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MICHAEL CRICHTON

PUNTO CRÍTICO

(AIRFRAME)

PLAZA & JANES

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Michael Crichton nació en Chicago en 1942. Cursó estudios en el Harvard College y se doctoró por la Facultad de Medicina de Harvard. Durante estos años escribió una serie de thrillers, con el seudónimo de Jeffrey Hudson, en los que ya destacaban las magníficas dotes de escritor que años después le darían celebridad internacional. En 1969 pasó a formar parte del Salk Institute, en La Jolla (California). En la actualidad, Crichton es uno de los autores norteamericanos de mayor proyección mundial, y todos sus libros reciben una sensacional acogida de público y crítica. Plaza & Janés ha publicado sus novelas: Esfera, Congo, Devoradores de cadáveres, Un caso de urgencia, El gran robo del tren, Sol naciente, Acoso, Parque Jurásico (un clamoroso éxito convertido por Steven Spielberg en el acontecimiento cinematográfico de 1993) y El mundo perdido (segunda parte de Parque Jurásico), así como el guión de cine Twister y el libro autobiográfico Viajes y experiencias.

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MICHAEL CRICHTON

PUNTO CRÍTICO

(AIRFRAME)

Traducción de María Eugenia Ciocchini

PLAZA & JANES EDITORES S.A.

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Título original: Airframe Diseño de la portada: Judit Commeleran Ilustración de la portada: José Ramón Domingo Primera edición: abril, 1997 Escaneo y corrección: Khanzat, julio, 2003 © 1996, Michael Crichton © de la traducción, María Eugenia Ciocchini © 1997, Plaza & Janés Editores, S.A. Enric Granados, 86-88. 08008 Barcelona Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la repografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Printed in Spain – Impreso en España ISBN: 84-01-32694-X Depósito legal: B. 11.980 – 1997 Fotocomposición: Alfonso Lozano

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Para Sonny Mehta

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Esos malditos artefactos pesan un cuarto de millón de kilos, recorren la tercera parte del perímetro terrestre, y llevan a los pasajeros con mayor comodidad y seguridad que cualquier otro vehículo en la historia de la humanidad. ¿Acaso sugieren ustedes que sabrían hacerlo mejor? ¿Pretenden hacernos creer que saben algo al respecto? Porque tengo la clara impresión de que están agitando a la población en beneficio propio.

CHARLEY NORTON, 78 años, una auténtica leyenda de la aviación, dirigiéndose a los periodistas en 1970, después de un accidente aéreo.

La gran paradoja de la era de la información es que ha

concedido nueva respetabilidad a la opinión desinformada.

JOHN LAWTON, 68 años, reportero veterano, dirigiéndose a la Asociación Americana de Periodistas de Radio.

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LUNES

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A BORDO DEL TPA 545 5.18 H

Emily Jansen suspiró aliviada. El largo vuelo se acercaba a su fin. La luz de la mañana entraba a raudales por las ventanillas del avión En su regazo, la pequeña Sarah entornó los ojos ante el insólito resplandor mientras sorbía ruidosamente las últimas gotas del biberón, para apartarlo acto seguido con sus diminutos puños. —Estaba bueno, ¿verdad? —dijo Emily—. Muy bien... ahora, arriba... Levantó a la niña sobre su hombro y comenzó a darle palmaditas en la espalda. El bebé dejó escapar un sonoro eructo y su cuerpo se relajó. En el asiento contiguo, Tim Jansen bostezaba y se restregaba los ojos. Había dormido toda la noche, desde la salida de Hong Kong. Emily nunca dormía en los aviones; se ponía demasiado nerviosa. —Buenos días —dijo Tim, mirando su reloj—. Sólo quedan un par de horas, cariño. ¿Hay noticias del desayuno?

—Todavía no —respondió Emily, moviendo la cabeza en un gesto de negación. Habían cogido un chárter de TransPacific Airlines en Hong Kong. El dinero que se ahorrarían en el pasaje les vendría de perlas para asuntos domésticos cuando llegaran a Colorado, donde Tim comenzaría a trabajar como profesor adjunto en la universidad local. El viaje había sido bastante agradable —estaban en las primeras filas—, pero la tripulación parecía bastante desorganizada y las comidas se servían a horas insólitas. Emily había rechazado la cena porque Tim dormía y ella no podía comer con Sarah dormida en su regazo. Incluso en esos momentos la tripulación actuaba con una indolencia que sorprendía a Emily. Por ejemplo, dejaban la puerta de la cabina abierta. Sabía que los asiáticos acostumbraban hacer esa clase de cosas, pero aún así a Emily le parecía inapropiado; había una atmósfera demasiado informal, demasiado relajada. Los pilotos se paseaban por el avión durante la noche, charlando con las azafatas. Uno de ellos salía precisamente en ese momento en dirección a la parte trasera del avión. Naturalmente, debía de hacerlo para estirar las piernas. Para mantenerse alerta y esas cosas. El hecho de que la tripulación fuera china no le preocupaba en absoluto. Después de un año en China, admiraba la eficacia de los chinos y la atención que prestaban a los detalles. Pero por alguna razón aquel vuelo la ponía nerviosa. Emily sentó a Sarah en su regazo. La niña miró a Tim y le dedicó una sonrisa radiante. —Eh, debería inmortalizar este momento —dijo Tim. Rebuscó en un bolso debajo del asiento, sacó una videocámara y enfocó a su hija. Sacudió la mano libre para atraer su atención. —Sarah... Sarah... Sarah... Una sonrisita para papá. Sonríe... —La niña sonrió y balbució—. ¿Qué se siente al acercarse uno a Estados Unidos, Sarah? ¿Estás preparada para conocer la patria de tus padres?

