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9 Preludio Jyri se despertó con unas ganas atroces de ir al baño. Notó en la boca el mal sabor habitual, una mezcla de whisky, cerveza, ajo y demasiados cigarrillos. Deseó que en la casa hubiese limonada de pomelo. Cada vez que tenía resaca, bebía limonada en cantidades industriales, aunque eso era solamente cuando la si- tuación estaba bajo control y no había que echar mano de la cerveza. La mañana era de una hermosura sobrenatural. Tuulia y Mirja se hallaban en la galería, ocupadas con su desayuno. Su charla sobre las características de los diferentes tipos de quesos le resultó graciosa a Jyri, más que nada porque sabía que no se sopor- taban la una a la otra. Pero como una era la mejor soprano de la ACUEF, la Asociación de Cantores Universitarios del Este de Finlandia, y la otra la me- jor contralto, no tenían más remedio que soportarse. Mirja era la viva imagen de una contralto, morena, gruesa y de aspecto tenebroso, muy apropiada para hacer de vieja gitana —¿cómo se llamaba, por cier- to...?— en El trovador de Verdi. El reflejo del sol lo cegó de tal manera que la ca-

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Preludio

Jyri se despertó con unas ganas atroces de ir al baño.Notó en la boca el mal sabor habitual, una mezcla dewhisky, cerveza, ajo y demasiados cigarrillos. Deseóque en la casa hubiese limonada de pomelo. Cadavez que tenía resaca, bebía limonada en cantidadesindustriales, aunque eso era solamente cuando la si-tuación estaba bajo control y no había que echarmano de la cerveza.

La mañana era de una hermosura sobrenatural.Tuulia y Mirja se hallaban en la galería, ocupadascon su desayuno. Su charla sobre las característicasde los diferentes tipos de quesos le resultó graciosa aJyri, más que nada porque sabía que no se sopor-taban la una a la otra. Pero como una era la mejorsoprano de la ACUEF, la Asociación de CantoresUniversitarios del Este de Finlandia, y la otra la me-jor contralto, no tenían más remedio que soportarse.Mirja era la viva imagen de una contralto, morena,gruesa y de aspecto tenebroso, muy apropiada parahacer de vieja gitana —¿cómo se llamaba, por cier-to...?— en El trovador de Verdi.

El reflejo del sol lo cegó de tal manera que la ca-

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beza le retumbó. Por si acaso, Jyri se tomó dos Ul-tradol. Ya debía de ser inmune al ibuprofeno.

No había limonada ni zumo. El mundo le pare-ció de una exuberancia insoportable: el mar resplan-deciente, las gaviotas que chillaban junto al embar-cadero, el calor de la mañana, que ya se iba notandoen el aire. Cantar a semejante temperatura no iba aresultar fácil.

—Qué, Jyri, tenemos resaca, ¿eh? —se cachon-deó Tuulia. Ella también estaba pálida, todos debíande estarlo, porque habían dormido poco. Bueno,who cares... Hasta el día siguiente no había que ir atrabajar.

—Y los demás, ¿todavía están durmiendo?—Piia iba a ir a nadar. De los demás, ni rastro.

Ya se podrían ir levantando, a ver si conseguimoshacer algo. —La voz de Mirja sonaba amarga, no legustaba que la gente se escaquease. En su opinión, sila mejor formación de doble cuarteto de la ACUEFse había reunido en la villa de los padres de Jukka,era esencialmente para ensayar y no para empinar elcodo, ya que tenían a la vista una actuación impor-tante. Así que venga, arriba, un café al coleto y apreparar todos esas voces.

Jyri se levantó. A lo mejor darse un baño era bue-na idea. El agua del mar estaba a veinte grados, ensu punto. Se fue al embarcadero, arrastrando lospies. Piia estaba en la playa, junto a la sauna, con unbiquini que dejaba muy poco que adivinar. Pero aJyri no le apetecía ir tan lejos. Y al bañador, que ledieran, fuera ropa y de cabeza al mar.

También Jukka estaba bañándose, flotaba junto

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a las rocas de la orilla, donde el mar apenas cubríahasta media pierna. El tipo debía de tener un dolorde cabeza de cojones, a juzgar por la tremenda bre-cha que tenía en la cabeza... y tampoco parecía queestuviese muy espabilado... A Jyri le dio un vuelco elestómago y el vómito llegó hasta el cañaveral de laorilla.

Tardó un par de minutos en levantarse y llegartambaleándose hasta el porche, donde ya había másgente. Su cristalina y envidiada voz de tenor no lesirvió en ese momento para poder articular palabraalguna.

—Pero, tío, ¿qué haces paseándote en bolas?—le soltó Tuulia.

—Jukka... ¡Ahí, en el embarcadero, joder...!¡Creo que está muerto, que se ha ahogado!

—¿Qué demonios dices?Antti echó a correr hacia la playa y Mirja se pre-

cipitó tras él. Pasado un momento, ésta regresó y seapresuró a llamar por teléfono. Los números de ur-gencias se encontraban pulcramente escritos junto alaparato. Los que estaban sentados en el porche sequedaron escuchando cómo Mirja, con su ahogada ygrave voz de contralto, llamaba primero a la policíay luego a una ambulancia.

