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ÍNDICE

Fallo de la MODALIDAD 3 (Bachillerato y Ciclos Formativos) ………………… Pág. 3

1er premio: “Culpable”, de Silvia De la Fuente Migallón …………………. Pág. 4

2º premio: “Embustes”, de Enrique Serna Valverde ………………………. Pág. 8

Fallo de las MODALIDADES 2 y 1 …………………………………………………..…… Pág. 12

MODALIDAD 2: 3º y 4º de ESO

1er premio: “La chica del hilo”, de Lidia Isabel Martínez Redondo …Pág. 13

MODALIDAD 1: 1º y 2º de ESO

1er premio: “Touché”, de Ignacio Cascón Hernández ……….……………. Pág. 17

2º premio: “El sexto piso”, de Raquel Millas Naranjo ……………………. Pág. 22

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VIII CONCURSO DE RELATOS CORTOS POLICÍACOS

“ÁNGEL LUIS MOTA” (CURSO 2015-16)

Fallo de la modalidad 3 (Bachillerato y Ciclos formativos)

Reunido el jurado del Concurso de Relatos Cortos Policíacos “Ángel Luis Mota”, para esta 3ª modalidad (provincial), compuesto por Dña. Olga

Muñoz, directora de la Biblioteca Municipal Aguirre, D. Sergio Vera, del Club “Las casas ahorcadas”, D. Ángel Luis Luján, de la UCLM, Dña. Mercedes Belinchón, Dña. Mª Nieves Bermejo, D. Antonio Esteve, Dña. Mª José

Martínez, Dña. Rosario Moya y D. Miguel Mula (secretario también) del IES Alfonso VIII, actuando como Presidente de Honor D. Ángel Luis Navarro,

director del centro, el jueves 7 de abril de 2016, delibera y falla los siguientes premios, de acuerdo con las bases establecidas:

MODALIDAD 3: Bachillerato y Ciclos Formativos

1er premio: Silvia De la Fuente Migallón (1º de Bachillerato, IES Alfonso

VIII), por el relato “Culpable”.

2º premio: Enrique Serna Valverde (1º de Bachillerato, IES Fernando

Zóbel), por el relato “Embustes”.

Los demás finalistas fueron:

José Carlos Aragón Corredor, con “Katherina” (2º de Bach. IES Alfonso VIII).

Natacha Asenjo Zamora, con “Diario de una espía” (2º de Bach. IES Alfonso VIII).

Teresa Fontela Calderón, con “El bosque de Halsbrick” (2º de Bach. IES Lorenzo Hervás

y Panduro).

Javier Caruda Ortiz, con “Dies Irae” (1º de Bach. IES Alfonso VIII).

Sofía Lacasa Casas, con “Otra vez tú” (1º de Bach. IES Duque de Alarcón).

Carla Suárez López, con “Una muerte deliciosa” (1º de Bach. IES Alfonso VIII).

Marta Anna Zasadowska, con “Luna” (2º de Bach. IES Alfonso VIII).

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Culpable

Silvia De la Fuente Migallón

(1º de Bachillerato, IES Alfonso VIII)

Primer Premio

Modalidad 3ª: Bachillerato y Ciclos Formativos

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na estrella de seis puntas adorna, como es ya habitual, la mano derecha del

cuerpo que yace muerto en el suelo del callejón en una postura macabra. El

asesino ha vuelto a atacar y, como siempre, ha dejado su señal. Sabe que llevamos detrás

de él varios años y encima tiene la poca vergüenza de reírse de nosotros marcando a sus

víctimas.

No hay restos de sangre, nunca los hay. Todas son muertes silenciosas y limpias.

Me gustaría decir que también son indoloras, pero de esto ya no estoy tan seguro. No sé

si será del todo agradable que una sustancia que has ingerido te comience a destrozar el

organismo por dentro, empezando por las cuerdas vocales para que no puedas gritar,

hasta terminar con el corazón, pero eso sí, dejando intactos los huesos y la piel para que

parezca que solo estás plácidamente dormido, aunque tu cuerpo en realidad esté vacío y

tu pecho no suba y baje como hace cuando sueñas.

Miro la cara de la joven víctima antes de que la tapen con una de esas inmaculadas

sábanas blancas. Inocente muchacha. Se ha fiado del primer tipo que le ha dado algo de

beber, sin saber que en esa copa encontraría su muerte. En cierto modo es culpa suya.

¿Nunca le han dicho que no hay que fiarse de los extraños? Quizás es un castigo

demasiado fuerte por no saberse la lección, pero le ha tocado un profesor tan cruel como

es la vida y que no perdona una sola falta en sus clases.

Me quedo con unos cuantos compañeros del Cuerpo de Policía para ver si

encontramos alguna pista, algún indicio de adónde puede haber huido el criminal.

Siempre siento que nos observa, que está mucho más cerca de nosotros de lo que

podríamos ni siquiera imaginar; sin embargo, nunca hallamos nada, ni una huella, ni un

ruido delator, ni una mirada en mitad de la noche.

