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13 Prólogo Ciudad de México, México Mientras Lisa disfrutaba de una refrescante ducha, el sonido de la televisión retumbaba por toda la estancia. Hacía calor, mucho calor, y la única manera de sofocarlo era permanecer bajo el agua fría. Cerró el grifo, envolvió su hermoso cuerpo en una toalla y se situó ante el espejo. El vaho lo cubría todo y tuvo que retirarlo con una toalla de mano para poder contemplar su rostro blanquecino. En España era invierno y su bronceado había desaparecido hacía un par de meses. No le gustaba viajar sola, pero su trabajo le exigía visitar exposicio- nes y congresos. Pensó en sus tres hijos y su esposo, que esperaban impacientes su regreso. En poco más de un mes llegaría la Navidad y celebrarían la llegada de un nuevo año. Lisa comenzó a maquillarse mientras la televisión hablaba sobre el fin del mundo pronosticado por los mayas. Al parecer, la ciudad estaba alborotada por la proximidad de la fecha clave y la llegada masiva de turistas fanáticos a los principales lugares de peregrinación maya. Entonces escuchó una noticia que atrajo su atención por unos ins- tantes y le hizo salir del baño y acercarse a la pantalla. Varios presi- dentes de América Latina estaban enfermos de cáncer y el presidente venezolano acusaba a los Estados Unidos de estar detrás de un complot para deshacerse de sus adversarios políticos.

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Prólogo

Ciudad de México, México

Mientras Lisa disfrutaba de una refrescante ducha, el sonido de la televisión retumbaba por toda la estancia. Hacía calor, mucho calor, y la única manera de sofocarlo era permanecer bajo el agua fría. Cerró el grifo, envolvió su hermoso cuerpo en una toalla y se situó ante el espejo. El vaho lo cubría todo y tuvo que retirarlo con una toalla de mano para poder contemplar su rostro blanquecino. En España era invierno y su bronceado había desaparecido hacía un par de meses. No le gustaba viajar sola, pero su trabajo le exigía visitar exposicio-nes y congresos. Pensó en sus tres hijos y su esposo, que esperaban impacientes su regreso. En poco más de un mes llegaría la Navidad y celebrarían la llegada de un nuevo año.

Lisa comenzó a maquillarse mientras la televisión hablaba sobre el fin del mundo pronosticado por los mayas. Al parecer, la ciudad estaba alborotada por la proximidad de la fecha clave y la llegada masiva de turistas fanáticos a los principales lugares de peregrinación maya.

Entonces escuchó una noticia que atrajo su atención por unos ins-tantes y le hizo salir del baño y acercarse a la pantalla. Varios presi-dentes de América Latina estaban enfermos de cáncer y el presidente venezolano acusaba a los Estados Unidos de estar detrás de un complot para deshacerse de sus adversarios políticos.

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—¡Tonterías conspiratorias! —dijo en alto Lisa.La profesora se consideraba una mujer culta y juiciosa. Sabía que

en su campo había gente de todo tipo, pero ella se mantenía fiel a sus principios científicos. Continuó vistiéndose, absorta, y, justo en el momento en que se quitó la toalla, dos extraños abrieron la puerta y, antes de que pudiera gritar, se abalanzaron sobre ella. Apenas había tenido tiempo de pensar; temió que la violaran o secuestraran, pero aquellos hombres se limitaron a taparle la boca y sujetarle las manos. Entonces un tercer hombre apareció en la escena, era alto y fuerte. Se arrancó el pasamontañas, esbozó una breve sonrisa y le dijo:

—Profesora Lisa Monroy, creo que está a punto de protagonizar el rito maya que lleva años estudiando.

En ese instante, la profesora supo lo que estaba a punto de suceder.El hombre sacó un afilado cuchillo con incrustaciones de ámbar y

rebanó el cuello de la mujer. Lisa apenas pudo expresar el horror que sentía a través de sus grandes ojos azules; murió al instante.

Después de rebanarle el pescuezo, el extraño le arrancó la cabeza. La sangre corría a borbotones por las sábanas blancas, formando un gran charco en el centro de la cama. El hombre levantó la cabeza agarrando los cabellos rubios de la mujer y la introdujo en una caja. Entonces, sin abandonar la sonrisa, miró a los otros dos y espetó:

—El proceso ya no puede detenerse. Sus compañeros asintieron y los tres salieron de la habitación con

toda tranquilidad. El teléfono móvil de Lisa comenzó a sonar, pero nadie podría ya atender su llamada, la única voz que se escuchó en la habitación fue la del presentador de los informativos hablando de la avalancha de turistas que se esperaba por el advenimiento del fin del mundo según el calendario maya.

