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30 MIGUEL A.GRANADA moderno, Turín, 1966 (trad. parcial en castellano: A. Gramsci, Política y sociedad, Barcelona, 1977). MEINECKE, F.: La idea de la razón de Estado en la Edad Moder- na, trad. castellana, Madrid, 1959. MouNIN, G.: Machiavel, París, 1958. NAMER, E.: Machiavel, París, 1961. RENAUD ET, A.: Maquiavelo, trad. castellana, Madrid, 1965. Russo,L.:Machiavelli, Bari, 1972. SAsso, G.: N. M. Storia del suo pensiero político, Nápoles, 1958 (trad. alemana ampliada, Stuttgart; 1965). La mejor recons- trucción de la génesis del pensamiento político de Maquiavelo. -: Studi su M., Nápoles, 1967. Recopilación de importantes artículos. WHITFIELD, J. H.: Machiavelli, Ox:ford, 1947. -: Discourses on M., Cambridge, 1969. Recoge precedentes artículos sobre conceptos importantes de M. Fortuna histórica de Maquiave/o Machiavellismo e antimachiavellici ne/ Cinquecento. Atti del Convegno di Perugia, 1969, Florencia, 1970 (también en Pensiero po/itico2, núm. 3,1969, pp. 329-596). CuRcio, C.: M. ne/ Risorgimento, Milán, 1953. CHEREL, F.: La pensée de M. en France, París, 1935. PRAZ, M.:M. inlnghilterra, Florencia, 1962. RAAB, F.: The english Pace of M. A. changing Jnterpretation 1500-1700, Londres, 1964. Sobre la presencia en España y Alemania, vid. Totok, loe. cit., pp.146yss. El lenguaje de Maquiave/o CHABOD, F.: «Esiste uno Stato del Rinascimento» y «Akune questione di terminologia: Stato, nazione, patria ne! lin- guaggio del Cinquecento», Scritti su/ Rinascimento, Turín, 1967' pp. 593-661. CHIAPPELLI, F.: Studi sul linguaggio delM., Florencia, 1952. -: Nuovi studi su[ linguaggio del M., Florencia, 1969. 1 1 1 El Príncipe 111B

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30 MIGUEL A.GRANADA

moderno, Turín, 1966 (trad. parcial en castellano: A. Gramsci, Política y sociedad, Barcelona, 1977).

MEINECKE, F.: La idea de la razón de Estado en la Edad Moder-na, trad. castellana, Madrid, 1959.

MouNIN, G.: Machiavel, París, 1958. NAMER, E.: Machiavel, París, 1961. RENAUD ET, A.: Maquiavelo, trad. castellana, Madrid, 1965. Russo,L.:Machiavelli, Bari, 1972. SAsso, G.: N. M. Storia del suo pensiero político, Nápoles, 1958

(trad. alemana ampliada, Stuttgart; 1965). La mejor recons­trucción de la génesis del pensamiento político de Maquiavelo.

-: Studi su M., Nápoles, 1967. Recopilación de importantes artículos.

WHITFIELD, J. H.: Machiavelli, Ox:ford, 1947. -: Discourses on M., Cambridge, 1969. Recoge precedentes

artículos sobre conceptos importantes de M.

Fortuna histórica de Maquiave/o

Machiavellismo e antimachiavellici ne/ Cinquecento. Atti del Convegno di Perugia, 1969, Florencia, 1970 (también en Pensiero po/itico2, núm. 3,1969, pp. 329-596).

CuRcio, C.: M. ne/ Risorgimento, Milán, 1953. CHEREL, F.: La pensée de M. en France, París, 1935. PRAZ, M.:M. inlnghilterra, Florencia, 1962. RAAB, F.: The english Pace of M. A. changing Jnterpretation

1500-1700, Londres, 1964.

Sobre la presencia en España y Alemania, vid. Totok, loe. cit., pp.146yss.

El lenguaje de Maquiave/o

CHABOD, F.: «Esiste uno Stato del Rinascimento» y «Akune questione di terminologia: Stato, nazione, patria ne! lin­guaggio del Cinquecento», Scritti su/ Rinascimento, Turín, 1967' pp. 593-661.

CHIAPPELLI, F.: Studi sul linguaggio delM., Florencia, 1952. -: Nuovi studi su[ linguaggio del M., Florencia, 1969.

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El Príncipe

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Nicolds Maquiavelo al Magnífico Lorenzo de Medici *

Quienes desean conquistar el favor de un príncipe suelen salirle al encuentro, las más de las veces, con aquellas co­sas a las que confieren más valor o ante las cuales le ven deleitarse en mayor medida. Por eso vemos muchas veces que les son presentados caballos, armas, vestimentas do­radas, piedras preciosas y adornos semejantes dignos de su eminente posición. Deseando yo, por tanto, ofrecerme a Vuestra Magnificencia con algún testimonio de mi afec­to y obligación hacia Vos, no he encontrado entre mis pertenencias cosa alguna que considere más valiosa o es­time tanto como el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, adquirido por mí mediante una larga experiencia de las cosas modernas y una continua lectura de las antiguas 1: tras haberlas estudiado y examinado du­rante largo tiempo con gran diligencia, las envío ahora

* En el original en latín: Nicolaus Maclavellus!ad Magnificum Lavren­tium Medicem.

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Huispe Soto
Tachado
Huispe Soto
Texto insertado
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-compendiadas en un pequeño volumen- a Vuestra Mag­nificencia.

y aunque juzgo que esta obra no merece ser presenta-da ante Vos, sin embargo, tengo plena confianza en que vuestra magnanimidad la aceptará, teniendo en cuenta que no puedo hacerle mejor ofrenda que darle la facultad de poder en brevísimo plazo de tiempo aprender todo aquello que yo he conocido y aprendido a lo largo de tan­tos años y con tantas privaciones y peligros. Esta obra no la he adornado ni hinchado con amplios períodos o con palabras ampulosas y solemnes, o con cualquier otro re­buscamiento u ornamento superfluo, recursos con los que muchos suelen describir y adornar sus obras. Yo, por mi parte, he querido o que nada la distinga o que tan sólo la haga grata la singularidad de la materia y la importan­cia del terna. Tampoco quisiera que se tuviera por pre­sunción el que un hombre de baja e ínfima condición se atreva a examinar y reglamentar el gobierno de los prín­cipes, porque así como quienes dibujan el paisaje se si­túan en el punto más bajo de la llanura para estudiar la naturaleza de las montañas y de los lugares elevados, y para estudiar la de las bajas planicies ascienden al punto más elevado de los montes, de la misma forma, para co­nocer bien la naturaleza de los pueblos, es necesario ser príncipe y para conocer bien la de los príncipes es nece­sario formar parte del pueblo.

Acoja, pues, Vuestra Magnificencia esta pequeña _?frenda con el mismo ánimo con que yo se la envío, pues si hace de ella un estudio y lectura diligente, reconocerá en su interior un profundo anhelo mío: que alcancéis esa grandeza que la fortuna y las restantes cualidades vues­tras os prometen. Y si Vuestra Magnificencia, desde el ápice de su elevado sitial, posa en alguna ocasión los ojos

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sobre estos bajos lugares, reconocerá cuán _ini:ierecida­mente soporto una enorme y continua mahgmdad de la

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De los principados

l. Cuántos son los géneros de principados y por qué modos se adquieren*

Todos los Estados~ todos los' dominios )que han tenido y tienen soberaníá sobre los hombres, han sidoy son repú­blicas o principad"§J Los principados son <\eereditarios,¡ en aquellos casos eii. los que impera desde-hace largo tiem~o el linaje de su señor,;.~ bien,.n11evos>Los 11uevos, o son¡completamente nuevos'¡-como lo fue Milán para Franéesco Sforza- o son a níodo de)niembros añadidos al Estado hereditario del príncipe que los adquiere,:como es el caso del reino de N ápoles con respecto al rey de Es­paña. Los dominios así adquiridos, o están acostumbra­dos a vivir bajo un\príncipe,;o acostumbraban a sei: li-

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l;>re~i y se adquier!;n c9n)as armas de otro o con fas propias, gracias a l\f <:_r~1:1~-ª 9 por medio de l~irtlld,.:

* De principatibus. Quot sint genera principatuum et quibus modis ac­quirantur. Todos los capítulos están encabezados por un título latino, herencia sin duda del lenguaje cancilleresco.

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II. De los principados hereditarios*

Dejaré a un lado la cuestión de las repúblicas por haber razonado extensamente sobre ellas en otro lugar. Atende­ré solamente al principado y, siguiendo el hilo de las dis­tinciones anteriores, discutiré las formas en que estos principados se pueden gobernar y conservar.

Digo, pues, que en los Estados hereditarios y acostum­brados al linaje de su príncipe la dificultad de conservar­los es bastante menor que en el caso Cle los nuevos, puesto que es suficiente con respetar el orden de sus antepasados y, por lo demás, adaptarse a los acontecimientos; de esta forma, si el príncipe en cuestión es de una habilidad nor­mal, conservará siempre su Estado, a no ser que una fuer­za extraordinaria y excesiva le prive de él. Incluso si es privado de él, lo recuperará a la mínima adversidad que sobrevenga al usurpador.

Italia nos proporciona un ejemplo de lo que digo: el duque de Ferrara no ha podido resistir los asaltos de los venecianos en 1484, como tampoco los del papa Julio en 15 ! O, pero por causas distintas a la antigüedad de su aut?ndad. El príncipe natural tiene motivos y menos ne­cesidad de causar agravios, de donde resulta que es más amado por sus súbditos, y, de no mediar vicios extraor­dinarios que lo hagan aborrecer, es lógico que sea acep­tado y respetado_ de _manera natural. Pues en la antigüe­dad y en la contmmdad de su autoridad se olvidan los recuerdos y_ las c~us~s de las innovaciones, en tanto que una mutac10n de¡ a siempre puesta la base para la edifica­ción de otra.

* De principatibus hereditariis.

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III. De los principados mixtos*

Las dificultades se encuentran, sin embargo, en el princi­pado nuevo. Y, primeramente, cuando no es totalmente nuevo, sino un miembro añadido a un Estado anterior, lo cual origina un principado que podríamos denominar mixto. Los problemas que plantea emanan, en principio, de una dificultad natural presente en todos los principa­dos nuevos y consistente en que los hombres cambian de buen grado de señor con la esperanza de mejorar: esta es­peranza les hace tomar las armas contra su señor, pero se engañan, pues después la experiencia les hace ver que han salido perdiendo. Ahora bien, todo esto viene deter­minado por otra necesidad, natural y ordinaria, la cual obliga inevitablemente a agraviar a los nuevos súbditos tanto por medio de tropas como por las otras muchas violaciones de derechos que trae consigo la nueva adqui­sición. Así te encuentras con que son enemigos tuyos to­dos aquellos a quienes has lesionado al ocupar aquel principado, mientras no puedes conservar como amigos a aquellos que te introdujeron en él, por no poderles dar satisfacción en la medida en que se habían imaginado y porque las obligaciones que con ellos has contraído te impiden usar en su contra medicinas fuertes, ya que para entrar en un país siempre se tiene necesidad, por más fuertes que sean los ejércitos propios, del favor de los ha­bitantes. Por estas razones perdió Luis XII de Francia Mi­lán con la misma rapidez con que lo había ocupado; bastó para arrebatárselo en esta primera ocasión la sola fuerza de Ludovico, pues aquellos mismos pueblos que le ha­bían abierto las puertas, sintiéndose engañados en sus

* De principatibus mixtis.

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planteamientos y en aquel bien futuro que se habían ima­ginado, no podían soportar los inconvenientes del nuevo príncipe.

Es cierto, sin duda, que si se consiguen recuperar por segunda vez, los países rebelados se pierden con más difi­cultad, puesto que el señor, aprovechando la oportuni­dad de la rebelión, tiene menos miramientos a la hora de asentar su dominación, y a.sí castiga a los que delinquie­ron, saca a la luz pública los sospechosos y se afirma en las partes más débiles. Por todo ello, si para que Francia perdiera Milán bastó la primera vez un duque Ludovico hostigando en las fronteras, para arrebatárselo por se­gunda vez fue necesario que tuviera en contra el mundo entero y que sus ejércitos fueran destrozados o expulsa­dos de Italia, lo cual tuvo su causa en las razones anterior­mente dichas.

No obstante, en ambos casos perdió Milán. Ya se han expuesto las razones generales de la primera pérdida; de­bemos decir ahora cuáles fueron las de la segunda y ver qué remedios tenía Luis XII a su disposición y cuáles pue­de tener alguien que esté en su misma situación para con­servar la adquisición mejor de lo que lo hizo Francia. Digo, por tanto, que estos Estados que al adquirirlos se añaden a un Estado antiguo del que los adquiere, o son del mismo país y de la misma lengua o no lo son. En el primer caso es muy fácil conservarlos, sobre todo si no tienen la costumbre de vivir libres 3: para poseerlos con toda seguridad basta con haber extinguido el linaje del príncipe anterior, pues en todo lo demás, al no haber di­ferencia de costumbres, los hombres viven tranquilos si se les mantiene en las viejas formas de vida. Es lo que ha ocurrido en Borgoña, Bretaña, Gascuña y Normandía, unidas a Francia durante tanto tiempo, pues aunque haya

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algunas diferencias en el lenguaje, sin embargo las cos­tumbres son semejantes y pueden adaptarse fácilmente unas a otras. El que adquiere territorios nuevos de estas características debe respetar dos principios si quiere con­servarlos: el primero consiste en extinguir la familia del antiguo príncipe; el segundo en no alterar ni sus leyes ni sus tributos. El resultado será que el nuevo territorio for­mará en brevísimo tiempo un solo cuerpo con su antiguo principado.

Ahora bien, las dificultades aparecen cuando se ad­quieren Estados en un país de lengua, costumbres e insti­tuciones diferentes. En este caso es necesario tener gran fortuna y mucha habilidad para conservarlos. Uno de los remedios mayores y más eficaces sería que quien los ad­quiere pasara a residir allí; esto haría más segura y más duradera su posesión. Es lo que ha hecho el Turco con respecto a Grecia: nunca la hubiera conservado, a pesar de todas las restantes disposiciones observadas al efecto, si no hubiera establecido allí su residencia; pues estando allí se ven nacer los desórdenes y se les puede buscar re­medio rápido, pero estando lejos se oyen cuando son grandes yya no hay remedio. En este caso, además, el país deja de ser expoliado por tus servidores y los súbditos es­tán satisfechos con el fácil recurso al príncipe. Por todo ello tienen más motivo para amarlo si quieren ser bue­nos, y, si quieren ser de otra manera, de temerlo. Los ex­tranjeros que quieran asaltar dicho Estado tendrán más miramientos. En suma: si reside en el nuevo Estado, el príncipe solamente lo podrá perder con grandísima difi­

cultad. El otro gran remedio consiste en establecer en uno o

dos lugares colonias4 que unan férreamente a ti dicho te­rritorio, porque es necesario, o hacer esto, o mantenerlo

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ocupado militarmente con amplios contingentes de ca­ba'.lería e infantería. Con las colonias no se gasta mucho Y sm gastos o con pocos se las envía y mantiene en el nue­vo territorio; además, solamente perjudican a aquellos a quienes arrebatan los campos y las casas para entregar­los a los nuevos habitantes, los cuales solamente consti­tuyen, por otro lado, una mínima parte de la población del Estado. _Además, aquellos a quienes ha perjudicado, al quedar dispersos y empobrecidos, no le pueden nun­ca ocasionar daño alguno; todos los demás permanecen, por un lado, no perjudicados, con lo cual deberán estar quietos, y, por otro, con miedo a equivocarse, temerosos de que les suceda a ellos igual que a los expoliados. Con­cluyo, pues, que estas colonias no cuestan dinero son m~s fieles y ocasionan menos perjuicios al nuevo Es~ado, mientras los agraviados no pueden ocasionar daño algu­no al quedar, como hemos dicho, pobres y dispersos. Todo esto nos ha de hacer tener en cuenta que a los hom­bres se le_s ha de mimar o aplastar 5, pues se vengan de las ofensas ligeras, ya que de las graves no pueden: la afrenta que se ha~~ a un hombre debe ser, por tanto, tal que no haya ocas10n de temer su venganza. En cambio, si en lu­gar de mantener colonias, se ocupa el territorio militar­mente, los gastos son mayores, pues las tropas consumen todas las rentas obtenidas en el nuevo Estado. De esta manera se pierde lo ganado y los agravios causados son n_i~c~o mayores, ya que con los desplazamientos del eJerc1to los daños se amplían a toda la población. Todo el m~ndo entonces siente las molestias y cada uno se conv1ert~ en su enemigo, y son enemigos que le pueden hacer dano, porque permanecen, vencidos, en su casa. La ocupación militar es, pues, inútil en tantos sentidos como son útiles las colonias.

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Quien, como se ha dicho, se encuentra en un país dife­rente, debe, además, convertirse en jefe y defensor de los vecinos menos poderosos, ingeniárselas para debilitar a los poderosos y guardarse de que, por cualquier contin­gencia, entre en dicho país un extranjero tan poderoso como él, pues ocurrirá siempre que lo llamarán aquellos que están descontentos o por demasiada ambición o por miedo. Ya se vio cómo los etolios llamaron a los romanos a Grecia y cómo en todos los países en que entraron lo hi­cieron de la mano de sus habitantes. El orden de las cosas es que tan pronto como un extranjero poderoso entra en un país, los menos poderosos se le adhieren, llevados por la envidia que tienen a aquel que es más poderoso que ellos; hasta tal punto es esto, que con respecto a los menos poderosos no tiene que hacer ningún esfuerzo para ga­narlos, ya que rápidamente forman todos juntos una piña con el Estado que allí ha adquirido. Solamente tiene que procurar que no adquieran demasiadas fuerzas y dema­siada autoridad; hecho esto, puede fácilmente, con las fuerzas propias y con el favor de aquéllos, aplastar a los poderosos y permanecer en todo el árbitro de aquel país. Y quien no maneje bien estas reglas perderá pronto lo que haya adquirido, y, mientras lo conserve, se verá en­frentado a infinitas dificultades y problemas.

Los romanos observaron correctamente estos princi­pios en los países que conquistaron: enviaron colonias, conservaron los príncipes menos poderosos sin aumen­tar su poder, aplastaron a los poderosos y no consintie­ron que adquirieran reputación los príncipes extranjeros poderosos. Quiero que me baste sólo con el caso de Gre­cia a título de ejemplo: los romanos apoyaron a etolios y aqueos, aplastaron el reino de Macedonia y expulsaron a Antíoco; los méritos contraídos por etolios y aqueos ja-

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más les indujeron a consentir que aumentaran su poder; las lisonjas de Filipo no fueron capaces de ganarse su amistad sin mantenerlo siempre débil, y el poder de An­tíoco jamás pudo persuadirles a consentir que tuviera en aquel país territorio alguno. Los romanos hicieron, por tanto, en estos casos, lo que todos los príncipes sabios de" ben hacer, los cuales no solamente han de preocuparse de los problemas presentes, sino también de los futuros, tra­tando de superarlos con todos los recursos de su habili­dad; previstos con antelación, se les puede encontrar fácil remedio, pero si se espera a tenerlos encima, la me­dicina nunca está a tiempo al haberse convertido la enfer­medad en incurable. Ocurre aquí lo que dicen los médi­cos de la tisis: en un principio es fácil de curar y difícil de reconocer, pero con el curso del tiempo, si no se la ha identificado en los comienzos ni aplicado la medicina conveniente, pasa a ser fácil de reconocer y difícil de cu­rar. Lo mismo ocurre en los asuntos de Estado; porque los males que nacen en él se curan pronto si se les recono­ce con antelación (lo cual no es dado sino a una persona prudente); pero cuando por no haberlos reconocido se les deja crecer de forma que llegan a ser de dominio pú­blico, ya no hay remedio posible 6 •

Por eso los romanos, previendo con tiempo los incon­venientes, encontraron siempre remedio y no les dejaron nunca continuar su curso para eludir una guerra, ya que sabían que la guerra no se evita, sino que se retrasa para ventaja del enemigo. Por el contrario, decidieron hacer la guerra en Grecia contra Filipo y Antíoco para evitar tener que hacérsela en Italia; en aquel momento hubieran po­dido eludir la una y la otra, pero no quisieron. Tampoco fue nunca de su agrado aquello de gozar del beneficio del tiempo, que todo el día estamos oyendo sin cesar de la

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boca de los sabios de nuestra época; escuchaban, por el contrario, los dictados de su virtud y de su prudencia, pues el tiempo arrastra todo consigo en su curso y puede comportar tanto lo bueno como lo malo, pero igualmen­te tanto lo malo como lo bueno.

Pero volvamos a Francia y examinemos si hizo algo de lo que hemos dicho; no hablaré del rey Carlos, sino de Luis, ya que las acciones de este último están más claras por haber conservado durante más tiempo sus posesio­nes italianas. Tendréis ocasión de ver hasta qué punto hizo lo contrario de lo que debía hacer para conservar un Estado en un país diferente.

Al rey Luis lo trajo a Italia la ambición de los venecia­nos, que querían obtener con la entrada de Francia la mi­tad del Estado de Lombardía. No pretendo censurar esta decisión del rey, puesto que, si quería comenzar a poner un pie en Italia, se veía obligado a aceptar las alianzas que podía, al carecer de aliados en este país e incluso al tener todas sus puertas cerradas como consecuencia del com­portamiento anterior del rey Carlos. Y la decisión adop­tada hubiera sido correcta de no haber cometido error alguno en las demás operaciones. Conseguida, pues, la Lombardía, el rey recuperó rápidamente la reputación que le había arrebatado Carlos: Génova capituló y los flo­rentinos se hicieron aliados suyos; el marqués de Mantua, el duque de Ferrara, los Bentivoglio, la señora de Forli, los señores de Faenza, de Pesara, de Rímini, de Cameri­no, de Piombino, Luca, Pisa, Siena, todos le salieron al encuentro para convertirse en aliados suyos. Y entonces pudieron tomar conciencia los venecianos de la temeri­dad de su decisión: para conseguir dos pedazos de tierra en Lombardía hicieron al rey señor de dos tercios de Italia.

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Considere ahora cada cual con qué poca dificultad po­día el rey conservar su reputación en Italia, si hubiera ob­servado las reglas anteriormente dichas y conservado se­guros y defendidos a todos aquellos aliados suyos, los cuales, por otra parte -siendo muchos, débiles y temero­sos los unos de la Iglesia, los otros de Venecia-, estaban obligados a permanecer siempre a su lado; con su apoyo, además, podía mantenerse seguro fácilmente ante quie­nes todavía conservaban su poder en la península. Sin embargo, tan pronto como ocupó.Milán, hizo justamente lo contrario, al dar su apoyo al papa Alejandro para que· ocupase la Romaña. No se percató de que con esta deci­sión se debilitaba a sí mismo (pues se privaba de sus pro­pios aliados y de aquellos que se le habían arrojado a los pies) y engrandecía a la Iglesia, a la cual venía a añadir tanto poder temporal a aquel poder espiritual que le con­fiere tanta autoridad. Pues bien, cometido un primer error, se vio forzado a cometer otros, y para poner fin a la ambición de Alejandro impidiendo que se apoderara de Toscana, tuvo que venir a Italia. No satisfecho con haber engrandecido a la Iglesia y perdido a sus aliados, sus pre­tensiones al reino de Nápoles lo llevaron a dividirlo con el rey de España. De esta forma donde él era, antes, árbitro de Italia, se había traído ahora un socio, al que podían re­currir los ambiciosos del país y aquellos a quienes él mis­mo había puesto en su contra, y cuando podía haber de­jado en aquel reino un rey tributario, lo sacó para poner · a uno que estaba en condiciones de echarlo a él mismo.

