Prólogo "Cuentos de la luna llena. Alianzas"

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Iria G. ParenteSelene M. Pascual

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Lo malo y lo bueno de los cuentos es que nos hacen soñar con que algún día se harán realidad. No sabemos si realmente las princesas de las que hablan existieron o no, si los amantes furtivos pueden tener finales felices o si las brujas son tan malvadas como pueden parecer, pero queremos creerlo. Al final, sin embargo, son una mera distracción para enfrentar una realidad más cruda: las brujas son reinas, las guerras no se terminan con un beso de amor y las princesas encerradas, si las hay, terminan siendo princesas muertas a las que ningún joven príncipe puede rescatar.

El mundo real nunca es como dicen los cuentos. La princesa Celeste de Anderia, sin embargo, no lo sabía. Ella, en su

juventud, en su inocencia, había decidido creer que los sueños pueden hacerse realidad y que como princesa también le esperaría su «felices para siempre» después de una serie de tristes desencuentros. Como todas las princesas de todos los cuentos, ella tenía un enamorado; un muchacho de condición desafortunada, pues su amado servía al reino que desde hacía años batallaba con el suyo: Anderia y Lothaire arrastraban una guerra que, por aquel entonces, ya duraba más de lo inimaginable. Muchos habían sido los caídos, muchas habían sido las desgracias, muchas las lágrimas y mucho el sufrimiento provocado. Mab de Lothaire, reina del país de las hadas, nunca perdonaría a Anderia, país de los humanos, agravios que se confundían en el tiempo entre leyendas y realidad.

Mab fue la bruja en este cuento. Celeste y su enamorado fueron solo dos de sus tantas víctimas.

El final de esta historia se escribió en una noche en la que, si la vida fuera un cuento, todo habría salido bien. Una de esas noches maravi-llosas en las que las historias de amor se salvan con una boda a tiem-po y un beso a la luz de la luna. Una de aquellas noches en las que la princesa Celeste salía a escondidas de su castillo para ir a encontrarse con Chryses, aquel guerrero del reino contrario que hacía tiempo que le había robado el sentido y el corazón. Una de esas noches en las que los amantes disfrutaban de su romance de espaldas al mundo, pues si al-

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guien descubría aquella unión que parecía burlarse de la guerra misma, habría sido el caos. Por eso Chryses y Celeste se citaban siempre a solas, a oscuras, con la única presencia de las estrellas como testigos de su dulce pecado: ellas allí arriba seguían brillando, siempre observadoras, y parecían las únicas que realmente confiaban en su amor.

Celeste, sin embargo, estaba más nerviosa que nunca en aquella oca-sión. Asustada, inquieta, temerosa del mundo y de lo que le esperaría tras aquel encuentro oculto que había decidido que fuese el último. No porque quisiera dejarle, sino porque no quería seguir viviendo su amor de aquella manera. No podía, de hecho, pues había un secreto que de-bía salir a la luz. Un secreto que sería la unión definitiva para dos almas que se habían amado desde siempre.

Celeste había decidido suplicarle a Chryses lo que tantas veces le había ofrecido ya: que huyese con ella, vivir juntos, desafiar a aquella reina que mantenía cautivo a su amor. No dudaba de que en aquella ocasión su amado no podría negarse. Todo debería salir bien: Chryses seguro que huiría de Lothaire después de saber lo que ella tenía que decirle. Se ca-sarían y vivirían en el castillo de la princesa, felices para siempre. Así es como deben acabar todos los cuentos, al fin y al cabo.

Ansiosa por que sus deseos se hicieran realidad, Celeste llegó más pronto de lo habitual a su cita. Preocupada, enamorada, asustada, tem-blorosa, esperó por su amado bajo la foresta en la que siempre se en-contraban. Allí aguardaba a ella, con la posibilidad de un cuento hecho realidad entre sus dedos: un cuento prohibido, pero su cuento al fin y al cabo. Y tenía derecho a un final feliz.