Volvemos al cuartel. Me encierro en mi despacho y comienzo a anotar los datos de

la chica junto al resto de víctimas de este asesino. El fallecido de más edad apenas llegaba

a los treinta años. Me pregunto por qué tan jóvenes, aunque supongo que la respuesta

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es sencilla: son más fáciles de engañar. Mientras divago sobre el tema comienzo a dibujar

en un papel, dejando libre mi mente y mi imaginación. No soy consciente hasta que

termino de que he llenado la hoja de estrellas de seis puntas.

Ya de madrugada vuelvo a mi casa. Hoy ha sido un día duro. Antes de tumbarme

en la cama junto a mi mujer y esperar a que los rayos del sol me despierten de nuevo por

la mañana para comenzar otro fatigoso día, paso por la habitación de las niñas.

Los únicos indicios de que hay alguien en el cuarto son las suaves y tranquilas

respiraciones que se oyen y los dos pequeños bultos que hay en cada una de las camas.

Si no conociera mi propia casa, aseguraría que las mantas que las cubren son negras,

pues es el único color que percibo ahora mismo. Sin embargo, sé que en cuanto la luz

inunde la habitación, los colores vivos y los dibujos florales alegrarán esta siniestra

estampa. Me interno en la sala y me acerco a la mesita de noche. La alfombra amortigua

mis pasos y agradezco que me ayude a mantener el silencio del lugar.

Miro a las niñas, tan pequeñas… Pienso en el asesino: siempre víctimas jóvenes.

No puedo evitar imaginar que mis hijas pueden ser las siguientes, que un criminal tan

cruel no tendrá reparos en que la próxima persona que diga adiós a su vida sea tan solo

una niña. Antes preferiría morir yo que tener que sufrir con la pena de ver desaparecer

a mis seres queridos y mucho más si se trata de mis pequeñas.

No puedo seguir pensando en esto, así que salgo del dormitorio y huyo hacia la

cocina. “Un buen vaso de whisky me ayudará a calmarme”. Es lo que pienso mientras

busco la botella en la estantería. Cuando la encuentro, vacío todo el contenido que le

queda en un vaso y doy un trago.

A pesar de todo, no consigo apartar de mi mente la atroz posibilidad de que el

asesino venga a por mis hijas, porque al fin y al cabo llevo detrás de él casi una década y,

además, lo conozco demasiado bien como para saber cuáles serán sus próximos actos. Sé

que después de tanto matar, acabará por volverse loco y sus crímenes dejarán de estar

tan bien organizados como hasta ahora. Empezará a envenenar indiscriminadamente y

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al final ya no distinguirá amigos de enemigos, familia de desconocidos. Acabará matando

a sus seres queridos, no sin antes matar a los de otra mucha gente ajena.

Sin embargo, también sé qué pensará sobre todo esto y que, si tiene algo de sentido

común, como creo que todavía tiene, preferirá matarse a sí mismo antes de sucumbir a

los encantos de la locura.

Por eso, cojo el vaso con el alcohol y busco un rotulador permanente. Azul, negro,

rojo… La verdad es que me da igual. Lo destapo y me pinto una estrella de seis puntas

en la mano derecha. La costumbre hace que me quede perfecta. Saco del bolsillo interno

del abrigo una de las pastillas que me son ya tan familiares y la echo en el vaso. Veo

cómo, en contacto con el líquido, la pastilla se deshace con rapidez y en unos pocos

segundos no queda rastro de ella.

Apuro el contenido del vaso hasta la última gota y noto cómo el veneno hace efecto

inmediato en mi garganta. Sí, es una muerte silenciosa, pero no creo que se pueda sentir

un dolor mayor que este.

Me dejo caer en el suelo, despacio, bocarriba, como siempre deja el criminal los

cuerpos de sus víctimas, como siempre dejo yo los cadáveres de la gente a la que robo la

vida.

Con mis últimas fuerzas miro de nuevo a la habitación de las niñas. Ellas serían las

siguientes, pero nunca me permitiría hacerles daño a mis hijas.

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Embustes

Enrique Serna Valverde

(1º de Bachillerato, IES Fernando Zóbel)

Segundo Premio

Modalidad 3ª: Bachillerato y Ciclos Formativos

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os manos se entrelazan frente a la oficina del INEM; manos ásperas, duras,

labradas por el paso de los años y el arduo trabajo. Él, pastor; ella, limpiadora.

Sus corpulentos cuerpos descansan sobre un solitario banco. El ajetreo de la ciudad

contrasta con la cruda monotonía en la cual se verán inmersos a partir de ahora. Su

situación económica era ya difícil de por sí, pues Josefa llevaba años sin trabajar. Su cara

sudorosa, su pelo grasiento, sus amplios brazos en un continuo abanicar diferían

enormemente de la mirada impasible de aquel que callaba a su lado. Era una mujer alegre,

con mucho carácter, impulsiva y perspicaz. Siempre animaba a su marido tras la larga

jornada lejos de casa. El único que amenizaba las interminables horas con el rebaño era

Manolo, un perro ovejero. Antonio era, ante todo, un hombre humilde. Sus ojillos

hundidos relucían esperanzados y contrastaban con el rostro arrugado y dañado por el

sol, que auguraba una prematura muerte. Era un hombre recio, de aquellos que hacían

del refranero su mejor amigo. Pero a partir de ahora, ya nada sería igual. Su única fuente

de ingresos se había marchitado como la flor al llegar el invierno. El frío comenzaba a

instalarse en sus vidas. Ambos rondaban los 50 años.