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Sarah soltó una risita y agitó sus diminutas manos en el aire. —Puede que todos los estadounidenses le parezcan raros —dijo Emily. La niña había nacido hacía siete meses en Hunan, donde Tim estudiaba medicina tradicional china. Emily notó que el objetivo de la cámara la apuntaba a ella. —¿Y qué opinas tú, mamá? —preguntó Tim—. ¿Estás contenta de volver a casa? —No, Tim —dijo—. Por favor. —Después de tantas horas de viaje, debía de tener un aspecto horroroso. —Vamos, Em. ¿Qué piensas? Tenía que peinarse. Tenía que ir al baño. —Bueno, lo que de verdad quiero —contestó por fin—, con lo que he estado soñando durante meses, es una hamburguesa con queso... —¿Con salsa de soja Xu-xiang por encima? —preguntó Tim. —¡No, por Dios! Una hamburguesa con queso, cebolla, tomate, lechuga, pepinillos y mayonesa. Mayonesa... ¡Dios mío! Y también mostaza. —¿Tú también quieres una hamburguesa con queso, Sarah? —dijo Tim, volviendo a enfocar a su hija. Sarah se había cogido el pie con su pequeña manita. Se lo llevó a la boca, alzó los ojos y miró a Tim. —¿Está bueno? —preguntó Tim, y al echarse a reír, la cámara vibró—. ¿Es tu desayuno, Sarah? ¿No piensas esperar a las azafatas? Emily oyó un ruido sordo, casi un rugido, que parecía proceder del ala. Giró la cabeza rápidamente. —¿Qué ha sido eso? —Tranquila, cariño —aseguró Tim sin dejar de reír. Sarah también soltó una risita entrecortada y deliciosa. —Ya casi hemos llegado, cariño —dijo Tim. Pero mientras hablaba, el avión pareció sacudirse y el morro inclinarse hacia abajo. De repente todo se ladeó en un ángulo absurdo. Emily sintió que Sarah se le escapaba de los brazos. Agarró a su hija y la estrechó contra sí. Era como si el avión cayera en picado, pero súbitamente comenzó a subir, y algo le comprimió el estómago contra el asiento. Su hija era un peso muerto sobre ella. —¿Qué demonios...? —dijo Tim. Emily brincó bruscamente del asiento, y el cinturón de seguridad quedó a la altura de sus muslos. Estaba mareada, tenía náuseas. Tim rebotó en el asiento, se golpeó la cabeza contra el compartimiento del equipaje, y la cámara pasó volando ante la cara de Emily. En la cabina de mando se oían pitidos, alarmas insistentes y una voz metálica que decía: Stall! Stall!. ¡Entrada en pérdida! Emily vislumbró los brazos de los

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pilotos, enfundados en el uniforme azul, moviéndose rápidamente sobre los mandos. La tripulación gritaba en chino. Los pasajeros chillaban histéricamente en todo el avión. Se oía ruido a cristales rotos. El avión inició otro descenso en picado. Una anciana china resbaló pasillo abajo sobre la espalda gritando a voz en cuello. La siguió un adolescente, dando volteretas en el aire. Emily buscó a Tim con la mirada, pero su marido ya no estaba en el asiento. Las máscaras amarillas de oxígeno se soltaron de sus casillas; pero Emily, aunque había una suspendida delante de su cara, no podía cogerla porque estaba sujetando a la niña. El empinado descenso —una bajada en picado acompañada de un zumbido ensordecedor— la lanzó contra el respaldo del asiento. Zapatos y monederos volaban como proyectiles por la cabina de pasajeros, chocando con estruendo aquí y allá; los cuerpos se desplomaban contra los asientos o caían al suelo. Tim había desaparecido. Emily se volvió, buscándolo, y en ese instante un pesado bolso le dio en plena cara: una súbita sacudida, dolor, oscuridad, estrellas. Se sintió mareada, al borde del desmayo. Las alarmas continuaban sonando. Los pasajeros continuaban gritando. El avión continuaba cayendo. Emily agachó la cabeza, apretó a su pequeña contra el pecho, y por primera vez en su vida se puso a rezar.

TORRE DE CONTROL DE CALIFORNIA SUR 5.45 H

—Torre de control, aquí TransPacific 545. Tenemos una emergencia. En el oscuro edificio de control de aproximación de tráfico aéreo de California Sur, el controlador Dave Marshall oyó la llamada del piloto y miró la pantalla del radar. El vuelo 545 de TransPacific procedía de Hong Kong y se dirigía a Denver. Se lo habían pasado desde Oakland unos minutos antes: un vuelo perfectamente normal. Marshall tocó el micrófono que tenía en la mejilla y dijo: —Adelante, 545. —Solicito permiso para hacer un aterrizaje de emergencia en Los Ángeles. El piloto parecía tranquilo. Marshall miró fijamente los parpadeantes bloques verdes de datos que identificaban a cada avión en el aire. El TPA 545 se aproximaba a la costa de California. Pronto sobrevolaría Marina del Rey. Todavía le faltaba media hora para llegar a Los Ángeles. —Recibido mensaje para realizar un aterrizaje de emergencia —confirmó Marshall—. Especifique la naturaleza de la emergencia. —Tenemos una emergencia con los pasajeros —respondió el piloto—. Necesitamos ambulancias en tierra. Yo diría que unas treinta o cuarenta ambulancias. Quizá más. Marshall se quedó atónito.

