Primera Páginas La Huella de los Zopilotes, de Francisco Dall´Anese

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 La huella de los zopilotes Francisco J. Dall’Anese

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La llamada de la jueza Carmen Lacomme es el detonante de una investigación que llevará a fiscales y policías a descubrir el entramado de las redes del crimen organizado en Centroamérica. La guerra entre cárteles para dominar el istmo, y penetrar las instituciones de justicia, pondrá al descubierto fuerzas capaces de incidir en los procesos judiciales.Paralelamente, los funcionarios se verán involucrados en una trama espiritual cuyo alcance desconocen y recibirán el apoyo de inesperados aliados. En universos sobrepuestos y con vértices comunes, las autoridades combaten a los mafiosos y los sirvientes de las potestades del mal.Un relato en el que el autor se mueve con la libertad que le da el conocimiento y la experiencia de los años dedicados a las investigaciones criminales.Una radiografía de nuestros países.

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La huella de los zopilotes

Francisco J. Dall’Anese

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© Francisco J. Dall’Anese, 2012© De esta edición: 

ISBN: 978-9929-8138-0-9

Diseño:Proyecto de Enric Satué

 Diseño de cubierta:Ivan B. von Ahn

Todos los derechos reservados. Esta publicación nopuede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni regis-trada en o transmitida por, un sistema de recuperaciónde información, en ninguna forma ni por ningúnmedio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magné-tico, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin

el permiso previo por escrito de la editorial.

2012, Editorial Santillana, S. A.26 Avenida 2-20 Zona 14Guatemala ciudad, Guatemala, C. A.Teléfono (502) 24294300.Fax (502) 24294343E-mail: [email protected]

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Prefacio 11

 Jueves de las 6:00 a las 24:00 hrs. 15

Viernes de las 0:05 a las 18:00 hrs. 51

Sábado de las 7:00 a las 18:00 hrs. 85

Domingo de las 5:00 a las 22:00 hrs. 99

Lunes de las 6:00 a las 21:00 hrs. 131

Martes de las 7:00 a las 18:00 hrs. 161

Miércoles de las 4:00 a las 18:00 hrs. 233

 Jueves de las 9:00 a las 18:00 hrs. 269Epílogo 301

Índice

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 ALucía,Francisco,PilaryConstantino

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Prefacio

El fiscal general Julián Santerra, acompañado

del fiscal coordinador Héctor Vargas, se encontrabaen Madrid para una misión de cuatro días: formularuna denuncia ante el fiscal jefe de la Audiencia Na-cional de España. Al terminar ese trabajo puntual,debía regresar a San José para retomar sus funcionesal frente del Ministerio Público.

Se trataba de una notitia criminis  contra unsospechoso de integrar una organización delictivaque operaba en tierras ticas. Éste, en razón de su do-ble nacionalidad −costarricense por nacimiento y es-pañol de origen− trasladó su domicilio a España parasustraerse a la acción de las leyes de Costa Rica. Noobstante, pasó por alto que los tribunales de justicia

locales tienen competencia para juzgar los crímenescometidos por españoles en el extranjero si al iniciar-se la investigación penal se encuentran materialmen-te en España.

De modo que Santerra y Vargas se trasladaronal Viejo Mundo para formalizar la denuncia respecti-

va y aprovechar para una visita oficial al fiscal gene-ral del Reino de España. Alrededor de las veintidós horas de aquel 8 de

diciembre, después de cenar en el Museo del Jamónen la Plaza Mayor, caminaban por la calle Preciados,protegiéndose del frío. Les llamó la atención un grupode transeúntes que rodeaban a un mago de rasgos

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orientales en plena función callejera. Se trataba de un

hombre de unos cuarenta y cinco años, con ropamuy sencilla para el frío imperante. Sus malos moda-les y su lenguaje soez no permitían a Santerra disfru-tar del espectáculo y más bien le parecía que el magocontrolaba mentalmente al auditorio. Sumado a loanterior, la magia no calificaba como blanca sino co-mo nigromancia. Sin poner mano directamente sobreella, y previa demostración de no utilizar hilos u otroartificio, el oriental ordenó a una botella metálica le-vitar sobre la calzada y el recipiente despegó del piso y quedó suspendido ante la mirada atónita de los es-pectadores. Luego despojó a un hombre de su bufan-da, la arrojó sobre la botella cubriéndola y la hizo des-

aparecer frente a todos. En apariencia no se trataba detrucos sino del ejercicio de poderes sobrenaturales y Santerra no comulgaba con tales prácticas, de maneraque propuso a su acompañante de misión la retiradahacia el hotel Preciados donde se hospedaban.

