Prefacios a Las Odas de Victor Hugo
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Prefacio a las Odas – Victor Hugo
Traducción de Victoria LuceroPara circulación interna de la cátedra de
Literatura Europea II(Esp. Lit. Francesa, 2011)
Prefacio de 1822
Existen dos intenciones en la publicación de este libro, la intención literaria y la intención política; pero, a juicio del autor, la última es consecuencia de la primera, ya que la historia de los hombres sólo considera poesía cuando es ésta es considerada como tal según el elevado juicio de las ideas monárquicas y de las creencias religiosas. Se podrá ver en la organización de estas Odas una división que, sin embargo, no está metódicamente trazada. Le ha parecido al autor que las emociones de un alma no eran menos fecundas para la poesía que las revoluciones de un imperio. Por lo demás, el dominio de la poesía es ilimitado. Bajo el mundo real, existe el mundo ideal, que se muestra resplandeciente a los ojos de aquellos a quienes profundas meditaciones los han acostumbrado a ver en las cosas más que las cosas. Las hermosas obras de poesía de toda clase de género, sea en verso, sea en prosa, que han honrado nuestro siglo, han revelado esta verdad, apenas antes sospechada, que la poesía no está en la forma de las ideas, sino en las ideas mismas. La poesía es todo aquello que hay de íntimo en todo.
Los cambios que sobrevinieron en los acontecimientos hacen necesario recordar que las Odas II, VI, VIII y XV de esta selección han sido publicadas sucesivamente después del año 1819.
Prefacio de 1823
Le está permitido quizás hoy al autor agregar a estas pocas líneas algunas observaciones
sobre el objetivo que se ha propuesto al componer estas Odas. Convencido de que todo
escritor, en cualquier esfera ejercida por su espíritu, debe tener por objeto principal el
ser útil, y esperando que una intención honorable hará que le perdonen la osadía de sus
ensayos, él ha tratado de solemnizar algunos de los principales recuerdos de nuestra
época que pueden ser lecciones para las sociedades futuras. Ha adoptado, para consagrar
estos acontecimientos, la forma de Oda, porque era bajo esta forma que las
inspiraciones de los primeros poetas aparecían antiguamente a las primeras poblaciones.
Sin embargo, la Oda francesa, generalmente acusada de frialdad y de monotonía,
parecía poco apropiada para reconstituir aquello que los últimos treinta años de nuestra
historia presenta de conmovedor y de terrible, de sombrío y de resplandeciente, de
monstruoso y de maravilloso.
El autor de esta selección, reflexionando sobre ese obstáculo, ha creído descubrir que
esta frialdad no se encontraba en la esencia de la Oda, sino solamente en la forma que
hasta la actualidad le habían dado los poetas líricos. Le ha parecido que la causa de esta
monotonía se hallaba en el abuso de apóstrofes, de exclamaciones, de prosopopeya y
otras figuras vehementes que utilizaban en la Oda; medios de calidez que enfrían
cuando son tan numerosos, y aturden en lugar de emocionar. Él pensó entonces que, si
se ubicaba el movimiento de la Oda en las ideas antes que en las palabras, si además se
asentaba la composición sobre una idea fundamental cualquiera que fuera apropiada al
tema, y de la cual el desarrollo se asentara en todas sus partes sobre el desarrollo del
acontecimiento que la cual hablara la oda, substituyendo los colores usados y falsos de
la mitología pagana por los nuevos y verdaderos colores de la teogonía cristiana, se
podría poner dentro de la Oda algo del interés del drama, y además hacerle hablar ese
lenguaje austero, consolante y religioso que necesita una vieja sociedad que sale,
todavía débil, de las saturnales del ateísmo y de la anarquía.
He aquí lo que el autor de este libro ha intentado, pero sin vanagloriarse del éxito; he
aquí lo que no podía decir en la primera edición de su selección, temiendo que la
exposición de sus doctrinas pareciesen la defensa de sus obras. Él puede, hoy que sus
Odas han pasado la prueba azarosa de la publicación, librar al lector el pensamiento que
las ha inspirado, y que ha tenido la satisfacción de ver ya, sino aprobado, al menos en
parte comprendido. Por lo demás, lo que él ante todo desea, es que no pensemos que ha
tenido la pretensión de trazar un camino o de crear un género. La mayoría de las ideas
que acaba de enunciar se aplican principalmente a la primera parte de esta selección;
pero el lector podrá, sin que sigamos explayándonos, ver en el resto el mismo objetivo
literario y un sistema de composición semejante. Terminaremos aquí estas
observaciones preliminares que exigirán un volumen de desarrollos, y a los cuales no
prestaremos quizás atención; pero siempre se debe hablar como si uno fuera a ser
escuchado, escribir como si uno fuera a ser leído, y pensar como si se fuera a meditar
sobre ello.
En la primera edición de esta selección de Odas había tres poemas de diferentes géneros
que no entraban en el fin de esta publicación y que hemos creído tener que suprimir. A
esta segunda edición se le suman dos Odas nuevas, “Luis XVII” y “Jehovah”.