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La corriente al barco lleva,pero ¿dónde acaba el camino?

Cuando sonó el teléfono me encontraba en la ducha,enjuagándome el salitre. Oí mi propia voz en el con-testador y a continuación la voz de uno de mis cole-gas, que me pedía que llamase lo antes posible. Midomingo libre había durado mucho, sorprendente-mente, pero ni siquiera en la playa había podido re-lajarme. Por algún motivo me había sentido obliga-da a pasar mi primer día libre —y caluroso— delverano adorando al sol, aunque por una cuestión deprincipios odio la ociosidad y la vida de playa. Du-rante todo el invierno había acudido regularmente ahacer pesas al gimnasio, así que mi cuerpo se hallabaen condiciones más que aceptables, al menos másque años atrás. Aunque, al ritmo en que le daba a lacerveza, librarme de los michelines iba a ser otrocantar.

Apagué el contestador y marqué el número de lacomisaría. En centralita me pasaron con Rane.

—¡Qué hay, guapa! Dentro de un cuarto dehora me tienes delante de tu puerta. Ya hemos reco-gido todo. Tenemos un cuerpo en Vuosaari, los chi-cos de orden público llamaron hará una media hora.

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No necesitarás nada de tu despacho, ¿verdad? ¡Nosvemos!

«Otra vez a la carga», pensé mientras buscaba enel armario algo decente que ponerme. Me había de-jado la falda del uniforme en Pasila, así que el mun-do tendría que conformarse con verme en vaqueros,los mejores que tenía, eso sí. Mi pelo estaba mojado,pero con el secador sólo conseguiría que mi cabezase convirtiese en un avispero al rojo, así que mejorno intentarlo. Tenía la cara enrojecida, por lo queme di unos brochazos de maquillaje y me contempléen el espejo haciendo una mueca. Desde luego, pare-cía cualquier cosa menos una respetable subinspec-tora de policía: los ojos, de color verde y ámbar, po-día muy bien habérmelos prestado un gato, y esospelos... además de tenerlos como el esparto, no se mehabía ocurrido nada mejor que rojo... Pero el rasgoque menos respeto inspira de mi fisonomía es sinduda mi nariz respingona, ahora marcada a fuegopor el sol y las pecas. Alguien me había dicho unavez que mi boca era «sensual», lo que en finés grue-so quiere decir que tengo el labio inferior tal vez de-masiado lleno.

¿Pretendía acaso yo —aquella especie de proyec-to de mujer con pinta de niñata— presentarme enVuosaari de aquella guisa para defender la ley y elorden?

La sirena del coche de Rane se oía ya a lo lejos. Leencantaba hacerla sonar. A él y a la mitad de losagentes de policía de Finlandia. Los muertos no semueven del sitio, pero eso es algo que los ciudadanosno necesitan saber.

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—Los chicos de la Científica ya van para allá—me dijo Rane en cuanto me senté a su lado en elSaab—. Bueno, tenemos un cadáver en Vuosaari,ahogado, aunque parece que hay algo que no cua-dra. Unos treinta años, un tal Peltonen, creo. Por lovisto, formaba parte de un grupo de unas diez per-sonas que estaban pasando el fin de semana en unavilla de recreo; según he entendido todos son miem-bros de un coro y esta mañana se han encontrado aPeltonen flotando en el mar.

—¿Lo ha empujado alguien al agua?—No se sabe. Los datos son aún escasos.—¿Y qué es eso del coro?—Pues que deben de ser cantantes, o algo así.

—Rane se metió por la carretera de circunvalacióneste a tal velocidad que en uno de los bandazos fui aparar contra la portezuela del Saab y me hice dañoen un codo. Suspirando resignada, me abroché elmolesto cinturón de seguridad. Los muchachos losgraduaban a su altura, por lo que yo siempre acaba-ba con el cuello rozado.

—¿Dónde andan Kinnunen y los demás? ¿Nolibrabas tú hoy también?

—Los chicos siguen liados con lo del apuñala-miento de ayer. A Kinnunen llevo media hora in-tentando pillarlo, pero ya sabes cómo son estos do-mingos... Seguro que está luchando contra el resacónen la terraza de algún bareto.

Rane suspiró con resignación. No quisimos darlemás vueltas al asunto. El jefe de nuestra división, elcomisario Kalevi Kinnunen, era alcohólico. Punto.Yo era la siguiente en la jerarquía, así que me tocaba

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cargar con el mochuelo de aquel caso, al menos has-ta que Kinnunen se recuperase de su borrachera, ode la consiguiente resaca. Punto final.

—Oye, Rane, creo que al tipo que ha muerto loconozco... o lo conocía, más bien... Es un asunto unpoco estúpido...

—Mis vacaciones empiezan mañana y pienso to-mármelas. Este caso es tuyo, vaya si lo es, te guste ono. En este curro no se hacen preguntas.

Con su tono de voz Rane me dio a entender quelo mejor para mí hubiera sido continuar estudiandocualquier cosa, aunque fuese derecho, porque al me-nos los abogados eligen sus casos. Rane siempre mehabía mirado con escepticismo, al igual que muchosotros en la comisaría. Yo era una mujer y, encima,joven, no permanente ni real, no una policía paratoda la vida, como ellos, sino una sustituta a la quesolamente le quedaban dos meses al servicio delcuerpo policial.