-Antonio, piensa que así no tendrás que volver a madrugar -dijo Josefa con ternura.

Los días pasaron y los recortes llegaron al cálido hogar. De ahora en adelante se

gastaría menos en comida, agua, ropa y luz. “La Rápida”, la furgoneta del matrimonio,

fue vendida al cura del pueblo. Manolo; el perro, Tomás; el cerdo y Fermina, la borrica,

siguieron formando parte de la familia. Antonio creía que nada podía ir a peor y, sin

embargo, se equivocaba. Transcurrida una semana, recibió la noticia de que Agustín, su

único tío, había muerto o, mejor dicho, asesinado. No preguntó nada al respecto,

simplemente enmudeció. Cayó a plomo sobre un viejo sillón y pasó nuevamente largas

horas impasible, escuchando únicamente el crepitar de las llamas. El entierro sería a la

mañana siguiente en Embustes, pueblo famoso por las falsas identidades de los que allí

vivían. Nadie era quien decía ser. Nadie revelaba su información personal por miedo a

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represalias. Embustes era cuna de personajes pintorescos, desde un mago hasta los

singulares calentadores de asientos. El que allí nacía se veía obligado a adoptar un papel

el resto de su vida o a marcharse para siempre. Todo el mundo en la zona recordaba la

oleada de crímenes que allí tuvo lugar y desde entonces el miedo formaba parte del día

a día. La imaginación se había desarrollado de forma paralela, pues esta actuaba como

escudo protector aislando a los individuos y manteniendo sus verdaderas identidades en

secreto. En las calles, por ejemplo, se entremezclaban personas que aseguraban trabajar

como tapadores de matrículas, censadores de cisnes o guardadores de cola. Antonio y

Josefa abandonaron aquella misma noche su monotonía y, guiados por la luz de la luna

llena, se fueron turnando para montar a Fermina camino de Embustes.

-¿Qué te pasa Fermina? -dijo Antonio acariciando con ternura el lomo de su borrica-

. Llevas una semana sin salir y no vales andar. Qué mala es la edad –musitó en voz baja,

palpando resignado las arrugas de su rostro.

Josefa, que lo había oído, se acercó y besó con dulzura su mejilla.

-¿Y tu anillo de casada? ¿Acaso ya no me quieres? –preguntó Antonio.

-¡Cómo no te voy a querer! Lo que pasa es que no encuentro el anillo, me lo quité

anoche para dormir y no sé dónde está –respondió Josefa.

Llegaron a Embustes al alba. Ya en la misa y en pleno rezo del Padrenuestro, los

codazos de Antonio a su mujer sacaron a esta de su ensimismamiento.

-Pero ¿qué quieres? –preguntó Josefa molesta.

-Josefa, acabo de darme cuenta de que por fin seré detective. Nos quedaremos en

casa de mi hermana e investigaré el asesinato de mi tío. No hay más que hablar –afirmó

Antonio.

-Antonio… que estamos en misa. ¿Te has vuelto loco? Con 50 años y todavía con

esas tonterías… En cuanto acabe esto, nos volvemos a casa. No me gusta este pueblo -

replicó Josefa.

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Antonio se levantó, ignoró las palabras de su mujer, y guiado por una ilusión

repentina, abandonó la iglesia. Desde niño, siempre había soñado con este momento.

Como todo buen detective, comenzó a patrullar las calles acompañado de su perro policía,

el ovejero Manolo. Se vistió con una gabardina raída heredada de su padre y una boina

deshilachada, que guardaba en las alforjas de la borrica Fermina. El perro famélico y el

amo entusiasmado recorrieron diariamente durante meses las mismas tabernas y

rincones. Antonio parecía un habitante más de Embustes. Al lado del cadáver de su tío

había encontrado una cruz, de ahí que achacase el crimen en un primer momento al cura

del pueblo, ya que el fallecido era el único ateo del lugar. Después, pensó en sus propios

primos. Aquella era una forma de venganza por haber vendido el rebaño que hasta

entonces Antonio había cuidado, gastándose el dinero obtenido en caprichos, sin ayudar

a ninguno de sus hijos. Pasó un año y no encontraba una respuesta firme. Decidió visitar

una vez más la casa del fallecido y, al cerrar la puerta, observó incrédulo el anillo de

casada de su mujer. Al recogerlo del suelo y darse la vuelta contempló el rostro serio de

Josefa, que lo había seguido hasta allí. Fue entonces cuando Antonio comprendió la

venganza por haberle arrebatado su trabajo como pastor vendiendo inútilmente el

rebaño. Enmudeció. Sus ojillos sinceros se humedecieron. El invierno acababa de

instalarse definitivamente en su ser.

