocupado. —La miró con

una mezcla de resentimiento ysúplica—. Ha conseguido un nuevotrabajo en una empresa deinformática, pero seguramentepasaremos un fin de semana juntos el

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mes que viene. Para Acción deGracias.

—¿Cómo te sientes respecto aeso?

—Lo pasaremos bien. —El chavalresplandeció de esperanza durante unbreve instante—. Iremos a ver elpartido de los Redskins. Compraráentradas para tribuna. Será comoantes.

—¿Como antes, Joey? —dijoTess. Joey volvió a mirarse lasrodillas, pero tenía el entrecejofruncido de la rabia—. Es importanteque comprendas que las cosas no

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volverán a ser como antes. Que seadiferente no significa que sea malo.A veces, un cambio puede ser lomejor para todos, por más duro queresulte. Ya sé que quieres a tu padre.No tienes que dejar de quererlo porque no vivas con él.

—Ya no tiene casa. Vive en unahabitación. Dice que si no tuvieraque pagar por mi manutención podríatener una casa.

Tess habría querido maldecir aJoseph Higgins padre, y mandarlotodo al diablo, pero mantuvo un tonode voz firme y suave.

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—Intenta entender que tu padretiene un problema, Joey. Tú no eresel problema. El problema es elalcohol.

—Nosotros sí tenemos una casa —murmuró.

—¿Y piensas que tu padre seríamás feliz si no la tuvieseis? —Nodijo palabra al oír a Tess. Se mirabalos zapatos—. Me alegro de quevayas a pasar tiempo con tu padre.Sé que lo echas de menos.

—Ha estado ocupado.—Sí. —Demasiado ocupado para

ver a su hijo, demasiado ocupado

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para devolver las llamadas de lapsiquiatra que intentaba reparar eldaño ocasionado—. A veces lasvidas de los adultos puedenembrollarse mucho. Ahora que estásen una nueva escuela sabrás lo difícilque lo tiene tu padre con el trabajonuevo.

—El mes que viene pasaré un finde semana con él. Mi madre dice queno lo dé por sentado, pero piensohacerlo.

—Tu madre no quiere que telleves una decepción, si algo salemal.

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—Va a venir a recogerme.—Eso espero, Joey. Pero si no lo

hace... Joey... —Volvió a tocarle elbrazo y consiguió que la mirase abase de fuerza de voluntad—. Si nolo hace, tienes que saber que no espor ti, sino por su enfermedad.

—Sí.Asentía porque era la forma más

fácil de evitar que le fastidiaran.Tess lo sabía y deseó una vez máspoder convencer a los padres delchico para que intensificaran laterapia.

—¿Te ha traído tu madre hoy?

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Seguía mirando al suelo, pero laexpresión de rabia habíadesaparecido.

—Mi padrastro.—¿Sigues llevándote bien con él?—Es majo.—Ya sabes que tenerle cariño no

significa que quieras menos a tupadre.

—He dicho que es majo.—¿Alguna chica guapa en la nueva

escuela?Quería sacarle una sonrisa, de

cualquier tipo, por pequeña quefuera.

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—Supongo.—¿Supones? —Tal vez fuera la

sonrisa que intuía en la voz de Tessla que consiguió que Joey volviera aalzar la vista—. No me parece quetengas ningún problema en la vista.

—Tal vez haya un par de ellas. —Y consiguió que sus labios securvaran un tanto—. No me fijomucho.

—Bueno, ya habrá tiempo paraeso. ¿Vendrás a verme la próximasemana?

—Supongo.—¿Me harás un favor mientras

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tanto? Te he dicho que no creo quetengas problemas en la vista. Mira atu madre y a tu padrastro. —Él levolvió la cara, pero Tess lo cogió dela mano—. Joey... —Esperó a queesos ojos oscuros e impenetrables lamiraran otra vez—. Míralos. Estánintentando ayudarte. Cometenerrores, pero lo intentan porque lesimportas. Le importas a mucha gente.Todavía tienes mi teléfono, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí.—Ya sabes que puedes llamarme,

si quieres hablar conmigo antes de lasemana que viene.

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Lo acompañó hasta la salida de laconsulta y se quedó observandocómo su padrastro le dirigía unaenorme sonrisa campechana. Era unhombre de negocios exitoso,tranquilo y con buenos modales. Laantítesis del padre de Joey.

—Ya hemos terminado, ¿eh? —Cuando miró a Tess dejó de sonreírpara mostrar solo tensión—. ¿Cómoha ido hoy, doctora Court?

—Bien, señor Monroe.—Estupendo, eso es estupendo.

¿Por qué no compramos comidachina y damos una sorpresa a tu

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madre, Joey?—Vale. —El chico se puso la

chaqueta de la escuela a la que ya noasistía. Se la dejó sin abrochar, diomedia vuelta y miró hacia un puntoindeterminado hacia la derecha delhombro de Tess—. Adiós, doctoraCourt.

—Adiós, Joey. Nos vemos lapróxima semana.

Al cerrar la puerta, Tess se quedópensando en que el chico seguíahambriento a pesar de que loalimentaran, y se moría de fríoaunque le dieran ropa. Ella tenía la

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llave, pero había que girarla paraque la cerradura se abriera.

Volvió a su escritorio dando unsuspiro.

—¿Doctora Court?Tess contestó al intercomunicador

al tiempo que metía el historial deJoey Higgins en el maletín que habíajunto a su escritorio.

—Sí, Kate.—Ha recibido tres llamadas

durante la sesión. Una del Post, unadel Sun, y otra de la WTTG.

—¿Tres periodistas?Tess se quitó un pendiente para

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masajearse el lóbulo de la oreja.—Los tres querían que les

confirmasen que está trabajando enlos homicidios del Sacerdote.

—Mierda. —Se le cayó elpendiente sobre la carpeta—. Nadaque comentar, Kate.

—Sí, señora.Tess volvió a ponerse el pendiente

con mucha calma. Le habíanprometido que su trabajo quedaría enel anonimato. Era parte del acuerdoal que había llegado con el equipodel alcalde. Nada de comentarios nide despliegues mediáticos. El

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alcalde le garantizó personalmenteque la prensa no la agobiaría. Selevantó para mirar por la ventana yse dijo que no servía de nada culparal alcalde. La información se habíafiltrado, y tendría que adaptarse a lascircunstancias.

No quería hacerse famosa. Ese erael problema. Le gustaba mantener suprivacidad y llevar una vida sencilla.Y eso también era un problema. Susentido común le había dicho quetodo saldría a la luz antes de tiempo,pero a pesar de ello aceptó eltrabajo. Si estuviera tratando a uno

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de sus pacientes, le diría queaceptara la realidad tal como venía yque se enfrentara a ella.

Desde la ventana vio que el tráficoempezaba a ser más denso. Algunosconductores tocaban el claxon, peroel ruido quedaba amortiguado por elcristal y la distancia. En uno deaquellos coches, Joey Higgins iba enbusca de comida china para llevarjunto a ese padrastro al que el chiconegaba su amor y confianza. Losbares comenzaban a servir a los quequerían tomarse una copa rápidaantes de la cena. Las guarderías se

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vaciaban, y una multitud de madrestrabajadoras, padres solteros ymaridos con los nervios crispadosllenaban de preescolares su Volvo osu BMW y se abrían paso entre otrosVolvo y BMW con una sola cosa enmente: llegar a casa para permanecercaliente y a salvo tras las puertas,ventanas y paredes del marcofamiliar. Era improbable que algunode ellos pensara realmente en otrapersona de las que había allí fuera.Una persona que transportaba unapequeña bomba letal que hacía tictacen el interior de su cabeza.

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Durante un instante deseó ser partede esa simple rutina nocturna ypensar solo en la cena o en la facturadel dentista. Pero la carpeta delSacerdote estaba ya en su maletín.

Se dio media vuelta para cogerlo.El primer paso era ir a casa yasegurarse de que todas las llamadaspasaran por el contestadorautomático.

—¿Quién ha filtrado la

información? —exigió saber Ben altiempo que expulsaba una nube de

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humo por la boca.—Seguimos trabajando en ello.Harris estaba de pie junto a su

escritorio, observando a los agentesencargados del caso. Ed, repantigadoen una silla, se pasaba un paquete depipas de una mano a la otra. Bigsby,con su cara grande y colorada y consus recias manos, daba golpecitos enel suelo. Lowenstein y Benpermanecían de pie con las manos enlos bolsillos. Roderick estabasentado muy firme en su silla,apoyando los brazos sobre laspiernas.

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Ben parecía a punto de sacar losdientes y morder al primero quedijera una palabra equivocada.

—Lo que tenemos que hacer esaprovecharnos de la situación. Laprensa sabe que la doctora Courttrabaja con nosotros. En lugar denegarles la información, la usaremosen nuestro beneficio.

—La prensa lleva semanasmachacándonos, comisario —lesrecordó Lowenstein—. Ahora quelas cosas empezaban a enfriarse...

—Yo también leo la prensa,detective —dijo Harris de mala

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gana. Bigsby se removió en suasiento, Roderick se aclaró lagarganta y Lowenstein cerró la bocapor completo—. Mañana por lamañana haremos una rueda deprensa. El gabinete del alcalde sepondrá en contacto con la doctoraCourt. Paris y Jackson, como jefesdel equipo, quiero que estéis allí.Sabéis qué información podemos dara la prensa.

—No tenemos nada nuevo queofrecerles, comisario —señaló Ed.

—Haced que parezca nuevo. Conla doctora Court tendrán suficiente.

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Concertad la cita con ese talmonseñor Logan —añadió, y miró aBen—. Y a este me lo guardáis bajosiete llaves.

—Más loqueros —rezongó Benaplastando el cigarrillo—. Laprimera no nos ha dicho nada que nosepamos.

—Nos ha dicho que el asesinotiene una misión —observóLowenstein tímidamente—. Y queaunque lleve tiempo sin actuar, esprobable no la haya finalizadotodavía.

—Nos ha dicho que está

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asesinando a rubias jóvenes —repuso Ben—. Y eso ya lo sabíamos.

—Date un respiro, Ben —murmuró Ed, consciente de queatraería su ira.

—Dátelo tú —replicó el inspectorParis apretando los puños en elinterior de sus bolsillos—. Esehijoputa está esperando paraestrangular a la primera mujer que seencuentre en el lugar equivocado a lahora equivocada, y nosotros estamosaquí perdiendo el tiempo conpsiquiatras y curas. A mí su alma ysu psique me importan un carajo.

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—Pues tal vez tendrían queimportarnos —dijo Roderickmirando primero al capitán y luego aBen—. Oye, sé cómo te sientes,supongo que igual que nos sentimostodos. Nosotros simplementequeremos atraparlo. Pero ya habéisleído el informe de la doctora.Nuestro hombre no es de los quesalen a buscar sangre y pelea. Sivamos a hacer nuestro trabajo,tendremos que comprender quién es.

—¿Tú has visto bien las fotos deltanatorio, Lou? Sabemos quiénes sonesas mujeres. Sabemos quiénes eran.

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—Muy bien, Paris. Si lo quequiere es desahogarse, mejor seráque se vaya al gimnasio. —Elcapitán Harris esperó un momento yconcentró toda la atención, apelandoúnicamente a sus dotes de mando. Ensu día había sido un buen agente enlas calles. En los despachos eraincluso mejor. Solo en momentosconcretos le deprimía ser conscientede ello—. La conferencia de prensaestá prevista para las ocho de lamañana en la alcaldía. Quiero uninforme sobre la reunión conmonseñor Logan en mi escritorio

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mañana. Bigsby, sigue trabajandopara averiguar de dónde procedenesos malditos pañuelos. Lowensteiny Roderick, volved a hablar con losfamiliares y los amigos de lasvíctimas. Y ahora, fuera de aquí,marchaos a comer algo.

Ed esperó a que hubieran salido,atravesado los pasillos y llegado alaparcamiento.

—No te hace ningún bien culpar ala doctora Court de lo que le pasó atu hermano.

—Josh no tiene nada que ver conesto.

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Pero el dolor seguía ahí. Cada vezque pronunciaba el nombre de suhermano, Ben sentía resquemor en lagarganta.

—Exacto. Y la doctora Court solointenta hacer su trabajo, como todosnosotros.

—Me parece bien. Pero yo nocreo que su trabajo tenga nada quever con el nuestro.

—La psiquiatría criminal se haconvertido en una herramienta detrabajo factible en la...

—Ed, por Dios bendito. Deja deleer ya esas revistas.

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—Deja de leer, deja de aprender.¿Quieres que nos emborrachemos?

—Y lo dice un hombre pegado aun paquete de pipas. —Seguíateniendo el cogote en tensión. Habíaperdido a un hermano, pero despuésllegó Ed y prácticamente llenó esevacío—. Esta noche no. Y de todasformas, me avergüenza que pidasvodka con zumo de frutas.

—Hay que pensar en la salud.—Y también hay que pensar en la

reputación.Ben abrió el coche y se quedó allí

de pie, moviendo las llaves. Hacía

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una noche fría, lo suficiente para quese vieran las vaharadas del aliento.Si llovía antes de que amaneciera, taly como hacía prever ese cieloencapotado, lo haría en forma deaguanieve. La gente adinerada deGeorgetown estaría en sus pulcrascasas adosadas de techos altos,poniendo troncos en la chimenea,bebiendo café irlandés y disfrutandodel espectáculo de las llamas. A lagente de la calle le esperaba unanoche de perros.

—Me perturba —dijo Ben depronto.

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—Una mujer como esa perturbaríaa cualquiera.

—No es tan sencillo. —Ben entróen el coche deseando descubrir cuálera el problema—. Mañana terecojo. A las siete y media.

—Ben... —Ed aguantó la puertadel coche y se inclinó hacia sucompañero—. Salúdala de mi parte.

Ben cerró y encendió el motor.Cuando uno trabajaba con uncompañero, se dijo, llega a conoceral otro demasiado bien.

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Tess colgó el teléfono, apoyó loscodos sobre el escritorio y se apretólos ojos con las palmas de las manos.Joe Higgins padre necesitaba laterapia tanto o más que su hijo, peroestaba demasiado ocupadodestruyendo su vida para verlo. Lallamada de teléfono no había servidopara nada. Pero lo cierto era quetener una conversación con unalcohólico que estaba en plena juergadifícilmente podía servir para algo.Ante la mención del nombre de suhijo lo único que hizo fue llorar yprometer que lo llamaría al día

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siguiente.Pero no lo haría, pensó Tess. Lo

más normal sería que al día siguienteni tan siquiera recordara esaconversación. El tratamiento de Joeydependía del padre, y este andabapegado a la botella, esa mismabotella que había destruido sumatrimonio, que le había hechoperder innumerables trabajos y quelo había dejado solo y en unasituación lamentable.

Si consiguiera que asistiera a unareunión de Alcohólicos Anónimos,que diera el primer paso... Tess

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suspiró hondo y retiró las manos desu cara. ¿No le había explicado lamadre de Joey cuántas veces lo habíaintentado ella, la cantidad de añosque había desperdiciado tratando queJoseph Higgins padre dejara labebida?

Tess comprendía la amargura deesa mujer, respetaba sudeterminación para acabar conaquella vida y enterrar el pasado.Pero Joey no podía hacer eso.Durante toda su infancia, la madre lehabía ocultado la enfermedad de supadre. Había inventado excusas para

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sus escapadas nocturnas y losdespidos de los empleos, creyendoque el chico no debía conocer laverdad.

Joey había visto y oídodemasiadas cosas de pequeño, asíque usó las excusas y explicacionesde su madre para construir un murode mentiras en torno al padre. Unasmentiras que había decidido creer. Sisu padre bebía, era porque beberestaba bien. Tan bien que a loscatorce años ya tenía problemas deadicción. Si su padre perdía elempleo, era porque su jefe estaba

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celoso. Mientras tanto, las notas deJoey bajaban cada vez más, comotambién lo hacían su respeto a laautoridad y a sí mismo.

Cuando la madre de Joey ya nopudo aguantar más y rompió con supadre, todas esas mentiras, promesasy años de resentimiento salieron aflote. Había ocultado las faltas delpadre a su hijo en un intentodesesperado por hacerle ver suserrores sin que la culpara a ella.Joey, por supuesto, nunca lo hizo,como tampoco culpaba al padre. Laúnica persona a la que Joey podía

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culpar era a sí mismo.Su familia se había hecho añicos,

lo habían sacado de la casa en la quehabía crecido y su madre tenía que ira trabajar. Joey luchaba pormantenerse a flote. Cuando la señoraHiggins volvió a casarse, fue supadrastro quien insistió en que loviera un especialista. Para cuandocomenzaron las sesiones ya llevabaencima trece años y medio de culpa,amargura y dolor. En dos meses,Tess apenas había podido arañar laarmadura con la que se protegía: nien las sesiones individuales, ni en las

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que mantenía con su madre y supadrastro un par de veces al mes.

La rabia se apoderó de ella con talrapidez que tuvo que permanecersentada durante varios minutos paracombatirla. Su deber no eraencolerizarse, sino escuchar,preguntar y ofrecer opciones.Compasión, se le permitía sentircompasión, pero no rabia. Así que sesentó, en un intento de escapar a laira y contrarrestarla con eseautocontrol innato que habíaperfeccionado hasta convertir enherramienta profesional.

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Y decidió coger el historial deJoey y empezar a hacer nuevasanotaciones sobre la sesión quehabían tenido esa tarde.

El aguanieve había empezado acaer. Tess se puso las gafas, pero nomiró a través de la ventana, así queno vio al hombre apostado en laacera que observaba la luz de suapartamento. Pero si lo hubierahecho, si hubiera mirado, no lehabría dado la menor importancia.

Así como cuando oyó quellamaban a la puerta no pensó másque en la molestia de que la

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interrumpieran en ese momento. Elteléfono llevaba sonando toda latarde, pero eso había podidoignorarlo y dejárselo al contestador.Si alguna de esas llamadas hubierasido de un paciente, se lo habríadicho el avisador que tenía al lado.Tess daba por sentado que todas lasllamadas tenían relación con elartículo del diario de la tarde que lavinculaba a la investigación de loshomicidios.

Dejó la ficha de Joey abierta sobreel escritorio y se dirigió hacia lapuerta.

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—¿Quién es?—Paris.El tono de voz de una persona

podía decir muchas cosas, aunquesolo pronunciara una palabra. Tessabrió la puerta, consciente de quedaba entrada a una confrontación.

—¿No es un poco tarde para unencuentro oficial, detective?

—Justo a tiempo para las noticiasde las once —dijo Ben, pasando alinterior y encendiendo su televisor.

Tess no se había movido de laentrada.

—¿Es que no tienes tele en tu

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casa?—Es mucho más divertido ver el

circo en compañía.Tess cerró la puerta, lo

suficientemente enojada para dar unportazo.

—Mira, estoy trabajando. ¿Porqué no me dices lo que tengas quedecir y me dejas que siga?

Ben echó un vistazo a suescritorio, y vio los historialesabiertos y sus gafas de leer conmontura gruesa sobre ellos.

—No tardaremos mucho.No se sentó, sino que se quedó de

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pie con las manos en los bolsillos,atendiendo a la introducción delequipo de periodistas. La que leyó lanoticia del día fue la chica morena yguapa de la cara de rasgos felinos:

«La alcaldía ha confirmado hoyque la doctora Teresa Court,conocida psiquiatra de Washington,ha sido asignada para trabajar en elequipo de homicidios del caso delSacerdote. La doctora Court, nietadel veterano senador JonathanWritemore, no ha podido serlocalizada para comentar la noticia.Se sospecha que el asesino apodado

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el Sacerdote ha acabado con la vidade al menos tres mujeres, debido aque todas fueron estranguladas conun amito, un pañuelo que usan lossacerdotes de la Iglesia católica. Lapolicía continúa con la investigaciónabierta el pasado agosto, ahora conla ayuda de la doctora Court.»

—No está mal —dijo Ben—. Hasconseguido que mencionen tu nombretres veces.

Ni tan siquiera pestañeó cuandoTess caminó hacia el televisor y loapagó sin más.

—Te lo repito: di lo que tengas

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que decir.Su voz sonaba fría. Ben sacó un

cigarrillo, dispuesto a enfrentarse aella con sus mismas armas.

—Mañana tenemos una rueda deprensa a las ocho en la alcaldía.

—Ya me lo han notificado.—Tus comentarios tienen que ser

generales y dar los mínimos detallesposibles sobre el caso. La prensaconoce ya el arma homicida, perohemos conseguido que no se filtrenada de las notas ni de su contenido.

—No soy idiota, Ben. Sé cómollevar una rueda de prensa.

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—Estoy seguro de ello. Peroresulta que esa rueda de prensa espara un asunto departamental, nopara alcanzar la gloria personal.

Tess se quedó con la boca abierta,pero lo único que salió de ella fue unsilbido al respirar. Sabía que perderla compostura era inútil e indigno.Sabía que una afirmación tan ridículay resentida no merecía respuesta.Sabía que lo único que merecía elhombre que permanecía allí de piejuzgándola era una despedida fría ycontrolada.

—Serás capullo, insensible,

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prejuicioso, cabeza hueca... —Suteléfono volvió a sonar, pero amboslo ignoraron—. ¿Quién diablos creesque eres para entrar aquí como unmatón y soltar esas sandeces?

Ben buscó un cenicero en tornosuyo y se decidió por un platopequeño pintado a mano. Junto a élhabía un florero con crisantemos deotoño.

—¿De qué sandeces hablas?Tess permanecía de pie tan firme

como un coronel, mientras Ben tirabala ceniza en el plato.

—Dejemos una cosa clara: yo no

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he sido quien ha filtrado esasnoticias a la prensa.

—Nadie ha dicho que lo hayashecho.

—¿Ah, no? —Tess metió lasmanos en los bolsillos de la faldaque llevaba puesta desde hacíacatorce horas. Le dolía la espalda,tenía el estómago vacío y queríaaquello que tanto trabajo le costabadar a sus pacientes: estar en pazconsigo misma—. Pues yo tengo unainterpretación diferente para estaescenita. De hecho, me habíanprometido que mi nombre jamás

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aparecería vinculado a lainvestigación.

—¿Tienes algún problema con quela gente sepa que colaboras con lapolicía?

—Vaya, sí que eres listo, ¿eh?—Más que listo —respondió el

detective Paris, fascinado por esacompleta pérdida de control de sutemperamento.

Tess iba de un sitio a otro mientrashablaba, y sus ojos habían pasadodel violeta al morado. Tenía uncarácter firme y glacial, nada que vercon el tipo de arranques viperinos y

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destrozavajillas a los que estabaacostumbrado. Aquello era un sucesode lo más interesante.

—La respuesta está incluida en lapregunta. ¿No se le ha ocurrido,señor detective, que a lo mejor noquiero que mis pacientes,compañeros y amigos me preguntensobre el caso? ¿No ha pensado quetal vez yo no quería aceptar el casodesde un primer momento?

—Y entonces ¿por qué lo hashecho? Para lo que pagan...

—Porque me convencieron de quepodría ser de ayuda. Y si pensara

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que no serviría de nada, te diría quecogieras tu caso y te lo metieras pordonde te cupiera. ¿Tú crees que megusta perder el tiempo discutiendocon un hombre cerrado de mente quese autoproclama juez moral de miprofesión? Ya tengo suficientesproblemas en mi vida sin que tú estésen ella.

—¿Problemas, doctora? —dijoBen, y echó un vistazo a sualrededor, a las flores, al cristal, alos colores pasteles—. Yo lo veotodo bastante en orden por aquí.

—Tú no tienes ni idea sobre mí,

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mi vida y mi trabajo. —Tess sedirigió hacia el escritorio y se apoyósobre él, pero no consiguió recuperarel control—. ¿Ves estos historiales,estos papeles, estas cintas? Ahídentro está la vida de un chico decatorce años. Un chaval que ya esalcohólico y que necesita que alguienmire en su interior lo suficiente paraque él descubra su propia valía y sulugar en el mundo. —Volvió a lacarga de nuevo, con ojos oscuros yvehementes—. Tú sabes lo que essalvar una vida, ¿verdad, detective?¿Sabes lo que duele, lo que asusta?

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Tal vez yo no use un arma, perotambién intento salvar vidas. Hepasado diez años de la míaintentando aprender a hacerlo. Puedeque con el tiempo suficiente, lahabilidad suficiente y la suertesuficiente, consiga hacerlo algún día.Mierda —dijo al percatarse de lolejos que se había dejado llevar porunas cuantas palabras—. No tengopor qué justificarme de nada ante ti.

—No, no tienes por qué. —Benapagó el cigarrillo apretándolocontra el platillo de porcelana—. Losiento. Me he pasado de la raya.

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Tess silbó un par de veces alrespirar mientras luchaba porrecuperar el control.

—¿Qué tiene mi trabajo para quelo odies tanto?

Ben no estaba preparado todavíapara contárselo, para dejar esa viejacicatriz descarnada al aire y que lainspeccionaran y analizaran. En lugarde eso se apretó los ojos con suscansados dedos.

—No es por ti. Es toda lapsiquiatría. Me hace sentir como sicaminara por un cable de acero muyfino a muchos metros del suelo.

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—Supongo que eso podríaaceptarlo. —Aunque no era larespuesta completa, ni la que ellaquería que le diera—. Es difícil serobjetivos en este momento.

—Demos un paso atrás durante unminuto. No tengo una gran opinión delo que haces y supongo que tútampoco de lo que hago yo.

Tess esperó un momento y luegoasintió.

—De acuerdo.—Ahí estamos atascados. —Ben

fue hasta su escritorio y cogió su tazade café medio vacía—. ¿Hay más de

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esto?—No, puedo hacer.—No importa —dijo al tiempo

que alzaba la mano para aliviar latensión que sentía justo sobre lospárpados—. Oye, lo siento. Pareceque llevemos años en este círculovicioso y que el único progreso quehemos hecho es filtrar información ala prensa.

—Lo sé. Puede que no loentiendas, pero ahora yo estoy enesto tanto como tú, y me siento igualde responsable. —Calló de nuevo,pero en esa ocasión sentía cierta

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afinidad, cierta empatía—. Eso es lomás duro, ¿verdad? Sentirseresponsable.

Ben se apoyó en su escritorio ypensó que Tess era un fenómeno ensu trabajo.

—No puedo quitarme de la cabezala sensación de que está esperandopara atacar de nuevo. Y no estamosmás cerca de encontrarlo, doctora.Podemos engañar un poco a la prensamañana, pero la verdad es que nohemos avanzado en absoluto. Que medigas la razón por la que mata no leservirá de nada a la próxima mujer

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que elija como objetivo.—Yo solo puedo decirte cómo es

por dentro, Ben.—Y yo tengo que decirte que me

importa un bledo. —Se apartó delescritorio para tenerla de frente.Volvía a estar calmada. Lo sabía consolo mirarla a los ojos—. Cuando loatrapemos, y vamos a hacerlo,volverán a revisar ese perfilpsiquiátrico que has hecho. Haránotros informes y luego te pondrán ati, o a cualquier otro psiquiatra, anteel jurado, y él se irá de rositas.

—Lo internarán en un institución

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mental. Eso no es ningún centro deocio, Ben.

—Hasta que un equipo médicodiagnostique que está curado.

—No es tan sencillo como eso.Sabes que la ley no funciona así. —Tess se pasó una mano por loscabellos. Ben tenía tanta razón comoella. Lo cual lo hacía todo más difícil—. No se encierra a nadie por tenercáncer o porque no pueda controlarla desintegración de su propiocuerpo. ¿Cómo podemos castigar aalguien sin tener en cuenta que sumente está en estado de

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desintegración? Ben, la esquizofreniapor sí sola inhabilita a más personasque el cáncer. Hay cientos de milesde internados en los hospitales. Nopodemos volverles la espalda oquemarlos como a brujas porquetengan un desequilibrio químico en elcerebro.

A él no le interesaban lasestadísticas ni las razones, sino losresultados.

—Tú lo dijiste en su momento,doctora. La locura es un términolegal. Esté loco o no, ese tipo tienesus derechos y podrá acceder a un

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abogado, y ese abogado utilizará eltérmino legal. Me gustaría ver cómohablas de desequilibrios químicos aesas tres familias después del juicio,y comprobar si puedes convencerlasde que se ha hecho justicia.

Tess había hecho terapias confamiliares de víctimas, y sabía mejorque nadie que se sentían traicionadosy quedaban con una sensación deamarga impotencia. Era un tipo deimpotencia que cuando sedescontrolaba revertía sobre elterapeuta.

—Tú eres quien tiene la espada,

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Ben. Yo solo tengo palabras.—Sí. —También él disponía de

palabras, y no estaba nada orgullosodel uso que les había dado. Teníaque salir de allí y volver a casa.Ojalá tuviera coñac y una mujeresperándolo—. Mañana concertaréuna cita con monseñor Logan.Supongo que querrás venir.

—Sí. —Se cruzó de brazos y sequedó preguntándose por quésiempre se deprimía tanto después deun arranque de mal genio—. Tengo eldía repleto de citas, pero puedocancelar la de las cuatro.

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—¿Qué es locura transitoria?Tess hizo el esfuerzo,

comprendiendo que también él lohacía, y sonrió.

—Por esta vez te lo dejo pasar.—Intentaré programarlo para las

cuatro y media. Te llamarán paraarreglarlo.

—Vale. —Parecía que el resto delo que se dijeran podría resultardemasiado para ambos—. ¿Seguroque no quieres esa taza de café?

Sí quería, y más que eso, queríasentarse con ella y hablar decualquier cosa que no tuviera nada

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que ver con lo que lo había llevadohasta allí.

—No. He de marcharme. Lascalles están ya hechas un asco.

—¿Cómo?Tess miró por la ventana y se

percató del aguanieve.—Si no ve lo que pasa tras la

ventana, es que trabaja demasiadoduro, doctora. —Ben caminó hasta lapuerta—. No has puesto esacerradura.

—No, no la he puesto.Se volvió con la mano en el pomo

de la puerta. Tenía más ganas de

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quedarse con ella que de tomar esecoñac con su mujer imaginaria.

—¿Te gustó Bogart la otra noche?—Sí, estuvo muy bien.—Tal vez podríamos repetirlo.—Tal vez.—Hasta pronto, doctora. Pon la

cadena.Ben cerró la puerta, pero esperó

hasta oír el sonido metálico de lacadena de seguridad.

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Ed bajaba por la calle Dieciséislentamente. Le gustaba tanto patrullaren coche —bueno, casi tanto— comohacer chirriar las ruedas. Para unhombre sencillo y relativamentetranquilo como él, las persecucionescallejeras a toda velocidad eran unpequeño vicio.

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Ben estaba sentado junto a él ensilencio. Lo normal habría sido quehiciera algún comentario jocososobre su manera de conducir, algocon lo que bromeaba todo lacomisaría. Que Ben no dijera nada alrespecto ni tampoco sobre la cinta deTanya Tucker que había puesto erasíntoma de que tenía la cabeza enotros asuntos. No hacía falta ser tanmetódico como Ed para adivinardónde.

—Me han llegado los papeles delcaso Borelli.

Ed estaba contento escuchando a

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Tanya lamentarse por las mentiras ylos engaños sufridos.

—¿Qué? Ah, sí. A mí también.—Parece que pasaremos un par de

días en el juzgado el mes que viene.El fiscal del distrito querráempapelarlo cuanto antes.

—Más le vale. Nos hemos partidoel lomo para conseguir las pruebas.

El silencio comenzó a gotear denuevo como una fina lluvia. Edtarareó acompañando a Tanya, cantóunas estrofas del estribillo y volvióal tarareo.

—¿Has oído lo del fregadero de

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Lowenstein? Su marido ha inundadola cocina, y ha vuelto a salir toda labasura.

—Eso es lo que pasa cuandopermites que un contable ande porahí con una llave inglesa.

Ben bajó un poco la ventanillapara que el humo saliera por ellacuando encendiera el cigarrillo.

—Con ese van quince —dijo Ed—. Sentirte molesto por lo de larueda de prensa no te llevará aninguna parte.

—No estoy molesto por nada. Megusta fumar. —Aspiró con fuerza

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para dar fe de ello, pero resistió latentación de echarle el humo a lacara—. Es uno de los pocos grandesplaceres de la humanidad.

—Junto a emborracharse y avomitar sobre tus propios zapatos.

—Tengo los zapatos limpios,Jackson. Pero recuerdo a uno que sedesplomó como una secuoya despuésde beberse casi dos litros de vodkacon zumo de zanahoria.

—Solo iba a hacer una siestecita.—Sí, de cabeza. Si no llego a

cogerte, casi herniándome en elproceso, te habrías roto esa narizota

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que tienes. ¿De qué coño te ríes?—Si despotricas, es que no te

compadeces de ti mismo. Ya sabes,Ben, la chica se desenvuelve la marde bien.

—¿Y quién dice lo contrario? —Ben apretó el cigarrillo con losdientes al darle otra calada—. ¿Yquién ha dicho que estuvierapensando en ella, de todas formas?

—¿En quién?—En Tess.—Yo no he mencionado su

nombre.Ed hizo rugir el motor al ver que

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el semáforo se ponía en ámbar y lopasó en rojo.

—No me vengas con jueguecitos.Y ese semáforo estaba en rojo.

—En ámbar.—Estaba en rojo, daltónico hijo

de perra, y deberían quitarte el carnetde conducir. Tengo queencomendarme a Dios cada vez queme meto en un coche contigo.Debería tener un maletín lleno decondecoraciones por eso.

—Y además no está nada mal —comentó Ed—. Menudas piernas.

—Te repites. —Ben puso la

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calefacción, en vista de que el aireque entraba por la rendija cortabacomo un cuchillo—. De todas formasparece una pistolera que vaya afreírte a tiros en veinte pasos.

—La ropa da pistas. Autoridad,indecisión, serenidad. Todo indicaque quiere transmitir autoridad ydistanciamiento. Me da la impresiónde que tendrá a esos periodistascomiendo de su mano sin tan siquieraabrir la boca.

—Alguien debería cancelar tususcripción al Reader’s Digest —respondió Ben.

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Los enormes árboles centenariosque bordeaban la carretera lucían susmejores colores. Las hojas eransuaves al tacto, con brillos rojizos,amarillos y anaranjados. A la semanasiguiente estarían secas, y llenaríanlas aceras y las alcantarillas,arañando el aire con un sonido sordoen su descenso hacia el asfalto. Bentiró el cigarrillo por la rendija ycerró bien la ventanilla.

—De acuerdo, así que se defiende.El problema es que la prensa va atirar de esa carnaza durante unosdías. A los periodistas les encantan

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los pirados. —Ben miró los edificiosantiguos y silenciosos que había traslos silenciosos y antiguos árboles.Eran el tipo de edificios al que ellapertenecía. El tipo de edificios queél solía ver desde fuera—. Y joder,sí que tiene unas piernas de infarto.

—Y además es inteligente. Lamente de una mujer también es dignade admiración.

—¿Qué sabes tú de la mente de lasmujeres? Tu última cita tenía elcoeficiente intelectual de un huevopasado por agua. ¿Y qué mierda esesto que suena?

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Ed sonrió, contento de tener a sucompañero de vuelta.

—Tanya Tucker.—Dios santo.Ben se repantingó en el asiento y

cerró los ojos. —Tiene usted hoy mucho mejor

aspecto, señora Halderman.—Sí, es verdad. Me siento mucho

mejor. —La hermosa mujer morenano estaba tendida sobre el diván nisentada en una silla, sino que parecíadanzar en la consulta de Tess. Echó

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su abrigo de piel sobre el brazo deuna silla y se quedó posando—. ¿Quéle parece mi nuevo vestido?

—Muy favorecedor.—¿Verdad que sí? —La señora

Halderman pasó la mano por la finalana forrada de seda—. El rojo es tanllamativo... Me encanta que la genteme mire.

—¿Ha vuelto a ir de compras,señora Halderman?

—Sí —dijo con una expresiónradiante, y luego su bonita cara demuñeca de porcelana hizo un puchero—. Pero no se enfade, señora Court.

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Ya sé que me dijo que lo mejor seríaque me olvidara de las comprasdurante un tiempo. Y lo he hecho. Nohe pasado por Neiman desde hacecasi una semana.

—No estoy enfadada, señoraHalderman —dijo la doctora Court, yvio cómo el puchero se transformabaal instante en una enorme sonrisa—.Tiene un gusto excelente para laropa.

Por suerte para ella, porque EllenHalderman era obsesiva. Miraba,compraba y muchas veces sedeshacía de la ropa en cuanto la

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usaba, pero eso era un problemamenor. La señora Halderman seguíaesa misma rutina también con loshombres.

—Gracias, doctora. —Dio mediavuelta para enseñar el vuelo de lafalda como si fuera una niña—. Laverdad es que me lo he pasado demiedo comprando. Y habría estadoorgullosa de mí. Solo compré doscosas. Bueno, tres —se corrigióentre risas—. Pero la lencería nocuenta, ¿verdad? Y después bajé atomar café. ¿Conoce ese maravillosorestaurante de Mazza Gallerie, desde

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donde se ve a toda la gente que hayarriba en las tiendas?

—Sí.Tess estaba sentada en una esquina

de su escritorio, y la señoraHalderman la miraba mientras semordía el labio inferior, no porvergüenza o ansiedad, sino de alegríacontenida. Después fue hasta unasilla y se sentó con mucho recato.

—Estaba tomándome un café.Había pensado acompañarlo con unbollo, pero si no cuidara mi figura nolo pasaría tan bien comprando ropa.Había un hombre sentado a la mesa

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de al lado. De verdad, doctora Court,lo supe en cuanto lo vi. Bueno, elcorazón se me revolucionó. —Sellevó la mano al pecho, como siincluso en ese momento se leacelerase el pulso—. Era guapísimo.Solo tenía un poco de canas por aquí.—Se tocó una sien con las puntas delos dedos al tiempo que sus ojosadoptaban ese aire soñador que Tesshabía visto demasiados veces paratener en cuenta—. Estaba moreno,como de haber esquiado, supuse queen Sant Moritz, porque la temporadaen Vermont todavía no ha

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comenzado. Llevaba un maletín consus iniciales en un monograma. Yono dejaba de preguntarme quéquerrían decir: M. W. —Suspiró alnombrar las iniciales, y Tess supoque ya había decidido cambiar elmonograma de sus toallas de baño—.Ni se imagina la de nombres que seme ocurrieron para esas iniciales.

—¿Qué querían decir?—Maxwell Witherspoon. ¿No le

parece un nombre fantástico?—Muy distinguido.—Pues eso mismo le dije yo.—Así que habló con él.

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—Bueno, se me cayó el bolso —dijo, y se llevó una mano a la bocacomo si quisiera ocultar una sonrisa—. Una mujer tiene que valerse dedos o tres buenos trucos, si quiereencontrar al hombre adecuado.

—Tiró el bolso al suelo.—Cayó justo a sus pies. Era ese

tan bonito de piel de serpiente blancoy negro. Maxwell se agachó pararecogerlo y me lo devolviósonriendo. Un poco más y me da unpatatús. Era como un sueño. No oíael ruido de las otras mesas, ni a loscompradores de las tiendas de la

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planta de arriba. Nuestros dedos setocaron y... Bueno, doctora,prométame que no se reirá.

—Por supuesto que no.—Fue como si me tocara el alma.Eso era lo que Tess temía. Se

apartó del escritorio para sentarse enla silla que había frente a supaciente.

—Señora Halderman, ¿se acuerdade Asanti?

—¿Ese? —dijo dedicándole ungesto de desprecio a su cuartomarido.

—Cuando lo conoció en la galería

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de arte, bajo su cuadro de Venecia,creyó que le había tocado el alma.

—Eso era diferente. Asanti eraitaliano. Ya sabe lo espabilados queson los italianos con las mujeres.Maxwell es de Boston.

Tess reprimió un suspiro. Seríanunos cincuenta minutos muy largos.

Cuando Ben entró en la antesala de laconsulta de Tess, encontróexactamente lo esperado: el mismoestilo y la misma clase que suapartamento. Colores serenos,

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violetas y grises para que suspacientes se sintieran cómodos. Lasmacetas con helechos de la ventanatenían las hojas húmedas, como siacabaran de regarlas. Con esas floresrecientes y la colección de figuritasde las vitrinas parecía más un salónque la recepción de una consulta.Dedujo que su paciente era mujer porla revista Vogue que había abiertasobre la mesilla.

No le recordaba a la consulta deaquel otro médico, una sala deparedes blancas que olía a cuero.Tampoco se le hacía un nudo en el

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estómago ni el sudor le recorría elcuello cuando se cerraba la puerta.Allí no tendría que esperar a quesaliera Josh, porque su hermanohabía muerto.

La secretaria de Tess estabasentada ante un pulcro escritoriolacado en blanco y trabajaba con unordenador de sobremesa. CuandoBen y Ed entraron dejó de teclear ymostró el mismo aspecto sereno yapacible que el resto de la sala.

—¿Puedo ayudarles?—Detectives Paris y Jackson.—Ah, sí. Tienen cita con la

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doctora Court. Ahora mismo está conuna paciente. Si no les importaesperar, puedo traerles un café.

—Solo agua caliente —dijo Ed,sacándose una infusión del bolsillo.

La secretaria tan siquierapestañeó.

—Por supuesto.—Siempre estás avergonzándome

—murmuró Ben cuando la chicaentró en la pequeña habitaciónadyacente.

—No pienso llenar mi organismode cafeína solo para ser socialmenteaceptable. —Ed echó un vistazo a su

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alrededor con la infusión colgandode la mano—. ¿Y qué te parece estesitio? Tiene clase.

—Sí —dijo Ben mirando a su vez—. Le pega.

—Yo no sé por qué tienes tantosproblemas con eso —respondió Edun tanto enojado mientras observabauna lámina de Monet, una marinabajo una puesta de sol de coloresdifuminados con un toque ígneo. Legustaba por la misma razón que legustaba todo el arte, porque alguienhabía tenido la imaginación y lahabilidad para hacerlo. Su visión de

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la raza humana se adecuaba tambiéna eso—. Una mujer atractiva einteligente no debería intimidar a unhombre consciente de lo que vale élmismo.

—Jesús, deberías escribir unacolumna en algún periódico.

Justo entonces se abrió la puertadel despacho de Tess y salió laseñora Halderman con el abrigo depiel sobre un brazo. Al ver a los doshombres se detuvo, sonrió y se pasóla punta de la lengua por el labiosuperior, como una niña que acabade ver una tarrina de helado de

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chocolate.—Hola.Ben se encajó los pulgares en los

bolsillos.—Hola.—¿Esperan para ver a la doctora

Court?—Eso es.Ella se quedó donde estaba

durante un momento y luego hizocomo que se sorprendía al ver a Ed.

—Vaya, vaya, eres todo unhombretón, ¿eh?

—Sí, señora —respondió Ed,tragando saliva.

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—Es que me fascinan los...hombres grandes. —La señoraHalderman se dirigió hacia él y ledio un repaso con la mirada—.Siempre me hacen sentir tanindefensa y femenina... ¿Cuánto mideusted, señor...?

Ben se dirigió a la consulta deTess con una enorme sonrisa y lospulgares todavía metidos en losbolsillos, abandonando a Ed a supropia suerte.

Tess estaba sentada al escritorio,con la cabeza echada hacia atrás ylos ojos cerrados. Tenía el pelo

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recogido de nuevo, pero no se la veíainaccesible. Pensó que estaríacansada, y no solo físicamente.Mientras la observaba, Tess se llevólas manos a las sienes y masajeó suincipiente dolor de cabeza.

—Parece que no le vendría maluna aspirina, doctora.

Ella abrió los ojos y su cabeza sepuso en funcionamientoautomáticamente, como si lepareciera inaceptable descansar, a noser que fuera en privado. Tess erabajita, pero el escritorio no laempequeñecía. Parecía venirle al

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pelo, igual que el título enmarcado ennegro que tenía detrás.

—No me gusta tomar pastillas.—¿Solo recetarlas?Tess se enderezó más sobre el

asiento.—No os habré hecho esperar

mucho, ¿verdad? Tengo que coger mimaletín.

Mientras Tess se levantaba, Benavanzó hacia el escritorio.

—Todavía tenemos unos minutos.¿Un día duro?

—Un poco. ¿El tuyo?—No he tenido que disparar a

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nadie. —Cogió un pisapapeles deamatista que había sobre el escritorioy se lo pasó de una mano a otra—.Quería decirte que lo hiciste muybien esta mañana.

Tess cogió un lápiz y se lo pasópor los dedos. Al parecer el próximoenfrentamiento se posponía.

—Gracias. Tú también.Se arrinconó a sí mismo en una

esquina del escritorio, descubriendoque podía relajarse en su consulta,aunque fuera la de una psiquiatra. Nohabía ningún fantasma, nada de loque lamentarse.

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—¿Qué te parecen las sesionesmatinales de los sábados?

—Estoy abierta.Aquello le hizo reír.—Eso había pensado. Dan un par

de películas clásicas de VincentPrice.

—¿Los crímenes del museo decera?

—Y La mosca. ¿Te interesa?—Puede. —Tess se levantó

finalmente. Su dolor de cabeza no eramás que una pulsión en las sienesfácil de ignorar—. Si viene conpalomitas incluidas.

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—Incluso habrá pizza después.—Me rindo.—Tess —dijo poniéndole una

mano en el hombro, a pesar de queese traje gris a medida seguíaintimidándolo—. Lo que pasóanoche...

—Creía que ya nos habíamosdisculpado por eso.

—Sí. —Ahora no se la veíacansada ni vulnerable, sinocontrolada. Intacta, intocable.Retrocedió un poco, sosteniendotodavía la amatista. Era del mismocolor que sus ojos—. ¿Alguna vez

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has hecho el amor aquí?Tess alzó una ceja. Era consciente

de que quería sorprenderla, o cuandomenos fastidiarla.

—Información privilegiada. —Cogió el maletín que estaba junto asu escritorio y se dirigió hacia lapuerta—. ¿Vienes?

Ben sintió la necesidad de metersela amatista en el bolsillo.Disgustado, puso el pisapapel en susitio y siguió a Tess.

Ed estaba de pie junto al escritoriode la secretaria, sorbiendo su té.Tenía la cara casi tan roja como el

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pelo.—La señora Halderman —dijo la

secretaria a Tess, mirando a Ed consimpatía—. He conseguido echarlaantes de que lo devorase.

—Lo siento muchísimo, Ed. —Pero los ojos de ella brillaban aldecirlo—. ¿Quieres sentarte unmomento?

—No. —Miró a su compañero amodo de advertencia—. Di una solapalabra y...

—No lo haré. —Ben caminóhaciéndose el inocente hasta lapuerta y se quedó aguantándola. En

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cuanto Ed pasó, se colocó a su lado—. Pero es verdad que eres unhombretón, ¿eh?

—Tú sigue así…

Monseñor Timothy Logan no separecía en absoluto a los curas queBen había conocido durante suinfancia. En lugar de sotana, llevabauna chaqueta de cuadros sobre unjersey de cuello vuelto de coloramarillo. Tenía una cara grande yancha de irlandés, y en su oscuropelo rojo empezaban a asomar

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algunas canas. El despacho en nadarecordaba al silencioso espacio deuna rectoría, con sus fraganciassantificadas y sus viejas maderasoscuras, sino que olía a tabaco depipa y a polvo, como el gabinete deun hombre cualquiera.

De sus paredes no colgabancuadros de santos ni de Cristo, ytampoco había figuras de cerámicade la Virgen con su cara triste ycomprensiva. Solo libros, montonesde ellos, algunos de teología, otrosde psiquiatría y varios sobre pesca.Y en el lugar que debería ocupar el

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crucifijo había un pez disecado sobreuna placa de madera.

Sobre un atril reposaba una viejaBiblia con inscripciones en laportada, y también había otra nueva,aunque gastada por el uso, abierta enel escritorio. Un rosario con gruesascuentas de madera le hacíacompañía.

—Encantado de conocerle,monseñor Logan —dijo Tess, y letendió una mano en un gesto entrecolegas que incomodó a Ben.

Llevara chaqueta de cuadros o no,aquel hombre seguía siendo un

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sacerdote, y a los sacerdotes habíaque reverenciarlos, temerlos incluso,y respetarlos. La extensión de Diosen la tierra, recordó Ben que decía sumadre. Daban los sacramentos,perdonaban los pecados y absolvíana los moribundos. Uno de ellos visitóa su hermano cuando ya habíamuerto. Tuvo palabras de consuelo,comprensión y amabilidad para lafamilia, pero no dio la absolución aJosh. Suicidio. El más mortal entrelos pecados mortales.

—Igualmente, doctora Court. —Logan tenía una voz clara y

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atronadora que habría resonado en elinterior de una catedral fácilmente.Pero poseía una dureza que a Ben lerecordaba a los árbitros de béisbolcuando eliminan al bateador—.Asistí a su conferencia sobre lademencia. No tuve ocasión dedecirle que me pareció excelente.

—Gracias. Monseñor, estos sonlos detectives Paris y Jackson. Estánal frente de la investigación.

—Detectives.Ben aceptó el apretón de manos y

se sintió idiota por esperar, aunquefuera durante un instante, algo más

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que carne y huesos.—Acomódense, por favor —dijo

señalando las sillas—. Tengo elperfil que ha hecho y el informesobre mi escritorio, doctora Court.—Llegó al otro lado del escritoriocon el paso tranquilo ydespreocupado de un jugador de golf—. Los leí esta mañana y me hanparecido tan perturbadores comointuitivos.

—¿Está de acuerdo?—Sí, yo habría compuesto un

perfil parecido con los datos delinforme de los detectives. Los

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aspectos religiosos son innegables.Por supuesto, las alusiones y losdelirios religiosos son normales enla esquizofrenia.

—Juana de Arco oía voces —musitó Ben.

Logan sonrió y entrelazó susanchas y expeditivas manos.

—Como un buen número de santosy mártires. Algunos dirán que unayuno de cuarenta días haría oírvoces a cualquiera. Otros, que eranunos elegidos. En este caso creo quetodos coincidiremos en que no setrata de ningún santo, sino de un

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hombre con una mente muyperturbada.

—En eso no vamos a discutir —dijo Ed con su libreta en la mano,recordando que una vez hizo unayuno de tres días y que se sentía untanto... bueno, espiritual.

—Como psiquiatra y comosacerdote, el asesinato me parece unpecado ante Dios y un acto deaberración absoluta. Sin embargo,tenemos que lidiar primero con laaberración mental para evitar quevuelva a cometerse el pecado. —Logan abrió la carpeta de Tess y le

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dio golpecitos con un dedo—.Cualquiera diría que los aspectosreligiosos y los delirios sonconnaturales al catolicismo. He decoincidir con usted en que el uso delamito como arma homicida puedeinterpretarse como un ataque a laIglesia, o como forma de devoción.

Tess se inclinó hacia delante.—¿Cree usted que es sacerdote o

que lo ha sido?—Me parece más que probable

que haya recibido instrucción. —Empezó a fruncir poco a poco elentrecejo, hasta que su frente se

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arrugó por completo—. Hay otrasprendas del hábito de un sacerdoteque podría haber usado paraestrangular. Pero el amito se pone alcuello, así que es bastante preciso.

—¿Y el uso del blanco?—Para simbolizar la absolución,

la salvación.El sacerdote extendió la mano

inconscientemente, mostrando laspalmas en ese gesto inmemorial.

Tess asintió, coincidiendo con él.—Absuelve de un pecado.

¿Cometido contra sí mismo?—Podría ser; un pecado que causó

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la muerte o pérdida espiritual de lamujer que continúa salvando.

—¿Se pone a sí mismo en el papelde Jesucristo? ¿Como el Salvador?—preguntó Ben—. ¿Y arroja laprimera piedra?

Logan era un hombre que setomaba su tiempo y miraba por dondepisaba, así que se recostó en elasiento y se acarició el lóbulo de unaoreja.

—No se ve a sí mismo comoJesucristo, al menos todavía no. Ensu mente actúa como siervo delSeñor, detective, un siervo

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consciente de su mortalidad. Tomaprecauciones, se protege.Posiblemente se percata de que lasociedad no acepta su misión, peroatiende a una autoridad superior.

—Las voces de nuevo —propusoBen para después encenderse uncigarrillo.

—Voces, visiones. Para unesquizofrénico son tan reales como elmundo en que vive, o más incluso.No se trata de personalidad múltiple,sino de una enfermedad, detective,una disfunción biológica. Es posibleque lleve años enfermo.

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—Los asesinatos comenzaron enagosto —señaló Ben—. Hemosrevisado los casos con losdepartamentos de homicidios de todoel país. No ha habido otrosasesinatos con el mismo modusoperandi. Han empezado aquí.

Los detalles de la investigaciónpolicial interesaban a monseñorLogan, pero no le hacían perder elnorte.

—Tal vez estuviera en un períodode recuperación y que el estrés hayahecho que los síntomas reaparezcanen forma de violencia. Por el

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momento se debate entre la realidady la apariencia. Entre las oraciones yla agonía.

—Y el asesinato —dijo Benrotundamente.

—No espero que lo compadezcan—repuso monseñor Logan en vozbaja, con sus ojos oscuros desacerdote y sus diligentes manos—.Ese es mi terreno, y el de la doctoraCourt, y no puede ser el suyo, dadosu papel en este caso. Ninguno denosotros quiere que mate de nuevo,detective Paris.

—Usted no cree que tenga delirios

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de grandeza con Jesucristo —lointerrumpió Ed mientras continuabatomando notas metódicamente—.¿Solo porque toma precauciones? AJesús lo destruyeron físicamente.

—Bien visto. —Su voz claraadquirió nuevos matices. No habíanada que le gustara más que cuandouno de sus estudiantes cuestionabasus teorías. Monseñor Logan miróalternativamente a ambos detectives,y decidió que hacían buena pareja—.Pero no me parece que se vea a símismo como más que unaherramienta. La religión, su

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estructura, los preceptos tienen másinfluencia que la teología. Asesinacomo sacerdote, lo sea o no.Absuelve y perdona los pecadoscomo si fuera un enviado del Señor—continuó, y vio que Ben hacía unamueca—, no como el hijo de Dios.He desarrollado una interesanteteoría que se le ha pasado, doctoraCourt.

—¿Cómo? —espetó ella,concentrando toda su atención en esemomento.

—También la pasó por alto elequipo de investigación.

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—Yo soy metodista —repuso Ed,que seguía escribiendo.

—No intento que se conviertan —dijo, alzando la pipa y llenándola detabaco. Tenía unos dedos rudos ygruesos, con las uñas pulcramentecortadas. Se le cayeron unas hebrasde tabaco y se quedaron en su jerseyde cuello vuelto amarillo—. La fechadel primer asesinato, el quince deagosto, es una festividad católica.

—La Asunción —dijo Ben sinapenas darse cuenta.

—Sí. —Monseñor Logan siguiórellenando su pipa y sonrió.

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A Ben le recordó a cuando daba larespuesta correcta en las clases decatecismo.

—Antes era católico.—Un problema común. —

Monseñor encendió su pipa.Nada de lecciones ni de caras

beatíficas extrañadas. Ben notó quese le relajaban los hombros. Lacabeza empezó a funcionarle.

—No caí en lo de las fechas.¿Cree que es importante?

Logan se quitó el tabaco del jerseyde manera meticulosa.

—Podría serlo.

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—Lo siento, monseñor —dijoTess alzando las manos—. Tendráque explicármelo.

—El quince de agosto es el día enque la Iglesia reconoce la ascensiónde la Virgen a los cielos. La madrede Dios era mortal, pero llevaba alSalvador en su seno. Lareverenciamos como al ser más santoy puro entre todas las mujeres.

—Puro —musitó Tess.—No le habría prestado mucha

atención a esa fecha por sí sola —continuó Logan—, pero, en cualquiercaso, me picó la curiosidad lo

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suficiente para revisar el calendarioeclesiástico. El segundo asesinatosucedió el día en que celebramos elnacimiento de María.

—¿Está escogiendo los días que laIglesia le dedica a esta... perdón,quiero decir a la Virgen María? —Ed dejó de escribir el tiempo justopara que monseñor Logan se loconfirmara.

—El tercer asesinato tuvo lugar enla festividad de Nuestra Señora delRosario. He añadido un calendarioeclesiástico a la carpeta, doctoraCourt. No creo que tres de tres sea

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una coincidencia.—No, estoy de acuerdo. —Tess se

levantó, ansiosa por verlo ellamisma. Cogió el calendario y estudiólas fechas que Logan había señalado.Empezaba a anochecer. Monseñorencendió la luz y el haz cayó justosobre el papel que tenía en las manos—. El siguiente no es hasta el ochode diciembre.

—La Inmaculada Concepción —dijo monseñor Logan, dando despuésuna calada de la pipa.

—Eso dejaría un vacío de ochosemanas desde el último asesinato —

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calculó Ed—. Nunca ha dejado másde cuatro semanas entre uno y otro.

—Y no podemos estar seguros deque sea emocionalmente capaz deesperar tanto tiempo —apuntó contimidez Tess—. Tal vez cambie elpatrón. Cualquier incidente puededesestabilizarlo por completo;entonces se vería obligado a elegiruna fecha significativa para él.

—La fecha del nacimiento o lamuerte de alguna persona importantepara él —aportó Ben, encendiendootro pitillo.

—Una figura femenina. —Tess

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seguía sujetando el calendario—. Lafigura femenina por excelencia.

—Coincido en que el estrés quesufre será cada vez mayor. —Logansoltó la pipa y se inclinó haciadelante—. La necesidad dedesahogarse podría hacerle atacarantes.

—Seguramente tiene que soportaralgún tipo de dolor físico —dijoTess, al tiempo que guardaba elcalendario en su maletín—. Dolor decabeza, náuseas. Si se agudiza losuficiente como para impedirlecontinuar con su vida diaria...

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—Exacto. —Logan entrelazó lasmanos de nuevo—. Ojalá pudiera serde más ayuda. Me gustaría quevolviéramos a hablar de esto,doctora Court.

—Por lo pronto, tenemos unpatrón. —Ben se levantó, al tiempoque apagaba su cigarrillo—. Nosconcentraremos en el ocho dediciembre.

—Son solo migajas —dijo Bencuando salieron al frío de la oscuracalle—. Pero estoy dispuesto a

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aceptarlas.—No me había percatado de que

eres católico. —Tess se abrochó elabrigo para protegerse del viento queempezaba a arreciar—. Tal vez seauna ventaja.

—Era católico. Y, hablando demigajas, ¿tenéis hambre?

—Me muero de hambre.—Genial —dijo Ben, pasándole

un brazo por el hombro—. Entoncestendremos que ir los dos contra Ed.No te apetecerá comer yogur y brotesde alfalfa, ¿verdad?

—Eh...

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—Ben querrá parar en cualquiersitio para pedir una hamburguesagrasienta. Es asqueroso lo que estehombre se mete en el organismo.

—¿Qué tal comida china? —ATess no se le ocurrió nada mejormientras entraba en el coche—.Conozco un sitio pequeñito y muyagradable al lado de mi consulta.

—¿No te dije que tenía clase? —dijo Ed, colocándose en el asientodel conductor. Se abrochó el cinturóny esperó a que Ben hiciera lo propiocon la paciencia de los que sonsabios y voluntariosos—. Los chinos

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respetan el sistema digestivoadecuadamente.

—Seguro, embutiéndotelo dearroz. —Ben miró hacia atrás y vioque Tess ya estaba en su asiento conla carpeta abierta—. Vamos, doctora,dese un respiro.

—Solo quiero revisar un par decosas.

—¿Alguna vez has tratado a unadicto al trabajo?

Tess miró la carpeta y despuésvolvió la vista a Ben.

—Creo que está empezando aapetecerme ese yogur.

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—¡Tanya Tucker no! —Ben sacóla cinta antes de que sonara laprimera línea de la canción—. Yahas disfrutado con ella esta tarde.

—Ojalá.—Degenerado. Voy a poner...

Mierda, mira eso. En la licorería.Ed aminoró la marcha.—Parece que tenemos un cinco

cero cinco en proceso.—¿Un qué?Tess se enderezó sobre su asiento

para ver mejor.—Un robo. —Ben ya estaba

quitándose el cinturón—. Vuelta al

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trabajo…—¿Un robo? ¿Dónde?—¿Dónde están los patrulleros?

—dijo Ben mientras intentabaalcanzar la radio—. Joder, yo loúnico que quiero es un plato de cerdoagridulce.

—El cerdo es veneno —dijo Ed, yse desabrochó el suyo.

—Unidad seis cero —dijo Benpor la radio—. Tenemos un cincocero cinco en la Tercera conDouglas. A cualquier unidaddisponible. Llevamos un coche depaisano. Vaya, maldita sea. Está

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saliendo. Necesitamos refuerzos. Elsospechoso se dirige al sur. Varónblanco de uno setenta y cinco yochenta kilos. Chaqueta negra ytejanos.

Alguien contestó por la radio.—Sí, lo tenemos.Ed apretó el acelerador y dio la

vuelta a la esquina. Tess mirabadesde el asiento de atrás, fascinada.

Había visto cómo el hombremisterioso de la chaqueta negra salíade la licorería y se dirigía a pasorápido calle arriba. En cuanto volvióla cabeza y vio el Mustang, echó a

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correr.—Mierda, nos ha descubierto. —

Ben sacó la luz de emergencias—.Agárrese bien, doctora.

—Va hacia el callejón —dijo demala gana Ed.

Detuvo el vehículo haciendo underrape. Antes de que Tess abriera laboca ambos estaban fuera del cocheen plena persecución.

—¡Quédate en el coche! —le gritóBen.

Ella le hizo caso durante unos diezsegundos. Después cerró la puerta degolpe y corrió hasta la entrada del

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callejón.Ed era más grande, pero Ben era

más rápido. Tess observó cómo elhombre al que perseguían se llevabala mano al bolsillo de la chaqueta.Vio que sacaba un arma, pero solotuvo tiempo para quedarse paralizadaun segundo antes de que Ben loagarrara por las rodillas y lo tirasesobre una hilera de cubos de basura.Se oyó un disparo entre el ruido delmetal. Ya había llegado a la mitaddel callejón cuando Ben redujo alindividuo. En el callejón habíasangre y olía a comida podrida de

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los cubos de basura, que se vaciabanfrecuentemente pero que rara vez selimpiaban. El hombre no se resistió,probablemente porque vio que Edtenía la placa en la mano. Escupió unhilillo de baba teñido de sangre.

Aquello no era como se veía portelevisión, pensó Tess mientrasmiraba al tipo que habría disparo aBen a bocajarro en caso de que esteno lo hubiera atrapado a tiempo. Nitampoco como en las novelas. No erani tan siquiera como en las noticiasde las once, en las que te daban todolujo de detalles con la frialdad de

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una ametralladora. La vida estaballena de callejones pestilentes y deescupitajos. Tess había pasado porello gracias a su trabajo y susestudios, pero solo emocionalmente.Suspiró de alivio al saber que nosentía miedo, sino solo curiosidad, ytal vez un poco de fascinación.

Ben colocó al ladrón las esposas ala espalda con dos movimientosbruscos.

—¿Tan tonto eres que quieresdisparar a un agente de policía?

—Te has ensuciado los pantalonescon grasa —le indicó Ed mientras

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guardaba la pistola.Ben se miró los pantalones y vio

que tenía una larga mancha que lellegaba del tobillo a la rodilla.