Después de la reválida de bachillerato, y paraasombro de todo mi entorno, me presenté a laspruebas de acceso de la escuela de policía y aprobé.En el instituto yo había sido una especie de rebel-de, la punk de chupa de cuero que se graduó con lanota más alta. Bueno, la otra punk de la clase, queademás era la que hacía más pellas, terminó siendoprofesora de primaria. Yo tenía la cabeza llena deideales, deseaba luchar por una sociedad más justa.Soñaba que siendo policía podría ayudar tanto alos criminales como a sus víctimas. Que iba a cam-biar el mundo. Quería especializarme en los pro-blemas sociales.

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La escuela de policía resultó una decepción, aun-que me las arreglé sorprendentemente bien con miscompañeros, casi todos hombres. Estaba acostum-brada a ser «uno más» de ellos, porque en el institu-to tocaba el bajo en una banda masculina y jugaba alfútbol con «el resto de los tíos».

Habituada a ser la primera de la clase durante elbachillerato, pensaba que la escuela de policía seríaun paseo. Al final, resultó que el trabajo de policíaera sencillamente demasiado para mí. Tras un parde años de redactar informes, cachear a vagabundasy ahondar en los trasfondos sociales de los ladronesde tiendas, acabé harta. Sólo estaba usando una par-te de mí, la más aburrida, burocrática y monótonade todas. Nadie necesitaba mi compasión, y mi cere-bro, que era la parte que más me gustaba emplear,no parecía tener utilidad alguna.

Tras un par de años de escuela, mi ilusión por elestudio pareció despertar. Hice dos o tres cursos dejefatura a buen ritmo. Faltaban mujeres, así que te-nía posibilidades de ascender más deprisa de lo nor-mal. Eso provocó todo tipo de comentarios entre miscompañeros más envidiosos. Pero lo que de verdadfastidiaba a mis colegas era el hecho de que yo noestuviese satisfecha con mi profesión. Al final mepresenté al examen de acceso a la Facultad de Dere-cho y me aceptaron. Creí que por fin estaba en ellugar apropiado. La aplicación de las leyes seguía in-teresándome y, con sólo veintitrés años, creía saberlo que quería de la vida.

Durante mis estudios me dediqué a hacer susti-tuciones de verano y algún que otro trabajo suelto

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para el cuerpo, y ahora, pasados cinco años, volvía aser policía. Me había quedado atascada en los estu-dios, y una sustitución de medio año en la divisiónde crímenes violentos de la Brigada de InvestigaciónCriminal de Helsinki me había parecido una buenaidea, sobre todo porque estaba especializada en de-recho penal. Creí que durante aquel tiempo conse-guiría distanciarme de mis estudios y contemplar mivida desde otra perspectiva. Pero pronto se vio que,de nuevo, mi idea había sido un error. Ser policía nome dejaba fuerzas para pensar en otra cosa queno fuese mi trabajo, ir de vez en cuando a tomarmeunas cervezas o, raramente, al gimnasio o a correr.

Para colmo, mi jefe sólo sacaba adelante el diezpor ciento del trabajo que en realidad le correspon-día. El resto del tiempo se lo pasaba borracho o conresaca. Me parecía inaudito que después de tantosaños no lo hubiesen mandado a desintoxicación. Losdemás terminábamos cargando con las tareas deKinnunen, y la situación se volvía especialmente in-soportable en verano. La partida del presupuestodestinada a las sustituciones se había agotado ya enabril y las vacaciones del personal, postergadas hastael límite, se nos venían encima.

Además, mi resistencia ya no era la de antaño,cuando era más joven, aunque reconocerlo en pú-blico habría sido un grave error. Mis compañerosde sexo masculino estaban especialmente alertas altemple de mis nervios y observaban con interés misreacciones, como en cierta ocasión en que examina-ba el cuerpo cubierto de vómito e intestinos corroí-dos de un vagabundo que había bebido licor de vi-

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triolo rebajado con agua. Naturalmente, a los demástambién les repugnaba aquello, pero yo, por ser mu-jer, era la única que no podía permitirse el lujo dedar rienda suelta a las arcadas. Así que aguanté y,más tarde, mientras almorzaba en la cantina del tra-bajo con los compañeros, me dediqué a bromear so-bre lo sucedido, aunque para comerme al mismotiempo el puré de guisantes tuve que hacer esfuer-zos sobrehumanos.

Con mi aspecto físico no había nada que hacer:era femenino hasta la desesperación. Tenía que lle-var el pelo largo y recogido en una cola, ya que de locontrario mis indisciplinados rizos me habrían dadoel aspecto de una mopa. Al lado de los hombres yoera un tapón. Me habrían denegado la entrada a laescuela de policía por culpa de mi estatura, de no serpor un médico amigo de la familia que se inventó loscinco centímetros que me faltaban para el certifica-do. Mi cuerpo era una curiosa mezcla de curvas fe-meninas y músculos. Soy fuerte, teniendo en cuentami estatura y, como soy consciente del alcance demis fuerzas, no suelo tener miedo, ni siquiera en si-tuaciones peligrosas. Pero en ese momento habríapreferido la seguridad que proporcionaban la faldadel uniforme y un moño bien prieto.

