PRÓLOGO

La conmemoración de los sesenta años de la guerra civil y el ruego insistente de mis hijos y de algunos de mis amigos me movie­ron en 1996 a empezar a escribir estos recuerdos de una peripecia personal, con los que no pretendo reavivar ningún rescoldo, sino mantener la memoria dolorida de unas experiencias de las que nadie debiera dedu­cir motivo de gloria y que uno quisiera que no se repitiesen en este país nuestro llamado España.

Espero que estos recuerdos puedan inte­resar no sólo a los míos como retazos de mi biografía, sino también a otros como docu­mento vivido sobre los acontecimientos en los que se enmarcan y sobre los ambientes en los que se desarrollaron, vistos con la mirada observadora de un adolescente.

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Por otra parte, la perspectiva ganada por el tiempo transcurrido no ha hecho sino agrandar -por su idealismo, su capacidad de altruismo y de solidaridad, su imaginación para concebir planes y su tesón para intentar convertirlos en actuaciones reales- la figura excepcional de mi tío Francisco Garzón, muerto en Francia en 1940, al que van dedi­cadas estas páginas.

I

GUERRA Y REVOLUCIÓN

VACACIONES DEL 36 EN JAÉN

El 1.° de julio de 1936 salí de Peñaranda de Bracamonte para Jaén con mi tío Paco Garzón y mi primo Higinio. Pensábamos volver lo más tarde el día de Santiago, el 25 del mismo mes. En realidad, después de no pocas peripecias, que voy a relatar, Higinio y yo volvimos el 5 de agosto de 1939· Mi tío no regresaría jamás: tras pasar por el campo de concentración francés de Gurs, murió en Biarritz el 11 de julio de 1940, a raíz de la invasión de los ejércitos alemanes, que habían llegado a la frontera de Hendaya-Irún unos días antes.

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Higinio y yo teníamos trece años. Él en Jaén y yo en Peñaranda, en el flamante Insti­tuto Elemental de Segunda Enseñanza, crea­do por la República en 1933, habíamos ter­minado el tercer año de bachillerato. Mi tío, subdirector provincial en Jaén de la compa­ñía de seguros «La Unión y el Eénix Español-desde 1935, no podía dejar desatendida su oficina, por lo que decidió volver allí y estar dos o tres semanas, llevándonos, para que le acompañáramos, a su hijo Higinio y a mí. Vinieron también Pedro, el chófer, y Rafaela, la criada mayor. Quedaron en Peñaranda su mujer (mi tía Leonor) y los cuatro hijos menores con la niñera, que se llamaba Lorenza, en la idea de que la separación sería cosa de poco tiempo.

Para mí (que apenas había viajado) era una estupenda ocasión de conocer otras tie­rras. A fines de mayo me había llevado mi padre a Madrid en tren. Recuerdo que fui­mos a ver Morena Clara, de Imperio Argen­tina y Miguel Ligero, recién estrenada en el cine Rialto, lo que me hizo mucha ilusión pues entonces hacían furor las canciones de la película (aquella de «échale guindas al

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pavo», etc.). Pero ahora, el 1.° de julio, yo pasaba por primera vez, en el Ford de mi tío, el puerto de Guadarrama y el Alto del León (que luego se llamaría de los Leones por la propaganda de guerra falangista), veía por segunda vez Madrid, probaba en un res­taurante vasco de la calle Arenal el bacalao al pil-pil, y, tras atravesar la meseta Sur en una tarde de mucho calor, me quedaba impresionado por la imponente grandeza de Despeñaperros y por los cuidados y geomé­tricos olivares de la provincia de Jaén.

La casa de mi tío era el piso segundo izquierda del número 4 de la avenida de la Libertad (hoy paseo de la Estación 8 ) . Durante la primera quincena de julio mi tío nos llevó con él en varios viajes de negocios a Andújar, Linares, La Carolina, Martos. Mi primo me enseñaba Jaén capital, donde ya pudimos experimentar la crispación social de aquellos días. En el barrio de la Magdale­na era peligroso pasear con calzado y mucho más con calcetines: a pesar de mi aire nada señorito y un tanto pueblerino (con gafas, pero con la cabeza rapada sin siquiera flequillo), unos muchachos nos

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amenazaron y nos obligaron a irnos a otra parte. En la propia oficina de la compañía de seguros de mi tío (en la calle Bernabé Soriano, 23) se vivía, aunque con sordina, cierta tensión política entre los empleados: uno de ellos, que se llamaba Julio, era de Izquierda Republicana y se daba aires de intelectual; otros dos, don Ramón y su hijo Eloy, eran claramente de derechas, lo mismo que Emilio, que tenía un hermano canónigo de la catedral. Mi tío Paco no entraba en dis­cusiones: por exigencia de la compañía había tenido que abstenerse en Jaén de cual­quier actitud política que sonase a izquierda, hasta el punto de que compraba en un kios-ko El Socialista y El Debate, pero con este último envolvía aquél, de manera que sólo se le veía bajo el brazo el periódico católico de derechas.

LA GUERRA

Se comprenderá fácilmente la preocupa­ción con que vivimos las noticias sobre el asesinato del teniente Castillo y el del politi-

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CO Calvo Sotelo y la impaciencia por cono­cer las informaciones que se difundían desde el anochecer del 17 de julio sobre el levantamiento de las guarniciones del Ejérci­to en Marruecos. El sábado 18 mi tío no dejó de ir a su oficina, pero nos encargó a Higi­nio y a mí que permaneciéramos a la escu­cha de la radio (un receptor «Askar», de caja de madera triangular con los ángulos redon­deados) y que le tuviéramos al corriente de lo que pasara. A eso del mediodía le telefo­neamos para informarle de lo que nos pare­cía una buena noticia: por Radio Sevilla, que se captaba muy bien en Jaén, habíamos oído cómo ocupaban la emisora al grito de «¡Viva la República!». Ingenuos de nosotros, pues resultó tratarse de la ocupación de Sevilla por el general Queipo de Llano.

Mi tío no se acostó aquella noche. Radio Jaén retransmitía los boletines informativos de Unión Radio de Madrid. Por la mañana nos dijo a Higinio y a mí que el gobierno de Casares Quiroga había sido sustituido al anochecer por otro presidido por Martínez Barrio, que esperaba poder negociar alguna solución con el general Mola. Las gestiones

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fracasaron y al amanecer del día 19 se formó otro gobierno presidido por Giral. Mi tío se sintió aliviado al enterarse aquel domingo de que en Barcelona había sido vencida la sublevación, mandada por el general Goded, llegado de Mallorca para dirigirla. Y respiró mucho más profundo cuando el lunes 20 se supo que en Madrid los obreros, con las armas que les había entregado el Gobierno, habían tomado el Cuartel de la Montaña (en el después parque de Debod) y abortado el golpe militar en la capital, encomendado al indeciso general Fanjul. En Cartagena los marineros de la escuadra habían logrado también dominar en la mayoría de los bar­cos a la oficialidad sublevada y, según pudi­mos oír nosotros mismos, cuando pidieron instrucciones a Madrid sobre qué hacer con los muertos, recibieron de Giral por la radio del Ministerio de Marina esta telegráfica y esperpéntica respuesta: «Con toda solemni­dad arrojen cadáveres mar».

Afortunadamente en Jaén no había guar­nición, sino un cuartel de la Guardia Civil (inmediato al comienzo de la avenida de la Libertad, casi enfrente de nuestra casa) con

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más de cien números al mando de un capi­tán llamado Cortés, que por miedo o pru­dencia no se sublevó, a pesar de las incita­ciones que Queipo de Llano le dirigía desde Radio Sevilla. Estos guardias civiles, rebauti­zados como «Guardia Republicana», fueron poco después enviados al frente, pero muchos desertaron y otros se hicieron fuer­tes durante casi un año en el Santuario de Santa María de la Cabeza, cerca de Andújar, lo que constituyó un episodio bien conocido de la guerra civil.

Por lo demás. Jaén quedó en manos de los sindicatos y de las milicias populares, que el mismo domingo 19 asaltaron el con­vento de la Merced dando caza y muerte a varios frailes que intentaban salvarse saltan­do las tapias del huerto, sin que la cercanía del Gobierno Civil, en la plaza de San Fran­cisco, librase a dos de ellos de ser acuchilla­dos. En la calle principal, que entonces era la de Bernabé Soriano, los altavoces atrona­ban con los boletines de noticias de Unión Radio de Madrid, retransmitidos por la radio local.

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Todo esto era acaloradamente contado y comentado por nuestros convecinos, reuni­dos en preocupada tertulia en casa de uno de ellos. Alguno llegó a anticipar que desde Granada podían llegar unidades del Ejército a tomar Jaén y ya casi nos hacía ver y oír los cañonazos disparados desde la carretera de Martos, a la derecha del castillo de Santa Catalina, que veíamos enfrente. Militantes socialistas, comunistas y anarquistas salieron con poco más que pistolas hacia Córdoba y Granada y parece ser que su arriesgada acción por tierras de Montoro, Porcuna y Alcalá la Real fue suficiente para enfriar en los insurrectos cualquier tentación de mar­char sobre Jaén, que, por otra parte, no era objetivo militar de importancia.

LA REVOLUCIÓN

Así, en la retaguardia, los sindicatos -con­cretamente UGT y CNT- pudieron entregar­se a una orgía de requisas de oficinas, comercios e industrias y de registros en busca de no se sabía bien qué enemigos. Los automóviles eran especialmente apetecí-

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dos: Pedro, nuestro chófer, logró salvar de momento el Ford V-8 de mi tío mediante el ardid de desmontar las dos culatas del motor. La coartada no sirvió más de un mes: el coche acabó siendo requisado, sin que se supiera más de él. Para ponerse a tono con los tiempos, el Dr. García Triviño, el tocólo­go del primero derecha, ordenó a Nieves, la niñera -la «tata»- de su hijo pequeño, que no le llamase «señorito», sino «cámara». Por el contrario, nuestro vecino del segundo dere­cha, don Pedro Yerón, ingeniero agrónomo y padre de tres niñas muy guapas, hacía la temeraria ostentación, cuando la revolución había cerrado ya las iglesias, de poner a toda su familia a rezar el rosario en el vestíbulo, abriendo previamente la ventana que daba a la escalera. Una buena mañana alguien pidió a voces desde la calle que levantáramos todas las persianas. Así lo hicimos y, al aso­marnos, vimos a tres milicianos con mono apuntándonos con fusiles, un tanto frustra­dos por no encontrar escondidos a unos imaginarios «pacos», que así se llamaba a los francotiradores. Por la tarde, ya anochecido, Higinio y yo recobrábamos la sensación de normalidad yendo al cine de verano «Tria-

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non», instalado al aire libre muy cerca de nuestra casa, casi a la vuelta de la esquina, en el que la entrada para las sillas de más atrás costaba diez céntimos. Por las dificulta­des de la guerra aquel verano no llegaban películas nuevas, de tal manera que vimos hasta seis u ocho veces las pocas que había disponibles en Jaén: recuerdo muy bien Tres lanceros bengaltes, otras de «el gordo y el flaco» -Oliver Hardy y Stan Laurel.