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Primera parte

El códice de Hernán Cortés

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Madrid, España

Allan Haddon marcó de nuevo su número, pero continuaba sin obtener respuesta al otro lado. No era la primera vez que visitaba la ciudad, aunque no conocía muy bien el camino desde el hotel hasta el museo de América. Todavía quedaba una hora para la conferencia y necesitaba algo de café para espabilarse. Su hotel se encontraba a escasos metros de la calle Princesa y en la esquina había un Starbucks. Se dirigió al vestíbulo y salió a la calle. A pesar del sol, hacía mucho frío, mucho más que en Oxford. Se cerró el abrigo largo y negro y se ajustó la bufanda marrón. Después dio la vuelta a la esquina y entró en la cafetería. Tras aguardar su turno en la fila, la chica que le atendió le preguntó su nombre.

—¿Perdón? —preguntó Allan sorprendido. Seguía inmerso en sus pensamientos y preocupaciones. Tenía que localizar a la directora antes de que fuera más tarde. Le gustaba tener todo bajo control y no soportaba la tranquilidad con la que se tomaban los mediterrá-neos las cosas.

—¿Su nombre? —volvió a preguntar una guapa camarera de enor-mes ojos negros.

—Allan —contestó el hombre.—¿Allan? Es muy bonito, ¿de dónde es usted?

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La sonrisa perfecta de la joven no logró llamar su atención. A sus cua-renta años seguía conservando una excelente forma física. Permanecía soltero, aunque en dos ocasiones había estado a punto de casarse. Allan devolvió la sonrisa a la joven y le respondió en un perfecto castellano:

—Soy de Oxford.—¡Oxford! Estudié inglés muy cerca de allí. Oxford era una ciudad

muy cara para una estudiante española —comentó la joven.—Sí, también lo es para mí, pero al menos la universidad me deja

un apartamento en el viejo campus. —¿Es profesor? La gente que esperaba detrás de Allan comenzó a impacientarse, pero

la joven no parecía darle importancia. La mayoría eran estudiantes de la universidad que se pasaban las horas muertas en el local para disfrutar del acceso gratuito a internet y tumbarse en los cómodos asientos de la cafetería.

—Antropólogo. Ya sabe, estudio a los seres humanos.—Fascinante —dijo la joven mientras escribía el nombre de Allan

en el vaso de cartón.Allan pagó el café y esperó a que se lo llevaran. Lo hizo la misma

joven que le había atendido. —Allan, ha sido un placer conocerle —dijo la joven sin dejar de

sonreír.—Lo mismo digo, Carmen —contestó Allan mientras leía el nombre

de la camarera en la chapa de su uniforme.El profesor se sentó a una mesa apartada y sacó su iPad 2. Se conectó

a la red y repasó el Times mientras disfrutaba de un buen café. Entre las noticias del día destacaban las diversas fiestas que tendrían lugar en diferentes partes del mundo para celebrar el fin del quinto sol maya. Allan esbozó una sonrisa. Su especialidad era la antropología de las religiones y todo aquello le parecía un disparate. Era conocido en su campo por su exacerbado escepticismo y sus libros combativos contra todo tipo de manipulación religiosa.

Notó cómo vibraba el bolsillo de su abrigo y buscó el teléfono. El café se tambaleó en la mesa, pero no llegó a caer.

—Allan Haddon al habla —contestó en inglés.

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—Allan, soy Letizia, he preguntado en la recepción del hotel y me han dicho que habías salido —dijo la mujer.

—Perdona, pero tenía que tomarme un café. Ayer no pude dormir en toda la noche y necesitaba despertarme. Estoy en la cafetería de la esquina.

—Espérame ahí, llego en un minuto.Letizia no tardó mucho en aparecer por la puerta del local. Allan

levantó el brazo y ella sonrió al verle. Letizia Rodríguez Canché era la directora del museo de América, se conocían de dos conferencias anteriores, una de ellas en México, y habían encajado a la perfección.

—Perdona el retraso. Siempre vengo en metro, pero hoy tomé el coche para llevarte por la ciudad y he estado atascada más de media hora.