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—Repita, TPA 545. ¿Ha pedido cuarenta ambulancias? —Afirmativo. Hemos encontrado violentas turbulencias durante el viaje. Hay algunos heridos entre los pasajeros y la tripulación. ¿Por qué coño no me lo has dicho antes?, pensó Marshall. Se giró en la silla, hizo una seña a su supervisora, Jane Levine, que cogió otro par de cascos, sintonizó y escuchó. —TransPacific, confirme su solicitud de cuarenta ambulancias en tierra —dijo Marshall. —¡Cielos! —exclamó Levine haciendo una mueca—. ¿Cuarenta? El piloto seguía tranquilo cuando respondió: —Afirmativo, torre. Cuarenta. —¿Necesitan también personal médico de emergencia? ¿Qué clase de lesiones han sufrido los heridos? —No estoy seguro. Levine, con un gesto, indicó a Marshall que siguiera interrogando al piloto. —¿Puede darnos un cálculo aproximado del número de heridos? —Lo siento. No es posible. —¿Alguna persona ha perdido el conocimiento? —No, no lo creo —respondió el piloto—. Pero dos han muerto. —¡Mierda! —exclamó Jane Levine—. Menos mal que ha tenido la amabilidad de contárnoslo. ¿Quién demonios es este tipo? Marshall tocó una tecla del panel, abriendo un cuadro de datos en la esquina superior de la pantalla. El cuadro especificaba el personal del vuelo 545 de TransPacific. —Comandante John Chang. Piloto de TransPacific. —Ya está bien de sorpresas —dijo Jane Levine—. Pregúntale si el avión está en buen estado. —TPA 545, ¿cuál es el estado del avión? —preguntó Marshall. —La cabina de pasajeros ha sufrido daños —respondió el piloto—. Pero son daños sin importancia. —¿Cuál es el estado de la cabina de vuelo? —preguntó Marshall. —Cabina de vuelo operativa. FDAU normal. —Se refería a la unidad de adquisición de datos, que detecta fallos en la aeronave, y si ésta indicaba que todo estaba en orden, seguramente así era. —Tomo nota, 545 —dijo Marshall—. ¿Cómo se encuentra la tripulación de vuelo? —El comandante y el primer oficial están bien. —545, ha dicho que había heridos entre la tripulación. —Sí. Dos azafatas han resultado heridas.

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—¿Puede especificar la naturaleza de las heridas? —Lo siento. No. Una ha perdido el conocimiento. La otra, no lo sé. Marshall sacudió la cabeza. —Acababa de decirnos que nadie había perdido el conocimiento. —Yo no me trago nada de esto —dijo Levine. Levantó el teléfono rojo—. Pon una brigada contra incendios en alerta uno. Llama a las ambulancias. Pide especialistas en neurología y traumatología, y que el departamento médico avise a los hospitales de la zona oeste. —Echó un vistazo a su reloj—. Yo llamaré a la Oficina Regional de Control Aéreo. Esto les dará el día.

AEROPUERTO DE LOS ÁNGELES 5.57 H

Daniel Greene era el oficial de servicio en la Oficina Regional de Control Aéreo de la FAA, en Imperial Highway, a setecientos metros del aeropuerto de Los Ángeles. La oficina regional supervisaba las operaciones de vuelo de todas las compañías aéreas comerciales, controlando todos los detalles, desde el mantenimiento de los aparatos hasta la preparación de los pilotos. Greene había llegado temprano para poner orden en su escritorio; su secretaria se había largado la semana anterior, y el jefe de personal se había negado a reemplazarla, aduciendo que, por imposición expresa de Washington, debían aprovecharse las bajas. De modo que Greene puso manos a la obra, farfullando por lo bajo. El Congreso había recortado el presupuesto de la FAA, la Administración Federal de Aviación, exigiéndoles que hicieran más por menos, pretendiendo hacerles creer que el problema estribaba en la productividad y no en la sobrecarga de trabajo. Pero el número de pasajeros aéreos aumentaba en un cuatro por ciento anual, y la flota comercial no rejuvenecía. La combinación de ambos factores repercutía en un mayor trabajo en tierra. Por supuesto, la oficina regional no era la única que tenía que apretarse el cinturón. Hasta el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte estaba en quiebra; el consejo sólo obtenía un millón de dólares al año para la prevención de accidentes aéreos y... Sonó el teléfono rojo de su escritorio, la línea de emergencia. Levantó el auricular. Era una mujer de la torre de control de tráfico aéreo. —Acaban de informarnos de un incidente en un vuelo entrante de una compañía extranjera —anunció. —Ajá. —Greene cogió un bloc de notas. La palabra «incidente» tenía un significado especial para la FAA: correspondía a la categoría inferior de problemas que debían comunicar las compañías. Los «accidentes» incluían muertes o daños estructurales en el avión, y siempre eran graves. Con los incidentes, en cambio, nunca se sabía—. Adelante.