Por aquellos días, en un taller de solda­dura blindaron con chapa un camión, que a fines de agosto salió para el frente de Córdo­ba en medio del entusiasmo popular: pare­cía que su avance iba a ser incontenible, pero un solo cañonazo bastó para reducirlo a chatarra cerca de iVíontoro. Una noche corrió la voz de que a la mañana siguiente volaría sobre Jaén un avión de los «leales». Nos levantamos pronto para verlo y, efecti­vamente, a eso de las nueve dio unas cuan­tas pasadas en vuelo bajo sobre la ciudad un Blériot, uno de aquellos biplanos forrados de lona pintada de color aluminio, sin otro objetivo que el de excitar un poco a las gen­tes y levantar su moral. Más adelante, fue un

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aparato «faccioso» el que nos visitó para dejar caer una bomba en la estación del tren (a menos de un kilómetro de nuestra casa), que no ocasionó grandes daños, pero sirvió como primera muestra sonora de la realidad de la guerra. No se estableció el oscureci­miento de la ciudad por la noche, pues falta­ba experiencia bélica y faltaban, además y sobre todo, mandos y armamento. Una for­mación más o menos uniformada de milicia­nos con monos de color caqui recorrió una tarde varias calles céntricas de la ciudad gri­tando (así, en andaluz) «queremoh fusileh», contemplados por gentes que sólo podían levantar el puño y cantar la «Internacional». En una sala de la sacristía de la Catedral empezaron entonces a actuar los llamados Tribunales Populares. Un decreto del Gobierno redujo a la mitad los alquileres de las casas.

De lo que pasaba fuera de Jaén nos ente­rábamos por la radio y sobre todo por la prensa, más plural y menos controlada que la radio. Los periódicos de Madrid de la mañana llegaban en el tren a eso de las cinco de la tarde. En Jaén se publicaba un

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insignificante periódico local, La Mañana, que ni siquiera disponía de linotipia. Mi tío no llegaba a saciar su hambre de noticias y su sed de lectura de alusiones entre líneas con los cinco periódicos que nos mandaba comprar todos los días, en la misma puerta trasera de Correos de la calle del Cerón. Eran El Socialista, ABC (requisado por la UGT), Libertad (antes de que una bomba destruyese sus talleres), El Liberal y Política. Más tarde (a partir de noviembre) llegaba también, pero con más retraso. Solidaridad Obrera (la «Solí»), de Barcelona, órgano de la CNT-EAI, que, gracias al poder de los anar­quistas en Cataluña, lograba eludir la censu­ra oficial. Eran los tiempos en que aparecían fotos de milicianos y milicianas con dirigen­tes políticos vestidos con mono y en alpar­gatas, posando en actitud de disparar junto a algún berrueco del frente de la sierra de Guadarrama, y se publicaban comunicados triunfales sobre la penetración de la colum­na Mangada en dirección a Ávila hasta Navalperal y Peguerinos.

Eue en agosto cuando mi tío Paco, res­pondiendo a un llamamiento, se hizo cargo

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de dos niñas de la Residencia Provincial de huérfanos, que iba a ser habilitada como hospital de guerra. Pienso que lo hizo como gesto altruista y de apoyo a «la causa», pero quizá también para que, ante la oleada de requisas y ocupaciones, nuestro piso estu­viese más habitado y suscitase menos las apetencias de requisadores. Recuerdo bien a las dos niñas: Ana, una morena agraciada de once años, de un pueblo de la provincia, huérfana de madre, a la que su padre visitó una vez, y Clara, de siete, de padres desco­nocidos, con el resentimiento propio de las pobres criaturas incluseras. En casa se las instaló en la habitación de las niñas (que habían quedado en Peñaranda, con su madre), se les compraron vestidos, se les entregaron los muchos juguetes que allí había y se les prodigó toda clase de cuida­dos y atenciones. Rafaela, la persona que nos atendía, perdió pronto la paciencia con Clara, que una buena noche, estando los demás dormidos, fue a la cocina y abrió la espita de la lata del aceite. Las dos niñas estuvieron con nosotros hasta finales de sep­tiembre, en que marchamos a Alicante.

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Las cosas de la guerra no iban nada bien para los republicanos. El avance de las tro­pas de Franco por Extremadura no era una buena noticia. Mi tío, que era una fábrica de proyectos y que temía lo peor, pensó en que nos fuéramos a Málaga y desde allí a Gibral­tar. Como yo tenía fama de sensato, mi tío me confiaba esos proyectos a mí solo, aun­que la verdad es que yo no era capaz de aconsejarle en ningiín sentido.

UN EVACUADO DE SANTANDER

Una mañana de agosto llegó un telegra­ma de Santander. Era del primo Amador Rui-pérez Domínguez, recién licenciado en Filo­sofía y Letras por Salamanca y a la sazón becario de la Universidad Internacional de Verano. Necesitaba dinero. Mi tío le envió un giro telegráfico. A primeros de septiem­bre todos los miembros de la Universidad de Verano, españoles y extranjeros, fueron eva­cuados de Santander por un barco de guerra inglés, que los depositó en Francia, en San Juan de Luz, donde varios españoles, entre ellos Amador y el catedrático Camón Aznar,

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tomaron la decisión de pasar a la zona repu­blicana. Así es como llegó Amador a Jaén, vía Barcelona y Valencia, una tarde de la pri­mera decena de septiembre.

Mi tío se puso muy contento. Y yo tam­bién, pues me sentí relevado de mi papel de confidente de sus proyectos. Amador, a punto de cumplir los veintiún años, con una brillante carrera universitaria terminada, hombre inteligente, de mente clara y juicio sereno, fue un conversador estupendo que supo instilar sosiego en el espíritu siempre inquieto e imaginativo de mi tío. Por de pronto, no volvió a hablarse de Gibraltar.

De un viaje que hizo a Madrid, a media­dos de septiembre, para tratar algo con la central de la compañía de seguros, mi tío volvió enormemente preocupado por la marcha de la guerra y horrorizado por las matanzas en el propio Madrid con y sin jui­cio previo de los Tribunales Populares. Ade­más, en Jaén se había organizado el triste­mente llamado «tren de la muerte»: el obispo de Jaén y los que con él eran trasladados nunca llegaron a ningún destino. El avance de los moros y de los legionarios de Franco

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por tierras de Extremadura y de Toledo seguía imparable y los relatos sobre atrocidades en la zona rebelde no eran nada tranquilizadores. Por eso Amador encontró aceptable el nuevo plan que concibió la siempre calenturienta mente de mi tío: marcharnos a Alicante y desde allí intentar llegar por mar a Argelia, aunque fuera en una pequeña embarcación.

A ALICANTE Y BENIDORM

La toma de Toledo y la liberación de su Alcázar por los sublevados el 27 de septiem­bre, que parecía presagiar un derrumbamien­to general de la zona republicana, aceleró nuestra salida de Jaén: el mismo día 28 por la tarde y tras reintegrar a las dos niñas que teníamos acogidas a la organización corres­pondiente, tomamos la carretera de Albacete en un Peugeot, conseguido por Pedro de su sindicato y conducido por él mismo. Del estado del coche da idea el que, ya anoche­cido, se desprendió y cayó al suelo el carbu­rador del motor, que hubimos de buscar -y afortunadamente encontramos- desandando a oscuras un buen trecho de la carretera.

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En todos los pueblos se habían montado controles de carretera de tal o cual sindicato, con barreras de bidones de aceite vacíos y, muchas veces, con imágenes sacadas de las iglesias, en cuyos labios casi nunca faltaba un cigarrillo y cuyas manos servían ahora, no para impartir bendiciones, sino para tener colgados letreros indicadores. Un susto tremendo nos llevamos cuando, en uno de esos controles, ya en plena noche, vimos que, mientras un camarada apuntaba con su pistola a la cabeza de Pedro, otro examinaba nuestro salvoconducto a la luz de los faros del coche mirándolo al revés. Afortunada­mente los sellos estampados que llevaba el documento debieron de parecerle apropia­dos, porque nos dejó seguir viaje. Así llega­mos a Alicante a las tres de la madrugada, con la ciudad prácticamente ocupada por la «Columna de la Muerte» de los anarquistas. Una patrulla nos paró y nos registró todo el equipaje, pero no nos molestó más; antes bien nos dio el santo y seña de aquella noche («CNT 5») -la «consigna», dijeron ellos-por si tropezábamos con otra patrulla. Pedro regresó con el coche a Jaén (más tarde refe-

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riría que aquella madrugada vio muchos cadáveres en las cunetas de la carretera). Nosotros pudimos dormir en un hotel gra­cias a la habilidad de mi tío, que supo ven­cer con la oportuna propina la negativa del empleado de recepción, temeroso de que no fuésemos a pagar, que es lo que hacían otros huéspedes de la referida columna.

En la subdirección de la compañía de seguros, requisada por los propios emplea­dos, mi tío se informó de que Mosquera, su homólogo de Alicante, estaba en Benidorm, lugar considerado tranquilo. Allá nos fuimos por la tarde en el coche de línea regular y nos instalamos en el mismo hotel del colega, que era el Hotel Bilbaíno de Pedro Cortés -según rezaba el rótulo-, al comienzo de la playa. En él estaban refugiadas personas diversas, evidentemente no izquierdistas, entre ellas un industrial de Alcoy llamado Cabello, con su mujer y una niña pequeña, porque en Benidorm el alcalde y otros polí­ticos del Frente Popular, que en febrero del 36, después de las elecciones, habían pedido al cura que se fuese del pueblo, habían deci-

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dido, al comienzo de la guerra civil, no tole­rar ninguna barbaridad.

Benidorm era entonces un pueblo de pescadores. En la playa, además de nuestro hotel, sólo había un chalet, propiedad del torero Vicente Barrera, bien tratado por los anarquistas gracias a una lancha motora rápida que puso a su disposición. El poder bañarnos en el mar incluso el primero de noviembre y ver en bañador a algunas chi­cas jóvenes muy atractivas era algo que nos ayudaba a olvidar otras preocupaciones. La comida era todavía muy buena (no olvidaré aquel arroz a la cubana con huevo, ni las ricas sardinas fritas). En el salón del hotel, el primo Amador nos enseñó a jugar al ajedrez a Higinio y a mí. Pero la dulce molicie no iba con el carácter de mi tío. Además, nadie pensaba que la guerra fuese a durar tanto y había que ser previsor a corto plazo. Así que al recadero que iba todos los días a Alicante le encargamos los libros de la rama de Letras correspondientes a las asignaturas de cuarto de bachillerato, que nos explicaría Amador. Fue mi primer contacto con el latín. La rutina

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diaria incluía, además del baño y del estudio, la compra del periódico a la llegada del coche de línea de Alicante y, en cierta ocasión, un paseo a la parte más lejana y deshabitada de la playa para esconder en la arena un libro que mi tío temía que fuera comprometedor (creo que era La rebelión de las masas de Ortega y Gasset) si se lo descubría alguna de las patrullas anarquistas que de vez en cuando aparecían por allí. Recuerdo también que una tarde estuvo en el hotel, en un automóvil grande, la esposa de Azaña, el Presidente de la República. Otras veces se nos ofrecía el espectáculo de ver pasar de largo por alta mar, más allá de la pequeña isla que hay fren­te a la playa, algún barco de guerra: uno era el crucero «Méndez Núñez», que de noche dirigía a la costa sus potentes reflectores.

A mediados de octubre mi tío fue recla­mado por el Comité Sindical que había requisado su oficina de seguros en Jaén. No le faltó casi nada para no poder contar el viaje, pues, mientras esperaba un tren en la estación de Alcázar de San Juan, tuvo la mala ocurrencia de preguntar a un miliciano por

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unos enormes botes retorcidos que se veían a lo lejos: eran ni más ni menos que los depósitos de gasolina de CAMPSA, recién bombardeados. El miliciano le tomó por espía y le llevó al puesto de guardia, donde mi tío hubo de invocar sus antecedentes socialistas y de emplear a fondo sus muchas dotes persuasivas para que le dejaran libre. Y es que su especialidad profesional eran precisamente los seguros de vida, los más difíciles para el agente porque al cliente hay que hablarle de su muerte. Cuando final­mente fue el Comité Sindical Central de la compañía en Madrid el que exigió su pre­sencia en Jaén, ya no hubo más remedio que regresar. Quedaban en puro recuerdo los planes de atravesar el mar en una lancha para buscar refugio en Argel, que el contacto con la realidad de las gentes del puerto había revelado como difícilmente realizables.