Los funcionarios costarricenses se disponíana marchar mientras el mago preparaba un acto concigarrillos encendidos. Con palabras irrespetuosas sedirigió a una señora y le solicitó tomar uno de lospitillos, después a un adolescente y en tercer lugar aHéctor Vargas. Los trató de modo despectivo. Derepente adoptó una pose solemne, se dirigió a San-terra extendiendo su brazo con un cigarrillo encen-

dido entre los dedos y con respeto dijo: «Fiscal: ¿mehace el favor de sostener este pitillo?». Tanto Juliáncomo Héctor se sorprendieron. No había razón pa-ra que el mago conociera la identidad y menos aúnel cargo desempeñado por Santerra. Avanzado elnúmero, con insolencia fue hasta quienes sostenían

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los cigarrillos y pidió que se los devolvieran. Cuan-

do fue el turno de Santerra, otra vez el oriental loobservó respetuosamente y con buenos modales pi-dió que le entregara el pucho. «Gracias fiscal», dijoal tomar el tabaco. El nigromante desapareció cadauno de los cigarrillos, arrancando los aplausos de laaudiencia.

Los fiscales no llevan credencial visible paraser reconocidos. ¿Casualidad o un encuentro sobre-natural? Se les antojó que la presencia del mago en lacalle Preciados no fue coincidencia. Sintieron una car-ga muy pesada en el ambiente.

 Al entrar al hotel Preciados, Julián Santerray Héctor Vargas saludaron a la recepcionista y ca-

minaron directo al ascensor. Frente a la puerta delelevador estaba una joven de mediana estatura,que al verlos se dirigió a ellos y con dejo caribeñorecitó:

−«Porque no tenemos lucha contra sangre y car-ne; sino contra principados, contra potestades, contraseñores del siglo, gobernadores de estas tinieblas, con-tra malicias espirituales en los cielos».

−¿A qué se refiere? −interrumpió Santerra,sorprendido.

−Efesios 6:12 −respondió la mujer, sonriente.−Ah, está predicando −concluyó Santerra.−No fiscal −dijo la mujer con mayor expresi-

vidad−, estoy explicándole lo que no comprende.−¿Qué es esto? −dijo Santerra sin ocultar suasombro, pues por segunda vez lo identificaban porla función que desempeñaba.

−¿No sabe qué es esto? −replicó la mujer.−No −contestó con molestia Santerra.

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La predicadora elevó los brazos sobre su cabe-

za, vio directamente a los ojos de Julián Santerra y dijo con potencia:−«No con ejército, ni con fuerza, sino con mi

Espíritu, dijo el Señor de los Ejércitos». Zacarías 4:6.En ese momento se abrió la puerta del ascen-

sor y salieron siete personas que se interpusieronentre los fiscales y la mujer. «¿Quién es esta predica-dora tan loca? ¿Qué pretende explicarme?», se pre-guntó Julián Santerra. Esperó unos instantes a queterminara de pasar el grupo para retomar la conver-sación con la mujer. No la encontró.

−¿Qué se hizo? −se sorprendió Héctor−. ¿Sedesintegró?

−Un misterio más −respondió Julián.

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Día 3, jueves, de las 6:00 a las 24:00 hrs.

La madrugada se había hecho interminable.Eran muchas las ideas e imágenes que se cruzabanpor su mente, hasta que el cansancio la venció. Cuan-do apenas era poseída por el sueño escuchó el es-truendo del televisor, programado para encenderse alas cinco de la mañana. Con movimientos torpes pu-

so la mano en un lugar y otro de la mesita de nochepara alcanzar el control remoto. Sin mirarlo, presio-nó con el pulgar la tecla de apagado. De nuevo vinoel silencio y bruscamente retiró la frazada que la pro-tegió del frío nocturno de San Juan de Tres Ríos. Seincorporó con la carga del desvelo hasta quedar sen-tada al borde de la cama.