—Maldita sea. Soy de homicidios,capullo —dijo a la cara del detenido—. No me gusta mancharme lospantalones de grasa. De hecho, mepongo de mala hostia cuando memancho los pantalones de grasa. —Asqueado, se lo entregó a Ed y sacósu insignia—. Estás bajo arresto,mamón. Tienes derecho apermanecer en silencio. Tienes...Tess, maldita sea, ¿no te he dicho

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que te quedaras en el coche?—Llevaba una pistola.—Los malos siempre llevan

pistolas. —Al mirarla, con su abrigode cachemir celeste, pudo oler elmiedo del ladronzuelo. Tess parecíaa punto de salir para tomar cóctelesen Embassy Row—. Vuelve alcoche, este no es tu sitio.

Tess lo ignoró y se quedóobservando al ladrón. Tenía un buenarañazo en la parte de la frente quese había golpeado contra el suelo.Eso explicaba su falta deexpresividad: conmoción leve. Tanto

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la piel como los ojos mostraban unatonalidad amarillenta, y aunque elviento que entraba por el callejón levolaba la chaqueta, su cara estabasudada.

—Parece que tiene hepatitis.—Va a tener mucho tiempo para

recuperarse. —Ben oyó las sirenas ymiró hacia atrás—. Ahí llega lacaballería. Que le lean sus derechoslos de uniforme.

Cuando Ben la tomó del brazo,Tess negó con la cabeza.

—Tú ibas corriendo tras él y eltipo llevaba una pistola.

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—También yo llevaba una —lerecordó Ben mientras la acompañabaafuera del callejón.

Antes de continuar hasta el coche,mostró su placa a los agentes.

—Tú no la habías sacado. Iba adispararte.

—Eso suelen hacer los malos.Cometen el crimen, los perseguimosy ellos intentan escaparse.

—No hagas como si fuera unjuego.

—Es un juego.—Ha estado a punto de matarte, y

tú te enfadas porque te has manchado

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los pantalones.Ben volvió a mirarse al

recordarlo.—El departamento tendrá que

pagar la factura. La grasa nunca seva.

—Estás loco.—¿Esa es tu opinión profesional?Alguna buena razón habría para

que le entraran ganas de reír. Tessdecidió que lo analizaría más tarde.

—Todavía estoy formándome unaopinión.

—Tómate tu tiempo. —Ben seguíaacelerado por la adrenalina de la

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persecución. Al acercarse al cochevio que habían llegado tres unidadesde refuerzo para un matoncillo detres al cuarto con hepatitis. Tal vezestuvieran todos locos—. Vamos,quédate aquí sentada un momentomientras informo a los agentes.

—Tienes sangre en la boca.—¿Sí? —Ben se limpió con el

revés de la mano y se quedó mirandola mancha de sangre—. Sí. A lomejor necesito un médico.

Tess se sacó un pañuelo de papeldel bolsillo y le limpió la herida.

—A lo mejor necesitas una.

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A su espalda, el hombre al queacababan de arrestar empezó a soltarimproperios al tiempo que lamuchedumbre se agolpaba en torno aél.

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6

Tess trabajó a destajo en su lista depacientes durante los siguientes días.Su jornada, de ocho a diez horas,pasó a ser de doce a catorce.Pospuso la habitual cena de losviernes con su abuelo, algo quejamás habría hecho por una cita, solopor un paciente.

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La prensa la acosaba y tambiénalgunos de sus colegas con menostacto, como Frank Fuller. El trabajocon la policía añadía suficientemisterio a su persona para querondara por la consulta en cuantodaban las cinco de la tarde. Tessempezó a quedarse a trabajar hastalas seis.

Aunque no tenía noticias nuevas,su preocupación era angustiante. Notardaría mucho en haber una nuevavíctima. Cuanto mejor comprendía lamente del asesino más segura estabade ello.

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Pero quien la mantuvo en velahasta la madrugada del sábado, yacon las calles oscuras y desiertas ylos ojos enrojecidos del cansancio,fue Joey Higgins. Tess se quitó lasgafas, se recostó en la silla y se losfrotó. ¿Por qué no podía abrirle losojos? ¿Por qué no tenía el másmínimo efecto sobre él? La sesión dela tarde con la madre y el padrastrohabía sido un desastre. No hubopataletas, ni gritos, ni acusaciones.Habría preferido eso, una muestra deemoción al menos.

El chico simplemente estaba allí

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sentado, respondiendo conmonosílabos. Su padre no habíallamado. Tess percibió furia en losojos de la madre, pero en los de Joeysolo había resignación. Y seguíainsistiendo, a su discreto eimperturbable modo, en que pasaríael fin de semana de Acción deGracias con su padre.

Se llevaría una decepción. Tess seapretó los ojos hasta que laquemazón que sentía se transformó enun dolor apagado. Tal vez lasiguiente decepción sería la gota quecolmara el vaso.

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Joey Higgins era el candidatoideal para el alcohol, las drogas y ladestrucción. Los Monroe solo veíanla punta del iceberg y no le permitíanllegar hasta donde ella quería. Encuanto mencionó una posiblehospitalización le pararon los pies.Joey solo necesitaba tiempo, solonecesitaba una estructura familiar,solo necesitaba... Ayuda, pensó Tess.Desesperadamente. Ya no estabaconvencida de que una sesiónsemanal bastara para hacerprogresos.

Pensó en el padrastro; tal vez a él

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podría convencerlo. Quizá podríahacerle comprender que eranecesario proteger a Joey de símismo. Decidió que su siguientepaso sería convocar a Monroe asolas en su consulta.

No podía hacer nada más por esanoche. Se incorporó para cerrar suhistorial, y al echar un vistazo por laventana, se percató de que había unafigura solitaria en la calle. Esa partede Georgetown, con sus parterres enlas aceras tan arreglados frente a losedificios de ladrillo, no se prestaba ala presencia de vagabundos o de

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gente de la calle. Y sin embargo,parecía que aquel hombre llevara allíun buen rato. Al frío, solo. Ymirando hacia arriba... Mirando a suventana. En cuanto se percató deello, Tess se apartó.

Se dijo que era una tontería, peroapagó la lámpara del escritorio.Nadie tenía motivos para quedarseobservando su ventana desde unaesquina. Con todo, una vez apagadaslas luces, se animó a acercarse yseparó un poco la cortina. El tipoestaba allí sin hacer nada. Sinmoverse, solo mirando. Se

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estremeció ante la idea de que lamiraba a ella, aunque estuviera a trespisos de altura y no se viera nada.

Se preguntó si sería uno de suspacientes. Pero siempre se habíapreocupado de mantener su direcciónpersonal en secreto. Un periodista.Al pensarlo, se le pasó un poco elmiedo. Seguramente sería unperiodista que quería dar a lahistoria un nuevo punto de vista. ¿Alas dos de la madrugada?, sepreguntó Tess dejando caer lacortina.

Se convenció de que no pasaba

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nada. Había imaginado que elhombre miraba a su ventana. Estabaoscuro y era muy tarde. Se tratabasimple y llanamente de alguien queesperaba a que lo recogieran o...

No en aquel barrio. Se acercó a laventana para abrir la cortina denuevo, pero no se atrevió a hacerlo.

Faltaba poco para que volviera aatacar. ¿No era eso lo que la habíaestado obsesionando? ¿No era eso delo que tenía miedo? Ese hombresufría, estaba bajo presión y teníauna misión. Rubias, cerca de lostreinta años, complexión entre

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pequeña y mediana.Tess se llevó una mano al cuello.

Para, se ordenó. Después retiró lamano y tocó el dobladillo de lacortina. Controlar un pequeñoepisodio de paranoia era fácil. Nadieandaba tras ella, salvo unpsicoanalista obseso sexual y unoscuantos periodistas voraces. Noestaba en la calle, sino encerrada ensu propia casa. Estaba cansada,había trabajado demasiado eimaginaba cosas. Era hora de dar poracabada la noche, hora de servirseuna buena copa de vino blanco, de

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encender el equipo de música y demeterse en una bañera caliente llenade burbujas.

Pero le tembló un poco el pulso alapartar la cortina.

La calle estaba desierta.Tess dejó caer la cortina y se

preguntó por qué eso no latranquilizaba en absoluto.

Lo había mirado. No sabía cómo,pero lo sabía. Había notado cómosus ojos se fijaban en él cuandoestaba en la calle. ¿Qué habría visto?

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¿Tal vez su salvación?Entró en su apartamento, casi

llorando por el dolor de cabeza. Elpasillo estaba oscuro. Nadie veíanunca sus idas y venidas. Tampoco lepreocupaba que le hubiera visto lacara. Había demasiada distancia yoscuridad para eso. Pero ¿habríavisto su dolor?

¿Por qué había ido allí? Se quitóel abrigo y lo dejó caer sobre unmontón de ropa. Al día siguiente locolgaría bien y lo dejaría todoordenado, pero esa noche el dolorapenas le permitía pensar. Dios

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siempre ponía a prueba la virtud.Encontró un bote de Excedrin y se

tomó dos pastillas, agradecido por susabor amargo y seco. Tenía elestómago revuelto con las mismasnáuseas de cada noche, que seprolongaban hasta bien entrada lamañana. Tenía que atiborrarse depastillas sin receta para seguirfuncionando.

¿Por qué había ido allí?Tal vez estuviera volviéndose

loco. Tal vez fuera todo fruto de lalocura. Extendió la mano y se diocuenta de que le temblaba. Si no se

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controlaba, todos lo notarían. Vio sureflejo distorsionado sobre elaluminio de la campana del extractor,que mantenía limpio de suciedad ygrasa, como le habían enseñado.Bajo su rostro demacrado se veía elblanco del collar de sacerdote. Si lovieran en ese momento, todos losabrían. Quizá fuera lo mejor. Asípodría descansar, descansar yolvidar.

El dolor le atenazaba la nuca.No, jamás tendría descanso, y

tampoco podría olvidar. Lauranecesitaba que completara su misión

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para al fin ver la luz. ¿No se lo habíapedido? ¿No le había implorado ellaque pidiera el perdón de Dios?

Tras la expeditiva y cruelsentencia a Laura maldijo a Dios yperdió la fe, pero nunca lo olvidó. Yahora, pasados todos esos años, laVoz venía y le mostraba el caminopara su salvación. Puede que Lauratuviera que morir una y otra vez através de otras almas descarriadas,pero era una muerte rápida, ysiempre les daba la absolución.Pronto acabaría el sufrimiento. Paratodos.

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Entró en la habitación y encendiólas velas. La luz parpadeó sobre elretrato enmarcado de la mujer quehabía perdido, y los de las que habíaasesinado. Junto a un rosario decolor negro estaban también la fotode periódico perfectamente recortadade la doctora Teresa Court.

Rezó en latín, como le habíanenseñado.

Ben le había comprado una piruletagigante de color verde y amarillo.Tess la aceptó a la puerta de su casa,

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la examinó detenidamente y negó conla cabeza.

—Usted sí que sabe cómoimpresionar a una mujer, detective.La mayoría de los hombres habríaoptado por bombones.

—Demasiado vulgar. Además, medaba la impresión de que estaríasacostumbrada al chocolate suizo, yyo... —Lo dejó ahí, consciente deque si seguía sonriéndole con esecaramelo redondo en la manoempezaría a divagar—. Estásdiferente.

—¿Ah, sí? ¿En qué?

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—Llevas el pelo suelto. —Teníaganas de tocárselo, pero no estabapreparado para ello—. Y no vas detraje.

Tess se miró los pantalones delana y el jersey enorme que llevabapuestos.

—No suelo ir de traje a una sesióndoble de cine de terror.

—Así no pareces psiquiatra.—Sí, lo parezco. Pero no es la

idea de psiquiatra que tienes en lacabeza.

Esta vez sí le tocó el pelo, perosolo un poco. A Tess le gustó cómo

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lo hizo, con un gesto a la vezamistoso y cauto.

—Nunca te has parecido a la ideade psiquiatra que tengo en la cabeza.

Tess dejó la piruleta junto a unafuente de porcelana de Dresden paraponer en orden sus pensamientos yfue al armario a coger una chaqueta.

—¿Y cuál es tu idea de psiquiatra?—Una persona pálida, delgada y

calva.—Ajá.La chaqueta era de ante, tan suave

como la mantequilla. Ben la sostuvopara que pudiera ponérsela.

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—Y tampoco hueles como unapsiquiatra.

Tess miró hacia atrás y le sonrió.—¿Y como huelen las psiquiatras?

¿O será mejor que no lo sepa?—A menta y a loción para después

del afeitado.Se volvió para mirarlo.—Eso es muy concreto.—Sí. Te has cogido el pelo.Ben metió la mano bajo el cuello

de la chaqueta y se lo sacó. Después,casi sin pensarlo, dio un paso alfrente y la arrinconó contra la puerta.Tess levantó un poco la cabeza y Ben

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advirtió una reserva en sus ojos queya había percibido antes. Apenasllevaba maquillaje, y su imagenelegante y refinada se habíatransformado en una cálida cercaníaque a cualquier hombre inteligente lehabría parecido peligrosa. Él sabíalo que quería y se sentía cómodo conese rápido surgir del deseo. Pero laintensidad con la que lo vivía eraotra historia. Pensó que cuando sedesea algo tanto y con tanta prisa esmejor tomarse las cosas con calma.

Sus bocas estaban muy cerca. YBen seguía tocándole el pelo.

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—¿Te gustan las palomitas conmantequilla?

Tess no sabía si reír o llorar.Cuando decidió que no haría ningunade las dos cosas se dijo que estabarelajada.

—Con mucha mantequilla.—Genial. Así no tendré que

comprar dos paquetes. Hace fríofuera —añadió, separándose de ella—. Necesitarás guantes.

Antes de abrir la puerta sacó lossuyos, unos guantes de cuero negroagrietados.

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—Había olvidado el miedo que

me daban esas películas.Ya había oscurecido y Tess estaba

repantingada en el coche de Ben,empachada de pizza y de tintopeleón. Antes de entrar, habíasentido los primeros ramalazos delinvierno en forma de un vientocortante que castigaba sus mejillas.Ni el frío ni las noticias encerraban alos habitantes de Washington en suscasas. El habitual ir y venir decoches de los sábados por la nocheera continuo, rumbo a clubes, cenas y

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fiestas.—Siempre me ha gustado cómo

rescata el policía a la chica en Loscrímenes del museo de cera.

—Lo único que Vincent necesitabaera una buena psicoanalista —dijoTess con intención mientras Bensintonizaba la radio.

—Claro, te habría tirado en lacuba, cubierto de cera ytransformado en... —Se volvió paraestudiar su cara con detenimiento—Helena de Troya, creo.

—No está mal —dijo Tessfrunciendo los labios—. Aunque,

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claro, algunos psiquiatras dirían quela has elegido porque tusubconsciente se identifica con Paris.

—Soy policía. Jamás consideraríaque un secuestro es algo romántico.

—Qué pena.Entrecerró los ojos sin tan siquiera

darse cuenta de lo fácil que leresultaba relajarse con él. El ruidode la calefacción acompañaba lamelancólica música que sonaba en laradio del coche. Tess empezó acantar mentalmente.

—¿Cansada?—No, cómoda —dijo, e irguió la

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espalda automáticamente—. A buenseguro tendré unas cuantaspesadillas. Las películas de terrorson una válvula de escapemaravillosa para las tensionesreales. Te garantizo que ninguno delos que estaban en el cine pensaba enel próximo pago del seguro ni en lalluvia ácida.

Ben soltó una simpática risita ysacó el coche del aparcamiento.

—Bueno, doctora, seguramentemucha gente lo vea como un simpleentretenimiento. A mí no me parecióque pensaras en válvulas de escape

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cuando la heroína corría a través dela niebla y me clavabas las uñas enel brazo.

—Habrá sido la mujer que teníasal otro lado.

—Estaba sentado junto al pasillo.—Pero ella tenía la mano muy

larga. Te has pasado la salida quelleva a mi calle.

—No me la he pasado. No la hetomado. Decías que no estabascansada.

—Es verdad. —No creía quejamás se hubiera sentido másdespierta, más viva. Parecía que la

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canción le saliera del alma,prometiéndole amor y penas decorazón. Siempre le había parecidoque para ser completo lo primerotenía que ir acompañado de losegundo—. ¿Vamos a alguna parte?

—A un localcito que conozcodonde ponen buena música y lasbebidas no están aguadas.

Tess se pasó la lengua por loslabios.

—Me encantaría algo así. —Teníaganas de escuchar música, tal vez unpoco de blues con lamentos de saxotenor—. Supongo que por tu

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profesión conocerás bien los localesde la ciudad.

—Tengo algunos conocimientosprácticos —dijo empujando elencendedor del coche—. Tú no eresel tipo de mujer que va a bares.

Tess, interesada, se volvió paramirarlo. Su perfil estaba en sombra yrecibía la luz de los semáforosintermitentemente. Resultaba curiosoque a veces diera aspecto deseguridad y solidez, el tipo dehombre hacia el que correría unamujer en un sitio oscuro. Después laluz le dio de forma que resaltaba sus

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facciones. Una mujer también podríahuir de él. Se quitó la idea de lacabeza. Se había prometido noanalizar a los hombres con los quesalía. Normalmente aprendías más delo que querías.

—¿Es que hay un tipo definido?—Sí. —Y él los conocía todos—.

Tú no eres de esas. Terrazas dehotel. Cócteles de champán en elMayflower o en el hotel Washington.

—¿Y ahora quién está haciendoperfiles psicológicos, detective?

—En mi trabajo hay que sabercatalogar a la gente.

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Entró en un aparcamiento y dejó elcoche entre una Honda de tres ruedasy un Chevette familiar. Justo antes deapagar el motor se preguntó si noestaría cometiendo un error.

—¿Qué es esto?—Esto —dijo Ben sacando las

llaves del contacto y haciéndolastintinear en la mano— es mi casa.

Tess miró por la ventana y vio unedificio de apartamentos de cuatroplantas de ladrillos rojos gastados ytoldos verdes.

—Ah.—No tengo champán.

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Tenía que decidir ella. Lo conocíalo suficiente para comprender eso.Pero poco más podía comprender deél. En el coche se estaba caliente y asalvo. En su apartamento no sabía loque le esperaba. Era plenamenteconsciente de que ella casi nuncaafrontaba esa clase de riesgos. Talvez fuera hora de que lo hiciese.

—¿Tienes whisky?—Sí.—Me apañaré.En cuanto salió del coche recibió

un golpe de aire frío. Pensó en elcalendario y en que el invierno no se

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hacía de rogar, y entonces seestremeció al recordar otrocalendario, uno que tenía a la VirgenMaría con el niño Jesús en laportada. Aquel pequeño ataque depánico hizo que mirase calle arriba yabajo. A una manzana de distancia uncamión soltaba una nube de humo porel tubo de escape.

—Vamos —dijo Ben, iluminadopor el haz de luz de una farola queresaltaba sus facciones—. Te vas ahelar.

—Sí.Cuando él le echó el brazo sobre

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el hombro, Tess volvió a sentir unescalofrío.

Lo siguió al interior del edificio.En una de las paredes había unoscuantos buzones. La moqueta decolor verde claro estaba limpia, peromuy raída. No había vestíbulo, ni unmostrador con portero, solo laescalera apenas iluminada.

—Desde luego es un edificiotranquilo —dijo mientras subían a lasegunda planta.

—La mayoría de los inquilinos vaa lo suyo.

Cuando Ben se detuvo ante la

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puerta de su apartamento notaron unleve olor a comida que llegaba delpasillo. La luz del techo parpadeódébilmente.

El piso estaba más ordenado de loque Tess esperaba, aunque en generalle pareció que se adaptaba a la ideapreconcebida que se tiene delhombre soltero. Ben se movía contanta soltura y tranquilidad en otrosambientes que no daba la impresiónde molestarse en limpiar el polvo oen tirar las revistas viejas. Entoncesdecidió que se equivocaba. Puedeque la habitación estuviera limpia,

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pero sí reflejaba su estilo.El sofá presidía el espacio. De

altura baja, se veía bastante usado yestaba atiborrado de cojines. Un sofácomo el de Dagwood, pensó Tess.Uno de esos sofás que piden a gritosque te tumbes en él y te eches unasiesta. En lugar de cuadros habíacarteles. Las bailarinas de cancán deToulouse-Lautrec, una pierna demujer que acababa en el encajeblanco del muslo, posando sobre untacón de más de diez centímetros. Enun tarro de margarina de plásticohabía una espléndida diefenbaquia. Y

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libros, una pared prácticamentellena. Tess, encantada, sacó unvolumen gastado de Al este del Edénen tapa dura. Abrió la guarda dellibro justo al tiempo que Ben leponía las manos sobre los hombros.

—Para Ben —dijo leyendo la letrapuntiaguda y femenina—. Besos,Bambi. —Tess cerró el libro,llevándose la lengua al carrillo—.¿Bambi?

—Una librería de segunda mano.—Ben se quitó la chaqueta—. Sonsitios fascinantes. Nunca sabes loque elegirás.

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—¿Y quién lo eligió? ¿Tú oBambi?

—Da igual.Ben cogió el libro y volvió a

colocarlo en la estantería.—¿Sabes que hay nombres con los

que te haces una imagen mentalinmediata?

—Sí. Whisky solo, ¿verdad?—Verdad. —Una bola de pelo

gris pasó zumbando junto a ellos y seinstaló en un cojín rojo—. ¿Yademás tienes gato? —dijo divertidaTess, y se acercó hasta él paraacariciarlo—. ¿Cómo se llama?

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—Es gata. Dejó constancia de elloel año pasado teniendo su camada enla bañera. —La gata se revolcó paraque Tess le acariciara la panza—.Yo la llamo G. T.

—¿Como si fuera un coche GranTurismo?

—Como si fuera una Gata Tonta.—No me explico cómo no ha

cogido un complejo.Tess volvió a acariciarle la panza

y se preguntó si debía advertir a Bende que el próximo mes recibiría otroregalito en forma de camada.

—Se da contra las paredes a

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propósito.—Podría recomendarte a un

psicólogo de mascotas excelente.Ben rió, pero no estaba

completamente seguro de que ella lodijera en broma.

—Mejor será que prepare esascopas.

Cuando se fue a la cocina Tess selevantó para ver las vistas de suventana. La calle no era tan tranquilacomo su barrio. El tráfico zumbaba yresoplaba a un ritmo constante. Sedijo que a él le gustaba estar dondehubiera acción, y recordó que no

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había prestado atención al caminopor el que habían llegado. Podíaestar en cualquier lugar de la ciudad.Pensó que eso la intranquilizaría,pero la verdad era que solo sentíaliberación.

—Te prometí música.Tess se volvió para mirarlo. Le

pegaba ir vestido con ese simplejersey pardo y los tejanos gastados.En otro momento había pensado queera una persona de las que seentendían a sí mismas a laperfección. Era estúpido negar quetambién ella quería entenderlo a él.

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—Sí, lo prometiste.Ben le pasó la copa y pensó en lo

diferente que era Tess, lo distinta queparecía comparada con las otrasmujeres que había llevado allí. Teníatanta clase que los hombres estabanobligados a tragarse la lujuria yaceptar su persona. Soltó el vaso,preguntándose si estaba preparadopara ello, y repasó sus vinilos.

Ben colocó uno en el tocadiscos, yTess oyó el cálido sonido de losmetales del jazz.

—Leon Redbone —dijo.Ben se volvió negando con la

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cabeza.—No dejas de sorprenderme.—Mi abuelo es su fan número uno.

—Tess se acercó para mirar laportada del disco mientras daba unsorbo a su copa—. Parece que tenéismucho en común.

—¿El senador y yo? —dijo Benriendo antes de probar su vodka—.Seguro.

—Lo digo en serio. Tienes queconocerlo.

Ben asociaba conocer a la familiade una mujer con anillos de boda yaromas de azahar. Siempre lo había

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evitado.—¿Por qué no...? —El teléfono

empezó a sonar y Ben maldijo y dejóla copa—. Lo ignoraría, pero estoyde servicio.

—No te preocupes por eso, soymédico.

—Ya. —Ben cogió el teléfono queestaba junto al sofá—. Paris. Ah, sí.Hola.

No hacía falta ser especialista enpsiquiatría para saber que al otrolado había una mujer. Tess sonriópara sí y volvió a mirar por laventana.

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—No, he estado liado. Mira,cielito... —En cuanto lo dijo, Benhizo una mueca de dolor. Tess siguiódándole la espalda—. Es que estoycon un caso. No, no me he olvidadode... No lo he olvidado. Escúchame,tendremos que vernos cuando lascosas estén más claras. No lo sé,semanas, puede que meses. Deberíasprobar a salir con ese marine. Claro.Hasta luego. —Ben colgó, se aclaróla garganta y cogió su bebida denuevo—. Se han equivocado denúmero.

A Tess le entraron unas ganas

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tremendas de reírse. Se dio la vueltaapoyada contra el alféizar y seregodeó en ello.

—¿Ah, sí?—Te ha parecido divertido,

¿verdad?—Muchísimo.—Si llego a saber que lo

disfrutarías tanto, la habría invitado asubir.

—Ah, el ego masculino.Tess se llevó una mano al pecho y

alzó su copa de nuevo. Seguíariéndose de Ben. Y su humor nocambió cuando él se acercó y le

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quitó la copa de la mano. Volvía amostrarse cálida y cercana. Bensintió la atracción que conllevaba, ytambién el peligro y la necesidad.

—Me alegro de que hayas venido.—Yo también.—¿Sabes qué, doctora...? —Dejó

que sus dedos se enredaran en suscabellos. El gesto era igual deamistoso que antes, pero menos cautoesa vez—. Hay algo que todavía nohemos hecho juntos. —Tess se echóatrás al oírlo. No se separó de él,pero Ben lo percibió. Siguiójugueteando con su pelo, al tiempo

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que la atraía hacia sí. Le acariciabalos labios con su respiración—.Bailar —murmuró, pegando su cara ala de ella. No sabía si su suspiro erade alivio o de placer, pero su cuerpopareció relajarse contra el suyo—.Me he dado cuenta de una cosa de ti.

—¿Qué?—Que me gusta sentirte —dijo

haciéndole cosquillas en la oreja conla vibración de su susurro mientrasbailaban, prácticamente sobre unasola baldosa—. Me gusta mucho.

—Ben...—Relájate. —Ben le acarició la

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espalda lentamente, de arriba abajo—. De eso también me he dadocuenta. Te relajas poco.

Tess notaba su cuerpo duro contrael de ella y sus labios cálidos contrala sien.

—Ahora mismo no resulta muyfácil.

—Genial.Le gustaba su rico y fresco olor,

sin el enmascaramiento de ningúnchampú, gel o perfume. Por lafacilidad con que su cuerpo seadaptaba al suyo supo que Tess nollevaba nada bajo el jersey. Imaginó

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que no había tela alguna entre ellos yempezó a ponerse caliente.

—La verdad, doctora, es queúltimamente no duermo muy bien.

Tess tenía los ojos cerrados, perono porque estuviera relajada.

—Tienes muchas cosas en lacabeza con este caso.

—Sí. Pero también he tenido otrascosas en la cabeza.

—¿Qué cosas?—Tú. —La apartó de sí un poco y

jugueteó con sus labios, mirándola alos ojos—. No puedo dejar de pensaren ti. Creo que tengo un problema.

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—Yo... Mi lista de pacientes estácompleta por el momento.

—Sesiones privadas. —Le metiólas manos bajo el jersey, tal y comohabía querido hacer durante toda latarde, y se dejó calentar por sucuerpo—. Empecemos esta noche.

Tess sintió la rugosidad de susdedos subiéndole por la espalda.

—No creo que...Pero Ben selló sus labios con un

beso largo y lento que le aceleró supropio pulso. Las dudas de Tesshacían que la deseara más. Habíasupuesto un desafío desde el

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principio, y tal vez un error. Ahoraya no le importaba nada.

—Quédate conmigo, Tess.—Ben... —Se separó de él

buscando la distancia y el control—.Creo que nos estamos precipitando.

—Te he deseado desde elprincipio.

No era su estilo admitirlo, perotampoco se trataba de las reglas deljuego acostumbradas.

Tess se pasó una mano por el pelo.Pensó en la dedicatoria del libro y enla llamada de teléfono.

—No me tomo el sexo a la ligera.

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No puedo.—No te estoy tomando a la ligera.

Ojalá pudiera. Probablemente sea unerror. —Volvió a ver su fragilidad,su delicadeza, su elegancia. No losería, no podía ser una aventura más,otro revolcón que sumar sin ningunarepercusión al día siguiente—. Nome importa en absoluto, Tess —dijo,dando un paso adelante para tomarlaentre sus manos, con determinación,pero, en cierto modo, menos segurode sí mismo—. No quiero pasar otranoche más sin ti. —Se inclinó parabesarla—. Quédate.

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Ben encendió velas en eldormitorio. La música se habíaacabado, y la habitación quedó tansilenciosa que a Tess le pareció oírel eco. Estaba temblando y no dejaríade hacerlo, por más que se dijera queera una persona adulta capaz detomar sus propias decisiones. Losnervios la estremecían de arribaabajo y se mezclaban con el deseohasta conformar un todo. Ben seacercó a ella y la atrajo hacia sí.

—Estás temblando.—Me siento como si fuera una

colegiala.

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—Eso ayuda —dijo ocultando lacabeza bajo su pelo—. Yo estoycagado de miedo.

—¿En serio? —Tess esbozó unasonrisa y le puso las manos en lacara para verlo mejor.

—Me siento, no sé, como unchaval en el asiento trasero delChevy de su padre a punto dedesabrochar su primer sujetador. —La cogió por las muñecas un instantepara reprimir las ganas que tenía detocarla—. Nunca he estado con nadiecomo tú. No puedo dejar de pensarque meteré la pata en algún momento.

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Nada de lo que hubiera dichopodría haberla convencido mejor.Pegó su cara a la de ella. Sus labiosse mordisquearon levemente, a modode prueba, amenazando conconvertirse en un bocado hambriento.

—Por ahora vas bien —murmuróTess—. Hazme el amor, Ben. Hequerido que lo hagas desde elprincipio.

Le quitó aquel holgado jerseymirándola a los ojos, y sus cabellosse derramaron sobre los hombrosdesnudos. Su piel estaba bañada enla luz de la luna y de las velas. La

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sombra de Ben se posaba sobre ella.Nunca estaba segura de sí misma

cuando llegaba a ese punto con unhombre. Empezó a quitarle el jerseycon gestos vacilantes. Su cuerpo sereveló firme y fibroso bajo él. Sobresu esternón pendía una medalla desan Cristóbal. Tess la acarició ysonrió.

—Me trae suerte —dijo Ben.Ella simplemente presionó los

labios contra su hombro.—Tienes una cicatriz aquí.—Es antigua.Ben se desabrochó los pantalones.

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—Es de bala —dijo Tess concierto horror al tocarla con el pulgary percatarse de ello.

—Es antigua —repitió Ben, y lacondujo a la cama.

Tess quedó bajo él, con el pelodesparramado sobre las oscurassábanas, los ojos entrecerrados y loslabios entreabiertos.

—No puedo decirte cuántas ganastenía, ni cuántas veces lo he pensado,pero quería que estuvieras aquí.

Tess estiró el brazo para tocarle lacara. Su incipiente barba asomababajo el mentón, pero un poco más

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arriba, justo por encima de dondelatía su pulso, la piel era suave.

—Podrías demostrármelo.Cuando lo vio sonreír, se dio

cuenta de que estaba relajada ypreparada para él.

Puede que tuviera másexperiencia, pero no más necesidad.Ella había mantenido el deseo bajoun estricto control, y ahora este seveía libre y dispuesto a saciar suhambre. Se revolcaron sobre lacama, húmedos y desnudos,olvidándose de la civilización y dela vida ordinaria.

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Las sábanas se escurrieron y seliaron con ellas. Ben maldijo, y luegoliberó a Tess y se la puso encima.Tenía unos pechos pequeños ypálidos. Primero cogió uno y despuésabarcó los dos en sus manos. Oyó susmurmullos de placer y vio cómo se lecerraban los ojos. Entonces ellaempezó a empujarlo contra sí y lemordió la boca febrilmente.

Toda intención de tratarla como auna dama, con cariño y ternura,desapareció cuando ella lo envolviócon sus manos y piernas. Allí ya noera la fría y recatada doctora Court,

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sino una mujer tan apasionada yexigente como cualquier hombrepudiera desear. Su piel era suave yfrágil al tacto, pero emanaba deseo.La recorrió con la lengua, sedientode su cuerpo.

Ella se arqueó contra él, dejandofluir las pasiones, las fantasías y susansias. Lo único que importaba era elmomento y el tiempo presentes. Elmundo exterior había desaparecidoen la distancia. Él era real,importante, fundamental. El restopodía esperar.

La luz de la vela parpadeó, se

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debilitó y se apagó.Horas más tarde Ben se despertó

con frío. Las sábanas estaban en unmontón a los pies de la cama. Tesspermanecía a su lado echa un ovillo,desnuda, con el pelo sobre la cara.Se incorporó y la tapó. Para entoncesla luna ya se había ocultado. Sequedó un rato de pie junto a la cama,mirándola dormir. La gata entró en lahabitación al tiempo que Ben salía deella discretamente.

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Médicos y policías. En cualquiera deesas dos profesiones se sabe que lajornada rara vez empieza a las nuevey acaba a las cinco. Se entiende quehas elegido una carrera en la que elíndice de divorcios y de frustraciónes alto, se te exige mucho y la cargaemocional es enorme. Las llamadas

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de teléfono te arruinan las cenas, elsexo y el sueño. Forma parte de ladescripción del trabajo.

Cuando sonó el teléfono, Tessalargó el brazo instintivamente.Acabó cogiendo una vela. Al otrolado de la cama Ben maldecía, tirabaun cenicero y encontraba el teléfono.

—Sí, soy Paris. —Se pasó lamano por la cara en la oscuridad,como si pudiera limpiarse el sueño—. ¿Dónde? —preguntó encendiendola lámpara, súbitamente despierto. Lagata, que estaba acurrucada sobre elvientre de Tess, rezongó a modo de

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queja y se apartó de un salto cuandodecidió abrazarse por los codos—.Retenedlo. Voy para allá.

Ben colgó el teléfono y se quedócontemplando la fina pátina deescarcha que había en la ventana.

—No se ha hecho esperar,¿verdad?

Ben se volvió para mirarla y la luzle dio de lleno en la cara. Tess tuvoun repentino escalofrío. La mirabacon dureza, ni con cansancio ni conarrepentimiento, simplemente condureza.

—No, no se ha hecho esperar.

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—¿Lo tienen?—No, pero al parecer hay un

testigo. —Se levantó y cogió suspantalones—. No sé cuánto tardaré,pero puedes esperarme aquí y dormirun poco más. Ya te pondré al díacuando... ¿Qué haces?

Tess se había levantado al otrolado de la cama y se estaba poniendoel jersey.

—Voy contigo.—De eso nada. —Se puso los

pantalones, pero los dejó sinabrochar mientras abría un cajónpara buscar un jersey—. Lo único

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que podrías hacer en la escena delcrimen sería molestar. —En elespejo que había sobre el cajón vioque Tess sacudía la cabeza, enfadada—. No son ni las cinco de la mañana,por el amor de Dios. Vuelve a lacama.

—Ben, yo también estoy en elcaso.

Al darse la vuelta vio que llevabasolo el jersey, que le llegaba casihasta las rodillas. Recordó que alquitárselo su tacto era suave ymullido. Tenía los pantalones hechosun guiñapo en las manos y el pelo

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desgreñado por la almohada, peroera la psiquiatra quien lo miraba, nola mujer. Ben se estremeció. Se pusoel jersey y fue hasta el armario abuscar la pistolera.

—Esto es un homicidio. No escomo echar un vistazo a un cadáveremperifollado en su ataúd.

—Soy médico.—Ya sé lo que eres.Revisó la pistola y se colocó la

funda.—Ben, es posible que vea algo, un

detalle que me dé alguna pista sobresu mente.

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—Que le den a su mente.Tess desenrolló los pantalones sin

decirle nada, metió las piernas enellos y se los puso bien.

—Entiendo cómo te sientes, y lolamento mucho.

—¿Sí? —Se sentó para ponerselas botas, pero continuóobservándola—. ¿Crees que sabescómo me siento? Pues déjame que telo cuente de todas formas. Hay unamujer muerta a varios kilómetros deaquí. Alguien le ató un pañuelo alcuello hasta que dejó de respirar.Habrá intentado patalear, habrá

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intentado tirar del pañuelo, habráintentado gritar, pero no lo haconseguido. Así que está muerta,pero todavía no es un nombre en unalista. Sigue siendo una persona.Aunque sea por poco tiempo, siguesiendo una persona.

Si no hubiera estado tanconvencida del rechazo, se habríaacercado para tocarlo. Así que enlugar de eso, se abrochó el cinturón ymantuvo un tono de voz neutro.

—¿No crees que pueda entendereso?

—No estoy seguro de que lo

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hagas.Se quedaron estudiándose durante

un poco más, ambos dedicados a sutrabajo, ambos frustrados y ambosprocedentes de diferentes entornos ycreencias. Fue Tess quien lo aceptóprimero.

—Voy contigo ahora, o llamo alalcalde y aparezco allí cinco minutosdespués que tú. Tarde o tempranotendrás que empezar a trabajarconmigo.

Acababa de pasar la noche conella. Se había corrido dentro de ellatres veces. Había visto cómo su

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cuerpo se estremecía y se encorvaba.Y en ese momento hablaban deasesinatos y de política. Lafeminidad, la suavidad e incluso latimidez de la mujer con la que sehabía acostado estaban ahí, peroconservaba ese fondo de dureza yserenidad que él había reconocidodesde un principio. Observándola, sepercató de que poco importaba loque él dijera o hiciera, Tess iría detodas formas.

—De acuerdo. Vendrás conmigo ylo verás de cerca. A lo mejor,después de verla, dejas de comerte la

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cabeza por el hombre que la asesinó.Tess se agachó para ponerse los

zapatos. La cama estaba en medio,pero era como si nunca la hubiesencompartido.

—Supongo que no sirve de nadarecordarte que estoy de tu parte.

Ben estaba cogiendo su cartera ysu placa, y no dijo nada. Tess vio suspendientes en la mesilla de noche,una insignificancia, pero cargada deintimidad. Los cogió y se los metióen el bolsillo.

—¿Adónde vamos?—Un callejón cerca de la

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Veintitrés con la M.—¿La Veintitrés con la M? Eso

está a solo un par de manzanas de micasa.

—Lo sé —dijo sin molestarse enmirarla.

Las calles estaban desiertas. Losbares habían cerrado a la una de lamadrugada. La mayoría de las fiestasprivadas habrían languidecido hacialas tres. Washington es una ciudad depolíticos, y aunque sus localesnocturnos vayan del ambiente

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sórdido al elitista, no tiene laactividad de Nueva York o deChicago. Los trapicheos de drogas dela Catorce con la U habían pasado yaa mejor vida. Incluso las prostitutashabían dado la noche por concluida.

De vez en cuando caían hojas delos árboles y quedaban detenidas enlas aceras, víctimas del esporádicoviento. El coche pasó por delante deescaparates vacíos y de boutiques enlas que se veían jerséis de neón. Benencendió un cigarrillo y dejó que elfamiliar sabor del tabaco de Virginiarelajara la tensión.

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No le hacía gracia que Tessestuviera allí. Por más que fueramédico, no quería que ella formaraparte de la desesperante fealdad deesa parcela de su trabajo. Podíacompartir con ella el papeleo, elproceso de ensamblaje delrompecabezas, la lógica de los pasosde una investigación, pero no laescena del crimen.

Tess pensó que su sitio estaba allí.Ya le tocaba enfrentarse a losresultados, y así, tal vez así,entendería mejor los motivos delasesino. Era médico. Que no fuera

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del tipo de facultativos que auscultanel cuerpo humano era irrelevante.Estaba cualificada, era competente ycomprendía la muerte.

Cuando vio las luces rojas yazules del primer coche de policíacontroló su respiración, aspirandohondo y exhalando lentamente.

Aunque no había nadie en aquellascalles aún dormidas, el callejónestaba acordonado a varios metrosde su perímetro. Los coches patrullapermanecían con las luces deemergencia encendidas y las radiosconectadas. Ya había un contingente

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de trabajadores en el interior delcerco policial.

Ben aparcó en la acera.—No te muevas de mi lado —dijo

a Tess, todavía sin mirarla—.Tenemos una política contra losciviles que merodean por la escenadel crimen.

—No tengo intención deentrometerme en tu trabajo. Solopretendo hacer el mío. Podráscomprobar que soy tan buena comotú en el tuyo.

Cuando Tess abrió la puerta delcoche estuvo a punto de chocar

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contra Ed.—Lo siento, doctora Court. —

Tess tenía las manos heladas y Ed selas frotó sin pensar en lo que hacía—. Creo que querrá ponerse losguantes —dijo metiéndose los suyosen el bolsillo mientras miraba a Ben.

—¿Qué tenemos?—Los del laboratorio están

dentro. Sly está haciendo fotos. Elforense viene de camino. —Sualiento salió en forma de nube devapor blanca. Tenía ya los lóbulosde las orejas enrojecidos del frío,pero había olvidado abrocharse la

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chaqueta—. Un chaval se tropezó conella a las cuatro y media. Los deuniforme no han conseguido sacarlemucho todavía. Ha estado muyocupado potando la media caja decervezas que se había bebido. Conperdón —dijo mirando a Tess denuevo.

—No te disculpes —respondióBen al momento—. O te recordaráque es médico.

—El comisario vendrá a verlo.—Genial —dijo Ben tirando la

colilla a la calle—. Vamos al tajo.Cuando se encaminaban hacia el

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callejón vieron un coche patrulla conuna persona que lloraba en el asientode atrás. Tess echó un vistazo,atraída por el sonido de la desgracia.El roce de su brazo con el de Ben lahizo continuar hacia el callejón. Unhombrecillo con gafas de pasta y unacámara de fotos les salió al paso. Eltipo se sacó un pañuelo azul delbolsillo y se puso a sonarse la nariz.

—Todo tuyo. Cogedlo, por elamor de Dios. No quiero fotografiarmás rubias muertas. Todo hombrenecesita tener un poco de variedad ensu trabajo.

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—Eres la monda, Sly. —Ben pasóante él y lo dejó allí plantado con elpañuelo en la nariz.

En cuanto entraron en el callejónles llegó el olor de la muerte. Todoslo reconocieron, ese olornauseabundo y amargo que era a lavez ofensivo y funestamenteirresistible para los vivos.

El cuerpo de la mujer se habíavaciado. La sangre se le habíacuajado. Tenía los brazos muy biencolocados, cruzados sobre el cuerpo,pero no parecía descansar en paz.Sus ojos sin vida estaban abiertos de

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par en par. Tenía una mancha desangre seca en la barbilla. Suya,pensó Tess. Se había mordido ellabio inferior en algún momento desu lucha por la supervivencia.Llevaba un práctico abrigo de lanalargo de color verde oliva apagado.El amito de seda blanco contrastabadescarnadamente sobre él. Se lohabían quitado del cuello, en dondese veían ya los moratones, y se lohabían colocado pulcramente sobreel pecho.

Allí estaba la nota, con el mismomensaje.

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«Sus pecados han sidoperdonados.»

Pero en esa ocasión la escritura noera escrupulosa. Eran letrasvacilantes y el papel estaba un pocoarrugado, como si lo hubieraaplastado con las manos. La palabra«pecados» estaba escrita en letramás grande y remarcada hasta casitraspasar la nota. Tess se acuclillójunto al cuerpo para verlo mejor.

Se preguntó si no sería un gritopidiendo auxilio. ¿Sería unllamamiento para que alguienimpidiera que pecara de nuevo?

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Aquella escritura indecisa se alejabade su ritual habitual, aunque fueraligeramente. Para Tess esosignificaba que el asesino estabaperdiendo el norte, tal vez inclusodudara de su misión al tiempo que lacumplía.

Tess resolvió que en esa ocasiónno había obrado con tanta seguridad.Su mente se estaba transformando enun revoltijo de pensamientos,recuerdos y voces. Debe de estaraterrorizado, pensó, prácticamentesegura de que sufría secuelas físicas.

No le había puesto bien el abrigo a

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la víctima, sino que esta lo llevabamedio abierto. No hacía suficienteviento en el callejón para que se lehubiera abierto. Así que no la habíaarreglado como a las otras. Tal vezno le había sido posible.

Entonces vio el broche que lajoven llevaba en la solapa de lanaverde, un corazón de oro con elnombre grabado: Anne. Se vioinvadida por un sentimiento decompasión, por Anne y por elhombre empujado a su asesinato.

Ben vio la manera clínica ydesapasionada, sin repugnancia, en la

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que Tess inspeccionaba el cadáver.Su intención era protegerla de larealidad de la muerte, pero tambiénhabría querido pegarle la cara a ellahasta que llorase y se alejaracorriendo.

—Doctora Court, si ha tenido yabastante, ¿podría retirarse y dejarnoshacer nuestro trabajo?

Tess alzó la vista para mirar a Beny se incorporó muy despacio.

—Prácticamente ha terminado. Nocreo que le sea posible aguantarmucho más.

—Eso díselo a ella.

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—El chaval ha vomitado por todaspartes —comentó Ed a la ligera,respirando por la boca en un intentode combatir el hedor. Sacó un lápiz yabrió la cartera de la mujer, quesobresalía del bolso—. AnneReasoner —dijo leyendo su permisode conducir—. Veintisiete años.Vive en la M, una calle más arriba.

Una calle más arriba, repitió parasí Tess. Más cerca incluso de supropio apartamento. Frunció loslabios y miró al exterior del callejónhasta que se le pasó el miedo.

—Es un ritual —explicó con total

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claridad—. Por lo que he leído, losrituales, los ritos y las tradicionesson parte fundamental de la Iglesiacatólica. Está llevando a cabo supropio ritual, las salva, las absuelvey después deja esto —dijo señalandoel amito—. El símbolo de lasalvación y la absolución. Siempredobla el amito exactamente de lamisma forma. Siempre coloca loscuerpos del mismo modo. Pero estavez no les ha arreglado la ropa.

—¿Jugando a los detectives?Tess apretó los puños en los

bolsillos, luchando por obviar el

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sarcasmo de Ben.—Es devoción, devoción ciega

hacia la Iglesia, obsesión con elritual. Pero su escritura muestra queempieza a cuestionarse lo que hace,lo que se ve empujado a hacer.

—Pues muy bien. —Una irairracional se apoderó de Ben ante sufalta de respuesta emocional. Dio laespalda a Tess y se agachó junto alcadáver—. ¿Por qué no te vas alcoche y lo pones por escrito? Nosocuparemos de hacer saber a lafamilia de la víctima tu opiniónprofesional.

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No vio el rostro de ella, elinstantáneo dolor y la progresiva iraque asomaba a sus ojos. Pero si laoyó alejarse.

—Eres un poco duro con ella, ¿nocrees?

Ben tampoco miró a sucompañero, sino a la mujer querespondía al nombre de Anne. Lamuerta le devolvía la mirada. Paraservir y proteger. Nadie habíaprotegido a Anne Reasoner.

—Este no es su sitio —murmuróBen al tiempo que pensaba lo mismode la mujer que tenía ante sí. Sacudió

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la cabeza, todavía inspeccionando laposición casi beatífica del cuerpo—.¿Qué estaría haciendo sola en uncallejón en mitad de la noche?

En un callejón que estaba cerca,demasiado cerca del apartamento deTess.

—A lo mejor no estaba aquí.Ben le levantó un pie con el

entrecejo fruncido. Llevabamocasines. El tipo de zapatos quesobreviven a la universidad, almatrimonio y al divorcio. La piel seajustaba a su pie como un guante yestaba bien lustrada. Tenía el talón

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arañado, con marcas recientes.—Así que la mató en la calle y la

arrastró hasta aquí. —Ben observócómo Ed se acuclillaba y examinabael otro zapato—. La estranguló en lamismísima calle. Y en este barriohay farolas cada tres putos metros.Tenemos patrulleros que pasan cadatreinta minutos, y la mata en mediode la calle. —Le miró las manos.Tenía las uñas largas y cuidadas.Solo tres de ellas estaban rotas. Lapintura nacarada que llevaba no sehabía resquebrajado.

—No parece que haya ofrecido

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mucha resistencia.

La luz se tornaba gris, un grislechoso desvaído que prometíacielos encapotados y fría lluviaotoñal. El amanecer flotaba sobre laciudad sin belleza alguna. Domingopor la mañana. La gente dormía ensus casas. Las resacas estaban enproceso de formación. Pronto daríancomienzo los primeros oficios en lasiglesias con sus congregaciones deojos legañosos atontadas por el finde semana.

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Tess estaba apoyada en el capódel coche de Ben. La chaqueta deante no bastaba para guarecerla delfrío del amanecer, pero era incapazde meterse en el coche. Vio a unhombre rechoncho que entraba en elcallejón con un maletín de médico;llevaba un guardapolvos abierto y unpijama de cachemira azul por debajo.La jornada había comenzado prontopara el forense.

Se oyó el chirrido metálico de uncamión que cambiaba de marchas avarias manzanas de distancia. Un taxisolitario pasó por la calle sin

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aminorar su avance. Uno de lospolicías de uniforme apareció con unvaso desechable del que salía humo yolor a café y lo entregó a la figuraque había en la parte trasera delcoche patrulla.

Tess volvió a mirar hacia elcallejón. Lo había soportado, se dijo,aunque empezaba a revolvérsele elestómago. Se había comportadocomo una profesional, tal como sehabía prometido. Pero el recuerdo deAnne Reasoner perduraría en sumemoria. La muerte no era unaestadística en bonitas letras de

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imprenta cuando se la miraba frente afrente.

Habrá intentado patalear, pensó,habrá intentado tirar del pañuelo,habrá intentado gritar.

Tess aspiró una honda bocanadade aire que le lastimó la garganta,reseca de contener las náuseas. Soymédico, se repitió una y otra vezhasta que cesaron los retortijones ensu vientre. La habían enseñado aenfrentarse con la muerte. Y se habíaenfrentado a ella.

Volvió la espalda al callejón ymiró hacia la calle desierta. ¿A quién

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quería engañar? Trabajaba condepresiones, fobias, neurosis,violencia incluso, pero jamás habíavisto a una víctima de asesinato caraa cara. Tenía una vida ordenada yprotegida porque se había aseguradode que así fuera. Paredes de colorespastel, preguntas y respuestas.Incluso las horas que pasaba en laclínica eran insulsas comparadas conla violencia de las calles de laciudad en la que vivía.

Conocía el horror, la violencia yla perversión, pero siempre habíapermanecido aislada de todo ello

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gracias a su propio entorno. La nietadel senador, la joven estudianteaventajada, la doctora de mente fría.Tenía su título, una consultaacreditada y tres ensayos publicados.Había tratado a los desamparados, alos desesperados, a gente digna deconmiseración, pero nunca se habíaarrodillado ante un cuerpo asesinado.

—¿Doctora Court?Al volverse se encontró con Ed.

Miró tras él instintivamente y vio queBen hablaba con el forense.

—Le he conseguido un café.—Gracias —dijo, aceptando el

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vaso y dándole un sorbito.—¿Quiere un bagel?—No. —Se llevó la mano al

estómago—. No.—Lo ha hecho muy bien en el

callejón.El café se asentó en su estómago y

pareció contento de quedarse ahí.Tess miró a Ed por encima del vaso.Se dio cuenta de que él entendía susituación y no la condenaba ni secompadecía de ella.

—Espero no tener que hacerlonunca más.

Sacaron una bolsa de plástico

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negra del callejón. Tess sesorprendió al verse capaz deobservar cómo la metían en lafurgoneta del tanatorio.

—Nunca se hace más fácil —dijoEd en voz baja—. Antes esperabaque llegara ese día.

—¿Ya no?—No. Supongo que si se hiciera

más fácil, perderías el nervio que teempuja a averiguar los motivos.

Tess asintió. La tranquilizabanotar el sentido común y la sencillacompasión que emanaba su vozserena.

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—¿Desde cuándo sois compañerosBen y tú?

—Cinco, casi seis años.—Hacéis buena pareja.—Es curioso, yo estaba pensando

exactamente lo mismo de vosotros.Tess soltó una carcajada queda,

forzada.—Hay una diferencia entre

atracción y compenetración.—Puede. También la hay entre ser

testarudo y estúpido. —Siguiómirándola sin cambiar de expresiónmientras ella volvía la cabeza—. Encualquier caso, doctora Court —

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añadió sin darle tiempo a reaccionar—, esperaba que pudiera hablar conel testigo durante un par de minutos.Está bastante afectado y nosencontramos en un punto muerto.

—De acuerdo. Es ese del coche,¿verdad? —dijo señalando con lacabeza el coche patrulla.

—Sí, se llama Gil Norton.Tess caminó hacia el coche y se

acuclilló ante la puerta abierta. Espoco más que un adolescente, pensó.Veinte, veintidós años a lo sumo.Tenía la cara pálida, con un leverubor en las mejillas y tiritaba

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mientras bebía un vaso de café. Susojos estaban enrojecidos e hinchadosde llorar, y le castañeteaban losdientes. Había dejado marcas en elvaso con los pulgares. Olía acerveza, vómito y terror.

—¿Gil?El joven se volvió, sobresaltado.

No le cabía duda de que estabacompletamente sobrio, pero se leveía demasiado blanco alrededor deliris. Tenía las pupilas dilatadas.

—Soy la doctora Court. ¿Cómo teencuentras?

—Quiero irme a casa. He estado

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vomitando. Me duele el estómago.Había algo en él del borracho

lastimero al que han tirado agua fríaen la cara. Pero por debajo asomabatodo el terror.

—Ha debido de ser unaexperiencia terrible.

—No quiero hablar de eso. —Frunció los labios hasta que se lequedaron blancos—. Quiero irme acasa.

—Llamaré a alguien por ti, siquieres. ¿Tu madre? —Tess vio quelas lágrimas volvían a brotar de susojos. Le temblaron las manos hasta

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que derramó el café—. Gil, ¿por quéno sales del coche? Te sentirás mejorsi estás erguido y tomas un poco deaire fresco.

—Quiero un cigarrillo. No mequeda ninguno.

—Ya encontraremos alguno. —Tess le tendió una mano.

Tras unos momentos de vacilaciónel chico la aceptó y sus dedos seaferraron a ella como una mordaza.

—No quiero hablar con la policía.—¿Por qué?—Necesitaría un abogado. ¿No

debería tener uno?

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—Estoy segura de que puedes vera uno si quieres, pero no estás metidoen ningún lío, Gil.

—He sido yo quien la haencontrado.

—Sí. Mira, deja que te coja eso.—Le quitó el vaso medio vacío condelicadeza antes de que se tirara elresto del café en los pantalones—.Gil, necesitamos que nos digas todolo que sepas para que podamosaveriguar quién la ha matado.

—Tengo antecedentes —respondió con un susurro tembloroso—. Me pillaron con drogas el año

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pasado. Una tontería de mierda, unpoco de hierba, pero los polis diránque si tengo antecedentes y la heencontrado yo, es que yo la hematado.

—Es normal que tengas miedo. Nose te pasará hasta que no hables de loque ha sucedido. Intenta verlo conlógica, Gil. ¿Te han arrestado?

—No.—¿Te ha preguntado alguien si

asesinaste a esa mujer?—No, pero yo me encontraba allí

—dijo mirando hacia el callejón conla cara transida de horror—. Y ella

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estaba...—Eso es lo que tienes que

exteriorizar. Gil, este es el detectiveParis. —Se detuvo ante él, perosiguió agarrando a Gil por el brazo—. Es de homicidios y demasiadointeligente para pensar que hasmatado a alguien.

El mensaje bajo aquellas palabrasquedaba claro. Con calma. Elresentimiento de Ben se expresabacon la misma claridad. Nadie teníaque decirle cómo tratar a un testigo.

—Ben, a Gil le gustaría fumarseun cigarrillo.

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—Claro. —El inspector buscó supaquete y sacó uno—. Una mañanade perros —comentó mientrasencendía la cerilla.

Las manos de Gil seguíantemblando, pero se abalanzó conansia a por el cigarrillo.

—Sí.Cuando Ed se acercó, desvió la

mirada hacia arriba rápidamente.—Este es el detective Jackson —

continuó Tess en un tono depresentación relajado—. Necesitanque les digas lo que has visto.

—Tendré que ir a comisaría.

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—Será preciso que nos firmes ladeclaración —dijo Ben al tiempoque sacaba un cigarrillo para él.

—Tío, yo lo único que quiero esirme a casa.

—Te llevaremos a casa. —Benmiró a Tess a través de la nube dehumo—. Solo tienes que tomártelocon calma y contárnoslo todo desdeel principio.

—Estaba en una fiesta. —Gil sequedó clavado ahí y miró a Tess,quien lo animó a seguir con un gestode la cabeza—. Pueden comprobarlo.Era en la calle Veintiséis. Unos

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amigos acaban de mudarse de piso,era algo así como la fiesta debienvenida. Puedo darle nombres.

—Está bien —dijo Ed con lalibreta en la mano—. Ya nos losdarás después. ¿A qué hora saliste dela fiesta?

—No lo sé. Había bebido mucho ydiscutí con mi chica. No le gustacuando me desfaso demasiado. Nosdijimos de todo, ya sabe. —Tragósaliva, aspiró de nuevo el humo delcigarrillo y lo soltó en varias fases—. Se mosqueó y se fue de la fiesta,sería la una y media. Se llevó el

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coche para que yo no condujera.—Suena como si se preocupara

por ti —dijo Ed.—Sí, bueno, estaba demasiado

borracho para darme cuenta en esemomento.

Su épica resaca empezaba ahacerse patente en el sonido de sustripas. Gil prefería eso a las náuseas.

—¿Qué pasó cuando ella semarchó? —preguntó Ed.

—Me quedé por allí. Creo quedormí un rato. Cuando desperté lafiesta estaba ya de capa caída. Lee,el dueño del piso, Lee Grimes, me

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dijo que durmiera en el sofá, peroyo... Bueno, necesitaba tomar el aire,ya sabe. Había pensado irme a casadando un paseo. Supongo queempecé a sentirme bastante mal, asíque me detuve ahí, nada más cruzarla calle. —Se volvió para señalar ellugar—. La cabeza me daba vueltas yme di cuenta de que iba a echar todala cerveza. Me quedé descansando unminuto y logré controlarlo. Entoncesvi a ese tipo saliendo del callejón.

—Lo viste salir —interrumpióBen—. ¿No oíste nada? ¿No lo visteentrar?

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—No, lo juro. No sé cuántotiempo estuve ahí de pie. Creo queno mucho, porque hacía un frío delcarajo. Incluso borracho me dabacuenta de que tenía que movermepara mantenerme caliente. Lo visalir, y luego se quedó apoyado en lafarola durante un momento, como sitambién él se sintiera mal. Mepareció gracioso, dos borrachostambaleándose cada uno a un lado dela calle, como en los dibujosanimados. Y encima uno de ellos eraun cura.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó

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Ben, y se detuvo para ofrecerle otrocigarrillo.

—Porque llevaba el traje de cura,el vestido ese negro con el cuelloblanco. Me reí para mis adentros. Yasabe, parecía que le había dado alvino de comulgar. Bueno, a lo queiba, que yo estaba allípreguntándome si iba a vomitarmeencima o a mearme en los pantalonescuando veo que el hombre seendereza y se marcha.

—¿En qué dirección?—Hacia la M. Sí, hacia la calle

M. Dio la vuelta a la esquina.

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—¿Viste qué aspecto tenía?—Hombre, pues pinta de cura. —

Gil se abalanzó sobre el cigarrillo—.Era blanco —añadió apretándose losojos—. Sí, el tipo era blanco, depelo moreno, creo. Miren, yo estababorracho y él tenía la cara pegada ala farola.

—Vale. Lo estás haciendo bien —dijo Ed mientras pasaba una hoja delcuaderno—. ¿Cómo era de grande?¿Puedes decirnos si era alto o bajo?

Gil contrajo las facciones alconcentrarse. Aunque seguía fumandoel cigarrillo con avidez, Tess lo veía

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más calmado.—Supongo que era bastante alto;

bajo no era. Tampoco era gordo.Mierda, era de tipo normal, ¿sabe loque le digo? Como usted, supongo —dijo mirando a Ben.

—¿Y de edad?—No lo sé. No era viejo ni

endeble. Tenía el pelo moreno —dijo rápidamente, como si lorecordara de repente—. Sí, eramoreno, estoy seguro, ni rubio, nicanoso. Tenía las manos así puestas.—Se apretó la cabeza con las manos—. Como si le doliera un montón.

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Sus manos eran negras, pero la caraera blanca. Como si llevara guantes oalgo, ya saben. Hacía frío. —Alcobrar conciencia de lo sucedido,dejó de hablar de nuevo. Había vistoa un asesino. Volvió a pasar miedopor su suerte. Si lo había visto,estaba involucrado. Empezaron atemblarle los músculos de la cara—.Era el que ha asesinado a todas esasmujeres. Era él. Era un cura.

—Acabemos con esto —dijo Bentranquilamente—. ¿Cómo encontrasteel cadáver?

—Oh, Dios.

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El chico cerró los ojos y Tess sedirigió hacia él.

—Gil, recuerda que ya ha pasado.Lo que sientes no durará mucho.Desaparecerá en cuanto lo sueltes.Cuando lo saques, todo será mássencillo.

—Está bien —dijo agarrándola dela mano—. Cuando el tipo se fueempecé a sentirme un poco mejor,como que al final conseguiría noechar la papa. Pero había tomadomucha cerveza y tenía quedeshacerme de una parte, ya saben.Todavía era consciente para saber

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que no podía mearme en la acera.Así que fui hasta el callejón. Casi mecaigo encima de ella. —Se pasó lapalma de la mano por la nariz, que leempezaba a gotear—. Tenía la manoen los pantalones y casi me caigoencima de ella. Dios. Entraba luz dela calle, así que le vi la cara,perfectamente. Era la primera vezque veía a un muerto. La primera. Yno es como en las películas, colega.No tiene nada que ver con laspelículas. —El chico se tomó unmomento de descanso mientrasfumaba ansiosamente y apretaba los

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dedos de Tess—. Me dieron arcadas.Di un par de pasos para salir de allíy me puse a vomitar. Pensé queecharía hasta el propio estómago. Lacabeza empezó a darme vueltas otravez, pero conseguí salir, no sé cómo.Creo que me caí al suelo en la acera.Había policías. Un par de ellos parócon el coche. Les dije... les dijesimplemente que fueran al callejón.

—Hiciste bien, Gil. —Ben metiósu paquete de cigarrillos en elbolsillo del chico—. Haremos queuno de los agentes te lleve a casapara que te laves y comas algo.

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Después te necesitaremos en lacomisaría.

—¿Puedo llamar a mi novia?—Claro.—Si no se hubiera llevado el

coche, habría ido andando a casa.Podría haber pasado por aquí.

—Llama a tu chica —le aconsejóBen—. Y afloja con la birra.Whittaker —dijo Ben al conductordel primer coche patrulla—. ¿Puedesllevar a Gil a casa? Y dale tiempopara que se limpie y se aclare unpoco antes de traerlo de vuelta.