INVIERNO REVOLUCIONARIO EN JAÉN

Nuestro regreso a Jaén, a primeros de noviembre, coincidió con la llegada de las primeras brigadas internacionales y la estabi-

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lización del frente de Madrid. El peligro de derrumbamiento parecía alejarse, de manera que nos pusimos a organizar nuestra vida. Rafaela tuvo noticia de la llegada de un camión de ropa de Cataluña y, como yo sólo tenía ropa de verano, pudo comprarme un jersey de punto de algodón, de color verde oscuro. Reanudamos, por supuesto, las cla­ses con Amador, que preparábamos desde las siete de la mañana, porque mi tío enten­día que el buen estudiante tiene que madru­gar. Pero como el día daba para todo, Ama­dor, que procuraba salir poco de casa por estar en edad movilizable, nos enseñó tres variantes del juego del tute (el de seis cartas, el arrastrado y el subastado), utilizando para ello unos cromos de fotografías de ciudades a los que asignamos valores de cartas de baraja, pues mi tío no hubiera permitido unos naipes de verdad. Comenzaba a haber dificultades para la comida. Rafaela se queja­ba ya de las colas que tenía que hacer para la compra. A la escasez de víveres contribuía el que la ciudad estaba atestada de refugia­dos procedentes de los frentes de Córdoba y Granada, que, por cierto, se congregaban

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imprudentemente por las calles y plazas al anochecer para comentar las noticias del día, servidas por los altavoces. Previsoramente, compramos legumbres, arroz y aceite y todo lo guardamos en un doble techo que hici­mos en el armario del cuarto de las niñas.

En aquel invierno la revolución casi se había convertido en rutina. El sindicato anar­quista CNT, en su pugna por superar al socialista UGT en niimero de afiliados, aco­gió a muchas personas de derechas, que encontraban en ese carnet la protección que con frecuencia necesitaban. Uno de los prin­cipales dirigentes cenetistas locales, un tal Gabriel, venía cobrando de «La Unión y el Eénix» una pensión por accidente de trabajo. Mi tío no se atrevió a tramitar su alta, que hubiera interrumpido el pago de la pensión. Él fue quien un buen día puso en marcha la revolución de las sirvientas, que fueron saca­das de las casas, dejando solos a los «señori­tos», y concentradas en el teatro Cervantes (en el que, por cierto, pocos días antes había­mos visto la película soviética Los marinos de Kronstadt). Según nos contó Rafaela, el camarada Gabriel arengó convenientemente

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a las reunidas y, para impresionarlas con una demostración de fuerza, sacó su pistola y disparó dos tiros al techo del teatro, tras lo cual cada una volvió a su casa, a la casa de su «señorito», claro es. Pocos días después, una madrugada de finales de enero, Gabriel apareció muerto en una calle, víctima de un ajuste de cuentas entre partidas rivales.

La noticia, que nos llegó una mañana por el portero, de que en la casa del número 2 de nuestra propia calle, donde estaban las oficinas de la Delegación de Obras Públicas y la vivienda del ingeniero jefe, Méndez de apellido, habían sacado a éste por la noche, nos estremeció a todos. Más suerte tuvo nuestro vecino del segundo derecha, el inge­niero jefe de la Sección Agronómica, don Pedro Yerón, que pudo telefonear al Gobier­no Civil y lograr que le enviasen unos guar­dias de asalto, los cuales impidieron que le «pasearan» unos pistoleros. En lo sucesivo tuvo la protección permanente de un guar­dia, enormemente útil para conseguir comida saltándose las colas que otros tenían que guardar. Al tocólogo García Triviño, conoci­do hombre de derechas, mas no político, le

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metieron en la cárcel, pero una manifesta­ción de mujeres del- barrio de la Magdalena -el más marxista de Jaén- a las que había atendido en sus partos en el hospital provin­cial logró que le pusieran en libertad. Por su parte, las Hermanitas de los Pobres, que regentaban el Asilo de Ancianos de frente a nuestra casa, haciendo valer el origen francés de su Instituto, conectaron con su Embajada y pusieron a la entrada la bandera tricolor francesa como señal de extraterritorialidad, de manera que pudieron dar asilo a más de un perseguido.

NOTICIAS DE PEÑARANDA

Un ejemplar de El Adelanto de Salamanca del mes de diciembre nos trajo una noticia aparentemente tranquilizadora sobre Peña­randa. Nos lo dio Federico Castillo, destaca­do comunista, médico él e hijo de un médico amigo de tío Paco, que lo había intercambia­do en el frente con un combatiente salmanti­no del otro bando. Según he sabido después, en la posguerra Federico pasó once años en la cárcel y murió de problemas cardíacos. En

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el periódico que nos proporcionó aparecía como jefe local de Falange en Peñaranda un médico amigo e indirectamente familiar, don Andrés Pérez. Parecía haber fundamento para no temer nada en el pueblo si la balan­za de la guerra se inclinaba definitivamente del lado de los sublevados, lo cual daba por supuesto -y era mucho suponer- que dicho jefe tenía algún poder efectivo.

PASAPORTE PARA FRANCIA

Pero a primeros de febrero una carta de Salamanca, que nos llegó a través de la filial de «La Unión y el Fénix» en Lisboa, vino a despertarnos de nuestro sueño con un mazazo de dura realidad: mi tío Francisco Ruipérez y sus tres hijos, mi tío Salvador y mi padre estaban en la cárcel. De mi madre y de mi tía Leonor, que también habían sido encarceladas, no nos decían todavía nada. Mi tío Francisco Ruipérez, abogado, se había presentado a las elecciones de febrero de 1936 por Izquierda Republicana -el partido de Azaña- dentro de la candidatura del Frente Popular. No salió elegido y, cuando

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la Comisión de Actas del Parlamento se puso a revisar y anular las de algunos diputados de la coalición de derechas y a declarar triunfantes en su lugar a candidatos del Frente Popular, él se negó a aceptar ser nombrado diputado por ese procedimiento, sólo formalmente legal y para él no muy honesto. Sus tres hijos eran de las Juventu­des Socialistas. Mi tío Salvador, de Izquierda Republicana, era alcalde de Peñaranda y, convaleciente de una pulmonía, se encontra­ba con su mujer y su hijita de dos meses en un pueblo de la Sierra de Credos, concreta­mente Navalperal de Tormes. Era hombre pacífico, desprendido y conciliador: por ejemplo, poco antes del comienzo de la gue­rra civil resolvió una huelga de obreros del campo poniendo él de su bolsillo las cinco mil pesetas de diferencia que había en el conjunto del pueblo entre las posturas de patronos y trabajadores. En aquellos años, cinco mil pesetas eran más que el sueldo anual de un maestro de escuela. Mi padre no hacía política activa: se llevaba bien con maestros y secretarios, que eran sus clientes sin distinción de ideas, y se limitaba a estar afiliado a Izquierda Republicana. Mi madre y

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mi tía Leonor, cada una con cinco hijos pequeños, no tenían actividad política, pero eran maestras y hermanas de Francisco y Salvador.

A partir de la llegada de la carta con esas tremendas noticias, nuestro objetivo, tal como lo fijó y nos lo expuso mi tío, estaba claro: marcharnos al extranjero para gestio­nar la libertad de nuestros familiares mediante un canje de presos. De paso nos libraríamos de caer en poder de los faccio­sos, que, a juzgar por las noticias que acaba­ban de llegarnos, no debían de abrigar bue­nas intenciones con mi tío ni con Amador, que era de la FUE (Federación Universitaria Española), organización izquierdista de estu­diantes. Dicho y hecho. Mi tío fue a ver al Gobernador Civil, un socialista llamado Piqueras, y de él obtuvo el ansiado pasapor­te, en el que figurábamos juntos los cuatro.

Marchamos de nuevo a Alicante, desde donde mi tío hizo algunos viajes a Valencia, sede del Gobierno de la zona republicana, para gestionar el visado de salida, ya que el pasaporte del gobernador de Jaén no era

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suficiente. La contrariedad fue que, según se le explicó, él, con cuarenta y tres años, y Amador, con veintiuno, estaban sujetos a movilización y no podían salir de España. Mi tío no se arredró: compró un borratintas, hizo desaparecer todos los datos del pasa­porte y lo reescribió con su propia estilográ­fica, poniéndose él cuarenta y seis años y unos inverosímiles diecisiete a Amador. Tuvo la feliz idea de especificar que el obje­to del viaje era «misión especial». Lo que no previo fue que, por no dejar pasar tiempo suficiente para que el borratintas se secara, la nueva escritura quedó sin buena defini­ción, con los trazos como corridos. Y es que, por la noche, en la pensión donde estába­mos, cualquier ronda en busca de agazapa­dos podía exigir la presentación del docu­mento. Increíblemente, ninguno de los muchos policías, carabineros y milicianos que a lo largo de casi un mes examinaron el pasaporte advirtió la falsificación. El caso es que, sobre el pasaporte así transformado, en el Ministerio de la Gobernación de Valencia estamparon por fin el visado necesario.

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Con estas cosas nos entretuvimos en Ali­cante dos o tres semanas, hospedados en una pensión de la Explanada. En una casa de comidas contigua, «Casa Nazario», disfru­tábamos a diario, por cinco pesetas, de una paella individual, seguida de una pescadilla frita, dátiles y naranjas de postre, más pan y vino. En contraste con Jaén, aquí se notaba que estábamos en un puerto de mar, al que llegaban bien los abastecimientos y que la huerta murciana estaba cerca. El bueno de Nazario nos enseñó, resignado, cientos de vales de los sindicatos con los que los mili­cianos pagaban o más bien requisaban las comidas que les servía. Ocasionalmente nos permitíamos alguna distracción y así vimos en un teatro del centro de Alicante la repre­sentación de la zarzuela Los claveles, por un grupo de aficionados y a beneficio de los combatientes contra el fascismo.

MÁS PROBLEMAS CON EL VISADO

Por fin llegó el día de viajar a Valencia y, luego, a Barcelona. Aquí encontramos una nueva dificultad: el visado del Gobierno de

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Valencia no era reconocido por las organiza­ciones sindicales anarquistas, que domina­ban entonces en Cataluña. Mi tío, fértil en recursos como el propio Ulises, acudió a una empresa conocida, dedicada a la fabri­cación de prensas y moldes para calzado de goma, y allí se captó la simpatía de una secretaria, sindicalista por supuesto, que logró que estamparan los oportunos sellos de la CNT y de la FAI en nuestro pasaporte. Los dos días que estuvimos en Barcelona los aprovechó también mi tío para hacerse con unos voluminosos paquetes de propaganda política acerca de las víctimas inocentes de los bombardeos de las aviaciones alemana e italiana sobre Madrid.

Una mañana con sol, tomamos el tren para la frontera francesa. En Port-Bou subie­ron sucesivamente a nuestro vagón, para efectuar el control de los viajeros, sendas parejas de carabineros del Gobierno, de milicianos de la UGT y también de camara-das de la CNT. Todos sin excepción, miran­do con cara de admiración y respeto los paquetes de propaganda que parecían expli­car lo de «misión especial» del pasaporte.

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encontraron en regla nuestros papeles, no registraron nuestro equipaje y se despidie­ron con un correcto «¡Salud, camaradas!». Respiramos profundamente cuando el tren se puso en marcha, atravesó el túnel fronte­rizo y nos dejó en la estación de Cervére. Eran las cuatro de la tarde del lunes 15 de marzo de 1937. Mi tío, como para liberarse de la angustia que sólo él y Amador habían vivido con plena conciencia, nos hizo una espeluznante confesión: «Hijos, nos han podido fusilar a los cuatro».

Aquella misma tarde nos deshicimos de los paquetes de propaganda tirándolos por la ventana del tren que nos llevó a Perpignan.

II

OTROS CUATRO ESPAÑOLES EN PARÍS

CUATRO BILLETES DE TREN PARA PARÍS

Estábamos, pues, en Francia, sin idea muy precisa de cómo orientar nuestros pasos, pero con la confianza que nos daba el que para Amador el país no era descono­cido, pues había estado en 1935 en Tours, en los cursos de verano de la Universidad de Poitiers.