—Estaba disfrutando del café. Además, creo que estamos muy cerca del museo —contestó Allan poniéndose en pie.

—Sí, podemos ir caminando. Prefiero dejar el coche en el aparca-miento.

Salieron del establecimiento y subieron la calle en dirección a la universidad. El campus estaba muy próximo. A los pocos minutos, contemplaron el arco de triunfo que daba comienzo a la carretera de la Coruña, a su izquierda se encontraba un inmenso edificio que había sido el ministerio de Aviación durante mucho tiempo. La ciudad ya estaba engalanada para las fiestas. El año había sido duro, pero mu-chos esperaban que el siguiente fuera mucho mejor y que la crisis se terminara de una vez por todas. Mientras los dos caminaban hacia el museo, varios hombres les seguían, pero nadie hubiera podido distin-guirlos en las bulliciosas calles de Madrid, que se preparaban a toda prisa para la Navidad.

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Washington, Estados Unidos

Patricia Moss entró a la sede de la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias. Llevaba cinco años trabajando allí pero era la primera vez que le encargaban un trabajo tan extraño. Subió en el ascensor hasta la tercera planta y entró en el despacho de su jefe, Thomas Aaronovitch.

—Thomas, no puedo creerme que la agencia me haya hecho llamar en plenas vacaciones de invierno para un asunto tan absurdo —dijo Patricia.

—¿Un asunto absurdo? Hay millones de personas que piensan que el mundo se acaba en dos o tres semanas, la histeria puede extenderse con facilidad. Ya sabes lo que sucedió con la Gripe A. El mundo vive al borde del caos, un simple apagón la noche del 21 de diciembre y miles de personas se inmolarán por miedo al fin del mundo —le explicó Thomas recostándose en su cómoda butaca de piel.

La agente lo miró de arriba abajo. Thomas llevaba el pelo pelirrojo muy corto. Vestía con un traje barato y una corbata llena de lamparo-nes, pero era un agente serio y eficiente. ¿A qué venía todo ese asunto del fin del mundo? Patricia se sentó y dio un gran suspiro antes de continuar hablando.

—¿Y en qué está pensando la agencia?

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—Algo rutinario; investigar cualquier cosa que pueda parecernos sospechosa y que guarde relación con los mayas —declaró Thomas.

—Por ejemplo…—Bueno, en los últimos días se han producido diversos sucesos

preocupantes. Varias extrañas muertes en México; diferentes personas decapitadas…

—Eso es una costumbre de las mafias locales. Los narcos cortan la cabeza a sus enemigos, creo que la práctica proviene de la época azteca y el culto a la muerte —repuso Patricia. Ella no era una experta en esos temas. En la universidad se había especializado en historia de Estados Unidos, climatología y emergencias nacionales.

—Las víctimas no tenían nada que ver con los cárteles de la droga. La mayoría eran extranjeros. Para ser exactos, había tres ciudadanos norteamericanos, un canadiense y una profesora española —expuso Thomas leyendo una lista.

—No veo la conexión con el fin del mundo maya —comentó Patricia.—Todos fueron decapitados, sus cabezas no han aparecido y se dibujó

un signo con su sangre en el suelo, representa al sol —dijo Thomas pasando a su compañera varias fotos.

Patricia miró las imágenes con cierto desagrado. Normalmente su agencia no se ocupaba de casos tan escabrosos, aunque cuando acudían a zonas declaradas catastróficas podían encontrarse con las escenas más dantescas.

El huracán Katrina fue uno de sus primeros trabajos. Ella conocía la ciudad antes del desastre, pero lo que se encontró al llegar a Nueva Orleans aún seguía impidiéndole conciliar el sueño. Desde entonces, el Gobierno federal había puesto muchos recursos para la prevención y ayuda en caso de emergencia o desastre natural.

—Es asqueroso. Sin duda lo ha hecho un loco —dijo Patricia.—La policía mexicana habla de al menos tres hombres, la forma

en la que se han realizado los crímenes revela que no se trata de vulgares ladrones o de un perturbado. Todas las víctimas eran es-pecialistas en la cultura maya.

Patricia abrió sus grandes ojos verdes como platos. Un loco estaba matando a especialistas en la cultura maya. A lo mejor su jefe estaba en

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lo cierto, un grupo de fanáticos podía crear mucha confusión una noche en la que millones de personas creía que podía acabarse el mundo.

