Problemática sobre el sistema político mexicano · se desprenden de la teoría general de Adams...

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Problemática sobre el sistema político mexicano Roberto Varela UAM-Iztapalapa Angel Palerm fue miembro de mi comité de tesis de doctorado en Antropología. Su muerte prematura me impidió apro- vechar sus criticas y observaciones sobre la tesis que prepa- raba. Tuve, sin embargo, la suerte de oír sus comentarios, una calurosa tarde del mes de abril de 1979 en Cuernavaca, sobre el siguiente apartado que en su homenaje reproduzco aquí. 1. Proposiciones y tesis Basándonos en la teoría energética propuesta por Adams, vamos a enunciar dos proposiciones de carácter general que nos parecen ser válidas y cuatro tesis sobre el sistema políti- co mexicano que consideramos falsas. Insistimos en que tanto las proposiciones generales como las tesis particulares se desprenden de la teoría general de Adams sobre el poder social: nosotros, al menos, las dedujimos conscientemente de ahí. Ia proposición: Aunque ambos procesos se den simultá- neamente en el tiempo, la estabilidad política no es la causa o condición del desarrollo energético del sistema, sino por el contrario es la expansión energética la que permite un estado de estabilidad política (prioridad de la naturaleza, simulta- neidad en el tiempo). 2a proposición: En sociedades complejas, una sociedad particular que no proporcione al gobierno central las bases para obtener un poder independiente y suficiente y cuyo

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Problemática sobre el sistema político mexicano

Roberto Varela UAM-Iztapalapa

Angel Palerm fue miembro de mi comité de tesis de doctorado en Antropología. Su muerte prematura me impidió apro­vechar sus criticas y observaciones sobre la tesis que prepa­raba. Tuve, sin embargo, la suerte de oír sus comentarios, una calurosa tarde del mes de abril de 1979 en Cuernavaca, sobre el siguiente apartado que en su homenaje reproduzco aquí.

1. Proposiciones y tesis

Basándonos en la teoría energética propuesta por Adams, vamos a enunciar dos proposiciones de carácter general que nos parecen ser válidas y cuatro tesis sobre el sistema políti­co mexicano que consideramos falsas. Insistimos en que tanto las proposiciones generales como las tesis particulares se desprenden de la teoría general de Adams sobre el poder social: nosotros, al menos, las dedujimos conscientemente de ahí.

I a proposición: Aunque ambos procesos se den simultá­neamente en el tiempo, la estabilidad política no es la causa o condición del desarrollo energético del sistema, sino por el contrario es la expansión energética la que permite un estado de estabilidad política (prioridad de la naturaleza, simulta­neidad en el tiempo).

2a proposición: En sociedades complejas, una sociedad particular que no proporcione al gobierno central las bases para obtener un poder independiente y suficiente y cuyo

ingreso energético sea bajo y desequilibradamente distribui­do, tenderá en el proceso de concentración del poder a asumir formas autoritarias de gobierno.

I a tesis falsa: Existe una concentración excesiva de po­der en el sistema político mexicano. Los fenómenos del auto­ritarismo, caciquismo, intermediación política, corrupción son su expresión manifiesta.

2a tesis falsa: Los programas implementados por el go­bierno federal para descentralizar la administración pública son programas para aliviar la concentración excesiva de poder. Asimismo los proyectos llamados de desarrollo regio­nal tienen a mediano o largo plazo el efecto de desconcentra­ción del poder.

3a tesis falsa: La reforma política (Ley Federal de Orga­nizaciones Políticas y Procesos Electorales, 1977) propuesta por él ejecutivo es la solución que ofrece el gobierno federal a la crisis de legitimidad (luego, de debilidad) del sistema polí­tico mexicano.

4a tesis falsa: No existe o se da escasamente la participa­ción política entre el campesinado mexicano.