En Perpignan fuimos a caer en un hotel que, según supimos por los periódicos unos meses después, era un centro de agentes franquistas. Nos hubiera gustado saber qué informaron sobre estas cuatro extrañas per­sonas que habían llegado de la zona «roja».

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La «misión especial» que figuraba en el pasa­porte debió de resultarles un tanto llamativa.

Nuestra prioridad era llegar a París pen­sando en posibles gestiones para el canje de los familiares presos. Sin perder tiempo, a la mañana siguiente mi tío se fue a ver al cón­sul español. Como es sabido, los consulados facilitan la repatriación de los nacionales sin recursos, proporcionándoles los llamados billetes de indigente. Pues bien, mi tío, con sus formidables habilidades dialécticas, obtuvo que nos dieran cuatro billetes gratui­tos, no para repatriarnos, sino para que pudiéramos seguir viaje de Perpignan a París.

En un tren de noche llegamos a las ocho de una mañana lluviosa a la estación de Orsay, que entonces todavía era término de grandes líneas, y nos dirigimos a un hotel que habían recomendado a mi tío en Barce­lona. Esa misma mañana fuimos andando hasta la central francesa de la compañía de seguros de mi tío («L'Union et le Phénix Espagnol»), en la rué du Havre, junto al bulevar Hausmann, próxima a la plaza de la

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Ópera, donde mi tío trabó más de una amis­tad y recibió valiosos consejos. El primero era sobre nuestro alojamiento. El hotel al que habíamos llegado, el Hôtel Bayard, tenía unos precios prohibitivos, por lo que nos recomendaron otro más asequible para nuestras limitadas e inciertas finanzas, el Hôtel des Deux Mondes, en la rue des Martyrs, en el barrio de Montmartre, cerca del bulevar Rochechouart. Tampoco los pre­cios de éste estaban a nuestro alcance y al cabo de unos pocos días recalamos en otro de la rue Dunkerque, en el que duramos hasta primeros de junio. La comida de mediodía la hacíamos en un restaurante popular de la rue Clignancourt, llamado «Du Coq», que se anunciaba con un estupendo gallo luminoso en rojo y verde. Ofrecía un cubierto de 6 francos y otro, más modesto, de 4,50, que es el que pedíamos, con la ven­taja de que incluía pan a discreción para lle­nar nuestros juveniles estómagos. Para cenar, mi tío hacía de cocinero en la habita­ción del hotel con un infiernillo de alcohol y una fiambrera de aluminio, que tanto valía para hacer un café como para freír un huevo

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o guisar un pescado. Había también un queso en porciones marca «El mirlo blanco», que debía de ser muy barato a juzgar por las muchas veces que lo comíamos.

LA BATALLA DE GUADALAJARA

El otro consejo que dieron a mi tío fue que, dada la desastrosa marcha de la guerra, cambiara cuanto antes las pesetas republica­nas, que ya se cotizaban a 0,50 francos, es decir a la cuarta parte de su valor de antes de la guerra, y depositara el dinero en un banco para mayor seguridad. Nuestras dis­ponibilidades ascendían a unas veinte mil pesetas, que habíamos sacado ocultas en las tapas de un diccionario de latín, y en unas pocas monedas de oro que mi tío había pasado colgadas de sus partes más íntimas. En mala hora cambiamos enseguida las pesetas, porque, muy pocos días después, la derrota de los italianos en Guadalajara hacía subir al doble la cotización de la peseta republicana.

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Una de las gestiones que hicimos fue una visita a la Embajada Española, instalada en un soberbio edificio de la avenida George V, cerca de la de los Campos Elíseos. Hasta unos meses más tarde mi tío no logró entre­vistarse con el embajador, que era el jurista Ossorio y Gallardo, a quien explicó, sin mucho resultado, nuestro interés por lograr un canje de presos.

TURISTAS DE A PIE EN PARÍS

Por de pronto, a nosotros, por lo menos a Higinio y a mí, nos sirvió de satisfacción el ver de cerca la torre Eiffel y el Arco de Triunfo, que fueron dos de nuestros prime­ros conocimientos del París monumental. El transporte en metro era caro y por ello casi nunca lo utilizábamos. Cuando lo hacíamos, procurábamos alargar y complicar nuestros trayectos con los trasbordos necesarios para viajar por líneas que salían a la superficie, atravesaban el Sena y nos permitían gozar de vistas espléndidas.

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Así pues, nuestro principal medio de locomoción eran nuestros propios pies, lo cual tenía sus ventajas, pues nos permitía contemplar a placer el espectáculo de la gran ciudad y hacer los comentarios perti­nentes sobre monumentos (el Arco de Triun­fo tenía más altura de la que las fotografías de los cromos hacían pensar), sobre edifi­cios (siempre con tejados de pizarra abuhar­dillados), sobre escaparates (nos llamó la atención una televisión aún no electrónica, de disco giratorio), sobre coches (casi todos eran Citroen, Panhard, Peugeot, Renault, como era de esperar), sobre gentes (todas las mujeres con sombrero) y sobre animales (perros con chalecos de punto). Y poco a poco, a fuerza de preguntar por las calles a los gendarmes, de encargar los platos del menú al camarero en el restaurante, de ir a comprar pan y de pedir la llave en la porte­ría del hotel, íbamos perdiendo el miedo a decir alguna frase en francés. Las caminatas nos las estudiábamos por los planos de las bocas del metro. En una de ellas nos cruza­mos, por la rue des Martyrs, con don Miguel Maura, el conocido político conservador que

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había sido figura destacada en el primer gobierno provisional de la República en 1931·

CENSURA DE CORRESPONDENCIA

Para dar la noticia de nuestra llegada a Francia a la familia, mi tío buscó un procedi­miento que asegurara sin riesgos la comuni­cación y para ello escribió a sus hermanos de Madrigal de las Altas Torres, donde, efec­tivamente, la censura de la correspondencia resultó ser menos intervencionista. Más tarde supimos que su hermano Julio, para de esa manera proteger a sus hermanos, se había presentado voluntario con su viejo Chevrolet y había sido destinado al frente en una uni­dad de automovilismo. Goyo se había que­dado en Madrigal con su hermana Arsenia al frente de un pequeño comercio y de una fábrica de harinas. Pero Clemente y Lucio estaban medio ocultos por Galicia. Por otra parte, mi tío y Amador decidieron no infor­mar abiertamente de su presencia en París, por temor a que, al conocerse ésta por la censura de la correspondencia, se les obliga-

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ra a repatriarse a la zona «facciosa» mediante amenazas a los familiares que estaban en Peñaranda, Salamanca o Madrigal. Mi primo Higinio escribía las cartas en clave que le dictaba su padre: decía que habíamos llega­do él y yo a París «con los señores de Obis­po Aguilar» (nombre de la calle donde había estado la oficina de mi tío en Jaén) y firmaba con la rúbrica de su padre, mientras que yo ponía mi firma con la rúbrica de Amador. La ingeniosa clave no les resultó fácil de desci­frar a los destinatarios, pues unos meses más tarde hubo necesidad de aclarársela.

Fieles a nuestra inveterada costumbre, comprábamos a diario dos periódicos (por las mañanas L'Œuvre, que tenía en Geneviè­ve Tabouis una inteligente comentarista anti­franquista de política internacional, y, por las tardes, el sesudo, frío y poco o nada republicanófilo Le Temps), que, al principio. Amador nos traducía en voz alta. En los puestos de venta devorábamos con la vista, además, los titulares de Paris-Soir, de Ce Soir, competidor izquierdista del anterior, de L'LLumanité, órgano del partido comunista, y en ocasiones adquiríamos La Vanguardia de

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Barcelona, que solía llegar al kiosko de prensa de la estación de Orléans-Austerlitz. Seguíamos apasionadamente, día a día, la marcha de la guerra de España que en aque­llos meses estuvo convulsionada por una serie de hechos importantes: el bombardeo de Guernica por la aviación alemana en abril; la toma de Bilbao, en mayo, por los que Le Temps llamaba nacionales y L'Œuvre rebeldes o facciosos; la ofensiva de Brúñete, en julio, en el frente de Madrid, lanzada inútilmente por los republicanos para aliviar la presión ejercida por el enemigo sobre las provincias del norte; la caída de Santander en agosto y la de Gijón en octubre. Y, mien­tras tanto, con la farsa del Comité de No-Intervención, que se reunía en Londres, los dictadores alemán e italiano suministraban ininterrumpidamente abundantes tropas, armamento, petróleo y ayuda financiera a Eranco y se empleaban a fondo en su favor, hasta el punto de que submarinos italianos hundieron algún mercante republicano. La Rusia de Stalin, mucho más distante y menos decidida, hacía lo mismo en menor escala con los gubernamentales. El socialista

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Blum, en Francia, se dejaba inmovilizar por el gobierno conservador británico, al que la revolución popular que se vivía en la Espa­ña republicana no inspiraba ciertamente simpatías.

VERANEO EN LA RUÉ CHARENTON

Una novedad importante en nuestra vida parisina fue el poder vivir durante tres meses, de junio a agosto de 1937, en un pequeño piso que puso a nuestra disposi­ción generosamente un español que conoci­mos en el restaurante de la rué Clignancourt. Bernardo Gómez, que así se llamaba, era de un pueblo de Ávila, había ido a Francia como inmigrante cuando la guerra de 1914-1918 y estaba casado con una francesa. Era mancebo de una farmacia en París y pasaba los tres meses de verano trabajando en otra de la estación balnearia de Chatelguyon, en el Macizo Central. Intimamos con él por evi­dentes razones de afinidad política y de vecindad de origen en España, y el resultado fue que nos cedió para aquel verano su piso

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del número 308 de la rué Charenton, en el distrito XII, cerca de la puerta de Charenton, junto al bosque de Vincennes.

Ese verano fue un tiempo verdaderamen­te inolvidable de nuestra aventura parisina. La vivienda era modesta: dos habitaciones con sendas ventanas que daban a un amplio patio de vecindad, un pequeño vestidor con lavabo y una pequeña cocina; el retrete -de los de no sentarse- estaba en la escalera y era de uso común para varios vecinos. En la cama del matrimonio dormían mi tío y Ama­dor, que por las mañanas sabía si mi tío se levantaba con nuevos proyectos según las vueltas que había dado por la noche. Higi­nio y yo utilizábamos una cama turca que había en el comedor, en la que, a pesar de la estrechez, dormíamos a pierna suelta, sin oír el ruido de los trenes de la estación de Lyon, que pasaban tras la verja que cerraba uno de los lados del patio. La obligación de las labores domésticas -pasada ya la novedad de las primeras experiencias culinarias-recayó, como era inevitable, en Higinio y en mí, que, por cierto, aprendimos de mi tío Paco a guisar un estupendo conejo. Como si

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estuviésemos en Castilla, todos los días poníamos cocido, con garbanzos comprados en no recuerdo qué tienda. Amador aprove­chaba la cama hasta las nueve y veinte exac­tamente, antes de cumplir su obligación de ir a comprar la carne. En estos tiempos los restaurantes eran para nosotros sólo objeto de respetuosa, distante y admirativa contem­plación. En casa, a Higinio lo que más le costaba era que su padre nos hiciese fregar los suelos con las ventanas abiertas de par en par y ser de esta manera observados con mal disimulada curiosidad y visible regocijo por una vecina de enfrente en el patio de vecindad, a la que pusimos por mote «la inquisidora». Algún éxito culinario nos apun­tamos: una vez mi tío invitó a comer en casa al director general de «La Unión y el Fénix» (creo recordar que se llamaba Hermida), junto con los sindicalistas que le acompaña­ban desde Madrid para tenerlo bien vigilado. El famoso conejo -carne por lo demás bara­ta- fue muy celebrado, aunque hay que hacer constar que el paladar de los invita­dos, venidos del Madrid en guerra, no debía de ser muy exigente.