Verdaderamente es algo muy natural y ordinario el de­seo de adquirir, y cuando lo hacen hombres que pueden, siempre serán alabados y nunca censurados; pero cuan­do no pueden y quieren hacerlo de cualquier manera, aquí está el error y las justas razones de censura. Por tan-

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to, si Francia podía asaltar Nápoles con sus propias fuer­zas, debía hacerlo; si no podía, no debía dividirlo. Si se re­partió Lombardía con Venecia, est~ba excu~ad~, pues con ello había conseguido poner el pie en Italia; sm em­bargo, el reparto de Nápoles con España merece ser cen­surado por no estar ya presente aquella m~ce~idad. .

El. rey Luis cometió, por tanto, los s1gmente~ cmco errores: destruyó a los menos poderosos; aumento el po­der de quien de por sí era ya poderoso; trajo.a Ital~a a un extranjero poderosísimo; no fijó aquí su residencia. y no envió colonias. No obstante, estos errores no le hubieran sido muy perjudiciales de haber vivido más, si no hubiera cometido el sexto: quitar sus territorios a los venecianos; pues, si no hubiera aumentado el poder de la Iglesia ni traído los españoles a Italia, el aplastar a Venecia era muy razonable e incluso necesario; pero, habiendo adoptado esas dos primeras decisiones, jamás debía permitir su ruina, puesto que una Venecia pode.rosa era. una garantía contra las pretensiones de sus enemigos hacia la Lombar­día. Y de esto no cabe duda alguna, ya que Venecia jamás lo hubiera consentido sin convertirse ella en señora, ya que los otros no habrían querido arrebatarla a Francia para entregarla a los venecianos y por~ue no ha?.rían te­nido valor para quitársela a las dos. Y s1 alguno di¡era que el rey Luis cedió la Ro maña a Alejandro y el reino de N á­poles a España para evitar una guerra, le res~on~o con las razones dichas anteriormente: no se debe ¡amas per­mitir que continúe un problema para evitar una guer~a porque no se la evita, sino que se la retrasa con desventaia tuya. Y si algunos otros alegaran la promesa que el rey ha­bía hecho al papa, por la cual accedía a la conq~ista ~e la Romaña a cambio de la disolución de su matnmomo y del capelo cardenalicio para el obispo de Rouen, respon-

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do con lo que diré más tarde acerca de la palabra de los príncipes y cómo es preciso guardarla. El rey Luis perdió, por tanto, la Lombardía por no haber observado ningu­no de los principios observados por otros que han con­quistado países con el propósito de conservarlos. No hay nada de milagroso en todo esto, sino, por el contrario, algo ordinario y razonable. Tuve ocasión de hablar de esta cuestión con el cardenal de Rouen en Nantes 7, cuan­do el Valentino -así era llamado vulgarmente César Bor­gia, hijo del papa Alejandro- iba ocupando la Romaña. Diciéndome el cardenal de Rouen que los italianos no en­tendían de la guerra, yo le respondí que los franceses no entendían de las cuestiones de Estado, porque sienten­dieran jamás hubieran permitido que la Iglesia alcanzara tanto poder, y la experiencia ha mostrado que en Italia su poder, y el de España, les ha sido dado por Francia, y la ruina de ésta a su vez causada por aquéllas. De todo ello se extrae una regla general que nunca, o a lo sumo rara­mente, falla: quien propicia el poder de otro, labra su pro­pia ruina, puesto que dicho poder lo construye o con la astucia o con la fuerza y tanto la una como la otra resul­tan sospechosas al que ha llegado a ser poderoso.

rv. Por qué razón el reino de Darío, que había sido ocupado por Alejandro, no se rebeló tras la muerte de éste contra sus sucesores*

Examinadas las dificultades a que se ha de hacer frente en un Estado recién adquirido a la hora de conservarlo, po-

* Cur Darii regnum quod Alexander occupaverat a successoribus suis post Alexandri mortem non defecit.

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dría alguien preguntarse asombrado cómo fue que Ale­jandro Magno llegó a ser dueño de Asia en pocos años y

·-muerto al poco de ocuparla, cuando parecía razonable que todo el reino se alzara en rebelión-, sin embargo, sus sucesores lo conservaron sin ninguna otra dificultad que la que surgía entre ellos mismos como consecuencia de la ambición de cada cual. A esto respondo que los principa­dos de los que tenemos memoria se encuentran goberna­dos de dos maneras distintas: o por un príncipe y algunos siervos que, convertidos en ministros por gracia y conce-sión suya, le ayudan en el gobierno del reino, o por uE...----' príncipe y por nobles, los cuales poseen dicho grado no por la gracia del señor, sino por herencia familiar. Dichos nobles tienen Estados y súbditos propios que les recono-cen como su príncipe y les profesan el natural afecto.@n los Estados gobernados por un príncipe y por siervos el príncipe goza de una autoridad mayor, ya que en todo su territorio nadie reconoce otro superior que él y si obede-cen a algún otro lo hacen en tanto que ministro y funcio­nario del príncipe, sin que haya de por medio un afecto especial]

En nuestro tiempo los ejemplos de estas dos clases de gobierno son la monarquía turca y el rey de Francia. La primera está gobernada por un señor al que asisten sus siervos: dividido su reino en provincias, envía a ellas di­ferentes administradores a los que cambia y permuta se­gún le parece. El rey de Francia, por el contrario, se en­cuentra colocado en medio de una antigua multitud de señores, cuya situación es reconocida por sus súbditos y que, a su vez, son amados por éstos. Tales señores tienen sus privilegios, que el rey no les puede arrebatar sin co­rrer serio peligro. Quien reflexione, pues, sobre un Esta-("·,,, do y otro, encontrár!"difícil la conquista del Esta<foturco, · 1

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pero una vez conseguido, encontrará su conservación ex­traordinariamente fácil 8•

Las causas que hacen difícil poder ocupar el reino t~r­co son el hecho de no poder ser llamado por príncipes de dicho reino ni esperar que su empresa se vea facilitada P?r la rebelión de los que se hallan al lado del rey, lo cual v_iene dado por las razones anteriormente dichaswes, siendo todos esclavos y estando ligados a él por vínculos de lealtad, solamente se pueden corromper con más difi­cultad, Y aun en el caso de que se corrompan, la utilidad que se puede sacar de ellos es escasa, al ser incapaces de arrastrar consigo la población por las razones ya consig­nadaQPor todo ello, quien se decida a atacar al Turco, d~be pensar que se lo encontrará unido y le conviene c?~fiar más en las propias fuerzas que en la descomposi­c10n del contrario.(f ero si consigue vencerlo y deshacer sus ejércitos de manera irremesible, solamente ha de te­mer.ª la familia del príncipe; si logra destruirla, ya no hay motivo alguno de temor, pues los otros carecen del favor popular. Así, de la misma forma que antes de la victoria no podía esperar nada de ellos, después de ella tampoco debe temer nada de su patliJ

En los reinos gobernados como el de Francia ocurre lo contrario¡guedes entrar en ellos con facilidad si te ganas algún noble del reino, ya que siempre es posible encon­trar descontentos y partidarios de los cambios. Éstos; por las razones ya dichas~e pueden abrir las puertas de aquel Estado y taci!itarte la victor~a cual, sin embargo, si pre­tendes mantenerte, trae después consigo infinitas dificul­tades, tanto por parte de aquellos que te han ayudado como por parte de los que has oprimido. Aquí ya no te b.asta con extinguir la familia del príncipe, puesto que siempre quedan aquellos señores, los cuales se erigen en

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cabezas de nuevas insurrecciones. Dado que no puedes ni contentarlos ni destruirlos, perderás aquel Estado a la mínima oportunidad que se les presen~Y

Ahora bien, si consideráis el tipo de gobierno del reino de Darío, lo encontraréis semejante al de la monarquía turca; por eso Alejandro estaba obligado primeramente a asaltarlo por entero y hacerse dueño del territorio; tras la victoria, muerto Darío, aquel Estado se hallaba comple­tamente seguro en manos de AÍejandro por las razones expuestas anteriormente. Y sus sucesores, de haberse

· mantenido unidos, hubieran podido gozar de él sin es­fuerzo alguno, pues en aquel reino no nacieron otros tu­multos que los que ellos mismos suscitaron. Sin embargo, no es posible conservar con la misma tranquilidad los Es­tados organizados políticamente como Francia; de ahí las frecuentes rebeliones a la dominación romana de Espa­ña, Francia y Grecia, originadas en los numerosos princi­pados existentes en aquellos Estados; de ahí que los ro­manos jamás estuvieran seguros de aquella posesión mientras duró la memoria de los mismos. Ahora bien, borrado su recuerdo, pasaron a ser dueños seguros gra­cias a su fuerza y a la larga duración de su gobierno. Pu­dieron incluso, enfrentados después entre sí, atraerse cada uno una parte de aquellas provincias en función de la autoridad que en ellas hubiera llegado a adquirir, pues tales provincias -extinguida la estirpe de su antiguo se­ñor- solamente reconocían ya a los romanos. Considera­das, por tanto, todas estas cosas, que nadie se asombre de la facilidad con que Alejandro conservó Asia ni de las di­ficultades experimentadas por otros a la hora de mante­ner lo adquirido, como fue el caso de Pirro y muchos otros. Todo ello no viene dado por la mucha o poca vir­tud del vencedor, sino por la diversidad de la materia.

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V. De qué modo se han de gobernar las ciudades o principados que antes de su adquisición se regían con sus propias leyes*

[cuando, como decimos, se adquieren Estados que están acostumbrados a vivir con sus propias leyes y en libertad, el que quiera conservarlos dispone de tres recursos: el primero, destruir dichas ciudades; el segundo, ir a vivir allí personalmente; el tercero, dejarlas vivir con sus leyes, imponiéndoles un tributo e implantando en ellas un go­bierno minoritario que te las conserve fiel~o último no presenta excesivas dificultades, ya que, al haber sido creado dicho gobierno por aquel príncipe, sabe que no puede mantenerse sin su apoyo y su poder, por lo cual hará todo lo que esté en su mano para conservar su auto­ridad. Más fácilmente se conserva una ciudad acostum­brada a vivir libre a través de sus propios ciudadanos que de cualquier otra manera, siempre que no se la quiera destruir. Nos proporcionan ejemplos los espartanos y los romanos. Los primeros conservaron Atenas y Tebas por medio de una oligarquía; no obstante, al final las perdie­ron. Los romanos, para conservar Capua, Cartago y Nu­mancia, las demolieron, y no las perdieron. Quisieron conservar Grecia de manera parecida a los espartanos, haciéndola libre y dejándole sus leyes, pero no lo consi­guieron; de modo que se vieron forzados a destruir mu­chas ciudades de aquel país a fin de conservarlo. Pues, en verdad, no hay otro modo seguro de poseer tales Estados que destruyéndolos. Y quien pasa a ser señor de una ciu­dad acostumbrada a vivir libre y no la destruye, que espe-

* Quomodo administrandae sunt civitates vel principatus, qui antequam occuparentur, suis legibus vivebant.

EL PRiNCIPE, VI 53

re ser destruido por ella, pues en la rebelión siempre en­contrará refugio y justificación en el nombre de la liber­tad y en sus antiguas instituciones, cosas que jamás se ol­vidan a pesar del paso del tiempo y de la generosidad del nuevo señor. Por mucho que se haga y por muchas previ­siones que se tomen, si no se disgrega y dispersa a sus ha­bitantes, jamás olvidan aquel nombre ni aquellas institu­ciones, e inesperadamente, ante cualquier imprevisto, recurren a ellos. Es lo que hizo Pisa al cabo de cien años de estar sometida a los florentinos.

En cambio, cuando las ciudades o los países están acos­tumbrados avivir bajo el dominio de un príncipe, si la fa­milia de éste queda extinguida, dado que por un lado es­tán acostumbrados a obedecer y por otro ya no tienen a su viejo príncipe, para elegir uno entre ellos no se ponen de acuerdo y vivir libres no saben; de forma que siempre son más lentos a la hora de tomar las armas y con tanta más facilidad se los puede un príncipe ganar y guardarse de ellosÚ'ero en las repúblicas hay mayor vida, mayor odio, más deseo de venganza; no les abandona ni muere jamás la memoria de la antigua libertad, de forma que el procedimiento más seguro es destruirlas o vivir en ella.si'?

VI. De los principados nuevos adquiridos con las armas propias y con virtud*

Que nadie se sorprenda si en la exposición que voy a ha­cer de los principados completamente nuevos, tanto por su príncipe como por su organización política, traigo a colación ejemplos nobilísimos. La razón no es otra que,

* De principatibus no vis qui armis propriis etvirtute acquiruntur.

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caminando casi siempre los hombres por las vías holladas por otros y procediendo en sus acciones por imitación, aunque no se pueda seguir con estricta fidelidad los pa­sos de los demás ni sea tampoco posible alcanzar la vir­tud de aquellos a quienes imitas, sin embargo, un hombre prudente debe discurrir siempre por las vías trazadas por los grandes hombres e imitar a aquellos que han sobresa­lido extraordinariamente por encima de los demás, con el fin de que, aunque no se alcance su virtud, algo nos quede, sin embargo, de su aroma. Se debe hacer como los arqueros prudentes, los cuales -conscientes de que el lu­gar que desean alcanzar se encuentra demasiado lejos y conociendo al mismo tiempo los límites de la capacidad de su arco- ponen la mira a bastante más altura que el ob­jetivo deseado, no para alcanzar con su flecha a tanta al­tura, sino para poder, con la ayuda de tan alta mira, llegar al lugar que se han propuesto. Sostengo, pues, que en los principados completamente nuevos, en los que el prín­

. cipe es asimismo nuevo, se encuentran más o menos di­ficultades para conservarlos según sea más o menos virtuoso el que los adquiere. Y dado que el hecho de con­vertirse de particular en príncipe es fruto de la virtud o de la fortuna, parece, en principio, que la una o la otra de

. estas dos cosas mitigue en parte muchas de las dificulta­des; sin embargo, el que se ha abandonado menos a la for­tuna se ha mantenido mejor. Constituye también un mo­tivo de facilidad el hecho de que el príncipe se vea obligado, por no tener otros Estados, a ir a residir allí per­sonalmente.

Pasando ya a aquellos que llegaron a ser príncipes por su propia virtud y no por fortuna, afirmo que los más no­tables son Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y semejantes. Y aunque sobre Moisés no sea lícito razonar, por haber sido

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mero ejecutor de las órdenes de Dios, sin embargo, debe ser admirado, aunque sólo sea por aquella gracia que lo hacía digno de hablar con Dios. Pero consideremos a Ciro y a los otros que adquirieron o fundaron reinos: los encontraréis a todos dignos de admiración, y si se exami­nan sus acciones y las instituciones creadas por cada uno de ellos, se encontrará que no son diferentes de las de un Moisés que tuvo tan alto preceptor. Considerando sus ac­ciones y su vida, se ve que no eran deudore_s de, la fortun~, sino de la oportunidad, la cual les proporc10no la materia en la que poder introducir la forma que les pareció más conveniente. Sin esa oportunidad la virtud de su ánimo se habría perdido, y sin dicha virtud la oportunidad ha­bría venido en vano. Era, por tanto, necesario para Moi­sés encontrar al pueblo de Israel, en Egipto, esclavo Y oprimido por los egipcios, a fin de que ellos, para s~ir de la esclavitud, se dispusieran a seguirlo. Era conveniente que Rómulo no tuviera espacio suficiente en Alba, que fuera abandonado al nacer, si se quería que llegase a ser rey de Roma y fundador de aquella patria. Era necesario que Ciro encontrara a los persas descontentos co~ el go­bierno de los medos, y a los medos, blandos y afemmados por la larga paz. Teseo no podía demostrar su virtud s~ no encontraba a los atenienses dispersos. Estas oportumda­des hicieron, por tanto, la dicha y la fortuna de estos hombres, y su virtud fuera de lo común les hizo recono­cer la oportunidad que se les brindaba. El resultado fue que su patria se vio ennoblecida y su prosperidad llevada a las más altas cotas.

Aquellos que, de manera semejante a ellos, alca?-zan ~l principado por vías que exigen virtu_d, llegan a di~~a si­tuación con dificultad, pero se mantienen con facilidad. Las dificultades que encuentran en la adquisición del

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principado nacen en parte de las nuevas instituciones y modos que se ven forzados a introducir para fundamen­tar su Estado y su seguridad. Y a este respecto se debe tener en cuenta hasta qué punto no hay cosa más difícil de tratar, ni más dudosa de conseguir, ni más peligrosa de conducir, que hacerse promotor de la implantación de nuevas instituciones. La causa de tamaña dificultad resi­de en que el promotor tiene por enemigos a todos aque­llos que sacaban provecho del viejo orden y encuentra unos defensores tímidos en todos los que se verían bene­ficiados por el nuevo. Esta timidez nace en parte del te­mor a los adversarios, que tienen la ley a su lado, y en par­te también de la incredulidad de los hombres, quienes -en realidad- nunca creen en lo nuevo hasta que adquie­ren una firme experiencia de ello. De ahí nace que, siem­pre que los enemigos encuentran la ocasión de atacar, lo hacen con ánimo faccioso, mientras los demás sólo pro­ceden a la defensa con tibieza, de lo cual resulta un serio peligro para el príncipe y para ellos. Es necesario, por tanto, si se quiere comprender bien esta parte, examinar si estos innovadores se valen por sí mismos o si dependen de otros, es decir, si para llevar adelante su obra necesitan predicar o, por el contrario, pueden recurrir a la fuerza 10•

En el primer caso siempre acaban mal y no llevan adelan­te cosa alguna0:1ero cuando dependen de sí mismos y pueden recurrir a la fuerza, entonces sólo corren peligro en escasas ocasiones. Ésta es la causa de que todos los profetas armados hayan vencido y los desarmados pere­cidajPues, además de lo ya dicho, la naturaleza de los pueblos es inconstante: resulta fácil convencerles de una cosa, pero es difícil mantenerlos convencidos. Por eso conviene estar preparado, de manera que cuando dejen de creer se les pueda hacer creer por la fuerza. Moisés,

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Ciro, Teseo y Rómulo no hubieran podido hacer observar a sus pueblos durante mucho tiempo sus instituciones de haber estado desarmados. Esto fue lo que ocurrió en nuestra época a fray Jerónimo Savonarola, el cual cayó junto con sus nuevas instituciones tan pronto como la multitud empezó a perder su confianza en él, pues care­cía de medios para conservar firmes a su lado a los que habían creído y para hacer creer a los incrédulos 11

• Estos hombres experimentan en su actuación grandes dificul­tades y su camino está sembrado de peligros a los que deben hacer frente y superar con la ayuda de la virtud.

[!..hora bien, una vez los han superado y comienzan a ser respetados, al haber destruido a quienes tenían envidia de su situación, permanecen ya poderosos, seguros, hon­rados y dichoso&]

A ejemplos tan sublimes quiero añadir uno de menor rango que, sin embargo, guardaría cierta proporción con aquéllos y que pretendo me baste para todos los casos se­mejantes. Se trata de Hierón de Siracusa. De simple par­ticular se convirtió en príncipe de aquella ciudad y tam­poco conoció de la fortuna otro don que la oportunidad: hallándose los siracusanos en una difícil situación, lo eli­gieron capitán y de ahí se ganó que por méritos propios llegaran a hacerlo príncipe. Su virtud era tal, incluso en sus asuntos privados, que quien nos habla de él nos dice el Quod nihil illi deerat ad regnandum praeter regnum 12

Hierón disolvió el viejo ejército, formó uno nuevo; aban­donó las viejas alianzas y contrajo otras nuevas. Como tenía entonces aliados y soldados que eran realmente su­yos, estaba en condiciones de edificar sobre tal funda­mento cualquier edificio, hasta tal punto que lo que le costó bastante esfuerzo conseguir lo pudo conservar con poco.

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VII. De los principados nuevos adquiridos con armas ajenas y por la fortuna*

Quienes de simples particulares se convierten en prínci­pes con la sola ayuda de la fortuna alcanzan dicho estado con pocos esfuerzos, pero deben realizar muchos para mantenerse. En su camino al principado no encontraron ninguna dificultad, pues más bien volaban; todas las difi­cultades aparecen cuando se encuentran allí. En esta si­tuación se hallan aquellos a quienes es otorgado un Esta­do o por dinero o por la voluntad de otra persona. Es lo que ocurrió a muchos en Grecia, en las ciudades de Jonia y del Helesponto, donde fueron hechos príncipes por Da­río a fin de que las ocuparan para su propia seguridad y gloria; ésta era también la condición de aquellos empera­dores que de particulares accedían al trono corrompien­do a los soldados. Estos individuos dependen sencilla­mente de la voluntad y de la fortuna de quien les ha concedido el Estado, dos cosas volubilísimas e inestables. Y no saben ni pueden conservar su puesto: no saben,· porque, de no ser un hombre de gran ingenio y virtud, no es razonable que -habiendo vivido siempre en una con­dición puramente privada- sepan mandar; no pueden, porque no disponen de fuerzas que les puedan ser amigas y fieles. Además, al igual que todas las otras cosas de la naturaleza que nacen y crecen rápidamente, tampoco los Estados que surgen súbitamente pueden tener las raíces y sus ramificaciones firmes y asentadas, con lo cual la pri­mera circunstancia adversa los destruye, a no ser que quienes tan repentinamente han pasado a ser príncipes posean -como se ha dicho- tanta virtud que sepan pre-

* De principatibus novis qui alienis armis et fortuna acquiruntur.

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pararse rápidamente a conservar lo que la fortuna ha puesto en sus manos y sean capaces de asentar después los cimientos que los otros pusieron antes de convertirse en príncipes.

Quiero aducir dos ejemplos que a nuestra propia época nos ha proporcionado a propósito de las dos maneras de llegar al principado, o sea, por la virtud y por la fortuna. Se trata de Francesco Sforza y César Borgia. El primero pasó de particular a duque de Milán por los medios ade­cuados y gracias a su gran virtud, de forma que conservó con poco trabajo lo que había conquistado con mil es­fuerzos. Por otra parte, César Borgia 13 -llamado vulgar­mente duque Valentino- adquirió el Estado gracias a la fortuna de su padre, y con el irse de ella lo perdió, a pesar de haber recurrido a todo tipo de medios y haber hecho todas aquellas cosas que un hombre prudente y virtuoso debía hacer para poner sus raíces en aquellos Estados que las armas y la fortuna de otros le habían proporcionado. Pues, como he dejado dicho inás arriba, quien no pone los cimientos primero los podrá poner después si es ca­paz de actuar con mucha virtud, aunque se haga con mo­lestias para el arquitecto y con peligro para el edificio. Así pues, si se estudia atentamente todas las acciones del du­que, se podrá ver que se había procurado fundamentos sólidos para su futuro poder. Estimo que no es superfluo examinar dichas acciones, puesto que yo mismo no sa­bría dar a un príncipe nuevo otros preceptos mejores que el ejemplo de su conducta. Pues si sus disposiciones no le rindieron fruto en última instancia, no fue por culpa suya, sino de una extraordinaria y extrema malignidad de la fortuna.