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—Es el vuelo 545 de TransPacific, procedente de Hong Kong con destino a Denver. El piloto ha solicitado permiso para hacer un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Los Ángeles. Dice que han encontrado turbulencias durante el vuelo. —¿El avión está en condiciones de navegar? —Eso han dicho —respondió Levine—. Tienen heridos y han solicitado cuarenta ambulancias. —¿Cuarenta? —También tienen dos fiambres. —Genial. —Greene se puso en pie—. ¿Cuándo llegarán aquí? —Dentro de dieciocho minutos. —¡Dieciocho minutos! ¡Joder! ¿Cómo es que me entero tan tarde? —Eh, el comandante acaba de avisarnos a nosotros, y nosotros os avisamos a vosotros. Ya lo he notificado a los servicios médicos de emergencia y a los bomberos. —¿Bomberos? ¿No has dicho que el avión está bien? —¿Quién sabe? —respondió la mujer—. El piloto no parece estar muy bien de la azotea. Puede que sufra un shock. Los pasaremos a la torre dentro de siete minutos. —De acuerdo —dijo Greene—. Salgo hacia allá. Cogió su chapa de identificación y el teléfono móvil y se dirigió a la puerta. Al pasar junto a Karen, la recepcionista, preguntó: —¿Tenemos a alguien en la terminal internacional? —Kevin está allí. —Llámalo con el busca —dijo Greene—. Dile que espere al TPA 545, procedente de Hong Kong, que Ilegará dentro de quince minutos. Ordénale que se quede en la puerta correspondiente y que no permita que se marche ningún miembro de la tripulación. —Hecho —respondió ella cogiendo el teléfono. Greene condujo como un rayo por el bulevar Sepúlveda en dirección al aeropuerto. Justo antes de que la carretera descendiese bajo la pista, miró hacia arriba y vio el enorme avión de fuselaje ancho de las líneas aéreas TransPacific —fácilmente identificable por su insignia amarilla en la cola— desplazándose hacia la puerta. TransPacific era una compañía de vuelos chárter con sede en Hong Kong. La mayoría de los problemas que la FAA tenía con las líneas aéreas extranjeras guardaba relación con los vuelos chárter. Muchos eran operadores de bajo presupuesto, que no cumplían las rigurosas condiciones de seguridad de los vuelos regulares. Pero TransPacific tenía una reputación excelente. Al menos el pájaro ya está en tierra firme, pensó Greene. Y no veía daños estructurales en el reactor de fuselaje ancho. El avión era un N-22, fabricado

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por Norton Aircraft, una empresa aeronáutica de Burbank. Llevaba cinco años en activo, con un rendimiento y un historial de seguridad envidiables. Greene apretó el acelerador y atravesó el túnel a toda velocidad, pasando por debajo del gigantesco avión. Cruzó la terminal internacional corriendo. A través de las ventanas vio el reactor de TransPacific detenido ante la puerta, y las ambulancias dispuestas en fila sobre el asfalto. La primera ya se marchaba, haciendo sonar la sirena. Greene se acercó a la puerta, mostró su distintivo y corrió por la rampa. Los pasajeros estaban desembarcando, pálidos y asustados. Muchos cojeaban, tenían la ropa desgarrada y ensangrentada. A cada lado de la rampa, el personal médico se congregaba en torno a los heridos. A medida que se acercaba al avión, el nauseabundo olor a vómito se hacía más intenso. Al llegar a la puerta, una asustada azafata de TransPacific lo empujó hacia atrás, hablándole en chino como una ametralladora. Él le mostró el distintivo y dijo: —¡FAA! ¡Es un asunto oficial! ¡FAA! —La azafata se apartó, Greene pasó junto a una madre abrazada a un niño, y entró en el avión. Observó el interior y se detuvo en seco. —¡Dios mío! —susurró—. ¿Qué ha ocurrido en este avión?

GLENDALE, CALIFORNIA 6.00 H

—¿Mamá? ¿Quién te gusta más, el ratón Mickey o Minnie? De pie en la cocina de su casa, todavía con los pantalones cortos que se ponía para correr los siete kilómetros diarios de rigor, Casey Singleton terminó de preparar un bocadillo de atún y lo metió en la fiambrera de su hija. Singleton, de treinta y seis años, era una de las vicepresidentas de Norton Aircraft, en Burbank. Su hija estaba sentada a la mesa de la cocina, comiendo cereales. —¿Y bien? ¿Quién te gusta más, el ratón Mickey o Minnie? —repitió Allison. Tenía siete años, y le gustaba clasificarlo todo por orden de preferencia. —Me gustan los dos. —Ya lo sé, mamá —dijo Allison, irritada—. Pero ¿cuál te gusta más? —Minnie. —A mí también —dijo, apartando el cartón de la leche. Casey puso un plátano y un termo de zumo en la fiambrera y la cerró. —Acaba de comer, Allison. Tenemos que prepararnos para salir. —¿Qué es cccei?

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—¿Seis? —No, mamá. Cccei. Casey la miró y vio que su hija había cogido su nueva chapa de identificación de la fábrica, que tenía la foto de Casey, su nombre —C. Singleton— y en grandes letras azules: CC/CEI. —¿Qué es Cccei? —Es mi nuevo empleo en la fábrica. Soy la representante de control de calidad en la Comisión de Estudio de Incidentes. —¿Todavía haces aviones? —Desde el divorcio, Allison se mostraba especialmente atenta a los cambios. La más mínima alteración en el peinado de Casey provocaba continuos comentarios; el tema salía una y otra vez durante varios días. De modo que no era sorprendente que se hubiera fijado en la nueva chapa de identificación. —Sí, Allie —respondió Casey—. Todavía hago aviones. Todo sigue igual. Sólo que ahora me han ascendido. —¿Todavía eres gerente? —preguntó la niña. El año anterior, Allie había mostrado gran entusiasmo al descubrir que su madre era gerente ejecutiva de la empresa. «Mi mamá es gerente», decía a los padres de sus amigas, causando enorme impresión. —No, Allie. Ahora ponte los zapatos. Tu padre vendrá a recogerte en cualquier momento. —Seguro que no —dijo Allison—. Papá siempre llega tarde. ¿Qué quiere decir que te han ascendido? Casey se agachó y empezó a ponerle las bambas a su hija. —Bueno —dijo—, todavía trabajo en CC, control de calidad, pero ya no compruebo el estado de los aviones en la fábrica. Lo hago cuando han salido de la planta. —¿Para asegurarte de que vuelan? —Sí, cariño. Los revisamos y reparamos cualquier avería que se presente. —Mejor que vuelen —declaró Allison—, porque si no se estrellarían. —Rió—. ¡Mira que si caen del cielo y destrozan las casas de la gente justo cuando están desayunando cereales! Eso no estaría bien, ¿verdad, mamá? Casey rió con ella. —No; eso no estaría nada bien. Los empleados de la fábrica se pondrían muy nerviosos. —Terminó de atar los cordones y apartó los pies de su hija—. Ahora, ¿dónde está la chaqueta del chándal? —No la necesito. —Allison... —¡No hace frío, mamá! —Pero puede que haga frío durante la semana. Ve a buscar la chaqueta de tu chándal, por favor.

