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PREGÚNTALE AL BOSQUE

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P R E G Ú N TA L E A L B O S Q U E

Blanca Riestra

PREGÚNTALE AL BOSQUE

Traducción de EVA RODRÍGUEZ

Prólogo de ANTONIO MUÑOZ MOLINA

PRE-TEXTOSNARRATIVA

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1ª edición: noviembre de 2013

© Blanca Riestra, 2013

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Luis Santángel, 10

46005 Valencia

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DEPÓSITO LEGAL: V-2752-2013

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El jurado del XLIV Premio Internacional de Novela Corta «Ciudad de Barbastro» integrado

por don Fernando Marías como Presidente, don Manuel Vilas, doña Lourdes Berges, doña

Carmen Nueno, don Luis M. Sánchez Facerías, don José Luis Calvo Carilla, don Sergio Gaspar

y Don Manuel Ramírez, de Editorial Pre-Textos, con voz pero sin voto, otorgó, en la ciudad

de Barbastro, el día 1 de junio de 2012, el galardón a la novela Pregúntale al bosque, de doña

Blanca Riestra.

A Nina

A Rédouane

Não tenho medo nem de chuvas tempestivas

nem de grandes ventanias soltas,

pois eu também sou o escuro da noite.

CLARICE LISPECTOR

Comment oserais-je me regarder si je ne portais

pas soit un masque, soit des lunettes déformantes?

MICHEL LEIRIS

P R I N C I P I O

SUS sueños siempre se articulaban alrededor de par-ques. Primero se veía paseando bajo los álamos en losjardines de Méndez Núñez. Eran álamos en su memo-ria siempre lingüística, que se formula mediante pala-bras, pero quizás fuesen tilos, plátanos, encinas. Ve elsuelo, teñido de bellotas o de piñas y las palomas suciascomo ratas aladas. Ella es una niña muy pequeña conbragas de algodón y, desde el banco del relleno, la vigi-la Saleta, una vieja portuguesa que la cuida.

Juega a meterse por detrás de los setos. Tiene unaamiga de nombre Esperanza que le inspira un poco demiedo. Ahora se pregunta si aquello no querría deciralgo y lo dejó pasar. Calza unos zapatos que no le gus-tan: mocasines negros que se llaman tanques o tigreso algo parecido. Su madre se los compra en una tien-da con unos caballos de madera que se mueven si temontas encima y metes un duro por la ranura.

Sigue viendo álamos ahora, cuando sueña, y suspen samientos siguen discurriendo por las avenidas

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prin cipales del parque de su infancia. Corre por de - bajo de los álamos y se encarama a una estatua deConcep ción Arenal frente a un estanque con carpasrojas que devoran pan mojado. Hay una vieja sentadaen un banco que lleva unas medias caídas de lana yhabla con otras viejas que ya no existen. Lleva una cestacon una pera y un bocadillo de chocolate con leche,hecho con un pan blando que se llama pan-bombón.Espe ranza, afortunada y cuyas bragas son de perlé,come unos so bres naranjas con polvos picapica.

Ella sueña con álamos o sueña con nadar, el mundoestá lleno de agua, como una piscina, los cuartos estánllenos de agua y es posible avanzar dando brazadas yagarrar algo sobre una mesa buceando. Las cosas noflotan, sólo flota ella y, al día siguiente, la impresiónque le queda es tan poderosa que se pregunta si elmundo no será así, ingrávido, y ella debiera arrojarseencima de la masa densa y bracear.

Luego, se ve años después, en un cuarto del Fran-co-Britannique con sus dieciocho teñidos de rubio yun bote de Coca-Cola sobre la mesilla de noche re pletode ceniza mientras una amiga que no ha vuelto a verle habla de Rayuela. Están acostadas cada una en sucama. La residencia del Crous es vetusta, las paredesse caen a trozos. Y fuman. Tienen un hambre atroz.Fuera se abre París y es agosto. Les espera una infinitaposibilidad de tíos. Eso quieren pensar y es lo únicoque importa.

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Creían vivir en una leonera y ser víctimas de unhambre terrible, de una furia romántica y devora dora.El mundo era para ellas entonces un ramillete de librosque apenas entendían. Él le había regalado aquella tardeClaudine s’en va de Colette en edición de bolsillo. Ellalo ojea, no entiende nada, pero ya sabe que algún díalo entenderá. Tiene esa certeza.

