Por Mi Culpa (de "Hagas lo que hagas te arrepentirás". Tomás Mañas Rabaneda

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POR MI CULPA , POR MI CULPA, POR MI GRAN CULPA Cuando era chico me hice monaguillo, no tendría más de nueve o diez años. Pensaba que así me aseguraría un lugar en el cielo. Decidí ahorrarme el dinero que tendría que soltar más tarde, cuando fuera viejo y el temor me hiciera aflojar el bolsillo. Siempre tuve una vena usurera, por eso yo quería pagar mi cachito en el cielo cuanto antes, a modo de primicia, para estar libre lo más pronto posible del débito con la eternidad. Es una pena que no haya seguido con esta filosofía del trueque ventajoso. Si así hubiera sido, estoy seguro de que ahora sería un hijo de puta rico en vez de un pobre capullo. Y aunque lo más probable es que el dinero me hubiera hecho un infeliz, siempre me quedaría un rescoldo de gozo al identificar en la envidia taimada de los demás un signo de poder. De modo que me hice monaguillo. Lo decidí un día de Semana Santa, al ver cómo los acólitos más veteranos, revestidos de poder púrpura, reponían el orden en el concierto frisado de la procesión del Viernes Santo. Vi desde lo alto de una tapia cómo las beatas asentían con recato (con piedad tal vez) a los requerimientos de los monaguillos para que mantuvieran la disposición de la fila. Era un poder mágico hasta entonces desconocido. Algo que desbordaba la teoría del palo y la zanahoria , única ley que hasta entonces entendía. Las mismas brujas que nos rajaban los balones con el pretexto de la polvareda que levantábamos, se plegaban ahora sumisas a las voces de mando que unos críos espetaban con firmeza y arrogancia. –¡ Ese cirio más derecho! –¡ Silencio! 46

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Quinto cuento del libro "Hagas lo que hagas te arrepentirás" del escritor judío alpujarreño Tomás Mañas Rabaneda

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POR MI CULPA , POR MI CULPA, POR MI GRAN CULPA

Cuando era chico me hice monaguillo, no tendría más de nueve o diez años. Pensaba que así me aseguraría un lugar en el cielo. Decidí ahorrarme el dinero que tendría que soltar más tarde, cuando fuera viejo y el temor me hiciera aflojar el bolsillo. Siempre tuve una vena usurera, por eso yo quería pagar mi cachito en el cielo cuanto antes, a modo de primicia, para estar libre lo más pronto posible del débito con la eternidad. Es una pena que no haya seguido con esta filosofía del trueque ventajoso. Si así hubiera sido, estoy seguro de que ahora sería un hijo de puta rico en vez de un pobre capullo. Y aunque lo más probable es que el dinero me hubiera hecho un infeliz, siempre me quedaría un rescoldo de gozo al identificar en la envidia taimada de los demás un signo de poder. De modo que me hice monaguillo. Lo decidí un día de Semana Santa, al ver cómo los acólitos más veteranos, revestidos de poder púrpura, reponían el orden en el concierto frisado de la procesión del Viernes Santo. Vi desde lo alto de una tapia cómo las beatas asentían con recato (con piedad tal vez) a los requerimientos de los monaguillos para que mantuvieran la disposición de la fila. Era un poder mágico hasta entonces desconocido. Algo que desbordaba la teoría del palo y la zanahoria , única ley que hasta entonces entendía. Las mismas brujas que nos rajaban los balones con el pretexto de la polvareda que levantábamos, se plegaban ahora sumisas a las voces de mando que unos críos espetaban con firmeza y arrogancia.

–¡ Ese cirio más derecho! –¡ Silencio!

Era la única revancha posible del mundo infantil contra el poderío de los adultos. Todos los niños éramos machacados por la generación precedente sin ningún tipo de concesión. –¡ Péguele! Que si no le zurra usted, le zurraré yo –le decían al maestro.