Los propósitos de Alejandro VI de querer hacer gran­de a su hijo el duque se enfrentaban a numerosas dificul-

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tades presentes y futuras. En primer lugar, no vefa el ca­mino para hacerlo señor de algún Estado que no pertene­ciera a la Iglesia, e incluso en el caso de que decidiera pro­curarle un Estado eclesiástico sabía que el duque de Milán y los venecianos no se lo permitirían. Porque Faen­za y Rímini estaban desde hacía tiempo bajo la protec­ción de Venecia. Veía, por otra parte, que los ejércitos de Italia y especialmente aquellos de que se hubiera podido servir estaban en manos de quienes debían temer el for­talecimiento del papa; en consecuencia, no podía fiarse de tales tropas, dado que todas ellas estaban al mando de los Orsini, los Colonna y sus aliados. Era, por tanto, nece­sario trastocar aquel orden de cosas e introducir el desor­den en sus Estados para poderse hacer dueño sin riesgos de parte de ellos. Le resultó fácil; porque encontró a los venecianos, que -movidos por otras razones- se habían decidido a traer de nuevo a Italia a los franceses. Alejan­dro no tan sólo no se opuso, sino que incluso lo hizo más fácil con la disolución del matrimonio del rey Luis. Pasó, por tanto, el rey a Italia con la ayuda de Venecia y el con­sentimiento de Alejandro. Tan pronto como el rey estuvo en Milán, obtuvo de él el papa tropas con las que acome­ter la toma de la Romaña, empresa que le fue permitida por el prestigio del rey. Habiendo conseguido así el duque la Romaña y derrotados los Colonna, se enfrentaba a dos obstáculos si quería conservar lo adquirido y seguir avanzando: el primero, que sus tropas no le parecían fie­les; el segundo, la voluntad de Francia, es decir, el peligro de que las armas de los Orsini (aquéllas precisamente de que se había valido) lo dejaran colgado en el aire y no so­lamente le impidieran ampliar lo adquirido, sino que in­cluso se lo arrebataran, y que el rey se decidiera a hacer lo mismo. Los Orsini, además, ya le habían dado una mues-

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tra cuando, tras la toma de Faenza, pasó a atacar Bolonia y comprobó que se comportaban con escaso ardor; con respecto al rey, conocía ya su estado de ánimo cuando, una vez tornado el ducado de Urbino, procedió al asalto de la Toscana y el rey le obligó a desistir de la empresa. Por todo ello, el duque decidió que en lo sucesivo no de­bía depender más de las armas y de la fortuna de otros. Así, lo primero que hizo fue debilitar los partidos de los Orsini y los Colonna en Roma: a todos los partidarios que tenía entre la nobleza se los ganó para sí haciéndo­les nobles suyos y otorgándoles grandes recompensas; los distinguió con cargos militares y de gobierno según las cualidades de cada uno, de forma que al cabo de pocos meses el ánimo de todos ellos se olvidó de las vinculacio­nes de partido para volcarse enteramente en el duque. Tras esto, esperó la oportunidad de destruir a los Orsini, deshecho ya el partido de los Colonna. Dicha oportuni­dad le vino a punto y la aprovechó mejor, pues advirtien­do los Orsini -tarde ya- que el engrandecimiento del duque y de la Iglesia representaba su propia ruina, cele­braron una reunión en Magione, en la región de Perusa. De aquí nacieron la rebelión de Url?ino y los desórdenes de la Romaña, y graves peligros para el duque, que consi­guió superar con la ayuda de los franceses. Recobrado su prestigio, desconfiando tanto de Francia como de cuales­quiera otras fuerzas ajenas 14

, para no tener que ponerlas a prueba, recurrió al engaño: supo disimular tan bien sus verdaderas intenciones que los Orsini se reconciliaron con él por mediación del señor Paulo. El duque desplegó todo tipo de cortesías para ganar su confianza, regalán­dole dinero, vestidos y caballos, hasta el punto que su in­genuidad los condujo a Sinigaglia, a sus propias manos. Exterminados, pues, estos cabecillas y convertidos sus

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partidarios en aliados suyos, el duque había conseguido poner unos cimientos bastante sólidos para su poder, pues dominaba toda la Romaña y el ducado de Urbino y, sobre todo, creía haberse ganado la adhesión de la Roma­ña y todos aquellos pueblos, que ahora comenzaban a gustar de bienestar.

Y, dado que este último punto es digno de noticia y de ser imitado por otros, no quiero dejarlo sin alguna men­ción: conquistada la Romaña y encontrándola goberna­da por señores incapaces, más dispuestos a despojar a sus súbditos que a llamarlos al orden -con lo cual les daban motivo de desunión y no de unión, hasta el punto de que todo el territorio estaba sembrado de ladrones, banderías y toda clase de rebeldías-, determinó que era necesario darle un buen gobierno si quería reducirla al orden y ha­cerla obediente al poder soberano. Por eso puso al frente del país a Ramiro de Orco, hombre cruel y expeditivo, al cual dio plenos poderes. Al cabo de poco tiempo su mi­nistro consiguió pacificar el territorio y reducirlo a la unidad, todo lo cual trajo consigo la extraordinaria repu­tación del duque. Pero más tarde juzgó el duque que ya no era necesaria tan gran autoridad, pues se corría el peli~ gro de que resultara odiosa, e implantó un tribunal civil en el centro del territorio, presidido por un hombre exce­lentísimo y en el que cada ciudad tenía su propio aboga­do. Y como sabía que los rigores pasados le habían ge­nerado algún odio, para curar los ánimos de aquellos pueblos y ganárselos plenamente decidió mostrar que, si alguna crueldad se había ejercido, no había provenido de él, sino de la acerba naturaleza de su ministro. Así que, cuando tuvo ocasión, lo hizo llevar una mañana a la plaza de Cesena partido en dos mitades con un pedazo de ma­dera y un cuchillo ensangrentado al lado. La ferocidad del

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espectáculo hizo que aquellos pueblos permanecieran durante un tiempo satisfechos y estupefactos is.

Pero volviendo al punto en que nos habíamos queda­do, digo que al duque (bastante poderoso ya y seguro en parte ante los peligros presentes por haberse armado a su manera y por haber en buena parte destruido aquellas armas que, por cercanas a él, hubieran podido hacerle daño) le quedaba todavía, si quería ampliar sus conquis­tas, el temor al rey de Francia. Pues era consciente de que el rey, que aunque tarde, se había percatado de su error, no se lo habría permitido. Por eso comenzó a buscar nue­vos aliados y a mostrarse vacilante con respecto a Francia cuando las tropas de ésta descendieron a Nápoles en con­tra de los españoles que asediaban Gaeta. Su objetivo era asegurarse frente a ellos, y lo habría conseguido de seguir viviendo Alejandro.

Éstas fueron sus directrices en cuanto a los problemas presentes. Por lo que a los futuros se refiere, debía temer sobre todo que el nuevo papa le fuera hostil y tratara de arrebatarle lo que le había dado Alejandro. Trató de evi­tar esa posibilidad por cuatro procedimientos: en primer lugar exterminando las familias de todos aquellos a los que había despojado, a fin de quitar al papa la oportuni­dad; en segundo lugar, como se ha dicho, ganándose a to­dos los nobles de Roma para tener así al papa inmoviliza­do; en tercer lugar, hacer al Colegio Cardenalicio lo más suyo que pudiera; en cuarto lugar, adquirir el máximo de poder antes de que muriera su padre para estar en condi­ciones de resistir por sí mismo a un primer ataque. De es­tas cuatro cosas había conseguido a la muerte de su padre ~res; la cua~ta la daba casi por hecha: de los nobles despo-3ados mato a cuantos pudo atrapar y poquísimos se sal­varon; a los nobles romanos se los había ganado y en el

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Colegio tenía una facción numerosísima. En cuanto a las nuevas adquisiciones, había planeado adueñarse de Tos­cana y poseía desde hacía tiempo Perusa y Piombino, ha­biendo tomado a Pisa bajo su protección. Y, dado que no debía tener miedo a Francia (que no debía tenérselo más, al haber sido despojados los franceses del reino de N ápo­les por los españoles, lo cual obligaba a ambos a comprar su amistad), se veía ya saltando sobre Pisa. Tras ello, Luc­ca y Siena cederían rápidamente, en parte, por envidia de los florentinos y, en parte, por miedo; los florentinos por su parte no tenían escape posible. Si hubiese conseguido todo esto (y lo iba a conseguir el año mismo en que mu­rió Alejandro), alcanzaría tanta fuerza y tanta reputación que se hubiera puesto a salvo por sus propios medios yya no hubiera dependido jamás de la fortuna y de las fuerzas de otro, sino de su propio poder y de su propia virtud. Pero Alejandro murió sólo cinco años después de que él hubiera empezado a desenvainar la espada; lo abandonó cuando solamente había podido consolidar su Estado de la Romaña: todos los demás estaban en el aire y él mismo situado entre dos poderosísimos ejércitos enemigos y en­fermo de muerte. Sin embargo, su ánimo era tan indómi­to y su capacidad y energía tan grandes, sabía tan bien que a los hombres o se les gana o se les pierde, tan sólidos eran los cimientos que en poco tiempo se había construi­do, que si no hubiera tenido aquellos ejércitos encima o él hubiera estado sano, habría vencido todas las dificulta­des. Y que sus cimientos eran buenos lo mostró la expe­riencia, pues la Romaña lo esperó más de un mes, en Roma estaba seguro a pesar de estar medio muerto, y aunque los Ballioni, los Vitelli y los Orsini vinieron a Roma, no encontraron aliados para atacarlo; si no podía hacer papa a quien quería, podía conseguir al menos que

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no lo fuera quien no quería. Pero de no haber estado en­fermo a la muerte de Alejandro, todo le hubiera resultado fácil. Él mismo me dijo personalmente, en los días en que fue elegido papa Julio Il, que había pensado en lo que pu­diera suceder a la muerte de su padre, encontrandb el re­medio conveniente a cada cosa, pero que no había pen­sado jamás que en aquella ocasión también él mismo estuviera a punto de morir.

Recogidas, pues, todas las acciones del duque, no sabría censurarlo. Creo más bien, como he dicho, que se le ha de proponer como modelo a imitar a todos aquellos que, por la fortuna y con las armas ajenas, ascienden al poder. Por­que él, hombre deseoso de dominio y de altas miras, no podía conducirse de otra manera; sólo se opuso a sus pro­pósitos la muerte de Alejandro y su propia enfermedad. En consecuencia, quien juzgue necesario para su princi­pado nuevo asegurarse frente a los enemigos, ganarse amigos, vencer o con la fuerza o con el engaño, hacerse amar y temer por los pueblos, seguir y respetar por los soldados, destruir a quienes te pueden o deben hacer daño, renovar con nuevos modos el viejo orden de cosas, ser severo y apreciado, magnánimo y liberal, disolver la milicia infiel, crear otra nueva, conservar la amistad de re­yes y príncipes de forma que te recompensen con cortesía solícita o se lo piensen antes de hacerte daño 16, no podrá encontrar ejemplos más vivos que las acciones del duque. Solamente se le puede reprender en la nominación del papa Julio, donde la decisión por él adoptada fue contra­producente: no pudiendo, como hemos dicho, hacer un papa a su gusto, podía, sin embargo, conseguir que al­guien no lo fuera, y no debía permitir jamás que llegaran al papado aquellos cardenales a quienes él había hecho daño o que, una vez papas, hubieran de sentir miedo de él.

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Porque los hombres hacen daño o por miedo o por odio. Aquellos a quienes él había hecho daño eran, entre otros, el de San Pietro in Vincoli, el cardenal Colonna, el de San Giorgio y el cardenal Ascanio. Todos los demás tenían motivos para temerlo si llegaban al papado, excepto el cardenal de Rouen y los españoles, los últimos por vincu­laciones y obligaciones mutuas y el francés por razones de poder, ya que tenía a sus espaldas el.reino de Francia. El duque, por tanto, debía por encima de todas las cosas con­seguir un papa español y, de no poderlo, debía permitir que fuera el cardenal de Rouen y nunca el de San Pietro in Vincoli. Quien cree que nuevas recompensas hacen olvi­dar a los grandes hombres las viejas injusticias de que han sido víctimas, se engaña. Se equivocó, por tanto, el duque en esta elección y fue la causa de su ruina final 17•

VIII. De los que llegaron al principado por medio de crímenes*

Pero, ya que un simple particular puede alcanzar el prin­cipado por medio de otros dos procedimientos que no se pueden identificar completamente con la fortuna o la virtud, me parece inadecuado no dejar constancia de ellos, a pesar de que tenga abierta la posibilidad de exa­minar más detenidamente uno de dichos procedimien­tos al tratar de las repúblicas. Estas dos nuevas vías se presentan cuando se asciende al principado por m~dio d~~~;io~~s cril)1inale.s !'. ~ontrarias a to~a ley h11man~[ di­:::_ma;Jº b1en,cuando un cmdadano particular se conv1eff~. en príncipedésU pa!ria con el favor de sus conciuda~.

* De his qui per scelera ad principatum pervenere.

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danos. Y el primer procedimiento se ilustrará con dos éjempfos, uno antiguo y otro de nuestros días, sin entrar en consideraciones ulteriores acerca de su bondad, pues juzgo que basta, a quien se encuentre necesitado, con imitarlos.

El siciliano Agatocles llegó a rey de Siracusano sólo a partir de una condición privada, sino incluso ínfima y despreciable. Hijo de un ollero, llevó durante toda su vida una conducta criminal; sin embargo, combinó sus mal­dades con tanta virtud de ánimo y de cuerpo que, dedica­do a la carrera de las armas, alcanzó el puesto de pretor de Siracusa pasando por todos los grados. Consolidado en este puesto y habiendo decidido convertirse en príncipe y conservar por la violencia y sin obligaciones hacia los demás aquello que de común acuerdo le había sido con­cedido -tras ponerse en connivencia con el cartaginés Amílcar, que por aquel tiempo se encontraba con sus ejércitos en Sicilia-, convocó una mañana al pueblo y al Senado de Siracusa, como si tuvieran que deliberar asun­tos concernientes a la república, y a la señal convenida hizo que sus soldados mataran a todos los senadores y a los más ricos de la población. Muertos éstos, ocupó y conservó el principado de aquella ciudad sin ningún tipo de oposición interna. Y aunque fue derrotado dos veces por los cartagineses e incluso asediado, no sólo pudo de­fender su ciudad, sino que -habiendo dejado parte de su gente a la defensa frente al asedio- pasó con el resto a África y en poco tiempo liberó Siracusa del asedio y puso a Cartago en tal peligro que se vieron obligados a pactar con él, limitándose a sus posesiones de África y dejando Sicilia a Agatodes.

Por tanto, quien examine sus acciones y su virtud no verá cosas, o pocas, que se puedan atribuir a la fortuna; la

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razón, como ya hemos dicho, es que no llegó al principa­do por los favores de nadie, sino a través de los grados militares, ganados además con mil molestias y peligros. Y alcanzado su objetivo, se mantuvo gracias a sus muchas decisiones animosas y arriesgadas. Sin embargo; no es posible llamar virtud a exterminar a sus ciudadanos, trai~ cioñaralósamigos;·c:areé:erd~ p<llabra, de respetó, <!.fi~:-

-~~í:~~I:~~::i!~:Fs~e::~~:~;~¡~~~~~~!I~~~}"··· .. · ... , .. para arrÓstrar y vencer los peligros y la grandeza de su ánimo en soportar y superar las adversidades, no se ve motivo alguno por el cual tenga que ser juzgado inferior a cualquier otro nobilísimo capitán. Sin embargo, a pesar de todoi su feroz crueldad e inhumanidad, sus infinitas maldades·;iio"permiten que sea celebrado entre los hom­bres más nobles y eminentes;) No es posible, en conclu­sión, atribuir a la fortuna-ola virtud lo que fue consegui­do por él sin la una y sin la otra.

En nuestros días, durante el papado de Alejandro VI, Oliverotto da Fermo -huérfano de padre desde muy niño- fue criado por un tío materno llamado Giovanni Fogliani, quien desde los primeros años de su juventud lo puso a combatir a las órdenes de Paolo Vitelli, con el pro­pósito de que, una vez experto en el arte militar, alcanza­ra un grado elevado en el seno de la milicia. A la muerte de Paolo pasó a militar con Vitellozzo Vitelli, su herma­no, y en poquísimo tiempo se convirtió, por su ingenio, su fortaleza física y su valentía de ánimo, en el primer hombre de su tropa. Sin embargo, juzgando cosa servil el estar a las órdenes de otro, pensó -con la ayuda de algu­nos ciudadanos de Fermo que estimaban más la esclavi­tud que la libertad de su patria y con el favor vitellesco­ocupar Fermo. Así, escribió a Giovanni Fogliani, hacién-

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EL PRÍNCIPE, VIIJ 69

dole ver que, tras estar muchos años fuera de casa, quería verlo a él y a su ciudad, así como reconocer en alguna me­dida su patrimonio, y, dado que todas sus fatigas sólo ha­bían ido encaminadas a conquistar honor, quería regre­sar -para que sus conciudadanos vieran que no había empleado el tiempo en vano- con todos los honores y acompañado de cien soldados a caballo, amigos y servi­dores suyos. Le rogaba, además, que fuera de su agrado disponer que los habitantes de Fermo lo recibieran c~m honor, lo cual no solamente era honroso para él, Olive­rotto, sino para sí mismo, pues no en vano era su ahijado. No faltó, pues, Giovanni para con su sobrino a ninguno de los deberes de la hospitalidad; hizo que Fermo lo reci­biera honrosamente, lo alojó en su propia casa. Al cabo de algunos días, dispuesto a poner en ejecución lo que exigía su futura maldad, organizó un banquete solemní­simo al que invitó a Giovanni Fogliani y a todos los ciu­dadanos más.eminentes de Fermo. Acabadas las viandas y demás entretenimientos usuales en este tipo de banque­tes, suscitó, a propósito, algunos temas graves de discu­sión, hablando de la grandeza del papa Alejandro y de su hijo César, así como de sus empresas. Como Giovanni y los demás respondieran a sus palabras, se levantó de re­pente y dijo que aquellas cosas se habían de discutir en un lugar más secreto: se retiró a un cuarto seguido de Gio­vanni y todos los demás ciudadanos. Tan pronto como se hubieron sentado, salieron de diferentes lugares secretos del cuarto soldados que asesinaron a Giovanni y a todos los demás. Tras esta acción, Oliverotto subió a caballo, se apoderó de la ciudad por la fuerza y asedió el palacio del magistrado supremo, de modo que el miedo les obligó a obedecerle y a formar un gobierno del cual Oliverotto se hizo príncipe. Así, muertos todos aquellos que, por razón

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de su descontento, podían hacerle daño, se hizo fuerte con nuevas instituciones civiles y militares, de forma que en el curso del año que conservó el principado no sólo es­taba seguro en la ciudad de Fermo, sino que había con­quistado el temor de todos los vecinos. Su expulsión hu­biera resultado difícil, como en el caso de Agatocles, si no se hubiera dejado engañar por César Borgia en Sinigaglia junto con los Orsini y Vitelli: tomado prisionero también él un año después de cometido el parricidio, fue estran­gulado en compañía de Vitellozzo, su maestro en virtud y en maldades. ·

Podría alguno preguntarse la razón de que Agatocles y algún otro de la misma especie, tras infinitas traiciones y crueldades, pudieran vivir seguros en su patria durante tan largo tiempo y defenderse de los enemigos exteriores, sin que jamás tuvieran que enfrentarse a una conspira­ción interna promovida por los mismos ciudadanos; por el contrario, otros muchos no han podido mediante la crueldad conservar el Estado ni siquiera en tiempos pací­ficos, por no hablar ya de los dudosos y arriesgados tiem­pos de guerra. Creo que esto es debido al mal uso o al

'I buen uso de la crueldad 18¡ Bien usadas se pueden llamar

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aquellas crueldades (si deTmal:es lícito decir bien) que se hacen de una sola vez y de golpe, por la necesidad de ase­gurarse, y luego ya no se insiste más en ellas, sino que se ,

, convierten en lo más útiles posibles para los súbdi!?,,:;) i Mal usadas son aquellas que, pocas en principio, van au~ "mentando, sin embargo, con el curso del tiempo en lugar de dism~11ir.ÍQuienes observan el primer modo pueden encontrar algún apoyo a su situación con la ayuda de Dios y de los hombres, como en el caso de Agatocles; los demás es imposible que se mantengan. Por todo ello,¡e!,_,

V que ocupa un Estado debe tener en cuenta la necesidad

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EL PRÍNCIPE, IX 71

de examinar todos los castigos que ha de llevar a cabo y realizarlos todos de una sola vez, para no tenerlos que re­novar cada día y para poder-al no renovar;Ios- tranquili­zar a los súbditos.y ganárselos c!?n favores) Quien proce­de de otra manera, ya sea por debilidad() por perversidad de ánimo, se verá siempre obligado a tener el cuchillo en la manoí jamás se podrá apoyar en sus propios súbdifüs,7

pue.sf,.:.s..'i~'ª1!st'l~.-fre~cas y renova~a~~.i1]1P.,".~.i[.~;n_gf!!. se sientan seguros.con el)'orque las !IlJUSt1c1as se deben ha2érf&d.as"aravéiafiii de que, por gustarlas menos, ha­gan menos daño, mientras que los favores se deben hacer poco a poco con el obi:_ti'Y:,o_d,e:qui:se s,~bg_reen m,ejor. X. uñprínc1pe debe; sobre todo, proceder con sus súbditos de forma que ninguna eventualidad, favoraple o desfa~ vorable, le obligue a cambiar su conducta,/puesto que .::.éuando con los tiempos-adversosiléga la necesidad- ya no estás en condiciones de hacer el mal, mientras que el bien que haces ya no te sirve de nada, porque todos Jo e§: .

timan for_zacfo y no te proporcionaninguna clªsé de.Agi:.<'l:. decimiento. i ·~·•• ,., - e••""" _<

IX. Del principado civil*

Pero, llegando ya al segundo procedimiento, es decir, cuando un ciudadano privado se convierte en príncipe de su patria no por medio de crímenes y otras violencias intolerables, sino con el favor de sus ciudadanos, surge así un principado al que podríamos llamar civil (para llegar al cual no es necesario basarse exclusivamente en la vir­tud o exclusivamente en la fortuna, sino más bien en una

* De principatu civili.

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astucia afortunada), digo que se asciende a dicho princi­pado o con el favor del pueblo o con el favor de los gran­des. Porque en cualquier ciudad se encuentran estos dos tipos de humores 19: por un lado, el pueblo no desea ser dominado ni oprimido por los grandes, y, por otro, los grandes desean dominar y oprimir al pueblo; de estos dos contrapuestos apetitos nace en la ciudad uno de los tres efectos siguientes: o el principado, o la libertad, o elliber­tinaje.

El principado es promovido o por el pueblo o por los grandes, según sea una parte u otra la que encuentre la oportunidad; porque los grandes, viendo que no pueden resistir al pueblo, comienzan a aumentar la reputación de uno de ellos y lo hacen príncipe para poder a su sombra desfogar su apetito. El pueblo, por su parte, viendo que no puede defenderse ante los grandes, aumenta la repu­tación de alguien y lo hace príncipe a fin de que su autori­dad lo mantenga defendido. El que llega al principado con la ayuda de los grandes se mantiene con más dificul­tad que el que lo hace con la ayuda del pueblo; porque se encuentra -aun siendo príncipe- con muchas personas a su alrededor que se creen iguales a él y a las cuales no pue­de ni mandar ni manejar a su manera.

Sin embargo, el que llega al principado con el favor po­pular se encuentra solo en su puesto y a su alrededor hay muy pocos o ninguno que no estén dispuestos a obede­cer. Además de esto, no se puede -con honestidad y sin causar injusticias a otros- dar satisfacción a los grandes, pero sí al pueblo, porque el fin del pueblo es más honesto que el de los grandes, ya que éstos quieren oprimir y aquél no ser oprimido. Además, si el pueblo le es enemi­go, jamás puede un príncipe asegurarse ante él, por ser demasiados; de los grandes sí que puede, pues son pocos. ·

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Lo peor que puede esperar un príncipe deipueblo enemi­go es verse abandonado por él, pero si sus enemigos son los grandes, no solamente ha de temer que lo abandonen, sino incluso que se vuelvan en su contra, porque -ha­biendo en ellos mayor capacidad de previsión y más astu­cia- no pierden el tiempo si se trata de salvarse y tratan de conseguir los favores del que presumen será vencedor. El príncipe, además, está forzado a vivir siempre con el mis­mo pueblo, pero puede pasarse sin los mismísimos gran­des, pues está en condiciones de hacerlos y deshacerlos cada día y de darles o quitarles renombre según su propia conveniencia.