—¿Celeste? La voz del amante sonó por encima del ulular de los búhos y del silbi-

do del viento. Hizo que el frío desapareciese, que la noche se convirtiera en día y que las estrellas brillasen con más fuerza de la que de por sí tenían. Celeste le amaba de una manera que rayaba la demencia, que pasaba por la más insólita necesidad. Por eso cuando él apareció en la penumbra de aquel lugar apartado, ella no pudo evitar suspirar de alivio por volver a encontrarle. El caballero, como un devoto ante la imagen de su diosa, se arrodilló ante ella. El joven no se sentía merecedor de una presencia tan pura, tan brillante, como le parecía la de su enamorada, por eso siempre se postraba a sus pies para adorarla en silencio. Ella, sin embargo, y aunque era una princesa, siempre caía a su lado para abrazarle y fundirse entre sus brazos: allí se detenía el mundo, con los suspiros del reencuentro abandonados en un beso que llevaba dema-siado tiempo esperando.

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Cuánto se amaban. —Mi dulce Celeste —murmuró él—. Cuánto te he añorado. Un suspiro. Otro beso. Otros tantos. Las estrellas mismas parecían

contener el aliento. —Chryses… —susurró la princesa—. Chryses, vayámonos ahora. No podía haber silenciado las palabras ni un segundo más ni aunque

se hubiera esforzado con todo su ser. Ansiaba contarle todo, mas calló, inquieta, cuando él no respondió nada. Los ojos azules de su enamora-do, tan claros que batallaban con el cielo del día en su pureza, se entre-cerraron apenas perceptiblemente y eso a ella no le gustó. Le preocupó que en aquel gesto estuviera su rechazo, pero decidió no rendirse e insistir:

—Ven conmigo —suplicó en un hilo de voz—. A mi castillo, a tu hogar. Parecía muy sencillo cuando ella pronunciaba aquel ofrecimiento. Pa-

recía lo natural, como si cada cosa vivida hasta el momento entre los dos los hubiera llevado a ese mismo instante. Parecía lo que debía pasar: ambos tendrían que estar juntos, desde ese momento para siempre. Y aunque Chryses también lo creía, en aquel momento sus labios se frun-cieron de manera imperceptible, sus manos se alzaron y acunaron ese rostro que tanto quería con una ternura impropia de un guerrero como el que era.

—Celeste, mi dulce Celeste… Yo no tengo hogar, princesa. Jamás lo he tenido. Es probable que nunca llegue a tenerlo. En Lothaire solamen-te soy un prisionero, pero es la tierra que me ha adoptado como hijo desde que tengo uso de razón. Aún así, el único sentimiento que puedo regalarle es el odio más profundo, porque me mantiene apartado de ti.

La princesa sufría al escucharle hablar así. Chryses no tenía memoria desde que un día llegó a Lothaire, hacía ya muchísimos años. No cono-cía sus orígenes, y probablemente nunca los conocería: solo sabía que el Destino lo había apartado de todo y le había mostrado como única alternativa servir a la familia real de Lothaire. Allí estaba el único hogar que en algún momento había conocido, aunque era solo un guerrero y no se sentía parte de aquel país brillante.

—Yo te ofrezco un hogar —murmuró Celeste en respuesta, incansa-ble—. Ven conmigo y podrás vivir a mi lado, en palacio. Podríamos estar juntos el resto de nuestras vidas y…

Un dedo sobre su boca la hizo callar.—A tu lado todo parece muy fácil —accedió él—. Pero las cosas no

funcionan así, Celeste. Al menos, no en el mundo real. A pesar de que no se me ocurre un lugar mejor para encontrar el hogar que en tus bra-

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zos, no puedo hacerlo. No porque no te ame, sino porque lo hago de-masiado. Mab enloquecerá si lo descubre, y tu padre nunca lo aceptará. Seamos realistas: no te convengo. No me mires así —pidió Chryses al ver la expresión desamparada de su princesa—. Ya lo hemos hablado: esto no puede ser lo que el Destino ha deparado para alguien como tú.