Recuerda el bote de Coca-Cola entre las dos camasgemelas, las mantas hoscas y lo mal que olía la cenizaal mezclarse con el agua pútrida. Lavaban los vaque-ros y los dejaban secar acartonados al aire de agostoen París. En bragas leíamos a Colette y al anochecersalíamos a besar a los extraños.

Besaron a unos cuantos sobre la hierba verde y luju-riosa de la Cité Universitaire aquel mes, con el panta-lón vaquero roto manchado de hierba ácida.

Lo que ignoraban entonces es que no eran únicas,el mundo en torno a ellas estaba arrebolado de seres dis tintos, construidos por sus propias circunstanciasabsolutas. París, aquel año, estaba lleno de historias trá-gicas, de negros, de bicots.

Y el mundo por delante aullaba como lobo, au llabay llameaba. No lo vieron. Cómo iban a verlo, es tabandemasiado ocupadas saliendo del metro de Nation pin-tándose los párpados, comprando zapatillas.

Pero por la noche, de regreso, tras haber morreadohasta la exacerbación con tipos que no volverían a ver,

borrachas de cerveza, con el aliento pastoso del taba-co, se acostaban, reían y cada una regresaba, en sue-ños, al escenario de su infancia.

* * *

¿Había pruebas de la condena ya entonces?, se pre-guntaba Paula a menudo, con rencor, con hargne. Tratade regresar y de verse al principio, sin género, sin des-tino, extraña a su cuerpo. ¿Cómo empezó todo?

Tenían cinco años y parecían patos mareados, ya noparecían lactantes o reptiles, simplemente patos, no sa -bían muy bien hacia dónde dirigirse, pero es que no losabrían nunca, vestían trajes de jaretas, alguna afortu-nada peto vaquero y bolsito, lazadas en la espalda losdomingos en los cumpleaños, eran unas niñas ju gandoen la parada del autobús. Había que llevarlas al cole-gio de monjas con uniforme azul marino, leían librosde aventuras. Fabia y Cuqui resultaron ser grandes ju -ga doras de cartas, patinadoras, saltadoras de comba.Anita parecía una muñeca, pero sabía reír y correr,tenía un anorak para la nieve y pasaba las vacacionesde in vier no en Formigal. En cambio la grandullona dePaula hablaba muy poco y siempre acababan riéndo-se de ella porque, cuando abría la boca, se expresabade una ma ne ra antigua, como en los libros.

Ninguna de las niñas se había parado a pensar ennada, ni siquiera en que eran niñas. Como si la funda

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se les hubiese regalado, como si les hubiese venido dadapor el mundo. Apareces y recibes un lote, un disfraz.Pero ¿hasta qué punto eran conscientes todavía del dis-fraz?

Lo éramos, jugábamos a cosas distintas, a las muñe-cas, nos gustaba el rosa. No lo éramos, nada había tanmasculino y brutal como el colegio de monjas, losempellones, el hedor de los retretes, las rodillas llenasde heridas, el olor a sudor de las niñas altas con el uni-forme teñido de polvo.

Da igual, supongo, al fin y al cabo los problemaseran todos más bien de índole social, quiénes teníanlas cosas bonitas y quiénes no las tenían, cómo se organi -zaba la pirámide jerárquica en el patio del colegio pre-sidido por una monja con una paloma en la mano,quién era popular y quién no lo era. La infinita preo-cupación por encajar.

De niña rezaba mucho. Le gustaba todo lo que su -pone ensimismamiento: los rituales y las oracionesrepetidas en lenguaje arcaico, le gustaban las historiasde chumberas y hombres bajitos encaramados a chum-beras, de samaritanos generosos y mujeres adúlteras yenloquecía por las historias de martirios.

Edificios rimbombantes con largos gimnasios orla-dos de barras y colchonetas por donde las niñas de bíansubir, hacer el pino, el pino puente, bailar prolijas co -reografías de Jeanette. El tiempo pesaba en largas tar-des plomizas de aburrimiento, de juegos fingidos,

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complicados, juegos obligatorios. Y aquella extensiónenorme de minutos suspendidos. Porque el futuro pare-cía desmesurado y no llegaba nunca. Cinco años. Luegosiete y luego once. Las clases de sociales, los exáme nesde matemáticas, las redacciones en hojas cuadri cu ladasque había que entregar bien limpias. Maldades, peque-ñas inquinas. Una monja vieja con verrugas. Y unamonja joven que cantaba canciones de Mocedades.