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El bueno de Gómez insistió más de una vez en que todos debíamos cortarnos el pelo, que llevaba tres meses creciendo desde que salimos de Jaén. Creía en no sé qué relación inversa entre la longitud del pelo y el vigor físico, al contrario que en el episodio bíblico de Sansón y Dalila. Pero es que los «coiffeurs» eran muy caros. Hasta que, con el gesto de cedernos su casa, que supuso una ayuda económica considerable, ya no hubo argumentos para desoír el con­sejo de Gómez y demorar más la visita a la peluquería.

Mucho más presentables por el pelo recién cortado, y en vista de que nuestro nuevo alojamiento nos invitaba a organizar nuestra vida de manera más sedentaria, Higi­nio y yo fuimos admitidos en una escuela primaria que había en la otra acera de la propia rue Charenton, a la que asistimos mes y medio hasta la fiesta nacional del 14 de julio, que era el final del año escolar. Por nuestra edad (ambos teníamos ya catorce años) y por nuestros estudios previos se nos asignó a la llamada clase de certificado, en la que había un buen nivel de francés y mate-

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máticas. Nos sorprendió la educada correc­ción de nuestros compañeros franceses, que todas las mañanas se daban los buenos días estrechándose la mano. Todos, incluso en un barrio de gentes sencillas y más bien humildes como era la rué Charenton, iban a la escuela pulcramente vestidos. Para inten­tar acercarnos a ese nivel, Higinio y yo nos lavábamos todos los días los pantalones de dril, que eran del verano del año anterior. Lo más difícil era quitarles las arrugas después de secos, pues la mujer de Gómez no había dejado en el apartamento ninguna plancha: para suplir esa falta se nos ocurrió utilizar un cazo de aluminio de base bien limpia, en el que echábamos agua previamente calentada en un puchero.

Las vacaciones escolares nos dejaron mucho más tiempo libre para nuestras andanzas. El mismo día 14 de julio pudimos ver desde la puerta de Charenton los fuegos artificiales de la torre Eiffel a lo lejos. Un vecino, Monsieur Falguère, cuñado de Gómez y padre de nuestro amigo Camille, nos llevó una vez al velódromo del bosque de Vincennes. Otro domingo, estábamos

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tumbados en el césped del bosque viendo una exhibición aérea cuando se estrelló con­tra el suelo el «hombre pájaro», que preten­día descender con unas alas en lugar de con un paracaídas. En el mismo parque de Vin­cennes actuó una vez la cantante española Raquel Meller en un festival a beneficio de los republicanos españoles. Lo que no nos perdíamos, porque nos importaban mucho, se desarrollaban no muy lejos de nuestra casa y, además, no nos costaban nada, eran las frecuentes manifestaciones que, desfilan­do desde la plaza de la Bastilla a la de la Nación, reclamaban el envío de armamento a la España republicana al grito de «Des avions, des cannons pour l'Espagne!». Fui­mos a ver la Exposición Internacional que se celebró en París aquel verano de 1937 en torno a la torre Eiffel y al palacio Chaillot en el Trocadero. Llamaban la atención los pabe­llones de Alemania y la URSS, situados a uno y otro lado de la avenida principal, enfrenta­dos y casi simétricos, salvo por el águila que coronaba el alemán y el grupo escultórico del hombre y la mujer avanzando con el martillo y la hoz en sus manos que remataba

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el soviético. En el español vimos ya el Guer­nica de Picasso, que después se haría tan famoso.

Mientras tanto, mi tío y Amador no para­ban. Incluso hicieron, con vistas a un posi­ble canje, un viaje a Londres para entrar en contacto con unos españoles establecidos allí que antes de la guerra habían servido caucho africano a la fábrica de calzado de Peñaranda. Para otras gestiones ante el gobierno republicano con el mismo objetivo mi tío hizo también un viaje de ida y vuelta a Barcelona y Valencia, del que regresó mucho peor de su úlcera de estómago.

La gran noticia fue que mi infatigable tío logró, tras una persuasiva entrevista con el cónsul español en París, colocar a Amador en una oficina del Gobierno relacionada con los refugiados. El tener un puesto de trabajo le proporcionó al propio Amador la natural satisfacción, por lo que tenía de seguridad en su valer y utilidad, y significó la aporta­ción a la economía del común de un ingreso nada despreciable ni por su cuantía (mil qui­nientos francos de los de 1937 al mes) ni por

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su carácter fijo. Por entonces también Ama­dor recibió algún dinero que su cuñado Teo­doro Jiménez logró hacerle llegar desde Irún. Nuestra situación económica dejaba de ser comprometida.

EL AVIADOR YUGOSLAVO

Una agradable sorpresa fue, en el mes de agosto, la visita que nos hizo un joven de poco más de veinte años, que hablaba espa­ñol con marcado acento extranjero, portador de noticias nada menos que de la cárcel de Salamanca.Traía nuestra dirección y nuestros nombres escritos en un papel de fumar con la inconfundible letra de mi padre. El men­sajero era un aviador yugoslavo que, cuando pilotaba un avión de caza republicano «Devoitine», de fabricación francesa, había sido abatido en septiembre de 1936 cerca de San Martín de Valdeiglesias, hecho prisione­ro, internado en la prisión de Salamanca y luego canjeado. Por entonces también visita­mos en París, cerca de la plaza de Auteuil, a la enfermera María García Corselas, esposa

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luego del doctor Segundo Vicente, que nos traía noticias directas de Salamanca, de donde se las había arreglado para salir.

EL RAYO QUE NO CESA

Esta vida, provisionalmente tranquila, vino a ser brutalmente sacudida por otra carta de Madrigal, llegada a fines de agosto, en la que por fin Goyo nos contaba toda la durísima verdad: mi madre y mi tía, mis tíos Jesús, padre de Amador, y Victorino también estaban en la cárcel; el primo Fortunato había sido fusilado en mayo. Cuando Ama­dor, al atardecer, volvió del trabajo, encontró una escena patética: Higinio y yo estábamos llorando inconsolables; mi tío, debatiéndose desesperado en la impotencia ante la suerte de su mujer y de sus hijos, daba frenéticas vueltas a la habitación y puñetazos en la mesa. El que la persecución se hubiera ensa­ñado con las dos hermanas dejando prácti­camente huérfanas a ocho criaturas, que hubieron de ser recogidas en casa del abue-

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lo octogenario por las dos hermanas solte­ras, excedía todo lo imaginable.

El conocimiento de esta tremenda situa­ción nos prohibía olvidar que el motivo principal de nuestra presencia en París era la «misión especial» del pasaporte, es decir, tra­bajar para la liberación de nuestros familia­res presos en la España llamada «nacional». Mi tío concibió entonces la original idea de que Higinio y yo escribiésemos sendas car­tas nada menos que a Mrs. Roosevelt, a Mme. Lebrun, esposa del presidente de la República Francesa, a Jorge VI de Inglaterra y al rey Gustavo V de Suecia, para exponer a tan importantes y sin duda caritativos perso­najes nuestra situación de niños víctimas de la guerra civil y pedirles su intervención por vía diplomática para la puesta en libertad de nuestros padres mediante un canje de pre­sos. Las cartas, redactadas por mi tío, fueron traducidas a un correcto francés (que enton­ces era todavía la lengua de la diplomacia) por uno de los amigos de «L'Union et le Phé­nix Espagnol». Ni la esposa del presidente Roosevelt ni la corte británica se dignaron contestarnos. Sí recibimos unas líneas ama-

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bles de la secretaría del rey de Suecia y una carta más expresiva de Madame Lebrun, que nos informaba de haber encomendado el asunto con todo su interés al ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno francés.

Algo debió de moverse. En la cárcel, segiin supimos mucho después, nuestros parientes notaron un trato distinto por parte de los funcionarios y fueron objeto de algu­nas extrañas preguntas. Por otro lado, mi tío estuvo por septiembre viendo pisos en París, ante la que creía inminente llegada de su mujer y de mi madre.

PARÍS YA NO VALE UNA MISA

Pero la esperanza fue ilusoria. Dejamos el piso de Gómez, que regresó de Chatelgu­yon, y nos fuimos a vivir como huéspedes en pensión completa a la casa de unos inmi­grantes italianos en Asniéres, en el cinturón industrial, al N.O. de París. La experiencia no fue convincente ni por el precio, ni por el alejamiento, que obligaba a unos gastos

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de transporte elevados, de manera que, al cabo de un par de semanas y tras discutir con los italianos su derecho a percibir unos días más del importe de la pensión por no haberles dado el debido preaviso de nuestra salida, nos trasladamos a un modesto hotel de la rue Planchât, en el distrito XX, sin duda el más proletario de París, en el cual, en dos habitaciones, una de ellas con una pequeña cocina de gas, pasamos el tiempo restante de la etapa parisina de nuestra odisea, hasta el mes de marzo de 1938, sin nada especial que reseñar como no sea la emoción con que seguimos la conquista de Teruel por los «lea­les» en diciembre-enero de 1937-1938, la decepción que siguió al ser reconquistada por las tropas franquistas y, en otro orden de cosas, la caminata que nos dimos Higinio y yo, también en la Navidad de ese año, hasta el bulevar Hausmann para ver los imponen­tes trenes eléctricos de juguete de los des­lumbrantes escaparates de los grandes alma­cenes «Au Printemps» y «Galeries Lafayette».

Pero sucedió que el reemplazo de Ama­dor, aun con la edad que figuraba en el ama­ñado pasaporte, fue llamado a filas por el

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gobierno republicano. Ni su puesto de traba­jo en la oficina del consulado resultaba ya sostenible, ni su conciencia política le per­mitía convertirse en prófugo: tomó limpia­mente la decisión -heroica en 1938- de incorporarse al ejército republicano. Desde su oficina pudo, antes de marcharse, arreglar para Higinio y para mí el ingreso en una colonia de niños refugiados españoles en el País Vasco francés, pues, sin la aportación de su sueldo del consulado, no podíamos subsistir tres personas gastando de las reser­vas cada ve2 más menguadas de mi tío. Amador, pues, regresó a España, no sin que antes mi tío (por si las cosas le iban mal) le hiciera firmar un breve documento en el que hacía constar que marchaba contra el conse­jo recibido y bajo su propia responsabilidad. Fuimos a despedirie a la estación de Orléans-Austerlitz.

Y al día siguiente, a fines de marzo de 1938, mi tío, Higinio y yo tomábamos, en la misma estación, el tren de Bayona y dába­mos por concluida la etapa parisina de nues­tro peregrinar.

Ili

TRES REFUGIADOS MÁS

EL HOSPITAL MILITAR DE BAYONA

El refugio en el que ingresamos mi primo Higinio y yo estaba en el centro mismo de Bayona, entre los ríos Nive y Adour, y ocu­paba en su totalidad el llamado Hospital Militar, un gran complejo de edificios de la guerra de 1914.

Los acogidos eran, en número de más de doscientos, niños de todas las edades -recuerdo a un «guaje» asturiano de tres años-, muchachos y mujeres que habían lle­gado al País Vasco francés en los sucesivos éxodos producidos por los reveses republi­canos en el Norte, desde la caída de Irún, a mediados de septiembre de 1936, hasta la de

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Gijón, en octubre de 1937, pasando por las de San Sebastián, Bilbao y Santander. Excep­to los primeros, que no tuvieron más que atravesar el puente internacional, todos los demás habían llegado por mar en pequeños barcos de pesca, que seguían amarrados en San Juan de Luz y en Bayona y servían de vivienda a los adultos.

