Pospolitica y Ciudadanismo
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Post-política y ciudadanismo Mario Domínguez
Lo que cuestionamos no es sólo producto de ambiciones desmedidas, sino de una estrategia perversa de gestión de los conflictos, y es que la democracia no es más que eso, mecanismos institucionales desplegados por el estado-capital como excelente mecanismo de gestión de sus contradicciones. El cierre sofocante de toda forma de protesta ya no es tan sólo coercitivo y represor (a veces sí lo es) sino que moviliza todo el aparato de expertos, profesorado atento, una nueva terminología sensible ante la injusticia, etc. para asegurarse que la puntual reivindicación (la queja) de un determinado grupo se quede en eso: en una reivindicación puntual.
1. Post-política, la idea del fin de la política 1.1. Nuevos actores y repertorios de la acción social 1.2. Conceptos explicativos: la tribu, la red, la autoorganización 1.3. Reedición de una subjetividad humanista 1.4. Problemas de identidad: comunidad de iguales, mito, rito, imagen
2. Ciudadanismo en la época post-política 2.1. La creencia de que la democracia es capaz de oponerse al capitalismo 2.2. El proyecto de reforzar el Estado 2.3. Su innegable vocación ecuménica y pedagógica 2.4. La aspiración estratégica de aglutinar una inmensa mayoría social 2.5. Ciudadanismo y derechos 2.6. El espectáculo integrado
3. Bibliografía citada
1. Post-política, la idea del fin de la política
La post-política es sencillamente el fin de la política, pero eso nos
remite a otra definición: ¿qué es la política?, ¿qué es lo
verdaderamente político? Para J. Rancière su origen etimológico lo
indica con precisión: un fenómeno que aparece por primera vez en la
Antigua Grecia cuando aquellos sin un lugar claramente definido en
la jerarquía de la estructura social no sólo exigieron que su voz se
oyera frente a los que ejercían el control social y formar parte así de
la esfera pública, sino que esos mismos excluidos y sin lugar fijo en
la estructura social se postularon como los de la sociedad en su
conjunto de la verdadera universalidad. Sería pues algo así como lo
universal del singular colectivo, “de un singular que aparece
ocupando el Universal y desestabilizando el orden operativo
‘natural’ de las relaciones en el cuerpo social” (Zizek, 2007) y por
tanto es la subversión traumática del mecanismo de la hegemonía lo
que constituye el núcleo mismo de la política.
Así pues entenderemos la post-política como un juego intelectual –
como tal habrá que tomárselo- que exige tres aprioris: a) la
secularización de la política y su corolario, la constitución del
espacio del centro; b) la emergencia de nuevos sujetos colectivos; y
c) la nueva inserción de los sujetos en la acción colectiva.
a) En esta coyuntura política y teórica marcada obsesivamente por
el tema del fin, la posibilidad del fin de la política pasa por
secularizar la política tal como se han secularizado todas las demás
actividades que conciernen a la producción y la reproducción de los
individuos y de los grupos: abandonar las ilusiones vinculadas al
poder en la representación voluntarista del arte político en cuanto
que programa de liberación y promesa de felicidad. Acercar la
política a la potencia que acompaña las actividades secularizadas del
trabajo, el intercambio y el goce. Concebir un ejercicio político en
sincronía con los ritmos del mundo, con el crecimiento de las cosas,
de la información y de los deseos. Un ejercicio político establecido
por entero en el presente, en el cual el futuro no sería más que una
expansión del presente.
La política en el tiempo que ya no se encuentra dividida por la
promesa debe corresponder a un espacio liberado de divisiones. El
idioma gubernamental lo llama centro: no designa un partido entre
otros sino que es el nombre genérico de una nueva configuración del
espacio político, despliegue de una fuerza consensual adecuada al
derecho apolítico de la producción y la circulación. Pero ese centro
no deja de escaparse. El fin de la política parece más bien dividirse
en dos fines que no coinciden y que producen virtualmente dos
espacios del fin de la política: el espacio del tiempo nuevo y el
espacio del nuevo consenso.
“Quizás, la fórmula que mejor exprese esta paradoja de la post
política es la que usó Tony Blair para definir el New Labour
como el ‘centro radical’ (radical centre): en los viejos tiempos
de las divisiones políticas ‘ideológicas’, el término ‘radical’
estaba reservado o a la extrema izquierda o a la extrema
derecha. El centro era, por definición, moderado: conforme a
los viejos criterios, el concepto de Radical Centre es tan
absurdo como el de ‘radical moderación’.” (Zizek, 2007)
b) Partimos asimismo de otra proposición: la emergencia de nuevos
sujetos colectivos, movimientos sociales, repertorios de acción
colectiva y generación de identidades comunitarias detectable en un
nuevo espacio de relación e interacción social se da como
consecuencia no tanto de un desarrollo tecnológico sino gracias a la
“invención” de una nueva clase de política de carácter “post-político”
que hunde sus raíces en las crisis de 1968. Desde una perspectiva
académica, si hay algo que caracteriza estas crisis consiste en que a
partir de finales de los años sesenta del siglo pasado los expertos en
sociología política constatan la fusión de las esferas política y no
política de la vida social, no sólo a nivel de manifestaciones globales
sociopolíticas, sino también al nivel de los ciudadanos como actores
políticos primarios. Se desdibuja la línea divisoria que deslinda los
asuntos y comportamientos “políticos” de los “privados”, por
ejemplo, económicos o morales. Este diagnóstico se apoya en al
menos tres fenómenos distintos (Offe, 1988):
(1) El aumento de ideologías y de actitudes “participativas”, que
lleva a la gente a servirse cada vez más del repertorio de los
derechos democráticos existentes.
(2) El uso creciente de formas no institucionales o no
convencionales de participación política.
(3) Las exigencias y los conflictos políticos relacionados con
cuestiones que se solían considerar temas morales (el
aborto) o temas económicos (la humanización del trabajo)
más que estrictamente políticos.
Se trata pues de una nueva clase de política porque ya no se orienta
hacia ninguna alternativa en forma de promesa del tipo “Estado
Socialista”, ni tampoco por una “alternativa de Estado” en el sentido
reformista. Además se comparte la convicción de que esta
neopolítica o post-política es la verdadera política, el auténtico
terreno de juego en el que se decidirá el porvenir de nuestras
sociedades.
c) Asistimos por otra parte a una nueva inserción de los sujetos en la
acción colectiva. Si bien los sujetos son construidos mediante una
cada vez más compleja interacción discursiva, por el contrario, los
programas e instituciones se están haciendo dependientes de los
individuos. Da la sensación de que estamos presenciando el
surgimiento de un mundo desorganizado y lleno de conflictos,
juegos de poder, instrumentos y ámbitos que pertenecen a dos
épocas distintas, una es la modernidad inequívoca y otra es una
suerte de posmodernidad ambivalente. En este mundo doble la
política penetra y se manifiesta mucho más allá de las
responsabilidades y jerarquías formales, lo cual es malinterpretado
por los que identifican política y Estado: ya no se pide aquello que el
Estado no puede conceder, sin la menor esperanza reformista, pero
tampoco revolucionaria, en el sentido marxista de transformación del
Estado que haga viables tales concesiones.
El problema que supone la exclusión post-política de la política es
paradójico. Si un acto político crea tiempo y lugares, el problema se
plantea Alain Badiou (2000) es saber si actualmente nosotros
queremos y si sabemos crear tiempo y espacios políticos: “¿Es
posible no seguir siendo esclavos del capital y del mercado? Esta es
una definición posible de la política. Es decir, la posibilidad de no ser
esclavos. Si la política existe verdaderamente, entonces la política es
la posibilidad de no ser esclavos”. Dicho de otro modo, hay que
saber si la práctica de lo posible, de esto que llamamos política, es
posible, puesto que la ley del capital y del mercado dice que lo
posible político es imposible y que lo único existente es el mercado y
el voto.
Parafraseando a Michel Foucault (1993) cuando aseguraba que no
hay un afuera del poder, cabría entonces plantearse si existe una
política fuera del Estado. Un problema parecido a plantearnos si
existe una cultura sin subvención, una educación sin el carácter de
lo “público” o una sanidad sin Seguridad Social. El afuera del Estado
hay que construirlo (Deleuze y Guattari, 1985, 1988), hay que
inventar una forma de vivir políticamente allí donde no existe
posibilidad alguna de vida, una forma de vivir más allá de toda
posibilidad, de toda alternativa. No se trata tanto de un deber moral
como de un imperativo vital: hay que hacerlo para vivir, no existe
otra manera de vivir más que hacerlo, y eso es algo que no puede
hacer uno solo. De ahí la dificultad, el inmenso desgaste de vivir
fuera del Estado (del todo, siempre) y más bien habrá tentativas;
pero tampoco dentro, a menos que uno desaparezca en sus pliegues.
En esto, dicho de forma caricaturesca, consiste la vida política; no es
que sea escasa, es que es esquizoide porque se trata de vivirla dentro
y contra el Estado y sus dispositivos. Este carácter esquizoide
alcanza también al Estado (y al capital, que debe basarse siempre en
flujos no codificables), el cual puede quitar la vida, incluso puede
intentar regularla, pero carece de poder para crearla. Un Estado sin
fugas, sin fuera, sería un Estado sin ciudadanos.1 En estas fugas
vamos quizá a encontrar los nuevos movimientos sociales con lo que
ello implica en cuanto a la consideración de sus características,
tipologías, agentes, medios, etc.
Se trata de movimientos que recurren, con menor intensidad que
nunca, a los canales de comunicación institucionales, como las
elecciones o la representación parlamentaria, o incluso el mismo
hecho de la representación, por la firme sospecha de que sean
insuficientes como medios de comunicación política.2 De esta forma
se perfila un modelo dramático de desarrollo político de las
sociedades occidentales: en la medida en que la política pública
afecta a los ciudadanos de manera cada vez más directa y visible -
aquello que Habermas (1975) denominaba “colonización del mundo
de vida”-, tratan estos por su parte de lograr un control más
inmediato y amplio sobre las elites políticas a través de medios más
o menos incompatibles con el orden institucional de la política, e
1 La delimitación del ámbito de lo político implica el establecimiento de un
límite. Esto significa que la simple idea de un poder ilimitado es ajena a lo político,
o en otras palabras, que un poder no puede al mismo tiempo ser ilimitado y ser
político. El poder político se hace posible porque excluye algo de su esfera de
influencia, algo queda exceptuado de su poder, de ahí la necesidad del afuera para
el Estado. El Derecho no es entonces otra cosa que una colección de
procedimientos que aseguran y refuerzan esa exclusión, posibilitando los límites
naturales del poder. Esto está en claro contraste con el carácter omniabarcante y
omnisciente del concepto de ideología y sobre todo de los “aparatos ideológicos de
Estado” tal como los concebía Louis Althusser. En cambio sintoniza con la crítica al
concepto de ideología que proponía Michel Foucault, diferenciándolo del concepto
de poder por cuanto aquel suponía planificación, anticipación y carácter de a priori,
mientras que el poder actúa como un dispositivo plural de adaptación y
supervivencia a posteriori. 2 En los parlamentarismos de occidente, al igual que antiguamente las
burocracias despóticas de la zona del Este europeo, la política se confunde con la
gestión del Estado. Pero los efectos filosóficos de esta confusión son opuestos.
incluso de salvaguardar toda apelación a dichas elites.
Toda una serie de analistas, en su mayor parte conservadores, han
calificado este ciclo como extremadamente viciado y peligroso; ciclo
que produce una erosión de la autoridad política e incluso de la
capacidad de gobernar, la llamada ingobernabilidad. La solución
neoconservadora propuesta ha consistido entonces en una
redefinición restrictiva de lo que puede y debe ser considerado
“político”, o si se prefiere, de aislamiento de lo político frente a lo
no-político. S. Zizek (2007) lo denomina ultrapolítica: el intento de
despolitizar el conflicto extremándolo mediante la militarización
directa de la política, es decir, reformulando la política como una
guerra entre “nosotros” y “ellos” al eliminar cualquier terreno
compartido en el que desarrollar el conflicto simbólico.3 Sin
embargo, según este análisis, la extensión de la política pública, de
la regulación, apoyo y control estatales a áreas de la vida social
anteriormente más independientes supone, paradójicamente, tanto
un avance como una pérdida de la autoridad del Estado. La idea
básica es que al extenderse las funciones y responsabilidades del
3 Resulta muy significativo que, en lugar de lucha de clases, la derecha
radical hable de guerra entre clases. En cualquier caso, no hay que confundirla con
el conflicto de intereses entre dos actores o sujetos que gestionan un reparto y
batallan por el poder. En realidad el litigio político lo es entre lógicas, las dos lógicas
inconmensurables que normalmente se confunden en la palabra “política”. Aquella
que cuenta las partes reales se ocupa de los procesos de agregación y
consentimiento de las colectividades, de la organización y distribución de los
poderes, así como sus sistemas de legitimación. A esta primera lógica J. Rancière la
denomina policía (police). La segunda es la manifestación o actividad que deshace
las particiones sensibles que configuran una comunidad, al poner en acto una
presuposición que es ajena al recuento policial: la “parte de los sin-parte” (1995:
31), la igualdad de cualquiera con cualquier otro, a la que se le reserva la palabra
política, despojada ahora de su confusión.
Estado, se degrada su autoridad (es decir, su capacidad de tomar
decisiones de obligado cumplimiento) y sufre una crisis sistémica de
legitimidad tal como hace ya tiempo lo expresaba J. Habermas
(1975). La autoridad política sólo puede ser estable en la medida en
que es limitada y por tanto complementada por esferas de acción no-
políticas y autosustentadas que sirven tanto para exonerar a la
autoridad política como para equipararla con fuentes de legitimidad.