Prefacio de 1824
He aquí nuevas pruebas a favor o en contra del sistema de composición lírica señalado
en otro lugar por el autor de estas Odas. No es sino con desconfianza extrema que las
presenta para ser examinadas por gente de estilo; ya que, si cree en las teorías nacidas
de estudios concienzudos y de constantes meditaciones, por otro lado cree bien poco en
su talento. Ruega, por lo tanto, a los hombres iluminados hacer el favor de no extender
hasta sus principios literarios el fallo que con todo fundamento pronunciarán contra sus
ensayos poéticos. ¿Aristóteles no es inocente por las tragedias del abate d' Aubignac?
Sin embargo, a pesar de su oscuridad, ya ha tenido el dolor de ver sus que sus principios
literarios, que creía irreprochables, eran calumniados o al menos mal interpretados. Es
esto lo que lo determina hoy a fortalecer esta nueva publicación con una simple y leal
declaración, la que lo pone al abrigo de toda sospecha de herejía en la querella que
divide hoy el público letrado. Existen actualmente dos partidos tanto en la literatura
como en el estado; y la guerra poética parece ser tan encarnecida como la guerra social
es furiosa. Los dos campos parecen ser más vehementes en el combate que en el
diálogo. Se obstinan a no querer siquiera hablar la misma lengua; no tienen otro
lenguaje que no sea la consigna en el interior y el grito de guerra en el exterior: no es
manera de entenderse.
Algunas voces importantes sin embargo se han elevado, desde hace algún tiempo, entre
los clamores de dos ejércitos. Los conciliadores se presentaron con sabias palabras en
medio de los dos frentes de ataque. Serán ellos quizás los primeros inmolados, ¡pero no
importa! El autor de este libro quiere estar ubicado entre sus filas, aunque quizás sea
confundido. Discutirá, si no con la misma autoridad, al menos con la misma buena fe.
No es que él no se espere las imputaciones más extrañas, las acusaciones más
singulares. En la confusión en la que se encuentran las mentes, el peligro de hablar es
más grande todavía que el de callarse; pero, cuando se trata de esclarecer y de ser
esclarecido, hace falta ver dónde está el deber, y no dónde está el peligro. Se resigna,
entonces. Discutirá, sin vacilación, las cuestiones más delicadas y, como el pequeño
tebano, osará sacudir la piel del león.
Y para empezar, para dar alguna dignidad a esta discusión imparcial, en la cual él busca
la luz antes que aportarla, repudia todos esos términos convencionales que los partidos
se lanzan recíprocamente como globos vacíos, signos sin significación, expresiones sin
expresión, palabras vagas que cada uno define a conveniencia de sus odios o de sus
prejuicios, y que no sirven de razones más que a aquellos que no la tienen. Para él, él
ignora profundamente eso que se denomina “género clásico” y "género romántico".
Según una erudita mujer, que fuera la primera en pronunciar en Francia la palabra
"literatura romántica", "esta división se vincula con dos etapas del mundo, la que
precedió al establecimiento del cristianismo y la que lo siguió". Según el sentido literal
de esta explicación, parece que el "Paraíso Perdido" es una poema "clásico" y la
“Henriada” una obra “romántica”. No parece demostrado rigurosamente que las dos
palabras importadas por Madame de Staël sean hoy comprendidas de esa manera.
En literatura, como en todo, sólo existe lo bueno y lo malo, lo bello y lo deforme, lo
verdadero y lo falso. Pero, sin establecer aquí ninguna comparación que exigiría
restricciones y desarrollos, lo “bello” en Shakespeare es tan clásico ( si “clásico”
significa digno de ser estudiado) como lo “bello” en Racine; y lo “falso” en Voltaire es
también tan romántico (si “romántico” quiere decir malo) como lo “falso” en Calderón.
Son éstas verdades ingenuas que se parecen más a pleonasmos que a axiomas; pero
¿hasta dónde no se ve uno obligado a descender para convencer la testarudez y para
desarticular la mala fe?
Quizás objetaremos aquí que las dos palabras de guerra han desde hace un tiempo
cambiado todavía de acepción, y que ciertos críticos acordaron honrar a partir de ahora
en nombre de lo “clásico” toda producción con una mentalidad anterior a nuestra época,
mientras que la calificación de “romántico” sería restringida especialmente a esta
literatura que crece y se desarrolla con el siglo XIX. Antes de examinar qué es lo propio
a nuestro siglo, nos preguntamos en qué ella puede haber merecido o incurrido una
designación excepcional. Es reconocido que cada literatura se imprime más o menos
profundamente de lo elevado, de las costumbres y de la historia del pueblo de la que es
expresión. Hay entonces tantas literaturas como sociedades diferentes. David, Homero,
Virgilio, El Taso, Milton y Corneille, estos hombres de los cuales cada uno representa
una poética y una nación, no tienen de común más que el genio.
Cada uno de ellos expresó y fecundó el pensamiento público en su país y en su tiempo.