2. Proceso de concentración del poder en México

En el proceso de concentración del poder del periodo posrevo­lucionario (a partir de 1924) el gobierno federal tomó un papel predominante y casi exclusivo en sus primeras etapas. Aho­ra bien,el sistema energético de sustentación en términos de recursos naturales susceptibles de ser controlado y servir, por consiguiente, como base de poder social independiente, era sumamente exiguo. Y aunque a partir de Calles especial­mente se intentó desarrollar esta base, los resultados no fueron particularmente apreciables debido a factores inter­nos y externos. Quedaban, por tanto, otras dos fuentes: la primera, el poder asignado del propio sistema; la segunda, el poder delegado de otro sistema, principalmente el de los E sta ­dos Unidos. Sobre estas dos bases y siguiendo una línea oscilatoria (by trial and error) se fincó el proceso de concen­tración del poder que permitió más adelante, a partir del final de la segunda guerra mundial, una expansión significativa del sistema energético y con ello sentar las bases de un poder

independiente, en primer término para el mismo gobierno federal y subsecuente y /o concomitantemente para otras unidades operantes en los niveles estatales y nacionales.

El inicio de la concentración del poder sobre las dos bases indicadas no podía ser una empresa ni fácil ni rectilí­nea. No era fácil obtener poder asignado de amplios sectores de la población mexicana y concentrarlo en el gobierno fede­ral puesto que los beneficios de la etapa arm ada no eran patentes sino quizá para algunos miles de mexicanos. Sub­sistían, por otro lado, numerosos centros de poder local o regional a todo lo largo y ancho del país comandados por jefes políticos o militares, y un amplio sector de la población, especialmente rural, que conformaban unidades fragm enta­rias o informales. La estrategia del gobierno federal (con la variante cardenista de su política de masas) fue la de ganar las lealtades (poder asignado) de los numerosos jefes políti­cos y militares mediante la aplicación de una dosis balancea­da de recompensas, amenazas y coerción física y, a través de ellos, m antener bajo control al resto de la población. Este proceso cristalizó finalmente en el p n r y en sus sucesivas metamorfosis: p r m y p r i .

Recibir poder delegado por parte de los Estados Unidos era no sólo deseable sino indispensable para el presidente mexicano en turno, ya que ese poder podía transferirle a otros personajes actuales o potenciales que compitieran por el control del gobierno federal. Pero, por otra parte, la necesi­dad imprescindible de controlar los recursos naturales más importantes del país chocaba de frente con los intereses de ciudadanos norteamericanos que los tenían bajo su propio control. Esta empresa de reconciliar lo aparentemente irre­conciliable —obtener poder delegado de la misma fuente a la que se tra taba de afectar en sus intereses— siguió un movi­miento de avance y retroceso en la medida en que los intere­ses del gobierno norteamericano coincidían total, parcial o mínimamente con los intereses de algunos de sus súbditos en México, y de la coyuntura económica y política internacio­nal. Puesto en otra forma, tanto el gobierno federal mexicano como algunos inversionistas norteamericanos en México compitieron a la vez por el poder delegado del Departamento de Estado de los Estados Unidos.

El uso de estas dos fuentes de poder fue efectivo aunque por su misma naturaleza de poder dependiente no fuese sufi­ciente para consolidar el poder del gobierno federal. De ahí que, aun cuando siguieron utilizándose, el gobierno federal fue tratando de aprovechar las circunstancias internas y externas para adquirir una base de poder independiente, proyecto claramente formulado por el presidente Calles y usufructuado por sus sucesores a partir del final de la segun­da guerra mundial.

3. Subdesarrollo y dependencia

Es necesario enfatizar que el proceso de concentración de poder del México posrevolucionario se fue haciendo sobre una base energética insuficientemente desarrollada como para sustentar una estructura de poder correspondiente a la de los modernos estados-naciones. El carácter autoritario que han señalado los analistas nacionales y extranjeros del sistema político mexicano y que padecen en carne propia los no analistas, descansa en ese hecho del desarrollo insuficien­te y desequilibrado del país: la concentración del poder se fue efectuando en base al control de medios de destrucción y del poder asignado que pudo obtener de los jefes del ejército y de los líderes de los movimientos organizados de masas, más el poder delegado de los Estados Unidos. Sería ilustrativo h a ­cer un análisis comparativo del proceso de concentración del poder entre un país altam ente desarrollado y caracterizado por estructuras no autoritarias y México para comprobar que el carácter no autoritario del primero es el resultado de un proceso de desarrollo equilibrado anterior a la concentración del poder en el gobierno central (tenemos en mente el caso de los Estados Unidos).