En el refugio sólo había algunos hom­bres, que trabajaban en él como médicos, maestros, peluqueros o carpinteros. Eran gentes del País Vasco en su mayoría, pero también las había de Santander y de Astu­rias. Las mujeres de la colonia, solteras, viu­das o separadas de sus maridos por la gue­rra, estaban encargadas de los niños a razón de diez cada una, cuidando de su aseo per­sonal, de lavar y coser su ropa, hacer las camas y tener limpia y ordenada la parte del gran dormitorio que correspondía a su grupo. Las llamábamos «jefas». La que nos tocó a nosotros era una persona bondadosa, que había perdido a su marido en la defensa de Irún y estaba acogida en el refugio junto con sus dos hijas. A sus cuidados yo intenta­ba corresponder leyéndoles, en grupo con

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otras, las noticias de España que publicaba, en francés y en español. Le Sud-Ouest de Bayona, periódico siempre optimista, que no dio la guerra por pedida para los republica­nos hasta el mismo día de la rendición de Madrid.

El director del refugio era un maestro francés llamado Argote, comunista, que más tarde, cuando la ocupación alemana, según supe después, entraría a luchar en la resis­tencia y acabaría siendo fusilado por los ale­manes. La financiación de la colonia (com­partida por los gobiernos francés y español) debió de atravesar momentos difíciles a juz­gar por las restricciones que teníamos en la comida: nunca hubo postre en la cena y la merienda quedó reducida a un mero zoque­te de pan. Así se llegó, en el mes de junio de 1938, a la disolución del refugio y, gracias a un comité sueco de ayuda a los niños refu­giados, los residentes fuimos distribuidos en dos colonias más pequeñas, una en Haspa-rren y otra en Biarritz.

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ESPAÑOLES EN BAYONA

Mi tío se instaló en Bayona, en una pen­sión de la rué Port-Neuf, y trabó enseguida amistad con varios refugiados españoles, con lo cual mejoró su estado de ánimo y satisfacía más cumplidamente su ansia por saber lo que sucedía en España. Incluso fre­cuentaba una tertulia en un café que había en los soportales de la plaza del Ayunta­miento. En una ocasión nos presentó a un nuevo amigo, de la provincia de Valladolid, que, al ser liquidado a tiros en la cuneta de una carretera el grupo con el que fue sacado de su casa, no sufrió impacto directo, se hizo el muerto, no recibió el tiro de gracia y pudo huir hasta llegar a Francia.

NOTICIAS DE ESPAÑA

Por entonces supimos que mi madre y mi tía Leonor habían sido trasladadas al penal de Saturrarán, en Ondárroa, a cumplir la condena de nueve años que les había impuesto en febrero de 1937 el tribunal mili-

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tar que, en Salamanca, las había juzgado por ••auxilio a la rebelión» {sic) junto con otras treinta personas de Peñaranda, y ello a pesar de que la comisión correspondiente -las dos eran maestras- había sobreseído sus expe­dientes de depuración. Mi tío Paco -que en el fondo era un sentimental y que estaba muy enamorado de su mujer-, se figuraba estar cerca de ella con sólo un poco de mar en medio y le escribía cartas muy románticas con las olas y las gaviotas de mensajeras.

Por Le Sud-Ouest y por informaciones que circulaban entre los refugiados, tuvimos noticia de la evasión de reclusos del fuerte militar de San Cristóbal, de Pamplona, habi­litado como penal de presos políticos, en el que estaban cumpliendo condena, dictada por el mismo tribunal militar, mi tío Francis­co Ruipérez, sus dos hijos y mi tío Salvador. Mi tío, angustiado, pensó en organizar desde Francia, con un guía conocedor del terreno, una operación de salvamento. Segiin supi­mos mucho más adelante, un domingo 22 de mayo de 1938 una célula comunista de gente joven, decidida y bien organizada, dominó, después de la misa, al cuerpo de

guardia y dejó abiertas las puertas del penal, en la creencia de que, por ser tarde de domingo, el golpe pasaría inadvertido hasta el lunes por la mañana. Pero un corneta logró escapar y llevar la noticia al mando militar de Pamplona. Así, la persecución, una verdadera caza del hombre por los montes, se organizó sin el retraso con que habían contado los organizadores, de tal manera que ninguno de los fugados logró llegar a la frontera. Afortunadamente, nuestros familia­res, tras deliberar entre ellos y con el aseso-ramiento de un comandante del ejército republicano que cumplía condena en el penal, tuvieron el acierto de no fugarse.

«VILLA LILINITA» EN BIARRITZ

En la distribución de los acogidos en el refugio, a Higinio y a mí se nos asignó al grupo de unos noventa que constituyó una colonia en Biarritz a primeros de junio. Nos instalaron en un lujoso chalet sobre el acan­tilado de la playa de la Côte des Basques, llamado «Villa Lilinita», tomado en alquiler a

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algún aristócrata en apuros. En él, a los mayores se nos hizo trabajar en tareas varias de limpieza, partir leña para la cocina, cui­dar el jardín y hervir la ropa de los niños sar­nosos. A éstos los tenían aislados en una buhardilla y, cuando todavía era desconoci­do el DDT, les sometían a un duro trata­miento, consistente en aplicarles una poma­da amarilla de azufre puro después de bañarles y cepillarles enérgicamente las zonas del cuerpo afectadas. La asistencia médica especializada y la quirúrgica -hubo operaciones de apéndice y de amígdalas-nos las proporcionaban en La Roseraie, estu­penda residencia de veraneantes en la carre­tera al sur de Biarritz, convertida por el gobierno vasco en hospital para gudaris heridos en la guerra de España.

GIMNASIA EN LA PLAYA

Nuestra estancia en la nueva colonia tuvo sin duda muchos aspectos positivos y agra­dables: con maestros como don Jerónimo Arrióla y el admirable don Demetrio Garral-

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da, profesor de gimnasia, la parte educativa estaba en buenas manos. Los dos habían atravesado la frontera a pie por los montes y constituían un buen ejemplo de hombría de bien. Con la marea baja, después de clase, íbamos en grupo a la playa, donde, bajo la dirección de Garralda, realizábamos, antes del baño, auténticas exhibiciones de gimna­sia sueca, que causaban la admiración de quienes nos contemplaban, tanto por la bien conjuntada disciplina como por la flexibili­dad de los cuerpos y la gracia de los movi­mientos y posturas. Higinio (después de curar de una fractura del antebrazo derecho que se había producido en Bayona) llegó a andar de manos con los pies para arriba. Una niña de diez años, que era de Santander y se llamaba Elena, se flexionaba hacia atrás y tocaba el suelo con la cabeza. En un salón del chalet se instalaron mesas de ping-pong. A los mayores se nos dejaba un cierto grado de libertad en atención a nuestra edad y en compensación por los trabajos que realizá­bamos, lo que nos permitía, en una borra­chera de independencia, alguna escapada a la pequeña playa del Port Vieux.

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CASI UN ORFEÓN

Se nos enseñó a cantar en verdaderos coros, con la exigencia perfeccionista de los orfeones vascos, y se nos estimuló la prácti­ca de trabajos manuales, del dibujo y de la pintura, para la cual la estampa del Rocher de la Vierge, que se veía desde nuestra resi­dencia, era tema de éxito seguro. Recuerdo que me compraron un caballete con el que pinté más de un paisaje a la acuarela desde lo alto de los acantilados de la Côte des Bas­ques.

CARTA DE JOSEPHINE

Otra vez, habiendo sido designado para contestar a una carta llegada de Oran y habiendo cumplido con el encargo, recibí por correo una caja de bombones y una fotogra­fía de mi corresponsal: tenía dieciséis años y se llamaba Josephine Gilabert, lo que me pro­dujo un dulce impacto sentimental. Le corres­pondí con una reproducción en acuarela de una lámina de un libro de la editorial Araluce

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que representaba a Cervantes preso en Argel, prácticamente la tierra de Joséphine. No he vuelto a saber nada de ella. Recientemente, en un acto en el que coincidí con el dirigente sindical Marcelino Camacho, me aclaró que su mujer, en efecto, se llama Joséphine y es oranesa, pero tiene otro apellido.

MI PADRINO SUECO

Especialmente cuidadas eran las cartas llegadas de Suecia, puesto que de allí venían los fondos para el sostenimiento de nuestra colonia. Mi padrino sueco, es decir, la perso­na que hacía posible mi vida en la colonia con su aportación al Comité Sueco de Ayuda a los Niños Españoles, era de Kiruna, impor­tante ciudad minera del Norte de Suecia, más allá del círculo polar. Para agradecerte su ayuda le envié un retrato a lápiz blando del general Miaja, al que la propaganda cele­braba como el paladín de la defensa de Madrid. Terminada la guerra, mi padrino llegó a proponerme, en abril de 1939, que marchara a Suecia a vivir con su familia, pro-

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puesta a la que mi tío, primero, y mis padres, después, consultados por carta a tra­vés de Salamanca, opusieron su veto.

LA ÉTICA EN LA COLONIA

La vida en la colonia fue enormemente enriquecedora. Garralda supo hacernos apli­car una escala de valores humanos con la que yo me sentía plenamente identificado porque era la que había oído proclamar y practicar por los míos de mi abuelo para abajo. Es la ética de la solidaridad, del méri­to por el esfuerzo, del cumplimiento del deber, de la palabra verdadera, del respeto a los bienes, ideas y sentimientos de los demás, de las cuentas claras. Una de mis satisfacciones ha sido el haber podido demostrar a Garralda -que, al regresar a España en 1940, se vio confinado en Olot-con una visita que le hice en 1965 mi agra­decimiento por su magisterio humano, y también con una relación epistolar de casi cuarenta años, sólo interrumpida por su muerte en 1975.

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MIS QUERIDOS COMPAÑEROS

Esos mismos sentimientos me han llevado a procurar seguir la vida y tener noticias de otros compañeros muy directos de «Villa Lili­nita». Juan José Bordonaba, huérfano de guerra, de Irún, y José Lastra, de Santander, se quedaron en Francia cuando, en 1939, sonó para Higinio y para mí la hora del regreso. A Lastra, con el que compartimos las clases del Liceo de Bayona de que trataré más adelante y que, vuelto a España, se hizo ingeniero de caminos, le he visto alguna vez en Madrid y Salamanca. De Bordonaba -por su hermano pequeño, Pablo, al que recono­cí entre los que, en junio de 1969, se exami­naban de mi asignatura como alumnos libres en la Universidad de Salamanca- he sabido que luchó contra los alemanes en el maquis francés y, alistado luego en la legión extran­jera, murió en la guerra de Indochina. A Elias, hijo de Garralda, le he visitado en Olot y le he visto varias veces en Madrid con motivo de sus exposiciones de pintura. De otros casi sólo me queda el recuerdo: de Rebolleda, que era de Irún; de Expósito,que

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era de Pasajes; de Víctor Diego y sus herma­nas, que eran de Algorta; de Jesús Mendía y de su hermana, que eran de Lequeitio; de Antonio Fernández, que era de Mieres; de los hermanos Quijano, de Santander. Y -cómo n o - de Santamaría, también de San­tander, que se meaba en la cama.

En Biarritz trabamos estrecha amistad con un salmantino de Villoría, cerca de Peñaran­da, Domingo Bonal, encargado de la casa de don Ricardo Soriano, Marqués de Ivanrey, que tenía allí una avioneta deportiva. Domin­go sería, en julio de 1940, quien, desde el Biarritz ocupado por los alemanes, cumpliría el triste deber de informarnos por telegrama del fallecimiento de mi tío.

ENTRENAMIENTO PARA OTRA GUERRA

Por lo demás, en septiembre de 1938 vivi­mos una situación de preguerra, perfecta­mente perceptible en Biarritz. En la crisis provocada por Hitler por su reivindicación de la región checoslovaca de los Sudetes, que acabó en el ignominioso y a la larga

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inútil pacto de Munich, en Biarritz se realiza­ron ejercicios de defensa frente a un ataque aéreo simulado. Los gendarmes recorrían en bicicleta la ciudad, haciendo sonar sus silba­tos y ordenando a las gentes que se cobija­sen en un refugio. Aquello era bien modes­to, porque uno comparaba los pitidos de los gendarmes con el ulular ensordecedor de las sirenas de alarma que pocos meses antes habíamos oído en París los jueves a medio­día, como parte de ejercicios de entrena­miento.