Nuestros padres nos trataban con dureza, a veces a hostia limpia. No por mala leche o por simple regodeo en la autoridad paterna, sino porque atisbaban, sin proponérselo, que cada guantazo nos alejaría de la miseria que ellos no pudieron evitar y que padecieron sus padres. Cuando una mano abierta golpeaba con toda su amplitud en nuestra espalda, no dejaba sobre nuestras costillas la impronta de la ira sino la del miedo. De modo que debíamos ser fuertes aunque fuese a base de palos. No imaginaban nuestros padres, que suponían, en aquella década casi prodigiosa (la de los Led Zeppelin y los Pink Floyd), la última generación de la insuficiencia y que en

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los flecos de nuestros pantalones cortos ya se podía vislumbrar el primer destello del mundo contento. El mundo de las familias felices de los anuncios del Cola Cao. La soledad pantocrática del padre de familia a la hora de comer perdía su poder iconográfico. Desde ahora, el Paterfamilias debería afrontar su soledad sin el adorno de su familia numerosa. Tampoco podían anticipar nuestros padres que nos aguardaba un vacío aún mas penoso que el del estómago; el que provoca la referencia continua.

Así que aquel Viernes Santo, después de haber aparcado el cuerpo yacente y tumefacto del Cristo de la Urna, yo fui a Don Antonio y le dije que quería ser monaguillo. Él titubeó para dar solemnidad a mi iniciación y quiso examinar el alcance de mi piedad preguntándome el Credo. Como no lo sabía, me pidió que recitase el Padre Nuestro y el Ave María. Después aceptó mi ofrecimiento. Don Antonio había sido capitán capellán en la guerra, y después de ella. Estaba ya viejo, pero aún guardaba en su porte y en su voz la solvencia del poder divino y el rigor expedito de la vida castrense. Las malas lenguas decían que, después de la guerra, convenció a los maquis de la sierra para que se entregaran con la garantía del respeto a sus vidas. Todos los que se entregaron fueron fusilados. Este hecho hizo arraigar en una parte de su rebaño un rencor soterrado que se prolongaba hasta entonces, y que adquiría las dimensiones que sólo el asco puede concretar en el momento en que una boca huérfana besaba su mano. Pero yo sabía que toda esa contera de traiciones no era verdad. Don Antonio podía ser un cabrón pero no un mal nacido. Adivinaba en su gesto, sobre todo cuando consagraba la hostia a Dios, un rictus de remordimiento que seguro arrancaba de cuando la maquinaria del odio lo engañó con perdones sucios manchados de café. Pronto aprendí mis funciones de rapavelas y me integré sin problemas en la cohorte de monaguillos que menudeaban por la sacristía. Era bello dejar sobre el felpudo que había en el umbral de la iglesia mi pequeño mundo de atrocidades infantiles, de iniquidades menores, para aplicar mi voluntad al esmero del cumplimiento litúrgico, al servicio a Dios: Ayudar al cura en el altar, darle la mano cuando lo de “mi paz os dejo, mi paz os doy”, poner la patena bajo los mentones de los que comulgaban, recoger después de la Eucaristía... Y pasar la bandeja para la colecta, desde el altar hasta el fondo por los laterales y luego regresar por la nave central. Don Antonio podía ver si alguien dejaba un billete de veinte o de cien duros aunque estuviésemos lejos, a los pies de la iglesia. Además, la gente se estiraba poco. Un día, después del oficio, en la sacristía oímos un bofetón que resonó en toda la estancia; un niño salió llorando con el labio partido.

–¡ Robar a Dios es el peor de los pecados! –gritaba Don Antonio mientras sostenía un billete de veinte duros, al parecer recuperado para la causa divina.

Muchos días era yo el encargado de apagar las velas y cerrar las puertas. Antes de salir, me sentaba en el último banco y allí, quieto, en la penumbra de un espacio amigo, esperaba quizás alguna revelación o que algún santo bajara de su hornacina para contarme los secretos de la vida celestial. Cuando había bodas o bautizos, los monaguillos más descarados pedían algún dinero a los padrinos para la tropa auxiliar que era bastante numerosa. Don Antonio, con buen juicio, nos iba guardando el montante de nuestra recaudación en uno de tantos compartimientos que convertían a la sacristía en lugar insondable, lleno de misterios