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VIII CONCURSO DE RELATOS CORTOS POLICÍACOS

“ÁNGEL LUIS MOTA” (CURSO 2015-16)

Fallo de las Modalidades 1 (Primero y Segundo de ESO)

y 2 (Tercero y Cuarto de ESO)

Reunido el jurado del Concurso de Relatos Cortos Policíacos “Ángel Luis Mota”, compuesto por todos los miembros del Departamento de Lengua castellana y Literatura del IES Alfonso VIII de Cuenca, Dña. Mª Nieves Bermejo, Dña. Juana Camacho, D. Francisco Herrera, Dña. Mª

José Martínez, Dña. Pilar Sáez, D. Santiago Vieco, Dña. Amelia Yoldi y D. Miguel Mula, actuando como Presidente de Honor D. Ángel Luis

Navarro, director del centro, el jueves 31 de marzo de 2016 en sesión ordinaria de reunión de departamento, delibera y falla los siguientes

premios, de acuerdo con las bases establecidas:

MODALIDAD 2 (3º y 4º de ESO):

1er premio: Lidia Isabel Martínez Redondo (3º ESO), por “La chica del hilo”.

2º premio: Desierto

MODALIDAD 1 (1º y 2º de ESO):

1er premio: Ignacio Cascón Hernández (2º de ESO), por “Touché”.

2º premio: Raquel Millas Naranjo (2º de ESO), por “El sexto piso”.

La entrega de premios se hizo el día 21 de abril de 2016,

conmemorando el Día del Libro, y el aniversario del fallecimiento de los insignes D.

William Shakespeare y D. Miguel de Cervantes Saavedra,

en el salón de actos del instituto, actuando como madrina del acto

Dña. Mª del Carmen Utanda, viuda de D. Ángel Luis Mota.

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La chica del hilo

Lidia Isabel Martínez Redondo

(3º de ESO, IES Alfonso VIII)

Primer Premio

Modalidad 2ª: Tercero y Cuarto de ESO

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o había cuerpos, solamente un grabado en la pared de la Sra. Montgomery hecho

con un cuchillo que rezaba: “Ahora es mío, no le busquéis”. El mismo mensaje

apareció en tres casas más en los días siguientes.

La investigación se alargó una semana, pues en las casas no había ninguna clase de

pista con la que poder encontrar al secuestrador. Así que recurrimos a los

interrogatorios. Hubo un momento en el caso en el que pensamos que la culpable era

una joven que había sido engañada por una de las víctimas, pero no tenía ninguna

relación con los otros jóvenes. A pesar del poco tiempo que llevábamos investigando,

estábamos exasperados, pues nadie parecía haber podido hacer daño a tales jóvenes.

Un día, un amigo de una de las víctimas nos llamó recordando a una joven con la

cara quemada que durante unos meses no paraba de pretender a Raymond, pero que al

final acabó por rendirse y buscarse a otro; lo curioso era que ese “otro” era una de las

víctimas. Nos acordábamos de haber interrogado a esa joven, pero parecía

completamente conmocionada. Aun así decidimos ir a su casa a investigar.

Cuando llegamos allí, una humilde casa de campo, y llamamos al timbre, nadie

respondió, por lo que insistimos. Seguíamos sin obtener respuesta. Nos pareció extraño,

pues, además, la puerta estaba abierta, así que sujetamos fuertemente nuestras armas y

entramos. No sabíamos si la sensación de peligro que teníamos era por la joven o por

alguien que había entrado por la fuerza. Buscamos por toda la casa, pero no había nadie.

Nick, mi compañero, nos dijo que había encontrado una puerta cerrada. Dimos unos

golpes a la puerta, pero de nuevo nadie respondió. Nick tiró la puerta abajo, que conducía

a unas escaleras, por las cuales bajamos hasta llegar a un pasillo. Había otra puerta al

fondo, de color rojo intenso, y a través de la cual se escuchaba música.

Por tercera vez ese día, llamamos, y seguimos sin obtener respuesta. La música nos

hacía daño en los tímpanos. Nick repitió la operación realizada con la puerta de arriba y

descubrimos una habitación espaciosa, iluminada con fluorescentes, en la cual había un

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sillón, y en la que estaban sentados un hombre y una mujer. La joven se giró hacia

nosotros y nos miró fastidiada, mientras la cabeza del hombre caía como si fuera de trapo.

Nos acercamos para ver qué le había pasado al muchacho, cuando descubrimos que

estaba pálido como la cera, con restos de sangre seca en la boca, los ojos en blanco, y

solamente llevaba unos pantalones, dejando al descubierto unas costuras entre el cuello

y los brazos, y el torso.

-¿Qué le ha hecho? –pregunté yo, apuntándole con la pistola.

-Le he dado una vida mejor –respondió la joven, que al mirarme a menor distancia

dejó al descubierto un cara con cicatrices de quemaduras; ya no parecía molesta, sino

satisfecha.

-¿Qué ha hecho con el resto de las partes? –dijo Jack, adivinando qué eran las

costuras.

-Se las comieron los cerdos –respondió tranquilamente ella- ¿Hace buena tarde?

-¿Qué cerdos? –Estábamos conmocionados.

-Los del señor Gustin. Siempre tienen mucho apetito.

-Vamos a llevarla a comisaría y nos va a contar por qué lo hizo –le dije.

-No me apetece, gracias. Si quiere se lo cuento ahora, no tengo ningún problema,

pero es que estoy demasiado bien aquí como para irme.

-De acuerdo –accedió Jack tras unos segundos en los que nos miramos-. Hable.

Mi compañero encendió una grabadora.

-Vean, cuando yo tenía trece años, me quemé en un pequeño incendio en mi casa.