Cada uno de ellos a creado para su esfera social un mundo de ideas y de sentimientos
apropiados al movimiento y a la extensión de esta esfera. ¿Por qué entonces disimular
una con una designación vaga y colectiva sus creaciones, que, por estar todas animadas
por una misma alma, la verdad, no son menos diferentes y seguido contrarias dentro de
sus formas, dentro de sus elementos, dentros de sus naturalezas? ¿Por qué, al mismo
tiempo, esta extraña contradicción de dicernir a otra literatura, expresión imperfecta
todavía de una época incompleta, el honor o el ultraje de una calificación igualmente
vaga, pero exclusiva, que la separa de las literaturas que la han precedido? ¡Como si ella
no pudiera estar pesada nada más que en otro plato de la balanza! ¡Como si ella no
debiera estar inscrita más que en el dorso del libro de fastos literatos! ¿De dónde viene
el nombre de romántico? Es que le han descubierto alguna relación evidente y bien
íntima con la lengua “romance” o “romana”? Entonces explíquenlo; examinemos el
valor de esta alegación; prueben primero que está fundamentada; les quedará demostrar
enseguida que ella no es insignificante.
Pero hoy tenemos mucho cuidado de entablar de este lado una discusión que podría dar
a luz sólo el “ridiculus mus”; queremos dejar a esta palabra de “romántico” un cierta
onda fantástica e indefinible que redobla el horror. También todas las anatemas lanzadas
contra los ilustres escritores y poetas contemporáneos pueden reducirse a esta
argumentación: “_ Nosotros condenamos la literatura del siglo XIX, porque ella es
“romántica…_ ¿y por qué es “romántica”? – Porque ella es la literatura del siglo XIX.
“_Osamos afirmar aquí, después de un examen maduro, que la evidencia de un
razonamiento tal no parece absolutamente incontestable.
Abandonemos finalmente esta cuestión de palabras, que no puede alcanzar más que a
las mentes superficiales de la cual ella es la risible labor. Dejemos en paz la procesión
de los retóricos y pedagogos de aportar con gravedad el agua clara en tonel vacío.
Alentemos a todos los pobres Sísifos sofocados, que van rodando y rodando sin cesar su
piedra hacia lo alto de una colina;
Palus inamabilis undâ
Alligat, et novies Styx interfusa coercet.
Pasemos, y abordemos la cuestión de las cosas, ya que la frívola querella de
“románticos” y “clásicos” no es más que la parodia de una importante discusión que
ocupa hoy las mentes juiciosas y las almas meditativas. Saquemos entonces la
“Batracomiomaquia” por “La Ilíada”. Aquí, al menos los adversarios pueden esperar
entenderse, porque de eso son dignos. Existe una discordancia absoluta entre las ratas y
las ranas, mientras que una íntima relación de nobleza y de grandeza existe entre
Aquiles y Héctor.
Se debe acordar que un movimiento vasto y profundo trabaja interiormente la literatura
de este siglo. Algunos hombres distinguidos se sorprenden, y no hay precisamente en
todo eso de sorprendente más que su sorpresa misma. En efecto, si, después de una
revolución política que a golpeado a la sociedad en todas su extensión y en todas sus
raíces, que a alcanzado a todas las glorias y a todas las infamias, que desunido todo y
mezclado todo, al punto de haberse entrenado al abrigo de la carpa, y puesto el hacha
bajo el cuidado de la espada; después de una conmoción tan horrible que no ha dejado
en el corazón de los hombres nada que no haya removido, nada en el orden de cosas que
ella no haya desplazado; si, decimos, después de tal prodigioso acontecimiento, ¿no es
ahora que deberíamos sorprendernos y con una sorpresa sin límites? –Acá se presenta
una objeción engañosa y ya desarrollada con una convicción respetable por los hombres
de talento y de autoridad. Es precisamente, según ellos, porque esta “revolución
literaria” es el resultado de nuestra “revolución política” que nosotros lamentamos el
triunfo, que nosotros condenamos las obras. –Esta consecuencia no parece justa. La
literatura actual podría ser en parte el “resultado” de la revolución, sin ser la
“expresión”. La sociedad, tal como ella hizo la revolución, a tenido su literatura,
repugnante y estúpida como ella. Esta literatura y esta sociedad están muertas ambas y
no revivirán jamás. El orden reinaba en todas partes en las instituciones, y reinaba
igualmente en las letras. La religión consagra la libertad, tenemos ciudadanos. La fe
depura la imaginación, tenemos poetas. La verdad vuelve por todas partes, en las
costumbres, en las leyes, en las artes. La literatura nueva es verdad.¿Y qué importa que
ella sea el resultado de la revolución? ¿La cosecha es menos bella porque ha madurado
sobre el volcán? ¿Qué relación encontráis entre las lavas que han consumido vuestra
casa y el grano de trigo que os alimenta?
Los más grandes poetas del mundo vinieron justo después de grandes calamidades
públicas. Sin hablar de cantores sagrados, siempre inspirados por desgracias pasadas o
futuras, vemos a Homero aparecer después de la caída de Troya y las catástrofes de
Argólida; Virgilio, después del triunvirato. Arrojado al medio de las discordias de
Guelfos y Gibelinos, Dante había estado proscripto antes de ser poeta. Milton soñaba
con Satán durante el mandato de Crommwell. El asesinato de Henri IV precede a
Corneille, Racine, Molière, Boileau, habían asistido a las tormentas de la Fronda.
Después de la revolución francesa, Chateaubriand se eleva, y la proporción es cuidada.