Más realista ha sido la solución del centro por cuanto ha utilizado
fórmulas de pacificación de la política a través del intento de
eliminar el antagonismo de la política ciñéndose a unas reglas claras
que permitirían evitar que el proceso de discusión llegue a ser
verdaderamente político. Zizek (2007) lo denomina parapolítica, esto
es, el intento de despolitizar la política: se acepta el conflicto político
pero se reformula como una competición entre partidos y/o actores
autorizados que, dentro del espacio de la representatividad, aspiran
a ocupar (temporalmente) el poder ejecutivo. ¿Se trata de la
sumisión de la utopía ante el imperativo pragmático del realismo?
No exactamente, puesto que la utopía no es lo lejano o el futuro del
ensueño sino la construcción intelectual que hace coincidir un lugar
de pensamiento con un espacio intuitivo percibido o percibible.4 Por
lo mismo, el realismo no es ni el rechazo lúcido de la utopía ni el
olvido de la finalidad, sino una de las maneras utópicas de
configurar esa finalidad y reencontrar la razón de tal dirección en el
presente. Así pues, hacer coincidir la idea (filosófica) del centro y el
espacio ciudadano implica una violencia estructural y por tanto
4 Las utopías realistas se encuentran no obstante sometidas, como las
otras, a la sorpresa de lo real.
inaprehensible: la pacificación de la política. No es tanto la
realización del programa político sobre la clase media, tal y como
suele plantearse en la ciencia política. Alexis de Tocqueville (1982)
en La democracia en América halló que no dependía tanto de una clase
media ocupando el medio, sino de cierto estado de lo social, algo
mucho más profundo, pues depende de esa nueva sociabilidad
denominada igualdad de condiciones;5 lo cual aporta una solución
providencial a la regulación de las relaciones entre lo político y lo
social. Lo que la política más astuta no consigue realizar –la
producción de una sociabilidad autorregulada en que se limiten
espontáneamente tanto los desbordes político de lo social como el
desborde social de lo político- lo realiza ese movimiento
providencial al igualar las condiciones.6
Así, la consumación de la política, la instauración de una medida en
el seno de lo no-medido, aseguraría la facilidad que ese poco de
virtud que igualmente distribuido entre todos garantiza mejor la
paz que la virtud ostentosa y provocadora de unos pocos. La
cuestión del espacio se regula así por el vacío despolitizado, por la
ausencia de intervalo visible, de borde divisor, de precipicio. “A
medida que aumenta el narcisismo –escribe Gilles Lipovetsky en La
era del vacío la legitimidad democrática se impone aunque sea de
5 Lo propio de la igualdad reside menos en unificar que en desclasificar, en
deshacer la supuesta naturalidad de las órdenes para reemplazarla por las figuras
más polémicas de la división. Poder de la división inconsistente y siempre renacido.
También existe un poder de la división inconsistente y siempre renaciente que
arranca a la política de las diversas figuras de la animalidad: el cuerpo colectivo, la
zoología de las ordenes sociales… 6 Un buen ejemplo lo propician las políticas de renta básica universal que
luego analizaremos.
manera relajada en los regímenes democráticos, con su pluralismo
de partidos, sus elecciones, su derecho a la información […] están
cada vez más relacionados con la sociedad personalizada del libre
servicio, el test y la libertad combinatoria”.
A esos análisis eruditos se suman las formas banalizadas de la
sociedad plural, esa sociedad en que la competencia de objetos
consumibles, la permisividad, el mestizaje y el turismo democrático
de masas, desarrollan con toda naturalidad un individuo
comprometido con la igualdad y tolerante frente a los distintos. El
punto de concordancia obvio sería la pluralidad, punto de utopía
entre la embriaguez de los placeres privados, la moral de la igualdad
solidaria y la sabiduría de la política republicana.
1.1. Nuevos actores y repertorios de la acción social
Pese a su evidente oposición al contenido del proyecto
neoconservador, el enfoque político de los nuevos movimientos
sociales comparte con los defensores de ese ideal un planteamiento
analítico importante. Ambos parten de que no se pueden seguir
resolviendo los conflictos y las contradicciones de la sociedad
industrial avanzada por medio del estatismo, la regulación política e
incluyendo más exigencias y cuestiones en el temario de las
autoridades burocráticas. Pero a diferencia de los neoconservadores,
los nuevos movimientos sociales tratan de politizar las instituciones
de la sociedad de forma no restringida por los canales de las
instituciones políticas representativo-burocráticas, reconstituyendo así
una socialidad que no dependa de una regulación, control e
intervención cada vez mayores. Para poderse emancipar de las
instituciones mediadoras del Estado, ha de politizarse la misma
sociedad civil –sus instituciones de trabajo, producción, distribución,
relaciones familiares- por medio de prácticas que se sitúan en una
esfera intermedia entre el quehacer y las preocupaciones “privadas”,
por un lado, y las actuaciones políticas institucionales, sancionadas
por el Estado, por otro.
La irrupción de estas redes e identidades colectivas novedosas
tornan obsoletas las estructuras asociativas previas (sindicatos,
partidos), hasta el punto de plantear la actual convivencia, que no
superación, de los paradigmas explicativos respecto a la
movilización política. En principio, aunque no puede darse una
definición sustantiva y esencialista del campo de la política, es
posible especificar qué cuestiones sustanciales estaban politizadas en
cualquier coyuntura, para lo cual cabe distinguir siguiendo a Claus
Offe (1988) entre un viejo y un nuevo paradigma desde la década de
1980.
Los nuevos movimientos sociales:
Viejo Paradigma Nuevo paradigma
ACTORES Identidades colectivas en función de códigos socioeconómicos o ideológico-políticos: estudiantes,
jóvenes urbano-populares, jóvenes socialistas, etc.
Identidades construidas en relación a espacios de acción y mundos de vida: sexo, preferencia sexual, supervivencia de
la humanidad en general: ecologistas, feministas, zapatistas.
CONTENIDOS Mejora de condiciones sociales y económicas en los diversos ámbitos: escuela, barrio, centro de trabajo.
Democracia, medio ambiente, derechos sexuales, equidad de géneros, derechos humanos, derechos indígenas, paz.
VALORES
Centralización y centralismo. Mesianismo derivado de una
perspectiva de cambio revolucionario. El cambio social debe modificar la estructura para que los individuos cambien.
Autonomía e identidad: descentralización, autogobierno en oposición a la
burocratización y regulación. El cambio social implica al individuo; es necesario cambiar aquí y ahora las actitudes individual
MODOS DE ACTUAR
Participación altamente institucio-nalizada. Priorización de la protesta masiva. Organización
piramidal, énfasis en la centralización y centralismo.
Formas poco o nada institucionalizadas. Reivindicación de la participación individual. Organización horizontal e
impulso de redes vinculantes y flexibles.
La mayor parte de la literatura sociológica que se ocupa de los
nuevos planteamientos y movimientos se limita a resaltar la rotura
y la discontinuidad recurriendo a términos como “nuevos
movimientos de protesta”, “nuevo populismo”, “antipolítica”,
“antististema”. El título más amplio, aunque no abarque todo, es el
de “movimientos alternativos”. En cualquier caso politizan
cuestiones no fácilmente codificables con el código binario del
universo que subyace a la teoría política liberal, para el cual puede
categorizarse cualquier acción como “privada” o “pública” (=
política). Los nuevos movimientos reivindican para sí un tipo de
contenidos que no son ni “privados”, en el sentido de que otros no se
sientan legítimamente afectados”, ni “públicos”, en el sentido de que
se les reconozca como objeto legítimo de las instituciones y actores
políticos oficiales; sino que son los resultados y los efectos
colaterales colectivamente “relevantes” de actuaciones privadas o
político-institucionales de las que sin embargo no pueden hacerse
responsables ni pedir cuentas por medios institucionales o legales
disponibles a sus actores. El campo de acción de los nuevos
movimientos es un espacio de política no institucional, cuya existencia
no está prevista en las doctrinas ni en la práctica de la democracia
liberal y del stado del bienestar.
Los cuatro movimientos más importantes teniendo en cuenta tanto
sus éxitos cuantitativos de movilización como su impacto político
serían los siguientes: ecologistas o de protección del medio
ambiente; pro derechos humanos especialmente el movimiento
feminista; el pacifismo y los movimientos por la paz; y por último los
movimientos que propugnan formas “alternativas o comunitarias”
de producción y distribución de bienes y servicios.
En todos ellos, las redes que los activistas crean buscan emerger
como facilitadoras y no como centralizadoras, por lo que definen su
identidad como espacios democráticos de vinculación; en cuanto a su
autonomía les interesa no ser hegemonizadas por grupos
particulares, por lo que rechazan los comités ejecutivos, direcciones,
etc., y en su lugar crean pequeñas coordinaciones que se relevan y
que no pueden asumir la representación de todos. El grupo de
actores así movilizado se concibe a sí mismo como una alianza de
veto, ad hoc y a menudo monotemática, que deja un amplio espacio
para una ingente diversidad de legitimaciones y creencias. Este
modo de actuar enfatiza además el planteamiento de sus exigencias
como de principio y no negociables, lo que puede considerarse tanto
como una virtud como una necesidad. En cualquier caso esta lógica
apenas permite desarrollar prácticas de negociación política ni
tácticas gradualistas: los movimientos son incapaces de negociar
porque no tienen nada que ofrecer como contrapartida a las
concesiones que se les puedan hacer a sus exigencias; no pueden
prometer por ejemplo un consumo más bajo de energía a cambio del
desmantelamiento de las centrales nucleares al menos de la forma en
que los sindicatos pueden prometer y lograr una moderación en sus
exigencias salariales a cambio de garantías de empleo. Finalmente
en lo que respecta a los actores de los nuevos movimientos sociales,
lo que más llama la atención es que en su autoidentificación no se
refieren al código político establecido (izquierda/derecha,
liberal/conservador...) ni a los códigos socioeconómicos
parcialmente correspondientes (clase obrera/clase media, población
rural/urbana). Más bien se codifica el código político en categorías
provenientes de los planteamientos ad hoc, tales como género, edad,
lugar, etc., o en el caso de movimientos okupas, ecologistas y
pacifistas, el género humano en su conjunto.
Recordemos el cuadro sobre nuevos y viejos movimientos sociales
de Claus Offe (1988). El viejo paradigma corresponde a una
estructura social compuesta de colectividades relativamente
duraderas y diferenciadas, tales como clases, agrupaciones según el
estatus social, profesión, interés económico, comunidades culturales
y familias. El nuevo paradigma por su parte corresponde a un grado
más alto de individuación y diferenciación, esto es, a un tipo de
estructura social en el que tales colectividades se han vuelto a la vez
menos diferenciadoras y menos duraderas como puntos de
referencia orientativos. El nuevo paradigma cuestiona una
concepción común a todas las ideologías políticas “tradicionales”: que
la política evoluciona en la dirección del progreso hacia la
realización más plena de ciertos valores –como por ejemplo, el
reconocimiento de derechos y libertades, el aumento de la riqueza, la
igualdad, un cierto orden moral en la vida social- y de que esta
realización se debe a un cierto esquema de instituciones y papeles
específicamente políticos. La práctica política de los nuevos
movimientos sociales cuestiona, sin embargo, esta concepción
subyacente. Sus planteamientos no cuadran con la noción de
“progreso” hacia un orden social idealizado, ni de mejora, reforma o
perfección. Además, si han de cambiar los criterios del progreso (su
valoración positiva y su dirección) no es probable que ello ocurra
dentro de las formas y procedimientos institucionales ajustados:
para que ocurra tal cambio la esfera política ha de ser reapropiada,
desplazando a las instituciones que han llegado a monopolizarla, con
lo que se añade un desafío a las formas institucionales en que se ha
canalizado el progreso en el pasado.
De las muchas consecuencias que puede traer consigo tal cambio
estructural, Offe sólo se interesa por una: el modo de
autocategorización que resulta o la identificación que surge en las
condiciones de una “crisis de adolescencia” virtualmente
permanente, es decir, de un “desligamiento” continuo de los lazos
que conectan los individuos con colectividades estructurales o
culturales. Así cuanto mayor es la experiencia de contingencia,
incertidumbre y movilidad, a menudo involuntaria e impredecible,
mayor es la propensión a escoger parámetros “permanentes” de la
identidad social como focos de gestación de empeños políticos y de
acción colectiva. Tal vez hay que constatar en esto no tanto un
antagonismo entre las dos interpretaciones de lo político, sino una
modesta correlación positiva entre la disposición a la participación
convencional y la inclinación hacia un comportamiento de protesta.
Se trata de una pertenencia múltiple y no contradictoria; y lo mismo
podemos decir del comportamiento: protesta no convencional (en la
Red) y voto (a un partido), o viceversa. Tal es la tensión entre
ambos arquetipos aplicados a las identidades colectivas y los
movimientos sociales: la modernidad homogeneiza, la
posmodernidad heterogeneiza; la modernidad juega con atracciones,
la posmodernidad con atracciones y repulsiones; la modernidad
elimina al otro, la posmodernidad lo asimila.
1.2. Conceptos explicativos: la tribu, la red, la
autoorganización
Política vs. pospolítica; modernidad vs. posmodernidad: se trata,
decimos, de un mundo ambivalente, de ahí la presencia conceptual
de un paradigma explicativo débil, hecho de pequeños conceptos o
nociones que tratan de conjugar aspectos contradictorios. El
paradigma de la modernidad era fuerte: el ser tenía un fundamento,
la historia un sentido. Los términos comunitarios, como
“proletariado” o “burguesía” designaban sujetos históricos, definidos
por su orientación a un objeto y/o fin y situados en un paradigma
político-económico de producción. Por todo ello lo social tenía un
orden. Michel Maffesoli opone frente a ese paradigma de producción
un paradigma estético referido a un contexto de lo emocional puesto
en juego. El paradigma de la posmodernidad es débil, el ser no tiene
fundamento y la historia no tiene sentido, de ahí el fin de lo social;
no obstante lo cual cabe percibir la existencia de un residuo de ese
orden: la masa (multitud), eso que no puede ser codificado por lo
social, una potencia en constitución (constituyente) que invade todos
los órdenes de lo social y que se difracta en tribus. Las tribus
permiten articular una conexión del yo a lo social: puesto que hay
un lazo estrecho entre el lugar y lo cotidiano, el espacio y la
socialidad, las tribus puntúan el espacio “a partir del sentimiento de
pertenencia, en función de una ética específica y en el cuadro de una
red de comunicación”, con lo que permiten una conexión de próximo
en próximo con lo lejano, más a través de un ajuste afectivo a
posteriori que de una regulación racional a priori. “Con ello se insiste
en el aspecto cohesivo del compartimiento sentimental de valores,
lugares o ideales que están a su vez completamente circunscritos
(fuerte localismo) y que encontramos bajo modulaciones de diversas
experiencias sociales” (Maffesoli, 1990: 50), un vaivén pues entre lo
estático (el componente espacial de la proxemia)7 y lo dinámico (el
acontecer), lo anecdótico y lo ontológico.