—No le vendría mal dormir un

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poco, Ben —comentó Tess en vozbaja.

Iba a contestarle algo, pero secontuvo. El chaval estaba que secaía.

—Está bien. Déjalo en casa,Whittaker. Un coche pasará abuscarte al mediodía, ¿vale?

—Sí. —Después miró a Tess—.Gracias. Ahora me siento mejor.

—Si tienes problemas con lo queha pasado y quieres hablar de ello,llama a la comisaría. Allí te darán minúmero.

Antes de que Gil entrara en el

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coche, Ben cogió a Tess por el brazoy la llevó aparte.

—En el cuerpo no admiten que secapten pacientes en la escena delcrimen.

Tess se quitó el brazo de encima.—Claro, de nada, detective.

Encantada de ayudarles a que suúnico testigo cuente una historiacoherente.

—Nosotros se la hemos sacado.—Ben se protegió del viento con lasmanos y encendió otro cigarrillo conuna cerilla.

Por el rabillo del ojo vio que

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Harris llegaba a la escena delcrimen.

—En realidad te da una rabiahorrible que ayude, ¿verdad? Mepregunto si será porque soypsiquiatra o simplemente porque soymujer.

—No me psicoanalices —dijoBen a modo de advertencia. Tiró elcigarrillo al suelo y se arrepintió deello al instante.

—No necesito el psicoanálisispara ver resentimiento, prejuicios yrabia. —Tess tuvo que calmarse alpercatarse de lo poco que le faltaba

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para perder el control y montar unaescenita—. Ben, ya sé que no queríasque viniera, pero no he molestado.

—¿Molestar? —Ben se echó a reíry observó su cara—. Claro que no,señora. Es usted una auténticaprofesional.

—Es por eso, ¿verdad? —Teníaganas de gritar, de sentarse, delargarse de allí. Tuvo quecontrolarse al máximo para no hacerninguna de esas cosas. Había queterminar lo que se empezaba. Esotambién formaba parte de suformación—. He entrado en ese

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callejón contigo y he estado a tumismo nivel. No me he venido abajo,ni me han dado mareos, ni he salidocorriendo. No me he puesto histéricaal ver el cadáver, y eso te sientafatal.

—Los médicos son objetivos,¿verdad?

—Exacto —dijo ella con calma, apesar de que se le aparecía en lamente la cara de Anne Reasoner—.Pero tal vez alivie tu ego saber queno ha sido fácil. Tenía ganas de darmedia vuelta y salir de allí.

Algo se removía en su interior,

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pero Ben decidió ignorarlo.—Has aguantado bastante bien.—Y eso me despoja de mi

feminidad, tal vez de mi sexualidadincluso. Estarías más contento sihubieras tenido que sacarme delcallejón en brazos. No te habríaimportado la interrupción ni lasmolestias. Así te habrías sentido máscómodo.

—Eso son tonterías. —Ben sacóotro cigarrillo mientras se maldecía así mismo, consciente de que eracierto—. Trabajo con un montón demujeres policía.

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—Pero no te acuestas con ellas,¿verdad, Ben?

Lo dijo en voz baja, consciente deque provocaría una reacción.

Ben entrecerró los ojos y aspiróuna larga y honda calada de sucigarrillo.

—Ándate con ojo.—Sí, eso es exactamente lo que

pienso hacer. —Se percató por vezprimera de que tenía las manosheladas y buscó los guantes en elbolsillo. Ya había salido el sol, perola luz era mortecina. Jamás habíasentido tanto frío—. Di al comisario

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que tendrá un informe actualizadomañana por la mañana.

—Vale. Pediré a alguien que telleve a casa.

—Quiero caminar.—No.Ben la cogió por el brazo antes de

que Tess tuviera tiempo de darse lavuelta.

—Has mencionado que no soypolicía suficientes veces para saberque no puedes darme órdenes.

—Presenta cargos de acoso siquieres, pero a casa no vas sola.

—Son dos manzanas —empezó a

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decir, y notó que la agarraba con másfuerza.

—Exacto. Dos manzanas. Dosmanzanas, y tu nombre y tu fotografíaen los periódicos. —Le cogió unmechón de pelo con la mano que lequedaba libre. Era prácticamente elmismo color de pelo que el de AnneReasoner. Los dos lo sabían—. Usaun poco ese cerebro del que estás tanorgullosa y piensa.

—No dejaré que me asustes.—Vale, pero irás a tu casa con

escolta.No la soltó del brazo hasta que

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llegaron al coche patrulla.

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8

La semana siguiente al asesinato deAnne Reasoner, los cinco detectivesasignados al caso del Sacerdotehicieron más de doscientas sesentahoras entre papeleos einterrogatorios. El marido de una deellos amenazó con el divorcio, otrotrabajó con una gripe horrible y uno

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más arrastrando un insomnio crónico.El cuarto asesinato de la serie fue

la noticia de la semana tanto en eltelediario de las seis como en el delas once, por encima de otras comoel regreso del presidente de su viajea Alemania Occidental. Por elmomento, Washington estaba másinteresada en asesinatos que enpolítica. La NBC había programadoun especial en cuatro partes.

Por increíble que pudiera parecer,las grandes editoriales recibíanmanuscritos al respecto. Y másincreíble todavía era que se les

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hacían ofertas. Paramount estabaplanteándose hacer una miniserie. NiAnne Reasoner, ni ninguna otra delas víctimas había recibido tantaatención en vida.

Anne vivía sola. Era auditorcensor jurado de cuentas en uno delos bufetes de abogados de la ciudad.En su apartamento se reconocía elgusto por el arte de vanguardia:neones, esculturas de formas rarasesmaltadas y flamencos de coloresfluorescentes. Su armario era fielreflejo de su puesto de trabajo: trajesde sastre de corte elegante y blusas

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de seda. El sueldo le daba paracomprar en Saks. Tenía dos cintas devídeo de ejercicios de Jane Fonda,un ordenador IBM y un robot decocina Cuisinart. Sobre la mesilla denoche había una foto enmarcada deun hombre, siete gramos demarihuana colombiana en un cajón dela cómoda y un ramo de zinniasencima de ella.

Era una buena empleada. Solo sehabía ausentado tres días porenfermedad en lo que iba de año.Pero sus compañeros de trabajo nosabían nada sobre su vida social. Sus

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vecinos describían a Anne como unapersona afable y al hombre de lafotografía como su invitado habitual.

Su agenda estaba en perfectoorden y prácticamente llena. Lamayoría de los nombres que había enella eran simples conocidos yfamiliares lejanos, además decorredores de seguros, un cirujanodental y su monitor de aeróbic.

Después localizaron a SuzanneHudson, una artista gráfica que habíasido amiga y confidente de Annedesde la universidad. Ben y Ed laencontraron en casa, en un piso

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situado encima de una tienda demoda. Iba vestida con un albornoz ytenía una taza de café en la mano. Susojos estaban enrojecidos ehinchados, y mostraba unas ojerasque casi llegaban al suelo.

El televisor permanecía ensilencio, pero en la pantalla se veíaLa ruleta de la fortuna. Acababande resolver el panel: «Las desgraciasnunca llegan solas».

La mujer los dejó entrar y se sentóen el sofá protegiendo los pies bajosu cuerpo.

—Hay café en la cocina, si

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quieren. No me resulta nada fácilmostrarme sociable.

—Gracias de todas formas. —Bense sentó al otro lado del sofá y ledejó la silla a Ed—. Usted conocíabastante bien a Anne Reasoner.

—¿Alguna vez han tenido un mejoramigo? No me refiero a alguien aquien llamas tu mejor amigo, sino aalguien que realmente lo sea. —Suzanne llevaba el pelo teñido derojo, y no se había peinado. Alpasarse la mano entre los cabellos selos dejó de punta—. Yo la quería deverdad, ¿saben? Todavía no puedo

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hacerme a la idea de que esté... —Semordió el labio y luego calmó unpoco el dolor con el café—. Sufuneral es mañana.

—Lo sé. Señorita Hudson, es unmomento horrible para molestarla,pero tenemos que hacerle algunaspreguntas.

—John Carroll.—Perdone, ¿cómo dice?—John Carroll. —Repitió el

nombre y lo deletreó minuciosamentecuando Ed sacó su libreta—. Querránsaber por qué Anne andaba sola porla calle en medio de la noche,

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¿verdad? —Se inclinó hacia delantepara coger su agenda en un gesto dedolor y de rabia. Pasó las páginascon el pulgar mientras sostenía lataza con la otra mano—. Aquí tienensu dirección —dijo pasándole laagenda a Ed.

—Tenemos a un John Carroll, unabogado que trabajaba en el bufetede la señorita Reasoner.

Ed pasó las hojas de su libreta ycomprobó la dirección.

—Eso es. Es él.—Lleva un par de días sin

aparecer por su despacho.

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—Se está escondiendo —espetóella—. Jamás tendría valor para saliry afrontar lo que ha hecho. Comoaparezca mañana, si mañana seatreve a presentarse... Le escupiré enla cara. —Entonces se tapó los ojoscon una mano y negó con la cabeza—. No, no, eso no está bien. —Elcansancio se apoderó de ella encuanto se quitó la mano de la cara—.Ella lo amaba. Lo quería de verdad.Llevaban saliendo juntos dos años,desde que John entró a trabajar en elbufete. Lo llevaron en secreto, apetición de él. —Suzanne dio un

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buen trago al café y se las arreglópara controlar sus emociones—. Élno quería que hubiera cotilleos en laoficina. Y Anne estuvo de acuerdo.Ella estaba de acuerdo en todo. Nopueden imaginarse lo que tuvo quetragar por ese hombre. Anne era lamujer más independiente que heconocido nunca. Yo seguí susmismos pasos, y me gusta la solteríacomo modo de vida alternativo. Noera militante, si saben a lo que merefiero, simplemente se contentabacon forjarse su propio espacio. Hastaque llegó John.

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—Tenían una relación —apuntóBen.

—Si se la puede llamar así. Ni tansiquiera se lo contó a sus padres. Laúnica que lo sabía era yo. —Se frotólos ojos. El maquillaje de laspestañas se le caía a trozos—. Alprincipio ella estaba encantada.Supongo que yo me alegraba porella, pero no me gustaba queestuviera... bueno, que él lacontrolara tanto. Pequeños detalles,ya sabe. Si a él le gustaba la comidaitaliana, a ella también. Si le dabapor las películas francesas, lo mismo

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hacía ella. —Suzanne luchó unosinstantes por controlar la amargura yel dolor. Se daba tirones de la solapadel albornoz con la mano que lequedaba libre—. Ella quería casarse.Necesitaba casarse con él. Nopensaba más que en hacer pública surelación y en poner la lista de bodaen Blomingdale’s. Y él siempre ladesanimaba, sin decirle que no, sinosimplemente todavía no. Todavía no.El caso es que Anne estaba hundidaemocionalmente. Empezó a exigirleciertas cosas y él la abandonó. Sinmás. Ni tan siquiera tuvo agallas

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para decírselo a la cara; lo hizo porteléfono.

—¿Cuándo sucedió eso?Pasaron varios segundos sin que

Suzanne respondiera a Ben. Se habíaquedado mirando la pantalla deltelevisor sin verla. Una mujer hizogirar la ruleta y cayó en quiebra.Mala suerte.

—La noche que la asesinaron. Mellamó esa misma noche diciendo queno sabía qué hacer, cómogestionarlo. Le dolió mucho. No eraun hombre más para Anne, sino elque ella buscaba. Le pregunté si

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quería que fuera a verla, pero medijo que prefería estar sola. Tendríaque haber ido. —Cerró los ojos confuerza—. Tendría que habermemetido en el coche y haber ido a sucasa. Podríamos habernosemborrachado, o habernos colocadoo haber pedido una pizza. Y en vezde eso, Anne se fue a la calle sola.

Ben la dejó llorar tranquilamentesin decir palabra. Tess habría sabidoqué decir. No sabía de dónde habíasalido ese pensamiento, pero lo pusofurioso.

—Señorita Hudson... —Ben

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esperó un momento antes decontinuar—. ¿Sabe si alguien lahabía molestado últimamente?¿Había visto a alguien merodear porel edificio o en el bufete? ¿Alguienque la incomodara?

—Solo tenía ojos para John. Me lohabría dicho. —Dejó escapar unlargo suspiro y se limpió laslágrimas con la palma de la mano—.Habíamos hablado de ese lunático,incluso, y comentamos que había queandarse con más cuidado hasta que loatraparan. Si Anne salió a la callefue porque no le funcionaba la

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cabeza. O tal vez porque lefuncionaba demasiado. Se habríarecuperado, Anne era fuerte. Pero nole dieron la oportunidad.

La dejaron en el sofá mirandofijamente la Ruleta de la fortuna yfueron a ver a John Carroll.

Tenía un dúplex en la zonafavorita de los jóvenes profesionalesde la ciudad. Había un mercado dedelicatessen a la vuelta de laesquina, una licorería en la que seencontraban las marcas más raras yuna tienda de ropa deportiva, todoello a una distancia razonable a pie

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desde el área residencial. A laentrada de su casa había aparcado unMercedes.

John Carroll contestó a la puerta ala tercera llamada. Llevaba puestauna camiseta interior y pantalones dechándal, y tenía un botellín de ChivasRegal en la mano. No se parecíamucho al joven y exitoso abogado decarrera ascendente del que les habíanhablado. Una barba de tres días leoscurecía el mentón. Sus ojoshinchados se replegaban en bolsasque caían hasta los pómulos. Olíacomo un vagabundo que se hubiera

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arrastrado hasta el fondo de uncallejón de la calle Catorce paradormir la mona. Miró las placas porencima, echó otro trago del botellínde whisky y se dio la vuelta, dejandola puerta abierta. Ed la cerró.

El dúplex tenía suelos de roble delamas anchas cubiertos parcialmentecon alfombras de Aubusson. En elsalón había un sofá largo y bajo; sutapizado y el de las sillas eran decolores masculinos, grises y azules.En una de las paredes había un buensurtido de aparatos electrónicos deúltima generación. En otra, una

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colección de juguetes antiguos:bancos, trenes, figuras ensambladas.

Carroll se echó en el sofá quedominaba la estancia. En el suelohabía dos botellas vacías y uncenicero lleno de colillas, y sobrelos cojines una manta tirada. Benconjeturó que no se había movido delsitio desde que se lo habíannotificado.

—Puedo traerles un par de vasoslimpios. —Su voz sonaba ronca,pero no pastosa, como si hicieraalgún tiempo ya que el alcohol habíadejado de hacerle efecto—. Pero no

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pueden beber, ¿verdad? Están deservicio. —Volvió a alzar la botellay a beber de ella—. Yo no estoy deservicio.

—Señor Carroll, nos gustaríahacerle unas preguntas acerca deAnne Reasoner.

Ben tenía una silla detrás, pero nose sentó.

—Sí, supuse que llegarían hastamí. Me había prometido que hablaríacon ustedes, si no me moría antes. —Se quedó mirando el botellín dewhisky, que estaba a tres cuartos—.Parece que no soy capaz de morir.

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Ed le quitó la botella de las manosy la apartó.

—No ayuda mucho en realidad,¿no es cierto?

—Algo tendrá que hacerlo. —Johnse apretó los ojos con las palmas delas manos y se puso a buscar uncigarrillo en la abarrotada mesita decristal ahumado. Ben le encendió uno—. Gracias. —Aspiró hondo yretuvo casi todo el humo en elinterior de sus pulmones—. Lo dejéhace dos años —dijo, y le dio otracalada—, pero no engordé porqueme quité de golpe.

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—Usted tenía una relación con laseñorita Reasoner —comenzó Ben—. Fue una de las últimas personasque habló con ella.

—Sí. El sábado por la noche.Supuestamente íbamos al National.Un domingo en el parque conGeorge. A Anne le encantan losmusicales. Yo prefiero el dramasimple, pero...

—¿No fueron al teatro? —interrumpió Ben.

—Me sentía presionado. La llamépara cancelar la cita y decirle quedejásemos de vernos por un tiempo.

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Así fue como se lo dije. —Alzó lavista por encima del cigarrillo y miróa Ben a los ojos—. «Deberíamosdejar de vernos por un tiempo.»Sonaba razonable.

—¿Se pelearon?—¿Pelearnos? —John soltó una

carcajada y se atragantó con el humo—. No, no nos peleamos. Nunca nospeleábamos. No creo en las peleas.Siempre hay una solución lógica yrazonable para cada problema. Estaera una solución razonable, y lohacía por su propio bien.

—¿La vio aquella noche, señor

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Carroll?—No. —Miró a su alrededor sin

darse cuenta en busca de la botella,pero Ed la había puesto fuera de sualcance—. Me pidió que fuera averla para hablar de ello. Me lo dijollorando. Yo no quería tener una deesas escenitas lacrimógenas, así quele dije que no iría. Le dije que eramejor que nos diéramos un tiempo.Pasadas una o dos semanas,podríamos tomar algo después deltrabajo y hablar de ellotranquilamente. Pasadas una o dossemanas. —Se quedó mirando al

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vacío. Se le cayó la ceniza en larodilla—. Más tarde volvió allamarme.

—¿Volvió a llamarle? —preguntóEd golpeándose la palma de la manocon la libreta—. ¿A qué hora sucedióeso?

—A las tres y treinta y cinco de lamadrugada. Tengo la radiodespertador junto a la cama. Estabaenfadado con ella. No tendría quehaberlo estado, pero lo estaba. Anneiba colocada. Cuando se fumaba unporro yo lo notaba enseguida. No esque estuviera realmente enganchada,

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solo se fumaba uno de vez en cuandopara aliviar la tensión, pero a mí nome gustaba. Es demasiado infantil,¿sabe a qué me refiero? Supongo quelo hizo para irritarme. Me dijo quehabía tomado un par de decisiones.Quería que supiera que no meculpaba, que se responsabilizaba desus emociones y que no me montaríauna escenita en la oficina. —Alrecostarse en el sofá y cerrar los ojossu pelo castaño le cayó sobre lafrente—. Eso me tranquilizó, porquela verdad es que estaba un pocopreocupado. Dijo que tenía que

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pensar en muchas cosas, que teníaque reflexionar mucho antes de quevolviéramos a hablar. Le respondíque eso estaba bien y que nosveríamos el lunes. Cuando colguéeran las tres y cuarenta y dos. Habíantranscurrido siete minutos.

Gil Norton había visto al asesinosalir del callejón en algún momentoentre las cuatro y las cuatro y mediade la madrugada. Ed anotó lostiempos en su libreta y se la guardóen el bolsillo.

—Seguramente no esté de humorpara que le den consejos, señor

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Carroll. Pero le convendría irse a lacama y dormir algo.

El abogado se quedó con lamirada fija en Ed y después miró eldesbarajuste de botellas que tenía asus pies.

—Yo la quería. ¿Cómo es posibleque no me diera cuenta hasta ahora?

Ben salió de la casa y se encogió dehombros para protegerse del frío.

—¡Señor!—No creo que Suzanne Hudson

tuviera muchas ganas de escupirle a

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la cara ahora.—Bueno, entonces ¿qué tenemos?

—dijo Ben mientras caminaban hastael coche. Se sentó en el asiento delconductor—. Un abogado egoísta yautocomplaciente que no encaja conla descripción de Norton. Una mujerque intenta recuperarse de unarelación frustrada y que sale a dar unpaseo. Y un psicópata quecasualmente anda por allí cuandoella lo hace.

—Un psicópata que viste consotana.

Ben puso la llave en el contacto,

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pero no encendió el motor.—¿Tú crees que es cura?En lugar de contestar, Ed se

recostó y se quedó mirando el cielo através del parabrisas.

—¿Cuántos sacerdotes altos y conel pelo negro piensas que habrá en laciudad? —preguntó Ed al tiempo quesacaba un paquete de frutos secos.

—Suficientes para estar liadosseis meses. No tenemos seis meses.

—No nos vendría mal hablar conLogan de nuevo.

—Sí —dijo Ben, y hundió losdedos en la bolsa que Ed le ofrecía

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sin pensarlo—. ¿Qué te parece esto?Un antiguo cura, uno que lo dejó poralguna tragedia relacionada con laIglesia. Tal vez Logan pueda darnosalgún nombre.

—Otra minucia. La doctora Courtdice en su informe que está a puntode venirse abajo, que este últimoasesinato puede que lo inutilicedurante un par de días.

—Lo he leído. ¿Qué coño es esto?¿Cortezas y ramitas? —dijo Benmientras giraba la llave y salía a lacarretera.

—Pasas, almendras, un poco de

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muesli. Deberías llamarla, Ben.—Ya me encargaré yo de mi vida

personal, compañero. —Dobló laesquina y maldijo apenas recorridauna manzana—. Lo siento.

—No pasa nada. ¿Sabes? Vi unespecial en el que decían que loshombres lo tienen mejor que nunca.Las mujeres les han quitado lapresión de ser el único sustento, deser el macho que tiene que resolvertodos los problemas y llevar el pan acasa. Las mujeres, en general, secasan más tarde, si es que llegan ahacerlo, lo cual deja a los hombres

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más alternativas. La mujer de hoy yano busca al príncipe azul que cabalgasobre un corcel blanco. Lo máscurioso es que muchos hombres sesienten amenazados igualmente porsu poder y su independencia —concluyó Ed sacando una pasa delpaquete—. Es de lo mássorprendente.

—Vete a cagar.—A mí la doctora Court me

parece bastante independiente.—Mejor para ella. ¿Quién quiere

a una mujer que va todo el tiempodetrás de uno?

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—Bunny no iba detrás de ti —recordó Ed—. Más bien se te pegabacomo una lapa.

—Bunny era para echar unas risas—murmuró Ben. Y recordó quehabía sido una de esas relacionesestándar de tres meses de duraciónen las que te conoces, cenas unascuantas veces, te ríes un poco, osrevolcáis en la cama y lo dejáis antesde que alguien se haga ideas raras.Pensó en Tess riéndose apoyada enel alféizar de su ventana—. Mira, ennuestro trabajo necesitamos unamujer que no te haga pensar todo el

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tiempo. Que no te haga pensar en ellatodo el tiempo.

—Estás cometiendo un error. —Ed se incorporó—. Pero supongo queeres lo suficientemente inteligentepara verlo por ti mismo.

Ben tomó la salida de laUniversidad Católica.

—Pillemos a Logan antes devolver a la comisaría.

A las cinco de la tarde todos losdetectives asignados al caso delSacerdote estaban repartidos por la

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sala de reuniones, excepto Bigsby. Elcapitán Harris tenía una copia detodos los informes ante él, pero losrepasó uno a uno al detalle.Reconstruyeron todos losmovimientos de Anne Reasonerdurante la última noche de su vida.

A las 17.05 de la tarde habíasalido del salón de belleza al quesolía acudir, donde le habían cortadolas puntas, retocado el color ypeinado y hecho la manicura. Estabade un humor excelente y le dio unapropina de diez dólares a laempleada. A las 5.15 recogió su ropa

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de la tintorería. Un traje gris conchaleco, dos blusas de lino y unospantalones de pinzas. A las 5.30,aproximadamente, había llegado a sucasa. Habló con su vecino en elvestíbulo. Anne le comentó que ibaal teatro por la noche. Llevaba unramo de flores.

A las 7.15 John Carroll la habíallamado para cancelar la cita y surelación amorosa. Hablaron duranteunos quince minutos.

A las 8.30 Anne Reasoner llamó aSuzanne Hudson. Estaba enfadada ygimoteaba. Hablaron durante casi una

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hora.Alrededor de las 12 de la noche la

vecina del piso contiguo oyó eltelevisor de Reasoner. Se percatóporque había salido a tomar algo yno esperaba encontrarla en casa alvolver.

A las 3.35 de la madrugadaReasoner telefoneó a Carroll. Juntoal teléfono se encontraron dos colillade marihuana. Hablaron hasta las3.42. Ninguno de los vecinos la oyósalir del edificio.

En algún momento entre las 4.00 y4.30 Gil Norton vio a un hombre

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vestido de sacerdote salir de uncallejón a dos manzanas delapartamento de Reasoner. A las 4.36Norton llamó la atención de dospatrulleros e informó del cadáver.

—Esos son los hechos —dijoHarris. Tras él había un mapa de laciudad en el que los asesinatosestaban señalados con alfileresazules—. En el mapa vemos que elSacerdote ha reducido su área deactuación a un radio de diezkilómetros cuadrados. Todos losasesinatos se han producido entre launa y las cinco de la madrugada. No

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hay agresión sexual ni robo. Por elpatrón que ha establecido monseñorLogan, esperamos que vuelva a lacarga el ocho de diciembre. Laspatrullas de barrio harán doble turnohasta ese día. Sabemos que es unhombre de altura media o un pocopor encima de la media, tiene elcabello moreno y que viste como uncura. Por el perfil psiquiátrico y losinformes de la doctora Court,sabemos que es un psicópata,probablemente esquizofrénico, quesufre paranoias religiosas. Solo mataa mujeres jóvenes y rubias, que

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aparentemente simbolizan a unapersona real que pertenece opertenecía a su círculo. La doctoraCourt opina que la ruptura del patrónen los asesinatos y la escrituradesordenada de la nota encontradajunto al cuerpo indican que supsicosis está pasando por una crisis.Puede que el último asesinato hayasido demasiado para él.

Tiró la carpeta sobre la mesapensando que aquello era demasiadopara todos ellos.

—Según la doctora, el sujetohabría tenido alguna reacción física

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que lo ha debilitado: dolores decabeza, náuseas. Si es capaz defuncionar a un nivel normal duranteperíodos de tiempo, lo hace bajo unagran presión. Ella cree que eso setraduciría en fatiga, pérdida deapetito, falta de atención.

Hizo una pequeña pausa paraasegurarse de que todos lo captaban.La habitación estaba separada de lasotras dependencias policiales porventanas y persianas venecianas queamarilleaban con el tiempo. Trasellas, se oía un constante rumor deactividad: teléfonos, pisadas, voces.

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En la esquina había una máquinade café y un vaso de plástico gigantepara aquellos policías cuyaconciencia les permitiera ponerveinticinco céntimos en la ranura.Harris se dirigió hacia ella, llenó unvaso y le añadió una cucharada deesa crema en polvo que tantodetestaba. Miró a sus subordinadosmientras se lo bebía.

Estaban desvelados,sobrecargados de trabajo yfrustrados. Si no empezaban arecortar las jornadas a ocho horas aldía, perdería a alguno de ellos por la

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gripe. Lowenstein y Roderick yahabían empezado con losanticongestivos. No podía permitirsedarles la baja por enfermedad nitampoco ser considerado con ellos.

—En esta sala contamos con másde sesenta años de experienciapolicial. Es hora de poner todos esosaños juntos y coger a un fanáticoreligioso enfermo que,probablemente, ya no pueda niaguantarse el desayuno en las tripaspor las mañanas.

—Ed y yo hemos vuelto a hablarcon Logan —dijo Ben apartando el

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vaso de plástico de su café—. Dadoque el tipo se viste como un cura,hemos pensado que debíamosempezar a tratarlo como tal. Comopsiquiatra, Logan habla y trata acompañeros sacerdotes conproblemas emocionales. No nos daráuna lista de sus pacientes, pero estárepasando sus archivos y buscandocualquier cosa, cualquier personaque se ajuste a la descripción. Luegotenemos el tema de la confesión. —Calló durante un instante. Laconfesión era una parte del ritualcatólico con la que siempre había

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tenido problemas. Se acordabaperfectamente del momento en que searrodillaba ante ese cubículo concelosía, y se confesaba, searrepentía, expiaba sus culpas. «Vecon Dios y no peques más.» Pero,por supuesto, siempre volvía ahacerlo—. Un cura tiene queconfesarse ante alguien, y debe serotro cura. Si la doctora Court aciertay el asesino empieza a ver sus actoscomo un pecado, tendrá queconfesarse.

—Vamos, que nos pongamos ainterrogar a curas —dijo Lowenstein

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—. Bueno, está claro que no tengo niidea de catolicismo, pero ¿no habíaalgo así como el secreto deconfesión?

—Probablemente no consigamosque ningún cura señale a alguien queacudió a su confesionario —coincidió Ben—. Pero podemosencontrarlo en otra parte. Lo másprobable es que siga yendo a suparroquia. Tess, la doctora Court,dijo que seguramente iría a misa amenudo. Tal vez consigamosaveriguar cuál es su iglesia. Si escura, o lo ha sido, probablemente

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vaya a su propia iglesia. —Selevantó y se dirigió hacia el mapa—.Esta zona —dijo rodeando lasseñales azules— incluye dosparroquias. Apuesto a que ha estadoen alguna de esas dos iglesias, talvez incluso en el altar.

—Según tus cálculos se dejará verel domingo —dijo Roderick. Seapretó el puente de la nariz con elpulgar y el índice para aliviar lapresión—. Sobre todo si la doctoraCourt tiene razón y estaba demasiadoenfermo para ir el pasado domingo.Necesitará el apoyo de la ceremonia.

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—Creo que sí. Los sábados por latarde también hay misa.

—Yo pensaba que eso solo lohacíamos nosotros —comentóLowenstein.

—Los católicos son flexibles. —Ben se metió las manos en losbolsillos—. Y les gusta dormir losdomingos por la mañana hasta tarde,como a todo el mundo. Pero yo mejugaría el cuello a que ese tipo es untradicionalista. Los domingos por lamañana son para ir a misa, la misadebe ser en latín y los viernes no secome carne. Normas de la Iglesia.

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Yo creo que Court da en el clavocuando dice que está obsesionadocon las normas de la Iglesia.

—Entonces el domingo cubrimosesas dos iglesias. Mientras tantotenemos un par de días para hablarcon curas. —Harris miró uno por unoa sus detectives— Lowenstein, tú yRoderick os ocuparéis de una de lasparroquias, y Jackson y Paris loharéis de la otra. Bigsby se ocuparáde... ¿Dónde coño se ha metidoBigsby?

—Decía que tenía una pista sobrelos amitos, comisario. —Roderick se

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levantó y se sirvió un vaso de agua,consciente de que tenía demasiadocafé en el organismo—. Escuchad, noquiero poner piedras en la rueda delmolino, pero suponiendo que el tipoaparece en una de las misas deldomingo, ¿qué os hace pensar quevamos a distinguirlo del resto de lacongregación? Ese hombre no es unanormal, no va a aparecer hablandoen diferentes lenguas, ni echandoespuma por la boca. La doctoraCourt dice que, salvo por sutrastorno, es un hombre como todoslos demás.

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—No tenemos otra cosa —dijoBen, enojado al oír sus propiasdudas en boca de otro—. Tenemosque aceptar cualquier ventaja con laque contemos, y por el momento laúnica es la localización. Nosfijaremos en los hombres que entrensolos. Court también cree que es unhombre solitario. No irá a la iglesiacon su mujer y sus hijos. Logan lolleva más lejos y lo ve como undevoto. Muchos de los que van a laiglesia se quedan dormidos odesconectan. Él no hará ninguna deesas cosas.

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—Pasar el día en la iglesiatambién nos da la oportunidad deintentar algo diferente. —Ed terminósu anotación y alzó la vista—. Rezar.

—No nos vendría mal —comentóLowenstein entre dientes mientrasBigsby entraba en la sala.

—Tengo algo —dijo al tiempo quesostenía un bloc de notas amarillo,con los ojos enrojecidos y llorosos, apunto de salírseles de las cuencas.Había pasado las noches con Nyquily una bolsa de agua caliente—. Unadocena de amitos de seda blanca,albarán número cinco dos tres cuatro

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seis guión A, pedidos el quince dejulio a Artículos ReligiososO’Donnely’s, en Boston,Massachussetts. Entregados el treintay uno de julio al reverendo FrancisMoore. La dirección es de unaestafeta de correos de Georgetown.

—¿Cómo lo pagó? —preguntóHarris con voz serena mientraspensaba en los pasos a seguir.

—Mediante giro postal.—Rastréalo. Quiero una copia del

albarán.—Está en camino.—Lowenstein, ve a la oficina de

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correos. —Miró su reloj y estuvo apunto de maldecir por la frustración—. Ve mañana en cuanto abran.Averigua si tiene todavía eseapartado de correos. Consígueme unadescripción.

—Sí, señor.—Quiero que averigüéis si hay

algún cura en la ciudad que se llameFrancis Moore.

—En la archidiócesis deben detener un registro de todos lossacerdotes. Tendrían que dárnoslo enel arzobispado.

Harris dio su aprobación a Ben

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con la cabeza.—Compruébalo. Y luego busca a

todos los Francis Moore.No podía discutir sobre

procedimientos policiales básicos,pero su instinto le decía que debíanconcentrarse en la zona donde sehabían producido los asesinatos. Elautor de los mismos seguía allí. Benestaba seguro de ello. Y ahora tal veztuvieran su nombre, incluso.

Ya de vuelta en las dependenciasprincipales los detectives empezarona hacer llamadas. Una hora mástarde, Ben colgaba el teléfono y

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miraba a Ed por encima de lamontaña de desechos de suescritorio.

—Tenemos a un padre FrancisMoore en la archidiócesis. Llevaaquí dos años y medio. Tiene treintay siete años.

—¿Y?—Es negro. —Ben cogió el

paquete de cigarrillos y vio queestaba vacío—. Lo revisaremos detodas formas. ¿Qué tienes tú?

—Tengo siete. —Ed se quedómirando su lista minuciosamentedetallada. Hizo una mueca de

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disgusto al oír un estornudo tras él.La gripe se extendía por la comisaríacomo un incendio forestal—. Unprofesor de instituto, un abogado, undependiente de Sears, undesempleado, un camarero, unauxiliar de vuelo y un empleado demantenimiento. Este último es un exconvicto. Intento de violación.

Ben miró su reloj. Llevaba más dediez horas de servicio.

—Vamos.

Se sentía incómodo en la rectoría. El

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olor de las flores competía con el dela madera abrillantada. Esperaban enuna sala con un viejo y cómodo sofá,dos sillones de orejas y una imagende Jesús vestido de azul quebendecía con una mano. En la mesitadel café había un par de ejemplaresde la revista Catholic Digest.

—Me siento como si llevara loszapatos sucios—murmuró Ed.

Ambos notaban demasiado el pesode la pistola bajo la chaqueta parasentarse. Al final del pasillo unapuerta se abrió lo suficiente paradejar entrar unas notas de Strauss. La

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puerta volvió a cerrarse, y el vals fuesustituido por pisadas. Los detectivesalzaron la vista para ver entrar alreverendo Francis Moore.

Era alto y tenía la complexión deun defensa de fútbol americano. Supiel era del color de la caobabarnizada, y el pelo, muy corto, seperfilaba sobre una cara redonda. Elnegro de la sotana contrastaba con elcabestrillo blanco. Tenía el brazoderecho escayolado y repleto defirmas.

—Buenas tardes. —Sonrió, máscurioso que contento de tener visita

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—. Siento no poder darles la mano.—Parece que ha tenido algún

problemilla.Ed casi sentía la decepción de su

compañero en su propia piel. AunqueGil Norton hubiera errado en ladescripción, con esa escayola ya nohabía vuelta de hoja.

—Fue jugando al fútbol hace unpar de semanas. Tendría quehabérmelo imaginado. ¿No quierensentarse?

—Tenemos que hacerle unaspreguntas, padre —dijo Ben, y lemostró la placa—. Sobre el

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estrangulamiento de cuatro mujeres.—El asesino en serie. —Moore

bajó la cabeza un momento, como sirezara—. ¿Qué puedo hacer?

—¿Hizo un pedido a ArtículosReligiosos O’Donnely’s de Boston elpasado verano?

—¿Boston? —dijo Mooremientras jugueteaba con el rosario desu cinturón—. No. El padre Jessup esquien se ocupa de los pedidos. Pidetodo lo que necesitamos a una tiendade aquí, en Washington.

—¿Tiene usted un apartado decorreos, padre?

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—Pues no. Nos envían todo elcorreo a la rectoría. Perdóneme,detective...

—Paris.—Detective Paris, ¿a qué viene

todo esto?Ben vaciló un momento y decidió

accionar todos los botones que teníaa su disposición.

—El arma del asesino fueexpedida a su nombre.

Vio cómo los dedos del sacerdoteapretaban el rosario con más fuerza.Moore abrió la boca y luego la cerró.Extendió el brazo y se apoyó en la

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oreja izquierda de uno de lossillones.

—Yo... ¿Sospechan de mí?—Existe la posibilidad de que

conozca o haya estado en contactocon el asesino.

—No me lo puedo creer.—¿Por qué no se sienta, padre? —

Ed le puso la mano en el hombro condelicadeza y lo hizo sentar en elsillón.

—Mi nombre —musitó Moore—.Es difícil de asimilar. —Y soltó unarisotada temblorosa—. Este nombreme lo pusieron en un orfanato

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católico de Virginia. Tan siquiera esmi nombre original. Y no puedodecirles cuál es, porque no loconozco.

—Padre Moore, usted no essospechoso —dijo Ben—. Tenemosa un testigo que dice que el asesinoera blanco, y además tiene usted elbrazo escayolado.

Moore jugueteó nerviosamente consus oscuros dedos, que se ocultarontras la escayola.

—Un par de golpes de suerte. Losiento. —Suspiró e intentó recuperarla compostura—. Le seré sincero.

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Estos asesinatos han sido tema deconversación en la iglesia más deuna vez. La prensa lo llama elSacerdote.

—La policía tiene que aclarar esotodavía —dijo Ed.

—En cualquier caso, aquí todoshemos mirado en nuestro interior ynos hemos devanado los sesosbuscando respuestas. Ojalátuviéramos alguna.

—¿Conoce bien su parroquia,padre?

Moore dirigió la vista a Ben denuevo.

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—Me encantaría poder decir quesí. Bueno, a algunos de ellos, claroestá. Tenemos una cena eclesiásticauna vez al mes, y luego está el grupode los jóvenes. Ahora mismoestamos preparando un baile deAcción de Gracias para el ClubJuvenil. Me temo que no atraemos agrandes multitudes.

—¿Hay alguien que le preocupe?¿Alguien a quien considere inestableemocionalmente?

—Detective, mi trabajo esconsolar a los afligidos. Hemostenido algún abuso de drogas y de

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alcohol, y un desagradable caso deviolencia doméstica unos mesesatrás. Pero no considero a ninguno deesos hombres capaz de cometer talesasesinatos.

—Puede que se sacaran su nombrede la manga o que el asesino lo hayausado porque se identifica con ustedcomo sacerdote. —Ben hizo unapausa, consciente de que seadentraba en el terreno compacto einamovible de lo santificado—.Padre, ¿ha acudido alguien alconfesionario y le ha indicado poralgún medio que sabía algo de los

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asesinatos?—Una vez más puedo decir con

sinceridad que no. Detective, ¿estáusted seguro de que era mi nombre?

Ed sacó su libreta y leyó en vozalta.

—Reverendo Francis Moore.—¿No es Francis X. Moore?—No.Moore se pasó una mano por los

ojos.—Espero que el alivio no sea un

pecado. Desde que aprendí a escribirmi nombre adoptivo siempre heusado la equis de Xavier. Pensaba

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que era exótico y único eso de tenerun segundo nombre que empezara porequis. Nunca he dejado de hacerlo.Detectives, todos mis documentos deidentificación llevan esa equis. Laescribo en todo lo que firmo. Todoslos que me conocen me conocencomo reverendo Francis X. Moore.

Ed lo anotó. Si hubiera hecho casoa su instinto, le habría dado lasbuenas noches y habrían pasado a lasiguiente dirección de la lista. Peroel procedimiento era mucho másexigente e infinitamente más aburridoque el instinto. Se entrevistaron con

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los otros tres sacerdotes de larectoría.

—Bueno, solo hemos empleadouna hora para no conseguir nada —comentó Ben mientras se dirigíanhacia el coche.

—Les hemos dado algo de lo quehablar esta noche.

—Y hemos añadido otra horaextra a la semana. Los decontabilidad van a echar humo porlas orejas.

—Sí. —Ed esbozó una sonrisamientras se acomodaba en el asientodel acompañante—. Agarrados de

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mierda.—Podemos darles un respiro, o

hacerle una visita a ese ex convicto.Ed se lo pensó un momento y

vació el resto de su paquete de frutossecos. Con eso aguantaría hasta queconsiguiera comer algo.

—Todavía me queda una hora.

En el pequeño apartamento de unasola estancia que visitaron en la zonasudeste de la ciudad no había flores.El mobiliario, o lo que quedaba deél, no lo limpiaban desde el día que

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lo compraron en la tienda delEjército de Salvación. Casi todo elespacio lo ocupaba una cama Murphyque nadie se había preocupado devolver a empotrar en la pared. Lassábanas no estaban limpias. Un olora sudor, sexo rancio y cebollasinundaba la habitación.

Las raíces oscuras de la melenaencrespada de la rubia se veían a lalegua. Cuando Ben y Ed mostraronsus placas, ella les abrió la puertacon la lenta y recelosa mirada delque sabe a lo que se expone. Llevabaunos tejanos ajustados sobre un

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trasero de buen ver y un jersey rosatan corto que enseñaba los pechos,que ya empezaban a colgarle. Bencalculó que tendría unos veinticincoaños, a pesar de las marcadasarrugas de la comisura de los labios.De sus ojos marrones resaltaba másel izquierdo, gracias a un moratónque había extendido su color delmalva al amarillo y el gris. Conjeturóque habría recibido el golpe tres ocuatro días antes.

—¿Señora Moore?—No, no estamos casados. —La

rubia sacó un cigarrillo de un

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paquete de Virginia Slims. HASLLEGADO MUY LEJOS, NENA, rezaba sueslogan publicitario— . Frank hasalido a por unas cervezas. Volveráen un minuto. ¿Se ha metido en algúnlío?

—Solo necesitamos hablar con él—dijo Ed dirigiéndole una sonrisatranquilizadora y decidiendo que sudieta necesitaba más proteínas.

—Claro. Bueno, puedo decirlesque no se ha metido en ningún lío. Yome he encargado de eso. —Encontróuna caja de cerillas, se encendió elcigarrillo y luego la usó para aplastar

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una pequeña cucaracha—. Puede quebeba demasiado, pero yo me asegurode que lo haga aquí para que no semeta en problemas. —Miróalrededor de la desastrosa habitacióny dio una fuerte calada al cigarrillo—. No tiene muy buen aspecto, peroestoy apartando algo de dinero.Ahora Frank tiene un trabajo bueno yes fiable. Pueden preguntar a susupervisor.

—No hemos venido a incordiar aFrank. —Ben decidió que no queríasentarse. Nadie podía estar seguro delo que había reptando bajo esos

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cojines—. Parece que estáconsiguiendo mantenerlo a raya.

La chica se tocó el ojo morado.—Hago todo lo que puedo.—No lo dudo. ¿Qué pasó?—Frank quería cinco dólares más

para cerveza el sábado. Llevo unpresupuesto.

—¿El sábado? —preguntó Ben,interesado de repente. Era la nochedel último asesinato. Y la mujer quetenía ante sí era rubia, o algoparecido—. Supongo que seenzarzaron en una pelea y quedespués él salió en estampida al bar

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a charlar con los colegas.—No fue a ningún sitio —dijo la

mujer sonriendo, y tiró la ceniza enun plato de plástico en el que se leíaPON TU COLILLA AQUÍ—. Fui yo quienle golpeó primero, y los vecinos deabajo no paraban de dar golpes conla maldita escoba. Después me lodevolvió. —Dejó que el humo seescapara de su boca hasta la nariz—.Frank respeta a una mujer que haceese tipo de cosas. Le gusta, ¿saben?Así que... hicimos las paces. Y seolvidó de la cerveza durante el restode la noche.

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La puerta se abrió. Frank Mooretenía unos brazos como bloques decemento y las piernas como troncosde árboles; mediría un metro sesentay cinco. Llevaba una trenca negraapolillada por los hombros y un packde seis latas de King of Beers.

—¿Quién coño sois vosotros? —preguntó amenazándolos con el brazoque tenía libre.

—Homicidios.Frank bajó el brazo. Cuando se

agachó para mirar las placas, Benvio la marca de varios centímetrosque le había quedado en el pómulo.

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Se le había formado una costra ytenía tan mala pinta como el moratónde la rubia.

—Este sistema apesta. —Franksoltó las seis cervezas sobre laencimera de golpe—. Esa zorra ledice al juez que he intentado violarlay me echan tres años, y luego cuandoconsigo salir tengo policías por todaspartes. Ya te dije que este sistemaapesta, Maureen.

—Sí —dijo la rubia mientras seservía una cerveza—. Ya me lodijiste.

—¿Por qué no nos explicas dónde

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estuviste el domingo por la mañana,Frank? —comenzó Ben—. Alrededorde las cuatro de la madrugada.

—A las cuatro de la madrugada,por Dios. Estaba en la cama, comotodo el mundo. Y no es que estuvierasolo —apuntó, señalando con elpulgar a Maureen antes de abrirseuna cerveza, que se derramó por laabertura y añadió otro olor a lahabitación.

—¿Eres católico, Frank?Frank se limpió la boca con el

dorso de la mano, eructó y volvió abeber.

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—¿Te parece que tengo pinta decatólico?

—El padre de Frank era baptista—apuntó Maureen.

—Cierra el pico —dijo Frank.—Vete a la mierda.Cuando vio que le levantaba la

mano, ella simplemente sonrió. Ed yahabía dado un paso al frente cuandoFrank bajó el brazo de nuevo.

—Si quieres contárselo todo a lapoli, está bien. Mi viejo era baptista.Ni se jugaba a las cartas, ni se bebía,ni se jodía con los baptistas. Mezurraba de lo lindo a menudo, y yo le

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zurré una vez antes de irme. De esohace quince años. Una puta de tres alcuarto me tendió una trampa parameterme en la cárcel. Cumplí tresaños de condena, y si algún díavuelvo a verla, también le daré aella. —Se sacó un paquete de Cameldel bolsillo de la camisa y encendióun cigarrillo con un Zippo echopolvo—. Trabajo fregando suelos ylimpiando váteres. Llego a casatodas las noches para que esta guarrame diga que solo tengo cinco dólarespara cerveza. No he hecho nadailegal. Maureen os lo puede contar

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—dijo al tiempo que pasaba un brazopor encima de los hombros a lamujer a la que acababa de llamarguarra.

—Es verdad —confirmó ella paradespués dar un trago a la cerveza.

No se ajustaba a la descripción.Ni la física, ni la psiquiátrica. Peroaun así Ben insistió.

—¿Dónde estabas el quince deagosto?

—Por Dios, ¿cómo quieres que meacuerde? —Frank se tragó el resto dela cerveza y aplastó la lata—.Chicos, ¿tenéis una orden para entrar

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aquí?—Estábamos en Atlantic City. —

Maureen ni tan siquiera se inmutócuando Frank tiró la cerveza y sepasó por centímetros la bolsa de labasura—. ¿Recuerdas, Frank? Mihermana trabaja allí , ¿saben? Nosconsiguió una buena oferta en el hotelen el que limpia. El Ocean View Inn.No está en la calle principal ni nada,pero está cerca. Fuimos en cochehasta allí el catorce de agosto y nosquedamos tres días. Lo tengo escritoen el diario.

—Sí, me acuerdo. —Frank le

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quitó el brazo de encima y le dio laespalda—. Estaba jugando a lascartas y bajaste para echarme unabronca.

—Habías perdido veinticincopavos.

—Los habría recuperado, eso y eldoble, si me hubieras dejado en paz.

—Me robaste el dinero del bolso.—Lo tomé prestado, puta.

Prestado.Ben movió la cabeza hacia la

puerta a medida que la discusión seiba calentando.

—Vámonos de aquí.

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Cuando la puerta se cerró trasellos se oyó por encima de los gritosel ruido de un objeto al romperse.

—¿Te parece que deberíamospararlos?

Ben volvió la vista hacia la puerta.—¿Para qué, para estropearles la

diversión? —Algo sólido pero frágilimpactó contra la puerta y se hizoañicos—. Vamos a tomar algo.

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9 —Señor Monroe, agradezco que

haya venido a hablar conmigo. —Tess saludó al padrastro de JoeyHiggins en la puerta de su consulta—. Mi secretaria ha terminado suturno, pero puedo hacer café para losdos, si quiere.

—Por mí no lo haga.

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Estaba de pie, incómodo, comosiempre que se encontraba en supresencia, y esperaba a que ellahiciera el primer movimiento.

—Me hago cargo de que habrátenido un día muy largo —comenzósin añadir que el suyo también habíasido completo.

—No me importa el tiempo sisirve para ayudar a Joey.

—Lo sé. —Tess sonrió y le señalóuna silla—. Señor Monroe, no hetenido muchas oportunidades dehablar con usted en privado, peroquiero decirle que sé que está

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haciendo todo lo posible por Joey.—No es fácil. —Dobló la

gabardina sobre su regazo. Era unhombre ordenado, instintivamenteorganizado. Tenía las uñas cortadascon esmero, el cabello en su sitio, eltraje oscuro y de corte conservador.Tess entendía que un chico comoJoey le parecería del todoinescrutable—. Aunque más difíciles para Lois, claro.

—¿Usted cree? —Tess mantuvo suposición tras el escritorio, conscientede que la distancia y un enfoqueimpersonal le facilitarían las cosas

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—. Señor Monroe, llegar a unafamilia tras un divorcio e intentar seruna figura paternal para unadolescente sería difícil en cualquiercircunstancia. Cuando el chico tienetantos problemas como Joey lasdificultades se multiplican por mil.

—Yo esperaba que a estas alturas,bueno... —Alzó las manos y luegolas dejó caer de nuevo—. Esperabaque pudiéramos hacer cosas juntos,jugar a la pelota. Incluso hecomprado una tienda de campaña,aunque he de admitir que no tengo niidea de acampadas. Pero no le

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interesa.—No siente que pueda permitirse

ese interés —corrigió Tess—. SeñorMonroe, Joey se ha identificado consu padre hasta límites completamenteenfermizos. Los fracasos de su padreson sus fracasos, los problemas de supadre son sus problemas.

—Ese cabrón ni tan siquiera... —Tuvo que contenerse—. Lo siento.

—No, no se disculpe. Por ahoraparece que el padre de Joey noquiere preocuparse o no puedepermitírselo. La culpa es de suenfermedad, pero no quería hablarle

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de eso. Señor Monroe, como sabe,les he propuesto intensificar eltratamiento de Joey. La clínica quemencioné, en Alexandria, estáespecializada en trastornosemocionales de adolescentes.

—Lois no quiere ni oír hablar deello. —Tal y como lo veía él, nohabía más que hablar—. Ella tiene lasensación de que Joey pensaría quelo hemos abandonado, y estoy deacuerdo con ella.

—La transición sería difícil, esono puede negarse. Tendríamos quellevarlo entre todos, de tal forma que

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Joey entendiera que no se le estácastigando ni echando, sino que se leda otra oportunidad. Señor Monroe,tengo que sincerarme con usted. Joeyno responde al tratamiento.

—Ya no bebe.—No, ya no bebe. —¿Cómo podía

convencerle de que el alivio de unode los síntomas no significaba queestuviera curado en absoluto? Yahabía constatado en las sesiones deterapias en familia que Monroe eraun hombre que veía con más claridadlos resultados que las causas—.Señor Monroe, Joey es un

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alcohólico, y, beba o no, siempre loserá. Es uno de los veintiochomillones de hijos de alcohólicos delpaís. Un tercio de ellos se conviertenen alcohólicos ellos mismos, comoJoey.

—Pero ya no bebe —insistióMonroe.

—No, ya no bebe. —Tessentrelazó los dedos, los puso sobreel cartapacio y lo intentó de nuevo—.No está consumiendo alcohol, noaltera su realidad con alcohol, perotodavía lucha con su dependencia, ylo que es más importante, con los

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motivos que la originan. No seemborracha, señor Monroe, pero elalcohol era una tapadera y unaconsecuencia de otros problemas.Ahora no puede controlar ni taparesos problemas con el alcohol, asíque le abruman. No muestra rabia,señor Monroe, y muy poca pena,pero están ahí, en su interior. Loshijos de los alcohólicos a menudo seculpan de la enfermedad de suspadres.

Monroe se removió en su asiento,incomodado; su paciencia habíallegado al límite.

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—Eso ya lo ha explicado antes.—Sí, ya lo he explicado. Joey está

resentido con su padre, y también consu madre en gran medida, porqueambos le dieron de lado. Su padrepor la bebida y su madre por laspreocupaciones que su padre leocasionaba con la bebida. Como losquiere, Joey ha vuelto eseresentimiento contra sí mismo.

—Lois lo hizo lo mejor que pudo.—Sí, estoy segura de ello. Es una

mujer con una fuerza extraordinaria.Desafortunadamente, su hijo no tieneesa fuerza. La depresión de Joey ha

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alcanzado un estadio peligroso, unestadio crítico. No puedo contarle nitan siquiera a usted las cosas quehemos hablado en las últimassesiones, pero sí puedo decirle quesu estado emocional me preocupamás que nunca. Sufre mucho. En estemomento, lo único que consigo haceres aliviar su sufrimiento para quepase la semana hasta que puedacalmarlo de nuevo. Joey siente quesu vida no tiene sentido, que hafracasado como hijo, como amigo ycomo persona.

—El divorcio...

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—El divorcio golpea a los niñosimplicados en el proceso. La fuerzadel impacto depende del estadomental del niño en ese momento, laforma en que se lleva el divorcio, lafuerza emocional del niño enparticular. Para algunos puede ser tandevastador como una muerte.Normalmente hay un período deduelo, de amargura, incluso denegación. Culparse a uno mismo esalgo común. Señor Monroe, hanpasado casi tres años desde que suesposa se separó del padre de Joey.La obsesión del chico con el

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divorcio y la parte que le toca no esnormal. Se ha convertido en lalanzadera de todos sus problemas. —Tess hizo una breve pausa yentrelazó sus manos de nuevo—. Sualcoholismo es doloroso. Joey sienteque se merece ese dolor. De hecho,lo aprecia del mismo modo que unniño pequeño aprecia que se lecastigue cuando infringe las normas.La disciplina, el dolor, hace que sesienta parte de la sociedad al tiempoque el alcoholismo en sí le hacesentirse aislado de ella. Haaprendido a depender de ese

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aislamiento, a verse diferente, a noser tan bueno como el resto. Enespecial, a no ser tan bueno comousted.

—¿Como yo? No lo entiendo.—Joey se identifica con su padre,

un borracho, un fracasado, tanto enlos negocios como en la vidafamiliar. Usted es todo eso que supadre, y por lo tanto Joey, no es. Unaparte de él quiere cortar lasrelaciones con su padre y tomarlo austed como modelo. El resto de élsimplemente no se siente digno deello y tiene miedo de arriesgarse a un

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nuevo fracaso. Ahora incluso va másallá, señor Monroe. Joey estállegando a un punto en el que estádemasiado cansado para tomarse lamolestia de vivir.

Monroe se apretaba los dedos unay otra vez. Cuando habló, lo hizo conla voz calmada que empleaba en elconsejo de administración.

—No la sigo.—El suicidio es la tercera causa

de muerte entre los niños, señorMonroe. Joey evidencia tendenciassuicidas. Ya ha estado coqueteandocon la idea, vagando a su alrededor

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con esa fascinación por el ocultismo.En este momento de su vida nocostaría mucho empujarle a cruzar lalínea: una discusión que lo subleve,un examen de la escuela que le hagasentir incompetente. Elcomportamiento ambiguo de supadre. —Su voz, a pesar de sertranquila, comunicaba la urgenciasubyacente. Tess se inclinó haciadelante con la esperanza de llevar ladiscusión al siguiente punto—. SeñorMonroe, no me cansaré de repetir loimportante que es que Joey comienceun tratamiento intensivo y

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estructurado. Confiaron en mí losuficiente para traerlo aquí, parapermitirme que lo tratase. Ahoratienen que confiar en mí lo suficientepara creerme si les digo que conmigono le basta. Tengo aquí informaciónsobre la clínica —dijo, y empujó unacarpeta al otro lado del escritorio—.Por favor, hable de esto con suesposa, pídale que venga para quetratemos de ello. Yo reharé mishorarios para que nos veamos cuandoles venga mejor. Pero, por favor, quesea pronto. Joey necesita esto y lonecesita ahora, antes de que ocurra

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algo que le haga caer.El padrastro de Joey cogió la

carpeta, pero no la abrió.—Usted quiere que lo metamos en

un sitio de esos, pero no quería quese cambiara de escuela.

—No, es cierto. —Tess teníaganas de quitarse las horquillas delpelo y pasarse las manos por lacabeza hasta que desapareciera eldolor de sus sienes—. En esemomento sentía, esperaba, poderconectar con él. Desde septiembreJoey se aleja cada vez más.

—Él ha visto el cambio de escuela

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como otro fracaso, ¿no es cierto?—Sí. Lo siento.—Sabía que era un error. —Dejó

escapar un largo suspiro—. CuandoLois estaba haciendo el papeleo paramatricularlo en la escuela, Joey sequedó mirándome. Era como sidijera, por favor, dadme unaoportunidad. Prácticamente pude oírcómo lo decía. Pero la apoyé en ello.

—No hay que culparse de nada,señor Monroe. Su mujer y usted estánante una situación en la que no hayrespuestas sencillas. Las cosas noson blancas o negras.

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—Me llevaré estos folletos a casa.—Entonces se levantó, lentamente,como si la carpeta que llevaba en lamano pesara como el plomo—.Doctora Court, Lois estáembarazada. Todavía no se lo hemosdicho a Joey.

—Felicidades. —Tess le tendióuna mano al tiempo que sopesabacómo podía afectar aquello a supaciente—. Creo que estaría bien sise lo cuentan a Joey los dos juntos yhacen de ello un asunto de familia.Los tres están esperando un bebé.Sería muy importante para él que

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hagan que se sienta incluido en lugarde reemplazado. Un bebé, esperarjuntos su llegada, es algo que puedereportar mucho amor a una familia.

—Tenemos miedo de que leparezca una afrenta por nuestra parte.

—Podría. —El momento, pensó,la supervivencia emocional dependíade la coincidencia de los tiempos—.Cuanto más participe Joey en elproceso, y en la planificación, másparte de ello se sentirá. ¿Tienen yahabitación para el bebé?

—Tenemos una habitación libreque habíamos pensado redecorar.

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—Imagino que Joey sería muybueno con la brocha si le dan laoportunidad. Por favor, llámenmecuando hablen sobre la clínica. Megustaría acompañar a Joey yo misma,tal vez llevarlo allí antes para que lavea.

—De acuerdo. Gracias, doctora.Tess cerró la puerta y se quitó las

horquillas del pelo. La tensión sealivió en esa zona y dejó solamenteun dolor apagado. No estaba segurade poder descansar bien hasta queJoey recibiera tratamiento en laclínica. Al menos iban en la

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dirección adecuada. Monroe no sehabía mostrado entusiasmado con laidea, pero confiaba en que trataría deconvencer a su mujer.

Tess guardó bajo llave el historialde Joey y sus cintas de casete,aunque el de la última sesión loretuvo en su mano durante mástiempo. Joey había hablado de lamuerte dos veces en esa ocasión,ambas dándola por hecho. No lohabía llamado «morir», «sino optarpor no vivir». La muerte comoalternativa. Se guardó esa últimacinta y decidió llamar al director de

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la clínica a la mañana siguiente.Cuando su teléfono sonó estuvo a

punto de gruñir. Podría olvidarse deél. Su contestador automático seactivaría al tercer tono y se pondríaen contacto con ella en caso de quefuera algo importante. Despuéscambió de idea y cruzó la habitaciónpara contestar con la cinta de Joeytodavía en la mano.

—Hola, doctora Court.En el silencio que siguió a esas

palabras Tess oyó una respiraciónentrecortada y ruido de tráfico.Cogió un lápiz y sacó una libreta

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instintivamente.—Soy la doctora Court. ¿Puedo

ayudarle?—¿Puede?Su voz era prácticamente un

susurro. No advirtió el pánico quehabía esperado, solamente sudesesperación.

—Puedo intentarlo. ¿Quiere que lohaga?

—Usted no estaba allí, si hubieraestado allí, habría sido diferente.

—Ahora estoy aquí. ¿Quiereverme?

—No puedo. —Tess oyó cómo se

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tragaba las lágrimas—. Lo sabría.—Puedo ir yo. ¿Por qué no me

dice su nombre y dónde seencuentra?

Tess oyó que colgaba el teléfono.A menos de una manzana, el

hombre del abrigo negro lloraba sudolor y confusión apoyado contra unacabina de teléfono.

—Mierda.Tess echó un vistazo a las notas

que había tomado. Si hubiera sido unpaciente, habría reconocido su voz.Se quedó unos quince minutos máspor si llamaba de nuevo, y después

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recogió sus cosas y se marchó de laconsulta.

Frank Fuller la esperaba en elpasillo.

—Bueno, aquí la tenemos —dijo,y se guardó el espray para el malaliento en el bolsillo—. Empezaba apensar que te habías mudado a otroedificio.

Tess volvió la vista hacia lapuerta de su consulta. Su nombre y suprofesión seguían viéndosenítidamente.

—No, todavía no. Te has quedadoa trabajar hasta muy tarde, ¿no,

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Frank?—Bueno, ya sabes cómo va esto.

—En realidad había pasado la últimahora intentando quedar con alguien.No lo había conseguido—. Pareceque ese trabajo de asesora de lapolicía te mantiene bastante ocupada.

—Parece que sí.Incluso para una persona con unos

modales tan arraigados como Tess,hablar por hablar después de lajornada que había tenido era irdemasiado lejos. Volvió a pensar enla llamada telefónica mientrasesperaba el ascensor.

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—Bueno, Tess... —dijo Frank,usando el truco de apoyar la mano enla pared para rodearla—. Puede quete resulte beneficioso consultar estocon un colega, profesionalmente,quiero decir. Te haré hueco en miagenda con mucho gusto.

—Te lo agradezco, Frank, pero yasé lo ocupado que estás.

En cuanto las puertas se abrieronTess entró en el ascensor. Presionóel botón de la planta baja y secambió el maletín de mano al ver queFrank entraba con ella.

—Para ti nunca estoy ocupado,

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Tess, ni profesionalmente, ni enningún sentido. ¿Por qué no hablamosde ello mientras tomamos algo?

—Me temo que no estoyautorizada para hablar de ello enabsoluto.

—Entonces encontraremos otrotema del que hablar. Tengo unabotella de vino, una de uva zinfandelde las buenas que estaba guardandopara una ocasión especial. ¿Qué teparece si nos vamos a mi casa,descorchamos la botella y ponemoslos pies en alto?

Claro, para que me mordisquees

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los dedos, pensó Tess, y pronuncióuna rápida plegaria deagradecimiento cuando las puertasvolvieron a abrirse.

—No, gracias, Frank.Casi salió corriendo por el

vestíbulo, pero no consiguióquitárselo de encima.

—Y ¿por qué no paramos en elMayflower, tomamos algotranquilamente mientras escuchamosbuena música y no hablamos detrabajo?

Cócteles de champán en elMayflower. Ese era su estilo, según

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Ben. Tal vez había llegado elmomento de demostrarle a él y aFrank Fuller que no era cierto.