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Oyó un claxon fuera y vio el Lexus negro de Jim frente a la casa. Jim estaba detrás del volante, fumando un cigarrillo. Llevaba americana y corbata. Quizá tuviera una entrevista de trabajo, pensó Casey. Allison corría de un extremo a otro de su habitación, abriendo y cerrando ruidosamente los cajones. Volvió haciendo pucheros, con la chaqueta del chándal sobresaliendo por un costado de la mochila. —¿Por qué te pones tan nerviosa cuando papá viene a buscarme? Casey abrió la puerta, y caminaron hacia el coche bajo la brumosa luz de la mañana. —¡Hola, papá! —gritó Allison, y echó a correr. Jim le respondió agitando la mano y esbozando una sonrisa ebria. Casey se acercó a la ventanilla de Jim. —No fumes con Allison en el coche, ¿de acuerdo? Jim la miró con aire sombrío. —Buenos días a ti también —su voz sonaba ronca. Se le notaba la cara hinchada y pálida, como si tuviera resaca. —Habíamos acordado que no fumarías delante de nuestra hija, Jim. —¿Y tú me has visto fumar? —Sólo te lo recuerdo. —Ya me lo has recordado antes, Katherine —protestó él—. ¡Por el amor de Dios, lo he oído un millón de veces! Casey suspiró. Se había hecho el firme propósito de no discutir con su ex marido delante de Allison. La psicóloga había dicho que ésa era la razón por la cual Allison había empezado a tartamudear. Ahora hablaba mejor, y Casey procuraba no discutir con Jim, aunque él no hacía nada para ayudarla. Por el contrario, parecía complacerse en dificultar todo lo posible cada encuentro. —De acuerdo —dijo Casey, procurando sonreír—. Hasta el domingo. Habían acordado que Allison pasaría una semana al mes con su padre. Se marchaba el lunes y volvía el domingo siguiente. —Hasta el domingo —dijo Jim con sequedad y una pequeña inclinación de cabeza—. A la hora de siempre. —El domingo a las seis. —¡Cielos! —Sólo quería asegurarme de que te acordabas, Jim. —Mentira. Lo que haces es controlar, como siempre... —Por favor, Jim, no discutamos. —Por mí, muy bien —espetó él. Casey se inclinó. —Adiós, Allie. —Adiós, mamá —dijo Allison, pero sus ojos ya tenían un aire ausente y su voz había adquirido un tono de frialdad; incluso antes de abrocharse el cinturón de

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seguridad, había transferido su lealtad a su padre. Jim pisó el acelerador, y el Lexus se alejó, dejando a Casey en la calzada. El coche dobló la esquina y desapareció. Al final de la calle, vio la figura encorvada de su vecino, Amos, paseando a su huraño perro. Al igual que Casey, Amos trabajaba en la fábrica. Ella lo saludó con la mano y él le devolvió el saludo. Regresaba a la casa a vestirse para el trabajo cuando vio un sedán azul aparcado al otro lado de la calle. Dentro había dos hombres. Uno leía el periódico; el otro miraba por la ventanilla. Casey se detuvo un momento. Hacía poco habían entrado a robar en casa de su vecina, la señora Álvarez. ¿Quiénes eran aquellos hombres? No parecían gamberros: tenían veintitantos años y un aspecto atildado y vagamente militar. Casey pensó en coger el número de la matrícula pero en ese preciso instante su busca comenzó a emitir un pitido electrónico. Se lo desprendió de los pantalones y leyó:

***JM CEI 0700 SB AOTLJ

Suspiró. Las tres estrellas significaban que el mensaje era urgente: John Marder, el mandamás de la fábrica, convocaba una reunión de la CEI, la Comisión de Estudio de Incidentes, a las siete de la mañana en la Sala de Batalla. La nota final confirmaba la urgencia en el argot de la fábrica: AOTLJ. Acude o te la juegas.

AEROPUERTO DE BURBANK 6.32 H

El tránsito de la hora punta avanzaba lentamente bajo la pálida luz de la mañana. Casey giró el espejo retrovisor y se inclinó para inspeccionarse el maquillaje. Aunque era atractiva, su corta melena castaña y sus largas piernas atléticas le daban un aire ligeramente masculino. Jugaba como primera base en el equipo de softball de la fábrica. Los hombres se sentían cómodos a su alrededor, la trataban como a la hermana menor, y eso le venía muy bien en la empresa. De hecho Casey tenía pocos problemas allí. Había crecido en las afueras de Detroit y era la única hija mujer de un redactor del Detroit News. Sus dos hermanos mayores eran ingenieros y ambos trabajaban para la Ford. Su madre había muerto cuando ella era muy pequeña, de modo que se había criado en el seno de una familia de hombres. Nunca había sido lo que su padre llamaba «una niña femenina». Tras licenciarse en periodismo en la Universidad de Southern Illinois, Casey había seguido los pasos de sus hermanos en la Ford. Sin embargo, escribir