Hay que enfatizar asimismo que el proceso seguido de concentración del poder con su carácter autoritario y aun despótico de esta sociedad subdesarrollada y dependiente no es una consecuencia directa de que sea capitalista sino de que es subdesarrollada y dependiente. Para aclarar y matizar la frase anterior argüiríamos que si el proceso seguido de con­centración de poder del sistema político mexicano no ha sido todavía más autoritario, se ha debido a su carácter capitalis­

ta: si el proyecto de sociedad hubiera sido el socialista hubié­ramos tenido un autoritarismo más severo. Es decir, tom an­do como constantes el subdesarrollo y la dependencia o el desarrollo y la independencia de una sociedad capitalista y de otra socialista, esta última por su misma naturaleza (al menos mientras subsista el Estado con el control monopólico de los medios de producción) tenderá a restringir el número de dominios mientras la primera a aumentarlos. Puesta esta premisa, tenemos que seguir matizando la afirmación ante­rior. Algunos fenómenos del autoritarismo, por ejemplo el caciquismo, es cierto que no aparecen en las sociedades socia­listas subdesarrolladas y dependientes y sí en las capitalis­tas subdesarrolladas y dependientes, pero tampoco se en­cuentran en las capitalistas desarrolladas e independientes; hay que advertir, sin embargo, que si no aparecen en las primeras es precisamente porque al ser un sistema más auto­ritario no permite su existencia: sencillamente los hace des­aparecer. Por tanto, aunque parezca paradójico, tenemos que afirmar que las formas extremas de autoritarismo son el resultado del poco poder existente en el sistema. (Wolf, 1972: 216-223, ya hacía una observación semejante sobre el autori­tarismo y falta de poder en la era de Los Caudillos en la historia de Venezuela).

4. Autoritarismo y consenso

, Al hablar del concepto de autoritarismo viene a la mente su aparentemente contrario: consenso. Pero en un plan analítico no son conceptos mutuamente excluyentes: existe traslape entre las dos nociones ya que se puede tener consenso sobre que se ejercite el autoritarismo. Cuando se trata, por tanto, de caracterizar un sistema político dado es preferible centrar el análisis sobre 1) el espectro de las posibilidades reales de disentir, 2) los medios que se emplean para evitar o reprimir la disensión y 3) las unidades operantes que confieren poder asignado al centro de decisiones y las que se lo retiran o quisieran retirarlo. En el caso mexicano no parece que haya existido una diferencia notable, en cuanto al primer punto, respecto a otros estados-naciones con características seme­jantes o superiores de desarrollo: los ordenamientos jurídicos

y constitucionales son similares (quizá la diferencia más notable fue la vigencia de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal sobre el delito de disolución social). Donde sí existe la diferencia es en los otros puntos. El proceso de concentración de poder en México se ha caracterizado por el empleo oscilante de formas violentas o mitigadas de repre­sión con un predominio de las violentas de 1924 a 1934, formas mitigadas de 1934 a 1946, de nuevo violentas aunque selectivas de 1946 a 1952 y mitigadas aunque selectivas de 1952 a la fecha. Las unidades operantes sobre las que no se ha ejercitado la violencia son aquellas que han tenido un control independiente sobre los recursos más importantes del país (banqueros, industriales, comerciantes); se ejerció la violencia pero dejó de aplicarse una vez que se sometieron al gobierno federal sobre el ejército a partir del término de la rebelión escobarista de 1929, sobre la Iglesia católica a partir de Avila Camacho y sobre los movimientos organizados de masas de filiación oficialista a partir de la sectorialización del partido oficial en 1938; selectivamente se ha ejercitado sobre los movimientos independientes y organizados de masas y sobre los relativamente independientes (grupos disidentes al interior de una central oficialista); continuamente se ha apli­cado a los movimientos no organizados especialmente en el campo (con excepción del periodo cardenista) y a los grupos guerrilleros. Sobre estas líneas podemos destacar dos tenden­cias: primera, una disminución progresiva de la aplicación de la violencia a los grupos disidentes; segunda, una relación inversamente proporcional del ejercicio de la violencia con el grado de organización de los grupos disidentes. Sería ilustra­tivo comparar el número de personas sobre las que han apli­cado las formas más extremas de represión —asesinatos y encarcelamientos— entre los grupos organizados de masas independientes o relativamente independientes y los movi­mientos no organizados, especialmente campesinos: la pro­porción sería fácilmente de uno a cien o mil (¿serían capaces siquiera los mismos responsables de estos actos de cuantifi- car sus datos?). Ahora bien, si consideramos que la localiza­ción de movimientos disidentes de grupos no organizados se concentra en las regiones geográficas menos desarrolladas —Pacífico Sur (Guerrero, Oaxaca, Chiapas) y parte del Cen­