«¡Qué mierda!», dijo en voz baja. Tomó uncigarrillo entre los dedos índice y mayor de su manoizquierda. «¿Dónde está el puto encendedor?», se pre-guntó, pues todas las mañanas lo lanzaba al piso cuan-do trataba de alcanzar el control remoto. Lo localizóentre sus pies y lo levantó para prender la llama y 

poner el cigarrillo entre sus labios.Llevó el humo a los pulmones y lo contuvopor unos segundos. Mientras exhalaba se extinguió elincontenible deseo matutino producido por la nico-tina. Regresaron entonces los pensamientos que leimpidieron el descanso. Las dos conversaciones tele-fónicas con Rubén, a la medianoche y a las dos de la

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mañana, eran una carga muy pesada. Debía actuar

con rapidez y prudencia. Sin embargo, tenía la agen-da llena de trabajo y exámenes médicos que no podíapostergar otra vez.

Terminó de fumar y se metió en la ducha.Con la experiencia de bañarse todas las mañanas du-rante cincuenta y tres años, liberó las manos para quehicieran la limpieza mientras su cerebro se ocupabaen resolver la duda que le dejó Rubén. La concentra-ción era tanta que no pudo disfrutar del agua, máscaliente que tibia, que se deslizaba por su cuerpo.

Después de vestirse y sin pensarlo bajó al pri-mer piso y entró a la cocina. Abrió el refrigerador y con algo de molestia cerró la puerta, pues recordó los

exámenes clínicos para los cuales debía permaneceren ayunas. Se sentó frente al desayunador, esperó quelas agujas del reloj marcaran las siete y treinta de lamañana y tomó el teléfono.

−Tribunal de Juicio −oyó una voz de hombreal otro lado de la línea.

−Buenos días −dijo ella con la firmeza que de-

 jan muchos años de ser la jefa−, le habla CarmenLacomme.

−¿Cómo está, licenciada?−Muy bien, gracias. Por favor comuníqueme

con la jueza tramitadora… con María Fernanda.−Disculpe doña Carmen, pero la licenciada

María Fernanda Zamora se reportó enferma desde ellunes de la semana anterior y su incapacidad la ten-drá fuera de la oficina por algún tiempo más.

Era jueves, por lo que de María Fernanda Za-mora no había noticia desde hacía diez días.

−Escuche lo que le voy a pedir, por favor −aho-

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ra Carmen Lacomme daba una orden revestida de so-

licitud−. Hoy me practicarán exámenes médicos y noasistiré al tribunal por la mañana. Entre tanto, locali-ce a la jueza Zamora donde esté y hágale saber miintención de hablar con ella por la tarde.

−Como usted mande, licenciada.Carmen Lacomme era nieta de inmigrantes,

de esos que vinieron a América a buscar las oportu-nidades que su Francia natal no les dio. Después deveintiocho años al servicio de la justicia tenía a cargola jefatura del Tribunal de Juicio de Guadalupe deGoicoechea, el segundo en importancia del país. Enmuchas ocasiones la jueza Lacomme fue reconocidapor la prensa costarricense por su trabajo. Era una

figura de peso en el ámbito judicial.Obstinada para quienes la adversaban, perovaliente para sus amigos; ordinaria a los ojos de susdetractores, pero llana para quienes la querían; auto-ritaria para los que perdían los juicios, pero firme enopinión de quienes admiraban su labor; inflexibleante quienes trataron de seducirla, pero honrada a

toda prueba. Así era la jueza Lacomme. No fue unapersona de esas que pasan sin pena ni gloria por estemundo.