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comunicados de prensa le parecía una actividad poco interesante, así que aprovechó el programa de formación continua de la empresa para sacarse un master en administración de empresas. Mientras tanto, se casó con Jim, un ingeniero de la Ford, y tuvieron una hija. Pero la llegada de Allison había acabado con el matrimonio; ante el cambio de pañales y los horarios del biberón, Jim empezó a trasnochar y beber. Con el tiempo se separaron. Cuando Jim anunció que se mudaba a la costa Oeste para trabajar en la Toyota, Casey decidió seguirlo. Quería que Allison se criara cerca de su padre. Estaba harta de los conflictos políticos dentro de la Ford y de los deprimentes inviernos en Detroit. California le ofrecía la oportunidad de empezar de cero. Se veía a sí misma conduciendo un descapotable, viviendo cerca de la playa en una casa con mucha luz y palmeras junto a las ventanas, e imaginaba a su hija creciendo sana y bronceada. Sin embargo vivía en Glendale, a una hora y media de la playa. Casey se había comprado un descapotable, pero nunca bajaba la capota. Y aunque el barrio de Glendale, donde vivía, era encantador, el territorio de los gamberros comenzaba a escasas manzanas de allí. A veces, por las noches, mientras su hija dormía, oía el ruido sordo de los disparos. A Casey le preocupaba la seguridad de Allison. Le preocupaba su educación en un sistema escolar donde se hablaban cincuenta lenguas. Y le preocupaba el futuro, porque en California la economía seguía mal y el trabajo escaseaba. Jim llevaba dos años en el paro, desde que lo habían despedido de la Toyota por beber. Y Casey había sobrevivido a una y otra oleada de despidos en la Norton, donde la producción se había hundido a causa de la recesión generalizada. Nunca había imaginado que trabajaría en una compañía de aviación, pero, para su sorpresa, había descubierto que el pragmatismo y la franqueza del Medio Oeste casaban a la perfección con la actitud de los técnicos que llevaban la empresa. Jim la consideraba rígida y «legalista», pero su meticulosidad le había resultado útil en la Norton, donde desde hacía un año era vicepresidenta del Departamento de Control de Calidad, CC. Le gustaba trabajar allí, aunque su sección tenía una misión casi imposible. Norton Aircraft estaba dividida en dos grandes bloques —producción e ingeniería—, que libraban una guerra constante entre sí. Control de Calidad mantenía una comprometida posición entre los dos. Se ocupaba de todos los aspectos de la producción y supervisaba todos los pasos de fabricación y montaje. Cuando surgía un problema, CC debía Ilegar al fondo de la cuestión. Y eso rara vez los congraciaba con los mecánicos o los ingenieros involucrados en el problema. Al mismo tiempo se esperaba que Control de Calidad se ocupara de asesorar a los clientes. Éstos con frecuencia estaban insatisfechos con las decisiones que ellos mismos habían tomado, y culpaban a Norton si las cocinas que habían encargado estaban en el sitio equivocado o si había pocos aseos en el avión. Se necesitaban grandes dosis de paciencia y habilidad política para contentar a todo el mundo y resolver los problemas. Casey, una conciliadora nata, tenía un talento especial para estas cuestiones. A cambio de caminar sobre una cuerda floja política, los miembros de CC tenían el control de la planta. Como vicepresidenta, Casey estaba involucrada

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en todos los aspectos del trabajo de la compañía: tenía mucha libertad y una gran responsabilidad. Sabía que su título era más impresionante que el empleo en sí: Norton Aircraft tenía un montón de vicepresidentes. Sólo en su sección había cuatro, y la competencia entre ellos era feroz. Pero recientemente John Marder la había ascendido, nombrándola representante en la Comisión de Estudio de Incidentes. Era un puesto que exigía dar la cara, y la convertía en candidata presidenta de la sección. Marder no había tornado la decisión a la ligera. Casey sabía que tenía una buena razón para hacerlo. Al volante de su descapotable Mustang, abandonó la autopista Golden State y siguió por Empire Avenue, circulando paralelamente a la cerca de cadenas que señalaba el perímetro sur del aeropuerto de Burbank. Se dirigió a los complejos comerciales: Rockwell, Lockheed y Norton Aircraft. A lo lejos, vio las filas de hangares, todos con la insignia alada de la Norton en lo alto de la fachada. Sonó el teléfono del coche. —¿Casey? Soy Norma. ¿Sabes lo de la reunión? Norma era su secretaria. —Voy hacia allí —respondió Cassey—. ¿Qué ha pasado? —Nadie tiene la menor idea —dijo Norma—. Pero no debe de ser nada bueno. Marder ha estado gritando como un poseso a los técnicos y ha convocado a la CEI. John Marder era el jefe de operaciones de la Norton. Había estado al frente del proyecto del N-22, lo que significaba que había supervisado la fabricación de ese modelo de avión. Era un hombre cruel y a veces temerario, pero siempre conseguía lo que se proponía. Marder estaba casado con la única hija de Charley Norton, y en los últimos años había tomado muchas de las decisiones de ventas. Eso lo convertía en el segundo de a bordo de la compañía, después del presidente. Había sido Marder quien había ascendido a Casey, y era... —¿... hago con tu ayudante? —preguntó Norma. —¿Con mi qué? : —Con tu nuevo ayudante. ¿Qué quieres que haga con él? Está esperando en tu oficina. ¿Te habías olvidado de él? —Vaya, es verdad. —Lo cierto es que se había olvidado. Un sobrino de los Norton iba de una a otra sección de la compañía para ascender en la escala jerárquica. Marder le había asignado el joven a Casey, 1o que significaba que tendría que servirle de niñera durante las siguientes seis semanas—. ¿Qué tal es, Norma? —Bueno, al menos no parece subnormal. —Norma. —Es mejor que el último. Eso no era mucho decir: el último se había caído de un ala durante el montaje de un reactor y había estado a punto de electrocutarse con el equipo de radio. —¿Cuánto mejor?