Luego las muñecas empezaron a desaparecer. Ya noresultaba digno darles papillas de polvos de talco ocambiarles los pañales. Once años y la gracia de suscuerpecillos de niñas empezaba a dejar paso a algoagresivo, adulto.

Las notas, quién es la mejor en la clase, durantealgún tiempo ésta fue la única razón de ser de Fabia,de Cuqui. Paula, hija de unos señores muy mayores,trataba de hacer mal los exámenes pero siempre saca-ba buenas notas, por eso el resto de las niñas la admi-raban un poco y por otro lado la odiaban y nuncallegarían a verla como a una más.

Cuando murió Franco nos despertaron los caño-nazos en el dique de abrigo y recuerdo que la tía monjade la calle Tabernas enmarcó su testamento rimbom-bante y lacrimoso y lo colgó de la pared de casa de laabuela. La abuela era como un animal blanco y dor-mido que no acababa nunca de morir. Y entonces empe-zaste a nadar de verdad. Supongo que nadar significabaun poco lo mismo que leer, formaba parte del mismo

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proceso de entrada en uno mismo, un camino haciadentro. Yo iba a comprar figuritas los domingos al ras-trillo de la plaza del ayuntamiento. Hacía sol a menu-do, y entonces, probablemente aquel día en que me vessalir de la calle Tabernas, demorándome bajo el calordel mediodía, yo llevaba un jersey con un aviador conrelieve y un chalequito plumífero.

Fueron buenos años, eso lo dices tú, yo repetí sép-timo y en octavo me quedaron seis para septiembre,fueron unos años en que era siempre atardecer y losautobuses pasaban siempre de un lado para otro ha -ciendo un ruido como de agua que salpica.

Sí, pero también ocurrían cosas, allá fuera, los polí-ticos con sus gafas de culo de vaso, sus patillas, Suárez,Mayra Gómez Kemp, José María Íñigo, «Aplauso» y elballet zoom, los libros heredados de los hermanosmayores. Golpes de estado retransmitidos por la radio.Presidentes con traje estrecho y grueso nudo de cor-bata. Y Peret que rumbeaba. Decenas de partidos nue-vos atravesaban el país en camioneta.

Yo, en cambio, recuerdo los bocadillos de jamón deMunín y aquellos veranos de pantalón corto. Las ber-mudas de colores. Los patios de luces. Mi madre quecomía galletas dietéticas. Y mi padre que hacía so frolo -gía tumbado en el silencio del despacho. Su magne -tofón tenía una funda de plástico negro con agujeros.No sé por qué pero a mí aquella funda de plástico meparecía el colmo de lo tecnológico.

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«Gavilán o paloma», cantado por Pablo Abraira yluego reproducido por una niña gordita sobre una mesacon gran profusión de gestos y ademanes. Y Cuquidecía, subiendo al autobús del lunes, me han contadoque hay un lugar donde todo es de oro, y me enseña-ba una estrella de plástico dorado que venía de unoscalcetines de hombre, si tocas esto y deseas muy fuer-te, todo se vuelve de oro puro. Y me prometía que, siéramos muy amigas, me acabaría llevando a aquel ver-tedero enjoyado donde podríamos ser ricas para siem-pre. Y subíamos al autobús. Las ventanas del bus estabansucias y olían mal a dedo de niño que dibuja sobre elvaho. El bus siempre perfumado poderosamente devómito. Yo siempre pensaba cómo era posible que lasniñas fuesen tan feas y cómo era posible que diesentanto miedo.

Pero estaban las cosas y las cosas nos salvaban. Cua-dernos y bolsas. Los libros y los recortables. Las bol -sas de Holly Hobbie. El plumas Schuss. Un gorro azulturquesa. Las postalillas de Panini o los clics y las hor-quillas. Y siempre la esperanza de que los objetos tellevarían de la mano y te salvarían. Puesto que los díasparecían llenos de realidades inasibles y brutales. Unavez vi mear a un obrero en un campo de flores cercadel club de tenis. Con una polla gorda y fea. Cerré losojos.

Todo viene de algún sitio pero nunca sabemos dedónde. Las cosas se van superponiendo y van crean-

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do significados dobles. La política. A Paula le dio poridolatrar a Lenin y a un gimnasta ruso que se llama-ba Korolev, tenía una foto de ambos encima de la cama.Se los imaginaba caminando muy abrigados por unascalles grandes que en Rusia se llaman prospectivas.Las monjas le dijeron a su madre ¿qué le ocurre? Unaniña tan apacible y ahora da charlas comunistas en elrecreo.