—El Mayflower es un pocoestirado para mi gusto, Frank. —Tessse abrigó el cuello bien cuando seadentraron en la fría oscuridad delaparcamiento—. Pero de todasformas no tengo tiempo parasocializar. Deberías probar esenuevo club que han abierto ahí allado, el Zeedo’s. Por lo que me hancontado solo hace falta asomar lanariz por la noche para ligar.

Tess sacó las llaves y abrió la

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puerta de su coche.—¿Y tú cómo sabes que...?—Frank. —Tess chasqueó la

lengua y le dio una palmadita en lamejilla—. Madura.

Y entró en el coche, encantadaconsigo misma y con la cara con laque lo había dejado. Miró hacia atráspara salir del aparcamiento, peroapenas le dedicó una mirada alhombre que estaba plantado al otrolado del mismo.

Acababa de entrar en su casa, y seestaba quitando el abrigo y loszapatos cuando alguien llamó a su

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puerta. Como sea Frank, se dijo,tendré que dejar de ser educada ydarle donde más le duela.

El senador Jonathan Writemoreestaba allí esperando con sugabardina Saville Row, una caja decartón roja con pollo y una bolsa depapel fino.

—Abuelo.La mayor parte de esa tensión de

la que Tess no se percataba seesfumó en cuanto lo vio. Aspiróprofundamente y casi pudo saborearlas especias.

—Espero que no estés

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preparándote para alguna citainteresante.

—Estoy preparándome paraquedarme aquí.

El abuelo le puso la caja con elpollo en las manos.

—Todavía está caliente,renacuaja. Les he dicho que ponganmuchas especias.

—Eres mi héroe. Estaba a puntode prepararme un sándwich dequeso.

—Me lo imagino. Ve a por losplatos y un montón de servilletas.

Tess fue a la cocina y de camino

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dejó el pollo sobre la mesa.—¿Significa esto que mañana no

estoy invitada a cenar?—Significa que esta semana tienes

dos comidas decentes. No te olvidesel sacacorchos. Tengo una botella devino aquí.

—Mientras no sea un zinfandel.—¿Qué?—Da igual. —Tess volvió con

platos, servilletas de tela, dos de susmejores copas y un sacacorchos.Puso la mesa, encendió las velas y sevolvió hacia su abuelo para darle unabrazo de oso—. Me alegro mucho

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de verte. ¿Cómo sabías quenecesitaba que me levantaran lamoral?

—Los abuelos nacemos sabiendo.—Le besó ambas mejillas y luego lamiró con reproche—. No estásdescansando lo suficiente.

—La doctora soy yo.El abuelo le dio un cachete en el

trasero.—Tú siéntate, renacuaja. —Al ver

que obedecía, centró su atención enla botella de vino. Tess le quitó latapa a la caja mientras su abuelo seocupaba del corcho—. Dame una de

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esas tetas de pollo.Tess soltó una risita de niña

pequeña y colocó la comida rápidaen la mejor de las piezas de la vajillade porcelana china de su madre.

—Piensa en cómo se quedarían tuselectores si te oyeran hablar de tetasde pollo. —Tess eligió un muslo y seregocijó al descubrir que habíapatatas fritas—. ¿Cómo van las cosasen el Senado?

—Hace falta un montón deestiércol para que crezcan flores,Tess —dijo sacando el corcho—.Sigo presionando para que aprueben

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el programa de asistencia médica.No sé si podré conseguir suficienteapoyo antes del parón de lasvacaciones.

—Es un buen proyecto de ley. Mehace estar orgullosa de ti.

—Aduladora. —Le sirvió vino aella y luego se sirvió él—. ¿Dóndeestá el ketchup? Las patatas no sepueden comer sin ketchup. No, no televantes. Ya voy yo. ¿Cuándo fue laúltima vez que hiciste la compra? —preguntó en cuanto abrió elfrigorífico.

—No empieces —replicó, y le dio

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un bocado al pollo—. Además, túsabes que yo soy la experta en cenas,en casa o fuera de ella.

—No me gusta pensar que mi nietase pasará la vida alimentándose concomida rápida —dijo el senadormientras volvía con el ketchup,ignorando fácilmente que eso erajusto lo que estaban cenando—. Si yono hubiera venido, estarías ante tuescritorio con un sándwich de quesoy una montaña de historiales clínicos.

—¿Te he dicho ya que me alegromucho de verte? —dijo Tess alzandosu copa y dedicándole una sonrisa.

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—Estás trabajando demasiado.—Puede.—¿Qué te parece si compro

billetes para Saint Croix y salimos eldía después de Navidad? Unasemana de diversión al sol.

—Sabes que me encantaría, perolas vacaciones son uno de los peoresmomentos para mis pacientes. Tengoque estar aquí por ellos.

—Al final he acabadoarrepintiéndome.

—¿Tú? —Tess eludió el ketchup yempezó a mordisquear las patatas,preguntándose si le cabría otro trozo

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de pollo—. ¿De qué?—De meterte en eso de los

homicidios. Se te ve exhausta.—No es solo por eso.—¿Tienes problemas con tu vida

sexual?—Información privilegiada.—En serio, Tess. He hablado con

el alcalde. Me ha contado loinvolucrada que estás en lainvestigación policial. Yo soloquería que hicieras ese perfil, yfardar de nieta un poco.

—Emoción por simpatía, ¿eh?—La emoción toma otra forma a

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partir del cuarto asesinato. A solodos manzanas de aquí.

—Abuelo, eso habría ocurridoaunque yo no estuviera trabajando enla investigación. El caso ahora esque quiero involucrarme. —Pensó enBen, en sus acusaciones, suresentimiento. Pensó en su propiavida, tan ordenada, y en esosrepentinos momentos de satisfacción—. Tal vez necesite estarinvolucrada. Hasta ahora mi vida ymi carrera han sido de lo másrutinario. Tomar parte en esto me hamostrado un aspecto diferente de mí

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misma, y también del sistema. —Cogió la servilleta, pero lo único quehizo con ella fue revolverla—. A lapolicía no le interesa cómo funcionasu mente ni sus motivacionesemocionales, pero sí usan eseconocimiento para intentar atraparloy castigarlo. A mí no me interesa elcastigo, pero usaré lo que puedaaprender de su mente para hacerleparar y ayudarle. ¿Quién tiene larazón, abuelo? ¿El castigo de lajusticia o el tratamiento?

—Estás hablando con un jurista dela antigua escuela, Tess. Cualquier

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hombre, mujer o niño tiene derecho aun abogado y a un juicio justo. Puedeque el abogado no crea a su cliente,pero tiene que creer en la ley. Y laley dice que ese hombre tienederecho a ser juzgado por el sistema.Y por lo general el sistema funciona.

—Pero ¿entiende el sistema... laley entiende a las mentesperturbadas? —Tess negó con lacabeza y soltó la servilleta alreconocer que la manoseaba porqueestaba nerviosa—. No culpable porrazones de enajenación mental. ¿Notendría que ser «no responsable»?

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Abuelo, él es culpable de asesinar aesas mujeres. Pero no esresponsable.

—No es uno de tus pacientes,Tess.

—Sí, lo es. Siempre lo ha sido,pero no lo comprendí hasta lasemana pasada, con el últimoasesinato. Todavía no me ha pedidoayuda, pero lo hará. Abuelo,¿recuerdas lo que me dijiste el díaque abrí la consulta?

El senador se quedó observándola,viendo que, incluso con esa miradatan intensa y preocupada, la luz de

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las velas la hacía hermosa. Era supequeña.

—Probablemente demasiadascosas. Llevo mucho tiempo en estemundo.

—Dijiste que había elegido unaprofesión que me permitiríaadentrarme en las mentes de laspersonas, y que jamás me olvidara desus corazones. No lo he olvidado.

—Aquel día estaba orgulloso deti. Y sigo estándolo.

Tess sonrió y cogió la servilleta.—Tiene ketchup en la barbilla,

senador —susurró mientras se lo

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limpiaba.

A cinco kilómetros de allí Ben y Edse habían bebido ya más de una copa.El club estaba decorado con botellasde vino, había un buen número deparroquianos y también un pianistaciego que cantaba rock melódico. Elbote de sus propinas estaba a mediollenar, pero la noche era joven. Lamesa a la que estaban sentados eradel tamaño de un mantel individualapretujado entre otros tantos. Eddaba cuenta de una ensalada de

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pasta. Ben optaba por los frutossecos que venían con la cerveza.

—Te pasas todo el día comiendoesas cosas —apuntó Ben señalandoel plato de Ed con la cabeza—. Estásconvirtiéndote en un pijo.

—No puedes ser un pijo si nobebes vino blanco.

—¿En serio?—Totalmente.Ben le tomó la palabra y cogió una

espiral de pasta.—¿Qué novedades había cuando te

has pasado por allí?Ben cogió su vaso y observó a una

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mujer con una minifalda de cuero quepasó junto a su mesa.

—Bigsby fue a la tienda donde sehizo el giro postal. Nada. ¿Quién vaa acordarse de un tío que hizo un giropostal tres meses atrás? ¿Es que no levas a poner sal a eso?

—¿Estás de broma?Ed hizo señas para que les trajeran

otra ronda. Ninguno de los dosestaba borracho, pero por intentarloque no quedara.

—¿Irás a Kinikee’s el sábado aver el partido?

—Tengo que buscarme otro

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apartamento. Me han dado de plazohasta primeros de diciembre.

—No deberías pensar en unapartamento —dijo Ben al tiempoque cambiaba su copa por la nueva—. Pagar un alquiler es tirar eldinero. Deberías pensar encomprarte algo, invertir tu dinero.

—¿Comprar? —Ed cogió unacuchara y removió su bebida—.¿Quieres decir que me compre unacasa?

—Claro. Hay que estar loco paratirar el dinero por la ventana todoslos meses con un alquiler.

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—¿Comprar? Estás pensando encomprarte una casa?

—¿Con mi sueldo?Ben soltó una risotada y se meció

en la silla los tres centímetros quepodía.

—La última vez que lo mirécobrábamos lo mismo.

—Te diré lo que tienes que hacer,compañero. Tienes que casarte. —Edse bebió media copa de un tragocomo respuesta—. En serio.Encuentras a una mujer. Te asegurasde que tenga un buen trabajo. Merefiero a una carrera, para que no

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piense luego en dejarlo. Ayudaríaque la mujer en cuestión fuera una ala que no te importe mirar durantelargos períodos de tiempo. Entoncesjuntáis vuestros sueldos, compráisuna casa y dejas de tirar el dinero delalquiler.

—¿Porque vendan mi piso voy atener que casarme?

—Así funcionan las cosas.Preguntémosle a una personaimparcial. —Ben se acercó a lamujer que tenía al lado—.Discúlpeme, ¿cree usted que talcomo está el panorama social y

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económico del momento actual unapersona sola puede vivir igual deholgada que una pareja? De hecho,considerando el poder adquisitivo deuna familia con dos sueldos, ¿creeque una pareja siempre vivirá másholgada que una persona sola?

La mujer soltó su vino con gaseosasobre la mesa y se quedóconsiderando los encantos de Ben.

—¿Estás intentando ligar?—No, estoy haciendo una encuesta

al azar. Van a vender el piso dealquiler de mi compañero.

—A mí me hicieron lo mismo esos

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cabrones. Ahora tardo veinte minutosen metro para llegar al trabajo.

—¿Tienes trabajo?—Claro. Soy la encargada de la

sección de señoras de Woodies.—¿Encargada?—Eso es.—Pues aquí la tienes, Ed —dijo

Ben inclinándose sobre él—. Tufutura esposa.

—Bébete otra, Ben.—Estás desperdiciando una

oportunidad perfecta. ¿Por qué nonos cambiamos de sitio para quepuedas...? —Se quedó con la palabra

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en la boca cuando vio al hombre quese acercaba a su mesa. Enderezó laespalda automáticamente—. Buenasnoches, monseñor.

Ed se volvió y vio a Logan justodetrás de él con un jersey gris y unospantalones de vestir.

—Me alegro de verle de nuevo.¿Quiere que le hagamos un hueco?

—Sí, siempre que no lesinterrumpa. —Logan se las apañópara encajar una silla en un ángulo dela mesa—. Llamé a la comisaría, yme dijeron que estarían aquí. Esperoque no les importe.

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Ben movió su dedo por el vaso dearriba abajo.

—¿En qué podemos ayudarle,monseñor?

—Podéis llamarme Tim. —Loganhizo señas a la camarera—. Creo queeso hará que estemos más cómodos.Tráigame una Saint Pauli Girl y otraronda para mis colegas. —Loganechó un vistazo al pianista, queempezaba a tocar una balada de BillyJoel—. No hace falta que lespregunte si han tenido un día duro.He estado en contacto con la doctoraCourt y he charlado brevemente con

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vuestro comisario hace un par dehoras. Intentáis localizar a un talFrancis Moore.

—Intentamos, ha dicho bien —dijoEd mientras apartaba el plato vacíopara que la camarera se lo llevaracuando les trajera las copas.

—Yo conocí a un Frank Moore.Daba clases aquí, en el seminario.De la vieja escuela. Con una feinquebrantable. Supongo que ese esel tipo de sacerdote al que estásacostumbrado, Ben.

—¿Dónde está?—Con el Señor. Estoy seguro. —

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Cogió un puñado de frutos secos—.Murió hace un par de años. Que Dioslo tenga en su gloria —continuóLogan ya con la cerveza ante él—.Pero el viejo Moore no era unfanático; simplemente, era inflexible.Hoy día hay muchos sacerdotesjóvenes que cuestionan y buscan, quedebaten temas tan candentes como elcelibato, perdonad el chiste, y elderecho de la mujer a dar lossacramentos. Para Frank Moore lascosas eran blancas o negras, así quele resultaba más sencillo. Un clérigono puede anhelar el vino, ni las

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mujeres, ni la ropa interior de seda.¡Salud! —Monseñor Logan alzó suvaso y bebió lo que quedaba de lacerveza—. Os cuento esto porquepodría tirar de algunos hilos y hablarcon gente que recuerde a Frank y aalgunos de los estudiantes bajo sututela. Yo impartí también algunasclases en el seminario, pero de esohace casi diez años.

—Aceptamos todo lo que nos den.—Perfecto. Ahora que eso está

arreglado, creo que me tomaré otracerveza. —Captó la atención de lacamarera y dirigió una sonrisa a Ben

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—. ¿Cuántos años en la escuelacatólica?

Ben buscó el tabaco.—Doce.—La ruta completa. Estoy seguro

de que las hermanitas te dieron unabuena educación.

—Y buenos palos en los nudillostambién.

—Sí, que Dios las bendiga. Notodas son como Ingrid Bergman.

—No.—Yo tampoco tengo mucho en

común con Pat O’Brien —dijo Loganlevantando la cerveza que acababan

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de traerle—. Claro que los dossomos irlandeses. Lecheim.

—Padre Logan, Tim —se corrigióEd rápidamente—, ¿puedo hacerleuna pregunta religiosa?

—Si no hay más remedio.—Si este hombre o cualquier otro

entrara en su confesionario y ledijera que se ha cargado a alguien,que ha asesinado a alguien, ¿lodelataría?

—Esa pregunta tiene la mismarespuesta en calidad de sacerdoteque en la de psiquiatra. No haymuchas como esa. —Se quedó

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mirando su cerveza un momento. Sussuperiores a veces le considerabandemasiado laxo, pero su fe en Dios yen el prójimo era inquebrantable—.Si una persona que ha cometido uncrimen acudiera a mí en elconfesionario o en la consulta, yoharía todo lo posible por que seentregara a la policía.

—Pero tú no lo harías.—Si viniera a mí como psiquiatra,

o para que le diera la absolución,significaría que estaba buscandoayuda. Yo me encargaría de que laencontrase. La psiquiatría y la

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religión no siempre están de acuerdo.En este caso sí.

No había nada que a Ed le gustaramás que un problema con variassoluciones.

—Si no está de acuerdo, ¿cómohace para combinarlas?

—Esforzándome por comprenderla mente y el espíritu, muchas vecesconsiderando ambas cosas como unasola. Veréis, como sacerdote podríadiscutir sobre la creación durantehoras y daros razones factibles porlas que el Génesis me parece tansólido como una roca. Como

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científico, puedo hacer exactamentelo mismo con la evolución y explicarpor qué el Génesis me parece unhermoso cuento de hadas. Comohombre, puedo sentarme convosotros y decir: ¿qué importanciatiene? Estamos aquí y punto.

—¿Y en cuál de ellas cree usted?—preguntó Ben.

A él le gustaba que hubiera unasolución, una única respuesta. Larespuesta correcta.

—Eso depende, por decirlo así,del traje que lleve en ese momento.—Monseñor Logan dio un buen trago

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a la cerveza y se percató de que sibebía otra cogería un buen puntillo.Se bebía la segunda pensando en lobien que le sentaría la tercera—. Alcontrario de lo que Frank Mooreenseñaba, no es cuestión de blanco onegro, ni en el catolicismo, ni enpsiquiatría, y por supuesto, en la vidatampoco. ¿Nos creó Dios por subondad y generosidad, y quizá por susentido del ridículo? ¿O inventamosa Dios porque tenemos una necesidadinnata desesperada de creer en algomás grande y poderoso que nosotrosmismos? Yo me lo pregunto muchas

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veces.Logan pidió otra ronda por señas.—Ninguno de los curas que he

conocido cuestionaban el orden delas cosas. —Ben se bebió el resto desu vodka—. O estaba bien o estabamal. Normalmente estaba mal, ytenías que pagar por ello.

—El pecado en su infinitavariedad. Los diez mandamientoseran muy claros. No matarás. Perotenemos guerreros desde el principiode los tiempos. La Iglesia no condenaal soldado que defiende su país.

Ben pensó en Josh. Él se había

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condenado a sí mismo.—Matar a un solo hombre es un

pecado. Arrojar una bomba en unpueblo con una banderaestadounidense es un acto depatriotismo.

—Somos unas criaturas ridículas,¿no es cierto? —dijo Logansintiéndose cómodo—. Dejadme usarun ejemplo de interpretación mássimplista. Hace un par de años teníauna joven estudiante, una jovenprometedora que se sabía la Biblia,me da vergüenza decirlo, mejor de loque yo me la sabré en la vida.

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Acudió a mí un día paracuestionarme sobre la masturbación.—Se movió un poco con la silla y ledio a la camarera en el codo—.Disculpa, querida. Tenía una cita —prosiguió volviéndose hacia ellos—,estoy seguro de que no la diréexactamente como era, pero decíaalgo así como que es mejor que unhombre esparza su semilla dentro delvientre de una puta a que ladesperdicie en el suelo. Unaproclama bastante dura, se podríadecir, en contra de la masturbación.

—María Magdalena era puta —

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farfulló Ed, a quien la bebidaempezaba ya a hacer efecto.

—Sí que lo era. —Logan lededicó una gran sonrisa—. De todasformas el punto de vista de miestudiante era que la mujer no tienesemilla que pueda esparcir ni tirar alsuelo. Luego solo debe ser pecadomasturbarse si eres varón.

Ben recordó un par de sesionesterroríficas con las que había sudadola gota gorda durante la pubertad.

—Yo tuve que recitar todo elmaldito rosario —musitó.

—Yo tuve que recitarlo dos veces

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—dijo Logan, que vio a Benrelajarse por primera vez y esbozaruna sonrisa.

—¿Y qué le dijo usted? —quisosaber Ed.

—Le dije que la Biblia muchasveces habla de generalidades, quetendría que mirar en su conciencia. Ydespués fui a buscar esa cita. —Ledio un cómodo trago a su bebida—.Que me muera si no me pareció quetenía algo de razón.

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10

La galería de arte Greenbriar era unpar de habitaciones pequeñas yrecargadas cerca del Potomac queseguía funcionando porque siemprehay gente a la que le gusta comprarcosas ridículas si su precio es caro.

La regentaba un hombrecillomañoso que había alquilado en su día

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el destartalado edificio por cuatroperras y que se había ganado unareputación de excéntrico pintándolode morado. Le gustaba llevarchaquetas largas deformes de lostonos del arcoíris con botines ajuego, y fumaba cigarrillos decolores. Tenía un rostro extraño,como un pez luna, y unos ojos clarosque tendían a moverse cuandohablaba de la libertad y laexpresividad del arte. Invertía susbeneficios sistemáticamente en bonosmunicipales.

Magda P. Carlyse era una artista

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que se había puesto de moda cuandouna antigua primera dama adquirióuna de sus esculturas como regalo debodas para la hija de una amiga. Másde un crítico sugirió que la primeradama no debía de tener muchoaprecio a los recién casados, pero lacarrera de Magda subía como laespuma.

Su exposición en la galeríaGreenbriar fue un éxito absoluto. Lagente se amontonaba en ella con susvestidos de pieles, tejanos, licras ysedas. Se servían capuchinos en tazaspequeñas como dedales y quiches de

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champiñones del tamaño de unamoneda. Un hombre negro con unabrigo morado que medía más de dosmetros contemplaba fascinado unaescultura hecha con láminas de metaly plumas.

Tess la miró un buen rato también.Le hacía pensar en el capó de unacamioneta que hubiera arrasado conun grupo de desafortunadas ocas enmigración.

—Una combinación de materialesfascinante, ¿verdad?

Tess se pasó un dedo por el labioinferior antes de alzar la vista para

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mirar al hombre con el que habíasalido.

—Absolutamente.—Un simbolismo poderoso.—Aterrador —coincidió, y se

llevó el vaso a los labios paradisimular la risa. Obviamente habíaoído hablar de la Greenbriar, peronunca tuvo el tiempo ni la energíapara explorar esa pequeña galería tanen boga. Esa noche agradecía ladistracción que le proporcionaba elencuentro—. La verdad, Dean, es queme alegro mucho de que hayas tenidoesta idea. Me temo que últimamente

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he estado obviando mi interés por elarte... popular.

—Tu abuelo me ha contado queestás trabajando mucho.

—Mi abuelo se preocupademasiado. —Tess se volvió paraestudiar un tubo fálico de más demedio metro que se tensaba hacia eltecho—. Pero la verdad es que unatarde aquí te desconecta de todo.

—Es tan emotivo, tan inteligente...—oyó farfullar a un hombre vestidode seda amarilla que se dirigía a unamujer con una marta cibelina—.Como puedes ver, el uso de la

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bombilla rota simboliza ladestrucción de las ideas en unasociedad que se dirige hacia undesierto de uniformidad.

Tess se dio la vuelta mientras elhombre gesticulaba exageradamentecon su cigarrillo y miró la esculturaque tanto alababa.

Una bombilla de setenta y cincovatios de la General Electric con unagujero recortado justo en el centro.Atornillada a una base de madera depino blanco corriente y moliente. Esoera todo, excepto por el pequeñodetalle de la pegatina azul que

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indicaba que se había vendido.—Increíble —murmuró Tess, que

recibió la generosa sonrisa del señorSeda Amarilla como recompensa.

—Es bastante innovador, ¿verdad?—dijo Dean, que sonreía a labombilla como si la hubiera creadoél mismo—. Y de un pesimismoatrevidísimo.

—No tengo palabras.—Sé exactamente a lo que te

refieres. La primera vez que lo vicasi me quedo alelado.

Tess decidió guardarse el chistefácil y simplemente sonrió y siguió

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adelante. Pensó en que podía hacerun ensayo sobre las implicacionespsicológicas —histeria colectiva—que llevaban a la gente a pagar poresa basura esotérica. Se detuvo anteun cuadrado de cristal que habíanllenado con botones de varioscolores y medidas. Cuadrados,redondos, barnizados, forrados detela, allí se apiñaban y mezclabanunos con otros en esa urna de cristalcerrada. El artista lo había llamadoPoblación en el 2010. Tess presumióque cualquier girl scout podríahaberlos metido allí en unas tres

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horas y media. En la etiqueta se leíasu exorbitante precio: mil setecientoscincuenta dólares.

Se volvió hacia su parejameneando la cabeza cuando vio aBen. Estaba mirando otra obra, conlas manos en los bolsillos traseros,sin poder disimular que se lo tomabaa broma. Llevaba la americanaabierta y bajo ella una camisa grislisa, y tejanos. Una mujer que lucíadiamantes por valor de cinco mildólares pasó junto a él pararecrearse con la misma escultura.Tess vio cómo Ben musitaba algo

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para sí justo antes de alzar la miraday verla.

Se quedaron mirando fijamentemientras la gente pasaba entre ellos.La mujer de los diamantes se puso enmedio unos segundos, pero cuando seapartó ninguno de los dos se habíamovido. Tess sintió que algo sesoltaba en su interior, y luego volvióa sentirse tensa e incómoda hasta quese obligó a sonreírle y a saludarlecon un gesto de cabeza amistoso ydespreocupado.

—¿... No te parece?—¿Qué? —Tess volvió en sí de

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repente—. Perdona, estaba pensandoen otra cosa.

Un hombre que daba clases acientos de estudiantes universitariosal año está acostumbrado a que loignoren.

—Decía que si estás de acuerdoen que esta escultura refleja elverdadero conflicto entre el hombrey la mujer así como su naturalezaimperecedera.

—Pues...Lo que ella veía era una mezcla de

cobre y latón que no sabía a cienciacierta si constituía una copulación

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metálica.—Estaba pensado en adquirirla,

para mi despacho.—Ah. —Era un profesor de inglés

encantador y totalmente inofensivocuyo tío jugaba de vez en cuando consu abuelo al póquer. Tess sentía eldeber de alejarlo de esa escultura delmodo en que una madre alejaría a unniño que acababan de darle la pagade un coche de juguete demasiadocaro—. ¿No crees que primerodeberías darte una vuelta por ahí ymirar otras...? —¿Cómo la habíallamado aquel hombre antes?, se

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preguntó— ¿... Otras piezas?—Se están vendiendo como

rosquillas. No quiero que me laquiten.

Dean echó un vistazo a la salaabarrotada de gente y se dirigió haciael propietario. Era difícil no verlocon ese traje azul eléctrico y la cintadel pelo a juego.

—Discúlpame un momento.—Hola, Tess.Alzó la vista para mirarlo, con

calma y cautela. Los dedos queagarraban la minúscula asa de la tazaempezaron a sudarle. Tess se dijo

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que era el calor humano de laatestada sala.

—Hola, Ben. ¿Cómo estás?—Genial. —Estaba de pena y

hacía exactamente una semana que sesentía así. Ella se hallaba en mediode lo que él consideraba el no vamás de los presuntuosos, y se la veíafresca e inocente como a un ramo devioletas en un bosque lleno deorquídeas—. Interesante encuentro.

—Cuando menos —respondió ellapara después mirar a la mujer que loacompañaba.

—Doctora Court, Trixie

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Lawrence.Trixie era una amazona que vestía

de cuero rojo. Con las botas de tacónle sacaba a Ben unos centímetros, ytenía una melena de un rojoimposible que irradiaba de su cabezaen forma de pelos de punta,tirabuzones y rizos. El montón depulseras que llevaba en el brazosonaba cuando se movía. En el pechoizquierdo tenía una rosa tatuada queasomaba por el escotado cuello depico de su chaleco.

—Hola —dijo Tess con unasonrisa, y le tendió una mano.

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—Hola. O sea, que eres doctora,¿no?

El tamaño de su cuerpocontrastaba enormemente con su vozde pito.

—Soy psiquiatra.—¡No fastidies!—No fastidio —respondió Tess

mientras Ben se aclaraba la gargantaexageradamente.

Trixie cogió una de las quichestamaño moneda y se la tragó como sifuera una aspirina.

—Una vez metieron a un primomío en el manicomio. Ken

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Launderman. A lo mejor lo conoces.—No, creo que no.—Sí, supongo que verás a mucha

gente a la que le falta un tornillo.—Más o menos —murmuró Tess.

Miró a Ben y advirtió que no seavergonzaba en absoluto. Sonreíacomo un bellaco. A ella también sele torció el gesto hasta que disimulócon la taza—. Me sorprende vertepor aquí.

Ben se balanceó sobre los talonesde sus zapatillas de deporte gastadas.

—Ha sido un impulso. Cacé aGreenbriar hace unos siete años

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haciendo una chapuza artística conunos cheques. Cuando me envió lainvitación, pensé que podría pasarmepor aquí para ver cómo le iba. —Lobuscó con la mirada y lo vioabrazado a la mujer de los diamantes—. Parece que no le va del todo mal.

Tess probó su capuchino templadoy se preguntó si Ben mantendría tanbuena relación con todos los tiposque arrestaba.

—Bueno, ¿qué te parece lamuestra?

Ben miró la urna con los botones.—Una mediocridad tan obvia, en

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una sociedad que hace «noche desolteros» en los supermercados, tieneque recompensarse a la fuerza con unéxito financiero tremendo.

—Eso es lo que hace grande aAmérica.

—Estás radiante, doctora.La añoraba. Por primera vez

entendía el verdadero significado deesa palabra.

—Gracias.Tess deseó que fuera cierto con

una intensidad que no sentía desde laadolescencia.

—Yo nunca he ido a la noche de

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solteros en el supermercado —dijoTrixie al tiempo que engullíamontones de quiches.

—Te encantará. —La sonrisa deBen se desvaneció un tanto cuandomiró detrás de Tess y vio al hombrecon el que estaba hasta hacía unmomento—. ¿Es amigo tuyo?

Tess volvió la cabeza y esperó aque Dean se abriera paso entre lamuchedumbre. Tenía un cuello largoy esbelto, rodeado de unas perlas quedaban todavía más delicadeza a supiel. Su perfume fresco ydiscretamente sexual se elevaba por

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encima del resto de los olores en lanariz de Ben.

—Dean, te presento a Ben Paris ya Trixie Lawrence. Ben es detectivede la policía local.

—Ah, es uno de los mejores de laciudad —dijo Dean estrechándolesinceramente la mano.

El tipo parecía sacado de unaportada de Gentlemen’s Quarterly yolía como un anuncio de coloniaBrut. Ben sintió unas ganasirracionales de cogerle la mano alestilo de la lucha india y esperar aque sonara la campana.

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—Eres compañero de Tess.—No, en realidad trabajo para la

American University.Profesor universitario. Ya se lo

temía. Ben volvió a meterse lasmanos en el bolsillo y dio un pasitoatrás que hablaba por sí solo.

—Bueno, Trix y yo acabamos deentrar. No hemos tenido tiempotodavía de asimilar la exposición.

—Prácticamente es imposibleabsorberlo todo en una tarde.

Dean miró el amasijo de cobre quetenía junto a él con ojos depropietario.

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—Acabo de comprar esta obra. Esun poco risqué para mi despacho,pero no he podido resistirme.

—¿Sí? —Ben lo miró y se puso lalengua en los carrillos—. Estarásemocionado. Yo voy a darme unavuelta a ver si encuentro algo para miguarida. Encantado de conocerte —dijo pasando el brazo por la robustacintura de Trixie.

—Nos vemos, doctora.—Buenas noches, Ben.

Apenas habían dado las once cuando

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Tess llegó sola a su apartamento. Eldolor de cabeza que había usadocomo excusa para acabar la nocheera solo una verdad a medias.Normalmente disfrutaba de sus citasocasionales con Dean. Era un hombresin complicaciones que no pedíanada, el tipo de hombre con el quesalía a propósito para que su vidapersonal no tuviera complicacionesni exigencias. Pero esa noche no sesentía preparada para enfrentarse auna cena tardía y a una charla sobreliteratura del siglo diecinueve. Nodespués de la galería de arte.

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No después de ver a Ben, tuvo queadmitir. Se quitó los zapatos apenashubo entrado en casa. Cualquierprogreso que hubiera podido hacerpara aliviar la tensión desde laúltima vez que lo vio se había hechoañicos en cuestión de segundos.

Así que tenía que volver aempezar de cero. Una infusión biencaliente. Se quitó el abrigo de piel ylo colgó en el armario del pasillo.Pasaría la noche en la cama con KurtVonnegut, una manzanilla yBeethoven. Esa combinación lequitaba los problemas de la cabeza a

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cualquiera.¿Qué problemas?, se preguntó en

el silencio de aquel piso en el que serefugiaba noche tras noche. No teníaproblemas reales porque seaseguraba de no procurárselos. Unbonito apartamento en un buenbarrio, un coche fiable, una vidasocial liviana y de una informalidadsistemática. Así era exactamentecomo la había planeado.

Se había marcado la línea desde Apara que llegara hasta B, y asísucesivamente, hasta que alcanzara elplano que la satisficiera. Y estaba

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satisfecha.Se quitó los pendientes y los tiró

sobre la mesa del comedor. Elsonido de la piedra golpeando sobremadera resonó tristemente en lahabitación vacía. Los crisantemosque había comprado a principios desemana empezaban a marchitarse.Sus pétalos cobrizos yacían sobre lacaoba y perdían el color. Sufragancia especiada y picante laacompañó hasta la habitación.

Mientras bajaba la cremallera desu vestido de lana color marfil, sedijo que esa noche no miraría los

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historiales clínicos que tenía sobre elescritorio. Su único problema eraque no tenía tiempo para sí misma.Esa noche se mimaría, olvidaría alos pacientes que acudirían a suconsulta al lunes siguiente, olvidaríala clínica en la que tendría queenfrentarse a la furia y elresentimiento del mono de las drogasdos tardes de cada semana. Olvidaríaque habían asesinado a cuatromujeres. Y se olvidaría de Ben.

Su propia imagen la asaltó desdeel gran espejo que había en la puertadel ropero. Vio a una mujer de

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mediana estatura, esbelta, con uncaro vestido de lana color marfil decorte conservador. Una gargantillacon tres hileras de perlas y unaamatista enorme adornando su cuello.Llevaba el pelo recogido a los ladoscon peinetas de marfil decoradas conperlas. El conjunto era de su madre yposeía la misma discreta eleganciaque tuvo la hija del senador en vida.

La madre de Tess llevaba esagargantilla el día de su boda. Lahabía visto en las fotografías delálbum forrado de cuero que guardabaen el último cajón de la cómoda.

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Cuando el abuelo se la regaló el díaen que Tess cumplió dieciocho años,ambos rompieron a llorar. Cada vezque se la ponía, sentía tanto orgullocomo pena. Simbolizaban quién era,de dónde venía y, en cierto modo, loque se esperaba de ella.

Pero esa noche parecía apretarledemasiado el cuello. Al quitárselasintió el frío de las perlas en lamano. Su imagen no cambiabademasiado sin ellas. Se quedómirando el reflejo y se preguntó porqué habría elegido un vestido tansencillo, tan apropiado. Había

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montones como ese en su ropero. Sepuso de perfil e intentó imaginarsecon algo atrevido o estrafalario.Cuero rojo, por ejemplo.

Se contuvo. Sacudió la cabeza, sequitó el vestido y buscó una perchade las acolchadas. Allí estaba, unamujer hecha y derecha, una mujerpráctica y sensible, una psiquiatracualificada, delante del espejoimaginándose vestida de cuero rojo.Penoso. ¿Qué le diría Frank Fuller sifuera a psicoanalizarse a su consulta?

Alargó el brazo para coger sularga y calentita bata de felpa,

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contenta de poder reírse todavía desí misma. Pero tuvo una reacciónimpulsiva que la llevó a sacar elquimono de seda floreado. Un regaloque rara vez se ponía. Esa noche sedaría todos los mimos, el tacto de laseda, música clásica, y se iría a lacama con vino, nada de infusiones.

Tess puso la gargantilla sobre lacómoda y colocó las peinetas allado. Separó un poco las sábanas ymullió los cojines de manera ritual.Otro impulso le hizo encender lasvelas perfumadas que tenía junto a lacama. Aspiró una bocanada de

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vainilla antes de ir a la cocina.El teléfono la detuvo. Tess lo miró

con mala cara, pero fue al escritorioy contestó al tercer tono.

—Diga.—No estaba en casa. He esperado

mucho tiempo, y usted no estaba encasa.

Tess reconoció la voz. Era elhombre que la había llamado a laconsulta el jueves anterior. La ideade pasar una noche autocomplacienteen casa se desvaneció al tiempo quecogía un lápiz.

—Quería hablar conmigo. No

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acabamos nuestra conversación,¿verdad?

—No debería hablar. —Parecíaque le doliera respirar—. Peronecesito...

—Hablar nunca es malo —dijopara tranquilizarlo—. Puedo intentarayudarle.

—No estaba ahí. Aquella noche novino, no durmió en casa. Esperé.Estuve observándola.

Levantó la cabeza de repente y sumirada se quedó clavada en la oscuraventana que se veía desde elescritorio. La había estado

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observando. Sintió un escalofrío,pero fue hasta la ventana adrede paramirar la calle desierta.

—¿Estuvo observándome?—No debo ir allí. No debo —dijo

para callar después, como si hablaraconsigo mismo. O con otro—. Peronecesito hacerlo. Se supone queusted debería entenderlo —le espetóde improviso de manera acusadora.

—Y lo intentaré. ¿Quiere venir ami consulta y hablar conmigo?

—No, allí no. Se enterarían.Todavía no ha llegado el momento deque lo sepan. No he terminado

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todavía.—¿Qué es lo que tiene que

terminar? —El único sonido que seoyó fue el de su respiración entrandoy saliendo dificultosamente de suspulmones—. Podría ayudarle más sinos viésemos.

—No puedo, ¿no se da cuenta?Incluso hablar con usted es... ¡Oh,Dios! —Se puso a farfullar algo.Tess no entendía lo que decía. Aguzóel oído. Tal vez latín, pensóponiendo un interrogante en suanotación y rodeándola después conun círculo.

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—Está sufriendo. Me gustaríaayudarle a aliviar su sufrimiento.

—Laura sí sufría. Un dolorterrible. Sangraba. Y no pudeayudarla. Murió en pecado, sinrecibir la absolución.

La mano que sostenía el lápizflaqueó. Tess se vio en la necesidadde acomodarse en la silla. Despuésse encontró mirando fijamente laventana y tuvo que obligarse a mirarsu cuaderno de nuevo, y sus notas. Supreparación tomó el mando de lasituación y pudo respirar hondo ymantener un tono de voz sereno.

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—¿Quién era Laura?—Laura, la preciosa Laura. No

llegué a tiempo para salvarla.Entonces no tenía derecho a hacerlo.Ahora se me han conferido lospoderes y la obligación. Los caminosdel Señor son duros, muy duros. —Esto lo dijo casi en un susurro,después su voz se oyó más fuerte—.Pero justos. Sacrificamos al corderoy su sangre limpia los pecados delmundo. Dios pide sacrificios. Losexige.

Tess se humedeció los labios.—¿Qué tipo de sacrificios?

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—La vida. Dios nos da la vida yDios nos la quita. «Tus hijos y tushijas estaban comiendo y bebiendovino en casa de su hermano elprimogénito, y un gran viento vinodel lado del desierto y azotó lascuatro esquinas de la casa, la cualcayó sobre los jóvenes y murieron, ysolamente escapé yo para darte lanoticia.» Solamente yo —repitió enla misma terrible voz inexpresivacon que había hecho la cita—. Perodespués de los sacrificios, despuésde las pruebas, Dios recompensa alos inocentes.

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Tess se esforzó en la claridad yprecisión de las anotaciones, como sifueran a evaluarla a través de ellas.Notaba las pulsaciones del corazónen la garganta.

—¿Es Dios quien te dice quesacrifiques a esas mujeres?

—Que las salve y las absuelva. Seme ha conferido ese poder. Perdí mife al perder a Laura y le volví laespalda al Señor. Eran tiemposciegos y terribles, de egoísmo eignorancia. Pero entonces Él meenseñó que si mostraba fortaleza, sime sacrificaba, todos nos

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salvaríamos. Mi alma está unida a lade ella —dijo en voz baja—.Estamos unidos. Aquella noche ustedno vino a casa. —Su cabeza dabavaivenes adelante y atrás. Tess loadvertía tanto en el tono de su vozcomo en el contenido de sus palabras—. Esperé. Quería hablar con usted,explicárselo, pero usted pasó lanoche en pecado.

—Cuénteme lo que sucedióaquella noche, la noche que meestuvo esperando.

—Esperé, esperé a ver la luz en suventana. No se encendió. Caminé. No

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sé por cuánto tiempo, ni hacia dónde.Creía que era usted la que veníahacia mí, o Laura. No, creía que erausted, pero no era. Entonces lo supe,supe que ella era la elegida... La metíen el callejón, refugiada del viento.Hacía mucho frío. Mucho frío. Lapuse fuera de la vista —dijo con unterrible siseo—. La puse fuera de lavista para que no vinieran y mellevaran con ellos. Ellos sonignorantes y desafían los caminos delSeñor —prosiguió ya con larespiración pesada y entrecortada—.Sufro. Enfermo. Mi cabeza. Qué

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dolor tan terrible.—Yo puedo aliviarle el dolor.

Dígame dónde está e iré.—¿Puede? —dijo como un niño

asustado al que se le enciende la luzdurante una tormenta—. ¡No! —tronósu voz, que había recobrado la fuerzasúbitamente—. ¿Piensa que puedetentarme para que cuestione lavoluntad del Señor? Yo soy Suinstrumento, el alma de Laura esperalos próximos sacrificios. Solo dosmás. Entonces todos seremos libres,doctora Court. No es la muerte lo quetanto se teme, sino la condenación.

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Yo la vigilaré —prometió casi conhumildad—. Rezaré por usted.

Cuando oyó que colgaba elteléfono Tess no se movió, sino quese quedó quieta por completo. Fuera,el cielo estaba despejado y se veíaperfectamente el brillo de lasestrellas. Los coches avanzaban porla carretera a un ritmo cansino. Laluz de las farolas caía sobre lasacera. No veía a nadie, pero se sentójunto a la ventana preguntándose sialguien la vería a ella.

Tenía un sudor frío y pegajosoadherido a la frente. Cogió un

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pañuelo de los que guardaba en elescritorio y se lo secó a conciencia.

Era una advertencia. No estabasegura de que él fuera plenamenteconsciente de ello, pero la habíallamado tanto para pedirle ayudacomo para advertirla. Ella sería lasiguiente. Le temblaron los dedos alllevarse la mano al lugar donde antesestaba la gargantilla. No podíatragar.

Apartó la silla de la ventana conextremada cautela, se levantó y seapartó de allí. Estaba a punto decorrer la cortina cuando llamaron a

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la puerta y se lanzó contra la pared,sintiendo un miedo cerval que nuncaantes había experimentado. El terrorse apoderó de ella mientras buscabaalgo con lo que defenderse, un sitioen el que esconderse, una vía deescape. Intentó controlarlo mientrasiba hacia el teléfono: 911. Solo teníaque marcar el número, y dar sunombre y dirección.

Pero cuando volvieron a llamarmiró hacia la puerta y vio que habíaolvidado poner la cadena.

Recorrió la habitación en uninstante y pegó su cuerpo contra la

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puerta mientras intentaba colocar lacadena de seguridad, que en eseinstante parecía demasiado grande ypesada para encajar en la ranura.Consiguió ponerla ya casi a punto dellorar.

—¿Tess? —Volvieron a llamar,más fuerte, con más exigencia—.Tess, ¿qué pasa ahí?

—¡Ben! ¡Ben, oh, Dios!Sus dedos fueron más torpes si

cabe cuando tiró de la cadena parasacarla. Se le resbaló la mano alquerer agarrar el pomo y luego abrióla puerta de golpe y se arrojó a sus

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brazos.—¿Qué pasa? —Notó cómo le

clavaba los dedos a través del abrigomientras intentaba separarla de él—.¿Estás sola? —El instinto le hizocoger la pistola y buscar a alguien,cualquiera que hubiera podidohacerle daño—. ¿Qué ha ocurrido?

—Cierra la puerta, por favor.Ben lo hizo, y puso la cadena

mientras la abrazaba con la otramano.

—Está cerrada. Será mejor que tesientes. Voy a traerte algo de beber.

—No. Quédate abrazándome un

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momento. Creía que... Cuando hasllamado, he pensado que...

—Vamos, necesitas un poco decoñac. Estás helada.

Empezó a conducirla hasta el sofácon ánimo de calmarla, deacariciarla.

—Me ha llamado.Los dedos con que la agarraba se

tensaron al tiempo que la hacíavolverse para que lo mirara. Teníalas mejillas pálidas y los ojosabiertos de par en par. Seguíaagarrada a su abrigo con la manoderecha. No tuvo que preguntarle

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quién.—¿Cuándo?—Ahora mismo. Ya me había

llamado a la consulta, pero no me dicuenta de que era él. Ha estado ahífuera. Lo vi la otra noche, en laesquina, simplemente allí de pie, enla esquina. Creía que estabaparanoica. Una buena psiquiatrareconoce los síntomas. —Rió y luegose tapó la boca con las manos—. PorDios, tengo que parar esto.

—Siéntate, Tess. —Dejó deapretarle el brazo y le habló concalma, en el mismo tono que usaba

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para interrogar a un testigo alterado—. ¿Tienes coñac en alguna parte?

—¿Qué? Ah, sí, allí en elaparador, la puerta de la derecha.

Una vez se sentó, Ben fue hacia elaparador, algo que su madre habríallamado un armarito, y encontró unabotella de Rémy Martin. Le sirvióuna copa doble en un vaso de coñacy se la llevó.

—Bebe un poco de esto antes deempezar de nuevo.

—Está bien.Ya estaba recuperando la

compostura, pero bebió para acelerar

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el proceso. El coñac entró en suorganismo y apaciguó el miedorestante. Tess se recordó que en suvida no había lugar para el miedo.Solo para los pensamientos precisosy el análisis minucioso. Cuandovolvió a hablar, su voz se habíatranquilizado y no tenía ese deje dehisteria. Apenas se dio unossegundos para avergonzarse de ello.

—El jueves por la noche tenía unacita a deshoras en la consulta.Cuando terminó y estaba recogiendomis cosas para irme recibí unallamada. Era un hombre que parecía

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muy trastornado, y aunque sabía queno era uno de mis pacientes decidíhacerle soltar la lengua un poco. Noconseguí nada. Simplemente colgó elteléfono. —Tess no dejaba de darvueltas a la copa, y el coñacchapoteaba delicadamente en ella—.Me quedé esperando un rato, perocomo vi que no volvía a llamar di elasunto por concluido y me fui a casa.Esta noche me ha llamado otra vez.

—¿Estás segura de que era elmismo hombre?

—Sí, estoy segura. El mismo quellamó el otro día. El mismo hombre

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que lleváis buscando desde agosto.—Dio otro sorbo al coñac y soltó lacopa—. Está desmoronándose,rápidamente.

—¿Qué te ha dicho, Tess?Cuéntame todo lo que recuerdes.

—Lo tengo anotado.—Lo... —Se detuvo e hizo un

movimiento brusco con la cabeza—.Pues claro que lo has anotado.Déjame verlo.

Tess se levantó, ya recuperada, yfue al escritorio. Cogió la libretaamarilla y se la dio a Ben. Ahí teníaalgo positivo, algo constructivo, en

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tanto que se lo tomara como un casono volvería a venirse abajo.

—Puede que me haya saltado unpar de palabras cuando hablabarápido, pero lo he apuntado casitodo.

—Está taquigrafiado.—Ah, sí. Te lo leeré. —Empezó

por el principio, asegurándose demantener un tono de voz neutral. Laspalabras estaban ahí para dar alpsiquiatra una pista de la mente. Serecordó eso y contuvo el horror quesuponía saber que iban dirigidas aella. Cuando recitó la cita bíblica se

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detuvo—. Parece del AntiguoTestamento. Supongo que monseñorLogan sabrá de dónde es.

—Job.—¿Qué?—Es del Libro de Job. —Ben se

quedó mirando hacia la pared delfondo mientras encendía uncigarrillo. Había leído la Bibliaentera dos veces cuando Josh estabaenfermo. Buscaba respuestas,recordó, a unas preguntas quetodavía no se habían formulado—.Ya sabes, el tipo que lo tenía todo.

—¿Y entonces Dios lo puso a

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prueba?—Sí. —Volvió a pensar en Josh y

sacudió la cabeza. Josh lo tenía todoantes de ir a Vietnam—. ¿Estásdemasiado contento, Job? ¿Qué talunos cuantos forúnculos?

—Entiendo. —Aunque obviamenteella no conociera la Biblia tan biencomo él, veía el paralelismo—. Sí,tiene sentido. Tenía la vida hecha,estaba contento, un buen católico atodas luces.

—Nunca habían puesto su fe aprueba —dijo Ben.

—Sí, y fracasó cuando la pusieron

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a prueba de algún modo.—Ese «algún modo» tendrá que

ver con la tal Laura. —Volvió amirar la libreta, frustrado por nopoder leerla él mismo—. Cuéntameel resto.

Mientras la oía leer, Ben luchabapor pensar como un policía, y nocomo un hombre que se debatía entrela fascinación y algo más profundo.Un asesino la había estado vigilando.Su estómago se convirtió en unamasijo de nudos diminutos. Habíaestado esperándola la noche en queasesinó a Anne Reasoner, la noche

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que él había pasado con ella en supropia cama. El policía reconoció laadvertencia tan rápido como lo habíahecho la psiquiatra.

—Se ha obsesionado contigo.—Sí, esa parece ser la situación.

—Tess sintió frío de repente y seresguardó los pies bajo el cuerpoantes de apartar la libreta amarilla.Se trataba de un caso. Sabía que eravital analizarlo como un caso—. Mifigura le atrae porque soy psiquiatra,y una parte de él sabe que necesitaayuda desesperadamente. Y tambiénle atraigo porque encajo con la

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descripción física de Laura. —Recordó que lo que más miedo dabaera la voz. La manera en que semostraba primero lastimera ydespués poderosa, con una demenciadiscreta y resuelta. Tess entrelazósus manos con fuerza—. Ben, lo quequiero hacerte entender es que eracomo hablar con dos personas a lavez. Una de ellas estaba afligida,desesperada, casi suplicante. Laotra... la otra era desapegada,fanática y decidida.

—Cuando estrangula mujeres soloes una. —Se levantó y se dirigió

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hacia el teléfono—. Voy a llamar acomisaría. Tenemos que pinchar tuteléfono, este y el de la consulta.

—¿El de la consulta? Ben, muchasveces hablo por teléfono con lospacientes. No puedo poner en peligrosu derecho a la confidencialidad.

—No me lo pongas más difícil,Tess.

—Tienes que comprender que...—¡No! —Ben se volvió

rápidamente para mirarla—. Tútienes que comprender. Hay unmaníaco ahí fuera que asesina amujeres y que ha decidido llamarte.

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Pondremos micrófonos en el teléfonocon tu permiso o con una ordenjudicial, pero los pondremos. Lasotras cuatro mujeres no tuvieronposibilidad de elegir... ¿Comisario?Soy Paris. Tenemos algo.

Lo tuvieron listo en menos de unahora. Llegaron dos policías vestidoscon traje y corbata, hicieron lo queparecía unos simples reajustes en elteléfono y rechazaron cortésmente elcafé que Tess les ofreció. Uno deellos descolgó el auricular, marcó

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varios números y probó elmicrófono. Cogieron la llave derepuesto de su consulta y semarcharon por donde había venido.

—¿Eso es todo? —preguntó a Bencuando se quedaron solos.

—Estamos en la era delmicrochip. Yo sí te aceptaré esecafé.

—Ah, por supuesto. —Se fue a lacocina mirando de reojo el teléfono—. Saber que cada vez que contesteal teléfono habrá alguien oyendo todolo que digo con unos auriculares haceque me sienta expuesta.

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—Se supone que tendrías quesentirte protegida.

Al volver con el café, se encontróa Ben de pie mirando por la ventana.Al oírla llegar cerró la cortina apropósito.

—No puedo asegurarte que vuelvaa llamar. Tenía miedo, estoy segurade que lo notó, y, maldita sea, nosupe manejar bien la situación.

—Supongo que ahora has perdidotu prestigio como superloquera —dijo Ben al tiempo que aceptaba elcafé y la cogía de la mano—. ¿Tú notomas?

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—No, ya estoy bastanteestimulada.

—Estás cansada. —Le pasó elpulgar por los nudillos. De repentese la veía muy frágil, muy pálida,hermosa—. Oye, ¿por qué no vas a tuhabitación y descansas un poco? Yome echaré aquí en el sofá.

—¿Protección policial?—No, solo es parte de nuestra

campaña para mejorar las relacionesentre los polis y los ciudadanos.

—Me alegro de que estés aquí.—Lo mismo digo. —Le soltó la

mano para pasar el dedo por el

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cierre de su quimono de seda—. Esbonito.

—Te he echado de menos.El movimiento de su dedo se

detuvo. Volvió a mirarla y recordóque esa misma noche ella habíallevado pendientes y una piedra en elcuello que hacía juego con sus ojos.Y había tenido tantas ganas detocarla que le había dolido hasta lomás profundo de su alma. Y se echóatrás, tal y como había hecho antes.

—¿Tienes una manta de sobra?Tess reconocía el rechazo cuando

le golpeaba de lleno en la cara. Al

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igual que él, dio un paso atrás.—Sí, voy a por ella.Ben se maldijo a sí mismo cuando

Tess salió y se quedó luchando consus propias contradicciones. Ladeseaba. No quería tener unarelación con alguien como ella. Ellatiraba de él. Él se resistía. Ella eraalegre y encantadora, como lasdelicias de color rosa y blanco quese veían en los escaparates de laspastelerías. Él ya la había probado ysabía que ciertas delicias puedencrear hábito. Aunque tuviera sitiopara ella en su vida, que no era el

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caso, jamás encajarían. Pero volvió arecordarla riendo apoyada en elalféizar de su ventana.

Tess llegó con una manta y unaalmohada, y se puso a preparar elsofá.

—No actúas como si quisieras unadisculpa.

—¿Por qué?—Por lo de la semana pasada.Aunque ella se había prometido no

mencionarlo, se preguntaba si él losacaría a relucir.

—¿Por qué iba a querer unadisculpa?

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Ben se quedó mirando cómoremetía los faldones de la manta bajolos cojines del sofá.

—Tuvimos una discusión bastanteacalorada. La mayoría de las mujeresque conozco querrían oír el manido«lo siento, me comporté como uncapullo».

—¿Lo hiciste?—¿El qué?—Ser un capullo.Ben tuvo que admitir que tenía

mucha mano izquierda.—No.—Entonces sería estúpido que te

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disculparas, solo por seguir con latradición. Bueno, creo que así estábien —dijo cuando terminó de mullirla almohada.

—De acuerdo, maldita sea, mesiento como un idiota por la maneraen que actué la última vez.

—Actuaste como un idiota. —Tessse volvió desde el sofá parasonreírle—. Pero no pasa nada.

—Muchas cosas de las que dijelas dije en serio.

—Lo sé. Yo también.Bandos opuestos, pensó Ben.

Polos opuestos.

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—¿Y en qué nos deja eso?Incluso en el caso de haberlo

sabido, no estaba segura de que se lohubiera dicho. En lugar de eso,mantuvo un tono de voz calmado.

—¿Por qué no lo dejamos en queme alegro de que hayas venido, contodo este...?

Se le fueron los ojos hacia elteléfono.

—No te mortifiques por eso ahora.Déjamelo a mí.

—Tienes razón —dijoentrelazando las manos yseparándolas de nuevo—. Si uno

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piensa mucho en algo así, acabavolviéndose...

—¿Loco?—Por decirlo en un término

inapropiado y genérico. —Tess seapartó y se puso a ordenar elescritorio por hacer algo con lasmanos—. Me sorprendió muchoverte esta noche en la galería. Ya séque estamos en una ciudad pequeña,pero... —Se percató de elloentonces; la confusión y el pánico selo habían ocultado hasta esemomento—. ¿Qué estás haciendoaquí esta noche? ¿No tenías una cita?

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—La tenía. Le dije que había unaemergencia. Y no me he equivocadomucho. ¿Y la tuya?

—¿Mi qué?—Tu cita.—Ah, Dean. Yo, bueno, le dije

que me dolía la cabeza. Y era casicierto. Pero no me has dicho por quéhas venido.

Ben hizo caso omiso y cogió supisapapeles, una pirámide de cristalque reflejó todo el espectro decolores cuando la giró.

—Parece todo un ciudadano deprimera clase. Profesor universitario,

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¿eh?—Sí. —Tess notó que algo se

asentaba en su interior. No tardó endarse cuenta de que se trataba deregocijo—. ¿Y tu Trixie? Era Trixie,¿no?

—Eso mismo.—Parecía encantadora. Me fascina

su tatuaje.—¿Cuál de ellos?Tess simplemente arqueó una ceja.—¿Te ha gustado la exposición?—Me gusta la basura pretenciosa.

Y parece que a tu profesor también.Menudo traje. Y esa corbatita tan

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maqueada con la cadenita de oro erade lo más elegante. —Dejó elpisapapeles sobre el escritorio contanta fuerza que temblaron loslápices—. Tenía ganas de arrancarlela cabeza de un puñetazo.

Tess le dirigió una sonrisaradiante.

—Gracias.—No hay de qué. —Ben dio un

trago al café y puso la taza sobre elescritorio. Dejaría una marca, perono le dijo nada—. Hace días quepienso todo el tiempo en ti. ¿Tenéisun nombre para eso?

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Tess correspondió a su miradairacunda con una sonrisa.

—A mí me gusta llamarlo«obsesión». Suena fenomenal.

Se acercó a él. Ya no había razónpara nerviosismos ni pretensiones.Cuando Ben llevó las manos hastasus hombros continuó sonriendo.

—Supongo que todo esto teparecerá muy gracioso.

—Supongo que sí. Y tambiénsupongo que puedo asumir un riesgocalculado y decirte que te he echadode menos. Te he echado de menos unmontón ¿Te importaría decirme por

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qué estás tan enfadado?—Sí. —La atrajo hacia sí y notó

cómo sus labios se curvaban, ydespués se suavizaban y cedían a lossuyos. Oyó el roce de la seda de suquimono al rodearla con los brazos.Si hubiera podido marcharse en esemomento lo habría hecho, sin miraratrás. Pero supo que era demasiadotarde en cuanto se vio en la puerta desu apartamento—. No quiero dormiren ese puñetero sofá. Y no piensodejarte sola.

Tess hizo un esfuerzo por abrir losojos, pero por primera vez desde que

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tenía memoria estaba dispuesta adejarse llevar.

—Compartiré la cama contigo conuna condición.

—¿Cuál?—Que me hagas el amor.Ben la acercó más para olerle el

pelo y y sentir el roce de este contrasu piel.

—Doctora, es usted un hueso muyduro de roer.

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11

Tess se despertó con el olor del café.Se tumbó de espaldas y se quedódormitando con ese aroma tanhogareño y reconfortante. ¿Cuántosaños hacía que no se despertaba alolor del café recién hecho? Cuandovivía en la casa de su abuelo, con susaltos techos y su vestíbulo con

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azulejos, bajaba la elegante escalerapor la mañana para encontrárselo yaante un plato enorme de huevos o detortitas, con el periódico abierto y elcafé servido.

Miss Bette, el ama de llaves,ponía la mesa con los platos dediario, los que tenían pequeñasvioletas en los bordes. Las floresdependían de la temporada, peronunca faltaban junquillos, rosas ocrisantemos en el jarrón de porcelanaazul que perteneció a su tatarabuela.Y siempre con el discreto zumbidode la cola de Trooper, el viejo

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golden retriever de su abuelo, que sesentaba junto a la mesa esperandoalguna migaja. Así habían sido lasmañanas de su adolescencia:estables, seguras y familiares; ytambién las mañanas de su juventud,del mismo modo que su abuelo habíasido la figura central en su vida.

Después creció y se mudó a supropio apartamento y a su propiaconsulta. Y se hizo su propio café.

Se dio media vueltaperezosamente, con ganas de echarseotro sueñecito. Entonces se acordóde todo y se incorporó de repente.

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Estaba durmiendo sola. Se apartó elpelo de los ojos y palpó el otro ladode la cama.

Ben había cumplido el trato y pasóla noche con ella. Estuvieronrevolcándose, amándose y tirándoseuno sobre otro hasta que cayeronrendidos por el agotamiento. Sinpreguntas, sin palabras, y con suspropias necesidades como únicarespuesta. Tenerse el uno al otro ynada más. También él lo necesitaba.Tess comprendió cuánta falta lehacían unas horas sin tensiones, sinrompecabezas, sin

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responsabilidades.Pero la mañana había llegado y

cada uno tenía un trabajo al queenfrentarse.

Se levantó y se puso el quimono,que estaba tirado en el suelo. Queríadarse una ducha, una buena duchacaliente, pero el café le apetecíamás.

Encontró a Ben en el banquito desu comedor, con un mapa de laciudad, una maraña de notas y supropia libreta amarilla, todoesparcido sobre la mesa.

—Buenos días.

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—Hola —respondió él con aireausente para después alzar la vista ymirarla. Aunque sonrió, Tess sepercató de que estudiaba su rostrocon intensidad y con ojos sombríos—. Hola —repitió—. Pensaba quedormirías un poco más.

—Son más de las siete.—Es domingo —le recordó. Y

después se levantó, como si quisieraapartarla de sus tareas en la mesa—.¿Tienes hambre?

—¿Vas a cocinar?—¿Eres melindrosa?—No especialmente.

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—Entonces podrás soportar una demis tortillas. ¿Te apuntas?

—Sí, me apunto. —Tessacompañó a Ben a la cocina y sesirvió un café. Por lo que quedaba enla cafetera parecía que él ya se habíatomado varia tazas—. ¿Llevas muchorato despierto?

—Un poco. ¿Cada cuánto vas alsupermercado?

Tess miró el interior de la neverapor encima del hombro de Ben.

—Voy cuando ya no hay másremedio.

—Pues has llegado a ese punto. —

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Sacó un cartón de huevos en el quehabía menos de la mitad y un míserotrozo de queso cheddar—. Para lastortillas nos apañaremos. Pero másno.

—Tengo una sartén especial paratortillas. En el segundo estante delarmario que tienes a la derecha.

Ben la miró con condescendencia.—Lo único que hace falta es una

sartén caliente y buena mano.—Gracias por la sugerencia.Tess apuró un café mientras él

cocinaba. Le pareció impresionantey, desde luego, mucho mejor de lo

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que ella habría conseguido con susutensilios de gastrónomo y una recetadetallada delante. Interesada, seasomó por encima de su hombro,haciendo que Ben se quedaramirándola fijamente en silencio. Tessdividió un panecillo inglés en dos, lopuso en la tostadora y dejó a Ben asu aire.

—Está buena —dictaminó cuandole dio el primer bocado ya en lamesa—. Soy de lo más patético en lacocina. Por eso no compro muchacomida, para no tener que prepararla.

Ben engullía su tortilla con el

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entusiasmo propio de un hombre queconsidera la comida un placer físicoinsustituible.

—Se supone que vivir sola te haceser autosuficiente.

—Sí, pero no obra milagros.Él cocinaba, mantenía su

apartamento en orden, estaba claroque era muy bueno en su trabajo y, alparecer, no tenía muchos problemascon las mujeres. Tess se acabó elcafé preguntándose por qué estabamás tensa que cuando se había ido ala cama con él.

Porque ella no tenía la misma

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mano para los hombres que él paralas mujeres. Y también porque noestaba habituada a compartir undesayuno informal después de unanoche de sexo frenética. Su primerromance había sido en launiversidad. Un desastre. Rondabaya la treintena y siempre habíaprocurado que sus relaciones con loshombres no fueran comprometedoras.Sus ocasionales aventuras siemprehabían sido agradables, perointrascendentes. Hasta ese momento.

