Presentación - Tecnicas de lectura para...

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SAMUEL BUTLER SAMUEL BUTLER EREWHON EREWHON 1

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SAMUEL BUTLERSAMUEL BUTLER

EREWHONEREWHON

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Prólogo

UNA UTOPIA NO UTÓPICA

Samuel Butler (1835—1902) nació en la época más próspera y aparentemente más serena de la larga y floreciente historia de la monarquía británica. Inglaterra era la mayor potencia financiera y comercial del mundo y poseía la mayor flota y el más extenso imperio colonial del planeta. Aunque su gobierno no era todavía democrático en el sentido contemporáneo del término, era relativamente benigno, civilista y respetuoso de la ley y su actitud hacia los pobres, ya fueran de la ciudad o del campo, era de noblesse oblige. Sus excedentes de población podían emigrar a tierras escasamente habitadas, con buen clima y abundantes recursos naturales, como Canadá, Australia y Nueva Zelanda; y también a Estados unidos, país con el que, gracias a su población mayoritariamente anglosajona, Inglaterra mantenía fuertes lazos culturales y comerciales, a pesar de que el nuevo país hubiera nacido de una guerra revolucionaria contra la dominación británica.

Pero aunque fuera una sociedad próspera y su gobierno fuera benévolo, era también una sociedad de clases rígidamente jerarquizada en la que sólo un pequeño porcentaje tenía derecho al voto, a ocupar cargos públicos o a formar parte del Parlamento. En lo más alto de la pirámide, había una nobleza hereditaria que cuando Butler nació aún ocupaba casi todos los puestos decisivos del gobierno civil y de la armada, pues los aviones no existían todavía y la afortunada isla—nación no necesitaba un ejército permanente. Pero el imperio comercial y la temprana revolución industrial habían ampliado muchísimo las filas de la clase media. Los cada vez más numerosos y competentes empresarios, abogados, ingenieros, científicos, etc., exigían una cuota de poder político y un reconocimiento social que correspondiera a su importancia económica.

Entre 1832 y 1867 se produjeron dos reformas de la ley de sufragio que extendieron el derecho al voto prácticamente a todos los hombres de clase media que pudieran probar que no eran indigentes. En 1881 se eliminaron estos últimos requisitos económicos y, a partir de entonces, el Parlamento y la mayoría de gobiernos municipales se eligieron por sufragio masculino universal. Las mujeres no consiguieron el derecho al voto hasta 1918 como resultado, en gran parte, de su inmensa contribución durante la primera guerra mundial (1914—1918) a la produc-ción industrial, la agricultura y los servicios médicos y sociales. Pero en vida de Butler y con toda seguridad cuando publicó Erewhon (1872), incluso los ingleses inteligentes, tolerantes y de talante liberal que adoraban (retóricamente) al «sexo débil» no creían que las mujeres pudieran obrar de forma independiente, excepto en el hogar, la familia y las bellas artes.

Dos de los temas que más preocuparon a Samuel Butler fueron la religión cristiana y la teoría de la evolución de Darwin. En la época de Butler, Inglaterra tenía una religión oficial, es decir, la iglesia de Inglaterra, que se había separado de Roma a mediados del siglo XVI, durante el reinado de Enrique VIII, y cuya cabeza visible era el rey o la reina en el trono. Se daba por supuesto que la familia real y todos los altos cargos del reino eran miembros de la Iglesia de Inglaterra (comúnmente llamados anglicanos), pero no se pretendía que fueran particularmente piadosos. En uno de esos acuerdos prácticos por los que los ingleses tienen una merecida fama, todos los cargos de la Corona tenían que pronunciar un juramento de «conformidad

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ocasional», es decir, debían prometer que harían acto de presencia en la iglesia en las principales festividades religiosas; pero no se les pedía nada más.

Por debajo de las clases dirigentes, había una considerable variedad de cultos y libertad religiosa de facto. Gran parte de la clase media, incluyendo sus líderes más prestigiosos, era presbiteriana o congregacionalista, y los trabajadores industriales eran en su mayoría metodistas. Se toleraba a los católicos, aunque el recuerdo de la Armada invencible (el infructuoso esfuerzo de Felipe II en 1588 por invadir Inglaterra y derrocar a la reina Isabel) y la rebelión endémica de los irlandeses contra el gobierno de Inglaterra hacían que el pequeño porcentaje de católicos estuviera constantemente bajo sospecha de traición.

También se toleraba a los judíos. De hecho, cuando Butler era joven, uno de los grandes primeros ministros, Benjamín Disraeli, era el equivalente de un converso en España. Disraeli fue bautizado a los 13 años, por orden de su padre, y vivió como un anglicano declarado que nunca ocultó ni su origen judío ni su herencia cultural. Sin embargo, los judíos no eran bien aceptados en «sociedad» y una de las grandes novelas de protesta de la época, el Daniel Deronda de George Eliot, una de las muchas y magníficas novelistas inglesas, trataba de los prejuicios de los que era objeto un brillante y admirable judío en la Inglaterra del siglo XIX.

Por tanto, la situación religiosa en Inglaterra participaba de la estructura de clases sociales altamente estratificada aunque en gran medida tolerante: al frente, los anglicanos (y Samuel Butler procedía de una reconocida familia anglicana); en segundo lugar, miembros de otras confesiones protestantes considerados ingleses enérgicos, fieles y socialmente en ascenso; y por último, católicos y judíos que, pese a que se les toleraba, no eran tenidos por ciudadanos ingleses de total confianza. Además, esta Inglaterra del XIX era casi totalmente blanca, pues la emigración masiva de africanos, caribeños y asiáticos no se produciría hasta la segunda mitad del siglo XX.

Pero tal vez para el pensamiento de Butler la posición jerárquica de las distintas iglesias cristianas no fuera tan importante como la escéptica y lúgubre atmósfera religiosa que prevalecía entre los ingleses más educados de la era victoriana. Muchos escritores importantes, como el laureado poeta Alfred Lord Tennyson, y el gran educador, ensayista y poeta ocasional Mathew Arnold, se lamentaban de la pérdida de una fe sólida y emocionalmente comprometida en todas las confesiones del cristianismo protestante inglés. A menudo se citaban estos versos de Arnold, en el poema Playa de Dover

¡Oh, amor, seamos sinceros! Pues el mundo que parece Reposar ante nosotros como un lugar de ensueño, Tan bello, tan nuevo, tan diverso.En verdad no tiene luz, ni alegría, ni amor. Ni certeza, ni paz, ni consuelo para el dolor, Y aquí estamos, como en una tenebrosa llanura, Arrebatados por confusas alarmas de lucha y huida, Donde ignorantes ejércitos chocan en la noche.

Bajo la prosperidad, el poder y el progreso político y económico de la Inglaterra victoriana, fluye esta inseguridad pesimista ante la marcha de los asuntos del mundo y la búsqueda desesperada del amor como protección contra la indiferencia del universo. Los ecos de ese pesimismo, expresados en forma

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humorística o paradójica, son rasgos constantes de la obra de Butler Erewhon; es decir, nowhere escrito al revés.

La segunda gran preocupación de Butler fue la teoría de la evolución biológica publicada en 1859 por Charles Darwin, a quien, de niño, su maestro —abuelo de Samuel Butler— había aconsejado que no perdiera el tiempo con la química. Antes de leer a Darwin, Butler era ya bastante escéptico respecto al cristianismo, e inmediatamente se convirtió en defensor del evolucionismo que luchaba por hacerse oír con imparcialidad en una Inglaterra en la que las autoridades religiosas afirmaban creer firmemente en la versión bíblica de la creación. Pero aunque Butler defendía ardientemente la teoría del origen de las especies a partir del desarrollo de pequeñas diferencias y de la supervivencia tanto de los individuos como de las especies mejor adaptadas, nunca pudo aceptar totalmente la ausencia de propósito en el proceso evolutivo. Esa negativa y el pesimismo derivado de la evidencia de la evolución como un proceso accidental sin un propósito discernible se reflejan también en la novela, especialmente cuando habla de la «evolución» de las máquinas.

Volvamos ahora al resumen de la biografía personal de Butler. Pertenecía a una familia acomodada de la clase «dirigente» anglicana, aunque no era especialmente rica ni poderosa, y vivió entre 1835 y 1902, un periodo casi paralelo al reinado de la reina Victoria (1837—1901). Su abuelo había sido director de la prestigiosa Shrewsbury School y fue más tarde obispo de Lichfield. Samuel fue educado en la Shrewsbury School y en la universidad de Cambridge, que junto con la de Oxford educaron a todos aquellos hijos de la clase dirigente anglicana que se esperaba que se dedicaran a la política, las artes y las ciencias. Su padre era un clérigo anglicano que esperaba que Samuel siguiera sus pasos, pero él prefirió la pintura y la música a la teología.

Deseoso de escapar a la autocomplacencia —así la sentía él— de su familia y su medio social, y también de demostrar que no trataba simplemente de vivir de las rentas familiares, emigró a Nueva Zelanda en 1859 —el año siguiente a su graduación en la universidad, el mismo año de su negativa a convertirse en clérigo y el de la publicación de El origen de las especies. A lo largo de los cinco años siguientes tuvo éxito como criador de ovejas y empresario, pero también sentía nostalgia por la vida cultural e intelectual inglesa, más desarrollada.

Vivió en Londres desde 1864 hasta el final de su vida. Su espíritu fue extremadamente ecléctico y su talento, junto a la modesta renta de su herencia, que le liberó de la preocupación por el éxito comercial, le permitieron llevar una vida personal muy productiva. En la década de 1870, realizó diversas exposiciones de pintura y en la de 1880 publicó varias obras musicales. Era gran admirador de la pintura italiana y consideraba a Georg Frederick Händel el más grande de los compositores. Sus propias obras eran aceptables, pero no sobresalieron por su calidad artística. Publicó también varios libros, muchos ensayos y mucha crítica literaria. Pero sobre todo se le recuerda por dos obras: la novela autobiográfica The way of All Flesh (El camino de toda carne), publicada justo después de su muerte, y Erewhon, la novela satírica publicada en 1872 a la que ahora volvemos.

En realidad, los primeros capítulos no parecen realmente una sátira, sino que, en ellos, un.joven animoso llamado Higgs, disfruta de su éxito como criador de ovejas en un hermoso país, poco habitado y muy parecido a la Nueva Zelanda a la que Butler había emigrado en 1859. A este héroe de ficción, cuyo parecido con el joven Butler no es accidental, le gusta mucho caminar, esquiar y nadar, y siente gran curiosidad por las tierras altas próximas a su granja y las posibles zonas

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habitadas que pueda haber entre dos inmensas cadenas montañosas. Acompañado por un renuente guía «nativo» llamado Chowbok, decide explorar esas magníficas cordilleras. Se solaza en la belleza natural de los prados y montañas, disfruta pescando en arroyos agitados, saboreando el agua fría e impoluta, montando su tienda a la orilla del río y observando los pájaros que, sin temor, responden a su curiosidad, puesto que nunca han sido cazados.

La sátira y la revelación de las propias hipótesis inconscientes de Butler empieza con la relación que establece con su guía. Chowbok es una especie de jefe de una de las tribus locales no caucásicas. Higgs nos cuenta que es un protegido de los misioneros, pero que en realidad es un mentiroso y un alcohólico. Hay que sobornarle con licor para que haga las distintas tareas que Higgs espera de él durante sus recorridos por las montañas. Resulta que a Chowbok le aterra establecer contacto con los pueblos del otro lado de las montañas y «abandona» —desde el punto de vista de Higgs— a su temerario empleador.

Higgs avanza solo y pronto tropieza con un grupo de horribles estatuas de una época en la que se practicaban sacrificios humanos para apaciguar a los airados dioses de Erewhon. Esas estatuas señalan la frontera. La expresión de sus rostros es lo que obviamente había asustado tanto a Chowbok y, poco después de cruzar esta frontera, una patrulla de habitantes de Erewhon captura a Higgs, le interroga y, sin violencia, le conduce a la prisión de la ciudad más cercana. Los habitantes le recuerdan físicamente a los argelinos y árabes. Sus modales y gestos le recuerdan a la Italia que su creador, Samuel Butler, como otros muchos ingleses de clase alta, había visitado en la adolescencia.

Higgs se da cuenta de que aquella gente admira su cutis claro y sus ojos azules; en realidad, esos rasgos le protegen a veces de la hostilidad local. No entro a juzgar las intenciones de Butler, porque una de las dificultades que se presentan al interpretar la mentalidad victoriana es saber hasta qué punto los ingleses de esa época estaban realmente convencidos de la serena superioridad de su aspecto. Pero la jerarquía racial está clara. Un europeo atlético, rubio y de ojos azules produce una inmediata impresión de encanto físico y calidad superior en una población de rasgos físicos mediterráneos y norteafricanos.

Es una sociedad que le sorprende por su contraste con la Inglaterra victoriana. Los habitantes de Erewhon no tienen domingo y cuando Higgs se niega a trabajaren el día del Señor, piensan que es un tipo singular o que está deprimido. El héroe pasa parte del domingo entonando unos salmos cuyas palabras casi ha olvidado. Algo más importante en Erewhon es la enfermedad común, que se considera un delito merecedor de juicio y cárcel si se padece antes de los setenta años —la duración de la vida en la Biblia—. Por otra parte, actos como el robo de mayor cuantía y la malversación, que serían delitos punibles en Inglaterra, se contemplan aquí con indulgencia, como «un ataque serio de inmoralidad» que puede ser tratado por «enderezadores» que curan las enfermedades morales como los médicos europeos curan (¿?) el dolor físico.

La política económica y tecnológica son también muy distintas de las de Inglaterra. Lo primero que le sucede al prisionero Higgs es que las autoridades le requisan el reloj, y durante los meses que pasa en Erewhon, se va dando cuenta de que los gobernantes del reino han destruido deliberadamente, o depositado en los museos, todos los inventos de los siglos anteriores, aunque no todas las máquinas, sino sólo las inventadas a lo largo de los 271 años anteriores a su llegada. Esto para el lector de 1872, significaba todo lo inventado en Europa desde 1600 fecha convencional que marca el principio de la moderna revolución científica.

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La clase dirigente de Erewhon, los «ydgrunistas», se parece a la clase dirigente inglesa en la que Butler había nacido, y Higgs, su réplica en la ficción, es bien aceptado entre los «ydgrunistas». Eran atléticos, con un elevado sentido del valor y se mostraban generosos con sus inferiores sociales. Se sometían a la religión oficial, pero «no creían en un más allá, y su única religión efectiva era la del respeto a uno mismo y la consideración al prójimo».

Se les educaba esmeradamente en «Colegios del Desatino», situados en hermosos campus de las afueras. El principal objetivo de estos colegios era producir conformidad acompañada de un moderado progreso material; el habitante ideal de Erewhon era bastante parecido a un inglés victoriano. No se fomentaba el genio ni la originalidad excesivos. Por el contrario, los profesores de Sabiduría Mundana suspendían a veces a sus estudiantes por falta de vaguedad en sus trabajos. En una sociedad civil regida por un sistema parlamentario es importante que las personas a las que hoy llamamos «intelectuales orgánicos» sean capaces de «defender lo que saben perfectamente que es falso». Una de las asignaturas obligatorias era la llamada «hipotética», en la que se enfrentaba a los alumnos con diversas contingencias extrañas e imposibles. En beneficio de la armonía general, era también deseable que fueran capaces de ocultar su verdaderos pensamientos y de engañar con encanto a sus oyentes.

En opinión del autor, tal vez el esfuerzo más estéril fuera el dedicado a estudiar el «lenguaje hipotético» que llevaba siglos sin usarse. La referencia al equivalente del latín en Erewhon es obvia, y Higgs encuentra absurdo pasar tanto tiempo traduciendo la hermosa poesía actual a la antigua lengua ahora en desuso. Para esos lectores que desean que se conserve el latín en los modernos estudios de humanidades, no resultará divertido, como solía decir la reina Victoria.

Pero no quiero dar la impresión de que todo es una sátira ligera. En «El libro de las máquinas», sobre todo, Butler plantea cuestiones muy serias y absolutamente contemporáneas. La revolución que llevó a la destrucción de la maquinaria moderna en Erewhon fue el resultado de intensos debates sobre el grado de conciencia e intención que se podía atribuir a los vegetales, animales, hombres y máquinas. ¿Actúa una planta carnívora de forma puramente automática y mecánicamente cuando absorbe el insecto que aletea en sus flores? Si así fuera, ¿podría parecerle a la planta que un hombre actúa de forma puramente mecánica al matar y comerse una oveja? Si las máquinas se hacen cada vez más complejas y llegan a ser más precisas en regular sus funciones de lo que es cualquier ser humano para regular las suyas, ¿tienen esas máquinas conciencia e intencionalidad? ¿Reinarán algún día sobre nosotros, sus creadores originales? Los argumentos de Butler son demasiado complejos para resumirlos y, en cualquier caso, ningún prologuista debería estropear al lector el placer del descubrimiento.

Pero no se puede dudar de la seriedad moral de la «sátira» de Butler en estos pasajes. ¿Lleva la intención aparejada la idea de responsabilidad? Si el hombre se ha convertido en la especie dominante en la tierra, ¿se debe acaso a su mayor capacidad de pensamiento y toma de decisiones? Si así fuera, ¿llegará algún día éste a ser gobernado por máquinas que tengan intenciones más poderosas y mayor capacidad intelectual que los humanos? ¿La pérdida victoriana de una sólida fe religiosa redundará en un declive de la capacidad intelectual e intencional del hombre?

En «El libro de las máquinas», Butler plantea de forma rudimentaria la mayoría de los problemas que los científicos cognitivos y neurólogos abordan en relación a la conciencia, el libre albedrío, el papel del ADN y la regeneración en las

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operaciones de todos los seres vivos, grandes y pequeños. En el año 2000 encontramos prestigiosos científicos que sostienen que nuestro cerebro está organizado como un módulo de ordenador y que, con el tiempo, los ordenadores no sólo harán cálculos mayores con más rapidez y precisión de las que nosotros somos capaces, sino que tendrán los mismos procesos mentales que hasta ahora hemos atribuido únicamente al ser humano y a los animales superiores. Tenemos prestigiosos científicos que sostienen que un ordenador no siente dolor cuando le damos una patada, que sólo maneja los datos que el ser humano le introduce y que, por tanto, los sentimientos y pensamientos de los seres vivos tienen una cualidad que ninguna máquina comparte ni compartirá jamás. Tenemos científicos que son ateos convencidos; científicos que asisten con regularidad a los servicios religiosos y que pueden ser creyentes sinceros o que, como los profesores de Erewhon, están entrenados para convencer a otros de cosas que ellos saben que son mentira.

Erewhon invita al lector a reflexionar sobre temas morales serios y, al mismo tiempo, a disfrutar de las aventuras de un joven privilegiado en una sociedad descrita por un autor que combina de forma única la agudeza crítica y una implícita seguridad en sí mismo.

GABRIEL JACKSON Marzo del 2000

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Prefacio a la primera edición

El autor desea advertir que Erewhon se pronuncia como una palabra de tres sílabas, o sea: E—re—whon1.

1 Erewhon, anagrama de nowhere («en ninguna parte»). La inversión exacta de las letras daría Erewhon, pero Butler consideró justamente el diptongo wh como un solo fonema. Su advertencia en cuanto a la pronunciación significa, por lo tanto, que debe leerse: E—re—juón.

En Nueva Zelanda el nombre del autor y sus obras gozan de tal prestigio que se ha dado el nombre de Erewhon a una ciudad de la provincia de Hawke' s Bay (isla del Norte), y que muchos colonos dan ese mismo nombre a sus casas. (N. del T.)

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Prefacio a la segunda edición

Ya que la benevolencia del público ha permitido que se agote en muy poco tiempo una edición de Erewhon mayor de lo acostumbrado, aprovecho la presente para hacer algunas correcciones necesarias y añadir algunos párrafos, poco numerosos, donde me ha parecido oportuno hacerlo, teniendo intención firme de no volver a retocar esta obra.

Séame también permitido decir aquí unas cuantas palabras respecto de La raza futura2, a cuyo éxito se ha atribuido la publicación de Erewhon. Es un error, si bien es natural que se haya cometido. El hecho es que Erewhon estaba terminado, con excepción de las últimas veinte páginas y alguna que otra frase intercalada aquí y allá, de vez en cuando, en el texto del libro, antes de publicarse siquiera el primer anuncio de La raza futura. Habiéndome enseñado un amigo uno de los primeros de esos anuncios, y al hacerme observar que parecía referirse a una obra de índole parecida a la mía, llevé Erewhon a una conocida casa editorial el 1 de mayo de 1871 para que lo examinasen. Me marché entonces de viaje para el extranjero, y al saber que el editor aludido rechazaba mi manuscrito, dejé de ocuparme de ello por espacio de otros seis o siete meses. Hallándome a la sazón en un apartado rincón de Italia, ni pude leer el menor comentario sobre La raza futura, ni tuve entre mis manos ejemplar alguno de dicha obra. A mi regreso a Inglaterra, dejé voluntariamente de hojearla siquiera hasta haber devuelto mis últimas pruebas corregidas al impresor. La leí entonces con mucho agrado y quedé efectivamente sorprendido al notar los numerosos, aunque leves, puntos de semejanza entre los dos libros, a pesar de la completa independencia existente entre uno y otro.

Lamento que algunos críticos hayan creído ver en los capítulos sobre las máquinas un intento de reducir al absurdo la teoría de Mister Darwin. Nada más lejos de mi intención, y nada más desagradable para mí, que cualquier intento de ridiculizar a Mister Darwin; mas he de admitir que soy culpable de esa falsa interpretación, ya que tenía la certeza de ver mi intención mal comprendida, y sin embargo no quise debilitar aquellos capítulos con explicaciones, sabiendo muy bien, además, que la teoría de Mister Darwin no había de verse perjudicada por ello.

El único problema para mí era decidir hasta qué punto podía permitir que me acusaran falsamente de burlarme justo de lo que más profundamente admiro. Me extraña, sin embargo, ver que a ningún crítico se le ha ocurrido recordar el título de otro libro con el cual parece que, en buena lógica, pudiera equipararse parecido ejemplo del abuso especioso de la analogía. No voy tampoco a recordarlo aquí, si bien me parece suficiente la alusión.

Algunas personas, cuyas opiniones me merecen respeto, han pretendido que yo negaba al hombre toda responsabilidad en sus actos. Quien niega el libre albedrío es un enemigo que no merece cuartel. Creía haber sido bastante explícito pero he añadido ahora algunos párrafos al capítulo de los malcontentos, que espero hagan imposible todo nuevo error de interpretación.

Un corresponsal anónimo (que por la forma de su escritura supongo sacerdote) me dice que al citar textos de gramática latina debí, al menos, hacerlo de forma correcta y escribir agrícolas en vez de agrícolae. Añade a sus reproches

2 The Coming Race de E. Bulwer Lytton (autor de Los últimos días de Pompeya etc.), se publicó en 1871, sin nombre de autor, pero el rumor público señaló desde el principio su verdadera paternidad. El éxito inesperado de Erewhon fue sin duda debido en parte a la curiosidad despertada por The Coming Race (N. del T)

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alusiones a los alumnos de cuarto año, «cualquiera de los cuales, etc., etc.», en fin, cosas que no quiero repetir, pero que me han causado no pocas cuitas. Podría alegarse que mi error fue intencionado, o debido a la ignorancia, o bien a un desliz de pluma; pero sin duda en nuestros días parecería atrevido querer fijar límites a la inmensidad omnímoda de la verdad, y será más razonable suponer que cada una de esas tres posibles causas haya tenido su parte en el presunto error. El arte de escribir cosas que suenen bien, aunque equivocadas, ha hecho tantas reputaciones y da gusto a tantísimos lectores, que no pude atreverme a desdeñarlo; mas la gramática latina es un asunto muy serio para ciertos jóvenes, y he puesto agrícolas esta vez. Asimismo, he tenido que desistir (aunque con pesar), de la palabra infortuniam; pero no me he atrevido a meterme con las demás inexactitudes.

En cuanto a las contradicciones que se hallen en mi libro (y sé muy bien que no son pocas), me veo precisado a rogar al lector que se muestre indulgente con ellas. La culpa principal, sin embargo, la tienen los mismos erewhonianos, pues en verdad, eran gentes sumamente difíciles de comprender. Las más evidentes anomalías no parecían incomodarles intelectualmente; y con tal de no ver el dinero salir de sus bolsillos, o mientras no experimentaran dolor físico inmediato, no admitían discusión sobre el despilfarro en dinero y felicidad originado por su locura. Ahora bien; eso mismo tenía otra consecuencia de la cual no me puedo quejar: el permitirme decirles casi abiertamente que se engañaban a si mismos durante toda su vida, y me contestaban que eso era una gran verdad; pero que no tenía importancia.

No puedo terminar sin dar las más sinceras gracias a mis críticos y al público por la benevolencia y consideración que han demostrado en la acogida dispensada a mis aventuras.

9 de junio de 1872

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Prefacio a la edición revisada

Mi editor me invita a decir aquí algunas palabras sobre el origen de esta obra, de la cual presenta ahora al público una edición revisada y aumentada. Diré, por lo tanto, cuanto me sea posible recordar a este respecto, después de un período de más de treinta años.

Formó la primera parte de Erewhon un artículo titulado «Darwin entre las máquinas» y firmado Cellarius. Fue escrito en el distrito del Alto Rangitata, de lo que era entonces la Provincia de Canterbury, en Nueva Zelanda, y lo publicó el periódico The Press, de Christchurch, el 13 de junio de 1863. Un ejemplar de dicho artículo figura en la lista de mis obras del Catálogo del museo Británico. De paso, puedo advertir que los primeros capítulos de Erewhon tienen asimismo por teatro el distrito del Alto Rangitata, con las modificaciones que me parecieron convenientes.

Un segundo artículo sobre el mismo asunto fue publicado en The Press, poco después del primero; pero no conservo de ello ningún ejemplar. Trataba de las máquinas desde distintos puntos de vista, y constituyó la base del texto de las páginas 227 a 230 de la presente edición de Erewhon. Ese modo de ver me llevó últimamente a la teoría que expuse en el libro La vida y la costumbre, publicado en noviembre de 1877. He puesto un ligero boceto de esa teoría (que creo muy firme) en labios de un filósofo erewhoniano, en el capítulo XXVII del presente libro.

En 1865, volví a escribir, ampliándolo, «Darwin entre las máquinas», para The Reasoner, periódico que publicaba en Londres el señor G. J. Holyoake. Salió el primero de julio de 1865, con el título «La creación mecánica», y puede encontrarse en el Museo Británico. Torné a escribirlo y ampliarlo, hasta dejarlo en la forma que alcanzó al ser publicado en la primera edición de Erewhon.

La otra parte de este libro, que escribí a continuación, fue «El mundo de los nonatos», del cual envié un boceto al periódico del señor Holyoake; mas, no pudiendo encontrarlo en los ejemplares de The Reasoner que figuran en el Museo Británico, he sacado en conclusión que no fue aceptado. Tengo idea, sin embargo, de que fue publicado en alguna revista londinense de la misma tendencia que The Reasoner poco después del primero de julio de 1865; pero no poseo ningún ejemplar.

Hacia la misma época, escribí lo esencial de lo que había de ser aquí «Los bancos musicales», así como el juicio formado a un hombre por estar tísico. Esos cuatro ensayos forman, según creo, todo lo que tenía escrito de Erewhon antes de 1870. Entre 1865 y 1870 no escribí casi ninguna línea; tenía entonces la esperanza de conseguir como pintor un éxito que no me ha sido dado obtener. Pero en el otoño de 1870, precisamente cuando mis cuadros empezaban a verse colgados en las exposiciones de la Royal Academy, mi amigo el difunto sir F. N. Broome (entonces era llanamente el señor Broome), me aconsejó añadir algo a los artículos que tenía escritos e hilvanarlos en forma de libro. Me encantó la idea; pero como sólo trabajaba en el manuscrito los domingos, tardé varios meses en terminarlo.

Veo en mi segundo Prefacio que ofrecí el libro a los señores Chapman & Hall, el día primero de mayo de 1871, y al rechazarlo dichos señores, aconsejados por un escritor que ha alcanzado luego la primera fila entre los de hoy, lo dejé dormir hasta llevarlo al editor Trübner, a principios del año 1872. Respecto a la negativa de los señores Chapman & Hall, me parece que su lector los aconsejó de forma harto prudente. Según me comunicaron, les dijo que se trataba de una obra filosófica, con escasas probabilidades de éxito entre el gran público. Creo que si yo hubiera sido

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su lector y me hubieran pedido un dictamen sobre el libro, les habría dado el mismo consejo.

Erewhon salió a la luz en los últimos días de marzo de 1872. Atribuyó su éxito inesperado principalmente a dos de las primeras recensiones críticas, ambas favorables; publicadas la primera en Pall Mall Gazette, del 12 de abril, y la segunda, en el Spectator, del 20 del mismo mes. También existió otra causa. Me quejaba una vez a un amigo de que mientras Erewhon había sido tan bien acogido, mis demás libros murieron, casi al nacer. Me dijo: «Os olvidáis de un encanto que poseía Erewhon, y al que ningún otro de vuestros libros puede aspirar». Al preguntarle qué encanto era ése, me contestó: «El sonido de una voz nueva y desconocida».

La primera edición de Erewhon se agotó a las tres semanas. No había hecho sacar moldes, y como los pedidos llegaban continuamente, se volvió a componer en seguida. Introduje algunas modificaciones, añadí unas cuantas cosas sin importancia, y escribí un prefacio, del cual no puedo decir que me siento particularmente orgulloso, pues a un autor sin experiencia y con la cabeza algo tras-tornada por el éxito inesperado, no debiera encargársele un prefacio. Hice algunos cambios más de poca importancia antes de sacar los clichés; pero desde el verano de 1872 las nuevas ediciones que hubieron de tirarse de vez en cuando fueron impresas con los estereotipos que entonces se hicieron.

Ahora que temo haber cumplido con excesiva extensión lo que se me había pedido, quisiera añadir algunas palabras por mi propia cuenta. Estoy aún bastante satisfecho de aquellas partes de Erewhon que fueron reiteradamente corregidas; pero de las que no sufrieron revisión, me gustaría suprimir unas 40 o 50 páginas si pudiera.

Y esto, desde luego, no es posible, toda vez que los derechos no vencen hasta dentro de más de doce años. Fue necesario, por lo tanto, revisar el libro entero para corregir ciertas inelegancias literarias (de las cuales he encontrado bastantes más de lo que esperaba), y también para añadirle algunos trozos importantes que aseguren a la obra, o al menos, a los derechos de autor, una nueva era de vida. Por lo tanto, si en vez de quitar unas cincuenta páginas me he visto obligado a añadir otras sesenta invita Minerva, la culpa no es de mi editor, ni siquiera mía, sino de las leyes sobre la propiedad literaria.

Sin embargo, y aun siendo para mí una tarea fastidiosa el volver a tomar entre mis manos un trabajo del cual me creía libre desde hace treinta años, y de gran parte del cual estoy avergonzado, puedo asegurar al lector que me esforcé todo lo posible para lograr que lo nuevo tenga el mismo sabor que los mejores trozos antiguos, hasta que únicamente los más agudos críticos sean capaces de adivinar en qué páginas se encontraban esas lagunas hace treinta o cuarenta años.

Finalmente, si mis lectores notan una diferencia considerable entre la técnica literaria de Erewhon y la del Nuevo viaje a Erewhon he de recordarles que aquel, según acabo de indicar, se escribió en diez años, y aun así, con mucha dificultad; mientras que el segundo fue escrito fácilmente entre noviembre de 1900 y fines de abril de 1901. No hay idea fundamental que sirva de base a Erewhon mientras que en la segunda obra, el conjunto se halla dominado por el intento de exponer las consecuencias eventuales de un solo gran milagro supuesto. En Erewhon no hay casi acción, y escaso esfuerzo para dar vida e individualidad a los personajes; espero que en el Nuevo viaje a Erewhon ambos defectos hayan desaparecido en gran parte. Erewhon no formaba un conjunto orgánico; el Nuevo viaje, puede pretender formarlo.

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Y sin embargo, aunque en lo que se refiere a técnica literaria me parece indudable que el último marca un progreso sobre el primero, será para mí una grata sorpresa si no me dicen que Erewhon, con todos sus defectos, es el mejor de los dos.

SAMUEL BUTLER 7 de agosto de 1900

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Tierras desiertas

Con perdón del lector, no hablaré de mis antecedentes, ni de las circunstancias que me llevaron a dejar mi tierra natal. La historia sería fastidiosa para él y dolorosa para mí. Baste decir que abandoné mi casa con la intención de emigrar a alguna colonia nueva para buscar, y eventualmente adquirir, tierras del Estado desiertas y propias para la cría de ganado. De ese modo pensaba hacer fortuna más deprisa que en Inglaterra.

Ya se verá que no pude realizar mis proyectos y que, aun cuando he encontrado muchas cosas nuevas y extrañas, no me fue posible lograr ventajas pecuniarias.

Bien es verdad que creo haber hecho un descubrimiento que, si puedo ser el primero en sacarle provecho, me ha de valer una recompensa que sobrepase todo cómputo en dinero y una posición sólo alcanzada por quince o dieciséis personas desde la creación del universo. Mas, para conseguirlo, es preciso que encuentre una crecida cantidad; y no sé cómo obtenerla si no es interesando al público en mi historia y moviendo las almas caritativas a acudir en mi auxilio. Con este objeto, publico aquí mis aventuras; pero lo hago de muy mal grado, temiendo por una parte que duden de la veracidad de mi historia si no la cuento íntegra, y por otra, no atre -viéndome a hacerlo así por temor a que otros que dispongan de mis medios se adelanten a mis proyectos. Prefiero correr el riesgo de ver mi veracidad puesta en tela de juicio antes que dejarme ganar la mano; razón por la cual he callado mi punto de destino al salir de Inglaterra, así como el lugar desde el que di principio a la parte más importante y más difícil de mi viaje.

Mi mayor consuelo es que la verdad lleva impreso su sello peculiar, y que mi relato logrará convencer, gracias a las pruebas internas de su veracidad. Nadie que sea sincero podrá dudar de que yo lo sea también.

Llegué al punto de mi destino en los últimos meses de 1868, pero no me atrevo a precisar en qué estación para evitar que el lector adivine en qué hemisferio me encontraba. Aquella colonia no había estado abierta, ni aun a los hombres más atrevidos, más de ocho o nueve años. Su única población hasta entonces había sido, a lo largo de las costas, alguna que otra tribu salvaje. La parte conocida por los europeos consistía en una región costera de unos mil quinientos kilómetros de longitud (con tres o cuatro buenos puertos naturales), y una ancha faja, tierra adentro, de entre trescientos y quinientos kilómetros de profundidad, hasta llegar a las primeras estribaciones de una sierra altísima que se divisaba a gran distancia desde las llanuras, cubierta de nieves perpetuas. La costa era perfectamente conocida más allá de dicha comarca, tanto al norte como al sur, pero en ambas direcciones se extendía a lo largo de más de ochocientos kilómetros sin un solo puerto, y las montañas, que casi llegaban al mar, estaban pobladas por bosques tan espesos que nadie pensaba en colonizar por allí.

Aquella región, en cambio, era muy diferente. Los puertos, en ella, eran suficientes; los montes, poblados, pero no de bosques demasiado espesos. Convenía admirablemente a la agricultura y encerraba además millones y más millones de fanegas de tierra, praderas cubiertas de espesa hierba, de las más hermosas del mundo, pastos inmejorables para toda clase de ganado. Su clima era templado y muy saludable; no había en ella animales salvajes ni eran peligrosos los indígenas, poco numerosos además y muy tratables e inteligentes.

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Se comprenderá fácilmente que una vez puesto el pie en el territorio, no tardaron los europeos en aprovechar sus recursos. Llevaron ganado lanar y vacuno, y se desarrolló la ganadería con suma rapidez. Los hombres fueron tomando posesión de sus 20.000 ó 40.000 hectáreas de terreno cada uno, internándose en el país uno tras otro, hasta que en unos pocos años no quedó una hectárea libre entre el mar y las primeras cordilleras, hallándose diseminadas por todo el país las «estancias», con sus rebaños de carneros y ovejas o ganado vacuno, a una distan-cia de treinta o cuarenta kilómetros una de la otra.

Las primeras sierras detuvieron a la ola de colonos por algún tiempo. Se creía que había en ellas demasiada nieve y durante demasiados meses cada año, que las ovejas se perderían porque el terreno ofrecía excesivas dificultades para el pastoreo, que los gastos de transporte, para bajar la lana a bordo, absorberían las ganancias del ganadero, y que la hierba estaría harto dura y áspera para que las ovejas pudiesen medrar allí. Pero colono tras colono se decidió a hacer el experimento, con resultados maravillosos y éxito completo. Los hombres se internaron cada vez más en las montañas, y encontraron una faja muy ancha de terreno entre la primera sierra y otra aún más elevada, si bien no era ésta la más alta, la gran cordillera cubierta de nieves perpetuas que se divisaba desde el llano. Aquella segunda sierra, sin embargo, parecía marcar los límites extremos del terreno propio para el pastoreo; y fue allí, en una estancia pequeña y recién establecida, donde fui admitido como cadete y donde muy pronto me dieron empleo fijo. Tenia entonces veintidós años justos.

Estaba encantado del país y de mi nueva vida. Mi trabajo diario consistía en trepar hasta la cumbre de cierta alta montaña y bajar luego por una de sus estribaciones hasta el llano, con el fin de cerciorarme de que ninguna oveja había salido de sus límites. Tenía que cuidar del ganado, mas no era preciso que fuera desde cerca ni tampoco había de juntarlo en un solo rebaño, sino echar una mirada aquí y allá para asegurarme de que todo iba bien. Lo cual no era muy difícil, pues las ovejas no pasaban de ochocientas y, como todas estaban criando, se quedaban bastante quietecitas.

Conocía a muchas de ellas, tales como dos o tres ovejas negras, un cordero o dos también del mismo color, y otras que tenían alguna marca por la cual las podía distinguir de las demás. Procuraba ver a éstas; y si todas estaban y el rebaño me parecía bastante grande, ya podía estar seguro de que no había novedad. Es extraño lo pronto que los ojos se acostumbran a notar la falta de veinte ovejas en un rebaño de doscientas o trescientas. Tenía un catalejo y un perro, y conmigo llevaba pan, carne y tabaco. Salía al amanecer y se me hacía de noche antes de haber podido terminar mi vuelta, pues la montaña por la cual había de subir era muy alta. Cubríase de nieve en invierno, y los rebaños no necesitaban entonces vigilancia alguna desde arriba. De encontrar estiércol de oveja o huellas, al bajar por la otra vertiente de la montaña (donde había un valle con un riachuelo, un callejón sin salida) era mi obligación seguir las huellas y buscar las ovejas. Pero nunca vi a ninguna, pues bajaban siempre por la misma vertiente, en parte por costumbre y en parte porque allí tenían en abundancia pastos excelentes, que se habían quemado a principio de primavera, justo antes de mi llegada, y las ovejas los encontraban deliciosamente verdes y tupidos, mientras que la hierba de la otra vertiente, que nunca Había sido quemada, estaba rancia y dura.

Era una vida monótona; pero muy sana, y no se es muy exigente cuando se goza de buena salud. El país era de lo más grandioso que pueda imaginarse. ¡Cuántas veces me he sentado en las laderas del monte para contemplar las

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ondulaciones de las colinas, con las dos manchitas blancas de las barracas allá a lo lejos y el cuadrito de huerta detrás; la dehesa, con un campo de avena de un verde brillante, más arriba, y los corrales y laneros abajo en el llano! Y todo ello visto como a través de la lente pequeña de un catalejo, tan clara y brillante era la atmósfera; o como un mapa colosal en relieve desplegado a mis pies. Más allá de las colinas estaba la llanura, en suave declive hasta un río muy ancho, y al otro lado de éste, elevadas montañas coronadas con la nieve del invierno aún no completamente derretida. Siguiendo el curso del río, que serpenteaba dividiéndose en muchos ramales, por un cauce cuya anchura total sería de más de tres kilómetros, divisábase la segunda cordillera y alcanzaba a ver una garganta estrecha en la cual se perdía el río.

Conocía la existencia de otra cordillera aún más alejada; pero salvo en un punto único, casi en la cumbre de mi propio monte, ninguna de sus lomas era visible. Desde aquel sitio, en cambio, cuando el cielo estaba sin nubes, columbraba un pico aislado, nevado, a muchos kilómetros de distancia, que me parecía casi de tanta altura como los más elevados del globo3.

Nunca olvidaré la soledad absoluta de aquel panorama, donde la pequeña granja que se veía a lo lejos constituía el único vestigio de trabajo humano; la inmensidad de montañas y llanuras, del río y del cielo; los maravillosos efectos atmosféricos: en ciertos días las montañas negras, perfilándose sobre un cielo blanco; en otros, y después de una racha de frío, las sierras blancas, recortadas sobre el cielo oscuro. ocasionalmente las veía a través de rendijas en las nubes, o entre nubarrones arremolinados; otras veces, mejor aún, subía envuelto en la niebla hasta pasarla, y seguía más y más, hasta llegar a dominar un océano de blancura atravesado por innumerables picos, que parecían islas.

Ahora mismo, al escribir estas líneas, creo estar allí; me imagino ver las colinas, las barracas, el llano y el cauce del río, aquella torrentera de desolación, con el rugido lejano de sus aguas. ¡Portentoso espectáculo! ¡Tan soli tario y tan solemne, dominado por tristes nubarrones grises, y el silencio sólo turbado por el balar de algún cordero perdido por las laderas, un balido tan desconsolado! Entonces acude una oveja vieja, flaca y seca, con voz grave y arisca y aspecto lastimoso, que vuelve trotando de la suculenta hierba. Mira por este barranco, luego por aquél, después se detiene a escuchar con la cabeza erguida, tratando de oír el balido lejano para obedecerlo. ¡Ah!, ya se han visto y se precipitan al mutuo encuentro. Mas, ¡ay!, se han equivocado los dos: la oveja no es madre del cordero, no son nada el uno para el otro y se separan con indiferencia. Ambos han de volver a balar aún más fuerte y seguir vagando aún más lejos. ¡Que tengan suerte los dos y que cada uno encuentre lo suyo al caer la noche! Pero estoy soñando, volvamos a lo nuestro.

Sin poder evitarlo, meditaba a menudo sobre lo que pudiera haber río arriba, detrás de la segunda sierra. No tenía dinero, pero sólo con que pudiera encontrar tierras adecuadas me lo prestarían para explotarlas en la cría de ganado, y mi fortuna estaba hecha. A decir verdad, la sierra parecía tan alta que veía pocas probabilidades de poder cruzarla con un camino suficiente; pero nadie la había explorado aún, y es notable la facilidad con que puede trazarse un sendero (y hasta a veces un camino de herradura), en sitios que vistos de lejos parecen inaccesibles.

3 El monte Cook. Según Butler indica en su prefacio a la ultima edición, todo aquel panorama es una descripción de las montañas de la antigua provincia de Canterbury en Nueva Zelanda, donde se encontraba enclavada la estancia la del autor «Mesopotamia». así llamada por hallarse situada entre dos ríos (N. del T)

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Un río de tanta anchura debía de recibir las aguas de alguna cuenca interior, al menos eso me parecía a mí, y aun cuando todos consideraban una locura intentar criar ovejas más tierra adentro, bien sabía que sólo tres años antes se decía lo mismo de la región donde pacían los rebaños de mi amo. Me resultaba imposible alejar de mi mente estos pensamientos cuando estaba descansando en las laderas del monte; me perseguían en mis vueltas de cada día y llegaron a constituir tal obsesión para mí que tomé una determinación encaminada a sacarme de dudas: en cuanto terminara el esquileo, ensillaría mi caballo, tomaría conmigo cuantas provisiones pudiera llevar, e iría a cerciorarme por mis propios ojos.

Pero además de estos pensamientos, acudía a mi mente la sierra grande. ¿Qué habría detrás? ¡Ah!, ¿quién era capaz de decirlo? Nadie en el mundo podía tener de ello la menor idea, fuera de los mismos que allí vivían, si es que viviera alguno. ¿Podría abrigar esperanzas de cruzarla? Habría sido para mí el triunfo más alto que pudiera desear; pero no había que soñar en tamaña empresa de momento. Empezaría por la sierra más próxima y probaría hasta donde se pudiera llegar. Aunque no descubriera terrenos aprovechables, ¿no sería posible encontrar oro, o diamantes, o cobre, o plata? Algunas veces, al echarme en tierra para beber en algún arroyo, veía puntitos amarillos en la arena. ¿Sería oro? La gente decía que no; mas la gente siempre dice que no hay oro hasta que un buen día el metal se encuentra en abundancia. Allí había mucha pizarra y granito, que, según tenía entendido, acompañan siempre al oro; aun cuando no se hallara en aquellos parajes en cantidad aprovechable, podía ser más abundante en las sierras principales. No conseguía alejar estas ideas, que sin cesar acudían a mi mente.

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En el lanero

Por fin llegó el esquileo; y con los esquiladores había un indígena viejo, a quien habían puesto el apodo de Chowbok, aunque creo que su verdadero nombre era Kahabuka. Considerábase a modo de un jefe entre los indígenas; hablaba un poquito el inglés y era muy bien visto por los misioneros. No es que hiciera ningún trabajo efectivo con los esquiladores, sino que pretendía ayudar algo en los corrales, siendo su verdadero objeto obtener un poco de ron, que circulaba con mayor abundancia en época de esquileo. No le daban mucho tampoco, porque una vez borracho era peligroso, y con muy poco se embriagaba; pero algo conseguía de vez en cuando, y si alguien deseaba algo de él, era la mejor manera de ganárselo.

Decidí hacerle algunas preguntas y sacarle cuantos informes pudiera. Y así lo hice. Mientras fui preguntándole cosas relacionadas con las primeras sierras, no hubo dificultad; él no había estado allí, pero, según las tradiciones de su tribu, no había terrenos adecuados para ganadería; nada, en resumen, fuera de árboles achaparrados y algún que otro barranco. La región era de muy difícil acceso, aunque existían pasos: uno de ellos, siguiendo hacia arriba el curso del río nuestro; pero no directamente por su cauce, porque la garganta no era transitable. Él no co-nocía a nadie que hubiera estado allí; ¿no había bastante terreno por este lado?

Pero al hablarle de la gran cordillera, su actitud cambió de repente. Se puso inquieto y empezó a salirse con embustes y evasivas. Al cabo de muy pocos minutos, comprendí que sobre esto también existían tradiciones de su tribu; mas todos mis esfuerzos y mis lisonjas fueron inútiles para sacarle una palabra sobre ellas. Por fin aludí al ron e hizo como si consintiese en hablar; le di un poco, pero tan pronto como lo hubo bebido comenzó a simular la borrachera y finalmente se durmió o hizo como si durmiera, dejándome darle puntapiés sin moverse.

Estaba furioso, pues tenía que pasar sin mi ración y eso sin haberle sacado una palabra. De modo que al día siguiente resolví hacerle hablar antes de entregarle el ron, y no darle una gota si persistía en su mutismo.

Por consiguiente, cuando llegó la noche y los esquiladores, terminado su trabajo, se fueron a cenar, me llevé mi ración de ron en una vasija de hojalata e hice una señal a Chowbok para que me siguiera al lanero. Él obedeció en el acto. Se deslizó detrás de mí sin que nadie se fijara en nosotros. Una vez en el lanero, encendimos una vela que fijé en una botella vieja, nos sentamos en las balas de lana y empezamos a fumar. Un lanero suele ser un edificio muy espacioso, construido un poco al estilo de una catedral, con alas a cada lado divididas en corrales para las ovejas, la nave principal en cuyo extremo trabajan los esquiladores, y otro espacio aún para los que escogen y empaquetan lana. A mí siempre me causaba una agradable sensación de antigüedad (cosa preciosa en un país nuevo) aunque sabía perfectamente que el lanero más antiguo de la colonia no tendría más de siete años, y que aquél sólo tenía dos. Chowbok hizo como si pretendiera beberse el ron en seguida, aun cuando cada uno de nosotros sabía muy bien lo que el otro deseaba y que jugábamos mutuamente una partida: él por el ron y yo por los informes.

La lucha fue reñida: durante más de dos horas trató de salirse con embustes, sin lograr convencerme. Todo ese tiempo estuvimos forcejeando moralmente sin que ninguno de los dos pareciera sacar ventaja del otro. Pero a la larga me convencí de que él había de ceder al fin y comprendí que con un poco más de paciencia le arrancaría su secreto. Lo mismo ocurre cuando se hace mantequilla en un día frío de invierno (como hube de hacerlo más de una vez): se bate sin

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resultado, sin que la mantequilla quiera cuajar, y por fin va notándose por el sonido que la nata está haciéndose espesa, «durmiéndose», como dicen, y sale de repente la mantequilla. Así había hecho yo con Chowbok: darle vueltas hasta ver que em-pezaba, él también, a «dormirse» y que continuando mi presión tranquila y firme, saldría yo vencedor.

De repente, sin una palabra que me lo hiciera prever, empujó e hizo rodar dos balas de lana (su fuerza era muy grande) al centro del lanero, y encima de éstas colocó otra de través; agarró un saco vacío, se lo echó en los hombros a modo de capa, de un salto subió a la bala de arriba y allí tomó asiento. En un instante su figura toda quedó transformada. Sus altos hombros decayeron; sus pies se juntaron, hasta tocarse los dos talones y los dedos gordos; dejó caer brazos y manos colgando a lo largo del cuerpo, la palma de la mano encima del muslo, la cabeza erguida, fija la mirada hacia delante, pero frunciendo horriblemente el entrecejo y dando a su cara una expresión verdaderamente diabólica. Chowbok era muy feo, aun en sus mejores momentos, pero entonces rebasaba los límites de lo repugnante. Su boca se distendió hasta casi tocar las orejas, en una horrible mueca que enseñaba todos sus dientes; echaba fuego por los ojos, que sin embargo permanecían completamente fijos, con la frente contraída en un ceño lleno de odio.

Temo que mi descripción sólo dé una idea de lo ridículo de su aspecto; mas de lo ridículo a lo sublime no hay más que un paso y la cara diabólicamente grotesca de Chowbok se acercaba a lo sublime, si es que no lo alcanzaba. Intenté tomarlo a broma, pero sentí un escalofrío en la raíz del pelo que luego corrió por todo mi cuerpo, al mirarle y tratar de adivinar lo que quería darme a entender con su extraña mímica.

Y así permaneció un buen minuto, sentado, con el cuerpo enhiesto, rígido, como una estatua, con su horrible mueca. Luego, de sus labios salió un lamento hondo, imitando al viento, subiendo y bajando de tono en gradaciones ínfimas, hasta llegar casi a un grito agudo y volviendo a bajar hasta extinguirse gradualmente. Entonces saltó otra vez al suelo, enseñándome los dedos extendidos de ambas manos como quien dijera «diez», si bien en aquel momento no entendí lo que quería decirme.

Yo me quedé boquiabierto por el asombro. Chowbok volvió a colocar rápidamente las balas de lana en su sitio y se plantó delante de mí temblando, al parecer de miedo. Podía leerse en sus facciones, ésta vez a pesar suyo, el pánico de un hombre que hubiera cometido un horrendo crimen contra algún poder desconocido y sobrenatural. Negaba con la cabeza al tiempo que murmuraba algo en su jerigonza, señalándome repetidas veces las montañas. No quiso tocar el ron, y al cabo de algunos segundos echó a correr y salió del lanero, desapareciendo en la noche bañada de luna. No se le vio en todo el día siguiente hasta la hora de cenar cuando reapareció como avergonzado y mostrando una cortesía servil hacia mí.

De cuanto quiso darme a entender, no tenía la menor idea. ¿Y cómo había de tenerla? De lo que sí estaba convencido era de que Chowbok poseía la suya, con un sentido para él verdadero y terrible. Me bastaba la impresión de que me había entregado lo mejor de su secreto, más aún: todo su secreto. Y eso encendía mi imaginación más que si me hubiera contado historias con sentido claro durante horas y horas. Ignoraba lo que se escondía detrás de las altas sierras nevadas; pero no podía dudar de que se trataba de algo que merecía ser descubierto.

Me mantuve a distancia de Chowbok durante unos cuantos días, sin mostrar el menor deseo de volver a hacerle preguntas; al hablar con él le llamaba Kahabuka, cosa que le agradaba en extremo. Al parecer, me tenía miedo, y se comportaba

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como si estuviera en mi poder. Habiendo, pues, tomado la determinación de emprender mi viaje de exploración tan pronto como acabara el esquileo, me pareció una buena idea llevar a Chowbok conmigo. Así que le manifesté mi intención de marchar a la sierra más próxima en viaje de descubierta para algunos días, añadiendo que contaba con él para acompañarme. Le prometí darle ron cada noche, y saqué a relucir las posibilidades de encontrar oro. No le dije una palabra de la sierra principal, sabiendo que eso habría de espantarle. Mi intención era llevarle río arriba, todo lo lejos que pudiera, y de ser posible seguir el curso de nuestro río hasta su nacimiento. Luego continuaría yo solo, si me sentía con valor suficiente para la tentativa, o en caso contrario volvería con Chowbok.

Por lo tanto, una vez terminado el esquileo y hecha la expedición de la lana, pedí permiso para ausentarme, lo que me fue concedido. También compré un caballo de carga, viejo, y una albarda con el fin de llevar víveres en abundancia, mantas, y una pequeña tienda de campaña. Quedó arreglado el viaje de la siguiente forma: yo iría a caballo y me encargaría de buscar los sitios en los que se pudiera vadear el río; Chowbok seguiría a pie, conduciendo el caballo de carga, en el que montaría cuando hubiéramos de vadear.

Mi amo me dejó té y azúcar, galletas de campaña, tabaco y carne de cordero salada, con dos o tres botellas de buen coñac, ya que los carros que acababan de marchar llevando lana al puerto habían de volver pronto con provisiones en abundancia.

Una vez estuvo todo dispuesto, acudieron cuantos trabajaban en la ganadería a despedirnos, y emprendimos nuestro viaje, poco después del solsticio de verano del año 1870.

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Río arriba

Nuestra marcha durante la primera jornada fue cosa fácil. Caminando por las anchas praderas de la orilla, no tropezábamos con maleza, pues allí la hierba se había quemado ya por dos veces; sin embargo, el terreno era a menudo tan escabroso que nos veíamos precisados a andar por el mismo cauce del río. Al anochecer, habíamos recorrido cuarenta kilómetros y acampábamos cerca de la garganta en que penetraba éste.

El tiempo era delicioso y la temperatura tibia, tanto más si se tiene en cuenta que el valle en el cual estábamos acampados debía de estar situado por lo menos a seiscientos metros de altitud. El cauce del río tenía en aquel sitio unos dos kilómetros y medio de ancho, y se veía enteramente cubierto por piedras y guijarros, sobre los cuales corría el agua dividiéndose en muchos brazos que serpenteaban, semejando, vistos desde alguna altura, una enmarañada madeja de cintas que brillaban al sol. Sabíamos que sus crecidas eran muy repentinas y considerables; pero si lo hubiéramos ignorado, lo habríamos podido deducir de los troncos sumergidos que el río debió de arrastrar desde largas distancias, así como de la masa de despojos, vegetales y minerales, amontonada en la parte inferior de esos troncos; prueba de que en ciertas épocas el lecho del río debía de llenarse en toda su anchura por un verdadero torrente, cuyas bramantes aguas alcanzarían muchos metros de profundidad y se precipitarían con indomable furia Pero a la sazón el río no llevaba poca agua, y ésta corría por cinco o seis brazos que, si bien eran demasiado hondos y su corriente harto rápida para que un hombre, por fuerte que fuese, los pudiera vadear a pie, podían cruzarse a caballo sin ofrecer peligro.

Veíanse todavía en ambas márgenes algunas fanegas de tierra llana, que iban ensanchándose cada vez más río abajo, hasta convertirse en las grandes llanuras que veíamos desde la barraca de mi amo. Detrás de nosotros se erguían las primeras estribaciones de la segunda cordillera, que llegaban bruscamente hasta la misma sierra; y a casi un kilómetro de distancia se hallaba la entrada de la garganta, donde el río iba estrechándose y se volvía tumultuoso y terrible.

No hay palabras que expresen la belleza de aquel paisaje. Un lado del valle se llenaba ya de las azuladas sombras vespertinas, en las que todavía se distinguían selvas y precipicios, cerros y cumbres; y el otro estaba aún dorado por los resplandores del sol poniente. Aquel ancho río cuyas destructoras aguas corrían con incesante ímpetu; los hermosos pájaros acuáticos, numerosísimos en aquellos islotes y tan mansos que nos dejaban acercarnos sin espantarse; la pureza inefable del aire; la solemne paz de esa tierra virgen: ¿dónde encontrar un conjunto más delicioso y estimulante a la vez?

Nos pusimos a instalar nuestro campamento cerca de un gran matorral que bajaba desde las montañas al llano, y atamos nuestros caballos, procurando hacerlo en terreno descubierto para evitar que fueran dando vueltas hasta enrollar su cuerda alrededor de alguna mata. No nos atrevíamos a dejarlos sueltos, por temor de que volviesen a casa siguiendo la orilla del río. Luego amontonamos leña y encendimos el fuego. Llenamos de agua un cazo de hierro que colocamos en las brasas. Cuando el agua empezó a hervir, echamos dentro dos o tres buenas pulgaradas de té, dejando hacerse la infusión.

Durante el día habíamos cogido media docena de patos jóvenes; cosa fácil, ya que los más viejos se esforzaban con gran alboroto en alejarnos de sus pequeños, simulando estar gravemente heridos, lo mismo que, según dicen, finge

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también el ave fría. De esa forma, los podíamos encontrar fácilmente con sólo ir en dirección opuesta a la que tomaban los padres, hasta oír sus chillidos; y entonces los alcanzábamos corriendo, pues aún no podían volar a pesar de estar ya bastante crecidos. Chowbok los desplumó un poco, después de lo cual los soflamó debidamente. Luego los espetamos y los pusimos a cocer en otra cazuela, y ya quedaron ultimados nuestros preparativos.

Ya había anochecido cuando terminamos de cenar. El silencio y la frescura de la noche, en la que se oía de vez en cuando el agudo grito de las ortegas, el resplandor bermejo de la hoguera, el murmullo tenue del río, el bosque oscuro, y nuestras sillas, albardas y mantas en primer término: el conjunto formaba un cuadro digno de un Salvatore Rosa o de un Nicolas Poussin. Lo recuerdo ahora con fruición; pero no reparaba en ello entonces. Rara vez nos damos cuenta de nuestro bienestar. Pero esto tiene su pro y su contra, pues de no ser así también sentiríamos con mayor intensidad las horas de desventura; y he pensado alguna vez que hay tanta gente inconsciente de su felicidad, como la hay de su infortunio. El que escribió: «O fortunatos nimiun sua si bona norint agrícolas», pudo haber escrito con no menos acierto: «O infortunatos nimium sua si mala norint». Y ¡cuán pocos hay entre nosotros que no estén amparados contra el dolor más vivo por nuestra común incapacidad de comprender lo que hemos hecho, lo que estamos sufriendo y lo que somos en realidad! Hemos de estar agradecidos al espejo por reflejar sólo nuestra apariencia.

Escogimos un sitio todo lo blando que pudo encontrarse en aquel llano pedregoso, y después de amontonar allí hierba y colocarnos de modo que pudiéramos tener un pequeño hueco para las caderas, nos enrollamos en las mantas, sujetándolas con correas, y nos dormimos. Me desperté a media noche, viendo las estrellas y el resplandor de la luna encima de las montañas. El río corría con su incesante murmullo; oí uno de nuestros caballos relinchar a su compañero, y así supe con certeza que seguían en su puesto. Sentía tranquilidad absoluta de cuerpo y alma, si bien me daba cabal cuenta de las muchas dificultades que sin duda habría de vencer. Tuve una exquisita sensación de paz, de satisfacción completa, que creo que puede sólo experimentar quien ha pasado varios días consecutivos a caballo, o, por lo menos, al aire libre.

A la mañana siguiente encontramos las hojas de té heladas en el fondo de los cazos, a pesar de que aún estábamos bastante lejos del principio del otoño; desayunamos de la misma forma que habíamos cenado, y a las seis ya estábamos en marcha. Al cabo de media hora penetrábamos en la garganta, y al doblar una esquina, echamos una última mirada de despedida a las tierras de mi amo.

La garganta era angosta y escarpada. Allí el río sólo medía unos cuantos metros de anchura, y bajaba tronando contra rocas de muchas toneladas de peso. El ruido era ensordecedor debido al gran volumen de agua. Tardamos dos horas en recorrer un kilómetro y medio, y no sin peligro, ora por el río, ora por las rocas. Ascendía aquel olor a humedad que despiden las piedras cubiertas de vegetación viscosa, parecido al que se respira cerca de una gran catarata, donde el agua sube en constante rocío. El aire era húmedo, pegajoso y frío. No sé cómo se las arreglaban nuestros caballos para no resbalar, particularmente el que llevaba la albarda; y temía casi tanto tener que volver atrás como seguir adelante. Creo que esa situación duró por espacio de unos cinco kilómetros; pero era más de mediodía cuando la garganta empezó a ensancharse algo y llegamos a un pequeño afluente que bajaba a nuestro río desde un valle lateral.

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No podíamos seguir adelante por el río principal, porque desde aquel punto corría entre acantilados perpendiculares que formaban verdaderas paredes. Y ya que Chowbok parecía creer que ése era el paso del cual hablaban en su tribu, entramos en el cauce del riachuelo. Si bien nuestra marcha ofrecía ya menos peligros, hacíase en cambio más penosa; y sólo después de mucha dificultad, debida a las rocas y a la vegetación enmarañada, logramos subir con los caballos hasta la loma desde la cual descendía el arroyo. Mientras tanto, el cielo se había nublado y empezó a llover torrencialmente. Además, eran las seis de la tarde y nos sentíamos rendidos, habiendo recorrido escasamente diez kilómetros en doce horas. Hallamos la loma cubierta de una hierba basta, toda granada y por lo tanto muy nutritiva para los caballos, así como anís y cerraja en abundancia, todo lo cual gusta muchísimo a esos animales. Ello nos permitió dejarlos sueltos y empezar los preparativos para acampar. Todos nuestros efectos estaban empapados y nosotros transidos de frío; en suma, en una situación realmente adversa. Los matorrales en derredor nos proporcionaban leña, pero no pudimos encender fuego hasta haber quitado la corteza mojada de algunas ramas muertas y llenado nuestros bolsillos con sus astillas secas. Hecha esta operación, conseguimos encender el fuego, que tuvimos buen cuidado de no dejar apagarse; plantamos la tienda y a las nueve nos habíamos secado y calentado bastante.

El día siguiente amaneció con un tiempo hermoso; levantamos el campamento y después de reanudar nuestra marcha, a corta distancia vimos que, bajando por un terreno menos dificultoso que el de la víspera, nos era posible volver otra vez al río principal, cuyo cauce se ensanchaba de nuevo después de atravesar la garganta. Pero una sola ojeada bastó para darnos cuenta de que no existía allí tierra utilizable para pastos; tan sólo unos cuantos llanos, cubiertos de maleza en ambas orillas, y montes sin valor alguno aprovechable.

En cambio se veía la sierra principal. Sobre esto no cabía la menor duda. Los ventisqueros se desplomaban en cascadas por los flancos de la montaña y parecían bajar hasta el mismo lecho del río, siguiendo el cual no sería muy difícil llegar hasta la base de los glaciares, al ser el valle como era ancho y abierto. Mas parecía esfuerzo inútil, ya que cruzar la sierra principal tenía todas las apariencias de ser una empresa imposible; y mi curiosidad en cuanto al carácter de la región situada detrás de la garganta estaba totalmente satisfecha. De ella no podía esperarse sacar provecho alguno, como no se encontrasen minerales; y de éstos no se veía más huella que en el valle inferior.