Para clarificar mejor estos puntos digo que los grandes adoptan con respecto a un príncipe nuevo dos actitudes fundamentales: o bien se vinculan completamente a tu suerte o no. En el primer caso es preciso -siempre que no sean aves rapaces- amarlos y recompensarlos; en el se­gundo caso hay que examinarlos de dos maneras: o ha­cen eso por pusilanimidad y falta natural de ánimo, y en­tonces deberás servirte especialmente de aquellos que son competentes en alguna disciplina, a fin de que en la prosperidad te honres en ellos y en la adversidad en nada les tengas que temer. Pero cuando no se te unen a propó­sito y por causa de su propia ambición, es señal de que piensan más en ellos mismos que en ti. El príncipe se de­berá guardar de ellos y temerlos como si fueran enemigos declarados, porque en los momentos de adversidad con­tribuirán siempre a su ruina.

Quien alcanza el principado mediante el favor del pue­blo debe, por tantO, conservárselo amigo, lo cual resulta fácil, pues aquél solamente pide no ser oprimido. Pero aquel que, contra el pueblo, llegue al principado con el fa­vor de los grandes debe por encima de cualquier otra

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cosa tratar de ganárselo, cosa también fácil si se convierte en su protectot. Y dado que los hombres, cuando reciben el bien de quien esperaban iba a causarles mal, se sienten más obligados con quien ha resultado ser su benefactor, el pueblo le cobra así un afecto mayor que si hubiera sido conducido al principado con su apoyo. El príncipe se puede ganar al pueblo de muchas maneras, de las cuales no es posible dar una regla segura, al depender de la si­tuación. Por eso las dejaremos a un lado, pero concluiré tan sólo diciendo que es necesario al príncipe tener al pueblo de su lado. De lo contrario no tendrá remedio al­guno en la adversidad.

Nabis, príncipe de los espartanos, sostuvo el asedio de toda Grecia y de un ejército romano victoriosísimo, con­siguiendo defender contra todos ellos su patria y su Esta­do; solamente necesitó, cuando le vino encima el peligro, defenderse de unos pocos, cosa que le hubiera resultado insuficiente si el pueblo hubiera sido enemigo suyo. Y que nadie rechace esta opinión mía con aquel proverbio tan trillado de que quien construye sobre el pueblo, construye en el barro, porque esto es verdad cuando quien se funda en el pueblo es un ciudadano privado que se imagina que el pueblo lo salvará cuando se encuentre acechado por los enemigos o por los magistrados. En este caso se podrá encontrar engañado a menudo, como ocurrió en Roma a los Graco y en Florencia a messer Giorgio Scali. Pero si quien se apoya en el pueblo es un príncipe capaz de man­dar y valeroso, que no se arredra ante las adversidades, ni omite las otras formas convenientes de defensa, que con su ánimo y sus instituciones mantiene a toda la pobla­ción ansiosa de actuar, tal príncipe jamás se encontrará engañado por él y comprobará que ha construido sólidos fundamentos para su mantenimiento.

EL PRfNCIPE, IX 75

Estos principados suelen correr peligro cuando van a pasar del gobierno fundado en el favor de los ciudadanos al gobierno absoluto. La causa es que estos príncipes o gobiernan por sí mismos o por medio de magistrados. En el último caso su asentamiento es más débil y corre mayor peligro, puesto que descansan totalmente en la voluntad de aquellos ciudadanos situados al frente de las magistraturas, los cuales -sobre todo en los momentos de adversidad- pueden arrebatarle el Estado con facili­dad, ya sea actuando en su contra, ya sea no obedecién­dole. Y en los momentos de peligro el príncipe ya no está a tiempo de asumir la autoridad absoluta, pues los ciuda­danos y los súbditos, acostumbrados a recibir las órde­nes de los magistrados, ya no están, en momento de tem­pestad, para obedecer las suyas, por lo que siempre carecerá cuando la situación sea incierta de personas en las que pueda poner su confianza. Un príncipe que se en­cuentre en esa situación no puede apoyarse, por tanto, en lo que ve en los momentos de calma, cuando los ciu­dadanos tienen. necesidad del Estado, pues entonces todo el mundo corre, todo el mundo promete y cada uno quiere morir por él, entonces que la muerte está lejos; pero en los tiempos adversos, cuando el Estado tiene ne­cesidad de los ciudadanos, entonces encuentra pocos que se presenten con esa disposición. La experiencia de pasar de un gobierno civil a otro absoluto es, además, tanto más peligrosa cuanto que solamente se la puede realizar una vez. Por eso un príncipe prudente debe pen­sar en un procedimiento por el cual sus ciudadanos tengan necesidad del Estado y de él siempre y ante cual­quier tipo de circunstancias; entonces siempre le perma­necerán fieles.

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X. Cómo se han de medir las fuerzas de todos los principados*

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Al examinar las características de estos principados con­viene efectuar otra consideración, a saber: si un príncipe tiene tanto Estado que pueda, en caso de necesidad, sos­tenerse por sí mismo, o bien si está siempre obligado a re­cabar la ayuda de otros(Y para aclarar mejor este punto diré que estimo se pueden sostener por sí mismos los que pueden -o por abundancia de hombres o de dinero- or­ganizar un ejército adecuado y entablar combate abierto con cualquiera que venga a asaltarloiJ.1'.}e la misma ma­nera estimo que tienen siempre necesidad de los demás quienes no pueden hacer frente al enemigo en el campo abierto, sino que están obligados a refugiarse dentro de las murallas y a proceder a la defensa de ésta()

El primer caso ya lo hemos estudiado y más adelante tendremos de nuevo ocasión de referirnos a él 20

• Por lo que respecta al segundo, no se puede decir otra cosa que exhortar a los príncipes para que fortifiquen y defiendan su ciudad sin preocuparse del resto del territorio. Todo aquel que tenga bien fortificada su ciudad y en los restan­tes expedientes de gobierno se haya comportado con sus súbditos como ya hemos dicho y como más adelante se dirá 21

, no será atacado sino con grandes precauciones, puesto que los hombres se apartan siempre de las empre­sas en las que aprecian dificultad, y ninguna facilidad puede verse en asaltar a alguien cuya ciudad está bien de­fendida y que además no es odiado por el pueblo.

Las ciudades de Alemania22 son muy libres, tienen poco territorio a su alrededor y obedecen al emperador

* Quomodo omnium principatuum vires perpendi debeant.

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cuando quieren; no temen ni a él ni a ningún otro señor poderoso que tengan a su alrededor, porque están fortifi­cadas hasta el punto que todos piensan que su asedio ha de ser largo y difícil. Todas tienen fosos y murallas apro­piados, artillería suficiente, y en los almacenes públicos comida, bebida y leña suficiente para un año. Además de todo esto, para poder mantener a la plebe alimentada sin peligro del tesoro público, tienen siempre un fondo co­mún con el que poder darle trabajo durante un año en aquellas ocupaciones que vienen a ser el nervio y la vida de aquella ciudad y de las industrias de las que la plebe vive. Además, los ejercicios militares gozan en ellas de gran reputación y en este sentido tienen muchas disposi­ciones que los mantienen y regulan.

Por tanto,@_n príncipe que tenga una ciudad fortifica­da y que no se haga odiar no podrá ser asaltado, y si lo fuera, su asaltante se vería obligado a levantar el cerco abochornado, porque las cosas del mundo son tan varia­bles que es imposible que nadie pueda emplear un año completamente ocioso con sus ejércitos en un asedif}Y quien replique que si el pueblo tiene sus posesiones fuera y las ve arder, perderá la paciencia, y el largo asedio y la caridad propia 23 le harán olvidarse del príncipe, le res­pondo que un príncipe poderoso y animoso superará siempre todas estas dificultades: ahora dará esperanza a sus súbditos de que el mal no durará mucho, ahora les inoculará el temor a la crueldad del enemigo, ahora se asegurará con habilidad de aquellos que se le manifiesten demasiado atrevidos. Además de todo esto, el enemigo debe lógicamente quemar y devastar el territorio nada más llegar, precisamente cuando los ánimos de los hom­bres están inflamados y dispuestos para la defensa. Por eso el príncipe debe abrigar menos temor, puesto que al

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cabo de algunos días, cuando los ánimos se han enfriado, los daños ya están hechos y ya no hay remedio alguno. Y entonces los súbditos todavía se unen más a su príncipe, estimando que él ha contraído una obligación con ellos al

·haber quedado incendiadas sus casas y devastadas sus posesiones en defensa suya. Pues la naturaleza de los hombres es contraer obligaciones entre sí tanto por los favores que se hacen como por los que se reciben. Por todo ello, si se consideran correctamente todos los pun­tos, no resultará difícil a un príncipe prudente durante un asedio tener a su favor en un primer momento el ánimo de sus ciudadanos y después mantenerlos firmes, siem­pre que no les falten los medios de subsistencia y de defensa.

XI. De los principados eclesiásticos*

Solamente nos quedan ya por examinar los principados eclesiásticos, con respecto a los cuales las dificultades surgen antes de entrar en posesión de los mismos, pues se adquieren o con virtud o por la fortuna, y se conservan sin la una y sin la otra, ya que se sustentan en las antiguas leyes de la religión, las cuales son tan poderosas y de tan­to arraigo que mantienen a sus príncipes al frente del Es­tado, sea cual sea su forma de actuación y de vida. Estos príncipes son los únicos que tienen Estados y no los de­fienden, súbditos y no los gobiernan: los Estados, aun in­defensos, no les son arrebatados y los súbditos, aun no siendo gobernados, no se preocupan de ello y no piensan ni pueden sustraerse a su dominio. Estos principados

* De principatibus ecclesiasticis.

EL PRÍNCIPE, XI 79

son, pues, los únicos seguros y felices. Sin embargo, dado que están sostenidos por una razón superior que la mente humana no alcanza, no voy a hablar de ellos, puesto que -siendo sus príncipes exaltados y conservados por Dios­sería un ejercicio propio de un hombre presuntuoso y te­merario analizarlos. No obstante, si a pesar de todo al­guien me preguntara cuál es la causa de que la Iglesia haya alcanzado, en lo temporal, tanto poder cuando an­tes de Alejandro 24 las potencias italianas -y no sólo las que se llamaban a sí mismas potencias, sino cualquier ba­rón y señor por muy pequeño que fuese- le concedían es­casa importancia en cuanto a lo temporal, mientras que ahora un rey de Francia tiembla ante ella y la misma Igle­sia ha podido expulsarlo de Italia y hundir a los venecia­nos: me parece que no es superfluo traer de nuevo a la memoria estos hechos, aunque sólo sea en parte, y a pe­sar de que sean conocidos de todos.

Antes de que el rey Carlos de Francia viniera a Italia25 ,

este país estaba bajo el poder del papa, de los venecianos, del rey de Nápoles, del duque de Milán y de los florenti­nos. Estas potencias debían tener necesariamente dos preocupaciones fundamentales: la primera, que ningún extranjero entrara en Italia con sus ejércitos; la segunda, que ninguna de ellas ampliara sus territorios. Quienes ofrecían mayores motivos de preocupación eran el papa y Venecia. Para contener en sus límites a la última era ne­cesaria la unión de todos, como ocurrió en la defensa de Ferrara, y para someter al papa se servían de los nobles romanos, quienes -divididos en las dos facciones de los Orsini y los Colonna- siempre tenían motivos para pro­mover desórdenes públicos. De esta forma, con sus ar­mas desenvainadas ante los mismos ojos del pontífice, mantenían al pontificado débil y sin fuerzas. Y aunque de

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que en los tiempos de paz solamente pensaba en los mo­dos de hacer la guerra, y cuando deambulaba con sus ami­gos por el campo, solía pararse y discutir con ellos: «Si los enemigos estuvieran en aquella colina y nosotros nos en­contráramos aquí con nuestro ejército, ¿quién de noso­tros llevaría ventaja? ¿Cómo podríamos salir a su encuen­tro conservando el orden? ¿Qué tendríamos que hacer si quisiéramos retirarnos? Si fueran ellos quienes se retira­ran, ¿cómo deberíamos perseguirlos?» De esta forma les proponía sobre la marcha todos los casos que pueden pre­sentarse a un ejército, escuchaba su opinión, pronunciaba la suya corroborándola con las razones apropiadas. Gra­cias a estas continuas reflexiones, no podía surgir cuando se hallaba al frente de sus ejércitos ningún caso particular para el cual no tuviese el remedio adecuado.

Por lo que hace referencia al adiestramiento de la rn~I!~ te, el príncipe debe leer las obras de los historiadore.s, y en ellas examinar las acciones de los hombres eminentes, viendo cómo se han conducido en la guerra, estudiando las razones de sus victorias y de sus derrotas a fin de que esté en condiciones de evitar las últimas e imitar las pri­meras. Y, sobre todo, debe hacer lo que, por otra parte, siempre hicieron los hombres eminentes: tomar corno. modelo a alguien que con anterioridad haya sido alabacic:i y celebrado, conservando siempre ante los ojos sus acti­tudes y sus acciones 42

; así se dice que Alejandro Magno imitaba a Aquiles, César a Alejandro, Escipión a Ciro. Quienquiera que lea la vida de Ciro escrita por Jenofonte reconocerá después, si examina la vida de Escipión, cuánta gloria proporcionó a éste la imitación de aquél y en qué gran medida se ajustaba el general romano en su honestidad, afabilidad, humanidad y liberalidad a todo lo que de Ciro nos ha escrito Jenofonte 43

• Un príncipe sa-

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EL PRfNCIPE, XV 95

bio debe observar reglas semejantes: jamás permanecerá ocioso en tiempo de paz, sino que haciendo de ellas capi­tal se preparará para poderse valer por sí mismo en la ad­versidad, de forma que cuando cambie la fortuna lo en­cuentre en condiciones de hacerle frente 44•

XV. De aquellas cosas por las que los hombres y sobre todo los príni:ipes son alabados o censurados*

Nos queda ahora por ver cuál debe ser el comportamiento y el gobierno de un príncipe con respecto a súbditos y amigos. Y porque sé que muchos han escrito de esto, temo -al escribir ahora yo- ser considerado presuntuoso, tanto más cuanto que me aparto -sobre todo en el tratamiento del tema que ahora nos ocupa- de los métodos seguidos por los demás. Pero, siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente ir di­rectamente a la verdad real de la cosa que a la representa­ción imaginaria de la misma. Muchos se han imaginado repúblicas y principados que nadie ha visto jamás ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta distan­cia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja a un lado lo que se hace por lo que se debería hacer apren­de antes su ruina que su preservación: porque un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de bueno labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son.fjor todo ello _es necesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidac(J ·

* De his rebus quibus homines et praesertim príncipes laudantur aut vi­tuperantur.

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Dejando, pues, a un lado las cosas imaginadas a propó­sito de un príncipe, y discurriendo acerca de las que son verdaderas, sostengo que todos los hombres cuando se habla de ellos -y especialmente los príncipes, por estar puestos en un lugar más elevado- son designados con al­guno de los rasgos siguientes que les acarrean o censura o alabanza: uno es tenido por liberal, otro por tacañó (me -sirvo en este caso de una palabra toscana, porque en nuestra lengua avaro es aquel que por rapiña desea acu­mular, mientras llamamos tacaño a aquel que se abstiene en demasía de usar lo que tiene) 45

; uno es considerado generoso, otro rapaz; uno cruel, otro clemente; uno des­leal, otro fiel; uno afeminado y pusilánime, otro fiero y valeroso; el uno humano, el otro soberbio; el uno lascivo, el otro casto; el uno íntegro, el otro astuto; el uno rígi­do, el otro flexible; el uno ponderado, el otro frívolo; el uno devoto, el otro incrédulo, y así sucesivamente 46

• Yo sé que todo el mundo reconocerá que sería algo digno de los mayores elogios el que un príncipe estuviera en pose­sión, de entre los rasgos enumerados, de aquellos que son tenidos por buenos. Pero, puesto que no se pueden tener ni observar enteramente, ya que las condiciones huma­nas no lo permiten, le es necesario ser tan prudente que sepa evitar el ser tachado de aquellos vicios que le arreba­tarían el Estado y mantenerse a salvo de los que 11o_s~Jo quitarían, si le es posible; pero si no lo es, puede incurrir en ellos con menos miramientos. Y todavía más: que no se preocupe de caer en la fama de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podrá salvar su Estado, porque, si se considera todo como es debido, se encontrará alguna cosa que parecerá virtud, pero si se la sigue traería consi­go su ruina, y alguna otra que parecerá vicio y si se la si­gue garantiza la seguridad y el bienestar suyo 47

EL PRÍNCIPE, XVI 97

XVI. De la liberalidad y la parsimonia*

Empezando, pues, por el primero de los rasgos mencio­nados, reconozco que_ sería bueno ser considerado libe­ral. No obstante, l_a liberalidad, usada de manera que seas tenido por tal, te perjudica porque -si se la usa con mode­_ración y como es debido- no se deja ver y no te evitará ser tachado de la cualidad opuesta; Además, si se pretende conservar entre los hombres el título de liberal, es nece-

--sario no privarse de ninguno de los componentes del¡t _ suntuosidad, de manera que un príncipe de tal hechura consumirá siempre en actos de ese tipo toda su riqueza; al final se verá obligado -si desea seguir conservando la fama de liberal- a gravar a su pueblo más allá de toda me­dida y a hacerse enojoso, poniendo en práctica todos aquellos recursos que se pueden utilizar para sacar dine­ro. Todo ello comenzará a hacerlo odioso ante sus súbdi­tos y poco apreciado por todos, cayendo al final en lapo­breza con el resultado de que -al haber perjudicado su _liberalidad a muchos y favorecido a pocos- se resentirá al primer inconveniente y correrá serio peligro a la menor

---_ ocasión de riesgo que se presente. Si se da cuenta de ello y pretende retractarse, se ganará inmediatamente la fama detacaño 48•

Un príncipe, por tanto -dado que no puede recurrir a esta virtud de la liberalidad sin perjuicio suyo cuando se hace manifiesta-, debe, si es prudente, no preocuparse de ser tachado de!_acañ_o, porque _con el tiempo siemj:fre será

! considerado más liberal al ver sus súbditos que gracias a , 1 rJ f - :: su parsimonia sus rentas le bastan, puede defenderse de

v quien le hace la guerra, puede acometer empresas sin gra-

* De liberalitate etparsimonia.

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var a sus pueblos. De esta forma, al final, viene a ser libe­ral con todos aquellos a quienes no quita nada -que son muchísimos- y tacaño con todos aquellos a quienes no da, que son pocos 49

• En nuestra propia época hemosyis­to que solamente han hecho grandes cosas quienes han llevado fama: de tacaños;.los demás se han gasta<lo:-Ef papa Julio II se sirvió, es cierto, de su fama de liberil para arribar al papado, pero a partir de entonces ya no pensó en conservarla a fin de estar en condiciones de hacer la guerra. El actual rey de Francia ha hecho tantas guerras sin imponer un solo impuesto de más a sus súbditos gra­cias a que su larga parsimonia ha sabido compensar los gastos superfluos. El actual rey de España, si hubiera te­nido fama de liberal, no habría acometido ni superado tantas empresas.

En consecuencia: un príncipe debe conceder poca im­portancia a que lo tachen de tacaño si con ello no se ve obligado a despojar a sus súbditos, puede defenderse, no se ve reducido a la pobreza y al desprecio y no se ve for­zado a convertirse en rapaz. Porque éste es uno de aque­llos vicios que lo hacen reinar. Y si alguno dijera que Cé­sar se hizo dueño del Estado gracias a su liberalidad, y que otros muchos, precisamente por haber sido liberales y ser tenidos por tales, han alcanzado puestos eminentí­simos, respondo lo siguiente: o has llegado ya al princi­pado o estás en vías de conseguirlo. En el primer caso esa liberalidad es perjudicial; en el segundo es efectivamente necesario ser tenido por tal. Y César era uno de aquellos que querían llegar al principado en Roma; pero si una vez llegó allí hubiera sobrevivido y no hubiera modera­do sus dispendios, habría destruido ese poder. Y si algu­no replicase que han sido muchos los príncipes que con sus ejércitos han hecho grandes cosas, a pesar de tener la

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EL PRÍNCIPE, XVII 99

fama de liberalísimos, te respondo: 9 el príncipe gasta lo suyo y lo de sus súbditos, o lo de otros. En el primer caso debe ser parco; el segundo no debe descuidar ninguno de los preceptos de la liberalidad. El príncipe que está en campaña con sus ejércitos, que se nutre de botines, de sa­queos, de impuestos extraordinarios, maneja lo de los demás y le es necesario usar de esta liberalidad, pues de lo contrario sus soldados no le seguirían. Y con aquello que no es tuyo ni de tus súbditos se puede ser considera­blemente más generoso. Así hicieron Ciro, César y Ale­jandro, porque el gastar lo de otros no te quita conside­ración, antes te la aumenta. Solamente el gastar lo tuyo te perjudica, y no hay cosa que gaste a uno más que la libe­ralidad, pues mientras la usas pierdes la capacidad de usarla 50

, y te haces o pobre y digno de desprecio o, por huir de la pobreza, rapaz y odioso. Y entre todas las co­_sas de las que un príncipe debe guardarse se e11cuentran el ser digno de desprécio y odioso. Ahora bien, la libera-

. lidad te lleva a lo uno y a lo otro. Por tanto,_es más sabio _ganarse la fama de tacaño, que engendra un reproch~sin .odio, que por mor de la fama de liberal verse obligad~ a incurrir en la fama de rapaz, que engendra un reproche al que va unido el odio.

XVII. De la crueldad y de la clemencia, y si es mejor ser amado que temido o viceversa*

Descendiendo a los otros rasgos mencionados, digo que Qod()_prín~ipe debe desear ser tenido por clemente y no

por cruel, pero, ~o obstante, debe estar atento a no.hacer

* De crudelitate et clementia; et an sit melius amari timeri, vele contra.

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mal uso de estademenci':)=ésar Borgia era considerado cruel y, sin embargo, su crueldad restablec;ió elorªe_n_en la Romaña, restauró la unidad y la redujo a la pazy~Ja lealtad al soberano. Si se examina correctamente todo ello, se verá que el duque había sido mucho más clemente que el pueblo florentino, que por evitar la fama de cruel permitió, en última instancia, la destrucción de Pistoya. Debe, por tanto&n príncipe no preocllpars_t:_<!_eJa fama de cruel si a cam15io mantiene a sus súbditos unidos y lea::' les)'orque, con poquísimos castigos eje~!~~~-será más clemente que aquellos otros que, por excesiva de­mencia, permiten que los desórdenes contintieri,-ae·lo cual surgen siempre asesinatos y rapiñas; pues bien, estas últimas suelen perjudicar a toda la comunidad, mientras las ejecuciones ordenadas por el príncipe perjudican sól? a un particular. Y de entre todos los príncipes,áTpríilcipe nuevo le resulta imposible evitar la fama de cruel por es­tar los Estados nuevos llenos de peligros. Ya Virgilio nos dice por boca de Dido:

Res dura, et regni novitas me talia cogunt moliri, et late fines custode tueri 51

No obstante, debe ser ponderado en sus reflexiones y en sus movimientos, sin crearse temores imaginarios y actuando mesuradamente, con prudencia y humanidad, para que la excesiva confianza no lo haga incauto ni la ex­cesiva desconfianza lo vuelva intolerable.