—Tú sí pareces autosuficiente.—Si te gusta comer, aprendes a

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cocinar —dijo Ben encogiéndose dehombros—. A mí me gusta comer.

—¿No has estado casado?—¿Qué? No. —Tragó con ganas y

después cogió su parte del panecillo—. Tiende a interponerse en tus...

—¿Amoríos?—Entre otras cosas —dijo con una

sonrisa—. Te sale muy bien el pancon mantequilla.

—Sí, eso es verdad. Yo diría queotra razón por la que nunca te has...establecido es que antepones eltrabajo. —Miró hacia los papelesque él había empujado al otro lado

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de la mesa—. El trabajo policial esexigente y peligroso, y se comemucho tiempo.

—Peligroso no es. Homicidios escomo el departamento ejecutivo.Trabajo de escritorio yrompecabezas.

—Ejecutivo —musitó Tess, yrecordó la facilidad con la que Benhabía desenfundado aquella vez elarma.

—La mayoría va de traje. —Sehabía pulido prácticamente toda suparte del pan y se preguntaba sipodría quitarle a Tess un pedazo del

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suyo—. Por lo general llegas cuandoya se ha cometido el crimen y luegoencajas las piezas. Hablas con lagente, haces llamadas de teléfono,papeleos.

—¿Así es cómo te hiciste lacicatriz? —dijo Tess jugueteandocon lo que quedaba de tortilla en suplato—. ¿Haciendo papeleo?

—Ya te lo he dicho, eso pasó hacemucho.

Su mente era demasiado analíticapara dejarlo estar.

—Pero te han disparado,probablemente más de una vez.

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—A veces vas ahí fuera y la genteno se alegra mucho de verte.

—¿Un día de trabajo normal?Ben soltó el tenedor cuando se

percató de que no lo dejaría pasar.—Tess, no es como en las

películas.—No, pero tampoco es como

vender zapatos.—Está bien. No digo que no

puedas meterte en una situacióncomplicada, pero este tipo de trabajose basa en el papeleo. Informes,entrevistas, trabajo mental. Pasansemanas, meses, años incluso bajo

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una rutina increíble, de aburrimientototal, en comparación con losmomentos de peligro físico real.Normalmente, un novato de los deuniforme tiene que lidiar con másviolencia en un año que yo.

—Entiendo. Entonces lo habituales que no te veas en situaciones enlas que haya que desenfundar elarma.

—¿Adónde quieres llegar?—Intento comprenderte. Hemos

pasado dos noches juntos. Me gustaconocer a la persona con la que meacuesto.

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Ben intentaba evitar eso. El sexoera más fácil cuando las persianasestaban echadas.

—Benjamin James Matthew Paris,treinta y cinco años en agosto, unoochenta y cuatro de altura, setenta yocho kilos de peso.

Tess apoyó la barbilla sobre loscodos y se quedó observándolo.

—No te gusta hablar de tu trabajo.—¿Qué quieres que te diga? Es un

trabajo.—No, para ti no lo es. Un trabajo

es un sitio en el que fichas cadamañana, de lunes a viernes. Y no

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llevas una pistola por maletín.—La mayoría de nuestros

maletines están descargados.—Tú has tenido que usarlo.Ben se bebió el resto del café. Su

organismo estaba ya despabilado.—Dudo que la mayoría de los

policías lleguen a recibir la pensiónsin haber sacado su arma una vez almenos.

—Sí, lo entiendo. Por otro lado,como médico, he tratado más con lasconsecuencias. El desconsuelo de lafamilia, el trauma y la conmoción dela víctima.

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—Yo nunca he disparado a unavíctima.

Había cierto matiz en su voz que leinteresaba. Tal vez le gustarapretender, o incluso creerse, que losaspectos violentos de su profesióneran ocasionales, un efectosecundario esperable. Consideraríaque cualquiera a quien disparase enacto de servicio era uno de losmalos, como él mismo diría. Y apesar de ello, Tess estaba segura deque una parte de Ben pensaba en elser humano de carne y hueso. Esaparte de él perdería el sueño con

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ello.—Cuando disparas a alguien en

defensa propia —dijo quedamente—,¿es como en la guerra, donde ves alenemigo como un símbolo más quecomo un hombre?

—No lo piensas.—Eso me parece inimaginable.—Pues créetelo.—Pero cuando estás en una

situación que exige ese tipo deacción defensiva extrema, tiras conintención de herir.

—No. —Con esa respuesta secaBen se levantó y recogió su plato—.

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Mira, cuando sacas la pistola no erescomo el Llanero Solitario. Eso derozar la mano del malo con tu bala deplata no existe. Tu vida, la vida de tucompañero y la de algún civil estánen peligro. Es blanco o negro.

Ben se llevó los platos, y Tess nole preguntó si había matado aalguien. Ya le había respondido.

Miró los papeles con los queestaba trabajando. Blanco o negro. Élno veía los matices grisáceos quecaptaba ella. El hombre al quebuscaban era un asesino. A Ben no leinteresaba el estado de su mente, ni

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sus emociones, y seguramentetampoco su alma. Tal vez no pudierapermitírselo.

—¿Puedo ayudarte con esospapeles de alguna forma? —preguntócuando él regresó.

—Es solo trabajo rutinario.—Soy experta en trabajo rutinario.—Quizá. Hablaremos de ello más

tarde. Ahora tengo que irme, siquiero llegar a la misa de las nueve.

—¿La misa?Ben sonrió al ver la cara que

ponía.—No he vuelto al redil. Hemos

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localizado dos iglesias a las quenuestro hombre podría asistir.Cubrimos los oficios en ambas desdelas seis y media de la mañana. Heconseguido que me den los de lasnueve, las diez y las once y media.

—Iré contigo. No, espera —dijoantes de que abriera la boca—.Puedo ser de ayuda. Reconozco lasseñales, los síntomas.

No merecía la pena decirle que leparecía bien. Mejor que pensara quelo había convencido.

—Luego no me culpes si teflaquean las rodillas.

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Tess le tocó una mejilla, pero nolo besó.

—Dame diez minutos.

La iglesia olía a cera de velas y aperfume. Los bancos, alisados porlos movimientos oscilantes del rocede cientos de posaderas, estaban amedio llenar para la misa de lasnueve. Había silencio, conocasionales toses y estornudos queretumbaban en el vacío. Una plácidaluz mística entraba desde lasvidrieras del muro este. En el

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crucero de la nave se veía el altar,cubierto con su paño y rodeado develas. Blanco de pureza. Sobre él seerguía el Hijo de Dios, muriendo enla cruz.

Ben y Tess se sentaron en elúltimo banco y dieron un repaso a lacongregación. En la parte delanterahabía unas cuantas ancianasdiseminadas entre las familias. En elbanco de al lado había una pareja,que habría elegido la parte de atrás,según supuso Ben, por el bebédormido que la mujer llevaba enbrazos. Un hombre mayor que había

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entrado ayudándose con un bastónestaba sentado solo, separado amedio metro de discreción de unafamilia de seis miembros. Dosmuchachas vestidas de domingosusurraban una junto a la otra, y unniño de unos tres años deslizabatranquilamente su coche de plásticosobre la madera arrodillado deespaldas al banco. Ben sabía que ensu cabeza reproducía los sonidos delmotor y el chirrido de losneumáticos.

Tres hombres de los que estabansentados solos encajaban con la

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descripción general. Uno de ellosestaba ya de rodillas, con su largoabrigo negro todavía abotonado, apesar de que en la iglesia hacíacalor. Había otro sentado repasandoel cantoral ociosamente. Y el terceropermanecía inmóvil en el primerbanco. Según le habían informado,Roderick se encargaba de la zonadelantera, y el novato, Pilomento,controlaba la parte central.

Un movimiento cerca de Tess lopuso en guardia. Logan se colocójunto a ella, le tocó la mano y sonrióa Ben.

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—He tenido a bien acompañaros—dijo con la voz tomada.

Tosió para aclararse la garganta,al tiempo que se cubría la boca conla mano.

—Me alegro de verle, monseñor—murmuró Tess.

—Gracias, querida. No me sientomuy bien últimamente y no sabía sipodría venir. Esperaba que ustedestuviera por aquí. Tiene buen ojo.—Recorrió con la mirada la iglesia amedio llenar. Sobre todo hay jóvenesy ancianos, se dijo. Los de medianaedad rara vez pensaban que Dios

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necesitara una hora de su tiempo. Sesacó un caramelo del bolsillo ydespués volvió a mirar a Ben—.Espero que no le importe que mehaya presentado. Si por casualidad loencuentran, puedo ser útil. Al fin y alcabo, yo tengo lo que podríamosllamar la ventaja de jugar en casa.

Era la primera vez que lo veíausar alzacuellos. Ben simplementeasintió al reparar en ello.

El sacerdote entró y la feligresíase levantó. El oficio daba comienzo.

La entrada. El rito. El oficiantecon vestiduras verdes, estola, alba,

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el amito inofensivo bajo susholgados ropajes, el desgarbadomonaguillo vestido de blanco ynegro, dispuesto a servir.

Señor, ten piedad.A cinco bancos de distancia un

bebé se puso a llorardesconsoladamente. La parroquiamurmuraba los responsos al unísono.

Cristo, ten piedad.El viejo del bastón rezaba el

rosario. Las dos muchachas nopodían controlar sus ganas de reír.La madre decía al niño pequeño delcochecito de plástico que se callara.

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Un hombre con un amito de sedablanca pegado a la piel sentía cesarel martilleo en su cabeza ante elrumor familiar del oficiante y sucongregación. Le sudaban las manos,pero las mantenía juntas ante sí.

El Señor sea contigo.Y con tu espíritu.Él lo oía en latín, el latín de su

infancia y del seminario. Aquello loserenaba y hacía que el mundopermaneciera firme.

La liturgia. La congregaciónsentada con sus ruidos demovimientos, murmullos y crujidos.

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Ben observaba sin oír realmente laspalabras del cura. Las había oído yademasiadas veces. Uno de susprimeros recuerdos era estar sentadoen un duro banco con las manos entrelas rodillas y el cuello almidonadode su mejor camisa raspándole lapiel. Tenía cinco años, puede queseis. Josh era el monaguillo.

El hombre del fino abrigo negro sehabía echado hacia atrás, como siestuviera exhausto. Alguien se sonóla nariz sin disimulo.

—Porque el estipendio y paga delpecado es la muerte —entonó el

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sacerdote—, empero la vida eternaes una gracia de Dios, por Jesucristo,nuestro Señor.

El hombre daba los responsossintiendo el amito frío contra la piel,contra el corazón.

—Demos gracias al Señor.Se levantaron para el Evangelio.

Mateo 7.15-21.—Guardaos de los falsos profetas.¿No era eso lo que la Voz le había

dicho? Permaneció sentado sinmoverse, con la cabezarepiqueteando del poder que ello leconfería. La emoción, fresca y

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limpia, reverberó a través de sucansado cuerpo. Sí, guárdate. Ellosno lo entenderían, no te dejaríanfinalizar, pensó. Ella hacía ver que locomprendía. La doctora Court. Perolo único que quería era que lometieran en un sitio donde no podríaacabar su tarea.

Él sabía qué tipo de sitio eraaquel: paredes blancas, todas esasparedes blancas y enfermerasblancas con sus caras deaburrimiento y recelo. El sitio en elque había estado su madre duranteaquellos últimos terribles años.

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«Cuida de Laura. Ella aloja elpecado en su seno y escucha aldiablo.» La piel de su madre estabamacilenta y sus mejillas flácidas.Pero los ojos seguían siendo muyoscuros y brillantes. Brillantes por lalocura y la conciencia. «Soisgemelos. Si su alma se condena,también se condenará la tuya. Cuidade Laura.»

Pero Laura ya estaba muerta.Oyó el final del evangelio. Le

hablaba a él.—Señor, Señor, ¿quién entrará en

el Reino de los Cielos, sino el que

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hace la voluntad de mi Padre? —leíael sacerdote.

Bajó la cabeza, asintiendo.—Alabado sea el Señor.La congregación volvió a sentarse

para la homilía.Ben notó la mano de Tess posarse

sobre la suya. Entrelazó sus dedoscon los de ella, consciente de queadvertía su incomodidad. Se habíaresignado a aguantar toda la misa,pero era diferente hacerlo con unsacerdote a menos de medio metro.Aquello le recordaba claramente acuando iba a la iglesia de pequeño y

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descubría, para su vergüenza, a lahermana Mary Angelina sentada en elbanco anterior al de su familia. Lasmonjas no eran tan tolerantes comolas madres cuando los niñostamborileaban con los dedos otarareaban para sí durante la misa.

«Has estado soñando despiertootra vez en la misa, Benjamin.»Recordó ese truco de la hermanaMary Angelina, cuando metía susmanos blancas en el interior de lasnegras mangas y parecía uno de esosmuñecos con forma de huevo y basepesada, imposibles de tumbar.

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«Deberías intentar parecerte más a tuhermano Joshua.»

—¿Ben?—¿Sí?—Ese hombre de allí —le dijo

Tess al oído con una voz más ligeraque una pluma—. El del abrigonegro.

—Sí, ya lo había visto antes.—Está llorando.La parroquia se levantó para

recitar el Credo. El hombre delabrigo negro continuó sentado,llorando en silencio sobre el rosario.Antes de que concluyera la plegaria

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se levantó y salió aprisa de laiglesia.

—Quédate aquí —ordenó Ben aTess, y salió para seguirlo.

Tess hizo ademán de ir con él yLogan la cogió de la mano.

—Tranquila, Tess. Es su trabajo.No volvió para el momento del

ofertorio, ni tampoco para ellavatorio. Tess permanecía sentadacon las manos apretadas sobre elregazo y la espalda temblando.Estaba de acuerdo en que Benconocía su trabajo, pero no el deella. Si lo habían encontrado, ella

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tendría que estar fuera. El hombrenecesitaría hablar con alguien. Siguiódonde estaba, siendo plenamenteconsciente por primera vez de quetenía miedo.

Ben regresó, se acercó a ellos pordetrás con expresión adusta y tocó aLogan en el hombro.

—¿Podría salir un momento?Logan fue sin cuestionárselo. Tess

se vio a sí misma respirandoprofundamente antes de seguirloshacia el vestíbulo.

—El tipo está ahí sentado en losescalones. Su mujer murió la semana

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pasada. Leucemia. Yo diría que loestá pasando bastante mal. Quierocomprobarlo de todas formas, pero...

—Sí, lo entiendo. —Logan miróhacia las puertas cerradas de laiglesia—. Yo me encargaré de él.Hazme saber si hay algún cambio. —Sonrió a Tess y le dio una palmadaen la mano—. Me ha encantado verlade nuevo.

—Adiós, monseñor.Lo vieron salir al frío mordaz de

aquella mañana de noviembre.Volvieron al interior en silencio. Enel altar, el sacerdote daba la

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Consagración. Fascinada, Tess sesentó para observar el ritual del pany del vino.

—Porque este es mi cuerpo —decía el sacerdote.

Las cabezas se inclinaban,aceptando el símbolo y la ofrenda.Le pareció hermoso. El sacerdotesosteniendo en alto la hostia, conesas vestiduras, que le hacían ocuparel altar en toda su extensión. Ydespués el brillante cáliz de plata,consagrado y elevado al cielo comoofrenda.

Como sacrificio, se dijo Tess. Él

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había hablado del sacrificio con tododetalle. Esa ceremonia que ellaencontraba hermosa, incluso un pocoostentosa, solo significaría sacrificiopara él. Su Dios era el del AntiguoTestamento, recto, severo y sedientode sangre en sumisión. El Dios delDiluvio Universal, el de Sodoma yGomorra. Él no vería esa ceremoniacomo un vínculo entre lacongregación y un Dios amable ymisericordioso, sino como unsacrificio necesario.

Cogió a Ben de la mano.—Creo que en este momento se

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sentirá... lleno aquí.—¿Qué?Tess negó con la cabeza, sin saber

muy bien cómo explicarlo.Desde el altar llegaban las

solemnes palabras.—Como aceptaste los dones del

justo Abel, el sacrificio de Abrahám,nuestro padre en la fe, y la oblaciónpura de tu sumo sacerdote,Melquisedec.

—La oblación pura —repitió Tess—. Blanco de pureza —dijo mirandoa Ben con gran horror—. No se tratade salvar. No se trata tanto de salvar

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como de sacrificar. Y cuando estáaquí lo transforma todo para que désentido a sus actos. Aquí no sevendría abajo, aquí no. Se alimentade esto de la manera más enfermiza.

Tess observó cómo el sacerdotetomaba la oblea y bebía el vino trashacer el signo de la cruz. Símbolos,pensó. Pero qué lejos había llevadoese hombre su transfiguración de lossímbolos de la carne y la sangre.

El sacerdote alzó la hostia y hablócon una voz clara:

—Este es el Cordero de Dios quequita los pecados del mundo. Señor,

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no soy digno de que entres en micasa, pero una palabra tuya bastarápara sanarme.

Los miembros de la congregacióncomenzaron a abandonar los bancospara ir hacia la nave central a fin derecibir la comunión.

—¿Tú crees que comulgará? —musitó Ben mientras observaba ellento movimiento de la cola.

—No lo sé. —De repente tuvofrío. Tenía frío y se sentía insegura—. Creo que lo necesitará.Reconforta, ¿no es cierto?

El cuerpo de Cristo, pensó Ben.

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—Sí, esa es la idea.El hombre que pasaba las hojas

del cantoral se levantó paraacercarse al altar. El otro hombre enel que se había fijado Ben siguiósentado con la cabeza gacha, quizárezando o tal vez dormitando.

Había otro que lo necesitaba, y elansia se avivaba con urgencia en suinterior. Casi le temblaban lasmanos. Quería el ofertorio, que lacarne de su Cristo lo llenara ylimpiara toda mancha de pecado.

La iglesia se llenaba de vocesmientras él permanecía sentado.

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«Nacemos en pecado —le decíasu madre—. Nacemos pecadores eindignos. Es un castigo, un castigosevero. Pasarás la vida cayendo en elpecado. Si mueres en pecado, tu almase condenará.»

«Restitución —advertía el padreMoore—. Debes hacer restituciónpor tus pecados antes de recibir elperdón y la absolución. Restitución.Dios exige restitución.»

Sí, sí, lo entendía. Ya habíacomenzado la restitución. Habíallevado cuatro almas junto al Señor.Cuatro almas perdidas y necesitadas

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para pagar por aquella que Laurahabía perdido. La Voz exigía dosmás para completar el pago.

«No quiero morir. —Laura leagarraba las manos en sus delirios—.No quiero ir al infierno. Haz algo.Oh, Dios, por favor, haz algo.»

Quería taparse las orejas con lasmanos, postrarse ante el altar yaceptar la hostia. Pero no era digno.Hasta que no completara su misión,no sería digno de ello.

—Que el Señor sea contigo —dijoel cura claramente.

—Et cum spiritu teu —murmuró.

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Tess dejó que la refrescante brisa delexterior le diera en la cara y lareanimara después de más de treshoras de oficios. La frustraciónvolvió a ella a medida queobservaba a los rezagados de laúltima misa dirigirse hacia suscoches; frustración y un vago ypersistente presentimiento de que elasesino había estado allí todo eltiempo.

Entrelazó su brazo con el de Ben.—¿Y ahora qué?

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—Voy a la comisaría para hacerunas llamadas. Aquí está Roderick.

El agente bajó por la escalera,saludó a Tess con la cabeza yestornudó tres veces en su pañuelo.

—Perdón.—Tienes un aspecto horrible —

comentó Ben encendiéndose uncigarrillo.

—Gracias. Pilomento estácomprobando una matrícula. Diceque un tipo que estaba en el banco deal lado se ha pasado la misahablando entre dientes. —Sintió unescalofrío a causa del viento—. No

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sabía que vendría, doctora Court.—He pensado que podría ser de

ayuda. —Miró sus ojos enrojecidos yse compadeció de él al ver que ledaba un ataque de tos—. Eso nosuena muy bien. ¿Ha ido al médico?

—No he tenido tiempo.—Tenemos medio departamento

con gripe —dijo Ben—. Ed amenazacon venir con mascarilla. —Alpensar en su compañero volvió amirar a la iglesia—. A lo mejor elloshan tenido más suerte.

—Puede —coincidió Roderick,resollando—. ¿Vas a la comisaría?

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—Sí, tengo que hacer unasllamadas. Hazme un favor. Vete acasa y tómate algo para eso. Tuescritorio está demasiado cerca delmío.

—Tengo que redactar un informe.—Que le den al informe —dijo

Ben, y luego se alejó al recordar queestaban a escasos metros de laiglesia—. Deja tus gérmenes en casadurante un par de días, Lou.

—Sí, tal vez. Llámame si Ed hadescubierto algo.

—Claro. Tómatelo con calma.—Y vaya al médico —añadió

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Tess.Roderick esbozó una media

sonrisa y se marchó.—Suena como si estuviera

llegándole a los pulmones —dijo envoz baja, pero cuando se volvióhacia Ben vio que él ya tenía lamente en otra parte—. Mira, sé queestás ansioso por hacer esasllamadas, así que cogeré un taxi.

—¿Qué?—Digo que cogeré un taxi a casa.—¿Por qué? ¿Ya te has cansado de

mí?—No. —Para demostrárselo le

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dio un tierno beso—. Sé que tienestrabajo que hacer.

—Pues ven conmigo. —No estabapreparado para dejarla marchar, nipara olvidarse del poco tiempoprivado y sin complicaciones que lequedara a su fin de semana—.Cuando lo deje todo atado podemosir a tu casa y...

Ben se agachó y le mordisqueó ellóbulo de la oreja.

—Ben, no podemos estar haciendoel amor todo el tiempo.

La llevó al coche cogida por lacintura.

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—Claro que podemos, yo te lodemostraré.

—No, en serio. Hay razonesbiológicas. Confía en mí, soydoctora.

Se quedó parado ante la puerta delcoche.

—¿Qué razones biológicas?—Me muero de hambre.—Ah. —Le abrió la puerta y

después dio la vuelta para sentarseen el asiento del conductor—. Vale,pasaremos rápidamente por elmercado de camino. Puedes prepararla comida.

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—¿Puedo?—Yo he hecho el desayuno.—Ah, has hecho el desayuno. —

Se arrellanó en el asiento, pensandoen cuánto le apetecía la idea de unatarde de domingo en casa—. Deacuerdo, haré la comida. Espero quete gusten los sándwiches de queso.

Se acercó a ella tanto que sualiento le rozaba los labios.

—Después te enseñaré lo que sesupone que se debe hacer losdomingos por la tarde.

Tess dejó que sus ojosentrecerrados palpitaran.

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—¿Y qué es?—Beber cerveza y ver un partido

de fútbol.La besó con ganas y arrancó el

coche mientras ella reía.El hombre observó cómo se

marchaban el uno pegado al otro. Lahabía visto en la iglesia. En suiglesia. Aquello, que ella fuera a suiglesia a rezar, era una señal, claroestá. Al principio se enfadó un poco,pero después se dio cuenta de quehabía sido guiada hasta allí.

Ella sería la ultima. La última, ydespués él.

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Se quedó mirando el coche y, através de la ventanilla lateral, vio elcabello de Tess. Un pájaro se posójunto a él sobre la rama de un árbolsin hojas y lo miró con sus ojosnegros y brillantes, los ojos de sumadre. Se marchó a casa adescansar.

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12 —Creo que he encontrado un sitio.Ed estaba sentado firme al

escritorio, tecleando en su máquinade escribir con dos dedos.

—¿En serio? —Ben estaba en elsuyo, con el mapa de la ciudadabierto de nuevo frente a él.Dibujaba líneas a lápiz

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pacientemente para conectar losescenarios del crimen—. ¿Un sitiopara qué?

—Para vivir.—Ajá.Alguien abrió la nevera y se quejó

de que le habían robado una lata deA&W. Nadie le prestó atención. Elpersonal había ido reduciéndose porla gripe y un doble homicidio en laUniversidad de Georgetown. Alguienhabía pegado un pavo de cartón a laventana, pero esa era la única señalvisible de día festivo. Ben hizo uncírculo alrededor del edificio de

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apartamentos de Tess antes devolverse hacia Ed.

—¿Y cuándo te mudas?—Depende. —Ed miró las teclas

con el entrecejo fruncido, dudó uninstante, y después volvió a encontrarsu ritmo—. Habrá que ver cómo vael contrato.

—¿Has matado a alguien paraquedarte con su apartamento?

—Es un contrato de venta. Mierda,esta máquina de escribir estáestropeada.

—¿De venta? —Ben soltó el lápizy lo miró fijamente—. ¿Vas a

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comprar una casa? ¿Comprar?—Eso mismo. —Ed aplicó

pacientemente el corrector líquidosobre su último fallo, sopló encima yvolvió a mecanografiar. Tenía unalata de Lysol en espray al lado. Siaparecía alguien con pinta decontagioso, rociaba toda la zona—.Tú me lo recomendaste.

—Sí, pero solo estaba... ¿Vas acomprarla? —Ben puso papel usadoencima de la lata vacía de A&W quehabía en su papelera para borrar elrastro—. ¿Qué tipo de estercoleropuedes permitirte con el sueldo de

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detective?—Algunos sabemos ahorrar. Voy a

usar mi patrimonio.—¿Patrimonio? —Ben alzó los

ojos al techo antes de doblar elmapa. Aquello no le llevaba a ningúnsitio—. El chico tiene patrimonio —dijo hablándole a la comisaría—. Elpróximo día vendrás diciéndome queinviertes en bolsa.

—He hecho alguna pequeñainversión, inversionesconservadoras. En servicios, sobretodo.

—Servicios. Los únicos servicios

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que tú conoces son los del gas y elagua. —Pero se quedó observándolocon incertidumbre—. ¿Dónde está?

—¿Tienes unos minutos?—Tengo un descanso ahora.Ed sacó el informe de la máquina

de escribir, lo miró con recelo y loguardó.

—Demos un paseo.No tardaron mucho. El barrio

estaba a las afueras de Georgetown,en la zona fea. Las casas adosadastenían un aspecto más desvencijadoque distinguido. Las flores de otoñohabían languidecido por simple falta

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de interés y se veían descoloridasentre la maraña de hojas sin recoger.Había una bicicleta encadenada a unposte. La habían despojado de todocuanto se le podía quitar. Ed subió elcoche a la acera.

—Aquí la tienes.Ben volvió la cabeza con reservas.

En su favor hay que decir que no diomuestras de sorpresa.

Era una casa estrecha de trespisos, con la entrada a poco más deseis pasos de la acera. Había dosventanas tapadas con tablones, y laspersianas que seguían en pie

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inclinaban su borrachera hacia unlado. El ladrillo se veía viejo ydesvaído, salvo en una parte en laque habían pintado una obscenidadcon espray. Ben salió del coche y seapoyó en el capó, esforzándose porno creer lo que veían sus ojos.

—Está bien, ¿eh?—Sí, muy bien. Ed, no tiene

canalones.—Lo sé.—La mitad de las ventanas están

rotas.—He pensado que podría

remplazar un par de ellas por

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vidrieras.—No creo que hayan reformado el

techo desde los tiempos de laDepresión. La primera.

—Estoy mirando tragaluces.—De paso también podrías ver si

encuentras una bola de cristal. —Bense metió las manos en los bolsillosde la chaqueta—. Veamos el interior.

—Todavía no tengo la llave.—Por Dios. —Ben subió los tres

escalones de cemento rotomurmurando algo, sacó la cartera yencontró una tarjeta de crédito. Lalastimera cerradura se abrió sin

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quejarse—. Me siento como situviera que cruzar el umbral contigoen brazos.

—Cómprate tu propia casa.La entrada estaba llena de

telarañas y cagarrutas de roedoresdiversos. El papel de la pared seveía gris. Un escarabajo decaparazón gordo reptabaperezosamente sobre él.

—¿Cuándo baja Vincent Price porla escalera?

Ed miró a su alrededor y vio uncastillo en potencia.

—Solo necesita una buena

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limpieza.—Y un exterminador. ¿Hay ratas?—Supongo que en el sótano —dijo

Ed alegremente, y se dirigió a lo queen su momento había sido una sala deestar encantadora.

Era estrecha y de techos altos, conlas puertas de lo que debían de serunas ventanas de metro y mediotambién tapadas con tablones. Lapiedra de la chimenea permanecíaintacta, pero alguien le habíaarrancado el marco. El suelo bajoaquella capa de suciedad y polvopodría haber sido perfectamente de

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roble.—Ed, este sitio...—Tiene un potencial increíble. La

cocina tiene un horno de barroempotrado en la pared. ¿Has probadoalguna vez pan hecho en un horno debarro?

—No se compra una casa parahacer pan. —Ben volvió al pasillocon la vista en el suelo, a labúsqueda de señales de vida—.¡Señor, pero si aquí hay un agujeroen el techo! Mide más de un putometro de ancho.

—Es lo que va primero en mi lista

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—comentó Ed yendo a su encuentro.Se quedaron en silencio, mirando

el agujero durante un instante.—Lo que tienes que hacer no es

una lista, es un compromiso de porvida. —Mientras miraban el agujero,una araña del tamaño de un pulgarhumano bajó del techo y se plantó asus pies haciendo un ruidodistinguible. Ben la apartó de unapatada, más que asqueado—. Nopuedes hablar en serio de compraresto.

—Pues claro que sí. Llega unmomento de tu vida en el que tienes

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que asentarte.—No te habrás tomado lo de

casarte igual de en serio.—Tener un sitio propio —

continuó Ed plácidamente—. Untaller, un pequeño jardín, tal vez.Hay un buen rincón para las hierbasahí detrás. Un sitio como este meharía tener un objetivo. Me imaginoarreglando las habitaciones una auna.

—Tardarás cincuenta años.—No tengo nada mejor que hacer.

¿Quieres ver la parte de arriba?Ben volvió a mirar el agujero.

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—No, quiero seguir vivo.¿Cuánto? —preguntó a bocajarro.

—Setenta y cinco.—¿Setenta y cinco? ¿Setenta y

cinco mil? ¿Dólares?—Las propiedades escasean en

Georgetown.—¿Georgetown? Por los clavos de

Cristo, esto no es Georgetown. —Algo más grande que la araña semovió en la esquina. Ben cogió supistola—. La primera rata que vea seva a comer esto.

—Es solo un ratoncillo de campo—dijo Ed, y le puso una mano en el

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hombro para tranquilizarlo—. Lasratas se quedan en el sótano o en eldesván.

—¿Qué pasa, es que tienencontrato? —exclamó, pero se guardóel arma—. Escucha, Ed, los agentesinmobiliarios y los promotoresalargan los términos para poderllamar a esto Georgetown y quedarsecon idiotas como tú por setenta ycinco mil dólares.

—Solo les ofrezco setenta.—Ah, eso lo cambia todo. Solo

les ofreces setenta. —Empezó adeambular, pero se dio contra una

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telaraña enorme. Hizo aspavientospara liberarse entre insultos—. Ed,esto te pasa por comer tantas pipasde girasol. Necesitas carne roja.

—Te sientes responsable —dijoEd sonriendo, terriblementesatisfecho, antes de pasar a la cocina.

—No es verdad. —Ben se metiólas manos en los bolsillos—. Sí,maldita sea, me siento responsable.

—Ese es el jardín. Mi jardín —continuó Ed, señalándoselo en cuantoBen siguió sus pasos—. Supongo quepodré cultivar albahaca, un poco deromero, tal vez lavanda en ese

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rinconcito al que da la ventana.Ben vio un trozo de hierbajos de

medio metro tan espeso como parapasar dos veces la cortadora decésped.

—Has estado trabajandodemasiado. Este caso nos estávolviendo majaras a todos. Ed,escucha atentamente lo que voy adecirte, a ver si te suena. Carcoma.Termitas. Bichos.

—Voy a cumplir treinta y seisaños.

—¿Y?—Nunca he tenido una casa

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propia.—Caray, todo el mundo tiene que

cumplir treinta y seis algún día, y nopor eso tienen una casa.

—Joder, yo es que ni tan siquierahe vivido en una. Siempre he vividoen apartamentos.

La cocina olía a décadas de grasa,pero esa vez Ben no dijo nada.

—Tiene desván. Como los que seven en las películas, con arcones,muebles viejos y sombreros raros.Me gusta eso. Lo primero que haréserá la cocina.

Ben miró el deplorable montón de

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hierba que había fuera.—Vapor —dijo—. Eso es lo

mejor para sacar todo ese papel depared viejo.

—¿Vapor?—Sí. —Ben sacó un cigarrillo y

sonrió—. Vas a necesitar un montón.Yo salía con una que trabajaba enuna tienda de pinturas. Marli... Sí,creo que se llamaba Marli.Seguramente me hará descuentotodavía.

—¿Has salido con alguna quetrabaje en una serrería?

—Lo miraré. Vamos, que tengo

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que hacer una llamada.Pararon en una cabina de teléfonos

a varios kilómetros de allí. Benencontró una moneda y llamó a laconsulta de Tess, mientras Edentraba en el Seven Eleven.

—Consulta de la doctora Court.—Detective Paris.—Sí, detective, un momento.Se oyó un clic y un silencio, y

después otro clic.—¿Ben?—¿Cómo está, doctora?—Estoy bien —dijo Tess al

tiempo que recogía el escritorio—. A

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punto de salir hacia la clínica.—¿A qué hora acabas allí?—Normalmente a las cinco y

media, puede que a las seis.Ben echó una ojeada a su reloj y

reorganizó sus planes.—Vale. Te recojo.—Pero no tienes que...—Sí tengo que. ¿Quién te hace la

cobertura hoy?—¿Disculpa?—¿Quién hace guardia contigo en

la consulta? —explicó Ben mientrasintentaba encontrar un rincón en lacabina donde no llegara el viento.

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—Ah, el sargento Billings.—Perfecto. —Se protegió con las

manos para encenderse un cigarrilloy deseó como nunca haberseacordado de los guantes—. Dile quete acompañe a la clínica.

Hubo un silencio. Ben notó queTess se ponía de mal humor y estuvotentado de reír.

—No veo por qué no puedoconducir hasta la clínica yo solacomo he hecho todas las semanas delos últimos años.

—No te pido que veas por qué,Tess. Yo encuentro infinidad de

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razones. Nos encontramos a las seis.Colgó, consciente de que ella

todavía sostenía el teléfono yaguantaba su mal humor hasta que sele pasara. Tess jamás habría hechonada tan infantil y típico comocolgarlo de golpe.

Ben no se equivocaba. Tess contólentamente hasta cinco y despuéscolgó el teléfono con calma. Apenaslo había soltado cuando Kate volvióa llamarla.

—¿Sí?

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Le costó bastante no pronunciaresa palabra con rabia.

—Tienes otra llamada por la líneados. No quiere darme su nombre.

—De acuerdo. La... —Se leencogió el estómago y tuvo un malpresentimiento—. Pásamela, Kate.

Se quedó mirando el lentoparpadeo de la luz del botón.

—Al habla la doctora Court.—La vi en la iglesia. Vino.—Sí. —Las instrucciones que le

habían dado pasaron por su cabezarápidamente. Intenta que no cuelgue,se dijo. Que esté calmado y no

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cuelgue—. Esperaba poder verle allíy hablar con usted otra vez. ¿Qué talestá?

—Estuvo allí. Ahora locomprende.

—¿Comprender qué?—Ahora comprende la grandeza.

—Su voz era tranquila. Habíatomado una decisión y confirmado sufe—. Los sacrificios que se nospiden son muy pocos, comparadoscon la recompensa de la obediencia.Me alegro de que fuera, así puedecomprenderlo. Antes tenía dudas.

—¿Qué clase de dudas?

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—Dudaba de la misión. —Bajó lavoz, como si con solo susurrar susdudas cometiera un pecado—. Peroya no.

Tess decidió arriesgarse.—¿Dónde está Laura?—Laura. —Tess lo oyó sollozar

—. Laura espera en el purgatorio,sufriendo hasta que yo expíe suspecados. Soy responsable de ella.No tiene a nadie más que a mí y a laSanta Madre para que intercedamosen su favor.

Entonces Laura estaba muerta. Yaestaba seguro de ello.

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—Debió de quererla mucho.—Ella era la mejor parte de mí.

Estábamos unidos antes de nacer.Ahora debo eximirla de sus pecadospara seguir juntos después de lamuerte. Ahora lo comprende. Por esovino. Su alma se unirá a la de lasotras. Yo la absolveré en el nombredel Señor.

—No puede matar más. Laura noquerría que volviera a matar.

Hubo un silencio de dos, tres,cuatro segundos.

—Yo creía que lo habíacomprendido.

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Tess reconoció aquel tono de voz,la acusación, la traición. Estaba apunto de perderlo.

—Creo que lo comprendo. Y si nolo hago, necesito que me lo explique.Quiero comprenderlo, quiero que meayude a entenderlo. Por eso fui, parahablar con usted.

—No, es mentira. Está repleta depecado y de mentiras.

Lo oyó musitar el Padre Nuestrojusto antes de que se cortara lacomunicación.

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Cuando volvieron a las dependenciasde la policía, Lowenstein, que estabade pie junto a su escritorio, le hizoseñas, aguantando el teléfono con elhombro para tener las manos libres.

—No puede vivir sin mí —comentó Ben a Ed.

Estaba a punto de rodearla con unbrazo, no para agarrarla por lacintura sino para quitarle las pasasrecubiertas de chocolate que tenía enel escritorio.

—Ha vuelto a llamar a Court —dijo Lowenstein.

La mano de Ben quedó paralizada.

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—¿Cuándo?—La llamada se realizó a las once

y veintiún minutos.—¿La han localizado?—Sí. —Cogió una libreta de su

escritorio y se la pasó—. Lo handelimitado a esa zona. Debía de estarentre esas cuatro manzanas. Goldmandice que la doctora lo ha hecho demaravilla.

—Joder, pero si estábamos ahímismo —dijo tirando la libreta sobreel escritorio—. Hemos tenido quecruzarnos con él por el camino.

—El comisario ha enviado a

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Bigsby, Mullendore y varios agentespara que peinen el área y busquentestigos.

—Les echaremos una mano.—Ben, Ben, espera. —Se paró en

seco y se volvió con impaciencia.Lowenstein tapó el micrófono delteléfono con el hombro—. Van amandarnos una transcripción de lallamada para el comisario. Creo quequerrás verla.

—Vale, la leeré cuando vuelva.—Creo que querrás leerla ahora,

Ben.

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Unas cuantas horas en la clínicaDonnerly eran suficientes para queTess se olvidara de su propionerviosismo. Sus pacientes ibandesde el ejecutivo maníacodepresivo a los yonquis callejeroscon síndrome de abstinencia.Trabajaba en la clínica junto a losmédicos residentes una vez porsemana, o dos si tenía tiempo. Habíapacientes a los que veía en contadasocasiones, pero a algunos los tratabasemanalmente a lo largo de losmeses.

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Colaboraba con ellos siempre quepodía porque no era un hospital deélite al que fueran los ricos cuandosus problemas o adiccionesresultaban insoportables. Ni tampocoera una clínica de mala muertedirigida por idealistas sin blanca. Setrataba de una institución competentey necesitada que aceptaba a enfermosmentales de toda condición.

Había una mujer con Alzheimer enla segunda planta que cosía muñecaspara sus nietos y luego jugaba conellas cuando se olvidaba de que lostenía. Uno de los internados se creía

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John Kennedy y pasaba la mayorparte del día escribiendo discursossin hacer daño a nadie. Los másviolentos estaban en la terceraplanta, donde reforzaban laseguridad. Las ventanas teníanbarrotes y las puertas, de cristalgrueso, permanecían cerradas.

Tess pasó casi toda la tarde allí. Alas cinco ya estaba prácticamentedesecha. Estuvo casi una hora con unesquizofrénico paranoide que lehabía soltado obscenidades e inclusollegó a tirarle encima la bandeja dela comida, a tal punto de que tuvieron

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que acudir dos ordenanzas parainmovilizarlo. Ella misma le pusouna inyección de Thorazine, pero nosin arrepentirse. Tendría que seguirmedicándose toda la vida.

Cuando el enfermo se calmó, lodejó en el cuarto de personal paraque tuviera unos momentos detranquilidad. Todavía le quedaba unapaciente, Lydia Woods, una madre detreinta y siete años que sacabaadelante un hogar con tres niños,tenía un trabajo a tiempo completo decorredora de bolsa, presidía laasociación de padres del colegio,

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preparaba platos de alta cocina, iba atodas las funciones de la escuela yhabía sido nombrada mujeremprendedora del año; la nuevamujer, esa que podía tenerlo ycontrolarlo todo.

Hacía dos meses que se habíaderrumbado violentamente en unafunción del colegio. Le dieronconvulsiones y un ataque que lamayoría de los horrorizados padrestomó por epilepsia. Cuando lallevaron al hospital, descubrieronque tenía un síndrome de abstinenciatan acusado como el de la adicción a

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la heroína.Lidya Woods mantuvo su mundo

perfecto en pie a base de Valium yalcohol, hasta que su marido laamenazó con el divorcio. Parademostrar su fuerza de voluntad,quiso desengancharse de golpe eignoró las reacciones físicas, en unintento desesperado por conservar suvida tal y como la había estructurado.

En ese momento, a pesar de que laenfermedad física estaba bajocontrol, la obligaban a enfrentarsecon las causas y las consecuencias.

Tess bajó en el ascensor a la

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primera planta y pidió el historial deLydia. Le echó un vistazo y se lopuso bajo el brazo. Su habitaciónestaba al final del pasillo. Tess viola puerta abierta, pero llamó antes deentrar.

Las cortinas estaban echadas y laluz atenuada. Había flores junto a lacama, claveles de color rosado.Daban un aroma ligero, suave yesperanzador. Lydia, que estaba en lacama, acurrucada contra la blancapared, hizo como si Tess no hubieraentrado.

—Hola, Lydia. —Tess dejó el

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historial sobre una mesita y echó unvistazo a la habitación. La ropa deldía anterior estaba amontonada enuna esquina—. Está muy oscuro aquí—dijo, dirigiéndose a la cortina.

—Me gusta así.Tess miró la figura que yacía

sobre la cama. Era hora de presionar.—A mí no —dijo simplemente, y

abrió la cortina.Cuando entró la luz, Lydia se

volvió y la fulminó con la mirada.No se había molestado en peinarse nimaquillarse. Hizo una mueca de ascoy rencor.

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—Es mi habitación.—Sí, lo es. Por lo que me han

contado pasas bastante tiempo solaaquí dentro.

—¿Y qué coño quieres que hagaen este sitio? ¿Hacer canastos entretodos estos colgados y majaderos?

—Podrías probar a darte un paseopor los alrededores.

Tess se sentó, pero no tocó elhistorial.

—Este no es mi sitio. No quieroestar aquí.

—Puedes irte cuando quieras. —Tess observó cómo se incorporaba y

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encendía un cigarrillo—. Esto no esninguna prisión, Lydia.

—Para ti es fácil decirlo.—Ingresaste por tu propia

voluntad. Cuando te sientaspreparada, puedes marcharte.

Lydia siguió fumandomelancólicamente sin decir palabra.

—Por lo que parece tu maridovino ayer a verte.

Lydia miró las flores y le volvió lacara.

—¿Y?—¿Cómo te sentiste al verlo?—Oh, me encantó —espetó—. Me

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encanta que venga aquí y me vea eneste estado —dijo, y se cogió unmechón de su pelo sin lavar—. Ledije que debería venir con los niñospara que vean la arpía deplorable enque se ha convertido su madre.

—¿Sabías que iba a venir?—Sí.—Tienes una ducha ahí mismo.

Champú, maquillaje.—¿No eras tú la que decía que me

ocultaba detrás de las cosas?—No es lo mismo usar drogas con

receta y alcohol que hacer unesfuerzo para que tu marido te vea

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bien. Querías que te viera así, Lydia.¿Para qué? ¿Para que saliera de aquísintiéndose culpable? ¿Para darlepena?

La flecha acertó en el blanco y loincendió, tal y como ella esperaba.

—Tú cállate. Eso no es asuntotuyo.

—¿Las flores las trajo tu marido?Son preciosas.

Lydia volvió a mirarlas. Le dabanganas de llorar al verlas, de perderese punto de amargura y fracaso conel que se defendía. Cogió el jarróncon sus flores y lo arrojó contra la

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pared.Ben oyó el ruido desde el pasillo,

donde le habían dicho que esperase.Se había levantado de la silla y sedirigía hacia la puerta abierta cuandouna enfermera lo detuvo.

—Lo siento, señor. Me temo queusted no puede entrar. La doctoraCourt está con una paciente —dijomientras le salía al paso y se dirigíaella misma hacia la habitación.

—Ah, señora Rydel —oyó quedecía Tess con voz fría y serena—.¿Puede traernos un recogedor y unafregona para que la señora Woods

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limpie esto?—¡No lo limpiaré! —gritó Lydia

—. ¡Es mi habitación y no piensolimpiarlo!

—En ese caso yo que ustedvigilaría por donde ando, no fueraque me cortara con un cristal.

—Te odio. —Al ver que Tess nose inmutaba, lo gritó más fuerte—.¡Te odio! ¿Me oyes?

—Sí, te oigo perfectamente. Perome pregunto si me gritas a mí o a timisma.

—¿Quién coño te has creído queeres? —dijo maniobrando con la

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mano arriba y abajo para apagar elcigarrillo, como si usara un martilloneumático—. Vienes aquí todas lassemanas con tu cara de santurronaengreída y tus bonitos trajes caros, yesperas que yo desnude mi alma.Pues no pienso hacerlo. ¿Te creesque tengo ganas de hablar con unadama de hielo que tiene toda su vidaresuelta? La señorita Perfecta quetrata casos perdidos por afición, yluego se vuelve a su casa impecabley se olvida de ellos.

—No me olvido de ellos, Lydia.La voz de Tess era tranquila y

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contrastaba fuertemente con la deella, pero Ben la oía con claridad.

—Me das asco —dijo Lydialevantándose de la cama por primerave en el día—. No puedo ni verte,con esos zapatos italianos y tusbrochecitos de oro y toda tuperfección de niña bonita.

—Yo no soy perfecta, Lydia.Nadie lo es. Y nadie tiene que serlopara ganarse el amor y el respeto.

Las lágrimas empezaron a brotar,pero Tess no se acercó paraofrecerle consuelo. No era elmomento.

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—Qué sabrás tú lo que esequivocarse. ¿Qué coño sabes tú demi vida? Maldita sea, yo hacía quelas cosas funcionaran. Vaya si lohacía.

—Sí, lo hacías. Pero nadafunciona eternamente si no tepermites tener fallos.

—Yo era tan buena como tú. Eramejor. Tenía ropa como la tuya. Y unhogar. Te odio por venir aquí yrecordármelo. Sal. Sal de una vez ydéjame en paz.

—De acuerdo. —Tess se levantó yse llevó el historial—. Volveré la

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semana que viene. O antes, si pidesque venga. —Se dirigió hacia lapuerta y luego se dio la vuelta—.Todavía tienes un hogar, Lydia. —Laenfermera estaba en la entrada con elrecogedor y la fregona. Tess le quitólas cosas de la mano y las pusodentro contra la pared—. Les diréque traigan otro jarrón para poner lasflores.

Tess salió de la habitación y cerrólos ojos durante un instante. Esaclase de aversión violenta, aunqueprocediera de una enfermedad y nofuera de corazón, era difícil de

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aceptar.—¿Doctora?Tess volvió en sí y abrió los ojos.

Ben estaba allí, a unos pasos dedistancia.

—Llegas pronto.—Sí. —Caminó hasta ella y la

agarró por el brazo—. ¿Quédemonios haces en un sitio comoeste?

—Mi trabajo. Tendrás queesperarme un minuto. He deintroducir algunos datos en elhistorial.

Tess volvió a la sala de las

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enfermeras, miró su reloj y se puso aescribir. Ben la observaba. En esemomento se la veía totalmenteindiferente a la escena que acababade tener lugar. Su rostro permanecíasereno mientras escribía con unaletra que a buen seguro sería muyprofesional. Pero él acababa de verlacon la guardia baja cuando salió alpasillo, incapaz de ocultar que lehabía afectado. No le gustabaaquello, del mismo modo que no legustaba ese sitio con sus limpiasparedes blancas y sus carasmiserables.

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Tess devolvió el historial a laenfermera, dijo varias cosas en vozbaja que se referían,presumiblemente, a la mujer queacaba de vilipendiarla y miró denuevo su reloj.

—Siento haberte hecho esperar —dijo a Ben cuando estuvo de vuelta—. Tengo que coger mi abrigo. ¿Porqué no me esperas fuera?

Poco después, se lo encontró depie al borde del césped, fumando conavidez.

—Antes en el teléfono no me distela oportunidad de decir que no hace

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falta que te molestes con esto. Llevoyendo y viniendo de la clínica soladesde hace mucho tiempo.

Ben tiró el cigarrilo y se esforzópor aplastarlo.

—¿Por qué has aguantado toda esamierda?

Tess dio un hondo suspiro antes deenlazar su brazo con el de Ben.

—¿Dónde has aparcado?—Eso de contestar a una pregunta

con otra es basura psiquiátrica.—Sí, es verdad, lo es. Mira, si no

me atacara, no estaría haciendo bienmi trabajo. Es la primera vez que

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llegamos a alguna parte desde queempecé a verla. Ahora dime, ¿dóndehas aparcado? Hace frío.

—Por aquí. —Ben se puso acaminar junto a ella, más que feliz dedejar esa clínica atrás—. Ha vuelto allamarte.

—Sí, justo después de hablarcontigo. —Le habría encantado tratarese tema con la misma tranquilidadprofesional con la que se enfrentabaa sus pacientes en la clínica—. ¿Hanpodido localizar la llamada?

—Han reducido el radio a un parde manzanas. Nadie ha visto nada.

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Seguimos trabajando en ello.—Su Laura está muerta.—Eso ya me lo figuraba. —Puso

la mano en la puerta del coche yluego la retiró—. Y también mefiguraba que tú serías su siguienteobjetivo.

No palideció, ni tampoco sesobresaltó. Ben no esperaba que lohiciera. Simplemente asintió,aceptándolo, y le puso la mano sobreel brazo.

—¿Me harías un favor?—Puedo intentarlo.—No hablemos de ello esta noche.

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Ni una palabra.—Tess...—Por favor. Tendré que ir mañana

contigo a la comisaría para hablarcon el comisario Harris. ¿No teparece suficiente pronto para darlevueltas a todo esto?

Le puso sus frías manos singuantes en la cara.

—No permitiré que te sucedanada. No me importa lo que tengaque hacer.

Tess sonrió y lo cogió por lasmuñecas.

—Entonces no tengo que

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preocuparme de nada, ¿no?—Me importas mucho —dijo Ben

con cautela. Era lo más cerca de unadeclaración de amor que habíaestado nunca de hacer a una mujer—.Quiero que lo sepas.

—Entonces llévame a casa, Ben—dijo, y le besó las manos—. Ydemuéstramelo.

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El encargado de mantenimientolimpiaba a regañadientes un charcode color pardusco en el pasillo deacceso a las oficinas de la comisaría.Bajo el fuerte olor a pino deldetergente persistían otros oloreshumanos. La máquina que dispensabacafé solo, café con leche y chocolate

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caliente, cuando tenía el día bueno,descansaba como un soldado herido,apoyada contra su compañera de laschocolatinas Hershey y Baby Ruth.Había vasos desechables dispersospor todo el suelo de baldosas. Bencondujo a Tess para esquivar la peorparte.

—¿Ha vuelto a explotar lamáquina del café?

El hombre, con el mono y peloiguales de grises y polvorientos, lomiró sosteniendo el palo de lafregona.

—Chavales, deberíais dejar de

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dar patadas a las máquinas. Mira esamarca —dijo chapoteando sobre elcafé y el Lysol para enseñársela—.Criminal.

—Sí —asintió Ben, y miró lamáquina de chocolatinas con rencor.Él mismo le había añadido una nuevamuesca el día anterior, después deque volviera a tragarse otroscincuenta centavos—. Alguientendría que investigarlo. Cuidado conlos zapatos, doctora.

La llevó a las oficinas, donde a lasocho de la mañana los teléfonos yaestaban sonando sin parar.

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—Paris. —Lowenstein lanzó unvaso desechable que dio en el bordede la papelera y cayó dentro—. Lahija del comisario dio a luz anoche.

—¿Anoche? —Ben se detuvo anteen su escritorio para revisar losmensajes. El de su madre lerecordaba que no la veía desde hacíacasi un mes.

—A las diez y treinta y cinco.—Mierda, ¿no podía esperar un

par de días? He puesto el día quinceen la porra. —Bueno, si habíacooperado trayendo un niño, todavíale quedaba una posibilidad—. ¿Qué

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ha sido?—Niña. Tres kilos y medio.

Jackson ha acertado de pleno.—Cómo no.Lowenstein se levantó y repasó a

Tess con una mirada profesional.Estimó que el bolso de piel deserpiente costaría unos cientocincuenta dólares y sintió un pequeñoe inofensivo arrebato de envidia.

—Buenos días, doctora Court.—Buenos días.—Ah, si quiere café o cualquier

cosa, lo cogeremos de la sala dejuntas hasta que arreglen la máquina.

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Tenemos reunión dentro de unosminutos.

El perfume era francés, y original,dedujo Lowenstein aspirandodiscretamente.

—Gracias, esperaré.—¿Por qué no te sientas hasta que

el comisario termine? —sugirió Ben,y buscó una silla limpia con lamirada—. Tengo que devolver un parde llamadas.

Del pasillo llegó una retahíla deobscenidades, y después un crujidometálico. Tess se volvió a tiempopara ver el agua sucia del cubo

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corriendo por el pasillo. Tras esto,se desataron todos los infiernos.

Un individuo negro y fornido conlas manos esposadas a la espaldaestaba a punto de escaparse cuandootro hombre, vestido con unguardapolvos, le inmovilizó lacabeza con una llave.

—¡Mira cómo me ha puesto elsuelo! —El encargado demantenimiento apareció en escena.Gesticulaba sin parar de rabia. Nodejaba de mover la fregona y deesparcirlo todo—. Pienso ir alsindicato. Ya veréis si voy.

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El prisionero intentaba zafarse yse retorcía como una trucha reciéncogida mientras el agente a su cargoaguantaba como podía.

—Quítame esa fregona mojada dela cara.

Intentó evitar que volviera amojarlo, sin resuello y con la caraenrojecida, mientras el otro proferíaun agudo y estremecedor lamento.

—Joder, Mullendore, ¿no puedescontrolar a tus prisioneros? —Benfue en su ayuda sin prisa, pero elsujeto había conseguido hundir losdientes en la mano de Mullendore,

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que gruñó con voz grave. Actoseguido el detenido fue de cabeza apor Ben—. Jesús, échame una mano,¿no? Este tío es un animal.

Mullendore le dio caza y loaplastó contra Ben, haciendo unsándwich. Por un momento parecíaque fueran a bailar una rumba.Después resbalaron en el suelomojado y cayeron los tres al unísono.

Lowenstein observaba la escenajunto a Tess, con las manos apoyadasen las caderas.

—¿No debería separarlos? —sepreguntó Tess en voz alta.

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—Está esposado y pesará casicien kilos. Solo tardarán unmomento.

—¡A mí no me metéis en la celda!—gritó el detenido mientras girabasobre sí mismo y se revolvía paralanzar un rodillazo a la entrepiernade Ben, quien le propinó un codazoen la barbilla como movimientoreflejo.

En cuanto dejó de moverse sederrumbó sobre él, con Mullendorejadeando a su lado.

—Gracias, Paris. —Mullendoreestiró la mano herida para ver las

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marcas de los dientes—. Dios,seguramente necesitaré un pinchazo.El tío se ha vuelto loco en cuantohemos entrado en el edificio.

Ben consiguió ponerse en cuclillasayudándose con las manos. Alintentar respirar, se oyó un silbido ysintió un agujero que le quemaba enla boca del estómago. Cuando quisohablar solo le salió el resuello, asíque lo intentó de nuevo.

—Ese hijo de puta me los hapuesto de corbata.

—Lo siento mucho, Ben —dijoMullendore al tiempo que sacaba un

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pañuelo para vendarse la herida—.Ahora se le ve muy tranquilito.

Ben se apartó de allí con ungruñido para sentarse en el suelo, deespaldas a la pared.

—Por el amor de Dios, enciérraloantes de que vuelva en sí.

Se quedó allí sentado mientrasMullendore levantaba al prisioneroinconsciente. Tenía los pantalonesempapados del agua sucia y fría delcafé desde las rodillas hasta losmuslos, y toda la camisa salpicada.Pero, a pesar de estar chorreando,continuó sentado, preguntándose por

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qué era tan huesuda esa rodilla quehabía conectado con sus partesnobles.

Cuando recorrió el pasillo paravolver a asearse, vio al demantenimiento hundiendo la fregonade mala gana en el cubo.

—Pienso hablar con el encargado.Acababa de terminar ese suelo.

—Mala suerte —repuso Ben,dedicándole una mirada mientras eldolor le subía de la entrepierna a lacabeza.

—No te preocupes por eso, Paris.—Lowenstein estaba apoyada en el

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marco de la puerta, procurandoevitar el charco—. Todo indica quesigues siendo un semental.

—Que te den.—Cariño, ya sabes lo celoso que

es mi marido.Tess se arrodilló a su lado y chistó

con la lengua cariñosamente. Leacarició una mejilla con afecto, perosus ojos decían que se partía de larisa.

—¿Estás bien?—Estoy de fábula. Me encanta

absorber el café por todos los porosde mi cuerpo.

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—El área ejecutiva, ¿verdad?—Sí, exacto.—¿Quieres levantarte?—No.Ben resistió la tentación de

palparse la entrepierna paracomprobar que todo estuviera en susitio.

Tess se llevó una mano a la boca,pero no pudo evitar la risa. Y que lamirara fijamente con los ojosentrecerrados solo servía paraempeorarlo. Se le trababa la lenguaal hablar.

—No puedes quedarte ahí todo el

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día. Estás sentado en un charco yhueles como una cafetería que se haquedado sucia todo el fin de semana.

—Tiene usted mucho tacto,doctora —dijo Ben, y la agarró delbrazo mientras ella luchaba porcontrolar la risa—. Solo tengo quetirar fuertemente para que meacompañes.

—Pero después tendrás queatenerte a las consecuencias. Por nohablar de las facturas de la tintorería.

Ed apareció por el pasillo, vestidotodavía de verano. Esquivó la partemás encharcada mientras se comía el

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resto del yogur de su desayuno. Sedetuvo frente a su compañero,lamiendo la cucharilla.

—Bueno días, doctora Court.—Buenos días. —Tess se levantó,

todavía intentando controlar la risa.—Bonito día.—Sí, pero hace un poco de frío.—El hombre del tiempo ha dicho

que esta tarde llegaremos a los diezgrados.

—Ja, es que sois la monda —dijoBen—. Me parto de la risa.

Tess se aclaró la garganta.—Ben... Ben ha tenido un pequeño

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accidente.Las pobladas cejas de Ed se

alzaron cuando miró el charco quecorría por el pasillo.

—Guárdate tu humor púber para ti—advirtió Ben.

—Púber —dijo Ed impresionado,paladeando la palabra en su boca. Ledio el envase del yogur a Tess ycogió a su compañero por debajo delas axilas para levantarlo sinesfuerzo—. Tienes los pantalonesmojados.

—Estaba inmovilizando a undetenido.

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—¿Sí? Bueno, a veces pasan cosascomo esa entre tanta tensión yexcitación.

—Voy a mi taquilla —murmuró—.Asegúrate de que la doctora no sehace daño riendo —dijo chapoteandopasillo abajo con las piernas un pocoseparadas.

Ed le quitó a Tess el envase delyogur y la cuchara de plástico de lamano.

—¿Quieres un café?—No —consiguió decir con la voz

ahogada—. Creo que ya he tenidosuficiente.

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—Dame un minuto y te acompañoa ver al comisario Harris.

Se encontraron en la sala dereuniones. Aunque el radiadorenviaba un esperanzador zumbidomecánico, el suelo seguía frío. Harrishabía perdido su campaña anual porla moqueta. Las persianas estabanechadas, en un infructuoso intento poraislar las ventanas. Alguien habíacolgado un cartel en el que se urgía aAmérica a ahorrar energía.

Tess estaba sentada a una mesa y

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Ed se repantingaba a su lado. Un levearoma a jazmín salía de su té.Lowenstein hacía equilibrios alborde de un pequeño escritorio,balanceando una pierna ociosamente.Bigsby estaba retrepado en una sillacon un paquete de pañuelos tamañofamiliar sobre las rodillas. Cadapocos minutos se sonaba suenrojecida nariz. Roderick, congripe, guardaba cama.

Harris permanecía de pie junto auna pizarra verde con los nombres delas víctimas y otras informacionespertinentes alineadas en columnas.

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En la pared había extendido un mapade la ciudad agujereado por cuatrobanderitas azules. A su lado untablón de corcho. Pegados a él, lasfotografías en blanco y negro de lasmujeres asesinadas.

—Todos tenemos la transcripciónde las llamadas que ha recibido ladoctora Court.

Tess pensó que aquello sonabamuy frío, como una charla denegocios. Transcripciones. En ellasno se oían el dolor ni la enfermedad.

—Comisario Harris —dijo Tessrevolviendo las notas que tenía ante

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sí—. Le he traído un informeactualizado, con mis propiasopiniones y diagnosis. Pero sientoque puede ser provechoso que lesexplique estas llamadas de teléfono austed y a sus agentes.

Harris, con las manos a la espalda,simplemente asintió. Tenía alalcalde, a la prensa y al inspectorjefe dándole la vara. Quería que esecaso terminara de una vez para pasartiempo babeando con su nieta reciénnacida. Viéndola tras las vitrinas dela maternidad, casi volvió a creerque la vida tenía sentido.

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—El hombre que me llamó lo hizoporque tenía miedo, miedo de símismo. Ya no es capaz de controlarsu vida; es su enfermedad quien lohace por él. El último... —Se lefueron los ojos hacia la fotografía deAnne Reasoner—. El últimoasesinato no formaba parte de unplan. —Se humedeció los labios ymiró brevemente cómo Ben entrabaen la sala—. Estaba esperándome, amí en concreto. No podemos estarseguros de qué le hizo fijarse en lasotras víctimas. En el caso de BarbaraClayton podemos asegurar que se

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traró de una coincidencia. Su cochese averió. Él se encontraba allí. Enmi caso se trata de algo mucho máspreciso. Vio mi nombre y mifotografía en el periódico. —Sedetuvo un momento, esperando a queBen se sentara a su lado en la sillalibre. En lugar de eso se quedó depie, apoyado contra la puerta,separado de ella por la mesa—. Laparte racional de su cerebro, la parteque le mantiene en funcionamiento,se vio atraída hacia mí, hacia laayuda de alguien que no le habíacondenado de antemano, alguien que

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dice entender al menos parte de sudolor, alguien que se parece losuficiente a su Laura para desatarsentimientos de amor y de completadesesperanza. Creo que es razonabledecir que me esperó la noche delasesinato de Anne Reasoner porquequería hablar conmigo, explicarmesus razones antes de... antes de hacerlo que se ve obligado a hacer. Porvuestra propia investigación, creoque también sería acertado decir quecon las otras nunca necesitóexplicarse. En vuestrastranscripciones veréis que me pide

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una y otra vez que lo comprenda.Para él en este momento soy unabisagra. Su puerta se abre haciaambos lados. —Tess juntó las manosy las movió a modo de demostración—. Pide ayuda, después laenfermedad toma el mando y soloquiere acabar lo empezado. Dosnuevas víctimas —dijo con calma—.O dos almas a salvar, según sucerebro. Yo, y después él.