Hasta entonces, todos mis casos —ya se tratasede homicidios o de otros crímenes— me habían re-sultado de alguna manera ajenos. Pero ahora, las pa-labras «coro» y «Peltonen» se acoplaban la una a laotra en mi mente, haciéndome pensar en lo peor. Simis temores no eran infundados, lo que me esperabaera como mínimo un puñado de conocidos con una

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imagen de mi persona que no tenía nada que ver conmi papel de policía.

Durante el primer año de carrera había vivido enun triste piso de estudiantes de Itäkeskus, un subur-bio del este de Helsinki. Mis compañeras se pelea-ban continuamente, ya que una, Jaana, se pasaba lamitad del tiempo cantando. De vez en cuando, en suhabitación se reunía un discordante cuarteto cuyobajo era Jukka, el novio de Jaana. Jukka Peltonen;Jukka el seductor, que tenía los ojos de Paul New-man y el rostro bronceado por mil excursiones envelero; Jukka, el chico con el que Jaana pensaba irsea vivir, nuestro tema de tantas noches de conver-sación, cuando me invitaba a su cuarto para compar-tir una botella de vino tinto, mientras le dábamosvueltas a las posibles implicaciones de su decisión.

Harta de la insulsez de tanto policía musculitos,Jukka era puro alimento para mis ojos. Los conti-nuos gorgoritos de Jaana no me molestaban dema-siado, ya que entonaba bastante bien, y en cuanto mehartaba de su rollo clásico, ponía rock en el estéreo yme encasquetaba los auriculares.

Mi tía abuela falleció por aquella época, y los he-rederos no quisieron vender su apartamento deTöölö, en espera de una subida de los precios inmo-biliarios. Me mudé al pisito y me encargué de man-tenerlo en buenas condiciones, a cambio de pagarsolamente los gastos de comunidad. Su precio ibasubiendo y yo temía perderlo, pero mi codiciosa pa-rentela seguía esperando que el metro cuadrado va-liese aún más. Se quedaron con un palmo de naricescuando se presentó la crisis económica, y con ella el

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desplome de los precios, así que seguía viviendo jun-to al restaurante Elite. A Jaana me la topaba de vezen cuando por la universidad, y me enteré de quehabía cortado con Jukka. Luego, Jaana se enamoródel hijo de la familia anfitriona que la había acogidodurante uno de los viajes del coro por Alemania, yhabía terminado convirtiéndose en una auténticaHausfrau germánica. Manteníamos una relación depostales navideñas y de cumpleaños, la típica entreex compañeras de piso.

Recordaba lejanamente a los amigos de Jaana,pero los nombres de algunos me vinieron enseguidaa la memoria. Además de Jukka, había otro chicocon el que también me había alegrado la vista... Devez en cuando me iba de juerga con los miembros dela ACUEF. Lo que más me atemorizaba era encon-trarme con caras conocidas entre el grupo de Vuo-saari, porque sabía que eran muchos los que se que-daban enganchados a los coros estudiantiles en unintento de alargar su juventud. A lo mejor aquellagente pertenecía a una especie de raza aparte, noeran más que un grupito de masoquistas sin otra as-piración que la de canturrear aburridas salmodiascon compañeros de partitura de voces aún más feasque las suyas, bajo la dirección de algún torturadorde batuta histérica.

El camino que llevaba a la villa serpenteaba através del verdor estival del paisaje. Rane había apa-gado la sirena, pero seguía conduciendo alegremen-te por encima del límite de velocidad. Al fin y alcabo, los policías tienen sus derechos. Yo iba miran-do el mapa con las instrucciones, así que supimos

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meternos a tiempo por el desvío correspondiente.Cuando se es policía da corte perderse. Me habíaocurrido en un par de ocasiones, y siempre me echa-ban la culpa a mí. El mar plateado resplandecía traslos prados, una liebre cruzó la carretera a saltitos in-dolentes y una avispa intentó colarse por la ventani-lla abierta del coche.

—Por aquí hay unas cuantas villas señoriales delas de antes —me explicó Rane—, los ricos las com-pran y las arreglan a su gusto.

Finalmente atravesamos un istmo de unos diezmetros de ancho que terminaba en forma de isla.Pasamos bajo un alto arco. Una placa informaba alvisitante del nombre de la propiedad, Villa Maisetta.Un camino estrecho y lleno de hierbajos conducía aljardín delantero de la villa, que era justamente eltipo de lugar bucólico donde me habría gustado vi-vir. Dos plantas, los marcos de las ventanas blancos,ornamentos de madera en la fachada y los aleros. Uncoche patrulla y el viejo Volvo de los de la Científica,que más bien era una cafetera, se hallaban aparcadosen el césped.

—Pues sí que han tardado poco estos tíos. A ver,¿dónde está el muerto? —dije, adoptando una acti-tud cínica, casi agresiva. No pensaba permitirmesoltar ni una lágrima delante del cadáver del ex no-vio de mi ex compañera de piso.