Con todo, me decidí a continuar mi marcha río arriba y no volver atrás hasta verme precisado a ello. Era mi intención seguir asimismo el curso de cada afluente hasta donde me fuera posible y lavar detenidamente la arena en busca de oro. A Chowbok le encantaba verme efectuar dicha operación; sin embargo, no nos dio nunca resultado y no vimos siquiera el color del preciado metal. La aversión del indígena a la sierra grande parecía haberse aplacado y no ponía ya reparo en que nos acercáramos a ella. Según creo, no vislumbraba el menor peligro de que yo tratara de cruzar la cordillera y por esta vertiente no había nada que le infundiera miedo; además, existía la posibilidad de encontrar oro. Pero en realidad tenía su plan preparado para el caso de verme acercar demasiado a la temida sierra.

Pasamos tres semanas explorando, y nunca me ha parecido que las horas transcurran con tal rapidez. Disfrutamos de un tiempo hermoso, aun cuando las noches eran ya muy frías. Seguimos el curso de todos los arroyos, con excepción de uno, y en cada caso llegamos a un ventisquero manifiestamente infranqueable, al menos no yendo en más nutrido grupo y bien provistos de cuerdas.

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Quedaba un arroyo afluente, que hubiera explorado ya antes si Chowbok no me hubiese contado que se había levantado muy temprano una mañana, mientras yo estaba aún durmiendo, y había recorrido aquel valle a lo largo de cinco o seis kilómetros hasta comprobar que era imposible ir más lejos. Hacía tiempo que tenía a Chowbok por un grandísimo embustero y, por tanto, estaba resuelto a cerciorarme por mis propios ojos. Así lo hice; y, muy lejos de ser intransitable el camino, me pareció sumamente fácil. Tras andar entre ocho y diez kilómetros vi que terminaba en un puerto de montaña, cubierto con mucha nieve, aunque sin formar helero, y que dicho puerto, según todas las apariencias, pertenecía a la misma sierra grande. No hay palabras para expresar la intensidad de mi júbilo. La esperanza y la alegría hacían hervir mi sangre... Mas he aquí que al volverme hacia Chowbok, que iba detrás de mí, vi con sorpresa e indignación que había vuelto atrás y bajaba el valle corriendo con toda la fuerza de sus piernas. Me había abandonado.

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El collado

Para llamar a Chowbok proferí el grito acostumbrado, pero en vano. Eché a correr tras él, pero me llevaba demasiada ventaja. Entonces me senté en una piedra y me puse a meditar el asunto con detenimiento. Era manifiesto que la intención de Chowbok había sido evitar que yo fuera por aquel valle; y, sin embargo, no había puesto el menor reparo en seguirme en cualquiera de mis otras excursiones. ¿Qué podía significar esto sino que me encontraba en el único camino por el cual era posible descubrir los misterios de la gran sierra? ¿Qué debía hacer entonces? ¿Volver atrás, precisamente cuando, según todas las apariencias, había encontrado la pista segura? No podía resolverme a ello; pero continuar solo sería a la vez difícil y peligroso. Bastante me costaría volver a la estancia de mi amo cruzando la garganta, sin la posibilidad de recibir auxilio de nadie si me sucedía algún accidente; pero proseguir en mi empeño por alguna distancia larga sin un compañero equivaldría a una locura. Ciertos accidentes, que carecen de importancia cuando se va en compañía (tales como torcerse el tobillo, o caer en algún hoyo del cual sería fácil salir con ayuda de mano ajena y de un cabo de cuerda), pueden ser mortales para un hombre solo. Menos me gustaba la perspectiva cuanto más la examinaba; y, sin embargo, tampoco podía hacerme el ánimo de volver atrás cuando miraba el collado en el fondo del valle, y me daba cuenta de la facilidad relativa con la que se podría subir por su pendiente suave y cubierta de nieve. Ya trazaba en mi imaginación el camino desde la piedra donde estaba sentado hasta el mismo collado. Después de larga reflexión, resolví seguir adelante mientras no tropezase con algún paso realmente peligroso, y solamente en este caso volverme atrás. «Así —pensaba— llegaré por lo menos hasta el collado y podré saciar mi curiosidad respecto al secreto que se oculta tras la otra vertiente.»

No tenía tiempo que perder, pues eran entonces entre las diez y las once de la mañana. Afortunadamente iba bien pertrechado ya que al dejar el campamento y los caballos al otro extremo del valle me había provisto, según era mi costumbre, de todo lo que pudiera necesitar durante cuatro o cinco días. Chowbok llevaba la mitad del equipo, pero abandonó su fardo en tierra (supongo que en el momento de su huida): allí lo encontré al intentar darle alcance. Disponía, por lo tanto, de sus provisiones además de las mías; separé de entre ellas cuantas galletas me pareció que podría llevar, con un poco de té, tabaco y algunos fósforos. Todo eso y una botella de coñac casi llena, que guardaba en mi bolsillo por temor a la codicia de Chowbok, lo enrollé dentro de mis mantas y lo até bien apretado con correas, haciendo un fardo de unos dos metros de largo por quince centímetros de diámetro. Luego junté sus dos extremos y me lo eché al hombro, en bandolera. Es la manera más cómoda de llevar un fardo pesado, porque se puede descansar cambiándolo de hombro. Colgué el cazo y una hacheta de mi cinturón y así pertrechado empecé a subir la parte alta del valle, indignado contra Chowbok por su abandono, pero muy decidido a no volver atrás hasta verme obligado a ello.

Crucé el arroyo varias veces sin dificultad, pues podía vadearse en muchos puntos. A la una me encontraba al pie de la loma; estuve subiendo durante cuatro horas, las dos últimas por la nieve, que ofrecía mejor camino.

A las cinco me hallaba a diez minutos del collado, en un estado de excitación que no creo haber conocido antes. Diez minutos más tarde me azotaba el aire frío de la otra vertiente.

Una mirada. No estaba en la sierra grande.

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Otra mirada. Un río tremendo, cuyas aguas fangosas se precipitaban, bramando, por un cauce inmenso, corría cientos de metros más abajo, y su curso giraba en dirección a poniente. No alcanzaba a ver más lejos en la parte superior de aquel valle, pudiendo distinguir tan sólo unos ventisqueros enormes que parecían rodear el manantial del río, sin duda nacido de sus neveros.

Una mirada más, y me quedé estupefacto.En las montañas que se elevaban enfrente mismo del lugar donde me

hallaba, existía un collado fácilmente accesible, por el cual se podía ver una extensión inmensa de llanuras azuladas en la lejanía.

¿Fácilmente accesible? Sí, muy fácilmente; la hierba crecía hasta cerca de la cumbre, que formaba a modo de una senda abierta entre dos ventisqueros. De éstos salía un arroyuelo en cascada, por unas laderas algo abruptas, pero de fácil acceso, bajando hasta el nivel del río grande. Allí formaba un rellano con hierba y matas.

Antes de que hubiera vuelto de mi estupor, surgió una nube del valle de enfrente, que ocultó aquellas llanuras a mi vista. ¡Qué estupenda suerte la mía! Si hubiera llegado allí cinco minutos más tarde, la nube se hubiera encontrado encima del puerto y aún ignoraría la existencia de aquellas llanuras. Aun entonces, al ocultarlas la nube, comencé a dudar de mi propia memoria y a preguntarme si no había sido meramente una línea azulada de niebla vista a lo lejos a través de la brecha.

Lo único seguro para mí era lo siguiente: el río que veía correr a mis pies en el valle, debía de ser el más próximo, en dirección norte, al que pasaba cerca de la ganadería de mi amo Sobre esto no cabía la menor duda. Y sin embargo, ¿era posible suponer que la casualidad me hiciese seguir equivocadamente un río, en busca de un paso inexistente, y me llevase precisamente al sitio desde el cual pudiera descubrir la única brecha en las defensas de una cuenca situada más al norte? Sería demasiada suerte.

Mas he aquí que cuando aún dudaba, la nube se desgarró en parte y por segunda vez vi las ondulaciones azuladas de lomas y colinas, cuyas líneas iban disminuyen do gradualmente hasta perderse en llanuras inmensas en la lejanía. Era cierto, pues: no había equivocación posible. Apenas me hube cerciorado de ello cuando las desgarradas nubes volvieron a juntarse otra vez y no me fue posible columbrar nada más.

¿Qué debía hacer? Pronto me sorprendería la noche y ya me sentía helado por ese rato de inmovilidad que había seguido al esfuerzo de la subida. Quedarme donde me hallaba era imposible; tenía que seguir adelante o volver atrás. Encontré una roca donde resguardarme algo del viento vespertino y bebí un buen trago de coñac, que me devolvió inmediatamente calor y alientos.

El problema que se me presentaba era:¿Podría bajar hasta el río que veía a mis pies? Me era imposible saber si lo

impedirían precipicios; y, de poder llegar hasta el cauce del río, ¿me atrevería a cruzarlo? Soy un excelente nadador; pero una vez estuviera en aquel espantoso remolino de agua me vería arrojado por la corriente donde quisiera arrastrarme, sin poder luchar contra ella. Además ¿y mi equipaje? Perecería de frío y de hambre si lo abandonaba, pero me ahogaría al tratar de cruzar el río con él. Eran consideraciones de peso; pero la esperanza de descubrir una región inmensa aprovechable para la ganadería, y que estaba bien decidido a monopolizar en cuanto pudiera, fue más fuerte aún y las venció.

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En pocos minutos tomé la determinación siguiente: ya que había podido descubrir una cosa tan importante como aquel paso hacia un territorio cuyo valor, probablemente, igualaría al de la región situada en nuestra vertiente, debía seguir en mi intento hasta poder cerciorarme de su verdadero valor, aunque el fracaso me costara la vida. Cuanto más reflexionaba más se afirmaba mi decisión de conquistar fama y tal vez fortuna penetrando en ese mundo desconocido o sacrificar mi vida en la tentativa. En verdad comprendí que, para mí, la vida no había de tener ya ningún valor si después de vislumbrar tan hermoso premio me negara a recoger sus posibles frutos.

Aún me quedaba una hora de buena luz para empezar la bajada hasta encontrar algún rellano adecuado para acampar, pero no había de perder un momento. En un principio fui bajando rápidamente. Caminaba por la nieve, en la que mis pies se hundían lo bastante para no caer, aun cuando descendía en línea recta por las laderas, con toda la celeridad posible. Mas no había tanta nieve en aquella vertiente como en la otra y muy pronto se terminó. Llegué a un peligroso barranco, muy pedregoso, donde el menor resbalón podía convertirse en caída mortal y aunque andaba a toda prisa, no dejaba de hacerlo con el mayor cuidado, consiguiendo llegar al fondo del barranco sin ningún percance.

Allí se veían trozos cubiertos de una hierba dura y hasta algunos zarzales y matas; más abajo no alcanzaba a ver. Seguí adelante unos centenares de metros y me encontré al borde de un horrendo precipicio, por el cual nadie dotado de sentido común intentaría bajar. Se me ocurrió, no obstante, mirar si el riachuelo que formaba el desagüe de ese barranco pudo haberse abierto un camino más suave. A los pocos minutos me detuve a la entrada de una hendidura en la roca, parecida al desfiladero de Twll Dhul4 pero en una escala muchísimo mayor. El arroyo se había abierto camino hasta ese punto, socavando una zanja profunda por el desgaste de la roca, que allí parecía más blanda que la de la otra vertiente. Creo que la formación geológica era distinta, aun cuando siento no poder determinar con precisión su carácter.

Examiné aquella grieta, asaltado por contradictorios pensamientos; luego exploré un poco los alrededores a ambos lados, descubriendo al fondo de enormes abismos el río que rugía más de mil metros más abajo. Ni siquiera me atrevía a pensar en descender como no fuera arriesgándome a hacerlo por el desfiladero.

Puse mi esperanza en éste al recapacitar que la roca era blanda y que el agua pudo haberse abierto camino con bastante suavidad en toda su extensión. Oscurecía por minutos, pero aún me quedaba media hora de luz crepuscular, de suerte que penetré, aunque no sin temor, en el desfiladero, decidido a volver atrás y acampar, y al día siguiente buscar cualquier otro camino, caso de tropezar con algún obstáculo de importancia.

Al cabo de cinco minutos había perdido por completo toda serenidad. Las paredes del desfiladero alcanzaban una altura de decenas de metros y sobresalían tanto que me ocultaban el cielo. Abundaban las rocas y me caí muchas veces, con las contusiones que puede suponerse. Estaba calado hasta los huesos a fuerza de caer al agua. No es que el arroyo fuera caudaloso, pero bajaba con tal ímpetu que

4 Twll Dhu significa «hoyo negro» en galés. Es un desfiladero, una grieta en la roca más bien, de 150 metros de largo, cerca del lago Llyn idwal, en el norte del País de Gales, y tiene alguna semejanza con el imponente Torrent de Pareis en Mallorca, en las partes más estrechas de éste. Las paredes laterales de Twll Dhu que alcanza hasta 100 m de altura, solo distan entre sí unos dos metros y el torrente corre rugiendo por entre esas paredes de roca viva. Se le llama más comúnmente «Cocina del Diablo». (N. del T.)

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no podía ofrecerle la menor resistencia. En una ocasión tuve que saltar desde una cascada bastante alta a una honda balsa, donde estuve a punto de ahogarme por el peso de mi fardo. Me salvé de milagro; mas por ventura tenía a la Providencia de mi parte. Poco después me pareció que el desfiladero empezaba a ensancharse y que los zarzales eran cada vez más espesos. A poco me encontré en una ladera descubierta, donde crecía la hierba, y buscando mi camino a tientas seguí el arroyo un poco más lejos, hasta llegar a una arboleda en un rellano, donde podía acampar cómodamente. Era hora, porque ya había anochecido por completo.

Mi primer cuidado fue buscar mis fósforos. ¿Estarían secos? El exterior de mi fardo estaba completamente mojado; pero al desenrollar las mantas lo encontré todo bien seco y caliente por dentro. ¡Qué alegría para mí! Encendí una hoguera, que me dio calor y me hizo compañía de forma muy grata. Hice un poco de té y comí dos de mis galletas. No probé el coñac, porque me quedaba poco y podría necesitarlo cuando me faltara el ánimo. Todo eso lo hacía casi maquinalmente, pues no podía darme cuenta exacta de mi situación. Únicamente comprendía que me hallaba solo y que me sería imposible volver por el desfiladero por el que acababa de bajar. Es una sensación terrible esta de verse así separado de la humanidad entera. Pero aún me sentía lleno de esperanzas, y una vez recobrado el calor gracias al fuego y a los alimentos, di rienda suelta a mi imaginación, que no tardó en construir castillos dorados. Creo que ningún hombre podría conservar por mucho tiempo la razón en semejante soledad, como no contase con la compañía de algunos animales se empieza a dudar hasta de la propia identidad.

Recuerdo haber experimentado entonces cierto consuelo, una sensación de bienestar, con sólo mirar a mis mantas u oír el tictac de mi reloj. Eran cosas que en cierta forma me unían a los demás Hombres. En cambio el chillido de las ortegas me daba miedo, así como una clase de cotorra que no había oído nunca antes y que parecía reír burlándose de mí; aunque muy pronto me acostumbré a ello, hasta el punto de poder figurarme que había oído su grito por primera vez hacía años.

Me quité los vestidos, envolviéndome en mi manta interior mientras se secaban. La noche era sumamente apacible y encendí una buena hoguera, con la que logré calentarme al poco tiempo y pude vestirme otra vez. Entonces me enrollé en las mantas, sujetándolas con correas, y me eché para dormir lo más cerca posible de la lumbre.

Tuve un sueño en el que veía un órgano en el lanero; luego éste desapareció y dio la impresión de que el órgano crecía por segundos en un haz de luz intensa y se convertía en una ciudad dorada en la falda de un monte, con los cañones del órgano en filas superpuestas formando acantilados y precipicios o grutas misteriosas, como la de Fingal, en cuyas profundidades percibía los destellos de bruñidas columnas. En primer plano se veían altas terrazas escalonadas y, en la cima, un hombre cuya cabeza se inclinaba hacia un teclado y cuyo cuerpo se balanceaba al ritmo tempestuoso de colosales armonías en arpegios, que estallaban y retumbaban en las alturas y en derredor. Alguien me tocó en el hombro, y me dijo: «¿No lo reconoces? Es Händel». Cuando comprendí y quise escalar aquellas terrazas para acercarme al músico, me desperté, deslumbrado por la intensa y clara realidad de mi sueño.

Un pedazo de leña se había consumido, y sus extremos habían caído en las cenizas, produciendo una llamarada; y eso, según creo, fue a la vez el origen de mi sueño y la causa de su interrupción. Sentí una desilusión amarga y, recostándome sobre el codo, me esforcé en volver a la realidad de mi extraña situación.

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Ya estaba del todo despierto; tenía, además, cierto presentimiento como de algo que llamara mi atención aparte de mi ensueño, aunque ninguno de mis sentidos estuviera concretamente solicitado aún. Aguardé reteniendo mi respiración y entonces oí..., ¿era fruto de mi imaginación? No; escuché con mayor atención y oí sonidos apagados y en extremo distantes, una música semejante a la de un arpa eolia, transportada por el viento fresco y recio que soplaba de las montañas de enfrente.

Sentí un estremecimiento hasta la raíz del cabello. Escuché otra vez, pero el viento había caído y llegué a pensar que pudiera ser efecto del mismo aire... ¡No!, de repente me acordé de aquel ruido que Chowbok había hecho en el lanero. Sí; eso era.

Gracias a Dios, sea lo que fuere, había terminado de momento. Reflexioné y volví a serenarme. Me convencí de que había soñado, tal vez con más intensidad que de costumbre, eso era todo. Al poco rato me reía al pensar lo necio que era de asustarme así, sin motivo alguno; recapacitando y diciéndome que, aun cuando hubiera de morir en la aventura, no sería cosa tan terrible después de todo. Me puse a rezar, deber que había dejado de cumplir con harta frecuencia, y pronto caí en un sueño profundo que duró hasta bien entrada la mañana y me dejó muy descansado. Al levantarme busqué entre las cenizas y encontré algunas brasas, con las que en un instante encendí una nueva hoguera.

Tomé mi desayuno, encantado de tener por compañeros a algunos pajaritos, que saltaban alrededor de mí, posándose sobre mis botas y hasta en mis manos. Me sentía relativamente feliz, mas puedo asegurar al lector que lo había pasado muchísimo peor de lo que he podido contarle; y le aconsejo encarecidamente se quede en Europa si le es factible, o, por lo menos, en algún país ya explorado y colonizado, en vez de irse a lugares desconocidos, en los que nadie ha penetrado todavía. La exploración es cosa encantadora como proyecto y como recuerdo, pero carece de comodidad en el momento de su realización, de no ser tan fácil que entonces deje de merecer su hombre.

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El río y la sierra

Mi primera preocupación en aquel momento era bajar hasta el río. Había perdido de vista el collado divisado desde la sierra, pero tenía anotados sus pormenores de tal forma que no podía dejar de encontrarlo. Me sentía magullado y cansado y mis botas empezaban a estropearse, a fuerza de andar por tan malos terrenos durante más de tres semanas; a medida que transcurrían las horas, empero, y al ver que la bajada se hacía sin grandes dificultades, fui recobrando ánimos. En un par de horas llegué a unos grandes bosques de pinos, en los que no había sino escasa maleza y continué bajando deprisa hasta encontrarme al borde de un nuevo despeñadero, que me ocasionó no poco trabajo, si bien logré salvarlo finalmente dando un rodeo. Serían las tres o las cuatro de la tarde cuando me hallé por fin a la orilla del río.

Según mis cálculos, hechos para conocer la altitud del valle al otro lado del puerto por el cual había cruzado la sierra, pude colegir que el propio collado no tendría menos de dos mil seiscientos metros y creo que el río, a cuyas márgenes acababa de llegar, estaría en aquel sitio a unos mil metros sobre el nivel del mar.

Sus aguas llevaban una corriente espantosa, con una pendiente de al menos diez metros por kilómetro. Sin duda alguna era el río más próximo en dirección norte al que pasaba por las tierras de mi amo; y este río debía atravesar una garganta intransitable, caso común a casi todos los ríos de aquel país antes de llegar a comarcas ya exploradas. El sitio donde salía de la garganta para entrar en las praderas estaba, según se calculaba, a unos seiscientos metros de altitud.

Al acercarme a la orilla, el aspecto del río me desagradó aún más de lo que esperaba. Sus aguas eran muy turbias, debido a la proximidad de su nacimiento en los ventisqueros. Su corriente era ancha, rápida y tumultuosa, y se oían las piedrecitas chocar unas con otras bajo la furia del agua, como ocurre a la orilla del mar. En cuanto a vadear, ni soñarlo. Pasar a nado llevando mi fardo era cosa imposible, mas no me atrevía a abandonar el equipaje. El único medio que se me ofrecía era la construcción de una pequeña balsa; y aun eso ofrecía no pocas dificultades, y escasa seguridad, al menos para un hombre solo y en una corriente semejante.

Como ya era tarde y no podía trabajar mucho aquel día, pasé el resto de la tarde explorando la orilla, río arriba y abajo, con el fin de encontrar el sitio más conveniente para cruzar. Preparé mi campamento, me acosté temprano y pasé una noche sosegada, llena de bienestar, sin música esta vez, de lo cual me alegré mucho, porque la de la noche anterior había sido mi obsesión todo el día, aun sabiendo a ciencia cierta que sólo era fruto de mi propia imaginación, debido a la reminiscencia de lo oído de labios de Chowbok, y a mi sobreexcitación de la tarde anterior. Comencé la siguiente jornada recogiendo los tallos secos de una planta parecida a la espadaña o al lirio, que se hallaba en abundancia por aquellos parajes y cuyas hojas, una vez partidas en tiras, eran tan fuertes como la cuerda más resistente. Hice de ellos buen acopio en la orilla y me puse a fabricar una plataforma tosca, suficiente para mí y mi equipaje, con tal de poder mantenerme en ella. Los tallos formaban cañas de entre tres metros y tres metros y medio largo, y eran muy fuertes, aunque huecos y ligeros. Construí mi balsa enteramente con ellos, atándolos por manojos en ángulo recto unos con otros, con mucho cuidado y solidez, empleando para ello tiras de las hojas de la misma planta y atando otras cañas transversalmente. Empleé todo el día, hasta cerca de las cuatro de la tarde,

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en terminar mi balsa; pero me quedaba aún la luz diurna suficiente para cruzar el río y resolví hacerlo en el acto.

Había escogido un sitio en el cual el río era ancho y relativamente tranquilo, setenta u ochenta metros más arriba de un recial furioso. En ese lugar había construido mi balsa. La eché al agua, amarré mi fardo en el medio, y subí yo en ella, conservando en la mano una de las cañas más largas con el fin de impeler mi embarcación mientras la escasa profundidad del agua me lo permitiera.

Todo fue muy bien en los primeros veinte o treinta metros, aunque durante tan corto trecho estuve a punto de zozobrar por haber pasado con demasiada vivacidad de un lado a otro de la balsa. Al llegar a esa distancia de la orilla, el río era mucho más hondo y hube de inclinarme tanto para tocar el fondo con mi caña que me obligó a quedarme inmóvil, apoyado en la caña, durante unos cuantos segundos. Después, al levantarla del fondo, me ganó la corriente y me vi lanzado hacia el recial. En un segundo, lo vi todo pasar volando ante mis ojos y perdí el mando de mi balsa. No puedo recordar más que la violencia y el estruendo de las aguas, que finalmente hicieron volar mi embarcación.

Pero todo acabó bastante bien, pues me encontré cerca de la orilla, con agua tan sólo hasta la rodilla, y pude sacar mi balsa hasta tierra, afortunadamente en la orilla izquierda del río, o sea, donde quería estar.

Una vez en tierra, me di cuenta de que había sido arrastrado un kilómetro y medio o quizá un poco menos, más abajo de mi punto de embarque. Mi lío estaba mojado en su parte exterior y yo calado hasta los huesos; pero había logrado mi propósito y sabía que mis apuros habían terminado de momento. Encendí entonces una hoguera para secarme; luego cogí algunos patitos y gaviotas jóvenes, que corrían en abundancia por el río y sus márgenes. De tal modo que no solamente obtuve una excelente cena, de la que tenía verdadera necesidad por haber comido muy poco desde que Chowbok me había abandonado, sino que conseguí además víveres en abundancia para el día siguiente.

Me acordé de Chowbok y comprendí lo útil que me había sido y lo que había perdido con su marcha, por muchos motivos; veíame precisado a cuidar de un sinfín de cosas que hasta entonces me preparaba él, que las sabía hacer mucho mejor que yo. Además había tomado a pecho su conversión completa a la religión cristiana; religión que él había adoptado ya en apariencia, si bien no puedo creer que hubiera echado raíces profundas en su alma impenetrablemente estúpida. Solía catequizarle al amor de la lumbre, en nuestro campamento y le explicaba los misterios de la Santísima Trinidad y del pecado original, en los que yo era muy versado, pues mi abuelo materno era un arcediano, sin contar que mi padre era sacerdote de la iglesia anglicana. Era yo, por lo tanto, competente para llevar a bien esa tarea; me inducía a ella además, y con más fuerza que mi verdadero deseo de salvar al desgraciado del eterno tormento, el recuerdo de aquella promesa del apóstol Santiago: que si uno llegara a convertir a un pecador (y Chowbok lo era sin duda alguna), le serían perdonadas muchas de sus propias culpas. Yo pensaba, pues, que la conversión de Chowbok podría en cierto modo compensar algunos excesos y faltas de mi vida pasada, cuyo recuerdo me había molestado más de una vez en el curso de mis recientes aventuras.

A decir verdad, en cierta ocasión había llegado hasta a bautizarle, haciéndolo lo mejor que podía, pues pude averiguar que si bien le habían dado ya el bautismo (él mismo me dijo que había recibido del misionero el nombre de Guillermo), fue sin la ceremonia de echarle el agua bautismal. Semejante omisión me pareció una gravísima negligencia por parte del misionero, pues entiendo que dicha ceremonia

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constituye la parte más importante del bautismo y que debe preceder a la imposición del nombre de pila, tanto si se trata de niños como de neófitos adultos; y al pensar en los riesgos en que incurríamos los dos, resolví no diferirla más. Afortunadamente no habían dado aún las doce del día, de modo que le bauticé en el acto, con uno de los cazos (único recipiente que poseía), haciéndolo con reverencia y espero que también con eficacia. Luego comencé a instruirle en los misterios más profundos de nuestro credo y me apliqué en hacer de él un cristiano, no sólo de nombre sino también de corazón.

Bien es verdad que pude haber fracasado en mi empeño, porque Chowbok era muy duro de entendimiento. El mismo día en que le bauticé, al anochecer, trató por vigésima vez de robar el coñac, lo que no dejó de preocuparme y de hacerme dudar de si le había administrado el sacramento en debida forma. Chowbok poseía un devocionario, el cual tendría más de veinte años, que le habían regalado los misioneros; pero lo único en ese libro que hubiera hecho alguna impresión fuerte y duradera en su ánimo, era el título de «La reina madre Adelaida»; título que solía repetir cada vez que se sentía fuertemente conmovido o enternecido, y que parecía realmente encerrar para él un hondo significado espiritual, si bien no pudo nunca separar completamente la personalidad de la reina de la de María Magdalena, cuyo nombre le tenía asimismo fascinado, aunque en grado menor.

Era verdaderamente su alma un terreno pedregoso; pero cavándolo debidamente, pude al menos haberle arrancado la fe en la religión de su tribu, lo que representaba la mitad de su conversión sincera al cristianismo. Y he aquí que me veía separado de todo y que me era imposible continuar dándole mi auxilio espiritual aprovechando su ayuda material. Por otra parte, cualquier compañía hubiese sido preferible a verme completamente solo.

Todas esas reflexiones me llenaron de tristeza; pero cuando hube hervido y comido mis patitos, me sentí mucho mejor. Aún me quedaba un poco de té y casi una libra de tabaco, que me duraría otros quince días fumando moderadamente. También me quedaban ocho galletas de campaña y, lo que era de más valor que todo eso, un cuarto de botella de coñac, que me apresuré a reducir a un sexto, porque la noche era fría.

Me levanté con el alba, y al cabo de una hora ya estaba en camino, con una sensación de extrañeza, por no decir de apocamiento, causada por el peso de la soledad; pero lleno de esperanza al considerar los peligros a los que había escapado ya, y al pensar que el mismo día me encontraría en la cumbre de la sierra y dominando la otra vertiente.

Después de subir lentamente durante tres o cuatro horas sin detenerme y sin haber encontrado obstáculo alguno de importancia, llegué a una meseta, próxima a un ventisquero que señalaba el punto más alto del collado, según comprendí. Más arriba erguíanse ingentes y abruptos despeñaderos y laderas cubiertas de nieve. Aquella abrumadora soledad era más de lo que yo podía resistir; la montaña situada tras la estancia de mi amo era como una calle llena de gentío comparada con aquel yermo tétrico. La atmósfera, además, tenebrosa y pesada, hacía que la soledad me pareciera más agobiante todavía. Una oscuridad lóbrega envolvía cuanto no era nieve o hielo. De hierba ni una brizna.

Me parecía por momentos que aquella terrible sensación de dudar de mi propia identidad, de la continuidad entre mi existencia pasada y presente, iba apoderándose de mí cada vez con más fuerza, primer síntoma de la locura en los que se pierden en la manigua. Hasta entonces había luchado contra dicha sensación y logrado dominarla; pero no podía con el silencio y la lobreguez intensos

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de aquel páramo rocoso y sentía que mi voluntad de recobrar la serenidad y el ánimo empezaba a abandonarme.

Descansé un poco; después, continué avanzando por terreno muy escabroso, hasta llegar al pie del ventisquero. Descubrí entonces otro que bajaba por levante, hasta un pequeño lago. Di la vuelta a éste por su orilla occidental, donde el terreno era mejor, y a mitad de camino esperaba poder alcanzar con la vista aquellas llanuras que había divisado ya desde la sierra de enfrente; pero en vano, porque las nubes fueron arremolinándose hasta la misma cumbre del collado aunque sin pasar al otro lado, por donde yo había ido.

Muy pronto me hallé envuelto por una neblina fría que me impedía ver más allá de unos cuantos pasos. Luego llegué a una vasta extensión de nieve ya antigua, en la que se veían claramente las huellas medio derretidas de patas de cabras; y en un punto, según me pareció, un perro debía de haberlas seguido. ¿Había penetrado en un país de pastores? El terreno, donde no lo recubría la nieve, era tan pobre y pedregoso, y había tan poca hierba, que me era imposible encontrar el menor indicio de senda o camino de ganado. Pero no podía por menos de sentir alguna aprensión al preguntarme qué clase de acogida me sería dispensada caso de tropezar de repente con habitantes.

Tal era el curso de mis pensamientos mientras seguía avanzando prudentemente a través de la niebla, cuando me pareció ver unos objetos más oscuros que la nube asomar a poca distancia. Me acerqué unos cuantos pasos, y un escalofrío de horror indecible corrió por todo mi cuerpo al ver un círculo de formas gigantescas, muchas veces más altas que yo, irguiéndose formidables y sombrías por entre el velo de nubes que tenía delante.

Supongo que debí de desmayarme, porque algo más tarde me hallé sentado en el suelo, mareado y muerto de frío. Allí seguían las figuras en su inmovilidad y silencio absolutos, asomando vagamente en la densa oscuridad; pero revistiendo indiscutiblemente la forma humana.

De repente me vino una sospecha, que sin duda se me habría ocurrido desde un principio, si mi espíritu no estuviera embargado por presentimientos en el momento de vislumbrar aquellas figuras y de no hallarse ellas ocultas entre la niebla: la sospecha de que no se trataba de seres vivos, sino de estatuas. Resolví contar despacito hasta cincuenta, con la seguridad de que eran formas inanimadas si mientras contaba no observaba en ellas la menor señal de movimiento.

¡Con qué alegría terminé de contar cincuenta sin haber notado movimiento alguno!

Volví a contar por segunda vez, pero todo permaneció inmóvil.Entonces me adelanté con timidez, y pude darme cuenta al instante de que

mi sospecha estaba fundada. Había dado con una especie de Stonehenge de figuras toscas y bárbaras, sentadas de igual manera que Chowbok cuando le había interrogado en el lanero y con la misma expresión de ferocidad sobrehumana en sus rostros. Todas estaban sentadas; pero dos se habían derrumbado. Su bárbaro estilo no era ni egipcio, ni asirio ni japonés; era diferente de éstos, y sin embargo, tenía cierta semejanza con todos ellos. Su tamaño era seis o siete veces mayor que el natural; eran antiquísimas, desgastadas por las intemperies y cubiertas de liquen. Conté diez de ellas. La nieve cubría las cabezas y todos los relieves donde podía posarse. Cada estatua había sido tallada en cuatro o cinco enormes bloques; pero cómo los pudieron alzar y juntar, únicamente los que lo hicieron serían capaces de decirlo. Todas eran horrorosas, mas cada una lo era en un estilo diferente. Una parecía rabiar furiosamente, como de pena y desesperación; otra era flaca y

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cadavérica, semejando una víctima del hambre; otra, cruel e idiota, con la sonrisa más estúpida que pueda concebirse; aquélla se había derrumbado y conservaba en su caída un aspecto perfectamente ridículo... Todas tenían la boca más o menos abierta, y al mirarlas por detrás vi que las cabezas habían sido ahuecadas.

Sentía un fuerte mareo y temblaba de frío. La soledad me había acobardado ya y no estaba para encontrarme con semejante asamblea de demonios, en medio de tan espantable páramo y sin la menor preparación para el hallazgo. Hubiera dado todo lo que tenía en el mundo con tal de verme de nuevo en la estancia de mi amo. Pero no me quedaba siquiera esa esperanza. Mi razón zozobraba y comprendí que no volvería vivo.

En aquel instante se levantó una ráfaga de viento, cuyos aullidos acompañó un gemido salido de una de las estatuas que me dominaban con toda su altura. El miedo me hizo juntar las manos. Me sentía como una rata cogida en la trampa, con ganas de arrojarme contra lo primero que se me presentara y morder. La violencia del aire fue aumentando, los gemidos se hicieron más agudos, saliendo de varias estatuas y creciendo hasta formar un coro. Comprendí casi inmediatamente de qué se trataba, si bien aquel ruido era tan espantoso que el conocer su origen me servía de poco alivio. Los seres inhumanos a quienes Satanás hizo concebir semejantes estatuas habían convertido sus cabezas en una especie de cañón de órgano, de tal modo que sus bocas retuvieran el viento y resonaran cuando éste soplara. El efecto era horroroso. Por muy valiente que fuese un hombre, no sería capaz de aguantar tamaño concierto, salido de semejantes labios y en tal lugar. Les eché todas las maldiciones que mi lengua pudo pronunciar, al tiempo que huía en la niebla; y después de perderlas de vista, al volver la cabeza y no ver más que los festones de nubes corriendo detrás de mí, aún oía su canto lóbrego y me parecía que alguna de ellas me fuera a perseguir hasta capturarme en sus garras y estrangularme.

Puedo añadir aquí que después de volver a Inglaterra oí un día a un amigo tocando algunos acordes al órgano, que me hicieron recordar bruscamente las estatuas erewhonianas (pues Erewhon es el nombre del país en el cual acababa de penetrar). Acudieron a mi memoria con mucha intensidad, tan pronto como mi amigo comenzó a tocar. He aquí dichos acordes, obra del más grande de los músicos5.

5 Véanse las composiciones de Händel para clavicordio publicadas por Litolf, p.78. (N. del A.)

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En Erewhon

Estaba en una senda estrecha que seguía el curso de un arroyuelo. Sentía tal contento al tener buen camino para mi huida, que no me di cabal cuenta de lo que la existencia de dicha senda significaba. Mas pronto la idea acudió a mi mente: debía de estar en país habitado, aunque desconocido todavía. ¿Qué suerte habría de ser la mía entre sus habitantes? ¿Se apoderarían de mí para ofrecerme en holocausto a esos monstruosos guardianes del paso? Bien podría ser. Me estremecí sólo con la idea; pero el terror que inspira la soledad empezaba a apoderarse de mi mente y me sentía tan aturdido, tan helado y tan abrumado de pesares, que era incapaz de asirme a una idea firme en el torbellino de pensamientos que cruzaban mi cerebro en loca carrera.

Seguía huyendo, bajando sin detenerme. Encontré otros riachuelos; luego un puente, unos cuantos troncos de pinos echados por encima del arroyo; pero esto me dio ánimo, porque los salvajes no suelen construir puentes. Y a poco tuve una alegría tan grande que no me siento capaz de expresarla con la pluma: tal vez el momento más notable y más inesperado de toda mi vida; el momento que, con sólo tres o cuatro excepciones, tendría más gusto en volver a vivir, si ello me fuera dable. Estaba de repente fuera de las nubes, en un resplandor de radiante luz vespertina. Caminaba frente al noroeste, y el Sol me daba de lleno en la cara. ¡Oh! ¡Qué alegría me brindó su luz! ¡Y lo que descubría! Una extensión de tierra como la que fue revelada a Moisés desde la cumbre del monte Sinaí, cuando contempló aquella Tierra de Promisión en la que no debía penetrar. El hermoso cielo del poniente aparecía carmesí y oro, azul plateado y morado, ardiente y sosegador; y perdiéndose en el horizonte, ofrecíanse a mi vista inmensas llanuras en las que pude distinguir muchos pueblos y ciudades, cuyos edificios remataban altas torres y redondas cúpulas. Más cerca, a mis pies, cadenas sucesivas de montes escalonaban sus siluetas una tras otra, con manchas alternativas de sol y de sombra, hondonadas, barrancos y crestas irregulares. Divisaba grandes bosques de pinos y el centelleo de un ancho río serpenteando en la llanura; y también muchos pueblecitos y aldeas, algunos de ellos muy cercanos, siendo éstos los que más me obligaron a meditar. Me dejé caer en el suelo, al pie de un árbol elevado y traté de reflexionar acerca de lo que me convenía hacer; pero me sentí incapaz de recobrar mi serenidad de ánimo. Estaba rendido, y a los pocos minutos, gracias al calor del sol y al descanso, caí insensiblemente en un profundo sueño.

Me despertó el retintín de unas campanillas, y al abrir los ojos, vi cuatro o cinco cabras paciendo a mi lado. Cuando hice un movimiento, los animales volvieron hacia mí sus cabezas con una expresión de infinita sorpresa. No huyeron sino que, por el contrario, se quedaron examinándome por todos los lados, con la misma fijeza con que las miraba yo. Oí entonces charlas y risas y vi llegar hacia mí a dos hermosas muchachas, como de unos diecisiete o dieciocho años, ambas vestidas con una amplia blusa de lienzo, atada con un cinturón en el talle. Descubrieron mi presencia. Permanecí sentado, inmóvil, mirándolas, deslumbrado al contemplar su extrema belleza. Durante un momento me examinaron a su vez, volviéndose la una hacia la otra con gran asombro, luego lanzaron un ligero grito asustado y echaron a correr con todas sus fuerzas.

«¿Así empieza, pues?», dije para mi capote al verlas huir con tal precipitación. Comprendí que lo mejor era quedarme donde me hallaba y esperar allí mi destino, fuera éste cual fuere; y aunque hubiese otro plan conveniente, no me

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quedaban fuerzas suficientes para intentar seguirlo. Tenía que entrar en contacto con los habitantes, más tarde o más temprano, y lo mismo daba que fuese en seguida. Lo mejor sería no mostrar miedo, que es lo que haría huyendo, con el peligro de verme cogido al día siguiente o al otro, levantando la alarma en el país.

Me quedé esperando sin moverme de mi sitio. Al cabo de una hora, oí voces lejanas hablando acaloradamente, y pocos minutos más tarde vi llegar a las dos jóvenes conduciendo a una tropa de seis o siete hombres bien armados con arcos, flechas y picas. ¿Qué iba yo a hacer? Continué sentado y sin el menor movimiento, aun después de que ellos me hubieron visto, hasta que llegaron a mi lado. Y entonces nos estuvimos contemplando mutuamente largo rato.

Los hombres, como las muchachas, eran muy morenos, aunque no tenían la tez más bronceada que los italianos del sur o que los españoles. No llevaban pantalones, sino un vestido muy semejante al de los árabes que he visto en Argelia. Su aspecto y su porte eran magníficos, siendo tan fuertes y bien parecidos como guapas eran las mujeres; pero su expresión era, además, cortés y bondadosa. Creo que me hubieran matado en el acto ante la más leve señal de resistirles por la violencia; en cambio, me dieron la impresión de no querer hacerme el menor daño mientras permaneciera quieto.

No soy muy propenso a entusiasmarme por la gente a primera vista; pero aquellos hombres me causaron una impresión mucho más favorable de lo que creía posible, hasta el punto de temerles tanto menos cuanto más examinaba sus facciones. Eran todos muy fuertes. Hubiera podido luchar con cualquiera de ellos separadamente, porque me han dicho que si de algo puedo enorgullecerme, es de mi figura, más que de cualquier otra cosa: mi estatura pasa de un metro ochenta y cinco y mi fuerza está en proporción. Pero dos de ellos me habrían vencido en un instante, aun en caso de no encontrarme, como entonces, tan falto de energía después de mis recientes aventuras.

Lo que más parecía sorprenderles era mi color, pues tengo el pelo rubio, los ojos azules y la tez clara. No podían comprender cosa semejante. Mi ropa también parecía algo inexplicable para ellos. Sus miradas iban sin cesar de una parte a otra de mi persona, y por más que me examinaban, eran claramente incapaces de descifrar el misterio.

Por fin me levanté, y reclinándome sobre mi bastón, me dirigí al que parecía jefe de la pequeña tropa, diciéndole cuanto me venía a la mente. Le hablé en inglés, aun sabiendo con certeza que no había de entenderme. Le dije que no tenía la menor idea de qué país era aquel en el cual me encontraba; que había caído allí podía decirse que por casualidad, después de correr una serie de peligros de los que me había librado siempre por un milagro; y que esperaba que ellos no permitieran que se me hiciera daño alguno, ya que me hallaba completamente en su poder. Todo eso lo dije tranquila y firmemente, sin apenas cambiar de expresión. No podían comprenderme; pero se miraron, dando muestras de aprobación, y parecían satisfechos (así lo interpreté, al menos), al ver que no mostraba temor ni me sentía inferior a ellos. A decir verdad, estaba tan agotado que no era capaz siquiera de sentir miedo

Uno de ellos señaló entonces la montaña, en dirección a las estatuas, e hizo una mueca imitando a una de éstas. Eché a reír y a temblar de manera expresiva; ellos también rieron y charlaron apresuradamente unos con otros. No entendía una palabra de cuanto decían; pero creo que les hacía mucha gracia que yo hubiese tenido que pasar cerca de las estatuas. Al fin, uno de la tropa se adelantó y me hizo señas de que los siguiera; obedecí sin vacilar, pues no me atrevía a contrariarlos;

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además, me eran bastante simpáticos y tenía la casi seguridad de que no llevaban intención de hacerme daño.

En un cuarto de hora llegamos a una aldehuela situada en la falda de un monte, con una sola calle estrecha y las casas amontonadas en desorden, cubiertas con gran des tejados con aleros. Algunas ventanas, muy pocas, tenían cristales. En conjunto, la aldea era muy parecida a las que se encuentran bajando por los puertos menos frecuentados de los Alpes hacia Lombardía.

No hablaré del alboroto causado por mi llegada. Sólo diré que, aun cuando despertó mucha curiosidad, no hubo falta de cortesía. Me llevaron a la casa principal, la cual parecía pertenecer a los que me habían apresado. Allí me acogieron con hospitalidad y me sirvieron una cena compuesta de leche, carne de cabra y una torta de harina de avena, todo lo cual comí con excelente apetito. Pero mientras comía, no podía apartar los ojos de las dos hermosas jóvenes que había visto en primer lugar y que parecían considerarme como su presa legítima; y en efecto lo era, porque me hubiera echado al fuego o al agua por cualquiera de las dos.

Luego vino la inevitable sorpresa al verme fumar, que perdonaré al lector, pero observé que cuando me vieron encender un fósforo, se produjo un alboroto en el que me extrañó percibir algo de desaprobación. ¿Por qué? No podía adivinarlo Después, las mujeres se retiraron y me quedé sólo con los hombres, que trataron de hablar conmigo de todas las maneras posibles; pero no pudimos entendernos. Únicamente comprendieron que estaba completamente solo y que venía de muy lejos, allende las montañas. Acabaron por cansarse y yo por ceder al sueño. Les di a entender por señas que dormiría en el suelo, envuelto en mis mantas; pero me llevaron a una litera en la que dispusieron con abundancia hierba y helechos secos. Apenas me había acostado, cuando me dormí profundamente y no me desperté hasta bien entrado el día siguiente. Estaba en la choza, con dos hombres custo-diándome y una anciana cocinando. Cuando desperté, los hombres parecieron alegrarse y me hablaron con amabilidad, como para darme los buenos días.

Salí para lavarme en un arroyo que pasaba a unos cuantos metros de la casa. Mis anfitriones seguían haciendo el mismo caso de mi persona; sus miradas no se apartaban de mí, siguiendo todos mis movimientos, por insignificantes que fuesen y mirándose el uno al otro para cambiar sus impresiones a cada instante. Demostraron gran interés en mis abluciones, pues parecían haber tenido alguna duda acerca de si era o no en todo un ser humano como ellos. Hasta me cogieron los brazos y los examinaron, dando muestras de aprobación al verlos fuertes y musculosos. Lo mismo hicieron con mis piernas, y especialmente con mis pies. Terminada su inspección, movieron la cabeza en señal de aprobación; y cuando me hube peinado y cepillado el pelo, y arreglado con todo el aseo que las circunstancias me permitían, pude notar que su respeto hacia mi persona crecía de modo considerable y que no se sentían muy seguros de haberme tratado con suficiente deferencia; cuestión que no soy yo competente para resolver. Lo que sí sé es que fueron muy buenos conmigo, por lo que les di las gracias muy cordialmente, pues bien pudo haber sucedido lo contrario.

Por mi parte me gustaban y los admiraba, porque su sencillez, serenidad y desenvoltura llena de dignidad me impresionaron muy favorablemente desde un principio. Tampoco me dieron a entender por su trato que yo les fuera antipático: únicamente era para ellos algo totalmente nuevo e inesperado, que no podían comprender. Su tipo físico se acercaba, más que a cualquier otro, al de los más robustos entre los italianos, sus modales también eran eminentemente italianos, en

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cuanto denotaban una absoluta naturalidad, exenta de toda reserva. Habiendo viajado bastante por Italia, me extrañó verlos hacer ciertos gestos con la mano y los hombros, que constantemente me recordaban ese país. Sentía que el mejor plan para mí sería obrar como lo hice desde un principio: continuar siendo sencillamente yo mismo, pasara lo que pasara, comportándome como era en realidad, y correr así el albur.

Tales eran mis reflexiones mientras ellos esperaban que terminara de lavarme y en el camino hacia casa. Después me sirvieron el desayuno: pan tostado, leche y carne frita, cuyo sabor era algo entre cordero y venado. Guisaban y comían al estilo europeo, aun cuando usaban sólo una brocheta en lugar de tenedor y, para cortar, un cuchillo como el que emplean los carniceros.

Cuanto más observaba la casa y todos sus enseres, más me impresionaba su carácter casi europeo; y con sólo empapelar las paredes con recortes del Illustrated London News y del Punch, hubiera podido creerme en alguna cabaña de pastores, en las tierras de mi amo. Y sin embargo, existía una ligera diferencia en todo.

Algo muy parecido ocurría con los pájaros y las flores en la otra vertiente de la sierra, si se los comparaba con las flores y los pájaros ingleses. A mi llegada, me había alegrado al notar que casi todas las plantas y los pájaros eran muy parecidos a los que son comunes en Inglaterra: así, había un petirrojo, una alondra, un reyezuelo y margaritas y dientes de león; no eran exactamente los mismos, pero sí muy semejantes, lo bastante para poder llamarlos por el mismo nombre.

Así también, los modales de esos dos hombres y los enseres de su casa eran casi los mismos que los nuestros en Europa. La impresión era muy distinta de la que produce un viaje a China o Japón, donde todo lo que uno ve es extraño. Verdad es que noté en seguida el carácter primitivo de sus utensilios, pues parecían llevar un retraso de cinco o seis siglos sobre Europa en cuanto a instrumentos e invenciones; pero lo mismo ocurre en más de una aldea italiana.

Todo el tiempo que duró mi desayuno, estuve meditando y tratando de adivinar a qué familia de la raza humana podría pertenecer esa gente; y de repente se me ocurrió una idea, que me hizo sonrojar de emoción al formarse en mi mente.

¿Sería posible que fuesen las diez tribus perdidas de Israel, acerca de las cuales había oído decir, tanto a mi abuelo como a mi padre, que existían en un país desconocido, esperando su regreso definitivo a Palestina? ¿Sería posible que yo hubiese sido designado por la Providencia como el instrumento de su conversión? ¡Oh, qué pensamiento! Dejé mi brocheta en la mesa y les eché una rápida mirada. No tenían nada del tipo judío: su nariz era netamente griega y sus labios, aunque carnosos, no eran semitas.

¿Cómo podría resolver esta duda? No sabía el griego ni el hebreo, de modo que aun cuando llegase algún día a comprender el lenguaje que hablaban, no sería capaz de hallar las raíces procedentes de uno u otro de aquellos idiomas. El tiempo que llevaba entre ellos no era bastante para conocer sus costumbres, pero no me daban la impresión de ser gente muy religiosa. Esto también era natural: las diez tribus fueron siempre lamentablemente irreligiosas. Mas ¿no podría yo transformarlas? Reintegrar las diez tribus perdidas de Israel en el conocimiento de la única Verdad: ¡qué modo de conquistarme una corona de gloria inmortal! Mientras acariciaba esta perspectiva, mi corazón latía furiosamente. ¡Qué posición me aseguraría en el otro mundo, y tal vez en este mismo! ¡Qué locura sería desaprovechar semejante ocasión! Me vería sentado en el cielo después de los apóstoles, si no tan alto como ellos mismos; seguramente por encima de los

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pequeños profetas y quizá de todos los autores del Antiguo Testamento, exceptuando a Moisés y a Isaías. Por un porvenir así sacrificaría yo todo lo que tengo sin vacilar un instante, con tal de que fuera suficiente la seguridad de conseguirlo.

Los esfuerzos de los misioneros merecieron siempre mi cordial aplauso, y alguna vez había contribuido con mi óbolo a su sostén y desenvolvimiento; pero nunca hasta la fecha había sentido vocación para convertirme yo mismo en misionero. A decir verdad, siempre había sentido hacia ellos admiración, envidia y respeto, más que verdadera simpatía. Pero si aquellos hombres procedían de las diez tribus perdidas de Israel, la cosa cambiaba completamente de aspecto: la ocasión era harto hermosa para dejarla perder y resolví que, caso de ver indicios que pareciesen confirmar mi impresión de haber encontrado realmente a las tribus perdidas, me emplearía sin vacilar en lograr su conversión.

Puedo añadir aquí que dicho descubrimiento es el aludido en las primeras páginas de mi relato. El tiempo ha confirmado mi impresión del principio; y si bien estuve dudando de su exactitud durante varios meses, no siento ya la menor incertidumbre al respecto.

Cuando terminé de comer, mis anfitriones se acercaron, señalándome con la mano el valle por el cual se llegaba al interior del país, como si quisieran con su mímica indicarme que me marchara con ellos; al mismo tiempo me asieron de los brazos, fingiendo llevarme, aunque sin ejercer la menor violencia. Eché a reír y pasándome la mano por el cuello les señalé el valle como si temiese que me mataran al llegar allí. Pero adivinaron en seguida mi pensamiento y negaron enérgicamente con la cabeza para darme a entender que no corría ningún peligro. Sus modales me tranquilizaron por completo y en cosa de media hora hube liado mi equipaje, impaciente por emprender la marcha y sintiéndome maravillosamente fortalecido y descansado, merced a la buena alimentación y al sueño; por otra parte, la situación extraordinaria en la cual me hallaba despertaba mi esperanza y mi curiosidad hasta su más alto grado.

Mas pronto decayó mi entusiasmo. Recapacité que, después de todo, podían muy bien no ser las diez tribus, en cuyo caso las esperanzas de hacer fortuna, que me habían inducido a arriesgarme en tanta aventura y a correr tanto peligro, quedarían casi aniquiladas por el hecho de estar ya pobladísimo el país y haber desarrollado sus habitantes, probablemente, sus recursos más asequibles. Además, ¿cómo podría yo volver? Porque, pese a toda su bondad, notaba algo en el trato de mis anfitriones que me daba la sensación de ser prisionero, y un prisionero que no se hallaban dispuestos a soltar fácilmente.

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Primeras impresiones

Por espacio de unos seis kilómetros fuimos siguiendo una senda alpina, ora dominando un torrente que bajaba, rugiendo, de los ventisqueros, a centenares de metros debajo de nosotros, ora caminando casi en su misma orilla. La mañana era fría y algo brumosa, pues el otoño se hacía sentir mucho desde hacía unos cuantos días. Cruzamos grandes bosques de pinos, o mejor dicho de tejos, aunque parecían pinos: y recuerdo que pasamos a menudo cerca de algún templete en el que se veía una estatua de mucha belleza, de hombre o de mujer en el apogeo de la juventud, de la fuerza y de la hermosura, o en toda la majestad de la edad madura o de la vejez. Mis acompañantes inclinaban la cabeza cada vez que pasábamos delante de uno de esos templetes; y me extrañó ver que esas estatuas, cuyo único objeto aparente era el de perpetuar algún caso individual de suma belleza o excelencia, recibieran homenaje tan solemne. No obstante, dejé de manifestar la menor sorpresa o desaprobación; pues me acordaba de que uno de los mandatos del Apóstol de los Gentiles era «serlo todo para todos», mandato que de momento me convenía observar.

Poco después de cruzar ante una de aquellas capillitas llegamos de repente a una aldea que surgió de la neblina, y temí verme objeto de alguna manifestación de curiosidad o de desagrado. Pero no fue así. Mis guías hablaron con muchas personas al pasar y éstas demostraron gran asombro. Mas eran muy conocidos mis acompañantes, y la cortesía natural de aquella gente impidió que fuera molestado en forma alguna. Sin embargo, ni ellos podían evitar el examinarme ni yo dejar de mirarlos. Bien puedo decir ya aquí lo que mi experiencia ulterior me ha enseñado, y es que con todos sus defectos y su manera extraordinariamente falsa de enfocar muchos problemas, es la gente mejor educada que haya tratado jamás.

Ese pueblo era exactamente igual al que habíamos dejado, si bien algo mayor. Las calles eran estrechas y sin adoquinar, pero bastante limpias. Muchas casas tenían una parra plantada delante de la puerta y algunas ostentaban un letrero donde se había pintado una botella y un vaso, lo cual me dio una agradable sensación de encontrarme en mi país.

Hasta en aquel islote de sociedad humana existía una vegetación raquítica de tiendecitas, que habían echado raíces y vivido de alguna manera, bien que en una atmósfera comercial de las más desfavorables. Allí ocurría lo que antes había observado. Todas las cosas eran genéricamente las mismas que en Europa, siendo de clase solamente las diferencias. Y me hizo gracia ver en un escaparate algunas vasijas de cristal, con alfeñique y caramelos para los niños, lo mismo que en mi país; pero el alfeñique era en forma de hojas, y no en barritas retorcidas, y de color azul. Los cristales eran numerosos en las ventanas de las mejores casas.

Por último, he de decir que la belleza de la gente era sencillamente asombrosa. No he visto nunca otra raza que pueda serle comparada. Las mujeres eran vigorosas. tenían un porte majestuoso y llevaban la cabeza plantada en los hombros con una gracia indecible. Cada una de sus facciones era acabadísima: párpados, pestañas y orejas eran en casi todas perfectos. Su color era el de los me-jores cuadros italianos un moreno aceitunado, claro, animado con los rosados brillantes que da una salud perfecta. Su expresión era hermosa; y mientras ellas me miraban tímidamente, con la boca abierta por el asombro, yo olvidaba todos mis proyectos de convertirlas, dejándome llevar por sentimientos mucho más mundanos. Quedaba deslumbrado contemplándolas una tras otra, y pensando de cada una que

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era la más hermosa que hubiera visto jamás. Hasta en la edad madura poseían cierto donaire, y las ancianas de cabellos grises, a la puerta de sus chozas, tenían una dignidad, por no decir majestad, muy peculiar.

Los hombres eran tan apuestos como las mujeres eran hermosas. La belleza siempre me ha producido encanto y causado respeto; pero sencillamente me sentí avergonzado en presencia de tan magnífica raza, compuesta de lo más perfecto en los tipos egipcio, griego e italiano. Los niños eran numerosísimos y sobremanera alegres; inútil es decir que ellos también participaban en buena medida de la belleza general.

Manifesté por señas mi admiración y encanto a mis guías, lo cual les agradó mucho. Debo añadir que todos parecían cuidar con gran esmero su aspecto personal, y que hasta los más pobres (y nadie parecía rico), iban bien puestos y muy aseados. Llenaría muchas páginas con la sola descripción de sus trajes y de los adornos que llevaban, y con cien detalles que me impresionaron con toda la fuerza de la novedad; pero no puedo detenerme a hacerlo.

Cuando hubimos pasado el pueblo, la niebla se disipó, descubriéndonos magníficas perspectivas de las montadas nevadas con sus estribaciones más próximas, mientras enfrente vislumbraba de vez en cuando las grandes llanuras que había divisado la tarde anterior. La tierra estaba muy bien cultivada; en cada margen se habían plantado castaños, nogales y manzanos; las frutas de éstos estaban precisamente recogiéndose a la sazón. Se veían muchas cabras, así como una raza de ganado vacuno, negro, de baja estatura, en los pantanos cercanos al río. Éste iba ensanchándose mucho, y corría entre llanos más dilatados, de los cuales las montañas se alejaban cada vez más. Vi unas cuantas ovejas de hocico redondo y rabo enorme. Perros, había en abundancia y tenían aspecto muy inglés; pero no vi un solo gato. Ni siquiera conocen allí ese animal, al que sustituye una raza de fox—terrier pequeño.

Tras andar unas cuatro horas y cruzar dos o tres pueblos más, llegamos a una ciudad importante, y mis guías trataron varias veces de hacerme comprender algo; pero no pude entender lo que querían decirme, salvo que no debía temer, porque no corría el menor peligro. Ahorraré al lector toda descripción de la ciudad, rogándole solamente piense en Domodossola o Faido. Baste decir que me llevaron ante el juez principal, y que, por orden suya, me pusieron en una habitación con otros dos hombres. Éstos eran los primeros de cuantos había visto que no eran bien parecidos y no gozaban de buena salud. Hasta se veía claramente que uno de ellos se hallaba muy enfermo, y a cada momento era preso de una violenta tos, a pesar de sus esfuerzos evidentes para contenerla. El otro estaba pálido y también parecía enfermo; pero tenía un dominio maravilloso de sí mismo y me fue imposible conocer su dolencia. Ambos parecieron estupefactos al verse en compañía de uno que era manifiestamente extranjero; pero el mal estado de salud no les permitía acercarse para formarse una idea sobre mi persona. Llamaron primero a esos dos; y al cabo de un cuarto de hora aproximadamente, me mandaron salir también, lo cual hice con algo de temor y mucha curiosidad.

El juez principal era un hombre de aspecto venerable, con barba y cabellos blancos, y facciones que reflejaban mucha sagacidad. Estuvo examinándome minuciosamente durante unos cinco minutos, paseando la mirada desde mi coronilla hasta la planta de mis pies, de arriba abajo, y otra vez de abajo arriba; y tampoco pareció haberse formado una opinión más clara después de su inspección que antes de empezarla. Finalmente me hizo una sola y corta pregunta, que según inferí, significaba: «¿Quién sois?».

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Contesté en inglés con mucha calma, como si me hubiera de entender, y traté de conservar la mayor naturalidad posible. Pareció más intrigado aún y salió, volviendo al poco rato con otros dos hombres muy semejantes a él. Entonces me llevaron a una habitación interior, y los dos recién llegados me desnudaron, mientras su jefe presenciaba la operación. Me tomaron el pulso, me examinaron la lengua, me auscultaron el pecho y palparon todos mis músculos; y después de cada una de dichas operaciones, miraban al jefe moviendo la cabeza, diciéndole algo en un tono muy satisfecho, como si me encontrasen en perfecto estado. Hasta me hicieron bajar los párpados, supongo que para mirar si estaban inyectados de sangre; pero no había tal. Por fin dieron por terminada su inspección y creo que todos quedaron convencidos de que yo gozaba de la más perfecta salud y era, además, muy robusto.

Finalmente, el viejo magistrado me dio un discurso que duró unos cinco minutos, que los otros dos parecieron encontrar muy en su punto; pero del cual yo no entendí palabra. Terminado esto, se pusieron a registrar mi equipaje y el contenido de mis bolsillos. Esto no me causó mucha inquietud, pues no llevaba dinero ni nada que pudieran necesitar ellos, o cuya pérdida me hubiese de importar mucho a mí. Eso creía, al menos; mas bien pronto me di cuenta de mi equivocación.

Todo fue muy bien en un principio, aunque mi pipa constituyó para ellos un profundo enigma e insistieron mucho en vérmela usar. Cuando les hube enseñado lo que con ella hacía, se quedaron sorprendidos, pero no disgustados, y el olor pareció agradarles. Pero pronto llegaron a mi reloj, que había escondido en el bolsillo interior más recóndito que tenía, y del cual me había olvidado cuando empezaron su registro. Parecieron inquietos y molestos tan pronto como lo tuvieron entre manos. Luego me hicieron abrirlo y enseñarles el movimiento, y cuando los hube complacido, dieron muestras de un grave disgusto, lo cual me desconcertó tanto más cuanto que no podía comprender en qué podía haberlos ofendido.

Recuerdo que cuando lo encontraron había pensado en Paley, cuando nos dice que un salvaje que viera un reloj, comprendería inmediatamente que era una cosa inventada. En verdad, esa gente no era salvaje; pero no por eso dejaba yo de estar seguro de que llegarían a la misma conclusión; y estaba pensando qué portento de sabiduría debió de ser el arzobispo Paley, cuando mis reflexiones fueron interrumpidas por la expresión de horror y de espanto que se leía en las facciones del juez, expresión que me dio a entender que mi reloj no le parecía haber sido inventado y fabricado, sino ser el mismo inventor y Hacedor Supremo, de él y del Universo; o, por lo menos, una de las grandes causas originales de todo lo existente.

Entonces se me ocurrió que esta interpretación podía ser acogida con igual facilidad que la otra por un pueblo sin experiencia de la civilización europea; y sentí cierto enojo contra Paley por haberme desorientado así. Pero bien pronto me di cuenta de mi equivocación al interpretar la expresión de la cara del magistrado, y de que no reflejaba miedo sino aborrecimiento. Me habló en voz grave y tono solemne durante dos o tres minutos. Luego, recapacitando que su discurso no me sería de ningún provecho, me hizo llevar, cruzando varios pasillos, a una sala espaciosa que supe más tarde que era el museo de la ciudad y donde pude contemplar un espectáculo que me llenó de asombro, más aún que todo lo visto hasta entonces.