Esta agrupación resultante no es gregaria, puesto que cada uno de
los miembros del grupo, conscientemente o no, se esfuerza ante todo
por servir al interés del grupo en vez de buscar en él simplemente
refugio. Desde esta perspectiva, la nueva comunidad política se
caracteriza menos por un proyecto orientado hacia el futuro que por
la realización in actu de la pulsión por estar juntos. No se trata de
una cuestión moral, sino de la fuerza de las cosas: puesto que existe
proximidad (promiscuidad, acelerada por las prótesis tecnológicas) y
se comparte un mismo territorio (sea este real o simbólico), vemos
nacer la idea comunitaria y ética que es su corolario. Insistiendo en
la oposición clásica, se puede decir que la sociedad está orientada
hacia la historia que está por hacer –de ahí las ideologías abstractas,
teleológicas y orales, cuya característica es la linealidad-; mientras
que la comunidad agota su energía en su propia creación o
recreación: una unión pura, una red en cierto modo sin contenido
preciso y unión para afrontar juntos la presencia de lo otro (el
Poder, el Estado, la Muerte). De ahí la menor presencia en la
comunidad de los aspectos ideológicos (en el sentido abstracto y
finalista) y la importancia creciente de lo imaginario y sincrónico.
7 El término proxemia viene de la Escuela de Palo Alto y supone un lazo
estrecho entre el lugar y lo cotidiano, remite esencialmente a la fundación de una
sucesión del "nosotros" o endogrupo que constituye la sustancia de toda
socialidad.
La red que se describe en esta conexión (y que tiene un trasunto
equivalente en los usos políticos de esa otra Red que es Internet)
constituye un objeto fractal, el espacio ya no es lineal como en la
modernidad sino lleno de pliegues, de recovecos. Los sujetos en sus
interacciones son máscaras que se ajustan entre sí y a las máscaras
de las otras personas del entorno, conjugando atracciones y
repulsiones, consenso y disenso (siempre emociones por medio).
“Los nudos de la red no son puntos (individuos) sino áreas (tribus).
Así se difunden, por ejemplo, los chismes: de tribu a tribu, los
‘individuos’ de la tribu más que hablar son hablados por la tribu. El
comadreo es la metáfora de la comunicación” (Ibáñez, 1990: 18),
término éste, el de la comunicación, que con los atributos de libre,
horizontal, no dirigido, rizomático u otros constituye el eslogan
repetido de todo hospedaje político en la Red.
Otros autores, comentando esta disolución de la sociedad como
orden de clases que organizaban la inserción desigual pero ordenada
del individuo en la sociedad, comparan esta inversión del yo y del
nosotros, del particular en el universal con otro conjunto de
fenómenos en el contexto de prácticas más directamente sociales. Lo
que por ejemplo indica Christopher Lash (1999) en estos análisis es
un déficit sustancial de cualquier tipo de noción convincente de
sociedad o de grupo; de modo que una ignorancia de los significados
compartidos, una imposibilidad sistemática del grupo, es inherente
al pensamiento alegórico. De ahí esa categorización del
individualismo estético que atenaza a estas interacciones virtuales y
que reduce su capacidad pragmática de constituir un grupo social.
Mientras que la lógica individualista descansa en una identidad
separada y encerrada en sí misma –un grupo o clase sería así la
reunión de individuos-, la “persona” sólo vale en tanto se relaciona
con los demás: no se trata de un individualismo de un yo
controlador, sino el individualismo de un deseo heterogéneo,
contingente, que en sí mismo difícilmente conduce a una sociedad o
grupo tal y como se entendía en términos weberianos, sino más bien
a la “comunidad emocional” que ya no exige la integración de un
componente racional (“de trabajo”, “de militancia”, “conceptual”)
sino más bien de un componente emocional (“del sentir
conjuntamente”) que hace disolverse al self en su máscara, pero que
permite la pertenencia múltiple y no contradictoria. Tal vez la
disolución de la identidad personal proviene no del avasallamiento
de la masa, sino de esa otra esfera como es la constitución de
identidades supraindividuales, grupales o colectivas, que
relativizarían las narraciones personales a costa de las narraciones
colectivas, la selección de los acontecimientos experienciales en
función de un nombre de grupo y de las acciones de los cuerpos que
forman parte de aquél.
Estos colectivos, movimientos o grupos, a diferencia de la idea de
clase o de pueblo, no responden a una lógica de la identidad; sin un
objetivo preciso, no constituyen el sujeto de una historia en marcha.
Para Maffesoli (1990) la metáfora de la tribu permite dar cuenta más
bien del proceso de desindividualización, de la saturación de la
función que le es inherente y de la acentuación del rol que cada
persona está llamada a desempeñar en su interior, produciéndose un
deslizamiento de lo social racionalizado hacia una socialidad de
predominio empático que sigue el esquema de tensiones siguiente:
Social Socialidad
Estructura mecánica
(modernidad)
Estructura compleja u orgánica (pos-
modernidad)
Organización político-
económica
Masas
Individuos (función) Personas (rol)
Agrupamientos contractuales Tribus afectuales
(ámbitos cultural, productivo, cultual, sexual, ideológico)
Un predominio empático que debe mucho más a los mecanismos de
contagio del sentimiento o de la emoción vividos en común y que
remiten a una pulsión comunitaria. En efecto, lo que caracteriza a
esta socialidad y su correlato de la estética del sentimiento no es una
experiencia individualista o “interior” sino algo que por su misma
esencia es apertura a los demás, al Otro.
En cuanto a la forma política de esta red, reaparece el concepto
federativo: conexión no sometida, antagonismo hacia cualquier
forma de centralismo. Modelos de “coordinadoras”, “federaciones” o
máquinas semejantes que se generan en múltiples centros. El
presentismo hace que los mismos nodos, los enlaces, aparezcan
como la red misma. Sin embargo no dejan de aparecer borrosos los
perfiles de la organización, la consistencia de la red. Se asume como
un rompecabezas, un proceso constitutivo que se define por
separado. Puesto que normalmente hablar de (auto)organización
está vinculado a un proyecto, a un colectivo, aquí más bien se habla
de organización al margen de la concepción tradicional como
palanca política, como herramienta para romper con ese dilema que
a su parecer esterilizaba a la izquierda tradicional.
La confusión aparece como una característica ontológica de la Red:
imposibilidad pues de definirla y por tanto de aprehenderla. La
administración, el poder, se definen por eso, por la captura, por su
cristalización más o menos formal a través de una serie de
definiciones ligadas entre sí. Aquí se trata más bien de algo que
formalmente no es concebible, sin finalidad constitutiva. Criterios
móviles, no ideológicos o dogmáticos que determinan cómo ser
amigos, entre realidades autónomas que se ponen en relación unas
con otras, que tratan de producir subjetividad no sometida: no hay
manuales de movilización ni de puesta en práctica de la virtualidad,
una direccionabilidad así siempre será considerada una estupidez. A
fin de cuentas se trata de un dispositivo experimental que de uno u
otro modo trata de producir subjetividad de forma abierta, pública:
“Ponerse en contacto con quienes tienes algo de lo que hablar”. Red
pues entre personas, “red de individualidades. Estar a la escucha y
luego transmitirlo para que no se quede en el gueto”, a las que le
une una actitud, una necesidad de crear, rompiendo la
representación del grupo. Ya no existe una idea de la
representatividad, donde el grupo absorbe al individuo, o este
aparece como portavoz privilegiado de aquél. Integración pues de lo
molar y molecular tal y como la expresan Gilles Deleuze y Félix
Guattari (1985, 1988).
Criterios asimismo inacabados, incompletos: lo único común sería
un protocolo, algo para entenderse, como ocurre en otras
redes/rizomas (internet). No hay directrices, ni un plan
preconcebido con sus correspondientes etapas, sino más bien
experimentación (“Procesos de lucha que asumen los prerrequisitos
que viven en la realidad”). Inmediatez, presente siempre inacabado,
procesos que se concitan unos a otros: tal es la idea de su infinitud
por defecto (según se ve desde fuera, sobre todo por la precariedad
espacio-temporal de las movilizaciones), por exceso (cuando se
percibe desde la implicación). Si no hay forma, tampoco la tiene el
antagonista: como antes indicábamos, no se presupone un enemigo
principal, ni una universalidad, ni una dinámica uniforme. Frente al
Estado (burgués) no se plantea un anti-Estado (proletario), frente al
procedimiento de la Administración centralizada no se plantea una
autogestión entendida como transferencia de los procesos de gestión
sino un contrapoder microfísico, que busca los resquicios, las
contradicciones y genera continuamente una reapropiación que
permita restañar una subjetividad no sometida. Por ello tampoco se
busca el reconocimiento por parte del poder y al no concederse
margen de posibilidad a la representación, es imposible pensar en
actitudes mesiánicas, puesto que no hay intermediación: “cada uno
está a la escucha y luego lo transmite”.
El dispositivo experimental del “ser amigos”, que supone la
delimitación de un “ellos” y un “nosotros” establece también unos
criterios de unificación, que ya no son ni ideológicos ni
instrumentales. No se trata de un contrapoder que intenta postular
un poder de clase, propio de la ortodoxia marxista-leninista, pues
hay otro tipo de sujetos y otros espacios sociales que caracterizan y
modifican la vida, y por tanto el ejercicio político/social es el de un
dispositivo de reapropiación permanente. El modelo de la enemistad
absoluta está caduco, no porque sea extremista o cruel, sino
paradójicamente, porque es demasiado poco radical pues sólo
permite sobrevivir.
La nueva referencia de acción política, la autoorganización, pasa a
constituir la dinámica central de la historia que se dan a sí mismas
estas comunidades emocionales. Esto en un doble sentido: por una
parte cabe decir que pasa de método a paradigma central; y por otra
que la redefinición de las dinámicas subjetivas se articula en forma
de red. Frente a los partidos políticos y frente a las ONGs, que
también se estructuran en similar modo, existen diferencias claras:
la presencia de dinámicas (no asistencialistas) de cooperación,
comunicación, trato con la gente, producción de subjetividad no
sometida. No se trata de una autogestión, esto es, de una
transferencia de procesos de gestión; sino más bien de una red de
contrapoderes, pues no presupone un enemigo principal ni una
universalidad, una dinámica uniforme del “sistema” a la cual atacar
punto por punto. Hay que reconocer en efecto un cambio en la
“geometría de la hostilidad”.8
8 "El enemigo ya no aparece como la recta paralela, o el interface
especular, que se opone punto por punto a la trinchera o a las casamatas ocupadas
por los "amigos", sino como el segmento que cruza por diversos sitios una línea de
fuga sinusoidal, lo que da lugar, sobre todo porque los amigos evacuan las
posiciones previsibles, a una secuencia de defecciones constructivas. En términos
militares, el "enemigo" contemporáneo no deja de imitar al ejército del faraón:
persigue a los prófugos, los desertores, pero nunca llega a precederles o
afrontarles. Ahora bien, el hecho mismo de que la hostilidad se vuelve asimétrica
obliga a atribuir un relieve autónomo al concepto de "amistad"[...]. Lejos de tener
La nueva geometría y la nueva gradación de la hostilidad, lejos de
aconsejar la inacción, exigen una redefinición muy precisa del papel
que cumple la violencia, incluso verbal, en la acción política. Puesto
que la defección es una sustracción emprendedora, el recurso a la
fuerza ya no será a la medida de la conquista del poder de Estado en
el país del faraón, sino de la salvaguardia de las formas de vida y de
las relaciones comunitarias experimentadas a lo largo del camino.
Son las obras de la amistad las que merecen ser defendidas cueste lo
que cueste. Ello lleva consigo una serie de contradicciones que son
percibidas, más o menos conscientemente, y atraviesan los
discursos. La fundamental consiste en que tales dispositivos de
autoorganización y autonomía no siempre permiten crear nexos con
lo político o la posibilidad de expulsar y ser expulsado
simbólicamente de tales nexos: “Nosotros hacemos política
(institucional o no), vosotros hacéis cultura (o anticultura)”.
La idea de experimentación sin directrices, de inmediatez, impide a
veces reconocer los límites de los pequeños proyectos reales y
concretos. Y aunque la acción política lo es todo, incluso los
procesos limitados y pobres pero nuevos, no dejan de estar en la
lógica de procesos constitutivos que luchan por una democracia de
base, de romper la lógica del “Estado asistencial autoritario,
asimétrico”; no obstante es fácil perder la conexión con lo político y
caer en un
como única característica la de compartir el mismo enemigo, el amigo es definido
por las relaciones de solidaridad que se establecen en el
curso de la fuga, por la necesidad de inventar juntos oportunidades hasta entonces
no contabilizadas" (Virno, 2003: 109-110).
especie de “existencialismo social”, fin de lo político, post-política.
La solución a esta aparente lejanía de lo político pasa por una
reinvención de lo político, allí donde el Estado se ha apropiado de
todas las esferas de la vida. La desaparición de la referencia del
modelo revolucionario como forma de hacer política hace que
determinadas prácticas puedan derivar en no políticas, peligro del
cual estos sujetos colectivos son conscientes y les ha llevado a
replantearse críticamente la persistencia de algún mecanismo
centrípeto que les identifique, de manera colectiva y a veces hasta
sujeto a sujeto, en el espacio de intercambio político: tal es la función
de la Red.