tro (Hidalgo, Tlaxcala)—, podremos cualificar más la segun­da tendencia: el grado de organización de los grupos está en relación directa al control que ejercen sobre los recursos sig­nificativos del país. Completando, pues, la segunda tenden­cia, afirmaríamos que a menor concentración de poder délos grupos disidentes, resultado del control de recursos menos significativos para el país, existe una aplicación mayor de medidas violentas para reprimir su disidencia. Si, por otra parte, fijamos la atención en la importancia de los recursos que controlan los diferentes grupos o unidades operantes y no existiendo una disidencia abierta, encontramos que existe una mayor autonomía en la toma de decisiones internas entre los que controlan los recursos menos significativos y menor autonomía entre los que controlan los recursos más significativos. Tenemos, por tanto, otra aparente paradoja: el mayor grado de autonomía se da precisamente entre los grupos que son al mismo tiempo los objetos sobre los que se ejerce la forma más violenta de represión cuando manifies­tan su disidencia.

5. Cultura política, legitimidad, ideología

Nos parecen insuficientes la explicaciones que en términos de cultura (o tradición) política, legitimidad e ideología se ofrecen sobre el carácter de los sistemas políticos. En el fondo las tres posiciones suponen (pero no prueban) que cierta tradición cultural o la interiorización de ciertos valores o ideas son responsables del actuar de los actores sociales. A esta explicación que, además de la casi imposibilidad de proporcionar una prueba empírica, convincente supone nece­sariamente la homogeneidad de los grupos sociales, opon­dríamos la selectividad situacional de normas y valores que hacen los actores sociales en las sociedades menos comple­jas y, a fortiori, en las más complejas (Cfr. Gluckman 1958). Hay que manejar, por otra parte, el concepto de legitimidad con precaución ya que para que sea útil hay que aplicarlo a seis aspectos del sistema político analíticamente distintos: es decir, no se sigue necesariamente la legitimidad o ilegiti­midad de un nivel de la legitimidad o ilegitimidad de otro. Los seis aspectos que tendríamos que distinguir son: comuni­

dad política, régimen, gobierno, status político, oficial políti­co y decisión política (Cfr. Political Anthropology: 10-19). No basta, por tanto, referirse globalmente a legitimidad o crisis de legitimidad de un sistema político, sino hay que referirse explícitamente al nivel del que se está hablando y ante quié­nes es legítimo o ilegítimo. Es especialmente engañoso apli­car el concepto de legitimidad al régimen, concebido éste como las “reglas del juego”: si hay algo especialmente refrac­tario al análisis racionalista de la teoría de juegos es justa ­mente lo político, ya que la posibilidad misma de la teoría es que los actores sigan las mismas reglas. Lo que “norm a”, sin embargo, lo político, no son reglas, sino las relaciones de poder.