Ed hacía pulcras anotaciones almargen de las transcripciones.

—¿Mata a otra en lugar de a ustedporque eso le permite seguir

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adelante?—Me necesita. A estas alturas ya

ha contactado conmigo tres veces.Me ha visto en la iglesia. Serelaciona por medio de señales ysímbolos. Yo estuve en la iglesia, ensu iglesia. Me parezco a su Laura. Lehe dicho que quiero ayudarle. Cuantomás cercano a mí se sienta, másnecesitará completar su misiónconmigo.

—¿Todavía cree que atacará elocho de diciembre?

Lowenstein tenía la transcripciónen la mano, pero Tess no la miró.

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—Sí. No creo que pueda romperel patrón otra vez. El asesinato deAnne Reasoner le afectó demasiado.La mujer equivocada en la nocheequivocada.

Se le revolvió el estómago, peropudo erguirse y controlarlo.

—¿No es posible que lo intenteantes precisamente porque se veatraído hacia usted de esa forma?

—Siempre cabe la posibilidad.Las enfermedades mentales tienenmuy pocos absolutos.

—Seguiremos con la protecciónveinticuatro horas al día —apuntó

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Harris—. Tendrá el teléfonopinchado y estará bajo custodia hastaque lo cojamos. Mientras tanto,queremos que continúe con su rutinapersonal, y también en la consulta. Laha estado vigilando, así que conoceráesa rutina. Puede que si se la vedemasiado accesible lo espantemos.

—¿Por qué no le dice lo queimplica eso? —dijo desde la puertaBen sin alzar la voz, tranquilo y conlas manos en los bolsillos y la vozrelajada. Tess solo tenía que mirarloa los ojos para ver lo que sucedía ensu interior—. Quiere que haga de

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cebo.Harris se lo quedó mirando. Ni el

tono ni el volumen de su vozcambiaron cuando volvió a hablar.

—Ha escogido a la doctora Court.Lo que yo quiera no importa tantocomo lo que quiera el asesino. Poreso mismo la acompañaremos encasa, en su consulta y hasta en elmaldito supermercado.

—Tendría que pasarse las dospróximas semanas en la casa deseguridad.

—Esa opción ya ha sidoconsiderada y rechazada.

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—¿Rechazada? —Ben se apartóde la puerta—. ¿Quién la harechazado?

—Yo la he rechazado —contestóTess juntando las manos sobre lacarpeta para luego sentarse muyerguida.

Ben apenas la miró antes de dirigirsu ira hacia Harris.

—¿Desde cuándo usamos civiles?Cuanto más tiempo pase fuera, máspeligro correrá.

—Tiene vigilancia.—Sí, y todos sabemos que algo

puede salir mal fácilmente. Un paso

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en falso y estarás clavando sufotografía a ese tablón.

—Ben... —Lowenstein lo agarródel brazo, pero él se lo quitó deencima.

—No hay por qué arriesgarsecuando sabemos que irá a por ella.Que vaya a la casa de seguridad.

—No. —Tess se agarraba lasmanos con tal fuerza que sus nudillosemblanquecieron—. No podré tratara mis pacientes si no voy a laconsulta y a la clínica.

—Si mueres tampoco podrástratarlos. —Ben se volvió hacia ella

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y apoyó las manos sobre la mesa—.Así que tómate unas vacaciones.Cómprate un billete para laMartinica o Cancún. Te quiero fuerade esto.

—No puedo, Ben. Aunque pudierahuir de mis pacientes durante unassemanas, no podría huir del resto.

—Paris… Ben —se corrigióHarris en un tono más calmado—, ladoctora Court está al corriente de susopciones. La protegeremos durantetodo el tiempo que estemos con ella.En su propia opinión, él la buscaráen la calle. Dado que la doctora ha

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decidido colaborar con eldepartamento, podremos tenerla bajoestricta vigilancia y detener alasesino en cuanto haga unmovimiento.

—Pues la sacamos de aquí yponemos a una mujer policía en sulugar.

—No —dijo Tess levantándoselentamente esa vez—. No permitiréque nadie muera en mi lugar. Otravez no.

—Y yo no permitiré que teencuentren en un callejón con unpañuelo al cuello. —Le dio la

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espalda—. La usas a ella porque lainvestigación está estancada, porquesolo tenemos a un testigo depacotilla, un almacén de artículosreligiosos de Boston y montones deconjeturas psiquiátricas.

—Acepto la cooperación de ladoctora Tess porque han matado acuatro mujeres. —La quemazón quesentía en el estómago evitaba quealzara la voz—. Y necesito que todosmis agentes estén al cien por cien, asíque recupera la compostura, Ben, oserás tú quien se quede fuera.

Tess recogió sus papeles y se

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marchó sin decir nada. Ed tardómenos de diez segundos enalcanzarla.

—¿Quieres que tomemos un pocode aire fresco? —le preguntó alencontrarla compungida en el pasillo.

—Sí, gracias.La cogió por el codo de una forma

que en circunstancias normales lahabría hecho sonreír. En cuanto abrióla puerta, el viento de noviembre leabofeteó la cara. El cielo era de unazul frío y recio, sin una nube que losuavizara. Ambos recordaban quetodo había comenzado en el tórrido y

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caliginoso agosto. Ed esperó a que seabrochara el abrigo.

—Yo creo que tendremos nievepara el día de Acción de Gracias —dijo por entablar conversación.

—Supongo que sí.Tess metió las manos en los

bolsillos y encontró los guantes, perose quedó pasándoselos de una manoa otra.

—Siempre me dan pena los pavos.—¿Cómo?—Los pavos —repitió Ed—. Ya

sabes, Acción de Gracias. No creoque les haga mucha gracia formar

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parte de la tradición.—No —dijo ella, y descubrió que

todavía podía sonreír—. No,supongo que no.

—Es la primera vez que seimplica tanto con una mujer. Nuncase había comprometido. No comocontigo.

Tess suspiró profundamente,deseando encontrar una respuesta.

—No paran de surgircomplicaciones.

—Conozco a Ben desde hacemucho tiempo. —Ed se sacó uncacahuete del bolsillo, lo peló y se lo

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ofreció a Tess. Al ver que negabacon la cabeza se lo comió—. Nocuesta mucho interpretarlo cuandouno lo conoce. Ahora mismo tienemiedo. Tiene miedo de ti y por ti.

Tess miró hacia el aparcamiento.A uno de los agentes no le haríamucha gracia cuando volviera y seencontrara con la rueda derechadelantera pinchada.

—No sé qué hacer. No puedo huirde todo, a pesar de que en lo másprofundo de mi interrior estéaterrada.

—¿De las llamadas telefónicas o

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de Ben?—Empiezo a pensar que deberías

trabajar en mi campo.—Cuando llevas un tiempo en la

policía aprendes de todo un poco.—Estoy enamorada de él. —Lo

dijo lentamente, como haciendo unaprueba. Una vez dicho, respiróentrecortadamente—. Eso ya sería lobastante duro en circunstanciasnormales, pero ahora... No puedohacer lo que me pide.

—Ben es consciente de ello. Poreso está asustado. Es un buen policía.Siempre que te vigile él estás a

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salvo.—Cuento con ello. Mi modo de

ganarme la vida le representa unproblema. —Tess se volvió paramirarlo—. Tú lo sabes. Tú sabes porqué.

—Digamos que sé lo suficientepara decir que tiene sus razones yque te las hará saber cuando estépreparado para ello.

Tess se quedó estudiando su anchorostro enrojecido por el frío.

—Tiene suerte de contar contigo.—Es lo que siempre le digo.—Agáchate un momento. —

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Cuando Ed lo hizo, Tess le plantó unbeso en la mejilla—. Gracias.

Ed se puso más colorado todavía.—No hay de qué.Ben los vio a través del cristal

antes de abrir la puerta.Prácticamente había agotado todo sumal humor con Harris. No le quedabamás que un dolor apagado en lasentrañas. Conocía el miedo y podíaidentificarlo.

—¿Aprovechando para quitarmeel sitio? —preguntó medio en broma.

—Si eres tan tonto para dejarlolibre... —Ed sonrió a Tess y le dio

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unos cacahuetes—. Cuidaos.Tess se quedó jugando con los

cacahuetes en la mano viendo cómoEd desaparecía en el interior de lasdependencias policiales.

Ben también miraba alaparcamiento, igual que ella, con elabrigo desabrochado. El viento hizovolar una bolsita de papel marrónpor el asfalto.

—Tengo un vecino que me cuidaráa la gata durante un tiempo. —Al verque Tess no decía nada se moviónerviosamente—. Quiero mudarmecontigo.

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Tess se había quedado mirando sinpestañear la rueda pinchada.

—¿Más protección policial?—Eso es.Y más, mucho más. Quería estar

con ella, noche y día. No podíaexplicarle que quería vivir con ella,aunque no lo hubiera hecho antes conninguna otra mujer. Ese tipo decompromisos andaba peligrosamentecerca de una permanencia para la quetodavía no se consideraba preparado.

Tess observó los cacahuetes quetenía en la mano antes de metérselosen el bolsillo. Tal y como había

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dicho Ed, era un hombre fácil deentender cuando se lo conocía.

—Te daré una llave. Pero nopienso hacer el desayuno.

—¿Y la cena?—De vez en cuando.—Suena razonable. ¿Tess?—Sí.—Si te dijera que quería que

salieras de esto porque... —Vaciló yluego le puso las manos sobre loshombros—. Porque no creo quepudiera soportar que te sucedieraalgo, ¿lo harías?

—¿Vendrías conmigo?

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—No puedo. Ya sabes que tengoque... —Se quedó callado luchandocon su frustración mientras ella lomiraba desde abajo—. De acuerdo,debería saber mejor que nadie que nose puede discutir con una personaque juega al ping-pong con lasneuronas. Pero harás lo que se tediga, al pie de la letra.

—Tengo un interés personal enponerte el caso fácil, Ben. Haré loque me digan hasta que todo acabe.

—Así tiene que ser. —Retrocediólo justo para que ella se diera cuentade que le hablaba el policía, y no

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tanto el hombre—. Dos agentes teseguirán a la consulta. Lo hemosarreglado todo para darle vacacionesal portero y tenemos ya a uno de losnuestros en su puesto. Pondremos atres hombres haciendo turnos en lasala de espera. Siempre quelogremos concertarlo te recogeré y tellevaré a casa. Cuando no pueda, teseguirán los agentes. Usaremos comobase un apartamento de la terceraplanta que está desocupado, perocuando estés dentro cerrarás lapuerta con llave. Si tienes que salirpor cualquier motivo, llamas a la

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comisaría y esperas a que se arregletodo.

—Suena meticuloso.Ben pensó en las cuatro fotos del

tablón de corcho.—Sí. Si pasa cualquier cosa,

cualquiera, que se te cruce alguien enun semáforo, que te pregunten poruna dirección, quiero saberlo.

—Ben, no es culpa de nadie quelas cosas hayan tomado este cauce.Ni tuya, ni de Harris, ni mía. Solotenemos que llevarlo a buen término.

—Eso es lo que pretendo hacer.Ahí están los agentes. Será mejor que

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te vayas.—Está bien. —Bajó el primero de

los escalones y luego se detuvo y diomedia vuelta—. Supongo que seríauna conducta impropia que mebesaras aquí estando de servicio.

—Sí.Ben se agachó y tomó su cara entre

las manos de esa forma que siemprela dejaba indefensa. Se inclinó sobreella con los ojos abiertos y la besó.Sus labios estaban helados, pero eransuaves y generosos. Lo agarró por lasolapa de la chaqueta con la manoque tenía libre para guardar el

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equilibrio, o tal vez para que sequedara con ella un poco más. Élobservó con fascinación cómo suspestañas aleteaban y luego bajabanlentamente hasta oscurecer susmejillas.

—¿Recuerdas ese sitio dondeacabas de pasar unas ocho horas? —musitó Tess.

—Me lo grabaré a fuego en lamemoria —dijo separándose de ella,pero cogiéndola todavía de la mano—. Conduce con cuidado. Noqueremos tentar a los chicos conponerte una multa.

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—Haría que me la quitaran —dijocon una sonrisa—. Nos vemos estanoche.

La dejó marchar.—El filete me gusta en su punto.—Y a mí vuelta y vuelta.Se quedó mirando cómo entraba en

el coche y salía del aparcamientodiligentemente. Los agentes laseguían a un coche de distancia.

Tess sabía que estaba soñando y quehabía razones lógicas y consistentespara tener ese sueño. Pero eso no

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evitaba que tuviera miedo.Corría. Tenía los músculos de la

pantorrilla derecha agarrotados porel esfuerzo. Se quejaba quedamentede ello mientras dormía. Los pasillosaparecían por doquier y laconfundían. Seguía una línea rectasiempre que podía, consciente de queen algún sitio había una entrada. Solotenía que encontrarla. Su respiraciónpesada resonaba en las paredes dellaberinto, que se volvían espejos yarrojaban hacia ella su propiaimagen multiplicada infinidad deveces.

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Llevaba un maletín. Lo mirabaestúpidamente, pero no era capaz desoltarlo. Se hacía tan pesado que loarrastraba con las dos manos ycontinuaba corriendo. Perdía elequilibrio y una de sus manos iba adar contra el espejo. Entonces alzabala vista jadeando y Anne Reasoner ledevolvía la mirada. El espejo sediluía y se convertía en otro pasillo.

Así que seguía corriendo por elcamino recto. Le dolían las manos detransportar el maletín, pero no losoltaba. Tenía los músculos tensos yle ardían. En ese momento veía la

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puerta. Se lanzaba hacia ella, casillorando de alivio. Cerrada. Buscabala llave con desesperación. Siemprehabía una llave. Pero el pomo seabría lentamente desde el otro lado.«Ben.» Debilitada por la sensaciónde alivio, tendía su mano para que leayudara a dar el paso final hacia laseguridad. Pero se trataba de unasilueta blanca y negra.

La sotana negra y el alzacuellosblanco. La seda blanca del amito.Veía cómo lo sacaba, anudado cualgargantilla de perlas, y se lo ponía alcuello. En ese momento empezó a

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gritar.—Tess. Tess, vamos, pequeña,

despierta. —Con las manos en elcuello, intentaba recuperar el alientoy liberarse del sueño—. Tranquila.—Oyó su calmada y relajante vozabrirse paso en la oscuridad—.Simplemente respira hondo yrelájate. Estoy aquí contigo.

Se aferró a Ben con fuerza, con lacara pegada a su hombro. Luchó porconcentrarse en las manos que leacariciaban la espada de arribaabajo y dejar que el sueño seesfumara.

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—Lo siento —consiguió decircuando recuperó el resuello—. Erasolo un sueño. Lo siento.

—Debía de ser muy bonito. —Leapartó el pelo de la cara condelicadeza. Tenía las manos sudadas.Tiró de la manta y la envolvió conella—. ¿Quieres contármelo?

—He trabajado demasiado. —Tess encogió las piernas para apoyarlos codos en las rodillas.

—¿Quieres agua?—Sí, por favor.Se restregó la cara con las manos

mientras Ben cogía un vaso de agua

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del grifo del baño. Él dejó la luzencendida para que entrara por larendija de la puerta.

—Toma. ¿Sueles tener pesadillas?—No —dijo, y acto seguido bebió

para aliviar su seca garganta—. Tuvealgunas cuando murieron mis padres.Mi abuelo venía, se sentaba conmigoy se quedaba dormido en la silla.

—Bueno, entonces me sentarécontigo. —Se metió de nuevo en lacama y le pasó un brazo por loshombros—. ¿Mejor?

—Mucho mejor. Supongo que mesiento idiota.

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—¿No dirías que,psiquiátricamente hablando, es buenosentir miedo en determinadascircunstancias?

—Supongo que sí. —Dejó caer lacabeza sobre su hombro—. Gracias.

—¿Qué más te preocupa?Tess dio un nuevo sorbo al vaso

antes de soltarlo.—Me esforzaba por que no se

notara.—No ha funcionado. ¿Qué sucede?Tess suspiró y se quedó mirando

el pequño haz de luz del suelo delbaño.

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—Tengo un paciente. O al menoslo tenía. Un chaval joven de catorceaños, alcohólico, depresión aguda,tendencias suicidas. Quería que suspadres lo internaran en un centro deVirginia.

—No quieren hacerlo.—No solo eso, sino que hoy no ha

venido a la sesión. Llamé y se pusola madre. Me dijo que a ella leparece que Joey avanza por buencamino. No quería ni oír hablar de laclínica y ahora le hace descansar delas sesiones. No puedo hacer nada.Nada. —Se dijo que era eso, sobre

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todo, lo que más le molestaba—. Noquiere aceptar el hecho de que suhijo no evoluciona. Le quiere, perose ha colocado unos anteojos paraver solo lo que le interesa. He estadoponiéndole tiritas cada semana, perola herida no se cura.

—No puedes obligarla a que telleve al chico. Tal vez un descanso levaya bien. Que se ventile un poco laherida.

—Ojalá.El tono de su voz lo obligó a

moverse y acercarla más a sí. Se lehabía helado la sangre al despertarse

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con sus gritos. Ahora volvía a fluir elcalor.

—Verás, doctora, tanto en tutrabajo como en el mío es fácilperder a gente. Ese es el tipo decosas que te despierta a las tres de lamadrugada y con el que te quedasembobado mirando la pared o por laventana. A veces, lo único quepuedes hacer es desconectar.Simplemente, girar el interruptor.

—Lo sé. La regla número uno estomar distancia profesional. —Tessse volvió para mirarlo y sintió elroce de sus cabellos en la mejilla—.

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¿A ti qué te funciona mejor paradesconectar?

Lo vio sonreír en el claroscuro deluces.

—¿De verdad quieres saberlo?—Sí —dijo, y deslizó una mano

por el costado hasta posarla sobre sucadera—. Quiero saberlo ahora,exactamente.

—Normalmente esto me funciona—dijo Ben colocándosela encimacon un fácil movimiento.

Notó el peso de sus firmes pechosy aspiró la fragancia de sus cabellos,que le acariciaban la cara. Cogió uno

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de los mechones y la acercó parabesarla.

Qué bien encajaba su cuerpo. Dejóque el pensamiento rondara por sucabeza. Sentir las puntas de susdedos en la piel era toda unabendición. Había algo en sus gestosdubitativos que lo ponía muycaliente. Cuando acariciaba la parteinterior de sus muslos ella daba unpequeño respingo, lo justo paradejarle ver que, aunque lo deseaba,todavía estaba insegura.

Ben no sabía la razón por la quetodo parecía tan nuevo con ella.

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Siempre que sostenía su cuerpo en laoscuridad, en el silencio, era como laprimera vez. Le proporcionaba algocuya existencia desconocía y sin locual no sabía ya si podría pasar.

Tess recorrió su rostro con la bocatímidamente. Él tenía ganas deponerla boca abajo y arremetercontra ella hasta que ambosexplotaran de amor. Con la mayoríade las mujeres ese último segundo delocura hacía olvidar el resto. ConTess era una caricia, un murmullo, uncallado roce de labios. Así que dejópasar el primer arranque de deseo

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furioso y lo unió a los otros.Tess pensó entre ensueños que

Ben, cuando se lo proponía, era todoternura. A veces le hacía el amor atoda velocidad, con urgencia. Yentonces, cuando menos lo esperaba,se volvía cariñoso y bajaba el ritmohasta que su corazón estaba a puntode romperse de tanta dulzura. En esemomento le permitía tocar ese cuerpoque ella había llegado a conocer tanbien como el suyo.

Hubo suspiros. Suspiros desatisfacción. Y también murmullos.Murmullos de promesas. Ben sepultó

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las manos bajo sus cabellos mientrasella probaba su cuerpo, primerotímidamente y después con másconfianza. Había nuevos músculospor descubrir. Al notarlos rígidos,disfrutó sabiéndose la causante.

Era de caderas largas y estrechas.Tess lamió sus contornos, y el cuerpode Ben se combó como un arco.Después acarició la elevación delmuslo y lo hizo estremecer porcompleto. Rozó la piel con sus labiosentre suspiros. Sus pesadillas sehabían evaporado.

Otras mujeres le habían tocado

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antes. Quizá demasiadas. Peroninguna de ellas hacía que le latierael corazón de tal forma. Queríaquedarse allí tumbado durante horasy absorber cada sensación porseparado. Quería que Tess sudara,que temblara tanto como él.

Se incorporó y la cogió por lasmuñecas. Permanecieron un buen ratomirándose ante el pequeño haz deluz. Ben, más que respirar, jadeaba.La pasión oscurecía su mirada y lavolvía vidriosa. Un fuerte olor adeseo bañaba la habitación.

Ben la hizo descender poco a poco

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hasta tumbarla de espaldas. Siguióagarrándola por las muñecas y sedispuso a llevarla al límite con suboca. Sus manos, estrechas ydelicadas, se tensaban bajo las de él.Su cuerpo se retorcía y arqueaba, nocomo protesta, sino en un delirio deplacer. Lamió su cuerpo y le metió lalengua hasta que pensó que suspulmones se hincharían y explotaríande la presión. Ben sintió cómo seponía rígida y gritaba al correrse. Suolor se derramó por toda lahabitación. Estaba sin fuerzas cuandola penetró, medio desmayada.

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—Quiero ver cómo te corres otravez.

Ben se abrazó a ella, y a pesar deque todos los músculos le temblabandel esfuerzo, se lo hizo despacio,exquisitamente despacio. Tess gimióy abrió los ojos cuando lassensaciones y el placer empezaron aascender de nuevo. Pronunció sunombre con los labios entreabiertos.Y se aferró a las sábanas,retorciéndolas con sus dedos.

Ben sepultó su rostro bajo suscabellos y se dejó ir.

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14 —Gracias por hacer un hueco para

verme, monseñor.Tess se sentó frente al escritorio

de Logan, y tuvo la impresión fugaz,y no del todo agradable, de cómodebían de sentirse sus pacientes en laprimera consulta.

—Es un placer.

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Estaba sentado cómodamente, conla chaqueta de cuadros colgada en lasilla, y su camisa remangada dejabaver unos brazos robustos con unvello que empezaba a encanecer.Volvió a parecerle que su físico seadecuaba más al campo de rugby o lapista de tenis que a las vísperas y alincienso.

—¿Le apetece una taza de té?—No, gracias monseñor.—Ya que somos colegas, ¿por qué

no me llama Tim?—Como quiera. —Sonrió y trató

de relajarse, empezando por los

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dedos de los pies—. Así será todomás fácil. Es una visita un pocoimpulsiva, pero...

—Cuando un sacerdote estápreocupado busca el consejo de otrosacerdote. Cuando un analista estápreocupado... —Dejó las palabras enel aire y Tess sintió que susesfuerzos por tranquilizarseempezaban a dar resultado.

—Exacto. —Relajó la mano queaferraba el bolso—. Supongo queeso significa que recibes por ambaspartes.

—También significa que cuando

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tengo un problema propio puedoescoger entre dos caminos. Tiene suspros y sus contras, pero no hasvenido aquí para hablar sobreJesucristo y Freud. ¿Por qué no mecuentas lo que te preocupa?

—A estas alturas, muchas cosas.No logro encontrar la clave paracomprender la mente de... el hombreque está buscando la policía.

—¿Crees que deberías tenerla?—Creo que con lo implicada que

estoy debería saber más. —Levantóla mano, haciendo un gesto quedenotaba frustración e incertidumbre

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—. Ya he hablado con él tres veces,y me preocupa que el miedo, y quizátambién mi propio interés personal,me impidan pulsar los botonesadecuados.

—¿Y sabes cuáles son esosbotones?

—Mi trabajo consiste en eso.—Tess, ambos sabemos que la

mente psicótica es un laberinto, y loscaminos hacia la salida sondiferentes en cada caso. Aunque lehiciéramos una terapia intensiva encondiciones idóneas, podríamostardar años en hallar las respuestas.

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—Sí, lo sé. Puedo entenderlológica y médicamente.

—Pero emocionalmente es otrahistoria.

Emocionalmente. Su pan de cadadía era lidiar con las emociones delos demás. Pero se percató de quecomunicar sus propias emociones aotro era diferente, y mucho máscomplicado.

—Sé que es poco profesional, yme preocupa, pero ha llegado unpunto en el que ya no puedo serobjetiva. Monseñor Logan... Tim, esaúltima mujer que murió tendría que

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haber sido yo. La vi en aquelcallejón. No se me va de la cabeza.

La mirada de Logan era amable,pero sin un ápice de compasión.

—Atribuirse la culpa no cambiarálo sucedido.

—Lo sé. —Tess se levantó y sedirigió a la ventana. Abajo, un grupode estudiantes se apresuraba por eljardín para llegar a la siguiente clase—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Por supuesto. Mi trabajo esresponderlas.

—¿Te inquieta que este hombresea sacerdote o que lo haya sido?

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—¿Te refieres en lo personal?¿Porque yo lo soy? —Logan serecostó para pensar en ello y juntólas manos por las yemas de losdedos. De joven había boxeado, tantoen el cuadrilátero como fuera de él.Sus nudillos eran gruesos y anchos—. No puedo negar que meincomoda un poco. Sin duda, la ideade que ese hombre sea sacerdote y noprogramador informático, porejemplo, hace que todo adquiera uncariz más sensacionalista. Pero lapura verdad es que los sacerdotes noson santos, sino que son tan humanos

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como un fontanero, un bateador debéisbol o un psiquiatra.

—¿Tienes intención de tratarlocuando lo encuentren?

—Si me lo piden —respondióLogan, sopesando las palabras—, ysi me parece que puedo ser útil,entonces lo consideraré. No mesentiré obligado o responsable, comosí creo que te sientes tú.

—¿Sabes? Cuanto más miedotengo, más me parece mi deberayudarle. —Se volvió de nuevohacia la ventana—. Ayer tuve unsueño. Uno terrible. Estaba perdida

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en unos pasillos, como un laberinto,y corría. Sabía que era un sueño,pero seguía aterrorizada igualmente.Las paredes se convertían en espejosy me veía reflejada una y otra vez. —Inconscientemente, Tess posó lamano sobre el cristal de la ventana,igual que lo había hecho en el espejodel sueño—. Llevaba el maletín, dehecho lo arrastraba porque pesabamucho. Miré a uno de los espejos,pero no vi mi imagen, sino la deAnne Reasoner. Luego desapareció yme puse a correr de nuevo. A lo lejosse veía una puerta. Tenía que pasar

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al otro lado, pero cuando llegaba laencontraba cerrada. Buscaba la llavecomo una loca, pero no la tenía.Entonces, la puerta se abrió por sísola. Creía que estaba a salvo. Esocreía, pero después veía la sotana yel amito del sacerdote.

Tess se dio la vuelta, pero eraincapaz de sentarse.

—Podría ponerme a escribir unanálisis completo y detallado sobreese sueño. El miedo a no tener elcontrol de la situación, elagotamiento, mi negativa a liberarmede algún caso. El sentimiento de

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culpa por el asesinato de AnneReasoner. La frustración por noencontrar la clave que resuelva elcaso y por sucumbir al fracaso másestrepitoso.

No había mencionado el miedo aperder la vida. Logan consideróaquello una omisión muy interesantey reveladora. Tal vez no fuera capazde enfrentarse a él o puede que lorelacionara con el miedo al fracaso.

—¿Tan segura estás de tu fracaso?—Sí, y no puedo soportarlo —

admitió, al tiempo que esbozaba unasonrisa autocrítica. Acarició los

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profundos y suaves surcos grabadosen la cubierta de la Biblia antigua—.Tiene algo que ver con el orgullo queprecede a la caída.

—Me inclino a pensar que esodependerá de tu orgullo. Hasayudado a la policía en cuanto puedeofrecer un psiquiatra experto, Tess.No has fracasado.

—Lo cierto es que nunca hefracasado de verdad. No en el planopersonal. Me fue bien en el colegio,cuidé lo mejor que pude de miabuelo hasta que el trabajo absorbiótodo mi tiempo. Con respecto a los

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hombres, después de un pequeñotraspié en la universidad siempre hetenido la sartén por el mango. Todoha sido bastante seguro y predeciblehasta... en fin, hasta hace unos meses.

—Tess, en lo que respecta a estecaso, tu papel es el de asesora. Laresponsabilidad de encontrar a esehombre concierne al departamento depolicía.

—Tal vez tendría que habérmelotomado así. Quizá —murmurópasándose la mano por el cabello—.No estoy segura del todo. Pero,ahora, ¿cómo podría hacerlo? Ha

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acudido a mí. Hablaba condesesperación, suplicando. ¿Cómopodría yo, o cualquier médico, haceroídos sordos a eso?

—Tratarlo a posteriori nosignifica sentirse responsable de lasconsecuencias de su enfermedad. —Entrelazó los dedos y posó las manossobre el escritorio con el rostrocariacontecido—. Si tuviera queespecular de buenas a primeras, sinhaber estudiado con atención elinforme del caso, diría que se sienteatraído hacia ti por tu compasión yporque percibe cierta vulnerabilidad.

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Deberías intentar no sentirdemasiado la primera para no caerpresa de la segunda.

—Esta vez me cuesta seguir lasreglas. Ben, el detective Paris, queríaque huyera de la ciudad. Cuando melo propuso, por un momento penséque si cogía un avión con destino, nosé, a Mazatlán, cuando volviese todohabría acabado, y mi vida sería denuevo tan tranquila y ordenada comoantes. —Hizo una pausa y seencontró con la mirada tranquila ypaciente de Logan—. Me odio porhaberlo pensado.

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—¿No crees que es una reacciónnormal a una situación tan estresante?

—Para un paciente, tal vez —contestó, y sonrió—. Pero no paramí.

—¿Sabes lo que es exigirsedemasiado, Tess?

—No fumo y solo bebo muy devez en cuando —alegó volviendo asentarse—. Algún vicio tendré quetener.

—Yo no practico el sexo —dijoLogan reflexionando—. Supongo quepor eso me veo en mi derecho afumar y beber. —La miró de nuevo,

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aliviado al verla más sosegada.Sabía perfectamente que la confesiónera buena para el alma—. Así que tequedas en Georgetown colaborandocon la policía. ¿Cómo te sientes alrespecto?

—Nerviosa —respondió Tess deinmediato—. Saber que alguien teestá vigilando continuamente es unasensación incómoda. No me refierosolo al... —Meneó la cabeza y seinterrumpió—. Me cuesta muchísimosaber cómo llamarlo.

—La mayoría lo llama asesino.—Sí, pero también es una víctima.

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En cualquier caso, lo que me molestano es solo que él pueda vigilarme,sino saber que la policía lo hace.Pero al mismo tiempo me consuelasaber que hago lo correcto. No me hedesentendido ni he salido corriendo.Quiero ayudarle. Se ha convertido enalgo indispensable. En el sueño mederrumbaba cuando lo tenía ante mí.Le fallaba a él y también a mí misma.No permitiré que eso ocurra.

—No, no creo que lo hagas. —Logan cogió el abrecartas y acariciósu empuñadura con las manos. Eraviejo y un poco hortera, un recuerdo

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de un viaje que había hecho a Irlandaen su juventud. Le tenía un aprecioespecial, como a muchos otrosobjetos insignificantes. No pensabaque Tess lo fuera, pero también aella empezaba a tomarle afecto—.Tess, espero que no te ofendasporque te diga que, cuando todo estoacabe, deberías tomarte unasvacaciones. El estrés y el exceso detrabajo pueden hundir incluso al másfuerte.

—No lo tomo como una ofensa,sino como una prescripción médica.

—Así me gusta. Dime, ¿cómo está

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Ben? — Logan sonrió al ver la caraque ponía—. Vamos, hasta unsacerdote puede presentir el amor.

—Supongo que podría decirse queBen es otro problema.

—El amor debe ser un problema—dijo soltando el abrecartas sobreel escritorio—. ¿Cogerás esta vez lasartén por el mango, Tess?

—No parece que ninguno de losdos esté por la labor. Nos estamostanteando. Creo que él, bueno, queambos nos preocupamos bastante porel otro. Aunque todavía no hemosllegado a confiar plenamente.

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—La confianza, para ser sólida,requiere tiempo. Yo he tenido un parde charlas profesionales con él, y unavez incluso estuvimos de copas en unbar del centro.

—¿De veras? No me lo dijo.—Querida, a un hombre no le

gusta admitir que se haemborrachado con un sacerdote. Encualquier caso, ¿quieres saber miopinión sobre el detective Paris?

—Sí, no me importaría.—Creo que es un buen hombre,

digno de confianza. La clase dehombre que seguramente llama a su

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madre una vez al mes, incluso cuandopreferiría no hacerlo. Los hombrescomo Ben llevan las reglas al límite,pero rara vez las rompen porque lesgusta tener una base y aceptan eltrasfondo de la ley. Esconde unaespecie de indignación en su interior.No abandonó la Iglesia por pereza,sino porque le encontró demasiadosfallos. Está fuera de la Iglesia, Tess,pero es un católico de los pies a lacabeza. —Tim se recostó, satisfechocon su discurso—. El análisis alminuto es mi especialidad.

—Ya lo creo. —Sacó una carpeta

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de su maletín—. Espero que tu suertecontinúe con este. Le hemos dado elvisto bueno con el comisario Harris.Es el informe actualizado. Tambiénestán las transcripciones de misllamadas telefónicas. No estaría nadamal un milagro.

—Veré lo que puedo hacer.—Gracias por escucharme.—A mandar. —Logan se levantó

para acompañarla a la puerta—.Tess, si tienes más pesadillas,llámame. Nunca hace daño pedir unpoco de ayuda.

—¿Dónde he oído eso antes?

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Logan se quedó mirando cómosalía del despacho y cerró la puerta.

La observó salir del edificio. Erapeligroso seguirla, pero sabía que eltiempo de la prudencia tocaba a sufin. Se había detenido frente al cochepara buscar las llaves. Tenía lacabeza gacha, como si rezara. Lallamada se hizo tan fuerte queempezó a retumbar en su cabeza.Buscó a tientas la seda blanca en elbolsillo del abrigo. Suave, fresco. Letranquilizó. Tess metió la llave en la

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cerradura.Si era rápido, si actuaba con la

suficiente seguridad, sería cuestiónde minutos. El corazón le palpitabaen el cuello mientras agarraba ysoltaba el amito. Unas hojasolvidadas, secas como el polvo, searremolinaban a los pies de ladoctora. El viento hacía ondearmechones de pelo sobre su cara. Sela veía turbada. Pronto, muy pronto,estaría en paz. Todos estarían en paz.

La vio entrar en el coche, oyócerrarse la puerta y el sonido delmotor al encenderse. Una nube de

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humo salió del tubo de escape. Elcoche cruzó rápidamente elaparcamiento y luego tomó lacarretera.

Esperó a que saliera el cochepatrulla antes de dirigirse al suyo.Ella iba al despacho y él continuaríacon su vigilia. Todavía no era elmomento. Aún había tiempo pararezar por ella. Y por él.

Tess descolgó el teléfono, se reclinóen la silla y cerró los ojos. Noacertaba lo suficiente. Uno de dos.

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Un porcentaje inaceptable para ella.Joey Higgins. ¿Cómo iba a tratar

al chico si ya no podía hablar con él?La madre se había plantado. Joey nobebía, por lo tanto estaba bien, y notenía la vergonzosa necesidad de iral psiquiatra. Había sido unaconversación de besugos de la queno había obtenido nada. Pero aún lequedaba una oportunidad. Tenía queaprovecharla.

Se reincorporó y llamó a susecretaria.

—Kate, ¿cuánto tiempo me quedaantes de la siguiente cita?

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—Diez minutos.—Perfecto. Ponme en línea con

Donald Monroe, por favor.—Enseguida.Mientras esperaba, Tess ojeó la

ficha de Joey. Recordaba la últimasesión perfectamente.

—La muerte no es para tanto.—¿Por qué dices eso, Joey?—Porque no lo es. Todos

morimos, es nuestro destino.—La muerte es inevitable, pero

eso no la convierte en respuesta.Incluso las personas muy mayores ylas que están muy enfermas se aferran

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a la vida, porque es preciosa.—Cuando alguien muere, se suele

decir que está en paz.—Sí, y la mayoría de nosotros

creemos que hay algo más despuésde la vida. Pero todos estamos aquípor alguna razón. Nuestra vida es unregalo, no siempre sencillo, y pordescontado no siempre perfecto.Hacer que valga la pena paranosotros y para los que nos rodeanrequiere algo de esfuerzo. ¿Cuál es tucomida favorita?

Él chico la miró perplejo.—Supongo que los espaguetis.

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—¿Con albóndigas o con salsaboloñesa?

Joey esbozó una sonrisa, aunquefuera fugaz.

—Con albóndigas.—Supongamos que nunca has

probado los espaguetis conalbóndigas. Seguramente el cieloseguiría siendo azul y celebrarías laNavidad como todos los años, perote habrías perdido algo fantástico.Pues imagina que nunca hubierasnacido y no estuvieras aquí,seguiríamos teniendo el cielo y laNavidad, pero nos faltaría algo

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fantástico.El sonido del teléfono la devolvió

al presente.—El señor Monroe en la línea

uno.—Gracias, Kate. Señor Monroe.—¿Algún problema, doctora

Court?—Sí, señor Monroe, creo que

tenemos un gran problema. Meopongo tajantemente a que Joey dejeel tratamiento.

—¿Dejarlo? ¿Qué quiere decir?—Señor Monroe, ¿no sabe que

Joey no vino a la última sesión?

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Hubo una pausa antes de que Tessoyera un suspiro de agobio.

—No. Supongo que ha decididosaltársela por su cuenta. Hablaré deesto con Lois.

—Señor Monroe, yo ya he habladocon su mujer. Ha decidido que Joeydeje la terapia. Al parecer, usted noestaba informado.

—No, no lo estaba. —Hizo unapausa de nuevo y dio otro largosuspiro—. Doctora Court, Loisquiere que Joey retome su vidanormal, y parece que ahora estámucho mejor. Le dijimos lo del bebé

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y su reacción fue alentadora. Va aayudarme a pintar la habitación delniño.

—Me alegra oír eso, señorMonroe. No obstante, mi opinión esque aún no está preparado para dejarla terapia. De hecho, sigo creyendoque le ayudaría mucho pasar untiempo en la clínica de la quehablamos.

—Lois está totalmente en contrade la clínica. Lo siento, doctoraCourt, y aprecio mucho que sepreocupe, pero en esto deborespaldarla a ella.

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Apenas pudo controlar su enfado.¿Acaso no veía que era al chico aquien se debía respaldar? ¿Que losdos tenían que respaldarlo?

—Comprendo que su intención seamostrar a Joey un frente unido. Pero,señor Monroe, vuelvo a insistirle enque es de vital importancia quecontinúe recibiendo la ayudaprofesional adecuada.

—Además, doctora Court, tambiénexiste un riesgo por exceso deanálisis. Joey no bebe y ha dejado defrecuentar a los chicos con los quebebía. Ni siquiera ha mencionado a

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su padre en estas dos últimassemanas.

Esa última frase activó todas lasalarmas en la cabeza de Tess.

—El hecho de que no hayamencionado a su padre solo significaque reprime sus sentimientos. Suestado emocional actual es muyfrágil. ¿Entiende que cuando laautoestima es baja el suicidio puedeser una salida fácil? Me da miedo loque pueda hacer, me aterra.

—Doctora Court, me da laimpresión de que está ustedexagerando.

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—Le aseguro que no es unaexageración. Señor Monroe, noquiero ver cómo Joey se convierte enuna estadística más. Lo que másdeseo en el mundo es que deje laterapia cuando esté preparado. Ytanto mi opinión profesional como miinstinto me dicen que todavía no loestá.

—Intentaré convencer a Lois paraque lo acompañe a una nueva sesión.

Pero por su forma de hablar Tesssupo que no lo aceptaba. Otro chicotal vez se cortaría las venas o setragaría un frasco de pastillas, pero

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no Joey.—Señor Monroe, ¿alguien le ha

preguntado a Joey si quiere seguirviéndome?

—Doctora Court, lo único quepuedo prometerle es que me ocuparéde esto —dijo con un deje demolestia que denotaba impaciencia—. Haré todo lo posible para queJoey acuda al menos a una sesiónmás. Así usted misma verá lo que hamejorado. Nos ha ayudado mucho,doctora, pero si a nosotros nosparece que Joey está bien, deberíadejar de asistir a las sesiones.

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—Por favor, antes de hacer nada,¿no podrían pedir una segundaopinión? Tienen derecho a no creeren mis palabras, pero puedorecomendarles varios psiquiatrasexcelentes en esta especialidad.

—Hablaré con Lois. Lopensaremos. Gracias, doctora Court,sé que ha ayudado mucho a Joey.

No lo suficiente, pensó Tesscuando se cortó la comunicación. Nimucho menos.

—Doctora Court, el señorGrossman ya está aquí.

—Gracias, Kate. Dile que entre.

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Cogió la ficha de Joey, pero no laguardó en ninguna parte, sino que ladejó a un lado del escritorio paratenerla a mano.

Cuando se fue el último paciente deldía eran casi las cinco. Kate asomóla cabeza por la puerta.

—Doctora Court, el señor Scott noha concertado una nueva cita.

—No necesita ninguna más.—¿En serio? —Kate se apoyó en

el umbral, relajada—. Entonces hahecho un buen trabajo con él, doctora

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Court.—Espero que sí. Puedes retirar su

ficha del archivo de los pacientes enactivo.

—Encantada.—Hazlo mañana, Kate. Si te das

prisa, podrás salir exactamente unminuto antes de la hora.

—No me lo diga dos veces.Buenas noches, doctora Court.

—Buenas noches, Kate.Sonó el teléfono y lo cogió ella

misma.—No te preocupes. Vete a casa,

Kate. —Respiró profundamente, ya

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con el auricular en la mano—.Doctora Court.

—Hola, doctora.—Ben. —Se le destensó el rostro.

Se oían ruidos de teléfonos, voces ymáquinas de escribir de fondo—.¿Trabajando todavía?

—Sí. Llamo para decirte que mequeda un rato.

—Pareces cansado. ¿Ocurre algo?Ben pensó en todo lo sucedido

aquel día y en ese hedor que parecíaimperecedero.

—Ha sido un día largo. Mira, ¿porqué no voy a buscar una pizza o

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algo? En teoría acabaré dentro unahora, más o menos.

—De acuerdo. Ben, se me da bienescuchar.

—Lo tendré en cuenta. Ve directaa casa y cierra la puerta con llave.

—Sí, señor.—Nos vemos luego, sabelotodo.No se percató de lo silencioso que

estaba el despacho hasta que colgó elteléfono. Normalmente se habríaquedado allí sola durante una horamás. Ordenar el escritorio, acabarcon el papeleo pendiente... Peroaquel silencio le parecía demasiado

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claustrofóbico y opresivo. Se dijoque no eran más que tonterías, ycogió la ficha de Scott paraarchivarla. El éxito era satisfactorio.

Recogió las fichas y las cintas delos pacientes de última hora de latarde y las guardó. El historial deJoey Higgins seguía sobre suescritorio. Lo metió en el maletínpara llevárselo a casa, consciente deque no dejaría de comerse la cabeza.

Se sorprendió tres veces mirandola puerta y sintiendo los latidos de sucorazón.

Era ridículo. Estaba decidida a

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mantener la calma, así que revisó lascitas del día siguiente. Se recordó así misma que había dos policíasfuera y otro en el vestíbulo. Estabacompletamente a salvo.

Pero cada vez que oía el zumbidodel ascensor desde el pasillo daba unrespingo.

Si se marchaba a casa encontraríasu apartamento vacío, y ahora que locompartía con Ben no quería sentirsesola. ¿Dónde se estaba metiendo?Empezó a recoger el resto de suscosas entre suspiros. La situacióncon Ben la superaba. ¿Cómo lidiaba

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la eminente doctora Court con losproblemas de amor? Con muy pocagracia, se dijo yendo al armario paracoger su abrigo.

Si fuera primavera, tendría excusapara soñar despierta y sonreír sinmotivo aparente. Pensó que laspersonas inteligentes se enamoran enprimavera, cuando todo está vivo yparece que vaya a permanecer asíeternamente.

Se detuvo frente a la ventana. Losárboles que flanqueaban los edificiosse veían oscuros y despojados de sushojas. Las extensiones de césped

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visibles estaban amarillentas ymustias. Los viandantes se refugiabanen sus abrigos y agachaban la cabezacontra el viento. Se sintió estúpida alpensar que no era primavera y quetodo el mundo se apresuraba porllegar a casa.

Entonces lo vio. Estaba muyquieto, con un abrigo negro, justodetrás de un grupo de pequeñosárboles. Se le cortó la respiración.Empezaron a flaquearle las rodillas.Vigilando. Estaba esperando yvigilando. Se dio la vueltainstintivamente para coger el teléfono

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que estaba sobre el escritorio.Llamaré a recepción, pensó mientraspulsaba los botones. Llamaré y lediré a la policía que está fuera,vigilándome. Y después bajaría ella.Bajaría porque se lo había prometidoa sí misma.

Pero cuando se volvió paramirarlo de nuevo habíadesaparecido.

Se quedó inmóvil un momento, conel auricular en la mano y el númerode teléfono a medio marcar. Se habíaesfumado.

Se dijo que debía de ser alguien

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que iba de camino a casa. Unmédico, un abogado o un directivo debanco que iba andando a casa paramantenerse en forma. Se obligó avolver al escritorio y a colgar elteléfono con calma. Veía fantasmasdonde no los había. Todavía letemblaban las piernas, así que seapoyó en el borde del escritorio.Poco a poco, fue recuperando elcontrol.

Diagnóstico: paranoia aguda.Receta: un baño caliente y una

noche tranquila con Ben Paris.Una vez recuperada se puso el

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abrigo de cachemira, cogió elmaletín y se echó el bolso al hombro.Después de cerrar con llave laconsulta, se dio la vuelta y vio girarel pomo de la puerta del recibidor.

Las llaves resbalaron de sus dedosinertes. Se apoyó en la puerta queacababa de cerrar. La otra se abrióun centímetro. El grito se le cortó yquedó atascado, quemándole lagarganta. Se quedó petrificadaviendo cómo la puerta se abría unpoco más. No había laberinto por elque correr, ningún lugar al queescapar. Respiró profundamente,

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consciente de que estaba sola.—¿Hay alguien en casa?—Por el amor de Dios, Frank —

dijo descansando en la puerta de laconsulta, con las rodillas de gelatina—. ¿Qué haces andando como unfantasma por los pasillos?

—Iba al ascensor y he visto luzbajo la puerta. —Sonrió, encantadode estar a solas con ella—. No medigas que vuelves a llevarte trabajo acasa —continuó, entrando y cerrandola puerta estratégicamente.

—No, lo que llevo aquí es la ropasucia. —Tess se agachó para recoger

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las llaves, enfadada consigo mismapor dejarle ver su reacción—. Mira,Frank, he tenido un día muy largo, yno estoy de humor para tus torpesjuegos de seducción.

—Vaya, Tess —repuso élabriendo los ojos y ensanchando lasonrisa—. No sabía que pudieras sertan... tan agresiva.

—Si no te quitas de en medio vasa ver muy de cerca la trama de lamoqueta.

—¿Y si tomamos algo?—Oh, por el amor de Dio... —

Tess pasó ante él y le tiró de la

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manga recién planchada de su abrigopara sacarlo al pasillo.

—¿Una cena en mi casa?Tess se mordió la lengua, apagó la

luz y cerró la puerta con llave.—Frank, ¿por qué no aprovechas

tus fantasías sexuales y escribes unlibro? Eso evitará que te metas enproblemas —le espetó mientras loesquivaba y pulsaba el botón delascensor.

—Tú podrías ser mi primercapítulo.

Inspiró profundamente, contó dediez a cero, y se sorprendió al

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descubrir que no lograba calmarse.Cuando se abrieron las puertas entróen el ascensor y bloqueó el paso.

—Frank, si te gusta la forma de tunariz no intentes meterte en esteascensor conmigo.

—¿Qué tal una cena y un bañocaliente? —preguntó mientras secerraban las puertas—. Conozco unlugar donde hacen un delicioso polloKiev.

—Pues métetelo por donde tequepa —murmuró al tiempo que sepagaba a la pared del ascensor.

No empezó a reír prácticamente

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hasta que llegó a casa. Si se loproponía, podía olvidar que laescoltaba un coche de policía,ignorar que en la tercera planta de suedificio había agentes bebiendo caféy mirando las noticias de la tarde. Unaccidente en la Veintitrés la retuvodurante quince minutos, pero no evitóque cada vez estuviera de mejorhumor.

Abrió la puerta del apartamentotarareando. Tras lamentarsefugazmente por no haber compradoflores, fue directa al dormitorio y sedesnudó. Eligió de nuevo el quimono

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de seda, y después puso una racióndoble de espuma de baño bajo elchorro de agua que llenaba la bañera.Se entretuvo escogiendo algo demúsica. Al cabo apareció PhilCollins, encantado de estar vivo yenamorado.

Así me siento yo, se dijo Tess alsumergirse en el agua humeante. Ypensaba disfrutar cada minuto de esanoche.

Cuando Ben entró con su propiallave, se sintió como en casa. Notenía sus muebles, ni había elegidolos cuadros, pero aquel era su hogar.

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Estaba quemándose con la caja decartón, así que la dejó sobre la mesadel comedor, sobre un bordado delino que imaginó que habría llevadouna semana de trabajo a algunamonja francesa, y deseó podermeterse en la cama y dormirveinticuatro horas de una tacada.

Dejó la bolsa que llevaba cerca dela pizza, se quitó el abrigo y lo colgódel respaldo de una silla. Por último,se sacó la pistolera y la dejó sobre elasiento.

Olía a Tess. Podía olerla apenastraspasado el umbral de la puerta.

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Suave, sutil, elegante. Aspiró sufragancia mientras su interior sedebatía entre el cansancio y unanecesidad que aún no sabía cómopodría frenar.

—¿Tess?—Estoy aquí, en la bañera. Salgo

en un minuto.Siguió el rastro del perfume y el

sonido del agua.—Hola.A Ben le pareció que ella se

sonrojaba al mirarlo. Extraña mujer,pensó mientras se sentaba en elborde de la bañera. Te hacía

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enloquecer en la cama y luego seabochornaba cuando la sorprendíasdándose un baño de espuma.

—No sabía cuánto tardarías —dijo procurando evitar hundirse másbajo las burbujas.

—Tenía que solucionar un par deasuntos.

Su vergüenza se esfumó tan rápidocomo había aparecido.

—Ha sido duro, ¿verdad? Parecesexhausto.

—Digamos que ha sido uno de losdías menos agradables.

—¿Quieres hablar de ello?

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Ben se quedó pensando en lasangre. Ni tan siquiera en su trabajosolía verse tanta.

—No, ahora no.Tess se reincorporó para

acariciarle la cara.—Aquí hay lugar para dos, si te

apetece. ¿Por qué no sigues lossabios consejos de la doctora Courtpara paliar el exceso de trabajo?

—Se va a enfriar la pizza.—Me encanta la pizza fría —

respondió mientras empezaba adesabrocharle la camisa—. Laverdad es que yo también he tenido

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un día bastante raro, y como colofónme han invitado a comer pollo Kievy a tomar un baño caliente.

—¿Ah, sí? —Ben se levantó paradesabrocharse los pantalones. Se vioinvadido por un sentimientomezquino, algo irreconocible para unhombre que nunca antes había sentidocelos—. No parece muy inteligenterechazar esa invitación por una pizzafría y un poco de espuma.

—Y mucho menos si se trataba depasar la noche con el guapo, exitosoe insoportablemente aburrido doctorFuller.

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—Es tu tipo. —Ben se habíasentado en el váter para quitarse loszapatos.

—¿Los hombres aburridos son mitipo? —Tess arqueó una ceja y serecostó—. Pues muchas gracias.

—Me refiero a que sea médico,lleve trajes de tres piezas y tenga unaVisa oro.

—Entiendo —contestó con sornamientras se enjabonaba una pierna.—. ¿Tú no tienes Visa oro?

—Tengo suerte de que Sears aúnme deje pagar los calzoncillos.

—Bueno, en ese caso, no sé si

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debería invitarte a mi bañera.Ben se quedó de pie, desnudo de

cintura para arriba y con lospantalones desabrochados.

—Lo digo en serio, Tess.—Ya me lo figuro. —Cogió un

puñado de burbujas con la mano y lasexaminó—. Supongo que esosignifica que me ves como una mujersuperficial y materialista, que solopiensa en el estatus social, pero quepuede olvidarse de ello con tal deechar un buen par de polvos.

—No me refiero para nada a eso.—Frustrado, se sentó de nuevo en el

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borde de la bañera—. Mira, en mitrabajo debo tratar con la chusmacasi a diario.

Tess deslizó su mano mojadasobre la de él con mucho cariño.

—Ha sido un día asqueroso, ¿no?—Eso no tiene nada que ver. —La

cogió de la mano y se quedóobservándola. Era bastante pequeña,estrecha, y muy fina a la altura de lamuñeca—. Mi padre vendía cochesusados en un concesionario. Teníasolo tres abrigos y conducía unDeSoto. Mi madre horneaba galletas.Hacía todo tipo de galletas

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imaginable. Su idea de una noche enla ciudad era ir a la cena benéfica delos Caballeros de Colón. Me abrípaso a puñetazos en el instituto,empollé dos años en la universidad ydespués en la academia, y desdeentonces no he hecho más que verfiambres.

—¿Estás tratando de convencermede que no eres lo bastante bueno paramí por nuestras diferenciasculturales, educativas ygenealógicas?

—A mí no me vengas con eso.—De acuerdo. Probemos un nuevo

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enfoque.Tess tiró de él y lo metió en la

bañera.—¿Qué coño haces? —dijo

echando espuma por la boca—.Estoy vestido.

—No es culpa mía que seas tanlento.

Se abrazó a él y lo besó antes deque pudiera recobrar el equilibrio.Hay veces en las que incluso unapsiquiatra sabe que para llegar alfondo de un asunto la acción es másefectiva que las palabras. No serelajó por completo hasta que él la

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rodeó con sus brazos.—¿Ben?—¿Sí?—¿Crees que en este momento es

importante que tu padre vendieracoches y el mío no?

—No.—Perfecto. —Se separó un poco y

le limpió la espuma de la barbillaentre risas—. Y, ahora, ¿cómo tequitaremos los pantalones?

La pizza estaba completamente fría,pero no dejaron ni una migaja. Ben

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esperó a que volviera de tirar elcartón.

—Te he comprado un regalo.—¿En serio? —Miró el envoltorio

de papel que le ofrecía Ben,sorprendida e ilusionada como unaniña—. ¿Por qué?

—Preguntas, siempre preguntas.—Cuando ella quiso cogerlo, él loapartó—. ¿Seguro que quieressaberlo?

—Sí.Ben se acercó lo suficiente para

pasarle el brazo por la cintura.Seguían impregnados del perfume del

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baño. Tess tenía el pelo sujeto conhorquillas, todavía húmedo.

—Bueno, creo que estoyperdiendo la cabeza por tu amor. Yes,I think I’m going out of my head,over you.

Tess cerró los ojos lentamentepara recibir el beso.

—Little Anthony —murmurótarareando la melodía en su cabeza—. ¿Eso fue en el sesenta y uno, en elsesenta y dos...?

—Supuse que siendo psiquiatra teencantaría la canción.

—Y acertaste.

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—¿No quieres tu regalo?—Mmm... Creo que primero

tendrás que soltarme para que puedaabrir el paquete.

—Pues no tardes.Le dio el regalo y Ben contempló

su rostro mientras lo abría. No podíahaber sido mejor: la expresióninocente, luego sorprendida y porúltimo divertida.

—Un cerrojo. Por Dios, Ben, tú síque sabes cómo volver loca a unamujer.

—Sí, la verdad es que tengo undon.

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Tess sonrió mientras lo besaba.—Lo guardaré mientras viva. Si

no abultara tanto, lo llevaría siemprejunto al corazón.

—Estará en la puerta en menos deuna hora. Dejé mis herramientas en elarmario de la cocina el otro día.

—Además eres un manitas.—Búscate algún entretenimiento

mientras lo coloco. Si no, tendrásque ver cómo lo hago.

—Ya se me ocurrirá algo—dijo amodo de promesa, dejando que él seocupara de ello.

Mientras él colocaba el cerrojo,

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Tess revisó una conferencia quedaría al mes siguiente en laUniversidad George Washington. Elruido del taladro y de la maderacontra el metal no le molestó.Empezaba a preguntarse cómo habíapodido aguantar ese silencio total desu vida antes de que apareciera Ben.

Cuando la conferencia estuvo listay se hubo ocupado de los historialesque había llevado a casa, fue a ver aBen, que estaba acabando. El cerrojobrillaba y daba sensación deseguridad.

—Esto debería bastar.

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—Mi héroe.Cerró la puerta, le mostró un par

de llaves y las dejó sobre la mesa.—Úsalas. Voy a recoger las

herramientas y limpiar esto un poco.Tú podrías barrer.

—Me parece justo.Se detuvo camino de la puerta

para encender el televisor y ver lasnoticias. Tess barrió el serrín sinquejarse, a pesar de que estaba mássucio de lo que parecía justificar lacolocación de un simple cerrojo.Pero al erguirse, con el recogedor yla escoba aún en las manos, oyó la

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noticia del día.—La policía ha descubierto los

cadáveres de tres personas en unapartamento del North West —informaba un reportero—. Losagentes entraron en el apartamento aúltima hora de esta tarde, despuésdel aviso de un vecino. Las víctimas,atadas con una cuerda de tender,fueron acuchilladas repetidamente.Los cuerpos han sido identificadoscomo Jonas Leery, su mujer,Kathleen, y Paulette Leery, la hijaadolescente del matrimonio. Se creeque el móvil del asesinato es el robo.

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Conectamos con Bob Burroughs queestá en el lugar de los hechos, paraque nos dé más detalles.

En la pantalla, un periodista conaspecto atlético y voz aterciopeladasostenía un micrófono en la mano yseñalaba el edificio de ladrillos quetenía a la espalda. Tess se volvió yvio a Ben parado en la entrada de lacocina. Supo al momento que élhabía estado en el interior de eseedificio.

—Oh, Ben, ha debido de serterrible.

—Llevaban muertos diez horas,

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quizá doce. La chica no tendría másde dieciséis años. —El recuerdo leprovocaba ardores de estómago—.La han trinchado como a un pedazode carne.

—Lo siento. —Dejó la escoba y elrecogedor, y fue a su encuentro—.Sentémonos.

—Llega un momento —dijotodavía mirando la pantalla—, llegaun momento en el que casi, casi seconvierte en una rutina. Después teencuentras con algo como lo de eseapartamento, entras y se te revuelveel estómago. Piensas, Dios santo, no

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puede ser real. Es imposible que seareal, porque una persona no puedehacerle eso a otra. Pero en el fondo,en lo más profundo de tu interior,sabes que es posible.

—Siéntate, Ben —susurró Tess, ylo ayudó a sentarse con ella en elsofá—. ¿Quieres que lo apague?

—No.Pero se quedó agarrándose la

cabeza con las manos durante unminuto y se acarició el cabello antesde incorporarse. El reporterodesplazado al lugar de los hechosentrevistaba a un vecino que

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sollozaba.—Paulette hacía de canguro de mi

hijo pequeño. Era una chicaencantadora. No me lo puedo creer.Simplemente no me lo puedo creer.

—Atraparé a esos cabrones —murmuró Ben, casi para sí mismo—.Había una colección de monedas, unajodida colección de monedas quepodía valer ochocientos, quizá mildólares. En el mercado negroseguramente no valga ni la mitad.Han masacrado a esa familia por unpuñado de monedas viejas.

Tess miró de nuevo el cerrojo,

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ahora firmemente fijado a la puerta, ycomprendió por qué lo habíacomprado esa noche. Acercó a Benhacia sí y lo arrimó a su pecho, conesa forma maternal que tienen lasmujeres de dar consuelo.

—Empeñarán las monedas y luegopodrás seguir el rastro.

—Tenemos un par de pistas más.Los arrestaremos mañana, pasadomañana como muy tarde. Pero esagente, Tess... Jesús, por mucho quetrabaje en esto no puedo creer que unser humano llegue a hacer algo así.

—No puedo decirte que dejes de

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pensar en ello, pero estoy aquícontigo.

Saber eso, sencillamente saberlo,calmó el horror que Ben habíasentido aquel día. Ella estaba allícon él, y durante esa noche, durantealgunas horas, podría olvidarse delresto.

—Te necesito. —Ben cambió depostura y sentó a Tess sobre suregazo para acariciarle el cuello—.Me aterroriza.

—Lo sé.

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15 —No sé, Tess. No me llevo muy

bien con los senadores. —Benrespondió a la sonrisa de Lowensteinsoltando un gruñido y dándose lavuelta con el teléfono apoyado en elhombro.

—Es mi abuelo, Ben, y además esencantador.

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—Nunca he oído decir a nadie queel senador Johnathan Writemore seaun encanto.

Pilomento lo llamó desde el otrolado de la sala, de modo que Benasintió y alzó un dedo para pedirleque esperase un momento.

—Eso es porque yo no soy surelaciones públicas. En cualquiercaso, es el día de Acción de Gracias,y no quiero desilusionarlo. Y tú medijiste que tus padres viven enFlorida.

—Ya tienen más de sesenta ycinco años. Lo normal es que cuando

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los padres cumplen sesenta y cincose muden a Florida.

—Así que no tienes con quienpasar el día de Acción de Gracias. Ami abuelo le gustará conocerte.

—Claro —dijo Ben estirándose elcuello del jersey—. Mira, siempre hetenido una política respecto aconocer familiares.

—¿Cuál?—Negarme a hacerlo.—Ah, ¿y eso?—Más preguntas —murmuró entre

dientes—. Cuando era joven mimadre siempre quería que trajera a

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casa a la chica con la que salía.Luego se hacían ilusiones.

—Entiendo.Ben percibió la sonrisa en su voz.—En cualquier caso, me impuse

esta política: las mujeres no conocena mi madre y yo no conozco a sufamilia. Así nadie empieza a elegircuberterías de plata.

—Estoy segura de que no te faltarazón. Pero te prometo que si vienesa cenar con nosotros ni yo ni miabuelo hablaremos de cuberterías deplata. La señorita Bette hace unpastel de calabaza delicioso.

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—¿Casero?—Totalmente. —Una mujer

inteligente sabe cuándo desistir, yTess lo hizo—. Bueno, piénsatelo.No quería llamarte para esta tontería,pero, con todo lo que estáocurriendo, lo había olvidado porcompleto hasta que mi abuelo me hatelefoneado hace unos minutos.