Era cierto. Si Celeste creía en cuentos, su caballero era la voz de la ra-zón, la de la lógica, pero también la del miedo: ambos sabían que aque-lla relación estaba condenada a ojos del mundo. Mab de Lothaire nunca perdonaría tal acto de traición de uno de sus guerreros, más aún te-niendo en cuenta que Chryses era especialmente valioso para ella y que su amada era ni más ni menos la princesa del país que la reina odiaba.

Pero Celeste no estaba dispuesta a rendirse: —¿Destino? ¡Yo decidiré lo que quiero hacer con mi vida, Chryses, y

si tú no estás en ella sé que no va a tener sentido!La princesa le abrazó, desesperada, temiendo que él fuera a apartar-

se en cualquier momento, mas el caballero la sostuvo contra sí. —Celeste, escucha. —Su voz pareció apagarse. Aquello era tan difícil

para él como para ella, después de todo—. Escúchame. Mab sospecha. No quiero que te haga nada. Tenemos que dejar de…

Ella no pudo soportarlo más. No quiso escuchar otra palabra. Colocó las manos sobre su camisa, para rechazar su agarre. Cerró los ojos con tanta fuerza que sus párpados parecieron teñirse de mil luces brillantes. Una lágrima solitaria se descolgó por su mejilla, temblorosa, asustada por la negrura de la noche y por la incertidumbre de lo que les deparaba el futuro.

—No quiero escucharte —rogó—. ¿Tan difícil es entender que me volveré loca si no puedo tenerte? ¡Te amo, Chryses! Yo solo quiero que te quedes a mi lado…

Dolida como estaba por aquella conversación que parecía poner fin a todos sus sueños, se apartó de su amado y se levantó, temblorosa, dán-dole la espalda en un intento de que no viese su sufrimiento y recuperar las fuerzas. Aún tenía tanto que decirle…

El caballero no tardó ni un segundo en alzarse también del suelo y ro-dearla desde atrás con sus brazos. La princesa pudo sentir su respiración llena de pesar acariciando su oído.

—Escucha, Celeste —susurró—. ¿Crees que yo no te quiero también? —La obligó a girarse y su mano, fuerte pero gentil, acarició su pómulo, borrando las lágrimas—. Te amo más que a la existencia. Y es por eso que no puedo pensar en nada aparte de salvarte. No te merezco. Tú eres una criatura tan hermosa, tan dulce y buena… Y yo no soy más que

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un engendro. Un monstruo que no es ni humano, ni feérico, ni élfico… Que no es nada.

¿Acaso eso importaba? Que Chryses no pareciese corresponderse con ninguna de las razas conocidas en aquel maldito mundo que los mantenía separados no significaba que no estuviera vivo. Y aquello era suficiente para que ella lo amase más allá de toda lógica.

—Para mí tú lo eres absolutamente todo. Él no supo qué responder a eso, pero de haberlo sabido tampoco

podría haber tenido tiempo de convocar las palabras. Antes de que pu-diese hacerlo, los labios de su princesa ya reclamaban una vez más su lugar sobre los suyos y lo besaba con el sabor de la esperanza.

Sería muy fácil decir que todo acabó con ese gesto. Que Chryses clau-dicó, que su beso hizo que se rindiese a la evidencia de no poder vivir una existencia sin ella y que su amor triunfó y se superpuso a todas las adversi-dades. Habría sido muy fácil decir que se casaron y que incluso la guerra se disipó con la emoción de dos enemigos que se amaban.

Habría sido un cuento precioso.Pero la vida real no es ningún cuento. Solo hizo falta el silbido de una flecha cortando el aire para romper

todos los sueños.Chryses lo escuchó a tiempo: lo suficiente como para precipitarse ha-

cia delante y apartarse de la dirección del proyectil. Él y la princesa caye-ron al suelo, enredados en el cuerpo del otro, pero el caballero no tardó ni un instante en alzarse para escudriñar las sombras. Celeste observaba desde el suelo, con el corazón desbocado y los ojos abiertos de par en par: allí donde un segundo antes habían estado ellos, ahora se clavaba una flecha que podría haberles atravesado sin piedad.