Viniendo al caso mexicano nos parece especialmente difícil entender cuál es el contenido real que se da al concepto de legitimidad o crisis de legitimidad que se emplea a diestra y siniestra a partir de 1968. Después de los estudios de los analistas nacionales y extranjeros que muestran quiénes han sido los beneficiarios del desarrollo mexicano y de los análisis que se están realizando sobre los afectados y benefi­ciados por la crisis económica de los años recientes, ¿qué significado concreto puede tener hablar de “crisis de legitimi­dad”? Es muy cuestionable que esta crisis se refiera a la mayoría de la población, especialmente a los campesinos y a los estratos urbanos más pobres, pues primero habría que probar que en alguna época el sistema político fue legítimo para ellos y se mantuvo por algún tiempo. E igualmente cuestionable es asumir que los beneficiarios del desarrollo tan desigual ya no consideran legítima la fuente de sus in ­mensos beneficios que difícilmente podrían obtener de otro sistema político. La reforma política que ha sido implementa- da a iniciativa del ejecutivo no es, nos parece, una medida para recuperar una legitimidad perdida sino es el resultado de la concentración de poder independiente que ha adquirido el gobierno federal: es decir, no es un resultado del debilita­miento del gobierno sino, al contrario, de su fuerza. Lo que tienen de rescatable y útil las teorías antes criticadas cree­mos que está más claramente formulado en el concepto de poder asignado. Nos parece asimismo que es en las variables de subdesarrollo y dependencia donde se encuentra la expli­

cación del carácter autoritario del sistema político (como anteriormente lo hicimos) y no en la maldad innata o en la cultura de los valores o ideología de los actores sociales.

6. Intermediarios políticos y corrupción

Resulta de particular importancia el hacer mención explícita de los intermediarios políticos (political middlemen o power brokers) no sólo por el rol que de fado desempeñan en siste­mas políticos como el mexicano sino también por su interés teórico. En primer lugar, tenemos que definir con precisión el concepto de intermediario político que vamos a utilizar. En­tendemos por tal al actor social que a) pone en contacto dos unidades operantes que no están articuladas una con la otra, b) en base al poder que le confieren ambas unidades. El recibir poder de dos unidades no articuladas (ni conjuntiva ni disyuntivamente) es el elemento discriminador para distin­guir a estos intermediarios políticos de otros actores sociales (políticos o no). El intermediario político pertenece, en el mo­mento de su intermediación, a las dos unidades aunque sea visto por los intermediados como perteneciente a la parte opuesta. Habría dos tipos según que las unidades interme­dias estuvieran en el mismo nivel o en diversos. En el primer caso, el intermediario recibiría poder asignado de ambas; en el segundo, poder delegado por parte de la unidad superior y poder asignado por parte de la inferior. Lo anterior nos per­mite diferenciar a otros “intermediarios políticos” que sólo aparentemente son semejantes: nos referimos a los actores políticos que al poseer poder independiente y superior a las dos unidades imponen a éstas sus propias decisiones (media­ción en base a su propio poder) o a los que actúan como mediadores en casos de conflicto entre dos unidades (las unidades estarían ya articuladas en un proceso disyuntivo). Hecha esta precisión conceptual, intentemos ubicar a los intermediarios políticos del segundo tipo en el contexto del proceso de concentración del poder. Nos parece que la apari­ción o extinción de los intermediarios políticos depende de tres variables del sistema: 1) número de niveles, 2) carácter unitario o múltiple de los dominios, y 3) grado de desequili­brio entre las unidades superiores e inferiores. El número de

niveles de un sistema nos señala la concentración de poder; el carácter unitario o múltiple, las alternativas abiertas a las unidades inferiores; el mayor o menor grado de desequilibrio entre las unidades, las posibilidades de confrontación exito­sa por parte de las unidades inferiores. Las variables, aunque independientes entre sí, al relacionarse una con otra confor­m an un sistema que propicia o desfavorece la aparición de intermediarios políticos. Postularíamos que éstos proliferan en sistemas o partes de ellos donde existen, a) pocos niveles, b) en dominios de carácter unitario, y c) el grado de desequili­brio entre las unidades superiores e inferiores es muy alto. En estos sistemas se requieren intermediarios políticos ya que, por una parte, las unidades superiores, dada la poca concen­tración de poder que poseen, no logran llegar hasta los nive­les más bajos de articulación; las unidades inferiores, por la otra, poseen pocas o nulas alternativas exitosas de confron­tación ante las unidades superiores.