Nace de aquí una cuestión ampliamente debatida 52: si

es mejor ser amado que temido o viceversa. Se responde que sería menester ser lo ur:iºX.~? ogo; pero puesto que resultá aifícff combinar ambas cosasis mucho más_s~­guro ser temido que amado cuando se haya de!e~un_~ar

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a u_11a_<!_t:Jas cioi?Porque, en general, se puede decir de los hombres lo siguiente: son ingratos, volubles, simulan lo que no son y disimulan lo que son, huyen del pelig1\o, están ávidos de ganancia, y mientras les haces favores-----­son todo tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos -como anteriormente dije- cuando la necesi­dad está lejos; pero cuando se te viene encima vuelve la cara. Y_ aquel príncipe que se h,a apoyado enteramep.te _en sus promesas, encontrándose desnudo y desprovisto ge otros preparativos, se hunde: porque las amistades que se adquieren a costa de recompensas y no con gran­deza y nobleza de ánimo, se compran, pero no se tienen, y en los momentos de necesidad no se puede disponer de ellas. Además/fos hombres vacilan menos en hacer daño a quien se hace amar que a quien se hace temer, pues el amor emana de una vinculación basada en la obligación, la cual (por la maldad humana) queda rota siempre que la propia utilidad da motivo para ello, mientras que el teJI1_gr ~m.ana <l.eLmiego al castigo, el cual jamás te abando~3• Debe, no obstante,!l- príncipe hace~~ ~em~ .cl~!!l.ª-!1~.r.a que si le es imposible ganarse el amor, consiga evitarel~~-is>, porque puede combinar-se p~r~ectam~nte el ser _teII1_i~o-y el no s~r ºª~~on­segmra esto siempre q11e s_e al:istengade tocar los bienes de sus ciudadanos y de sus súbditos, ysus Il1Ujere$JY si a pesar de todo le resulta necesario proceder a ejecutar a alguien, debe hacerlo cuando haya justificación opor­tuna y causa manifiesta. Pero[jor encima de todas las cosas, ,debe al:istenerse siempr;e de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan con mayor rap.id,e la muer-te de su padre que la pérdida de su patrimonjQJ Además, motivos para arrebatar los bienes no faltan nunca y el que comienza a vivir con rapiña encontrará siempre ra-

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zones para apropiarse de lo que pertenece a otros; por el contrario, motivos para ejecutar a alguien son más raros y pasan con más rapidez.

Perc(Cuando el príncipe se encuentra con los ejércitos y tiene"a sus órdenes multitud de soldados, entonces es absolutamente necesario que no se preocupe délafüma de cruel, porque, de lo contrario, nunca mantendrá al ejército unido ni dispuesto a acometer em¡>resaalg~~­Entre las admirables acciones de Aníbal se enumera pre­cisamente ésta: con un ejército inmenso, formado por in­finitas clases de hombres, llevado a combatir a un país ex­tranjero, jamás surgió en ese ejército disensión alguna ni en su seno ni contra el príncipe, tanto en los momentos de mala como de buena fortuna. La causa no era otra que su inhumana crueldad, la cual, junto con sus otras mu­chas cualidades, lo mantuvo siempre ante los ojos de sus soldados temido y respetado; sin ella no hubieran basta­do sus otras cualidades para conseguir aquel resultado. Los historiadores poco reflexivos alaban, por un lado, este logro suyo, y, por otro, condenan la causa principal del mismo. Y que es cierto que sus otras cualidades no hubieran bastado se puede comprobar en Escipión, hom­bre singularísimo no sólo en su tiempo, sino en todas las épocas de las que tenemos memoria. A Escipión se le re­belaron los ejércitos en España y la causa no fue otra que su excesiva clemencia, que introdujo entre sus soldados más licencia de lo que convenía a la disciplina militar. Ello hizo que Fabio Máximo lo recriminara en el Senado, llamándolo corruptor de las tropas romanas. Por otra parte, destruidos los locrios por un legado suyo, ni repa­ró el agravio ni corrigió la insubordinación de aquel lega­do, todo lo cual venía dado por aquella naturaleza suya blanda y flexible hasta tal punto que alguien pretendió

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excusarlo en el Senado diciendo que había muchos hom­bres que sabían mejor no errar que corregir los errores. Esta naturaleza suya habría manchado con el tiempo su fama y su gloria de haber seguido perseverando en ella en el ejercicio del mando; pero, actuando bajo las órdenes del Senado, esta peculiaridad suya perjudicial no sólo quedó oculta, sino que le reportó gloria.

Concluyo, por tanto, volviendo a lo relativo a ser ama­do y temido, que -como los hombres aman según su vo­luntad y temen según Ia voluntad del príncipe-:- un prín­. cipe prudente debe apoyarse en aquello que es suyo y no

·.· en lo que es de otros. Debe tan sólo ingeniárselas, como hemos dicho, para evitar ser odiado. ·

XVIII. De qué modo han de guardar los príncipes la palabra dada*

Cuán loable es en un príncipe mantener la palabra dada y comportarse con integridad y no con astucia, todo el

·mundo lo sabe. Sin embargo, la experiencia muestra en nuestro tiempo que quienes han hecho.grandes_co..s.as.han sidolos prú1cipes que han tenido pocosmiramientos ha­cia sus propias promesas y que han sabido burl<ir cgnas­tucia el ingenio de los hombr~§. Al final han superado a quienes se han fundado enlalealtad.

Debéis, pues, saber que[xisten dos formas de comba­tir: la una con las leyes, la otra con la fuerza:~Lapfímera ·es propia del hombre; la segunda, de las bestias; pero como la primera muchas veces no basta, conviene re<::LL­

. ~rir a la segun~Por tanto, es necesario a un príncipe sa-

* Quomodo fides a principibus sit servanda.

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ber utilizar correctamente la bestia y el hombre. Este punto fue enseñado veladamente a los príndpes por los antiguos autores, los cuales escriben cómo Aquiles y otros muchos de aquellos príncipes antiguos fueron en­tregados al centauro Quirón para que los educara bajo su disciplina. Esto de tener por preceptor a alguien medio bestia y medio hombre no quiere decir otra cosa sino que es neces_ario a un _príncipe sab_er l1~<l-1:~I1ªX()!rn_naturale­za y que la una no dura-sirÍJaotra.

Estando, por tanto,_un príncip~adíLll_$aber utili­zar correctamente la besfia,-debe ele!Q! entre ellas lazo­rra y el león, porqüé eneón no-sé pioteie_<ieJ¡¡_s_~rampas ni la zorra de los lobos(Es necesario, por t¡¡_!!i_Q, s~_i: zor!:_a para conocer las trampas y leóri para amedrenta~ aJm;Jo­boi)Los que solamente hacen de león no saben lo que se llevan entre manos 54• No puede, por tanto, un señorp.ru~ dente -ni debe- guard~r fidelidad a su palabra c_uando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desapareéido los motivos que determinaron su prolllésa. SUQs_hgmbn:_s fuera11 todos buenos, este precepto no ser~a_C:()Erect~i, pero -puesto que son malos y no t:e guardaríail_a. ti_supa­labra- tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya. Ade­más, jamás faltaron a un príncipe razones legítimas con las que disfrazar la violación de sus promesas. Se podría dar de esto infinitos ejemplos modernos y mostrar cüán­tas paces, cuántas promesas han permanecido sin ratifi­car y estériles por la infidelidad de los príncipes, y quien ha sabido hacer mejor la zorra ha salido mejor libra~o.¡ Pero es necesario saber colorear bien esta naturaleza y ser un gran simulador y disimulador: y los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que el que engaña encontrará siempre quien se. deje engañar.

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No quiero callarme uno de los ejemplos más frescos: Alejandro VI no hizo jamás otra cosa, no pensó jamás en otra cosa que en engañar a los hombres y siempre encon­tró con quien poderlo hacer. No hubo jamás hombre que asegurara con mayor rotundidad y con mayores jura­mentos afirmase una cosa y que, sin embargo, la observa­se menos. Pero, a pesar de todo, siempre le salieron los engaños a la medida de sus deseos, porque conocía bien esta cara del mundo 55

_Noes, por tanto, necesario a un príncip(!poseertodas las cualidades anteriormente mencionadas, pero es muy necesario que parezca ténerlas. E incluso me atreveré a decir que si se las tiene y se las observa, siempre son per­jucJjciales, pero si aparenta tenerlas, son útiles; por ejem­plo, parecer demente, leal, humano, íntegro, devoto, y serlo, pero tener el ánimo predispuesto de tal manera -que, si es necesario no serlo, puedas y sepas adoptar la cualidad contraria. Y se ha de tener en cuenta que un prínc_ip~::Y_~pecialmente un príncipe n_11eV()::: 11()Pl!~ge _observar todas aquellas cosaspor las cuales los hombres son tenidos por buenos, pues a menudo se ve obligado, ·para conservar su Estado, a actuar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión. Por eso necesita tener un ánimo dispuesto a moverse según le exigen los vientos y las variaciones de la fortuna 56, y, como ya dije anteriormente, a no alejarse del bien, si pue­de, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado.

Debe, por tanto, un príncipe tener gran cuidad9 de_que no le salga jamás de la boca cosa alguna que no esté llena de las cinco cualidades que acabamos de señalar y ha de par~~er, al qµe lo mira y escucha, todo clemencia, todofe, iodo integridad, todo religión. Y no hay cosa más nece­saria de aparentar que se tiene que esta última cualidád,

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pues los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos, ya que a todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan l~ que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opi­nión de muchos, que tienen además la autoridad del Esta­do para defenderlos. Además, en las acciones de todos los hombres, y especialmente de los príncipes, donde no hay tribunal al que recurrir, se atiende al fin. Trate, pues, ~n príncipe de vencer y conservar su Estado, y los ~ed10s siempre serán juzgados honrosos y ensalz~dos. por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo. Los pocos no tienen sitio cuando la mayoría tiene donde apoyarse 57• Un prínc_ip~<i,e1111e~!r~s_dí~, al cual no es correcto nombraraquí, no predica ia.Ill~_s-~!_ra cosa qye paz y lealtad, pero de la una yAe!a. ºfr-ª~~-b_ostilís~ne-

--ñllgo~yd.e haber obs-ervado la una y la otra, hubiera. ptr­dido en más de una ocasión o la reputación o el Estado.

XIX. De qué modo se ha de evitar ser despreciado y odiado*

Como ya he hablado de las más importantes de aqu~llas cualidades mencionadas anteriormente, voy a exammar

* Descontemptu et odio fugiendo. Éste es, con much?, e~ c_apítulo más largo del Príncipe. En él desarrolla Maquiave~o su pnnc1p10 central de que el príncipe debe evitar el desprecio y el od10 del ~ueblo, pues ta.! fal­ta debilita su posición de poder y trae al final necesanam~nte la «ruma». Frente a ello, el príncipe debe tratar por todos los -~ed10s de.ganar_ el consentimiento popular a su dominación. La extens10n del capitulo vie­ne determinada por su preocupación polémica y por la necesidad de persuadir y movilizar ideológicamente.

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las demás brevemente a partir del siguiente principio ge­neral: el príncipe ha de pensar -como en parte hemos di­cho ya más arriba- en evitar todo aquello que lo pueda hacer odioso o despreciado. Si lo consigue, habrá cum­plido con la parte que le corresponde y no encontrará en los otros reproches peligro alguno. Odioso lo hace sobre -todo -como ya he dicho- el ser rapaz y-i.isürparlosole­_11es y las mujeres de sus súbditos. be tod.o-eíío debea6$­tenerse y siempre que al conjunto de los hombres no se les arrebata ni bienes ni honor, viven contentos y sólo se ha de luchar con la ambición de unos pocos, la cual puede ser refrenada de muchas maneras y con facilidad. _Despreciable lo hace el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusiÍánime, irresoluto. Un príncipe debe

· guardarse de estos reproches como de un escollo e inge­niárselas para que en sus acciones se vea grandeza de

_ ánimo, valor, firm~za y fortalez_a. Ante fos manefos-pfí­vados de los siibditos ha de sostener su dictamen de ma­nera irrevocable, dando siempre de sí una opinión tal que nadie piense ni en engañarlo ni en burlarlo.

El príncipe que da de sí esta imagen adquiere una repu­tación suficiente, y si alguien tiene buena reputación, di­fícilmente se con jura 58 contra él, difícilmente se le asalta, si se ve que es excelente y temido por los suyos. Porque un príncipe debe tener dos temores: uno hacia dentro, ante _sus súbditos; Ótrohaeia fuera, ante los extranjeros pode­rosos. De los últimos se defiende con las buenas armas y

-con los buenos aliados, y siempre que tenga buenas ar­mas tendrá buenos aliados. Además, los asuntos internos siempre estarán seguros si también lo están los de fuera, a no ser que se vean perturbados por alguna conjura. Y aunque los asuntos de fuera se perturben, si él se ha orga­nizado y actuado como he dicho, sostendrá cualquier

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ataque siempre que no se descorazone, al igual que hizo como ya he señalado el espartano Nabis. Pero cuando la situación exterior no se altera, se ha de temer con respec­to a los súbditos que maquinen secretamente una conju­ra, de lo cual puede guardarse con seguridad si evita el ser odiado y despreciado, y conserva al pueblo satisfecho de él. Estos puntos -como ya he expuesto anteriormente con gran extensión- son absolutamente necesarios.~ los más poderososremediosde_qlJ~ @sQone un príncipe contra las conjuras es no ser odiadopgi;:~J_~gEi_unto del pueblo, porque el que conjura confía siempre endarfük

-tisfacción al pueblo con la muerte del príncipe; pero cuando cree actuar en su contra nunca se encuentra con fuerza suficiente para tomar tal decisión, porque las difi­cultades con que entonces se enfrentan los conjurados son infinitas. Y la experiencia muestra que han sido mu­chas las conjuras, pero pocas las que han conseguido triunfar. Pues quien conjura no puedees:t_ar sol()_I!LJ;>t1:ede procurarse otra compañía que la de aquellos a quienes cree descontentos, y tan pronto como descubresiusili"~ tendones a un descontento, le das motivo para contentar­se, ya que, si denuncia la maquinación, puede esperar todo tipo de recompensas. De esta manera, viendo la ga­nancia segura por este lado y por el lado de la conjura du­dosa y llena de peligros, se necesitaría para permanecer fiel o bien un amigo fuera de lo común o bien un enemigo absolutamente irreconciliable del príncipe. En fin, redu­ciendo el asunto a breves términos: por parte delconju­rado no hay sino miedo, sospechas, temor al casÚgg~Ío cual acobarda; pero de la parte del príncipe está.fa-autori­dad del principado, las leyes, el apoyo de los amigos y _del Estado que actúan en su defensa. De esta manera, si a todo ello se añade el favor popular, es imposible que haya

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nadie tan temerario que conjure, puesto que si de ordina­rio el conjurado ha de guardar temor antes de la ejecu­ción de su delito, en este caso (cuando el pueblo está en contra suya) debe temer además lo que vaya a suceder después de cometido el asesinato, pues no puede esperar refugio alguno.

Sobre este punto se podría dar infinitos ejemplos, pero voy a limitarme a uno solo, acaecido en época de nues­tros padres: messer Aníbal Bentivoglio, príncipe de Bolo­nia y abuelo del actual messer Aníbal, fue asesinado por los Canneschi tras la conjura que contra él habían trama­do, sin dejar otro descendiente que messer Giovanni, un niño todavía de pañales. Sin embargo, el pueblo se levan­tó después del asesinato y mató a todos los Canneschi, debido al favor popular de que en aquellos tiempos goza­ba la casa de los Bentivoglio. Este favor llegaba hasta el punto que, no quedando de aquella familia nadie en Bo­lonia que pudiera gobernar el Estado a la muerte de Aní­bal y llegando noticia de que en Florencia había un des­cendiente de los Bentivoglio considerado hasta entonces hijo de un herrero, lo vinieron a buscar desde Bolonia y le entregaron el gobierno de la ciudad, que fue gobernada por él hasta que messer Giovanni llegó a la edad adecua -d~ara hacerlo. LSoncluyo, por tanto, diciendo que un príncipe debe te­

ner poco temor a las conjuras cuando goza del favor _sl_tl pueblo; pero si éste es enemigo suyo y lo odia, debe temer de cualquier cosa y a todos. Los Estados bien ordenados y los príncipes sabios han buscado con toda su diligencia los medios para no reducir a la desesperación a los .nobles y para dar satisfacción al pueblo y tenerlo contento, por­que ésta es una de las materias y cuestiones más impor­tantes para un príncip~

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Entre los reinos bien ordenados y gobernados en nues­tra época se halla el de Francia 59• Hay en él infinitas insti­tuciones buenas de las que depende la libertad y seguri­dad del rey. La primera de ellas es el parlamento y su autoridad, porque quien estableció la forma de gobierno de aquel reino juzgó -conociendo la ambición y la inso­lencia de los poderosos- que había necesidad de una rienda capaz de contenerlos: conociendo, por otro lado, <:!l odio ::Qªs.ac:l()_en elr11iec:lo~ que el conjunto del pueblo experime,11taba hacia los noblesy de~e¡ilill_g_wanñzat§ seguridad, no quiso, sin embargo, que ello fuera preocu­pación particular del rey, a fin de evitarle el peso odioso que podría sobrevenirle si favorecía al pueblo en contra de los nobles o a los nobles en contra del pueblo. Por eso instituyó un tercer juez para que, sin carga alguna del rey, castigara a los nobles y favoreciera a los inferiores. Esta ordenación no podía ser mejor ni más prudente, ni capaz de dar una mayor seguridad al rey y al reino. De ella se puede extraer, además, otro principio importante: los. príi.icipesdeben ejecutar a trªY~s de otros las medidas que puedari acarieárle odio y ejecutar porsíniismcúique­llas que le reportan el favor de los súbditgs. Concluyo, pues, de nuevo que un príncipe debe estimar a los no"Qles, pero no hacerse odiar del pueblo.

Podría quizá parecer a muchos que el examen de la vida y la muerte de algún emperador romano propor­cionase ejemplos que contradicen mi. opinión, por en­contrarse alguno que -a pesar de haberse comportado siempre ilustremente y de haber mostrado gran capaci­dad de ánimo- perdió, sin embargo, el imperio e incluso fue asesinado por aquellos súbditos suyos que habían conjurado contra él. Para dar respuesta a estas objeciones examinaré las cualidades de algunos emperadores y mos-

. . ''l.

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traré que las causas de su ruina no son diferentes de las que he aducido. Al mismo tiempo pondré en considera­ción lo que ha de tener en cuenta quien lea las acciones de aquellos tiempos. Quiero que me baste con atender a to­dos aquellos emperadores que se sucedieron desde Mar­co Aurelio, el filósofo, a Maximino, es decir: Marco Aure­lio, su hijo Cómodo, Pertinax, Juliano, Septimio Severo, su hijo Caracalla, Macrino, Heliogábalo, Alejandro Seve­ro y Maximino. Se ha de tener en cuenta, en primer lugar, que mientras en los otros prin~_ip¡¡cios sólo se ha de luchar ~C>1.1l<l ¡¡mbición de fos grán<les y la insübor<ll!iaci<ind;l . i:r11_e.l::>lo, Jos ~mperádores romanos se enfrentaban a una -tercera dificultad: tener_ que soport11rJa <;:r~~lciad y la ava ~-ricia de los soldados, lo cual era tan difícil que ~ot!Vóla ruina de muchos, pues era difícil satisfacer a los soldados

._J:-ªJ~_pueblo~ porque éstos amaban la paz y por-~ilo ªII1aban alos príncipe§ moderados, mientras que los sol-

-J.ados querían un príncipe de ánimo militar, agresivo, cruel y rapaz, que pusiera en práctica estas cualidades contra los pueblos para poder tener así doble sueldo y desfogar su avaricia y crueldad. Esta situación hizo que ¡¡q11~llos emperadores que, por su naturaleza particular o por falta de experiencia política, carecían de la repu­tación suficiente para contener tanto a los unos como a

·1os otros, se venían siempre abajo. La mayoría de ellos, por otra parte, y especialmente aquellos que habían al­canzado el principado como hombres nuevos, se volvían -conociendo la dificultad de estos dos diversos humo­res- a dar satisfacción a los soldados, concediendo escasa importancia al hecho de agraviar al pueblo. Esta decisión era necesaria, porque, al no poder los príncipes impedir que alguno no los odie, se deben esforzar, en primer lu­gar, en no ser odiados por la comunidad, y, si no pueden

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conseguir esto, deben poner en juego toda su habilidad para conseguir evitar el odio del colectivo más poderoso. Por eso aquellos emperadores que, por su carácter de nuevos, tenían necesidad de favores extraordinarios se ponían del lado de los soldados antes que de los pueblos, lo cual, sin embargo, les resultaba útil o no según que el príncipe en cuestión supiera mantener su reputación ante ellos. Estas razones que hemos enumerado fueron la causa de que Marco Aurelio, Pertina¡¡: y: Al~j_and!'o S~y~ro -todos ellos de vida modesta, amantes de la justicia, ene­migos de la crueldad, humanos y afabl~~--~~~9ntraran: con excepción del primero, un triste final._ Solamente Marco Aurelio vivió y murió respetadísimo, porque ac­cedió al grado de emperador iure hereditario y no debía reconocimiento por ello ni a los soldados ni a los pue­blos; además -adornado de muchas virtudes que lo ha­cían respetable- mantuvo durante toda su vida a los dos grupos dentro de sus justos términos y jamás se vio ni ·odiado ni despreciado. Pero Pertinax fue hecho empera­dor contra la voluntad de los soldados, los cuales -acos­tumbrados a vivir licenciosamente bajo Cómodo- no pudieron soportar aquella vida honesta a que Pertinax los quería reducir. Por eso, habiéndose granjeado su odio y al unirse a este odio el desprecio por causa de su avan­zada edad, se hundió ya en los primeros momentos de su reinado.

Y aquí se debe señalar que el odio se conquista tanto mediante las buenas obras como m_ediante las malas; por . eso, como ya he dicho con anterioridad; uri-piíñCipeque quiera conservar el Estado se ve forzado a menudo a no ser bu~no, porque cuando aquella colectividad _.sea el pueblo o los soldados, o los grandes- de la que estimas verte necesitado para mantenerte, está corrompida, te

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conviene seguir su humor para satisfacerla y entonces las buenas obras te son enemigas. Pero vengamos a Alejan­dro Severo, quien fue tan bondadoso que entre las otras alabanzas que le son hechas figura la de que en catorce años que conservó el imperio nadie fue jamás muerto por él sin proceso regular. No obstante, tenido por un hombre afeminado y sometido al gobierno de su madre, cayó en desprecio y el ejército conspiró contra él y lo asesinó.

Examinando ahora en contraposición el carácter de Cómodo, de Septimio Severo, Antonino Caracalla y Ma­ximino, los encontraréis extremadísimamente crueles y rapaces: para dar satisfacción a los soldados, no omitie­ron ningún tipo de injusticia que se pudiera cometer con­tra el pueblo, y todos, excepto Septimio SeverÓ, tuvieron un final desgraciado. Porque en éste hubo tanta virtud que conservando a su lado a los soldados pudo reinar siempre sin perturbaciones, a pesar de oprimir a los pue­blos. Sus cualidades lo hacían a los ojos de los soldados y de los pueblos tan admirable que estos últimos permane­cían de alguna manera atónitos y estupefactos, y los otros reverentes y satisfechos. Como sus acciones fueron gran­des. en un príncipe nuevo, quiero mostrar brevemente lo bien que supo usar la zorra y el león, cuyas naturalezas debe imitar un príncipe como ya anteriormente dije. Co­nociendo Severo la desidia del emperador Juliano, per­suadió a su ejército -por aquel entonces acampado en Es­lavonia- de la conveniencia de marchar a Roma para vengar la muerte de Pertinax, asesinado por soldados pretorianos. Bajo este disfraz, sin mostrar que aspiraba al imperio, condujo su ejército contra Roma y llegó a Italia antes de que se tuviera noticia de su puesta en marcha. Llegó a Roma, fue elegido, por temor, emperador por el

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Senado y Juliano muerto. Tras este comienzo quedaban a Severo dos dificultades si quería apoderarse de todo el Estado: la primera en Asia, donde Nigro -jefe de los ejér­citos asiáticos- se había hecho aclamar emperador, y la segunda en Poniente, donde se encontraba Albino, otro aspirante al título. Juzgando peligroso manifestarse ene­migo a la vez de los dos, pensó atacar a Nigro y engañar a Albino: escribió a este último diciéndole que, habiendo sido elegido emperador por el Senado, quería compartir con él aquella dignidad; le envió el título de César, y por resolución del Senado se lo unió como colega. Albino tomó tales cosas por verdaderas, pero cuando Severo hubo derrotado y matado a Nigro, y pacificado la región oriental del imperio, volvió a Roma, se quejó en el Senado de que Albino, poco agradecido por los beneficios que de él había recibido, había tratado de asesinarlo por medio de engaños y que, en consecuencia, se veía obligado a cas­tigar su ingratitud. A continuación pasó a buscarlo a Francia y le arrebató el Estado y la vida.