Pero no era suficiente. Las cosas iban por delante.Quizás no las alcanzase nunca. Corrían conteniendoel aliento. De pronto, Cuqui empezó a pintarse y Fabiatambién y Gloria y Lourdes fumaban unos cigarrillosmuy baratos –Ducados y a veces algo peor– en un lugardel colegio que se llamaba el Infierno o el Demonio,una especie de galería entre higueras donde se reu níanlas niñas mayores para hacer cosas inconfesables. Paulaodiaba aquel lugar, le gustaban en cambio las higue-ras, unos árboles pequeños con frutas que se despa -churraban contra el suelo, también había zarzamoras,y le gustaba a veces en clase de gimnasia, cuando toca-ba atletismo, correr por todo el parque forzando lasvueltas con aquellas zapatillas malas, bambas planas ysin soporte, y aquel chándal acrílico y barato que pe -saba.

El colegio estaba situado frente al mar, daba al océa -no, a veces si te asomabas al muro coronado por loscristales verdes puntiagudos, trozos de botella clava-dos sobre el cemento gris, veías a un señor pescando

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en gabardina larga: pescaba robalizas, que son unospescados abultados y redondos como reptiles que amanlas rompientes. También en invierno, en las piscinasdel Orzán, de Riazor, moría algún niño de los colegiosvecinos y, antes de clase, se rezaba algún padrenuestropor el alma del ahogado que casi siempre era un niñode Zalaeta. Los niños de Zalaeta se subían a las rocas,los veías siempre solos, estaban en los lugares más pe -ligrosos mirando fijamente a un punto a lo lejos, qui-zás un barco.

Acostada en la cama, contemplaba la foto recor tadadel gimnasta –al que amaba sobre todas las cosas e ima-ginaba recorriendo largas prospectivas comu nis tas– allado de una imagen del Niño de la Bola, con el mundosobre la mano derecha. El niño jugaba con el mun -do. Miraba la foto y veía junto a él al tipo bajito ymongo loide, inflamado. Lenin parecía saber de qué ibael asunto. Paula admiraba su porte decidido, su pos-tura intransigente, casi crística, y se veía ella misma, asu lado, conduciendo a las masas.

Pero, quería escapar, quiso escapar desde el princi-pio. Una vez, en el fondo de uno de los escritorios desu casa, encontró unas pegatinas que habían pertene-cido a uno de sus primos, y, durante una semana, tratóinfructuosamente de regalárselas a sus amigas del cole-gio, sin entender su estupefacción. Años después supoque eran pegatinas de Falange. Los de Falange desfila-ban con camisas azules y cantaban en sus sueños. No

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entendía muy bien qué eran, si eran modernos o no loeran, si eran de derechas o de izquierdas.

Su madre llevaba permanente y su padre despotri-caba contra Franco. Sus hermanas mayores habían sidomaoístas, su otro hermano andaba de un lado paraotro, ocupado en no se sabe qué nocturnos quehace-res ocultos, con pantalón pitillo y cazadora. Y ella sólosabía que se hacía silencio en torno a él. Como si tuvie-ra un secreto. Aquélla era otra forma de hacer polí tica,la que escogieron la mayor parte de los chicos de sugeneración, la política de romperlo todo y de fumár-selo y bebérselo todo, por si acaso.

La felicidad, ¿hablaba Cuqui de eso? Quizás no, peroPaula tenía pruebas para pensar que Cuqui, que nopertenecía a su familia, conocía el significado de vivira todo pulmón, como todos los que esquían, bailan,roban barcos. Igual que los criminales, las cabareteras,los perros, las mujeronas de los pueblos que a veces sepasean por la calle principal con el pecho al aire y gri-tando cosas incomprensibles.

La visión de la realidad se construye lentamente, esun galpón que va amueblándose, primero con algunosbrochazos de pintura y algunas flores, luego con apa-radores, muebles pesados y pianos de cola.

El mundo interior empezaba a configurarse frentea un exterior caracoleante y tupido de barrancos. Nosa bíamos lo que había fuera, supongamos que corredoi -ras. El mundo se había constituido en torno a ellas

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como un entramado de roderas de autobús, calles peato - nales, plazas rancias, casas con galerías rotas ce rradaspor tablas claveteadas donde pernoctan gatos, terra-zas sobre el tráfico en primavera, salas mal aireadascon mesas camillas. Bueno, también está lo que atis-bas, lo que te cuentan. Yo siempre imaginé la ciudadcomo una isla rodeada de caladeros, de embarca cio-nes pequeñas y oxidadas y de fábricas.