Retomando el proceso de concentración de poder en el sistema mexicano, visualizamos un proceso paulatino y lento de desaparición de intermediarios políticos. Abundan en la época de Calles y del maximato en que la configuración del sistema político corresponde justamente a la descripción que acabamos de hacer: poca concentración de poder, división del mismo en dominios de carácter unitario y alto desequili­brio entre las unidades superiores e inferiores. El proceso evolutivo ha seguido una línea de aumento de niveles y trans ­formación de dominios de unitarios a múltiples; el grado de desequilibrio entre las unidades superiores e inferiores se ha mantenido constante y sólo se ha modificado respecto a uni­dades inferiores excepcionales: de aquí la permanencia del carácter autoritario que hemos señalado anteriormente.

Conviene asimismo hacer mención de uno de los fenó­menos más sobresalientes y persistentes del sistema político mexicano y que ha recibido la atención tanto de los analistas del sistema como de la población mexicana: la corrupción. No es nuestra intención añadir nuevas pruebas de su existen­cia o señalar nuevas formas que asume su cuerpo proteico. Queremos más bien resaltar, viéndolos desde la sima del sistema, dos aspectos que tienen que ver directamente con el argumento que hemos venido desarrollando en este trabajo.

Los dos aspectos resultan de la respuesta a una pregunta: ¿por qué permiten, ocasionan o favorecen los funcionarios públicos del más alto nivel (por tanto, los últimos responsa­bles ya sea directa o indirectamente, inmediata o mediata­mente, pero al fin y al cabo los responsables) la corrupción? El permitir la corrupción es una forma de control político. En efecto, por una parte, los funcionarios que confieren un cargo endosan con él el “permiso de corromperse” a los recipientes de aquel. Esto ocasiona que estos últimos confieran a su vez un doble poder otorgado a sus bienhechores: el correspon­diente al cargo mismo y al del “permiso de corrupción”. Bajo este primer aspecto el sistema se parece al del patron-client relationships en donde se da una “superimposition of a series of mutual granting relations between a single actor or unit, and a series of other single actors or units” (Adams 1975:47). Aún más, las expresiones folklóricas del pueblo mexicano cómala déla “cargada” o de la búsqueda de “huesos” cuando se nombra, elige o impone a un nuevo funcionario público sugieren, al igual que en las relaciones patrón-cliente, que es el cliente y no el patrón el que lleva la iniciativa en establecer la relación. Pero, por otra parte, y éste es el segundo aspecto que deseamos destacar, al ser la corrupción un acto formal­mente punible y al ser el actor del mismo, por tanto, un sujeto potencial sobre el que puede ejercerse la acción judicial impi­de que se desarrollen poderes independientes fuera de todo control al mismo tiempo que se crea otro motivo para dar aún más poder otorgado al centro de decisiones al no permitir éste que se persiga criminalmente a los corruptos. Tenemos, por tanto, tres hechos que proporcionan poder otorgado al centro —el cargo mismo, el permiso para delinquir y el permiso para hacerlo impunemente mientras sigan fieles y adictos al que otorgó el cargo—, y dos mecanismos de control para mante­ner sujetos a los subordinados —la libre nominación, promo­ción o remoción del cargo y la prosecución de un delito—. El sistema se reproduce en todos los niveles de articulación, lo que da como resultado una enorme concentración de poder otorgado: de ahí, parte de la solidez del sistema político mexi­cano pero también parte de su debilidad ya que el poder otorgado es poder dependiente. Se nos antoja ver el sistema político mexicano como con “demasiado” poder otorgado, ya

que una de las características más notables de las sociedades complejas con un alto ingreso energético es que, aunque no cesa, sí disminuye notablemente la importancia del poder otorgado al entrar en escena como prima donna el poder independiente. De ahí nuestra insistencia un tanto machaco­na en señalar que no es el exceso de poder el responsable de ciertos fenómenos políticos (autoritarismo, caciquismo, in­termediación, corrupción) sino de su insuficiencia. De esto se sigue obviamente que estamos postulando que en la medida en que exista mayor poder en el sistema desaparecerán di­chos fenómenos. Desde nuestra perspectiva, que se etiqueten estos fenómenos como transitorios y coyunturales o perma­nentes y estructurales no tienen más contenido que la forma estilística que le imprimen sus autores según el grado de frivolidad o seriedad con que quieren proyectar su imagen de intelectuales.