Un agente de la Brigada de Seguridad salió anuestro encuentro acompañado de un chica morenade aspecto hosco. Nos presentamos y ambos me mi-raron con cara de sospecha, cosa que me molestó,por mucho que estuviese preparada para enfrentar-

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me a la desconfianza. La chica morena me resultabaconocida, y cuando me dijo que se llamaba Mirja,recordé los comentarios poco favorables que Jaana lehabía dedicado, calificándola como la más quisqui-llosa del coro. Mirja ni siquiera probaba el alcohol,cosa que, al menos cinco años atrás, habría sido vistacomo un crimen imperdonable en aquellos círculos.

Mirja nos guió a la playa, donde los chicos de laCientífica estaban fotografiando el cadáver, que flo-taba indolente contra las rocas de la orilla. El médicotambién se encontraba ya allí. Supuse que llevabanrato esperándonos, porque todo parecía estar listo.Me pareció estúpido que los demás hubiesen tenidoque esperar a que yo inspeccionase el cuerpo parapoder sacarlo del agua. Yo, que ni siquiera queríaver aquel cadáver, reconocer que era Jukka, ni saberlo que le habían hecho.

—¿Qué pinta tiene? —le pregunté al forense, untipo al que le sobraban por lo menos cincuenta kilosy que solía fumar unos puritos apestosos. Me odiabacasi tanto como yo a él, pero, mientras que yo eraconsciente de su valía profesional, él no pensaba lomismo de mí.

—¿Dónde está Kinnunen? —me preguntó Mah-konen con desconfianza.

—Está donde esté, punto —le espeté—. No va-mos a esperar hasta que venga, así que no queda otraque poner en marcha la investigación. ¿Qué me di-ces de la muerte del tipo este?

—A juzgar por la cara, nuestro amigo se ha aho-gado. Aunque el boquete de la cabeza tiene una pin-ta tan interesante que da que pensar. Habrá que ver

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las muestras, así que me voy. —En ningún momen-to Mahkonen me había hablado a mí, sino a las pun-teras de los zapatos de Rane.

—¿Cabe la posibilidad de que lo golpeasen antesde arrojarlo al agua? —preguntó éste.

—Es muy probable. El porrazo es de importan-cia, y además tiene un aspecto muy raro. Estaría biensaber con qué lo han sacudido.

—¿Qué me dices de un pedrusco? —Rane mira-ba las rocas de la playa, entre las cuales había piedrasde todo tipo, algunas de ellas del tamaño apropiadopara ser usadas como arma.

—Buenooo... La que les va a caer a los chicos,como les hagáis poner toda la playa patas arriba—bufó el forense.

Autoricé a los de la ambulancia a que sacasen elcadáver del agua. Le dieron la vuelta con cuidado.Sus rasgos me resultaron familiares, pero de unamanera grotesca, con aquellos cabellos rubios apel-mazados por el agua y el salitre pegados a la cara. Nisiquiera la hinchazón había sido capaz de eliminarla expresión aterrorizada de aquellos ojos, que bri-llaban como dos luces de emergencia de color azulen el rostro violáceo. Las algas se le habían pegado alcanguro blanco que llevaba, y me fijé en sus piesbronceados, que asomaban por las perneras de losvaqueros.

Como un fogonazo, la imagen del seductorJukka volvió a mí de una forma dolorosa. Debía detener un año o dos más que yo, así que ni siquierahabía llegado a los treinta. Había visto muertos másjóvenes, pero aquellos cuerpos se los habían llevado

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el alcohol o las drogas. Reprimí las lágrimas y, trasun carraspeo, acosé a preguntas a los de la Científi-ca: ¿cuál podía ser el arma que le había causado laherida de la cabeza?, ¿cabía la posibilidad de quehubiese resbalado en el embarcadero? Era cons-ciente de que aquella brusquedad dejaba entrevermi nerviosismo. No podía ocultarlo porque, a dife-rencia de la ministra de Defensa, que se había atre-vido a llorar en público, yo aún no podía permitír-melo.

—Vamos a la villa, a ver si ésos saben algo —ledije a Rane, echando a andar en dirección a la casa.Acababa de darme cuenta de que bajo el porche quedaba al mar estaba sentado un grupo bastante nu-meroso de personas. Seguro que mi irritación habíallegado hasta sus oídos, pero ninguno de ellos mira-ba en nuestra dirección, en un intento de negar lapresencia de la policía.

Observada de cerca, la villa daba la sensación deser la copia moderna de la original que probable-mente alguna vez se había levantado en aquel mis-mo lugar. Al parecer, la pintura había tenido unaveintena de años para perder su color, pero la casano podía ser más vieja que yo.

El sol daba de lleno en el porche y maldije unavez más mis pantalones vaqueros. Algunos de losmiembros del septeto me resultaron conocidos.

—¡Maria! —resonó sorprendida una voz clara yblanca—. ¡No me digas que eres policía! ¿No teacuerdas de mí? Soy Tuulia.

Recordaba a Tuulia muy bien. Era una de las quevisitaban con frecuencia nuestro piso de estudiantes

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y a veces habíamos compartido mesa en el comedorde la universidad. Por aquel entonces, Tuulia megustaba y nuestros sentidos del humor se comple-mentaban. Era más guapa de lo que recordaba, comosi su estilizado cuerpo de mujer hubiese ganado engallardía al hacerse adulta.