1.3. Reedición de una subjetividad humanista
El problema de este mecanismo centrípeto de identidad e
intercambio es que permite la reedición de una subjetividad
humanista ahora extensible al colectivo. En consecuencia, en la
comunidad generada en las redes sociales asistimos a la
reapropiación de una idea de sujeto en la que toda experiencia de la
modernidad recoge su fundamentación desde el humanismo clásico:
el ser humano como individuo libre y central que crea y construye
identidades, grupos, ideas... a su imagen y semejanza. El problema
es que ahora se traslada esa consideración a la identidad colectiva.
Frente a ello cabe afirmar que es más bien un sistema social,
funcional a determinadas relaciones de poder, cuyas pautas de
comportamientos están sometidas a vigilancia. No existe ya armonía
entre cuerpo y razón, ni siquiera aunque añadamos prótesis
tecnológicas a aquel. El cuerpo y sus prótesis han sido reificados,
convertidos en objetos, incapaces de toda acción colectiva o
individual ajena a las necesidades de los mecanismos de dominación.
El sujeto colectivo no constituye ya un producto individual de
significado, sino más bien un conglomerado heterogéneo, con
perfiles borrosos, un movimiento, una entidad variable y dispersa
cuya verdadera identidad y lugar se constituyen en las prácticas
sociales. Algo que sólo es enunciable en plural, como multiplicidad.
Maurice Blanchot (1988: 147), a propósito del cuestionamiento de
ese sujeto autocentrado y creador, lo precisaba con belleza y acierto:
“el sujeto no desaparece: es su unidad muy determinada la que es
problemática, ya que lo que suscita el interés y la investigación es
precisamente su desaparición (es decir, esta nueva manera de ser que
consiste en la desaparición), o incluso su dispersión, que no llega a
aniquilarle aunque no nos ofrezca de él más que una pluralidad de
posiciones y una discontinuidad de funciones”.
Otro de los riesgos es que estemos dispuestos a permitir que la
resistencia, privada de criterios (de clase, de género, etc.), adquiera
un aire incómodamente personal. Es decir, que el juicio sobre la
validez de la resistencia pase a depender del sujeto (o del grupo de
sujetos) que lleve a cabo la acción: las masas frente al Estado, el
pueblo frente a sus enemigos, el sujeto/ grupo frente al sistema. El
recurso político al deseo liberado, espontáneo, sobre el que
construye un ideal de justicia propiamente inconmensurable, no
parece potenciar sino más bien amenazar las prácticas de la libertad
que proclaman. Pues la falta de instancias de mediación nos arrebata
la posibilidad más propiamente política: la de establecer distancias
con respecto a nuestra identidad moral previa. Clausurado el orden
institucional de lo público, se vuelve también imposible el trabajo
sobre uno mismo, la intransigencia frente a la propia espontaneidad.
Este retrato del sujeto contemporáneo, individual o colectivo, “como
una nueva manera de ser que consiste en la desaparición”9 adopta en
el pensamiento actual diversas formas que hablan de este
retraimiento o marginalidad del perfil del sujeto actual: el parásito
de Jacques Derrida (1989), los nómadas de Deleuze y Guattari
(1985, 1988), la figura del vagabundo en François Lyotard (1984),
formas que no se reconocen en la construcción humanista del sujeto.
El parásito entendido como modelo es el intruso que se instala en
las vidas de terceros –las otras formas de pensamiento- poniendo en
evidencia con su sola e impertinente presencia la construcción de
una compleja trama de leyes y convenciones secretas, no
formuladas, cotidianas que teje la red que compone la seguridad y
los mecanismos de defensa privados. El conjunto de normas con las
que se organiza la violencia en lo doméstico y a su través, por
extensión o por oposición, la violencia pública. Gilles Deleuze
trabajará sobre una de las patologías resultantes de esta violencia, la
esquizofrenia, para proponer una mirada atravesada por esa
incapacidad para distinguir lo normal de lo alucinatorio, incapaz de
construir totalidades coherentes. Mil Mesetas (1980), escrito con
Félix Guattari, es una panorámica múltiple y caleidoscópica del
universo de las sociedades capitalistas, desde una óptica atravesada
por sus propios efectos psíquicos. En ella aflorarán los nómadas
como sujetos cuyas prácticas sociales podrían considerarse como un
modelo de acción capaz de oponerse, construyendo “máquinas de
guerra” frente al Estado moderno y su modelo jerárquico/ pastoral.
En Mil Mesetas se confunden el vagar de la visión esquizoide entre
un exterior y un interior que no siempre concuerdan, y los modos de
organización, de percepción y conocimiento nómadas, ofreciendo
una posible posición del sujeto que quedaría descrita por los
principios de organización rizomáticos –de conexión y
heterogeneidad, de multiplicidad, de ruptura asignificante, de
cartografía y calcomanía- contrapuestos a los clásicos modelos
arborescentes o piramidales, del tipo causa-efecto, implícitos en las
formulaciones científicas, filosóficas o políticas tradicionales. La
similitud de la imagen deleuziana del nómada con la aparición de
cambios de conducta en las sociedades capitalistas avanzadas,
derivados en gran medida de cambios económicos, tecnológicos y
demográficos similares, es sin duda algo más que una oportuna
coincidencia. Esta nueva forma de ser se describe
convencionalmente como un aumento de la movilidad y, de modo
análogo, una disminución de la importancia de las pautas y
grupalidades sociales tradicionales. Atomización y movilidad que
conllevan una instalación en el mundo fugaz e individualizada,
paralela en gran medida a la movilidad del capital en su
implantación sobre el territorio, pues ambos, individuos, colectivos
y capital, utilizan los medios proporcionados por el desarrollo
tecnológico como infraestructura vital y cultural. Este nuevo sujeto
9 No se es alguien por ser diferente (diferente de los demás "alguien", con
una identidad diferente a ellos) sino que sólo se es diferente cuando se llega a ser
nadie (cuando no se tiene identidad).
social es así, al mismo tiempo, resultado y brazo armado de la
globalización económica del territorio.
Un sujeto convertido en objeto de un sistema operativo, el del
capitalismo tardío, que exige una diferente identificación del cuerpo
social con sus propios procesos de crecimiento, atomización,
ubicuidad y globalización. Para David Harvey (1990: 151), la
expansión económica sobre el territorio global demanda una nueva
capacidad de desplazamiento para contrarrestar la sobreacumulación
y sus problemas inherentes. Los flujos económicos adoptan ahora las
pautas espaciales de un régimen de acumulación flexible que invierte
el modelo fordista-keynesiano según un nuevo enunciado: cuanto
más flexibles e inarticuladas son las estructuras locales, espaciales o
temporales, materiales o sociales, más estable es el sistema a nivel
global. Mimesis en tal sentido de los procesos de agrupación de
subjetividades. Nos encontramos con una identidad colectiva
contradictoria, nueva figura ambivalente anunciada al principio,
capaz de ser pensada (Deleuze) como alternativa a los desarrollos
del capitalismo y, a la par, descrita (Harvey) como producto de los
nuevos sistemas de acumulación flexible del capitalismo
globalizador, una identidad negativa y a la par funcional a las
necesidades de atomización y ubicuidad que conllevan las nuevas
pautas de acumulación histórica del capital. 10
10 Angelo Zaccaria (s/f) planteaba así la ambigüedad de los Centros Sociales
Ocupados: “Independientemente de la citada autorreferencialidad de los sujetos,
las prácticas y los lenguajes de los centros sociales autogestionados se acercan
cada vez más a las culturas de la empresa, del trabajo autónomo y de los trabajos
socialmente útiles que caracterizan a una parte relevante del panorama económico
nacional, representando, por su parte, un posible fragmento paradójico del
capitalismo venidero”.
Tal es el perfil borroso, como imagen del sujeto, que se plantea en la
nueva grupalidad social y política, que se corresponde con un
desplazamiento de intereses del pensamiento contemporáneo hacia
cierto anonimato, hacia un manifiesto alejamiento del sujeto heroico,
centrado, masculino y dominante en el que todos los yacimientos del
pensamiento occidental se habían complacido hasta fecha reciente.
Cabe añadir no obstante que este sujeto y sus colectividades
cumplen sin embargo una función en la mecánica del capitalismo
postindustrial, pues su consumismo es funcional al sistema: evita la
sobreacumulación y regula la fluidez de circulación de las
infomercancías. No es sólo lo que tiene presencia física, sino aquello
definido por la circulación continua de flujos invisibles, flujos de
información y económicos que han dado lugar a un drástico cambio
de escala: el espacio cognitivo en la que vive el sujeto posthumanista
y la comunidad emocional es el mundo entero a través de la red, una
entidad asociada intrínsecamente a los desarrollos tecnológicos y a
la economía de mercado que implica la comprensión del territorio
como infraestructura de la circulación de las plusvalías (incluyendo
los mismos sujetos), que se organiza no tanto por concentración
geográfica/simbólica de plusvalías y subjetividades como por
integración utilizando dicotomías como desarrollo/ subdesarrollo,
plenitud del self/marginación, on/off line.
David Harvey señala la comprensión espacio-temporal que la
ubicuidad telemática y la lógica del capital imponen como su
característica más singular, configurando un nuevo medio de difícil
categorización, ni natural ni artificial, un medio que se impone a él
mismo como una segunda naturaleza, un paisaje continuo,
homogéneo y fluyente en el que fenómenos biológicos como el
crecimiento y la decadencia, la inestabilidad, la autosimilitud, la
violencia y el cambio pueden observarse como sólo hasta hoy podía
hacerse en la naturaleza. De este modo, la comprensión del tiempo-
espacio corporal es fundamental para la comprensión del modo en
que por un lado las prácticas cotidianas de los individuos y los
colectivos son delimitadas por las propiedades estructurales de los
sistemas sociales y, por el otro, cómo es en esa instancia (lo
cotidiano) donde se efectúa la misma perpetuación de esos sistemas.
¿Cómo leerlo en términos políticos? Un sujeto o comunidad
posthumanistas que habitan desde fuera, provisionalmente, ese
magma cuyas leyes de organización caótica ni siquiera les
pertenecen; dentro y fuera, como el parásito ni son invitados ni
ajenos, cumplen su función pues forman parte del sistema global. No
habitan propiamente una identidad, sino que ocupan de modo
provisional; es en su movilidad, en el trayecto donde estas
identidades y grupos pueden registrarse; no hay en su concepción
un mundo de fondos y figuras, de espectros ideológicos en el sentido
clásico, sino fluidez, fugas, continuidad y vórtices. Es la percepción
del nómada, un espacio hecho de continuidades y singularidades, el
espacio “liso” que Deleuze contrapone al espacio “estriado” propio de
la percepción sedentaria, de los grupos institucionalizados.
El paisaje político quedará impregnado de la visión deleuziana del
espacio liso, como un material continuo atravesado por líneas de
fuga parasitadas provisionalmente y que en última instancia
devolverá a los nómadas a su trayecto como un accidente de ese
material continuo y homogéneo. Este material es el opuesto al
definido por la visión aristotélica de los cuerpos, escindidos en forma
y materia. Frente a esta concepción hilomórfica –en la que la forma
permanece fija y la materia homogénea- el proyecto se remite a lo
que Deleuze denomina “materialidad energética, en movimiento,
portadora de singularidades o haecceidades, que ya son como formas
implícitas, topológicas más que geométricas, y que se combinan con
procesos de deformación”. Una materialidad presente en el desierto,
el mar o el hielo, y que se constituye en la expresión misma del
espacio liso deleuziano: “El desierto de arena y el de hielo se
describen en los mismos términos: en ellos ninguna línea separa la
tierra y el cielo; no existe distancia intermedia, perspectiva ni
contorno, la visibilidad es limitada; y sin embargo, hay una
topología extraordinariamente fina, que no se basa en punto u
objetos sino en haeccedidades, en conjuntos de relaciones”, una
fenomenología compleja ligada a la que las ciencias han desarrollado
a lo largo del siglo a la búsqueda de una explicación del orden
dentro del caos, capaz de aproximar las ciencias humanas a las
ciencias exactas al identificar ambas su objeto de estudio en los
fenómenos complejos e inestables. Nada, pues, parecido a una visión
virginal o al margen del conocimiento científico: la posición del
parásito, del nómada, se alimenta precisamente de éste, es el
dominio de la información lo que le permite estar y no estar, tener
una presencia incorpórea; es a través del conocimiento como ha
aprendido a ser parte de ese material ambiguo que es lo virtual.
Ante todo esto, la tecnología informacional no es un sistema
operativo oportunista o casual, sino un medio que permite operar
con lo virtual y lo actual como partes de un proceso dinámico
continuo, algo que estaría vedado a la dualidad Real/Posible que se
define siempre por oposición. La técnica informática aplicada en Red
permite operar con diagramas y procesos dinámicos en un estado
continuo de actualización y transformación, muy superior a lo
meramente corporal o grupal, permite así operar lo político por
flujos, con una lógica de la complejidad similar a aquélla que los
nuevos desarrollos científicos y biológicos pretenden capturar.
Como se ha planteado en la teoría de sistemas, toda complejidad se
mueve hacia la biología, y es así como puede interpretarse la
presencia borrosa del nómada político; un modelo de espacio
fluyente y vivo que reclama pensar lo incorpóreo –el rastro del
movimiento- unido a lo fijo –la posición (ideológica), un despliegue
de lógicas invisibles pero capaces de explicar y generar realidades.
Lo virtual está relacionado con lo actual no por una transposición –
un llegar a ser real- sino por una transformación a través de
procesos de integración, organización y coordinación. La realidad es
un flujo, una actualización irreductible en el tiempo; el mundo es
una exfoliación de diagramas.