—Sí, deja que me lo piense.—Y no te preocupes. Si prefieres

no venir, te traeré una porción depastel. Me está esperando unpaciente.

—Tess...

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—¿Sí?—No, nada, nada. Nos vemos

luego.—Paris.—Perdona —dijo colgando el

teléfono y volviéndose haciaPilomento—. ¿Qué tenemos?

—Al final hemos podidoinvestigar el nombre que nos dio lavecina —contestó Pilomento, y leentregó una hoja de papel.

—¿El tipo aquel que rondaba a lachica de los Leery?

—Exacto. Amos Reeder. Notenemos una descripción muy precisa

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porque la vecina solo lo vio una vez.El resumen es que tenía mala pinta,aunque reconoció que solo lo vioentrar en casa de los Leery una vez yque no hubo ningún jaleo.

Ben ya estaba cogiendo lachaqueta.

—Siempre hay que hacer unavisita a los que tienen mala pinta.

—Tengo la dirección y susantecedentes.

Ben guardó el paquete decigarrillos en el bolsillo y comprobócon disgusto que solo le quedabandos.

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—¿Qué ha tenido tiempo de hacer?—A los diecisiete apuñaló a otro

chaval para robarle calderilla. Leencontraron una bolsita de hierba y elbrazo picado de arriba abajo. El otrochico se recuperó de las heridas,Reeder fue juzgado como menor ypasó por un programa derehabilitación. Harris ha dicho que túy Jackson deberíais hacerle unavisita.

—Gracias. —Cogió el informe yse dirigió a la sala de reuniones,donde Ed y Bigsy hablaban sobre elcaso Sacerdote—. En marcha —dijo

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Ben, y se dirigieron a la salida.Ed lo alcanzó torpemente mientras

se ponía el abrigo.—¿Qué hay?—Tenemos una pista en el caso

Leery. La hija se veía con un jovenindeseable aficionado a loscuchillos. He pensado que podríamostener una charla con él.

—Suena bien. —Ed se acomodóen el coche—. ¿Qué te parece siponemos Tammy Wynette?

—Anda ya —contestó Ben, quepuso el casete de Goat’s HeadSoup—. Tess me ha llamado hace un

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momento.Ed abrió un ojo. Le resultaba más

fácil aguantar a los Rolling Stonescon los ojos cerrados.

—¿Algún problema?—No. Bueno, sí, supongo. Quiere

que hagamos la cena de Acción deGracias con su abuelo.

—Oh, pavo con el senadorWritemore. ¿Crees que necesitaráuna votación para decidir entre salsade ostras o de castañas?

—Sabía que eso me traeríaproblemas.

Ben sacó otro cigarrillo, más por

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fastidio que por ganas.—Vale, vale... Basta de bromas.

Así que el día de Acción de Graciascenarás con Tess y su abuelo. ¿Cuáles el problema?

—Se empieza con el día deAcción de Gracias y, antes de que tedes cuenta, llega la comida de losdomingos. Después viene la tíaMabel de visita sorpresa para verqué tal estamos por casa.

Ed metió la mano en el bolsillo,decidió reservarse las pasas conyogur para más tarde, y cogió elchicle sin azúcar.

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—¿Tess tiene una tía que se llamaMabel?

—Ed, a ver si sigues el hilo. —Redujo la velocidad y se detuvofrente a una señal de stop—. Enmenos que canta un gallo te invitan ala boda de la prima Laurie, y el tíoJoe te da un codazo y te preguntacuándo daréis vosotros el paso.

—Todo esto por culpa de un puréde patatas y un poco de asado en susalsa —dijo Ed negando con lacabeza—. Es increíble.

—Lo he visto con mis propiosojos. Fíate de mí; acojona.

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—Ben, hay cosas más importantesque la supuesta tía Mabel de Tess.Cosas que dan mucho más miedo.

—¿Ah, sí? ¿Cómo qué?—¿Sabes la cantidad de carne roja

sin digerir que tienes pudriéndose enlos intestinos?

—Joder, qué asco.—Ni que lo digas. La historia,

Ben, es que puedes preocuparte porlos residuos nucleares, la lluviaácida o tus niveles de colesterol. Haymuchas cosas de las quepreocuparse; tú ve a cenar con elsenador. Si empieza a mirarte como

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si fueras candidato a entrar en lafamilia, haz algo para que se lo quitede la cabeza.

—¿Como qué?—Comerte la salsa de arándanos

con las manos, por ejemplo. Es aquí.Ben paró en la curva y tiró el

cigarrillo por la rendija de laventana.

—Me has ayudado mucho, Ed.Gracias.

—No hay de qué. ¿Cómo quieresque hagamos esto?

Ben observó el edificio desde elcoche. Había conocido mejores días,

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mucho mejores. Se veían un par deventanas rotas tapadas con diarios.Una de las paredes estaba repleta depintadas, y el césped tenía más latasy cristales de botellas que hierbapropiamente dicha.

—Está en el trescientos tres. Hayuna salida de incendios en la terceraplanta. Si escapa, preferiría no tenerque perseguirlo por su propioterreno.

Ed sacó una moneda del bolsillo.—Cara o cruz para ver quién entra

y quién cubre la retaguardia.—De acuerdo. Si sale cara entro,

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y si sale cruz subo la escalera deincendios y cubro la ventana. Espera,aquí no —dijo Ben sosteniéndole elbrazo antes de que tirara la moneda—. La última vez que la tiraste aquítuve que comer brotes de soja.Hagámoslo fuera del coche, que haymás espacio.

Salieron a la acera de mutuoacuerdo. Ed se quitó los guantes y losguardó en su bolsillo antes de lanzarla moneda.

—Cara —dijo, y la mostró a Ben—. Dame un momento para tomarposición.

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—Vamos.Ben pateó una botella para quitarla

de en medio y entró en el edifico. Enel interior olía a vómito de bebé y awhisky rancio. Ben se bajó lacremallera del abrigo y subió a latercera planta. Antes de llamar al303 observó atentamente el pasillo.

Un adolescente con el cabelloapelmazado al que le faltaba undiente entreabrió la puerta. Ben sedio cuenta de que estaba colocadoantes de sentir el olorcillo a hierba.

—¿Amos Reeder?—¿Quién lo busca?

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Ben le mostró la placa.—Amos no está aquí. Está fuera,

buscando trabajo.—De acuerdo, entonces hablaré

contigo.—Tío, ¿tenéis una orden o algo?—Podemos hablar en el pasillo,

dentro de tu casa o en la comisaría.¿Tienes nombre?

—No tengo por qué decirte nada.Estoy en mi casa sin molestar anadie.

—Sí, y desde aquí puedo olersuficiente hierba para empapelarte.¿Quieres que entre y eche un vistazo?

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Antivicio tiene una oferta especialesta semana. Por cada veinticincogramos de hierba que decomiso meregalan una camiseta.

—Kevin Danneville. —Benpercibió que la frente del chavalempezaba a sudar—. Colega, tengomis derechos. No estoy obligado ahablar con la pasma.

—Pareces nervioso, Kevin. —Benapoyó una mano en la puerta para queno se cerrara—. ¿Cuántos añostienes?

—Tengo dieciocho, ¿qué coño teimporta?

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—¿Dieciocho? A mí me parecemás bien que tienes dieciséis, y noestás en el colegio. Quizá deballevarte al reformatorio. ¿Por qué nome hablas de la hija delcoleccionista de monedas?

Percibir el movimiento de sus ojosle salvó la vida. Al ver que lecambiaba la excepción de cara, Bense echó a un lado instintivamente. Uncuchillo cayó sobre él, pero en lugarde seccionarle la yugular, le abrióuna brecha en el brazo que lo hizocaer contra la puerta y derrumbarsedentro del apartamento.

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—Por Dios, Amos, es un poli. Nopuedes matar a un poli.

Kevin, en su intento por escapar,se estampó contra una mesa y tiró unalámpara que se hizo añicos en elsuelo.

Reeder, colocado con el polvo deángel que acababa de comprar, selimitaba a sonreír.

—Voy a sacarle el corazón a estehijo de puta.

Cuando volvió a abalanzarsesobre Ben, este vio que su agresorera un chaval con edad de estar en elinstituto. Lo esquivó y trató de

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arrebatarle el cuchillo con la manoizquierda, ya que la derecha lesangraba. Kevin se escabulló por elsuelo como un cangrejo y se puso agimotear. Entonces la ventana quetenían a la espalda saltó en pedazos.

—¡Policía! —gritó Ed desdefuera, apuntando con la pistola conlas piernas separadas—. Tira elcuchillo o disparo.

Amos, con un hilillo de babacayéndole por la comisura de loslabios, clavó su mirada en Ben. Lomás sorprendente era que se puso areír como un loco.

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—Voy a cortarte en rodajas, tío, tevoy a hacer pedacitos.

Tomó impulso para saltar sobreBen con el cuchillo en alto. La balade cabeza plana del calibre 38impactó en el torso de Amos ydetuvo su movimiento de golpe. Sequedó de pie mirando con expresiónsorprendida durante unos instantes,mientras la sangre manaba delagujero de su pecho. Ed mantuvo eldedo en el gatillo. Luego Reeder sedesplomó, llevándose por delanteuna mesa plegable. El cuchilloresbaló de su mano y repicó

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levemente en el suelo. Murió sindecir palabra.

Ben se tambaleó y cayó derodillas. Antes de que Ed cruzara laventana ya había sacado la pistola.

—Parpadea —le advirtió Ben conlos dientes apretados mientrasapuntaba a Kevin con el armareglamentaria—. Un solo parpadeoya se considera resistencia a laautoridad.

—¡Fue Amos! Amos se los cargó atodos —dijo Kevin con vozentrecortada—. Yo solo miré, lojuro, yo me limité a mirar y no hice

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nada.—Solo un parpadeo, pequeño hijo

de puta, y te reviento las pelotasantes de que hayas aprendido ausarlas.

Ed le hizo un cacheo rutinario einnecesario a Amos antes deagacharse junto a Ben.

—¿Cómo tienes el brazo?La herida era muy dolorosa y

empezaba a sentir náuseas.—Tenía que tocarme cara. La

próxima vez tiro yo la moneda.—Vale. Déjame echar un vistazo.—Tú llama para que limpien este

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desastre y llévame al hospital.—Si hubiera dañado alguna

arteria, estarías chorreando de Apositiva.

—Ah, entonces ni me preocupo.—Se mordió los labios cuando Ed ledescubrió la herida—. ¿Jugamos unpartido de golf?

—Aguanta esto sobre la herida,con presión constante —dijo Edcogiéndole la pistola y colocándolela mano sobre el pañuelo queacababa de aplicarle.

Le llegó el olor de su propiasangre. Había quedado postrado a

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escasos centímetros del cuerpo deAmos.

—Gracias.—No te preocupes, es un pañuelo

viejo.—Ed. —Ben miró hacia Kevin,

que estaba acurrucado en posiciónfetal con las manos sobre las orejas—. Tiene una foto de CharlesManson sobre la cama.

—Ya la he visto.

Ben estaba sentado al borde de unamesa en la sala de urgencias y

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contaba enfermeras para abstraersede la aguja que entraba y salía de sucarne. El médico que le estabacosiendo la herida charlabadespreocupadamente de las opcionesde los Redskins frente a losCowboys el domingo siguiente. Allado, tras unas cortinas, un médico ydos enfermeras se ocupaban de unachica de diecinueve años que tratabade superar una sobredosis de crack.Ben oía sus sollozos y deseaba poderfumarse un cigarrillo.

—Odio los hospitales —susurró.—La mayoría de la gente siente lo

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mismo. —El médico cosía con elesmero de una vieja costurera—. Lalínea defensiva es como un muro depiedra. Si se mantiene firme, para eltercer cuarto tendremos a los Dallasmás aburridos que una ostra.

—Pues mejor no verlo. —Benperdió la concentración un momentoy sintió los tirones en la carne.Procuró centrar su atención en lossonidos del otro lado de la cortina.La chica estaba hiperventilando. Unavoz autoritaria y severa le ordenóque respirara dentro de la bolsa depapel—. ¿Os llegan muchos como

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ella?—Cada día más —repondió el

médico al tiempo que cerraba otrasutura—. Los ponemos de nuevo enpie, si tienen suerte, y ellos van a laprimera esquina que encuentran ycompran otra dosis. Ahí está. Unacostura de lujo, aunque esté mal queyo lo diga. ¿Qué le parece?

—Confiaré en su criterio.Tess cruzó a toda prisa las puertas

automáticas del servicio deurgencias. Echó un vistazo a la salade espera y se dirigió a las salas dereconocimiento. Se topó con un

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enfermero que empujaba una camillaen la que había un cuerpo cubiertocon una sábana. Se le heló la sangre.Una enfermera apareció tras unascortinas y la cogió del brazo.

—Lo siento, señorita, pero nopuede estar aquí.

—Detective Paris. Apuñalamiento.—Le están cosiendo la herida del

brazo aquí al lado. —La enfermeraseguía sujetándola firmemente—. Lomejor será que vuelva a la sala deespera y...

—Soy su médico —logró decir,consiguiendo que la soltara.

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No se puso a correr. Se controlólo suficiente para pasar sin alterarsepor delante de una fractura de brazo,una quemadura de segundo grado yuna conmoción cerebral leve. Habíauna mujer mayor tratando de dormircomo podía en una camilla delpasillo. Tess llegó a la última zonaseparada con cortinas y encontró aBen.

—¡Vaya, Tess! —El médico alzóla vista, contento y sorprendido—.¿Qué haces aquí?

—Ah, John. Hola.—Cuánto tiempo. No suelen venir

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a mi consulta mujeres tan guapas —empezó a decir, y luego se percató decómo miraba a su paciente—. Ah, yaveo. —Su considerable ego sufrió unleve revés—. Parece que vosotrosdos ya os conocéis.

Ben quiso bajar de la mesa deoperaciones, y se habría levantado siel médico no se lo hubiera impedido.

—¿Qué haces aquí?—Ed me llamó a la clínica.—No tenía que haberlo hecho.Ahora que desaparecían las

imágenes de Ben desangrándoseempezaban a temblarle las rodillas.

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—Creyó que debía saberlo, y noquería que lo viera en el telediario.John, ¿es muy grave?

—No es nada —respondió Ben.—Diez puntos —añadió el médico

al mismo tiempo que fijaba elvendaje—. En principio no hadañado el tejido muscular, y haperdido sangre, pero no espreocupante. Como dice el Duque: essolo un arañazo.

—El tipo tenía un puto cuchillo decarnicero —dijo Ben, molesto porque otro restara importancia a suherida.

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—Por suerte —continuó Johnmientras se volvía hacia la bandejaque tenía a la espalda—, la chaquetadel detective y su ágil juego de pieshan evitado que la herida sea másprofunda. Gracias a eso, no he tenidoque coserle ambos lados del brazo.Esto le va a picar un poco.

—¿El qué?Ben agarró automáticamente al

médico por la muñeca.—Es solo la inyección del tétanos

—repuso John para calmarlo—. Alfin y al cabo, no sabemos en quélugar pudo haber estado ese cuchillo.

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Vamos, apriete los dientes.Ben intentó protestar de nuevo,

pero Tess le cogió la mano. Sintióescozor en el brazo, pero prontodisminuyó.

—Así está bien. —John le dio labandeja a una enfermera para que seocupara de ella—. Esto lo deja todobien atado. Discúlpeme el juego depalabras. Detective, durante un parde semanas absténgase de jugar altenis o de hacer luchas de sumo.Mantenga el área seca y vuelva alfinal de la semana que viene para unarevisión. Le quitaré los puntos.

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—Muchas gracias.—Su buena salud y su seguro

médico son suficienteagradecimiento. Me alegro de verte,Tess. Llámame la próxima vez quetengas ganas de tomar sake y erizosde mar.

—Adiós, John.—John, ¿eh? —Ben se bajó de la

mesa—. ¿Alguna vez has tenido unligue que no sea médico?

—¿Para qué? —Una vez vista esatela empapada de sangre en labandeja una respuesta suave parecíalo mejor—. Aquí está la camisa.

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Déjame que te ayude.—Puedo hacerlo yo solo.Ben consiguió meter el brazo sano

en la manga, pero el otro estabarígido y le dolía.

—De acuerdo. Tienes derecho aestar malhumorado después de que tepongan diez puntos.

—¿Malhumorado? —Cerró losojos mientras acababa de ponerse lacamisa—. Dios santo. Los niños decuatro años están malhumorados sino hacen la siesta.

—Sí, ya lo sé. Ven, yo te laabrocho.

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Esa era su intención. Se dijo a símisma que le abotonaría la camisa yque mantendría una conversacióntranquila. Ya casi llevaba dosbotones cuando dejó caer la frentesobre el pecho de Ben.

—¿Tess? —Le pasó la mano porel cabello—. ¿Qué ocurre?

—Nada.Se apartó de él y acabó de

abotonarle la camisa con la cabezagacha.

—Tess —dijo cogiéndola por labarbilla para mirarla. De sus ojosbrotaban lágrimas. Ben le secó una

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que tenía en los párpados con elpulgar—. No llores.

—No voy a hacerlo. —Pero se lecortó la respiración y tuvo que pegarsu cara a la de él—. Solo unmomento, ¿vale?

Sí. —La rodeó con el brazo sano yse regodeó en el placer primario detener alguien a quien le importaba. Aalgunas mujeres les había excitado sutrabajo, a otras les había repugnado,pero no estaba seguro de habertenido una mujer a quien le importaserealmente.

—Tenía miedo —reconoció Tess

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con una voz que se apagó en el pechode Ben.

—Yo también.—¿Me explicarás después lo que

ha pasado?—Si te empeñas... Cualquier

hombre odia reconocer ante su mujerque ha sido un idiota.

—¿Lo has sido?—Estaba seguro de que ese

pequeño hijo de puta estaba ahídentro. Ed cubría la ventana y yo lapuerta. Era muy sencillo. —Cuandola apartó de sí vio que ella dirigía lamirada hacia su camisa

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ensangrentada y hecha jirones—. Siesto te asusta, deberías ver lachaqueta. La compré hace un par demeses.

Tess recobró el control, lo cogiódel brazo y se dirigieron al vestíbulo.

—Bueno, quizá Papá Noel tetraiga una nueva esta Navidad.¿Quieres que te lleve a casa?

—No, gracias, tengo que hacer elinforme. Y quiero estar en elinterrogatorio en caso de que el otrochaval aún no haya cantado todo loque sabe.

—Así que eran dos.

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—Ya solo queda uno.Tess pensó en el cuerpo cubierto

con una sábana sobre la camilla.Todavía olía la sangre seca en lacamisa de Ben, así que prefirió nodecir nada.

—Allí está Ed.—Oh, no, está leyendo.Ed alzó la mirada, escrutó rápida y

concienzudamente a su compañero ysonrió a Tess.

—Hola, doctora Court. No te hevisto entrar —dijo omitiendo quecuando ella llegó él estaba donandoun litro de sangre. Ambos eran de

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factor Rh positivo. Ed dejó la revistaa un lado y dio a Ben su chaqueta y lapistolera—. Es una lástima lo de lachaqueta. Seguramente para abril,cuando el departamento hayaprocesado la petición, te larestituirán.

—Claro.Con ayuda de Ed, Ben se puso la

pistolera y la chaqueta rota.—¿Sabes? Acabo de leer un

artículo fascinante sobre los riñones.—Ahórratelo —le ordenó Ben, y

se volvió hacia Tess—. ¿Vuelves ala clínica?

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—Sí, me he ido en mitad de unasesión. —En ese instante Tess se diocuenta de que había dado preferenciaa Ben sobre un paciente—. Comomédico, te recomiendo que vuelvas acasa y descanses después de hacer elinforme. Llegaré hacia las seis ymedia, y seguramente podrásconvencerme para que te mime unpoco.

—Define mimar.Tess lo ignoró y se volvió hacia

Ed.—¿Por qué no vienes a cenar?Al principio se le veía

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desconcertado por la invitación, ydespués encantado.

—Bueno, pues... gracias.—Ed no está acostumbrado a

interactuar con mujeres. Teesperamos. Tess te preparará unpoco de tofu. —Salieron delhospital, y Ben agradeció la brisafresca. Ya no tenía el brazoadormecido y empezaba a molestarlecomo un dolor de muelas—. ¿Dóndehas aparcado?

Ed repasó el aparcamiento enbusca del coche patrulla.

—Ahí mismo.

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—Acompaña a la dama a sucoche, Ed. —Ben cogió a Tess por lasolapa del abrigo y le dio un besoapasionado—. Gracias por venir.

—No hay de qué.Tess esperó a que Ben se dirigiera

hacia el Mustang para volverse haciaEd.

—¿Me lo cuidarás?—Claro.Tess asintió y sacó las llaves del

bolsillo.—¿El hombre que lo apuñaló está

muerto?—Sí. —Ed le arrebató las llaves y

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abrió la puerta del coche para ellacon un gesto que le pareció muycortés. Tess lo miró a los ojos ysupo, tan claramente como si se lodijera, quién había disparado. Susvalores, el código según el cualvivía, libraron una fugaz batalla conun sentimiento nuevo. Tiró del cuellode la camisa de Ed, lo acercó y ledio un beso en la mejilla—. Graciaspor salvarle la vida. —Se metió enel coche y sonrió antes de cerrar lapuerta—. Nos vemos para cenar.

Ed, prácticamente enamorado deella, volvió junto a su compañero.

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—Si no vas a la cena de Acciónde Gracias, eres un estúpido hijo deperra.

Ben salió de su aturdimientocuando Ed cerró el coche de unportazo.

—¿Qué?—Y a lo mejor no necesitas al tío

Joe para que te suelte un codazo enlas costillas.

Ed encendió el motor del cochecon estruendo.

—Ed, ¿te has tomado una barritade granola caducada?

—Será mejor que empieces a ver

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lo que tienes ante las narices, colega,antes de tropezar y caer sobre lasierra.

—¿Sierra? ¿Qué sierra?—El granjero está serrando

madera —empezó Ed conduciendo elcoche hacia la salida delaparcamiento—. Un urbanita loobserva. Se oyen las campanas de lahora de comer y el granjero sedispone a ir a la mesa, pero setropieza con la sierra. El tipo selevanta y empieza a cortar madera denuevo. El urbanita le pregunta porqué no va a comer, y el granjero le

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dice que si ha tropezado con la sierrano tiene sentido ir. Ya no quedaránada de comida.

Ben se quedó en silencio duranteunos buenos diez segundos.

—Claro, eso lo explica todo. ¿Porqué no das la vuelta y vamos alhospital para que te examinen afondo?

—La cuestión es que si haces elidiota cuando tienes una oportunidaddelante, la pierdes. Esa mujer esincreíble, Ben.

—Creo que eso ya lo sé.—Pues mejor será que estés bien

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atento y no tropieces con la sierra.

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Acababa de empezar a nevar cuandoJoey salió por la puerta de atrás.Como sabía que chirriaba, laacompañó con cuidado hasta oír quese cerraba. Se había acordado decoger los guantes, e incluso deponerse el gorro de esquí azul. Enlugar de las botas, se calzó las

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zapatillas de baloncesto. Eran susfavoritas.

Nadie lo vio salir.La madre y el padrastro estaban en

el estudio. Sabía que discutían porél, porque siempre que lo hacíanhablaban en voz baja y usaban esemismo tono nervioso y susurrante.

Creían que él no se daba cuenta.Su madre había horneado un pavo

con guarniciones de todo tipo.Durante la cena estuvo hablando conalegría, con demasiada alegría, de lobonito que era pasar Acción deGracias solo con la familia. Donald

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bromeó sobre los restos de la cena yse jactó de la tarta de calabaza que élmismo había preparado. Tambiénhabían tomado salsa de arándanos ymantequilla de la buena, con unoscruasanes pequeños y esponjosos quedoraron al horno.

Había sido la peor comida de suvida.

Su madre no quería que tuvieraproblemas. Quería que fuera feliz,que le fuera bien en el colegio y quesaliera a jugar al baloncesto. Endefinitiva, que fuera normal. Esa erala expresión que su madre le había

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dicho en voz baja y angustiada a supadrastro. «Solo quiero que seanormal.»

Pero él no era normal. Joeysuponía que su padrastro de algunaforma lo entendía, y por eso discutíacon su madre. No era normal. Era unalcohólico, igual que su padre.

Y su madre decía que el padre eraun indeseable.

Joey comprendía que elalcoholismo era una enfermedad.Comprendía lo que era la adicción yque no tenía cura, solo un período derecuperación continuo. También

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sabía que había millones dealcohólicos, y que era posible seruno de ellos y llevar la vida normalque tanto quería su madre para él.Requería aceptarlo, esforzarse ycambiar. Pero a veces se cansaba dehacer el esfuerzo. Y si le decía a sumadre que estaba cansado, ella seenfadaría.

También sabía que el alcoholismopodía heredarse. Él lo habíaheredado de su padre, como tambiénhabía heredado aquello de ser unindeseable.

Salió de su pulcro y agradable

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barrio, donde las calles permanecíantranquilas. Los copos de nieveondeaban en los haces de luz de lasfarolas como las hadas de loscuentos que su madre le leía añosatrás. Se veían las ventanasiluminadas donde las familiascompartían la cena de Acción deGracias o descansaban frente altelevisor después del copiosobanquete.

Su padre no había ido a verle.Tampoco había llamado.Joey pensó que entendía por qué

su padre ya no lo quería. Él le

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recordaba a la bebida, a las peleas, alos malos tiempos.

La doctora Court le dijo que él noera el culpable de la enfermedad desu padre. Pero Joey imaginaba que sieste le había transmitido laenfermedad a él, también eraprobable que él se la hubiera pasadoa su padre.

Recordó estar estirado en la cama,sabiendo que era tarde, y oír a supadre gritar con esa voz espesa ygrotesca que se le ponía cuandobebía mucho.

—En lo único que piensas es en el

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niño. Nunca piensas en mí. Desdeque lo tuvimos ya nada es lo mismo.

Luego lo oía llorar, sollozosestentóreos que de alguna maneraeran peor que la cólera.

—Lo siento, Lois. Te quiero, tequiero tanto... Es que estoy muyagobiado. Esos cabrones del trabajonunca me dejan en paz. Si Joey nonecesitara unos zapatos nuevos cadados por tres, mañana mismo losmandaría a la mierda.

Joey esperó a que pasara un cochea toda velocidad, luego cruzó lacalzada y se dirigió al parque. La

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nieve caía en copos gruesos, comouna cortina blanca zarandeada por elviento. El aire helado le habíaenrojecido las mejillas.

Antes pensaba que si no hubieranecesitado zapatos nuevos, su padreno habría tenido que emborracharse.Luego se dio cuenta de que sería másfácil para todos sin él. Así que a losnueve años escapó. Pasó miedoporque se perdió, oscureció y se oíanruidos. La policía lo encontró alcabo de unas horas, pero a Joey leparecieron días.

Su madre lloraba y su padre lo

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estrechó entre sus brazos. Todoshicieron promesas con la intenciónde cumplirlas. Y las cosasmejoraron, durante un tiempo. Supadre fue a Alcohólicos Anónimos ysu madre reía más a menudo. Esa fuela Navidad que a Joey le regalaron labicicleta y pasó horas con su padrecorriendo al lado, agarrándole elsillín con la mano. No lo dejó caer niuna sola vez.

Sin embargo, justo antes de Pascuasu padre empezó otra vez a volvertarde a casa. Su madre siempre teníalos ojos enrojecidos y ya no reía.

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Una noche, su padre viró demasiadoal aparcar el coche en la entrada y novio la bicicleta. Entró en casagritando, y Joey se despertó entreimproperios y acusaciones. Queríalevantarlo y sacarlo a la calle paraque viera lo que había provocadocon su negligencia. Pero su madre seinterpuso.

Aquella fue la primera noche enque oyó cómo le pegaba.

Si hubiera dejado la bicicleta a unlado en vez de soltarla en el césped,al lado de la entrada, su padre no lahabría arrollado. Y entonces no se

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habría enfadado tanto. No habríapegado a su madre ni le habríadejado un ojo morado que ellatrataba de ocultar con maquillaje.

Aquella también fue la primeranoche que Joey probó el alcohol.

No le gustó el sabor. Le quemó loslabios y le revolvió el estómago.Pero después de darle tres o cuatrotragos a la botella, se sentíaprotegido por una fina pantalla deplástico. Ya no tenía ganas de llorar.Volvió a la cama con un zumbidoagradable y tranquilizador en lacabeza. Y se durmió al instante, sin

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soñar nada.Desde aquella noche, siempre que

sus padres se peleaban, Joeyutilizaba el alcohol como anestésico.

Luego llegó el divorcio comoterrible culminación de la escaladade peleas, gritos e insultos. Un buendía su madre fue a buscarlo alcolegio y lo llevó en coche a unapartamento pequeño. Allí leexplicó, con tanta tranquilidad comopudo, por qué dejaban de vivir con elpadre.

Joey se avergonzó, se avergonzóhorriblemente, porque se alegraba.

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Empezaron una nueva vida. Sumadre volvió a trabajar. Se cortó elpelo y dejó de llevar el anillo decasada. Pero Joey seguía advirtiendoel delgado círculo de piel blanca quela alianza había cubierto durante másde una década.

Aún recordaba la mirada ansiosa ysuplicante de su madre mientras leexplicaba lo del divorcio. Teníatanto miedo de que él la hicieraresponsable que justificó aquelladecisión que la sumía en la culpa y laincertidumbre diciéndole aquello queya sabía. Pero oírlo de su boca hizo

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añicos la única y débil defensa que aJoey le quedaba.

También recordaba perfectamenteel llanto desesperado de su madre laprimera vez que encontró a su hijo deonce años borracho al llegar deltrabajo.

El parque estaba en silencio. Lanieve había cuajado en una capablanca, fina y consistente. En unahora sus huellas habríandesaparecido. Joey pensó que eramejor así. Copos grandes y suaves sedescolgaban de las ramas de losárboles y reposaban sobre los

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arbustos, frescos y brillantes.También se derretían en su rostro yle dejaban la piel húmeda, pero no leimportaba. Se preguntó, aunque solofugazmente, si su madre habría ido yaa la habitación y descubierto suausencia. Le daba penadecepcionarla, pero sabía que asífacilitaría las cosas a todo el mundo.Empezando por él mismo.

Esa vez no tenía nueve años. Ytampoco tenía miedo.

Había asistido a las reuniones deAlateen y Alanon con su madre. Perono tuvieron ningún efecto sobre él.

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No lo permitió, porque no queríaadmitir que le avergonzaba ser comosu padre.

Luego apareció Donald Monroe.Joey quería alegrarse de que sumadre volviera a ser feliz, pero sesentía culpable por aceptar tanfácilmente un sustituto del padre. Sumadre volvía a ser feliz y él sealegraba, porque la quería mucho. Encambio su padre estaba cada vez másamargado, y eso le entristecía,porque también a él lo quería mucho.

Su madre se casó, cambió denombre, y Joey y ella dejaron de

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llevar el mismo. Se mudaron a unacasa de un barrio acomodado. Lahabitación de Joey daba al patiotrasero. El padre se quejaba del pagode la manutención.

Cuando empezó la terapia conTess, Joey tenía como misiónemborracharse todos los días yempezaba a contemplar la idea delsuicidio.

Al principio no le gustaba ir. Peroella no lo atosigaba, ni lopresionaba, ni tampoco fingíacomprenderlo. Se limitaba a hablar.Cuando Joey dejó de beber, ella le

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regaló un calendario que llamó «elcalendario eterno», uno que podríautilizar siempre.

—Hay algo de lo que puedes estarorgulloso hoy, Joey. Y cada día,cuando te levantes por la mañana,tendrás algo de lo que estarorgulloso.

A veces, la creía.Ella nunca le dirigía esa fugaz

mirada de recelo cuando entraba enla consulta, esa mirada típica de sumadre. La doctora Court le habíadado el calendario y confiaba en él.Su madre, no obstante, aún parecía

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esperar que la decepcionara. Por esolo había cambiado de colegio. Ytambién por eso no le dejaba salircon sus amigos.

«Harás nuevos amigos, Joey. Soloquiero lo mejor para ti.»

Lo único que quería era que nofuera como su padre.

Pero sí lo era.Y si algún día, cuando fuera

mayor, tuviera un hijo, sería igualque él; una historia de nunca acabar.Era como una maldición. Había leídoalgo sobre las maldiciones. Pasabande generación en generación. A

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veces podían exorcizarse. Uno de loslibros que guardaba bajo el colchónexplicaba la ceremonia paraexorcizar al demonio. Una noche quesu madre y Donald habían ido a unacena de negocios la llevó a cabopaso a paso. Al acabar, sintió quenada había cambiado. Aquello fue laprueba de que la maldad, elindeseable que albergaba en suinterior, era más fuerte que labondad.

A partir de ese momento empezó asoñar con el puente.

La doctora Court quería llevarlo a

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un lugar donde comprendían a laspersonas que tenían sueños sobre lamuerte. Encontró los folletos que sumadre había tirado; parecía un lugaragradable y tranquilo. Joey losguardó, porque le consideró mejorque ese colegio nuevo que tantoodiaba. Casi se había armado devalor para hablar de ello con ladoctora Court cuando su madre leanunció que ya no era necesario quefuera a verla.

Él quería ver a la doctora Court,pero su madre le respondía con esasonrisa nerviosa y resplandeciente.

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Ahora estaban en casa discutiendopor eso, discutiendo por él. Siempreera por su culpa.

Su madre iba a tener un bebé. Yaestaba eligiendo los colores para lahabitación del niño y decidiendo elnombre. Joey pensó que seríadivertido tener a un bebé en casa. Sealegró cuando Donald le pidió ayudapara pintar la habitación.

Más tarde, una noche, soñó que elniño estaba muerto.

Quería explicárselo a la doctoraCourt, pero su madre le dijo que yano necesitaba verla.

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La superficie del puente resbalabaa causa de la capa de nieve. Lashuellas de Joey eran agujeros largose indefinidos. Oía el ruido del tráficobajo el puente, pero se dirigió allado que daba al arroyo y a losárboles. Llegar a esa altura, porencima de los árboles, con el cielotan oscuro en lo alto, era unasensación eufórica y estimulante. Elviento estaba helado, pero lacaminata lo había mantenido encalor.

Pensó en su padre. Esa noche, esaúltima noche de Acción de Gracias,

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había sido una prueba. Si hubiera idosu padre, si hubiera estado sobrio yhubieran ido juntos a cenar, Joey sehabría dado otra oportunidad. Perono había ido, porque ya erademasiado tarde para ambos.

Además, estaba cansado deintentarlo, cansado de ver esasmiradas inquisidoras y desconfiadasen el rostro de su madre, de ver loangustiado y preocupado que estabaDonald. No podía soportar que loculparan de nada más. Cuandohubiera acabado con todo eso, ya nohabría razón alguna para que Donald

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y su madre discutieran por él. Notendría que preocuparse por queDonald abandonara a su madre y albebé por su culpa.

Y su padre ya no tendría que pagarla manutención.

La barandilla del puente deCalvert Street era resbaladiza, perolos guantes que Joey llevaba habíansido una compra excelente.

Todo lo que deseaba era estar enpaz. La muerte era un descanso.Había leído mucho sobre lareencarnación, sobre la posibilidadde volver siendo algo mejor, una

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persona mejor. Lo esperaba conimpaciencia.

Sentía la nieve empujada por elviento, copos fríos, casi cortantes,como un azote en la cara. Veía lavaharada de su aliento saliendo conlentitud y regularidad en laoscuridad. Bajo él, los árboles conlas copas blancas y la corrientehelada del Rock Creek.

Había sopesado con tranquilidadotras formas de suicidio. Si secortaba las venas, tal vez se asustaraal ver la sangre y no se atreviera aterminar. Por otro lado, había leído

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que los que tomaban una sobredosisde pastillas a menudo las vomitabany solo conseguían enfermar.

Además, el puente estaba bien. Eralimpio. Por un momento, por un largomomento, creería estar volando.

Se tranquilizó un instante y rezó.Deseaba que Dios le comprendiera.Sabía que a Dios no le gustaban laspersonas que decidían matarse.Quería que esperasen hasta que Élestuviera listo.

Pues bien, Joey no podía esperar,y confiaba en que Dios y todos losdemás lo comprendieran.

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Pensó en la doctora Court y lesupo mal no cumplir susexpectativas. Joey sabía que sumadre se iba a entristecer, pero aúnle quedaban Donald y el bebé. Prontose daría cuenta de que era lo mejorpara todos. Y su padre... su padresimplemente se emborracharía denuevo.

Joey mantuvo los ojos abiertos.Quería ver pasar los árboles a todavelocidad. Respiró profundamente,contuvo el aire y saltó.

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—La señorita Bette se ha vuelto asuperar. —Tess probó el jugosotrozo de asado que su abueloacababa de trinchar—. Todo estábuenísimo, como siempre.

—No hay nada que le guste más auna mujer que liarse con una comida.—El senador añadió un poco de lahumeante salsa a su ración decremosas patatas blancas—. Me haprohibido el paso a mi propia cocinadurante dos días.

—¿Te ha vuelto a sorprenderpicando?

—Me amenazó con hacerme pelar

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patatas. —Se zampó un buen bocadoy luego sonrió—. La señorita Bettenunca tiene en cuenta que la casa deun hombre es su castillo. Sírvase mássalsa, detective. No todos los díaspuede uno permitirse esto.

—Gracias.El senador sostenía el cuenco

sobre su plato, así que Ben no tuvomás remedio que aceptarlo. Ya sehabía servido dos veces, pero eradifícil resistirse a su gozosainsistencia. Tras una hora con elsenador Writemore, a Ben le parecíaun anciano con mucha energía, tanto

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por su aspecto como por suspalabras. Sus opiniones eran sólidascomo una roca, su paciencia escasa ysu nieta, indudablemente, la dueña desu corazón.

Lo que tranquilizaba a Ben erasaber que durante aquella hora nohabía estado ni de lejos tanincómodo como había imaginado.

Al principio, la casa le habíaabrumado. Desde fuera era una fincamás, bastante elegante y distinguida,pero por dentro le había parecidocomo dar una vuelta al mundo en unasiento de primera clase. Unas

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alfombras turcas, desgastadas por eltiempo y el uso, se extendían por elajedrezado de baldosas negras yblancas del recibidor. Bajo la largacurva de la escalera había un armariode ébano, alto como un hombre yespléndidamente decorado con pavosreales.

En el salón, donde un silenciosohombre oriental había servido losaperitivos, dos sillas estilo Luis XVflanqueaban una larga mesa rococó.Otro armario con puertas de cristallabrado escondía un tesoro: unascopas venecianas de un cristal

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tintado tan fino que casi se podía leera través de él, y un pájaro de cristalque resplandecía y reflejaba la luzdel fuego. A un lado de la chimenea,a modo de guardián, había unelefante de porcelana del tamaño deun terrier.

La sala reflejaba los orígenes delsenador, y obviamente los de sunieta: una riqueza placentera,conocimientos de arte, estilo. Tessllevaba un vestido color violeta conel que estaba resplandeciente y sehabía sentado sobre el verdebordado del sofá. La gargantilla de

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perlas le caía sobre el cuello, con subrillante piedra central centelleandoante la luz y el calor de su cuerpo.

A Ben nunca le había parecido tanbella.

También el comedor contaba conuna chimenea, que habían alimentadoconvenientemente para que seconsumiera y crepitara durante lacena. La luz provenía de la araña deprismas escalonados que colgaba deltecho. Sobre la mesa, vajilla inglesadecorada con buen gusto, platageorgiana sólida y reluciente, copasde cristal de Baccarat prestas a ser

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llenadas con fresco vino blanco yagua con burbujas, lino irlandés tansuave como para dormir en él... Loscuencos y las fuentes estaban arebosar. Ostras a la Rockefeller,pavo asado, espárragos conmantequilla, cruasanes reciénhechos... sus aromas se mezclaban enun delicioso popurrí entre las velas ylas flores.

Mientras el senador trinchaba elpavo, Ben se quedó pensando en losdías de Acción de Gracias de cuandoera pequeño.

Dado que siempre lo habían

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celebrado al mediodía, en lugar depor la noche, se despertaba con lostentadores olores del ave al horno, lasalvia, la canela y esa salchicha quesu madre doraba y despuésdesmenuzaba para el relleno. Eltelevisor estaba encendido, y seemitía el desfile de Macy y el fútbol.Era uno de los pocos días en que él ysu hermano no tenían obligación deponer la mesa. Ese placer sereservaba para su madre.

Ella sacaba los mejores platos,esos que solo utilizaba cuando losvisitaba la tía Jo de Chicago o

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cuando iba a cenar el jefe de supadre. La cubertería no era de plata,sino de un acero inoxidable bastanterecargado. Siempre le habíaenorgullecido doblar las servilletascon forma de triángulo. Luegollegaba la hermana de su padre consu marido y sus tres hijos detrás. Lacasa se llenaba entonces de ruidos,discusiones y el olor al pan de mielde su madre.

Bendecían la mesa mientras Bentrataba de ignorar a su prima Marcie,que cada año era más insoportable, yque, por razones que desconocía, su

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madre insistía en sentar siempre allado de él.

«Bendícenos, Señor, y bendiceestos alimentos que por tu bondadvamos a recibir. PorJesucristonuestroseñoramén.»

La última parte de la plegaria sedecía del tirón porque la gula eraabrumadora. Justo después definalizar el signo de la cruz, lasmanos se abalanzaban en busca delmanjar más cercano.

Nunca hubo un servidor orientalsilencioso que se ocupara de que lascopas estuvieran llenas de Pouilly-

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Fuissé.—Me alegro de que haya venido

esta noche, detective —dijoWritemore, sirviéndose otra raciónde espárragos—. A menudo mesiento culpable por tener a Tess solopara mí durante las fiestas.

—Aprecio mucho la invitación. Sino, lo más probable es que estuvieracomiendo tacos frente al televisor.

—Me imagino que una profesióncomo la suya no le deja muchotiempo para tener una comidatranquila. He oído que es usted unbicho raro, detective, que se toma en

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serio su trabajo. —Ben se limitó aalzar una ceja, y el senador esbozóuna media sonrisa e hizo un gesto conla copa de vino—. El alcalde memantiene informado de los progresosdel caso, dado que mi nieta estáinvolucrada.

—Lo que quiere decir mi abueloes que chismorrea con el alcalde.

—Eso también es cierto —admitióWritemore—. Al parecer, usted noaprobó que acudieran a Tess paraque les asesorara.

A una declaración directa, pensóBen, lo mejor es responder de igual

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forma.—Y sigo sin aprobarlo.—Pruebe una de estas peras en

conserva con un panecillo. —añadiópasándole el plato afablemente—.Las prepara la señorita Bette. ¿Leimporta que le pregunte si noaprobaba consultar con un psiquiatrao era específicamente por Tess?

—Abuelo, no me parece que lacena de Acción de Gracias sea elmomento adecuado para uninterrogatorio.

—Tonterías, no lo estoyinterrogando, solo trato de saber cuál

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es su opinión.Ben se tomó su tiempo en esparcir

las peras en conserva por elpanecillo.

—No le veía sentido a hacer unperfil psiquiátrico que comportaríamás tiempo y papeleo. Prefiero eltrabajo policial básico, lasentrevistas, las pesquisas, la lógica.—Miró a Tess y vio que observabasu copa de vino—. En lo querespecta a la aplicación de la ley, nome importa si el delincuente es unpsicótico o simplemente perverso.Esto está buenísimo.

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—Sí, a la señorita Bette se le damuy bien. —Como si quisieracorroborarlo, Writemore cogió unpoco más—. Comprendo su opinión,detective, aunque no esté del todo deacuerdo con usted. Eso es lo que enpolítica llamamos una chorradadiplomática.

—En la policía lo llamamos igual.—Entonces nos entendemos. Verá,

soy de la opinión de que siempre essabio entender la mente del oponente.

—En la medida en que le ayude auno a estar un paso por delante de él.

Ben observó más detenidamente a

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Writemore. Estaba sentado a lacabeza de la mesa, vestido con untraje negro y una camisa blanca yalmidonada. La corbata oscuraestaba fijada en su lugar gracias auna única y sencilla aguja. Lasmanos, grandes y gruesas,contrastaban con la elegancia delcristal. A Ben le sorprendió advertirque las manos de su abuelo, esasviejas manos de carnicero, eran muyparecidas a las de Writemore:labradas, con nudillos gruesos y undorso ancho. Llevaba un sencilloanillo de oro en la mano izquierda, el

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símbolo de compromiso con unamujer que había muerto más detreinta años atrás.

—Entonces ¿usted no cree que lalabor de Tess como psiquiatra lehaya ayudado en este caso enparticular?

Tess seguía comiendo como si nole preocupara lo más mínimo.

—Ojalá pudiera negarlo —respondió Ben un momento después—. Porque entonces sería más fácilconvencerla, o convencerle a ustedpara que la convenza a ella, de quese quede al margen del caso. Pero la

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verdad es que nos ha ayudado aestablecer un patrón y un móvil.

—¿Puedes pasarme la sal? —Tesssonrió mientras Ben le acercaba unrecipiente de vidrio de plomo—.Gracias.

—De nada —repuso Benmalhumorado—. Eso no significa queapruebe su participación en el caso.

—Así pues, debo inferir que ya esconsciente de que mi nieta es unamujer tozuda y obstinada.

—Sí, me he dado cuenta.—Es algo heredado —dijo Tess,

que cogió una mano al senador—. De

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mi abuelo —añadió.—Gracias a Dios no heredaste

también mi físico. —Y, luego, con elmismo tono afable, dijo—: He oídoque se ha mudado a vivir con minieta, detective.

—Es cierto.Ben volvió a servirse peras en

conserva, preparándose para elinterrogatorio que había estadoesperando toda la noche.

—Me pregunto si le estarácobrando horas extras a laadministración.

Tess se echó a reír y se recostó en

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la silla.—El abuelo está intentando

hacerte confesar. Ten, querido —dijoofreciéndole al senador más pavo—.Un día es un día. La próxima vez quechismorrees con el alcalde, dile queestoy disfrutando de una protecciónpolicial inigualable.

—¿De qué más debería decirleque estás disfrutando? —Writemorese sirvió otro pedazo de pavo antesde acercarse la salsa—. Y supongoque vas a decirme que no es de miincumbencia.

—No es necesario. —Tess se

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sirvió una cucharada de salsa dearándanos—. Ya lo acabas de decirtú mismo.

La señorita Bette, con su metrocincuenta de altura y sesenta y cuatrokilos de peso, entró en el salón ycomprobó satisfecha cómo habíamenguado el festín. Después secó susmanos pequeñas y regordetas en eldelantal.

—Doctora Court, hay una llamadapara usted.

—Ah, gracias señorita Bette. Laatenderé en la biblioteca. —Selevantó y luego se inclinó para besar

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la mejilla del senador—. Pórtatebien, abuelo. Y guardadme unaporción del pastel.

Writemore esperó a que su nietasaliera del comedor.

—Un hermosa mujer.—Sí, sin duda.—¿Sabe? cuándo era más joven

solían subestimarla por suapariencia, su altura y por ser mujer.No obstante, después de vivir más demedio siglo uno no da muchaimportancia a una cara bonita.Cuando vino a vivir conmigo era unarenacuaja. Solo nos teníamos el uno

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al otro. La gente pensó que yo laayudaría a superar aquella malaépoca. Pero la verdad, Ben, es quefue Tess quien me ayudó a mí. Creoque sin ella habría acabadodesmoronándome y muriendo. Sinembargo, ya casi estoy llegando a lostres cuartos de siglo. —Writemoresonrió como si ese pensamiento loreconfortara—. A estas alturas,prestas una atención especial a cadauno de los días que vives, y empiezasa valorar algunas pequeñas cosas.

—Como sentir la tierra bajo lospies cada mañana —murmuró Ben,

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que luego vio cómo lo miraba elsenador y se sintió incómodo—. Eslo que solía decir mi abuelo.

—Sin duda era un hombreinteligente. Sí, como sentirse vivocada mañana. —Observó a Benmientras se reclinaba con la copa devino en la mano. Le reconfortabaestar contento con lo que veía—. Lanaturaleza fuerza a un hombre avalorar estas cosas, incluso despuésde perder a su mujer y a su únicohijo. Aparte de algunos placerescontados, Tess es lo único que tengo.

Ben se dio cuenta de que ya no

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estaba incómodo ni esperaba que loacorralaran entre la espada y lapared.

—No voy a permitir que le ocurranada. No solo porque sea policía ymi obligación sea protegerla yampararla, sino porque me importa.

Al alejarse un poco de la mesa, eldiamante de la corbata de Writemoredestelló ante la luz.

—¿Sigue el fútbol?—Algo.—Cuando ya no tengamos que

preocuparnos de Tess, le invito avenir a un partido conmigo. Tengo

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unos abonos de temporada.Tomaremos unas cervezas y podrácontarme algo de usted, cosas que nosalgan en las copias de los archivosde su departamento. —Sonriómostrando una hilera de dientesblancos que, en su mayoría, erannaturales—. Comprenda que ella estodo lo que tengo, detective. Podríadecirle qué puntuación obtuvo ustedla semana pasada en las prácticas detiro.

Divertido, Ben dio un últimosorbo a la copa.

—¿Qué tal lo hice?

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—Bastante bien —respondióWritemore—. Bastante, bastantebien.

Los dos hombres, en inesperadasintonía, se volvieron cuando Tessentró en el comedor. Ben solo tuvoque verle la expresión paralevantarse de la silla.

—¿Qué ocurre?—Lo siento. —Su voz era

calmada, sin temblor alguno, perosus mejillas estaban pálidas.Extendió una mano mientrasavanzaba hacia su abuelo—. Deboirme, abuelo. Hay una emergencia en

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el hospital. No sé si me dará tiempode volver.

La mano de Tess estaba tan fríaque Writemore tuvo que cubrirla conlas suyas. Él entendía mejor quenadie que la procesión iba pordentro.

—¿Un paciente?—Sí, intento de suicidio. Lo han

llevado a Georgetown, pero no tienebuena pinta. —Su voz era fría eimpersonal, la voz de un médico. Benla observó con atención, pero, apartede la palidez, no pudo percibirningún sentimiento—. Lamento

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dejaros así.—No te preocupes por mí. —El

senador ya se había levantado. Lehabía pasado un brazo por loshombros y la acompañaba para salirdel comedor—. Llámame mañana ydime cómo estás.

Por dentro Tess temblaba y seagitaba, pero se mantuvoimpertérrita. Juntó su mejilla a la delabuelo en un intento de obtenerfuerzas.

—Te quiero.—Yo también te quiero, pequeña.Fuera, la nieve cuajaba en la

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oscuridad de la noche, y Ben la cogiódel brazo para que no resbalara porla escalera.

—¿Puedes decirme qué haocurrido?

—Un chico de catorce años hadecidido que ya no podía soportar lavida. Se ha tirado del puente deCalvert Street.

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La planta de cirugía del hospital olíaa antiséptico y a recién pintado. Lamitad del personal estaba devacaciones, así que no habíaprácticamente nadie en los pasillos.Alguien había dejado un pastel decarne envuelto con film plástico en lasala de enfermeras. Daba una

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apariencia festiva aunque estabatristemente fuera de lugar. Tess sedetuvo frente a una enfermera querellenaba un informe.

—Soy la doctora Court. Acabande ingresar a Joseph Higgins hijo.

—Sí, doctora. Está en elquirófano.

—¿Cuál es su estado?—Politraumatismo y hemorragia

masiva. Ha llegado en coma. Eldoctor Bitterman lo está operando.

—¿Y los padres de Joey?—Vaya al final del pasillo y luego

a la izquierda, en la sala de espera,

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doctora.—Gracias. —Tess se volvió hacia

Ben, reuniendo fuerzas—. No sécuánto va a durar, y no seráagradable. Puedo arreglarlo para queesperes en la sala de médicos.Estarás más cómodo.

—Voy contigo.—De acuerdo.Tess se dirigió al final del pasillo,

desabrochándose el abrigo a medidaque caminaba. Sus pasos resonabancomo detonaciones en el silencioembaldosado del pasillo. Al llegar ala sala de espera oyó los sollozos

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sofocados.Lois Monroe se abrazaba con

fuerza a su marido. A pesar del calorque hacía dentro no se habían quitadolos abrigos. Ella llorabasilenciosamente, con los ojosabiertos y absortos en la lejanía. Enel televisor que colgaba de la pareddanzaban las imágenes sin sonido delespecial de Acción de Gracias. Tesshizo señas a Ben para que se quedaraatrás.

—Señor Monroe.Sus ojos, activados por la voz,

pasaron de la pared a la puerta.

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Durante un instante se quedómirándola como si no supiera quiénera, luego le embargó un dolor que sereflejó breve y penetrantemente ensus ojos. Casi se podían oír suspensamientos: No la creí. No locomprendí. No supe.

Más conmovida por eso inclusoque por el llanto, Tess se acercó aellos y tomó asiento junto a LoisMonroe.

—Subió a la habitación para ver siquería más tarta —empezó a explicarel marido—. Pero él... no estaba.Había dejado una nota. —Tess

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comprendió que necesitaba consueloy le cogió la mano. Él la apretó,tragó saliva y continuó—: Decía quelo sentía. Que... que ojalá pudieracambiar. Que ahora todo sería mejor,que volvería convertido en otraforma de vida. Alguien lo vio... —Los dedos de Monroe se aferraron ala mano de Tess mientras cerraba losojos y trataba de controlarse—.Alguien lo vio saltar y llamó a lapolicía. Cuando llegaron... cuandollegaron a casa acabábamos dedarnos cuenta de que se había ido.No sabía qué hacer, por eso la llamé.

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—Joey se pondrá bien —dijoLois, retorciéndose las manos yapartándose de Tess—. Yo siempreme he preocupado por él. Se pondrábien, y luego nos lo llevaremos acasa —añadió volviéndose haciaella—. Ya le dije que no lanecesitaba más. Joey no la necesita austed, ni ninguna clínica, ni ningúntratamiento. Solo necesita que lodejen en paz un tiempo. Se pondrábien. Él sabe que lo quiero.

—Sí, él sabe que usted lo quiere—murmuró Tess, y le cogió unamano. Tenía el pulso acelerado y

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débil—. Joey sabe lo mucho queusted ha intentado ayudarlo.

—Es cierto. Todo lo que he hechoha sido para protegerlo, para que lascosas fueran mejor. Lo único quesiempre he querido es que Joey seafeliz.

—Lo sé.—Entonces ¿por qué? Dígame por

qué ha ocurrido esto. —Dejó dellorar. Pasó de hablarentrecortadamente a la inquina. Loisse desembarazó de su marido paraagarrar a Tess por los hombros—. Sesuponía que usted debía curarlo,

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usted debía lograr que estuviera bien.Ahora, dígame por qué mi niño estáallí desangrándose en la mesa deoperaciones. Dígame por qué.

—No, Lois, no. —Incapaz decontener las lágrimas, Monroe tratóde acercarla a sí, pero su esposa selevantó de un salto y arrastró a Tessconsigo.

Instintivamente, Ben dio un paso alfrente, pero ella lo vio y negóenérgicamente con la cabeza.

—Quiero una respuesta. ¡Malditasea, quiero que usted me dé unarespuesta!

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En lugar de intentar tranquilizarla,Tess aceptó su furia.

—Estaba sufriendo, señoraMonroe. Y el sufrimiento erademasiado profundo, tan profundoque yo no podía llegar a él.

—Yo hice todo lo que pude. —Aunque el tono de voz de LoisMonroe era prácticamente normalestaba clavándole las uñas en loshombros a Tess. Al día siguiente severían los moratones—. Lo hicetodo. Ya no bebía —dijo condificultad—. Hacía meses que nobebía.

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—No, ya no bebía. Deberíasentarse, Lois. —Tess intentóllevarla de nuevo al sofá.

—¡No quiero sentarme! —Lafuria, miedo en realidad, se desatóhasta convertir sus palabras enproyectiles—. Lo que quiero es a mihijo. A mi niño. Usted solo se dedicóa hablar y hablar, una semana trasotra, hablando y hablando. ¿Y hacer?¿No podía hacer nada? Se suponeque usted tenía que hacer quemejorase, que fuera feliz. ¿Por quéno lo hizo?

—No pude. —Una punzada de

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dolor recorrió su cuerpo—. No pude.—Lois, siéntate. —Al verla tan

conmocionada, Donald Monroe lacogió de los hombros y la llevó alsofá. La abrazó de nuevo y miró aTess—. Usted nos avisó de que estopodía ocurrir. No la creímos. Noquisimos creerlo. Podemos volver aintentarlo, si no es demasiado tarde.Podemos...

Justo en ese momento se abrió lapuerta y todos supieron que erademasiado tarde.

El doctor Bitterman todavíallevaba la ropa de quirófano. Se

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había quitado la mascarilla, quecolgaba de sus tiras elásticas. Aún sedistinguían las marcas del sudor.Aunque la operación había sidorelativamente corta, el esfuerzo y elcansancio se hacían patentes en lascomisuras de los ojos y la boca. Tesssupo que ambos habían perdido a unpaciente antes de que pronunciarauna sola palabra, antes de que sedirigiera hacia ellos.

—Señora Monroe, lo sientomucho. No hemos podido hacer nada.

—¿Joey? —Alternó su miradaausente del médico al marido,

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asiéndose con fuerza al hombro deeste.

—Joey se nos ha ido, señoraMonroe. —Bitterman, mareado yderrotado después de una horatratando de salvar la vida al chico, sesentó junto a ella—. En ningúnmomento ha recuperado laconsciencia. Tenía politraumatismoencefálico. No se podía hacer nada.

—¿Joey? ¿Joey ha muerto?—Lo siento.Sus sollozos, bruscos y guturales,

inundaron la sala. Lloraba con laboca abierta y la cabeza echada

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atrás, en un dolor agónico; Tesssintió que se le rompía el corazón.Nadie puede entender como unamadre la alegría de tener un hijo.Nadie puede entender como unamadre la devastación que se siente alperderlo.

Un error de criterio, el deseo demantener a la familia unida por suspropios medios, le había costado unhijo. Ahora Tess no podía hacer nadapor ella. Y tampoco por Joey. Diomedia vuelta y abandonó la sala conel pecho henchido de dolor.

—Tess... —Ben la cogió del brazo

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cuando se dirigía hacia el vestíbulo—. ¿No te quedas?

—No —contestó con una vozcategórica y fría, siguiendo sucamino—. Verme solo puedeprovocarle más dolor, si cabe. —Llamó al ascensor y metió las manosen los bolsillos con los puñosapretados.

—¿Eso es todo? —La indignaciónlatente que Ben alojaba en lasentrañas se expandió por todo su ser—. ¿Te olvidas de ello y ya está?

—No puedo hacer nada más.Tess entró en el ascensor y se

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esforzó por respirar hondo.Regresaron a casa bajo una

copiosa nieve. Tess no habló. Ben,enmudecido por el resentimiento, semostró tan frío y silencioso comoella. La calefacción estabaencendida, pero Tess hacía esfuerzospor no temblar. El fracaso, el dolor yla ira se unían en un áspero nudo queaprisionaba su garganta y dejaba unhorrible sabor. Nunca le resultabafácil mantenerse entera, pero en esemomento le parecía de unaimportancia vital.

Para cuando llegaron al

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apartamento sentía tal presión en elpecho que tuvo que obligarse acontrolar la respiración.

—Siento haberte metido en esto —dijo Tess con suavidad. Tenía quealejarse, alejarse de él y de todos,hasta que recobrara el control. Teníala cabeza a punto de estallar—. Séque ha sido una situacióncomplicada.

—Parece que te lo estás tomandomuy bien. —Ben se quitó la chaquetay la dejó sobre la silla—. No tienesque disculparte conmigo. Mi trabajotampoco es un camino de rosas,

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¿recuerdas?—Claro, lo sé. Escucha —dijo

tragándose el nudo que tenía en lagarganta—, voy a tomarme un baño.

—Por supuesto, adelante. —Sedirigió al mueble bar y cogió labotella de vodka que guardaba—. Yovoy a tomarme una copa.

Tess no se molestó en ir aldormitorio para cambiarse. Ben oyóel agua caer sobre la porcelana encuanto cerró la puerta del baño.

Ben pensó mientras se servía lacopa que él tan siquiera habíaconocido al chico. No había razón

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para que lo embargara ese feoresentimiento. Era normal estar tristeo apenado, incluso enfadarse por lapérdida inútil de una vida, pero nosabía de dónde salía esa turbadorarabia de impotencia.

La había visto tan indiferente, tanpoco afectada...

Igual que el médico de Josh.Empezó a atragantársele toda esa

animosidad reprimida durante años.Ben cogió la copa de vodka paraquitarse el mal sabor de boca, peroluego la dejó de nuevo sobre elaparador y lo cerró de un portazo, sin

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beber un sorbo. Se dirigió al pasillo,sin saber muy bien que hacer, y abrióla puerta.

Tess no estaba en la bañera.El agua tronaba sobre la porcelana

con toda su presión y desaparecíadirectamente por el desagüe, queTess no se había preocupado detapar. El vapor suspendido en el airese condensaba sobre el espejo. Tess,de espaldas al lavabo y todavíavestida, lloraba desconsoladamentecon las manos en la cara.

Ben se quedó un momento en elumbral de la puerta, demasiado

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sobrecogido para entrar y demasiadoimpresionado para cerrar la puerta ydejarla en la soledad que parecíadesear.

Nunca la había visto sucumbir asus propias emociones. En la cama,había momentos en que parecíadejarse llevar completamente por lapasión. A veces, perdía los estribosy parecía que fuera a estallar. Peroluego se contenía, siempre. Sinembargo, en ese momento se tratabade dolor, de un dolor absoluto.

Tess, que no había oído abrirse lapuerta, se mecía de delante a atrás en

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un compás de duelo. Autoconsuelo.Ben intentó tragarse el resentimiento.Pensó en acariciarla y luego vaciló.Se dio cuenta de que consolar aalguien que de verdad le importabaera más difícil, muchísimo másdifícil.

—Tess. —Cuando se decidió atocarla ella dio un respingo. Laabrazó, pero advirtió que se poníarígida. Percibía su lucha por reprimirlas lágrimas y mantener la distancia—. Venga, deberías sentarte.

—No. —Su debilitado organismose vió invadido por la humillación.

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La había sorprendido en su momentomás bajo e íntimo, totalmentedesnuda y sin fuerzas paradefenderse. Lo único que quería erasoledad y tiempo para recomponerse—. Por favor, déjame sola unmomento.

A Ben le dolió su resistencia, elrechazo al consuelo que necesitabaofrecerle. Le dolió tanto que empezóa retroceder. Luego sintió cómo elcuerpo de Tess se estremecía de unaforma más conmovedora y dolorosaincluso que las lágrimas. Se separóde ella en silencio y fue a cerrar el

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grifo.Tess se apartó las manos de la

cara y se agarró al borde del lavabo.Tenía la espalda recta como unavara, como si se dispusiera a repelerun golpe o una mano tendida. Lo mirócon el rostro enrojecido ycompungido por las lágrimas. Ben nodijo palabra, sino que la cogió enbrazos y la sacó del baño sinpensarlo dos veces.