Los niños se metían conmigo y cuando llegué al instituto la cosa no mejoró. Durante

esos dos años, llegaron a gustarme cuatro chicos: Raymond, Kyle, Alec y Evan –señaló

la cabellera rubia del cadáver-. A todos les pedí salir y me respondieron con burlas,

excepto Evan, el cual me dio una oportunidad. Todo parecía ir como la seda, pero durante

la segunda cita mi perro Tom murió y Evan me acompañó durante el entierro. Hice el

ritual en el cual yo cortaba a Tom por la mitad y me comía sus vísceras para que llegara

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a la otra vida, pero a Evan no le pareció hermoso lo que hacía, sino depravado. A la

mañana siguiente me buscó en el recreo para decirme que lo nuestro no podía funcionar

–estaba llorando-. Así que dos años después de aquello, tras meses planeando mi

venganza, llevé a cabo mi plan. Los maté y los corté para poder coser las mejores partes

de ellos y así tenerlos a todos en uno. El resto los tiré a los cerdos; no me servían de

nada. Obviamente, me quedé con la cabeza de Evan, el único que me dio una oportunidad,

aunque luego me abandonara –sollozó, pero su expresión no flaqueaba-. Y os

preguntaréis por qué esperé tanto; por qué no he huido cuando me habéis encontrado.

Aguardé el momento porque si lo hubiera hecho cuando iba con ellos a clase, hubiera

sido más fácil que me encontraran; y hoy no he huido porque, primero, esta habitación

solo tiene una salida, la cual habéis bloqueado; y, segundo, ¿por qué iba a desperdiciar

este tiempo, en el que estoy con ellos -volvió a señalar el cadáver-, escapando, cuando sé

que iban a encontrarme? Es de estúpidos.

-Usted está loca –le dije con desprecio-. ¿Quién es capaz de hacer algo así?

Me miró a los ojos fijamente.

-Alguien que ha tenido que soportar el rechazo al amor y que sabe que a veces éste

sólo se puede encontrar en la muerte…

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Touché

Ignacio Cascón Hernández

(2º de ESO, IES Alfonso VIII)

Primer Premio

Modalidad 1ª: Primero y Segundo de ESO

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manece. Otro día empieza, otro día rodeado de locos, locos que me miran como

uno más, pero yo no hice nada, ¡no hice nada! Una mañana más me pregunto qué

hago aquí y una mañana más empiezo a recordar…

Me acomodo, hago un paso en el sitio y realizo una floritura con el sable para

adaptarme a él. El árbitro dice “listos adelante” y yo inicio mi ataque. Cambio el ritmo

como mi entrenador me ha enseñado, consigo que mi oponente, retroceda y, ¡zas! Ejecuto

mi ataque con un magnífico paso fondo. “Piiiii”. Mi luz se enciende, eso significa que el

tocado es mío y que paso a la final.

Estoy descansando y mentalizándome para la final contra Rubén Rojas, el

esgrimista con el cual voy a enfrentarme, y de este asalto saldrá elegido el sablista que

representará a la Sala de Armas de Madrid en el torneo a nivel mundial que tendrá lugar

en Moscú. Se presentará un único competidor por club, el cual, aparte de una estancia de

un mes pagada en Moscú, de la satisfacción personal que supone, y del prestigio que

conlleva, recibirá una equipación de máxima calidad para esgrima y un premio de 30.000

euros.

Empatamos a 4, el asalto es a 5 y mi sangre bulle debido a la magnífica actuación de

Rubén. Yo le ganaba 4-2 y él ha remontado hasta colocar el marcador en un ajustado 4-

4. El árbitro da comienzo al tocado y yo, sin poder contener mi rabia, me lanzó hacia mi

oponente; él, que ha demostrado ser bastante más astuto que yo, ha anticipado mis

movimientos y ahora mismo se encuentra retrocediendo de forma tranquila y a la vez

tentadora, animándome a que finalice mi ataque y me lance hacia él. Mi cerebro,

acostumbrado a lo largo de los años a la maravillosa estrategia de la esgrima, se da

cuenta de su estratagema e intenta frenar mis músculos antes de que se tensen y ejecuten

un fondo a cabeza. Pero es demasiado tarde, ya me he lanzado. Veo, a través de las

rendijas de la careta, que Rubén sonríe, como si hubiera anticipado mi golpe, cosa que

probablemente haya hecho, y yo, habiendo hecho un fondo demasiado grande como para

A

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volver en guardia, me doy cuenta de que Rubén alarga su brazo para alcanzarme. En un

vano intento por ser yo el que viaje a Rusia, extiendo mi brazo con toda la fuerza que

soy capaz de reunir, pero es demasiado tarde: el marcador ya indica que he perdido y la

mano de Rubén se cierra en posición de victoria. Mi fiel sable, que sigue mis órdenes, da

con el blanco y hiere a mi oponente en su mano izquierda. El resultado, un mísero

rasguño.

Maldigo todo, pienso que ya nada importa y me dirijo a los vestuarios a cambiarme,

cuando oigo una exclamación detrás de mí. Doy media vuelta y veo que Rubén se

encuentra tendido en el suelo y a su alrededor una multitud de entrenadores, familiares,

amigos y médicos, los cuales, tras haber comprobado su pulso, le han dado por muerto.