—Lo investigaremos. ¿Algo más, jefe?—Por ahora no, pero quiero que busques todas las fiestas y cele-

braciones relacionadas con el fin del mundo que se vayan a celebrar en diciembre en todo el país —le pidió Thomas.

—Pueden ser miles —se quejó Patricia.—Me da igual, no quiero que se produzca ninguna emergencia en

plena paranoia apocalíptica, lo de Waco puede ser una fiesta de estu-diantes si los locos que creen en la profecía de los mayas se desmadran.

Patricia tomó las carpetas de encima de la mesa y se dirigió al des-pacho contiguo. Aquella estúpida investigación le había hecho perder su viaje a París. Ella y su novio llevaban meses preparando sus vaca-ciones de Navidad y ahora tendría que pasar las fiestas encerrada en aquel maldito edificio.

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Madrid, España

El museo de América era bastante modesto comparado con otros de la ciudad. El edificio poseía un estilo neocolonial que recordaba a una iglesia o monasterio de Centroamérica, con su torre grande y maciza de ladrillo y un gran portalón acristalado rematado en piedra con una doble escalinata. A pesar de tener menos de cincuenta años, el edificio parecía mucho más antiguo. No recibía muchas visitas al año, pero su biblioteca era muy rica y el museo era visitado principalmente por profesores e investigadores.

Allan contempló el largo pasillo y sintió el mismo hormigueo en el estómago que la primera vez que habló en público. No lo podía evitar, le gustaba la enseñanza, pero le costaba enfrentarse a la mirada de decenas de personas desconocidas. A él lo que realmente le apasionaba era la investigación. Podía pasarse días o semanas concentrado en un tema sin apenas sentir necesidad de salir de su despacho o hablar con nadie.

La sala estaba llena. Algo más de un centenar de personas llenaban el auditorio, la mayoría eran estudiantes, pero también se veían personas mayores, sin duda algunos de los admiradores que comenzaba a tener gracias a sus polémicos libros.

Allan y Letizia subieron al escenario y se sentaron detrás de una larga mesa con faldones largos de color burdeos. El profesor levantó la

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vista y observó al público. La gente conversaba entre sí animadamente, otros llevaban en la mano algunos de los libros que había publicado en los últimos años. Todos esperaban con ansiedad el comienzo de la conferencia.

Letizia abrió el micrófono y le dio un par de toquecitos con el dedo índice para comprobar que estaba abierto.

—Estimado público, tenemos el privilegio de contar esta mañana con uno de los mayores especialistas en Antropología de las religiones, el profesor de la Universidad de Oxford, Allan Haddon. El profesor Haddon revolucionó el mundo de la antropología con su obra De dioses y hombres y ahora está investigando los orígenes del pensa-miento apocalíptico en las culturas antiguas. En esta fría mañana de diciembre, nos expondrá sus tesis sobre los orígenes de la literatura y el pensamiento apocalíptico. Sin más, cedo la palabra al profesor Haddon.

Allan se puso en pie y tomó el micrófono. Las luces se apagaron y la pared a su espalda se convirtió en una gran pantalla. Varias imágenes sobre el diluvio universal en las diferentes culturas y la representación de escenas apocalípticas se sucedieron por unos minutos.

—El hombre siempre ha imaginado su destrucción y, como si de una profecía autocumplida se tratara, parece que lo está consiguiendo. Cataclismos, catástrofes, desastres naturales, guerras o epidemias son las señales que siempre preceden al fin del mundo. Lo cierto es que ha habido varios finales del mundo. Cada vez que una civilización se ex-tingue, en cierto modo, el fin del mundo ya se ha producido para ella…

El silencio inundó la sala cuando en la pared aparecieron las imágenes de destrucción del tsunami de Japón, de Indonesia y de los últimos desastres naturales de la década. Después se mostraron imágenes de las atroces consecuencias de la Gripe A, la peste porcina y otras epidemias. Las últimas diapositivas fueron de huracanes y de la destrucción de la ciudad de Nueva Orleans.

—¿Estamos realmente cerca del fin del mundo?La pregunta quedó en el aire, pero un murmullo recorrió la sala. El

año 2012 no había sido uno de los mejores para la humanidad. Varias guerras, hambrunas y la crisis económica parecían no dejar tregua a una raza humana cada vez más angustiada.

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Allan escrutó al público en medio de la oscuridad y observó el destello de una puerta que se abría al fondo. El profesor dijo con voz profunda:

—Según la cultura maya, estamos al final de un ciclo, y puede que todo lo que hemos conocido hasta ahora desaparezca para siempre.