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bajo llave. En aquel tiempo, yo empezaba a juntarme con la crema del estamento monaguil. El que me inició en el provecho particular de nuestro ministerio se llamaba Pepe, un chico gordo y grandullón. En el argot de mi tierra un “mazurco” o un “gallumbón”. Al tal Pepe la sotana sólo le llegaba para cubrir sus nalgas; el parecía un romano mientras el resto tropezábamos al pisar el dobladillo de nuestro hábito. Tenía la edad emérita de trece años y decía que ya había follado con una madre soltera vecina suya. Nosotros le respetábamos, pero teníamos un poquito de aprensión al presentir que del sebo de su papada no podía salir nada bueno. Me hice amigo de él el mismo día en que, por poco, le arranco media oreja de un mordisco. Él había ido a correos a por las hostias sin consagrar. Se zampó la mitad del sobre y luego quiso acusarme a mí; cuando vio que defendía mi inocencia con uñas y sobre todo dientes optó por tender una celada al primer incauto que llegara. Y ofertó, sobre la mesa de mármol de la sacristía, la ocasión de profanar lo casi sagrado: el futuro cuerpo de Cristo. Alguien, todavía más tonto que yo, cayó en la trampa, y yo ayudé al Pepe a acusarlo para que así no volviera su sucia delación hacia mí. No por nada; él era el jefe, el más antiguo, el que conocía toda la tramoya con que se ataviaba la Semana Santa. El Pepe urdió un plan para agenciarse todos los ahorros de los monaguillos. Ya tenía la llave del armario y necesitaba un compinche que vigilara. Yo no quería pero me convenció una tarde de verano cuando subimos a un cerro para coger alcaparrones. Aprovechando un receso, me mostró desde allí todos los caminos que podríamos recorrer con nuestra nueva bici todo terreno, con nuestra “motoreta”. El golpe fue limpio y discreto. Luego el Pepe me ofreció sólo un tercio de la pasta porque decía que yo no había arriesgado nada. Como no me alcanzó para comprarme la “motoreta”, gasté mi parte en chucherías y en tebeos del Capitán Trueno. Hasta me compré un globo terraqueo para ver donde estaba el Canadá y los Mares del Sur.

La vida va por un lado y la conciencia por otro, y mientras el Pepe se paseaba por el pueblo con su “motoreta”, a mí me consumía la culpa. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Pensaba que Dios Padre me mandaría al infierno sin consultar siquiera con las otras dos partes de su naturaleza trina. Así que decidí confesarme para expiar mi culpa. Yo quería que me confesara ese cura joven de las patillas largas que venía de vez en cuando para ayudar a Don Antonio. Pero le dieron una beca en el Vaticano para que se cortara las patillas, y no volvió más. Así que una tarde del mes de septiembre (sé que era septiembre porque el aire ya olía a libros de texto sin estrenar), me fui al confesionario sin tan siquiera quitarme la sotana y me arrodillé en uno de sus laterales. Tras la celosía pude entrever el rostro de un hombre calvo, posiblemente cansado. Por un momento pensé que podía ser mi padre, que se había colado allí para saber más de mí. Sentí deseos de largarme pero me quedé. Entonces le conté al cura lo del durillo que le quitaba a mi madre cuando se dejaba el monedero olvidado sobre el sofá. Lo de los cigarrillos que sisaba a mis hermanos para luego revendérselos cuando me mandaban por tabaco suelto. Lo del perro del vecino que apedreaba por gusto. Confesé tantas fechorías inconfesables para diferir la felonía mayor que yo mismo me sorprendí de lo malvado que era. Cuando Don Antonio encarrilaba el “ego te adsolvo ...”, hice acopio de entereza y se lo solté: la sacristía, el dinero, el otro... Don Antonio no esperó siquiera a sonsacarme el nombre del otro, de un

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pingo salió del confesionario y comenzó a perseguirme por toda la iglesia. Por instinto traté de escudarme tras unas beatas que rezaban sentadas, pero las muy pelotas, en vez de ampararme con su cuerpo enlutado, intentaban asirme para ofrecerme a la cólera de Don Antonio. Me zafé de todas y traspuse por el portón principal hacia la calle. Mientras salía oí que Don Antonio me gritaba algo así como: “ me cago en on..., me cago en onia...” Ni que decir tiene que a partir de ese momento perdí la fe. Aunque confieso que he ido alguna vez a sentarme en el último banco de una iglesia vacía y he esperado a que algún santo o algún arcángel bajara para contarme algo. Durante todo este tiempo, me he estado preguntando lo que Don Antonio iba gritando mientras me perseguía. Las beatas dijeron que chillaba : “me cago en tu honor, me cago en tu memoria”. Pero después de muchos barruntos y de aceptar a mis oídos como testigos, sé que iba gritando : “Me cago en el copón, me cago en la hostia...” No en vano había sido capitán a la vez que fraile. Siempre he tenido la peregrina idea de aceptar que Don Antonio podía ser ateo, pero ahora pienso que no era así, puesto que no es normal que alguien se cague en lo que no cree.

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