Quien examine, pues, atentamente sus acciones, lo ha­llará un ferocísimo león y una astutísiIT1<t_Z~ffI.a, verá que fue teniiJoyrespefauo por todos )'que los ejércitos no lo odiaron. Así, no se extrañará si, aul1quehoirioreniieYO;-

-pudo conservar un imperio tan dilatado, pues su enorme reputación lo mantuvo siempre defendido del odio que los pueblos hubieran podido concebir en su contra por sus rapiñas. Antonino Caracalla, su hijo, fue también uri hombre de cualidades excelentes que lo hacían maravi­lloso a los ojos de los pueblos y grato a los soldados: era un militar capaz de soportar cualquier fatiga y desdeñoso de todo alimento delicado y de toda otra forma de moli­cie, con lo cual se ganaba el aprecio de todos los ejércitos. Sin embargo, su ferocidad y su crueldad fue tan grande y

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tan inaudita (sumando infinitas ejecuciones particulares llegó a matar gran parte del pueblo de Roma y todo el de Alejandría) que se hizo odiosísimo a todo el mundo y co­menzó a ser temido incluso por los que tenía a su alrede­dor, de forma que fue asesinado por un centurión en me­dio de su ejército. Se ha de señalar a este respecto que asesinatos de este tipo, que se ejecutan por resolución de un ánimo obstinado, son inevitables por los príncipes, porque todo aquel a quien no le preocupe morir le puede atacar, pero se les ha de tener menos miedo, porque sola­mente ocurren rarísimas veces. Solamente debe preocu­parse de no cometer1111a g~¡tve injusticia éoñtraa~itJ;~.n -aeTosque sesfrvey de los que tiene a su airededor al ser­'vício de su prfnClpado. Antonino cometió este error, pues -había matado sin culpa manifiesta a un hermano de aquel centurión y amenazaba a este último cada día. Sin embargo, lo conservaba entre los encargados de velar su seguridad: actitud temeraria que podía costarle la vida, como así ocurrió.

o Pero vengamos a Cómodo, para quien resultaba enor­memente fácil conservar el imperio por haberlo recibido iure hereditario de su padre Marco Aurelio. Sólo tenía que seguir las huellas de su padre y con ello habría tenido sa­tisfechos a los soldados y a los pueblos, pero su ánimo cruel y bestial lo indujo, para poder someter a los pueblos a su rapacidad, a seducir a los ejércitos haciéndolos licen­ciosos. Por otro lado, despreció su propia dignidad al descender a menudo en los teatros a combatir con los gla­diadores y al cometer otras acciones vilísimas y poco dig­nas de la autoridad imperial. Por todo ello se hizo despre­ciable ante los ojos de los soldados; odiado por unos y despreciad.o por otros, fue víctima de una conspiración y asesinado.

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Nos queda por narrar las cualidades de Maximino. Fue un hombre belicosísimo, elegido emperador tras la muerte de Alejandro Severo por unos ejércitos hastiados de la molicie de su antecesor, del que ya he hablado. Ma­ximino no conservó el título mucho tiempo, porque dos cosas lo hicieron odioso y despreciable: una, su ínfimo . origen, pues había guardado rebaños de ovejas en Tracia (cosa conocidísima de todos y que le acarreaba el despre­cio de todo el mundo); la otra, porque habiendo retrasa­do al comienzo de su principado el marchar a Roma para entrar en posesión de la sede imperial, sus prefectos ejer­cieron muchas crueldades tanto en Roma como en los restantes lugares del imperio y se había labrado fama de hombre muy cruel, de tal forma que, movido todo el mundo por el desdén a causa de su bajo origen y por el odio emanado de su ferocidad, se rebeló, en primer lu­gar, África, luego el Senado con todo el pueblo de Roma y toda Italia conspiró contra él. A ellos se añadió su propio ejército, que mientras asediaba Aquileya al precio de grandes dificultades, cansado de su crueldad y temiéndo­lo m~nos al ver que tenía tantos enemigos, lo mató.

No quiero razonar ni sobre Heliogábalo, ni sobre Ma­crino, ni sobre Juliano, los cuales por ser absolutámente despreciables desaparecieron enseguida. Procederé, por el contrario, a la conclusión de este examen afirman­do que los príncipes de nuestros días experimentan con menos intensidad en su gobierno esta dificultad de dar satisfacción por procedimientos extraordinarios a los soldados, pues aunque deban tener hacia ellos alguna consideración, el problema se resuelve, sin embargo, rá­pidamente, ya que ninguno de estos príncipes tiene ejér­citos que se hayan enraizado en el gobierno y administra­ción de las provincias, como era el caso de los ejércitos en

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el Imperio Romano. Por eso era necesario entonces satis­facer más a los soldados que a los pueblos, ya que los pri­meros tenían más poder que los segundos; ahora, en cambio, es necesario a todos los príncipes -con excep­ción del" Turco y del Sultán- dar más satisfaceión a los pueblos que a los soldados, porque los primeros tienen más poder que los segu!lcios. Hago excepción del Turco,

-porque siempre tiene a su alrededor doce mil infantes y quince mil caballeros de los que depende la seguridad y la fuerza de su reino, y es necesario que el rey se los conser­ve amigos por encima de cualquier otra consideración. De la misma _manera, dado que el reino del Sultán está totalmente en manos de los soldados, es necesario que también él se los conserve amigos sin ningún tipo de con­sideraciones hacia los pueblos. Y debéis de tener en cuen­ta que el Estado del Sultán tiene una forma diferente de todos los otros principados: es semejante al pontificado cristiano, que no puede llamarse ni principado heredita­rio ni principado nuevo. No son los hijos del príncipe vie­jo quienes heredan y permanecen soberanos, sino el que es elevado a dicho grado por los que tienen autoridad. Dado que esta organización es antigua, no se le puede lla­mar principado nuevo, porque en él están ausentes algu­nas de las dificultades que aparecen en los principados nuevos, pues aunque el príncipe sea nuevo, las institucio­nes de aquel Estado son viejas y dispuestas para recibirlo como si fuera su señor hereditario.

Pero volvamos a nuestro tema. Sostengo que quien atienda al examen desarrollado hasta aquí, verá que la causa de la ruina de los emperadores anteriormente cita­dos fue o el odio o el desprecio, y se percatará también de dónde viene que -actuando algunos de ellos de una ma­nera y los demás de modo contrario-, sin embargo, en

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cada caso, uno de ellos se mantuvo felizmente y los demás encontraron un final desgraciado. A Pertinax y Alejan­dro, príncipes nuevos, les resultaba inútil y perjudicial imitar a Marco Aurelio, que era príncipe iure hereditario; de la misma forma resultó fatal a Caracalla, Cómodo y Maximino imitar a Septimio Severo, por carecer de la vir­tud necesaria para seguir sus huellas. Por tanto, 1:1!11?~~ cipe nue:'o en un principado nueV() !lº.P~~i!~irnJ_tar ~s · acdonés de Marco Aurelio ni debe imitar necesariamente las de Septimio Sever-0~,~iño qué deoe toiñaTde éste.aque­llos puntos necesariós para cimentar su Estado y de aquél los puntos convenientes y gloriosos para conservar un Estado que ya se encuentra establecido y afirmado.

XX. Si las fortalezas y otras muchas cosas que los príncipes realizan cada día son útiles o inútiles*

_Algunos príncipes han desarmado a sus súbditos. para conservar su Estado sin riesgos; oi:ros han mantenído di­vididas las ciudades conquistadas; otros hánali!Ji_e~!ado alguna oposición contra sí mismos; otros se han dedica­do a ganarse a quienes les resultaban sospechosos al co­

. mienzo de su principado; unos han construido fortale­zas, otros, en fin, las han demolido y destruido. Y aunque de todas estas cosas no sea posible dar una regla fija, a no ser que se descienda a los particulares de aquellos Esta­dos en los que una decisión de ese tipo se ha de adoptar, sin embargo, hablaré de todo ello con la generalidad que la materia por sí misma permite 60

* An arces et multa alía quae cotidie a principibus fiunt u tilia an inutilia sin t.

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Jamás un príncipe nuevo desarmó a sus súbditos. An­tes bien, si los halló desarmados, los armó siempre, por­que al armarlo aquellas armas se hacen tuyas, los que te son sospechosos se vuelven fieles y los que ya te eran fie­

. les lo siguen siendo. De esta manera de súbditos se vuel­_veri.partidarios tuyos:: Y como es imposible armar a to-

dos los súbditos, al hacer un beneficio a todos los que armas puedes actuar con los otros con mayor seguridad; además, reconociendo en sí mismos esta distinta forma tuya de proceder, contraen una obligación hacia ti. Los otros, por su parte, te disculpan, pues juzgan necesario que quien soporta mayores peligros y obligaciones goce de un mérito mayor. Por el contrario, si los desarmas, . e111piezªs_a_ofenderlos, pues muestras que desconfías de ell<:>~.9Pol'. cobardía o por poca fe, y tanto la una como la otra de estas opiniones hacia ti te acarrea su odio. En ese caso, además, como no puedes permanecer desarmado, te ves obligado a recurrir a las tropas mercenarias, cuyo valor es el que antes hemos expuesto. Y aunque estas tropas fueran buenas, sin embargo, no pueden serlo hasta el punto de que te defiendan de los enemigos po­derosos y de los súbditos sospechosos. Por eso, como ya he dicho, lln príncipe nuevo en un principado nuevo siempre reclutó las tropas entre sus súbditos. Lashísto­rias están llenas de ejemplos de esta clase. Sin embargo, cuando un príncipe adquiere un Estado nuevo que se añade al suyo anterior en calidad de miembro, entonces es necesario desarmar aquel Estado, con excepción de aquellos que en el momento de la conquista eran parti­darios tuyos; e incluso es necesario con el tiempo apro­vechar todas las oportunidades para hacer a éstos blan­dos y afeminados, de manera que todas las armas de tu Estado se hallen en manos de aquellos soldados propia-

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mente tuyos que en tu antiguo Estado estaban ya a tu lado 61 •

Nuestros mayores y aquellos que pasaban por sabios solían decir que era necesario conservar Pistoya con las facciones y Pisa con las fortalezas. Por eso fomentaban las discordias en todas las ciudades sometidas con el fin de hacer más fácil la dominación. Tal actitud podía ser correcta en aquellos tiempos en los que Italia se encon­traba, por decirlo de alguna manera, equilibrada; pero no creo que sea un precepto válido hoy en día: no creo que las divisiones hagan jamás bien alguno; antes bien, es ine­vitable que las ciudades divididas se pierdan rápidamen­te cuando el enemigo se acerca, porque la facción más dé­bil se adherirá siempre a las fuerzas extranjeras y la otra no podrá resistir 62•

Los venecianos, movidos según creo por las razones indicadas, fomentaban las sectas güelfa y gibelina en las ciudades que habían sometido, y aunque jamás les per­mitían llegar al derramamiento de sangre, sin embargo, alimentaban entre ellos estas discrepancias con el fin de que aquellos ciudadanos, ocupados en sus propias quere­llas, no se unieran en su contra. Sin embargo, se vio al fi­nal que todo ello no les sirvió para nada, pues inmediata­mente después de su derrota en Vailate una parte de aquellas ciudades cobró audacia y les arrebataron todas sus anteriores conquistas. Semejantes procedimientos, por tanto, muestran palpablemente la debilidad del prín­cipe, porque en un principado vigoroso jamás se permi­tirían tales divisiones, ya que sólo son beneficiosas en tiempo de paz, al permitir manejar con mayor facilidad a los súbditos. Pero cuando viene la guerra, se manifiesta con toda claridad la falacia de este procedimiento de go­bierno.

EL PRlNCIPE, XX 121

Sin duda alguna, los príncipes se hacen grandes cuan­do superan las dificultades y los obstáculos que se les oponen .. Por eso la fortuna -especialmente cuando quiere ensalzar a un príncipe nuevo, que tiene más necesidad de conquistar reputación que un príncipe hereditario- hace que le.nazcan enemigos, a quienes lleva a realizar empre­sas en contra suya con el fin de que él encuentre medios de superarlas y por la escala que sus enemigos le han pro­porcionado ascienda todavía más alto. Por esta razón es­timan muchos que un príncipe sabio debe, cuando tenga la oportu~i<i,ad,fciinentarse con astucia alguna oposición a fin de que una vez vencida brille a mayor altura su gran-deza.. ·

Lo~príncipes, y sobre todo los que son nuevos, en­cuentran más lealtad y mayor utilidad en aquellos hom­bres que al comienzo de su principado eran considerados sospechosos que en aquellos otros en los que al principio

·se confiaba. Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena, gober­naba su Estado más con ayuda de quienes le habían sido sospechosos que con los demás. Pero sobre este punto no es posible hablar de una manera general, porque varía se­gún la situación. Solamente diré lo siguiente: el príncipe ~e podrá ganar siempre con grandísima facilidad aaque­

Jlos hombres que al comienzo de su principado le eran enemigos y que necesitan de un apoyo para mantenerse. Estas personas están más obligadas a servirle por cuanto que saben que les es más necesario borrar con sus actos la mala opinión que el príncipe tenía de ellos. De esta forma

- el príncipe saca de ellos siempre mayor utilidad que de aquellos otros que por servirle con demasiada seguridad descuidan sus asuntos.

Y puesto que el asunto que estamos tratando lo evoca, no quiero dejar de recordar a aquellos príncipes que han

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adquirido un Estado recientemente mediante el apoyo de ciudadanos de dicho Estado, que examinen bien las razo­nes que han movido a sus fautores a darle apoyo. Si dicha causa no ha sido el afecto natural hacia él, sino única­mente su descontento con la situación anterior, solamen­te con esfuerzo y con grandes dificultades pocirámante­neí:los a su lado, ya que es imposible. que pueda t~11~xlos contentos. Y si considera correctamente las causas de esto con la ayuda de los ejemplos antiguos y modernos, verá que le resulta mucho más fácil ganarse corno.aJµigºs.ª aquellos que resultaban beneficiados de la situación an­terior y, por tanto, eran sus enemigos, que a aquellos otros que por su descontento se hicieron amigos suyos y le ayudaron a ocupar el Estado.

Los príncipes han tenido la costumbre, para conservar con mayor seguridad su Estado, de edificar fortalezas que actuaran como brida y freno para aquellos que planearan hacerles frente y al mismo tiempo representaran un refu­gio seguro ante un ataque imprevisto. Elogio este proce­dimiento, porque está en uso desde los tiempos antiguos; sin embargo, en nuestros días, se ha visto que messer Nic­colo Vitelli destruyó dos fortalezas en Citta di Castello para conservar aquel Estado. Guidobaldo da Montefel­tro, duque de Urbino, demolió hasta los cimientos todas las fortalezas de aquel país cuando recuperó su dominio después de haber sido desposeído por César Borgia: juz­gó que sin ellas podría conservar con mayor facilidad el Estado. Cuando los Bentivoglio volvieron a Bolonia se sirvieron de procedimientos semejantes. Las fortalezas son, pues, útiles o no según el momento, y si te favorecen en algún caso, te perjudican en otro. Se puede examinar este punto de la siguiente manera: el príncipe que tiene más miedo a los ciudadanos que a los extranjeros debe

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construir fortalezas, pero el que tiene más miedo a los ex­tranjeros que a los ciudadanos debe prescindir de ellas. A la casa Sforza ha dado y dará más guerra el castillo de Mi­lán que levantó Francesco Sforza que cualquier otro des­orden en aquel Estado. Por eso la mejor fortaleza es no ser odiado por el pueblo, porque por muchas fortalezas que tengas_,_si elpueblo te odia, no te salvarán, ya que jamás

. faltan a los pueblos, una vez han tomado las armas, ex­tranjeros que les presten ayuda. En nuestra época no se ha visto que hayan servido de verdad a nadie, excepto a la condesa de Forli, cuando fue asesinado su esposo el conde Girolamo: gracias a ella pudo escapar al ataque del pueblo y esperar la ayuda de Milán para recuperar su Es­tado. En aquel momento la situación no permitía que el extranjero viniera en apoyo del pueblo, pero después de poco le sirvieron las fortalezas cuando la asaltó César Borgia y el pueblo, hostil a su dominio, se puso al lado de los invasores. Por tanto, habría sido para ella más seguro, tanto entonces como en la primera ocasión, no haberse ganado el odio del pueblo en vez de conservar sus forta­lezas. Consideradas, pues, todas estas cosas, alabaré a quien construya las fortalezas y a quien no las construya y

. censuraré a todo aquel que? fiándose de ellas, conceda poca importancia a que el pueblo le odie 63.

XXI. Qué debe hacer un príncipe para distinguirse*

Nada_prQJ,?QrcionaJLJIIl príncipe tanta consideración COmQJ<l:S.gtª11cl~.~lll¡:JresaS.yeí dardesÍejeñl~fuera de lo c<:>gi_ú_p_, __ En nuestros díás tenemos a Fernandode

* Quod principem deceat ut egregius habeatur.

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Aragón, el actual rey de España, a quien casi es posible flamar príncipe nuevo, porque de rey débil que era se ha convertido por su fama y por su gloria en el primer rey de los cristianos. Si examináis sus acciones, encontraréis que todas son notabilísimas y alguna de ellas extraordi­naria: al comienzo de su reinado asaltó el reino de Grana­da y esta empresa le proporcionó la base de su poder. En primer lugar, la llevó a cabo en un momento en que no te­nía otras preocupaciones y sin peligro de ser obstaculiza­do. Mantuvo ocupados en ella los ánimos de los nobles de Castilla, quienes al pensar en aquella guerra dejaban ya de pensar en promover disturbios en el interior. Entre­tanto, y sin que ellos se dieran cuenta, iba consiguiendo reputación y sometiéndolos a su poder. Pudo sostener sus ejércitos con el dinero de la Iglesia y del pueblo y aquella larga guerra le dio la posibilidad de proporcionar un sólido fundamento a su ejército, el cual le ha conquis­tado con posterioridad gran renombre. Además de todo esto, para estar en condiciones de acometer empresas mayores -sirviéndose siempre de la religión- recurrió a una santa crueldad expulsando y vaciando su reino de marranos. No es posible encontrar una acción más triste y sorprendente que ésta. Después, arropado siempre con la misma capa, atacó África, llevó a cabo la empresa de Italia y últimamente ha atacado a Francia. De esta forma . ha realizado y tramado siempre grandes proyectQsqµ~ han mantenido siempre en suspenso y a,sombradosJos ánimos de sus súbditos, atentos al resultado fiI1al. Estas acciones suyas se han sucedido de tal manera la una a la otra que nunca ha dejado espacio de tiempo entre una y otra para que se pudiera proceder contra él con calma.

Ayuda también bastante a un príncipe el dar de sí ejem­plos sorprendentes en su administración de los asuntos

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interiores, semejantes a los que se cuentan de messer Ber­nabó de Milán, de forma que cuando alguien lleve a cabo en la vida civil cualquier acción extraordinaria, buena o mala, se adopte un premio o un castigo que dé suficiente motivo para que se hable de él. Y un príncipe debe inge­niárselas, por encima de todas las cosas, para que cada una de sus acciones le proporcione fama de hombre gran­de y de ingenio 64 excelente.

Un J2!Í_!!_cjp_!!11dquiereJa.Il!!Jién Pl"estigiocuando es un verdadero amigo y un verdadero enemigo, es decir, ~í:lan­do se pone resueltamente en favor de alguien contra al-_ gtín otro. Esta forma de actuar es siempre más útil que permanecer neutral, porque cuando dos Estados vecinos entran en guerra, o son de tales características que si ven­ce uno de ellos hayas de temer al vencedor, o no ocurre así. En ambos casos siempre te será más útil alinearte con uno de ellos y hacer bien la guerra, pues, en el primer caso -si no lo haces-, siempre estarás a merced del vence­dor, con regocijo y satisfacción del vencido, y no encon­trarás razón ni cosa alguna que te defienda o te propor­cione refugio. El vencedor no quiere amigos dudosos que no lo defiendan en la adversidad; el derrotado no te con­cede refugio por no haber querido compartir su suerte con las armas en la mano 65•

Antíoco entró en Grecia llamado por los etolios para que expulsara a los romanos. Una vez allí mandó emba­jadores a los aqueos -aliados de los romanos- exhortán­doles a permanecer neutrales, mientras estos últimos, por su parte, intentaban persuadidos a que lucharan a su lado. El asunto fue debatido en la asamblea de los aqueos y ante los intentos del lado de Antíoco de persua­didos a que permanecieran neutrales, el legado romano replicó con las siguientes palabras: Quod autem isti di-

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cunt non interponendi vos bello, nihil magis alienum re­bus vestris est; sine gratia, sine dignitate, praemium vic­toris eritis 66

Siempre ocurrirá que el que no es tu amigo buscará tu neutralidad y el que es tu amigo te exhortará a que com­batas a su lado. Los príncipesindecisos, por evitar losp~­ligros presentes, siguen las ¡nás de l<ts veces la VÍ<t.!l~\ltr_a_l, y las más de las veces se hunden. Por el contrario, cuando el príncipe se alinea valientemente con una de las partes, si vence tu aliado -por muy poderoso que sea y aunque permanezcas en sus manos-, habrá contraído una obli­gación hacia ti y unos vínculos de amistad contigo, y los hombres nunca son tan deshonestos como para actuar en contra tuya dando una muestra tan grande de ingratitud. Además, las victorias nunca son tan completas que el vencedor no se vea obligado a guardar algún temor y es­pecialmente a la justicia. Por otra parte, si aquél a quien te has adherido resulta derrotado, siempre te proporcio­nará un refugio, te ayudará mientras pueda y será copar­tícipe de una fortuna que puede aún enderezarse. En el segundo caso, cuando nada tienes que temer de los que se enfrentan, todavía es más inteligente unirse a uno de ellos, pues contribuyes a la ruina de uno con la ayuda de quien lo debería salvar si fuera sabio. En el caso de que tu aliado venza, queda en tus manos, y es imposible que no venza si tú le ayudas.

Se ha de señalar aquí que un príncipe debe guaid¡irse de entablar una alianza con alguien más poderQ~Q q~ él para atacar a otros, a no ser -como antes dijimos- que se vea forzado a ello. La razón es que en caso de victori_aJe haces su prisionero y los príncipes deben evitar, en la ·medida de lo posible, el estar a discreción de los dem~s. Los venecianos buscaron la alianza de Francia para ata-

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car al duque de Milán y estaban en condiciones de pres­cindir de ella. El resultado fue su derrota final. Cuando es imposible evitar dicha alianza -como ocurrió a los florentinos cuando el papa y España atacaron con sus ejércitos la Lombardía-, entonces el príncipe debe, por las razones aducidas, tomar partido por una de las par­tes. Que nunca crea un Estado que va a poder tomar op­ciones seguras; ha de pensar, por el contrario, que todas las que habrá de tomar serán dudosas, porque el orden de las cosas trae siempre consigo que apenas se trata de evitar un inconveniente cuando ya se ha presentado otro. Ahora bien, la prudencia consist(!_~n saber conocer la nil­turaleza de los inconvenientes y adoptar el menos malo

. por bueno. Un príncipe debe mostrar también su aprecio por el

talento 67 y honrar a los que sobresalen en alguna disci­' plina'. Además, debe procurar a sus ciudadanos la posi­-líITÍCl~d de ejercer tranquilamente sus profesiones, ya sea "el-comercio, la agricultura o cualquier otra actividad, sin que nadie tema incrementar sus posesiones por mie-do-a que)e sean arrebatadas o abrir un negocio por mfodo a.los impuestos. Antes bien, debe incluso tener

. dispuestas recompensas para el que quiera hacer estas . cosas y para todo aquel que piense por el procedimiento . que sea engrandecer su ciudad o su Estado. Además de todo esto, debe entretener al pueblo en las épocas conve­nientes del año con fiestas y espectáculos. Y puesto que toda ciudad está dividida en corporaciones o en ])arxios, debe prestarles su atención y reunirse con ellas de vez en

. cuando, dando ejemplos de humanidad y liberalidad, ·pero conservando siempre intacta la magnificencia de su dignidad, porque esto no puede faltar nunca en cosa

. alguna.