“¡Cogedle!”, grita Antonella, la actual pareja de Rubén. Y, de repente, no veo más

que un torbellino de furiosos y fornidos hombres que se abalanzan sobre mí. Pronto,

todos están golpeándome, vengando la muerte de su amigo y oigo junto a mi oído un

susurro diciendo: “Cuánto tiempo llevaba queriendo hacer esto”. La voz la identifico con

el sablista al que eliminé en la semifinal con un bochornoso 5-0 y recibo un tremendo

puñetazo en mi nuca.

Me despierto maniatado sobre un incómodo colchón situado en una triste y enana

habitación. Me duele todo el cuerpo debido a la paliza que recibí ayer por la tarde y mi

confusión es soberana. No sé qué está pasando, trato de hacer uso de mi capacidad de

raciocinio e intento unir los acontecimientos. Empiezo por lo más fácil: me llamo Ramón

Malavia, soy esgrimista, me gusta la Filosofía, ayer me disputaba el puesto para el

concurso al que todo esgrimista quiere ir cuando, de repente en la final, mi oponente

murió. ¡Mierda! Estoy empezando a entender qué pasó, cuando oigo el ruido de unas

pisadas y el de unas llaves entrechocando. Me hago el dormido y oigo a un hombre y una

mujer comentando el partido de fútbol de ayer, se les nota tremendamente tensos. Al

entrar en mi habitación, se callan.

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La mujer me toca en el hombro y yo abro los ojos, dice ser una enfermera y el

hombre se presenta como mi abogado. Me dicen que no hay tiempo para ponerme al día,

que me vista rápido y ya me contarán de camino al juicio. Obedezco, todavía confuso y

con dolor de cabeza, pero hago lo que me dicen; me aseo y me pongo el traje que me han

traído, el cual me está alguna talla más grande. Les digo que ya estoy preparado y

comienzan a guiarme a través de numerosos pasillos y salas. Me cuentan que la cosa está

muy difícil para mí, que ya toda España y gran parte del extranjero se ha enterado de mi

crimen. Me detengo al oír esto, ¿cómo que mi crimen? Yo no he matado a nadie. En los

labios del que es mi abogado, aparece una tímida sonrisa. No me cree. “Buen intento”,

me dice mientras me tira del brazo para que continúe avanzando, “sin duda uno de los

más convincentes que he visto en toda mi carrera. Repítelo delante del juez y a lo mejor

te ingresan en un psiquiátrico en lugar de en la cárcel”. Desisto de mi intento por hacerle

ver que soy inocente y le sigo por ese laberinto. Al llegar a una sala, se para y me dice

que no abra la boca durante el juicio, que ponga cara de ausente y ni se me ocurra negar

nada que él diga.

Entramos en la sala en la que supongo va a tener lugar el juicio y me quedo

asombrado por sus artesonados que trazan dibujos en el techo, por sus grandiosas sillas

de estilo regio sobre las que se sienta el jurado, por la gran masa de periodistas que se

agolpan en el extremo de los espectadores, y llego a la conclusión de que probablemente

me encuentro en la fiscalía mayor, ya que unos juzgados normales no albergan tanta

riqueza.

Me siento donde me indica mi abogado y atiendo al trascurso del juicio. El primero

en participar es el representante de la familia de Rubén, un abogado de fama

internacional y al que reconozco como amigo del difunto. Primero, según él, “nos pone

en situación”: Ramón Malavia, el acusado, es un ermitaño, un hombre que ni siquiera

sale a la calle para hacer la compra, ya que su asistenta la hace por él; el único motivo

que encuentra para salir a la calle es para dirigirse a su entrenamiento de esgrima, sin

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duda con el único fin de estudiar los hábitos del difunto Rubén. Ramón es un hombre

inmaduro, que todavía se refugia en sus libros de Harry Potter para no tener que afrontar

los problemas de la vida real. Vive de la fortuna que le dejaron sus padres, suplementada

con los míseros beneficios que sus mediocres libros de Filosofía le proporcionan. Tenía

el móvil, la oportunidad y todo lo necesario para matarlo, untando su sable en cicuta,

probablemente el veneno más potente que haya, y así poder disfrutar él del premio y el

privilegio de acudir a Moscú. El juez añadió: “El acusado tiene algo que objetar, ¿el

acusado conoce el veneno llamado cicuta?” “Sí, mi cliente sufre un trastorno de

personalidad y el síndrome Hikikomori, lo que le convierte en un peligro para todos, hay

que internarlo en un psiquiátrico”, dice mi abogado. Y yo afirmo conocer el veneno.

“Bien, caso cerrado”, interviene el juez, sin dejarme explicar que conozco el veneno

debido a que con esta sustancia se quitó la vida Sócrates. “El acusado internará en un

loquero de inmediato y de por vida. Sin opción a revisar la condena.”