Y no nos sorprendemos ni un poquito de esta relación remarcable entre las grandes
épocas políticas y las bellas épocas literarias. La marcha oscura e imponente de los
acontecimientos por los cuales el poder de los de arriba se manifiesta al poder de los de
aquí abajo, la eterna unidad de su causa, el acuerdo solemne de sus resultados, tienen
algo que golpea profundamente el pensamiento. Eso que hay de sublime y de inmortal
en el hombre se despierta sobresaltado con el ruido de todas las voces maravillosas que
advierten a Dios. El espíritu de los pueblos, en un religioso silencio, escucha durante
mucho tiempo resonar de catástrofe en catástrofe la palabra misteriosa que testimonia en
las tinieblas:
Admonet, et magna testatur voce per umbras.
Algunas almas elegidas recogen esta palabra y se fortifican. Cuando ella ha cesado de
tronar en los acontecimientos, ellas la hacen explotar en sus inspiraciones, y es así que
las enseñanzas celestes se continuan por los cantos. Tal es la misión del genio; sus
elegidos son “sus centinelas dejados por el Señor sobre las torres de Jerusalem, y
quienes no se callaran ni de día, ni de noche.”
La literatura presente, tal como hemos creado a los Chateaubiands, las Staëls, los La
Mennais, no pertenecen entonces para nada a la revolución. Lo mismo que los escritos
sofisticados y desarreglados de Voltaire, los Diderots y los Helvetios han sido antes la
expresión de las innovaciones sociales manifestadas en la decadencia del último siglo,
la literatura actual, que atacamos con tanto de instinto de un lado, y tan poco de
sagacidad del otro, es la expresión anticipada de la sociedad religiosa y monárquica que
saldrá san duda del medio de tanto resto de anciano, de tantas ruinas recientes. Hace
falta decirlo y volver a decirlo, no es una necesidad de novedad que atormenta los
espíritus, es una necesidad de verdad; y ella es inmensa.
Esta necesidad de verdad, la mayor parte de los escritores superiores de la época tienden
a satisfacerla. El gusto, que no es otra cosa que “la autoridad” en literatura, les ha
enseñado que sus obras, verdaderas en el fondo, debían ser igualmente verdaderas en la
forma; bajo esa relación, ellos han hecho dar un paso a la poesía. Los escritores de otros
pueblos y de otros tiempos, incluso los admirables poetas del gran siglo, han olvidado
demasiado seguido, en la ejecución, el principio de verdad del cual ellos vivificaban su
composición. Encontramos frecuentemente en sus más bellos pasajes detalles prestados
de las costumbres, de las religiones o de épocas demasiado extranjeras al sujeto.
Así el « reloj » que, para el gran divertimento de Voltaire, designa al Brutus de
Shakespeare la hora en que debe golpear a Cesar, este “reloj”, que existía, como lo
vemos, mucho antes que haya habido relojes, se encuentra, en medio de una brillante
descripción de dioses mitológicos, ubicado por Boileau “al alcance de la mano de todos
los tiempos”. El “canon”, del que Calderon arma los soldados de Heracles y Milton los
arcángeles de las tinieblas, es tirado, en “La Oda sobre Namur” por “diez mil valientes
Alcides” que hacen “chisporrotear las murallas”. En efecto, puesto que los “Alcides” del
legislador del Parnaso tiran del canon, el “Satan” de Milton puede, a toda costa,
considerar este anacronismo como legítimo en este caso. Si dentro de un siglo literario
todavía bárbaro, el padre Lemoyne, autor de un poema de “Saint Louis”, hace sonar “las
vespres sicilianas” por el “coro de las negras Euménides”, una edad ilustrada nos
muestra J.-B.Rousseau enviando (en su “Oda al conde de Luc”, del cual el movimiento
lírico es fuertemente remarcable) un “PROFETA fiel hasta el lugar en el que los
DIOSES interrogan la Suerte”; y encuentran allí bastantes ridículas las “Nereidas” con
las que Camoëns obsesiona a los compañeros de Gama, desearíamos, en el célebre
“Pasaje del Rhin” de Boileau, ver otra cosa más que “náyades temerosas” huir delante
de Luis, por la gracia de Dios, rey de Francia y de Navarra, acompañado de sus
mariscales-de-campo-y-armados.
Las citas de este género se prolongarían hasta el infinito, pero es inútil multiplicarlas.
Similares faltas de verdad se presentan frecuentemente en nuestros mejores autores, se
debe tener cuidado de cometer un crimen. Ellos habrían podido sin duda limitarse a
estudiar las formas puras de las divinidades griegas, sin tomar prestados sus atributos
paganos. Mientras que en Roma han querido convertir en “San Pedro” un “Jupiter
Olímpico”, comenzamos al menos por quitar al maestro del trueno, el águila que él
pisaba bajo sus pies. Pero cuando consideramos los inmensos servicios rendidos a la
lengua y a las letras por nuestros primeros grandes poetas, nos humillamos delante de su
genio, y no sentimos las fuerza de reprocharles un defecto de gusto.