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—Estoy mirando su expediente —dijo Norma—. Estudió derecho en Yale y tiene un año de experiencia en General Motors. Pero ha estado en la sección de márketing durante los tres últimos meses, y no sabe nada de producción. Tendrás que enseñárselo todo. —De acuerdo —dijo Casey, suspirando. Marder seguramente esperaba que lo llevara a la reunión—. Dile que me espere delante de la Administración dentro de diez minutos. Y asegúrate de que no se pierda, ¿entendido? —¿No pretenderás que lo acompañe? —Sí; mejor que vayas con él. Casey cerró la tapa del teléfono móvil y consultó su reloj de pulsera. El tránsito se movía despacio. Aún tardaría diez minutos en llegar a la fábrica. Tamborileó impacientemente con los dedos sobre el tablero de mandos. ¿Para qué sería la reunión? Quizá se había producido un accidente, o una catástrofe. Encendió la radio para oír las noticias. Sintonizó uno de esos programas con llamadas del público, donde un oyente decía: «... no es justo que los niños lleven uniforme en el colegio. Es elitista y discriminatorio...» Casey pulsó un botón y cambió de emisora. «... pretenden imponer su idea de la moral al resto de la población. Yo no creo que un feto sea un ser humano...» Apretó otro botón. «... estos ataques de la prensa proceden de personas que están en contra de la libertad de expresión...» ¿Dónde demonios dan noticias?, pensó. ¿Se había caído un avión o no? De repente evocó la imagen de su padre leyendo una gran pila de periódicos nacionales los domingos después de misa, murmurando para sí: «Ésa no es la historia, ésa no es la historia», mientras arrojaba las páginas alrededor del sillón del salón. Pero su padre había sido periodista en los sesenta, y ahora el mundo había cambiado. Todo salía en la televisión. En la televisión y en las ociosas charlas radiofónicas. Un poco más adelante, vio la puerta principal de la fábrica Norton. Apagó la radio. Norton Aircraft era uno de los grandes nombres en la historia de aviación estadounidense. Charley Norton, un pionero de la aviación, había fundado la compañía en 1935. Durante la Segunda Guerra Mundial la Norton había fabricado el legendario bombardero B-22, el cazabombardero Skycat P-27 y el C-12 de las Fuerzas Aéreas. En años recientes, Norton había capeado el temporal económico que había dejado a la Lockheed fuera del negocio del transporte comercial. Ahora era una de las cuatro compañías que seguía construyendo aviones para el mercado mundial. Las demás eran Boeing, en Seattle; McDonnell Douglas, en Long Beach, y el emporio europeo Airbus, en Toulouse. Cruzó el enorme aparcamiento hasta la puerta 7, deteniéndose en la barrera, donde un guardia de seguridad comprobó su chapa de identificación. Como de costumbre, Casey se animó al entrar en la planta de montaje, con la energía de

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sus tres turnos de trabajo, sus montacargas amarillos arrastrando cajas llenas de piezas. Más que una fábrica, era una pequeña ciudad, con hospital, periódico y servicio de policía propios. Cuando Casey se incorporó a la compañía, trabajaban allí sesenta mil personas. La recesión había reducido el número de empleados a treinta mil, pero la fábrica seguía siendo inmensa con sus veinticinco kilómetros cuadrados de extensión. Allí habían fabricado el N—20, el reactor de fuselaje estrecho; el N-22, de fuselaje ancho, y el KC—22, el avión cisterna de las Fuerzas Aéreas. Veía los principales edificios de ensamblaje, todos de más de un kilómetro de longitud. Se dirigió al edificio de cristal de Administración, en el centro del complejo. Estacionó en el aparcamiento y dejó el contacto encendido. Vio a un joven con aspecto de colegial, americana de deporte y corbata, pantalones caqui y mocasines. Cuando bajó del coche, el muchacho la saludó tímidamente con la mano.

EDIFICIO 64 6.45 H

—Bob Richman —dijo, estrechándole la mano con una mezcla de cordialidad y reserva—. Soy tu nuevo ayudante. Casey no recordaba de qué rama de la familia Norton provenía, pero lo catalogó nada más verlo: dinero en abundancia, padres divorciados, un expediente anodino en colegios caros y un inquebrantable sentido de la jerarquía. —Casey Singleton —respondió ella—. Entra. Llegamos tarde. —¿Tarde? —preguntó Richman mientras se subía al coche—. Todavía no son las siete. —El primer turno empieza a las seis —explicó Casey—. Casi todos los miembros de CC nos ajustamos al horario de la fábrica. ¿No hacíais lo mismo en General Motors? —No lo sé —respondió él—. Yo estaba en el departamento jurídico. —¿No ibas a la planta? —Lo menos posible. Casey suspiró. Pensó que las seis semanas con aquel crío se le harían interminables. —¿Así que has trabajado en márketing? —Sí; unos meses. —Se encogió de hombros—. Pero vender no es lo mío. Casey condujo hacia el sur, en dirección al edificio 64, la enorme estructura donde se había construido el avión de fuselaje ancho. —A propósito, ¿qué coche tienes?