Y esta es la historia, la historia por la que me encerraron aquí, en este maldito

hospital psiquiátrico, donde día tras día se repite la misma rutina. Cada vez que pienso

en los motivos por los que me encerraron aquí me parecen más surrealistas, es

indignante que me encarcelaran aquí, rodeado de locos, por algo que yo no hice. Y ahora

que estoy en mi lecho de muerte, empiezo a preguntarme si no estoy yo también loco, si

antes del asalto no embadurné la hoja de mi sable en cicuta. ¡No…! ¡No puede ser! No

puedo permitir que la demencia se apodere de mí en mis últimos momentos. Yo no estoy

loco o al menos, eso creo. Porque, decidme, vosotros que leéis estas cartas a la Muerte:

¿qué es la locura? ¿Qué referencia se ha de tomar para tachar a alguien de loco? Vosotros,

los que leéis mis cartas, ¿estáis seguros de que no estáis locos? ¿Estáis seguros de que

no estáis tan locamente locos que os consideráis exentos de lujuria? Decidme, pues, ¿no

estaban locos también los que me tacharon como tal?

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El sexto piso

Raquel Millas Naranjo

(2º de ESO, IES Alfonso VIII)

Segundo Premio

Modalidad 1ª: Primero y Segundo de ESO

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laman a la puerta de la oficina, ¿qué querrán a estas horas? Son las 6 de la tarde

y hace una temperatura de 38º. Entra Dilan y me cuenta muy serio que ayer de

madrugada unos vecinos escucharon un disparo que venía de una casa y que sospechan

que haya sido un asesinato. Tenemos que ir allí. Lo que faltaba, no tengo ganas de nada

con este calor.

La calle está situada en el barrio del Bronx, uno de los barrios más conflictivos de

Nueva York. Subimos a un edificio con muy mala pinta, donde en el sexto piso

encontramos un cuerpo de una joven de unos 20 años de piel negra en el suelo, con una

herida de bala en el pecho, moratones en el cuerpo, heridas de arma blanca por las

extremidades y cuello, y marcas en las muñecas y también en el cuello. Esta tiene sobre

la boca pegado un trozo de cinta aislante. No es una imagen muy agradable como para

describirla. Siento en mí una sensación extraña al ver allí el cadáver. La casa está un

tanto desordenada. Se llevan el cuerpo y decidimos investigar un poco la casa. Al pasar

al baño, me encuentro con pastillas y droga por los suelos. También hay sangre, pero

menos que en el suelo de la casa.

-Noah, ven a ver esto.

Salgo del baño y me dirijo a un pequeño cuarto donde se encuentra Dilan y donde

estaba el cadáver. Sostiene en su mano izquierda unas cuerdas. Dilan se queda en silencio

mostrándomelo, pero luego comenta:

-Puede que usara estas cuerdas para torturarla y dejarle esas marcas en el cuello y

en las muñecas. Sea quien sea el que ha hecho esto, lo ha preparado antes. Pero fíjate en

el nudo. Es un “nudo de cirujano”. No se suele usar mucho, es complicado de realizar.

Después de estar allí un rato, abandonamos el piso tras descubrir que esa no era la

casa de la joven.

Nos dirigimos a un bar de la zona, donde les preguntamos que si saben algo. Nos

responden que vieron la tarde anterior a la muchacha dirigirse hacia la casa. También

L

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nos cuentan que ese piso siempre solía tener las persianas cerradas y nunca se veía

movimiento allí.

Suena mi teléfono.

-¿Sí?

-Noah, necesitamos que vengáis aquí.

-Vale, vamos para allá.

Es Rose, ella se dedica a examinar los cuerpos. Nos cuenta que se trata de una

tortura. Las marcas de cuerdas apuntan a que se las hayan provocado atándola y

estirando de las ellas. Los cortes están hechos a conciencia porque todos tienen la misma

longitud. Y la bala impactó directa al corazón.

Miro el reloj. Son exactamente las 04:35 de la mañana. Me he despertado

sobresaltado. Llevo toda la noche soñando con la joven a la que asesinaron. Veo en mi

mente como sufre, pero no veo la cara del asesino. Veo con mucho detalle como la bala

acaba finalmente con ella, como le impacta y como cae al suelo. Como la sangre cae.

Parece todo tan real…, parece increíble como la mente puede reproducir unas imágenes

tan reales. Pero lo sorprendente es que la imagen que más repito en mi imaginación es

un bote de pastillas cayendo al suelo del baño. Caen de una mano con guantes. Y las

pastillas acaban dispersadas por todo el suelo. Esa imagen una y otra vez, una y otra vez.

Intento volver a conciliar el sueño, pero me es imposible. No paro de darle vueltas a esa

pesadilla. Se vuelven a repetir en mi cabeza las mismas imágenes, pero cada vez más

borrosas, excepto la de las pastillas. Sigo dándole vueltas hasta las 7 de la mañana, la

hora a la que me suelo despertar todos los días para ir a trabajar. Me espera un día duro.

No he pegado ojo en casi toda la noche y en mi mente tengo una imagen que se repite.

Estoy muy cansado y me duele la cabeza. Quizá sea de no haber dormido.

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Dilan y yo nos dirigimos a la casa, donde ya habrá más gente buscando pistas y

pruebas. Andando por la calle un hombre me para y nos pregunta:

-Perdone, creo que se os ha caído esto, ¿es vuestro?

-Sí, es mía, gracias.