Por supuesto que este defecto ha sido funesto, ya que ha introducido en Francia no sé
qué genero falso, que hemos dado en llamar el “género escolástico”, género que es a lo
“clásico” lo que la superstición y el fanatismo son a la religión, y que no equilibra hoy
el triunfo de la verdadera poesía más que por la autoridad respetable de los ilustres
maestros, autoridad en la cual se encuentran desgraciadamente los modelos. Hemos
juntado aquí debajo algunos ejemplos parecidos entre los de ese falso gusto, prestados a
la vez de los escritores más opuestos, a los que los “escolásticos” llaman “clásicos” y a
aquellos que califican de “románticos”; esperamos así hacer ver que si Calderon a
podido pecar por exceso de ignorancia, Boileau a podido fallar también por exceso de
ciencia; y que si, mientras estudiamos los escritos de este último, debemos seguir
religiosamente las reglas impuestas al lenguaje por la crítica, se debe al mismo tiempo
cuidar escrupulosamente de adoptar los falsos colores empleados alguna vez por el
poeta.
Y remarcamos, al pasar, que, si la literatura del gran siglo de Louis El Grande hubo
invocado el cristianismo en lugar de adorar los dioses paganos, si sus poetas hubieran
sido eso que eran los de los tiempos primitivos, los curas cantando las grandes cosas de
su religión y de su patria, el triunfo de las doctrinas sofisticadas del último siglo hubiera
sido mucho más dificil, quizás incluso imposible. En los primeros ataques de los
innovadores, la religión y la moral se hubieran refugiado en el santuario de las letras,
bajo el cuidado de tan grandes hombres. El gusto nacional, acostumbrado a no poder
separar en nada las ideas de religión y de poesía, hubiera repudiado todo intento de
poesía no religiosa, y censurado esta monstruosidad no tanto como un sacrilegio
literario sino como un sacrilegio social.
¿Quién puede calcular lo que vino de la “filosofía” si la causa de Dios, defendida en
vano por la virtud, fue también defendida por el genio? Pero la Francia no tuvo esa
felicidad; sus poetas nacionales eran casi todos poetas paganos; y nuestra literatura era
más bien la expresión de una sociedad idólatra y democrática que de una sociedad
monárquica y cristiana. También los filósofos alcanzaron, en menos de un siglo, a cazar
de los corazones una religión que no estaba en los espíritus.
Es sobre todo a reparar el mal hecho por los sofistas que debe aferrarse hoy el poeta. El
debe caminar delante de los pueblos como una luz y mostrarles el camino. El debe traer
a todos los grandes principios de orden, de moral y de honor; y, para que su potencia le
sea dulce, hace falta que todas las fibras del corazón humano vibren bajo sus dedos
como las cuerdas de una lira. No será jamás el eco de alguna palabra, si no es aquella de
Dios. El se acordará siempre eso que sus predecesores han olvidado demasiado, que el
también tiene una religión y una patria. Sus cantos celebrarán sin cesar las glorias y los
infortunios de su país, las austeridades y los encantos de su culto, con el fin de que sus
antepasados y sus contemporáneos recojan algo de su genio y de su alma, y que, en la
posteridad, los otros pueblos no digan de él : “éste de aquí cantaba en una tierra
bárbara.”
In quâ scribebat, barbara terra fuit !
Febrero de 1824.
Prefacio de 1826
Por primera vez, el autor de esta selección de composiciones líricas, de las que
“Odas y Balladas” forman el tercer volumen, ha creído tener que separar los géneros de
sus composiciones por una marcada división.
Se sigue entendiendo bajo el título de “Odas” toda inspiración puramente religiosa,
todo estudio puramente antiguo, toda traducción de un acontecimiento contemporáneo o
de una impresión personal. Las piezas que el titula “Baladas” tienen un carácter
diferente, son exquisiteces de un género caprichoso: cuadros, sueños, escenas, relatos,
leyendas supersticiosas, tradiciones populares. El autor, componiéndolas, a intentado de
dar alguna idea de eso que podían ser los poemas de los primeros trovadores del medio-
evo, de sus rapsodias cristianas cuando no tenían en el mundo más que su espada y su
guitarra, y se iban de castillo en castillo, pagando la hospitalidad con sus cantos.
Si no había mucho de pompa en sus expresiones, el autor diría, para completar su
idea, que ha metido más de su alma en las “Odas”, más de su imaginación en su
“Baladas”.
Por lo demás, el no atribuye a sus clasificaciones más importancia que la que ellas
meritan. Muchas personas, cuya opinión es importante, han dicho que sus “Odas” no se
trataban de Odas; supongamos. Muchas otras dirán sin duda, con menos razón, que sus
“Baladas” no son baladas, todavía pasa. Que le demos el título que querramos, el autor
lo suscribe de antemano.
En esta ocasión, pero dejando absolutamente de lado sus propias obras, tan
imperfectas y tan incompletas, él hará al azar algunas reflexiones.