La sala estaba llena de vitrinas que encerraban toda clase de curiosidades: esqueletos, pájaros y animales disecados, esculturas en piedra (allí vi varias parecidas a las del puerto, sólo que más pequeñas); pero ocupaba la mayor parte de la sala maquinaria rota de toda clase. Las piezas más importantes llenaban una

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vitrina especial y llevaban rótulos cuyo carácter de letra yo no podía descifrar. Se veían fragmentos de máquinas de vapor, todos rotos y oxidados; entre éstos vi un cilindro con el pistón, un volante roto y parte de una biela, puesta en el suelo al lado de lo demás. También había un coche muy viejo, cuyas ruedas, según pude ver a pesar de su antigüedad y herrumbre, habían sido hechas originariamente para correr sobre carriles de hierro. En resumen, existían allí fragmentos de muchos de nuestros adelantos más modernos; pero todos indicaban que tenían varios siglos de antigüedad y estaban expuestos en aquella sala no para instruir, sino como curiosidad. Tal como dije antes, estaban todos deteriorados.

Pasamos muchas vitrinas y llegamos al fin ante una que contenía varios relojes de pared y dos o tres relojes antiguos de bolsillo. Allí se detuvo el juez y abriendo la vitrina empezó a comparar mi reloj con los otros. El modelo era diferente, pero la cosa era claramente idéntica. Entonces se volvió hacia mí y me hizo un discurso en un tono grave y ofendido, señalándome repetidas veces los relojes de la vitrina y el mío; y sólo pareció apaciguarse algo cuando le hice comprender por señas que lo mejor sería que tomara mi reloj y lo pusiese con los otros. Eso le calmó bastante. Dije yo en inglés (esperando que el tono de voz y el gesto harían entender el significado de mis palabras) que sentía en el alma que se hubiera encontrado la menor cosa de contrabando en mi poder, que no había llevado intención de eludir el pago de los derechos acostumbrados y que consentiría gustoso en la confiscación de mi reloj si con ello podía compensar mi involuntaria violación de la ley.

Comenzó inmediatamente a ablandarse y me habló con más amabilidad. Debió de ver que había pecado por ignorancia; pero creo que lo que más le convenció fue el que no pareciera tenerle miedo, si bien le hablé con mucho respeto; eso, y el hecho de tener el pelo rubio y la tez blanca, cosa que, como todo el mundo, había él advertido y manifestado por señas.

Me enteré más tarde de que se consideraba un mérito altísimo tener el pelo rubio, por ser allí cosa extraordinaria, y que los que lo poseían eran muy admirados y envidiados por todos. Sea de ello lo que fuere, el reloj me fue confiscado; pero habíamos hecho las paces y me llevaron otra vez a la sala donde había sido interrogado previamente. El juez pronunció un nuevo discurso, terminado lo cual fui conducido a otro edificio cercano, que era, según descubrí poco después, la cárcel de la ciudad, pero donde me dieron una habitación especial, aparte de los demás prisioneros.

Mi cuarto contenía una cama, una mesa y algunas sillas, con una chimenea y un lavabo. Tenía una segunda puerta, la cual daba a un balcón con una escalera para bajar a un jardín bastante espacioso y cercado de paredes. El hombre que me conducía me hizo comprender que podría bajar al jardín y pasearme por él cuanto quisiera y me dio a entender que pronto me llevarían alimentos. Pude conservar mis mantas y las pocas cosas que en ellas tenía envueltas, pero era manifiesto que ha-bía de considerarme preso, sin poder en manera alguna averiguar por cuánto tiempo. Al fin me dejó solo.

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En la cárcel

Y entonces, por primera vez, me faltó completamente el ánimo. Baste decir que me encontraba desprovisto de todo recurso y prisionero en un país extraño, donde no tenía ni un amigo, y carecía del menor conocimiento de las costumbres y del idioma de sus habitantes. Me hallaba en poder de unos hombres con los cuales tenía pocas cosas en común. Y sin embargo, en medio de los temores que me causaba mi situación, en extremo difícil y equívoca, no podía por menos de sentirme hondamente interesado por la gente entre la cual había caído.

¿Qué podía significar aquella sala llena de maquinaria vieja que acababa de ver? ¿Y el disgusto del juez al ver mi reloj? Ese pueblo empleaba muy pocas máquinas; a la sazón. Esta misma observación la había hecho una y otra vez, aun cuando no llevaba más de veinticuatro horas en el país. En cuanto a adelantos estaban poco más o menos a la altura de los europeos, de los siglos XII y XIII no más, desde luego. Y sin embargo en cierta época debieron de conocer en sus menores detalles nuestros inventos más recientes. ¿Cómo podían habérsenos adelantado tanto en otro tiempo y hallarse ahora tan atrasados? No era, ciertamente, por ignorancia. Supieron que mi reloj era un reloj en cuanto lo vieron; y el cuidado con que aquellas máquinas rotas eran conservadas y rotuladas, era prueba de que no habían perdido el recuerdo de su antigua civilización.

Cuanto más pensaba en todo ello, menos lo entendía; y terminé por suponer que habían debido de agotar sus minas de carbón y de hierro, hasta que no les quedó ninguna, o tan pocas ya, que el uso de dichos minerales se viera reservado a la más alta aristocracia. Fue la única explicación que se me ocurrió; y, aunque pude ver más tarde lo equivocada que era esta suposición, entonces no dudaba de que respondía a la realidad.

Apenas habrían transcurrido cuatro o cinco minutos desde que formé esa opinión, cuando vi que la puerta se abría y entraba una joven con una bandeja, de la cual emanaba un olor a comida muy apetitoso. La contemplé con admiración mientras cubría la mesa con un mantel y colocaba encima un plato de aspecto sabroso. En ese momento me parecía que mi situación había mejorado ya mucho, pues sólo con mirarla daba una sensación de bienestar y consuelo. No tendría más de veinte años; era de estatura algo superior a la media, activa y fuerte, mas con facciones delicadísimas; sus labios eran carnosos y de un perfil suave; sus ojos, de un color castaño oscuro, sombreados con pestañas largas y arqueadas; su pelo, trenzado primorosamente, dejaba su frente descubierta; su tez era simplemente preciosa; su figura tenía toda la robustez compatible con la más perfecta belleza femenina, sin pasar de ese límite; sus manos y sus pies pudieron haber servido de modelo a un escultor.

Después de colocar el guisado en la mesa, salió echándome una mirada compasiva; sobre lo cual, al recordar quién es pariente de la compasión6, resolví que me compadeciera un poquito más. Volvió con una botella y un vaso y me encontró sentado en la cama, ocultando mi rostro en las manos, como un vivo retrato de la desesperación y del infortunio y, como todos los retratos, no muy sincero. Al observarla, entre mis dedos, salir otra vez de la estancia, estaba convencido de que sentía hacia mí profunda lástima. En cuanto hubo vuelto la espalda, comencé a probar mi cena, que era excelente.

6 Alusión a un proverbio inglés que dice: «El amor es pariente próximo de la compasión» (N. del T.)

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Volvió al cabo de una hora para levantar la mesa, acompañada por un hombre que llevaba un gran manojo de llaves atado a la cintura y cuyo ademán me convenció de que era el carcelero. Supe más tarde que era padre de la hermosa joven que me había llevado la cena. No soy mucho más hipócrita que los demás y por mucho que hiciera no podía parecer muy desdichado. Ya me hallaba repuesto de mi abatimiento y animado de los mejores sentimientos, tanto hacia mi carcelero como hacia su hija. Les di las gracias por sus atenciones para conmigo y, aunque no me podían entender, se miraron, riendo y charlando los dos, hasta que el buen hombre dijo algo, que supongo era alguna broma, porque la joven se echó a reír alegremente y escapó corriendo, dejando que su padre levantara la mesa.

Tuve luego otra visita: la de un señor menos simpático, que parecía profesar alta estimación por su propia persona y muy poca por la mía. Llevaba un libro, pluma y papel, todo de aspecto muy inglés; y sin embargo ni el papel ni la impresión ni la encuadernación ni la pluma ni la tinta eran del todo iguales a los nuestros.

Me dio a entender que su misión era enseñarme el idioma y que habíamos de empezar en el acto. Esto me agradó mucho, tanto por el mayor bienestar que entrañaría el poder entender a los demás y hacerme comprender de ellos, como porque suponía que las autoridades no me iban a enseñar el idioma si hubiesen abrigado la intención de tratarme después con crueldad. Empezamos sin más espera y aprendí el nombre de todos los objetos que contenía mi habitación, así como los números y pronombres personales. Descubrí con pesar que la semejanza entre las cosas de Europa y las suyas, tan a menudo observada por mí hasta entonces, no existía en cuanto al lenguaje; pues no me era posible encontrar la menor analogía entre éste y los idiomas de que tenía yo alguna noción; lo cual me llevó a pensar que estaba tal vez aprendiendo el hebreo.

Pero no puedo entrar en tanto detalle. Desde aquel momento mis días fueron transcurriendo en una monotonía que hubiese resultado pesada sin la compañía de Yram, la hija del carcelero; me había tomado mucha simpatía y me trataba con la mayor bondad. El profesor iba todos los días para enseñarme el idioma, mas Yram era mi verdadero diccionario y mi gramática, y la consultaba con tal provecho que hacía progresos extraordinarios y al cabo de un mes podía comprender gran parte de las conversaciones que tenían en mi presencia Yram y su padre. Mi profesor se declaró muy satisfecho y me dijo que presentaría un informe favorable sobre mi persona a las autoridades. Le pregunté entonces si tenía idea de lo que se pensaba hacer conmigo. Me contestó que mi llegada había causado gran alboroto en todo el país y que la orden era mantenerme encarcelado bajo estrecha vigilancia, hasta recibir nuevas instrucciones del gobierno. El haber encontrado un reloj en mi poder, añadió, constituía el único hecho delictivo y perjudicial en mi asunto. Y luego, al preguntarle yo el motivo, me contó una larga historia, en la que mi conocimiento imperfecto del idioma sólo me permitió entender que constituía un delito sumamente grave, casi tan punible, así creí entenderlo, al menos, como padecer el tifus. Pero añadió que en su opinión mi pelo rubio me salvaría.

Tenía permiso para pasear por el jardín, al que rodeaba una pared elevada, que aproveché para jugar a pelota; y gracias a este ejercicio no llegué a sentir malos efectos de mi cautiverio, aun cuando resultaba aburrido tener que .jugar solo. Andando el tiempo, personas de la población y de los alrededores empezaron a importunar al carcelero para que las dejara entrar a verme, y con buenas propinas lo consiguieron. Esa gente se mostró muy cariñosa conmigo; casi demasiado cariñosa porque era propensa a tratarme como a una celebridad, cosa que aborrezco profundamente. Las mujeres, particularmente, mostraban esa tendencia; pero

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habían de guardarse de Yram, dama de temperamento celoso que nos vigilaba de cerca, tanto a mí como a mis visitas. No obstante, sentía yo tanta simpatía por ella, y de ella dependía en tal grado cuanto significaba dicha y consuelo en mi vida, que me guardaría mucho de enojarla, y seguimos siendo excelentes amigos.

Los hombres eran mucho más discretos y creo que no habrían ido a verme espontáneamente; pero las mujeres les hacían acompañarlas. Quedé encantado de su hermoso talante y de sus modales amenos y afables.

Mi comida era sencilla, mas siempre variada y sana y el buen vino tinto era estupendo. Había encontrado en el jardín una clase de planta que ponía a enjugar en montones y luego secaba al sol, obteniendo así un substituto para el tabaco. De esa forma, entre Yram, el estudio del idioma, las visitas, el jugar a pelota en el jardín, fumar y dormir, el tiempo transcurría más ligero y de manera más agradable de lo que pude haber esperado.

También construí una flauta pequeña y, como poseo regularmente dicho instrumento, me entretenía a veces tocando trozos de óperas y canciones como Oh where and oh where y Home, sweet Dome. Ello me dio una gran ventaja, porque los habitantes de aquel país ignoraban la escala diatónica y se quedaban pasmados al oír cualquiera de nuestras melodías más vulgares. También a menudo me hacían cantar y me era fácil ver los ojos de Yram llenarse de lágrimas, sólo con cantarle Wilkins y su Dinah, BiIly Taylor, La hija del cazador de ratas o cualquier otra por el estilo que pudiera recordar.

En alguna ocasión tuve que discutir con ellos por negarme a cantar los domingos (llevaba cuenta de los días en mi cuaderno de notas) de no ser cánticos o himnos religiosos. Siento tener que confesar que de estos últimos había olvidado las palabras, de modo que únicamente podía cantar la tonada. Parecían no tener sino escasos sentimientos religiosos y ni siquiera haber oído nombrar la divina institución del Día del Señor, de suerte que atribuyeron mi observancia del descanso dominical a una crisis de tedio, notando la particularidad de que ésta se apoderaba de mí cada siete días. Pero eran en extremo tolerantes; y uno de mis visitantes me dijo con la mayor amabilidad que ya sabía lo difícil que era no abandonarse de vez en cuando al mal humor; no obstante, me aconsejó que consultara a alguien si mi dolencia empeoraba. No me fue posible a la sazón entender lo que significaba semejante consejo, aun cuando fingí encontrarlo de lo más natural.

Una sola vez me trató Yram de una forma adusta e irracional o, por lo menos, me pareció así en aquel momento. Ocurrió de la siguiente manera: yo había estado jugando a pelota en el jardín y me acaloré mucho. Aunque el día era fresco (pues el otoño avanzaba a grandes pasos y Puerto—Frío, así se traduce el nombre de la ciudad donde me hallaba encarcelado, estaba situado a mil metros de altitud), había estado jugando sin chaqueta ni chaleco y el resultado fue para mí un fuerte resfriado, al descansar largo rato al aire libre sin abrigo suficiente. Al día siguiente me encontraba muy acatarrado y con verdadero malestar. Poco acostumbrado a padecer dolencia alguna, ni siquiera leve, y pensando en lo agradable que sería hacerme cuidar y mimar por Yram, no hice el menor esfuerzo para parecer menos indispuesto de lo que realmente me hallaba; al contrario, decidí tomar en serio mi papel de enfermo.

Cuando entró Yram con mi desayuno, me quejé, en tono algo lastimero, de mi indisposición, esperando recibir de ella las muestras de simpatía y de aliento que me hubiesen prodigado mi madre y mis hermanas en casa. Pero nada de eso. Se enfadó al instante, me preguntó lo que quería decir con ello y cómo podía tener el atrevimiento de hablar de cosa semejante, más aún considerando el lugar en el cual

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me encontraba. Habría cedido al impulso de comunicarlo a su padre, dijo, si no hubiera temido consecuencias tan graves para mí. Parecía tan indignada y decidida y era tan evidente que su enojo no era fingido, que olvidé mi catarro al instante, rogándole que fuera a contárselo a su padre en seguida si tal era su deseo y asegurándole que en modo alguno pretendía escudarme con su intervención. Pronto me apacigüé, después de dirigirle cuantas palabras mordaces me vinieron a la mente, y le pregunté en qué había faltado, prometiéndome corregirme tan pronto como lo supiera. Ella a su vez vio que mi ignorancia no era fingida y que no había tenido intención de ofenderla, y me explicó que la enfermedad, de cualquier clase que fuere, se consideraba en Erewhon como un grave delito y una inmoralidad; y que yo, por el mero hecho de constiparme, me había expuesto a que me llevaran ante los tribunales y me encarcelaran durante largo tiempo. Me quedé atónito al oír semejante declaración.

Proseguimos conversando en la forma que mi conocimiento imperfecto del idioma permitía, y pude formarme alguna idea del concepto que Yram tenía de la enfermedad; pero no lo comprendí aún del todo ni podía sospechar entonces las extraordinarias perversiones mentales que existen entre lo erewhonianos, con las cuales, sin embargo, iba a familiarizarme bien pronto. No quiero hablar, por lo tanto, de lo que sucedió entonces entre nosotros. Sólo diré que hicimos las paces, que ella me llevó, subrepticiamente, un vaso de agua bien caliente con alcohol, y varias mantas suplementarias; y que a la mañana del otro día, yo ya estaba totalmente restablecido. No recuerdo haberme curado un catarro con tanta rapidez.

Este incidente aclaraba muchas cosas que eran hasta la fecha enigmas para mí. Parece ser que aquellos dos hombres que comparecieron ante el tribunal el día de mi llegada habían sido detenidos bajo la acusación de estar enfermos, y fueron ambos condenados a una larga reclusión con trabajos forzados; estaban a la sazón expiando su delito en la misma cárcel, y para hacer ejercicio y pasear tenían un patio, sólo separado por la pared que me servía de frontón, del jardín en el cual yo paseaba. Así quedaban explicados los quejidos y accesos de tos que oía con frecuencia y que provenían de la otra parte del muro. Este era muy alto, y no me había atrevido a trepar por encima temiendo que me viera el carcelero y pensara que trataba de evadirme. Sentía viva curiosidad por saber qué clase de gente podía vivir ahí, y había resuelto preguntárselo al carcelero; mas rara vez le veía, y en cuanto a Yram, solían presentarse temas de mayor interés para nuestra conversación.

Transcurrió otro mes, durante el cual hice tales progresos en el idioma, que llegué a comprender todo lo que me decían y a expresarme con regular facilidad. Mi profesor se quedaba asombrado ante mis adelantos; yo procuré atribuirlos a sus esfuerzos y a su admirable método para allanarme las dificultades del estudio, y así nos hicimos buenos amigos

Mis visitantes eran cada día más numerosos. Entre ellos había algunos, tanto hombres como mujeres, que me encantaban verdaderamente por su gran sencillez, la perfecta naturalidad de sus modales, su amenidad en el trato y, además, no siendo el menor motivo de mi deleite, por su extrema belleza. Iban otros de modales menos refinados, pero, con todo, gente donosa y agradable; mientras algunos eran fachendosos y cursilones.

Al terminar el tercer mes, el carcelero acompañó a mi profesor en una de sus visitas y me dijo que habían recibido instrucciones del gobierno, cuyo tenor era que, si mi conducta había sido buena y había parecido razonable en general; si mi salud y vigor físico no ofrecían la menor sospecha; y si era cierto que mi pelo era rubio,

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mis ojos azules y mi tez blanca, había de ser enviado inmediatamente a la capital, con el fin de que el rey y la reina pudiesen verme y hablar conmigo; pero que una vez en la corte me dejarían en libertad y cobraría una pensión adecuada. Mi profesor me dijo también que uno de los principales negociantes de la capital me había invitado a alojarme en su casa, y a considerarme como su huésped por cuanto tiempo quisiera.

—Es un hombre muy simpático —añadió el intérprete—, aunque ha padecido mucho de... —aquí pronunció una palabra larguísima que no pude entender bien, desde luego mucho más larga que cleptomanía—... y no hace mucho estuvo convaleciente, después de haber cometido un desfalco importante en condiciones particularmente deplorables. Se halla hoy totalmente restablecido, y los enderezadores dicen que ha hecho una curación verdaderamente asombrosa. Es seguro que os gustará.

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A la capital

Con estas palabras, el buen hombre salió de mi estancia antes de que hubiera tenido tiempo para expresarle mi asombro, al oír semejante lenguaje en labios de una persona que parecía respetable. «¡Cometer un desfalco importante en condiciones particularmente deplorables! —exclamé una vez estuve solo—, y ofrecerme, a mí, alojarme en su casa. No haré tal cosa. ¡Comprometerme desde un principio ante los ojos de toda persona decente y echar por tierra mis esperanzas, de convertirlos si se trata de las tribus perdidas de Israel, o de hacer mi fortuna con ellos si no lo son! No. Cualquier cosa antes que eso.»

Y a la primera ocasión dije a mi profesor cuánto me desagradaba la proposición que se me había hecho, y que la rechazaba, desde luego. Pues gracias a mi educación y al ejemplo de mis padres, y creo que en alguna medida también por instinto innato, tengo aversión muy sincera a todo proceder desleal en cuestiones de dinero, aunque nadie conceda como yo valor y consideración al dinero adquirido honradamente.

El intérprete se quedó muy sorprendido al oír mi contestación y me dijo que sería muy tonto si persistía en mi negativa.

—El señor Nosnibor —añadió— es un hombre de quinientos mil caballos de fuerza, por lo menos —pues el sistema para clasificar y considerar las personas en Erewhon es con arreglo al numero de kilos que pueden levantar con su dinero, o, para abreviar, por sus caballos de fuerza— y en su mesa se come estupendamente; además, sus dos hijas se cuentan entre las mujeres más guapas de Erewhon.

Después de oír esto, confieso que comencé a flaquear, y le pregunté si ese señor gozaba de buena consideración en la alta sociedad.

—Indudablemente —me contestó—, no hay hombre en todo el país que ocupe más alta posición.

Prosiguió diciendo que cualquiera hubiera pensado al oírme que el hombre que me ofrecía la hospitalidad había padecido ictericia, o pleuresía, o había tenido desgracias, y que yo temía el contagio.

—No temo mucho el contagio —contesté con impaciencia—, pero tengo cierto miramiento por lo que atañe a mi reputación; y cuando me entero de que un hombre ha estafado a los demás, podéis estar bien seguro de que me apartaré de él cuanto pueda. Si estuviese enfermo, o fuera pobre...

—¡Enfermo o pobre! —interrumpió el profesor, muy asustado—. ¡Y ése es vuestro concepto de la decencia! Os juntaríais con lo más vil entre los criminales y en cambio os parece que una mera estafa pueda ser obstáculo a las relaciones de amistad. No os puedo comprender.

—Pero ¡si yo mismo soy pobre! —grité.—Lo erais —dijo él— y pudisteis ser castigado severamente por ello.

Efectivamente, en el consejo que hubo de examinar vuestro caso, el hecho de ser pobre estuvo a punto de atraer sobre vuestra cabeza lo que yo mismo consideraría un castigo bien merecido. —Empezaba a enfadarse, y yo también—. Pero la reina sentía tanta curiosidad y tal deseo de veros, que suplicó al rey y obtuvo de él que os concediera su perdón y os otorgara una pensión, en atención a vuestro cutis benemérito. Tenéis suerte de que no haya podido oír cuanto acabáis de decir, pues, de lo contrario, seguramente os habría suprimido la pensión.

Al oír estas palabras sentí oprimido el corazón. Comprendí que mi situación era difícil en extremo y que sería locura criminal ir en contra del uso establecido.

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Permanecí en silencio durante varios minutos, y luego dije que tendría mucho gusto en aceptar la invitación del estafador. Al oír esto, mi profesor recobró su buen humor y me dijo que era un muchacho razonable.

Yo, empero, me sentía muy desconsolado. Al quedar solo, reflexioné sobre la conversación que acabábamos de tener, sin poder formarme de ella un juicio claro, aun que sí vislumbraba una perversión mental mayor aún de lo que estaba preparado a encontrar. Y esto me hacía muy desgraciado, porque no puedo soportar el trato continuo con personas que piensen de modo diferente al mío. Toda clase de ideas acudían a mi mente. Me acordaba de la barraca de mi amo y del sitio donde solía sentarme en la ladera del monte, en el que me asaltó por vez primera la loca idea de marcharme en viaje de exploración. ¡Cuántos años parecían haber transcurrido desde que emprendí la marcha!

Me acordaba asimismo de mis aventuras en el desfiladero, de las peripecias de mi viaje hasta allí y de Chowbok. ¿Qué les diría de mí Chowbok al regresar a la estancia? Había hecho bien en regresar, ¡vaya si había hecho bien! No era guapo, no; era hasta repugnante y lo habría pasado mal allí.

Llegó el crepúsculo y la lluvia golpeó contra los cristales de la ventana. Nunca me había sentido tan desgraciado, si no es durante tres días de mareo al principio del viaje que emprendí desde Inglaterra. Quedé sentado, absorto en mis melancólicas reflexiones, hasta que apareció Yram llevando luz y mi cena. Ella también, pobre chica, estaba muy triste, pues ya le habían dicho que debía marcharme Se había forjado la convicción de que me vería siempre en la población, aun después de recobrar la libertad, y creo que también la ilusión de casarse conmigo, aun cuando yo no le hice nunca la menor alusión a este propósito. Así es que entre la penosa y extraña conversación con mi profesor, mi propia situación, sin un amigo, y la tristeza de Yram, me asaltó una congoja indecible, que me oprimió hasta que me fui a la cama y el sueño cerró mis párpados.

Al despertarme por la mañana, me sentía mucho más animado. Quedó convenido que me había de marchar en un vehículo que iría a esperarme a las once, y la perspectiva de cambiar de ambiente me devolvió un buen humor que ni siquiera las lágrimas de Yram lograron desvanecer. Le di mil besos, le aseguré que nos volveríamos a ver y que mientras tanto no dejaría un instante de acordarme de sus bondades. Le dejé dos botones de mi chaqueta y un mechón de mi pelo como recuerdo, tomando en cambio un hermoso bucle de su magnífica cabellera; y después de despedirnos cien veces, hasta sentirme hondamente conmovido por su gran dulzura y su aflicción, me arranqué a sus efusiones y bajé a la carretela que estaba esperando. ¡Cuánto alivio sentí después de esa escena, al verme ya lejos, fuera del alcance de su vista! ¡Así hubiese podido sentirme también lejos de su pensamiento! ¡Quiera Dios que así sea ahora y que se haya casado felizmente con uno de su propia raza, olvidándome a mí!

Principió entonces un viaje largo y aburrido, con el cual creo que no habría de molestar al lector si tuviese ocasión de contárselo. Mas está a salvo de tal contingencia, por la sencilla razón de que me vendaron los ojos durante la mayor parte del trayecto. Me colocaban la venda por la mañana y sólo me la quitaban al llegara la posada en la cual habíamos de pasar la noche. Ibamos despacio, bien que las carreteras fuesen excelentes. Llevábamos un solo caballo, con el que hacíamos la, jornada completa de la mañana a la noche, o sea unas seis horas, aparte las dos horas del descanso de mediodía. No creo que recorriésemos más de sesenta kilómetros en cada jornada como término medio. Según queda dicho, no pude ver nada del país. Sólo sé que era llano y que varias veces tuvimos que cruzar en una

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barca ríos anchurosos. Las hospederías eran limpias y cómodas. En alguna de las ciudades importantes eran hasta suntuosas; y la comida era buena y bien preparada. La misma salud, la misma gracia y belleza maravillosas reinaban en todas partes.

Yo era objeto de mucha curiosidad; hasta tal punto que, según me dijo mi conductor, se veía obligado a guardar el secreto sobre nuestro itinerario y aun a pasar por lugares que no se encontraban en nuestro camino directo, con el fin de evitar el gentío que de otra forma se habría aglomerado para esperarnos.

Cada noche recibía visitas, y pronto quedé hastiado al tener que contestar siempre con las mismas palabras a parecidas preguntas; pero no había manera de enfadarse con gente cuyos modales eran tan encantadores. No me preguntaron una sola vez por mi salud, ni siquiera si me sentía cansado del viaje; en cambio su primera pregunta era, casi invariablemente, para saber si me encontraba de buen humor, pregunta cuya ingenuidad me pasmaba, hasta que me acostumbré a oírla.

Un día que me hallaba cansado y sentía frío, fastidiado de repetir siempre lo mismo, me volví con cierta brusquedad hacia el que acababa de hacerme esa pregunta y le dije que estaba muy enojado y que difícilmente podría encontrarme en peor disposición de ánimo, tanto contra mí mismo como contra los demás. Con gran asombro recibí las más amables expresiones de pésame, y oí cómo cuchicheaban en la sala, repitiéndose el uno al otro que me hallaba muy enfadado, ofreciéndome además perfumes y dulces que realmente debían de tener propiedades especiales para suavizar el mal humor, por cuanto me devolvieron pronto la alegría y fui felicitado en el acto por mi alivio.

A la mañana siguiente, dos o tres personas enviaron sus criados al hotel con bombones, para preguntar si me hallaba totalmente restablecido de mi acceso de mal humor. Al recibir los dulces estuve tentado de enfadarme todas las noches; pero me molestaban las palabras de pésame y las preguntas insistentes, y me pareció más cómodo conservar mi buen humor natural, el cual suele mantenerse con bastante constancia.

Entre las personas que iban a visitarme se contaban algunas que habían recibido una educación esmerada en los Colegios del Desatino, en los que se habían graduado y obtenido los más altos títulos en Hipotética, ciencia que constituye el objeto principal de sus estudios. Esos caballeros ejercían diversas carreras en provincias, tales como enderezadores, directores y cajeros de los Bancos musicales, sacerdotes de la religión, ¿qué sé yo?; y por medio de su educación esparcían un fermento de cultura en todo el país. Naturalmente, les hice numerosas preguntas respecto de las muchas cosas que me habían intrigado desde mi llegada. Traté de averiguar el objeto y la significación de las estatuas que había visto en la meseta del puerto. Me dijeron que eran vestigios de una época remotísima y que existían varios grupos semejantes en el país, si bien ninguno era tan notable como ese que había visto. Su origen era religioso, pues fueron levantadas con un fin propiciatorio, para conciliarse los dioses de la fealdad y de la enfermedad. En tiempos antiguos existía la costumbre de emprender expediciones allende las montañas y capturar los más feos que pudiesen encontrar entre los antepasados de Chowbok, para sacrificarlos en presencia de esas deidades y de ese modo apartar la fealdad y las dolencias de los propios erewhonianos. Había corrido el rumor, falso, según mi informador me aseguró, de que, siglos ha, llegaron incluso a sacrificar algunos de sus propios compatriotas que eran feos o estaban enfermos, con el fin de hacer ejemplos. Mas esas detestables costumbres habían

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desaparecido hacía mucho tiempo, y tampoco se rendía entonces culto a las estatuas.

Tuve la curiosidad de preguntar qué harían con un hombre de la tribu de Chowbok si llegare a cruzar las sierras y penetrar en Erewhon. Me fue contestado que nadie lo sabía, puesto que caso semejante no se había presentado desde hacía muchos siglos. Eran demasiado feos para ser dejados en libertad, mas no tanto que su fealdad pudiera considerarse como un crimen. Su delito al penetrar en Erewhon sería de orden moral, pero fuera del alcance del arte de los enderezadores. Probablemente serían relegados en el Hospital para Pelmazos incurables y su castigo consistiría en soportar, durante cierto número de horas al día, el fastidio que les infligieran los habitantes erewhonianos de dicho hospital, que no tienen la menor paciencia para aguantar su mutua pesadez, pero que morirían en breve plazo si no tuviesen alguien a quien «dar la lata»; en una palabra, se les guardaría como Fastidiados profesionales.

Al oír esto, se me ocurrió que algunos rumores de ese suplicio podían tal vez haber llegado hasta la tribu de Chowbok y circulado entre sus compatriotas, porque el miedo horrible de éste había llegado a tal paroxismo, que no podía ser inspirado por el mero temor a ser quemado vivo delante de las estatuas.

Quise indagar asimismo lo referente al museo de máquinas viejas y la causa de la regresión aparente en todas las artes, ciencias e invenciones. Supe que unos cuatrocientos años atrás, las ciencias mecánicas habían alcanzado allí adelantos muy superiores a los de nuestros países y progresaban con una rapidez prodigiosa, hasta que uno de los más sabios Profesores de Hipotética escribió un libro extraordinario, del cual me propongo publicar algunos extractos más adelante, en el cual demostraba que las máquinas terminarían por suplantar a la raza humana y llegarían a ser animadas de una vitalidad tan distinta a la de los animales y tan superior a ella, como la vida animal lo es comparada con la vida vegetal. Tan con-vincentes fueron sus razonamientos, o sus desatinos, sobre el asunto, que ganó la nación entera a su causa y limpiaron completamente el país de toda maquinaria que no hubiese estado en uso más de doscientos setenta y un años (límite fijado después de una serie de transacciones). Todo nuevo adelanto, toda nueva invención quedaron terminantemente prohibidos, so pena de ser considerado ante la ley su autor como atacado de tifus, cosa reputada allí como uno de los peores crímenes.

Es éste el típico caso en el que han confundido la enfermedad mental con la del cuerpo y aun en este caso lo hacen por una ficción legal admitida abiertamente.

Llegué a sentir cierta inquietud pensando en lo de mi reloj; pero me tranquilizaron asegurándome que los delitos de esa índole eran en la actualidad tan sumamente escasos, que la ley podía aplicarse con clemencia a un extranjero, especialmente a uno dotado de tan buena conducta (querían decir buena presencia), y de tan hermoso pelo rubio. Además, mi reloj constituía una verdadera curiosidad y una pieza de valor para el museo de la capital; de modo que, según ellos, no podía ofrecerme serio motivo de intranquilidad.

Pero he de volver sobre este mismo asunto al tratar de los Colegios del Desatino y del Libro de las máquinas. Haría cosa de un mes desde que emprendimos la marcha cuando me advirtieron que se acercaba el fin de nuestro viaje. Ya no me vendaban los ojos, pues parecía imposible que pudiera, jamás encontrar el camino para volver sin ser capturado.

Pasamos alegremente por las calles de una ciudad hermosa, siguiendo luego por una larga carretera, ancha y llana, plantada de álamos a cada lado. Esta

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carretera, que se alzaba ligeramente sobre el nivel de las tierras que atravesaba, había sido en otros tiempos vía del ferrocarril. Los campos a ambos lados estaban admirablemente cultivados, pero se había hecho ya la siega y la vendimia.

La temperatura había refrescado con una rapidez que el solo curso de la estación no bastaba para explicar, lo cual me hizo suponer que habíamos andado alejándonos del sol y que nos hallábamos varios grados más lejos del ecuador que cuando salimos.

Aun en esos parajes la vegetación denotaba un clima cálido; no obstante, los habitantes no carecían de vigor, constituyendo por el contrario una raza muy fuerte y capaz de mucha resistencia. Por centésima vez observé que, en conjunto, no había visto nunca otra que la igualara en cuanto al aspecto físico; y que esas gentes parecían tan afables como robustas.

Las flores eran ya escasas, si bien su ausencia era en cierta forma compensada por la abundancia de fruta deliciosa, muy semejante en su aspecto a los higos, melocotones y peras de Italia y de Francia. No vi ningún animal salvaje; en cambio, los pájaros eran numerosísimos y muy parecidos a los de Europa, aunque no tan mansos como lo eran al otro lado de las sierras. Los cazaban con ballestas y flechas, pues desconocían la pólvora, o por lo menos no la usaban.

Nos acercábamos a la capital y divisaba ya sus altas torres, fortificaciones, y grandes edificios que me parecían palacios. Comencé a inquietarme algo pensando en la acogida que se me reservaba; pero había ido todo muy bien hasta la fecha y resolví seguir el mismo plan, o sea: proceder exactamente como si estuviera en Inglaterra mientras no me diera cuenta de estar haciendo o diciendo un disparate; y de ocurrirme esto, callar hasta poder sondear el terreno.

Nos acercábamos rápidamente. La noticia de mi llegada se había propagado y a ambos lados de la carretera se aglomeraba un gentío enorme, que me recibía con muestras de la más respetuosa curiosidad y me obligaba a saludar constantemente a uno y otro lado en contestación a sus demostraciones.

Llegados a una distancia de un kilómetro y medio, aproximadamente, de la ciudad, salieron a recibirnos el alcalde y varios concejales, entre los cuales vi a un anciano de aspecto venerable que me fue presentado por el alcalde, así me parece que debo llamarle, como el caballero que me había invitado a alojarme en su casa. Le hice una gran reverencia y le dije lo agradecido que estaba y el gusto con que aceptaría su hospitalidad. Me impidió continuar y señalando su coche, que esperaba cerca, me indicó que tomara asiento. Me incliné otra vez profundamente ante el alcalde y los concejales y me alejé con mi anfitrión, cuyo nombre era Senoj Nosnibor.

Después de recorrer casi un kilómetro, el coche dejó la carretera principal y, siguiendo las murallas de la ciudad, nos llevó a un palacio edificado sobre una pequeña eminencia y en los mismos arrabales de la capital. Era la residencia de Senoj Nosnibor y no se puede imaginar nada más hermoso. Estaba cerca de las ruinas, magníficas y venerables, de la antigua estación del ferrocarril, que desde los jardines de la casa ofrecían un espectáculo imponente. El parque, cuya extensión sería de unas cuatro o cinco hectáreas, estaba distribuido en terrazas superpuestas, con anchas escaleras que subían y bajaban según el declive del terreno. En dichas escaleras se veían estatuas de una factura admirable; al lado de éstas, grandes jarrones que contenían arbustos de varias especies para mí desconocidas; y a ambos lados de los escalones, hileras de cipreses y cedros antiguos, entre las que discurrían sendas cubiertas de césped. Después venían viñedos selectos y vergeles donde los árboles se hallaban, a la sazón, cargados de hermosa fruta.

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A la casa misma se llegaba por un patio, rodeado por un pórtico al que daban las habitaciones, como en Pompeya. En el centro del patio había una piscina y una fuente. Cruzando ese patio llegamos al cuerpo principal de la casa, compuesto de dos pisos. Las habitaciones eran altas y espaciosas; tal vez a primera vista dieran cierta impresión de desnudez, mas en los climas cálidos la gente no acostumbra amontonar tantos muebles en las estancias como lo hacen en los países fríos. Eché de menos algún piano de cola o instrumento por el estilo; no se veía ni un solo instrumento de música en ninguna de las habitaciones, exceptuando el salón grande, donde había media docena de grandes batintines de bronce, en los que las señoras solían golpear al azar, sin orden ni concierto. No producían ciertamente un ruido muy agradable; pero he oído música no menos molesta en otros sitios, tanto antes como después de mi viaje a Erewhon.

El señor Nosnibor me llevó por varias salas espaciosas, hasta llegar a un gabinete donde se encontraban su esposa y sus hijas, de las que había oído hablar a mi profesor. La señora Nosnibor tendría unos cuarenta años y era aún guapa, pero había adquirido excesiva corpulencia. Sus hijas, en la flor de la juventud, eran de una belleza perfecta. Di la preferencia casi inmediatamente a la más, joven, cuyo nombre era Arowhena; porque su hermana mayor se veía altiva, mientras que ella en cambio poseía una gracia encantadora.

La señora de Nosnibor me recibió con tan exquisita cortesía que habría tenido que ser muy tímido y asustadizo para no sentirme pronto a mis anchas. Apenas había terminado la ceremonia de mi presentación cuando entró un criado para anunciar que la comida estaba dispuesta en la sala contigua. Sentía un hambre atroz y la comida era superior a toda ponderación. ¿Extrañará el lector que yo empezase a considerarme muy satisfecho de mi alojamiento? «¿Este hombre, desfalcar dinero? —pensaba yo—. ¡Imposible!»

Pero observé que mi anfitrión permanecía inquieto durante toda la comida, en la que sólo tomó un poco de pan y leche. No habíamos terminado cuando entró un hombre alto, enjuto, con barba negra, de quien el señor Nosnibor y toda su familia hicieron mucho caso: era el enderezador de la familia.

Con este caballero se encerró el señor Nosnibor en otra habitación, de la que salieron a poco llantos y sollozos. Me resistía a creer mis propios oídos; pero al cabo de breves minutos tuve la completa seguridad de que aquellos lamentos los profería el señor Nosnibor en persona.

—¡Pobre papá! —dijo Arowhena, al tiempo que tomaba un poco de sal con la mayor tranquilidad—. ¡Qué sufrimientos más terribles ha padecido!

—Sí —contestó su madre—, pero creo que se halla hoy fuera de peligro.Y siguieron relatándome el caso en todos sus pormenores, el tratamiento

prescrito por el enderezador, y con cuánto éxito se había aplicado, todo lo cual reservo para referirlo en otro capítulo, más bien en forma de un resumen general de las opiniones corrientes a este respecto, que con las palabras exactas con que me fueron relatados los hechos. Suplico al lector, sin embargo, se digne creer que, tanto en este próximo capítulo como en los siguientes, me he esforzado en no apartarme en lo más mínimo de la más estricta veracidad, y que en ningún caso he desfigurado voluntariamente una opinión o una costumbre, si bien puedo haber dejado alguna vez de comprenderla en todo su alcance .

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Opiniones corrientes

He aquí lo que pude sacar en claro. En aquel país, cuando un hombre cae enfermo, sufre alguna indisposición, o ve su salud quebrantada de cualquier forma antes de llegar a los setenta años de edad, debe comparecer ante un jurado formado por sus convecinos; y si su culpabilidad queda demostrada, es objeto de público escarnio y se le condena más o menos severamente según el caso. Las en-fermedades se subdividen en delitos y faltas, lo mismo que las transgresiones a la ley entre nosotros; así, se castiga con dureza a un hombre que cae gravemente enfermo, mientras que la debilidad del oído o de la vista en una persona que pasa de los sesenta y cinco años y que ha disfrutado de buena salud toda su vida, es castigada con una multa solamente, o, de no poder pagar ésta, con la prisión.

Pero si un hombre falsifica un cheque, o incendia su casa, o roba con violencia a otra persona, o comete cualquier acto semejante, considerado como crimen en nuestros países, se le recluye en un hospital donde es atendido con el mayor cuidado a expensas del público, o, si es persona acomodada, hace saber a todos sus amigos que padece una crisis aguda de inmoralidad, exactamente como hacemos nosotros cuando estamos enfermos. Sus amigos acuden a visitarle con la mayor solicitud, preguntándole con interés cómo le ocurrió el caso, qué síntomas se manifestaron primero, etc., preguntas a las que él contesta con entera franqueza; pues aunque la mala conducta es considerada tan deplorable como la enfermedad entre nosotros, e indica asimismo un desarreglo grave en el individuo que se porta mal, admítese, sin embargo, que es resultado de alguna desgracia anterior o posterior a su nacimiento.

Pero lo extraño en todo ello es que, mientras atribuyen las faltas morales a los efectos de cierta desventura, achacable al temperamento o al medio ambiente, no quieren admitir la desventura como disculpa en otros casos que, en Inglaterra, sólo despertarían compasión. Toda clase de desdicha o mala suerte y hasta el ser víctima de las malas artes del prójimo, considéranse como delitos contra la sociedad, toda vez que causan malestar a los que oyen su relato. Por lo tanto, los reveses de fortuna, o la pérdida de un amigo muy querido, cuya ayuda le era a otro muy precisa, son delitos castigados casi con la misma severidad que los de orden físico.

Verdad es que por muy extrañas que semejantes ideas puedan parecernos comparándolas con las nuestras, se podrían encontrar vestigios de opiniones en cierto modo parecidas, hasta en la Inglaterra del siglo XIX. Si una persona tiene un apostema, el médico dirá que contiene materia morbosa o «corrompida»; y la gente acostumbra a decir que tiene un brazo o un dedo «malos», o que está «mala», cuando lo que quiere decir es «enferma».

En los países extranjeros podemos encontrar opiniones aún más marcadamente erewhonianas. Los mahometanos, por ejemplo, encarcelan aún a sus mujeres en hospitales; y los maoríes de Nueva Zelanda castigan cualquier desgracia penetrando a viva fuerza en casa del que la ha sufrido y rompiendo y quemando todos sus enseres. Los italianos, por su parte, emplean el mismo vocablo para expresar «vergüenza» e «infortunio». Oí en cierta ocasión a una dama italiana hablar de un joven amigo suyo, pintándolo como dotado de todas las virtudes imaginables: «Ma —añadió—, povero disgraziato, ha ammazzato suo zio». (Pobre desdichado, ha matado a su tío.)

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Al referir esta conversación, oída siendo muchacho, cuando me llevó mi padre a Italia, la persona a quien se la relataba no mostró la menor sorpresa. Me contó que en cierta población de Italia utilizó durante dos o tres años los servicios de cierto cochero, un joven siciliano muy simpático, tanto en su aspecto como en el trato; hasta que un día le perdió de vista. Al preguntar qué había sido de él, le contestaron que estaba en la cárcel por haber disparado contra su padre con intención de matarle, afortunadamente sin graves consecuencias. Algunos años más tarde, el que me contaba esta historia vio un día a su joven cochero tan simpático acercársele muy afectuosamente. «Ah, caro signore! —exclamó—, sono cinque anni che non lo vedo, tre anni di militare, e due anni di disgrazia», etc. (Querido señor, hace cinco años que no le veo, tres años de servicio militar, y dos años de desgracia), los dos últimos de los cuales los había pasado el pobre chico en la cárcel. En cuanto a sentido moral, no demostraba poseer ni el menor rastro. Él y su padre estaban ya en muy buenas relaciones y seguirían probablemente viviendo así, a no ser que uno de los dos tuviera otra vez la desgracia de ofender mortalmente al otro.

En el capítulo siguiente daré algunos ejemplos de la manera empleada por los erewhonianos al tratar lo que nosotros llamaríamos infortunio, o enfermedad; pero por ahora volveré a su tratamiento de los casos que consideramos como crímenes.

Según queda dicho, estos casos, aun cuando no son punibles judicialmente, son reconocidos como susceptibles de corrección. Por consiguiente, existe allí una clase de hombres versados en el arte de tratar a las almas, que llaman «enderezadores»; no veo palabra más adecuada para traducir un vocablo que significa literalmente «el que endereza los torcidos». Estos hombres ejercen su profesión de modo muy parecido a los médicos en Inglaterra y cobran honorarios, de forma discretísima, por cada visita. Los consultan con la misma franqueza que a nuestros doctores y son obedecidos con igual prontitud; es decir, en general con bastante acatamiento, porque la gente comprende que tienen interés en restablecerse cuanto antes y que no habrán de arrostrar el desprecio que implicaría siempre una enfermedad física, aunque tenga que pasar por un tratamiento muy doloroso.

Cuando digo que no habrán de arrostrar desprecio, no quiero decir con eso que para un erewhoniano no entraña inconveniente, socialmente hablando, el cometer un timo, pongamos por ejemplo. Sus amigos se apartarán de él, porque su compañía ya no será tan agradable; de igual manera que nosotros sentimos cierta repugnancia por la frecuentación de los pobres en bienes o salud.

Ninguna persona dotada del menor respeto de sí misma admitiría con trato de igualdad, en sus relaciones afectivas, a los menos afortunados que él en cuanto a alcurnia, salud, dinero, belleza, capacidad, o cualquier otra cosa. En verdad, no es solamente natural, sino deseable en cualquier sociedad, humana o animal, que los afortunados sientan aversión y hasta repugnancia por los desdichados, o al menos por los que se sepa que han sufrido una desgracia grave o poco corriente.

Por lo tanto, el hecho de no revestir los erewhonianos a los crímenes o delitos con la idea de culpabilidad que atribuyen en cambio a las dolencias del cuerpo, no impide que los más egoístas entre ellos demuestren frialdad a un amigo que ha estafado algún banco, pongo por ejemplo, hasta que se halle totalmente «restable-cido»; pero sí impide que se les ocurra siquiera tratar a los delincuentes con ese tono despectivo, que parece implicar: «Yo, en su lugar, sería otro hombre, y mejor».

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En cambio, este mismo tono de desprecio les parece muy natural tratándose de alguna dolencia física.

De ahí que, mientras ocultan las enfermedades del cuerpo por todos los medios, astucias, hipocresías y artimañas que puedan inventar, hablan con entera libertad de las más escandalosas aberraciones mentales, caso de padecerlas; he de añadir en honor a la verdad que este caso no es frecuente.

Por cierto que existen en aquel país algunas personas que son, por decirlo así, valetudinarios del espíritu, y que se ponen muy ridículas con su perversidad imaginaria, cuando en realidad no pasan de ser personas bastante decentes. Mas constituyen una excepción; por regla general, hablan de esa salud moral con la misma franqueza o el mismo disimulo, según los casos, con que nosotros hablamos de la salud de nuestro cuerpo.

En consecuencia, los saludos corrientes entre nosotros, tales como: «¿Cómo está usted?» y otros por el estilo, se consideran allí groserías y faltas a la más elemental educación; y en las clases más refinadas de la sociedad, no se tolera siquiera una observación, tan corriente y lisonjera en nuestros países, como es decir a un hombre que tiene buen aspecto. Se saludan diciendo: «Espero que usted sea bueno esta mañana»; o bien: «Espero que esté menos arisco que la última vez que nos vimos»; y si la persona a quien así se saluda no ha sido buena, o está aún de mal humor, lo dice en seguida y se le da el pésame consiguiente.

Más aún: los enderezadores han llegado a dar nombres, sacados del lenguaje hipotético, tal como se enseña en los Colegios del Desatino, a todas las formas conocidas de indisposición mental y a clasificarlas según un sistema de su invención, el cual, aun cuando yo no lo he podido comprender parece que en la práctica daba excelentes resultados, ya que pueden decir al enfermo lo que le pasa tan pronto como han oído el relato de su caso; y al ver la facilidad con que emplean sus palabras tan largas, el paciente queda convencido de la seguridad del diagnóstico.

El lector ya puede imaginarse que las leyes sobre la enfermedad eran a menudo burladas con ayuda de ficciones convencionales, que todo el mundo comprendía, aunque hubiera sido una grave falta de educación el parecer comprenderlas siquiera. Así, un día o dos después de mi llegada a la casa de los Nosnibor, una de las muchas señoras que iban a visitarme me rogó en nombre de su marido que dispensara a éste por enviar solamente su tarjeta, dando como motivo de su ausencia que al cruzar la plaza del mercado por la mañana, había robado un par de calcetines. Ya me habían advertido de que no debía en ningún caso mostrar sorpresa, de modo que me limité a expresar mi sentimiento, y añadí que yo mismo, no obstante llevar tan poco tiempo en la capital, había estado ya a punto de robar un cepillo para la ropa, y que si bien había resistido hasta entonces a la tentación, mucho temía que si viera algún objeto que me llamase especialmente la atención y no fuese demasiado caliente ni pesado, habría de entregarme a los cuidados de un enderezador.

La señora de Nosnibor, que había estado escuchando todo cuanto yo decía, me felicitó una vez se hubo marchado aquella señora. Nada —dijo— habría podido ser más cortés con arreglo a la etiqueta erewhoniana. Me explicó luego que el haber robado un par de calcetines, o, en lenguaje familiar, «tener los calcetines», era una manera convencional de decir que la persona en cuestión se hallaba ligeramente indispuesta.

A pesar de todo eso, saben apreciar debidamente la alegría que experimenta uno al encontrarse lo que ellos llaman «bien». Admiran y aprecian la salud mental

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en los demás, y encaminan todos sus esfuerzos, sin dejar por ello sus demás obligaciones, a conseguirla. Demuestran gran repugnancia a contraer matrimonio con hijos de familias que consideran poco sanas. Envían por el enderezador tan pronto como han incurrido en algún acto verdaderamente perverso, y a menudo, hasta cuando se sienten a punto de cometerlo; y aunque sus remedios son a veces en extremo dolorosos, incluyendo la reclusión absoluta durante semanas, y en ciertos casos, los más crueles tormentos físicos, no he oído decir nunca que un erewhoniano razonable se negara a hacer lo que le mandaba su enderezador, como no he oído decir tampoco que un inglés razonable se negara a sufrir hasta la operación más terrible, si sus médicos le asegurasen que era necesaria.

En Inglaterra, no huimos nunca de confesar a nuestro médico lo que nos pasa, por mero temor a que nos haga sufrir. Le dejamos hacer lo que quiere, aun lo peor y lo aguantamos todo sin murmurar, porque no nos vemos escarnecidos por estar enfermos y porque sabemos que el médico está haciendo cuanto puede para curarnos, y que es más apto que nosotros para juzgar nuestro caso. Pero ocultaríamos la menor dolencia si tuviésemos que arrostrar el mismo trato que los erewhonianos al estar enfermos. Haríamos exactamente lo que hacemos en casos de enfermedad del sentido moral o del intelecto: usaríamos las más refinadas estratagemas para fingir la salud, hasta ser descubiertos; y una sola azotaina, dada en concepto de mero castigo, parecería más odiosa que la amputación de una pierna hecha cortés y bondadosamente con la intención de ayudarnos en un caso apurado y con pleno convencimiento por parte del cirujano, de que sólo a una casual diferencia de constitución debe el no encontrarse en igual apuro que nosotros. Por lo mismo, los erewhonianos reciben un vapuleo una vez por semana, y se ponen a régimen de pan y agua durante dos y tres meses consecutivos, en cuanto así lo ordena su enderezador. No creo que mi huésped, no obstante haber estafado toda su fortuna a una viuda confiada, tuviera que sufrir peor trato que el que cualquier hombre recibiría gustoso de manos de un médico inglés. Aun así, lo debió de pasar muy mal. Lo que oía era suficiente prueba de que no dejaba de sufrir intensamente; a pesar de lo cual no intentó nunca sustraerse al tratamiento. Estaba convencido de que le era beneficioso; y entiendo que tenía razón. No puedo creer que ese hombre vuelva a cometer un desfalco en su vida. Quizá lo haga otra vez, pero tardará mucho.

Mientras estaba en la cárcel, y durante mi viaje, había descubierto ya la mayor parte de lo que antecede; mas me parecía tan sumamente extraño, que estaba constantemente temiendo cometer alguna descortesía, debida a mi imposibilidad de mirar las cosas desde el mismo punto de vista de mis vecinos. Sin embargo, después de vivir algunas semanas en compañía de la familia Nosnibor, llegué a comprender mejor las cosas, particularmente al oír relatar en todos sus pormenores la enfermedad de mi anfitrión, quien me hablaba de ella con frecuencia y detalladamente.

Por lo visto ejercía el cargo de agente de bolsa en la capital desde hacía muchos años, habiendo acumulado una inmensa fortuna, sin salirse .jamás de los límites de lo que se tenía generalmente por justificable, o al menos por permitido, en los negocios; hasta que por fin, en varias ocasiones, había sentido crecer en él un deseo de ganar dinero mediante prácticas fraudulentas y había llegado a negociar con dos o tres cantidades de una forma que no dejó de inquietarle. Desgraciadamente, no había hecho mucho caso de su «indisposición», y la había descuidado. Hasta que se le presentaron circunstancias que le permitieron el fraude en gran escala. Me las contó detalladamente y resultaron ser de lo peorcito que

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pueda uno figurarse; pero no hace al caso referirlas aquí. Aprovechó la oportunidad que se le ofrecía y se dio cuenta, cuando ya era tarde, de que debía de estar gravemente enfermo. Se había descuidado demasiado tiempo.

Se hizo llevar a su casa inmediatamente, notificó la desgracia a su esposa y a sus hijas con todo género de precauciones, y mandó por uno de los más afamados enderezadores del reino para que celebrara una consulta con el de la familia, por cuanto el caso era manifiestamente grave. Al llegar el enderezador, le hizo su relato, y manifestó el temor de ver su moralidad aniquilada de modo permanente.

Aquel hombre eminente le devolvió la tranquilidad con algunas palabras alentadoras, y empezó a formar un diagnóstico más detallado de la enfermedad. Se informó acerca de los padres del señor Nosnibor. ¿Habían gozado siempre de buena salud moral? Le contestó el señor Nosnibor que nunca habían tenido nada de importancia; pero que su abuelo materno, con quien se decía que tenía cierto parecido físico, había sido un perfecto canalla, y acabó su vida en un hospital, mientras un hermano de su padre, después de llevar la vida más escandalosa durante muchos años, había sido curado al fin por un filósofo de una nueva escuela, la cual, según pude comprender, tenía la misma relación con la antigua que la homeopatía con la alopatía. El enderezador negó con la cabeza al oír esto, y contestó riendo que la cura se debería sin duda a la naturaleza. Después de formular algunas preguntas más, extendió su receta y se marchó.

Yo vi la receta. ordenaba el pago al Estado de una multa por valor del doble de la cantidad estafada; como alimento, sólo pan y leche, durante seis meses y una buena azotaina cada mes, por espacio de un año. Me sorprendió ver que de aquella multa no se destinaba la menor cantidad a la pobre mujer víctima del desfalco; mas al informarme del motivo, se me contestó que ésta habría sido procesada ante el Tribunal de la confianza mal colocada, si no hubiese escapado a sus garras, muriendo poco después de enterarse de su pérdida.

En cuanto al señor Nosnibor, había recibido su undécima azotaina el día de mi llegada. Le vi luego, por la tarde del mismo día, y aún se resentía algo; pero no había manera de escapar al tratamiento recetado por el enderezador, toda vez que las llamadas leyes sanitarias de Erewhon son muy rigurosas, y de no ver el enderezador que sus órdenes habían sido obedecidas, el paciente habría sido llevado a un hospital (como son llevados los pobres), donde lo habría pasado mucho peor. Así lo ordena la ley; pero no se da nunca el caso de obligar a su cumplimiento.

En otra ocasión, presencié una entrevista del señor Nosnibor con el enderezador de la familia, a quien se consideraba lo bastante competente para dirigir la terminación del tratamiento. Llamó mi atención la delicadeza con que evitaba hasta la alusión más remota a todo cuanto pudiera interpretarse como una pregunta relacionada con la salud física de su paciente, aun cuando se veía cierto color amarillento en los ojos de mi huésped que indicaba un temperamento algo bilioso. La menor observación sobre este detalle hubiese constituido una falta muy descortés a la «etiqueta» profesional. Me dijeron, sin embargo, que en ciertos casos el enderezador puede estimar conveniente una ligera investigación sobre la posibilidad de alguna leve indisposición física, de parecerle importante como ayuda en su diagnóstico. Pero por regla general, sólo obtiene contestaciones engañosas o evasivas, y ha de formar sus deducciones por su cuenta y como puede.

Se han encontrado personas sensatas cuya opinión era que se debería confiar en secreto al enderezador cualquier dolencia física susceptible de tener alguna relación con el caso en tratamiento; pero la gente rehuye, naturalmente,

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estas confidencias ante el temor de rebajarse en la opinión del enderezador, cuya ignorancia en cuanto a ciencia médica es, por lo demás, supina.

Oí, por cierto, referir el caso de una señora que tuvo la osadía de confesar que la crisis violenta de mal humor y de caprichos extravagantes que motivaba su consulta, podía originarse en alguna indisposición. «Debéis rechazar esa idea —le dijo el enderezador con tono amable, pero severo—, no podemos hacer nada por el cuerpo de nuestros pacientes; semejantes asuntos caen fuera de nuestro dominio, y no quiero oír más detalles sobre el particular.» La señora echó a llorar, y prometió sinceramente que no volvería jamás a estar indispuesta.

Pero volvamos al señor Nosnibor. A medida que transcurría la tarde, llegaban numerosos coches con visitas que iban a preguntar cómo se encontraba después de su vapuleo. Había sido muy duro, pero las cariñosas preguntas que afluían de todas partes le dieron mucho gusto y me afirmó que las atenciones con que se había visto colmado por parte de sus amigos durante su convalecencia casi le habían inducido a sufrir una recaída; inútil es decir que no hablaba en serio.

Durante todo el resto de mi estancia en el país, el señor Nosnibor no dejó de ocuparse activamente de sus negocios, y aumentó considerablemente su ya inmensa fortuna; pero no oí nunca el más ligero rumor de que hubiese vuelto a caer indispuesto, o que hubiera ganado dinero por medios que no fuesen estrictamente Honrados. En cambio, oí decir más tarde, en tono confidencial, que existían motivos para creer que su salud se había resentido, y no poco, del tratamiento impuesto por el enderezador, pero sus amigos no quisieron mostrar mucha curiosidad en averiguarlo, y en cuanto volvió a sus negocios todos estuvieron de acuerdo en considerar que no había motivo para imputárselo como delito a uno que se viera tan atribulado en otro aspecto. Porque consideran las dolencias del cuerpo más perdonables en la medida en que han sido producidas por causas ajenas a su constitución. Así, por ejemplo, si una persona echa a perder su salud por excesos en la comida o en la bebida, lo consideran casi como parte de la enfermedad mental que lo ha causado, y por lo mismo, le dan poca importancia. En cambio no perdonan enfermedades tales como fiebres, catarros o afecciones del pecho, que a nosotros nos parecen ajenas a la voluntad del individuo. Solamente muestran mayor indulgencia para las enfermedades de la infancia, el sarampión, por ejemplo, que consideran en cierto modo como una forma de «correrla», de pasar las mocedades, y las pasan por alto como imprudencias perdonables, si no han sido muy graves y a condición de que sean compensadas por una curación radical subsiguiente.

Huelga decir que la carrera de enderezador requiere una preparación especial y larga. En buena lógica, el que quiera curar una dolencia moral debe conocerla prácticamente en todas sus manifestaciones. El estudiante que cursa la carrera de enderezador se ve obligado a dedicar ciertas temporadas a la práctica de cada vicio por turno, como un deber religioso. Dichas temporadas reciben el nombre de «ayunos», y se prolongan hasta que el estudiante se halle verdaderamente capaz de sojuzgar en su propia persona todos los vicios más corrientes y, por lo tanto, de aconsejar a sus enfermos basándose en los resultados de su propia experiencia.

Los que se proponen ejercer como especialistas, más que a la «práctica general», se dedican particularmente al vicio que habrán luego de curar entre su clientela. Algunos estudiantes se han visto precisados a continuar sus experimentos durante toda su vida, y ciertos hombres abnegados han llegado a caer víctimas, verdaderos mártires, de la bebida, de la glotonería, o de cualquier clase de vicio que habían escogido como campo de sus estudios especiales. La mayoría de ellos, sin

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embargo, no resultan perjudicados por sus incursiones en las varias regiones del vicio que están obligados a estudiar.

Los erewhonianos, en efecto, opinan que la virtud pura y sin mezcla no es cosa de la cual se pueda abusar. Me señalaron más de un caso en el que las virtudes, reales o supuestas, de los padres, habían sido castigadas en los hijos y descendientes hasta la tercera y cuarta generación.

Los enderezadores dicen que lo más que puede aducirse en favor de la virtud, es que sus resultados demuestran muchísimo más en pro que en contra y que en resumen es muy preferible seguirla a combatirla; mas añaden que abunda la pseudovirtud y que la gente puede dejarse engañar mucho por ella antes de darse cuenta de su error. Los mejores hombres, dicen, son aquellos que no sobresalen mucho, ni en el vicio ni en la virtud. Yo les conté la historia de Hogarth y de sus dos aprendices, el laborioso y el holgazán; pero no me pareció que el aprendiz laborioso les resultara muy simpático.

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Algunos juicios erewhonianos

En Erewhon, lo mismo que en otros países, existen tribunales especiales designados para entender en ciertas causas. Según lo he explicado ya, la desgracia en general es considerada más o menos delictiva, pero admite cierta clasificación y existe un tribunal para cada una de las categorías en las que se ha convenido dividirla.

Poco después de mi llegada a la capital, un día que había salido de paseo penetré en el Tribunal de los Lutos y Desgracias personales, y con mucho interés y mucha pena al mismo tiempo, presencié el juicio de un hombre acusado de haber perdido recientemente a su esposa, con quien le unía un cariño profundo, y que le había dejado con tres niños, el mayor de los cuales sólo contaba tres años.

El informe que trató de presentar su abogado defensor se basaba en el alegato siguiente: que el acusado no había querido nunca verdaderamente a su esposa. Pero tal sistema de defensa fracasó por completo ante los testigos llamados por el fiscal, que declararon uno tras otro lo profundamente que se quería aquel matrimonio. El acusado lloró reiteradamente al oír relatar incidentes que le recordaban la irreparable pérdida que había sufrido. El jurado volvió después de muy corta deliberación con un veredicto de culpabilidad; pero admitiendo atenuantes en el hecho de haber asegurado el reo la vida de su esposa por una fuerte cantidad, en fecha reciente, pudiendo por lo tanto considerárselo como afortunado en cuanto había percibido el dinero sin que la compañía de seguros pusiera dificultades, a pesar de haber pagado él dos primas solamente.

Acabo de decir que el fallo del jurado fue de culpabilidad. Cuando el juez dictó la sentencia, llamó mi atención su manera de increpar al abogado defensor por haber hecho éste referencia a cierto libro, en el que la culpabilidad de los casos de desgracia semejantes al de su defendido se atenuaba hasta un punto que provocó la indignación de Tribunal.