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Echaba de menos el mar, se sentía perdido en tierra firme, pero a ve-ces algunos peces había que pescarlos en tierra. Steve Norman estaba detrás de la pista de un nuevo tesoro y eso ocupaba sus cinco sentidos. Disfrutaba más de la búsqueda que del propio descubrimiento. Muchos creían que la gente como él, los piratas modernos, solo ansiaban recu-perar los galeones hundidos, sacar su oro y venderlo al mejor postor. Puede que algunos buscadores de tesoros se comportaran de aquella manera, pero aquel no era su estilo en absoluto.

Steve observó la entrada de la biblioteca, era un edificio cuadrado de ladrillo que se unía a la facultad de Historia por un pasillo que col-gaba sobre su cabeza. Se bajó del coche y se dirigió a la entrada. Sacó del bolsillo uno de sus carnés falsos de investigador y bajó al sótano, donde se encontraban protegidos los códices y manuscritos.

La bibliotecaria era una mujer muy hermosa. Vestía una falda de tubo, una blusa blanca y llevaba unas gafas colgadas al cuello. Su pelo rubio estaba recogido en un moño, pero algunos mechones se escapaban hacia su rostro rosado y sus labios carnosos.

—No es normal que nos soliciten acceder a la Historia general de las Indias de don Francisco López de Gómara. Muy pocos se han interesado en la figura de este monje cronista, la mayoría prefiere estudiar a los descubridores y los conquistadores —le explicó la mujer.

—Los buenos investigadores indagamos las cosas más pequeñas —dijo Steve con un marcado acento inglés. A pesar de vivir largas

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temporadas en América Latina, no había perdido su acento de Nueva Zelanda.

La mujer desapareció por uno de los pasillos. El chirrido que se escuchó a continuación revelaba que había abierto las estanterías de seguridad. Steve lo observaba todo concienzudamente, quién sabe si podría necesitar sustraer algún documento en otro momento, o llevarse «prestado» alguno de aquellos libros.

La bibliotecaria depositó un tomo largo, fino y polvoriento sobre la mesa. Después le dedicó una sonrisa y se dirigió hacia su despacho. Steve esperó a que ella abandonara la sala. Miró a un lado y al otro, no había nadie alrededor, abrió el volumen y comenzó a leer la crónica de Francisco López de Gómara.

—Enséñame todos tus secretos —susurró Steve mientras comenzaba a tomar notas con un lápiz en su pequeña libreta azul.

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Tras firmar una veintena de ejemplares de su libro, Allan se relajó y esperó sentado a que se vaciara la sala. Letizia había pasado la mayor parte del tiempo saludando a profesores y alumnos, pero cuando todos se fueron se sentó junto a él.

—Ha sido una conferencia magnífica —lo felicitó la mujer.—La mayoría de la gente se ha marchado contenta, aunque, con

toda sinceridad, creo que hay cierta obsesión con el fin del mundo —comentó Allan.

—En estos momentos de crisis económica tenemos que encontrar formas creativas de atraer gente a los museos, y te aseguro que el fin del mundo sigue teniendo mucho tirón —dijo Letizia con el ceño fruncido.

—No me malinterpretes, me parece que es un acierto por parte del museo, pero hay temas más interesantes en los que pensar. Se lleva miles de años hablando del fin del mundo y aquí seguimos.

La mujer se puso en pie y recuperó su sonrisa.—Eres un escéptico incorregible. No entiendo por qué te dedicaste

precisamente a estudiar las religiones del mundo.—Imagino que ser escéptico es la mejor forma de alcanzar la verdad.

Mucha gente está demasiado preocupada demostrando que lo que creen es lo correcto; yo me limito a examinarlo, como un forense ante un cadáver —explicó Allan.

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—Pero los escépticos también parten del supuesto de que nada es creíble —objetó Letizia.

—No, es justo al revés. Los escépticos creemos que todo es potencialmente creíble, aunque tiene que haber pruebas que lo corroboren.

—Pero eso es una contradicción, si las religiones se pudieran de-mostrar, ¿para qué serviría la fe?

Allan y la mujer se dirigieron hacia la puerta de la sala. La mayor parte de la gente se había marchado a comer. La cafetería del museo estaba cerrada por obras y lo único que escuchaban era el eco de sus pasos.