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XXIV. Por qué han perdido sus Estados los príncipes de Italia*

La observación prudente de las reglas expuestas hasta aquí hace aparecer a un príncipe nuevo antiguo y lo si­túa inmediatamente en su Estado en una posición más firme y segura que si estuviera asentado en él desde anti­guo. Pues fos <i:CC~~!l~~-de U!1_I>ríncipe nuevo son obser­vadas con mayor atención que las de un príñc1pe fiei:_e_di­tariQ, y si se fas-vevrrtiiosas ganan a los hombres y los ligan al príncipe en una medida mucho mayor que la an­tigüedad de la sangre. Y esto es así porque los hg1llbr~s se dtjan convencer mucho más por las cosaii>resentes

--·-·····--· ---·-·····----··-"-··--· -----------··-·--' --------- --···-··--··----··· que por las pasa~J':_~iiandoencuentran el bien en el presente;goian-de él y no buscan nada más; incluso pro­cederán a la defensa más esforzada del príncipe siempre que éste no omita cumplir sus restantes obligaciones. De esta forma su gloria será doble: habrá dado origen a un principado nuevo y lo habrá adornado y fortalecido con buenas leyes, buenas armas, buenos aliados y buenos ejemplos; por la misma razón, doble sei:_áJ¡i vergüenza de aqu~l que_nacido_prfnc:ipe pierde su Es§:ªo~~su poca prudencia. · · · · ·- ------

Si pasamos ahora a considerar a aquellos señores que en Italia han perdido sus.Estados en nuestros días -el rey de N ápoles, el duque de Milán y otros-, encontrare­mos en ellos, en primer lugar, una debilidad común en lo concerniente a la organización militar por las causas que ya hemos examinado anteriormente. Pero, además, veremos que algunos de ellos o tenían .al pueblo por ene e

migo o, si lo tenían de su parte, no han sabido guardarse

* Cur Italiae principes regnum amiserunt.

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de los grandes, pues sin estas limitaciones no se pierden Estados que tienen recursos suficientes para mantener un ejército en campaña. Filipo de Macedonia -no el pa­dre de Alejandro, sino el que fue derrotado por Tito Quincio- poseía un Estado menor en comparación con el poder y la extensión de Roma y Grecia que, unidas, procedieron a atacarle. Sin embargo, como era un hom­bre de guerra que sabía, además, tener contento al pue­blo y guardarse de los nobles, sostuvo la guerra con­tra ellos durante muchos años, y, aunque al final perdió el dominio de alguna ciudad, conservó, no obstante, el reino.

Por tanto,_estos príncipes nuestros que durante mu­chos años habían conservado sus principados, pero que han terminado por perderlos, no deben echar la -culpa de ello a la fortuna, sino a su propia indolencia 70

,

porque no habiendo pensado nunca en tiempo de paz que podían sobrevenir cambios ( ~.8-_:i1_11:cle:f_e<::!()_~~.r1:ún entre los hombres no tener_en_ c:uenta-la-tempestad ~~ai:ido-fa mar está encalmili, cuando después vi1!~eron Jiemp~s ad~~~sossóio pens<tron e_riJ:1uir y no en defen­derse, pensando ql!e_dpuéblo -alzado contra las afren -tas del vencedor- terminaría por llamarles de nuevo. Este partido es bueno si fallan los otros, pero es abso­lutamente erróneo tomarlo a costa de abandonar los otros remedios, porque nadie desea nunca caer por la esperanza de encontrar quien lo levante. Esto o no su­cede o, si sucede, te ves enfrentado a un gran peligro, por tratarse de una forma de defensa cobarde que, ade­más, no depende de ti. Solamente son buena_~,§.Qlamen­te son seguras, solamente son duraderas aquellas for­-¡;a_¿ de defensa que dependen de. ti¡p,igno _)'<:\e tu

.. propia virtud.

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XXV: En qué medida están sometidos a la fortuna los asuntos humanos y de qué forma se les ha de hacer frente*

No se me oculta que muchos han tenido y tienen la opi­nión de que las cosas del mundo están gobernadas por la fortuna y por Dios hasta tal punto que los hombres, a pe­sar de toda su prudencia, no pueden corregir su rumbo ni oponerles remedio alguno. Por esta razón podrían esti­mar que no hay motivo para esforzarse demasiado en las cosas, sino más bien para dejar que las gobierne el azar. Esta opinión ha encontrado más valedores en nuestra época a causa de los grandes cambios que se han visto y se ven cada día por encima de toda posible conjetura hu­mana. Yo mismo, pensando en ello de vez en cuando, me he inclinado en parte hacia esta opinión 71 • No obstante, para que nuestra libre voluntad no quede anulada, pienso que puede ser cierto que la fortuna sea árbitro de la mitad dt0asacciones.nuestras, pérolaofraiiiitii,g;·ó·casi~ñoses dejada, incluso ·¡:;0¡;·ei1a; a nuestro control. Yo la suelo comparar a uno de esos ríos torrenciales que, cuando se enfurecen, inundan los campos, tiran abajo árboles y edi­ficios, quitan terreno de esta parte y lo ponen en aquella otra; los hombres huyen ante él, todos ceden a su ímpetu sin poder plantearle resistencia alguna. Y aunque su na­turaleza sea ésta, eso no quita, sin embargo, que los hom­bres, cuando los tiempos están tranquilos, no puedan to­mar precauciones mediante diques y espigones de forma que en crecidas posteriores, o discurrirían por un canal, o su ímpetu ya no sería ni tan salvaje ni tan perjudicial.

* Quantum fortuna in rebus humanis possit, et quomodo illis sit occu­rrendum.

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Lo mismo ocurre con la fortuna: ella muestra su poder cuando no hay una virtud organizada y preparada para hacerle frente y por eso vuelve sus ímpetus allá donde sabe que no se han construido los espigones y los diques para contenerla. Y si ahora dirigís vuestra atención hacia Italia, el escenario de los cambios que he mencionado y quien les ha dado el movimiento, veréis que es un campo sin diques y sin defensa alguna: pues si hubiera estado resguardada por la necesaria virtud -al igual que Alema­nia, España o Francia- o esta inundación no hubiera ori­ginado los grandes cambios que ha ocasionado o ni si­quiera hubiera tenido lugar. Y con esto quiero que baste por lo que se refiere al hacer frente a la fortuna en ge­neral 72.

Pero, ciñéndome más a los diferentes casos particula­res, digo que se ve a los príncipes prosperar hoy y caer mañana, sin que se haya apreciado cambio alguno en su naturaleza o en sus cualidades. Creo que la causa de esto reside, en primer lugar, en las razones expuestas amplia­mente con anterioridad, es decir, que aquellos príncipes que se apoyan únicame!ltt;.~nlaJortuna se hunden.tan pn>.11!9 _<:gl.r.íc) ell<t caill.bia. Creo, además, que pr~spera . aquel que armoniza su modo de proceder con la condi­ción d_e los t!empo_s y qt1e", para!elainel1te; dec<ie ilquel cuya conducta entra en contracliq:;ióncon ellos. Porque se puede apreciar que los hombres proceden de distinta manera para alcanzacelfin que cada u.l!Q se_!i.'l.Pi::<JP!Jes­to, esto es, gloria_y.~i<_l\l_e~as: uno actúa con precaución, el otro con ímpetu; el uno con violencia, el otro con astu­cia; el uno con paciencia, el otro al revés, y, a pesar de es­tos diversos procedimientos, todos pueden alcanzar su propósito. Incluso se ve que de dos personas precavidas la una alcanza su objetivo y la otra no; de la misma forma

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otros dos pueden prosperar en medida paralela, a pesar de que sus modos de proceder son contrarios, siendo uno de ellos precavido y el otro impetuoso. La causa se halla sencillamente en la condición de los tiempos, con­forme o no con su modo de proceder. De ahí que, como he dicho, dos hombres consigan el mismo resultado a pesar de actuar de manera opuesta y que, en cambio, de otros dos, aun actuando de manera idéntica, el uno al­cance su propósito y el otro no. De aquí nacen también los cambios de fortuna: si un hombre actúa_~.i:m-px@eau­ción y paciencia, y los tiempos ylas cosas;~n de Illllnera que su forma ~e proceder es buena, va progn'!sa,Il.d{i;_ pero si los tiempos y las cosas cambian, se viene abajo

·porque no cambia de manera de actuar.No eXiste hoffi:. bre tan prudente que sepa adaptarse hasfa este punto: en primer lugar, porque no puede desviarse de aquello a lo que le inclina su propia naturaleza, y, en segundo lugar, porque al haber prosperado siempre caminando por un único camino no se puede persuadir de la conveniencia de alejarse de él. Por eso el hombre precavido, cuando llega el tiempo de echar mano al ímpetu, no lo sabe hacer y por lo tanto se hunde 73

• Si se cambiase la naturaleza de acuerdo con los tiempos y las cosas, nunca cambiaría la fortuna. ··"El papa Julio procedió en todas sus empresas impetuo­

samente y encontró los tiempos y las cosas tan confor-mes a su modo de proceder que siempre salió con éxito. Exa­minad su primer ataque contra Bolonia, cuando todavía vivía messer Giovanni Bentivoglio: los venecianos esta­ban en contra, el rey de España también y mantenía con­versaciones con Francia al respecto. Sin embargo, se lan­zó personalmente al ataque con su peculiar fiereza e ímpetu. Su acción dejó suspensos e inmóviles a España y

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a los venecianos; a éstos por miedo y a la primera por el deseo que tenía de recuperar todo el reino de Nápoles. Por la otra parte, arrastró tras de sí al rey de Francia, por­que viendo que el papa se ponía en acción y deseando ha­cerlo su aliado para someter a los venecianos, estimó que no podía negarle la ayuda de sus tropas sin ofenderlo abiertamente. Con su acción impetuosa consiguió, pues, Julio lo que jamás otro pontífice habría conseguido con toda la prudencia humana. Porque si hubiera esperado a partir de Roma con los acuerdos sellados y todas las co­sas bien organizadas, como hubiese hecho cualquier otro pontífice, jamás hubiera logrado su propósito, ya que el rey de Francia habría tenido mil excusas y los demás le hubieran infundido mil temores. No voy a entrar en sus restantes acciones, pues todas han sido del mismo estilo y todas le han salido bien; la brevedad de su vida no le ha permitido, además, experimentar lo contrario, puesto que si hubieran venido tiempos que hicieran necesario proceder con precaución, hubiéramos asistido a su ruina, pues nunca se habría desviado de los procedimientos a que su naturaleza lo inclinaba.

Concluyo, por tanto, que -al cambiar la fortuna_y al pe_rIIlanec;erJQ§_hQ_rnb.resobstinadamente ap~!i;c;i_os-a sus

.. in()dos de.actuar::- prosperari-mi~~trashai c~ncordancia entre amposy vienen amenos tan pronto como empie­~an a separaúe. Siri embargo; yo-soste~g~ flrmem~t~ lo siguiente: vale más ser impetuoso que precavido porque

·. la fortuna es mujer y esiiecesaí:'fo, síseqiiiere te~ IIl1s~, ¡;;i,i;tigarl<J'.)'g_<>.1Peárl.a..'. Y se ve que s~deJa~eter antes por éstos que poiquienes proceden fríamente. Por eso siempre es, como mujer, amiga de los jóvenes, porque éstos son menos precavidos y sin tantos miramientos, más fieros y la dominan con más audacia.

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XXVI. Exhortación a ponerse al frente de Italia y liberarla de los bárbaros*

'.,Tras reflexionar, pues, sobre todas las cosas expuestas hasta aquí, y pensando conmigo mismo si en Italia, en el momento actual, corrían tiempos que permitieran a un nuevo príncipe obtener honor y si había aquí materia que diera a un hombre prudent~ y capaz la oportunidad de introducir en ella una forma que le reportara a él honor y bien a la totalidad de los hombres de Italia, me parece que concurren tantas cosas en favor de un príncipe nuevo que yo no sé si ha habido otro tiempo más propicio que el ac­tual. Y si, como ya he dicho, era necesario para ver la vir­tud de Moisés que el pueblo de Israel estuviera esclavo en Egipto, para conocer la grandeza del ánimo de Ciro que los persas estuvieran subyugados por los medos, y la ex­celencia de Teseo que los atenienses estuvieran dispersos, de igual modo, en el momento presente, era necesario para conocer la virtud de un espíritu italiano que Italia se viera reducida a la condición en que se encuentra ahora: más esclava que los hebreos, más sometida que los per­sas, más dispersa que los atenienses, sin un guía, sin or­den, derrotada, despojada, despedazada, batida en todas direcciones por los invasores y víctima de toda clase de desolación 74

• Y aunque hasta el presente se ha mostrado en alguno cierto destello que permitía juzgar que había sido destinado por Dios para su redención, sin embargo, después se ha visto cómo, en el momento más álgido de sus acciones, era reprobado por la fortuna 75• Así que per­manece sin vida, esperando quién podrá ser el que la cure

* Exhortatio ad capessendam Jtaliam in libertatemque a barbaris vindi­candam.

EL PRÍNCIPE, XXVI 139

de sus heridas y ponga fin a los saqueos de Lombardía, a las extorsiones en N ápoles y en Toscana, y le limpie esas sus llagas desde hace ya tanto tiempo emponzoñadas. Se puede ver cómo ruega a Dios que le envíe alguien que la redima de estas crueldades y ultrajes bárbaros. Se la pue­de ver también presta y dispuesta a seguir una bandera a falta tan sólo de alguien que la enarbole. No se ve en el momento presente en quién pueda depositar mejor sus esperanzas que en vuestra ilustre casa 76

, la cual con su fortuna y virtud (favorecida por Dios y por la Iglesia, de la que ahora es príncipe) pueda ponerse a la cabeza de esta redención. La tarea no será muy difícil si tenéis ante vuestros ojos las acciones y la vi~a de los hombres que antes he mencionado 77

• Pues aunque aquellos hom­bres fueran excepcionales y portentosos, a pesar de todo fueron hombres y cada uno de ellos tuvo una oportuni­dad inferior a la presente: porque su empresa no fue más justa que ésta, ni más fácil, ni Dios les fue más propicio que a vos. Hay mucha justicia en nuestra causa: iustum enim est bellum quibus necessarium, et pia arma ubi nulla nisi armis spes est 78

• Aquí la disposición es absoluta, y no puede haber gran dificultad donde la disposición es grande. Solamente falta que vuestra casa emule a aque­llos que yo os he propuesto como mira. Además de todo eso, se ven aquí hechos extraordinarios sin parangón rea­lizados por Dios mismo: el mar se ha abierto, una nube os ha mostrado el camino, ha manado agua de la roca; ha llovido aquí maná: todo concurre a vuestra grandeza. El resto lo debéis hacer vos. Dios no quiere hacerlo todo para no arrebatarnos la libertad de la voluntad y la parte de gloria que nos corresponde en la empresa 79

Y no es de extrañar si alguno de los italianos que he mencionado no ha podido llevar a cabo lo que se espera

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pueda cumplir la ilustre casa vuestra, y si en tantos cam­bios como ha sufrido Italia y en tantas campañas de gue­rra siempre parece que la virtud militar se haya extingui­do en ella. La causa no es otra que la antigua organización militar no era buena y no ha surgido nadie que haya sabi­do encontrar una organización nueva, y nada comporta tanto honor a un hombre nuevo que surge como las nue­vas leyes y las nuevas formas de organización que im­planta. Todas estas cosas, cuando están bien fundadas y llevan la marca de la grandeza, hacen de él un hombre respetado y admirado. Y en Italia no falta materia donde introducir cualquier forma: hay aquí mucha virtud en los miembros cuando ella no falta en los jefes. Sólo hay que mirar los duelos y los combates entre grupos reducidos para ver lo superiores que son los italianos en fuerza, en destreza, en ingenio. Pero cuando llegamos a los ejércitos estas cualidades desaparecen, y todo es debido a la insufi­ciencia de los jefes: los que saben no son obedecidos, to­dos creen saber y hasta ahora no ha aparecido nadie que haya sabido imponer su superioridad, por virtud y fortu­na, obligando a los demás a obedecer. Ésta es la causa de que durante tanto tiempo, a lo largo de tantas guerras como se han sucedido en los últimos veinte años, cuando ha habido un ejército enteramente italiano, la experiencia siempre haya sido desgraciada, como se mostró, en pri­mer lugar, en Taro, y después en Alessandria, Capua, Gé­nova, Vailate, Bolonia y Mestre.

Si vuestra ilustre casa, por tanto, desea emular a aque­llos hombres eminentes que redimieron sus países, es necesario con anterioridad a cualquier otra cosa, como verdadero sostén de toda empresa, proveerse de tropas propias, porque no puede haber soldados más fieles, ni más auténticos, ni mejores. Y aunque cada uno de ellos

EL PRÍNCIPE, XXV! 141

sea bueno, todos juntos resultarán mejores cuando se vean mandados por su príncipe, honrados y sostenidos por él. Es necesario, por tanto, formar este ejército para poder con la virtud italiana defendernos de los extran­jeros. Aunque la infantería suiza y española sean consi­deradas formidables, sin embargo, no por eso dejan de tener las dos un punto débil que hace pensar que una tercera forma de organizadón militar no sólo estaría en condiciones de hacerles frente, sino incluso podría con­fiar en derrotarlas: los españoles no pueden resistir a la caballería y los suizos han de tener miedo a la infantería, cuando les hagan frente soldados tan tenaces como ellos. Así se ha visto y se verá por experiencia que los es­pañoles no pueden resistir a la caballería francesa y los suizos sucumben ante la infantería española. Aunque de lo último no se tenga una experiencia completa, sin embargo algo se ha podido ver en la batalla de Rávena, cuando la infantería española se enfrentó con los bata- . llones alemanes (que guardan el mismo orden de com­bate que los suizos). En aquella ocasión los españoles, por la agilidad de su cuerpo y con la ayuda de sus escu­dos, se colaban por debajo de las picas de los alemanes y los atacaban sin peligro ante la impotencia de su enemi­go, de tal forma que los habrían aniquilado a todos de no haber acudido en ayuda la caballería cargando con­tra los españoles. Conocida, por tanto, la debilidad de ambas infanterías, resulta posible organizar un tercer tipo de infantería que resista a la caballería y no tenga miedo a otra infantería, cosa que se conseguirá con el nuevo tipo de tropas y con nuevas formaciones. Todo esto forma parte de aquellas innovaciones, cuya ejecu­ción proporciona reputación y grandeza a un príncipe nuevo.

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No se debe, en consecuencia, dejar pasar esta oportu­nidad para que Italia encuentre, después de tanto tiempo, su redentor. No puedo expresar con qué amor sería reci­bido en todos aquellos territorios que han padecido estos aluviones extranjeros, con qué sed de venganza, con qué firme lealtad, con qué devoción, con qué lágrimas. ¿Qué puertas se le cerrarían? ¿Qué pueblos le negarían la obe­diencia? ¿Qué envidia se le opondría? ¿Qué italiano le ne­garía su homenaje? A todos apesta esta bárbara tiranía. Asuma, pues, la ilustre casa vuestra esta tarea con el áni­mo y con la esperanza con que se asumen las empresas justas, a fin de que bajo su enseñanza se vea ennoblecida la patria y bajo sus auspicios se haga realidad aquel dicho de Petrarca:

Virtud contra el furor tomarás las armas y hará corto el combate: que el antiguo valor en el corazón italiano aún no ha muerto 80•

Notas

l. Son las dos fuentes del saber político. Sin embargo, El Príncipe pone más énfasis en los ejemplos «frescos» de la época contemporánea, ya que (siendo su propósito la movilización) toma cuenta de que los hombres se dejan persuadir más fácilmente por lo presente. So­bre el valor exac.to de la antigüedad, véase los proemios a los dos primeros libros de los Discorsi.

2. En el prólogo ala Mandrágora (1518) Maquiavelo decía: «Y sijnz­gáis indigna esta materia I por ser asaz liviana I de hombre que quiere parecer prudente, I excusadlo en razón a que con estos I pen­samientos ligeros él se esfuerza I en hacer más benignos sus días tristes; I que fuera de esto, donde I volver los ojos en verdad no tie­ne, I pues le ha sido vedado I mostrar otras virtudes en más altas I empresas, y no existe I a sus fatigas premio.» Traducción de Rafael Cansinos Assens.

3. El «vivere libero» es la constitución republicana. Vid. capítulo V. 4. Sobre las colonias, véaseDiscorsi, I, 1, y II, 6. 5. Máxima ya presente en Del modo di trattare i popoli della Valdichia­

na ribellati (1503): «l Romani pensarono una volta che i popoli ri­bellati si debbano o beneficare o spegnere e che ogni altra via sia pe­ricolosissima» (Opere, II, pp. 71-75).

6. Son frecuentes en El Príncipe las comparaciones de la problemática política con artes como la medicina y la arquitectura, testimonio de la concepción técnica de la misma y de la existencia en ella de una lógica interna. Las comparaciones con los procesos naturales (vid. el símil sobre los principados nuevos surgidos espontáneamente

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!ingente (aproximadamente un tercio de la población), la «plebe», grupo heterogéneo formado por trabajadores asalariados, artesa­nos empobrecidos, oficiales y aprendices de oficios, y siervos y cria­dos, carentes de derechos políticos.

20. Lo ha estudiado en los capítulos VI y VII, y volverá a referirse a él, sistemáticamente en los capítulos XII-XIV.

21. CapítulosIXyXVss. 22. Sobre la visión maquiaveliana de Alemania, véanse los breves escri­

tos, consecuencia de su legación ante el emperador Maximiliano en 1508: Rapporto delle cose della Magna. Fatto questo di 17 giugno 1508, el Discorso sopra le cose della Magna e sopra lo Imperatore (1509) y el Ritratto delle cose della Magna (1512).

23. No se olvide el viejo adagio de que «la caridad bien entendida em­pieza por uno mismo». El resto del capítulo es una muestra del ca­rácter polémico del Príncipe, continuamente marcado por la dispu­ta con un interlocutor ideal.

24. Alejandro VI. Como dice más adelante, el papa Borgia y Julio II se­rían los autores del poder contemporáneo de la Iglesia. Véase el ca­pítulo XII del primer libro de los Discorsi titulado precisamente «Di quanta importanza sia tenere conto della Religione, e come la Italia, per esserne mancata mediante la Chiesa Romana, e rovinata». Se­gún Maquiavelo, la Iglesia ha corrompido la virtud italiana me­diante la total degeneración de la religión, concebida siempre por él como fuerza de cohesión social y de «consentimiento» en una pers­pectiva puramente política e inmanente. En dicho capítulo Ma­quiavelo afirma que la causa de que Italia no haya llegado (como Francia y España) a la obediencia de un solo príncipe o república reside precisamente en la Iglesia, lo suficientemente débil para lle­varlo a cabo y lo suficientemente fuerte para impedir que otro Esta­do italiano lo haga.