—Aún veremos —dijo el juez—, publicarse de vez en cuando esos libros desvergonzados y subversivos, hasta que se llegue a reconocer como un axioma de la moral que la suerte es el único objeto digno de la veneración humana. Hasta dónde llega el derecho de un hombre a tener más suerte, y, por consiguiente, a ser más respetable que sus vecinos: he aquí un problema que ha sido resuelto siempre, y siempre lo será, primero con regateos y componendas y finalmente por la violencia. Mas sea como quiera, es de sentido común que a ningún hombre se le debe permitir el ser desgraciado sino hasta cierto, muy limitado, punto.

Luego, volviéndose hacia el acusado, añadió el juez: —Habéis sufrido una gran pérdida. La naturaleza castiga muy severamente

tamaños delitos y el deber de la ley humana es recalcar los decretos de la Naturaleza. De no intervenir el ruego de clemencia expresado por el jurado, yo os habría condenado a seis meses de trabajos forzados. No obstante, conmutaré vuestra sentencia en una condena de tres meses solamente, con opción a sustituir la por una multa del veinticinco por ciento del dinero que habéis cobrado de la compañía de seguros.

El procesado dio las gracias al juez y añadió que como no tenía nadie que pudiese cuidar a sus hijos si le encarcelaban, se acogería a la opción que le concedía la clemencia de su señoría y pagaría la cantidad señalada. Hiciéronle salir entonces de la sala del Tribunal.

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En la causa siguiente, se acusaba a un joven, que acababa de alcanzar su mayoría de edad, de haber sido despojado de una gran fortuna, mientras era menor, por su propio tutor, que era también uno de sus parientes más próximos. Hacía mucho tiempo que su padre había muerto y por este motivo su delito debía ser juzgado por el Tribunal de los Lutos y Desgracias Personales. El muchacho, que no tenía abogado, alegó en su defensa que era joven, no tenía experiencia, estaba atemorizado por su tutor y carecía de una persona que pudiese aconsejarle de forma desinteresada.

—Joven —le contestó el juez severamente—, no os salgáis con sandeces. Nadie tiene derecho a tener pocos años, carecer de experiencia, dejarse atemorizar por su tutor y no tener quién pueda aconsejarle en forma desinteresada. Si con tamañas imprudencias ofende uno el sentido moral de sus amigos, ha de contar con sufrir las consecuencias.

Mandó entonces al acusado que presentara excusas a su tutor, y le condenó a recibir doce latigazos con el látigo de nueve colas.

Pero el lector podrá tal vez formarse un concepto más exacto de la absoluta perversión mental que impera en ese pueblo extraordinario si le refiero la vista pública de la causa seguida contra un hombre acusado de tisis pulmonar, delito que, hasta hace muy poco aún, se castigaba con la pena capital. Tuvo lugar cuando yo llevaba ya varios meses en el país, y estoy apartándome del orden cronológico al referirlo aquí; pero me parece más conveniente hacerlo de esta forma, con el fin de agotar este asunto antes de pasar a tratar de los otros. Además, no acabaría nunca si tuviese que seguir un método estrictamente narrativo y contar en todos sus detalles los mil disparates con que tropezaba a diario.

El acusado fue colocado en el banquillo y el jurado prestó juramento en forma parecida a la que se sigue en Europa; imitaron casi todos nuestros procedimientos judiciales, hasta preguntar al procesado si admitía o negaba la acusación. La rechazó y siguió la vista. La prueba testifical le fue muy desfavorable; mas debo hacer constar, en honor a la equidad del Tribunal, que éste mantuvo una imparcialidad absoluta. Al abogado de la defensa le fue permitido alegar todo cuanto pudiera recaer en favor de su cliente; y su argumento era que el procesado simulaba estar tísico con el fin de estafar a una compañía de seguros, con la cual estaba en tratos para gestionar una renta vitalicia, que de esa forma esperaba conseguir en condiciones más ventajosas. De poderse comprobar este extremo, habría evitado el enjuiciamiento criminal y habría sido enviado a un hospital por padecer enfermedad moral.

Pero esta tesis no podía sostenerse en buena lógica, pese a toda la habilidad y elocuencia de uno de los más célebres abogados del país. La cosa era bien clara, pues el acusado estaba casi moribundo ya y era de extrañar que no hubiese sido procesado y condenado mucho antes. No cesó de toser durante toda la vista, y sólo a duras penas pudieron los dos carceleros que le acompañaban mantenerle en pie hasta el final.

El resumen del magistrado fue una cosa admirable. Insistió sobre cada punto que pudiera interpretarse en favor del procesado, pero pronto quedó claro que testimonios tan abrumadores como los presentados no dejaban lugar a dudas, y cuantos presenciaban la vista tuvieron la misma opinión respecto al fallo inminente de los jurados, cuando éstos se retiraron para deliberar. Estuvieron ausentes unos diez minutos, y a su regreso el presidente del jurado declaró culpable al procesado. Se oyó un ligero murmullo de aprobación, inmediatamente reprimido; y entonces el presidente de la sala se levantó para dictar la sentencia, haciéndolo en términos que

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no puedo olvidar y que anoté en un cuaderno de bolsillo al día siguiente, copiándolos de la información publicada en el periódico de mayor circulación. Me veo obligado a condensarlo un poco, y todo lo que pudiera añadir no daría sino una idea muy imperfecta del tono de severidad solemne, por no decir majestuosa, en el cual fue pronunciado aquel discurso. Helo aquí:

—Procesado que ante nosotros comparecéis, habéis sido acusado del grave delito de hallaros atacado de tuberculosis pulmonar y después de la prueba imparcial hecha ante el jurado formado por vuestros conciudadanos, habéis sido declarado culpable. Contra ]ajusticia de este veredicto no he de pronunciar una sola palabra: los cargos en contra vuestra han resultado abrumadores y sólo me resta dictar una sentencia adecuada a los fines que la ley persigue. Esta sentencia habrá de ser muy severa. Me duele hondamente ver a un hombre tan joven aún, cuyo porvenir se presentaba en todo lo demás tan lleno de esperanzas, llevado a tan lamentable trance por una constitución física que sólo puedo calificar de radicalmente viciada. Mas vuestro caso no admite compasión: éste no es vuestro primer delito; habéis llevado una vida de crímenes y aprovechado la clemencia que os fue demostrada en ocasiones anteriores para delinquir aún más gravemente contra las leyes e instituciones de vuestro país. El año pasado sufristeis una condena por bronquitis con circunstancias agravantes; y veo que, no obstante tener veintitrés años solamente, habéis sido encarcelado hasta catorce veces por padecer enfermedades más o menos aborrecibles. En verdad, no exagero si digo que habéis pasado la mayor parte de vuestra vida en la cárcel.

»Está muy bien que os defendáis diciendo que habéis nacido de padres enfermizos y que sufristeis un accidente siendo niño, que quebrantó para siempre vuestra salud. En tales excusas buscan siempre refugio los criminales; pero la justicia no puede prestarles oído por un solo momento. No estoy aquí para entrar en curiosas disquisiciones metafísicas sobre el origen de esto o de aquello, disquisiciones que no acabarían nunca si sólo por una vez se tolerase su introducción aquí, y que tendrían por resultado el hacer recaer toda la culpa de los delitos en los tejidos de la célula original, o en los gases elementales. No se trata aquí de saber cómo llegasteis a delinquir, sino únicamente esto: ¿habéis o no delinquido? Esta cuestión ha sido resuelta en sentido afirmativo y no dudo un solo momento en decir que ha sido resuelta en justicia. Sois un malvado y un individuo peligroso y quedáis ante los ojos de vuestros conciudadanos marcado con el baldón infamante de uno de los crímenes más nefandos.

»No soy yo quien ha de justificar la Ley: la Ley puede en ciertos casos tener durezas inevitables y es posible que en alguna ocasión me vea obligado a dictar una sentencia con pesar, por no poder aplicar otra menos severa. Pero vuestro caso es diferente; más bien contrario, y si no estuviese abolida la pena capital para el delito de tisis, os la habría aplicado ahora sin vacilar.

»Sería intolerable que un ejemplo de tamaña perversidad quedase impune. Vuestra presencia en la sociedad de personas respetables haría considerar a los menos vigorosos, como faltas sin importancia, toda clase de enfermedades; y no podemos permitir que os quede la posibilidad de pervertir seres que aún no han nacido y que podrían más tarde importunaros. No debe permitirse a ningún nonato que se os acerque y no tanto como protección suya, pues son nuestros enemigos naturales, como en nuestra propia defensa, ya que, no pudiendo rechazarlos completamente, hemos de cuidar el que estén deparados a quienes ofrezcan menos peligro de pervertirlos.

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»Pero independientemente de esta consideración, y aparte de la culpabilidad física que entraña un crimen tan grande como el vuestro, existe además otro motivo que nos impide demostraros la menor clemencia, aun cuando nos sintiésemos inclinados a ello. Me refiero a la existencia de cierta clase de hombres que viven escondidos entre nosotros y que llaman médicos. Si llegase a relajarse en lo más mínimo, tanto la severidad de la ley como la presión de la opinión pública, esos individuos viciosos, que en la actualidad se ven obligados a ejercer clandestinamente, y que sólo pueden ser consultados arrostrando los mayores riesgos, llegarían a visitar con frecuencia todos los hogares; su organización y su conocimiento de todos los secretos íntimos de cada familia les otorgaría un poder, tanto social como político, al que nadie sería capaz de resistir. El cabeza de familia se convertiría en subordinado del médico de casa, quien se interpondría entre marido y mujer, entre amo y criado, hasta ver a esos doctores convertirse en los únicos dueños del poder en la nación y tener bajo su dominio todo cuanto apreciamos y queremos. Entonces entraríamos en una era de degeneración física; vendedores de drogas de toda clase llenarían nuestras calles y publicarían sus anuncios en todos nuestros periódicos.

»Existe un remedio contra ello, y uno solo. Es el que las leyes de este país han adoptado y aplicado desde hace tanto tiempo y que consiste en la represión más severa de toda enfermedad, sea la que fuere, tan pronto como su existencia se manifiesta a los ojos de la ley. ¡Ojalá esos ojos fuesen mucho más penetrantes de lo que son!

»Pero no quiero insistir en cosas tan evidentes. Podéis aducir que no es vuestra culpa. La contestación es bien fácil y se reduce a lo siguiente: si hubierais nacido de padres sanos y ricos y os hubieran cuidado con esmero cuando erais un niño, no habríais violado las leyes de vuestro país ni os hallaríais en vuestra vergonzosa situación actual. Si me objetáis que no tuvisteis participación ni responsabilidad en vuestra parentela ni en vuestra educación, y que por lo tanto es injusto haceros responsable de ambas cosas, os diré que tengáis o no la culpa de estar tísico, el hecho es que la falta reside en vos, y que cumplo con mi deber cuidando de que la comunidad esté protegida contra faltas de esa índole. Podéis decir que vuestra es la desdicha de ser un criminal; os contestaré que vuestro es el crimen de ser desdichado.

»Para terminar, debo advertiros que aun en el caso de haberos visto absuelto por el jurado, suposición que no puedo admitir seriamente, habría considerado mi deber el infligiros una condena casi tan dura como la que voy a pronunciar ahora, puesto que cuanto más inocente fuerais del crimen que os ha sido imputado, tanto más culpable seríais de otro casi tan odioso: me refiero al crimen de haber sido calumniado injustamente.

»No dudo, por lo tanto, en condenaros a cadena perpetua con trabajos forzados para el resto de vuestra miserable existencia. Y os ruego encarecidamente que aprovechéis lo que os queda de ella para arrepentiros del mal que habéis hecho, y para reformar completamente la constitución de vuestro cuerpo. No tengo mucha esperanza de que hagáis caso de mis consejos; sobradamente os habéis entregado ya al crimen. Si sólo dependiese de mí, no habría de añadir una sola palabra para mitigar la sentencia que acabo de pronunciar; pero la ley, más compasiva, establece que basta el criminal más empedernido pueda tomar uno de los tres medicamentos oficiales, el cual les será recetado en el acto de su condena; y por consiguiente mandaré que os sean dadas dos cucharadas de aceite de ricino todos los días, hasta que el Tribunal tenga a bien ordenar nuevas medidas.

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Al terminar de dictarse la sentencia, el procesado pronunció unas cuantas palabras, apenas perceptibles, admitiendo que había sido justamente castigado, y que se le había juzgado con imparcialidad. Luego fue conducido a la prisión, de la que no debía salir ya con vida. Hubo una segunda tentativa de aplauso al terminar el juez su discurso; pero, lo mismo que la primera, fue reprimida en el acto, y aunque los ánimos estaban muy levantados contra el acusado, no se produjo la menor demostración de violencia contra su persona, y sólo se oyeron algunos gritos que salieron de la multitud cuando subió al coche celular. Verdad es que nada me impresionó tanto, durante toda mi estancia en el país, como el respeto de todos hacia la ley y el orden.

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Malcontentos

Confieso que me sentía perplejo y malhumorado al volver a casa, cuando reflexioné más detenidamente acerca de lo que acababa de presenciar. Durante la causa, me había dejado llevar por la opinión colectiva de los que me rodeaban. No demostraban sentir el menor recelo en cuanto a la rectitud de lo que hacían. No parecía haber una sola persona en la sala que tuviera la más ligera duda de que se procedía en perfecta justicia. La confianza de todos, tan exenta de todo temor, llegó a penetrarme a mí también por simpatía, a pesar de haber sido acostumbrado a profesar opiniones tan distintas. Así nos pasa a todos: lo que vemos hacer a los que nos rodean como cosa natural, lo encontramos también natural. Y, después de todo, procediendo así cumplimos con nuestro deber, salvo en circunstancias excepcionales.

Pero al encontrarme solo y recapacitar acerca de la causa que acababa de verse, surgió en mí la impresión de que revelaba un punto de vista extraño e insostenible. Si el juez hubiera dicho que admitía lo que probablemente era la verdad, o sea, que el acusado había sido engendrado por padres enfermizos, o que había tenido alimentación insuficiente durante la niñez, o que había sido víctima de algunos accidentes que le ocasionaron la tisis; y si hubiese añadido que, aun cuando conocía todos esos detalles y sentía en el alma que su misión de proteger a la sociedad le obligara a imponer nuevas penalidades a un Hombre que había padecido tanto ya, no estaba en su poder evitarlo; entonces yo habría podido comprender su punto de vista, por muy equivocado que me pareciese. El juez estaba firmemente convencido de que la única manera de impedir que la debilidad y la enfermedad se extendieran y causasen estragos era imponiendo castigos a los débiles y enfermos; y de que los sufrimientos infligidos en esa ocasión al acusado evitarían, en último término, sufrimientos diez veces mayores a sus conciudadanos, gracias a la aparente severidad del momento. Por lo tanto, podía comprender perfectamente que le impusiera cualquier castigo que juzgase necesario con el fin de evitar que el mal ejemplo cundiese y se extendiese a los demás, llegando a hacer degenerar el tipo erewhoniano; pero me parecía casi pueril decir al acusado que habría podido gozar de perfecta salud si hubiera tenido más suerte en su constitución y hubiera pasado menos penalidades en su infancia.

Aunque cueste a mi timidez este aserto, me parece que no hay injusticia en castigar a las personas por sus desdichas, o en recompensarlas por haber sido meramente afortunadas: tal es la condición normal de la vida humana, y ninguna persona sensata se quejará por verse sometida a la ley común. No tenemos otro camino abierto. Resulta ocioso decir que los hombres no son responsables de sus desdichas. ¿En qué consiste la responsabilidad? Sin duda alguna, «ser responsable» significa estar sujeto a la obligación de contestar si se nos pide una respuesta, y todo ser vivo tiene la responsabilidad de su vida y de sus actos, es decir, responde de ellos si la sociedad estima conveniente ponerlos en tela de juicio por conducto de su agente autorizado.

¿Qué delito ha cometido el cordero para que lo criemos y cuidemos, proporcionándole una vida sosegada y segura, con el único fin de matarlo después? Su delito consiste en la desdicha de ser algo que la sociedad requiere como comestible y en que no puede defenderse. Eso va muy lejos. ¿Quién pondrá coto a los derechos de la sociedad, si no es la sociedad misma? ¿Y qué consideraciones hacia el individuo habrán de guardarse, que no beneficien a la sociedad? ¿Por qué

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motivo habrían de prodigarse tantas recompensas a un hombre por ser hijo de un millonario, si no fuera evidente que con ello se labora en pro del bienestar público?

No podemos seriamente denigrar el mérito que tiene un hombre en ser hijo de un rico, sin, al mismo tiempo, poner en peligro nuestro propio derecho a la posesión sobre las cosas que no estamos dispuestos a arriesgar. Si no fuera así, no le dejaríamos su dinero un momento: quisiéramos tenerlo nosotros en el acto. Porque es muy cierto que la propiedad es un robo; pero entonces todos juntos somos ladrones, de hecho o en intención, y hemos comprendido la necesidad de organizar nuestro placer y nuestra venganza. Propiedad, matrimonio, ley: lo que el cauce es para el río, así es la regla y la convención para el instinto; y pobre del que la emprenda con el dique mientras corre la riada.

Pero volvamos a nuestro asunto. En Inglaterra misma, considérase a un hombre que se encuentra a bordo de un barco en el que se han declarado casos de fiebre amarilla, como responsable de su desgracia, sin pararse a examinar lo que pueda costarle la cuarentena en que se le mantiene. Puede contagiarse de la fiebre a su vez y morir, no lo podemos remediar; ha de correr el riesgo lo mismo que los demás. Sin duda sería de una dureza temeraria añadir el ultraje a nuestras medidas de protección, a no ser que miremos el ultraje como una de nuestras mejores medidas de defensa personal.

Por otra parte, veamos el caso de los locos. Decimos que son irresponsables de sus actos; pero cuidamos mucho, o al menos debemos hacerlo, de que respondan ante nosotros de su locura, y los encarcelamos en lo que llamamos un manicomio (¡ese moderno refugio!) si sus respuestas no nos satisfacen. Es ésta una forma extraña de irresponsabilidad. Lo que habríamos de decir es que podemos contentarnos con una respuesta menos satisfactoria por parte de un loco que la que exigimos de uno que no lo es, porque la locura es menos contagiosa que el crimen.

Matamos a una serpiente cuando pone nuestra vida en peligro, sólo por ser tal serpiente y hallarse en tal lugar; pero no se nos ocurre decir que la culpa la tiene la serpiente, que de ella dependía ser otra cosa y no un animal dañino. Su crimen consiste en ser lo que ella es; pero es un delito imperdonable y tenemos razón en matarla para que nos deje libre el camino, a no ser que nos parezca aún más peligroso matarla que dejarla escapar. Mas, con todo, nos da lástima ese bicho, aun cuando lo matamos.

Pero en el caso del hombre cuyo juicio he descrito antes, era imposible que cualquiera de los que lo presenciaron no se diera cuenta de que si él no estaba también tuberculoso, era por mera casualidad, por haber tenido otros padres y vivido en circunstancias diferentes. Y sin embargo, nadie se sentía avergonzado al oír al juez expresarse así, con las palabras más crueles para el procesado. El juez mismo era una persona bondadosa y atenta. Su porte era majestuoso y afable a la vez. Se veía claramente que gozaba de una constitución de hierro, y su cara reflejaba la madurez de la sabiduría y la experiencia; mas, con todo ello, a pesar de su edad y de su saber, era incapaz de comprender ciertas cosas que hubieran parecido evidentes hasta a un niño. No podía emanciparse, es más, no podía tan sólo darse cuenta, de la esclavitud en la cual le mantenían las ideas en medio de las cuales se había educado.

Lo mismo ocurría con el jurado y con el público; y, lo más asombroso de todo, hasta con el mismo procesado. Durante todo el juicio pareció totalmente convencido de que se procedía con él en buena justicia; no vio ninguna extravagancia en el discurso del juez cuando éste le dijo que debía ser castigado, no tanto como medida necesaria de protección por parte de la sociedad (aunque este motivo no se perdió

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nunca de vista), como por no haber sido mejor engendrado y educado. Pero estas reflexiones me llevaron a esperar que serían menores sus padecimientos de lo que hubieran sido en caso de ver las cosas desde el mismo punto de vista que yo las veía. Y después de todo, la justicia es cosa relativa.

Puedo mencionar aquí que hasta muy pocos años antes de mi llegada a aquel país, el tratamiento reservado a todos los enfermos condenados había sido mucho más cruel, ya que no se les proporcionaba ningún medicamento, y los prisioneros estaban obligados a ejecutar los trabajos más duros a la intemperie, de tal forma que la mayoría no tardaba en sucumbir como resultado de las grandes penalidades que habían de pasar. Esto se consideraba como ventajoso hasta cierto punto, en cuanto ocasionaba menos gasto al país para mantener a los presos. Pero el creciente bienestar colectivo llegó a suavizar algo la severidad antigua, y las nuevas generaciones, más sensibles, no quisieron tolerar por más tiempo lo que les parecía un exceso de rigor, aun tratándose de los mayores delincuentes. Además, se observó que los jurados no condenaban con tanta frecuencia, y la justicia quedaba a menudo defraudada por no existir alternativa entre condenar virtualmente a un hombre a muerte, o devolverle la libertad. Se dijo también que a la postre el exceso de severidad se traducía en recaídas, pues los que habían sido encarcelados, a veces por dolencias sin importancia, salían a menudo enfermos ya de veras y para toda su vida. Así resultaba que cuando un hombre había sufrido una condena, lo más probable era que no dejara ya de ser una carga para la nación.

Hacía tiempo que tales abusos se habían hecho patentes y manifiestos; empero, la gente era demasiado indolente, y harto indiferente ante toda pena ajena, para molestarse en ponerles término, hasta que por fin surgió un reformador caritativo, que dedicó su vida entera a la realización de las reformas necesarias. Dividió todas las enfermedades en tres grupos, las que interesan la cabeza, el tronco, y las extremidades inferiores, y consiguió un decreto por el cual todas las enfermedades de la cabeza, ya fueran internas o externas, fuesen tratadas con láudano, las del tronco con aceite de ricino, y las de las extremidades inferiores con una embrocación compuesta de una fuerte dosis de ácido sulfúrico mezclado con agua.

Cabe argüir que la clasificación no era bastante cuidadosa, y que los medicamentos estaban mal escogidos; pero iniciar una reforma es siempre cosa difícil, y era preciso familiarizar a la opinión pública con el principio que se establecía, introduciendo la cuña por su parte más delgada: no es extraño, por lo tanto, que en un pueblo tan práctico quepan aún reformas y mejoras. La gran masa de la nación está perfectamente satisfecha de las condiciones actuales, y convencida de que su manera de tratar a los delincuentes no deja nada, o sólo muy poco, que desear; mas existe una minoría enérgica, cuyas opiniones son consideradas como avanzadísimas, y que no quiere darse por satisfecha hasta que el principio recientemente admitido sea llevado a mayores consecuencias.

Me costó cierto trabajo averiguar las opiniones de estos hombres y sus motivos para profesarlas. El público en genera) los odia y los considera destructores de toda moral. Los malcontentos, por su parte, afirman que la enfermedad es resultado inevitable de ciertas causas antecedentes, causas que en la mayoría de los casos no dependen de la voluntad del individuo, y que por lo tanto la culpabilidad de un hombre al estar tuberculoso es la misma que la de una fruta podrida por estar podrida. Bien es verdad que esta fruta debe echarse a un lado, por ser impropia para el consumo del hombre, y el hombre que está tísico debe ingresar en la cárcel como protección para sus conciudadanos; pero esos radicales no quisieran que se

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le impusiese otro castigo sino privarle de la libertad y mantenerle bajo estrecha vigilancia. Mientras estuviera en la imposibilidad de perjudicar a la sociedad, le permitirían hacerse útil suministrando a ésta cualquier artículo para su consumo, con arreglo a sus posibilidades. Si con ello consiguiere ganar dinero, lo emplearían en rodearle de todo el bienestar posible dentro de la cárcel, y no pondrían otros obstáculos a su libertad, sino los estrictamente precisos para impedir su evasión, o evitar que empeorase su enfermedad durante su encarcelamiento; pero deducirían de su salario todos sus gastos de manutención, alojamiento y vigilancia y la mitad de los de su proceso. Si estuviese demasiado enfermo para contribuir a su mantenimiento en la prisión, le darían solamente pan y agua y aun con parquedad.

Dicen también que es una necedad por parte del cuerpo social rechazar los servicios de un hombre por el mero hecho de haber sido perjudicado por él anteriormente; y que esa oposición al trabajo de los enfermos equivale a un proteccionismo disfrazado. Es un medio de hacer subir el precio de un artículo, prohibiendo su producción a tal o cual persona que puede y quiere producirlo, obligando así a todos a pagarlo más caro.

Además, mientras no se mate efectivamente a un hombre, sigue siendo nuestro semejante, aunque un semejante muy molesto tal vez. Es, en gran parte, culpa de los demás el que haya llegado a ser lo que es, o, dicho de otra forma, la sociedad que le condena tiene su. parte de responsabilidad en el delito. Añaden que no habría lugar a temer un recrudecimiento en las enfermedades si se adoptara este sistema; porque la pérdida de la libertad, la vigilancia, el descuento considerable y obligatorio en el salario del preso, el uso muy moderado de excitantes, de los que sólo permitirían cantidades reducidas a los presos, y ninguno en absoluto a los que no trabajasen para ganarlos, el celibato forzoso, y más que todo, la pérdida de la reputación ante los amigos, constituirían, en su opinión, medios de defensa tan potentes como los que emplea la sociedad contra la relajación de su higiene general, y acaso aún más eficaces.

Por lo tanto, dicen ellos, todo preso debería continuar ejerciendo su profesión u oficio dentro de la cárcel, en cuanto fuera ello posible; de no serlo, se ganaría la vida en el oficio que más se pareciere al suyo; y tratándose de un caballero, criado en la ociosidad y careciendo de toda profesión, que hiciera estopa, o que escribiera crítica de arte para un periódico.

Esos malcontentos añaden también que la mayor parte de las enfermedades que se producen en su país son debidas al tratamiento descabellado que se les aplica. Creen que, en la mayoría de los casos, las dolencias del cuerpo son tan fácilmente sanables como las enfermedades morales que ven curar a diario en su derredor, pero que una reforma fundamental resulta imposible mientras no se enseñe a la gente a considerar de forma más acertada las causas que producen anomalías fisiológicas. Los hombres seguirán ocultando sus enfermedades mientras se vean escarnecidos tan pronto como éstas se hagan públicas. Es el escarnio y no el temor a la medicación lo que los lleva a ocultarlas. Y si las gentes supieran que sus vecinos han de recibir la noticia de su enfermedad como un hecho lamentable, sí, pero resultante de causas necesariamente antecedentes, como lo sería el haber penetrado a viva fuerza en una joyería para robar un collar de diamantes, es decir, como un hecho que pudo haberles ocurrido a ellos con igual facilidad, de no tener la suerte de haber sido engendrados o criados en mejores condiciones; y si supieran asimismo que el trato que han de recibir en la cárcel no será peor de lo que exige la protección de la sociedad contra el contagio y el tratamiento adecuado a su propia enfermedad: entonces se entregarían a la policía al darse cuenta de que están

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atacados de viruelas, pongo por ejemplo, con la misma espontaneidad que muestran actualmente llamando al enderezador al darse cuenta de que están a punto de falsificar un testamento, o de escapar con la mujer del prójimo.

Pero su argumento más poderoso, en la fuerza del cual más confían, es la economía, pues saben que conseguirán su objeto con mayor facilidad dirigiéndose al bolsillo de la gente, donde hay por regla general algo que le pertenece, que dirigiéndose a su cabeza, que en la mayoría no suele contener sino cosas prestadas o robadas. Creen además que la economía constituye la prueba más eficaz y más evidente en casos como éste.

Si puede demostrarse que un sistema resulta más económico para una nación, sin parsimonia exagerada y sin que los gastos aumenten indirectamente por otro lado, dicen estos malcontentos que resulta muy difícil rebatir los argumentos en favor de su adopción; y creen, justa o erróneamente, no lo puedo yo juzgar, que un trato más humano, a base de más medicación, aplicado a los enfermos en favor de los cuales abogan, habría de resultar a la postre mucho más económico para el país. En cambio no me pareció que esos reformadores se opusiesen a la aplicación del azote, o hasta de la pena capital, en ciertos casos de enfermedades muy perniciosas; pues les parecía el medio más eficaz de combatirlas. Por consiguiente eran partidarios de que se dieran azotes y hasta garrote, pero con compasión.

Temo haberme detenido en exceso en opiniones que no pueden tener la menor relación con las nuestras y sin embargo no he transcrito ni la décima parte de los argumentos que me fueron presentados por esos aspirantes a reformadores. Mas creo haber abusado ya bastante de la atención del lector.

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Las ideas de los erewhonianos sobre la muerte

Los erewhonianos consideran la muerte con menos aversión que la enfermedad. Si llega a ser entre ellos un delito, cae fuera del alcance de la ley, que por lo tanto guarda silencio sobre este extremo. Pero afirman que la mayor parte de los que se suelen considerar como muertos, en realidad no han nacido todavía, o, al menos, no han nacido en este mundo invisible que es el único digno de consideración. Refiriéndose a ese otro mundo, suelen decir que algunos son abortos para él, antes de llegar siquiera al nuestro; otros, después de permanecer en este mundo visible; y unos pocos elegidos nacen verdaderamente en aquella región. O sea, que la inmensa mayoría de los hombres y las mujeres en todo el país son abortos antes de llegar a ella. Y añaden que esto no tiene tanta importancia como le damos nosotros.

En cuanto a lo que llamamos la muerte, dicen que también se ha exagerado mucho su importancia. El mero hecho de saber que algún día hemos de morir no nos hace muy desgraciados; nadie cree poder escapar a ese común destino, de modo que nadie queda defraudado. No nos preocupamos mucho, ni aun cuando sabemos que nos queda poco tiempo de vida; lo único que nos había de impresionar seriamente sería el conocer, o, más bien, el creer que conocemos, el preciso momento en que ha de caernos el golpe. Afortunadamente, nadie puede jamás saberlo con certeza, aunque muchos se esfuercen en hacerse desdichados tratando de adivinarlo. Es como si existiera algún poder misericordioso que nos impidiese añadir este aguijón al rabo de la muerte, aguijón que no dejaríamos de añadirle si nos fuera posible; y que ese poder cuidara de que la muerte, que no dejará nunca de ser un espantajo, no llegue tampoco nunca, en ninguna circunstancia concebible, a ser otra cosa que un espantajo.

Pues aun suponiendo el caso de un hombre condenado a morir dentro de una semana y encerrado en una prisión de la cual no le es posible evadirse, siempre le que dará la esperanza de que se suspenda la ejecución de su sentencia antes de terminar la semana. Además, cabe el que se declare un incendio en la cárcel y muera ahogado por el humo en vez de ahorcado por la cuerda; o puede caer muerto por un rayo mientras esté haciendo su ejercicio reglamentario en el patio de la cárcel. Cuando llegue la mañana fijada para la ejecución del desdichado, aún puede atragantarse y morir ahogado al tomar el desayuno, o dejar de latir su corazón y fallecer antes de que caiga la trampa. Y hasta cuando ya ha caído ésta, no le es posible tener aún la seguridad de que va a morir, porque no lo puede saber cierto hasta que haya muerto efectivamente; y entonces ya será tarde para que pueda darse cuenta de que había de morir en la hora marcada, pese a todas sus ilusiones. Los erewhonianos, por lo tanto, consideran que la muerte, lo mismo que la vida, causa más pavor que daño.

Incineran a los muertos, cuyas cenizas se esparcen después sobre cualquier terreno que el mismo difunto haya podido escoger. No se permite a nadie denegar esta hospitalidad a los muertos; por lo tanto, la gente suele designar a tal efecto algún jardín o huerto que haya conocido y amado en su juventud. Los supersticiosos creen que los muertos cuyas cenizas han sido así esparcidas sobre un terreno se convierten después en los más celosos guardianes del lugar; y a los vivos les gusta pensar que han de identificarse con tal o cual rincón donde han sido felices en otros tiempos.

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No levantan monumentos ni redactan epitafios a los muertos, si bien en épocas anteriores sus costumbres eran muy semejantes a las nuestras; pero tienen otra costumbre que equivale a lo mismo, pues parece que el instinto de mantener el nombre vivo después de muerto el cuerpo es común a toda la humanidad. Mandan esculpir, en vida, su propia estatua, los que pueden hacer ese gasto, claro está, y graban en el pedestal inscripciones que suelen ser tan poco verídicas como nuestros epitafios, si bien en otro aspecto. No dudan en presentarse allí como víctimas de la cólera, de los celos, de la envidia y cosas por el estilo; mas en cambio, casi todos propenden a la belleza física, sea o no cierto que la poseyeron, y muchos alardean de tener un capital importante invertido en títulos de Deuda.

Cuando un hombre es feo, no sirve de modelo para su propia estatua, aunque ésta lleve su nombre. Pide al más apuesto de sus amigos que lo haga en su lugar, y una de las formas de echar una flor a otro, consiste en pedirle ese favor. Las mujeres suelen servir de modelo cada una para su propia efigie, debido a cierta aversión natural que les impide admitir mayor belleza en una amiga; pero esperan del escultor que las idealice. Pude comprender que la multitud de tales estatuas empieza a ser un estorbo en casi todas las familias, y que probablemente no transcurrirá mucho tiempo antes de que esa costumbre caiga en desuso.

En realidad es lo que ha sucedido ya, a satisfacción de todos, con las estatuas públicas de personajes famosos, de las que no quedan más de tres en toda la capital.

Manifesté mi sorpresa a este respecto y me explicaron que unos quinientos años antes de mi llegada, la ciudad había sido invadida hasta tal punto por esa plaga, que la circulación resultaba imposible, y que la gente perdía la paciencia al ver así su atención llamada en cada esquina por un objeto, que, una vez examinado, resultaba desprovisto del menor interés. La mayor parte de aquellas estatuas no pasaban de ser meras tentativas para hacer con algún hombre o alguna mujer lo que un disecador consigue, con más éxito, con un perro, con un pájaro o un esturión. Por regla general eran impuestas al público por algún círculo que trataba de glorificarse honrando a otro, y muchas veces no tenían otro origen sino el deseo por parte de algún miembro del círculo de encontrar trabajo para un joven escultor, novio de su hija.

Estatuas concebidas en semejantes condiciones no podían ser sino monstruos; y es inevitable que se conciban de forma parecida, siempre que el arte de hacerlas llegue a practicarse a gran escala.

Ignoro por qué, mas es el caso que las artes más nobles no suelen mantenerse en su apogeo sino por muy poco tiempo. Pronto alcanzan una perfección de la que empiezan otra vez a decaer; y en cuanto decaen es una lástima que no se pueda acabar con ellas de un golpe; porque el arte es como un organismo vivo: más vale verlo muerto que agonizando. No hay manera de rejuvenecer un arte envejecido; ha de volver a nacer otra vez y crecer de nuevo desde su infancia, evolucionando y buscando su camino de esfuerzo en esfuerzo, con balbuceos y temblores.

Hace quinientos años los erewhonianos no entendían una palabra de todo esto; y hasta dudo mucho que lo entiendan hoy. Querían tener lo que más se pareciese a un hombre disecado, pero cuyo relleno no se hiciera mohoso. Deberían haber montado un museo por el estilo del establecimiento que llamamos Madame Tussauds en el que las figuras van vestidas con ropas legítimas y están pintadas imitando perfectamente la realidad. Una institución semejante podría haber sido una

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fuente de ingresos y cubrir todos sus gastos con sólo hacer pagar a la gente por visitarla.

Pero abandonaron a sus pobres héroes y heroínas, fríos, descoloridos, mugrientos, repartidos por plazas y esquinas, a la intemperie, sin la más leve tentativa de saneamiento artístico: pues no habían tomado medidas para hacer desaparecer y enterrar sus obras de arte fenecidas; no había «desagüe», permítaseme la palabra, por el cual las estatuas, una vez estuviesen suficientemente asimiladas, hasta formar parte del fondo artístico del país, pudiesen «eliminarse» de su organismo. Y así seguían erigiéndolas alegremente, obedeciendo al cacareo de sus círculos, a menudo obligados a vivir, ellos y sus descendientes, en compañía de la efigie de algún verboso hinchado de vanidad, cuya cobardía había costado al país pérdidas inconmensurables en sangre y dinero.

Hasta que por fin esta calamidad alcanzó tales proporciones, que la gente se sublevó, y con un furor que no admitía distinciones, las destruyó todas, buenas y malas juntas. La mayor parte de las estatuas así destruidas carecía de todo valor, pero perecieron también unas pocas obras valiosas y los escultores de hoy se retuercen las manos contemplando algunos de los fragmentos que se conservan en los museos de varias ciudades.

Durante unos doscientos años no se levantó una sola estatua en todo el reino; pero el instinto de tener hombres y mujeres «disecados» era tan fuerte que al fin volvieron a tratar de hacer estatuas otra vez. Como no sabían la manera de esculpirlas, y no tenían escuelas de bellas artes para descarriarse, los primeros escultores de aquella época tuvieron que buscar poco a poco su propio camino y volvieron a producir obras muy interesantes, hasta tal punto que al cabo de tres o cuatro generaciones alcanzaron una perfección comparable a la de varios siglos antes.

Y entonces reaparecieron las mismas calamidades. Los escultores se hacían pagar precios elevados, el arte se transformó en comercio, surgieron escuelas que tenían la pretensión de vender el sagrado espíritu del arte a cambio de dinero; acudieron discípulos de todas partes para comprarlo, con la esperanza de volver a venderlo más tarde a su vez, y se quedaron ciegos, como castigo por el pecado de los que con tal objeto los enviaron.

No habría transcurrido mucho tiempo sin que se produjera un segundo furor iconoclasta, de no ser por la previsión de un estadista que consiguió hacer votar una ley con arreglo a la cual ninguna estatua de personaje célebre, hombre o mujer, podía permanecer en pie más de cincuenta años; a no ser que transcurrido ese tiempo, un jurado compuesto por veinticuatro hombres tomados al azar en la calle se pronunciara en favor de una nueva concesión de cincuenta años de vida. Cada cincuenta años se había de repetir esa operación y si no votaba una mayoría de dieciocho en favor de mantener la estatua en su puesto, era destruida.

Tal vez habría sido más sencillo prohibir la erección de una estatua a cualquier personaje célebre, hombre o mujer, hasta transcurridos cien años después de su muerte; y aun así insistir en una revisión de los títulos del difunto o difunta y del mérito de la estatua cada cincuenta años; pero los resultados de la ley que acabo de mencionar eran, en conjunto, satisfactorios. Porque, en primer lugar, muchas estatuas públicas que bajo el antiguo régimen habrían sido votadas, no se encargaban ya, al saberse de manera casi cierta que al cabo de cincuenta años habían de ser destruidas; y, en segundo lugar, los escultores especializados en monumentos públicos, al saber que su obra había de ser tan efímera, la hacían de forma tan chapucera que resultaba repulsiva hasta para los ojos más incultos. Así

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ocurrió que a los pocos años los suscriptores tomaron la costumbre de entregar al escultor el importe de la estatua de sus estadistas difuntos, con la condición de no hacerla. De este modo se pagaba el debido tributo de veneración al difunto, los escultores profesionales no se hallaban perjudicados y no se molestaba al público en general.

Me dijeron, sin embargo, que esta costumbre está ocasionando muchos abusos, debidos a la competencia que hay para obtener encargos de no hacer estatuas; competencia tan viva que se sabe de varios escultores que han hecho arreglos de antemano con los suscriptores para devolverles buena parte de la cantidad entregada. Pero las transacciones de esta clase son siempre clandestinas.

En el suelo de la calle, en el sitio donde había de erigirse el monumento, se graba un pequeño rótulo para informar al transeúnte de que tal o cual estatua ha sido encargada para tal personaje, hombre o mujer, pero que el escultor no ha podido aún terminarla. No han votado ninguna ley para la represión de las estatuas destinadas al consumo de particulares, pero, tal como he dicho antes, la costumbre está cayendo en desuso.

Volviendo a las costumbres erewhonianas relacionadas con la muerte, tienen una que no puedo pasar por alto. Cuando muere una persona, los amigos de la familia no envían cartas de pésame ni acuden a presenciar el esparcimiento de las cenizas, ni tampoco llevan luto; sólo envían unas cajitas llenas de lágrimas artificiales, con el nombre del remitente primorosamente pintado en la tapa. El número de lágrimas varía desde dos hasta quince o dieciséis, según el grado de intimidad o de parentesco; y en ciertos casos constituye para la gente un delicado punto de etiqueta saber el número exacto de lágrimas que han de enviar. Por extraño que ello nos parezca, es una atención muy estimada, y los interesados sufren una decepción grande cuando dejan de enviarlas personas de quienes se creían con derecho a esperarlas. Antiguamente la familia del difunto llevaba en público, durante varios meses, estas lágrimas pegadas con tafetán engomado en las mejillas; luego se colocaron en el sombrero y hoy ya han dejado de llevarse.

El nacimiento de un niño se considera un asunto doloroso, sobre el cual es preferible no insistir. El estado de la madre se oculta cuidadosamente hasta que por la obligación de firmar la cédula de nacimiento (de esto hablaremos más adelante) resulta imposible mantener el secreto por más tiempo, y durante algunos meses anteriores al acontecimiento la familia vive retraída, sin ver casi a nadie. Una vez consumado el delito, la falta universal de lógica lo hace perdonar; pues esta piadosa precaución de la Naturaleza, este muelle que amortigua todos los choques, este roce que trastorna todos nuestros cálculos, mas sin el cual la existencia sería intolerable, esta gloria suprema del genio inventivo del hombre merced a la cual nos es dable estar ciegos y ver al mismo tiempo, esta contradicción bendita, existe allí como en todas partes; y aunque los más rigurosos moralistas hayan afirmado que tener hijos es un pecado para la mujer, puesto que toda alteración de la salud es un mal, aun cuando de ese mal haya de venir un bien, con todo, la fuerza mayor ha inducido en este caso a todo el mundo a pasar tales acontecimientos en silencio, y hacer como si no existieran, salvo en casos tan flagrantes que se impongan a la atención pública. Pero en estos últimos la reprobación social es inexorable; y si corre el rumor de que el parto ha sido largo y peligroso, resulta poco menos que imposible para la madre recobrar su anterior posición social ante la consideración pública. Estas convenciones me parecieron crueles y arbitrarias; mas por otra parte evitan muchas dolencias imaginarias, porque el «estado», muy lejos de ser considerado como «interesante», se mira como un síntoma, más o menos aparente,

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de un estado de cosas muy censurable. De tal modo que las señoras tienen mucho cuidado de ocultarlo mientras puedan, hasta a sus propios maridos, sabiendo que habrán de ser reprendidas severamente tan pronto como se descubra su falta. Asimismo, el niño permanece oculto, salvo el día en que se firma la cédula de nacimiento, hasta que sepa andar y hablar. Si por desgracia se muere, se exige un informe judicial del médico forense; pero, con el fin de evitar la deshonra para una familia que hasta la fecha había sido respetada, el forense declara casi invariablemente que el niño tenía más de setenta y cinco años de edad y que murió de senilidad.

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Mahaina

Yo seguía residiendo con la familia Nosnibor. A los pocos días el señor Nosnibor estaba repuesto de su vapuleo y pensaba con júbilo que la próxima azotaina había de ser la última. A mí me parecía que ni siquiera necesitaba ya otra sesión; pero me dijo que era preferible pecar por exceso que por escasez, y que completaría la docena. Ya atendía sus negocios como de costumbre; y me dijeron que nunca habían sido éstos tan prósperos, a pesar de la multa considerable que le había sido impuesta.

No le era posible dedicarme mucho tiempo durante el día; pues era de aquellos hombres importantísimos que cobran, no ya por años, meses, semanas o días, sino por cada minuto. Su esposa y sus hijas, por otra parte, hacían mucho caso de mí y me presentaban a sus amigos, que acudían en tropel a visitarme.

Entre esas visitas, vino una señora cuyo nombre era Mahaina. Zulora, la mayor de las dos hijas, corrió a su encuentro y la abrazó tan pronto como la vio entrar en la estancia, preguntándole con palabras llenas de ternura cómo iba su «pobre dipsomanía». Mahaina contestó que seguía igual, sin mejora alguna; que era una verdadera mártir de la borrachera, y su perfecta salud era su único alivio en medio de tamaña tribulación.

Las demás señoras presentes tomaron entonces parte en la conversación, expresando su sentimiento y ofreciendo los consejos infalibles que tenían siempre a mano para todos los casos de enfermedad mental Recomendaron su propio enderezador, desacreditando al de Mahaina. La señora de Nosnibor tenía un remedio infalible, pero no pude comprender muy bien en qué consistía. Oí las palabras siguientes:

—... la seguridad de que el deseo de beber desaparecerá en cuanto se haya repetido la fórmula... esa seguridad lo es todo..., lejos de menospreciar una firme determinación de no volver a probar el alcohol... falla demasiado a menudo... esta fórmula le brinda la curación segura (esto último lo dijo recalcando cada palabra)..., en la forma prescrita... entera convicción.

La conversación siguió entonces en voz más alta y continuó largo rato. Complicaría inútilmente mi relato y dejaría al lector perplejo si tratase de repetir la intrinca da perversidad de todo cuanto dijeron; sólo añadiré que por fin terminó la entrevista, y Mahaina se despidió recibiendo abrazos muy cariñosos de todas las señoras. Yo me había mantenido apartado después de la ceremonia de presentación, porque Mahaina no me era simpática y la conversación me desagradaba. Cuando se fue, hallé cierto consuelo en las reflexiones que suscitó su marcha.

Al principio, las señoras coincidieron en sus alabanzas, prodigándolas con muchos remilgos. Era esto y lo otro y lo de más allá; hasta que cada una de esas loas consiguió acrecentar aún más mi antipatía hacia ella, y pregunté por qué los enderezadores no habían podido curarla, como habían curado al señor Nosnibor.

Vi en el semblante de la señora Nosnibor, al oír mi pregunta, cierta expresión que parecía querer decir que, a su parecer, la enfermedad de Mahaina no era para ser curada por un enderezador. Cruzó entonces por mi mente la sospecha de que, tal vez, la pobre mujer no bebía en realidad. Comprendí que no debía preguntarlo; pero pudo más la curiosidad, y me informé sin ambages de si bebía o no.

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—Nadie puede juzgar a su prójimo —dijo la señora Nosnibor en un tono de voz solemnemente caritativo, echando una mirada de soslayo en dirección de Zulora.

—¡Oh, mamá! —contestó Zulora fingiendo algo de enfado; pero encantada de poder decir abiertamente lo que ya anhelaba insinuar—, no creo ni una palabra de todo aquello. Lo que le pasa es que no digiere bien. Recuerdo que cuando pasé un mes entero con ella el verano último, no llegó a tocar una gota de vino ni de alcohol, de esto estoy bien segura. La verdad es que Mahaina es una chica enclenque y simula embriagarse, con la idea de conseguir que sus amigos la traten con una indulgencia que no merece. No es bastante fuerte para hacer sus ejercicios calis-ténicos, y sabe que la obligarían a hacerlos si no pudiera achacar su debilidad a causas morales.

Entonces, la más joven, que se mostraba siempre amable y bondadosa, hizo observar que ella sí creía que Mahaina se emborrachara alguna que otra vez.

—Y hasta creo —añadió— que en ocasiones toma también opio.—Bueno, es posible que beba de vez en cuando —replicó Zulora—, pero ella

quisiera hacernos creer a todos que se embriaga mucho más a menudo, con el fin de ocultar su debilidad.

Y prosiguieron en este tono durante más de media hora, debatiendo la cuestión de saber hasta qué punto los excesos de su amiga eran reales o fingidos. Coincidían a menudo para dedicarle algunos lugares comunes caritativos, y simulaban hallarse todas conformes en opinar que la salud de Mahaina habría sido excelente de no ser por su desgraciada impotencia para resistir la tentación de beber en exceso. Pero cuando parecían haber resuelto este punto, empezaban de nuevo la discusión y no se daban por satisfechas hasta haber vuelto al punto de partida e insinuado alguna grave sospecha relativa a la constitución física de su amiga. Por fin, viendo que la discusión iba tomando el carácter de un ciclón, de una tempestad circular que va dando vueltas y más vueltas hasta que resulta imposible saber dónde empezó ni dónde termina, busqué alguna excusa para una salida repentina, y me retiré a mi cuarto.

Allí, al menos, me hallaba solo; pero me sentía muy desdichado. Había caído en medio de una gente que a pesar de su alta civilización y sus excelentes cualidades, había sido tan pervertida por las falsas ideas que le inculcaban desde la infancia, generación tras generación, que resultaba imposible ver de qué manera podría jamás liberarse de semejantes prejuicios. ¿No encontraría yo argumentos para hacerles comprender que la constitución física de una persona es una cosa sobre la cual ésta no ha podido ejercer la menor influencia, en su formación por lo menos, mientras que la mente es cosa completamente distinta, capaz de ser formada de nuevo y dirigida según el gusto de su poseedor? ¿No podría jamás demostrarles que, mientras las costumbres del espíritu y del carácter son totalmente independientes de la fuerza mental inicial, y de la primera educación recibida, el cuerpo, en cambio, es en tal grado el resultado de la herencia y de las circunstancias, que no debiera tolerarse el menor castigo en casos de enfermedad física, salvo como medida de protección contra el contagio; y que aun cuando ese castigo se considerase inevitable, debía imponerse con compasión?

Me parecía evidente que si la desdichada Mahaina hubiese sabido que podía confesar su debilidad física, sin temor a verse despreciada por ese concepto; y si existiesen médicos a quienes pudiera hacer el relato detallado de sus achaques, no dudaría un momento en hacerlo, ni siquiera ante el temor de verse obligada a tomar medicamentos desagradables. Era muy posible que su enfermedad fuese incurable,

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pues la conversación que había presenciado fue suficiente para convencerme de que su embriaguez era tan sólo fingida, y de que observaba en realidad hábitos de sobriedad en todo; en tal caso, podría tal vez ser sometida con justicia a algunas molestias y hasta a cierta restricción.

Mas ¿quién podía decir si su enfermedad era o no curable, mientras no la dejaran confesar abiertamente todos sus síntomas, en vez de obligarla a ocultarlos? En su anhelo de extirpar toda enfermedad, estas gentes se pasaban de precavidos; pues habían adquirido tal habilidad en el disimulo, se pintaban la cara con tan suma destreza y borraban las huellas del tiempo y las marcas del infortunio con tan profunda simulación, que resultaba imposible decir de una persona si gozaba de buena salud o estaba enferma sin antes conocerla durante meses y hasta años. Y aun así, los más astutos se equivocaban constantemente en su criterio y a menudo se contraían matrimonios seguidos de los más deplorables resultados, debido al arte consumado con el que se habían ocultado los achaques.

En mi opinión, el primer paso que debía darse para obtener la curación de una dolencia, era participar el hecho a los parientes cercanos y a los amigos del enfermo. Si una persona padeciera dolor de cabeza, debería permitírsele admitirlo en el acto, sin insistir más en el asunto, y retirarse a su habitación a tomarse algún sello, sin que todo el mundo pusiera cara compungida o vertiera lágrimas, y cosas por el estilo. En vez de eso, con sólo oír murmurar que alguien padecía jaquecas, todos los presentes ponían una cara como si en su vida hubieran tenido ellos un solo dolor de cabeza. Es verdad que no eran muy frecuentes entre ellos, porque aquella gente era la más sana y lozana que pueda concebirse, merced a la severidad empleada en reprimir allí la enfermedad. Con todo, hasta los más fuertes estaban sujetos a alguna indisposición pasajera, y pocas serían las familias que no Poseyeran un botiquín escondido en el fondo de algún armario

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Los bancos musicales

Cuando volví al salón, pude ver que el asunto Mahaina se había agotado. Las dueñas de la casa se hallaban recogiendo sus labores y se disponían a salir. Les pregunté adónde iban; me contestaron con cierto ademán recatado que se iban al banco a buscar dinero.

Ya había podido colegir que los asuntos comerciales de los erewhonianos se trataban de un modo totalmente distinto del nuestro; si bien, en verdad, no había podido aún enterarme de muchos pormenores, salvo de que tenían dos sistemas comerciales distintos, uno de los cuales hablaba a la imaginación con una fuerza desconocida en los modos de transacción a que estamos acostumbrados en Europa. Efectivamente, los bancos regidos por este sistema estaban decorados en el estilo más suntuoso, y todas las operaciones comerciales se efectuaban allí al sonido de la música, por cuyo motivo se les llama bancos musicales, aunque aquella música era un suplicio para oídos europeos.

En cuanto al sistema mismo, no llegué nunca a entenderlo, ni lo puedo comprender aún ahora. Tienen un código que lo rige y no me cabe la menor duda de que ellos lo entienden; pero ningún extranjero puede hacerse la ilusión de llegar a tanto. Cada regla modifica o contradice la otra, como ocurre en ciertas gramáticas complicadísimas, o en la pronunciación del chino, donde dicen que la más ligera alteración en el acento o en el tono de voz modifica el sentido de una frase. Todo lo que parezca incoherente en mi descripción ha de imputarse a que no llegué nunca a comprender cabalmente el asunto. No obstante, por lo que pude colegir en forma concreta, comprendí que tenían dos clases distintas de moneda en circulación, cada una regida por sus propios bancos y su peculiar código mercantil. Uno de los dos sistemas, el que regía en los bancos musicales se consideraba el verdadero y la moneda que emitía se consideraba la moneda legal en la que habían de concertarse todas las operaciones financieras; y por lo que pude ver, todas las personas que querían pasar por respetables tenían una cuenta corriente, de más o menos importancia, abierta en esos bancos. Por otra parte, si hay algún detalle del cual puedo estar más seguro que de todo lo demás, es de que el importe de esas cuentas corrientes carecía de todo valor comercial verdadero fuera del banco. Estoy convencido de que los directores y cajeros de los bancos musicales no cobraban su sueldo en su propia moneda. El señor Nosnibor solía ir a esos bancos, o mejor dicho al gran banco central de la capital, en alguna que otra ocasión, pero no muy a menudo. En cambio era el mejor sostén de uno de los otros bancos, si bien parece que desempeñaba asimismo algún cargo, de poca importancia, en los bancos musicales. Las señoras iban allí solas, por regla general; lo mismo ocurría, además, en todas las familias, salvo en las grandes ocasiones.

Hacía tiempo que quería obtener más pormenores de esa extraña organización y que sentía el más fuerte deseo de acompañar a la esposa de mi huésped y a sus hijas. Las había visto salir casi todas las mañanas desde mi llegada y había notado que llevaban sus bolsillos en la mano, no diré que con ostentación, pero sí de tal modo que las personas que cruzaran en la calle comprendiesen a qué lugar se dirigían. Hasta aquel día, sin embargo, no me habían preguntado nunca si deseaba acompañarlas.

No es fácil describir con palabras el ademán de una persona y difícilmente puedo dar alguna idea de la extraña sensación que experimenté al ver a las señoras a punto de salir para ir al banco. Había en su semblante como algo de pesar, como

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si hubiesen deseado llevarme con ellas, pero sin querer proponérmelo, y al mismo tiempo como si fuera poco probable que yo les pidiese acompañarlas. Estaba decidido, por otra parte, a conseguir una invitación o una negativa de la señora Nosnibor a este respecto, y después de parlamentar un poco y preguntarme muchas veces si estaba bien seguro de que verdaderamente deseaba acompañarlas, quedó convenido que podía ir con ellas.

Pasamos por varias calles cuyas casas eran todas más o menos importantes y por fin, al doblar una esquina, nos encontramos en una plaza grande, al extremo de la cual se veía un edificio soberbio, de una arquitectura extraña, pero majestuosa, y muy antiguo. No daba directamente a la plaza; una pared, en la que se abría un pasaje abovedado, separaba la plaza de los recintos del banco. Después de pasar bajo esa bóveda, penetramos en un jardincito plantado de verde césped y rodeado por una galería de arcos, a modo de un claustro, mientras enfrente se erguían majestuosas las torres del banco y su venerable fachada, dividida en tres profundos huecos y adornada con mármoles de varios colores y numerosas estatuas. A cada lado se veían hermosos árboles seculares, en cuyas ramas revoloteaban con trinos y gorjeos centenares de pájaros, y cierto número de casas de un tipo antiguo muy original, pero de aspecto singularmente opulento y cómodo. Estas casas se hallaban rodeadas de jardines y huertos y me dieron una impresión de paz y abundancia extremas.

Verdaderamente, no me equivocaba al decir antes que este edificio hablaba a la imaginación: más aún, se apoderaba violentamente de ella y hasta de la razón. Era todo un poema épico en piedra y mármol, y tan intensa fue la impresión que me causó que me quedé fascinado y enternecido contemplándolo. La existencia de un pasado lejano me impuso su realidad con más fuerza. Se sabe que ese pasado existió, pero la conciencia de lo que fue no es nunca tan intensa como al encontrarse en presencia de algún testigo de la vida de aquellos siglos pretéritos.

Comprendí en aquel momento el breve espacio en la vida de la humanidad que ocupa el período de nuestra propia existencia. Tuve una impresión más fuerte de mi propia pequeñez y me sentía mucho más inclinado a creer que los hombres cuyo sentido de la proporción, de la armonía, los llevó a erigir una obra tan serena, no debían equivocarse fácilmente en sus conclusiones sobre cualquier asunto. Mi impresión en ese instante fue que la moneda emitida por este banco debía ser la verdadera.

Cruzamos el césped y penetramos en el edificio. Si el exterior causaba impresión, más fuerte era la que producía su interior. De proporciones elevadísimas, hallábase dividido en varias naves por paredes que descansaban sobre macizos pilares; en los ventanales, grandes vidrieras representaban los principales episodios comerciales del banco a través de los siglos. En un lugar apartado del edificio, hombres y niños cantaban; y esto constituía la única nota discordante, porque como desconocían todavía la gama, no había música en el país que pudiese agradar a un oído europeo. Los ejecutantes parecían haber buscado su inspiración en el canto de los pájaros y en los gemidos del viento; trataban de imitar este último con cadencias melancólicas, que a veces degeneraban en un bramido. En mi opinión, ese ruido era horrible, pero impresionó grandemente a mis acompañantes, que parecieron hondamente conmovidas. Tan pronto como terminaron esos cantos, las señoras me rogaron que permaneciera donde me hallaba mientras ellas penetraban en el recinto del cual me había parecido que salían las voces.

Durante su ausencia acudieron a mi mente varias reflexiones.

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En primer lugar, me parecía muy extraño que el edificio estuviera casi totalmente vacío. Estaba en muy escasa compañía y los pocos que había allí conmigo habían entrado por curiosidad, sin intención de tratar el menor negocio con el banco. Pensé que tal vez habría más gente en la parte interior. Me acerqué a la cortina sin hacer ruido y me atreví a levantar una punta en uno de sus extremos. No, tampoco era mayor la concurrencia en aquella nave. Vi a muchos cajeros, todos ante sus pupitres, dispuestos a pagar cheques, y uno o dos entre ellos que parecían los socios directores. También vi a la señora Nosnibor y a sus dos hijas, con dos o tres señoras más; así como a tres o cuatro viejas y a los alumnos de uno de los vecinos Colegios del Desatino, pero a nadie más. Esto no parecía indicar que los negocios del banco fueran muy prósperos; y sin embargo, había oído decir siempre que todos los habitantes de la ciudad negociaban con este establecimiento.

No me es dable describir lo que ocurrió en aquel recinto, porque un hombre de aspecto siniestro, vestido con una túnica negra, se dirigió hacia mí haciéndome gestos de amenaza por estar mirando a hurtadillas. Casualmente llevaba en el bolsillo una moneda de las emitidas por el banco musical, que me había dado la señora Nosnibor, y que quise ofrecerle como propina; pero al verla se enfadó de tal manera, que hube de darle una moneda de las otras para apaciguarle. Entonces se volvió en el acto con una actitud muy atenta.

En cuanto se hubo marchado volví a mirar otra vez y vi a Zulora precisamente cuando estaba entregando un pedazo de papel, que parecía un cheque, a uno de los cajeros. No se detuvo a examinarlo; metiendo la mano en un cofre antiguo que tenía a su lado, sacó un puñado de piezas de metal, me pareció que al azar, y las entregó sin contarlas. Zulora tampoco las contó, sino que las metió en su bolsillo y volvió a su asiento, después de haber echado unas cuantas piezas de la otra moneda en un cepillo que tenía el cajero a su lado. La señora Nosnibor y Arowhena hicieron entonces lo mismo, pero más tarde dieron todo, según me pareció ver, lo que habían recibido de manos del cajero, a un pertiguero, quien a su vez, no me cabe duda, lo volvió a colocar en el cofre del cual lo habían sacado. Luego fueron hacia la cortina. Abandoné entonces mi puesto de observación y me retiré a una distancia razonable.

No tardaron en volver a mi lado. Durante unos cuantos minutos guardamos todos silencio, hasta que por fin me arriesgué a observar que se notaba menos movimiento en el banco del que sin duda habría otros días. A lo cual la señora Nosnibor replicó que era verdaderamente triste ver el poco caso que hacía la gente de la más preciosa de todas las instituciones. No supe qué contestar, pero me ha parecido siempre que la mayor parte de la humanidad sabe poco más o menos dónde ha de encontrar lo que realmente le conviene.

La señora Nosnibor continuó diciendo que no debía suponer que existiera la menor falta de confianza en el banco, por el mero hecho de haber visto allí a tan poca gente; el corazón de la nación era completamente adicto a estos establecimientos y a la menor señal de encontrarse en peligro, recibirían ayuda hasta de los círculos menos esperados. Era únicamente por estimarlos tan seguros y dignos de confianza por lo que, en algunos casos, y, sentía tener que decirlo, en el del señor Nosnibor, consideraba la gente su ayuda como innecesaria Además, estos establecimientos no se apartaban nunca de los principios más seguros y más probados en operaciones bancarias. Así, por ejemplo, no pagaban intereses sobre las cantidades en depósito, cosa que en cambio hacían ya a menudo ciertas compañías más o menos ficticias, que se habían llevado a muchos clientes, merced a su proceder ilegítimo; y hasta los accionistas eran menos numerosos que

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antiguamente, debido a las innovaciones de esas personas poco escrupulosas; ya que los bancos musicales repartían escasos dividendos, o mejor dicho ninguno, y en su lugar dividían sus ganancias por medio de una bonificación sobre las acciones primitivas, una vez cada treinta mil años. Como hacía solamente dos mil años que se había hecho una de esas distribuciones, la gente consideraba que no podía abrigar esperanzas de presenciar otra en su vida; y prefería invertir su dinero en empresas de rendimiento más tangible. Todo eso, dijo ella, era materia para reflexiones muy tristes.

Habiendo admitido esto, volvió a su primera declaración, repitiendo que en realidad toda la nación era adicta a estos bancos. En cuanto a la escasez de clientes y a la ausencia de las personas robustas, me hizo observar con bastante acierto que esto era precisamente lo que debía esperarse. Los hombres más enterados de la estabilidad de las instituciones humanas, tales como abogados, hombres de ciencia, doctores, estadistas, pintores y demás por el estilo, eran precisamente los más propensos a dejarse engañar por el talento que imaginan poseer y a abandonarse a una suspicacia inmerecida, debida a su propio deseo inmoderado de fuertes e inmediatas ganancias, deseo que motiva las nueve décimas partes de la oposición a dejarse guiar también por su vanidad, que los incita a parecer superiores a los prejuicios del vulgo, y por los remordimientos de su conciencia, que no deja de afearles cruelmente el deplorable estado de su cuerpo, enfermo en casi todos ellos.