Hay una “bio-lógica” común de estos sujetos/ colectivos borrosos
que encuentran en la capacidad iterativa y proliferante,
autorreferente y retroalimentaria de la Red, el medio para hacer
visible, material, lo incorpóreo y fluyente. Y sin embargo, no puede
dejar de advertirse en esta concurrencia filosófica, política y técnica
el peligro de un cierto determinismo objetivista, a través de una
concepción “conductista” y abstracta de estos sujetos/ colectivos,
una cierta fascinación por la proliferación de conductas y rutinas
pautadas como materia organizada. En última instancia, una
eliminación de la diferencia como caso relevante que plantea la
existencia equiparable de todo sujeto/ colectivo a través de su
fluidificación en la Red y que nos advierte contra el inencontrable
lugar de la autocrítica, contra la escasa reflexividad por exceso de
fluidez y nula presencia de tales entidades borrosas. Hay en todas
estas proyecciones políticas como un esfuerzo extra por provocar,
por producir un extrañamiento, por presentarse a sí mismas como
un deliberado atrevimiento de negación de cualquier posible imagen
unificada o totalizadora, como si hubiesen sido pensadas a la contra,
violentando otros arquetipos y sus paradigmas hasta transformarlos
en caricaturas de sí mismos.
1.4. Problemas de identidad: comunidad de iguales, mito,
rito, imagen
Uno de los objetivos más explícitos de esta proyecciones estriba el
robustecimiento o la creación de una identidad, individual o
colectiva, que se hace depender de un encuentro y de un contacto
con los otros. La identidad siempre se construye estableciendo una
negociación con diversas alteridades: los antepasados, los aliados,
los compañeros, los enemigos, etcétera; se trata del carácter
indisociable de la construcción de uno mismo y del conocimiento de
los otros. Ahora bien, gracias a la posibilidad real, técnica, de la
ubicuidad debido a esa prótesis tecnológica como es la Red, podemos
gestionar la inmovilidad; sin embargo, ¿no nos hace creer dicha
inmovilidad la ilusión de la comunicación de que los sujetos
individuales o colectivos existen, en forma intangible, al margen del
acto de comunicación que los pone en contacto?, ¿no nos está
haciendo creer que intercambian informaciones para enriquecer sus
conocimientos sin transformarse, que perseveran en su ser mientras
se ahorran el cara a cara y el cuerpo a cuerpo? Dicho de otra
manera, ¿qué construcción de la identidad política grupal se puede
llevar a cabo si la negociación con la alteridad se constituye en mera
comunicación? El homo comunicans transmite o recibe informaciones
y no duda de lo que es, no negocia su identidad sino que parte de
ella. El ideal del partido político tradicional consistía en tratar de
existir, de formarse, sin saber nunca realmente cuál era su identidad
(no monolítica, sino cambiante) o qué era. La práctica actual de la
actividad política en la Red depende más de la comunicación, con su
ideal de la instantaneidad y la evidencia, que de la experiencia, que
conjugaba los tiempos de la espera, del recuerdo, de la
sedimentación.
Resulta además que el sentimiento de pertenencia a la identidad del
“nosotros”, del movimiento que nos identifica y con el que nos
identificamos, se ha visto confortado por el desarrollo tecnológico
una de cuyas máximas expresiones es internet y su funcionamiento,
en especial merced a la interactividad segregada por este modelo.
Así, las mensajerías informáticas (lúdicas, eróticas, funcionales,
políticas...), los hospedajes enlazados de movimientos, grupos,
espacios de información, etc. crean una matriz comunicaciones en la
que aparecen, se fortifican y mueren grupos de configuraciones y
objetivos diversos y que en el campo de la política tienen esa
característica post-política que al principio se comentaba, pero que
recuerdan no obstante a las arcaicas estructuras de las tribus o de
los clanes. La diferencia más notable es, sin lugar a dudas, la
temporalidad propia de estas nuevas identidades colectivas, pues su
carácter puede ser perfectamente efímero, coyuntural y organizarse
según las ocasiones que se presentan. Recordando una antigua
terminología filosófica, se agota en el acto. Ello no obsta para que,
aun cuando estén marcadas por el sello trágico de la oportunidad,
dichas identidades colectivas privilegien el mecanismo de
pertenencia. Sea cual sea el tipo de identidad política colectiva en
cuestión, es preciso participar en el espíritu colectivo, pero no tanto
por la consecución de un objetivo o la contribución al afinamiento de
una racionalidad (ideológica), sino por la integración. Esta
integración o su contrario, el rechazo, dependen del grado de feeling
experimentado ya sea por parte de los miembros del grupo o del
postulante. Es posible además que este sentimiento se vea
confortado o reafirmado por la aceptación o el rechazo de los
diversos rituales iniciáticos, necesarios independientemente de la
duración de la identidad colectiva. El rito es una técnica eficaz que
materializa a la percepción la alianza y atenúa el aspecto efímero de
esta identidad colectiva y la angustia propia del presentismo.
Se podrían multiplicar a placer los factores de agregación a través
de los rituales, pero existen otros vectores poderosos que no pueden
ser olvidados. Por una parte estamos quizás ante una comunidad de
iguales, puesto que no sabría adquirir consistencia bajo la forma de
instituciones políticas sino en términos comunitarios. Se podrán
emancipar tantos individuos como se quiera, pero jamás se
emancipará una sociedad. Si la igualdad es la ley de la comunidad, la
sociedad pertenece a la desigualdad, o lo que es lo mismo, la
comunidad de iguales jamás recubrirá la sociedad de desiguales. Sin
embargo, no existe una sin la otra. La comunidad de iguales, escribe
Rancière (1995), es una sociedad inconsistente de objetos trabajados
por la creación continua de la igualdad.
Esta es la advertencia que los jóvenes fraternales no quieren o no
pueden escuchar, o que la entienden y la traducen a su manera.
Pretender transformar la idea reguladora de la comunidad en un
concepto creador de la experiencia social, erigiéndose en pedagogos
del pueblo/multitud. También porque han de considerar un
acontecimiento que generó esa división (lo comunitario polémico
frente a lo no-comunitario social) que es a su vez constantemente
repetido para producir nuevos acontecimientos de igualdad. Así la
polémica igualitaria inventa una comunidad in-consistente,
suspendida a la contingencia y resolución de su acto. Esta invención
igualitaria de la comunidad (frente a la sociedad) rechaza el dilema
que la obligaría a elegir entre la inmaterialidad de la comunicación
igualitaria y la pesadez desigualitaria de los cuerpos sociales.
Por otra parte, se trata de la conjunción entre la inscripción espacial
(no importa si es virtual y no olvidemos que siempre en las afueras
del Estado) y la argamasa emocional, siguiendo los polos del espacio
(la proxemia que antes explicábamos) y el símbolo (compartimiento,
forma específica de solidaridad...), y que se resuelve en una intensa
actividad comunicacional. Esta connotación mítica y la inscripción
espacial consiguiente enlazan con la idea de tradición característica
de la “comunidad emocional” que para sociólogos como Max Weber
es una constante social. Ahora bien, es propio de esta tradición
descansar en el “éx-tasis” o salida de sí, lo cual permite una
identificación: yo me identifico con un determinado lugar virtual que
me integra en un linaje, en una historia del grupo, logrando con ello
esa identificación emocional y colectiva que es de lo que se trata. De
ahí esa estrecha relación entre el territorio (lo resistente, exterior al
poder) y la memoria política colectiva que privilegia el deseo de
dejar huella, es decir, de atestiguar la propia perennidad. Esta es la
auténtica dimensión estética de las inscripciones espacial virtuales:
servir de memoria colectiva, servir a la memoria de la colectividad
que la ha elaborado contándose a sí misma su historia.
Junto al resurgimiento del rito y del mito (la historia que cada
grupo se cuenta), también asistimos al auge de la imagen. En una
época en la que el espacio público se encuentra en buena medida
invadido por el símbolo, no por la experiencia, en que es tributario
de la imagen, la “pulsión escópica” de quienes parecen soñar con
meter el mundo en la caja de su pantalla tiene el valor de un
síntoma. Importancia pues de lo imaginario en la vida social frente a
lo teórico. En efecto, pareciera que cada vez que la desconfianza
respecto de la imagen tiende a prevalecer (racionalismo) se elaboran
representaciones teóricas y modos de organización social que tienen
lo “lejano” por denominador común; en tales ocasiones se asiste al
dominio de la política ordenada y prospectiva, del linealismo
histórico. En cambio, cuando la imagen en sus diversas modalidades
resplandece hegemónica, entonces el localismo, el icono familiar y
próximo, se torna una realidad ineludible. Se puede añadir que la
abundancia de la imaginería icónica se acreciente con el desarrollo
tecnológico, en especial de un logro tan visual como la Red. Estos
iconos (grafías, imágenes, composición, estética...) se conforman
como punto de encuentro inscrito en lo cotidiano; aparecen como el
centro de un orden simbólico complejo y concreto en el que cada
cual desempeña un papel en el marco de una teatralidad dramática y
volcada al público. De este modo permite el reconocimiento del self
por uno mismo, el reconocimiento del self por los demás, el
reconocimiento de los demás y por último el reconocimiento del
colectivo. Tal es la fuerza empática de la imagen que, de modo
regular, resurge para atenuar los efectos mortíferos de la
uniformización y de la conmutatividad que ésta induce.
Estos sentimientos colectivos de fuerza común, esta sensibilidad
mística, icónica y ritualizada fundadora del perdurar, se sirven de
vectores bastante triviales: son todos los lugares de la charla, de la
convivencia, de espacios públicos que son “regiones abiertas”, foros,
chats, es decir, lugares en que es posible dirigirse a los demás y por
ello mismo, dirigirse al Otro en general. Además, hay que tener en
cuenta que junto a un saber puramente intelectual, existe un
conocimiento que integra también una dimensión sensible que tiene
sus raíces en un corpus de costumbres. Si lo analizáramos
detenidamente, cabe esperar que esto permitiría apreciar cual es la
modulación actual del “comadreo” o “palabreo”, cuyos diversos
rituales desempeñaban un papel muy importante en el equilibrio
social de la comunidad tradicional gracias a su muy eficaz labor de
control social. También cabe esperar que, junto al desarrollo
tecnológico del crecimiento de las identidades políticas colectivas, se
favorezca un “comadreo informatizado”, que reactualiza los rituales
del foro o ateneo antiguos; en cuyo caso ya no estaríamos
enfrentados, como ocurrió con su nacimiento, con los peligros de la
computadora gigantesca y ajena a las realidades próximas, sino que
gracias a la Red y sus usos, nos vemos remitidos a la difracción
hasta el infinito de una oralidad ritualizada cada vez más esparcida.
El problema reside entonces en que el medio (la Red) que serviría
como ámbito de publicidad y comunicación de las nuevas
identidades colectivas políticas acabara convirtiéndose no sólo en
mediador, sino en su propio fin, anteponiendo por ejemplo la
libertad de expresión a cualquier otra consideración política.
2. Ciudadanismo en la época post-política
Pasamos en esta segunda parte al análisis de una caracterización
empírica, una auténtica cristalización de estas fórmulas comunitarias
que se articulan en la proliferación de lo político en torno a la figura
de la ciudadanía y las formas en que se calculan esta identidad.
El concepto de “ciudadanismo”, si obviamos por ahora un análisis
pormenorizado de lo que significa el término ciudadano, es en
realidad un neologismo que traduce el término inglés republicanism y
que evita utilizar un vocablo como “civilismo”, por sus referencias a
la guerra civil. Coincide además con la recuperación del concepto
relativo a la “sociedad civil” más identitario que político, o al menos
con esa identidad política antes mencionada. Así pues, y de un modo
operativo, entendemos en principio por ciudadanismo una ideología
difusa, asociada un cierto conjunto de prácticas políticas y
ampliamente difundida cuyos rasgos principales son: la oposición
natural de la democracia respecto al capitalismo, el reforzamiento
del Estado, su vocación ecuménica y pedagógica, la aspiración de
aglutinar una mayoría social a través de la reivindicación de
derechos, y el espectáculo integrado.
2.1. La creencia de que la democracia es capaz de
oponerse al capitalismo
Los ciudadanos constituyen entonces la base activa de esta política
por lo que se propone un control ciudadano de las instancias
nacionales e internacionales, como si fuera el déficit de democracia
lo que produce la explotación. Pero esta idea de los ciudadanos se
mueve entre el individualismo extremo y la masa. La palabra
ciudadano subraya la individualidad de la persona, la ausencia de
cualquier aspecto colectivo. La acción heroica del individuo
consciente porque sí, sin relación alguna con una adscripción de
clase se sigue de la complicidad de la masa: igual que cualquier
partido, los análisis políticos piensan que el número de
manifestantes, de votantes o de mensajes SMS bastaba para
justificar sus pretensiones políticas. Sin embargo, confiar en las
masas es inútil. El mismo tedio que las mueve, las paraliza.
Despolitizadas por definición, no son ni pueden ser ningún sujeto
político dispuesto en todo momento a seguir a sus dirigentes. Las
masas no quieren hacer política, quieren ser objeto de la política; no
quieren cambiar la sociedad, en todo caso quieren que alguien se
ocupe de ellas; por eso son masas.
La referencia a la sociedad civil juega permanentemente con la
ambigüedad, pues se sustrae a la prohibición legal y al tabú que pesa
sobre toda actividad política, a la vez que impulsa una movilización
social; su significado es muy distinto en el mundo político
globalizado. En el “sur global”, evoca anhelos y aspiraciones
compartidas, capaces de suscitar acciones colectivas legitimadas y
con frecuencia transformadoras, nunca estuvo circunscrito al campo
estrictamente teórico sino que aparecer en las filas de la oposición
intelectual y popular a los antiguos regímenes del socialismo real y
en la resistencia sostenida contra las dictaduras militares
autoritarias. Por su parte, en los países del “norte global” donde nos
centraremos, el ciudadanismo se concentra esencialmente alrededor
de un deseo de democracia más directa, “participativa”, de una
democracia de “ciudadanos”; naturalmente no proponen ningún
modo de conseguirlo, y este deseo de democracia directa acaba,
como siempre, ante las urnas o en la abstención impotente.