Escuchamos todos los días, a propósito de producciones literarias, hablar de la
“dignidad” de tal guerra, de la “conveniencia” de tal otra, de los “límites” de ésta, de las
“latitudes” de aquella; la “tragedia” prohibe lo que la “novela” permite; la “canción”
tolera lo que la “oda” defiende, etc. El autor de este libro tiene la desgracia de no
comprender nada de todo eso; él busca en esas cosas y no ve allí más que palabras; le
parece que eso que es realmente bello y verdadero es bello y verdadero por todos lados;
que aquello que es dramático en una “novela” será dramático sobre la escena, que
aquello que es lírico en una estrofa; que al fin y siempre la sola distinción verdadera en
las obras de el espíritu es aquella de lo bueno y lo malo. El pensamiento es una tierra
virgen y fecunda de la cual las producciones quieren creer libremente, y, por así decirlo,
al azar, sin encuadrarse, sin aliñarse en canteros como los ramos de un jardín clásico de
Le Nôtre, o como las flores del lenguaje en un tratado de retórica.
No hace falta creer por lo tanto que esta libertad debe producir desorden; todo lo
contrario. Desarrollemos nuestra idea. Comparen un momento al jardín real de
Versalles, bien nivelado, bien talado, bien limpio, bien rastrillado, bien enarenado, lleno
de pequeñas cascadas, de pequeños estanques, de pequeños bosquecillos, de tritones de
bronce alegres en ceremonia sobre los oceános llenos de pompa al frescor del Sena,
faunos de mármol cortando las driadas alegóricamente encerradas en una multitud de
tejos cónicos, de laureles cilíndricos, de naranjos esféricos, de mirtos elípticos, y de
otros árboles de los cuales la forma natural, demasiado trivial sin duda, ha sido
graciosamente corregida por la tijera de podar del jardinero; comparen este jardín
jactándose de bosque primitivo del Nuevo Mundo, con sus árboles gigantes, sus hierbas
crecidas, su profunda vegetación, sus miles de pájaros de miles de colores, sus largas
avenidas donde la sombra y la luz no hacen más que jugar sobre el verdor, sus salvajes
armonías, sus grandes ríos que arrastran islas de flores, ¡sus inmensas cataratas que
meciendo los arco iris! No diremos: ¿Dónde está la magneficiencia? ¿Dónde está la
grandeza? ¿Dónde la belleza ? sino simplemente : ¿Dónde está el orden ? ¿Dónde el
desorden? Aquí, las aguas cautivas o desviadas de sus cursos, no brotan más que para
estancarse; dioses petrificados, árboles transplantados de su sol natal, arrancados de su
clima, privados incluso de su forma, de sus frutos, y forzados a seguir los caprichos
grotescos de la podadora y la cuerda; por todas partes al fin el orden natural contrariado,
invertido, transformado, destruído. Aquí, al contrario, todo obedece a una ley invariable;
un Dios parece vivir en todo. Las gotas de agua siguen su pendiente y hacen los ríos,
que harán los mares; las semillas eligen su terreno y producen un bosque. Cada planta,
cada arbusto, cada árbol nace en su sesión, cree en su lugar, produce su fruto, muere a
su tiempo. El mismo arbusto ahí es bello. Le preguntamos todavía : ¿Dónde está el
orden?
¡Elijan entonces la obra maestra de la jardinería o de la naturaleza, de lo que es
bello por convención o de lo que es bello sin reglas, de una literatura artificial o de una
poesía original!
Nos objetarán que el bosque virgen esconde en sus magníficas soledades miles de
animales peligrosos, y que los estanques pantanosos del jardín francés recelan a lo sumo
algunas bestias insípidas. Es un malestar sin duda; pero, a decir verdad, amamos más un
cocodrilo que un sapo; preferimos una brutalidad de Shakespeare a una incompetencia
de Campistron.
Lo que es importante de establecer, es que en literatura como en política el orden
se compagina maravillosamente con la libertad; es justamente el resultado. Por lo
demás, hay que tener cuidado de confundir el orden con la regularidad. La regularidad
no se aferra más que a la forma exterior; el orden resulta del fondo mismo de las cosas,
de la disposición inteligente de los elementos íntimos de un sujeto. La regularidad es
una combinación material y puramente humana; el orden es por así decirlo divino. Estas
dos cualidades tan diversas en su esencia caminan frecuentemente la una sin la otra.
Una catedral gótica presenta un orden admirable en su naif irregularidad; nuestros
edificios franceses modernos, a los cuales hemos aplicado tan de izquierda la
arquitectura griega o romana, no ofrecen más que un desorden regular. Un hombre
ordinario podrá siempre hacer una obra regular; sólo los grandes espíritus saben ordenar
una composición.
El Creador, que ve desde lo alto, ordena; el imitador que observa de cerca,
regulariza; el primero procede según la ley de su naturaleza, el último siguiendo las
reglas de su escuela. El arte es una inspiración para uno; y nada más que una ciencia
para el otro. En dos palabras, y no nos oponemos a eso que juzgamos después de esta
observación las dos literaturas llamadas “clásica” y “romántica”, la regularidad es el
gusto de la mediocridad, el orden es el gusto del genio.
Es sabido que la libertad no debe jamás ser la anarquía; que la originalidad no
puede en ningún caso servir de pretexto a la incorrección. En una obra literaria, la
ejecución debe ser justamente mucho más irreprochable que audaz en la concepción. Si
desean tener razón al igual que otros, deberán tener diez veces razón. Más desdeñamos
la retórica, más en preciso respetar la gramática. No debemos destronar a Aristóteles
más que para hacer reinar a Vaugelas, y es necesario amar “El Arte poético” de Boileau,
aunque no sea por los preceptos, al menos por el estilo. Un escritor que tiene algún
problema de la posteridad buscará sin cesar purificar su dicción, sin borrar no obstante
el carácter particular por el cual su expresión revela la individualidad de su mente.