—Aun cuando el intelecto de una persona —continuó diciendo— está completamente sano, mientras su cuerpo no goce de perfecta salud, su opinión carece de valor en cuestiones de esta índole. El cuerpo lo es todo: no es necesario tal vez que sea muy robusto —dijo esto viendo que yo pensaba en aquellas gentes ancianas o de aspecto enclenque a quienes había visto en el banco—, pero sí es preciso que disfrute de salud cabal; en este caso, cuanto menos fuerza activa poseyera, tanto más libre dejaría el juego del intelecto y por consiguiente tanto más sano el juicio.

Por lo mismo, a su entender, la gente que había visto en el banco era precisamente aquella cuyas opiniones tenían más valor; y esa gente declaraba encontrar en él incalculables ventajas y hasta pretendía que las ganancias inmediatas que les dejaba pasaban con mucho las que les correspondía cobrar en derecho. Y prosiguió en este mismo tono sin parar un momento, hasta que nos en-contramos otra vez en casa.

Bien podía decir ella cuanto quisiera, pero su modo mismo de argumentar era harto elocuente, y más tarde pude apreciar señales de indiferencia general hacia esos bancos que no dejaban lugar a dudas. Sus partidarios solían negarlo, pero sus mismas negativas eran generalmente formuladas de tal modo que constituían una nueva prueba de esa indiferencia. En los pánicos comerciales, y en épocas de escasez general, ni siquiera se le ocurría a la masa del pueblo dirigirse a esos bancos. Tal vez fueran allí, unos por costumbre adquirida desde la infancia, otros movidos por el instinto que nos hace asirnos hasta de una paja cuando nos estamos ahogando. Pero pocos irían creyendo sinceramente que los bancos musicales pudieran salvarlos de la ruina financiera, si se encontraban en la imposibilidad de hacer frente a sus compromisos en moneda de la otra clase.

En el curso de una conversación con uno de los directores de los bancos musicales, me atreví a hacer alguna alusión a este asunto de una forma tan clara como la cortesía me lo podía permitir. Me contestó que había en ello algo de verdad, si me refería a un pasado reciente; pero que ya había puesto nuevas vidrieras en

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todos los bancos del país, había hecho reparaciones en los edificios y había dado mayor amplitud a los órganos; los presidentes, además, habían tomado por costumbre viajar en autobús y hablar con amabilidad a la gente en la calle, acordándose de la edad de los chiquillos de cada uno, y dándoles caramelos cuando eran malos; de modo que todo iría muy bien de ahí en adelante.

—Pero ¿no han cambiado nada en la moneda misma? —pregunté con timidez.

—No es necesario —me contestó—, no hay la menor necesidad, se lo aseguro.

Y sin embargo, cualquiera podía ver que la moneda emitida por estos bancos no era la que empleaba la gente para pagar el pan, la carne o los trajes. Tenía con ella alguna semejanza, a primera vista, y en la acuñación llevaba ciertos dibujos muy hermosos; no se trataba tampoco de moneda falsa, hecha con intención de engañar, para que la gente la confundiera con la de uso corriente. Se parecía más bien a una moneda de juguete, o a las fichas que se usan para jugar las cartas, toda vez que, por muy bellos que fuesen los dibujos, el metal en el que se habían estampado estaba tan desprovisto de valor como fuera posible. Algunas de esas monedas iban recubiertas de estaño, pero la mayor parte de ellas no ocultaban el metal basto, barato, cuya composición exacta no pude determinar. En realidad, las acuñaban en una variedad grande de metales, o mejor dicho de aleaciones, algunas de las cuales eran duras, mientras otras podían doblegarse con facilidad, y tomar casi cualquier forma, según el capricho de su poseedor del momento.

Naturalmente, todo el mundo sabía que su valor comercial era nulo; pero todos los que deseaban que los consideraran como personas respetables se creían obligados a conservar siempre unas cuantas piezas en su poder, para que se las vieran de vez en cuando en la mano o en el portamonedas. No solamente eso, sino que pretendían tercamente que la moneda de uso corriente en todo el reino era basura comparada con el dinero emitido por los bancos musicales. Sin embargo, lo más extraño quizá de todo era que esas mismas personas se burlaban otras veces, de forma discreta, de todo el sistema; tanto que no había insinuación en contra que no fuera tolerada y hasta aplaudida en sus diarios, con tal que estuviera escrita de forma anónima. En cambio, si se les decía lo mismo a la cara, sin rodeos, estando el nominativo, el verbo y el acusativo en su lugar respectivo, sin equívoco posible, se consideraban gravemente ofendidas y acusaban al que así hablaba de encontrarse enfermo.

No pude nunca comprender, y no lo comprendo aún del todo ahora, si bien su significado me parece ya más claro, por qué no les bastaba una sola clase de moneda. A mí me parece que si así fuera, todas sus operaciones comerciales se verían enormemente simplificadas; pero acogieron siempre con una mirada de espanto la menor insinuación que tuve el atrevimiento de hacerles sobre el particular. Aun los mismos que, según me constaba con toda certeza, conservaban en su cuenta de los bancos musicales tan sólo el dinero que les podían confiar sin temor, decían de los otros bancos, donde, sin embargo, tenían depositados todos sus valores, que eran fríos, retrógrados, paralizantes y cosas por el estilo.

Observé otro detalle, además, que me causó viva impresión. Me llevaron a presenciar la inauguración de uno de esos bancos musicales en una población cercana y allí pude ver una reunión importante de cajeros y directores. Estaba sentado frente a ellos y pude examinar sus semblantes con detenimiento. No me resultaron simpáticos; les faltaba, con rarísimas excepciones, la genuina franqueza erewhoniana; y un mismo número de personas tomadas en cualquiera otra clase de

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la sociedad habrían dado la impresión de ser mejores y más felices que ellos. Cuando los encontraba en la calle, no me parecían iguales a los demás hombres; llevaban por regla general impresa en el rostro una expresión contraída que me deprimía y me causaba pena.

Los que provenían del campo ofrecían mejor aspecto; daban la sensación de haber vivido menos apartados de las demás clases sociales, de ser más libres y estar más sanos. Mas a pesar de ver buen número de ellos cuyas facciones reflejaban bondad y nobleza, no podía por menos de preguntarme, en cuanto a la mayoría de los que encontraba: «¿Erewhon estaría mejor como nación, si todo el mundo tuviera esta expresión en la cara?». Y mi contestación era categóricamente negativa. La expresión que uno quisiera ver en el semblante de todos era la que ostentaban en el suyo los ydgrunistas de alta posición y no la de estos cajeros.

La expresión que refleja la cara de un hombre es su sacramento; es el signo exterior y visible de su gracia, o falta de gracia, interior y espiritual. Y cuando observaba a la mayoría de estos hombres no podía por menos de pensar que algo debía de haber en su vida que hubiera impedido su desarrollo natural y el disfrute de una mejor salud espiritual, algo que habrían logrado ejerciendo cualquier otra profesión. Me causaban siempre lástima, porque estaban en su mayoría animados de buenas intenciones, la mayor parte de ellos cobraban un sueldo ínfimo; su constitución física, por regla general, se hallaba por encima de toda sospecha: y se citaban innumerables casos en prueba de su generosidad y espíritu de sacrificio. Pero habían tenido la desdicha de verse colocados engañosamente en una falsa posición, cuando aún les faltaba a casi todos madurez en el discernimiento por la poca edad, y después de haber sido mantenidos en una ignorancia premeditada de las dificultades reales del sistema. Pero no por eso dejaba su posición de ser falsa, y los efectos deplorables que en ellos producía eran harto manifiestos.

Pocas personas se atrevían a hablar abierta y libremente ante ellos, y esto me pareció muy mal síntoma. Cuando se encontraban en una reunión, todos hablaban en el sentido de que cualquier moneda que no fuese la de los bancos musicales debería abolirse; a sabiendas, empero, de que los mismos cajeros no hacían mayor uso que los demás de la moneda emitida por los bancos musicales. Se esperaba de ellos que aparentasen usarla, pero nada más. Los que no se detenían a reflexionar no parecían muy desdichados; pero era evidente que muchos llevaban la muerte en el alma, aun cuando no se daban tal vez cabal cuenta de ello, y desde luego no lo habrían querido admitir.

Unos pocos se rebelaban contra el sistema entero; pero éstos se hallaban expuestos a perder su empleo de un momento a otro, y ello los obligaba a proceder con mucha cautela, porque un hombre que hubiera estado de cajero en un banco musical estaba descartado para desempeñar cualquier otro empleo. En general, el tratamiento al cual había sido sometido y que solía llamarse su educación, lo hacía incapaz de emprender otra profesión que no fuera la suya. Era una carrera de la que virtualmente no cabía retirarse y en la que solía inducirse a entrar a los jóvenes antes de que pudieran, dado su ambiente y sus costumbres adquiridas, formarse una opinión personal. Con bastante frecuencia se les inducía a entrar en ellas por medio de lo que en Inglaterra se llamaría abuso de poder, simulación y engaño. Pocos eran, en verdad, los que poseían suficiente valentía para insistir en examinar las razones en pro y en contra, antes de lanzarse a dar, cabe decir que un salto hacia lo desconocido. Parece en buena lógica que en semejante caso el principio elemental, lo primero que cualquier hombre honrado debería enseñar y hacer comprender a su hijo fuese la prudencia, pero en la práctica no era así.

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Hasta presencié casos en que los padres compraban el derecho de desempeñar un cargo de cajero en alguno de estos bancos, con la firme intención de colocar en ese puesto a alguno de sus hijos, tal vez un niño aún, a la sazón. He aquí al muchacho, creciendo y prometiendo ser un hombre bueno y honrado, pero sin la menor sospecha de la cadena, del grillete que su protector natural está forjando a su intención. ¿Quién sabe si todo ello no acabará en una vida entera de mentiras y de vanas y rabiosas tentativas para evadirse? Confieso que pocas cosas de las que presencié en Erewhon me chocaron tanto como ésta.

Sin embargo, nosotros mismos, en Inglaterra, procedemos en ciertos casos de una manera que no se diferencia mucho de la que acabo de apuntar; y en cuanto al doble sistema comercial, todos los países tienen, y han tenido, un Derecho Civil, una ley para toda la nación y al mismo tiempo, otra ley que todos declaran más sagrada, aunque influye infinitamente menos en su vida y sus actos de cada día. Parece que la necesidad de una ley que esté por encima de la ley del Estado y hasta a veces en conflicto con ella, proceda de algo muy hondamente arraigado en la naturaleza humana y en verdad, se resiste uno a creer que el hombre hubiera podido llegar a ser lo que es hoy día de no ser por la gradual evolución de esta idea: que aunque este mundo nos parece tan inmenso cuando vivimos en él, puede parecer muy poquita cosa cuando lo hayamos abandonado.

Una vez hubo llegado el hombre a concebir que en el eterno Ser-y-No-ser de la Naturaleza, el mundo y todo lo que contiene, incluyendo al hombre, es al mismo tiempo visible e invisible, sintió la necesidad de dos reglas para su vida: una para el lado visible de las cosas, y la otra para su lado invisible. Para las leyes que rigen el mundo sensible, pidió la sanción de poderes concretos; para lo invisible, de lo cual no sabe nada, salvo que existe y que es poderoso, se dirigió al poder invisible, del que tampoco sabe algo, excepto que también existe y es asimismo poderoso, al que da el nombre de Dios.

Ciertas opiniones erewhonianas referentes a la inteligencia del embrión antes de nacer, y que siento no poder, por falta de espacio, exponer aquí al lector, me han llevado a la conclusión siguiente: que los bancos musicales y tal vez los sistemas religiosos de todos los países, no pasan de ser en la actualidad una tentativa, una barrera, para proteger la sabiduría insondable, instintiva e inconsciente de los millones de generaciones del pasado, contra las conclusiones relativamente superficiales, conscientemente razonadas y efímeras, de las últimas treinta o cuarenta generaciones.

La característica redentora del sistema de los bancos musicales de Erewhon, que lo distingue de las creencias casi idólatras que coexisten con él, y de las cuales hablaré más adelante, consistía en que mientras atestiguaba la existencia de un reino que no es de este mundo, no trataba en modo alguno de rasgar el velo que lo oculta a los ojos humanos. Aquí es donde fracasan casi todas las religiones. Sus sacerdotes tratan de hacernos creer que saben del mundo invisible más de lo que sabrán nunca los demás hombres, cuyos ojos están aún cegados por este mundo sensible, olvidando que, si está mal negar la existencia de ese reino invisible, no está mejor pretender que sabemos de él más que su mera existencia.

Este capítulo pasa ya de los límites que tenía intención de asignarle; pero quisiera añadir aún que a pesar del distintivo que redime en algo su sistema, y que acabo de mencionar, no puedo por menos de creer que los erewhonianos se hallan en vísperas de presenciar grandes cambios en sus opiniones religiosas, o, por lo menos, en las que se expresan por el conducto de sus bancos musicales. Según pude apreciar, un noventa por ciento, por lo menos, de los habitantes de la capital

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profesaban hacia esos bancos sentimientos más o menos despectivos. Si mi observación es exacta, cualquier acontecimiento sensacional que no puede dejar de producirse tarde o temprano podrá ser el punto de partida de un nuevo orden de cosas, más en armonía tanto con las ideas como con el corazón del pueblo.

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Arowhena

Tal vez el lector haya comprendido ya algo que yo mismo sospechaba antes de haber estado veinticuatro horas en casa del señor Nosnibor: me refiero a que, a pesar de las continuas atenciones con las que me veía colmado por él y los suyos, no llegaba a sentir por ellos verdadero cariño, exceptuando a Arowhena, que era diferente en todo de los demás.

Tampoco podían en justicia considerarse como fieles y típicos representantes de su raza. Conocí a muchas familias con las que los Nosnibor intercambiaban visitas, y cuyo trato me encantaba más allá de toda ponderación; en cambio no conseguía vencer la antipatía que desde un principio me inspiró el señor Nosnibor por haber estafado aquel dinero. La señora Nosnibor, por su parte, era en realidad una mujer muy mundana; y sin embargo, al oírla hablar se habría creído todo lo contrario. Tampoco podía aguantar a Zulora. En cambio, Arowhena era la perfección misma.

Ella era quien llevaba todos los recaditos de su madre, de su padre y de Zulora y quien daba continuamente esas mil pruebas de bondad y de abnegación que, en una familia, tiene siempre que dar a los demás alguno de sus miembros. Se oía continuamente: «Arowhena, haz esto», y «Arowhena, haz aquello»; mas no parecía nunca darse cuenta de que abusaban de ella y de la mañana a la noche demostraba la misma alegría y buena voluntad. Sin duda, Zulora era muy hermosa, pero Arowhena poseía infinitamente más gracia; era el verdadero non plus ultra de la juventud y de la belleza. No intentaré describirla, pues todo cuanto pudiera decir sería tan inferior a la realidad que sólo serviría para engañar al lector. Que trate de representarse lo más hermoso y lo más ameno que su imaginación pueda concebir y se quedará todavía por debajo de la verdad. Después de dicho esto, ¿para qué añadir que me había enamorado de ella?

Debió de advertir mis sentimientos; pero yo procuraba en cuanto podía no demostrárselos ni por la más leve señal. A ello me inducían múltiples razones. No tenía la menor idea de lo que el señor y la señora Nosnibor habrían de decir si se enterasen; y sabía que Arowhena no me haría caso, no tan pronto, al menos, si sus padres se opusieran, cosa muy probable siendo así que yo no poseía nada fuera de la pensión que me había sido otorgada por el rey y cuyo importe diario equivalía, aproximadamente, a una libra de nuestra moneda. Ignoraba aún que existiera un obstáculo más serio.

Entretanto, he de advertir que había sido presentado a la Corte y, según me dijeron, la recepción que me fue dispensada podía considerarse como singularmente amable; además, tuve luego varias entrevistas, tanto con el rey como con la reina, en el curso de las cuales me fue sacando ésta, poco a poco, todo cuanto poseía, mi ropa inclusive, con excepción de los botones que había regalado a Yram y cuya pérdida pareció disgustarla mucho. Me obsequiaron con un traje de Corte y su majestad hizo colocar mi traje viejo sobre un maniquí de madera, donde supongo que estará todavía, a no ser que lo hayan quitado tras mi subsiguiente caída en desgracia.

Los modales de su majestad el rey eran los de un caballero inglés de la clase culta. Demostró gran satisfacción al saber que la forma de nuestro gobierno era monárquica y que la gran masa del pueblo estaba decidida a no modificarla. Hasta me sentí tan animado por el gusto evidente que demostraba en oírme, que me atreví a citarle estas hermosas líneas de Shakespeare:

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Hay una divinidad que rodea y protege a los reyes por muy toscamente que los desbastemos7.

Pero luego me pesó haberlo hecho, pues me pareció que su majestad no admiraba la frase citada tanto como yo habría deseado.

No tengo motivo para insistir sobre mis visitas a palacio; pero tal vez convenga mencionar una de mis conversaciones con el rey, tanto más cuanto que de dicha conversación se derivaron más tarde trascendentales consecuencias.

Me había pedido detalles de mi reloj y quería saber si tan peligrosas invenciones se toleraban en el país de donde yo provenía. Hube de confesar, no sin cierta confusión, que los relojes no eran escasos; pero al observar la seriedad que reflejaron las facciones de su majestad, me atreví a decir que iban desapareciendo muy aprisa y que teníamos bien pocos aparatos e inventos mecánicos, si es que teníamos alguno, que pudieran parecerle censurables. Al rogarme que le describiera alguna de nuestras máquinas más recientes, no me atreví a hablarle de nuestras locomotoras, ferrocarriles o telégrafos eléctricos; y estaba devanándome los sesos buscando una contestación, cuando de repente, sin saber por qué, pensé en los globos y me puse a relatarle una ascensión muy notable que tuvo lugar hace algunos años.

El rey era demasiado cortés para contradecirme, pero tuve la certeza de que no creía una palabra de mi relato; y desde aquel día, si bien me demostró siempre las atenciones debidas a mi genio, como tal se consideraba mi tez, no volvió nunca a preguntarme sobre las costumbres y usos de mi país.

Pero volvamos a Arowhena. Pronto comprendí que ni el señor ni la señora Nosnibor habían de oponer el menor reparo a que entrara en su familia como yerno; en Erewhon se considera que una superioridad física es capaz de compensar casi todo motivo de inhabilitación, y mi pelo rubio era suficiente para convertirme en un partido aceptable. Pero al mismo tiempo que de esta fausta noticia, me enteré de otra que me llenó de consternación: era con Zulora con la que pretendían casarme, Zulora hacia quien sentía de antemano profunda aversión.

En un principio, apenas si me daba cuenta de las pequeñas alusiones y de las estratagemas de que se valían para acercarnos; pero transcurrido algún tiempo se hicieron harto evidentes. Estuviera o no Zulora enamorada de mi persona, el caso es que estaba resuelta a casarse conmigo; y en el curso de una conversación con un joven al que conocía por sus frecuentes visitas a la casa y al que aborrecía cordialmente, supe que se consideraba regla sagrada e inviolable que todo hombre que entrase en una familia por lazos de matrimonio, lo hiciera casándose con la mayor de las hijas solteras. Tantas veces insistió el joven en este punto, que por fin comprendí que él también estaba enamorado de Arowhena, y lo que deseaba era verme apartar el obstáculo que para él significaba Zulora; sin embargo, otros me dijeron lo mismo sobre el uso establecido en el país y vi que en este tropezaría con una seria dificultad. Mi único consuelo era ver cómo Arowhena desairaba a mi rival, sin querer otorgarle siquiera una mirada. Bien es verdad que tampoco me las concedía a mi, no obstante, se notaba cierta diferencia en su manera de no hacernos caso: eso era todo lo que podía obtener de ella.

7 Nuestro héroe tiene mala memoria y cita en realidad dos versos tomados de dos párrafos distintos de Hamlet, engañado por la similitud que hay entre ciertas palabras de ambos versos:

1º Acto IV, escena V. versó 123: «Hay una divinidad que rodea y protege a los reyes, de tal modo que la traición no puede dar cima a sus designios»;

2º Acto V, escena 11, verso 11 «Hay una divinidad que labra nuestros designios, por muy toscamente que los desbastemos». (N. del T.)

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No es que huyera de mí; al contrario, me quedaba a menudo en téte-á-téte con ella, pues su madre y su hermana ponían mucho interés en que yo depositara parte de mi pensión en los bancos musicales, de acuerdo con los dictados de su diosa Ydgrun, hacia la que Zulora y su madre profesaban una gran devoción. No estaba muy seguro de que Arowhena no se hubiera percatado de mi secreto; pero nadie más en la familia lo sospechaba, y la encargaron de convencerme de que abriera una cuenta corriente, aunque fuera sólo para salvar las apariencias, con los bancos musicales. Inútil es añadir que lo consiguió. Pero no me dejé convencer en seguida, disfrutaba demasiado escuchando su argumentación para dejar de prolongar el placer dándome tan pronto por vencido; además, un poco de resistencia daba más valor a mi rendición.

Fue en el curso de nuestra conversación sobre este asunto cuando aprendí a conocer las opiniones religiosas más definidas entre los erewhonianos, opiniones que coexisten con el sistema de bancos musicales, sin ser reconocidas por estas curiosas instituciones. Procuraré describirlas con toda la brevedad posible en los siguientes capítulos, antes de volver al relato de mis aventuras personales con Arowhena.

Los erewhonianos eran idólatras, si bien en una forma relativamente ilustrada; pero en esto, como en otras cosas, existía una discrepancia entre el credo que aparentaban profesar y el que verdaderamente profesaban, pues los animaba una fe genuina y potente, que sin ser abiertamente reconocida existía conjuntamente con su idolatría

Los dioses que adoran públicamente son personificaciones de cualidades humanas, tales como la Justicia, la Fuerza, la Esperanza, el Miedo, el Amor, etc, etc. Creen que los prototipos de estas cualidades tienen existencia real y objetiva, en una región situada mucho más allá de las nubes, y pretenden, como los antiguos, que son semejantes a los hombres y a las mujeres en su cuerpo y en sus pasiones, salvo que son aún más bellos y más poderosos; y creen también que poseen la facultad de hacerse invisibles a los ojos humanos. Pueden ser propiciados por los hombres y también acudir en auxilio de los que imploran su ayuda. Toman un interés vivísimo en los asuntos humanos, generalmente beneficioso para éstos; mas suelen enojarse muchísimo en cuanto se les deja en olvido, y castigar al primero que se les ofrece, antes que a la persona misma que los ha ofendido; y su furor los ciega cuando se exalta, si bien no se exalta nunca sin motivo. No castigan con menos severidad a los que han pecado contra ellos por ignorancia y sin haber tenido ocasión de instruirse; no admiten excusas de esta índole, sino que son exactamente como la ley inglesa, la cual en derecho se supone que nadie ignora.

Así, por ejemplo, tienen una ley según la cual dos partículas de materia no pueden ocupar el mismo lugar en un mismo instante, ley dirigida y administrada mancomunadamente por los dioses del tiempo y del espacio; de modo que si una piedra lanzada y la cabeza de un hombre tratan de ultrajar a estos dioses, «arrogándose un derecho que no poseen», (así está escrito en uno de sus libros), de querer ocupar el mismo lugar simultáneamente, un severo castigo, a veces la misma muerte, ha de resultar de modo infalible. No importa para ello el que la piedra supiera o no que la cabeza del hombre se encontraba en ese sitio, ni el que la cabeza desconociera el lugar de la piedra. Tal es, al menos, su noción de los accidentes corrientes en la vida. Además, estiman que sus dioses no se paran en considerar los motivos. Para ellos, los hechos representan lo único importante, el motivo no tiene valor alguno.

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Asimismo reputan como estrictamente prohibido a todo hombre quedarse sin aire en los pulmones por más de unos pocos minutos; y si por casualidad se zambulle en el agua, el dios del aire se enfada mucho y no quiere tolerarlo. No importa que el hombre se haya zambullido por accidente, o, al contrario, de propio intento; que haya sido para salvar a un niño, o con presuntuoso desprecio del dios del aire: el dios del aire le matará, a menos que se mantenga con la cabeza fuera del agua lo suficiente, pagando así su debido tributo a ese dios.

Esto en lo que se refiere a las deidades encargadas de la marcha del mundo físico. Por encima de éstas, personifican a la Esperanza, al Miedo, al Amor, etcétera, erigiéndoles templos, consagrándoles sacerdotes y esculpiendo sus imágenes en la piedra con la firme creencia de que son fieles representaciones de seres vivos, que sólo dejan de ser humanos por ser sobrehumanos.

Si alguien negara la existencia objetiva de esas divinidades y dijera que en realidad no hay tal mujer hermosa llamada Justicia, con los ojos vendados y una balanza, que vive y se mueve positivamente en una lejana región etérea, sino que la justicia es tan sólo la expresión personificada de ciertas formas de pensamiento y de acción, dirían que quien eso pretende niega la existencia de la justicia, al negarle personalidad, y que es un disoluto perturbador de las convicciones religiosas de la humanidad.

Nada hay que aborrezcan tanto como cualquier intento de llevarles a un concepto espiritual más elevado de las divinidades que pretenden adorar. Arowhena y yo libramos una batalla reñidísima sobre este mismo punto, y hubiésemos librado muchas más sin mi prudencia, que me aconsejó dejarme vencer por ella.

Estoy convencido de que, en el fondo de su corazón, le quedaban dudas en cuanto al valor de sus propios argumentos, porque volvió más de una vez sobre este mismo tema.

—¿No veis —le había dicho yo— que el hecho de que la justicia sea una cosa admirable no quedará en nada modificado si se deja de creer que es también un ente vivo? ¿Puede realmente creerse que los hombres dejarán en lo más mínimo de tener esperanza en cuanto cesen de creer que la Esperanza es una persona real?

Negó con la cabeza y contestó que con la creencia de los hombres en la personalidad de esas divinidades, Justicia o Esperanza, por ejemplo, desaparecería también todo incentivo a respetar la cosa misma; desde ese momento los hombres nunca más serían justos, ni tendrían nunca más esperanza.

No pude convencerla, ni tampoco, justo es decirlo, puse mucho empeño en conseguirlo. Ella asentía a la mayor parte de lo que yo decía, pero nunca dejaba de defender sus opiniones en cuanto se las ponía en tela de juicio.

Hoy mismo, no rebaja un ápice de su credo en la religión de su infancia, aunque, cediendo a mis continuas instancias, ha condescendido en dejarse bautizar y ser recibida en el seno de la iglesia anglicana. Pero ha añadido a su creencia primitiva una glosa paliativa en el sentido de que su bebé y yo somos los únicos seres humanos que estamos a salvo de la venganza de sus divinidades por dejar de creer en su personalidad. Está muy segura de que nos hallamos a salvo. Su convicción no estaría tan arraigada si así no fuera. Cómo ha podido ocurrir, no lo sabe, ni desea saberlo; hay cosas que es preferible no saber, y ésta es una de ellas. Pero cuando le digo que creo en sus deidades tanto como ella y que sólo existe diferencia en los vocablos, mas no en las cosas, guarda un silencio significativo.

He de admitir que estuvo a punto de convencerme en una ocasión. Me preguntó qué opinaría yo si ella me dijera que mi Dios, cuya naturaleza y atributos le

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acababa de explicar, no era sino la expresión del más alto concepto de la bondad, de la sabiduría y del poder; que con el fin de plasmar de forma más viva una idea tan alta y tan magnífica, el hombre la había personificado dándole un nombre; que era un concepto indigno de la Divinidad el creerla personal, ya que equivalía a someterla a las contingencias humanas sin que pudiera eludirlas; que lo que los hombres deberían realmente adorar era lo Divino, dondequiera que lo pudiesen hallar; que el vocablo Dios no era sino el modo por el cual el hombre expresaba su sentido de lo Divino; que así como la Justicia, la Esperanza, la Sabiduría, etc., eran otras tantas partes de la Bondad, Dios era también la expresión que comprendía toda bondad y todo poder benéfico; que los hombres no dejarían de amar a Dios al dejar de creer en su personalidad objetiva, como no habían cesado de amar a la Justicia al descubrir que carecía de personalidad real; más aún, que no Le amarían nunca con verdadero amor hasta que Le concibieran de esa forma.

Todo esto me lo dijo con su natural candidez y sin nada de la coherencia con que lo he transcrito aquí; sus mejillas se encendían, y se sentía bien segura de haberme convencido de mi error y de que la Justicia era una persona viva. Realmente no dejé de retroceder un poco; pero recobré pronto mi entereza y le hice observar que poseíamos libros cuya autenticidad estaba exenta de la más leve duda, toda vez que ninguno de ellos tenía menos de mil ochocientos años de existencia; que en dichos libros se hallaba el relato más fehaciente de la vida de hombres con quienes había hablado la Divinidad misma, entre ellos un profeta a quien había sido concedido contemplar las partes posteriores de Dios a través de la mano que le cubría la faz.

Este argumento no admitía réplica; y yo hablaba con tal solemnidad que ella se sentía un poco asustada. Sólo me contestó que ellos también poseían sus libros, en los que se relataba cómo sus antepasados habían visto a los dioses. En eso comprendí que toda discusión sería inútil y que no llegaría a convencerla; y temiendo que contara a su madre lo que acababa de decirle, y que pudiese yo perder el afecto que empezaba a sentir despertarse en su corazón, emprendí la retirada, dejándola convencerme. Y mientras no estuvimos debidamente casados, me guardé muy bien de enseñar otra vez la oreja.

No obstante, sus observaciones no han dejado de preocuparme, y desde aquel día he encontrado a muchas personas, muy piadosas, que poseían grandes conocimientos de teología, pero ningún sentido de lo Divino; y, por otra parte, he visto un resplandor en las facciones de los que rendían culto a lo Divino, bien sea en el Arte o en la Naturaleza, en cuadros o estatuas, en campos, nubes o mares, en el hombre, en la mujer o en el niño; resplandor que no he visto nunca encenderse después de ningún discurso sobre la Naturaleza y los atributos de Dios. Pro-núnciese tan sólo la palabra teología y nuestro sentido de lo Divino se oscurece en el acto.

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Ydgrun y los ydgrunistas8

Pese a la gran pompa con que rodean a sus ídolos, a los templos que edifican y los sacerdotes y sacerdotisas que mantienen los erewhonianos, no llegué nunca a creer que la religión que profesaban públicamente fuese más que una pura fórmula. Pero tenían otra, que presidía todos sus actos; y aunque un observador superficial no hubiera podido siquiera sospechar la existencia de ésta, en realidad constituía su guía suprema, la brújula de su vida, hasta tal punto que eran muy pocas las cosas que hacían o dejaban de hacer sin antes referirse a sus man-damientos.

Ahora bien, sospechaba que su fe en la religión oficial no era muy honda por las siguientes razones: primero, por haber oído muchas veces a los sacerdotes quejarse de la indiferencia preponderante, y no es de suponer que se quejaran sin motivo; luego por la ostentación con que rodean a esa religión, mientras no entraba ninguna en el culto que tributaban a la diosa Ydgrun, en la que verdaderamente creían; y en fin, porque si bien los sacerdotes denostaban constantemente a Ydgrun como la mayor enemiga de los dioses, era notorio que no tenía adoradores más fervientes en todo el país que esos mismos sacerdotes, siendo así que frecuentemente preferían servir a Ydgrun antes que a sus propias deidades. Y no estoy muy seguro de que éstos no fueran los mejores sacerdotes.

Cierto es que Ydgrun ocupaba una posición muy irregular; se la consideraba a la vez omnipresente y omnipotente, mas no representaba un concepto muy elevado y era a veces cruel y absurda. Hasta sus adoradores más fervientes se avergonzaban un poco de ella, y le servían más con el corazón y con sus actos que con sus palabras. Su devoción no era de labios para afuera; al contrario, hasta cuando le servían con más fervor, solían renegar de ella. Consideradas las cosas en conjunto, sin embargo, era una divinidad benéfica y útil, a la que no importaba en absoluto que se renegara de ella, siempre y cuando fuese obedecida y temida; que mantenía a centenas de millares de personas en los senderos que hacen la vida medianamente feliz y donde no hubieran podido permanecer sin ella gentes sobre quienes un ideal más elevado y más espiritual no hubiese ejercido influencia.

Dudo mucho de que los erewhonianos posean todavía la preparación suficiente para adoptar una religión mejor; y aun cuando, impulsado por mi convicción creciente de que se trataba de los descendientes de las tribus perdidas de Israel, me hubiera arriesgado a emprender su conversión si hubiese columbrado la más remota probabilidad de éxito, podía difícilmente proyectar el desalojo de Ydgrun como objeto supremo de su veneración sin admitir que esto habría de acarrear temibles consecuencias. Verdaderamente, si yo fuera un mero filósofo, diría que el mayor beneficio espiritual que se les podría otorgar sería elevar gradualmente el concepto popular que de Ydgrun tienen formado; y que esto sólo podría efectuarse predicando con el ejemplo.

Pude averiguar que, por regla general, los que se quejaban más ostensiblemente de que el culto de Ydgrun no fuera lo bastante elevado para ellos, apenas si en realidad habían alcanzado aún el nivel que ese culto requería. Por otra

8 Ydgrun, anagrama de Grundy. Mrs. Grundy es la personificación de la gazmoñería de la hipócrita «respetabilidad» y del tiránico «que dirán». en Inglaterra. Su poder reflejado en la estrechez y mediocridad intelectuales que le prestan la fuerza del número, es inmenso en la clase media particularmente, tal vez más que en cualquier otro país. Aquí es Ydgrun —huelga advertirlo— la diosa de la Respetabilidad y de los Convencionalismos.(N. del T.)

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parte, encontraba a menudo cierta clase de hombres que llamaba, para mis adentros, «Altos Ydgrunistas», siendo los demás y ydgrunistas simples y Bajos Ydgrunistas, quienes, en cuanto a la conducta y a los asuntos de vida se refiere, me parecía que habían alcanzado toda la perfección de la que es capaz la humana naturaleza.

Eran caballeros en toda la acepción de la palabra, ¿y qué no se ha dicho con decir esto? Rara vez hablaban de Ydgrun, ni siquiera aludían a ella; pero nunca infringían sus mandamientos sin tener serios motivos para hacerlo. En tales casos, la desdeñaban, fiándose plenamente de sus propias normas, y la diosa no solía castigarlos; porque son valientes, e Ydgrun no lo es. Casi todos estos hombres poseían rudimentos de la lengua hipotética; unos pocos, pero sólo muy pocos, tenían nociones más extensas de ese lenguaje. No creo que dicha lengua haya contribuido mucho en la formación de su carácter personal; más bien creo que el hecho de ser ellos quienes solían poseer sus rudimentos, fuera el principal motivo del respeto tributado a la misma lengua hipotética.

Endurecidos desde la juventud en los ejercicios y juegos atléticos de toda clase y viviendo sin temor ante los ojos de sus padres, entre los que existe un ideal elevadísimo de valor, generosidad, honor y toda cualidad buena y viril, ¿cómo extrañarse de que llegaran a dictarse su propia ley y de que al elevarse su concepto de la diosa Ydgrun, perdiesen gradualmente la fe en las divinidades oficialmente reconocidas en su país? No es que las desprecien abiertamente, pues es uno de los mandamientos de Ydgrun que debe uno conformarse a la ortodoxia mientras ésta no sea absolutamente intolerable. Mas no creen sinceramente en la existencia objetiva de seres en los cuales es tan fácil descubrir meras aberraciones, y cuya personalidad exigiría un semimaterialismo desconcertante para la imaginación. No obstante, guardan sus opiniones para sí con gran reserva, toda vez que la mayoría de sus compatriotas no admite discusión sobre los dioses. Ellos, por su parte, consideran inoportuno zaherir a los demás, salvo si se tratara de lograr un provecho mucho mayor del que su franqueza en este caso habría de reportar.

Por otra parte, parece indudable que quienes se hayan formado un concepto definido sobre cualquier asunto, aunque sólo fuera el concepto de que bien poca es la certeza que sobre nada podemos tener, tienen por deber comunicar su claro concepto a los demás, manifestando abiertamente lo que piensan y diciendo por qué lo piensan, siempre que se presente oportunidad adecuada para hacerlo; pues pueden estar seguros de que deben la claridad de sus conceptos casi exclusivamente al hecho de que otros hicieron lo propio para con ellos. Después de todo, cabe el que estén equivocados, y si así fuere, tanto en su provecho como en el de todos, su error debe de-mostrarse con toda la claridad posible, con el fin de refutarlo más fácilmente. He de admitir, por lo tanto, que en este solo punto desaprobaba la conducta hasta de los más altos ydgrunistas; y me parecía tanto más censurable porque comprendía que mi futura tarea habría sido facilitada si los Altos Ydgrunistas hubiesen socavado ya las creencias que predominan actualmente, al menos en apariencia, en su país.En lo demás, se parecían a los hombres de la alta sociedad inglesa más que

cualesquiera otros que haya podido observar en diferentes países. Habría querido persuadir a media docena de ellos de que viniesen a Inglaterra para dedicarse al teatro, ya que en su mayoría poseían un agudo sentido del humor y afición para representar: nos serían de gran utilidad. El ejemplo de un verdadero caballero es, si puedo expresarme de esta forma sin cometer una irreverencia, el mejor de los

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evangelios. Un hombre así en escena, se transforma en una potente influencia civilizadora, en un ideal que todos pueden contemplar por un chelín.

Sentí desde el primer instante simpatía y admiración por esos hombres; y aun cuando no podía por menos de experimentar hondo pesar por su condenación inevitable, pues no creían en la vida futura, y su única religión consistía en profesar el respeto a sí mismos y a los demás, no me atreví nunca a tomarme la gran libertad de tratar de comunicarles mis propias convicciones religiosas, a pesar de saber que eran las únicas capaces de hacerlos realmente buenos y felices, tanto en la vida presente como en la futura. Estuve a punto de hacerlo alguna vez, impulsado por un fuerte sentido de mi deber y por mi hondo sentimiento al pensar que seres tan dignos de admiración, habían de ser condenados a tormentos que durarían siglos, y tal vez serían eternos; pero las palabras se me atascaban en la garganta apenas empezaba a hablar.

No sé si un misionero profesional lograría mejores resultados, como más versado en la ciencia de la conversión. Por mi parte, sólo podía agradecer al cielo el hallarme en el buen camino, y me veía obligado a dejar que los demás buscasen el suyo. Si el plan que yo propongo para convertirlos fracasara, con el mayor gusto daría mi óbolo para enviar dos o tres misioneros experimentados, conocidos por sus éxitos en la conversión de judíos y mahometanos. Pero dichos hombres suelen poseer un físico poco agraciado; y cuando pienso en los Altos Ydgrunistas y en el papel que un misionero haría probablemente entre ellos, me quedaban escasas esperanzas de que consiguieran mucho éxito. A pesar de todo, el intento merece la pena; y lo peor que pudiera ocurrir a los misioneros, sería que los internasen en aquel hospital donde Chowbok habría sido recluido si me hubiera acompañado a Erewhon.

Considerando, pues, sus opiniones religiosas en conjunto, debo admitir que los erewhonianos son supersticiosos por las ideas que profesan sobre sus dioses oficiales y por su culto tan extraño, tan inexplicable, a la diosa Ydgrun; culto a la vez el más exigente, y sin embargo, el más exento de formalismo que haya visto jamás. Pero en la práctica, las cosas se arreglaban mejor de lo que pudiera suponerse, y las pretensiones opuestas de Ydgrun y de los dioses se solucionaban por medio de transacciones no escritas, que recaían casi todas en favor de Ydgrun, y que en la inmensa mayoría de los casos quedaban perfectamente entendidas.

No alcanzaba a comprender por qué no habían de confesar abiertamente el Alto Ydgrunismo y desechar la personificación objetiva de la Esperanza, de la justicia, etc.; mas cada vez que me permití la más leve alusión a esto, sentí que estaba pisando terreno peligroso. No querían admitir cosa semejante; siempre volvían a la aserción de que en los tiempos antiguos los dioses se dejaban ver con frecuencia, y repetían que tan pronto como los hombres dejaran de creer en su personalidad, cesarían también de practicar hasta aquellas virtudes elementales que constituyen, según la común experiencia de la humanidad, el mayor secreto de la dicha.

—¿Quién ha oído decir jamás —preguntaban indignados— que una educación cariñosa, el buen ejemplo y la consideración bien entendida del propio bienestar, fueran motivos capaces de mantener a los hombres en el recto camino?

Olvidando en el fuego de la discusión cosas que hubiese debido tener presentes, les contesté que cuando esos motivos eran insuficientes para mantener en el buen camino a una persona, ningún otro bastaría para ello; y que quien no se dejaba guiar por el amor y el temor hacia los hombres que veía, tampoco lo haría por el amor o el temor hacia dioses que jamás había visto.

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En cierta ocasión, por cierto, descubrí una secta, pequeña, pero creciente, cuyos adeptos creían a su modo en la inmortalidad del alma y en la resurrección de los muertos. Afirmaban que aquellos que hubiesen nacido con cuerpos débiles o enfermizos y pasado su vida en medio de continuos achaques, sufrirían tormentos eternos en la vida futura; pero que los nacidos fuertes, sanos y hermosos, tendrían su recompensa para la eternidad. No hablaban de las cualidades morales ni de la conducta.

Por mala que fuese, semejante doctrina representaba un paso adelante, en cuanto contenía la promesa de cierta vida futura; y me disgustó ver que, en general, esta secta encontraba tanta oposición, pues sus detractores aseguraban que su doctrina no se fundaba en base ninguna, que su tendencia era inmoral, y que ningún ser razonable podía anhelar semejante cosa.

Cuando pregunté en qué sentido era inmoral esa doctrina, me contestaron que si los hombres creyeran firmemente en ella, se verían inducidos a menospreciar la vida presente, atribuyéndole tan sólo importancia secundaria; que por lo mismo distraería a la inteligencia humana en su obra de perfeccionamiento de la economía de este mundo, y que era una manera petulante, por decirlo así, de cortar el nudo gordiano de los problemas de la vida, merced a la cual unas cuantas personas podrían conseguir su satisfacción inmediata al precio de daños y perjuicios infinitos para los demás; que semejante doctrina tendía a alentar la imprevisión de los pobres y su degradante resignación ante ciertos males que podrían muy bien remediar, que la recompensa por ella prometida era ilusoria y equivaldría, después de todo, a un capricho de la suerte, cuyo imperio debe ser limitado por la tumba; que las amenazas y los terrores que implicaba eran deprimentes e injustos y que hasta la más feliz resurrección no pasaría de ser la interrupción de un sueño más feliz todavía.

A todo esto, sólo pude contestar que ello era un hecho patente, que había realmente ocurrido ya, y que se conocían varios casos, debidamente comprobados, de personas que habían muerto y luego resucitado, casos que nadie dotado de su sano juicio se atrevería a poner en duda.

—Si es así —dijo mi antagonista—, resignémonos a aceptarlo como mejor podamos.

Entonces le fui traduciendo, en la mejor forma que me fuera posible, aquel noble discurso de Hamlet, en el cual dice que sólo el temor a sufrir males peores en la otra vida nos impide arrojarnos en los brazos de la muerte.—Eso es una tontería —me contestó él—; hasta ahora ningún hombre ha

dejado de degollarse por ese temor que vuestro poeta le atribuye, y esto lo sabía probable mente muy bien vuestro poeta. Cuando un hombre resuelve poner fin a su vida es porque se ve acorralado y no piensa más que en evadirse, sea donde fuere, con tal de huir de su presente. No. Lo que mantiene a los hombres en sus puestos, no es el temor de caer de la sartén al fuego, sino la esperanza de que el fuego vaya perdiendo su voracidad si se mantienen en ellos con. firmeza «La reflexión —para emplear las mismas palabras que vuestro poeta— que da existencia tan larga al infortunio» es que si el infortunio puede durar mucho, la vida del que lo padece puede durar aún más

En esto, viendo que no era muy fácil ponernos de acuerdo, abandoné la discusión y mi contrincante se marchó dándome todas las muestras de desaprobación que podía manifestar sin ser francamente descortés.

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Fórmulas de nacimiento

Lo que voy a contar no me fue referido por Arowhena sino por el señor Nosnibor y algunos de los caballeros que solían comer en su casa. Me explicaron que los erewhonianos creen en la preexistencia; y no solamente profesan esta creencia, de la que hablaré más detalladamente en el siguiente capítulo, sino que están asimismo persuadidos de haber nacido en este mundo por un acto de su libérrima voluntad, realizado cuando se hallaban en su estado anterior. Pretenden que los que no han nacido aún están continuamente importunando y atormentando a las personas casadas de ambos sexos, revoloteando sin cesar en su derredor, sin dejarles sosiego en su cuerpo ni tranquilidad en su mente hasta que éstos consienten en tomarlos bajo su protección.

Si no fuera así, es el argumento que los erewhonianos aducen, por lo menos, sería arrogarse un derecho monstruoso sobre otro ser el obligarle a arrostrar los peligros y vicisitudes de esta vida mortal, sin darle voz ni voto en el asunto. Ningún hombre tendría derecho a casarse, ya que al hacerlo no le es posible saber cuánta desdicha ha de originar ese acto, cuánta desventura puede imponer con ello a un ser que desconoce la desgracia mientras no existe. Sienten tales escrúpulos sobre este punto, que tratan de alejar su responsabilidad, haciéndola recaer sobre otro; y han inventado una mitología complicada para explicar el mundo donde viven los que no han nacido, lo que hacen allí y las artes y maquinaciones de que se valen para penetrar en el nuestro. Pero de esto hablaré más adelante. Lo que quisiera referir aquí es su modo de proceder con los que consiguen llegar hasta nosotros.

Un rasgo distintivo de la mentalidad erewhoniana es que cuando pretenden estar muy seguros de alguna cosa y la toman como base para determinar su línea de conducta, rara vez creen del todo en ella. En cuanto comprenden que hay gato encerrado en alguna institución muy estimada, se hacen los sordos inmediatamente para tratar de no oírlo maullar.

Es lo que hacían la mayor parte de ellos en este asunto de los nonatos, pues no puedo pensar, ni lo he pensado nunca, que creyeran seriamente en su mitología de la preexistencia. Creían y no creían al mismo tiempo; ellos mismos no tenían por cierto lo que creían y lo que dejaban de creer; lo que sí sabían era que el dejar de creerlo se consideraría una enfermedad. Sólo afirmaban estar seguros en un punto: si un embrión penetraba en nuestro mundo, era a fuerza de importunar a los vivos, y no habría nacido de no molestar tanto a personas pacíficas.

Sería difícil refutar esta teoría y quedaría en buena postura si no la llevasen más adelante. Pero no quieren pararse en esto; necesitan doble seguridad: exigen una declaración escrita del mismo niño tan pronto como ha nacido, exonerando a sus padres de toda responsabilidad en cuanto a su nacimiento y afirmando su preexistencia. Con este objeto han inventado lo que llaman «la fórmula de nacimiento», un documento cuyos términos varían según el grado de cautela de los padres, pero que viene a decir poco más o menos lo mismo en todos los casos; pues durante muchos siglos los jurisconsultos de Erewhon han ejercitado su habilidad en perfeccionarlos, y han ido añadiendo cláusulas para todas las posibles contingencias.

Dichas fórmulas van impresas en papel corriente, de un precio módico para los pobres; en cambio, los ricos las mandan redactar sobre pergamino, y encuadernar con todo lujo, de modo que la presentación y adorno de la fórmula de nacimiento de una persona da la medida de su posición social. Empieza con la

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siguiente declaración: «Considerando que A. B.*** pertenecía al reino de los Nonatos, donde disponía de cuanto necesitaba, y no tenía motivo alguno de queja, etc., etc., su propia depravación y turbulencia desenfrenadas le hicieron concebir el deseo de penetrar en este mundo presente; que además y después de tomar las medidas necesarias previstas en las leyes del reino de los Nonatos, con premeditada mala intención empezó a importunar y molestar a dos infelices que no le habían causado daño alguno y que gozaron de perfecta felicidad y contento hasta el día que hubo tramado tan vil conspiración contra su tranquilidad; agravios por los que les suplica ahora con toda humildad se dignen concederle el perdón».

Reconoce, más adelante, su completa responsabilidad por todos los defectos físicos por los que pueda tener que responder ante las leyes de su país; afirma que sus padres no llevan parte ni culpa en dichos defectos y que tienen derecho a matarle en el acto si tal es su voluntad, aunque les suplica que se dignen demostrar su inconmensurable bondad y clemencia dejándole la vida. Si le conceden ese favor, promete en cambio ser la criatura más obediente y más sumisa durante su infancia, y aun durante toda su vida, a no ser que en su excesiva generosidad tengan a bien exonerarle más tarde de una parte de la obligación así contraída.

La fórmula prosigue en el mismo tono, entrando a veces en los más nimios detalles, según el capricho del notario de la familia, quien, como puede suponerse, no lo liará más corto de lo que sea menester.

Preparada así el acta, los amigos de la familia se reúnen al tercer o cuarto día después del nacimiento del niño, o de su «importunidad final», según lo llaman ellos, para celebrar juntos una fiesta en la que todos parecen muy tristes (por regla general creo que su tristeza es sincera) y se hacen regalos al padre y a la madre del niño, en desagravio por la ofensa que acaba de inferirles el nonato.

Luego, la nodriza lleva al niño, y todos los presentes empiezan a insultarle, afeándole su conducta impertinente, preguntándole de qué manera se propone compensar el mal que ha hecho, y cómo puede atreverse a esperar que le cuide y alimente quien ha sido ya víctima de los nonatos en diez o doce ocasiones quizá, porque dicen de los padres de familias numerosas que han sido grandes víctimas de los nonatos. Hasta que por fin, cuando la escena ha durado bastante, alguien propone la fórmula, que el enderezador de la familia saca y lee al niño con gran so-lemnidad. Se invita siempre al enderezador en estas ocasiones, pues el mero hecho de inmiscuirse así en una familia pacífica denota una perversidad por parte del niño que requiere los servicios profesionales de aquél.

Fastidiado por esa lectura y pellizcado por su nodriza, el niño empieza generalmente a llorar, lo cual se considera muy buena señal, pues demuestra que reconoce su culpabilidad. Entonces le preguntan: «¿Estás conforme con la fórmula?». Como continúa llorando y es evidente que no puede contestar, uno de los amigos se adelanta, comprometiéndose a firmar el documento en su nombre, bien seguro, así lo dice, de que el niño lo firmaría si supiese hacerlo y añadiendo que quedará relevado de su obligación al llegar aquél a la mayoría de edad. El amigo estampa entonces la firma del niño al pie del pergamino y se considera que obliga a éste de igual forma que si lo hubiese firmado él trismo.

No obstante, hasta eso les parece insuficiente y no les proporciona cumplida satisfacción, pues se sienten aún algo intranquilos mientras no han conseguido la propia firma del niño. Por lo tanto, cuando éste tiene unos catorce años, esas buenas gentes le sobornan en parte con promesas de mayor libertad y de regalos y en parte le intimidan con su poder, que les permite molestarle a su antojo; de tal modo, que si bien en apariencia le dejan en libertad para elegir, en realidad no le

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conceden ninguna. Emplean además los servicios de los profesores de los colegios del Desatino, hasta que por fin, de una forma u otra, consiguen obligarle a firmar un documento por el cual reconoce haber venido a este mundo obedeciendo a su propio impulso y asume toda la responsabilidad que de ello pueda resultar.

Un documento de esa índole es, sin duda, el más importante que pueda uno firmar en toda su vida; y sin embargo, se lo hacen firmar al niño cuando, por su corta edad, ni ellos ni la ley le permiten contraer la más leve obligación, por muy legítima que fuere, fundándose en que es aún demasiado joven para tener cabal conoci-miento de sus actos y considerando poco justo dejarle comprometerse en forma que le pudiera perjudicar más tarde.

Debo reconocer que todo eso me parecía algo difícil de admitir y poco en armonía con las muchas instituciones admirables que existen en aquel pueblo. Me atreví un día a comunicar parte de las reflexiones que ello me sugería a uno de los profesores del Desatino; lo hice con todo género de precauciones, pero su forma de justificar aquel sistema estaba fuera de mi comprensión. Recuerdo haberle preguntado si, a su parecer, la moral de un muchacho no salía perjudicada al debilitar en su concepto lo sagrado de la palabra dada y su respeto a la verdad en general, por el hecho de inducirle a firmar una declaración solemne de creer en ciertas cosas, mientras lo único que podía saber de ellas con certeza era que no sabía nada. También le pregunté si los profesores que le inducían a hacerlo, o que le enseñaban como positivas cosas de las cuales dudaban ellos mismos, no se ganaban la vida corrompiendo el sentido de la verdad en sus alumnos (sentido muy delicado, generalmente) y viciando uno de sus más sagrados instintos.El profesor, que era un hombre encantador, pareció muy sorprendido por mi manera de enfocar la cuestión; pero no se dejó afectar por ella en absoluto. Me contestó que nadie pretendía que el muchacho quisiera ni pudiera saber todo aquello de tales componendas y bien pocas afirmaciones podían ser tomadas al pie de la letra. Dijo que el lenguaje humano era un vehículo demasiado tosco para el pensamiento, ya que éste no admite traducción exacta. Añadió que «del mismo modo que no puede haber traducción de un idioma a otro que no reduzca o aumente en algo el significado, tampoco existe idioma alguno capaz de interpretar el pensamiento sin discordancias ni asperezas en algún que otro punto, etc., etc.».Todo lo cual me pareció que se podía resumir en la forma siguiente: que así

era la costumbre del país y que los erewhonianos eran gente conservadora; que el muchacho habría de empezar a transigir, tarde o temprano; y que eso era parte de su aprendizaje. Tal vez habría que lamentar que las transacciones fuesen tan necesarias en la vida; mas, ya que lo son, cuanto más pronto llegue el muchacho a percatarse de ello, tanto mejor para él. Ahora, que eso no se lo dicen nunca al muchacho.

De su libro sobre la Mitología del Nonato he sacado los párrafos que formarán el capítulo siguiente.

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El mundo de los nonatos

Dicen los erewhonianos que en nuestro paso por la vida vamos arrastrados mirando atrás; y que avanzamos en el futuro de igual forma que si anduviésemos en un pasillo oscuro. El tiempo va a nuestro lado, abriendo las persianas a medida que vamos avanzando; pero la luz que así nos da suele deslumbramos y sólo sirve para hacer más intensa la oscuridad delante de nosotros. No vemos sino muy pocas cosas a la vez, y aun lo poco que vemos nos preocupa menos que lo que hemos de ver después. Siempre escudriñando con curiosidad las tinieblas del futuro a través del resplandor del presente, adivinamos las líneas principales de lo que tenemos delante merced a las débiles luces que reflejan los espejos empañados que tenemos detrás; y vamos tropezando, como podemos, hasta que bajo nuestros pies se abre la trampa... y desaparecemos.

En otro párrafo dicen que el futuro y el pasado son como un panorama montado en dos cilindros: la tela que está en el cilindro del futuro va devanándose, para volver a enrollarse sobre el pasado.. No podemos ni acelerar ni detener su movimiento. Estamos obligados a ver todo lo que va pasando ante nosotros, bueno y malo; y lo que hemos visto ya no podemos volver a contemplarlo. Siempre se desarrolla, siempre va enrollándose; lo sorprendemos al paso un momento, que llamamos «presente»; nuestros sentidos, aturdidos, recogen la impresión que pueden y tratamos de adivinar lo que ha de venir, a tenor de lo que hemos visto. La misma mano pintó la tela toda y los incidentes varían bien poco: ríos, bosques, llanos, montañas, ciudades y pueblos; amor, dolor y muerte. Sin embargo, el interés no decae un momento y miramos, llenos de esperanza, anhelando algún fausto acontecimiento, o presos del terror, temiendo vemos figurar como protagonistas en algún espectáculo horroroso. Cuando ha pasado la escena, creemos conocerla; y sin embargo hay tanto que ver y tan poco tiempo para mirarlo que nuestra presunción de conocer el pasado suele estar desprovista de fundamento. Además, no nos preocupa mucho lo acontecido, excepto en lo que puede afectar a lo porvenir, donde se concentra todo nuestro interés.

Dicen además los erewhonianos que se debe a una mera casualidad el hecho de que la Tierra, las estrellas y todos los cuerpos celestes empezaran su rotación de este a oeste, en vez de hacerlo de oeste a este; y asimismo dicen que se debe a la casualidad que el hombre sea arrastrado a través de la vida cara al pasado, y no cara al futuro. Pues el futuro está ahí, tanto como el pasado; mas no podemos verlo. ¿No se halla en las entrañas del pasado, y no ha de transformarse el pasado antes de que lo pueda hacer el futuro?

En otras páginas dicen que en la Tierra hubo una vez el ensayo de una raza de hombres, que conocían el futuro mejor que el pasado; pero que murieron todos en un año, de los sufrimientos que les causaba tal conocimiento. Y si alguien naciera hoy dotado de excesiva presciencia, sería eliminado por selección natural antes de haber podido transmitir facultad tan perturbadora a sus descendientes.

¡Qué sino más extraño el del hombre! Perecerá si consigue dominar esa misma ciencia que debe esforzarse en conseguir si no quiere perecer. Si no luchara para su conquista, sería igual a las bestias; si alcanzase su objeto, sería más desdichado que los mismos demonios.

Después de vadear muchos capítulos parecidos a lo que antecede, llegué por fin al que trata de los mismos nonatos y hallé lo siguiente: se les considera como almas puras y simples, desprovistas de cuerpo material, pero sumidas en una

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existencia gaseosa y, con todo, más o menos antropomórfica, como la de un espectro; no tienen, por lo tanto, ni carne, ni sangre, ni calor. No obstante, se cree que estos entes viven en moradas y ciudades, si bien éstas son tan insustanciales como sus habitantes; hasta se supone que comen y beben ciertos alimentos etéreos, a modo de ambrosía, y que en general son capaces de hacer todo lo que hace la humanidad, mas en una forma espectral, fantástica, como en un sueño. Por otra parte, mientras permanezcan allí no morirán; la única forma de muerte en el mundo de los nonatos, consiste en abandonarlo para venir al nuestro.

Se los cree en extremo numerosos, muchísimo más que los hombres. Llegan, ya crecidos y en grandes cantidades a la vez, desde planetas desconocidos; pero sólo pueden dejar el mundo donde residen tomando las medidas necesarias para su venida al nuestro, lo que equivale a un suicidio.

Deberían formar un pueblo sumamente feliz, ya que desconocen los extremos, tanto en la dicha como en la desgracia, no se casan y, en resumen, viven en un estado muy parecido al que inventaron los poetas para describir la vida primitiva de la humanidad. No obstante todo esto, no cesan por un momento de quejarse. Saben que nosotros poseemos cuerpos; mejor dicho, conocen todo lo que ocurre aquí en nuestro planeta, toda vez que van y vienen entre nosotros a su antojo y pueden leer en nuestro pensamiento, tanto como observar a su gusto todos nuestros actos.

Cabe pensar que todo esto les fuera suficiente. Verdad es que en su mayoría se dan cuenta cabal y perfecta del tremendo riesgo en que han de incurrir al querer gozar de ese cuerpo «dotado de movimiento sensible y de calor», que tanto anhelan. A pesar de todo, hay algunos para quienes el ennui de una existencia sin cuerpo llega a hacerse tan intolerable que están dispuestos a arriesgarlo todo con tal de cambiar; por lo cual resuelven marcharse. Las condiciones a que han de someterse son tan inciertas que sólo los más necios de ellos se avienen a aceptarlas; y es entre éstos exclusivamente donde se reclutan nuestras propias filas.

Cuando han tomado la firme determinación de irse, deben presentarse ante el juez de la ciudad más próxima y firmar una declaración certificando su deseo de abandonar su existencia. Una vez hayan cumplido con este requisito, el juez les lee las condiciones que habrán de aceptar, y cuya mera enumeración es tan larga, que sólo puedo dar aquí un resumen de sus puntos principales, que son en esencia como sigue:

Primero deben tomar una pócima que borre su memoria y el sentido de su identidad; han de llegar a este mundo desamparados y desprovistos de voluntad propia; deben sortear su carácter e inclinaciones antes de marcharse y aceptarlos, sean como fueren, con sus posibles consecuencias, buenas o malas. Tampoco tienen la facultad de elegir ese cuerpo que tanto anhelan; son simplemente adjudicados, al azar y sin apelación posible, a dos personas que ellos mismos se encargan de buscar e importunar hasta que los adopten. ¿Quiénes serán esas dos personas?, ¿ricas o pobres, cariñosas o adustas, sanas o enfermas? No lo pueden saber. De hecho, han de entregarse para muchos años al cuidado de personas cuya buena constitución y buen sentido no les pueden ser garantizados por nadie.Resulta curioso leer los consejos y advertencias que los mas prudentes dan a

los que están proyectando cambiar de existencia. Les hablan de la misma forma en que hablaríamos a un derrochador, y con parecido éxito. «Nacer —les dicen—, es una traición, un crimen capital, por el que puedes ser castigado en forma

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sumarísima. Tal vez puedas vivir setenta u ochenta años; mas ¿qué es esto, comparado con la eternidad de que disfrutas ahora? Y aun suponiendo que tu sentencia fuera conmutada y que te fuese concedida la vida para siempre, andando el tiempo terminarías por estar tan hastiado de vivir, que tu ejecución sería para ti una merced suprema. »Considera los riesgos infinitos que vas a arrostrar. ¡Nacer de padres malvados que te criarán en el vicio! ¡Nacer de padres necios, que te criarán en la mentira! ¡De padres que te consideren como un bien mueble, como su propiedad, pertenecerles más a ellos que a ti mismo! O también pueden caerte en suerte padres totalmente antipáticos, que no sean capaces de comprenderte jamás y que hagan cuanto puedan para contrariar tus inclinaciones, como una gallina que ha incubado un patito, para después echarte en cara tu ingratitud porque no sientes por ellos afecto. Asimismo la suerte puede depararte padres que te traten como un ser que es preciso domar y acobardar de pequeño, no sea que les incomodes más tarde, tomándote la libertad de tener deseos y sentimientos propios.

»Más adelante, cuando hayas sido aceptado ya como socio activo en el mundo, estarás a tu vez sujeto a las importunidades del nonato y ¡qué vida más feliz llevarás en consecuencia! Pues nuestro modo de solicitar es tan insistente, que sólo muy pocos hombres, y no los mejores, pueden rechazarnos. Por otra parte, el aceptarnos es como asociarse con media docena de personas, de las cuales es absolutamente imposible tener antes la menor referencia, ni siquiera saber si son varones o hemhras, ni cuántas han de ser de cada sexo. No te hagas la ilusión de creer que serás más prudente que tus padres. Adelantarás una generación sobre los que hayas importunado; pero si no eres uno de los grandes privilegiados, siempre estarás una generación atrás de los que te importunen a su vez.

»Imagínate lo que significa tener que hospedar a un nonato que posea un temperamento e inclinaciones enteramente distintos de los tuyos. ¿Qué digo, uno? ¡Media docena, que no te querrán a pesar de haberte privado de mil maneras para asegurarles el bienestar, que olvidarán todos tus sacrificios en su favor, de quienes no podrás nunca afirmar que no te guardan rencor por algún error de juicio en que puedas haber incurrido, aunque esperabas tú haberles dado satisfacción por ello hacia tiempo! Semejante ingratitud no deja de ser frecuente, pero ¡imagínate lo que debe significar el tener que sufrirla! Es muy penoso para el patito el haber sido incubado por una gallina; mas ¿no es también penoso para la gallina el haber incubado un pato?