Un personaje tan conspicuo como Esteban Ibarra (1998) alma mater
de esa curiosa ONG del Ministerio del Interior que se autodenomina
Movimiento contra la intolerancia antes Jóvenes contra la intolerancia,
habla de redes de ciudadanía como “aquellas iniciativas organizadas
horizontal y autónomamente cuya práctica afirma que es importante
‘hacer' no sólo oponerse y resistir, y se esfuerzan en crear
situaciones transformadoras de la realidad, superando la dicotomía
excluyente “reforma o revolución”, y viejas concepciones
doctrinarias que consideran a la gente incapaz de desarrollar
conciencia o pensamiento político por sí mismas”. Víctor Sampedro
(2005) por su parte indica que se trata de conspiraciones
transparentes que no tienen nada que ocultar pero que van
colocando en la agenda pública sus temas, generando los cambios
personales, grupales e institucionales pertinentes en cada etapa del
proceso de modernización.
Una de las fuerzas del ciudadanismo reside en ese carácter
esencialmente moral, por no decir moralizador. Pasa fácilmente de
la denuncia de la “crisis” a la propuesta de “repartir los frutos del
crecimiento” sin tener en cuenta los hechos y sin realizar ningún
análisis. Lo que cuenta es tener la posición más “cívica” posible, es
decir, la más generosa, la más moral. Y por supuesto, todo el mundo
se posiciona por la paz, contra la guerra, contra la “mala-comida”,
por la “buena-comida”, contra la miseria, por la riqueza. En
resumen, más vale ser rico y gozar de buena salud en tiempos de
paz, que ser pobre y estar enfermo en tiempos de guerra.
La propuesta es pues de un posibilismo pragmático deliciosamente
cercano a la socialdemocracia. Dados los problemas de desafección
de la política, crisis de la democracia representativa, la apreciación
alarmada de que los partidos “no funcionan como tendrían que
funcionar” y el anhelo de la opinión publicada (que no pública) de
una política honesta (unidad perdida de la moral y la política), no
sólo basta con modificar el sistema de listas electorales, sino ante
todo lograr una mayor participación y por tanto implicación, gracias
a la exigencia de eficacia, coherencia y representatividad. De este
modo nos podemos encontrar en la literatura ciudadanista
propuestas como las que siguen:
1. Se busca la participación activa en el sistema político (a) o al
menos que cambie el sistema de participación democrática, bajo
eslóganes como “la ciudadanía está harta de que no se la tenga en
cuenta”, (b) e incluso que se admita la inclusión de los movimientos
sociales (c) para alcanzar un reforzamiento de las instituciones, del
consenso y la legitimidad social de las políticas, buscando en cierta
forma la reforma de las culturas políticas y técnicas. Frente a ello se
situaría la desobediencia civil, de forma más o menos violenta. Se
trata de una organización estructural que canaliza las demandas de
los movimientos sociales y de la acción colectiva en forma de:
creación de foros, consejos, estructuras asociativas consolidadas.
2. Importancia del gobierno local en la búsqueda de la participación
(ideologías de la glocalización…). Se trataría de reformular el
llamado “pacto del bienestar”, pero buscando no sólo la información
del ciudadano, sino la formación e integración. En cuanto a las
fórmulas, cabe destacar:
• Consejos institucionales: de la juventud, de la mujer: ya
existentes.
• Consejos consultivos, audiencias y fórums (Barcelona): a
desarrollar.
• Jurados ciudadanos y núcleos de intervención participativa:
futuribles.
• Asociaciones en forma de acción pública: crear servicios en
los ámbitos donde éstos no existen o son insuficientes.
3. Vertebración de la sociedad, garantía de las democracias
occidentales por la pérdida de autoridad y garantías de
funcionamiento de las instituciones tradicionales (cohesión e
integración social por ejemplo en el caso de inmigrantes, jóvenes,
etc.)
4. Los movimientos sociales seleccionan y reducen la complejidad de
las demandas de la ciudadanía organizada. Es digno de aprecio los
artículos y libros que tratan sobre los instrumentos participativos a
desarrollar con sugerencias como el análisis pormenorizado de las
tres formas de articular la participación ciudadana: a través del
monólogo (few talk), del parloteo (many talk) y del diálogo (some talk).
5. Los agentes político-institucionales encauzan y transforman
dichas demandas en propuestas concretas en el parlamento. Además
pueden ofrecer respuestas políticas de cambio real a tales
inquietudes, formar a los líderes, aportar los valores históricos y el
conocimiento útil de la experiencia en la gestión municipal y
parlamentaria. En definitiva, de lo que se trata es de aportar
soluciones a los problemas que se plantean al sistema político.
Los ciudadanistas proponen una respuesta irrisoria cuando intentan
recomponer el vínculo que unía antiguamente a la “clase obrera”
mediante otro que uniese a los “ciudadanos”, es decir, el Estado. La
voluntad de reconstituir dicho vínculo a través del Estado se
manifiesta en el nacionalismo latente de los ciudadanistas. Se
sustituye el capital abstracto y sin rostro por figuras nacionales.
Pero el Estado sólo puede proponer símbolos y sucedáneos a esos
vínculos, puesto que él mismo está saturado de capital, por así
decirlo, y tan sólo puede agitar sus símbolos en el sentido que le
dicta la lógica capitalista a la que pertenece. Proponer al “ciudadano”
como vínculo manifiesta la existencia de un vacío, o mejor dicho,
que incumbe ahora al capitalismo, y únicamente a él, la tarea de
integrar a esos miles de millones de personas que se encuentran
privadas de la comunidad. Y debemos constatar que, hasta ahora, lo
consigue a duras penas.
2.2. Reforzamiento del Estado
El proyecto de reforzar el Estado (o los Estados) para poner en
marcha esta política de participación democrática, de ahí que
postulen volver atrás la marcha del desarrollo capitalista: la
tendencia a favor de la recuperación del Estado del bienestar y las
políticas keynesianas, la denuncia de los excesos de la
financiarización de la economía frente a las virtudes de la economía
productiva, las propuestas para gravar fiscalmente el tráfico de
capital11 o las “distintas” modalidades de integración económica. El
ciudadanismo entiende que el Estado democrático es un medio
válido para paliar -incluso para acabar con- las desigualdades
sociales. Dado que éste sufre grandes presiones del Capital -llámese
grandes corporaciones o empresas multinacionales-, postula que
para contrarrestar tan malvada influencia se hace imprescindible
una mayor atención del hombre de a pie a los asuntos de Estado y
que obligue al gobierno a realizar políticas sociales. Los ciudadanos
no sólo deben elegir representantes sino presionarles para que
actúen como corresponde.
Estos socialdemócratas de nuevo cuño, que miran con nostalgia a la
edad dorada del Estado del bienestar, no son conscientes de que las
reformas tendentes a un mayor poder adquisitivo de los trabajadores
históricamente se han implantado para la recuperación del
capitalismo tras la crisis económica y sólo en parte, para mermar la
radicalidad de una clase obrera que amenazaba con hacer la
revolución, pero nunca por la acción de la ciudadanía en tanto tal. A
pesar de ello se empeñan en exigir una mayor intervención de la
población en la res pública. Y es que parece que ignoren aquello
sobre lo que los libertarios vienen advirtiendo desde hace siglo y
medio: La integración de las luchas sociales en las estructuras del
11 Por ejemplo la Tasa Tobin propuesta entre otros por ATTAC, pero ¿quién
va a empezar a gravar capitales?, el primer Estado que lo haga va a la quiebra.
Estado -lo que se reclama como democracia participativa- no es sino
garantía de la desintegración de las mismas.
El ciudadanismo, no obstante, tenderá siempre a desempeñar el
papel de mediador entre los movimientos sociales y el Estado, desde
el reconocimiento de que éste último, el Estado, puede ser el
mediador neutro entre el capital y los movimientos sociales.
En el ciudadanismo encontramos pues una fuerte defensa del sector
público y no como cuestionamiento de la lógica capitalista en
general, tal y como se manifiesta en el servicio público. La defensa
de dicho sector implica lógicamente que se considera que dicho
sector está, o debería estar, fuera de la lógica capitalista. No fue una
buena crítica la que se le hizo a este movimiento cuando se le
reprochó ser un movimiento de privilegiados, o sencillamente de
egoístas corporativistas. Pero sí se puede constatar que incluso las
acciones más generosas o radicales de este movimiento contenían
los mismos límites. Abastecer gratuitamente todos los hogares de
electricidad, es una cosa: reflexionar sobre la producción y el uso de
la energía es otra. Plantear el tema de la renta básica o del salario
social en casos extremos es una cuestión de necesidad perentoria,
pero hay que conceder que siempre se desarrolla dentro del
horizonte de un Estado (capitalista) omnipresente. Un autor
“radical” -así se define él- como Van Parijs y Vanderborght (2006:
25) describen la renta básica como una medida eficaz para luchar
contra la pobreza, “un ingreso conferido por una comunidad política
todos sus miembros, sobre una base individual, sin control de
recursos ni exigencia de contrapartida”. La renta básica, se atribuye
a todos, ricos y pobres (sin control de recursos); sobre una base
individual y sin ninguna exigencia de contrapartida. La ausencia de
control de los recursos nos lleva a la posibilidad de combinar la
renta básica con otras rentas sin supresión ni reducción de la
primera. Además, está claro que el importe de la renta básica
dependerá de los recursos financieros con los que cuente el Estado,
así como que dicha renta sólo es para los ciudadanos. Esto significa
que habrá individuos excluidos de su percepción, los metecos o no-
ciudadanos.
La renta básica, se atribuye a todos, ricos y pobres (sin control de
recursos); sobre una base individual y sin ninguna exigencia de
contrapartida (Raventós, 2001). La ausencia de control de los
recursos nos lleva a la posibilidad de combinar la renta básica con
otras rentas sin supresión ni reducción de la primera.
No obstante, cabe plantear cuatro objeciones a los modelos de renta
básica.
1) ¿Quién reparte? La respuesta siempre es la misma, el Estado a
través de sus múltiples agentes de la administración pública, lo cual
supone por de pronto mayor presencia estatal, y probablemente la
creación de una red clientelista de dependencia, cuando no la
estabilización y despolitización de las clases más dependientes. De
todos modos, el importe de la renta básica dependerá de los recursos
financieros con los que cuente el Estado.
2) ¿Quién paga? Las versiones más imaginativas hacen descansar el
grueso de la financiación de la renta básica o similar en los
impuestos: más progresistas si éstos son directos como por ejemplo
el IRPF, menos progresistas si son indirectos especialmente los que
gravan al consumo. Pero incluso en el caso más progresista, si
tenemos en cuenta que cerca del 90% del IRPF recaudado se basa en
los salarios, el sistema de reparto sería horizontal (reparto entre
asalariados, entre los que en un momento dado reciben un salario y
los que no) y no vertical (reparto sobre una detracción de los
beneficios empresariales, por ejemplo).
3) ¿Quién recibe? Dicha renta sólo es para los ciudadanos, esto
significa que habrá individuos excluidos de su percepción, los
metecos o no-ciudadanos. Todos los modelos de renta básica
incluyen tácitamente algún tipo de frontera o límite que acaba
siendo naturalizado: económica, jurídica, nacional.
4) ¿En qué modo de producción se inserta la renta básica? Si no
tiene como objetivo cambiar ninguna estructura productiva-
reproductiva, se inserta en el capitalismo, lo cual ha supuesto si
utilizamos referentes históricos semejantes desde un mero
incremento de la inflación (discutible si es productiva en términos
keynesianos) hasta la destrucción de todo un sistema salarial, tal
como desarrolla Karl Polanyi (1989) al describir la ley de
Speedhamland como “sistema de socorros” ante la indigencia y cuyo
paradójico resultado fue la construcción del mercado de trabajo
autorregulado que supuso la destrucción del sistema salarial
campesino y su emigración masiva a las ciudades antes del despegue
de la revolución industrial: es la clase desharrapada y de condiciones
miserables que describía Engels en La formación de la clase obrera en
Inglaterra.
En cualquier caso, lo cierto en que en sociedades inmersas en
sistemas de bienestar, con protección ligada al mercado de trabajo y
controles burocráticos sobre los ingresos familiares, suena extraña
la idea de un ingreso mínimo para pobres y ricos, que es a fin de
cuentas de lo que se trata la renta básica universal y sin
contrapartidas, pero para los ciudadanistas, esta extrañeza es
combatible, y a ello han dedicado una ingente cantidad de
publicaciones de muy distinto pelaje. De todas formas, se puede ver
en estas acciones que el Estado es concebido como una comunidad
parasitada por el capital, capital que se interpone entre los
ciudadanos-usuarios y el Estado. El ciudadanismo no dice otra cosa.
“El ciudadano ha de tener la capacidad de decisión y de opinión
sobre cómo ha de ser el Estado que lo proteja” (Pont, 2004: 363)
El propio Estado acepta generosamente estas prácticas, y cualquiera
puede hoy hacer una pequeña manifestación, por ejemplo, bloquear
la periferia y ser recibido oficialmente a continuación para exponer
sus reivindicaciones. Los ciudadanistas se indignan con este estado
de cosas que han contribuido a crear, pensando que, aún y así, no se
debe molestar al Estado por minucias. Los interlocutores
privilegiados ven con malos ojos a los parásitos y demás aves de
rapiña de la democracia.
Asimismo, algunas prácticas ciudadanistas son promovidas
directamente por el Estado, como lo demuestran las “conferencias
ciudadanas” o “los debates de ciudadanos” con las cuales el Estado se
arroga el “dar la palabra a los ciudadanos”. Es interesante ver hasta
qué punto este movimiento se conforma con cualquier sucedáneo de
diálogo, y están dispuestos a ceder en cualquier cosa con tal de que
se les escuche y que los expertos hayan “atendido a sus inquietudes”.
Un auténtico reparto de papeles donde el Estado desempeña aquí el
papel de mediador entre la “sociedad civil” y las instancias
económicas, del mismo modo que los ciudadanistas harán de
intermediarios entre el programa del Estado (que no es otra cosa
que la correa de transmisión de la dinámica del capital) revisado de
forma crítica, y la “sociedad civil”.