El neologismo por otra parte no es más que un triste recurso para la impotencia.
Los errores de la lengua no devolverán jamás un pensamiento, y el estilo es como el
cristal: su pureza hace su brillo.
El autor de esta selección desarrollará posiblemente en otro lugar todo lo que no
está aquí más que indicado. Que se le otorgue el permiso de declarar, antes de terminar,
que el espíritu de imitación, recomendado por otros como la salud de las escuelas,
siempre le ha parecido la plaga del arte, y no condenaría menos la imitación a la que se
aferran los escritores llamados “románticos” que aquella a la que persiguen los autores
llamados “clásicos”, dado que la imita. Que ustedes sean el eco de Racine o el reflejo de
Shakespeare, los convierte en nada más que eso: un eco y un reflejo. Cuando vengan
con el fin de calcar exactamente un hombre de genio, siempre les faltará su originalidad,
es decir su genio. Admiremos a los grandes maestros, no los imitemos. Hagamos de otra
manera. Si lo logramos ; mejor ; si fracasamos, ¿qué importa ? Existen ciertas aguas
que, al sumergerle una flor, un fruto, un pájaro, no lo devuelven más que al cabo de un
tiempo, revestidos de una espesa corteza de piedra, bajo la cual adivinamos todavía, es
cierto, su forma primitiva, pero el perfume, el sabor, la vida, han desaparecido.
Las pedantezcas enseñanzas, los prejuicios escolásticos, el contagio de la rutina, la
manía de imitación, producen el mismo efecto. Si ustedes entierran allí vuestras
facultades nativas, vuestra imaginación, vuestro pensamientos, ellos no saldrán más. Lo
que ustedes retirarán conservará en buen estado quizás alguna apariencia de espíritu, de
talento, de genio, pero será petrificado.
Para el gusto de los escritores que se proclaman “clásicos”, esto se aparta de la ruta
de la verdad y de lo bello que sólo sigue servilmente los vestigios que otros le han
impreso antes que ellos. ¡Error! Estos escritores confunden la rutina con el arte; ellos
toman la norma por camino.
El poeta no debe tener más que un modelo, la naturaleza; solamente una guía, la
verdad. El no debe escribir con aquello que ha sido escrito, pero sí con su alma y con su
corazón. De todos los libros que circulan entre las manos de los hombres, dos solos
deben ser estudiados por él, Homero y la Biblia. No hay más que esos dos libros
venerables, los primeros de todos por su fecha y por su valor, casi tan antiguos como el
mundo, son ellos mismos dos mundos para el pensamiento. Allí encontramos de alguna
manera la creación entera considerada bajo su doble aspecto, en Homero por el genio
del hombre, en la Biblia por el espíritu de Dios.
Agosto 1826
Prefacio de 1828
Esta selección no había estado hasta aquí publicada más que sobre el formato en-
18 (pequeño formato), en tres volúmenes. Para fundir estos tres volúmenes en dos
tomos en la presente reimpresión, han sido necesarios diversos cambios en la
disposición del material; hemos procurado que estos cambios fuesen mejoras.
Cada uno de los tres volúmenes de las ediciones precedentes representaba la
manera del autor en los tres momentos, y por así decir en tres edades diferentes; porque,
su método consistía en enmendar su espíritu más bien que en retrabajar sus libros, y,
como él ha dicho por otra parte, “a corregir una obra en otra obra”, concebimos que
cada uno de los escritos que él publica puede, y es ahí sin duda su único mérito, ofrecer
una fisonomía particular a los que poseen gusto por ciertos estudios de lengua y de
estilo, y que les encanta señalar, en las obras de un escritor, las fechas de su
pensamiento.
Fue necesario entonces quizás observar algún orden en la fusión de los tres
volúmenes en-18 en dos en-8º.
Una distinción natural se presentó desde un principio, aquella de los poemas que se
aferran por un lado cualquiera a la historia de nuestros días, y los poemas que allí son
extranjeros. Esta doble división responde a cada uno de los dos volúmenes de la
presente edición. Así como el primer volúmen contiene las Odas relativas a los
acontecimientos o a los personajes contemporáneos; las piezas de un sujeto caprichoso
componen el segundo. Las subdivisiones han parecido enseguida útiles. Las Odas
históricas, que constituyen el primer volúmen, y que ofrecen por un lado el desarrollo
del pensamiento del autor en un espacio de diez años (1818-1828), están repartidas en
tres libros. Cada uno de esos libros responde a uno de los volúmenes de las ediciones
precedentes, y encerrado, en su antigua clasificación, las Odas políticas que este
volúmen contenía. Estos tres libros son respectivamente el uno al otro como eran entre
ellos los tres volúmenes. El segundo corrige el primero; el tercero corrige el segundo.