Esperaba que se resistiera, que legritara o le insultara, pero en lugarde eso simplemente relajó losmúsculos, acurrucó la cara contra su

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cuello y rompió a llorar.—Era solo un niño.Ben se sentó al borde de la cama y

la acercó más a sí. Sentía laslágrimas calientes en su piel, como sihubieran estado ardiendo en sus ojosdurante demasiado tiempo.

—Lo sé.—No pude llegar a él. Tenía que

haber podido. Con toda mi cultura,mi formación, mis autoanálisis, loslibros y las conferencias, y no pudellegar a él.

—Lo intentaste.—Eso no es suficiente. —La rabia

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salía con toda su fuerza y fiereza,pero a Ben no le sorprendió. Eso eraprecisamente lo que esperaba—. Sesupone que yo debo curar, que deboayudar, no solo hablar de ayudar. Noes que no haya logrado que completeel tratamiento, es que ni siquiera heconseguido mantenerlo con vida.

—¿También han de tener lospsiquiatras el ego de un dios?

Sus palabras la alejaron de élcomo una bofetada en la cara. Sepuso en pie de un salto. Las lágrimasseguían secándose en su cara, sucuerpo aún temblaba, pero ya no

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daba la impresión de que fuera aderrumbarse.

—¿Cómo te atreves a decirmeeso? Ha muerto un chico. Nunca tuvola oportunidad de conducir un coche,de enamorarse, de crear una familia.Está muerto, y el hecho de que yo searesponsable no tiene nada que vercon el ego.

—¿Ah, no? —Ben también selevantó, y antes de que Tess pudieravolverse la cogió de los hombros—.¿Siempre tienes que ser perfecta,controlarlo todo y tener todas lasrespuestas y soluciones? Esta vez no

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las has tenido y no has sidoinvulnerable. Dime, ¿podías haberevitado que se tirara del puente?

—Tendría que haber podido —dijo presionándose la frente con labase de una mano entre sollozossecos y entrecortados—. No, no fuilo suficientemente buena para él.

La rodeó con un brazo y la llevóde nuevo a la cama. Era la primeravez que Ben sentía que ella lonecesitaba y se apoyaba en él. En unasituación normal esa habría sido laseñal para largarse de allí. Pero enlugar de eso se sentó con ella, le

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cogió la mano y dejó que reposara lacabeza sobre su hombro. Sentirsecompleto. Sentirse completo eraextraño y daba un poco de miedo.

—Tess, este es el chico del queme habías hablado antes, ¿verdad?

Ella recordó la noche del sueño, lanoche que se había levantado y Benestaba allí para consolarla yescucharla.

—Sí, llevo semanas pensando quepodría hacerlo.

—Y ¿se lo dijiste a sus padres?—Sí, se lo dije, pero...—No quisieron escucharte.

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—Eso no tendría que haberimportado. Yo debería ser capazde... —Ben le volvió la cabeza paramirarla a los ojos y Tess se contuvo—. No —dijo con un largo suspiro—. No quisieron escucharme. Sumadre lo sacó de la terapia.

—Y él se quedó sin apoyo.—Puede que eso le hundiera un

poco más, pero no creo que fuera larazón que lo llevó al suicidio. —Seguía sintiendo el mismo frío y durodolor, pero ya no lo veía todo comofruto de su propio fracaso—. Estanoche ha debido de pasar algo más.

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—¿Y sabes lo que es?—Quizá. —Tess se levantó de

nuevo, incapaz de permanecersentada—. Llevo dos semanasintentado contactar con el padre deJoey; su teléfono está apagado.Incluso pasé por su apartamento haceunos días, pero se había mudado sindejar otra dirección. En principio,este fin de semana tenía que recogera Joey. —Tess se secó las lágrimasde las mejillas con el dorso de unamano—. Joey había puesto muchasesperanzas en ese encuentro. Cuandosu padre no iba, a Joey se le caía el

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mundo encima. Quizá ya no pudosoportarlo más. Era un niñomaravilloso, un hombrecito enrealidad. —Empezaron a brotarnuevas lágrimas, pero esta vez Tessno se resistió y dio rienda suelta a sudolor—. Había pasado una épocadurísima, pero en el fondo era unchico muy cariñoso, con una grannecesidad de sentirse amado.Sencillamente, no se creía digno deque se preocuparan por él.

—Y tú te preocupabas por él.—Sí, quizá demasiado.Resultaba extraño, pero esa

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pequeña y dura bola de resentimientorecubierta con una fina capa deamargura que Ben había llevado enlas entrañas desde la muerte de suhermano empezaba a disolverse. Lamiró a ella, a la psiquiatra distante yobjetiva, la instigadora, laestimuladora de mentes, y vio lascicatrices reales y humanas quedejaba el dolor, no solo por perder aun paciente, sino por el chico.

—Tess, lo que ha dicho su madreen el hospital...

—No tiene importancia.—Sí, sí que la tiene. Estaba

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equivocada.Tess se dio la vuelta y vio su

reflejo en el espejo del vestidor antela tenue luz del pasillo.

—Solo en parte. En realidad,nunca sabré qué habría pasado sihubiera probado con otro método o silo hubiese enfocado desde otraperspectiva.

—Se equivocaba —repitió Ben—.Yo también dije algo parecido haceaños. Seguramente también meequivocaba.

Sus miradas se cruzaron en elespejo. Él seguía sentado en la cama,

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entre sombras. Parecía sentirse solo.Era raro, porque Tess siempre lohabía visto como un hombre rodeadode amigos, que se sentía a gusto, queconfiaba en sí mismo. Se volvióhacia él, pero como no estaba segurade que quisiera consuelo, se quedóinmóvil.

—Nunca te he hablado de Josh, mihermano.

—No. Nunca has hablado muchode tu familia. No sabía que tuvierasun hermano.

—Era casi cuatro años mayor queyo. —No hacía falta que usara el

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verbo en pasado para saber que Joshestaba muerto. Tess se percató encuanto Ben pronunció su nombre—.Era ese tipo de personas a quienes lavida siempre les sonríe. Noimportaba qué hiciera, siempre lohacía mejor que los demás. De niñosteníamos una colección de TinkerToys. Si yo construía un coche, élhacía un camión de dieciséis ruedas.En la escuela, si estudiaba hasta queme escocían los ojos, podía llegar asacar un notable. Y Josh hacía unexamen perfecto sin necesidad deabrir el libro. Lo absorbía todo. Mi

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madre decía que tenía un don divino.Su máxima aspiración era que sehiciera sacerdote, porque una vezordenado seguramente podría obrarmilagros.

No lo dijo con el resentimientopropio de algunos hermanos, sinocon humor y con una profundaadmiración.

—Debiste de quererlo mucho.—A veces lo odiaba. —Ben se

encogió de hombros, como sicomprendiera que el odio era elcalor que temperaba el verdaderoamor—. Pero normalmente sí, me

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parecía tremendo. Nunca seaprovechó de mí, y no porque nopudiera. Era muchísimo más grande,pero su manera de ser no era esa.Tampoco es que fuera un santo, ninada parecido. Simplemente erabueno, bondadoso de la cabeza a lospies.

»De pequeños compartíamoshabitación. Una vez mi madreencontró todos mis Playboy. Estaba apunto de darme una buena zurra paracastigarme por lujurioso, pero Joshle dijo que aquellas revistas eransuyas, que estaba haciendo un trabajo

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sobre la pornografía y sus efectossociológicos en los adolescentes.

Tess se echó a reír sin podercontrolarse.

—¿Y ella se lo creyó?—Sí, totalmente. —Bastaba

recordarlo para sacarle una sonrisa—. Josh nunca mentía para salvar elpellejo, solo cuando creía que era lamejor opción. Formaba parte delequipo de fútbol americano delinstituto, y las chicas casi se letiraban a los pies. Tuvo la suficientecordura para disfrutarlo un poco,pero enseguida se enamoró

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perdidamente de una chica. Por suforma de ser, él no iba de flor enflor, sino que quería dedicarse a unasola. Aun así, creo que ella fue elúnico gran error que cometió en suvida. Era guapa, inteligente, y de unade las mejores familias. Perotambién superficial. Él estaba locopor ella, y el último año le compróun anillo de diamantes con todos susahorros. No una baratija, sino unagema auténtica. Ella solíapavonearse con el anillo paraenvidia de las demás chicas.

»Más tarde se pelearon. Él nunca

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dijo por qué, pero fue una auténticahecatombe. A Josh le habían dadouna beca para ir a Notre Dame, y sinembargo, el día después degraduarse, se alistó en el ejército.Los jóvenes protestaban contraVietnam, fumaban porros y llevabansímbolos de la paz, pero Joshdecidió ofrecer al país los mejoresaños de su vida.

Ben rebuscó en su bolsillo yencendió el primer pitillo desde queempezara a hablar. Su punta rojaresplandecía bajo la tenue luz quecaía sobre él.

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—Mi madre lloró como unaMagdalena, pero mi padre estabailusionadísimo. Su hijo no era uninsumiso, ni un fumeta universitario,sino un auténtico estadounidense. Mipadre es un hombre sencillo, y asíera como pensaba. Yo, por mi parte,siempre he sido más de izquierdas.Empezaba el instituto ese otoño, ycreía que ya lo sabía todo. Pasé unanoche entera intentando quitarle esaidea de la cabeza. Obviamente lospapeles ya estaban firmados y erademasiado tarde, pero yo esperabaque pudiera revocarlo de algún

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modo. Le dije que era estúpido tirartres años de su vida por una chica. Elproblema es que ya no se trataba deeso. Tan pronto como se alistó,decidió que sería el mejor soldadodel ejército estadounidense. Ya lehabían hablado de la Escuela deOficiales. Con la que estabamontando Johnson allí,necesitábamos oficiales inteligentesy capaces para liderar las tropas. Asíes como se veía Josh a sí mismo.

Fue entonces cuando Tess loadvirtió, esa espina clavada que seabría paso a través de su voz.

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Abandonó la luz para adentrarse enlas sombras junto a él. Ben no sedaba cuenta de que lo necesitaba,pero en cuanto Tess lo tocó se aferróa su mano.

—Así que allí se marchó. —Bendio una profunda calada al cigarrilloy sacó el humo con un suspiro—.Subió al autobús, joven, bello,supongo que podríamos decir,idealista, seguro de sí mismo. Porsus cartas se diría que lo pasaba engrande con la formación básica: ladisciplina, el desafío, lacamaradería. Hizo amigos

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fácilmente, como en todas partes. Enmenos de un año ya lo habíandestinado a Vietnam. Yo estaba en elinstituto, aprobando los exámenes deálgebra a duras penas y tratando deligarme a todas las animadoras quepodía. Josh se embarcó haciaVietnam como subteniente.

Ben guardó silencio durante uninstante. Tess se sentó a su lado, lecogió una mano y esperó a quecontinuara.

—Mi madre fue a la iglesia todoslos días mientras Josh estuvo allí.Solía entrar, encender una vela y

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rezar a la Virgen María para que suhijo mantuviera a Josh a salvo. Cadavez que recibía una carta la leía hastasabérsela de memoria. Pero pocodespués empezaron a ser más brevesy a cambiar de tono. Josh ya nohablaba de sus amigos. Hasta mástarde no supimos que los cuerpos dedos de ellos habían quedadodiseminados por la selva. Nosupimos nada de eso hasta quevolvió y empezó a tener pesadillas.No lo mataron allí. Mi madreencendió suficientes velas para queeso no ocurriera, pero murió de todas

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formas. Ya no era él mismo, sinootro. Necesito una copa.

Tess lo cogió del brazo antes deque pudiera levantarse.

—Ya voy yo.Lo dejó allí sentado, y como

quería que tuviera todo el tiempo quenecesitara, sirvió dos copas decoñac. Al volver a su lado, Benhabía encendido otro pitillo, peroseguía en el mismo sitio.

—Gracias. —Bebió y, aunque elcoñac no ocupó el agujero que habíadejado el dolor, la amargura empezóa desaparecer—. Por entonces, ya

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nadie daba bienvenidas a los héroes.La guerra se había convertido en algoincómodo. Josh volvió con medallasy condecoraciones, y con una bombade relojería en la cabeza. Alprincipio parecía estar bien.Demasiado tranquilo, demasiadoreservado, pero imaginábamos quenadie regresaba de allí sin cambiarde algún modo. Volvió a vivir encasa y encontró un trabajo. No queríani oír hablar de los estudios. Todospensamos, bueno, necesita un pocode tiempo.

»Pasó casi un año antes de que

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empezaran las pesadillas. Sedespertaba gritando y con sudores.Lo echaron del trabajo. Nos dijo quelo había dejado, pero mi padre seenteró de que se había peleado y lohabían despedido. Casi un añodespués, las cosas comenzaron adeteriorarse en serio. Los empleosapenas le duraban unas semanas.Empezó a llegar a casa borracho, aveces ni tan siquiera venía a dormir.Las pesadillas tomaron un carizviolento. Una noche que se despertógritando traté de calmarlo y memandó al otro lado de la habitación

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de un golpe. Se puso a gritar quehabía emboscadas y francotiradores.Me levanté de nuevo para intentarcalmarlo y se me echó encima.Cuando entró mi padre Josh estabaestrangulándome.

—Por Dios, Ben.—Mi padre logró separarlo de mí,

y cuando Josh se dio cuenta de lo quehabía hecho, de lo que había estado apunto de hacer, se sentó en el suelo yempezó a llorar. Nunca he visto anadie llorar así. No podía parar. Lollevamos al Departamento deVeteranos. Le asignaron un

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psiquiatra.Más de la mitad del cigarrillo ya

era ceniza. Ben lo apagó y dio untrago al coñac.

—Por entonces yo estudiaba en launiversidad, así que lo llevaba en micoche cuando no tenía la tarde muyocupada. Odiaba aquella consulta;me parecía una auténtica tumba. PeroJosh tenía que entrar allí. A veces looía llorar. Otras veces no se oíaabsolutamente nada. Cincuentaminutos después, salía. Yo siempreesperaba que saliera siendo el Joshque todos recordábamos.

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—A veces es difícil, más difícilincluso para la familia que paraquien sufre la enfermedad —dijoTess, acercando su mano para queBen decidiera si quería tocarla o no—. Cuando tenemos tanta necesidadde ayudar, nos sentimos impotentes...Queremos pensar con tanta claridadque quedamos desorientados.

—Un día mi madre se vino abajo.Era domingo. Había estadopreparando un guiso de carne y, sincomerlo ni beberlo, acabó tirándoloen el fregadero. «Si fuera cáncer —dijo—, encontrarían una forma de

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extirpárselo. ¿Es que no pueden verqué lo devora por dentro? ¿Por quéno encuentran la forma dequitárselo?»

Ben bajó la vista al coñac y vio enél la imagen de su madre frente alfregadero, sollozando, tan real comosi hubiera sucedido el día anterior.

—Durante un tiempo pareció queJosh mejoraba. Como estaba bajotratamiento psiquiátrico y su historialaboral era irregular, le resultabadifícil encontrar trabajo. Elsacerdote de la iglesia movióalgunos hilos, tiró de la sempiterna

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culpa católica y le consiguió unempleo de mecánico en unagasolinera. Cinco años antes teníauna beca para Notre Dame y luegoestaba cambiando bujías. Aun así,era algo. Ya no tenía tantaspesadillas. Lo que nadie sabía eraque tomaba barbitúricos paramitigarlas. Luego fue heroína. De esotampoco nos enteramos. Quizá si yohubiera estado más por casa... Peroestudiaba en la universidad, y porprimera vez en mi vida estabatomándomelo en serio. Mis padres nosabían nada de drogas. El médico

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tampoco se enteró. Este era uncomandante del ejército, que habíaestado en Corea y en Vietnam, perono se dio cuenta de que Josh estabametiéndose toda esa mierda parapoder dormir por las noches.

Ben se pasó una mano por elcabello antes de dar cuenta delcoñac.

—No lo sé. Quizá estaba quemadoy ya no pudo más. En cualquier caso,el resultado fue que después de dosaños de terapia y miles de velas a laVirgen María, Josh subió a suhabitación, se puso el uniforme de

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combate y las medallas y, en lugar decoger la jeringuilla, cargó surevólver reglamentario y acabó contodo.

—Ben, decir que lo siento no essuficiente, no es ni de lejossuficiente, pero no puedo decir nadamás.

—Solo tenía veinticuatro años.Y tú solo veinte, pensó Tess, pero,

en lugar de decirlo, se limitó arodearlo con el brazo.

—Al principio culpé al ejércitoestadounidense... de hecho, a todo elsistema militar. Pero me pareció más

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sencillo echarle la culpa al médicoque lo estaba tratando. Recuerdo quecuando los policías estaban en elpiso de arriba yo me quedé sentadoen la habitación que compartía conJosh, pensando que ese cabróntendría que haberlo ayudado. Suobligación era curarlo. Por unmomento, incluso pensé en matarlo,pero luego llegó el sacerdote y tuveque centrarme en otras cosas. Noquería darle la extremaunción.

—No lo entiendo.—No era nuestro pastor, sino un

chaval recién salido del seminario

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que se mareaba con solo pensar quedebía subir a ver a Josh. Nos dijoque se había quitado la vida conconocimiento de causa yvoluntariamente, de modo que habíamuerto en pecado mortal. No le diola absolución.

—Eso está mal. Peor aún, es cruel.—Lo eché de casa. Mi madre se

quedó allí de pie, frunciendo loslabios, sin derramar una lágrima, yluego subió a la habitación dondeestaban esparcidos los sesos de suhijo y rezó ella misma por suabsolución.

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—Tu madre es fuerte. Debe detener una fe inquebrantable.

—Lo único que ha hecho en suvida es cocinar —dijo acercando aTess; necesitaba sentir su perfumefemenino y reconfortante—. Yo no sési hubiera podido subir esa escalerauna segunda vez, pero ella lo hizo. Ycuando la vi, me di cuenta de que noimportaba cuánto le doliese, cuántapena sintiera; ella creía que lo que lehabía pasado a Josh había sidovoluntad del Señor y siempre seguirácreyéndolo.

—Pero tú no lo creías.

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—No. Tenía que ser culpa dealguien. Josh nunca hizo daño anadie, no hasta que lo destinaron aVietnam. Se suponía que lo que hizoallí era justo, porque luchaba por supaís. Pero no lo era, y él no pudovivir con eso. El psiquiatra tendríaque haberle demostrado que era unapersona decente, que valía la pena, apesar de lo que hubiera hecho enVietnam.

Igual que ella tendía que haberdemostrado a Joey Higgins que valíala pena.

—Después de eso, ¿alguna vez

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hablaste con el médico de Josh?—Una vez. Creo que aún no me

había sacado de la cabeza que queríamatarlo. El tipo estaba allí sentadoante su escritorio, asido de manos —dijo Ben mirando las suyas y viendocómo se cerraban en un puño—. Nose sentía responsable de nada. Medijo que lo sentía, me explicó lograve que podía ser el trastorno porestrés postraumático. Luego meexplicó, con las manos aúnentrelazadas y una voz distante, queJosh no había podido superar suexperiencia en Vietnam, que volver a

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casa e intentar llevar la misma vidaque antes significaba una presión tangrande que acabó reventándole lacabeza.

—Lo siento, Ben. Seguramentegran parte de lo que te dijo eracierto, pero podría haberlo dicho deotra manera.

—A ese le importaba todo unamierda.

—Ben, no lo estoy defendiendo,pero muchos médicos, psiquiatras ono, siempre mantienen la distancia,no se permiten implicarsedemasiado, porque cuando pierdes a

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alguien, cuando no eres capaz desalvarlo, duele demasiado.

—Igual que a ti te ha dolido lamuerte de Joey.

—Es un tipo de dolor que terompe por dentro, y si lo sientesdemasiado a menudo, al final ya no tequeda nada, ni para ti ni para elpróximo paciente.

Puede que lo comprendiera;cuando menos, lo intentaba. Pero eraincapaz de imaginar al loquero delejército llorando encerrado en ellavabo.

—¿Por qué lo haces?

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—Supongo que necesito lasrespuestas, igual que tú. —Se volvióhacia él y le tocó la cara—. Es durocuando sientes que no has hecho lossuficiente o que has llegado tarde. —Recordó el abatimiento de Ben alnarrarle el asesinato de esas trespersonas por un puñado de monedas—. No somos tan diferentes comopensé al principio.

Llevó la mano de Tess hacia suslabios, reconfortado por su tacto.

—Quizá no. Al verte esta noche,sentí lo mismo que cuando tequedaste mirando a Anne Reasoner

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en aquel callejón. Parecías tandistanciada de esa tragedia, tancontrolada... Exactamente igual queaquel comandante, cogido de manosante al escritorio, diciéndome porqué mi hermano había muerto.

—No por mantener el control estásmenos afectado. Tú eres poli,deberías saberlo.

—Quería estar seguro de quesentías algo —dijo Ben, y deslizó lamano hasta la muñeca de Tess paracogerla y mirarla a los ojos—.Supongo que lo que realmente queríaes que me necesitaras. —Y esa era

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quizá una de las confesiones másdifíciles de su vida—. Luego, cuandohe entrado en el lavabo y te he vistollorando, he sabido que menecesitabas y me he cagado demiedo.

—No quería que me vieras así.—¿Por qué?—Porque no confiaba lo suficiente

en ti.Ben bajó la vista para contemplar

el contraste entre su mano y ladelicada y esbelta muñeca de Tess.

—Yo solo había hablado de estocon Ed. Hasta ahora, era el único en

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quien confiaba —dijo llevándose susdedos a los labios para besarlos conternura—. ¿Y ahora qué? ¿Dónde nosdeja esto ahora?

—¿Dónde quieres que nos deje?La risa, aunque salga floja y a

regañadientes, es curativa.—Evasivas de psiquiatra —

respondió, acariciando con airepensativo las perlas que Tess llevabaal cuello. Le quitó la gargantilla.Olió la fragancia de su sedoso cuello—. Tess, cuando acabe todo esto, site pidiera que te tomaras unos díaslibres, una semana para irnos a

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alguna parte, ¿aceptarías?—Sí.Se quedó mirándola, divertido y

algo más que sorprendido.—¿Así de fácil?—Puede que te pregunte adónde

cuando llegue el momento, parasaber si me llevo un biquini o unabrigo de pieles.

Tess le quitó la gargantilla de lamano y la dejó sobre la mesita denoche.

—Hay que ponerlas en un lugarseguro.

—Duermo con un policía —dijo

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ella con despreocupación, pero luegovio que Ben estaba absorto en algo ycreyó entender qué pensamientos loturbaban—. Ben, todo esto acabarápronto.

—Ya.Pero cuando la acercó más a él y

sus sentidos se llenaron de ella, leentró miedo.

Estaban a día 28 de noviembre.

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18 —No saldrás del apartamento

hasta que te diga que puedes.—Por supuesto —aceptó Tess

mientras se recogía el pelo—. Tengosuficiente trabajo en casa paraquedarme pegada al escritorio todoel día.

—Ni siquiera a sacar la basura.

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—Ni aunque los vecinos me lopidan por escrito.

—Tess, quiero que te tomes estoen serio.

—Me lo estoy tomando en serio.—Escogió unos pendientes de oro enforma de pirámide escalonada y selos puso—. Hoy no pasaré ni unminuto sola. El agente Pilomentoestará aquí a las ocho.

Ben miró los pantalones grises y elsuéter con cuello vuelto que llevabaTess.

—¿Así de guapa te pones para él?—Por supuesto. —Ben se le

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acercó por la espalda, y Tess sonrióal ver a ambos en el espejo—.Últimamente tengo debilidad por lapolicía, y tiene toda la pinta deconvertirse en una obsesión.

—¿Eso es cierto? —dijo Ben,inclinándose para besarle la nuca.

—Me temo que sí.Posó las manos sobre sus

hombros. Quería continuar a su lado,tocándola.

—¿Te preocupa?—No —contestó ella. Sonrió y se

dio la vuelta para abrazarlo—. Nome preocupa lo más mínimo. Ni eso,

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ni ninguna otra cosa. —Ben tenía elentrecejo fruncido, y Tess quisoalisarlo con un dedo—. Ojalá tútampoco lo estuvieras.

—Mi trabajo consiste enpreocuparme. —Siguió abrazado aella un momento, consciente de quesería duro salir por la puerta esamañana y confiarle la vigilancia aotro—. Pilomento es un buen policía—dijo, tanto para calmarla a ellacomo a sí mismo—. Es joven, perosigue las reglas a rajatabla. Nadieentrará por esa puerta mientras élesté aquí.

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—Lo sé. Venga, vamos a tomarcafé. Solo tenemos unos minutos.

—Lowenstein lo relevará a lascuatro. —Ben repasó el horariocamino de la cocina, aunque amboslo conocían al dedillo—. Es lamejor. Puede que parezca unaagradable esposa de barrioresidencial, pero yo no la cambiaríapor ningún otro poli en una situaciónpeliaguda.

—Estaré bien acompañada —repuso Tess mientras sacaba dostazas—. Los policías siguenturnándose en la tercera planta, el

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teléfono está pinchado, habrá unaunidad aparcada al otro lado de lacalle en todo momento.

—No será un coche patrulla. Noqueremos asustarlo, en caso de quese decida a actuar. Bigsby, Rodericky Mullendore se turnaran con Ed yconmigo en la vigilancia.

—Ben, no estoy preocupada —dijo Tess. Dio a Ben una taza de caféy asió su brazo para ir al comedor—.He reflexionado a conciencia sobreesto. Créeme, lo he pensado mucho.Mientras esté en un lugar cerrado einaccesible no puede ocurrirme nada.

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—Él no sabrá que tienesprotección policial. Cuando vuelva,sobre la medianoche, entraré pordetrás y subiré por la escalera.

—Tiene que hacer un movimientoesta noche, de eso estoy segura. Y,cuando lo haga, tú estarás allí.

—Agradezco la confianza, pero laverdad es que estaría menos nerviososi no te lo tomaras con esa calma. Nohace falta que exageres. —La cogiódel brazo para darle énfasis, sin queella pudiera alzar la taza de café—.Cuando lo atrapemos, lointerrogaremos en la comisaría, pero

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tú no vendrás.—Ben, ya sabes lo importante que

es para mí hablar con él, tratar decomprenderlo.

—No.—No podrás evitarlo por mucho

tiempo.—Por tanto como te dure.Tess desistió y adoptó otra táctica,

una que la había despertado de buenamañana y la había mantenido en vela.

—Ben, creo que comprendes a esehombre mejor de lo que crees. Sabeslo que es perder a alguien que formaparte indispensable de tu vida. Tú

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perdiste a Josh, él perdió a Laura.No sabemos quién era, pero esevidente que fue muy importante paraél. Tú me dijiste que cuando murióJosh pensaste en matar a su médico.Espera —dijo antes de que lainterrumpiera—. Querías culpar aalguien, herir a alguien. Si nohubieras sido una personaemocionalmente fuerte, podríashaberlo hecho. Y con todo, nolograste deshacerte del resentimientoy el dolor.

La verdad que se ocultaba trasaquellas palabras incomodó a Ben.

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—Tal vez sea cierto, pero yo nohe optado por matar a gente.

—No, tú te convertiste en policía.Quizá en parte lo hiciste por Josh,porque necesitabas encontrarrespuestas, hacer las cosas bien. Eresuna persona equilibrada, segura de símisma, y fuiste capaz de transformarlo que tal vez sea la mayor tragediade tu vida en algo constructivo. Perosi no estuvieras en tu sano juicio,Ben, si no hubieras tenido unaimagen sólida de ti mismo, si nodiferenciaras el bien y el mal, puedeque algo se hubiera resquebrajado en

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tu interior. Tú perdiste la fe cuandomurió Josh. Creo que ese hombreperdió la suya tras la muerte deLaura. No sabemos cuánto tiempohace de esto, quizá un año, cinco oveinte, pero ha recogido losfragmentos de su fe y los harecompuesto. Solo que esosfragmentos, como tienen bordesirregulares, en realidad no encajan.Asesina, hace sacrificios para salvara Laura. Su alma. Lo que me contasteanoche me hizo reflexionar. Quizáella murió en lo que la Iglesiaconsidera pecado mortal y le negó la

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absolución. Y a él, siempre leenseñaron que sin absolución el almaestá perdida. Su psicosis le haceasesinar, sacrificar a mujeres que lerecuerdan a Laura. Pero siguesalvándoles el alma.

—Puede que todo lo que dices seaverdad. Sin embargo, eso no altera elhecho de que haya matado a cuatromujeres y que ahora vaya a por ti.

—¿Tiene que ser blanco o negro,Ben?

—A veces no hay más opciones.—Resultaba más frustrante porcuanto en parte empezaba a

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comprender, incluso a sentir, lo queella decía. Y él quería seguirviéndolo claro, sin medias tintas—.¿Es que tú no crees que algunaspersonas sencillamente nacenmalvadas? ¿Acaso un hombre dice asu mujer que va a salir a cazarhumanos y luego va a un McDonald’sy empieza a disparar a niñossimplemente porque su madre lepegó cuando tenía seis años? ¿Odecide ir a un campus para hacerprácticas de tiro porque su padreengañaba a su madre?

—No, pero ese hombre no es el

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tipo de asesino de masas al que terefieres. —Tess estaba en su propioterreno y sabía por dónde pisaba—.No está matando de forma aleatoria ysin motivos. Un niño que ha sufridoabusos tiene las mismasposibilidades de ser presidente debanco que de ser psicópata. Ytampoco creo en la maldadcongénita. Estamos hablando de unaenfermedad, Ben, algo que cada vezmás médicos ven como una reacciónquímica del cerebro que anula elpensamiento racional. Hemosrecorrido mucho camino desde las

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posesiones demoníacas, pero hacesesenta años todavía se trataba laesquizofrenia mediante la extracciónde dientes. Luego llegaron lasinyecciones con suero de caballo, losenemas. Estamos en el último cuartodel siglo veinte y seguimostanteando. Fuera lo que fuese lo queha desencadenado su psicosis,necesita ayuda. Igual que lanecesitaba Josh. Igual que lanecesitaba Joey.

—No durante las primerasveinticuatro horas —contestó Bencon rotundidad—. Y no hasta que se

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solucione el papeleo. Puede que élno quiera verte.

—Ya lo he pensado, pero creo quesí querrá.

—Todo esto carece deimportancia hasta que lo cojamos.

Llamaron a la puerta y Ben sellevó la mano a la pistola lentamente.Aún tenía el brazo entumecido, peropodía usarlo. No tendría problemaspara usar su arma reglamentaria. Sedirigió hacia la puerta, aunque sequedó a un lado.

—Pregunta quién es. —Tess seacercó, pero Ben la detuvo con un

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gesto—. No. Pregunta desde ahí. Nodebes ponerte delante de la puerta.

Dudaba de que cambiara del amitoa las balas, pero no queríaarriesgarse.

—¿Quién es?—Detective Pilomento, señora.Al reconocer la voz, Ben se volvió

y abrió.—Paris —saludó Pilomento al

tiempo que restregaba los zapatos enel felpudo para quitarse la nieve—.Las carreteras siguen hechas undesastre. Hay casi veinte centímetrosde nieve. Buenos días, doctora Court.

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—Buenos días. Deme el abrigo,por favor.

—Gracias, hace un frío deldemonio fuera —dijo a Ben—.Mullendore está en su posición frenteal edificio. Espero que llevecalzones largos.

—No te distraigas demasiadomirando los concursos de la tele. —Ben cogió el abrigo y echó un últimovistazo al apartamento. Solo habíauna entrada, y Pilomento nuncaestaría a más de ocho metros deTess. Pero todo eso lo dejaba frío,incluso con el abrigo puesto—.

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Estaré en contacto regular con losequipos de vigilancia. ¿Por qué novas a la cocina y te sirves una taza decafé?

—Gracias, acabo de tomarme unaen el coche de camino aquí.

—Tómate otra.—Ah... —Pilomento miró a Ben y

luego a Tess—. Sí, claro.Y se fue a la cocina silbando.—Tienes muy poca vergüenza,

pero no me importa —dijo Tessriendo por lo bajo para despuésagarrar a Ben por la cintura—. Vecon cuidado.

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—Es mi costumbre. Tú haz lomismo.

La acercó más, y se dieron unlargo y apasionado beso.

—¿Va a esperarme esta noche,doctora?

—Cuente con ello, inspector. ¿Mellamarás si... bueno, si ocurrecualquier cosa?

—Cuente con ello, doctora. —Sequedó sosteniendo su cara unmomento y le dio un beso en la frente—. Eres preciosa. —La sorpresa queadvirtó en los ojos de Tess le hizodarse cuenta de que con ella no

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utilizaba esos cumplidos elegantes yseductores que solía decir a otrasmujeres. Percatarse de esto lo dejódesorientado. Para disimularlo, lepasó el cabello por detrás de la orejay se apartó de ella—. Cierra lapuerta con llave.

Así lo hizo ella en cuanto él salió.Ben deseaba poder desprenderse dela incómoda sensación de que notodo saldría tan bien como lo habíanplaneado.

Horas después Ben estaba en el

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interior del Mustang, observando eledificio de Tess. Dos niñas dabanlos últimos retoques a un recargadomuñeco de nieve. Ben se preguntó siel padre sabría que le habían puestosu sombrero. El día había pasadomás lentamente incluso de lo quehabía imaginado.

—Los días se acortan —comentóEd.

Estaba recostado en el asiento delacompañante, caliente como un osocon pijama, con sus pantalones depana, la camisa de franela, el jerseyy su parka L. L. Bean. A Ben hacía ya

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rato que el frío le calaba las botas yentumecía sus pies.

—Ahí está Pilomento.El detective salió del edificio, se

detuvo un momento en la acera y setiró del cuello del abrigo. Esa señalsignificaba que Lowenstein estabadentro y que no había novedad. Losmúsculos de Ben se relajaronmínimamente.

—Tess está bien, no te preocupes.—Ed estiró las piernas y empezó ahacer ejercicios para evitarcalambres—. Lowenstein puedecontra todo un ejército.

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—El asesino no saldrá hasta quesea de noche.

Se le congelaba la cara cuandotenía la ventana abierta durantemucho tiempo, así que sustituyó elcigarrillo que le apetecía por unMilky Way.

—¿Sabes lo que le hace el azúcaral esmalte de tus dientes? —Ed, queno se rendía nunca, sacó una tarterade plástico con una mezcla casera depasas, dátiles, frutos secos sin sal ygerminados de trigo. Había suficientepara dos—. Deberías empezar areeducar tu alimentación.

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Ben dio un bocado grande a suchocolatina adrede.

—Cuando Roderick nos releve, devuelta pasaremos por el Burger King.Me apetece un Whopper.

—Por favor, no mientras yo estécomiendo. Si Roderick, Bigsby y lamitad de la comisaría llevaran unadieta adecuada, no habrían cogido lagripe.

—Yo no la he cogido —dijo Bencon la boca llena de chocolate.

—De milagro. Cuando llegues alos cuarenta, tu organismo va areventar. No será algo agradable.

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¿Qué es eso?Ed se incorporó para mirar a un

hombre al otro lado de la acera.Llevaba un abrigo negro y largoabotonado hasta arriba. Caminabalentamente, demasiado despacio ycon excesiva prudencia.

Ambos estaban con una mano en elarma y la otra en la puerta cuando elhombre echó a correr de repente. Benya había abierto la puerta, pero elhombre cogió a una de las niñas quejugaban en la nieve y la lanzó al aire.Ella soltó una carcajada corta yescandalosa, y gritó: «¡Papá!».

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Ben volvió a recostarse, tratandode calmar la respiración. Se sintió unpoco tonto.

—Estás igual de alterado que yo.—Me gusta esa chica. Me alegro

de que te arriesgaras a comer pavocon su abuelo.

—Le conté lo de Josh.Las cejas de Ed se alzaron y

desaparecieron bajo su gorro demarinero. Representaba uncompromiso que incluso a él lesorprendía.

—¿Y?—Supongo que me alegro de

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haberlo hecho. Ella es lo mejor queme ha pasado en la vida. Dios, esosuena un poco cursi.

—Sí. — Ed, satisfecho, se puso amasticar un dátil—. Las personasenamoradas suelen sonar un pococursi.

—Yo no he dicho que estuvieraenamorado. —Lo soltó rápidamente,como si reaccionara de manerainstintiva al caer en la trampa—.Solo quiero decir que ella esespecial.

—A algunas personas les cuestaadmitir un compromiso emocional

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porque a la larga temen fracasar.Para ellas, pronunciar la palabra«amor» es atarse una cadena que laspriva de su intimidad, de su soltería,y las obliga a considerarse a símismas como la mitad de una pareja.

Ben tiró al suelo el envoltorio dela chocolatina.

—¿Eso es de la revista Redbook?—No, es mío. Quizá debería

escribir un artículo.—Mira, si estuviera enamorado de

Tess, o de cualquier otra, no tendríaningún problema en decirlo.

—¿Entonces...? ¿Lo estás?

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—Le tengo cariño. Mucho.—Eufemismo.—Es importante para mí.—Evasiva.—Vale, estoy loco por ella.—Sigues sin decirlo, Paris.Esa vez sí que abrió la ventana

para encenderse un pitillo.—De acuerdo, estoy enamorado

de ella. ¿Contento?—Sal con otra. Te sentirás mejor.Ben soltó un improperio y al final

acabó riéndose. Tiró el cigarrillo porla ventana y aceptó el dátil que Ed ledaba.

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—Eres peor que mi madre.—Para eso están los amigos.

En el apartamento de Tess el tiempopasaba igual de lentamente. A lassiete cenó con Lowenstein una sopade lata y unos sándwiches de rosbif.Por mucho que dijera que no estabapreocupada, Tess no hizo mucho másque jugar con los trozos de ternera yde verduras de su plato. Era unanoche fría y triste. Nadie habríasalido, a no ser que estuvieraobligado a ello. Pero como ella no

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podía ir más allá de su propia puertase sentía enjaulada.

—¿Juegas a la canasta? —preguntó Lowenstein.

—Perdona, ¿qué has dicho?—La canasta.Lowenstein miró el reloj y se

figuró que su marido estaría dándolesun baño a los niños. Roderick sehallaría apostado delante deledificio, Ben y Ed peinarían la zonaantes de volver a comisaría, y su hijamayor estaría quejándose porquetenía que lavar los platos.

—No soy una gran compañía.

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Lowenstein devolvió su mediobocadillo al plato de cristal de colorverde claro que tanto le habíagustado.

—Doctora Court, usted no tienepor qué entretenerme.

No obstante, Tess apartó su plato ehizo un esfuerzo.

—Tiene familia, ¿verdad?—Un equipo de fútbol,

prácticamente.—Supongo que no es fácil

conciliar un trabajo exigente con elcuidado de la familia.

—Yo me crezco en la dificultad.

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—Me aprece admirable. Yosiempre las evito. ¿Puedo hacerleuna pregunta personal?

—Vale. Pero si yo puedo hacerleuna después.

—Me parece justo. —Tess seinclinó hacia delante con los codossobre la mesa—. ¿Le resulta difícil asu marido estar casado con alguiencuyo trabajo no solo es exigente, sinoademás peligroso?

—Supongo que no es fácil. Sé queno lo es —se corrigió Lowenstein.Dio un trago a la Diet Pepsi que Tesshabía servido en unos vasos finos y

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labrados que ella jamás habríasacado de la vitrina—. Hemos tenidoque luchar mucho. Hace un par deaños pasamos por un proceso deseparación. Duró treinta y cuatrohoras y media. La cuestión es queestamos locos el uno por el otro.Normalmente, eso puede con todo.

—Eres afortunada.—Soy consciente de ello. Lo sé,

incluso cuando me entran ganas demeterle la cabeza en el váter. Metoca.

—De acuerdo.Lowenstein le dedicó una mirada

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larga y escrutadora.—¿Dónde compras la ropa?La cogió tan desprevenida que

durante los primeros segundos ni tansiquiera pudo reír. Por primera vezen el día, Tess conseguía relajarse.

Fuera, Roderick compartía un termode café con un corpulento detectivenegro al que llamaban Pudge. Estetenía un resfriado que lo traía decabeza, y no paraba de cambiar depostura y de quejarse.

—No creo que le veamos el pelo a

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ese tipo. Mullendore tiene el últimoturno. Si alguien acaba cogiéndolo,será él. Nosotros no vamos más quea congelarnos el culo.

—Tiene que ser esta noche.Roderick le sirvió otra taza de

café y luego volvió a observar lasventanas de Tess.

—¿Por qué?Pudge soltó un enorme bostezo y

maldijo los antiestamínicos queobstruían su nariz y suspensamientos.

—Porque todo apunta a que seráesta noche.

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—Joder, Roderick, podríanponerte a quitar mierda a paladas yno te quejarías. —Dio otro bostezo yse recostó en la puerta dando ungolpe—. Jesús, se me cierran losojos. Esta maldita medicación medeja molido.

Roderick barrió la calle con lamirada de arriba abajo. No había niun alma.

—¿Por qué no te echas unacabezadita? Yo vigilaré.

—Es un detalle. —Ya casidormido, Pudge cerró los ojos—.Con diez minutos, estoy listo. De

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todas formas Mullendore llegará enuna hora.

Roderick siguió vigilando ante lossuaves ronquidos de su compañero.

Lowenstein estaba enseñando a Tesslas sutilezas de la canasta cuandosonó el teléfono. La charla relajadaentre chicas acabó de golpe.

—Vale, responde. Si es él, manténla calma. Entretenlo todo lo quepuedas y queda con él, si esnecesario. Trata de que sea en algúnlocal.

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—De acuerdo. —Tess cogió elauricular y habló con naturalidad, apesar de que se le había secado lagarganta—. Doctora Court.

—Doctora, soy el detectiveRoderick.

—Ah, detective. —Su cuerpo entensión se relajó, al tiempo que sevolvía hacia Lowenstein y negabacon la cabeza—. Diga. ¿Algunanovedad?

—Lo hemos cogido, doctoraCourt. Ben lo ha arrestado a menosde dos manzanas de aquí.

—¿Ben? ¿Está bien?

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—Sí, no se preocupe. No es nadagrave. Unos arañazos en el hombrodurante el arresto. Me ha pedido quela llame para que lo sepa y setranquilice. Ed lo está llevando alhospital.

—Hospital. —Se acordó de labandeja con los vendajes empapadosde sangre—. ¿A cuál? Quiero ir.

—Lo está llevando a Georgetown,doctora, pero él no quería que ustedse preocupara.

—No, no me preocupo. Voy haciaallí enseguida. —Tess sintió elaliento de Lowenstein en la nuca, así

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que se volvió—. La detectiveLowenstein quiere hablar con usted.Gracias por la llamada.

—A todos nos alegra que hayaacabado.

—Sí. —Tess cerró los ojos confuerza y pasó el teléfono aLowenstein—. Lo han cogido.

Tras esto corrió hacia eldormitorio, en busca del bolso y lasllaves del coche. Cuando volvió alsalón para ponerse el abrigo,Lowenstein seguía pidiendo detallesa Roderick. Tess se echó el abrigo alhombro y esperó con impaciencia.

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—Parece que ha sido una capturalimpia —dijo Lowenstein al colgar—. Ben y Ed decidieron peinar elárea a fondo, y vieron a un hombresalir de un callejón y dirigirse haciaaquí. Llevaba el abrigo abierto, demodo que vieron la sotana. Le dieronel alto y el tipo no se resistió, perocuando Ben encontró el amito en subolsillo parece que perdió la cabezay empezó a forcejear y a llamarla agritos.

—Por Dios.Tess quería verlo, hablar con él.

Pero Ben estaba camino del hospital,

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y él era lo más importante.—Lou me ha dicho que Ben tiene

algunas contusiones, pero que noparece grave.

—Me sentiré mejor cuando lo veapor mí misma.

—Te entiendo. ¿Quieres que telleve al hospital?

—No, seguro que estás deseandovolver a la comisaría y aclarar todoslos detalles. Ya no parece quenecesite más protección policial.

—No, pero te acompañaré alcoche de todas formas. Di a Ben demi parte que ha hecho un gran

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trabajo.

Ben estaba a escasos metros de laentrada de la comisaría cuandoLogan aparcó el coche y se apresuróa salir de él.

—¡Ben! —Lo alcanzó junto a Eden la escalera de entrada, sinsombrero ni guantes, vestido con unasotana que rara vez llevaba—.Esperaba encontraros aquí.

—No es la mejor noche para quelos sacerdotes salgan de paseo, Tim.Hay un montón de polis nerviosos ahí

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fuera, y podrías acabar esposado.—He oficiado una misa de noche

para las hermanas y no he tenidotiempo de cambiarme. Creo quetengo algo.

—Dentro —dijo Ed abriendo lapuerta—. Se te van a congelar losdedos.

—Era muy urgente —repusoLogan, y se frotó las manosdistraídamente para calentarse—.Llevo días dando vueltas a todo esto.Sabía que os intrigaba el uso delnombre del reverendo Francis Moorey que lo estabais investigando, pero

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yo no he podido quitarme de lacabeza al Frank Moore que conocí enel seminario.

—Seguimos investigándolo. —Ben miró su reloj con impaciencia.

—Lo sé, pero yo lo traté,¿comprendes?, y sabía que rayabaentre la santidad y el fanatismo.Luego me acordé de un seminaristaque había sido su discípulo y que semarchó tras una sonora discusión conMoore. Me acuerdo de él porque seha convertido en un escritor muyconocido: Stephen Mathias.

—He oído hablar de él. —Ben no

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podía contener la emoción, así quetiró del hilo—. Crees que Mathias...

—No, no. — Logan respiróprofundamente, frustrado por suincapacidad para explicarse conrapidez y coherencia—. Yo nisiquiera conocí a Mathias enpersona. Ya tenía un puesto en launiversidad cuando ocurrió todo eso.Pero recuerdo que se decía queMathias estaba al tanto de todo loque sucedía en el seminario. Dehecho, utilizó un montón de historiaspara sus dos primeros libros. Cuantomás pensaba en ello, más cosas

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encajaban. Recordé haber leído unanovela en particular que mencionabaa un joven estudiante que tuvo unadepresión y que dejó el seminariojusto después de que su hermana, sugemela, muriera a causa de un abortoilegal. Al parecer, aquello causó unescándalo tremendo. Luegodescubrieron que la madre del chicoestaba internada en un psiquiátrico yque a él lo habían tratado poresquizofrenia.

—Localicemos a Mathias.Ben se dispuso a cruzar el

vestíbulo cuando Logan lo detuvo.

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—Ya lo he hecho. He conseguidolocalizarlo con unas pocas llamadas.Vive en Connecticut y recuerda elepisodio a la perfección. Elseminarista era inusualmente devoto,tanto de Moore como de la Iglesia.De hecho, fue su secretario. Mathiasme dijo que su nombre era LouisRoderick.

A Ben se le heló la sangre, sucorazón dejó de palpitar, pero seguíacon vida.

—¿Estás seguro?—Sí, Mathias estaba seguro, pero

le insistí y lo corroboró con las notas

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que tomó en su momento. Estádispuesto a venir hasta aquí paradarte una descripción. Con eso y elnombre, deberías ser capaz deencontrarlo.

—Sé dónde está.Ben salió disparado, miró a su

alrededor y cogió el primer teléfonoque tenía al alcance.

—¿Lo conocéis? —preguntóLogan, que trataba de retener a Edantes de que también se marcharacorriendo.

—Es policía. Forma parte delequipo, y ahora mismo está a cargo

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de la vigilancia exterior del edificiode Tess.

—¡Cielo santo!La comisaría bulló con una

actividad frenética, y Logan se pusoa rezar.

Enviaron patrullas al domicilio deRoderick y refuerzos al apartamentode Tess. Logan siguió los pasos deBen cuando se dirigían a la salida.

—Quiero ir con vosotros.—Es un asunto policial.—Puede que ver a un sacerdote lo

calme.—No te metas en esto.

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Estaban ya cruzando las puertas decristal y casi pasaron por encima deLowenstein.

—¿Qué diablos ocurre aquí?Ben la cogió por las solapas del

abrigo, enloquecido por el miedo.—¿Por qué no estás con ella? ¿Por

qué la has dejado sola?—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué sentido

tenía quedarme allí después de queLou llamara diciendo que lo habíaisatrapado?

—¿Cuánto hace que llamó?—Unos veinte minutos. Pero me

dijo que vosotros estabais camino

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de... —Se resistía a aceptarlo, perola expresión de Ben se lo dijo todo—. Por Dios, Lou no... Pero si éles... —Policía, pensó Lowenstein.Era su amigo. Trató de calmarse—.Llamó hace veinte minutos y me dijoque había sido un arresto limpio, quepodía dar por terminada la vigilanciay volver a la comisaría. No lo puseen duda. Por Dios, Ben, no se meocurrió verificarlo con la comisaría.¡Era Lou!

—Tenemos que encontrarlo.Lo cogió del brazo antes de que se

alejara de ella.

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—Hospital Georgetown. Le dijo aTess que te habían llevado aurgencias.

No necesitaba nada más para bajarcomo un relámpago la escalera yllegar al coche.

Tess aparcó después de un frustranteviaje de veinte minutos. Apenashabía tráfico, pero eso no impedíaque hubiera accidentes. Se dijo quelo bueno era que a Ben ya lo habríanatendido y que estaría esperándola.

Cerró el coche de un portazo y se

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guardó las llaves en el bolsillo.Pensó que de camino a casa podíancomprar una botella de champán. No,mejor dos botellas. Y despuéspasarían el resto del fin de semanabebiéndoselas en la cama.

La idea era tan agradable que nopercibió la figura que salía de entrelas sombras.

—Doctora Court.Primero se alarmó y se llevó la

mano al cuello. Luego, riéndose, sela quitó y siguió caminando.

—Detective Roderick, no sabíaque usted...

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La luz resplandeció sobre sualzacuellos blanco. Justamente comoen el sueño, pensó Tess en unmomento de auténtico pánico.Cuando creía que estaba a un paso desalvarse se confirmaba la peor de suspesadillas. Podía volverse y echar acorrer, pero Roderick estaba a unpalmo de ella y acabaría cogiéndola.Igualmente podía gritar, pero no teníaduda alguna de que él la haría callar.Para siempre. Solo le quedaba unaposibilidad: enfrentarse a él.

—Querías hablar conmigo. —No,así no funcionaría, pensó con

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desesperación, no con aquella voztemblorosa y el eco ensordecedor desu propio miedo zumbando en lacabeza—. Yo también quería hablarcontigo. Deseo ayudarte.

—En su momento pensé quepodría. Tiene una miradacomprensiva. Al leer sus informes,me di cuenta de que entendía que yono era un asesino. Luego supe queusted era una enviada. Usted sería laúltima, la más importante. Fue laúnica a quien la Voz llamó por sunombre.

—Háblame de esa voz, Lou. —

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Quería retroceder, dar un lento pasohacia atrás, pero percibió en sus ojosque el más leve movimientodesencadenaría la violencia—.¿Cuándo la oíste por primera vez?

—Cuando era un niño. Dijeron queestaba loco, como mi madre. Me diomiedo, así que la bloqueé. Más tarde,comprendí que era la llamada delSeñor, para que dirigiera mivocación al sacerdocio. Me hizofeliz ser elegido. El padre Mooredecía que solo unos pocos sonelegidos para llevar a cabo la obrade Dios y celebrar los sacramentos.

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Pero incluso los elegidos podemossucumbir a la tentación del pecado.Incluso los elegidos son débiles, asíque hacemos sacrificios, cumplimospenitencia. Me enseñó cómopreparar mi cuerpo para lucharcontra la tentación. Flagelación,ayuno.

Y con esto encajaba otra pieza delrompecabezas. Un jovenemocionalmente inestable entra en elseminario para que lo forme otrohombre emocionalmente inestable.La mataría. Si seguía el camino queveía frente a él, la mataría. El

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aparcamiento estaba desierto y laspuertas de urgencias se hallaban acasi doscientos metros.

—¿Qué significaba para tiordenarte sacerdote, Lou?

—Lo era todo para mí. Toda mivida estaba predestinada a ello,¿comprende? Predestinada. Aconvertirme en sacerdote.

—Pero lo dejaste.—No. —Alzó la cabeza como si

saboreara el aire, o escuchara algodentro de su cabeza—. Eso fue comoun agujero negro en mi vida. Enrealidad por entonces yo ni tan

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siquiera existía. Un hombre no puedeexistir sin fe. Un sacerdote no puedeexistir sin una razón de ser.

Roderick se llevó la mano albolsillo, y Tess vio el trozo de telablanca. Cuando volvieron a mirarse,ella tenía los ojos casi tandesorbitados como los de él.

—Háblame de Laura.Roderick había dado un paso al

frente, pero al oír ese nombre sedetuvo.

—Laura —repitió—. ¿Conociste aLaura?

—No, no la conocí. —Tess vio

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que había sacado el amito, peroparecía que se hubiera olvidado deél. Conversa, se dijo Tess paracontener el grito. Conversa, habla,escucha—. Háblame de ella.

—Era hermosa. Ese tipo dehermosura tan frágil que te planteassi puede perdurar. A nuestra madreno le gustaba que Laura pasara horasmirándose en el espejo, cepillándoseel pelo, ni que llevara vestidosbonitos. Mi madre sentía que eldiablo la empujaba, que siempre laempujaba hacia el pecado y lospensamientos impuros. Pero Laura

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simplemente reía y decía que lapenitencia no era para ella. Laurareía mucho.

—Y tú la querías mucho.—Éramos almas gemelas.

Compartimos una vida antes denacer. Eso es lo que decía nuestramadre. Estábamos unidos por Dios.Mi tarea consistía en evitar queLaura rechazara la Iglesia y todo loque nos habían enseñado. Era miobligación, pero le fallé.

—¿Por qué le fallaste?—Solo tenía dieciocho años.

Seguía bella y delicada, pero ya no

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reía. —Las lágrimas afloraron en susojos, sin sollozos, reluciendo en susmejillas—. Había sido débil. Fuedébil, y yo no estaba allí paraayudarla. Un aborto ilegal. Diosjuzga. Pero ¿por qué el juicio deDios tuvo que ser tan severo? —Sellevó una mano a la frente a medidaque se le aceleraba la respiraciónhasta hacerse audible y penetrante—.Una vida por otra vida. Es justo ynecesario. Una vida por otra vida.Me rogó que no la dejara morir, queno la dejara morir en un pecadomortal que la enviaría al infierno.

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Pero yo no tenía poder alguno paraabsolverla. Por más que estuvieramuriendo en mis brazos, yo no teníaningún poder. El poder llegó luego,después de la desesperación,después de todo ese tiempo oscuro yvacío. Puedo mostrárselo. Debomostrárselo.

Avanzó hacia ella y consiguiópasarle el pañuelo por el cuello, apesar de que Tess había retrocedidopor instinto.

—Lou, eres un agente de policía.Tu trabajo es proteger. Te dedicas aproteger.

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—Proteger —dijo con sus dedostemblorosos en el pañuelo. Era unpolicía. Había tenido que poner unsomnífero en el café de Pudge. Hacermás, herir a otro agente, habríaestado mal. Proteger. Los pastoresprotegen a su rebaño—. No protegí aLaura.

—No, fue una pérdida terrible.Pero ahora has intentadocompensarla, ¿verdad? ¿No teconvertiste en agente de policía poreso? ¿Para compensarla de algunamanera? ¿Para proteger a los demás?

—Tuve que mentir, pero después

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de lo de Laura ya no me importaba.Pensé que quizá en la policía podríaencontrar lo que había estadobuscando en el seminario. Una razónde ser. Un apostolado por la ley delhombre, no por la ley de Dios.

—Sí, juraste defender la ley.—Después, muchos años después,

volvió la Voz. Era real.—Sí, para ti era real.—No siempre está dentro de mi

cabeza. A veces es un susurro en lahabitación de al lado, o la oigo comoun trueno que llega del techo deldormitorio. Me contó cómo salvar a

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Laura y cómo salvarme a mí mismo.Nuestro destino es estar juntos.Siempre hemos estado juntos.

Tess cogió las llaves que tenía enel bolsillo. Si Roderick tensaba elpañuelo, las usaría para sacarle unojo. Para sobrevivir. El instinto desupervivencia había despertado en suinterior.

—La absolveré por sus pecados—murmuró—. Y se irá con Dios.

—Acabar con una vida es unpecado.

Esto le hizo vacilar.—Una vida por otra vida. Es un

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sacrificio sagrado —dijo él con undolor que se extendía a su voz.

—Acabar con una vida es unpecado —repitió Tess al tiempo quesentía palpitar la sangre en sus orejas—. Matar va en contra de la ley deDios, y también de la de loshombres. Tú conoces ambas leyes,puesto que eres policía y sacerdote.—Se oyó una sirena, pero Tesspensó que era un ambulancia decamino a urgencias. No apartó losojos de él—. Puedo ayudarte.

—Ayuda —susurró, entre lapregunta y la súplica.

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—Sí.Tess estaba temblando, pero se

atrevió a cogerle una mano. Susdedos rozaron el pañuelo de seda.

Aunque oyeron portazos a susespaldas, ninguno de los dos semovió.

—¡Quítale las manos de encima,Roderick! ¡Quítale las manos deencima y hazte a un lado!

Tess se volvió, con la manotodavía sobre la de Lou, y vio a Benapenas a tres metros de ellos, con laspiernas separadas y sujetando lapistola con ambas manos. A su

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izquierda, Ed mantenía la mismaposición. Se oyeron más sirenas yaparecieron más coches con lucesintermitentes en el aparcamiento.

—Ben, no me ha hecho nada.Pero él no la miró. No le quitaba

los ojos de encima a Roderick, yTess advirtió en ellos el fondo deviolencia que Ben trataba decontrolar. Sabía que si se apartaba,él se dejaría ir.

—Ben, he dicho que no me hahecho nada. Quiere ayuda.

—Apártate.—Si hubiera estadoseguro de que Roderick no llevaba

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un arma, se habría abalanzado sobreél. Pero Tess se interponía entreellos como un escudo.

—Ya se ha acabado todo, Ben.Ed hizo una rápida señal con la

mano y avanzó unos pasos.—Tengo que registrarte, Lou.

Luego te esposaré y te meteré en elcoche.

—Sí. —Aturdido y dócil, levantólos brazos para hacerlo más fácil—.Es lo que dicta la ley. ¿Doctora?

—Dime. Nadie va a hacerte daño.—Tienes derecho a permanecer en

silencio —empezó a decir Ed una

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vez le hubo quitado la placa depolicía que llevaba bajo el abrigo.

—Está bien, lo entiendo. —Ed leajustó las esposas, y Roderick fijó suatención en Logan—. Padre, ¿havenido a oír mi confesión?

—Sí. ¿Te gustaría que teacompañara? —preguntó Loganapretándole la mano a Tess.

—Sí, estoy muy cansado.—Pronto podrás descansar. Ven

con nosotros y me quedaré contigo.Con la cabeza gacha, Roderick

empezó a caminar entre Ed y Logan.—Perdóname, Padre, porque he

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pecado.Ben esperó a que pasaran de largo.

Tess permanecía inmóvil,observándolo, pensando que suspiernas no responderían si trataba deavanzar. Le vio guardar la pistola yrecorrer de tres zancadas la distanciaque los separaba.

—Estoy bien, estoy bien —repitióTess una y otra vez cuando sederrumbó en sus brazos—. No iba ahacerme nada. No podía.

Ben le quitó el pañuelo y lo lanzósobre un montón de nieve. Luego lepasó las manos por el cuello para

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asegurarse de que no tenía ningunrasguño.

—He estado a punto de perderte.—No. —Tess juntó su cuerpo al

de Ben—. Él lo sabía. Creo quedurante todo este tiempo sabía que yopodría detenerlo. —Empezó a llorary lo abrazó con más fuerza—. Elproblema, Ben, es que no podía.Nunca en la vida he estado tanasustada.

—Te has puesto en medio paraque no le disparase.

Sollozando, se apartó un pocopara darle un beso.

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—Estaba protegiendo a unpaciente.

—Él no es tu paciente.Tentó a la suerte sin saber si sus

piernas la mantendrían en pie durantemás tiempo. Retrocedió un paso paramirarlo a los ojos.

—Sí, sí que lo es. Y en cuantoacabe el papeleo, empezaré atratarlo.

Ben la cogió de las solapas delabrigo, pero cuando ella le acaricióla cara con la mano, no pudo más quedejar caer la frente sobre su pecho.

—Joder, estoy temblando.

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—Yo también.—Vámonos a casa.—Sí, por favor.Caminaron hacia el coche,

agarrándose fuertemente por lacintura. Tess vio que había aparcadosobre la acera, aunque no se locomentó. Dentro del coche, volvió aacurrucarse a su lado. Nunca antes sehabía sentido tan protegida y querida.

—Era policía.—Está enfermo —dijo Tess, y

entrelazó sus dedos con los de Ben.—Siempre ha estado un paso por

delante de nosotros.

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—Ha estado sufriendo. —Cerrólos ojos un momento. Estaba viva.Esa vez no había fracasado—. Yestoy segura de que podré ayudarle.

Ben no dijo nada en ese momento.Tendría que vivir con ello, con lanecesidad de Tess de entregarse alos demás. Tal vez algún día llegaraincluso a creer que las palabraspodían hacer tanta justicia como laespada.

—Oye, doctora.—¿Sí?—¿Recuerdas que hablamos de

tomarnos unas vacaciones?

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—Sí. —Suspiró y se imaginó enuna isla rodeada de palmeras yhermosas flores de azahar—. Oh, sí.

—Voy a tener algunos días libres.—¿Cuándo quieres que haga las

maletas?Ben rió, pero seguía moviendo

nerviosamente las llaves en la mano.—Estaba pensando que podríamos

pasar unos días en Florida. Quieroque conozcas a mi madre.

Lentamente, sin querer dar un saltocuando se trataba de un paso, Tessalzó la cabeza desde el pecho de Benpara mirarlo. Luego él sonrió, y esa

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sonrisa le dijo todo lo que necesitabasaber.

—Me muero de ganas porconocerla.

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Nora Roberts es una de lasescritoras estadounidenses conmayor éxito en la actualidad. Cadanovela que publica encabezarápidamente los primeros puestos delas listas de best sellers de EstadosUnidos y Reino Unido; más detrescientos millones de ejemplaresimpresos en el mundo avalan lamaestría de esta autora. Sus últimasnovelas publicadas en España sonPolos opuestos, Siempre hay unmañana, Llamaradas, Emboscada,la tetralogía Cuatro bodas (Álbum deboda, Rosas sin espinas, Sabor a ti y

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Para siempre) , Colinas negras, latrilogía del Jardín (Dalia azul, Rosanegra y Lirio rojo) , Ángeles caídos,Sola ante el peligro y Admiración.Actualmente, Nora Roberts reside enMaryland en compañía de su marido.

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Título original: Sacred Sins

Edición en formato digital: febrero de 2013

© 1987, Nora RobertsTodos los derechos reservadosPublicado por acuerdo con Bantam Books, unsello de The Random House Publishing Group, unadivisión de Random House, Inc.© 2013, Random House Mondadori, S. A.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona© 2013, Sergio Lledó Rando, por la traducción Diseño de cubierta: Yolanda Artola / RandomHouse Mondadori, S. A.Fotografía de cubierta: Fuse / Getty Images

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Índice Polos opuestosCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12

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