—¡Muéstrate! —exigió Chryses desenvainando su espada. Celeste se incorporó, inquieta, pero ni siquiera se atrevió a levantar-

se. Temblaba, pero el frío de la noche no tenía nada que ver en aquella reacción. Sonaron pasos que a ella le recordaron a un reloj que anuncia-ba su final. Lentos, pausados. Definitivos.

—Esperaba de ti un tiro más certero; ni siquiera los has rozado. Chryses se tensó; Celeste palideció. La princesa nunca había escu-

chado esa voz antes, pero aún así la reconoció; era como si la voz de todas sus peores pesadillas se hubiera decidido a mostrarse lejos de un mundo onírico y viniese ahora para atormentarla en la realidad.

Mab de Lothaire.Es posible que para la pobre princesa Celeste aquella mujer fuese

la bruja de su cuento, pero definitivamente Mab no era nada que se

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pudiera identificar con una de esas brujas ancianas y de risa estridente. Aquella fue la primera vez que la princesa la vio, arropada por la oscuri-dad como si las sombras mismas le rindieran culto. Entendió, al observar su rostro redondeado, su piel suave y sin mácula, su sonrisa cruel, que aquel era sin duda el rostro de la guerra y la belleza. Mab de Lothaire, ilustre reina de las hadas, era la criatura más hermosa que ella había contemplado nunca: a su espalda, sus alas extendidas desperdigaban mil iridiscencias y daban luz a aquella escena. El aire mismo estaba pre-ñado de su aura, de su poder mágico. Miedo. Respeto. Devoción. Ella era la razón de la guerra. Su existencia misma, amenazadora, se consi-deraba un motivo para luchar; una de las razones por la que los hombres se postraban de rodillas. Incluso la propia princesa deseaba acercarse y rendirle culto. Celeste comprendió que aquella silueta era más peligrosa que el más belicoso de los ejércitos y la más mortífera de las armas. A un movimiento de su mano el mundo entero se destruiría solamente para volver a renacer a su gusto.

Nunca había sentido tanto miedo como en el momento en que la mirada de ojos rojos de la reina, del mismo color escarlata que el de la sangre que se derramaba día a día por su causa, se posó sobre ella.

—Pensé que preferiríais darles un aviso antes. Acertar le hubiera res-tado emoción. Seguro que tenéis en mente un castigo más apropiado para los traidores.

Los amantes solo parecieron reparar en la presencia de otra persona cuando esta habló. Al lado de la reina, la silueta de un hombre se re-cortaba contra la oscuridad. En sus manos llevaba un arco que parecía hecho de plata y Chryses entrecerró los ojos, reconociendo al joven que se alzaba junto a la reina a la que él mismo debía servir pleitesía. Con un gesto de la mano del extraño, la flecha clavada en el suelo desapareció para reaparecer de nuevo entre sus dedos.

Chryses decidió no aguardar ni un segundo más: empuñó con firmeza su espada, dispuesto a atacar, pero su intento de heroicidad no llegó a realizarse. Antes de que pudiera dar un solo paso, un dolor sordo ata-có su cabeza: la espada cayó de entre sus dedos y sus rodillas tocaron el suelo cuando algo en su mente, más fuerte que él mismo, lo obligó a postrarse. El poder mental de los feéricos puede destruir incluso la voluntad más férrea; el de Mab de Lothaire en particular podía con-vertir en arena el pensamiento más firme. Sintió los dedos de aquella reina cruel apretando y retorciendo su cabeza, llevándole al borde del sufrimiento, y supo que de haber sido un humano cualquiera, o acaso un elfo, o cualquier raza conocida de las que habitaban aquel mundo,

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aquello le habría matado. A pesar de eso, no le dio el gusto de emitir el grito de dolor que vivía en su garganta.