»Piénsalo bien, te lo ruego, no en interés nuestro, sino en el tuyo. Tu carácter nativo lo habrás de sortear, mas, sea lo que fuere, sólo puede alcanzar su desarrollo con mediano éxito después de una larga educación. Recuerda que en la dirección de ésta no tendrás voz ni voto. Es posible, y hasta probable, que cuanto consigas adquirir en tu vida de adulto y sea para ti verdaderamente útil o agradable, lo hayas tenido que conquistar, no con la ayuda, sino a pesar de los que te dispones ahora a importunar. Es probable también que sólo logres tu libertad después de varios años de una lucha cruenta, en la que te será difícil decir si has sufrido más agravios de los que habrás inferido.

»Acuérdate asimismo de que si vas al otro mundo, tendrás tu libre albedrío; que estarás obligado a tenerlo; que no lo podrás evitar; que lo llevarás como un grillete toda tu vida y que en toda ocasión habrás de hacer lo que te parezca mejor en aquel momento, lo mismo si aciertas que si te equivocas en tu determinación. Tu mente será una balanza para pesar las consideraciones, y tu acción será decidida por el platillo que más pese. ¿De qué lado se inclinará? Eso dependerá de la clase de platillos que te haya deparado la suerte al nacer, de la parcialidad que hayan

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podido adquirir por el uso, y del peso de las consideraciones inmediatas. Si los platillos eran buenos desde un principio, si no han sido atrozmente deteriorados durante tu infancia y si las combinaciones en las que habrás de entrar son normales, podrás salir airoso; mas hay demasiados «si» en esto, y con que falte uno solo de ellos tu desdicha es segura. Piénsalo bien y si llegas a ser desgraciado, acuérdate de que tuya es la culpa, pues el nacer depende sólo de ti y no te obliga nada ni nadie a ello.

»No es que pretendamos que la Humanidad desconoce el placer; hace ostentación de unos cuantos períodos de contento, cuyo total puede formar hasta una suma respetable de felicidad. Pero fíjate en la forma en que van repartidos durante la vida del hombre; los más intensos de esos períodos de dicha pertenecen todos a la primera parte y muy pocos a la segunda. ¿Puede haber placer tan grande que merezca comprarse al precio de las aflicciones de la senectud? Si te toca ser bueno, fuerte y hermoso, a los veinte años serás verdaderamente dichoso; mas ¿qué te quedará de todo ello a los sesenta? Porque habrás de ir gastando tu capital; no podrás invertir el total de tus fuerzas para poder sacar una pequeña renta anual durante toda tu vida. Tendrás que irte comiendo tu capital poco a poco, torturado por el suplicio de verlo disminuir sin cesar, aun suponiendo que no te lo roben brutalmente en un crimen o accidente.

»Acuérdate, además, de que hasta la fecha no se ha conocido hombre de cuarenta años que no estuviera dispuesto a volver al mundo de los nonatos si le fuera posible hacerlo salvando el honor y la decencia. Ya que está en el otro mundo, allí se quedará, por regla general, hasta que se vea obligado a marchar, pero ¿crees que consentiría en nacer por segunda vez y volver a vivir lo que ha vivido, si le fuera dable hacerlo? No lo pienses. Si pudiera cambiar lo pasado hasta el punto de no haber nacido, ¿no crees que lo haría gustosísimo?

»¿Qué significado entrañaba el lamento de uno de los poetas del otro mundo, sino esto mismo, cuando maldecía el día en que había nacido y la noche en que se dijo: "Un varón es concebido"? "Pues ahora —dijo aquel poeta—, yaciera yo, y reposara; durmiera, y entonces tuviera reposo, con los reyes y los consejeros de la tierra, que edificaron para sí los desiertos, con los príncipes que poseían el oro, que henchían sus casas de plata. iOh!, ¿por qué no fui escondido como aborto, como los pequeñitos que nunca vieron la luz? Allí los impíos dejan de perturbar, y allí des-cansan los de cansadas fuerzas". Ten la seguridad de que el crimen de haber nacido acarrea este mismo castigo a todos los hombres. Mas ¿cómo pueden rogar que se les tenga compasión, cómo pueden quejarse de las desdichas que les atribulan, siendo así que entraron en el lazo con los ojos abiertos?

»Una sola palabra más, y hemos terminado. Si algún recuerdo tenue, como de un ensueño, cruza por tu mente en un momento de perplejidad, y sientes que la pócima que ahora van a darte no ha surtido sus efectos; si sientes que la memoria de tu presente existencia se esfuerza inútilmente en volver: encarecidamente te lo decimos, en aquel momento, cuando intentes apoderarte de ese ensueño que de ti huye, cuando lo veas anhelante, como Orfeo veía a Eurídice, deslizarse y desaparecer otra vez en el reino de las sombras, entonces, si puedes acordarte de nuestra advertencia, vuela, vuela a refugiarte en tus deberes del momento, a buscar el asilo y la protección inmediata de la tarea que tengas trazada. Tal vez puedas recordar este consejo al menos. Y si consigues grabarlo profundamente en cada

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una de tus facultades, será para ti el talismán que te ayude a vencer feliz y honrosamente todos los obstáculos y a salir airoso de las pruebas que te esperan9.»

Así discuten con los que proyectan abandonarlos, mas rara vez logran convencerlos, porque sólo los inquietos y los insensatos piensan en nacer, y los que son bastante necios para formar tal proyecto suelen serlo también para llevarlo a cabo viendo, pues, que no conseguirán disuadirle, los amigos acompañan al que quiere nacer hasta el tribunal del magistrado Supremo, donde aquél declara solemne y públicamente que acepta las condiciones inherentes a su decisión. Entonces le dan una pócima que aniquila inmediatamente su memoria y el sentido de su identidad, disolviendo la tenue morada gaseosa donde ha vivido. Se transforma en mero principio vital, imperceptible a los sentidos humanos y que ningún reactivo químico es capaz de descubrir. Sólo posee un instinto: el de ir a tal sitio determinado, donde encontrará a dos personas, que habrá de importunar hasta que consientan en adoptarle. Pero el que estas personas se hallen en la tribu de Chowbok o entre los mismos erewhonianos, no depende de su arbitrio.

9 El mito aludido mas arriba (de Orfeo y Eurídice) existe en Erewhon con otros nombres y modificaciones considerables en sus detalles. Me he tomado la libertad de hacer referencia a dicha leyenda en la forma que nos es familiar. (N. del A.)

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Significado de este mito

Me he detenido con alguna extensión en la mitología que antecede y sin embargo no he referido más que una parte muy reducida de lo que tienen escrito sobre la materia. Mi primera impresión al leerlo fue que toda la insensatez demostrada por un nonato al venir a este mundo quedaba plenamente justificada por su deseo de huir de tan pesados e inaguantables discursos.

Dicha mitología contiene una descripción a todas luces exagerada e injusta de la vida y de las cosas. Con quererlo sus autores, pudieron haber pintado fácilmente un cuadro tan extremado por su lado brillante, como éste lo es por su lado sombrío. Ningún erewhoniano cree de veras que el mundo sea tan negro como en ella lo han pintado, pero una de sus peculiaridades es que muy a menudo ni creen ni piensan las cosas que pretenden considerar como indiscutibles.

En el caso presente, sus pretendidas opiniones sobre el nonato tuvieron por origen su deseo de probar que antes de venir a este mundo los hombres han podido contemplar el cuadro más sombrío de lo que aquí les esperaba. De no ser así, difícilmente podrían decir a un hombre que van a castigar por una dolencia del corazón o del cerebro que suya es la culpa por padecerla. En la práctica modifican su teoría de modo considerable y rara vez aluden a la fórmula de nacimiento sino en casos excepcionales. La fuerza de la costumbre, o lo que sea, hace que muchos de ellos lleguen hasta sentir un interés no exento de cariño hacia una criatura que sin embargo les ha inferido tantos agravios; y aun cuando todo hombre suele odiar al diminuto e importuno forastero durante los doce primeros meses, suele también ablandarse, en la medida de sus facultades, transcurriendo el tiempo; y a veces llega a concebir un cariño desenfrenado por los seres que llama con gusto sus hijos.

De acuerdo con las premisas sentadas por los erewhonianos, es natural que la gente mereciera ser castigada y escarnecida por sus enfermedades morales e intelectuales, del mismo modo que por sus dolencias físicas; y hasta hoy no he podido comprender por qué motivo se quedaron así a mitad de camino. Por otra parte, tampoco puedo comprender por qué esa anomalía me preocupaba tanto, pues es cierto que me tenía preocupado. ¿Qué me podían importar a mí cuantos absurdos aceptasen los erewhonianos? Y sin embargo, anhelaba convertirlos a mi manera de pensar, ya que el deseo de propagar las opiniones que creemos conducentes a nuestro bienestar está tan hondamente arraigado en el carácter inglés que muy pocos entre nosotros pueden sustraerse a su influencia. Pero dejemos esto.

A pesar de introducir en la práctica no pocas modificaciones en una teoría inadmisible en sí, las relaciones entre padres e hijos en aquel país son menos felices que en Europa. sólo observé muy contados casos de afecto verdadero, cordial e intenso entre la gente madura y los jóvenes. Algunos vi, sin embargo. Y en éstos pude cerciorarme de que los hijos, aun a los veinte años, querían más a sus padres que a nadie y que por predilección propia, pudiendo escoger libremente la compañía que les fuera más grata elegían con frecuencia la de su padre y madre. Rara vez se detenía el coche del enderezador a la puerta de las casas donde así sucedía. Vi dos o tres de estas familias durante el tiempo que permanecí en aquel país y no se cómo expresar la alegría que me proporcionó semejante espectáculo, denotando tanta bondad, tanta prudencia y tolerancia, tan espléndidamente recompensadas.

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Sin embargo, estoy convencido de que lo mismo podría ocurrir en nueve familias de cada diez, con sólo acordarse los padres de las impresiones de su juventud y tratar a sus hijos como ellos habrían querido ser tratados por sus padres. Mas esto, que parece tan sencillo y tan evidente, por lo visto no es capaz de ponerlo en práctica un solo hombre de cada cien mil. Solamente los muy nobles y los muy buenos, tienen fe sincera en los postulados más sencillos; y pocos tienen la suficiente fuerza de alma para comprender que 19 y 13 hacen 32, tan seguramente como 2 y 2 son 4.

Sé muy cierto que si este relato viniera a caer en manos erewhonianas, diríase que al escribir que las relaciones entre padres e hijos no suelen ser muy satisfactorias, he falseado los hechos de un modo infame y que en realidad hay pocos jóvenes que no se hallen más a gusto en la compañía de sus parientes10 más próximos que en cualquier otra. Eso lo diría el señor Nosnibor, seguramente. Sin embargo, no puedo por menos de opinar que si sus difuntos padres volviesen y le propusiesen ir a pasar seis meses en su casa, le pondrían en un serio aprieto. Creo que pocas calamidades habrían de parecerle mayores que ésta. Habían muerto a una edad avanzada, unos veinte años antes de que yo le conociese a él, de modo que el caso es excepcional; mas es también seguro que si le hubiesen tratado durante su juventud de una forma que le pareciese abnegada y exenta de egoísmo, la emoción iluminaría su rostro, hasta el último de sus días, cada vez que pensara en ellos.

En los dos o tres casos de verdadero afecto familiar que pude observar, sé con mucha certeza que los jóvenes de dieciocho años que tan sincero cariño profesaban a su padre y a su madre estarían encantados, cuando tengan sesenta, de poder acogerlos en su casa si ello fuera posible. Nada podría proporcionarles mayor alegría, si no es quizá el presenciar la felicidad de sus propios hijos y nietos.

Así debería ser en todos los hogares. No se trata de un ideal inasequible; es el que han realizado ya algunas familias y podrían realizarlo casi todas, con un poco más de paciencia y de tolerancia por parte de los padres. Pero en la actualidad es raro encontrarlo; tanto es así que tienen un proverbio que sólo puedo traducir de forma muy indirecta, y que significa: «El mayor regocijo para ciertas personas, en la vida futura, será observar la aflicción de sus propios padres al verse otra vez en la compañía eterna de sus abuelos y abuelas». He de señalar también que la idea contenida en la raíz etimológica de la palabra con que expresan el dolor más hondo, equivale a «afecto obligatorio».

El vocablo padres, no es ningún talismán capaz de producir por sí solo milagros de cariño; y no me resisto a creer que a mi propio hijo le pareciera una calamidad menor el perdernos, a Arowhena y a mí, cuando tenga seis años, que el volvernos a encontrar cuando tenga sesenta. No hubiera escrito la frase que antecede si no sintiera que al hacerlo le doy a modo de una prenda, o por lo menos pongo en sus manos un arma contra mí, para el caso de que mi egoísmo llegara a traspasar los límites razonables.

En el fondo de todo esto se encuentra como base principal el dinero. Si los padres diesen a sus hijos los medios de ganarse la vida antes de lo que acostumbran en la actualidad, los hijos llegarían bien pronto a encontrar el sustento y hacerse independientes. Mientras que ahora, con el sistema presente, los jóvenes llegan a sentir toda clase de necesidades legítimas, por poco empuje que tengan, antes de haber aprendido a ganar el dinero preciso para satisfacerlas. De aquí que

10 ¡Qué palabra más prudente esa de relation (pariente)! ¡Cuán reducido su predicamento! Y sin embargo. ha suplantado a kinsman (deudo, consanguíneo de la misma tribu o casta). (N.del A.)

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se vean obligados a pasar sin ellas, o a gastar más dinero de lo que sus padres pueden ahorrar. Todo esto se debe principalmente a las Escuelas del Desatino, donde se enseña a un muchacho con arreglo a los principios hipotéticos, según explicaré más adelante. Allí malgasta los años aprendiendo a ser incapaz de ejercer esta profesión, aquélla o la otra, no sabe muy bien cuál ha de ser, mientras que durante todo este tiempo hubiera debido estar practicando el oficio mismo, empezando por su grado más elemental, aprendiéndolo a fuerza de práctica diaria y elevándose en su profesión, según la energía que poseyera.

Esas Escuelas del Desatino me causaron mucha sorpresa. Admito que sería fácil caer en un pseudoutilitarismo, y estoy dispuesto a creer que este sistema pueda ser bueno para los hijos de padres muy ricos, o para los que demuestren aptitud natural para las ciencias hipotéticas. Pero lo peor en este caso es que su culto por Ydgrun obliga a toda persona que pretenda gozar de la consideración de los demás a enviar a sus hijos a una u otra de esas escuelas, imponiéndose una especie de multa durante años. Me quedaba pasmado al ver los sacrificios hechos por los padres con el fin de transformar a sus hijos en seres tan inútiles como ello fuera posible. Y era difícil decir quién sufría más, si los adultos por los gastos que así se imponían, o los jóvenes por verse deliberadamente defraudados en varios de los ramos más importantes del saber humano y dirigidos por falsos derroteros, o abandonados a la deriva en la mayoría de los casos.

No creo estar equivocado si digo que la creciente tendencia a limitar las familias por medio del infanticidio, una calamidad que estaba sembrando la alarma en todo el país, fuera debida casi exclusivamente al hecho de haberse transformado la educación en un fetiche, de un extremo a otro de Erewhon. Admito que se deberían tomar la medidas precisas para que todo niño aprendiera a leer, escribir y contar; mas a esto había de limitarse la educación obligatoria auxiliada por el Estado, y entonces debía comenzar el niño, tomándose todas las precauciones necesarias para evitar que se le hiciese trabajar en exceso, a adquirir los rudimentos del arte u oficio en que habrá de ganarse la vida.

No puede adquirir esos rudimentos en lo que llamamos en Inglaterra Escuelas de Educación Técnica. Dichas escuelas son a modo de claustro contra las asperezas y tormentas de la vida; incapacitan, en vez de preparar, para el trabajo real, el de fuera. Un arte, un oficio, sólo pueden aprenderse en el taller de los que con él se están ganando el pan.

Los muchachos, por regla general, odian lo artificial, y se entusiasman por lo real; dadles la oportunidad de ganar dinero y pronto lo ganarán. Cuando los padres se percaten de que sus hijos, en vez de convertirse artificialmente en pesadas cargas para ellos, han de empezar temprano a contribuir al bienestar de la familia, no tardarán en dejar de matarlos y procurarán tener esa prole numerosa que ahora tratan de evitar. En las condiciones actuales, el Estado impone a los padres cargas que no pueden en modo alguno soportar, y luego se retuerce las manos ante un mal cuya responsabilidad es en gran parte suya.

En las clases sociales que no van tan bien vestidas, el daño era menor; porque en esas familias, cuando el niño tiene unos diez años ha de empezar a hacer algo. Si es capaz, va abriéndose camino; si no lo es, al menos no se le vuelve más incapaz aún por medio de lo que los otros han dado en llamar su educación. Generalmente, la gente logra colocarse a su nivel adecuado; y si bien es verdad que por desventura no lo consigue siempre, no lo es menos que aquellos que están dotados de cualidades estimables, no pasan inadvertidos y llegan a sacar de ellas provecho.

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Me parece que los erewhonianos empiezan a darse cuenta de esas cosas porque se hablaba mucho de hacer pagar un impuesto a los padres cuyos hijos no estuvieran ganándose el sustento, con arreglo a sus capacidades, al llegar a los veinte años de edad. Estoy convencido de que si tienen el valor de llevar a cabo ese proyecto, no se arrepentirán nunca de haberlo hecho; porque los padres cuidarán de que sus hijos comiencen a ganar dinero (lo cual supone un beneficio para la sociedad), desde muy temprano. Entonces los hijos se harán pronto independientes y no importunarán a sus padres, del mismo modo que los padres dejarán de importunarles a ellos, y se querrán más y mejor que en la actualidad.

Ésta es la verdadera filantropía. El que gana una fortuna colosal en el comercio de calcetería, y merced a su energía consigue hacer bajar el precio de los artículos de lana en la milésima parte de un penique por libra, este hombre vale por diez filántropos profesionales. Los erewhonianos están tan convencidos de esta verdad, que si un hombre logra una fortuna superior a 20.000 libras de renta, queda exento de pagar impuestos o contribuciones, pues le consideran como una obra de arte, cuyo valor es tan considerable que no se le puede tocar. Dicen: «¿Cuánto no habrá hecho para la sociedad, antes de que la sociedad haya consentido en darle tanto dinero?». Un poder tan grandioso les infunde miedo y respeto a la vez; lo consideran como caído del cielo.

«El dinero —dicen ellos— es el símbolo del deber, es el signo sagrado de haber hecho para la Humanidad lo que ésta necesitaba. La Humanidad puede no ser muy buen juez en la materia; pero no hay otro mejor.» Este concepto me chocaba y ofendía al principio, al recordar la alta autoridad de Quien dijo de los que poseen riquezas que difícilmente podrán entrar en el reino de los cielos. Mas bajo la influencia de Erewhon, empezaba a mirar las cosas desde un nuevo punto de vista y no podía por menos de pensar que los que no poseen riquezas entrarán más difícilmente todavía.

La gente suele oponer el dinero a la cultura, queriendo decir con ello que si un hombre ha dedicado su vida a ganar dinero, no puede ser culto. ¡Error, error crasísimo! ¡Como si pudiese existir mayor ayuda para la cultura que el hecho de haber logrado una honrosa dependencia! ¡Como si la más refinada cultura pudiese proporcionar al hombre que carece de recursos algún alivio, cuando en realidad le brinda tan sólo una conciencia más amarga aún de su propia situación! Aquel joven a quien fue dicho «que vendiera cuanto poseía y repartiera el producto entre los pobres» debió de ser una persona verdaderamente excepcional si ese consejo le fue dado juiciosa y prudentemente, tanto para él como para los pobres. ¡Cuánto más a menudo encontramos hombres dotados de toda clase de buenas cualidades, pero desprovistos de dinero, y que sienten que su deber verdadero consiste en hacerse ricos logrando que los demás se avengan a pagarles céntimo a céntimo el valor de sus servicios! se ha dicho que el amor al dinero es la raíz de todos los males. Con no menos razón lo es también la falta de dinero.

Lo que antecede podrá parecer irrespetuoso; pero está concebido con el sentimiento del mayor respeto hacia las únicas cosas que lo merecen: es decir, hacia lo que realmente existe, lo que nos va formando y amoldando, sea ello lo que fuere; hacia lo que tiene el poder de castigarnos y nos ha de castigar si no le prestamos la debida atención; hacia nuestro señor y amo, por lo tanto. Pero estoy apartándome de mi asunto.

Tienen otro proyecto acerca del cual están haciendo mucho ruido y promoviendo gran alboroto, por el estilo de lo que hacen algunos con los derechos de la mujer en Inglaterra. Un partido de radicales extremistas ha declarado

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imposible decidir sobre la respectiva superioridad de la juventud o de la vejez. Actualmente todo va basado en el postulado siguiente: que es deseable procurar que los jóvenes envejezcan todo lo más pronto posible. Hay quien pretende que es partir de un supuesto falso, y que el objeto de la educación debiera ser conseguir que los viejos se mantuviesen jóvenes el mayor tiempo posible. Dicen que cada una de las dos edades había de gobernar por riguroso turno, semana por semana: una semana mandarían los viejos, y la otra los jóvenes, fijando la edad de treinta y cinco años como línea de demarcación. Pero insisten en la necesidad de otorgar a los jóvenes el derecho de imponer castigos corporales a los viejos, pues, de lo contrario, éstos serían absolutamente incorregibles. En ningún país de Europa podría pensarse en tal cosa; allí es distinto, toda vez que los enderezadores están constantemente mandando azotar a la gente, de modo que se han familiarizado con la idea. No creo que el proyecto llegue a realizarse; mas el mero hecho de haberse discutido siquiera, basta para demostrar la suma aberración del espíritu erewhoniano.

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Los Colegios del Desatino

Llevaba ya cinco o seis meses como huésped de la familia Nosnibor y, aunque les había propuesto varias veces dejarles para instalarme en casa propia, rechazaron en cada ocasión semejante idea. Supongo que consideraban más fácil que llegara a enamorarme de Zulora si me quedaba con ellos; pero en realidad era mi inclinación por Arowhena la que me incitaba a quedarme. Mientras tanto, Arowhena y yo íbamos viviendo como en un sueño, dejándonos llevar hacia un amor declarado, pero sin atrevernos a arrostrar las verdaderas dificultades de nuestra situación. Gradualmente, sin embargo, las cosas llegaron a un extremo tan crítico, a pesar nuestro, que hubimos de darnos cuenta, con claridad harto diáfana, del estado exacto de nuestros asuntos.

Nos hallábamos sentados en el jardín cierta tarde, y yo había tratado de todas las formas indirectas, a cual más estúpida, de hacerle decir que por lo menos sentiría compasión hacia el hombre realmente enamorado de una mujer que no aceptara casarse con él. Balbuceaba, me ruborizaba, hecho un perfecto tonto. Debió de afligirle la forma asaz transparente en que solicitaba su compasión, sin hacer mención de la que ella misma podía inspirar. El caso es que se volvió hacia mí, con una sonrisa suave y triste a la vez, diciéndome:

—¿Sentir compasión? La siento por mi misma, la siento por vos, la siento por todos los demás.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, inclinó la cabeza, lanzóme una mirada que parecía rogarme que no le contestara, y se alejó.

Sus palabras fueron pocas y bien sencillas, pero su manera de decirlas era inefable. Me abrió los ojos, y comprendí que no tenía derecho a tratar de inducirla a infringir una de las más sagradas leyes de su país, como lo haría al casarse conmigo. Me quedé largo tiempo sentado, ensimismado en mis reflexiones; y cuando recapacité sobre la mancha, la vergüenza y la desgracia que había de entrañar una unión culpable, pues así se la conceptuaría en Erewhon, me avergoncé sinceramente de haber estado tanto tiempo ciego. Escribo esto con toda calma ahora; pero sufrí amargamente entonces y habría conservado de todo ello un recuerdo mucho más intenso aún de no haber terminado todo tan felizmente.

En cuanto a renunciar a casarme con Arowhena, ni siquiera se me ocurrió esa idea. La solución había de encontrarse en otra dirección. ¿Esperar hasta que alguien se casara con Zulora? Tampoco. ¿Casarme con Arowhena allí mismo, en Erewhon? Había abandonado ese proyecto. No quedaba por lo tanto más que una alternativa: fugarme con ella y llevármela a Europa, donde ningún obstáculo se opondría a nuestra unión, aparte de mi pobreza, asunto que no me causaba reparo alguno.

A este proyecto, claro y sencillo, no veía que pudieran oponerse más de dos objeciones que merecieran este nombre: la primera, que tal vez Arowhena se negase a acompañarme; la segunda, que me sería casi imposible fugarme, ni aun huyendo solo. El rey en persona me había advertido que debía considerarme como prisionero, en libertad bajo palabra, y que a la primera tentativa de evasión por mi parte me recluirían en uno de los hospitales para incurables. Además ignoraba la geografía del país y aunque tratara de encontrar el camino recorrido a mi llegada, me vería descubierto mucho antes de alcanzar el paso por el cual había entrado. ¿Cómo, en estas condiciones, podía esperar llevar a Arowhena conmigo? Día tras día estuve cavilando y dando vueltas en mi mente, buscando la solución de estas

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dificultades, hasta que por fin formé el proyecto más descabellado que la necesidad haya sugerido jamás a hombre alguno. Dicho proyecto solucionaría la segunda dificultad; la primera me causaba menos inquietud, ya que al encontrarme con Arowhena por primera vez después de nuestra entrevista en el jardín, pude apreciar que había padecido tanto como yo.

Resolví tener una nueva entrevista con ella, la última de momento, separarnos después y ponerme yo a la obra para realizar mi proyecto con toda la celeridad posible. Tuvimos una oportunidad de encontrarnos a solas y entonces solté las riendas, declarándole mi amor apasionado y mi devoción por ella. Pocas fueron sus palabras en contestación, pero sus lágrimas, que hicieron correr las mías, sin que las pudiese reprimir, y lo poco que dijo, bastaron para demostrarme que por su parte no había de poner obstáculo alguno. Entonces le pregunté si estaría dispuesta a correr un riesgo terrible, que arrostraríamos juntos, para, caso de tener éxito, llevarla a mi país, al hogar de mi madre y de mis hermanas, donde encontraría la más cariñosa acogida. Al mismo tiempo le hice notar que las probabilidades de un fracaso eran mucho mayores que las de un éxito y que aun en caso de lograr llevar a cabo mi proyecto, lo más probable era que su realización nos costara la vida a los dos.

No me había equivocado al juzgar a Arowhena. Me contestó que creía mi amor tan grande y sincero como el suyo hacia mí, y que estaba dispuesta a arrostrarlo todo con sólo darle la seguridad de que lo que le proponía no había de conceptuarse deshonroso en Inglaterra; que la muerte sería quizá la mejor solución para ambos; que yo debía elaborar un plan y cuando llegase el momento oportuno mandarla llamar, que podía tener confianza en ella, pues no había de faltar a su palabra. Y así, después de muchas lágrimas y muchos abrazos, nos separamos con mutuo pesar.

Entonces abandoné el hogar de la familia Nosnibor, alquilé una habitación en la capital y pude saborear mi tristeza a mis anchas. Arowhena y yo solíamos vernos de vez en cuando, pues empecé a frecuentar asiduamente los bancos musicales; pero tanto la señora Nosnibor como Zulora me trataban con mucha frialdad. Estaba seguro de que sospechaban algo. Arowhena parecía muy desdichada y noté que llenaba cuanto podía su bolsillo con dinero de los bancos musicales mucho más que antes. Entonces se me ocurrió un horrible pensamiento: su salud podía quebrantarse, en cuyo caso se le formaría juicio criminal. ¡oh, cuánto odié a Erewhon en aquel momento!

Seguía yendo a palacio todavía, pero mi buen aspecto empezaba a desvanecerse y no tenía la habilidad de los erewhonianos para ocultar los efectos del dolor. Veía que mis amigos comenzaban a demostrar inquietud y tuve que echar mano de la artimaña de Mahaina, fingiendo haber tomado afición a la bebida. Llegué hasta consultar a un enderezador, como si fuese cierta, y hube de someterme a muchas molestias. Esto mejoró un poco mi situación por algún tiempo, mas podía ver que mi constitución iba perdiendo en la estima de mis amigos a medida que yo adelgazaba.

Me dijeron que los pobres empezaban a protestar ruidosamente contra mi pensión y leí en un periódico antiministerial un artículo punzante, en el cual el escritor llegaba a aseverar que el hecho de tener el pelo rubio no constituía para mi ningún mérito, toda vez que se refería el haberme oído decir que era cosa corriente en mi país. Tengo motivos para suponer que dicho artículo fue inspirado por el mismo señor Nosnibor. Al poco tiempo me enteré de que el rey comenzaba a hablar con insistencia del reloj encontrado en mi poder y a decir que debía someterme a

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tratamiento médico por haberle contado un embuste acerca de los globos. Vi la adversidad cernirse sobre mi cabeza y rodearme en todas las direcciones, y comprendí que iba a necesitar todo el ingenio de que era capaz y algo más para poder llegar con Arowhena a puerto seguro.

Algunas personas seguían demostrándome benevolencia y, cosa extraña, recibí las mayores atenciones de quien menos lo esperaba: los cajeros de los bancos musicales. Había trabado conocimiento con varios de ellos y desde que frecuentaba asiduamente sus bancos parecían dispuestos a hacer mucho caso de mi persona. Uno de ellos, viéndome seriamente indispuesto, si bien fingiendo naturalmente no haberlo notado, me aconsejó cambiar un poco de aires y acompañarle hasta una de las ciudades principales, la cual se encontraba a dos o tres días de viaje de la capital y era el centro más importante de los Colegios del Desatino. Me aseguró que había de quedar encantado con cuanto vería y que me dispensarían la más hospitalaria acogida. Resolví, por lo tanto, aceptar su invitación.

Emprendimos la marcha dos o tres días más tarde y después de pasar una noche en camino, llegamos a nuestro punto de destino al atardecer. Estábamos a la sazón en plena primavera y habían transcurrido cerca de diez meses desde que emprendí mi expedición con Chowbok; pero más bien me parecían diez años. Los árboles se veían engalanados con su más flamante hermosura y el aire era ya tibio, sin que el calor llegase, a molestar. Después de vivir tantos meses en la metrópoli, la vista del campo y de las aldeas que pasábamos en el camino me hizo recobrar nuevas fuerzas, aun cuando no podía olvidar mis cuitas. Los últimos ocho o diez kilómetros constituyeron la parte más hermosa de nuestro viaje, pues la región se volvía cada vez más accidentada y los bosques más extensos. Pero la primera vista de la misma ciudad de los colegios fue lo más grato de todo. No puedo figurarme que exista otra más hermosa en el mundo y manifesté mi agrado a mi compañero, dándole las gracias por haberme llevado.

El coche nos llevó a una hospedería situada en el centro de la población y luego, mientras era aún de día, mi amigo el cajero, cuyo nombre era Thims, me invitó a dar un paseo por las calles y los patios de los colegios principales. Eran sobremanera hermosos e interesantes. No se los podía mirar sin experimentar atracción hacia ellos y pensé que quien hubiera sido educado en uno de esos colegios y no conservase de él un recuerdo cariñoso toda la vida sería necesariamente un desalmado y un ingrato. Todos mis recelos se desvanecieron al momento ante la belleza y el aspecto venerable de esa ciudad encantadora. Durante media hora lo olvidé todo, hasta a Arowhena.

Después de cenar, el señor Thims me habló extensamente del sistema de educación que allí se practicaba. Ya conocía parte de lo que me iba explicando, pero muchas cosas eran nuevas para mí y pude formarme un concepto más exacto del ideario erewhoniano. A pesar de todo, me resultaba difícil comprender la oportunidad de ciertas partes del sistema; mas admito sin restricción que era debido, probablemente, al hecho de haber sido educado de manera tan distinta y a encontrarme indispuesto y malhumorado en aquel momento.

El rasgo principal de ese sistema es la importancia que concede al estudio de una ciencia cuyo nombre sólo puedo traducir por la palabra hipotética. He aquí su argumentación: el enseñar a un muchacho tan sólo la naturaleza de las cosas existentes en el mundo que le rodea, y de las que tendrá que ocuparse toda su vida, sería infundirle un concepto harto estrecho y superficial del Universo; el cual, según pretenden, podría contener además toda clase de cosas que en la actualidad no hemos de encontrar en ello. El abrirle los ojos a semejante posibilidad y por lo tanto

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prepararle para todas las posibles emergencias, he aquí el objeto de este sistema de hipotética. El imaginar una serie de contingencias totalmente absurdas e imposibles y pedir a los jóvenes que encuentren una solución satisfactoria a los problemas que de ellas surjan, se considera la manera más adecuada de prepararlos para la dirección efectiva de sus negocios en la vida.

Por consiguiente, se les enseña durante largos años, lo mejor de su juventud, lo que han dado en llamar lenguaje hipotético; lenguaje que en su origen fue compuesto cuando la civilización del país era muy distinta de lo que es hoy día, siendo así que aquella civilización desapareció y fue sustituida por otra hace muchos años. Muchas máximas preciosas y nobles pensamientos que en otra época permanecían ocultos en dicho lenguaje, andando el tiempo se han hecho corrientes en su literatura moderna y se han traducido repetidamente al idioma que hoy hablan.

Parece, por lo tanto, que fuera suficiente limitar el estudio de la lengua primitiva a los pocos que demuestran tener inclinación natural para dicha disciplina.

Pero los erewhonianos opinan de otro modo. Es increíble la importancia que conceden a dicha lengua hipotética; llegan a otorgar una pensión vitalicia a quienquiera que llegue a estar muy versado en su estudio. Más aún: se pasarán años aprendiendo a traducir algunos de sus mejores poetas a la lengua hipotética; hacerlo con facilidad se considera el sello distintivo de un hombre culto y de un caballero. Dios me guarde de hablar con ligereza; pero me pareció un derroche injustificable de buena energía humana el que esos hombres pasaran años y años para perfeccionarse en un ejercicio tan estéril, cuando su propia civilización les presentaba problemas por centenares, que era urgente resolver y cuya solución hubiera proporcionado hermosos beneficios a su autor. Mas cada uno entiende mejor sus propios asuntos que el vecino. Si los jóvenes hubieran escogido ellos mismos sus estudios, me habría parecido menos extraño; pero no hay tal: les son impuestos, y en su mayoría sienten aversión por ellos. Sólo puedo añadir que cuantos argumentos me presentaron en defensa de ese sistema, fueron insuficientes para infundirme un alto concepto de sus ventajas.

En cambio, los argumentos a favor de un desarrollo sistemático de la facultad de desatinar eran mucho más convincentes. Pero aquí se apartan los principios per los que justifican su estudio de la hipotética. Efectivamente, fundan la importancia que conceden a la hipotética en que sirve de preparación para lo extraordinario, mientras que sus estudios del Desatino se basan en el desarrollo de las facultades necesarias para resolver los asuntos de cada día. De aquí sus cátedras de Contradicción y Evasiva, habiendo de examinarse de ambas asignaturas los jóvenes antes de poder continuar sus estudios para graduarse en hipotética. Los estudiantes diligentes y concienzudos logran hacer progresos extraordinarios en estas materias; no hay contradicción, por evidente que sea, que no se enseñen pronto a defender, ni mandato tan terminante que no puedan encontrar algún pretexto para desatenderlo.

Pretenden que la vida sería inaguantable si los hombres se dejasen guiar en todos sus actos por la razón y únicamente por ella. La razón seduce a los hombres hasta llevarlos a establecer límites rígidos e infranqueables para las cosas en general, y a querer definirlo todo por medio del lenguaje; siendo así que el lenguaje es como el sol, que primero ayuda a crecer y luego abrasa. Sólo las ideas extremas son lógicas, mas siempre son absurdas; el término medio es antilógico, pero es preferible al absurdo perfecto de una idea extrema. No hay disparate ni sinrazón más grande que lo que, en apariencia, puede ser defendido irrefutablemente por la

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razón misma; y hay pocos errores en los que no caerá el hombre con la mayor facilidad, si basa su conducta en la sola razón.

Es muy posible que la razón pudiese abolir la dualidad de monedas; hasta podría dar al traste con la personificación de la Esperanza y la Justicia. Además, la gente siente tan fuerte inclinación natural hacia ella, que siempre la buscará por su propia cuenta y obrará siguiendo sus impulsos, en lo que le conviene y algo más. No hay necesidad de propagar la razón. En cambio, con el desatino es cosa muy distinta. Es el complemento natural de la razón, y si no existiese, la razón tampoco existiría.

Y puesto que la razón no existiría de no existir el desatino, ¿no ha de resultar forzosamente que tanta más razón habrá cuanto más desatino exista? De aquí la necesidad de fomentar el desatino, en el interés mismo de la razón. Los profesores del Desatino niegan que ellos menosprecien la razón. Nadie puede estar más convencido que ellos de que, si la dualidad de monedas no puede deducirse como consecuencia necesaria de la razón humana, debe suprimirse inmediatamente. Pero añaden que no debe deducirse esto con un concepto estrecho y exclusivo de la razón, que excluiría de tan admirable facultad una mitad de su propia existencia. El desatino forma parte de la razón; désele, por lo tanto, la parte que le corresponde al exponer las condiciones iniciales que dieron origen a dicha dualidad en los sistemas de moneda.

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Los Colegios del Desatino (Conclusión)

Del genio no hacen caso, porque dicen que cada uno es un genio, en mayor o menor grado. No hay nadie tan sano físicamente que no tenga algún órgano debilitado, por poco que fuere; como tampoco hay nadie tan enfermo que no posea alguna parte sana. Asimismo, no existe hombre tan sano mental y moralmente que no tenga su pizca de locura y de perversión; ni hombre tan loco y perverso que no tenga sus ratos de cordura y honradez. De igual modo no hay genio que no sea al mismo tiempo un tonto, ni tonto que no sea también un genio.

Cuando hablé de la originalidad y del genio con algunos señores, durante una cena dada en mi honor por el señor Thims, y dije que se debía alentar todo pensamiento original, hube de retractarme en el acto. Evidentemente, consideraban el genio de igual manera que los delitos: es preciso que surja, pero ¡desgraciado de aquel en quien se manifieste! El deber de todo hombre, según ellos, es pensar lo mismo que sus vecinos, pues ¡pobre de él si le parece bien lo que a ellos les parece mal! Realmente, no veo en qué difiere la teoría erewhoniana de la nuestra; ya que la palabra idiota no significa otra cosa sino «el que forma sus propias opiniones».

El venerable profesor de sabiduría mundana, anciano de cerca de ochenta años, pero robusto aún, me habló muy seriamente de este asunto, como consecuencia de las pocas palabras que hube de soltar imprudentemente en defensa del genio. Era uno de los hombres más influyentes de la Universidad, y tenía la reputación de haber hecho quizá más que ninguno de sus contemporáneos para suprimir toda clase de originalidad.

—Nuestro cometido —me dijo— no consiste en ayudar a los estudiantes a pensar por su cuenta. Sin duda alguna es lo último que deba alentar en ellos quien les quiera bien. Nuestro deber consiste en procurar que piensen lo mismo que nosotros, o, al menos, lo mismo que nos parece conveniente afirmar que pensamos.

En otro orden de cosas, sin embargo, pasaba por profesar opiniones algo radicales, por cuanto era presidente de la Sociedad para la Supresión de Conocimientos Inútiles y para el Olvido más Completo del Pasado.

Respecto a las prácticas que un joven debe llevar a cabo antes de obtener su título, supe que no llevan orden de lista en las clases y procuran que no exista la menor emulación entre los estudiantes; estiman que fomentaría la ambición personal, y la consideran como descortesía. Los exámenes se hacen por medio de composiciones escritas por el estudiante sobre asuntos determinados, algunos de los cuales conoce de antemano, mientras que los otros se seleccionan con el fin de poner a prueba su capacidad general y su savoir-faire.

Mi amigo el profesor de sabiduría mundana era el terror de la mayor parte de los estudiantes y, por lo que pude apreciar, merecidamente; pues había tomado su cargo más en serio que todos los demás profesores. Me contaron que había suspendido a un pobre chico por falta de vaguedad en su composición sobre cláusulas restrictivas. Otro mereció también un suspenso por haber escrito su ensayo sobre un asunto científico sin emplear con bastante frecuencia las palabras cuidadosamente, pacientemente, y seriamente. A uno le negó el título por tener razón con excesiva constancia y formalidad; y pocos d días antes de mi visita, había dado calabazas a una hornada de estudiantes por no demostrar suficiente desconfianza en la palabra impresa.

Precisamente existía entonces cierta efervescencia a este respecto, porque parece ser que el profesor había escrito un artículo en la revista principal de la

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universidad, del cual todos le sabían autor, y en el que figuraban abundantes errores plausibles. Luego puso un sujeto de composición para los exámenes, que brindaba a los candidatos la oportunidad de repetir dichos errores. Sabiendo que el artículo era del mismo catedrático que los iba a examinar, se apresuraron, naturalmente, a repetirlos. El profesor los suspendió a todos sin excepción; pero su proceder se consideró poco correcto.

Les cité aquel hermoso verso de Homero, donde dice que un hombre debe luchar siempre por ser el primero y superar en todo a sus semejantes; pero me contestaron que no era de extrañar que los países en los que tan detestable máxima se consideraba admirable, estuvieran en continua lucha unos con otros.

—¿Por qué —me preguntó un profesor— había de querer un hombre ser mejor que sus vecinos? Debe considerarse satisfecho con no ser peor que ellos.

Tímidamente me arriesgue a decir que no concebía cómo podría lograrse el menor progreso en cualquier arte o ciencia, y hasta en cualquier ramo de la actividad humana, sin algo de ambición y, por lo tanto, sin alguna desavenencia.

—Claro está que no puede ser —dijo el profesor— y por ello nos oponemos al progreso.

Después de esto no quedaba ya nada que añadir. Un poco más tarde, sin embargo, un joven catedrático me llamó aparte para decirme que, según le parecía, yo no comprendía bien sus ideas respecto al progreso.

—Nos gusta el progreso —siguió diciendo más a condición de que lo apruebe sentido común de la gente Si un hombre llega a saber más que sus vecinos, su deber consiste en guardar su ciencia para sí hasta sondearles y ver si están de acuerdo, o pueden coincidir con él.

Añadió que había tanta inmoralidad en adelantarse demasiado a su época como en andar excesivamente rezagado.

—Cuando un hombre es capaz de convencer y arrastrar a sus vecinos, puede decir lo que quiere; pero de lo contrario, ¿hay insulto más injustificado que este de decirles lo que no quieren saber? Todo hombre debería acordarse de que la propensión a dejarse dominar por el intelecto, es una de las formas más insidiosas y más vergonzosas que pueda revestir la falta de moderación. Admito que cada uno haya de pecar por algún exceso, ya que la salud absolutamente perfecta volvería loco al que llegara a disfrutarla; pero...

Empezaba a entusiasmarse con el asunto y yo a preguntarme cómo me lo quitaría de encima, cuando todos los comensales se separaron; y aunque prometí hacerle una visita antes de marcharme, no me fue posible, desgraciadamente, cumplir mi promesa.

Creo haber dicho lo bastante para dar a los lectores ingleses alguna idea de las extrañas opiniones profesadas por los erewhonianos en lo tocante al desatino, la hipotética y la educación en general. En más de un aspecto eran bastante sensatos; pero no pude admitir la hipotética, particularmente el hecho de traducir su buena poesía al lenguaje hipotético. Durante mis estancia allí, encontré un joven que me contó que dicho lenguaje había sido casi lo único que le enseñaron por espacio de catorce años, a pesar de no haber demostrado nunca, y me pareció que eso hablaba en su favor, la menor afición por su estudio; en cambio, estaba dotado de aptitudes bastante notables para otras varias ramas del saber humano. Me aseguró que no volvería a abrir un libro de hipotética después de obtener su título, sino que seguiría la dirección de sus propias aficiones. Me pareció muy bien; pero ¿quién podía devolverle esos catorce años?

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Alguna vez me extrañé de que el daño ocasionado no fuese más claramente perceptible, y que los jóvenes de ambos sexos demostrasen tanta sensatez y tuviesen tan buen aspecto, a pesar de los intentos hechos casi deliberadamente para impedir o torcer su natural desarrollo. Sin duda, algunos salían muy perjudicados y padecían las consecuencias hasta su último día. Pero muchos parecían no haber sufrido ningún menoscabo y otros parecían hasta haber mejorado. La razón de ello se ha de encontrar en el hecho de que el instinto natural de los muchachos, en la mayoría de los casos, se rebelaba tan completamente contra su educación, que todos los esfuerzos de sus profesores no llegaban a hacérsela tomar realmente en serio. La consecuencia era que los muchachos sólo perdían el tiempo, y aun no tanto como hubiera podido suponerse, pues en sus horas libres, se dedicaban con gran actividad a los deportes y ejercicios físicos que desarrollaban su cuerpo y servían, por lo menos, a hacerlos fuertes y sanos.

Además, no podía impedirse a los que sentían aficiones particulares que las desarrollasen. Éstos aprendían lo que querían y lo que les gustaba, a pesar de los obstáculos, que más bien parecían servirles de estímulo en vez de detenerlos; mientras que para los que no poseían aptitud especial alguna, el perder tiempo era relativamente de poca importancia. Pero a pesar de estos paliativos, estoy convencido de que se infligía mucho daño a la juventud de la clase media por ese sistema que los erewhonianos han dado en llamar educación. Los niños más pobres eran los menos perjudicados; pues si la destrucción y la muerte conocen la voz de la sabiduría, también la pobreza, en cierta medida, conoce sus acentos.

Sin embargo, tal vez sea preferible que sus centros de educación hagan más por impedir el desarrollo mental que por fomentarlo. Si no fuera por cierta cantidad de pedantería que estos centros infunden en tan gran número de sus alumnos, las obras genuinas se harían tan corrientes que llegarían a constituir un peligro. Es indispensable que la mayor parte de cuanto se dice o se hace en el mundo sea tan efímero que desaparezca pronto; que pueda mantener su interés durante veinticuatro horas, o, a lo sumo, hasta cuarenta y ocho; pero no debe interesar lo bastante para impedir, al cabo de una semana, que la gente vaya en busca de otra cosa.

Sin duda alguna, el desarrollo maravilloso del periodismo en Inglaterra, así como el hecho de que nuestros centros de educación aspiren al fomento de la mediocridad, antes que a desempeñar un papel más eminente, se debe a que admitimos subconscientemente que es aún más necesario contener la exuberancia del desarrollo intelectual, que alentarlo. Es indudable que tal es la obra de nuestros cuerpos académicos, y es tanto más eficaz cuanto que es sólo inconsciente. Creen estar acelerando la sana digestión y asimilación intelectual, cuando en realidad desempeñan un papel muy semejante al del cáncer en el estómago.

Pero volvamos a los erewhonianos. Nada me sorprendió tanto como el ver los destellos ocasionales de sentido común que iluminaban alguna que otra disciplina, mientras que ninguno de sus rayos alcanzaba a tantas otras. Esto me llamó particularmente la atención al hacer una visita a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad. Allí me explicaron que el curso se dividía en dos clases de estudios: la parte práctica y la comercial. Ningún estudiante podía continuar el estudio técnico de su arte si no progresaba paralelamente en el de su historia comercial. Así, por ejemplo, a los que estudiaban pintura se les examinaba con frecuencia sobre los precios alcanzados por todos los cuadros más famosos de los últimos cincuenta o cien años, así como sobre las fluctuaciones en su valor cuando, como solía ocurrir a menudo, habían cambiado de dueño tres o cuatro veces. «El artista —dicen— es un

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comerciante en cuadros, y es tan importante para él aprender a adaptar su mercancía a los requisitos del mercado y conocer aproximadamente el precio que ha de alcanzar tal o cual clase de cuadro, como lo es el aprender a pintarlo.» Supongo que es esto mismo lo que quieren decir los pintores franceses al conceder tanta importancia a los «valores».

En cuanto a la ciudad misma, me encantaba más de día en día, con cada nueva visita. No tengo bastante confianza en mi pluma para atreverme a dar aquí una descripción de la delicada belleza de los diferentes colegios, con sus paseos y jardines. Verdaderamente, sólo en estas cosas debe de hallarse una influencia que santifica, afina y constituye ya casi una educación en sí, que todo el error posible no llegará a corromper por completo.

Fui presentado a muchos de los profesores, los cuales me demostraron toda clase de atenciones y mucha hospitalidad. Sin embargo, no podía desechar cierta sospecha de que algunos de los que me llevaban a visitar habían estado tanto tiempo absortos en sus estudios de hipotética, que se habían convertido en la antítesis exacta de los atenienses de tiempos de san Pablo. Efectivamente, mientras que los atenienses dedicaban su vida exclusivamente a ver y oír algo nuevo, algunos de estos señores, allí, parecían haber dedicado la suya a evitar el contacto con toda opinión a la que no estuviesen perfectamente acostumbrados, considerando su propio cerebro como una especie de santuario, en donde una vez había penetrado una opinión, ninguna otra podía entrar a combatirla.

Debo advertir al lector, sin embargo, que rara vez pude estar seguro de lo que realmente pensaban los hombres que conocí allí durante mi estancia con el señor Thims. Era imposible sacarles una palabra clara en cuanto tenían la menor sospecha de poder «traicionarse», como decían ellos. Siendo así que apenas se ha de encontrar un asunto al tratar del cual no pueda surgir esta sospecha, me era muy difícil obtener de cualquiera de ellos opinión alguna bien definida, como no fuera hablando del tiempo, de alguna excursión, de comidas y bebidas, de vacaciones o de los juegos de destreza.

De verse obligados a expresar alguna opinión, a pesar de sus tentativas para evadirse, solían repetir la de algún autor que hubiera escrito sobre el asunto y concluir diciendo que, aun cuando admitían que hubiese un fondo de verdad en lo que había sentado dicho escritor, eran muchos los puntos en los cuales no podían coincidir con él. En cuanto a saber qué puntos eran ésos, me fue siempre imposible sacarlo en claro. Es más: parecían considerar como el colmo de la sapiencia y de la buena educación entre ellos el no tener, y menos aún expresar, sobre cualquier asunto opinión alguna que pudiera más tarde comprobarse que era equivocada. Me parece que el arte de mantenerse airosamente sentado en equilibrio sobre una valla, no ha alcanzado jamás tanta perfección como en estos colegios erewhonianos del Desatino.

Hasta cuando, a pesar de tanta escapatoria, huida y evasiva, se ven cogidos y obligados a manifestar alguna opinión definida, lo más probable es que argumenten a favor de lo que saben perfectamente que es falso. Repetidas veces leí revistas críticas y artículos, hasta en sus mejores periódicos, entre cuyas líneas descubría sin mucha dificultad un sentido diametralmente opuesto al que parecía indicar el texto. Es tan corriente esto, que había de ser un novato en las astucias de la buena sociedad erewhoniana quien no sospechase instintivamente que se esconde un «sí» en cada «no» que le sale al paso. Bien es verdad que el resultado viene a ser el mismo, por cuanto no importa que «sí» se llame «sí» o «no», mientras quede bien entendido cuál ha de ser; pero nuestro método, más directo, de llamar el

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pan pan, en lugar de llamarlo vino con la intención de que todo el mundo entienda pan, parece también más conveniente. Por otra parte, el sistema erewhoniano se presta más a la supresión de esa claridad categórica, el frustrar la cual parece haber tomado por especial objeto su filosofía.

Sea lo que fuere de ello, la enfermedad que llamaremos «el temor a traicionarse» era fatal para la inteligencia de los contagiados, y casi todos, en los Colegios del Desatino, adolecían de ella. Al cabo de unos pocos años sobrevenía invariablemente una atrofia de la facultad de opinar, y el enfermo se volvía tan insensible como una piedra a todo cuanto no fuera el aspecto más superficial de los objetos materiales que veía a menudo. La expresión del rostro de esos hombres era repelente. Sin embargo no parecían muy desdichados, ya que ninguno de ellos se daba en absoluto cuenta de estar en realidad más muerto que vivo. Hasta la fecha ningún remedio se ha descubierto para curar esa enojosa enfermedad del «temor a traicionarse».

Fue durante mi estancia en la ciudad de los Colegios del Desatino, ciudad cuyo nombre es tan cacofónico que me resisto a transcribirlo, cuando me enteré, en todos sus detalles, de la revolución que tuvo por resultado la destrucción de tantas de las invenciones mecánicas antiguamente en uso.

El señor Thims me llevó a visitar a un caballero que gozaba de gran reputación por su ciencia, aunque era también, según me dijo el señor Thims, un hombre bastante peligroso, puesto que había tratado de introducir un adverbio en el lenguaje hipotético. Había oído hablar de mi reloj y tenía vivísimo deseo de verme, pues se le consideraba como el arqueólogo de Erewhon más versado en cuestiones de mecánica antigua. Llegamos a conversar sobre este asunto, y al despedirme me regaló un ejemplar de una edición moderna del libro que provocó la revolución.

Esta tuvo lugar unos quinientos años antes de mi llegada. Hacía mucho tiempo que la gente se había acostumbrado completamente al cambio; mas cuando estalló, el país entero se vio sumido en la mayor miseria, y la reacción que se produjo estuvo a punto de lograr el triunfo. La guerra civil encarnizada duró muchos años y se dice que disminuyó en una mitad el número de habitantes. Los partidos contendientes eran llamados maquinistas y antimaquinistas, y al fin, como ya dije antes, estos últimos lograron la victoria, tratando a sus adversarios con tan inaudita crueldad que hicieron desaparecer hasta la más leve señal de oposición.

Lo extraño era que tolerasen la existencia del menor aparato mecánico en el reino. Pero creo que no lo hubiesen admitido de no oponerse resueltamente los profesores de Contradicción y Evasiva a que los nuevos principios se llevasen a sus conclusiones lógicas. Dichos profesores, además, insistieron para que durante la lucha los antimaquinistas empleasen todos los adelantos conocidos en el arte de la guerra, y en el curso de las hostilidades se inventaron varias armas nuevas, ofensivas y defensivas. Quedé sorprendido al ver que subsistieran tantos ejemplares de mecánica en los museos, y que los sabios hubiesen reconstituido su antiguo funcionamiento con tanta exactitud; ya que después de la revolución los vencedores destrozaron todas las máquinas más complicadas y quemaron todos los tratados de mecánica y todos los talleres de los ingenieros, pensando haber cortado así el mal tanto en su raíz como en sus ramificaciones, al precio de un derroche in-calculable de sangre y riqueza.

No escatimaron su trabajo, por cierto, mas una obra de esa índole nunca puede quedar acabada con toda perfección; y cuando, unos doscientos años antes de mi llegada, el apasionamiento sobre la materia se hubo apaciguado y nadie en el uso de sus facultades pudo soñar en introducir de nuevo las invenciones prohibidas,

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el asunto vino a considerarse como tema para curiosos estudios arqueológicos, lo mismo que ciertas prácticas religiosas olvidadas desde muchos siglos lo son para nosotros. Entonces empezaron las investigaciones minuciosas en busca del menor fragmento que pudiera hallarse y de toda máquina que pudo haber permanecido escondida; al mismo tiempo se escribieron innumerables tratados para explicar el funcionamiento y aplicación de cada máquina descubierta. Todo lo cual se llevó a cabo, no con intención de volver a emplear dicha maquinaria, sino con sentimientos iguales a los de un arqueólogo inglés cuando estudia monumentos druídicos o las puntas de flecha de pedernal.

Al volver a la capital, durante las últimas semanas, o mejor dicho los últimos días, de mi estancia en Erewhon, redacté en inglés un resumen de la obra que causó la ya mencionada revolución. Mi ignorancia de los términos técnicos me habrá llevado, sin duda, a cometer muchos errores, y en algunos casos, donde la traducción me ha parecido imposible, he sustituido nombres e ideas puramente ingleses a los del original erewhoniano; pero el lector puede confiar en la corrección y exactitud de mi traducción en general. Me ha parecido más conveniente intercalarlas aquí.

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El libro de las máquinas

El autor empieza como sigue:

Hubo una época en que la Tierra estaba, según todas las apariencias, enteramente desprovista de vida, tanto animal como vegetal; sólo era entonces, en opinión de nuestros mejores filósofos, una bola, redonda y muy caliente, cuya corteza iba enfriándose por grados. Ahora bien: de poder existir en aquella época un ser humano, sin la menor noción de ciencias físicas, cuando la Tierra se hallaba en ese estado, y serle dable contemplarla, como si se tratase de otro mundo sin relación alguna con él, ¿no habría declarado imposible que seres dotados del más leve asomo de conciencia pudiesen surgir y desarrollarse entre las aparentes cenizas que estaba contemplando? ¿No habría negado que estas cenizas pudiesen contener la más ligera po-tencialidad de conciencia? Y, sin embargo, andando el tiempo surgió ésta. ¿No es posible, por lo tanto, que existan aún en la actualidad nuevos cauces por los que pueda manar la conciencia, aun cuando no podemos describirlos ahora?Es más. Puesto que la conciencia, tomando este vocablo en su acepción actual, ha sido en otro tiempo cosa nueva; cosa, según podemos hoy averiguar, hasta posterior a la aparición de un centro individual de acción y de un sistema reproductivo, al que vemos existir en plantas sin conciencia aparente, ¿por qué no habría de surgir alguna nueva fase del intelecto, tan diferente de todas las fases conocidas, como el intelecto de los animales lo es del de las plantas?Sería absurdo tratar de definir ese estado mental (o como quiera que hubiere de llamarse), en cuanto había de ser algo tan extraño para el hombre que su experiencia no podría serle de ninguna ayuda en tratar de concebir la natu-raleza de ese estado. Si consideramos, empero, los múltiples aspectos de la vida y de la conciencia que se han producido ya por la evolución, indudablemente convendremos en que es temerario afirmar que ningún otro pueda producirse y que la vida animal es el fin de todas las cosas. Hubo una época en la que el fuego era el fin de todas las cosas; en otra época fueron las rocas y el agua.

Después de desarrollar el tema anterior a lo largo de varias páginas, el autor seguía preguntándose si algún indicio precursor de esa nueva fase de la vida podía percibirse en la actualidad; si nos era posible vislumbrar algún organismo en preparación capaz de adaptarse en un futuro lejano para servirle de receptáculo; si, en resumen, la célula primordial de esa nueva vida podía descubrirse actualmente en la Tierra. En las páginas siguientes contestaba a estas preguntas de modo afirmativo e indicaba, como célula primordial, las máquinas más perfeccionadas.

No existe garantía —cito sus propias palabras— contra el desarrollo final de la conciencia mecánica en el hecho de que las máquinas poseen poca conciencia en la actualidad. Tampoco un molusco posee mucha conciencia. Recapacítese sobre los adelantos extraordinarios hechos por las máquinas en los últimos siglos, y obsérvese con qué lentitud progresan los reinos animal y vegetal. Las máquinas de estructura más complicada son creaciones

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no ya de ayer, sino de los últimos cinco minutos, por decirlo así, en comparación con el pasado. Admítase, para hacer más clara nuestra argumentación, que los seres conscientes hayan existido unos veinte millones de años ¡y véase qué camino han recorrido las máquinas durante los últimos diez siglos! ¿No puede durar el mundo veinte millones de años todavía? Si así fuere, ¡qué no llegarán a ser las máquinas! ¿No sería más prudente cortar el mal de raíz prohibiendo los nuevos adelantos?Pero ¿quién puede decir que la máquina de vapor no posee una especie de conciencia? ¿Dónde empieza la conciencia y dónde acaba? ¿Quién puede trazar la línea divisoria? Es decir: ¿quién puede trazar línea alguna? ¿No están todas las cosas entrelazadas unas con otras? La maquinaria ¿no va enlazada con la vida animal por una variedad infinita de eslabones? La cáscara de un huevo de gallina está hecha de una materia blanca y delicada y es una máquina, del mismo modo que lo es también una huevera: la cáscara es un instrumento para contener el huevo, como la huevera lo es para contener la cáscara; ambas son fases distintas de una misma función. La gallina fabrica la cáscara en el interior de su cuerpo porque le es más cómodo, pero el nido no es más máquina que la cáscara. Una «máquina» no es otra cosa que un «instrumento», un «artificio».

Luego, volviendo al tema de la conciencia y tratando de descubrir sus primeras manifestaciones, proseguía el autor:

Existe una clase de planta que come alimentos orgánicos por medio de sus flores: cuando una mosca se posa sobre la flor, los pétalos se cierran sobre ella y la aprisionan hasta que la planta haya absorbido el insecto dentro de su sistema. Pero no se cierran sino sobre lo que es bueno de comer; de una gota de agua o de una ramita no hacen caso. ¡Qué curioso es ver una cosa tan inconsciente cuidar con tanta habilidad de sus intereses! Si esto es inconsciencia, ¿de qué sirve la conciencia?¿Diremos que la planta no sabe lo que hace, sólo porque no tiene ojos, ni oídos, ni cerebro? Si decimos que actúa maquinalmente y nada más que maquinalmente, ¿no nos veremos obligados a admitir que muchos otros actos, que parecen perfectamente premeditados, son también maquinales? Si a nosotros nos parece que la planta mata y come la mosca maquinalmente, ¿no puede parecerle a la planta que el hombre, maquinalmente también, mata y come el cordero?Acaso pueda aducirse que la planta está desprovista de razón porque su crecimiento es involuntario. Dándole tierra, aire y la temperatura adecuada, la planta habrá de crecer. Es como un reloj, que una vez le hayan dado cuerda andará hasta que lo hagan parar o ésta se le acabe. Es como el viento que hincha las velas de un barco: el barco tiene que andar cuando el viento sopla. Pero ¿y un muchacho sano?, ¿puede dejar de crecer si le dan buena comida, buena bebida y ropa adecuada para vestirse? ¿Dónde está la cosa que pueda dejar de andar su camino mientras tenga cuerda, o que pueda seguir andando una vez que se le haya acabado? ¿Es que no hay un proceso universal dando cuerda al resorte de todas las cosas?

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Hasta una patata11 en un sótano oscuro posee cierta elemental astucia que le presta excelente auxilio. Sabe perfectamente lo que quiere y cómo conseguirlo. Ve la claridad del día entrar por el tragaluz y echa sus brotes, que van arrastrándose directamente hacia ella; irán serpenteando por el suelo, treparán por la pared, hasta salir por el tragaluz. De existir un poquito de tierra en algún punto de su camino, ya lo encontrarán esos brotes, y lo aprovecharán para sus propios fines. La cantidad de reflexión que pueda poner en ejercicio la patata para dirigir sus raíces una vez plantada en la tierra, es cosa desconocida para nosotros, mas podemos imaginárnosla diciendo: «Tendré un tubérculo aquí, otro tubérculo más allá e iré sacando todas las ventajas que pueda de cuanto me rodea. Con mi sombra impediré el crecimiento de esta vecina; iré socavando esa otra; y el límite de lo que pueda hacer será también el límite de lo que haré. La que sea más fuerte y esté mejor emplazada que yo, ésa me vencerá; la que sea más débil, la venceré yo».La patata dice estas cosas haciéndolas, que es el mejor de los idiomas. ¿Qué es la conciencia si esto no es conciencia? Nos es difícil simpatizar con las emociones de una patata o con las de una ostra. Ni aquélla hace ruido al ser hervida, ni ésta al ser abierta; y el ruido es para nosotros lo más elocuente, debido a que hacemos mucho en torno de nuestros propios sufrimientos. Y puesto que no nos molestan con la menor expresión de dolor decimos que son insensibles; y lo son, sí, comparadas con la especie humana; pero ésta no es lo único existente.Si quiere alegarse que la actividad de la patata es sólo química y mecánica y debida a los efectos químicos y mecánicos de la luz y del calor, parece que la contestación haya de ser una serie de nuevas preguntas: ¿no es toda sensación el resultado de combinaciones químico-mecánicas? Aquellas cosas que consideramos más puramente espirituales ¿son algo más que rupturas de equilibrio en una serie infinita de palancas, empezando por las que son demasiado minúsculas para ser descubiertas al microscopio hasta llegar al brazo humano y a los instrumentos que éste emplea? ¿No existe una actividad molecular del pensamiento, de la cual pueda deducirse una teoría dinámica de las pasiones? Hablando en términos estrictos, ¿no deberíamos preguntar de qué clase de palancas está compuesto el hombre, en vez de cuál es su temperamento?, ¿cómo se equilibran?, ¿qué cantidad de tal o cual sustancia se precisará como contrapeso para equilibrarlas y llevarle a actuar de tal o cual manera?