De momento, la guerra no estalló. El res­piro que proporcionaron a Europa Chamber­lain y Daladier claudicando ante las exigen­cias de Hiitler para apaciguarle, duró menos de un año, pero constituyó un golpe mortal para las perspectivas políticas de los republi­canos españoles, que ya no podían esperar nada de Francia ni de Inglaterra. Separada Cataluña del resto de la zona republicana por la penetración de los ejércitos de Franco hasta la costa del Mediterráneo por Vinaroz, en abril de 1938, y a punto de terminar la batalla del Ebro, iniciada en julio -con la que el general Rojo y el profesor Negrín,

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presidente del Gobierno, habían buscado demostrar la eficacia combativa del ejército de la República, en espera de que Francia y Gran Bretaña interviniesen y la guerra se generalizase-, lo ocurrido en Munich llevó al abandono de toda esperanza sobre el resul­tado de la guerra civil.

Y sin embargo, instalados en esa situa­ción, hechos ya a ella y alimentados en su resistente optimismo con bulos «de la mejor fuente», los muchos españoles de Bayona, Biarritz y San Juan de Luz seguían pensando -y tuvieron razón- que la guerra general era inevitable, que ésta traería la derrota del fas­cismo internacional -en lo que también, a la larga, tuvieron razón- y la desaparición de Franco y los suyos de España -en lo que ya no acertaron.

AL LICEO DE BAYONA

Una decisión acertada de mi tío, para que no perdiéramos el tiempo, fue solicitar la admisión de Higinio y mía en el Liceo mas­culino de Bayona, la cual nos fue concedida

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sin papeleos por el director -Monsieur le Proviseur- tras una simple entrevista, en la que nos asignó al grupo de cuarto con latín y una lengua moderna. El primer día de octubre fue para nosotros, no una «rentrée», una vuelta, sino una entrada por primera vez en el mundo ordenado y prestigioso de la enseñanza secundaria francesa. Éramos tres -Lastra y nosotros dos- los que todas las mañanas -menos las de los jueves, en que no había clase- salíamos temprano de la residencia para tomar, junto a la Gran Playa, el tranvía de las siete y veinte, que a las ocho en punto nos dejaba a la puerta del Liceo de Bayona, en la carretera de Anglet, y que volvíamos a tomar a medio­día para regresar a comer a Biarritz y repe­tir por la tarde el mismo viaje de ida y vuel­ta. Éramos alumnos externos, no internos ni mediopensionistas. Con Lastra compartimos entre los tres los libros de estudio, que, en ejemplar único, nos habían comprado de segunda mano mi tío y el padre de Lastra. Los compañeros franceses, compadecidos de nuestra visible estrechez, nos regalaban sus estuches, reglas y carteras de libros ya

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usadas, que a nosotros nos hacían buen servicio.

El primer trimestre fue realmente duro en aquel ambiente en que nos sentíamos extra­ños e inferiores, empezando por nuestra indumentaria. El control de corbata por la mañana nos resultaba, cuando se efectuaba, bastante humillante a quienes no llevábamos camisa en que ponerla. Los deberes semana­les -que alguna vez se nos devolvieron por presentar alguna mancha de comida- no levantaban nuestra moral: rara vez en el de redacción francesa («composition») y en el de comentario, y menos veces aún en el de latín, llegábamos a obtener cinco puntos sobre veinte, estando en diez el aprobado. Las matemáticas, concretamente geometría gráfica, se nos daban mucho mejor: yo siem­pre quedaba el primero de la clase hasta con diecinueve puntos (en la tradición de la enseñanza francesa los veinte puntos no son alcanzables por los humanos).

En el segundo trimestre los resultados que obtuvimos nos dieron un prestigio tal que un mal alumno francés llamado Iradier llegó a ofrecernos dinero si le pasábamos el

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examen de geometría y de latín -tentador ofrecimiento que nosotros muy dignamente rechazamos. Yo seguí imbatible en matemáti­cas y, con gran sorpresa de todos, empezan­do por mí mismo, quedé el número uno en la traducción inversa de latín («le thème») y recibí las felicitaciones del Consejo del Liceo por el conjunto de mis calificaciones, en un acto solemne en el despacho de «Monsieur le Proviseur», que no dejó de hacer sentimenta­les y laudatorias referencias a este desgracia­do y sin embargo aplicado niño español, separado de sus padres por la guerra. Nues­tros buenos rendimientos se consolidaron en el último trimestre del curso, que culminó el 14 de julio con la solemne entrega de pre­mios de todo el Liceo.

El balance de nuestro paso por el Liceo de Bayona es enormemente positivo. Cono­cimos y disfrutamos de una enseñanza poco memorística (la memoria se ejercitaba en la recitación de pasajes de clásicos franceses y latinos) y un mucho razonada, muy atenta al uso correcto, apropiado y preciso de la len­gua, poco teórica y, sobre todo, enfrentada con los textos literarios y su comentario en

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un curso de francés de siete horas por sema­na. Otro tanto ocurría en latín: nosotros sólo habíamos estudiado, en nuestros tiempos de Jaén, los rudimentos gramaticales con nues­tro primo Amador y allí nos encontramos con que las clases (cuatro horas por semana) se montaban sobre la lectura de la Guerra de las Gaitas de Julio César, de una atractiva antología de Cicerón y de irnos textos métri­cos de Virgilio y Ovidio, que se nos enseña­ba a medir. En geometría no se trataba de aplicar fórmulas para calcular áreas o volú­menes, sino de discurrir demostraciones de ciertas propiedades de las figuras que se nos proponían. En los exámenes no se nos pedía la exposición de puntos de un temario, sino la realización de ejercicios de redacción y comentario, de traducción directa e inversa y de solución de problemas gráficos. Creo que alcanzamos los buenos tiempos de la ense­ñanza secundaria francesa, base del prestigio cultural de Erancia desde el siglo XIX.

No quisiera terminar esta evocación del Liceo de Bayona sin dedicar un recuerdo agradecido a dos de mis profesores. Uno, el de matemáticas. Monsieur Noël, alto, delga-

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do, demacrado y con los ojos saltones, era un gaseado de la guerra del 14. Se le notaba al respirar, como si no pudiese llenar bien de aire sus pulmones. Su curso de geometría gráfica, toda demostrada, fue una excelente muestra de método cartesiano. El otro, de latín y francés, Monsieur Bourricaud, de cuerpo menudo, solía llegar en bicicleta. Tenía dificultades para mantener la discipli­na de la clase. Creo que la base que conse­guí con su enseñanza fue lo que me movió a decidirme, unos años más tarde, a estudiar Clásicas en la Universidad.

CON LA MALETA A OTRA PARTE

Nuestra estancia en «Villa Lilinita» se vio alterada por la necesidad urgente de eva­cuarla, a fines de diciembre de 1938, a causa de unas grietas que se habían presentado en el edificio, construido, como ya dije antes, sobre el acantilado que domina una de las playas. Se nos dividió en dos grupos: a los «mayores» (que es un término relativo), unos cuarenta en total, nos llevaron a un chalet

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con amplia zona verde, «Villa Saint Pierre», frente a la estación; los demás fueron instala­dos, no lejos de nosotros, en un edificio lla­mado «Maison Bianche».

El ser asignados al grupo de «Villa Saint Pierre» fue realmente afortunado. Garralda, puesto al frente de esa colonia, organizó admirablemente la vida de la muchachada acogida. Seguían las clases de primaria para la mayoría de los chicos y chicas. La gimna­sia, que era diaria, se complementó con la práctica de varios deportes, entre ellos el salto de altura, con y sin pértiga, y de longi­tud sobre un cuadrilátero de arena, el lanza­miento de peso y, por supuesto, la natación. Seguíamos con nuestro dibujo y nuestra pin­tura: el hijo de Garralda, Elias, siguió culti­vándola y hoy es, en Olot, un paisajista excelente, que ha podido vivir muy holgada­mente de la venta de sus cuadros. Muy importantes eran las reuniones generales en el mismo salón del comedor, con explicacio­nes de temas varios, chistes y canciones, entre las que no faltaba, entonado con la mejor voluntad, el oficial y poco inspirado himno de Riego republicano.

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Los tres estudiantes del Liceo seguíamos madrugando para tomar el tranvía de Bayo­na. Manoli Landa, la cocinera -que era de San Sebastián, madre de dos chiquillas muy rubias- nos ponía, a las seis y media, un estupendo desayuno con la nata de la leche y tostadas de pan. Casi sesenta años des­pués, mi estómago y mis sentimientos siguen estando agradecidos a aquella mujer que, toda bondad, nos prodigó aquellos maternales cuidados. Y no olvido a Andrés, el carpintero mudo -creo recordar que era de Irún-, acogido en la colonia, que nos enseñó trabajos manuales con madera y con el que aprendimos con soltura el lenguaje manual de los sordomudos. El pobre hom­bre murió al caerse de un andamio.

MI QUERIDO PAQUITO

Hasta nosotros llegaron, en febrero de 1939, las repercusiones de la oleada de refu­giados que, ante el avance de los ejércitos franquistas por Cataluña, caída Barcelona en su poder a fines de enero, pasaron la frontera

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francesa. Entre ellos estaban dos figuras insig­nes: el presidente Azaña y el poeta Antonio Machado. En el País Vasco francés, al campo de concentración de Gurs, duramente custo­diado por tropas senegalesas, fueron a parar, desde mayo de 1939, muchos combatientes del ejército republicano, que sólo podían tener el infantil desahogo de cantar una copla:

Negros los senegaleses, negros son como el carbón, negros los senegaleses, la madre que los parió.

A nuestra colonia de Biarritz llegaron unos pocos niños pequeños, de los que teníamos que ocuparnos los mayores. Recuerdo que a mí me tocó una criatura de cuatro años; se llamaba Paquito y no se sabía el paradero de sus padres. Yo le cuidaba, me preocupaba de su aseo y de su alimentación, de la lim­pieza de sus dos monos azules, que eran su única vestimenta, le protegía —le libraba»-en caso de que alguno menos pequeño le hiciese llorar, y, por supuesto, le enseñaba cosas y disfrutaba con él como si fuera mi hermano pequeño. Paquito fue otro de mis

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verdaderos afectos de aquellos tiempos. No he vuelto a saber nada de él.

Tengo la impresión de que, al dispararse el número de refugiados en el Sur de Fran­cia, se hizo más difícil la situación económi­ca de nuestra colonia. Una prueba de ello es que se nos repartió ropa usada. A mí me tocó una camisa de punto de algodón de un color azul indefinido, con un verdadero arco iris en los sudados sobacos. Otro indicio fue que compraron una partida de camisones de saldo y, luego, nos los distribuyeron, incluso a los muchachos, asegurándonos que en Francia los hombres usaban camisones lar­gos para dormir. Por supuesto que no nos lo creímos, sino que bromeábamos cuando por la noche teníamos que levantarnos y nos veíamos unos a otros.

LA GUERRA SE ACABA

Mientras tanto, la guerra en España llega­ba a su final. A los intentos numantinos de Negrín y los comunistas de seguir luchando en la zona del Centro, puso fin, en Madrid,

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en marzo de 1939, el golpe del coronel Casado, que fue apoyado por el prestigioso y arrinconado líder socialista Besteiro, por el propio general Miaja e incluso por el coman­dante Genetista Cipriano Mera. Todo lo seguíamos puntualmente por el inefable Le Sud-Ouest, un tanto en apuros para persistir en su optimismo.

Terminada la guerra, había que pensar en reanudar nuestra vida, como fuera, en Espa­ña. Higinio y yo, una vez que terminara el curso en el Liceo de Bayona, deberíamos regresar. Mi tío, que se quedaría como refu­giado en Francia, tuvo en el mes de junio el breve consuelo de abrazar a Matilde, la mayor de sus hijas, en el puente internacio­nal, gracias a su habilidad con los gendarmes y al tesón implorante de mi tía Demetria ante los mandos del lado español de la frontera.