25. Referencia a la situación de equilibrio entre la paz de Lodi (1454) y la bajada de Carlos VIII a Nápoles (1494), momento que segón Ma­quiavelo dio comienzo al «movimiento» (capítulo XXV) que ha originado la «ruina» de Italia.

26. León X, hijo de Lorenzo el Magnífico, elegido papa a la muerte de Julio II en 1513. Primera mención en El Príncipe al papel histórico de los Medici; el tema se recoge en el epílogo final.

27. La anécdota de Carlos VIII fue acuñada por Philippe de Commines y se hizo proverbial para señalar la ausencia de resistencia con que el rey de Francia se había paseado por Italia: la única arma que tuvo que emplear fue el yeso con el que marcar los alojamientos de sus oficiales. La siguiente alusión es a Savonarola, que en su sermón del

NOTAS 147

1 de noviembre de 1494 decía: «Tus crímenes, pues, Italia, Roma, Florencia) tu impiedad, tus lujurias, tus usuras, tus crueldades, tus crímenes, han originado estas tribulaciones: he aquí la causa, y si has encontrado la causa de este mal, busca la medicina.» El tono verdaderamente violento que tienen los capítulos militares del Príncipe (XII-XIV) proceden a la vez de la conciencia del hundi­miento político de Italia y de la oposición de Maquiavelo a las teo­rías militares contemporáneas. Por razones críticas y por la orien­tación radical de su pensamiento, Maquiavelo hace aquí causa única del desastre a la organización militar basada en tropas mer­cenarias o auxiliares; en otros momentos, a la política de la Iglesia y a su corrupción de la religión (capítulo XII de los Discorsi) y final­mente a la incompetencia de los príncipes italianos (capítulo XXIV del Príncipe) y a la corrupción de las repúblicas ciudadanas ( capí­tulos 17y 18 del primer libro de los Discorsi, momento del comien­zo del Príncipe).

28. Maquiavelo ya estaba empleado en la secretaría florentina cuando se produjo el asunto Vitelli. Véase el Discorso sopra le cose di Pisa ( 1499) y el Discorso dell' ordinare lo stato di Firenze a lle ar mi ( 1506). Como es obvio, el pensamiento militar de Maquiavelo se encuentra expuesto de manera completa en el Arte della guerra ( 1519).

29. Venecia fue derrotada en Vailate o Agnadello en 1509 por las tropas de Julio II y Luis XII de Francia. Con ello Venecia perdía sus pose­siones de «terra ferma». El episodio aparece constantemente men­cionado en El Príncipe. Tras derrotar a Venecia, Julio II constituyó la Liga Santa contra Francia. La tradicional vinculación de Floren­cia a Francia fue motivo del ataque de la Liga contra Florencia, lo cual trajo consigo el hundimiento de la República y la restauración del poder mediceo hasta 1527.

30. Maquiavelo se refiere a la larga y compleja lucha de las comunas ciudadanas del norte y centro de Italia en contra de la nobleza y del emperador, terminada en victoria a finales del siglo XIII y que abre el período de dominación patricia sobre el resto del «popolm>.

31. Según Maquiavelo, Julio II fue un príncipe que, con independencia de su virtu personal, siempre tuvo la fortuna de su parte o, dicho con más precisión, la fortuna o qualiti!. dei tempi concordaba con lama­nera violenta e impetuosa de su proceder. Véanse las consideracio­nes que a este respecto hace Maquiavelo en el interesantísimo capí­tulo XXV y en los capítulos 9 y 44 del tercer libro de los Discorsi. Por el contrario, César Borgia habría tenido la fortuna en su contra, al menos en buena parte y en el momento decisivo; en el capítulo XXVI hay una referencia implícita a su reprobación final por la fortuna.

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con ayuda de la fortuna-capítulo VII, comienzo-y la famosa ecua­ción fortuna= torrente, del capítulo XXV) muestran similarmente su pensamiento naturalista. Estamos en el proceso de disolución de la tradicional escisión entre naturaleza y arte o técnica.

7. En el curso de la primera de las legaciones a Francia (1500). 8. Sobre el «orden» político de Francia, véase el capítulo XIX y el Ri­

tratto del/e cose di Francia (1512-13). Si en este capítulo Francia es presentada pedagógicamente como caso de Estado feudal, en el Ri­tratto se señala precisamente el alto grado de concentración en tor­no al rey de la antigua·nobleza y el carácter moderno de ese Estado (Opere, II, pp. 164-182). Es útil a este respecto consultar el artículo de Chabod ( «Esiste uno Stato del Rinascimento?») citado en la bi­bliografía. Maquiavelo es abiertamente hostil al Estado feudal, como muestra en.El Príncipe su valoración de la conducta de César Borgia, Alejandro VI, Julio II y Fernando el Católico.

9. Vid. Discorsi, II, 2. 10. El príncipe y el Estado descansan y sólo pueden mantenerse me­

diante la autonomía o autosuficiencia, lo cual implica necesaria­mente la posesión de la «fuerza» necesaria. Puede leerse El Príncipe como una reflexión sobre la fuerza y la seguridad del Estado.

11. Otras referencias de Maquiavelo a Savonarola en. la carta del 9 de marzo de 1498, en los Discorsi (I, 11 y 45; Ill, 30) y en el Decennale Primo (1504), versos 154-165. La valoración del fraile por Maquia­velo es siempre estrictamente política, como· en general la valora­ción de la Iglesia y de la religión (cfr. el capítulo XI y Discorsi, I, 11-15).

12. Justino, XXIII, 4: «Nada le faltaba para reinar excepto el reino.» 13. Comienza la exposición del intento de César Borgia de sobreponer­

se con su virtu a la fortuna; vid. también capítulos XIII y XVII. La presentación del Príncipe debe complementarse con la correspon­dencia oficial mantenida por Maquiavelo con ocasión de las dos le­gaciones ante César Borgia en 1502 y de la primera legación a Roma (octubre-diciembre de 1503) a propósito del cónclave que llevaría al papado a Julio II. El episodio de Sinigaglia fue descrito periodís­ticamente por Maquiavelo en su Descrizione del modo tenuto dal duca Valentino nello ammazzare Vitellozzo Vitelli, Oliverotto da Fer­mo, il signor Pagolo e il duca di Gravina Orsini ( 1503).

14. Señala Maquiavelo la inconveniencia y los peligros de las fuerzas ajenas (mercenarias o auxiliares), estudiados precisamente en los capítulos XII y XIII. Depender de otras fuerzas es estar desarmados (cfr. lo dicho sobre Savonarola en el capítulo anterior) y depender de la fortuna y de la voluntad de los demás.

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NOTAS 145

15. Sobre la «Crueldad» del duque, según Maquiavelo sabiamente ad­ministrada, vid. capítulo XVII. Aparece en esta digresión sobre la forma de gobierno del duque ante sus súbditos uno de los temas más importantes en el pensamiento político de Maquiavelo: la or­ganización del «consentimiento» general ante el poder político, la obtención de la adhesión y del temor y la evitación del odio, que Maquiavelo desarrollará en los capítulos XV-XXIII. Se ha de notar que el afi.anzamiento del poder soberano va unido a la creación en el seno del Estado de unas condiciones generales de orden que ga­ranticen la actividad económica de los súbditos mediante la elimi­nación de las banderías de los señores y caballeros feudales (vid. ca­pítulo XXI).

16. Se trata de un censo de los temas que se estudiarán a partir del capí­tulo XII, poniendo siempre énfasis en el «príncipe nuevo en un Es­tado nuevo».

17. Elcardenal de San Pietro in Vincoli es precisamente Julio II ( Giulia­no della Ro ver e). Aunque anteriormente había señalado Maquiave­lo que fue la fortuna la causante del desastre final del duque, ahora pasa a atribuir la responsabilidad a su error político: César Borgia habría valorado erróneamente la naturaleza de los hombres y había cometido el mismo error que las víctimas que habían caído en sus manos en Sinigaglia, a las cuales censuraba Maquiavelo enlamen­cionada Descrizione con las siguientes palabras: «Non si debba of­fendere a un principe e dipoi fidarse di lui.»

18. Vid. infra capítulo XVII. 19. Símil procedente de la medicina galénica, según la cual la salud o la

enfermedad en el organismo humano venían determinadas por el equilibrio o desequilibrio de las cuatro sustancias vitales funda­mentales. Maquiavelo tiene presentes en el capítulo (cuya proble­mática es abordada de manera extensa en los Discorsi) las luchas in­testinas que desde el siglo XIV se desataron (tras derrotar a la nobleza feudal) en el seno de las Comunas libres entre los «grandi» o patricios -la oligarquía mercantil, financiera e industrial- y el «pópolo», es decir, los amplios sectores del artesanado más o me­nos rico sometidos económicamente a los primeros y marginados por ellos del gobierno. Maquiavelo tiene presente también la trans­formación de estas Comunas en Signorías principescas a lo largo del siglo XV. Debemos tener en cuenta, sin embargo, que por «pue­blo» (popolo) no entiende Maquiavelo -ni por lo demás su época­el conjunto de la población, sino únicamente el sector mayoritario de propietarios más o menos fuertes que pagaban impuestos y dis­frutaban de derechos ciudadanos. De él se excluye un amplio con-

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45. Los vocablos italianos son «avaro» y «misero». 46. El análisis de estas cualidades y su movimiento dialéctico es el obje­

to de los capítulos posteriores (XVI-XXIII). 47. Hay vicios que arrebatan el Estado (el ser odiado y respetado ~or

los pueblos). El príncipe debe huir de ellos. Otros no son tan periu­diciales y, por tanto, no se ha de abrigar temor a incurrir en ellos. Pero Maquiavelo dice algo más y se sirve de la expresión latina etiam para indicar el salto a un nivel superior: para conservar el Es­tado hay que incurrir en ciertos vicios. Y aquí Maquiavelo llega a uno de sus mayores logros: vistas las cosas como son (en su inser­ción real y en su movimiento en el tiempo), hay presuntas cosas buenas que, en realidad, son malas y vicios que en realidad son vir­tudes. Se disuelve así el concepto medieval cristiano de virtud en la nueva concepción maquiaveliana de la virtu política, capacidad de acción en el presente real hacia la obtención del fin. Los siguientes capítulos desarrollan en casos concretos esta dialéctica de virtudes y vicios superficiales que en su desarrollo real se transforman en sus contrarios.

48. Lo que en una consideración superficial aparece virtud es, en reali­dad, en la verita effettuale, un vicio o un mal. Un planteamiento po­lítico superficial genera el odio del pueblo (porque lo perjudica, lo oprime y el pueblo no quiere ser oprimido según ha dicho en el ca­pítulo IX) y, en consecuencia, la pérdida del Estado.

49. Primer ejemplo dela dialéctica virtud/vicio o apariencia/realidad. 50. La mentalidad financiera y calculadora de los sectores burgueses

florentinos inspira este pasaje. 51. Eneida, I, vv. 562-563: «La dura necesidad y la novedad del reino me

obligan a adoptar tales medidas y a defender con amplia guardia los confines.» Nuevo ejemplo de la dialéctica vicio/virtud: la feroz crueldad de César Borgia fue, en realidad, un bien, pues aportó or­den y seguridad a sus súbditos (su actitud fue, pues, buena y vir­tuosa); por el contrario, la clemencia de los florentinos fue en rea­lidad cruel, mala y nociva, pues trajo consigo la necesidad de destruir Pistoya. La cita de Virgilio no es un simple adorno: el pla­tonismo de Ficino había desarrollado la concepción del poeta como profeta y vehículo de la revelación divina en la simbiosis ficiniana de religión-filosofía-poesía. El poeta encarnaba y expresaba u:ia «sapienza riposta». Con esta concepción se enlazan las referencias anteriores a Moisés y David, y la posterior a Quirón. Ésta es tam­bién la base (una base) de la cita de Petrarca que cierra El Príncipe. No hay que olvidar que Virgilio es el compañero de Dante en la Commedia y que la Eneida había sido interpretada en clave esotéri-

NOTAS 151

ca como una especie de Wandlung der Seele por Landino. En la Flo­rencia de la época Virgilio no era un simple poeta.

52. Maquiavelo señala una «quaestio disputata» en el pensamiento po­lítico tradicional y contemporáneo.

53. El principio subyacente es que el príncipe debe ser autónomo, es decir, debe apoyarse en sí mismo, en lo que es suyo (como dice al fi­nal del capítulo): el temor al poder, las armas y la virtud propias.

54. Aquí es donde más claramente aparece la ya mencionada conexión de Maquiavelo con el principio ficiniano de la «sapienza riposta» en la poesía y mitología primitivas. Por supuesto, nuestro autor hace su exégesis particular. Hay que recordar que Bacon, conocedor de Maquiavelo, lleva a cabo también una interpretación similar -en el marco de sus intereses específicos- en el De Sapientia Veterum de 1609.

55. Sobre Alejandro VI y su hijo César Borgia decía Guicciardini en su Storia d'Italia: «La simulazione e dissimulazione de'quali era tanto nota nella Corte di Roma che n' era nato comune proverbio che'! Papa non faceva mai quello che diceva e il Valentino non diceva mai quello che faceva.»

56. Sobre la adaptación a la fortuna, véase el capítulo XXV. 57. Seguimos la lectura de Casella frente a la de Chabod y los editores

de las Opere de la edición Feltrinelli. Estos últimos añaden un «non» («no») al verbo.

58. Sobre las conjuras, véase Discorsi, III, 6. 59. Vid. supra, capítulo IV. 60. Maquiavelo pretende extraer reglas de la experiencia antigua y mo­

derna, pero trata siempre de no incurrir en una universalidad abs­tracta e irreal. De ahí que atienda a las particularidades presentes en cada situación y generalice tan sólo en la medida en que la «ma­teria» lo permite.

61. No hay, pues, regla fija sobre este particular; depende de la situa­ción del príncipe. Un príncipe nuevo debe armarlos, es decir, «or­denar» una milicia ciudadana (vid. supra, capítulos XII-XIV, y Dis­corsi, ], 6). No hacerlo es funesto, porque muestra la debilidad del príncipe y rompe el consentimiento a su dominio.

62. Referencia a la política de equilibrio en Italia anterior a 1494. Apa­rece claramente la conciencia maquiaveliana de que se ha entrado en una fase nueva. La política de gobernar mediante divisiones es «falaz», como dirá inmediatamente más abajo, y sólo aparentemen­te buena (cfr. Discorsi, ll, 25, y III, 27), pues manifiesta una «debili­dad». La mejor forma de defensa es la unidad en torno al príncipe sobre la base del «consentimiento».

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32. En 1499. 33. Militarmente son superiores las tropas auxiliares a las mercenarias,

pero por ello son doblemente peligrosas: las mercenarias son peli­grosas si pierden, pues el príncipe queda a merced del enemigo; las auxiliares, sobre todo si vencen, pues depende absolutamente de un ejército cohesionado al mando de otro. La valoración de Maquiave­lo está en función del riesgo político que comportan. Con posterio­ridad al Príncipe (en Discorsi, II, 20) Maquiavelo vuelve sobre estos puntos:« Y un príncipe o una república ambiciosa no puede encon­trar mejor ocasión de ocupar una ciudad o un país que ser llamado a enviar sus ejércitos a la defensa de éstos. Así, el que es tan ambi­cioso que no solamente para defenderse, sino para atacar a otros, pide semejantes ayudas, trata de conseguir lo que no puede conser­var y que le puede ser arrebatado fácilmente por el que se lo propor­ciona.» Para nuestro autor está claro que debe haber una estricta proporción entre ambición o expansión y fuerza real; véase supra, capítulo III, pág. 39.

34. Maquiavelo hace aquí una interpretación alegórica del pasaje bíbli­co, admitiendo que en él se halla contenida una enseñanza latente. Posteriormente (en el famosísimo pasaje del centauro Quirón en el capítulo XVIII) hará lo mismo, pero esta vez con una fábula de la mitología clásica. No se puede dejar de poner en conexión estas in­terpretaciones -y la concepción de la verdad y de la enseñanza que en ellas se expresa- con el movimiento neoplatónico florentino de Ficino y Pico: ellos desarrollaron minuciosamente la concepción esotérica y alegórico-simbólica de la religión, la filosofía y la poesía que fundía estas tres áreas en una única forma de revelación m<\s allá de la letra superficial, en la cual se fusionaba a la vez el mundo gentil y el cristiano. Por otra parte, quizá no sea irrelevante esta mención de David, dada la importancia del tema en Florencia como moti­vo iconográfico: pensemos en las representaciones escultóricas de Donatello, Verrochio y Miguel Angel, cuyo David fue colocado en enero de 1504 delante del Palacio de la Signaría, en el que Maquia­velo ejercía sus funciones de secretario. Si los florentinos sentían a David como símbolo de la ciudad, la interpretación aquí dada por Maquiavelo no podía sino ser tremendamente provocativa.

35. Referencia a la derrota francesa en Navarra (junio de 1513). Es la mención histórica más reciente en el Príncipe.

36. Vid. supra, capítulo III. Maquiavelo vuelve a resumir su sabiduría política en una máxima o aforismo tremendamente persuasivo por su concisión estilística y su naturalismo. Compárese con el aforis­mo que cierra el capítulo XV: Estas limitaciones de la naturaleza hu-

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mana, a las que muy pocos son ajenos, acarrean fracasos políticos por la consideración puramente inmediata de los hechos; estos fra­casos, sin embargo, no deben ser confundidos con los que vienen determinados por la incapacidad humana para adaptarse a los cambios de fortuna o de la condición de los tiempos que Maquiave­lo analizará en el capítulo XXV:

37. Cita memorística de Tácito (Anales, XIII, 19): «Nada es tan débil e inestable como la aureola de poder que no se sustenta en la propia fuerza.»

38. Los modelos son César Borgia, Hierón, David y Carlos VII. De nuevo encontramos también la conciencia del valor perenne de las experiencias de la Antigüedad: el contraste de esta referencia a Fili­po y otras repúblicas y principados antiguos con la errónea y desas­trosa política militar de la Italia contemporánea muestra la con­ciencia de Maquiavelo (expresada en el proemio al primer libro de los Discorsi) de que los contemporáneos «no tienen un verdadero conocimiento de la historia antigua por no haber extraído al leerla su sentido ni gustado ese sabor que contiene en su interior».

39. No quiere decir Maquiavelo que el príncipe solamente deba pensar en la guerra, sino que la guerra es competencia exclusiva e indele­gable del príncipe. A partir del capítulo XV (XV-XXIII), Maquiave­lo expondrá la vertiente política del príncipe sobre la base de su autonomía militar.

40. La ruina de los príncipes de Italia tiene este origen (vid. capítu­lo XXIV). Maquiavelo espera que un príncipe nuevo militar y polí- · ticamente eficaz restaure la antigua libertad.

41. Capítulo XIX. El odio y el desprecio al príncipe por sus tropas y por el pueblo impide la necesaria cohesión y «consentimiento».

42. Compárese con la imagen del arquero en el capítulo VI, con la cual abre Maquiavelo su estudio del «príncipe nuovo».

43. Véase lo que sobre Escipión, en comparación con Aníbal, dice Ma­quiavelo más tarde en el capítulo XVII. Contrástese también con Discorsi, III, 21, y con los famosísimos Ghiribizzi al Soderini, ahora fechados como de 1506.

44. Se ha dicho que Maquiavelo inaugura la política como cálculo y riesgo calculado. Esta verdad (que no es toda la verdad, porque «la fortuna es mujer y amiga de los jóvenes impetuosos», capítulo XXV) nos permite -con la imagen con que ahora ilumina su expo­sición y da expresión pictórica a su enseñanza- ver la conexión de su mentalidad política con la formación en Italia desde el siglo xn de la mentalidad calculadora del empresario, comerciante y finan­ciero florentino, veneciano, milanés o sienés.

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63. Sobre las fortalezas, véase Discorsi, II, 24. Se ve claramente la rup­tura de Maquiavelo con la tradición política: «La mejor fortaleza es no ser odiado por el pueblo.» La consecución del «consentimiento» al poder del príncipe es, pues, para Maquiavelo la mejor vía de ad­quirir en el plano político la necesaria autonomía para el Estado.

64. Seguimos la lectura de Casella frente a la de Chabod y Opere que leen «nome».

65. Maquiavelo es enemigo en principio de las «vías del medio», de la vía de la «neutralidad» y de «gozar del beneficio del tiempo», así como de la excesiva prudencia y de la lentitud en la toma de decisio­nes. Véase Discorsi, Il, 15 y 23;]II, 44. Cfr. también supra, capítu­lo III.

66. Maquiavelo cita de memoria a Tito Livio (XXXV, 49): «Lo que éstos os dicen de no intervenir en la guerra no puede ser más contrario a vuestros intereses: sin clemencia, sin dignidad, seréis el trofeo del vencedor.»

67. En el original «virtlrn. Se muestra el origen del concepto en la com­petencia técnica. El príncipe ha de garantizar el orden y crear las condiciones que permitan la actividad económica de los súbditos; cfr. lo dicho sobre la pacificación de la Romaña por César Borgia en elcapítulo VII.

68. Véase el ya mencionado Rapporto del/e cose della Magna y el Dís­corso sopra le cose della Magna e sopra lo Imperatore.

69. En ese caso no hay «proporción» entre uno y otro; es la misma si­tuación que entre príncipes desarmados y servidores armados mencionada en el capítulo XIV.

70. Para Maquiavelo está claro que «los pecados de los pueblos nacen de sus príncipes» (Discorsi, 111, 29). Sobre la conexión de los tres ca­pítulos finales con el resto de la obra, véase lo dicho en la introduc­ción.

71. Como hemos visto en el prólogo, este tema se reflejaba en la corres­pondencia con Vettori anterior a agosto de 1513. Se trata quizá del capítulo más famoso del Príncipe. Véase también Discorsi, II, 1, y 29; III, 9, 21y44, así como el Capitolo di fortuna y los Ghiríbizzi al Soderini.

72. Contra el cambio de la fortuna, contra la mala fortuna, ha de pro­veerse el príncipe en los momentos de buena fortuna (cfr. capítu­lo XIV y capítulo XXIV), precisamente lo que no han hecho los príncipes italianos.

73. En los Discorsi (III, 9) dirá más tarde Maquiavelo a propósito de Piero Soderini: «Procedía en todas sus cosas con humanidad y pa­ciencia. Prosperó él y su patria mientras los tiempos fueron confor-

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mes con su modo de proceder; pero tan pronto como después vi­nieron tiempos en los que era necesario romper la paciencia y la hu­mildad, no lo supo hacer, de forma que se hundió él y su patria.»

7 4. El presente capítulo asume temas desarrollados en el capítulo VI, mostrando la conciencia maquiaveliana de que sólo un «principe nuovo» que introduzca con su virtit un nuevo «orden» es capaz de sacara Italia de su postración. ·

75. Alusión a César Borgia; véase la exposición de su carrera política y su desastre final en el capítulo VII.

76. LafamiliaMedici. 77. El principio de la imitación señalado en elcapítulo VI (símil del ar­

quero) y en el capítulo XIV. 78. Tito Livio (IX, 1): «Justa es la guerra para quienes es necesaria y

santas son las armas cuando solamente en ellas hay esperanza.» Maquiavelo señala a continuación, e insistirá todavía más al final, que el «consentimiento» y la adhesión popular al nuevo príncipe que realice tal exigencia está ya dado de antemano.

79. Si la fortuna es quien da a la virtud la oportunidad de trabajar la materia humana para darle la forma de un orden nuevo, Maquiave­lo insiste en que la oportunidad actual es incluso más favorable a la que en la antigüedad gozaron los grandes legisladores y «ordena­dores».

80. Canzone Italia mia (Ai Signori d'Italia), vv. 93-96: «Virtu contro a furore I prendera !'arme e fia el combatter corto I ché l'antico valo­re! nelli italici cor non e ancor morto.» La mención final de Petrar­ca en este manifiesto a la acción está en conexión con la atribución al poeta de la dimensión profética que ya hemos visto en ocasiones anteriores.

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