7. Presidencialismo y continuidad del proceso

En relación estrecha con el punto anterior percibimos una continuidad en el proceso de concentración del poder en el sistema mexicano. Los cambios que se han dado (oscila­ciones, avances y retrocesos) no han sido ün rompimiento en la línea continua de concentración de poder sino adaptacio­nes más o menos afortunadas al medio. Este proceso, tan viejo al menos como la nación mexicana, no ha sido modifi­cado por diseños alternativos y diferentes de sociedad: a lo más se han sucedido cambios estratégicos o tácticos. Las ingeniosas periodizaciones que se hacen sobre la revolución mexicana o sobre los presidentes en turno, vistas en una perspectiva histórica amplia, no son sino eso: ingeniosas clasificaciones folk. Las agudas y sesudas contraposiciones que hacen los defensores, por ejemplo, de la teoría del péndu­lo sobre los presidentes mexicanos, son intentos fallidos de romper un proceso energético, no mental, con las herram ien­tas del intelecto.

El fenómeno del presidencialismo mexicano, nos pare­ce, es el responsable de la confusión en que caen algunos analistas del sistema político mexicano. El grado de poder independiente que han ido adquiriendo los presidentes por

medios constitucionales, aconstitucionales, paraconstitucio- nales y anticonstitucionales ha ejercido tal hechizo que difí­cilmente se ha vuelto la vista al proceso mismo que ha engen­drado tales portentos. Más que rompimientos en el proceso de concentración del poder ha habido “estilos personales de gobernar” (Cfr. Cosío Villegas 1972; 1974. Carpizo 1978). Paralelamente a la adquisición de poder independiente por parte del ejecutivo federal se ha dado la disminución y fusión de dominios en el mismo ejecutivo: La división de poderes con que tradicionalmente se caracteriza a las democracias for­males, en el caso mexicano se ha unificado en el presidente. De ahí resulta, nos parece, el error de creer que en México existe una concentración excesiva de poder. No vemos que sea tal el caso si lo comparamos con otros estados-naciones de la Europa Occidental o con los Estados Unidos. Lo contra­rio es lo cierto: existe mayor concentración de poder en esos países —resultado de un ingreso energético superior al de México— que en el nuestro. Lo que ocurre es que la unifica­ción de dominios en el ejecutivo y el carácter autoritario del sistema —fruto del todavía insuficiente y desequilibrado des­arrollo del país— dan la apariencia de una concentración enorme de poder. Puesto en otros términos: existe enorme concentración del poder en México en el gobierno federal respecto a las unidades intermedias o inferiores del sistema pero no en el sistema global comparado con otros sistemas.

8. Política local: autonomía y dependencia

El efecto más notable que observamos de la evolución de la concentración del poder en el nivel local es la disminución y, en algunos casos, el cese dramático de participación de las mayorías en la toma de decisiones que afectan su campo interno de operación. Esto es verdad tanto al hacer el análisis evolutivo de cada una de las comunidades que estudiamos viéndolas aisladamente como al considerarlas sincrónica­mente y formando un conjunto único. El principio es el mis­mo: a menor concentración de poder, mayor participación; a mayor concentración, menor participación. No es en la con­cepción casi mística de la naturaleza de la “comunidad” campesina donde hay que buscar su explicación sino en la