La antimundialización desempeña un papel muy importante en esta
reconstrucción ideológica. Su idea central es que el capital
transnacional ha concentrado demasiados poderes que no puede o
no sabe gestionar y que esto se hace demasiado peligroso para el
equilibrio económico. Contra el “ultraliberalismo incontrolado”,
todos los ciudadanos son llamados, en un tono que oscila entre el
miserabilismo y la culpabilización, a convertirse en los co-gestores
de la economía mundial, por medio de la presión y del control
ciudadano. Se trata de ir más allá del voto, pero sin salirse, claro
está, del campo de juego democrático. Facilidad pues en convertirse
en un auténtico partido del Estado, idea madre de la intelectualidad
estatista, ansiosa por inventar un nuevo discurso políticamente
correcto y posibilista más allá de las habituales coartadas pacifistas,
feministas o ecologistas.
2.3. Vocación ecuménica y pedagógica
El ideal organizativo del ciudadanismo busca siempre un ámbito en
el que quepan todas las manifestaciones del discurso (excepto las
que se aproximan a la violencia). Claro que se trata de discursos
despojados de su carácter preformativo: son pura semántica. El
lenguaje se vuelve cada vez más apologético, una pura máquina
lingüística llena de fórmulas verbales adecuadas donde la nimiedad –
enviar mensajes, votar, navegar por la red, amontonarse- se
convierte en lucidez histórica y heroísmo. Debajo de lo que se cree
es un movimiento, si se quitan las cámaras y los medios de
comunicación, se puede comprobar que retrata de un movimiento
creado artificialmente por dichos medios. El espacio de lucha no son
ya las fábricas, la calle, el barrio, la metrópolis…, sino los medios de
comunicación. De ahí que le venga muy bien esa especie de cajón de
sastre, de sustitutos del concepto de clase que sería la multitud: una
suerte de conglomerado de insatisfacción o marginalidad que es lo
que piensa alguien como Toni Negri (2004), cada vez más figura de
la izquierda ciudadana.12
La participación ciudadana se caracteriza además por su capacidad
para educar y concienciar a la ciudadanía. Disponer de esta
ciudadanía, además, no únicamente mejora el funcionamiento de los
instrumentos participativos sino del conjunto de la comunidad. Es
decir, la participación tiene como objetivo directo escuchar a los
ciudadanos, aunque indirectamente sirve para algo quizá más
importante: generar el capital social que garantizará el buen
12 Para Badiou (2004) “en el fondo Negri y sus seguidores ven la nueva
política en todas partes, nuevas formas de lucha en la más mínima reunión
reformista, porque creen que la resistencia es el reverso inevitable del desarrollo.
Es evidente que no hay más que una fuerza vital, y el que cree que la política es la
vida, o ‘las nuevas formas de vida’, es porque tiene una doctrina unitaria del Capital
y de la resistencia al Capital. Toda invención política nunca es ‘global’ sino que, por
el contrario, está situada, es local, experimental. Hay que proteger y profundizar
constantemente su exterioridad a las leyes ‘democráticas’. Dado que es la esencia
de la política de liberación, no es del todo "la vida"; es un pensamiento que toma
un cuerpo popular”.
funcionamiento de nuestra sociedad. Desde que Robert Putman
(2001) popularizara el concepto de capital social como un conjunto
de características intangibles de una comunidad (densidad
asociativa, niveles de confianza, etc.) útiles para explicar sus
rendimientos institucionales, económicos y sociales, el gran
interrogante ha sido como fomentarlo. A ello se han dedicado
instituciones internacionales como el Banco Mundial que de manera
subrepticia incluyen ya la democracia ciudadana: se trataría de las
instituciones, relaciones, actitudes y valores que rigen la interacción
interpersonal y facilitan el desarrollo económico y la democracia. O
incluso el PNUD que define el capital social como: relaciones
informales de confianza y cooperación (familia, vecindario, colegas);
asociatividad formal en organizaciones de diverso tipo, y marco
institucional normativo y de valor de una sociedad que fomenta o
inhibe las relaciones de confianza y compromiso cívico (VVAA,
2003).
En definitiva, la participación sirve a los gobernantes en la medida
que favorece la creación de la materia prima adecuada para el
desarrollo de sus comunidades. Esta materia prima, este capital
social se refiere a una ciudadanía que adquiere madurez democrática
y dinamismo socioeconómico a través de la propia participación en
los asuntos colectivos. Una participación que, por lo tanto, no
únicamente sirve para facilitar la prestación de determinados
servicios o para legitimar determinadas decisiones, sino para
promocionar determinadas conductas y actitudes ciudadanas.
Tenemos un ejemplo gracias a la implantación de una nueva
asignatura de la enseñanza secundaria que se llama “Educación para
la ciudadanía”. Desde la administración educativa se entiende que la
asignatura servirá para potenciar una serie de actitudes, como son:
respeto, tolerancia, solidaridad, participación o libertad. ¿Qué
querrán decir esas palabras cuando están escritas en sus
documentos? Gregorio Peces Barba (2004) se explicó de maravilla
en El País: “la formación recta de las conciencias, que es condición
de la comprensión sobre el valor de la obediencia al derecho en las
sociedades bien ordenadas”. Es decir, que los contenidos se
reducirán a las bondades de este sistema político -y económico-, ya
que estando en posesión de La Verdad, la única medida educativa
posible es inculcar la necesidad de aceptarla. El paralelismo con la
asignatura de Religión es obvio, y no nos coge por sorpresa. ¿No es
una cosa notable esa similitud entre la teología -esa ciencia de la
iglesia- y la política -esa teoría del Estado-, ese encuentro de dos
órdenes de pensamientos y de hechos en apariencia contrarios, en
una misma convicción?13
2.4. La aspiración estratégica de aglutinar una mayoría
Una gran aspiración estratégica del ciudadanismo consiste en
encontrar propuestas que tengan la virtud de aglutinar una inmensa
mayoría social en contra de la minoría de políticos financieros y
académicos neoliberales del pensamiento único que orientan la
dirección de la globalización. La adopción del pacifismo como
principio indiscutible de acción purgó de las asambleas y las
manifestaciones a los radicales, pero su objetivo principal era el
13 Esta similitud es quizá la que ha provocado la sensibilidad eclesiástica al
verse desautorizada en su terreno de impartición de la verdad.
diálogo con el poder. No querían enfrentarse a nada; no aspiraban a
cambiar el mundo sino a participar en su gestión. Con ellos otra
gestión capitalista era posible. Lo que pretendían reformar no eran
más que los mecanismos de cooptación de la clase dominante. De ahí
los determinados discursos ciudadanista de auge reciente en los
Foros, como el que postula democratizar la globalización,
contribuyen a esta misma operación de reabsorción por la vía de
convalidar las exigencias antagonistas en derechos consagrados en
alguna suerte de Constitución global. Que la lucha por los servicios
públicos contra su mercantilización se resuelva en una Declaración
de Derechos en la futura Constitución europea puede parecer un
ejercicio de realismo pero es seguro que contribuye a reproducir los
mecanismos de delegación y mediación que son la fuente de la
aceptación social del dominio capitalista. Se pueden ahorrar los
realistas sus tentaciones sarcásticas: lo anterior no implica renuncia
alguna al ejercicio de los derechos hasta el límite de sus
posibilidades.
La finalidad expresa del ciudadanismo es humanizar el capitalismo,
volverlo más justo, proporcionarle de alguna forma un suplemento
de alma y en cierto modo de manifestar la sumisión
democráticamente. La lucha de clases es sustituida aquí por la
participación política de los ciudadanos, que no sólo deben elegir a
sus representantes, sino además actuar constantemente para hacer
presión sobre ellos, con el fin de que apliquen aquello para lo que
fueron elegidos. Naturalmente los ciudadanos no deben en ningún
caso sustituir a los poderes públicos. El ciudadanismo se desarrolla
como ideología producida necesariamente por una sociedad que no
concibe perspectivas de superación (del sistema). Se trata pues de
una servidumbre voluntaria; es la oposición a casi nada (a lo que es
más obviamente falso e injusto del capitalismo)14 y a solicitar
“control ciudadano” para todos los extremos crueles del capitalismo.
2.5. Ciudadanismo y derechos
La Carta de los Derechos Humanos Emergentes (Barcelona, 2004),
que insiste en la necesidad de reconocer una serie de derechos hasta
el momento sumergidos, y de reivindicar la necesidad de contemplar
una serie de nuevos derechos surgidos de las transformaciones del
mundo actual, vincula estrechamente este texto programático que
“emana de la sociedad civil global y materializa las reivindicaciones
de los movimiento sociales” a una nueva concepción de la
participación ciudadana y concibe todos los derechos como derechos
ciudadanos.
En principio, todo el mundo está en favor de los derechos humanos
(Badiou, 2000). Es muy difícil encontrar a alguien que esté en contra
los derechos humanos. Incluso algunos torturadores están hoy a
favor de los derechos humanos; ellos mismos son humanos y es
interesante para ellos tener derechos. Pero cuando se plantea esta
cuestión de los derechos humanos, la pregunta principal es ¿qué es
el ser humano?, ¿qué es la humanidad?, ¿quién tiene derechos? Ésta
es la pregunta esencial. ¿El ser humano es el hombre blanco,
occidental, rico?, ¿es el consumidor?, ¿es el que está sometido al
capital?, ¿es aquel que piensa que la política es votar cada cuatro
14 Deleuze proponía que lo verdaderamente difícil no era denunciar lo
injusto y falso del sistema capitalista, sino lo verdadero, aquello que nos constituye.
años?, ¿es éste el que tiene derechos y es éste el que está hablando
de los derechos de los demás?, ¿es éste el que tiene derechos de
policía sobre el mundo entero? Los derechos humanos son
actualmente una ideología del capitalismo globalizado. Esta
ideología considera que hay una sola posibilidad en el mundo: la
sumisión económica al mercado y la sumisión política a la
democracia representativa. En este marco, el ser humano que tiene
derechos es quien tiene esta doble sumisión. O bien, el ser humano
que tiene derechos es una simple víctima. Tiene que despertar
piedad. Tenemos que verlo sufrir y morir en televisión y entonces se
dirá que va a tener derecho a recibir la ayuda humanitaria de
Occidente rico.15
En el fondo, el Derecho es como un centro de simetría que dispone
de manera alternada esos dos términos que son el Estado y la
filosofía. Cuando el derecho –es decir, la fuerza de la regla- se
presenta como categoría central de la política, el Estado
parlamentario o incluso el Estado-partidos es indiferente a la
filosofía. El derecho se presenta como categoría central de la
15 Cabe plantearse un debate imaginario entre la propuesta ciudadanista
de Andrés de Francisco (2007) para quien uno de los principales peligros de nuestra
época es el fundamentalismo intolerante de manera que el único modo de resistir y
derrotarlo consistiría en asumir una posición multicultural, de ahí que abogue por
“derechos especiales y nuevos escudos para las minorías” en su búsqueda de una
ciudadanía multicultural. Frente a ello, S. Zizek (2007) sugiere que la forma en que
se manifiesta esa tolerancia multicultural no es tan inocente sino que tácitamente
acepta la despolitización de la economía: “Esta forma hegemónica del
multiculturalismo se basa en la tesis de que vivimos en un universo post-ideológico,
en el que habríamos superado esos viejos conflictos entre izquierda y derecha, que
tantos problemas causaron, y en el que las batallas más importantes serían
aquellas que se libran por conseguir el reconocimiento de los diversos estilos de
vida. Pero, ¿y si este multiculturalismo despolitizado fuese precisamente la
ideología del actual capitalismo global?”.
política, del Estado del bienestar y como una categoría central de la
política, el Estado parlamentario o incluso el Estado plural de
partidos es indiferente al pensamiento político
La referencia explícita de toda esta vasta orientación, en el corpus de
la filosofía clásica, es Kant. Como indica con cierta ironía Alain
Badiou (2000) el momento actual es el de un vasto “retorno a Kant”,
cuyos detalles y diversidad son laberínticos. Lo que se retiene de
Kant en tanto que teórico del “derecho natural” es la existencia de
exigencias imperativas formalmente representables que no han de
ser subordinadas a consideraciones empíricas o a exámenes de la
situación; a ello se añade que “un derecho nacional e internacional
debe sancionarlos; que por consecuencia, los gobiernos están
obligados a hacer figurar en su legislación estos imperativos y a
darles toda la realidad que ellos exigen; de no ser así, está fundado
obligarlos a ello (derecho de ingerencia humanitaria, o derecho de
ingerencia del derecho)”. La ética, sustituta de la política, se
considera aquí como capacidad a priori para distinguir el mal y como
principio último del juicio político. La exigencia del Estado de
derecho se debe a que se basta a sí mismo para identificar el mal.16
16 Según Badiou (2000) los presupuestos de esta sucesión de convicciones
son claros: “1) Se supone un sujeto humano general, de modo tal que el mal que lo
afecta sea universalmente identificable (aunque esta Universalidad reciba con
frecuencia un nombre totalmente paradójico: “opinión pública”) de tal modo que
este sujeto es a la vez un sujeto pasivo patético o reflexible: aquel que sufre; y un
sujeto que juzga, activo, o determinante, aquel que identificando el sufrimiento,
sabe que es necesario hacerlo cesar por todos los medios disponibles. 2) La política
está subordinada a la ética en el único punto que verdaderamente importa en esta
visión de las cosas: el juicio, comprensivo e indignado, del espectador de las
circunstancias. 3) El Mal es aquello a partir de lo cual se define el Bien, no a la
inversa. 4) Los ‘derechos del hombre’ son los derechos al no-Mal: no ser ofendido y
maltratado ni en su vida (horror a la muerte y a la ejecución), ni en su cuerpo
La fuerza de esta doctrina es, ante todo, su evidencia, el espectáculo
integrado.