Continuaba diciendo el autor que preveía una época en la cual sería posible, con sólo examinar un cabello único por medio de un poderoso microscopio, saber si el hombre a quien perteneció podía ser insultado impunemente. Luego, sus

11 La raíz tuberosa aquí aludida no es la patata de nuestros jardines, sino otra planta, pero tan parecida a ella que me he tomado la libertad de traducir así su nombre. A propósito de su inteligencia, si el autor hubiese conocido a Butler (el Butler aquí aludido, homónimo y por más de un concepto «abuelo espiritual» del autor de Erewhon, es el poeta satírico Samuel Butler (1612—1680) autor del inmortal Hudibras, «poema burlesco en que fustigó la hipocresía y la violencia de los puritanos. Hudibras y su escudero Ralph. como Don Quijote y Sancho recorren el mundo en busca de entuertos que desfacer, pero no recogen en sus correrías mas que sinsabores y palos». De Hudibras son los dos versos citados aquí (N. del T.) habría dicho con el: «Ya sabe cual es cuál, que es hasta donde /el saber metafísico llegar puede». (N. del A.)

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razonamientos se hacían cada vez más abstrusos, hasta tal punto que hube de renunciar a traducirle. Tampoco podía seguir la tendencia de su argumentación: al llegar a los primeros párrafos que me fue posible interpretar, vi que había cambiado de terreno.

Proseguía en esta forma:

O debe admitirse que numerosas acciones hasta ahora consideradas como puramente mecánicas e inconscientes, contienen más elementos de conciencia de lo que se ha concedido hasta la fecha, y en este caso se encontrarán gérmenes de conciencia en muchas acciones de las máquinas más perfeccionadas, o, aceptando la teoría de la evolución, pero negando al mismo tiempo conciencia a la acción vegetal y cristalina, la raza humana desciende de organismos desprovistos de toda conciencia. En este último caso no es improbable a priori que puedan salir máquinas conscientes, y más que conscientes, de las que existen hoy día, salvo la que nos sugiere la ausencia aparente de sistema reproductivo en el reino mecánico; aparente tan sólo, como voy a demostrar.No vaya a creerse que yo siento temor ante ninguna de las máquinas existentes en la actualidad. Seguramente, ninguna máquina conocida pasa de ser un prototipo de la vida mecánica futura. Las máquinas de hoy son para las del porvenir lo que los primeros saurios para el hombre. Las más voluminosas disminuirán probablemente muchísimo de su tamaño presente. Algunos de los vertebrados inferiores alcanzaron una corpulencia muchísimo mayor de la que han heredado sus representantes actuales, dotados en cambio de organismos superiores; y de la misma manera, una disminución en el tamaño de las máquinas ha seguido, muy a menudo, marcha paralela con su progreso y desarrollo.Tómese el reloj, por ejemplo; examínese su hermosa estructura; obsérvese el juego inteligente de los diminutos miembros que lo componen. Sin embargo, esta creación minúscula no es sino un desarrollo de los pesados e incómodos relojes que la precedieron y no una degeneración de ellos. Puede llegar un día en que los relojes de torre o de pared, que por cierto en la actualidad no menguan en su volumen, sean sustituidos en su totalidad por el uso universal de los relojes de bolsillo; y en este caso desaparecerán tan completamente como han desaparecido los ictiosaurios, mientras que el reloj de bolsillo, cuya tendencia en estos últimos años ha sido reducir más bien sus dimensiones, quedará como único tipo existente de una raza desaparecida.Pero, volviendo a nuestro asunto, quisiera repetir que no temo a ninguna de las máquinas actuales; a lo que sí temo es a la rapidez extraordinaria con que están transformándose en algo muy diferente de lo que son hoy. Ninguna especie de seres animados ha ejecutado hasta ahora movimiento tan rápido de progresión. ¿Es que no debemos vigilar cuidadosamente dicho movimiento y detenerlo, mientras está en nuestro poder hacerlo? ¿Y no será necesario, para lograr nuestro objeto, destruir las más perfeccionadas entre las máquinas actualmente en uso, aun cuando se admita que son inofensivas en sí?Hasta la fecha, las máquinas reciben sus impresiones por intermedio de los sentidos del hombre. Una locomotora en marcha llama a otra con agudo acento de alarma, y la otra se aparta al instante; pero es a través de los oídos del maquinista como la voz de una ha actuado sobre la otra. De no haber

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maquinista, la llamada hubiera permanecido sorda al requerimiento de la otra. Hubo una época en la que hubiese parecido sumamente improbable que las máquinas aprendiesen a expresar sus requerimientos por medio del sonido, ni aun a través de los oídos del hombre, ¿No podemos imaginar, por lo tanto, que llegará un día en que dichos oídos ya no serán necesarios, efectuándose la percepción del sonido merced a la delicada construcción de la propia máquina? ¿Una época en la cual sus medios de expresión habrán evolucionado desde el grito de los animales hasta un lenguaje tan complicado como el nuestro?Es posible que en esa época los niños aprendan el cálculo diferencial, de igual modo que hoy aprenden a hablar de sus madres o nodrizas; o que se expresen en lenguaje hipotético y sepan resolver problemas por la regla de tres tan pronto como hayan nacido. Pero no es verosímil; no podemos contar con un progreso paralelo en las facultades intelectuales y físicas del hombre, capaz de contrarrestar el desarrollo, muchísimo mayor, que parece reservado a las máquinas. Algunos podrán decir que la influencia moral del hombre bastará para dominarlas y dirigirlas; mas me resisto a creer que sea jamás prudente depositar mucha confianza en el sentido moral de cualquier máquina.Por otra parte, ¿no podría ocurrir que la gloria de las máquinas consistiese precisamente en estar desprovistas de ese tan ponderado don de la palabra? «El silencio —ha dicho un escritor—, es una virtud que nos hace agradables ante nuestros semejantes.»

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El libro de las máquinas (Continuación)

Pero se nos ocurren nuevas preguntas. ¿Qué es el ojo del hombre, sino una máquina por la cual mira el ente diminuto sentado detrás, en su cerebro? El ojo de un muerto permanece casi tan bueno como el de un vivo durante algún tiempo después de la defunción. No es el ojo el que ya no sirve para ver, sino aquel ente inquieto, en continuo movimiento, que ya no puede usarlo para mirar. ¿Quién nos ha revelado la existencia de los mundos hasta lo infinito? ¿El ojo del hombre, o la gran máquina de mirar? ¿Quién ha hecho familiares al hombre los paisajes de la luna, las manchas del Sol y la geografía de los planetas? Sólo merced a la máquina de mirar pudo ver esas cosas, y es incapaz de verla si no la añade a su propia identidad y la transforma en parte de su organismo. Por otra parte, ¿es el ojo, o la pequeña máquina de mirar, quien nos ha enseñado la existencia de organismos infinitamente pequeños, que pululan, insospechados, alrededor nuestro?Tómese la facultad de calcular, tan ponderada, que posee el hombre. ¿No tenemos máquinas que pueden hacer toda clase de operaciones más pronto y más correctamente que nosotros? ¿Dónde está el laureado en hipotética, en cualquiera de nuestros Colegios del Desatino, que pueda compararse con algunas de dichas máquinas en su especialidad? Realmente, en cuanto se requiere precisión en alguna cosa, el Nombre corre a buscar la máquina en seguida, con muy superior a él. Nuestras máquinas calculadoras no olvidan una cifra nuestros telares nunca olvidan un punto. La máquina sigue rápida y activa, cuando el hombre ya está cansado, es despejada y serena, donde el hombre es estúpido y torpe; no necesita reposo, cuando el hombre necesita dormir, so pena de caerse. Siempre en su puesto, siempre lista para el trabajo, su celo jamás decae, su paciencia nunca se da por vencida. Su fuerza supera a la de cien hombres juntos; su velocidad, al vuelo de los pájaros; puede cavar bajo tierra y andar por la superficie de los más grandes ríos sin hundirse. Así es el árbol con su tallo verde aún; ¿qué hará, pues, cuando llegue a pleno desarrollo?¿Quién puede afirmar que el hombre ve u oye realmente? Su cuerpo es un enjambre, una caterva tal de parásitos, que surge la duda en cuanto a saber si le pertenece más a él que a ellos, si es algo más que una clase diferente de hormiguero, después de todo. ¿No puede transformarse el hombre, a su vez, en una especie de parásito de las máquinas, en un cariñoso afidio cosquilleador de éstas?Dicen algunos que nuestra sangre se compone de innumerables organismos vivos que van y vienen, suben y bajan, por las anchas vías y estrechas sendas de nuestro cuerpo, lo mismo que las gentes en las calles de una población. Cuando miramos las vías públicas desde algún sitio elevado, y las vemos llenas de gentío, ¿cómo dejar de pensar en los corpúsculos de la sangre recorriendo las venas y alimentando el corazón de la ciudad? Sin hablar del alcantarillado, ni de los nervios ocultos que sirven para comunicar sensaciones de un extremo a otro del cuerpo de la urbe; ni de las fauces abiertas que son las estaciones del ferrocarril, por las cuales la circulación se lleva directamente al corazón, que recibe las líneas venosas y devuelve las arteriales, con un eterno latido de gente. Y el sueño de la ciudad, ¡cuánta semejanza con la vida, con su cambio en circulación!

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Al llegar a este punto, el autor tornaba a sumirse en una oscuridad tan desesperante, que hube de saltar varias páginas. Luego, volvía sobre el asunto en los términos siguientes:

Puede contestarse que, por muy agudamente que lleguen a oír las máquinas, y por muy juiciosamente que consigan hablar, siempre lo harán en interés nuestro, nunca en el suyo; que el hombre será el espíritu director, y la máquina su esclava; que tan pronto como una máquina deje de cumplir el cometido que le encargó el hombre, estará condenada a desaparecer; que las máquinas sólo están, con relación al hombre, en la situación de los animales domésticos: la misma máquina de vapor es tan sólo una clase más económica de caballo. De modo que en lugar de poder desarrollarse hasta llegar a poseer una forma de vida más elevada que la del hombre, deben su misma existencia y sus adelantos a su capacidad de satisfacerlas necesidades humanas, siendo por lo tanto forzosamente inferiores al hombre, ahora y para siempre.Todo eso está muy bien. Pero el criado va acercándose, con movimientos imperceptibles, hasta hacerse el amo; y hemos llegado a tal extremo que, ahora mismo, el hombre habrá de sufrir terriblemente si deja de utilizar las máquinas. Si todas las máquinas fuesen aniquiladas en un instante, de tal modo que no le quedase al hombre ni un cuchillo, ni una palanca, ni un harapo de sus vestidos, nada en absoluto más que su cuerpo desnudo, tal como llegó a este mundo; si toda su ciencia de las leyes mecánicas le fuese arrebatada, de tal modo que no pudiese construir nuevas máquinas; si todos los alimentos hechos por procedimientos mecánicos fuesen destruidos, de modo que la raza humana quedase como desnuda vil una isla desierta: entonces desaparecería en seis semanas. Unos pocos individuos quizá prolongarían algo su miserable existencia; pero hasta ésos, al cabo de un par de años, se habrían convertido en algo peor que los monos. El alma misma del hombre se debe a las máquinas; está hecha a máquina. Piensa lo que piensa, siente lo que siente, merced a los cambios que las máquinas han operado en él, y la existencia de aquéllas es una condición sine qua non de la suya, lo mismo que depende de su vida la de ellas. Este hecho nos impide proponer la aniquilación completa de toda maquinaria, mas indica ciertamente que deberíamos destruir todas aquellas máquinas a las que nos fuera posible renunciar, para evitar que nos dominen aún más tiránicamente.Bien es verdad que, mirando las cosas desde un punto de vista bajo y materialista, parecería que los que más prosperan son precisamente aquellos que emplean la maquinaria cada vez que pueden hacerlo con provecho. Pero en esto consiste la astucia de las máquinas: sirven para poder dominar. No guardan rencor al hombre por la destrucción de una raza entera de sus hermanas, con tal que cree una especie mejor en su lugar, muy al contrario, le recompensan con liberalidad por haber apresurado su evolución. Es el desatenderlas, o emplear máquinas inferiores, o no hacer esfuerzos suficientes para inventar nuevos tipos, o destruirlas sin haberlas sustituido, lo que provoca sus iras. Sin embargo, éstas son precisamente las cosas que debemos hacer sin demora; pues si bien es cierto que nuestra rebelión contra su poder, ahora que están aún en la infancia, ha de causar sufrimientos infinitos, ¿adónde no llegarán las cosas si nuestra rebelión es diferida?

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Han hecho presa en la servil preferencia del hombre por sus intereses materiales sobre los espirituales, y le han inducido pérfidamente a suministrarles ese elemento de lucha, de guerra, sin el cual ninguna raza puede progresar. Los animales inferiores progresan porque luchan entre sí; los más débiles mueren, los más fuertes se reproducen y transmiten su fuerza. Las máquinas siendo por si incapaces de lucha, lograron que el hombre luchara por ellas. Mientras desempeña su cometido debidamente, todo va bien, por lo menos él así lo cree; pero tan pronto como deja de esforzarse en hacer progresar la maquinaria, fomentando la que es buena y destruyendo la mala, queda rezagado en la carrera de la competencia; lo cual equivale a condenarle a toda clase de penalidades y tal vez a la muerte.De manera que hoy mismo las máquinas sólo sirven a condición de que las sirvan, e imponiendo ellas sus condiciones. En cuanto éstas dejan de cumplirse, respingan y se destrozan a sí mismas, haciendo añicos a todos los que pueden alcanzar, o se vuelven bruscamente displicentes y se niegan por completo a trabajar.¿Cuántos hombres, hoy día, viven en un estado de esclavitud con relación a las máquinas? ¿Cuántos pasan su vida entera, desde la cuna hasta la tumba, cuidando de ellas noche y día? ¿No queda manifiesto que las máquinas están ganando terreno sobre nosotros, cuando consideramos el creciente número de los que están sujetos a ellas como esclavos y de los que se dedican con toda el alma al progreso del reino mecánico?La máquina de vapor absorbe alimentos que consume por el fuego, exactamente como el hombre los suyos; mantiene su combustión por medio del aire, como el hombre mantiene la suya; posee, lo mismo que el hombre, pulsación y circulación. Cabe conceder que el cuerpo del hombre es, hasta la fecha, el más versátil de los dos; pero el cuerpo del hombre es de creación mucho más antigua. Dése a la máquina de vapor la mitad solamente del tiempo que tuvo el hombre para su desarrollo; sigamos ayudándola con nuestra candidez actual y ¿hasta dónde no podrá llegar en breve tiempo?Cierto que algunas funciones de la máquina de vapor permanecerán probablemente inmutables durante miles de años, y acaso sobrevivirán cuando el empleo del vapor haya sido sustituido por otra fuerza. El pistón y el cilindro, la biela, el volante y otras partes de la máquina serán tal vez permanentes, de igual forma que vemos cómo el hombre y muchos de los animales inferiores tienen el mismo modo de beber, de comer y de dormir, un corazón que late, venas y arterias, ojos, orejas y narices. Los animales hasta suspiran en su sueño, lloran y bostezan; tienen cariño por sus pequeños; sienten el placer y el dolor, la esperanza, el miedo, la ira, la vergüenza; poseen memoria y presciencia; saben que si les acaecen ciertas cosas, se morirán, y temen la muerte tanto como nosotros; se comunican mutuamente sus pensamientos y muchos de ellos actúan deliberadamente de común acuerdo. La comparación de nuestros puntos de semejanza se haría interminable: únicamente la esbozo aquí porque podrían objetar algunos que, puesto que la máquina de vapor no parece deber perfeccionarse en sus órganos principales, no es probable que se modifique mucho de aquí en adelante. Esto es demasiado bueno para ser verdadero. Se modificará y se adaptará a una variedad infinita de objetos, del mismo modo que el hombre se ha modificado hasta tener más habilidad que los brutos.

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Por otra parte, el fogonero desempeña para su máquina casi el mismo papel que nuestros cocineros para nosotros. Considérense también los obreros en las minas, los poceros y cargadores, los intermediarios y comerciantes en carbón, los trenes hulleros y los hombres que los conducen, los barcos carboneros y su tripulación, ¡qué ejército de servidores emplean las máquinas! ¿No será probable que haya más individuos empleados en cuidar de las máquinas que en cuidar de los hombres? ¿Es que las máquinas no comen, digámoslo así, por vía del hombre? ¿No estaremos creando nosotros mismos precisamente nuestros sucesores la supremacía sobre la Tierra perfeccionando cada día la belleza y delicadeza de sus organismos, cada día dotándolos de mayor precisión y suministrándoles más y más esa fuerza de regulación y acción automáticas que llegara a ser superior a todo intelecto?¡Qué novedad para una máquina la facultad de comer! El arado, la azada, el carro, deben alimentarse por el estómago del hombre; el combustible que los pone en movimiento ha de quemarse en el horno del hombre o del caballo. El hombre debe consumir pan y carne o, de lo contrario, no podrá cavar, el pan y la carne son el combustible que hace mover la azada. Si se tratara de un arado arrastrado por caballos, en este caso la fuerza es suministrada por hierba, algarrobas o avena, las cuales, al ser quemadas en el vientre del animal, le dan fuerza para trabajar: sin este combustible el trabajo cesaría, lo mismo que una locomotora se pararía si su hogar se apagase.Un hombre de ciencia ha demostrado que ningún animal posee la facultad de producir energía mecánica, pero que todo el trabajo hecho durante el curso de su vida por cualquier animal, más el calor generado por ello, más el calor que se obtuviera al quemar las materias combustibles salidas de su cuerpo durante toda su vida y al quemar su cuerpo después de muerto, todo junto forman un total que equivaldría exactamente al calor que se obtuviere quemando tanto alimento como ha consumido durante su vida, más una cantidad de combustible que produjese tanto calor como su cuerpo quemado inmediatamente después de muerto. Yo no sé cómo ha podido averiguar todo eso, pero es un hombre de ciencia. Entonces ¿cómo puede objetarse contra la futura vitalidad de las máquinas el hecho de estar, en su actual infancia, a las órdenes de seres incapaces por sí mismos de producir energía mecánica?Sin embargo, el punto principal que hemos de observar como motivo de nuestra alarma es que, mientras en el pasado tuvieron las máquinas a los animales como único estómago, existen en la actualidad muchas de ellas con estómago propio y consumen sus alimentos por sí mismas. Esto es un gran paso hacia su transformación, si no en seres animados, por lo menos en algo tan parecido que no se diferenciaría más de nuestra propia vida de lo que los animales se diferencian de las plantas. Y aunque el hombre continuara siendo, en algunas cosas, superior a las máquinas, ¿no estaría esto en conformidad con los métodos habituales de la Naturaleza, la cual suele otorgar superioridad en ciertos puntos a razas animales que en su conjunto han sido superadas desde hace mucho tiempo? ¿No ha dejado que la hormiga y la abeja sigan siendo superiores al hombre en la organización de sus colectividades y en sus instituciones sociales? ¿Que el pájaro le aventaje en volar por los aires, el pez en nadar, el caballo en fuerza y rapidez y el perro en abnegación?Algunas personas, con las que he hablado sobre este asunto, me han dicho que las máquinas nunca podrán evolucionar hasta convertirse en seres

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animados, cuasi-animados, puesto que no tienen sistema reproductivo ni parece probable que lleguen jamás a poseerlo. Si con esto quieren decir que no pueden unirse en matrimonio y que no hay probabilidad de que presenciemos jamás una unión fértil entre dos máquinas de vapor, con sus vástagos jugando a la puerta del tinglado, por mucho que quisiéramos verlo, entonces lo admito de buena gana. Pero esta objeción no es muy profunda. Nadie espera que todos los rasgos distintivos de los organismos existentes hoy día se reproduzcan exactamente en un orden de vida totalmente distinto. El sistema reproductivo de los animales se diferencia mucho del de las plantas, aunque ambos sean sistemas reproductivos. ¿Es que la Naturaleza ha agotado sus fases de esa facultad?En buena lógica, si una máquina es capaz de reproducir otra máquina sistemáticamente, podemos decir que posee un sistema reproductivo. ¿Qué es un sistema reproductivo, sino un sistema para la reproducción? ¿Y cuántas máquinas existen sin haber sido engendradas sistemáticamente por otras máquinas? «Pero es el hombre quien las obliga a hacerlo.» Concedido; mas ¿no son insectos los que hacen reproducirse a muchas plantas y no desaparecerían familias enteras de ellas si su fertilización no se efectuase por una clase de agentes que les son totalmente ajenos? ¿Se le ocurre a nadie decir que el trébol encarnado no tiene sistema reproductivo porque el abejorro, y sólo el abejorro, debe auxiliarlo y excitarlo para que pueda reproducirse? A nadie. El abejorro forma parte del sistema reproductivo del trébol. Cada uno de nosotros proviene de diminutos animálculos, cuya entidad era completamente distinta de la nuestra, que actuaban a su modo y manera, sin preocuparse en absoluto de nuestra opinión sobre la materia. Estos minúsculos animalitos forman parte de nuestro propio sistema reproductivo; entonces ¿por qué no hemos de formar parte nosotros del de las máquinas?Pero las máquinas que reproducen maquinaria no procrean máquinas de su mismo tipo. Un dedal puede haber sido hecho a máquina, pero no fue hecho por un dedal, ni podrá él hacer otro jamás. Mas aquí, otra vez, si volvemos la mirada hacia la Naturaleza, encontraremos abundantes analogías para enseñarnos que un sistema reproductivo puede funcionar perfectamente sin que la cosa engendrada sea de la misma especie que su progenitor. Muy pocas criaturas procrean seres de su misma especie; engendran algo que tiene en potencia la facultad de transformarse en lo que eran sus padres. Así, por ejemplo, la mariposa pone un huevo, el cual puede convertirse en oruga, que, a su vez puede hacerse ninfa, la que puede volverse mariposa. Y si bien, estoy dispuesto a admitirlo, no puede sostenerse que las máquinas tengan actualmente más que el embrión de un verdadero sistema reproductivo, ¿no acabamos de ver cómo han logrado en época reciente adquirir el embrión de una boca y de un estómago? Y ¿no podrían dar hacia la verdadera reproducción un paso tan grande como el que han dado hace poco hacia la alimentación verdadera?Es muy posible que dicho sistema, una vez desarrollado, se efectúe en muchos casos por delegación. Puede que sólo ciertas clases de máquinas sean fecundas, mientras que las demás desempeñen otras funciones en el sistema mecánico; de igual modo que la inmensa mayoría de las hormigas y abejas no tienen nada que ver con la continuación de su especie sino que se limitan a buscar alimentos y almacenarlos, sin preocuparse de la procreación.

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No puede esperarse que la semejanza sea completa, ni mucho menos; en todo caso no lo es ahora y probablemente no lo será nunca. Pero ¿no existe suficiente analogía en la actualidad para causarnos seria inquietud respecto del porvenir, y ponernos en el deber de atajar el mal mientras estamos aún a tiempo? Las máquinas pueden, dentro de ciertos límites, engendrar máquinas de toda clase, por muy diferentes que sean de sus procreadores. Cada tipo de máquina tendrá probablemente sus progenitores mecánicos especiales y las más perfeccionadas deberán su existencia a un gran número de padres, no a dos solamente.Nos equivocamos al considerar cualquier máquina complicada como una unidad. En realidad, es una urbe o una sociedad, de la que cada miembro fue creado aparte y a su manera. vemos a la maquinaria en su conjunto, le damos un nombre y la individualizamos. Miramos a nuestros propios miembros y sabemos que su combinación forma un individuo, el cual procede de un solo centro de acción reproductiva; por consiguiente, damos por sentado que toda acción reproductiva procede de un centro único, pero tal suposición es anticientífica, y el mero hecho de que no exista una máquina de vapor hecha enteramente por otra o por otras dos, de su propia especie, no basta para autorizarnos a decir que las máquinas de vapor no tienen sistema reproductivo. La verdad es que cada parte de toda máquina de vapor está procreada por sus progenitores especiales, cuya función consiste en procrear precisamente esa parte y no otra, mientras que la combinación de todas las partes hasta formar el conjunto, pertenece a otra subdivisión del sistema reproductivo de las máquinas, el cual es hoy excesivamente complejo y difícil de apreciar en su totalidad.Complejo ahora, pero ¡cuánto más sencillo e inteligible en su organización puede llegar a ser dentro de cien mil años, o de veinte mil! Porque actualmente el hombre cree que labora en interés propio, gasta una cantidad incalculable de trabajo, de tiempo y de inteligencia para lograr que las máquinas se reproduzcan cada vez con mayor perfección. Ha conseguido ya muchos adelantos que en otra época se consideraban irrealizables, y no parece que puedan fijarse límites a los resultados de esos continuos progresos si dejamos que las máquinas vayan transmitiéndose esas modificaciones de generación en generación. No hemos de olvidar que el cuerpo del hombre debe su presente estado a los cambios y vicisitudes acaecidos durante muchos millones de años, que han ido moldeándole hasta darle su forma actual; pero que su organismo no ha progresado nunca con una rapidez comparable en absoluto a la de los adelantos mecánicos. Éste es el rasgo más alarmante en el caso que nos ocupa y ha de perdonarse mi insistencia en señalarlo con tanta frecuencia.

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El libro de las máquinas (Conclusión)

Al llegar a este punto, el autor entraba en una digresión larguísima e intraducible sobre las diferentes razas y familias de máquinas existentes a la sazón. Trataba de justificar su teoría señalando los puntos de semejanza que ofrecían muchas máquinas de tipos muy diferentes y que podrían demostrar un común origen para todas, un mismo antepasado. Dividía las máquinas según su género, subgénero, especie, variedades y subvariedades, y así sucesivamente. Demostraba la existencia de lazos de parentesco entre máquinas que ofrecían muy pocas apariencias de tener la menor analogía, y probaba que anteriormente dichos lazos eran mucho más numerosos, si bien habían desaparecido ya muchos de ellos. Señalaba ciertas tendencias atávicas de regresión al tipo primitivo y la presencia en muchas máquinas de órganos rudimentarios poco desarrollados y totalmente inútiles, que servían, sin embargo, para indicar la herencia de un antepasado, en cuyo cuerpo esos órganos habían tenido su utilidad.

Dejé para más tarde la traducción de esta parte del tratado (la cual, por cierto, era mucho más extensa que todo lo que he transcrito aquí). Desgraciadamente salí de Erewhon antes de poder volver a ocuparme de dicho asunto, y aunque pude salvar mi traducción y otros papeles, arriesgando mi vida, hube de sacrificar el original. Me fue muy doloroso hacerlo; pero me valió diez minutos de tiempo inapreciable, sin los cuales Arowhena y yo habríamos perecido sin remedio.

Recuerdo un incidente relacionado con esta parte de la obra: el caballero que me la regaló me pidió que le enseñara mi pipa, la examinó con mucha atención, y al llegar a la pequeña protuberancia de debajo de la cazoleta, pareció muy complacido y exclamó que debía de ser rudimentaria. Le pregunté lo que entendía por esa palabra.

—Señor —me contestó—, este órgano es idéntico al reborde que se halla debajo de una taza; es tan sólo una forma distinta de la misma función. Su objeto debió de ser evitar que el calor de la pipa marcara la mesa en que descansaba. Encontraríais, estudiando la historia de las pipas, que en los ejemplares más antiguos esta protuberancia tenía una forma distinta de la que ahora posee. Habrá sido ancha en su base y llana, de modo que mientras se estaba fumando, el hornillo de la pipa pudiese descansar en la mesa sin marcarla. El uso y el desuso habrán entrado en juego y reducido la función a su rudimentaria condición actual. No me extrañaría, señor—siguió diciendo—, que andando el tiempo llegara a modificarse aún más, hasta adoptar la forma decorativa de una hoja, de una voluta, o hasta de una mariposa, mientras que en otros casos desapareciese por completo.

Al regresar a Inglaterra me informé sobre este punto, y vi que mi amigo el arqueólogo estaba en lo cierto. Pero volviendo al tratado, mi traducción empieza de nuevo con el párrafo siguiente:

¿No podemos imaginar que si en el período geológico más remoto alguna forma primitiva de vida vegetal hubiese sido dotada de la facultad de reflexionar sobre los albores de la vida animal, que comenzaba entonces a apuntar al lado de la suya, dicha planta se hubiera creído muy perspicaz con suponer que los anímales pudiesen algún día llegar a ser verdaderas plantas? Sin embargo, ¿sería más equivocado suponer nosotros que, puesto que la vida de las máquinas es tan diferente de la nuestra, no cabe desarrollo

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vital superior al nuestro, o que siendo la vida mecánica tan distinta de la vida humana, no es, por lo tanto, vida verdadera?Pero se me ha objetado lo siguiente: admitamos que así sea y que la máquina de vapor tenga fuerza propia, ¿se atreverá alguien a pretender que tiene también voluntad propia? ¡Ay! Si miramos las cosas con más detenimiento, veremos que esto no puede impedirnos considerar la máquina de vapor como uno de los gérmenes de una nueva fase de la vida. ¿Hay algo en este mundo o en los mundos que nos rodean que tenga voluntad propia? ¡Sólo el Desconocido e incognoscible la posee!Todo hombre es la resultante y la explicación de cuantas fuerzas han entrado en juego para determinar su existencia, ya antes, ya después de nacer. Sus actos, en todo momento, sólo dependen de su constitución y de la intensidad y dirección de las varias influencias a las que está y ha estado sometido. Algunas de éstas son opuestas entre sí y se neutralizan, pero actuará según su temperamento natural y según la determinación que sobre él ejerce en el presente y ha ejercido en el pasado el ambiente exterior, tan inevitable y metódicamente como si se tratara de una máquina.En general, no admitimos esto porque no conocemos a fondo el temperamento de nadie ni el conjunto de fuerzas que sobre uno actúan. No vemos más que una parte, y siendo por lo mismo incapaces de generalizar la conducta de los hombres, si no es de una manera muy superficial, negamos que esté sometida a ninguna ley fija y atribuimos, tanto el temperamento de un hombre como sus actos, principalmente a la casualidad, a la suerte o al destino. Pero éstas no son más que palabras con las que evitamos la confesión de nuestra ignorancia; y un poco de reflexión nos enseñará que el vuelo más atrevido de la imaginación o el más sutil ejercicio de la razón es tan necesariamente lo que había de producirse y lo único que pudiera producirse en aquel momento dado, como lo es la caída de una hoja seca cuando el viento la arranca del árbol.En efecto, el futuro depende del presente, y éste, cuya existencia es sólo admisible por una de aquellas pequeñas transacciones de las que la vida humana está llena, porque esa existencia del presente es una mera tolerancia por parte del pasado y del porvenir, el presente, digo, depende del pasado, y éste es inalterable. Lo único que nos impide ver lo porvenir tan claramente como lo pasado, es que conocemos demasiado poco nuestro pasado y nuestro presente verdaderos. Son cosas grandes en demasía para nosotros; de no ser así, el futuro, en sus más pequeños detalles, se extende-ría ante nuestra vista y perderíamos la noción del tiempo presente al ver con tal claridad el pasado y el porvenir. Tal vez hasta perdiésemos toda noción del tiempo, pero esto no hace al caso. Lo que sí sabemos es, que cuanto más conocidos nos son el pasado y el presente, con tanto mayor acierto puede predecirse el futuro; y que a nadie se le ocurrirá dudar de la inmutabilidad del porvenir en casos donde se conocen perfectamente pasado, presente y, por experiencia previa, las consecuencias inherentes a un pasado y un presente iguales en ocasiones anteriores. Entonces se sabe perfectamente lo que va a ocurrir y aventurará uno toda su fortuna con tales datos.Y esto es un bien inmenso, porque constituye los cimientos sobre los que se han edificado la Moral y la Ciencia. La seguridad de que el porvenir no es cosa arbitraria y variable, sino que parecidos futuros han de seguir invariablemente a presentes iguales, es la base en que cimentamos todos

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nuestros planes, la fe que nos impulsa a llevara cabo todos los actos conscientes de nuestra vida. Si no fuera así, careceríamos de toda guía, nos faltaría la suficiente confianza para actuar y, por lo tanto, nunca actuaríamos, ya que nos sería imposible saber si los resultados que habrían de seguir esta vez a nuestra acción, serían iguales a los resultados de acciones anteriores.¿Quién araría o sembraría si no creyera en la invariabilidad del futuro? ¿Quién echaría agua sobre una casa en llamas si la acción del agua sobre el fuego fuera incierta? Los hombres solo dan su máximo esfuerzo cuando tienen la seguridad de que si no lo dan el porvenir les será adverso. La percepción de dicha seguridad es parte integrante de la suma de fuerzas que actúan sobre los hombres; y es sobre los mejores y más morales entre éstos sobre quienes ejerce esa percepción mayor influencia. Los que están más firmemente persuadidos de que el futuro se halla inalterablemente ligado al presente, al que pertenece su obra, son los que mejor administrarán este presente, cultivándolo con el mayor esmero. Lo por venir debe de ser a modo de una lotería para los que creen que las mismas combinaciones pueden en cierta ocasión producir una serie de resultados, y en otra, una serie distinta. Si su creencia es sincera, deben especular en vez de trabajar. Estos deberían considerarse hombres inmorales; los otros, en cambio, poseen el acicate más agudo para el esfuerzo y la moralidad si su credo tiene vida y arraigo.La relación de todo esto con las máquinas no aparece clara a primera vista, mas se hará patente bien pronto. Antes debo ocuparme de los amigos que me objetan que, si bien el porvenir es cosa fija en lo tocante a materia inorgánica y, en cierto modo, para el hombre, en cambio, en muchos aspectos no puede considerarse como seguro. Por ejemplo: dicen que el fuego, aplicado a virutas secas y bien nutrido de oxígeno, producirá siempre una llama; pero que un cobarde, puesto en presencia de un objeto terrorífico. no dará siempre por resultado un hombre huyendo. Sin embargo, de existir dos cobardes perfectamente iguales en todo, sometidos en condiciones perfectamente iguales, a dos objetos terroríficos también iguales, pocos serán los que no esperen asimismo semejanza completa en su modo de huir, aunque hubiesen de transcurrir mil años entre la primera combinación de circunstancias y su repetición.El hecho de que parezca existir una mayor regularidad en los resultados de combinaciones químicas que en las humanas procede de nuestra incapacidad para percibir las sutiles diferencias que hay entre las combinaciones humanas, las cuales no se repiten nunca idénticamente. Conocemos el fuego y las virutas, pero nunca hubo ni habrá jamás dos hombres exactamente iguales; y la menor diferencia puede alterar todas las condiciones del problema. Nuestra estadística habrá de abarcar resultados hasta lo infinito, antes de que podamos llegar a la predicción completa de las combinaciones futuras. Lo maravilloso es que exista tanta seguridad, como la hay, respecto de las acciones humanas; e indudablemente adquirimos mayor certeza, a medida que vamos envejeciendo, sobre lo que tal o cual persona hará en circunstancias dadas. Esto no podría ocurrir de no estar la humana conducta bajo la influencia de ciertas leyes, con cuyo funcionamiento nos vamos familiarizando con la experiencia.Si lo que antecede es exacto, resulta lógicamente que la regularidad con la cual opera la máquina, no es ninguna prueba de su carencia de vitalidad, o, al menos, de que no posee gérmenes capaces de desarrollarse en una nueva

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fase de vida. A primera vista, parece efectivamente que una locomotora colocada sobre una vía de rieles, con el vapor bajo presión y su mecanismo en plena marcha, no puede por menos de correr, mientras que el hombre cuyo oficio consiste en conducirla, puede dejar de hacerlo en cualquier momento que le plazca; de modo que la primera no tiene espontaneidad ni posee forma alguna de libre albedrío, mientras que el último está dotado de ambas facultades.Esto es verdadero hasta cierto punto: el maquinista puede parar la locomotora en cuanto le plazca, mas sólo puede placerle pararla en ciertos puntos que le han sido marcados por otros, o en caso de estar la vía interceptada por obstáculos inesperados que le obliguen a que le plazca pararla. Su gusto no es espontáneo; está rodeado de un coro invisible de influencias que le obligan a actuar en una forma única. Se sabe de antemano cuánta fuerza ha de ponerse en estas influencias, exactamente lo mismo que se sabe, también de antemano, la cantidad de carbón y de agua necesaria para la misma locomotora; y no deja de ser curioso que lo que influye sobre el maquinista es de la misma clase que lo que sirve para accionar la locomotora: es decir, alimento y calor. El maquinista obedece a sus jefes porque recibe de ellos alimento y calor, y si éstos le son negados o dados en cantidad insuficiente, cesará de conducir su locomotora; de igual modo, la locomotora dejará de trabajar si no se la alimenta en cantidad suficiente. La única diferencia está en que el hombre es consciente de sus necesidades, mientras que la locomotora, fuera de negarse a trabajar, no parece serlo; aunque esta limitación suya es sólo transitoria, según quedó dicho al tratar este punto.Por consiguiente, dando su requerida fuerza a los motivos que conducen al conductor, no se ha dado nunca el caso de un hombre que hiciera parar su locomotora por puro capricho.—Mas este caso podría darse.—Sí, y también podría ocurrir que la locomotora se rompiese; pero si el tren ha sido parado por algún motivo insignificante, se averiguará que, o bien la fuerza de las influencias necesarias se había calculado erróneamente, o bien el maquinista mismo adolecía de algún defecto imprevisto; del mismo modo que la locomotora puede romperse por tener algún defecto insospechado. Pero aun en tal caso, no habrá habido espontaneidad ni acto de voluntad; la acción del maquinista habrá tenido sus verdaderas causas originales. Espontaneidad es tan sólo un vocablo que el hombre emplea por su desconocimiento de los dioses.¿No habrá, pues, voluntad ni espontaneidad tampoco por parte de los que impulsan al maquinista?

Aquí entraba el autor en una discusión abstrusa de este mismo tema, que me ha parecido más conveniente omitir. Luego proseguía:

En resumen, todo eso viene a significar lo siguiente: que la diferencia entre la vida de un hombre y la de una maquina es más de grado que de clase, aun cuando no faltan diferencias de clase. Un animal está mejor preparado para casos repentinos que una máquina. Ésta es menos versátil; su radio de acción es corto. Su fuerza y precisión en su propia esfera son sobrehumanas; pero sale muy mal de un dilema; algunas veces, al ser estorbada su acción

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normal, pierde la cabeza y va de mal en peor, como un demente en una crisis de locura furiosa. Pero aquí, otra vez, se nos presenta la misma consideración de antes, o sea, que las máquinas están todavía en la infancia; son meros esqueletos aún, sin músculos ni carne.¿Para cuántos casos imprevistos está adaptada una ostra? Para todos los que puedan presentársele verosímilmente, y ninguno más. Lo mismo les ocurre a las máquinas y lo mismo le pasa al hombre. La lista de los accidentes que diariamente le suceden a éste por su falta de adaptación es, probablemente, tan larga como la lista de los que acaecen a las máquinas; y con cada día que pasa, van adquiriendo ambos mayor preparación para lo imprevisto. Examínense los maravillosos mecanismos de regulación y ajuste automáticos que están hoy incorporados a la máquina de vapor; obsérvense de qué modo se abastece a si misma de aceite; cómo indica sus requerimientos a los que la cuidan, y ordena la aplicación de su propia fuerza, por medio del regulador. considérese ese almacén de inercia e impulsión que constituye el volante, o los topes en los vagones del ferrocarril. Véase cómo se están seleccionando, con el fin de perpetuarlos, precisamente los adelantos que tienen por objeto proteger a las máquinas contra los accidentes que pudiesen estropearlas. Y luego, concíbase un período de cien mil años y el progreso acumulado durante tanto tiempo, como no se dé el hombre cuenta de su situación y de la terrible ruina que está preparándose a sí mismo12.La desdicha consiste en que el hombre haya permanecido ciego tanto tiempo ya. La confianza que le inspiraba el empleo del vapor le ha inducido pérfidamente a crecer y multiplicarse. La abolición repentina del vapor como fuerza motriz no tendrá por efecto el reducirnos al estado en el cual nos hallábamos cuando fue descubierto; sobrevendrán una bancarrota general y un período de anarquía como nunca se han conocido. Será como si nuestra población se hubiera triplicado de repente sin tener más medios para alimentarse que los de que actualmente disponemos. El aire que respiramos apenas es más necesario para nuestra vida animal de lo que para nuestra civilización lo es el empleo de cualquier máquina con la cual contábamos al ver aumentar el número de nuestros habitantes. Son las máquinas las que influyen sobre el hombre y le hacen hombre, tanto como él ha hecho las máquinas e influido sobre ellas. Pero hemos de escoger entre arrostrar muchos sufrimientos ahora, o vernos gradualmente suplantados por nuestras propias creaciones, hasta que nos hallemos con relación a ellas en tan humillante situación como los animales del campo se encuentran con relación a nosotros.En esto reside el peligro, porque muchos parecen dispuestos a aceptar un porvenir tan ignominioso. Dicen que aun cuando el hombre llegara a ser para

12 Desde mi regreso a Inglaterra he oído decir que los peritos en mecánica emplean al hablar de las máquinas muchos términos que demuestran que ha sido reconocida aquí su vitalidad; y que una lista de las expresiones de uso corriente entre los que cuidan de las máquinas de vapor sería tan alarmante como instructiva. También me han dicho que casi todas las máquinas poseen sus ardides e idiosincrasia propios; que conocen a sus conductores y encargados y suelen hacer jugarretas a los extraños. Tengo la intención de aprovechar la primera oportunidad para anotar las expresiones de uso corriente entre mecánicos y las pruebas extraordinarias de astucia y rareza en las máquinas que me sea posible encontrar; no porque crea en la teoría del profesor erewhoniano, sino por el interés que ofrece el asunto. (N. del A.)

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las máquinas lo que el caballo y el perro son para nosotros, seguiría existiendo y probablemente en condiciones de mayor comodidad, reducido al estado doméstico bajo la dominación bienhechora de las máquinas, que en su actual estado salvaje. Tratamos a nuestros animales domésticos con mucha bondad. Les damos cuanto nos parece lo mejor para ellos, y no cabe duda de que el hecho de alimentarnos con su carne ha sido motivo de que aumentara su dicha en vez de disminuirla. De la misma manera cabe esperar que las máquinas nos traten con benevolencia, toda vez que su existencia dependerá en gran parte de la nuestra; nos gobernarán con férreo cetro, pero no nos comerán. No solamente necesitarán nuestros servicios para su reproducción y para a educación de sus pequeños, sino además para atenderlas como criados, para procurarles el sustento y alimentarlas, para devolverles la salud cuando estén enfermas y para enterrar sus difuntos o labrar sus miembros muertos hasta darles nuevas formas de existencia mecánica.La naturaleza misma de la fuerza motriz que impele el progreso de las máquinas excluye la posibilidad de que el hombre se vea reducido a llevar una vida desdichada en su esclavitud. Los esclavos son relativamente felices cuando tienen buenos amos; y además, la revolución no ha de acontecer en nuestra época, ni es fácil que estalle antes de diez mil años o quizá cien mil. ¿Hay sensatez en molestarnos por una eventualidad tan remota? El hombre no es un animal sentimental cuando sus intereses materiales están en juego; y aunque pueda hallarse alguna que otra alma vehemente, que al considerar su condición maldiga el Destino por no haber nacido máquina de vapor, la Humanidad en masa aceptará cualquier arreglo que le proporcione alimentos y vestidos mejores y más baratos, y se abstendrá de dejarse arrebatar por unos celos insensatos, sólo motivados porque hay otros destinos más gloriosos que el suyo.La fuerza de la costumbre es enorme, y el cambio se efectuará tan gradualmente que el sentimiento de la dignidad humana nunca se sentirá herido. Nuestra esclavitud irá acercándosenos furtivamente y a pasos imperceptibles. Tampoco surgirá nunca un antagonismo de anhelos tan grande entre el hombre y las máquinas que pueda originar un conflicto entre ambas razas. Las máquinas mantendrán perpetua guerra unas con otras, pero siempre necesitarán al hombre como factor principal, por medio del cual la lucha se habrá de efectuar. De hecho, no existe motivo alguno de inquietud en cuanto a la felicidad futura del hombre mientras siga siendo de alguna utilidad para las máquinas; puede llegar a formar una raza inferior ante ellas, mas llevará una vida infinitamente mejor que en la actualidad. ¿No es a la vez absurdo e irracional, por lo tanto, el tener envidia de nuestros bienhechores? ¿Y no sería hacernos culpables de locura rematada si rechazásemos ventajas que no podemos lograr de otra manera, con el mero pretexto de que implican mayor provecho para otros que para nosotros mismos?Con los que así argumentan, no tengo nada que ver. Rechazo la suposición de que mi raza pueda jamás verse sustituida o superada por otra, con el mismo horror con que rechazaría la creencia de que, aun en la época más remota, mis antepasados hayan podido ser otros seres que seres humanos. De poder creer que hace un millón de años uno solo de mis antepasados hubiera sido de otra especie que la mía, perdería todo respeto propio y no encontraría ya gusto ni interés en la vida. Tengo los mismos sentimientos

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para con mis descendientes, y creo que mi opinión será compartida por tantos, que el país se decidirá inmediatamente a poner coto a todo nuevo proceso en mecánica y a destruir cuantos adelantos se hayan llevado a cabo durante los últimos trescientos años. Yo no solicitaría más medidas que éstas. Podemos confiar en que sabremos contender con las máquinas restantes; y aunque hubiera preferido ver incluir en la destrucción las de doscientos años más atrás, me doy cabal cuenta de que es preciso transigir y estaría dispuesto a sacrificar mis convicciones personales hasta el punto de contentarme con tres siglos. Todo período menor sería insuficiente.

Así terminaba la impugnación que tuvo por resultado la destrucción de la maquinaria en todo el territorio de Erewhon. Hubo un solo intento de refutarla seriamente. Su autor dijo que las máquinas debían considerarse como parte de la propia naturaleza física del hombre, pues en realidad no eran otra cosa que miembros extracorporales. El hombre, decía él, es un «mamífero maquinado». Los animales inferiores guardan todos sus miembros en su propio cuerpo; pero muchos miembros del hombre están sueltos y andan esparcidos, ora aquí ora allá, en varias partes del mundo; algunos se guardan siempre a mano para su uso eventual, mientras que otros se hallan a veces a centenares de kilómetros de distancia. Una máquina es sencillamente un miembro suplementario y esto constituye el fin y la razón de ser de la maquinaria. No usamos nuestras propias extremidades sino como máquinas; y una pierna es tan sólo una pierna de madera mucho mejor que todas las que pudieran fabricarse.

Obsérvese a un hombre cavando con una azada: su antebrazo derecho se ha alargado artificialmente y su mano se ha transformado en articulación. El puño que remata el mango de la azada es como la protuberancia, la apófisis, que existe en el extremo del húmero; el mango mismo es el hueso añadido, y la pala oblonga de hierro, es la nueva forma de mano que permite a su poseedor remover la tierra como no habría podido hacerlo con su mano primitiva. Habiéndose modificado de ese modo, no como los demás animales son modificados, por circunstancias en las que no han tenido siquiera un simulacro de intervención, sino adquiriendo, por decirlo así, la facultad de prever, y añadiendo a su estatura un codo, los albores de la civilización empezaron a iluminar su raza; y los amigos del arte del Desatino y todas esas costumbres del espíritu que más que todo elevan al hombre por encima de los animales inferiores, fueron apareciendo en el curso del tiempo.Así, la civilización y el progreso mecánico iban avanzando de consuno, cada uno desarrollando al otro y siendo desarrollado por él; el primer empleo casual del bastón echó a rodar la bola y la perspectiva de sus ventajas la mantuvo rodando. En realidad, las máquinas han de considerarse como el modo de evolución gracias al cual el organismo humano está ahora perfeccionándose, pues cada nuevo invento se suma a los recursos del cuerpo humano. Hasta la comunidad de miembros se ha hecho posible a los que poseen suficiente comunidad de alma para tener el dinero necesario para la adquisición de un billete de ferrocarril; pues un tren no es otra cosa que una «bota de siete leguas» que quinientas personas pueden poseer a la vez.

El único peligro serio que inspiraría recelos a este escritor era que las máquinas llegasen de tal modo a nivelar las facultades entre los hombres y suavizar

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tanto el rigor de la competencia que muchas personas de constitución enclenque pudiesen evitar que fuese descubierta su debilidad, transmitiéndola a sus descendientes. Temía que, al suprimirse la presión entonces ejercida sobre la gente, pudiese degenerar la raza humana y hasta que el cuerpo se convirtiese en un elemento puramente rudimentario, llegando el hombre a no ser más que alma y mecanismo, un principio de acción mecánica, inteligente, pero desprovisto de toda pasión.

¿Hasta qué punto —escribía— no vivimos ya por medio de nuestros miembros exteriores? Nuestro aspecto físico varía con las estaciones, con la edad, y según nuestra fortuna vaya en incremento o venga a menos. cuando llueve vamos provistos de un órgano vulgarmente llamado paraguas, ideado con el fin de proteger nuestros vestidos o nuestra piel contra los efectos nocivos de la lluvia. El hombre posee ya muchos miembros extracorporales, que tienen para él mucha más importancia que gran parte de su pelo o en todo caso que su barba. Lleva su memoria en un cuaderno de bolsillo. Se vuelve cada vez más complejo a medida que va envejeciendo. Se le ve entonces provisto de aparatos para ver, acaso con pelo y dientes artificiales; si es un ejemplar realmente bien desarrollado de su raza, irá provisto de una caja grande, montada sobre ruedas, con dos caballos y un cochero.

Fue este escritor quien hizo adoptar la costumbre de clasificar a los hombres según sus caballos de fuerza y quien los dividió y subdividió en clases, especies, variedades y grupos, dándoles nombres tomados de la lengua hipotética que expresaban el número de miembros de que podían disponer en cualquier momento. Demostró que los hombres iban adquiriendo organismos más perfectos y más delicados a medida que se acercaban a la cumbre de la opulencia, y que sólo los millonarios poseían el cabal complemento de miembros que la Humanidad puede agregarse.

Esos poderosos organismos —seguía diciendo—, nuestros principales banqueros y hombres de negocios, hablan con sus congéneres en toda la extensión del país en espacio de un segundo; sus almas, ricas y sutiles, pueden despreciar todo obstáculo material, mientras que las almas de los pobres se ven estorbadas y entorpecidas por la materia, que se pega y adhiere a ellas como la melaza a las alas de una mosca, u obligadas a luchar como un hombre caído en arena movediza. Sus torpes oídos han de tardar días y hasta semanas en oír lo que alguien quiere comunicarles desde algún punto lejano, en vez de oírlo en un segundo como lo hacen las clases sociales dotadas de organismos más perfectos. ¿Quién negará que aquel que puede añadir a su identidad un tren especial para ir donde quiere y cuando quiere tiene un organismo más perfecto que un hombre para quien desear ese mismo poder equivaldría a desear las alas de un pájaro y con igual probabilidad de obtenerlo, poseyendo sus dos piernas como único medio de locomoción? Aquel viejo enemigo filosófico, la materia, el mal inherente y esencial, cuelga todavía del cuello del pobre y le ahoga. En cambio, para el rico la materia es cosa sin importancia; la organización primorosa de su sistema extracorporal ha liberado su alma.He aquí el secreto del homenaje del que los ricos son objeto por parte de los que no poseen tanto dinero. Seria un craso error suponer que esa deferencia

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procede de motivos vergonzosos; es el respeto natural que tienen todos los seres vivientes a los que reconocen como superiores en la escala de la vida animal, y es análogo a la veneración que el perro profesa al hombre. Entre las razas salvajes se considera un honor altísimo el poseer una escopeta, y en todas las épocas conocidas se ha tenido a los más ricos por los más dignos.

Continuaba en este mismo tono a lo largo de muchas páginas, tratando de demostrar que tales y cuales cambios en la distribución de la vida animal y vegetal en todo el reino habían sido causados por tal o cual intervención del hombre, y de qué manera cada uno de esos inventos había contribuido a la evolución moral e intelectual del género humano. Llegaba hasta a asignar a ciertos adelantos la parte que habían tenido en la creación y modificación del cuerpo del hombre y la que ten-drían más tarde en su destrucción.

Pero el otro escritor fue considerado vencedor en la controversia, y por fin logró que se destruyeran todos los inventos que se habían llevado a cabo durante los últimos doscientos setenta y un años. Este período fue determinado de común acuerdo por todos los partidos después de varios años de reñida contienda para saber si cierta clase de máquina de planchar, muy en uso entre las lavanderas, debía salvarse o desaparecer con las demás. Por fin fue decretada peligrosa y quedó precisamente excluida por el limite de doscientos setenta y un años. Luego estallaron las guerras civiles de reacción que estuvieron a punto de arruinar el país, pero cuya descripción se saldría de los límites del presente relato.

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Las ideas de un profeta erewhoniano sobre los derechos de los animales

Leyendo los capítulos anteriores se habrá notado que los erewhonianos son gente dócil y sufrida, muy manejable y muy dispuesta a sacrificar el sentido común en aras de la lógica cuando un filósofo se levanta entre ellos y los arrastra, bien sea por su reputación de ciencia notabilísima, bien porque les convence de que sus instituciones del momento no están basadas en los más estrictos principios de la moral.

La serie de revoluciones que voy a referir brevemente lo demuestra aún de manera más palpable que la que les llevó, más tarde, según hemos visto ya, a degollarse mutuamente por la cuestión de las máquinas; pues si el segundo de los dos reformadores de quienes voy a hablar hubiese logrado que prevalecieran sus opiniones —o, mejor dicho, las opiniones que pretendía profesar—, la raza entera habría muerto de hambre antes de un año. Afortunadamente, si bien el sentido común es, por naturaleza, el ente más dulce y benigno que pueda imaginarse, en cuanto siente el cuchillo en la garganta suele mostrar una fuerza de resistencia insospechada y poner en fuga a los doctrinarios, aunque éstos lo hayan atado y amarrado y crean tenerlo a su merced. He aquí lo que ocurrió según pude colegir de mis informes obtenidos en las fuentes más fidedignas:

Hace dos mil quinientos años, aproximadamente, los erewhonianos estaban aún por civilizar y vivían de la caza, de la pesca, de un sistema rústico, y primitivo de agricultura y del botín que encontraban al saquear las pocas naciones vecinas que aún no habían conquistado por completo. No tenían escuelas ni sistemas filosóficos; pero guiándose por una especie de moral canina, hacían lo que parecía justo a sus propios ojos y a los de sus vecinos; no habiéndose aún viciado, por lo tanto, el sentido común del público, el crimen y la enfermedad se consideraban poco más o menos como en los demás países.

Mas con el adelanto progresivo de la civilización y el incremento de la prosperidad material, la gente empezó a discutir sobre las cosas que hasta entonces había tomado como perfectamente naturales; y a un buen señor de edad provecta, que ejercía poderosa influencia sobre ellos debido a la santidad de su vida y a la inspiración que, según se suponía, recibía de un Poder invisible, cuya existencia comenzaba a reconocerse, se le metió en la cabeza atormentarse por los derechos de los animales, problema que hasta entonces no había preocupado a nadie.

Todos los profetas son más o menos exigentes y fastidiosos, y este buen viejo parece haberlo sido en grado sumo. Mantenido a costa del público, disponía de muchos ratos de ocio, y no se contentaba con limitar su atención a los derechos de los animales, quería reducir lo justo y lo injusto a reglas fijas, buscar los fundamen-tos del Deber, del Bien y del Mal, y en general, asentar sobre una base lógica toda suerte de cosas que la gente para la que el tiempo es oro se contenta con aceptar sin base ninguna.

Naturalmente, la única base sobre la cual decidió que el deber podría descansar era tal que no dejaba lugar a muchas de las costumbres más arraigadas en el pueblo. Dichas costumbres según afirmaba él, eran francamente detestables, y cada vez que alguien se atrevía a discrepar de su opinión, sometía el asunto al Poder invisible con quien sólo él estaba en comunicación directa, y el Poder invisible

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le afirmaba invariablemente que él era quien tenía razón. Respecto a los derechos de los animales, profesaba lo siguiente:

Sabéis —decía— lo reprobable que es mataros unos a otros. Hubo una época en la que vuestros antepasados no sentían el menor escrúpulo, no ya en matar, sino en comer además a sus parientes. Nadie quisiera hoy volver a tan detestables costumbres, pues es bien notorio que hemos vivido mucho más dichosos desde que desaparecieron. De esta creciente prosperidad podemos con certeza deducir como regla que no debemos matar ni comer a nuestros semejantes. He consultado al Poder Supremo de quien ya sabéis que recibo mi inspiración y me ha asegurado que esta conclusión es irrefutable.Ahora bien: no puede negarse que los carneros, las vacas, los ciervos y venados, los pájaros y los peces son nuestros semejantes. Se diferencian de nosotros en ciertos puntos, pero éstos son pocos y secundarios, mientras que los que tienen de común con nosotros son numerosos y esenciales. Amigos míos, si era odioso matar y comer a nuestros semejantes los hombres, no lo es menos matar y comer pescado, carne y aves. Los pájaros, los animales y los peces tienen igual derecho a vivir tanto como puedan, sin ser molestados por el hombre, como éste lo tiene a vivir sin ser molestado por sus vecinos. Estas palabras, sépanlo todos otra vez, no son mías, sino del Poder Supremo que me inspira.Admito —seguía diciendo— que los animales se molestan el uno al otro y que algunos hasta llegan a molestar al hombre; pero nunca he oído decir que debamos adaptar nuestra conducta a la de los animales inferiores. Más bien deberíamos esforzarnos en educarlos y en inculcarles mejores sentimientos. Matar un tigre, por ejemplo, que se ha alimentado de la carne de los hombres y mujeres a quienes ha matado, sería rebajarnos al nivel del tigre y es indigno de un pueblo que busca su guía en los más elevados principios, tanto para sus pensamientos como para sus actos.El Poder invisible que se ha revelado a mí solo entre todos vosotros me ha encargado deciros que hace tiempo ya debíais haber dejado atrás las bárbaras costumbres de vuestros antepasados. Si, según creéis, sabéis más que ellos, también debéis conduciros mejor. Ese Poder os ordena, por tanto, dejar de matar a cualquier ser viviente con el fin de comerlo. El único alimento animal que se os permite comer es la carne de todo pájaro, res o pescado que podáis encontrar muerto de su muerte natural, o de los que hayan podido nacer antes de tiempo, o tan contrahechos que resulte hacerles una merced el poner fin a sus padecimientos. También os es permitido comer los animales que se hayan suicidado. En cuanto a los vegetales, podéis comer todos los que os consientan hacerlo impunemente.

El viejo profeta argumentó tan bien, y con tal sabiduría, y profirió tan terribles amenazas contra los que le desobedecieran, que al fin arrastró tras de sí a la parte más culta del pueblo, siguiendo entonces el movimiento las clases más pobres, o por lo menos fingiendo seguirlo. Habiendo presenciado el triunfo de sus principios, fue a reunirse con sus antepasados y sin duda entró inmediatamente en comunión completa con aquel Poder invisible, de cuyos favores había disfrutado de modo tan preeminente.

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Mas no hacía mucho que había muerto cuando algunos de sus más ardientes discípulos asumieron la tarea de perfeccionar las enseñanzas del maestro. El viejo profeta había permitido el consumo de los huevos y la leche, pero sus discípulos decidieron que al comer un huevo fresco se echaba, a perder un pollito en potencia y que ello venía a ser casi lo mismo que matar un pollo vivo. Permitieron, a regañadientes, que se comieran huevos pasados, a condición de que fuesen, sin duda alguna, demasiado viejos para poder empollarse; pero todos los huevos que se ofrecían a la venta debían ser examinados por un inspector, el cual, después de cerciorarse de que eran estériles, les ponía una etiqueta rotulada: «puesto desde tres meses por lo menos» y la fecha del día. Estos huevos, inútil es decirlo, sólo se empleaban para hacer pasteles y como medicamento en ciertos casos en los que se necesitaba un hemético con urgencia. La leche quedó prohibida, toda vez que no podía obtenerse sin robar el sustento natural de algún ternero, poniendo así su vida en peligro.

Se creerá fácilmente que al principio fueron muchos los que observaron exteriormente los nuevos preceptos, pero aprovechando cada oportunidad que se les ofrecía de gozar en secreto de aquellas «ollas de las carnes» a las que estaban acostumbrados. Se descubrió que los animales morían continuamente de muerte natural en circunstancias más o menos sospechosas. Además, la manía del suicidio, que anteriormente parecía limitada exclusivamente a los burros, empezó a extenderse de modo alarmante, hasta entre animales por lo general dotados de respeto de sí mismos, como son los carneros y las vacas. Era asombroso ver de qué manera algunos de esos desdichados animales solían husmear y descubrir un cuchillo de carnicero, de existir alguno en un radio de un kilómetro alrededor suyo, y corrían a echarse encima si el carnicero no llegaba a tiempo para apartarlo de su camino.

También los perros, que hasta la fecha habían observado una conducta ejemplar hacia las aves de corral, conejos domésticos, lechoncillos, ovejas y corderos, de repente tomaron la costumbre de rebelarse contra la autoridad de sus amos y de matar a todo animal al que se les prohibía tocar. Se consideraba a cualquier animal muerto por un perro como muerto de muerte natural, pues estaba en la naturaleza del perro matar a esos animales y sólo se habían abstenido los perros, hasta la fecha, de hostigar a los animales de corral porque se había violentado su naturaleza. Desgraciadamente, cuanto mayor era el desarrollo que iban adquiriendo estas tendencias levantiscas, tanto más gusto parecía encontrar la gente del pueblo en criar precisamente aquellos animales que constituían una tentación para el perro. En realidad, poca duda cabe de que estaban burlando la ley deliberadamente; mas el caso era que vendían o comían cuantos animales habían matado sus perros.

Era más difícil burlar la ley en lo que tocaba a los animales de mayor tamaño, ya que los jueces no podían hacer la vista gorda ante todos los suicidios fingidos de cerdos, carneros y vacas que se les presentaban para su comprobación legal. Alguna vez se veían obligados a pronunciar sentencia condenatoria; y unas pocas condenas bastaban para atemorizar a la gente. En cambio, tratándose de animales muertos por un perro, podían verse las huellas de los colmillos del can y era poco menos que imposible probar que hubiera existido intención culpable por parte de su amo.

La gente halló nuevo pretexto de frecuente desobediencia a la ley en la sentencia pronunciada por uno de los jueces, que causó gran indignación entre los discípulos más fervientes del viejo profeta. Ese juez consideró lícito matar cualquier

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animal en caso de legítima defensa, y añadió que era un gesto tan natural por parte del hombre que se veía atacado, que el animal causante de la agresión debía considerarse muerto de muerte natural. Los ultravegetarianos tenían motivo para alarmarse, pues apenas se hizo pública dicha sentencia cuando un gran número de animales hasta entonces totalmente inofensivos, empezaron a agredir a sus propietarios con tal ferocidad que fue preciso suprimirlos por muerte natural. Era muy frecuente en aquella época ver el cadáver de una ternera, de un cordero o de un cabrito, expuesto para la venta con una etiqueta del inspector certificando que el animal había muerto en legítima defensa. A veces, también, el cordero o la ternera expuestos llevaban la etiqueta «Garantizado procedente de un aborto», cuando presentaba señales evidentes de haber disfrutado de la vida durante un mes por lo menos.