Escuchó aquella voz que tan bien conocía acercándose a él, o quizá sencillamente la oía directamente en sus propios pensamientos. No po-día saberlo. La oscuridad parecía haberse hecho plena a su alrededor.

—Me has decepcionado mucho, Chryses. Rayne tiene razón: un cas-tigo es lo mínimo que mereces. Si tanto te gustan los humanos, quizá deberíamos juzgarte como a uno. ¿Qué les hacéis a los que traicionan a su rey, pequeña Celeste?

Chryses tembló cuando la reina mencionó el nombre de su princesa. Celeste, pequeña y todavía en el suelo, ni siquiera pudo convocar la voz necesaria para responder. Observaba a aquella mujer, a la que ella con-sideraba bruja de su propio cuento, e intentaba convencerse a sí misma de que solo estaba viviendo una pesadilla. Sin duda se había quedado dormida antes de acudir a aquella cita en la que todo iba a salir bien y su miedo había traicionado su subconsciente, por eso ahora imaginaba tal crueldad. No podía estar pasando algo así, porque los cuentos acaban bien. Y ella aún tenía algo que decirle a Chryses, algo importante, antes de que se casaran y fueran felices para siempre…

Mab observó casi con curiosidad a aquella princesita temblorosa. A aquella niña, pues ni siquiera parecía adulta. Sus dedos rozaron distraí-damente los cabellos albinos de su siervo como si él solo fuera un perro.

—He oído que los quemáis, ¿no es cierto? Los atáis a una estaca, como si fueran animales. Y luego les prendéis fuego, regodeándoos en sus gritos y en su sufrimiento. A la vista de todos, además, para que tomen conciencia de lo mal que está ir contra los mandatos de su rey. ¿También tú disfrutas con ello, Celeste? —se burló. Entrecerró los ojos cuando lo único que hizo la chiquilla fue seguir mirándola, incrédula y temblorosa, y le asqueó comprobar lo insignificante que era—. ¡Res-ponde!

La princesa, asustada, solo pudo dejar escapar un sollozo y encogerse sobre sí misma. Qué terrible sonaba su voz, qué terrible su orden y sus acusaciones. Ella no era mala. Ella era la princesa del cuento y Mab la verdadera bruja. Tenía que hacer algo. El príncipe no tenía por qué ser siempre quien salvase a la princesa. Ahora Chryses la necesitaba…

—Yo no tengo nada que ver con eso… —se defendió a media voz, sollozante.

El hada sonrió, y su gesto era tan bello como escalofriante.—Y sin embargo, a mis ojos eres igual de culpable. —Los ojos rojos se

fijaron en Chryses, que ni siquiera podía alzar la vista. De un tirón a sus

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cabellos, le alzó el rostro y comprobó con satisfacción su mirada entur-biada, sus dientes profundamente apretados—. ¿Y por ella has pensado en traicionarme, Chryses? ¿Por una niña cuya raza se autodestruye? ¿Tan estúpido eres que creíste que yo no me daría cuenta? Nunca he confiado en tu lealtad. No me fío de nadie. Me di cuenta de tu debilidad a tiempo y me exigí paciencia, pues sabía que pronto cometerías algún error.

Chryses no respondió, quizá porque no tenía fuerzas, quizá porque no sabía cómo defenderse. Celeste observaba, inquieta, perdida, deses-perada. Mab no parecía querer apartar la atención de su amado, y quizá fue aquello lo que la animó a actuar. Sus dedos temblorosos encontra-ron la empuñadura de la espada que se había caído al suelo y, con mie-do, la alzó. Eso también pasaba en los cuentos: todo el mundo es feliz cuando la bruja cae y muere. El bien vence al mal.

Pero una vez más, la realidad quiso negarle su cuento. Otro silbido de una flecha volvió a cortar el aire, pero esta vez la sintió

en su propia piel: atravesó su brazo y la espada que sostenía cayó tan rápido como había sido alzada. La sangre empezó a brotar y la vista se le nubló al instante. Solo alzó la mirada para observar, consternada, a la figura que se mantenía apartada pero vigilante, sosteniendo un arco de plata y dispuesto a defender a aquella reina de alas brillantes. Su rostro era una máscara inescrutable, o quizá sus ojos ni siquiera conseguían enfocarlo bien.