—Te recuerdo, sí —dije sin acertar a sonreír—.Esto... soy la subinspectora Maria Kallio, de la Bri-gada Criminal, y él es el agente Lahtinen. ¿Qué osparece si para empezar nos decís vuestros nombres ylo que pasó anoche? —Me oí decir aquello e inme-diatamente me sentí ridícula y no me atreví a mirara nadie.

Al parecer, Mirja había nacido para dirigir. Ha-blaba en un tono monocorde, como si estuviese le-yendo un memorando. A lo mejor incluso había pla-neado sus respuestas con antelación.

—Me llamo Mirja Rasikangas. Ah, y formamosparte de los integrantes del coro de la ACUEF, laAsociación de Cantores Universitarios del Este deFinlandia. La empresa de Jukka Peltonen iba a cele-brar su fiesta anual de verano y le habían pedido queorganizase una actuación musical. Como ademáspagaban bien, él nos propuso reunir un octeto y quecantásemos.

Según Mirja, el grupo allí presente estaba forma-do por el cuarteto de Jukka y otros cuatro cantantesque por casualidad se habían quedado a pasar el ve-rano en la ciudad. Los padres de Jukka iban a estarvarios días navegando en su velero, así que la villade verano se había convertido en el lugar de reuniónpara los ensayos.

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El octeto se había reunido la tarde del día ante-rior para ensayar un par de horas antes de entregar-se al pasatiempo estival por excelencia de los finlan-deses: la sauna y la bebida. Pasada la medianoche, lagente se había retirado poco a poco a dormir, peronadie parecía saber cuáles habían sido los movimien-tos de Jukka. La última vez que lo habían visto convida había sido a eso de las dos de la madrugada.

—Me extrañó no verlo por la mañana —explicóMirja—, pero luego Jyri apareció gritando queJukka se había ahogado, y ahí estaba... en la playa.—La voz le tembló en ese punto.

—Cuando acudisteis a ver el cuerpo de Peltonen,¿lo movisteis?

—Yo intenté encontrarle el pulso, pero no lo mo-vimos para nada —dijo una voz seca de bajo prove-niente de la parte de atrás del porche—. Sí... soyAntti Sarkela, no sé si me recuerdas. No tenía pulsoy se notaba a la legua que se había ahogado, así queno intentamos reanimarlo.

También recordaba a Antti. Había estado loqui-ta por él casi dos semanas, después de una vez que sesentó a mi lado en el tranvía y charlamos un ratosobre el libro que yo llevaba para leer en el trayecto,uno de poemas de Henry Parland. ¿Cuántos hom-bres sabían quién era Henry Parland? Más tarde de-cidí olvidar a Antti para dedicarme a Henry encuerpo y alma, pero desde aquella conversaciónaquel hombre me había interesado e irritado a par-tes iguales. Me gustaba su aspecto. Tenía un rostrofino, como de indio americano, con la nariz aguile-ña, y un cuerpazo de casi dos metros. Ahora, la ex-

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presión de sus ojos era difícil de interpretar, unamezcla de tristeza y temor. Recordé que Antti yJukka habían sido buenos amigos.

—Vale. Me han pasado este caso, lo cual quieredecir que los interrogatorios se harán en Pasila. Parafacilitar la investigación sería conveniente que fueseislo antes posible. Quiero comenzar con las declaracio-nes esta misma tarde, así que aquellos que lo necesi-ten no tienen más que decirlo y se les ofrecerá el trans-porte. Parece que aquí no hay ni parada de autobús.Bueno, por el momento me gustaría saber, aunquesólo sea por encima, quién es quién, profesiones, di-recciones y esas cosas. ¿Vas tomando nota tú, Rane?¿Quién eres? —me dirigí a un chico bajito y bastantejoven que no parecía encontrarse muy bien.

—Soy Jyri Lasinen —dijo con su voz alta y clarade tenor—, tengo veintitrés años y estudio matemá-ticas e informática en la universidad. —El mucha-cho parecía recién llegado a una entrevista de selec-ción de personal.

—Yo soy Mirja Rasikangas —repitió la chicamorena y gruesa—. Veintiséis años, estudiante dehistoria.

—Piia Wahlroos. —Su voz era apenas más fuer-te que un susurro. Ojos marrones, grandes, pelo cas-taño, anillos de compromiso con piedras de conside-rable tamaño, cuerpo estilizado, ropa de verano conestilo... Registré todos aquellos detalles en mi cabezasin conseguir ordenarlos—. Tengo veintiséis años yestudio lenguas nórdicas.

—Sirkku Halonen, veintitrés. Estudio químicas.Soy la hermana de Piia, pero ella está casada y por

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eso llevamos apellidos diferentes. —Sirkku era laversión pálida y corrientucha de su delicada herma-na. A su lado, sosteniéndole la mano entre las suyasen ademán de consuelo, se sentaba un chico robustode pelo tieso. El novio, al parecer.

—Me llamo Timo Huttunen, forestales, veinti-cinco.

—Tuulia Rajala, veintinueve. Zángana de pro-fesión.