ADICTOS AL GLORIOSO MOVIMIENTO

Las clases en el Liceo culminarían con el acto solemne de la entrega de premios el 14 de julio, día de la toma de la Bastilla, la fies­ta nacional francesa. Para entonces ya nos

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habrían llegado los avales necesarios para conseguir mi primo y yo los pasaportes del Consulado Español de Bayona, que, como toda la misión diplomática española en Fran­cia, representaba ya al gobierno de Burgos. Nos los proporcionaron dos primos de mi padre, Vicente Almeida y Ramón Hernán­dez, comerciantes conocidos de San Sebas­tián, que garantizaban que Higinio y yo, ambos de dieciséis años, éramos «adictos al Glorioso Movimiento Nacional».

LA EXPLOSIÓN DEL POLVORÍN

También nos llegó la espantosa noticia de la explosión de un polvorín en Peñaranda el domingo 9 de julio. Recuerdo muy bien que, el lunes por la tarde, estábamos los mayores cavando una zanja, como parte de nuestros trabajos de jardinería, cuando alguien que venía de la calle nos mostró el número de Le Sud-Ouest con unos grandes titulares: «Une poudrière saute à Peñaranda». En la prensa no se daban apenas detalles de la destruc­ción y de las víctimas -que fueron más de

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doscientas-, ni siquiera en La Dépêche de Toulouse, diario habitualmente mejor infor­mado sobre España. Mi tío telegrafió a sus hermanos de Madrigal pidiendo noticias. La contestación, al cabo de una semana, fue que María, la hermana de Amador, madre ya de un niño, había resultado muerta y que el abuelo, las tías y los hermanos se encontra­ban a salvo, precisamente recogidos en la casa de Madrigal.

Luego supimos qiie había en Peñaranda seis polvorines, debido a su ventajosa posi­ción logística en la carretera y en la línea de ferrocarril entre Salamanca y el frente de Guadarrama. Tres meses después de termi­nada la guerra, ya sin razones bélicas que lo justificasen, allí seguían los depósitos de municiones, algunos dentro del casco del pueblo. El que explotó estaba en la nave de mercancías de la estación y lo hizo a las 11:20, que es cuando se paró el reloj de la torre de la iglesia, a la llegada de un tren mixto procedente de Salamanca, que, al parecer, en uno de sus vagones transportaba trilita aunque sin comprimir.

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EL TRLSTE REGRESO A LA PATRIA MÍA

Al fin, llegó, para Higinio y para mí, el día de tomar el tren para Irún. Era un sába­do 29 de julio de 1939· Mi tío se había preo­cupado de hacernos memorizar un reperto­rio de frases, como claves para informarle en nuestras cartas de lo ocurrido a unos y a otros · Le angustiaba sobre todo el no tener noticias de su hermano Clemente, que, efec­tivamente, cuando paseaba por una avenida de la costa en Vigo, donde intentaba pasar desapercibido, creyó que venían por él unos camisas azules, se arrojó al mar y, estrellán­dose contra unas rocas, murió en el acto. También nos dio el encargo de ver y dar noticias de su hijo a la madre de un amigo, el doctor Vela.

En el tren, mi tío nos acompañó hasta la estación de Hendaya y nos dio veinticinco francos, suficientes para llegar a San Sebas­tián en el supuesto de que se nos aplicase el cambio a la par, que era el qvie regía en Francia. Pasamos, pues, la frontera. En la estación de Irún nos cambiaron nuestros francos por sólo cuatro pesetas y unos centi-

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mos. Nos hicieron ir con nuestro breve equi­paje a la Comandancia Militar a que exami­naran los libros que llevábamos, que eran los que habíamos utilizado en el Liceo de Bayona. Mientras Higinio se quedaba en un banco de una pequeña plaza cuidando de nuestras dos maletas y del paquete de libros, yo, desde un bar, pude hacer una llamada telefónica a San Sebastián a mi tío Vicente, por la que hube de pagar tres de las cuatro pesetas de que disponíamos.

Encontré todo extraño por la calle: yugos y flechas, caras de Franco con casco pinta­das con brea en las paredes, hombres con camisa azul y boina roja, soldados pobre­mente uniformados. Hasta la operadora del teléfono estuvo hosca: cuando yo empecé con «Haló», ella me replicó secamente «Aquí no se dice "haló", se dice "oiga"».

A eso de las cinco de la tarde, se presentó a recogernos mi tío Vicente con sus hijos y mi hermana Celia, que pasaba con ellos una temporada. Hubimos de esperar bastante para la salida de un tren. Y así llegamos, al anochecer, a casa de mis tíos en San Sebas­tián, donde ella, mi tía Beni, nos puso, entre

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viandas apetitosas para dos muchachos que no las habían visto tales en mucho tiempo y que no habían probado bocado desde las ocho de la mañana, sendos pares de huevos fritos -fritos en aceite de oliva, no cuajados sobre un poco de mantequilla, como es el uso en Francia-, que han sido la más gratifi­cante y recordada experiencia gastronómica de toda mi vida y la más rotunda prueba de que estábamos otra vez en España.

Al día siguiente, domingo, mi tía nos llevó a Ondárroa en el tren de vía estrecha de la costa, para ver, después de más de tres años de separación, a mi madre y a mi tía en la cárcel de mujeres de Saturrarán. Era el antiguo seminario de la diócesis de Vitoria, situado no lejos de la playa. Pudimos verlas, en efecto, en presencia de una monja, que estaba en medio, paseándose dentro de la doble reja que nos separaba de ellas. No pudimos abrazarlas. Encontré a mi madre muy delgada: había perdido treinta de sus habituales noventa y tantos kilos. Mi tía Leo­nor era evidente que soportaba la prisión con mejor moral. Apenas pudimos hacer nada que no fuera decir frases entrecortadas

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por sollozos en la media hora que duró la visita. Puedo asegurar que aquello fue muy duro.

Estuvimos unos días más en San Sebas­tián, esperando a que llegase de un pueblo de Navarra la madre del doctor Vela, para la que teníamos un recado. El lunes 31, fiesta de San Ignacio, día grande en San Sebastián, mi tía nos llevó a misa, cosa que nos extrañó porque ya habíamos oído una el día ante­rior, que era domingo. Era una experiencia casi nueva. Preguntamos a mi tía: «¿Pero es que aquí hay que ir a misa todos los días»?

Al fin llegó la madre del doctor Vela, a la que transmitimos el recado de su hijo, y pudimos tomar el tren de noche para Medi­na del Campo, abarrotado de gente de toda condición, sobre todo muchos soldados. Tuvimos que quedarnos en el pasillo y sen­tarnos sobre nuestras maletas, que, ya en la la estación de Medina y mientras esperába­mos el coche de línea de Madrigal, que salía a las siete, utilizamos, tumbados en el suelo, como almohadas para nuestras fatigadas y somnolientas cabezas.

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Nuestra llegada a Madrigal fue una sor­presa. Allí encontramos en casa de Julio y Arsenia Garzón a nuestras hermanas Matilde, Julita, Gloria y Rosi. Allí también llegó de Peñaranda aquella misma mañana mi primo Lonchis (hermano de Higinio), enviado por mi abuelo, que estaba preocupado por no tener noticias nuestras.

Al día siguiente, Julio nos llevó en su des­tartalado coche a Peñaranda. En el patio de la casa -que era la de mi tío Paco Garzón porque la suya propia había quedado afecta­da por la explosión del polvorín- nos espe­raba de pie, erguido como un álamo, mi abuelo, con ochenta y dos años, rodeado de nuestros hermanos y de nuestras admirables tías Déme y María, convertidas, por la fuerza de la guerra, en madres de diez huérfanos de hecho. Estábamos, pues, de nuevo en Peñaranda, en una Peñaranda en parte des­truida y en parte con las casas en pie, pero con las puertas, las ventanas, los escaparates y los tejados arrancados por la explosión de hacía menos de un mes.

Era el sábado 5 de agosto de 1939. Habían pasado más de tres años desde que una manaña de julio salimos para Jaén.

IV

EPÍLOGO

Al regresar a España Higinio y yo, mi tío quedó triste y solitario en su pensión de Bia­rritz. Un año después, en 1940, su hermano Julio -voluntario a la fuerza en 1936 y ahora benemérito ex-combatiente- realizó gestio­nes en Jaén para que su hermano Paco pudiese reanudar su vida normal como agente de seguros.

Pero las cosas sucedieron de otra manera. En junio de 1940 el avance de las tropas de Hitler hacia el Sur, después de la toma de París, motivó que el gobierno francés, por precaución ante la penetración del enemigo, dispusiese el aislamiento de los extranjeros, principalmente españoles. Así mi tío Paco

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fue a parar al campo de concentración de Gurs, en los Bajos Pirineos.

Al acercarse los alemanes, los gendarmes huyeron del campo que custodiaban y deja­ron a los españoles sin vigilancia, lo que cada cual aprovechó para salir a la carretera a tomar el camión, autobús o automóvil que quisiera acogerle. De esa manera mi tío vol­vió a Biarritz, ya con una pulmonía, contraí­da en el campo de concentración. Falleció tres días después, el 11 de julio de 1940, con energía y serenidad para escribir de su puño y letra su despedida y unas preocupadas previsiones para el futuro de su esposa (todavía en la cárcel) y sus cinco hijos. Domingo Bonal, mayordomo del Marqués de Ivanrey y amigo suyo, comunicó el falle­cimiento por telegrama a Peñaranda. Fue enterrado en Biarritz. En 1951, con motivo de un viaje a París, fui emocionadamente a su sepultura a rendirle con unas flores mi homenaje de admiración y agradecimiento.

A Higinio le resultó durísimo y necesitó de mucho tiempo para asumir la muerte de ese hombre fuera de serie que fue su padre. Él se

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encargó años después del traslado de sus res­tos a la tumba familiar de Peñaranda. Su esposa, Leonor Ruipérez, fue puesta en liber­tad, junto con su hermana Encarnación, mi madre, el 4 de agosto y fue en la madrugada del día siguiente en la estación de tren de Medina del Campo cuando, al ver a sus hijos mayores vestidos de luto, que iban a esperar­la, supo que había perdido a su marido.

El abuelo vivió con sus hijas y los hijos de éstas -quince personas en dos mesas-profundamente amargado hasta el 27 de febrero de 1941, que con pocos días de dife­rencia coincidió con el incendio devastador de Santander y la muerte de Alfonso XIII en Roma.

Amador, hecho prisionero en enero de 1939 por la toma de Barcelona por los ejérci­tos de Franco, hubo de prestar servicio mili­tar en el Regimiento de Artillería en Medina del Campo, adonde Higinio y yo fuimos a visitarle algún domingo, que era el día de mercado, y donde se casó después con una medinense. Licenciado en Letras en 1936, al final de la guerra civil desistió de continuar

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con su carrera universitaria y prefirió colabo­rar con su padre en la fábrica de calzado que tenía en Peñaranda. Murió en una noche de febrero de 1945 en un paso a nivel en el que el chófer, en lugar de detenerse ante la barrera, se paró por sueño o distrac­ción en medio de la vía. Con el importe de un cuantioso seguro de vida su padre insti­tuyó una beca para estudiantes de la Facul­tad de Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca.

Higinio, siempre intentando superar su situación de orfandad, estudió Medicina en Salamanca y fue médico titular en varias localidades de la provincia, buen profesio­nal, siempre atento a la precisión del diag­nóstico y del tratamiento más que a la fe en los medicamentos. Después de arrastrar pro­longadas consecuencias de un derrame cere­bral, rodeado por los abnegados cuidados de Luisa, su esposa, y de sus dos hijas, falle­ció el 26 de diciembre de 1994.