muy material transformación de las relaciones de poder. Las comunidades, en efecto, que muestran un alto grado de parti­cipación forman unidades de consenso cuyo centro de deci­siones cuenta únicamente con el poder asignado por los miembros que la componen. Cada una, por tanto, de las decisiones que se tomen tienen aplicación efectiva en tanto que los propios miembros las acepten. Esto implica la necesi­dad incesante de consulta y discusión entre la mayoría o totalidad de los miembros para llevar a efecto una resolución. A medida que el centro de decisiones adquiere otra base de poder —del control independiente de un recurso significativo o de las lealtades que puedan proporcionarle algunos miem­bros de la comunidad o del poder delegado de otra unidad superior— la necesidad de obtener poder asignado decae sensiblemente y, por tanto, la participación m ayoritaria dis­minuye: se ha pasado de unidades de consenso a unidades de mayoría. Es importante notar, sin embargo, que en este pro­ceso continuo se da una aparente interrupción: es el caso de las unidades que al pasar de una unidad de consenso a otra de mayoría han perdido gran parte del poder asignado pero no han adquirido suficiente poder independiente o delegado. En estas comunidades es donde cesa dramáticamente la par­ticipación: son las que padecen más severamente la crucifi­xión by power. Las unidades de consenso son el resultado del bajo ingreso energético de su propio sistema. Al poseer, por tanto, un control sobre recursos no significativos para las unidades superiores conservan un grado relativo de autono­mía: adm inistran autónomamente su miseria, hacen sin m a­yores interferencias su pequeña política, juegan al penny capitalism ; pero si se salen del círculo estrecho que se les ha asignado son reprimidas violentamente sin que a nadie le importe o nadie se entere de su suerte. En la medida en que estas comunidades aum entan su control sobre recursos sig­nificativos pierden autonomía aunque reciban, no siempre, beneficios que “graciosamente” les conceden las unidades superiores.

Se conservan todavía, por una parte, características de dominios unitarios en los niveles locales de articulación, al menos en la estructura política. No existen, por consiguiente, en muchos casos alternativas viables de acción. La supuesta

apatía con que se quiere caracterizar el comportamiento polí­tico de los campesinos (explicación que no explica sino dis­fraza la pereza intelectual y la propia apatía del analista) es solamente una suposición: se da activa participación cuando se puede hacerlo, no cuando es imposible. Desechamos, por otra parte, como infundadas las bases empíricas del argu­mento que se emplea para medir la politización de los grupos campesinos y urbanos. Se arguye que a mayor politización se da mayor abstención electoral; la premisa menor establece, basándose en las estadísticas oficiales de las votaciones, que existe mayor abstención en los centros urbanos que en los rurales; la conclusión, por tanto, es irrefutable: se da mayor grado de politización entre la población urbana que en la rural. Data non concessa la premisa mayor, negamos que las estadísticas oficiales nos revelen adecuadamente el absten­cionismo electoral. En la zona estudiada, al menos, la absten­ción de los campesinos en las votaciones es sumamente alta aunque en los recuentos oficiales es sumamente baja. El resultado fraudulento, que invalida el soporte empírico del argumento, no lo referimos principalmente a las prácticas que se han atribuido al partido oficial: nos referimos a las prácticas fraudulentas que cometen las élites políticas loca­les contra... ¡el p r i !, al hacerle creer (por los resultados de las votaciones que registran un alto número de votos favorables) que la población es priísta cuando son esas élites las que votaron en vez de y suplantando al campesino abstencionis­ta. No es necesario discutir la validez de la premisa mayor puesto que si los datos empíricos probaran sin lugar a dudas que existe mayor abstencionismo en el campo, la premisa misma se modificaría: a mayor abstención menor politiza­ción. El punto, nos parece, es probar a toda costa que los campesinos son apolíticos, pues es privilegio de las clases medias ilustradas que tienen un alto grado deescolarización y leen la prensa o de las clases obreras sobre todo indepen­dientes al acceder a la categoría del homo politicus. El cam­pesino, además de sufrir los embates del poder, se encuentra entre los fuegos cruzados que le disparan sus simpatéticos analistas: si no participa en la política nacional, es apático; si participa, está despolitizado.

Finalmente, el proceso de expansión del sistema energé­

tico y la consecuente concentración de poder en los niveles superiores ha tenido un impacto diferencial en el nivel local que a su vez ha expandido su propio sistema energético y concentrado el poder. Los actores sociales que estaban en una posición mejor en el nivel local han aprovechado la expansión energética de ambos sistemas y el poder delegado del nivel superior; los que estaban en la posición más desven­tajosa cayeron en otra peor. Si a principios de la década de los veinte se vislumbraba un embrión de diferenciación social, en la de los setenta estaba perfectamente cristalizado un sistema de estratificación social: élite política y económica, sector medio, sector bajo. Y aunque no todas las comunida­des han completado el proceso, sí se ve claramente hacia dónde se encaminan.

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