2.6. El espectáculo integrado
Las movilizaciones contra la guerra del Golfo y el No a la OTAN,
las campañas por el 0,7%, por la renta básica o los zapatistas, fueron
las primeras aproximaciones de ese intento de acercamiento a la
política institucional que a finales de la década de 1990 cristalizó en
el ciudadanismo. A ello se unió el espejismo virtual de un “espacio
ciudadano” donde desarrollar las actividades complementarias a la
política institucional de partidos y sindicatos, lo cual permitió
redescubrir los encantos del sindicalismo minoritario, del
tercermundismo, de las subvenciones y de las multitudes.
Las raíces del ciudadanismo deben buscarse en la disolución del
viejo movimiento obrero. Las causas de esta disolución se
encuentran tanto en la integración de la vieja comunidad obrera
como en el fracaso manifiesto de su proyecto histórico, el cual ha
podido manifestarse bajo formas extremadamente diversas
(digamos, del marxismo-leninismo a los consejistas). La
desaparición de la conciencia de clase y de su proyecto histórico,
agotados tras el estallido y la parcelación del trabajo, tras la
desaparición progresiva de la gran fábrica “comunitaria” así como la
precarización laboral (todo ello resultado no de un complot que
trata de amordazar al proletariado, sino del proceso de acumulación
del capital que ha conducido a la mundialización actual), han dejado
(horror a la tortura, a la sevicia y al hambre), ni en su identidad cultural (horror a la
humillación de las mujeres, de las minorías, etc.).”
al proletariado afónico. En cuanto a los Estados, acompañan esta
mundialización deshaciéndose del sector público heredado de la
economía de guerra (desnacionalización), “flexibilizando” y
reduciendo el coste del trabajo tanto como sea posible. El
proletariado llega así incluso a dudar de su propia existencia, duda
que ha sido enardecida por gran número de intelectuales y por lo
que Guy Debord (2003) definió como el “espectáculo integrado”, que
no es más que la integración al espectáculo. Ante esta ausencia de
perspectivas, la lucha de clases únicamente podía encerrarse en
luchas defensivas, a veces muy violentas, como en el caso de
Inglaterra. Pero esta energía era sobre todo la energía de la
desesperación, aquí se ha podido comprobar en el intercambio de
estrategias políticas entre partidos y sindicatos que han sido las
huelgas generales.
Como muy irónicamente explica Miquel Amorós (2004), siguiendo
en parte las huellas de Guy Debord (2003) tras los años ochenta del
siglo pasado, el espectáculo como relación social se había apoderado
de la sociedad y los jóvenes conectados a internet y dedicados al
turismo antiglobalización se habían convertido en la vanguardia de
su imperio. Las masas juveniles son más sensibles que las adultas al
mayor mal de la sociedad del espectáculo: el aburrimiento. Lejos de
sentir como suya la causa de la libertad o la lucha contra la opresión
social, lo que realmente sienten es una necesidad ilimitada de
entretenimiento. Las masas juveniles, profundamente despolitizadas
y sin ningún interés por politizarse, salieron masivamente a la calle
a divertirse luciendo su pañuelo palestino, escenificando su falsa
generosidad y proclamando su compromiso volátil. En la sociedad
del espectáculo la protesta es una forma de ocio y el pathos trágico
de la lucha de clases ha de retroceder ante la comicidad, el desenfado
y la fiesta.
Se trataba en última instancia de una actitud que pretendía ser
pragmática, es decir, levemente crítica y profundamente
conformista, dispuesta a caminar por las sendas trilladas y a
discurrir por los cauces inocuos. Encontraron sus herramientas
intelectuales en ideologías light, puras máquinas lingüísticas como el
negrismo, el ecologismo, o los productos de las marcas ATTAC y
demás. Conceptos como “movimiento de movimientos”, “lo social”,
“el imaginario”, “ciudadanía”, “pluralidad”, “multitud”, etc., sirvieron
para la evacuación de arcaísmos ideológicos obreristas, derribando
de paso conquistas intelectuales básicas, aportaciones críticas
imprescindibles, y en general, echando por la borda todo el bagaje
teórico de la lucha precedente. Quizá estaban en lo cierto, y lo
anterior ya no servía; pero no nos ha dado tiempo a comprobarlo.
Como coartada política se buscó un proletariado de sustitución en
los seres inermes y amorfos calificados por los pensadores orgánicos
de “multitud”, ciudadanía, sociedad civil o simplemente “la gente”, y
en plan castizo, “la peña” o “la peñuki”. El nuevo sujeto histórico era
pura ficción puesto que el verdadero había sido liquidado por el
capitalismo, pero su imagen ficticia era necesaria porque el
espectáculo del combate social necesitaba un fantasma; su
legitimidad no podía apoyarse en una clase real sino en una de
prestado. Una nueva clase imaginaria escapaba de los verdaderos
escenarios de lucha para situarse en el terreno del espectáculo,
puesto que ni ella era clase, ni su lucha era lucha. Para ello nada
mejor que las metonimias que ha practicado el obrerismo italiano:
construir a partir de una metáfora descriptiva (obrero masa vs.
obrero social) una categoría universalista de intelección histórica del
antagonismo capital/trabajo.
Para otros autores en cambio, no hace falta indagar en la
evaporación del sujeto político proletario. Según Alain C. (s/f), por
ejemplo, el ciudadanismo refleja las preocupaciones de una
determinada clase media culta y de una pequeña burguesía que ha
visto desaparecer sus privilegios y su influencia política a la vez que
desaparecía la antigua clase obrera. La reestructuración mundial del
capitalismo ha provocado la caída del viejo capital nacional y por
consiguiente, la de la burguesía que lo poseía y de las clases medias
que ésta empleaba. La antigua sociedad burguesa del siglo XIX,
oliendo todavía a Ancien Régime, ha desaparecido por completo. La
consolidación del Estado y la crítica de la mundialización actúan
como nostalgia de ese viejo capital nacional y de esa sociedad
burguesa, así como la crítica de las multinacionales no es sino
expresión de la nostalgia de los negocios familiares. Una vez más, se
lamentan de un mundo que se ha perdido.
Un mundo que se ha perdido dos veces, puesto que en el término
“ciudadano” también se refiere a la antigua denominación
republicana, sin duda alguna a la del inicio de la revolución
burguesa y no a la de la Comuna de París (aunque una reciente
película interminable y voluntariamente anacrónica que trata el
tema parece indicar que se quiere recuperar también a la Comuna).
Pero esa revolución se llevó a cabo y nosotros vivimos en el mundo
que ella creó. Los sans-culottes se sorprenderían si vieran la
transformación que ha sufrido la República que ellos mismos
ayudaron a construir, pero de la misma manera que es imposible
vivir dos veces la misma situación, los muertos nunca regresan. No
obstante, puede ser que futuros sans-culottes vestidos de Nike anden
algún día paseando por algún rincón de un moderno suburbio.
Mediante el ciudadanismo las clases medias desheredadas
reconstruyen su identidad de clase perdida. De modo que un local
“bio” puede presentarse como “un escaparate de los estilos de vida y
de pensamiento ciudadano”. No obstante, es importante destacar que
la base social del ciudadanismo es mucho más amplia y difusa que la
formada por militantes de asociaciones y de sindicatos, debido en
gran medida a su posibilismo, a la multiplicidad de fórmulas listas y
desplegables para solucionar las demandas de los ciudadanos. Esa
vinculación explicitada por Alain C. con el ámbito republicano tiene
como referente las ideas de Philipp Pettit (1999) que se encuentran
desarrolladas en su libro Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y
el gobierno. Conviene advertir que poco o nada tiene que ver la teoría
con el problema clásico de las formas de Estado, monárquica o
republicana. El republicanismo se presenta a sí mismo como una
alternativa al liberalismo clásico, que reivindica un modo diferente
de entender la libertad, a la que sigue considerando, al menos en
principio, como el valor político predominante. Sin embargo, no
corren ya buenos tiempos para la denominación que ha desaparecido
tanto de la intervención de Pettit como de las palabras de cualquier
ciudadanista, para ser sustituida por la expresión “ciudadanismo” o
“liberalismo cívico o radical”. Quizá no sea sólo un cambio de
palabras sino que entrañe una mayor aproximación a la tradición
liberal.
En efecto, como antes se indicaba, la democracia se ha convertido en
el paradigma de la legitimidad. Pero existen dos formas distintas, y
aun antagónicas, de entender la democracia: la liberal y la radical.
Para la versión radical o populista, la democracia se define ante todo
por la soberanía, por la titularidad popular del poder, y tiende a que
el principio democrático no presida sólo la política sino todos los
ámbitos de la vida social. La democracia liberal se caracteriza ante
todo por la necesidad de atender al problema de la limitación del
poder. No tanto a la cuestión de quién manda sino a la de cuánto
manda, hasta dónde alcanza el poder sobre las personas. Quizá la
diferencia fundamental entre ambas se centre, pues, en la cuestión de
la actitud ante el poder popular. El liberalismo, que asume el valor
de la participación política, recela del crecimiento del poder, incluido
el popular, y aboga por su control y limitación. El radicalismo confía
en el poder popular para transformar la sociedad. Constant, Mill,
Madison, Jefferson, Tocqueville, Lord Acton son buenos ejemplos
de la tradición liberal. Rousseau, el socialismo y el marxismo, de la
tradición radical, que puede conducir al totalitarismo.
El republicanismo o ciudadanismo se presenta así como una
alternativa o tercera vía a estas dos posiciones y aspira a ser un
punto medio que aúne las bondades respectivas de las dos
tradiciones y supere sus deficiencias. El destino de la libertad
republicana queda vinculado al de la igualdad republicana, y éste, al
de la comunidad republicana. En definitiva, el republicanismo
confiere al Estado más poderes de los que considera razonables la
mayor parte de la tradición liberal. Está en su derecho de hacerlo,
siempre que no infravalore y escamotee los costes para la libertad
bajo la forma de un entendimiento particular de ella. Lo que sí
resulta fácil de entender es la fascinación que el republicanismo ha
podido ejercer sobre el afligido cuerpo del socialismo democrático,
obligado por la historia y por la realidad a ir modificando sus teorías
para evitar el peso de los pasados errores. Antes que reconocer los
errores siempre resulta preferible acogerse al confortable manto
protector de una teoría que, sin darnos la razón del todo, al menos
se la niega al viejo adversario. El republicanismo vendría a ser algo
así como el socialismo democrático despojado de sus más
tradicionales y patentes errores, despojado, en suma, del socialismo.
El republicanismo es el postsocialismo, el socialismo que ha dejado
de ser socialista. Y no deja de rendir un involuntario tributo al
liberalismo, pues, sin querer ser identificado con él, no quiere dejar
de ser liberal.
Si hacemos un poco de historia comprobaremos cómo esta ideología
se manifiesta a través de una nebulosa de asociaciones, de sindicatos,
de órganos de prensa, de partidos políticos. Lo difícil es decir en
cuáles no se manifiesta. En Francia hay asociaciones como ATTAC
o medios de comunicación como Le Monde Diplomatique. En el
Estado español encontramos a todas las plataformas, foros, consejos
y estructuras asociativas más o menos consolidadas que imaginarse
uno pueda. A la extrema izquierda del ciudadanismo, podemos
incluir incluso los movimientos libertarios, que en la mayoría de los
casos van a remolque de los movimientos ciudadanistas para añadir
su grano de arena ácrata, pero que se hallan de hecho en el mismo
terreno. A escala mundial, tenemos movimientos como Greenpeace,
Amnistía Internacional, etc., y todos aquellos sindicatos,
asociaciones, lobbies, tercermundistas, etc., que se han ido
encontrando en los sucesivos foros o anticumbres desde los tiempos
de Seattle: un fenómeno que consiste más en un síntoma que en una
verdadera creación política; movimientos que ni siquiera eran
capaces de generar sus propios encuentros y acuden donde se
reúnen los poderosos para protestar.
Hay incluso un ciudadanismo de derechas y de izquierdas, en pugna
por conseguir la interlocución privilegiada del Estado. Por ejemplo,
ante el “problema social” de la inmigración, el ciudadanismo de
izquierdas tiene detrás un discurso del inmigrante bueno, es
paternalista en actitud, y genera un sistema de argumentación que
va de un exotismo decimonónico (el inmigrante-primitivo- que-
debe-ser-civiliza otros y del ellos, y los debates nominalistas que
pierden el sentido de la realidad). El ciudadanismo de derechas
construye discursos protectivos de los derechos sociales adquiridos
(¡quién lo iba a decir!), se nutre de las emociones desorientadas que
tiene la ciudadanía, y tiene un lenguaje donde mezcla la protección
de la identidad nacional con la seguridad física y el mantenimiento
de la estabilidad.
A pesar de esta extensión, Alain C. habla no obstante de un impasse,
de una crisis del ciudadanismo debido a que sus partidarios más
notables contaron con la complicidad de las masas, que como antes
se indicaba es una labor destinada al fracaso debido a la
despolitización de aquellas. De todas maneras, es interesante ver
cómo en esta mini-crisis, un ciudadanista se apresura en proponer
sus servicios de mediador al Estado. El ciudadanismo es
potencialmente un movimiento contrarrevolucionario. El ejemplo
nuestra también que el ciudadanismo es incapaz de reaccionar ante
movimientos que no han sido creados por él mismo.
La irónica frase que introduce Alain C. (s/f) en su panfleto,
“Proletarios del mundo, no tengo ninguna consigna que daros” sería
tal vez un buen recordatorio de lo que no es ni puede ser
ciudadanista. Es paralelo a plantear el rechazo de participar en el
circo del juego democrático y en el espectáculo de la representación.
No pedir nada (ni siquiera derechos) pues la derrota está en la
reivindicación misma. Se trataría entonces de romper sin pedir,
reivindicar sin negociar… no hay fórmulas propositivas, es ridículo
darlas. Tampoco quedarse en la resistencia: ninguna ruptura política
puede ni debe definirse a través de la pura negatividad; no
“resistimos”, sino que creamos otra cosa, otro pensamiento, otra
práctica, organizada y perdurable, que controla sus propios tiempos.
En efecto como nos recuerda Badiou (2004) toda invención política
es, debe ser, una ruptura subjetiva.
3. Bibliografía citada
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