Es mi pulsera favorita. Se me debe de haber caído por el camino. Le indico a mi

compañero que se detenga y espere a que me haga el nudo. Tardo un poco en atarla, es

un nudo un tanto complicado. Bajo la mirada asombrada de Dilan, le señalo que siga

caminando. Pero él cambia de rumbo y dice que se encuentra mal y que no irá a la casa.

Después, sin decir nada, me lleva en el coche hasta mi casa. Aprovecharé para dormir

algo, si puedo.

-Creo que el hombre que nos ha parado podría ser un sospechoso. Normalmente,

cuando se te cae una simple pulsera, la gente no te dice que si se te ha caído, y menos en

este barrio -apunto yo.

-Sería un buen hombre que ha visto como se te caía, no todo el mundo es igual -

Dilan está tenso. -Sí que está mal, está muy raro.

-Voy a parar para echar gasolina.

-Pero si llevas el depósito…

-Voy a parar además para comprar unos chicles -me corta y me deja con la palabra

en la boca.

Legamos a la gasolinera y él abandona el coche. Me deja en el interior mientras él

entra en la tienda. Coge las llaves, el móvil y cierra el coche. Mientras vuelve cierro un

poco los ojos del sueño que tengo y, otra vez…, otra vez aquella imagen en mi mente.

Esas pastillas cayendo. Abro los ojos. He oído a unos coches de policía cercanos. Los

observo y veo que vienen hacia esta gasolinera, ¿qué pasa aquí?, si solo habré estado

unos minutos con los ojos cerrados.

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Nunca pensé que diría esto, pero voy a contar lo que pasó aquel día en la gasolinera:

los policías venían a por mí. Dilan los llamó mientras estaba dentro y yo descansaba la

vista. Me tendió una trampa. Me dejó encerrado en el coche. Después de todo aquello,

me llevaron a comisaría y empecé a recordar todo. Tuve que confesar. Yo fui quien mató

a aquella joven, ¿que por qué? No lo sé, no recuerdo el motivo. Pero recuerdo que decidí

invitarla a aquella casa, que no me acuerdo como, las llaves llegaron a mis manos. Cuando

ella entró, todo iba normal, actuaba normal, pero fui un momento a la cocina y de allí

saqué la cinta aislante y las cuerdas con las que la até. Aquellas cuerdas que me delataron,

por aquel nudo característico en mí, el “nudo de cirujano”. Me lo enseñó mi abuelo

cuando era pequeño y lo uso para muchas cosas, entre ellas, para atarme mi pulsera

favorita.

“Esté será tu fin, fue un error haberme conocido”. Esas palabras se me han quedado

grabadas, se las susurré al oído mientras se retorcía. Recuerdo como ella intentaba huir,

pero sin éxito ninguno, ella era frágil como una rosa. Más tarde, saqué el cuchillo con el

que le hice los cortes. Por cada intento de huir, por cada lágrima, por cada movimiento

brusco, un corte; uno tras otro, todos de la misma medida, 4cm. Fui un momento a la

habitación y cuando volví, ella estaba de pie, no sé cómo lo consiguió, pero de un simple

puñetazo volvió a caer. Le miré fijamente a los ojos y en ellos se reflejaban dolor, tristeza,

culpabilidad, pero sobre todo ganas de vivir. Pensé que su dolor se convertiría en mi

prisión. Pero seguí con el plan: acabar con ella. Tenía que acabar pronto, en realidad

también me dolía hacerle eso. Saqué la pistola y con sangre fría, disparé. Disparé sin

pensarlo dos veces y sé que algún día eso me pesará más a mí que a nadie. Ella cayó al

suelo, y tras ella, mi arma, mi dignidad y mi inocencia.

Como el plan seguía, yo me tomaría unas pastillas para olvidar todo aquello. Pero

antes saqué de allí las pruebas. Me dirigí al baño y aún con los guantes puestos para no

dejar huellas, me tomé las pastillas, aquellas pastillas que tanto se repetían en mi cabeza.

Aquel bote cayendo al suelo, al tiempo que la sangre de la chica.

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Ese fue el supuesto crimen perfecto, del que no me iban a descubrir. Pero se me

olvidó el simple detalle de que había huellas dactilares mías en el pomo de la puerta. Y

aquel pequeño fallo, junto al del nudo, me llevo a la ruina de mi vida. Ahora pienso que

ella no se merecía eso, pero en aquel instante pensaba diferente.

Después de tantos crímenes con los que he trabajado y con los que me he

obsesionado, creo que necesitaba sentir lo que es ser un asesino. Pero me sigue

pareciendo increíble que haya sido yo quien haya cometido uno. Y no paro de pensar en

por qué hice eso, porque ella no se lo merecía. Ni ella ni ninguna mujer. Nadie. Pero

ahora yo, Noah Mitman he cometido el mayor error de mi vida, por haberle matado, por

haber acabado con su vida, pero también con la mía. Sujeto el arma con mi mano derecha

bajo mi cuello y mi conciencia me pide que apriete el gatillo, pero tengo miedo de decir

adiós. Caen gotas de sudor por mi cara, que se juntan con lágrimas que no puedo detener.

Pero finalmente y con el pulso tembloroso, decido hacerlo. “Adiós, mundo cruel, no merezco

seguir viviendo, me he convertido en lo que siempre he perseguido…” ¡PUM!