En cuanto a la carne de los animales que habían muerto realmente de muerte natural, el permiso para comerla era inútil, por cuanto solía devorarla algún otro animal antes de que el hombre la pudiese utilizar; o, por el contrario, estaba a menudo envenenada; de modo que no quedaba a las gentes más remedio que burlar la ley valiéndose de alguno de los medios antedichos, o hacerse vegetarianos. Esta última alternativa era tan poco del gusto de los erewhonianos que las leyes que prohibían matar animales llegaron a caer en desuso y probablemente habrían sido derogadas si no hubiera sobrevenido una epidemia de peste, que los sacerdotes y profetas de aquella época atribuyeron a las transgresiones de la gente en lo de comer carne prohibida. Entonces se produjo una reacción, se votaron leyes severísimas prohibiendo el consumo de la carne en cualquier forma que fuese y ordenando que en los mercados y tiendas sólo se vendieran, como alimentos, cereales, frutas, verduras y legumbres. Dichas leyes fueron puestas en ejecución unos doscientos años después de la muerte del viejo profeta que había empezado a sembrar la inquietud en la conciencia de la gente con los derechos de los animales; pero apenas fueron promulgadas, volvieron a infringirlas de nuevo.

Me dijeron que la peor consecuencia de tantas sandeces no era el hecho de obligar a las personas respetuosas de la ley a pasar sin alimento animal. Muchos pueblos pasan sin ello y no parecen hallarse peor por este motivo; y hasta en ciertos países donde en general se come carne, como Italia, España y Grecia, los pobres apenas si la prueban en todo el año. El mal consistía en la perturbación que esa prohibición excesiva había de producir en la conciencia de todos; exceptuando a los bastante fuertes para saber que, si bien la conciencia es en general una bendición, puede también ser un veneno. Al despertarse la conciencia de un individuo, le lleva a menudo a ejecutar sin reflexión ciertos actos que habría sido preferible que dejase de realizar, pero tratándose de la conciencia de una nación entera, despertada por un venerable anciano en relación constante con un Poder invisible, hay para pavimentar el infierno entero con buenas intenciones fracasadas.

A los jóvenes se les decía que era un pecado hacer lo que sus antepasados habían hecho impunemente durante siglos; además, los que les daban sermones sobre el horrendo vicio de comer carne eran gentes académicas y antipáticas; y aunque intimidaban a todos los jóvenes, con excepción de los más atrevidos, pocos eran los que no les tenían aversión. Por muchas precauciones que se empleasen en persuadir al muchacho o a la joven, pronto se daban cuenta de que los hombres y las mujeres dotados de alguna experiencia mundana, gente mucho más agradable, por regla general, que los profetas que les predicaban la abstención, hablaban siempre con burla y desprecio de las nuevas leyes doctrinarias y tenían reputación

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de infringirlas en secreto, aunque no se atrevían a hacerlo abiertamente. No es de extrañar, por lo tanto, que los preceptos de No—Tocar, No—Catar, No—Palpar, tantas veces dictados por sus directores, tuviesen por resultado el inducir a los más humanos entre los estudiantes a poner en tela de, juicio muchas cosas que de lo contrario habrían aceptado sin vacilar.

Se cuenta la triste historia de un joven de natural amable y que prometía mucho, pero dotado, para su desgracia, de más conciencia que seso. Su médico (pues, según he dicho anteriormente, la enfermedad no se consideraba aún como criminal) le ordenó que comiera carne, sin hacer caso de la ley. Se escandalizó, y durante algún tiempo se negó a seguir lo que estimaba un consejo perverso del médico. Finalmente, sin embargo, al notar que se debilitaba más cada día, se deslizó furtivamente una noche oscura hasta uno de esos antros donde vendían carne subrepticiamente, y compró una libra de filete de primera. Se lo llevó a su domicilio, lo guisó en su dormitorio cuando todos los moradores de la casa se habían retirado a descansar, lo comió, y aunque el remordimiento y la vergüenza no le dejaron conciliar el sueño, se sentía hasta tal punto mejorado por la mañana del siguiente día, que no se reconocía a sí mismo.

Tres o cuatro días más tarde, se sintió otra vez irresistiblemente atraído al mismo antro. De nuevo compró una libra de filete, lo guisó y comió, y también, a pesar de lo mucho que se atormentaba mentalmente, al día siguiente se sentía otro hombre. En resumen, aunque no pasó nunca de los límites de la moderación, agobiaba su mente el temor, fundado, por cierto, a dejarse arrastrar hacia las filas de los transgresores inveterados.

Mientras tanto, su salud continuaba mejorando, y no obstante tener la seguridad de que era debido a los filetes, a medida que su cuerpo iba adquiriendo nuevas fuerzas, su conciencia le atormentaba con más pujanza. Dos voces sonaban sin cesar en sus oídos, diciendo una: «Soy el Sentido Común y la Naturaleza; escúchame y te recompensaré como he recompensado a tus antepasados en otros tiempos».

Pero la otra voz decía: «No te dejes tentar por ese espíritu seductor que te Ilevaría a tu perdición. Soy el Deber; escúchame y te recompensaré como he recompensado a tus antecesores en el pasado».

Algunas veces, hasta creía ver las caras de los que así le hablaban. El Sentido Común parecía tan llano, tan afable y sereno, tan franco e intrépido que, pese a toda prevención, no podía desconfiar de él. Mas cuando estaba a punto de seguirle, se detenía ante la faz austera del Deber, tan severa y tan bondadosa sin embargo, y le partía el corazón verla apartarse de él algunas veces, con una mirada compasiva, cuando seguía los pasos de su rival.

El pobre muchacho pensaba continuamente en los mejores entre sus condiscípulos, y se esforzaba en calcar su conducta sobre lo que creía ser la suya. «¿Ellos —se decía—, comer un filete? ¡Jamás!» Sin embargo, la mayor parte de ellos comían alguno, de vez en cuando, a no ser una chuleta lo que los tentara. Y le tomaban como modelo, lo mismo que él a ellos. «¿Él —se decían— comer una chuleta? ¡Jamás!»

Una noche, sin embargo, le siguió los pasos uno de los magistrados que estaba siempre rondando en busca de transgresores, y lo cogieron al salir de la guarida y le encontraron una pierna de cordero que trataba de esconder. Después de eso, comprendiendo que aun cuando no le encarcelaran, sería expulsado de la universidad, con las esperanzas de su vida irreparablemente destrozadas, se ahorcó al regresar a su casa.

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Las ideas de un filósofo erewhoniano sobre los derechos de los vegetales

Dejemos esa infausta historia y volvamos a los acontecimientos que tuvieron lugar entre los erewhonianos en general. Por muchas leyes que votasen aumentando la severidad de los castigos impuestos a los que comían carne a hurtadillas, la gente siempre encontraba medios para burlarlas tan pronto como se promulgaran. En ciertas épocas, llegaban a caer casi en desuso; pero cuando estaban a punto de ser derogadas, algún desastre nacional o las predicaciones de algún fanático volvían a despertar la conciencia del país, y millares de personas eran encarceladas por compra y venta ilícitas de alimentos de origen animal.

Sin embargo, seis o siete siglos después de la muerte del viejo profeta, surgió un filósofo que, sin pretender estar en comunicación con poder invisible alguno, se puso a dictar leyes con la misma seguridad con que lo habría hecho si dicho poder le hubiese inspirado. Muchos opinan que este filósofo no creía en sus propias enseñanzas y que, siendo en secreto un gran carnívoro, no perseguía otro objeto que reducir al absurdo la prohibición de comer alimentos de origen animal; a un absurdo mayor aún de lo que era capaz de tolerar un puritano de Erewhon.

Los que así opinan dicen que sabía lo difícil que sería conseguir que la nación aceptase una legislación considerada como pecaminosa y perversa. conocía asimismo la imposibilidad de convencer a la gente de que no bahía perversidad en matar a un carnero y comerlo, a no ser que demostrara al mismo tiempo que era preciso pecar hasta cierto punto para no morir. Se cree que por dichos motivos presentó las proposiciones monstruosas de las cuales voy a ocuparme ahora.

Empezó rindiendo tributo de profundo respeto al viejo profeta, cuya defensa de los derechos de los animales, admitía él, había hecho no poco para suavizar el temperamento nacional y ensanchar sus conceptos sobre el carácter sagrado de la vida en general. Pero, decía, los tiempos habían cambiado; el país se había aprendido lo suficiente la lección que tanto necesitaba, mientras que respecto de los vegetales se habían descubierto muchas cosas que ni siquiera se sospechaban antiguamente; y si la nación deseaba perseverar en esa estricta adhesión a los más elevados principios morales, que constituía el secreto de su prosperidad hasta la fecha, era preciso que cambiase radicalmente su proceder hacia las plantas.

Efectivamente, era cierto que se conocían a la sazón numerosos detalles que no habían sospechado las generaciones anteriores; pues el país no había tenido que pelear con enemigos exteriores y, siendo a la vez inteligente y curioso para desentrañar los misterios de la Naturaleza, había logrado progresos en todos los numerosos ramos del arte y de la ciencia. En el museo principal de Erewhon me enseñaron un microscopio de considerable potencia, al que los inteligentes asignaban una fecha contemporánea con el filósofo de quien estoy ahora hablando; y hasta suponían algunos que se trataba precisamente del mismo instrumento con el cual había trabajado.

Dicho filósofo era profesor de botánica en lo que constituía a la sazón el centro principal de enseñanza en Erewhon; y, bien sea con ayuda del microscopio que aun se conservaba bien sea con otro, había llegado a formular una conclusión, hoy universalmente aceptada entre nosotros, o sea: que todos los seres, animales y plantas, tienen común origen, y que, por lo tanto, éstas deben considerarse como seres vivientes, al igual que aquéllos. Afirmaba, en consecuencia, que animales y plantas son primos hermanos, y que esto habría quedado patente tiempo ha, de no

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haberse trazado una división arbitraria e irracional entre lo que la gente quería llamar reinos animal y vegetal.

Declaró y demostró a completa satisfacción de cuantos eran capaces de formarse una opinión sobre el asunto, que no hay diferencia apreciable, ni a la vista ni por ningún otro medio, entre un germen que ha de desarrollarse en forma de roble, de vid, de rosa, y otro que, dado su ambiente acostumbrado, se convertirá en ratón, elefante u hombre.

Afirmaba que el curso del desarrollo de cualquier embrión obedecía al dictado de las costumbres de los gérmenes de los cuales procedía, y de cuya identidad había formado parte en otro tiempo. Si un germen se encontrase colocado en las mismas condiciones que los gérmenes de sus antecesores, haría lo que éstos habían hecho, y se transformaría en la misma clase de organismo que ellos. De encontrarse en circunstancias algo diferentes, por poca que fuera la diferencia, hallaría el medio, con o sin éxito, de modificar su desarrollo conforme a las nuevas condiciones. De ser muy diferentes las circunstancias, moriría probablemente sin intentar el menor esfuerzo para adaptarse. Esto, decía el filósofo, se aplica igualmente a los gérmenes de plantas y a los de animales.

Por consiguiente, relacionaba con la inteligencia todo desarrollo, tanto animal como vegetal: inteligencia ya gastada y ahora inconsciente, o aun no gastada y todavía consciente. Para, justificar su opinión referente a la vida vegetal, señalaba la forma en que todas las plantas se adaptaron a su ambiente acostumbrado. Admitiendo que la inteligencia vegetal parece, a primera vista, diferente considerablemente de la de los animales, alegaba sin embargo que se le asemeja en un punto único, pero esencial: el hecho de haberse preocupado por cuanto afecta de manera vital al bienestar del organismo que posee dicha inteligencia; pero sin haber demostrado nunca la más leve tendencia a preocuparse por ninguna otra cosa. Esto, repetía insistentemente, constituye la mayor prueba de inteligencia que pueda dar un ser viviente.

Las plantas —decía— no demuestran la menor señal de interesarse por los asuntos del género humano. Nunca lograremos que una rosa comprenda que cinco veces siete hacen treinta y cinco, y es inútil hablar a un roble de las fluctuaciones de la Bolsa. De ahí que consideremos al roble y a la rosa como desprovistos de inteligencia, y al ver que no entienden de nuestros asuntos, sacamos en conclusión que no entienden de los suyos. Mas ¿qué puede saber de lo que es inteligencia el hombre que habla en esa forma? ¿Quién demuestra tener más inteligencia: él, la rosa o el roble?Y cuando llamamos estúpidas a las plantas porque no entienden nuestros asuntos, ¿de qué capacidad damos prueba para comprender los suyos? ¿Podemos formarnos el más leve concepto de cómo una semilla de rosal transforma tierra, aire, calor y agua en una rosa en plena floración? ¿De dónde saca sus colores? ¿De la tierra, del aire, etc.? Muy bien, pero ¿cómo? Esos pétalos de un tejido inefable, esos matices que exceden en delicadeza a las mejillas de un niño), ese perfume, ¿de dónde? Mírense la tierra, el aire y el agua: tenemos aquí todos los elementos que posee la rosa para elaborar su trabajo. ¿Demuestra carecer de inteligencia en la alquimia, merced a la cual transforma el barro en pétalos de rosa? ¿Dónde está el químico capaz de producir algo que les sea comparable? ¿Por que no lo intenta nadie? Sencillamente porque todos saben que no hay inteligencia humana a la altura de semejante tarea. Renunciamos al ensayo. Es asunto de la rosa; que se

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encargue de ello... y diremos que carece de inteligencia porque nos desconciertan sus milagros y la forma indiferente y esencialmente práctica en que los opera.Véanse además los esfuerzos que hacen las plantas para protegerse contra sus enemigos. Arañan, cortan, pican, despiden malos olores, segregan los más temibles venenos, que sólo Dios sabe cómo se las arreglan para fabricar, cubren sus preciosas semillas con espinas parecidas a las de un erizo, tomando formas portentosas para espantar a los insectos dotados de un sistema nervioso delicado, se esconden, crecen en lugares inaccesibles y mienten tan plausiblemente, que logran engañar hasta a sus enemigos más astutos.Arman trampas untadas con liga para capturar insectos, e incitan a éstos a ahogarse en recipientes que han formado con sus hojas y han llenado de agua. Otras se transforman, por decirlo así, en ratoneras vivas, que se cierran con un muelle sobre cualquier insecto que llega a posarse en ellas. Y otras dan a sus flores la forma de cierta mosca, gran saqueadora de miel, de tal modo que cuando viene la verdadera mosca, cree las flores ya ocupadas por congéneres y se marcha. Algunas son tan astutas que se pasan de la raya y se perjudican, como el rábano silvestre, que la gente arranca y come precisamente por ese sabor picante con el que se defiende de sus enemigos subterráneos. Si creen, por el contrario, que algún insecto puede serles de alguna utilidad, véase cómo se adornan y qué hermosas se hacen.¿En qué consiste la inteligencia si el saber cómo debe hacerse lo que uno quiere y hacerlo repetidamente no es ser inteligente? Algunos dicen que la semilla de rosal no desea transformarse en rosal. Entonces, dígaseme en nombre de la razón, ¿por qué se transforma en ello? Es muy probable que no se dé cuenta del deseo que está estimulándola a obrar. No tenemos motivo alguno para suponer que un embrión humano sabe que desea crecer y transformarse en bebé, y éste en hombre. Ningún ser demuestra saber lo que desea o lo que está haciendo, cuando sus conocimientos de lo que desea y de la manera de conseguirlo han sido determinados de modo definitivo, sin dejar lugar a duda. Cuanto menos demuestran saber lo que hacen los seres vivos, con tal que lo hagan bien y repetidamente, tanto más convincente es la prueba que nos dan de que en realidad saben cómo hacerlo y lo han hecho ya un sinnúmero de veces en ocasiones anteriores.Alguien podría objetarme —continuaba—. «¿Qué queréis decir con eso de un sinnúmero de veces en ocasiones anteriores? ¿En qué ocasión anterior ha podido la semilla hacerse rosal?». Contesto a esta pregunta haciendo otra a mi vez: La semilla, ¿formó parte de la identidad del rosal donde creció? ¿Quién lo puede negar? Y vuelvo a preguntar: ese mismo rosal, ¿estuvo ligado con la semilla de la cual salió a su vez por esos lazos que solemos considerar que constituyen la identidad personal? ¿Quién lo ha de negar?Entonces, si la semilla número 2 es continuación de la personalidad de su progenitor el rosal, y éste es continuación de la personalidad de la semilla de la cual salió, la semilla número 2 debe ser asimismo continuación de la personalidad de la primera semilla, la cual debe continuar la de una semilla anterior, y así se remontaría ad infinitum Por lo tanto, es imposible negar la personalidad continuada entre cualquier semilla existente y la primera semilla que pudo llamarse adecuadamente semilla de rosal.

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La contestación, pues, que hayamos de dar a nuestro objetante no se habrá de buscar muy lejos. Hela aquí: lo mismo que hace ahora, hizo la semilla de rosal en las personas de sus antepasados, con los cuales está bastante ligada para poder recordar lo que hicieron éstos al encontrarse en las mismas circunstancias. Cada etapa del desarrollo trae el recuerdo del camino seguido en la etapa anterior, y esto se ha repetido tantas veces ya que toda duda (y, con la duda, toda conciencia de la acción) queda extinguida.Pero nuestro contrincante podría objetar aún: «Admitiendo que el enlace entre todas las generaciones sucesivas ha sido tan íntimo y sin solución de continuidad que cada una de ellas pueda conceptuarse capaz de recordar lo que hizo en la persona de sus antepasados, ¿cómo demostraréis que efectivamente lo recordó?».Contesto yo: por la marcha que sigue cada generación, marcha que reproduce todos los fenómenos que solemos atribuir a la memoria, y que puede explicarse con la suposición de que ha sido guiada por la memoria, que no ha sido explicada nunca, ni parece probable que lo sea, por otra teoría que por la hipótesis de una memoria permanente, continua, entre las generaciones sucesivas.¿Quiere alguien presentarme un ejemplo de ser viviente cuya acción podamos comprender, que ejecute actos sumamente difíciles e intrincados, una y otra vez, con invariable éxito, y sin embargo, no sepa cómo hacerlos ni los haya ejecutado jamás anteriormente? Que me presenten ese ejemplo y me callaré; pero mientras no me lo enseñen, seguiré pensando que la acción, donde no puedo observarla, está sometida a las mismas leyes que la acción que reside en el campo de mi observación. Se hará inconsciente en cuanto la habilidad que la dirige haya logrado el máximo de perfección. No puede esperarse, por consiguiente, que la semilla de rosal ni el embrión den señales de saber lo que sin embargo saben; si dieran esas señales, tendríamos más motivo para dudar de que saben lo que quieren y el modo de lograrlo.

Algunos de los párrafos que he reproducido anteriormente, fueron inspirados manifiestamente por el que acabo de citar. Leyéndolo en una reimpresión que me enseñó un profesor, el cual había recopilado y publicado gran parte de las obras primitivas que trataban de esta cuestión, no podía por menos de recordar aquel otro donde Nuestro Señor aconseja a sus discípulos que reparen en los lirios del campo, que no trabajan ni hilan; pero cuyo traje supera en belleza al del mismo Salomón con toda su gloria.

«¿No trabajan ni hilan? ¿Conque no? ¿No trabajan?» Tal vez no, ahora que tan bien conocen la marcha de su desarrollo, que no puede presentárseles la menor duda; pero es poco probable que los lirios hayan conseguido ataviarse con tanta hermosura sin haberse tomado el menor trabajo para ello. «¿Ni hilan?» No lo hacen con una rueca, por supuesto, pero ¿es que no hay verdadero tejido en una hoja?

¿Qué dirían los lirios del campo si pudiesen oírnos declarar que no trabajan ni hilan? Dirían, supongo, lo mismo que nosotros si supiéramos que los lirios predican entre ellos la humildad tomando a los Salomones por ejemplo: «Reparad en los Salomones con toda su gloria: no trabajan ni hilan». Diríamos que los lirios hablan de cosas que no entienden, y que si bien es cierto que los Salomones no trabajan ni hilan, no ha faltado quien trabaje y quien hile para que puedan ataviarse con tanto esplendor.

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Pero volvamos a nuestro filósofo. Lo dicho bastará para dar idea de la tendencia general de los argumentos en los cuales se basaba para demostrar que los vegetales no son ni más ni menos que animales, bajo otra denominación; pero no he expuesto sus ideas, ni con mucho, en la forma amplia y detallada con que las presentó al público. Sacaba, o pretendía sacar, en conclusión, que si era ilícito matar y comer los animales, no lo era menos hacerlo con los vegetales o con sus semillas. Pretendía que no debían comerse ni unos ni otras, excepto lo muerto por muerte natural, tal como una fruta caída en tierra y camino de pudrirse, o las hojas de col amarillas al acabarse el otoño. Declaró que éstas y otros desperdicios de parecida índole, eran los únicos alimentos que podían comerse con la conciencia tranquila. Aun así, el que los comiese debía plantar las pepitas de todas las manzanas o peras que había comido, así como los huesos de ciruelas, cerezas, etc., pues de lo contrario incurría casi en la misma falta que quien cometiera un infanticidio. El grano de los cereales, según su opinión, estaba fuera de discusión, toda vez que cada grano poseía un alma viva, ni más ni menos que el hombre, y tenía igual derecho que éste a disfrutar en paz de dicha alma.

Habiendo así arrinconado a sus conciudadanos, con la punta de la bayoneta de su lógica, hasta un callejón en el cual no veían salida posible, les propuso someter la cuestión a un oráculo en quien el país entero tenía deposi tada la mayor confianza, y a quien recurrían siempre que se encontraban en épocas de gran perplejidad. Se murmuró a la sazón que una pariente próxima del filósofo era camarera de la sacerdotisa encargada de dar el oráculo; y el partido puritano declaró que la contestación, extrañamente inequívoca del oráculo, se había logrado merced a influencias ocultas. Sea de ello lo que fuere, he aquí la contestación, traducida con toda la exactitud posible:

Quien algún pecado comete peca más de lo que debe; pero el que no peca nada tiene mucho que aprender. Golpeas o te golpean,y si no comes te comen, matas o esa ti a quien matan, eres libre de escoger.

Era manifiesto que esta respuesta sancionaba al menos la destrucción de vida vegetal, cuando el hombre la necesitaba como alimento; y nuestro filósofo había demostrado con tal fuerza de argumentación que cuanto era cierto para los vegetales no lo era menos para los animales, que aun cuando el partido puritano se alborotó y levantó un furioso clamor, las leyes que prohibían el consumo de carne fueron derogadas por una mayoría aplastante.

He aquí cómo después de errar varios siglos por los desiertos de la filosofía, el país llegó a las mismas conclusiones obtenidas mucho antes por el sentido común. Hasta los puritanos, después de intentar en vano sustentarse con una especie de confitura hecha de manzanas y hojas amarillas de col, sucumbieron ante lo inevitable y hubieron de resignarse a adoptar un régimen de carne asada de vaca y cordero, acompañada de los demás guisos que figuran en nuestras mesas modernas.

Cabía suponer que después de la danza en que les hizo entrar el viejo profeta y de la otra, más loca aún, en la cual les invitó a formar el profesor de

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botánica (muy seria, pero creo que insidiosamente), los erewhonianos se habrían vuelto suspicaces hacia todos los profetas, pretendiesen o no estar en comunicación con un Poder invisible; pero el deseo de creer que ciertas gentes saben realmente lo que pretenden conocer y pueden, por lo tanto, ahorrarles el trabajo de pensar por su cuenta, está tan arraigado en el corazón de los hombres, que al cabo de poco tiempo pseudofilósofos y maniáticos se hicieron más poderosos que nunca, y gradualmente llevaron a sus conciudadanos a aceptar todas aquellas absurdas teorías sobre la vida, de las que he dado una breve referencia en capítulos ante-riores. Realmente no vislumbro posibilidad de salvación para los erewhonianos mientras no alcancen a comprender que la razón que no corrige el instinto es tan funesta como el instinto que no corrige la razón.

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La evasión

Aunque muy ocupado en traducir los extractos reproducidos en los cinco capítulos anteriores, no dejaba de preparar las cosas para mi evasión con Arowhena. La verdad es que el tiempo apremiaba, pues recibí de un cajero de los bancos musicales aviso de que iba a ser procesado ante los Tribunales, oficialmente por padecer sarampión, mas en realidad por haber poseído un reloj e intentado la reintroducción de las máquinas en el país.

Pregunté por qué se había escogido el sarampión, y me contestó que de acusarme de tifus o viruelas se temía que el jurado pudiera hallar circunstancias atenuantes que impidiesen una sentencia condenatoria mientras que probablemente se conseguiría un veredicto de culpabilidad imputándome el sarampión, enfermedad que podía ser bastante castigada en una persona de mis años. Me dio a entender que, de no sobrevenir un cambio inesperado en las disposiciones de su majestad el rey, podía esperar el golpe al cabo de pocos días.

Mi plan era escaparme en globo con Arowhena. Temo mucho que el lector deje de creer en la veracidad de esta parte de mi relato; sin, embargo, en ninguna otra me he esforzado tanto en ceñirme estrictamente a los hechos, y sólo me resta entregarme a su benevolencia.

Me había ganado ya las simpatías de la reina, y de tal manera había excitado su curiosidad, que prometió obtener para mi el permiso de hacer construir e inflar un globo. Le hice observar que no se requería ninguna maquinaria complicada: únicamente una gran cantidad de seda impermeabilizada, una barquilla, cuerdas, etcétera, etc., y cierta cantidad de gas ligero. Los arqueólogos, versados en los medios que empleaban los antiguos para la producción de gases ligeros, podrían fácilmente dar a los obreros de su majestad las instrucciones necesarias para su fabricación. Su afán de presenciar un espectáculo tan extraño como la ascensión de un ser humano al cielo acalló los escrúpulos que su conciencia habría formulado en otras circunstancias; ordenó a los arqueólogos que empezaran a enseñar a sus obreros la fabricación del gas, y mandó a sus camareras comprar y untar de aceite una cantidad enorme de seda, pues había resuelto que el globo fuera muy grande, antes de haber intentando siquiera obtener el permiso del rey. Mas hubo de ponerse pronto a tratar de conseguirlo, porque le hice saber que mi enjuiciamiento era inminente.

Por lo que a mí se refiere, huelga decir que no sabía una palabra de globos; ni siquiera veía la manera de ocultar a Arowhena en la barquilla. Sin embargo, viendo que no teníamos otro medio ni oportunidad de salir de Erewhon, excitó mi inspiración la situación desesperada en que nos hallábamos, y construí un modelo con arreglo al cual los obreros de la reina lograron trabajar con mucho éxito. Mientras tanto, los carpinteros de su majestad se pusieron a la construcción de la barquilla, y fue en lo de sujetar ésta al globo donde tropecé con las mayores dificultades. Por cierto, dudo que hubiese podido resolverlas si no hubiera contado con la inteligencia superior de un capataz, el cual puso cuerpo y alma en la obra, y a menudo adivinaba la oportunidad de ciertos requisitos a la vez que proveía el medio de obtenerlos.

El país atravesaba a la sazón una larga sequía, y se habían hecho últimamente, sin éxito, rogativas en todos los templos dedicados al dios del Aire. La primera vez que hablé a su majestad de mi deseo de construir un globo le dije que mi intención era remontarme por el cielo hasta conseguir una entrevista personal

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con ese dios, ira influir así en su ánimo. Confieso que dicha proposición lindaba con la idolatría; pero hace mucho tiempo que me he arrepentido de haberla hecho, y no es probable que tenga jamás ocasión de volver a cometer el mismo pecado. Además, la superchería, por condenable que fuera probablemente tendría como consecuencia la conversión de todo el país.

Cuando la reina habló de mi propósito a su regio esposo, éste no sólo se burló en un principio, sino que se mostró dispuesto a oponer su veto. Mas siendo un marido en extremo condescendiente, terminó por acceder a ello, como hacía siempre que la reina se empeñaba en conseguir alguna cosa. Otorgó su consentimiento con tanta más facilidad en este caso cuanto que no podía creer en la posibilidad de mi ascensión. Estaba convencido de que, aun suponiendo que el globo se elevara unos cuantos pies en el aire, caería al suelo acto seguido, a consecuencia de lo cual yo me había de romper la cabeza, librándole así de mi persona. Se lo demostró a la reina con palabras tan convincentes que ésta se alarmó y trató de hacerme desistir de mi empeño; mas al ver que persistía en mi de-seo de hacer construir el globo, me entregó un mandato del rey por el cual habían de facilitarme cuanto pudiera necesitar

Al mismo tiempo me advirtió su majestad que mi intento me sería imputado como crimen si fracasaba en persuadir al dios del Aire de poner término a la sequía. Ni ella ni el rey tenían la menor sospecha de que mi intención era fugarme, si el viento me era favorable. Asimismo ignoraban la existencia de cierta corriente aérea constante que llevaba siempre la misma dirección, como podía verse por la forma de las nubes más altas, las cuales iban siempre del sureste al noroeste. Hacía tiempo que yo había notado esta peculiaridad del clima, atribuyéndola, creo que con razón, a unos vientos alisios que soplaban de modo permanente a algunos cientos de metros del suelo, pero que eran alterados por influencias locales en las capas inferiores de la atmósfera.

El asunto más urgente, una vez en mi poder la regia autorización, fue dar a conocer mi plan a Arowhena, y encontrar el medio de hacerla entrar en la barquilla. Me sentía seguro de que aceptaría acompañarme, si bien había formado el propósito de hacer fracasar el experimento, caso de faltarle a ella el ánimo. Arowhena y yo habíamos estado en comunicación constante, gracias a su doncella, pero me pareció preferible dejarle ignorar los detalles de mi proyecto hasta tenerlo todo dispuesto. Había llegado la hora y quedó convenido con la doncella que me dejaría entrar por una puerta reservada en los jardines del señor Nosnibor, al caer la tarde del siguiente día.

Llegué a la hora convenida; la muchacha me hizo entraren el jardín y esperar en un camino apartado mientras llegaba Arowhena. Estábamos a principios del verano, y el follaje era tan espeso que, aun en caso de que entrara alguna otra persona en el jardín, habría podido esconderme fácilmente. La noche era de una belleza suprema; largo rato hacía que el sol se había puesto, pero subsistía en el cielo un resplandor sonrosado, por encima de las ruinas de la estación; a mis pies veía la ciudad, cuyas luces empezaban a centellear y más allá, en la lejanía, las llanuras extendiéndose legua tras legua hasta confundirse con el cielo. Apenas noté estos detalles, sin prestarles atención, pues no podía fijarme entonces en nada, cuando al atisbar en la oscuridad del camino, columbré una blanca figura deslizándose velozmente hacia mí. Me lancé a su encuentro, y antes de que la reflexión se interpusiera para incitarme o detenerme, estrechaba a Arowhena entre mis brazos y cubría su dócil mejilla con mis besos.

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Tan grande era nuestra alegría, que no acertábamos a decir palabra; no sé, en verdad, cuándo habríamos recobrado los sentidos y empezado a hablar si la doncella no hubiera sufrido un ataque de nervios que nos hizo volver a la realidad y comprender que debíamos dominar nuestra emoción. Entonces, breve y sencillamente, le expuse mi proyecto; le hice ver su lado más sombrío, seguro de hallarla tanto más decidida a acompañarme cuanto más inquietante fuera la perspectiva. Le dije que mi proyecto tendría como probable resultado la muerte para ambos y que no me atrevía a insistir en que lo aceptase; que con decir ella una sola palabra lo abandonaría en el acto; aunque en ello existía un asomo de posibilidad de huir a otro país donde no se opondría obstáculo alguno a nuestro casamiento; y que no veía para esto otro camino.

No puso el menor reparo, ni dio la más leve señal de duda o vacilación. Dijo que haría cuanto le indicara, y acudiría tan pronto como yo le avisara que estaba dispuesto; para lo cual le pedí me enviase su doncella todas las noches. Le hice comprender la necesidad de poner buena cara, de parecer todo lo alegre y feliz que pudiera, con el fin de hacer creer a sus padres y a Zulora que empezaba a olvidarme; y le recomendé que estuviera dispuesta a acudir en cualquier momento a los talleres de la reina, para ocultarla entre el lastre, tapándola con mantas, en la barquilla del globo. Tras esto nos separamos.

Apresuré mis preparativos, pues temía que lloviera y también que el rey cambiara de parecer; pero el tiempo continuó seco, y al cabo de una semana los obreros de la reina habían terminado globo y barquilla. También el gas estaba ya dispuesto y bastaba abrir una llave para soltarlo dentro del aerostato en cualquier momento. Terminados los preparativos, quedó convenido que la ascensión tendría lugar al día siguiente por la mañana. Había estipulado que me dejasen llevar mantas y abrigos en abundancia, como protección contra el frío de las capas superiores de la atmósfera, así como diez o doce sacos de lastre de buen tamaño.

Me quedaba casi un trimestre de mi pensión y lo gasté en gratificar a la doncella de Arowhena y en sobornar al capataz de su majestad, el cual, creo yo, me habría prestado auxilio aun sin esto. Me ayudó a esconder víveres y vino en los sacos de lastre, y el día de mi ascensión, por la mañana, se las arregló para alejar a los demás obreros mientras yo hacía entrar a Arowhena en la barquilla. Llegó ésta al romper el alba, embozada y vestida con el traje de su doncella. Pretextó una sesión muy temprana de uno de los bancos musicales, y me dijo que hasta la hora del almuerzo no se notaría su ausencia, si bien entonces era inevitable que se diesen cuenta de ella. Dispuse el lastre a su alrededor de modo que la ocultase, quedando recostada en el fondo de la barquilla, y la cubrí con mantas.

Aunque faltaban todavía varias horas para el momento de mi ascensión, me resultaba imposible alejarme de la barquilla; tomé asiento en ella y observé la gradual inflación del globo. No llevaba equipaje, salvo las provisiones escondidas en los sacos de lastre, los libros de mitología y los tratados sobre las máquinas, con mi diario y los manuscritos de mis traducciones.

Permanecí sentado tranquilamente, esperando la hora fijada para mi salida; tranquilo sólo en apariencia, pues interiormente estaba en el paroxismo de la zozobra, temiendo que la ausencia de Arowhena fuese descubierta antes de la llegada de los reyes, que habían de presenciar la ascensión. Aún faltaban dos horas para que llegasen, y durante ese tiempo podían suceder mil cosas, una sola de las cuales bastaría para perderme.

Por fin, el globo quedó hinchado. Se quitó el tubo que había servido para inflarlo, después de haber obturado cuidadosamente el escape del gas. Sólo

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impedían que se elevara el aparato las manos y el peso de los hombres que lo mantenían con cuerdas. Acechaba ansiosamente la venida de los reyes; pero sin descubrir la menor señal de su llegada. Miraba en dirección a la casa de los Nosnibor; tampoco se vislumbraba la más leve demostración de alboroto, pero aún no había llegado la hora del almuerzo. La multitud empezaba a congregarse. El pue-blo sabía que yo no gozaba de las simpatías de la Corte, mas no vi en las gentes demostración alguna de que fuera impopular. Muy al contrario, me prodigaron expresiones de simpatía, consideración y estímulo, haciendo votos por el éxito de mi viaje.

Estaba hablando con un caballero conocido mío, diciéndole en resumen lo que pensaba hacer una vez estuviera en presencia del dios del Aire (lo que pudo pensar de mí, no lo sé, pues estoy bien seguro de que él no creía en la existencia objetiva de ese dios, ni suponía que yo creyera en ella), cuando me di cuenta de que un grupo de personas que salían de casa de los Nosnibor corrían hacia los talleres de la reina a toda la velocidad de que eran capaces. En aquel instante mi corazón dejó de latir y, comprendiendo que había llegado el momento de actuar o morir, grité impetuosamente a los que sujetaban las cuerdas, unos cuarenta hombres, que las soltaran en el acto, dándoles a comprender con mis gestos que corrían peligro y que iba a suceder algo grave si no lo hacían. Muchos obedecieron; los demás no tenían suficiente fuerza para seguir agarrados de las cuerdas y se vieron obligados a soltarlas también. En eso el globo se elevó repentinamente de un salto, aunque tuve la sensación de que era la tierra la que caía y se fundía rápidamente en el espacio a mis pies.

Acaeció esto en el preciso momento en que la atención de la multitud se hallaba dividida y la mitad observaba la mímica vehemente de los que llegaban corriendo de la casa de los Nosnibor, mientras la otra mitad reparaba en mis exclamaciones. Un minuto más y Arowhena habría sido descubierta seguramente..., pero ese minuto había pasado, me encontraba a tal altura encima de la capital que sus represalias no podían alcanzarme, y cada segundo que pasaba la ciudad y la multitud se hacían más pequeñas y más confusas. En un tiempo increíblemente corto, sólo pude ver una inmensa pared de llanuras azuladas irguiéndose ante mis ojos, en cualquier dirección que mirara.

Al principio el globo se elevó verticalmente, pero al cabo de unos cinco minutos, cuando habíamos alcanzado ya una altura considerable, me pareció que los objetos de la llanura comenzaban a moverse debajo de nosotros. No sentía ni un soplo de viento, y no podía suponer que el globo mismo estuviera moviéndose. Me preguntaba qué podía significar tan extraño movimiento de objetos fijos, cuando se me ocurrió pensar que quien viaja en globo no percibe el viento, ya que va arrastrado por él sin ofrecer resistencia. La idea de que debía de haber alcanzado ya la región de los alisios y era muy posible que fuese llevado por ellos a centenares y hasta miles de kilómetros lejos de Erewhon y de los erewhonianos me llenó de gozo.

Había apartado ya las mantas y los abrigos devolviendo la libertad a Arowhena; mas pronto volví a taparla otra vez, pues el frío empezaba a hacerse notar, y lo extraño de la situación la dejaba como estupefacta.

Entonces principió un período parecido a un sueño, a una pesadilla más bien, de la cual no creo poder acordarme nunca sino confusamente. Recuerdo algunos detalles: por ejemplo, que al poco tiempo nos hallábamos envueltos en un vapor que se helaba sobre mi bigote y mi barba. Después, la impresión de estar sentado horas y horas rodeado de una niebla muy espesa, sin oír otro sonido que el de mi

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respiración y la de Arowhena (pues apenas hablábamos), y sin ver nada más que la barquilla debajo y alrededor nuestro, y el globo oscuro encima de nuestras cabezas.

Tal vez la sensación más penosa, cuando la tierra se hallaba oculta, era la de la inmovilidad del globo, siendo así que nuestra única esperanza consistía en que fuese andando a toda velocidad. Alguna vez, por una rendija de las nubes, en una rápida ojeada, veía algo de tierra, y me alegraba al observar que íbamos avanzando a una velocidad mayor que la de un tren expreso. Pero apenas se había vuelto a cerrar la rendija, la impresión anterior de inmovilidad volvía con toda su fuerza sin poder razonarla. Otra sensación era casi tan desagradable: del mismo modo que un niño teme haberse vuelto ciego al atravesar un largo túnel en completa oscuridad, cuando la tierra se ocultaba algunos minutos casi temía habernos separado de ella totalmente y para siempre. De vez en cuando, comía y ofrecía alimentos a Arowhe-na; pero sin poder hacer más que conjeturar el tiempo transcurrido. Después vino la oscuridad, horas de una monotonía espantosa, sin tener siquiera a la luna para alentarnos.

Con el alba cambió la escena; las nubes habían desaparecido, brillaban las estrellas matutinas. La espléndida salida del sol queda aún grabada en mi memoria, como la más hermosa que me haya sido dado contemplar. Abajo se veía el relieve de una cordillera, cubiertas sus montañas de nieve recién caída, pero pasábamos muy alto por encima de ellas; ambos respirábamos con dificultad, y, sin embargo, no quise que bajara el globo ni un solo centímetro, ignorando cuánto tiempo podríamos necesitar aún nuestro máximo de flotación. Mucho me alegraba ver que al cabo de unas veinticuatro horas íbamos todavía a tan gran altura.

En un par de horas atravesamos las cordilleras, que debían de tener unos doscientos cincuenta kilómetros de ancho, y otra vez divisé una comarca formada de grandes llanuras que se extendían hasta la línea del horizonte. Ignoraba dónde nos hallábamos y no me atrevía a bajar por no malgastar la resistencia del globo, aunque casi tenía la esperanza de que nos encontráramos sobre el país del cual había salido para emprender mi expedición. Aceché ansiosamente, tratando de descubrir algún detalle que me permitiera reconocerlo, pero sin resultado; y mi esperanza se tornó temor de encontrarnos en alguna comarca lejana de Erewhon o en un país habitado por salvajes. Aún dudaba, cuando las nubes envolvieron otra vez nuestro globo, dejándonos en el vacío, abandonados a nuestras conjeturas.

Las horas siguieron arrastrándose penosamente en el tedio y el aburrimiento. ¡Cuánto anhelaba mi pobre reloj! Me parecía que ni siquiera el tiempo andaba, tan mudo, tan hechizado era cuanto nos rodeaba. A ratos me sentía el pulso y me ponía a contar sus latidos durante media hora; habría hecho cualquier cosa para marcar el tiempo, para probarme que nos acompañaba, para cerciorarme de que seguíamos dentro de la zona bendita de su influencia, y que no íbamos a la deriva, en la eternidad sin tiempo...

Había vuelto a contar mis pulsaciones por vigésima, por trigésima vez, hasta dormitar. Tuve un ensueño fantástico: un viaje en tren expreso, y llegaba a una estación donde las locomotoras llenaban el aire con su estrépito, echando el vapor con silbidos estruendosos y horribles. Me desperté asustado e inquieto, pero silbidos y estampidos continuaban persiguiéndome a pesar de hallarme ya despierto, obligándome a admitir que eran reales. No acertaba a comprender de dónde procedían; después fueron desvaneciéndose hasta desaparecer por completo; al cabo de unas cuantas horas se disiparon las nubes y pude contemplar bajo mis pies un espectáculo que heló la sangre en mis venas. Vi el mar, sólo el

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mar, negro en conjunto, pero bordado de blanco en la cresta de las olas furiosamente agitadas por la tempestad.

Arowhena estaba durmiendo tranquilamente en el fondo de la barquilla, y al contemplar su belleza apacible y virginal, gemí y me maldije por haberla arrastrado a tantos padecimientos; pero el mal ya no tenía remedio.

Me senté esperando lo peor, y pronto me di cuenta de que lo peor no tardaría en llegar, pues el globo empezaba a caer. Tan pronto como vi el mar, pensé que debíamos de estar bajando; pero ya no cabía la menor duda: íbamos cayendo y deprisa. Eché un saco de lastre, y durante algún tiempo volvimos a subir, pero al cabo de unas horas empezamos otra vez a descender y hube de arrojar un nuevo saco.

Entonces la lucha comenzó en serio. Duró toda la tarde de aquel día, la noche entera y hasta al anochecer del día siguiente: no había descubierto una sola vela en todo aquel tiempo, no obstante haberme medio cegado tendiendo esforzadamente la vista en todas direcciones. Lo habíamos abandonado todo, con la única excepción de la ropa que llevábamos puesta. Los víveres y el agua fueron arrojados a los carneros del Cabo que pasaban describiendo círculos, todo para ganar unas pocas horas, o unos minutos a las olas. No eché los libros hasta vernos a unos cuantos pies del agua, y no solté los manuscritos ni un solo instante. No parecía que nos quedara motivo alguno de esperanza, y sin embargo, por extraño que pueda parecer, ni ella ni yo la perdimos por completo.

Cuando la catástrofe que temíamos se cernió sobre nosotros, cuando hubo sucedido lo que tal espanto nos causaba, aún permanecimos sentados en la barquilla con una angustiada sonrisa de esperanza.

Quien haya atravesado el San Gotardo, recordará que debajo de Andermatt se encuentra una de aquellas gargantas de los Alpes que alcanzan los últimos límites de lo sublime y terrible a la vez. La emoción del viajero ha ido creciendo exaltándose, a cada paso, hasta que por fin las paredes desnudas de los precipicios asoman y casi se juntan, cómo queriendo cerrarse encima de su cabeza, en el momento en que cruza un puente colgando en el aire sobre los bramidos de una cascada y penetra en la oscuridad de un túnel tallado en la roca viva.

¿Qué puede esperarle a la salida? De seguro, algo más solitario y más bravo, más imponente aún de lo que ha visto; pero su imaginación se encuentra paralizada, no le sugiere ninguna imagen, ninguna visión capaz de superar la realidad que acaba de contemplar: lleno de pavor, jadeante, avanza... Mas he aquí que la luz suave del sol de la tarde le da la bienvenida a la salida del túnel; contempla a sus pies un valle sonriente, un arroyo con su dulce murmullo, un pueblecito con sus altos campanarios, sus praderas de un verde brillante. Éstas son las cosas que le acogen cuando sale de la montaña y sonríe pensando en el terror que le invadió y va desapareciendo, terror que un momento más tarde queda olvidado.

Lo mismo ocurrió con nosotros. Llevábamos dos o tres horas en el agua y la noche iba cerrándose; por centésima vez nos despedimos, resignándonos a nuestra suerte. Estaba ya luchando contra una somnolencia de la cual era bien seguro no había de despertar, cuando de repente Arowhena me tocó en el hombro, señalándome con la mano una luz y una masa oscura que se dirigía en línea recta hacia nosotros.

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Un grito: «¡Socorro!», fuerte, claro, agudo, salió de nuestros pechos a un tiempo, y cinco minutos más tarde, unas manos bondadosas y compasivas nos llevaban al puente de un barco italiano.

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Conclusión

El barco era el Príncipe Umberto e iba de El Callao a Génova; había llevado cierto número de emigrantes a Río, de allí siguió hasta El Callao, donde estibó un cargamento de guano, y volvía camino de Italia. El capitán era un tal Giovanni Gianni, natural de Sestri; tuvo la bondad de permitirme hacer uso de su nombre, caso de ser puesta en duda la veracidad de mi relato; pero siento tener que confesar haberle dejado extraviarse respecto a ciertos detalles importantes de mi aventura. Debo añadir que cuando nos recogieron nos encontrábamos a mil millas de tierra.

Tan pronto como estuvimos a bordo, el capitán empezó a pedirnos detalles del sitio de París, pues suponía, a pesar de la enorme distancia que nos separaba de Europa, que proveníamos de dicha ciudad. Como puede suponerse, no sabía yo una palabra de la guerra franco—prusiana y me hallaba demasiado extenuado para hacer otra cosa que asentir a cuanto se le ocurría poner en mis labios. Conozco sólo muy imperfectamente el italiano y quedaba sin comprender mucho de cuanto decía; pero me alegraba de poder callar nuestro verdadero punto de salida y resolví adoptar cualquier explicación que tuviera a bien facilitarme.

La historia que poco a poco fue forjándose de esa manera decía que habíamos sido diez o doce más en el globo; que yo era un lord inglés y Arowhena una condesa rusa; que todos nuestros acompañantes se habían ahogado y que los despachos que llevábamos se habían perdido. Supe más tarde que esta historia no habría sido creíble, si el capitán no hubiera llevado varias semanas de viaje, pues resultó que, cuando nos recogieron, hacía mucho tiempo que los alemanes eran dueños de París. Sea lo que fuere, el capitán mismo arregló toda la historia por mí, y yo me di por satisfecho.

A los pocos días avistamos un barco inglés que iba de Melbourne a Londres con un cargamento de lana. A petición mía, encarecidamente presentada y a pesar del temporal reinante que hacía peligroso nuestro traslado al otro vapor, el capitán consintió en hacer señales al barco inglés y fuimos recibidos a bordo de éste; el transbordo se hizo con tanta dificultad que no fue posible comunicar nada respecto de las circunstancias de nuestro salvamento: oí al segundo oficial del barco italiano, encargado de nuestra lancha, gritar algo en francés referente a nuestro hallazgo en la barquilla de un globo, pero el ruido del viento era tal y el capitán entendía tan poco el francés que no pudo recoger una sola palabra de la verdadera versión y tomó por supuesto que éramos dos pasajeros salvados de algún naufragio. Cuando me preguntó en qué barco había naufragado, le dije que formábamos parte de un grupo de amigos que en un barco de recreo había sido arrastrado en alta mar por una fuerte corriente, y solamente Arowhena, a quien presenté como una señora pe-ruana, y yo habíamos logrado salvarnos.

El vapor llevaba varios pasajeros, cuyas bondades con nosotros no agradeceré nunca bastante. Me duele mucho pensar que no pueden dejar de descubrir que no les hemos demostrado la completa confianza que se merecían; pero al decirles toda la verdad no nos hubieran creído, y estaba bien decidido a que nadie oyera hablar de Erewhon ni tuviera posibilidad de ir allí antes de que yo pudiese volver, mientras estuviera en mi poder evitarlo. Verdad es que el recuerdo de los muchos embustes que me vi precisado a contar entonces bastaría para amargar mi existencia si no tuviera como sostén el consuelo de mi religión. Entre los

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pasajeros iba un muy estimable clérigo, el cual nos casó a los pocos días de subir a bordo.

Después de una feliz travesía que duró unos dos meses avistamos el cabo Land's End y una semana más tarde desembarcábamos en Londres. Una generosa cuestación se hizo a bordo para ayudarnos, de forma que por de pronto no tuvimos preocupación monetaria inmediata. Por consiguiente, llevé a Arowhena al condado de Somerset, en donde vivían mi madre y mis hermanas la última vez que había recibido noticias suyas. Con inmenso dolor supe que mi madre había fallecido y que su muerte había sido apresurada por la noticia de la mía, pues, al regresar a la estancia, Chowbok contó que yo me había ahogado. Según parece, debió de esperar unos cuantos días para ver si volvía o no; entonces le pareció seguro que no había de regresar, y como consecuencia inventó una historia según la cual yo había caído en un tremendo remolino de agua espumante al cruzar la garganta, cuando ya volvíamos a la estancia. Buscaron mi cuerpo, pero el muy pícaro tuvo el cuidado de ahogarme en un sitio donde era imposible encontrarlo.

Mis dos hermanas se habían casado, pero ninguno de mis dos cuñados era rico. Nadie pareció alegrarse sobremanera al verme regresar, y descubrí muy pronto que cuando los parientes de un hombre han llevado ya el luto por su muerte, no suele agradarles la perspectiva de tener que llevarlo por segunda vez.

Por lo tanto, volví a Londres con mi esposa, y gracias a la ayuda de un amigo me gané la vida escribiendo historietas edificantes para las revistas y para una sociedad de propaganda religiosa. Me pagaban bien y espero que no se me juzgará presuntuoso si digo que algunas de las más populares entre las brochures que se distribuyen por la calle y suelen encontrarse en las salas de espera de las estaciones, han salido de mi pluma. Durante mis ratos de ocio, puse en orden mis notas y mi diario, hasta darles la forma del presente libro. No me queda nada que añadir, sólo exponer el plan que propongo aún desarrollar para la conversión de Erewhon.

Dicho plan acaba de ser elaborado como el que más probabilidades de éxito ofrece.

Se comprenderá en seguida que fuera verdadera locura por mi parte irme con diez o doce misioneros auxiliares por el mismo camino que me llevó a descubrir Erewhon. Me encarcelarían como un enfermo de tifus, además de entregarme a los enderezadores por haber raptado a Arowhena; un destino más cruel aún, al que no me atrevo a aludir otra vez, sería reservado a mis infelices colaboradores.

Queda patente, por lo tanto, que es preciso encontrar otro camino para llegar a los erewhonianos, y gracias a Dios ese camino existe. Se sabe que uno de los ríos que bajan de las Montañas Nevadas y atraviesan el territorio de Erewhon es navegable durante el curso de varios centenares de kilómetros desde su desembocadura. Su curso superior no ha sido explorado aún hasta la fecha, pero no dudo de la posibilidad de llegar con una cañonera ligera, pues es preciso defenderse, hasta los mismos lindes del país erewhoniano.

Propongo, por consiguiente, la formación de una de esas sociedades en las que el riesgo de cada uno de los socios queda limitado al importe de sus intereses en el negocio. El primer paso debe ser la redacción de un prospecto; en éste aconsejaría que no se mencionara el hecho de que los erewhonianos sean las diez tribus perdidas. Ese descubrimiento encierra un interés capital para mi, pero es de un valor más bien sentimental que comercial, y los negocios son los negocios. El capital que se trata de constituir no debe ser inferior a cincuenta mil libras esterlinas, dividido en acciones de entre cinco y diez libras, según lo que luego parezca más

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conveniente. Dicha suma sería más que suficiente para sufragar los gastos de un viaje de experimentación.

Una vez suscrito el capital, habríamos de fletar un vapor de mil doscientas a mil cuatrocientas toneladas, con acomodación para transportar un cargamento de pasajeros de proa y entrepuente. Llevaría dos o tres cañones en previsión de un ataque de los salvajes en la desembocadura del río. Lanchas de gran tamaño serían también necesarias, y creo que sería mejor que éstas llevasen asimismo dos o tres piezas de artillería de seis libras. El barco subiría por el río hasta donde pareciera prudente, y un grupo de hombres escogidos continuaría río arriba en las lanchas. La presencia de Arowhena y yo sería entonces necesaria, toda vez que nuestro conocimiento del idioma desarmaría las sospechas y facilitaría las negociaciones.

Deberíamos empezar exponiendo las ventajas ofrecidas al trabajo en la colonia de Queensland, y demostrar a los erewhonianos que al emigrar a dicha colonia podrían amasar, todos y cada uno de ellos, enormes fortunas, hecho fácil de probar por medio de las estadísticas. No me cabe duda de que gran número de ellos podrían ser inducidos de esta manera a volver con nosotros en las lanchas, y de que nos sería posible llenar nuestro barco con emigrantes en tres o cuatro viajes.

De ser atacados, nuestro proceder sería aún más sencillo, pues los erewhonianos no tienen pólvora, y quedarían hasta tal punto sorprendidos al presenciar sus efectos, que nos seria fácil capturar a cuantos quisiéramos; en este caso, podríamos emplearlos en condiciones más ventajosas, ya que se trataría de prisioneros de guerra. Pero aun en caso de no ser atacados, no dudo que un cargamento de setecientos u ochocientos erewhonianos podría ser inducido, una vez a bordo del barco, a firmar un contrato ventajoso para ellos y para nosotros a la vez.

Iríamos entonces al Queensland y cederíamos los derechos de nuestro contrato con los erewhonianos a los dueños de plantaciones de caña de azúcar de dicha colonia, pues necesitan mucha mano de obra. Cabe suponer que el dinero obtenido de ese modo nos permitiría repartir un hermoso dividendo, dejando además un saldo considerable que podría invertirse en repetir la misma operación, trayendo nuevos cargamentos de erewhonianos, con las ganancias consiguientes. En suma, podríamos ir y venir continuamente mientras hubiera demanda de mano de obra en el Queensland o en cualquier otra colonia cristiana, pues el abasto de erewhonianos sería ilimitado y éstos podrían llevarse bastante apiñados en el barco, alimentándolos además por un coste muy módico.

Sería un deber para mí y para Arowhena procurar que nuestros emigrantes recibiesen alojamiento en casas de propietarios de plantaciones que fuesen religiosos. Estas personas les proporcionarían el beneficio de esa instrucción que tanta falta les hace. Cada día, tan pronto como dejaran de necesitarlos para su trabajo en las plantaciones, se los reuniría para rezar, enseñándoles a fondo el catecismo, dedicando, además, todos los domingos por entero a cantar los salmos y a asistir a los oficios de la iglesia.

Es preciso insistir sobre este punto, tanto con el fin de acallar cuantos escrúpulos pudiesen manifestarse bien sea en Queensland, bien sea en la metrópoli, respecto de los medios empleados para traer erewhonianos, como para brindar a nuestros accionistas el consuelo de pensar que pueden salvar almas y llenar su propio bolsillo a un mismo tiempo. Cuando los emigrantes fuesen demasiado viejos para trabajar, su instrucción religiosa sería ya muy completa; podrían por lo tanto ser reembarcados para Erewhon, donde llevarían consigo la buena semilla.

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No veo obstáculo ni dificultad alguna en este proyecto, y espero que el presente libro le dará suficiente publicidad para asegurar la suscripción del capital necesario. Tan pronto como se constituya éste, me comprometo a convertir a los erewhonianos, no sólo en buenos cristianos, sino en una fuente de utilidades importantes para los accionistas.

Debo añadir que no puedo arrogarme la paternidad del plan que antecede. Hacía meses que estaba devanándome los sesos, formando proyecto sobre proyecto para la evangelización de Erewhon, cuando, por una de esas coincidencias especiales que deberían constituir una respuesta suficiente a los escépticos y volver irracional al racionalista más empedernido, mis ojos fueron dirigidos hacia el siguiente párrafo del periódico The Times de uno de los primeros días de enero de 1872:

LOS POLINESIOS EN QUEENSLAND. — El marqués de Normanby, nuevo gobernador de Queensland, ha terminado su inspección de los distritos septentrionales de la colonia. Refieren que en Mackay, uno de los mejores distritos para el cultivo de la caña de azúcar, su excelencia se ocupó mucho de los polinesios. En una alocución dirigida a las personas que le ofrecieron un banquete en dicha población, pronunció el marqués las siguientes palabras: «Me habían dicho que los medios empleados para traer polinesios no eran lícitos, pero debo declarar que no he visto confirmado ese aserto, por lo menos en lo que a Queensland se refiere; y si puede juzgarse por el aspecto y los modales de los polinesios, no sienten pesar alguno por su situación presente». Pero su excelencia señaló la conveniencia de darles educación religiosa. Contribuiría a disipar ciertos escrúpulos que existen actualmente en el país, cuando se supiera que los colonos se hallan dispuestos a guardar a los polinesios para darles instrucción religiosa.

Me parece que huelgan los comentarios y terminaré dando las gracias al lector que haya tenido la paciencia de seguirme en mis aventuras sin enojarse; mas dándolas doblemente a quien tenga a bien escribir sin tardanza al secretario de la Compañía de Evangelización de Erewhon, Sociedad Anónima Limitada, cuya dirección publicaré más adelante, para pedir su inscripción como accionista.

P. D. — Acababa de recibir y corregir la última prueba del presente volumen e iba paseando por el Strand, entre Temple Bar y Charing Cross, cuando al pasar delante de Exeter Hall vi a cierto número de personas de aspecto devoto empujándose para entrar en dicho edificio, con la cara expresando interés y confiada expectación. Me detuve y leí el anuncio de una conferencia sobre las Misiones, que precisamente iba a empezar, durante la cual el misionero indígena reverendo Guillermo Habakkuk, de **** (la colonia de la cual había salido al emprender mi viaje de aventuras), sería presentado al auditorio y pronunciaría una breve alocución. Con alguna dificultad logré entrar, y oí dos o tres discursos preliminares a la presentación del señor Habakkuk. Uno de ellos me pareció tal vez el más presuntuoso que haya oído jamás. Dijo el orador que las razas de las cuales el señor Habakkuk constituía un ejemplar, eran, según todas las apariencias, las diez tribus perdidas de Israel. No me atreví a contradecirle en el acto, pero me irrité y me ofendió mucho el oír a dicho orador lanzarse sin reflexión a conclusión tan descabellada y desprovista de fundamento. El descubrimiento de las diez tribus es mío y sólo mío. Aún estaba en el paroxismo de la indignación cuando un murmullo

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de curiosidad corrió por toda la sala, y el señor Habakkuk fue presentado al público. ¡El lector puede juzgar mi sorpresa al ver que no era otro sino el compadre Chowbok!

Quedé boquiabierto y con los ojos casi saliendo de sus órbitas por el asombro. El infeliz tenía un miedo atroz, y la tempestad de aplausos que acogió su presencia pareció aumentar todavía más su confusión. No puedo referir su discurso: apenas si me era posible escuchar, me ahogaba el querer reprimir y ocultar la violencia de mis sentimientos. Estoy seguro de haber oído las palabras: La reina-madre Adelaida y creo también María-Magdalena, poco después, mas hube de salir entonces por temor a que me expulsaran. Desde la escalera oí otro estrépito de aplausos prolongados y entusiastas, de modo que supongo que el auditorio quedaría satisfecho.

Los sentimientos que predominaban en mi mente no eran tal vez de un carácter muy solemne, pero recordaba mis primeras relaciones con Chowbok, la escena del lanero, los innumerables embustes que me había contado, sus frecuentes tentativas para apoderarse del aguardiente y muchos incidentes que no me ha parecido que merezca la pena relatarlos aquí; y no podía por menos de sentir cierta satisfacción en la esperanza de que mis esfuerzos pudiesen haber contribuido en algo al cambio que sin duda se habrá operado en él y que el sacramento que le administré en las márgenes de aquel río, entre las montañas desiertas, por muy falto de preparación profesional que estuviera, no Habrá quedado totalmente sin efecto. Espero que lo que he escrito tocante a él en la primera parte de mi libro no se juzgará difamatorio, y que no le causará ningún perjuicio en sus relaciones con los que ahora le emplean. Entonces no se había regenerado aún. Es preciso que vuelva a encontrarle y hable un rato con él; pero antes de que tenga tiempo para hacerlo, estas páginas estarán ya entre las manos del público.

En el último momento veo la posibilidad de una complicación que me causa mucha inquietud. Se ruega que se suscriban pronto. Envíense los fondos a la Mansion House, suplicados al lord Alcalde, a quien voy a dar las necesarias instrucciones para que reciba las cédulas de suscripción en mi nombre mientras se organiza un comité.

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El gran novelista satírico y crítico inglés Samuel Butler nació en Langarcum-Barnstone, en el condado de Nottinghamshire, en 1835 y estudió en Cambridge, donde se graduó en 1858. Además de tener talento literario, Butler estaba dotado para la pintura y la música, actividades a las que dedicó una parte de su vida dejando cuadros y composiciones que obtuvieron reconocimiento.

Resistiendo las presiones paternas para que se hiciera sacerdote anglicano, Butler emigró a Nueva Zelanda, donde vivió entre 1860 y 1864 dedicado a criar animales y a escribir colaboraciones para la prensa local. La lectura de El origen de las especies de Darwin influyó mucho en el joven autor, en cuya obra se pueden detectar desde el principio dudas religiosas y filosóficas mezcladas con un ingenio agudo y una independencia que se harían célebres. En 1865, ya en Inglaterra, publicó La prueba de la resurrección de Jesucristo, una obra en la que aborda la cuestión del milagro de una forma satírica que no fue interpretada correctamente en su tiempo. En 1872 apareció Erewhon la obra que lo haría célebre, y en 1873 Un refugio amable, una defensa irónica del cristianismo. Otras obras suyas son La vida y la costumbre (1878) en la que se aleja de la teoría de Darwin, La autora de la Odisea (1897) y Regreso a Erewhon (1901).

Butler murió en Londres en 1902 y al año siguiente apareció la novela que se considera su obra maestra: El camino de la carne una sátira, en parte autobiográfica, en la que se ensaña con los valores educativos y familiares de la Inglaterra victoriana.

El modelo casi obvio de Erewhon es Los viajes de Gulliver y la obra, más que la descripción de un proyecto utópico, es una sátira muy próxima espiritual y estilísticamente al clásico de Swift. El nombre del país imaginario, que evoca regiones de la Nueva Zelanda que Butler visitó en su juventud, es un anagrama de nowhere (ninguna parte) y sus extrañas leyes e instituciones sirven al autor para presentar los temas que le preocupaban: la cuestión del libre albedrío, los límites y peligros de la técnica, el predominio de los convencionalismos en la vida social... Temas que pese al tiempo transcurrido mantienen su vigencia.

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