Disuelto su matrimonio, Carmen entabló unarelación tan apasionada como tortuosa con el empre-sario Rubén Mora. Durante un encuentro casual los

presentó un amigo común, el abogado Manuel Ara-ya, a quien todos llamaban Manolo. En medio deuno de los más grandes escándalos periodísticos,Rubén fue acusado de fraude y Manolo actuó comosu defensor. Como es normal en los tribunales de jus-ticia del mundo occidental, los juicios penales basa-

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dos en contabilidades, auditorías y pericias financie-

ras tardan años en investigarse y resolverse, de modoque el proceso contra Rubén duró nueve años. Car-men nunca conoció los hechos como jueza, pero seenamoró perdidamente de Rubén quien, aunque se-parado de hecho de su esposa, estaba casado. No obs-tante su posición de funcionaria del poder judicial,aceptó amar a Rubén a la sombra. Era injusta su si-tuación de verdadera compañera: sufrió con él duran-te la desesperación causada por el proceso, consoló sullanto en los peores momentos cuando la prensa loatacó sin misericordia, murió mil veces de soledadcuando su amado estuvo en prisión preventiva y suúnica comunicación era a través de Manolo. Éste sir-

vió de fulcro para soportar el largo trance.Luego de dar las órdenes a quien atendiera elteléfono en el Tribunal de Juicio de Guadalupe, su-bió a su vehículo y se dirigió al hospital San Juan deDios. Erró al pensar que después de una gastroscopíay de una colonoscopía podría asistir sin problema aldespacho en horas de la tarde, pues los hipnóticos la

afectaron causándole mareo. Debió pedir ayuda a suhija para regresar a la casa y, por recomendación mé-dica, dormir por algunas horas.

Cerca de las cuatro de la tarde recibió una lla-mada de su oficina. Era el mismo hombre a quienpor la mañana ordenó localizar a la jueza María Fer-

nanda Zamora:−¿Doña Carmen?−Sí −respondió la jueza Lacomme, mientras

despertaba con el apuro provocado por el timbre delteléfono.

−Espero le haya ido bien en su cita médica.

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−Me afectó un poco y tuve que regresar a la

casa para tomar un descanso −observó el reloj−. ¡Ca-ramba, ya son las cuatro! No creo poder ir a la ofici-na por el resto del día.

 A las cuatro y treinta de la tarde cierran lostribunales de justicia, por lo que de nada valdría co-rrer hasta su despacho.

−Eso supuse licenciada. Por eso la llamo, parainformarle de la jueza Zamora.

−¿Qué noticias me tiene? −en ese momentorecordó la urgencia de localizarla.

−Lamentablemente ninguna. Sigue incapaci-tada, pero en su casa no responden y en la de sus pa-dres dicen no saber de ella.

Siguió un silencio de unos cuantos segundos.−Gracias −dijo finalmente Carmen−. Inténte-lo mañana, por favor.

Colgó el teléfono.De inmediato alzó de nuevo el auricular y 

marcó el número de Rubén.−Rubén −dijo omitiendo el saludo−, tenemos

que hablar personalmente aquí en mi casa. Ahoramismo.

−¿Es alguna noticia de tus exámenes? −pre-guntó Rubén, intrigado.

−No, no quiero hablar más por teléfono. Teespero.

 A veintiocho kilómetros de la casa de CarmenLacomme, el fiscal general Julián Santerra se encon-traba en su apartamento en San Antonio de Belén y,contrario a su comportamiento habitual de ir a dor-mir a medianoche, ese jueves se acostó temprano.

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Llevaba meses de trabajo duro. Su mente y su cuerpo

manifestaban agotamiento, de modo que esa nochetomó una cena liviana con su esposa y, sin pensarlo, sedirigió con ella a la habitación y se acostaron. No con-versaron como hacían habitualmente, sólo la abrazópor la espalda, puso la mano sobre su pecho y cerra-ron los ojos. Apenas atravesaban el umbral del sueñocuando el timbre del teléfono lo devolvió brusca-mente al mundo real. Con apuro se separó de su es-posa. Tomó el auricular y escuchó una voz conocida,pero no pudo identificar a la persona que le dio unanoticia extraña. La llamada se cortó tan abruptamen-te como se recibió. Julián no tenía identificador denúmeros entrantes en su aparato telefónico casero,

de modo que no supo el origen de la llamada. Teme-roso de olvidar la información recibida cuando su-perara el paso a la conciencia, tomó una colilla decaja del supermercado que tenía en la mesa de no-che y con su bolígrafo resumió la información:

«22:00 hrs. Llamada anónima (voz de mujer):Manolo Araya mató a su esposa, María Fernanda Za-mora. La ahorcó. Contactó a un amigo y le pidióayuda para deshacerse del cuerpo y como éste se ne-gó, Manolo lo amenazó. El amigo me dio el aviso.»