—Si lo deseas, puedo enseñarte el códice de Madrid antes de que nos vayamos a almorzar. Tu vuelo sale esta tarde y no creo que nos dé tiempo a regresar después de la comida —comentó la mujer.

—Genial, llevo mucho tiempo queriendo echar una ojeada a ese códice —confesó Allan.

Los dos se dirigieron a una de las salas de la exposición. El códice descansaba en una urna. Letizia sacó unas llaves, abrió el cristal y ex-trajo el manuscrito. Su estado de conservación era excepcional; Hernán Cortés lo había hallado en Yucatán.

—¿Qué te parece?—Una joya sin igual —dijo Allan poniéndose sus gafas de lectura. —Solo hay dos iguales en el mundo, todos los demás son de inferior

calidad o tamaño —aclaró Letizia.—Es increíble el grado de perfección que alcanzó la cultura maya

y cómo desapareció después de esa forma tan misteriosa —observó Allan.

Letizia recogió el códice, pero antes de devolverlo a su sitio se dirigió al profesor.

—No tan misteriosa, ellos mismos habían profetizado su desapa-rición. Cuando llegaron los españoles, lo único que vieron fueron los restos de una de las culturas más avanzadas de América.

—¿Profecías? Son todas falsas. Unas fueron escritas después de que los hechos sucedieran y otras son tan ambiguas que cualquier interpretación es posible —comentó Allan.

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—Las profecías existen —dijo la directora.En ese momento dos hombres entraron en la sala corriendo. Allan y

Letizia apenas tuvieron tiempo para reaccionar. Uno de ellos golpeó al profesor, que perdió el conocimiento; y el otro arrebató de las manos el códice a la mujer, que apenas opuso resistencia.

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«Pusieron también con estas cosas algunos libros de figuras por letras, que usan los mexicanos, cogidos como paños, escritos por todas partes. Unos eran de algodón y engrudo, y otros de hojas de metl, que sirven de papel; cosa harto de ver. Pero como no los entendieron, no los estimaron…»

Steve terminó de leer el texto y levantó la cabeza. Había visto alguno de esos libros en varios museos. La mayoría de ellos hablaban de complejas profecías, horóscopos y temas religiosos, pero él buscaba uno completamente distinto. Pasó la hoja con suavidad, no quería estropear todos esos cientos de años de sabiduría por un poco de impaciencia.

—Esto es lo que buscaba —dijo en voz baja mientras tomaba una regla y cortaba con cuidado la hoja del libro.

Un segundo más tarde, la bibliotecaria se asomó por encima de su cabeza.

—¿Necesita algo? —preguntó la mujer de manera insinuante.Steve se asustó. Por un momento creyó que la bibliotecaria le había

visto guardarse la hoja, pero la mujer parecía más interesada en él que en el libro.

—No, gracias. Ya he terminado —comentó entregándole el ejemplar.La funcionaria se inclinó un poco más, dejando su escote a la altura

de los ojos del investigador.

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El neozelandés se puso en pie. Nunca era buena idea mezclar ne-gocios y placer. Ya tenía lo que necesitaba y cuanto antes saliera del edificio mejor para todos.

La mujer le miró muy seria, pero él no se inmutó. Se limitó a levantar los hombros y salir del sótano. Cuando la puerta se cerró a su espalda, aceleró el paso. En el hall principal intentó recuperar la serenidad y se despidió del guardia de seguridad. Después salió al frío mediodía con la sensación de que era demasiado fácil engañar a la gente y que disfrutaba haciéndolo.

El cielo se había nublado mientras Steve estaba en la biblioteca y unos blancos copos de nieve comenzaban a caer sobre su chaqueta de lana. Ahora sabía exactamente dónde debía buscar.

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Cuando recobró el conocimiento, sentía un fuerte dolor en la nuca. Estaba tumbado en una camilla al pie de la urna del códice de Ma-drid, ahora vacía, y lo rodeaban dos sanitarios. Levantó la cabeza, pero el médico le puso una mano en la frente para evitar que se incorporara.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el doctor.—Sí, ¿dónde estoy?—¿No recuerda nada? —lo interrogó un hombre vestido con un

traje gris que se puso en cuclillas para escucharle mejor.En ese momento el profesor recordó por qué estaba tirado en el

suelo. Sintió un escalofrío e intentó incorporarse de nuevo.—¿Dónde está Letizia?—¿Letizia?—Sí, la directora del museo. El hombre del traje gris se puso en pie y Allan miró alrededor. Me-

dia docena de policías recogían pruebas mientras que algunos ujieres intentaban que nadie se acercara al resto de los objetos.