—Gran trabajo, Rayne. Ha sido un golpe muy acertado —felicitó Mab, con alegría infantil, al girarse hacia la princesa. La contempló, tan ja-deante y débil, y sintió la satisfacción plena del depredador frente a la presa derrotada—. En cuanto a ti, Celeste, podrías haber salido media-namente indemne de este encuentro, si hubieses querido. Pero tenías que hacerte la valiente.

La reina perdió el interés en su siervo y se giró con gracilidad hacia la princesa. Se inclinó con delicadeza, con un baile de luz de sus alas a la espalda, y alzó la espada que ella había dejado caer. La empuñó con facilidad, aunque a Celeste le había parecido pesada, y rozó con el filo la preciosa carita de la heredera de Anderia. En una caricia sinuosa que arrebató la respiración de la princesa, el frío filo rozó su cuerpo con lentitud, hasta que la punta se posó, con anticipación, en su vien-tre. Celeste palideció y suplicó por su suerte y por la de su secreto. ¿Lo sabría aquella reina? Parecía que nada escapaba a sus ojos, pese a que aquella noticia era solo suya. Ni siquiera había podido decírselo a Chryses…

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Un solo empujón, una leve presión por parte de la reina de Lothaire, y todo habría acabado para siempre. Sería tan sencillo…

—No te atrevas a tocarla. La voz de Chryses parecía de ultratumba. Llamó la atención de ambas

mujeres: la mirada de Mab fue casi curiosa, la de Celeste estaba teñida de la más profunda desesperación. El joven luchaba contra sí mismo para alzarse del suelo, movido por el miedo a perder lo que más amaba en el mundo. Era aquello lo único que le daba las fuerzas suficientes para sobreponerse al dolor.

—Y aún te atreves, Chryses, a desafiar a tu señora…Mab miró a Celeste una última vez y sonrió. Dejó caer la espada,

pero aquel gesto fue suficiente para convencerla de que lo que vendría a continuación sería mucho peor que la muerte. Los pasos de la reina se apartaron de ella y la princesa solo pudo seguirla con la completa desesperación de la incertidumbre. Le pareció que las estrellas se apa-gaban una a una, asustadas también por lo que aquella mujer podría llegar a hacer.

A cada paso que Mab daba hacia su siervo, Chryses parecía encogerse un poco más sobre sí mismo. Y aún así, luchaba, se mantenía, y acepta-ba con desafío la mirada de aquella bruja de alas de luz de luna. El caba-llero no se dejaría vencer, pues la derrota significaba perder a su amada.

Los dedos de la reina se alzaron. Se posaron sobre la mejilla de Chry-ses y este tembló algo más. Incluso aquel misterioso arquero que la acompañaba parecía contener el aliento y temer por él. Parecía la cari-cia de una amante y aún así nada tan sencillo había evidenciado nunca tanta desgracia.

—Adoro la forma en la que me desafías. Ese fuego, esa pasión. —Su mano se colocó sobre el corazón de él. Celeste se sintió mareada—. Pero has ido demasiado lejos esta vez. Corriste hacia lo inalcanzable y te lanzaste a sus brazos. ¿Por qué ella, Chryses? ¿Tal vez porque odio a su gente? —Hubo un destello. Apenas una chispa que hizo danzar más luz sobre sus alas. Hubo un cambio casi imperceptible en su voz. Ape-nas una palabra que se pronunció más rápida, o una vocal que no sonó como debía sonar—. Podría habértelo dado todo pero, ¿sabes? Ahora te vas a quedar sin nada: sin mujer, sin felicidad, sin cuerpo. Vivirás por y para mí, porque vivir va a ser para ti peor que la muerte.

El silencio que siguió a las palabras de la reina hizo temblar a la propia luna.

Un «felices para siempre» se sustituyó por el aullido agónico de un lobo.

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