Las fábricas estaban siempre medio derruidas, enellas se encerraban los obreros, clamaban contra el sis-tema –era la época de Astano–, con anoraks, y parcasverdes, manifestándose. Radio Océano cantaba en han-gares oscuros. Muchos decían que era el fin. Que elpaís acabaría por hundirse. Desmantelamiento, san-gría. Agua cayendo inevitablemente sobre las callessucias. Y fuera las corredoiras y un Bosque negro yapretado de donde llegaba alguna vez alguien.

Te subías a lo alto de las torres de los astilleros o alas torres de las refinerías o a los altos pinos quemadosde las montañas peladas de las inmediaciones y olíasiempre a azufre y a metal viejo. Y, si escalabas aquellospináculos apenas visibles entre los jirones de niebla,decían que lo comprendías todo, es decir que veías elmundo tal y como era, la ciudad colgada sobre el océa -no, sus húmedos barrios modernistas, mordisqueadospor los bloques baratos donde se apiñan las pescade-ras y los contrabandistas y los obreros, y, en el corazónmismo, un dibujo incomprensible, el jardín del cen-

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tro de la ciudad pasada de moda, con unos ár boles delsiglo diecinueve, cipreses, rododendros, tilos con hojasalargadas cubriendo estatuas de antiguos próceres conbigote, glorias de la patria, pastelerías con toldo verde,especializadas en los pasteles jesuitas y en las cañas decrema, y las dos largas calles que toda la ciudad reco-rría de arriba abajo paseando.

Vivían de espaldas al Bosque, de hecho nadie teníapruebas de que el Bosque existiese en verdad. De allísalían los pollos frescos, atados por los muñones, imá -ge nes de decapitación que querían decir algo peroPaula no sabía qué. Los pollos, los largos ramos de gre-los, de nabizas, las ortigas, las hortensias y las placasde huevos amarillos. Y sobre todo unos autobusesdestar ta lados, con faros rotos y carteles que indicabanlocalidades imaginarias, de ellos desembarcaban per-sonajes que miraban a todas partes sintiéndose extran-jeros en la ciudad negra. Hablaban rápidamente enuna lengua medieval que todos entendían pero quetodos fingían no entender. Y decían cosas francas ohuidizas. Tra bajaban en los mercados, llevaban la lechey el pan a las casas, se colocaban en el servicio domés-tico, pero eran siempre como enviados del otro mundo,que viniesen a sembrar de discordia el mundo presen-te, a minarlo de dudas.

El Bosque era todo aquello que les era extraño, quese les escapaba. Estaba hecho de todo lo oculto, de lodeseado, de lo despreciado, de lo prohibido. El Bosque

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eran los pobres y los enfermos y las risas que no cesannunca y que se infiltran por las rendijas de las puertasy lo envenenan todo.

El olor de entonces no me llega, a mí sí, era olor aco la, qué va, yo diría a colonia de supermercado oa goma de muñeco de Famosa, a pan fresco, a lluviay a barro y a botas de goma amarilla con una cinta queapretaba la pierna. Las cintas de algodón de todos loscolores en el pelo. A mí siempre se me caían. Creo quepor entonces me hice una permanente, moldeado sellamaba. Teníamos catorce años. Había algunas niñasque tenían un porte especial y parecían pijas siempre,eso es un poco la osamenta y el aire con que te mue-ves, la seguridad del porte.

No digo que a Paula no le hubiese gustado teneraire distinguido o moderno, cosa que no ocurrió nuncay su madre y sus hermanas hacían lo posible por recor-dárselo, pero quizás, si hubiese sido guapa, le hubiesegustado disfrazar su belleza con parcas y gorros y ante-ojos. Y hubiese resultado una niña rara bastante diver-tida. Pero Paula se vestía de soldado y apilaba las camisasunas sobre otras, se emborronaba los ojos de eyelinery soñaba con tener el pelo como Robert Smith. Perola peluquera, la misma que peinaba a su madre, a sustías y a todo el vecindario, rehusaba. Quiso que le cor-tasen una cresta, antes de que las crestas se convirtie-sen en algo normal y corriente, y la peluquera se negóen rotundo.

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