—Letizia Rodríguez Canché —aclaró Allan.—La directora no se llamaba así —replicó el hombre.—La conozco, fue ella quien me invitó a venir para dar una charla

sobre el pensamiento apocalíptico en las culturas antiguas.—La directora murió hace una semana en México, su plaza todavía

está vacante.

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—¿Quién es usted? —preguntó Allan.—Soy el inspector Marcelo Márquez. Ya sé quién es usted. ¿Puede

explicarme qué ha sucedido aquí? ¿Dónde está el códice? Y ¿quién es esa tal Letizia?

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Washington, Estados Unidos

Patricia Moss recibió un mensaje en su ordenador. Los potentes servidores de la agencia podían rastrear en la red cualquier infor-mación, seleccionar la más importante y transmitir avisos sobre cualquier tema.

Cuando la agente se sentó a la mesa, después de prepararse el primer café de la mañana, el aviso del robo de un códice maya en Madrid ya estaba en su bandeja de mensajes pendientes.

—¡Mierda! —exclamó mientras se le derramaba un poco de café sobre sus papeles.

La mujer observó el monitor. Uno de los códices mayas más im-portantes del mundo había desaparecido. Cruzó la información con los datos que ya tenía. Una de las víctimas rituales de México era la directora del museo.

—Es increíble —murmuró la agente poniéndose en pie y corriendo hacia el despacho de su jefe.

Antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, Thomas le dijo:—Ya lo he visto. Tienes que tomar el primer vuelo que salga para

Madrid. Te acompañará Scott.—¿Un vuelo a Madrid? Tengo una maldita vida, Thomas.

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—Hay mucha gente que desea ocupar un puesto como el tuyo. Será mejor que tomes uno de los aviones de la agencia y te plantes allí antes de que se enfríen las cosas —le advirtió Thomas.

—Está bien, jefe. Pero prefiero trabajar sola. Scott es un capullo —dijo la mujer mientras salía del despacho.

—Este trabajo no puede hacerse en solitario. Scott te acompañará. Patricia se dirigió a su mesa y telefoneó a su novio. Además de ha-

ber cancelado sus vacaciones, tendría que pasar, al menos, una semana fuera de casa.

—Cariño, tengo que viajar esta tarde a Europa —dijo la mujer cuando su pareja contestó al otro lado de la línea.

—¿Otra vez? No he escuchado que se haya producido ningún de-sastre natural en Europa —repuso el hombre.

—No ha pasado nada, mi agencia previene los desastres, no los supervisa.

—Pero ¿también en el extranjero? —Ya te contaré, solo estamos siguiendo una pista. Estaré en Madrid

en unas horas. Te llamaré en cuanto llegue.—De acuerdo, pero prométeme que a la vuelta podremos hacer

nuestro viaje —le pidió el hombre.—Claro, cariño, te lo prometo.Cuando Patricia colgó el teléfono contempló la cara sonriente de su

compañero Scott. Era un afroamericano de veinticuatro años, arrogante, machista y capaz de sacar de quicio a la mujer con la mente más fría.

—¿Le has dicho a tu cariñito que vas conmigo?—¿Piensas que ese es un dato muy relevante? —preguntó Patricia

arqueando una ceja.—Un hombre tan atractivo y masculino como yo debería poner

nervioso al chupatintas de tu novio —aventuró Scott.—¿Nunca te han comentado que eres un arrogante y prepotente

machista de mierda? —gruñó Patricia enfadada.—No, las mujeres suelen decirme cosas más agradables, sobre todo

después de pasar una noche conmigo.—No entres en detalles, acabo de tomar un café y no quiero vomitar

—dijo la agente con un gesto de asco.

Page 25: Prólogo Ciudad de México, Méxicodistrimagen.es/catalogo/extras/basico/LFL24027av.pdf · —La policía mexicana habla de al menos tres hombres, la forma en la que se han realizado

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Aquel iba a ser un largo viaje, pensó ella mientras recogía sus cosas. Tenía que ir a su apartamento, hacer el equipaje y salir cuanto antes. Un viaje con Scott Sullivan era lo peor que podía sucederle a una mujer como ella, pero tendría que soportarlo y no cagarla en aquella misión.