—Antti Sarkela. Asistente en la Facultad deExactas. Veintinueve, aunque no termino de enten-der qué pintan nuestras edades en este asunto.—Rane masculló algo en voz baja, porque habíaempezado a anotar también su última frase de ma-nera automática. Le lanzó a Sarkela una miradaacusadora.

—Muy bien... Preparad vuestras cosas, nos ire-mos lo antes posible.

Eché a andar hacia la playa porque aún queríahablar con los chicos de la Científica. Los camillerosvenían hacia mí por el sendero. El nuevo domiciliode Jukka iba a ser el Instituto Anatómico Forense.

Cuando volví a la casa, Mirja estaba vaciando elrefrigerador.

—Por cierto... ¿dónde habéis dormido cada unoexactamente?

—La habitación de Jukka está en el piso de arribay da al pasillo. Jyri y Antti han dormido justo al otrolado de éste, en el dormitorio del hermano de Jukka.Timo y Sirkku estaban al final del pasillo, en la camade los padres de Jukka, y Piia, Tuulia y yo hemosdormido aquí abajo, en el suelo de la sala de estar.

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—Entonces, ¿Jukka era el único que dormíasolo?

—En principio, aunque no tuve la impresión deque allá arriba durmieran mucho, porque la gentese ha pasado la noche yendo y viniendo, corriendo albaño, como Jyri, que ha estado usando el de aquíabajo aunque arriba hay uno. Al principio de la no-che me costó horrores conciliar el sueño. Tuuliaroncaba que daba miedo y, por mucho que intentasemoverla, no había manera.

—Vaya, siento mucho haberte desvelado. —Tuu-lia entró en ese momento en la cocina—. La que síestaba despierta, y no por mi culpa, era Piia, a lo me-jor era la mala conciencia, que no la dejaba dormir...—Tuulia le echó un vistazo al frigorífico—. Al finalno hemos hecho la cazuela de marisco. Podríais ve-nir luego a cenar a casa, si es que el interrogatorio entercer grado acaba temprano. La última cena en ho-nor a Jukka... La salsa de tomate le irá que ni pinta-da, del color de la sangre. Lástima no tener vino tin-to para acompañarla.

—¡Tuulia, haz el favor! —bufó Mirja, que nohabía reparado en el temblor de su voz.

Me fui de allí y subí al vestíbulo de la planta su-perior, donde Jyri estaba enrollando su saco de dor-mir. Desde el ventanal se divisaba el mar. El ves-tíbulo acababa en un pasillo estrecho, al final delcual se veía el gran dormitorio de los padres deJukka. A través de la puerta entornada pude ver lospies de una mujer que estaba tumbada en la cama.Una mano masculina los acariciaba. Eran Sirkku yTimo.

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La habitación de adolescente de Jukka estaba va­cía. Se notaba que aquel cuarto no había experimen­tado cambio alguno en los últimos diez años. Teji­dos azul mar, pósteres de motivos náuticos en las paredes, un par de botellas vacías de Cutty Sark en la estantería, libros de navegación a vela, una guita­rra. Un jersey de lana sobre el respaldo de una silla y un par de zapatos bajo la cama. Jukka había anda­do descalzo la noche de su muerte, para no desper­tar a nadie, al parecer. La cama estaba deshecha, como si tratara de decir que, dondequiera que Jukka hubiese estado, antes había dormido en ella y a ella pensaba regresar. En la última habitación del pasi­llo, Antti Sarkela estaba tumbado con los brazos bajo la nuca en una cama estrecha. Al verme se puso en pie de un salto, firme como un recluta ante su sargento.

—¿Alguna pista? —Su voz denotaba antipatía.—A lo mejor. ¿Tú dormiste en este cuarto?—Sí...—Conoces... conocías a Jukka bastante bien. ¿Po­

drías venir a su habitación y decirme si falta algo?Antti parecía demasiado grande para aquel cuarto.—Pues no sabría decir si falta alguna cosa. —Le

echó un vistazo rápido al armario—. Los mismos trapos de siempre. Jukka tenía aquí la ropa que usa­ba en su tiempo libre, así que cuando vinimos sólo traía una bolsa pequeña. Esa de ahí... Me imagino que dentro llevaría partituras, alguna muda limpia... Desde luego, el cuarto parece estar como siempre.

La mirada de Antti se detuvo en un libro bastan­te manoseado que había sobre la mesa, una recopila­

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ción de partituras para coro. Estaba abierto por lacanción La corriente al barco lleva, compuesta porKuula. Aunque no soy muy dada a la poesía tradi-cional, siempre me había gustado el poema de EinoLeino que servía de letra a la composición. Jukkahabía hecho abundantes anotaciones en los márge-nes. Antti apartó la vista y vi que se estaba mordien-do el labio.

—¿Esto es lo que ensayasteis ayer?—Entre otras cosas. Nos habían pedido cancio-

nes finlandesas.La cartera de Jukka se hallaba junto al libro y me

la guardé. Tenía la extraña sensación de que habíaalgo más en aquella habitación, algo que mis ojosestaban pasando por alto.

Por fin pudimos irnos de la villa. Los de la Cien-tífica acordonaron la playa y se quedaron buscandocualquier objeto que hubiese podido servir de armahomicida. Dos agentes de uniforme esperarían allí alos padres de Jukka, que, según las informaciones,llegarían a lo largo de la tarde.