Así el pequeño número de personas que esta clase de estudios interesa podrá comparar,
por la forma y por el fondo, las tres maneras del autor en tres épocas diferentes,
cercanas, en algún caso confrontadas en el mismo volúmen. Convendremos quizás en
que hay algo de buena fe, algo desinteresado para facilitar de esta manera las
disecciones de la crítica.
El segundo volúmen contiene el cuarto y el quinto libro de las Odas, unas
consagradas a los temas de fantasía, la otra a las traducciones de impresiones
personales. Las Baladas completan este volúmen, que, de esta forma, es, como la otra,
dividida en tres secciones. Los poemas son seguido ordenados por el orden de las
fechas.
Para terminar con estos detalles, quizás inútiles y seguramente demasiado
minuciosos, debemos remarcar que los prefacios que habían acompañado las tres
selecciones en la época de su publicación han sido impresas, con esta, igualmente por
orden de fecha. Podremos señalar, en las ideas que allí están adelantadas, una
progresión de libertad que no están ni sin significado ni sin enseñanza.
Al fin diez piezas nuevas, sin contar “la Oda a la columna de la plaza Vendôme”,
han sido añadidas en la presente edición.
Es necesario decir todo. Las modificaciones aportadas a esta selección no se
limitan quizás a sus cambios materiales. Por pueril que parezca el autor tiene el hábito
de hacer “las correcciones” erigidas por el sistema, él está lejos de haber huído, de lo
que sería no menos que un sistema, ha hecho las correcciones que le han parecido
importantes; pero para eso han debido presentarse naturalmente, invisiblemente, como
salidas de ellas mismas, y en alguna forma por el carácter de la inspiración. Así un
número importante de versos tuvieron que rehacerse, un buen número de estrofas
remanidas, reemplazadas o agregadas. Por lo demás, todo aquello no valía quizás la
pena de ser realizado sino sólo de ser dicho.
Habría sido sin duda más bien aquí el lugar para agitar algunas de las grandes
preguntas de lengua, de estilo, de versificación, y particularmente de ritmo, que una
selección de poesía lírica francesa del siglo diecienueve puede y debe suscitar. Pero es
raro que disertaciones parecidas no se parezcan más o menos a apologías. El autor se
abstendrá entonces aquí, reservándose de exponer por otro lado las ideas que él ha
podido recoger sobre estas materias, y, le perdonamos la presunsión de sus palabras, y
decir eso que él cree que el arte le ha enseñado. Mientras tanto, él llama la atención de
todos los críticos sobre cuestiones que comprenden algo del movimiento progresivo del
pensamiento humano, que no encierran al arte en las poéticas y las reglas, y que no
concentran toda la poesía de una nación en un género, en una escuela, en un siglo
herméticamente cerrado.
Por lo demás, estas ideas son día a día mejor comprendidas. Es admirable ver que
pasos de gigante hace el arte y hace hacer. Una gran escuela se levanta, una gran
generación cree en la incertidumbre por ella. Todos los principios que esta época a
planteado, para el mundo de los inteligencias como para el mundo de los negocios, traen
ya rapidamente sus consecuencias. Esperemos que un día el siglo diecinueve, político y
literario, podrás estar resumido en una palabra: la libertad en el orden, la libertad en el
arte.
Agosto 1828
Prefacio de 1853
La historia se extasía con mucho gusto por Michel Ney, que, nacido (artesano)
tonelero, deviene mariscal de Francia, y sobre Murat, que nacido (mozo de cuadra)
cuidador de caballos, deviene rey. La oscuridad de su punto de partida le cuenta como
un título más a estimar, y realza el brillo del punto de llegada.
De todas las escalas que van de la sombra a la luz, la más meritoria es la más dificil
a subir, cierto, esta es : haber nacido aristócrata y monárquico, y devenir demócrata.
Subir de un rancho a un palacio, es raro y bello, si ustedes quieren ; subir del error
a la verdad, es más raro y es más bello. En la primera de las ascenciones, a cada paso
que hacemos, ganamos algo y aumentamos su bienestar, su potencia y su riqueza, en la
otra ascención, es todo lo contrario. En esta áspera lucha contra los prejuicios mamados
junto con la leche, en esta lenta y ruda elevación de falso a verdadero, que hace en
alguna forma de la vida del hombre y debido al desarrollo de una conciencia el símbolo
abreviado del progreso humano, por cada escalón que hemos franqueado, hemos debido
pagar de un sacrificio material su incremento moral, abandonar algún interés, examinar
alguna vanidad, renunciar a los bienes y honores del mundo, arriesgar su fortuna,
arriesgar su hogar, arriesgar su vida. También, esta labor realizada, tiene el permiso de
sentirse orgullosa ; y –si es verdad que Murat hubiera podido mostrar con algo de
orgullo su látigo de (cuidador de caballos) postillón al lado de su cetro de rey, y decir:
¡Yo partí desde aquí! –es con un orgullo más legítimo, seguramente, y con una
conciencia más satisfecha, que podemos mostrar estas odas monárquicas de niño y de
adolescente al lado de los poemas y de los libros democráticos del hombre hecho ; este
orgullo nos es permitido, pensamos, sobre todo cuando, la ascención hecha, se ha
encontrado en la cima de la escalera alumbrando la proscripción, y que podemos fechar
este prefacio desde el exhilio.
Jersey, Julio 1853