Contemplé al confundido grupo de mis interro-gados. En principio entraba dentro de lo posible quealgún extraño que deambulara por la zona hubiesepresenciado la muerte de Jukka, o que incluso fueseel responsable de ésta. Era una posibilidad que nohabía que dejar de lado. Durante el verano se habíanproducido numerosos robos con allanamiento en lacapital, y a lo mejor Jukka había pillado por sorpresaa algún delincuente que estaba merodeando por allí.

Pero en aquel momento la posición clave la ocu-paba aquel septeto: un doble cuarteto menos uno.

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Alguno de los integrantes del coro sabía más de loque había contado. Tal vez alguno de ellos habíamatado a Jukka y, en ese caso, no se trataría de uncriminal curtido, sino de un ser humano corriente alque la culpabilidad pronto le resultaría una cargademasiado pesada para llevarla solo, pensé con opti-mismo.

De repente, Antti y Tuulia se pusieron a llamary sisear de una manera extraña en dirección a la pla-ya, mientras explicaban algo a los de la brigada.

—¿Qué pasa? —pregunté al acercarme para darla orden de partida.

—Einstein, mi gato —respondió Antti—. Haceun par de horas que se perdió de vista y no puedoirme sin él.

—¿Crees que se habrá perdido? —dijo Tuulia,entre jadeos.

—¡Pero si ha nacido aquí! Estará de excursión,seguro.

—¿Y si te vas ahora y regresas en otro momentoa buscar al gato? —Mi frase sonó más desagradablede lo que yo hubiese deseado. Ordené a los agentesque iban a quedarse que mantuviesen los ojos abier-tos por si veían al animal y que lo cogieran en cuantoapareciese, y éstos me miraron como si fuese una re-trasada. «Lo que nos faltaba, ponernos a cazar ga-tos», murmuró uno de ellos con irritación.

El coche de Jukka se quedó en la villa a la esperade que alguien lo llevase al laboratorio para ser exa-minado por los de la Científica. Las llaves estaban enel contacto. En el BMW de Piia Wahlroos cupieroncinco miembros del coro. Era inútil vigilarlos para

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que no se pusieran de acuerdo en las coartadas, por-que habían tenido tiempo de sobra antes de la llega-da de la policía. Si hubiese apostado a que Mirja Ra-sikangas y Antti Sarkela serían los únicos del grupoque aceptarían ir en el coche de policía, habría gana-do. Notaba las largas piernas de Antti a través delrespaldo de mi asiento, así que lo moví un poco ha-cia delante. Su contacto me resultaba irritante.

—¿Y tú qué haces de poli, Maria? —preguntóAntti. En aquel momento estábamos saliendo delpequeño camino del bosque e incorporándonos a lacarretera—. La última vez que te vi estudiabas de-recho.

—También he ido a la academia de policía. Sur-gió una sustitución que me convino.

—¿Y has resuelto muchos asesinatos como éste?—Los suficientes.—Tío, no infravalores la inteligencia de la cha-

vala. Seguro que pilla al culpable —fue el comenta-rio ácido de Rane. Me hizo gracia. Ya volvía a en-trarle el síndrome de la talla... Rane superaba porapenas un centímetro la altura exigida por la leypara ser poli y siempre se mostraba especialmentedesagradable con los tipos altos. No quise llamarle laatención por llamarme «chavala», ya que por unavez había salido en mi defensa. Un camarada es uncamarada.

—Tú eras compañera de piso de Jaana. —Mirjaacababa de caer en la cuenta—. Ahora caigo... —Porel tono de su voz, tuve la impresión de que sus re-cuerdos no eran del todo positivos. Tal vez se debíaa que, cierta noche en que la cerveza corrió más de

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lo normal, yo metí la pata hablando más de la cuentay cuestionando la necesidad de que existiesen coros.

Tenía que llamar a Jaana a Alemania. Había sa-lido con Jukka y podía darme datos importantes.Con seguridad conocería a la mayor parte de los in-tegrantes del coro involucrados en el caso, porquehacía apenas dos años que se había marchado.

El resto del viaje fue silencioso. Necesitaba orga-nizar la información de que disponía y darle formaen mi cabeza antes de los interrogatorios. Según laestimación preliminar del forense, Jukka había reci-bido un golpe en la cabeza desde delante y desdearriba con un objeto romo cuya forma no podía de-terminarse. Posiblemente, el agresor era más altoque él —y Antti era el único de los presentes en elmomento del crimen que reunía esa condición—, otal vez Jukka se hallaba sentado o de rodillas, peroen cualquier caso no inclinado, ya que entonces elángulo del impacto habría sido otro.

¿Había acordado Jukka encontrarse con alguienen el embarcadero de forma discreta, o simplementehabía salido y lo habían pillado por sorpresa?

La única manera que conozco de aclarar las cosases a base de pico y pala, hablando con la gente y es-cuchándola. Los homicidios que había resuelto has-ta el momento habían sido muy simples: apuñala-mientos en el pecho en plena borrachera en los quevíctimas y culpables eran amigos, o hachazos propi-nados a la propia esposa. Todos ellos, homicidios sincomplicaciones. ¿Sería éste mi primer asesinato?

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