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—Un BMW —respondió Richman. —Quizá te convendría cambiarlo —sugirió ella—. Por un coche americano. —¿Por qué? ¿Se fabrica aquí? —No se fabrica aquí —corrigió ella—; se monta aquí. Las piezas vienen del extranjero. Los mecánicos de la planta conocen la diferencia. Todos pertenecen al sindicato. A la United Automobile, Aerospace and Agricultural Implements Workers of America. Ya sabes, la UAW. Richman miró por la ventanilla. —¿Insinúas que podría pasarle algo a mi coche? —No lo insinúo; te lo garantizo —afirmó Casey—. Los muchachos no se andan con chiquitas. —Lo pensaré —dijo Richman. Contuvo un bostezo—. ¡Dios mío, es muy temprano! ¿Adónde vamos? —A la CEI. La reunión está convocada para las siete. —¿La CEI? —La Comisión de Estudio de Incidentes. Cada vez que hay un problema con uno de nuestros aviones, la CEI se reúne para averiguar qué ha ocurrido y qué puede hacerse al respecto. —¿Con cuánta frecuencia se reúnen? —Aproximadamente cada dos meses. —Muy a menudo —dijo el chico. Tendrás que enseñárselo todo. —En realidad —aclaró Casey—, una reunión cada dos meses no es mucho. Tenemos tres mil aviones en servicio activo en todo el mundo. Con tantos pájaros en el aire, siempre pasa algo. Y nos tomamos muy en serio el asesoramiento a los clientes. De modo que cada mañana ponemos una conferencia con los representantes del servicio en todo el mundo. Ellos nos informan de cualquier problema que haya causado demoras en los vuelos del día anterior. Casi siempre son asuntos sin importancia: una puerta de lavabo atascada, un fallo en una luz de la cabina de mando. Pero en CC tomamos nota, hacemos un diagnóstico de averías y lo pasamos al Departamento de Apoyo al Producto. —Ajá... —Parecía aburrido. —Y de vez en cuando —prosiguió Casey— nos encontramos con un problema que merece una reunión de la CEI. Tiene que ser algo serio, que afecte a la seguridad del vuelo. Al parecer, hoy ha surgido uno de esos problemas. Si Marder ha convocado la reunión para las siete de la mañana, puedes tener la seguridad de que nadie ha chocado con un pajarillo. —¿Marder? —John Marder supervisó el proyecto del avión de fuselaje ancho antes de que lo nombraran jefe de operaciones. Así que probablemente se trata de un incidente con el N-22.

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Redujo la velocidad y aparcó a la sombra del edificio 64. El hangar gris se alzaba ante ellos, con ocho plantas de altura y más de un kilómetro de longitud. Frente al edificio, el asfalto estaba salpicado de tapones desechables para los oídos. Los mecánicos los usaban para que las remachadoras no los dejaran sordos. Cruzaron la puerta lateral y entraron en un pasillo que bordeaba el perímetro del edificio. El pasillo estaba jalonado de máquinas expendedoras de alimentos, reunidas en pequeños grupos cada trescientos o cuatrocientos metros. —¿Tenemos tiempo para un café? —preguntó Richman. Casey negó con la cabeza. —No está permitido tomar café en la planta. —¿No se puede beber café? —gruñó Richman—. ¿Por qué no? ¿Porque se produce en el extranjero? —Porque es corrosivo. No es bueno para el aluminio. Casey guió a Richman por otra puerta, hasta la línea de montaje. —¡Caray! —exclamó Richman. Los inmensos reactores de fuselaje ancho, parcialmente montados, resplandecían bajo luces halógenas. Quince aviones en diversos estadios de construcción estaban dispuestos en dos largas filas bajo el techo abovedado. Directamente encima de ellos, Casey vio a los mecánicos que instalaban las puertas de las bodegas. Los cilindros del fuselaje estaban rodeados de andamios. Detrás del fuselaje se alzaba una selva de grúas gigantescas pintadas de color azul oscuro. Richman pasó por debajo de una de ellas y miró hacia arriba, boquiabierto. Era ancha como una casa y alta como un edificio de seis plantas. —Increíble —dijo. Señaló hacia una superficie ancha y plana en la parte superior—. ¿Eso es el ala? —El estabilizador vertical —respondió Casey. —¿El qué? —La cola, Bob. —¿Eso es la cola? —preguntó Richman. Casey asintió con un gesto. —El ala está allí —dijo, señalando hacia el otro extremo de la planta—. Tiene setenta metros de largo, casi tantos como un campo de fútbol. Sonó un claxon. Una de las grúas comenzó a moverse. Richman se volvió para mirar. —¿Es la primera vez que visitas la planta? —Sí... —Richman giró sobre los talones, mirando hacia todas partes—. Impresionante. —Son aparatos muy grandes —asintió Casey. —¿Por qué son de color verde lima?

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—Pintamos los elementos estructurales con una capa de resina para evitar la corrosión. Y también los paneles de aluminio, por si se golpean durante el montaje. Están muy pulidos y son muy caros. De modo que dejamos la capa de resina hasta que llega el momento de meterlos en la cámara de pintura. —No se parece en nada a General Motors —dijo Richman, todavía girándose para mirar alrededor. —Claro que no —dijo Casey—. Comparados con estos aviones, los coches parecen juguetes. Richman se volvió, asombrado. —¿Juguetes? —Piénsalo —dijo ella—. Un Pontiac tiene cinco mil piezas, y puede montarse en dos turnos de trabajo. Dieciocho horas. Eso no es nada. Estos cacharros —señaló los aviones que se alzaban sobre ellos— son criaturas completamente distintas. El reactor de fuselaje ancho tiene un millón de piezas y tarda setenta y cinco días en montarse. Ningún otro producto manufacturado en el mundo presenta la complejidad de un avión comercial. No hay nada que se le acerque siquiera. Y no se fabrica ninguna máquina que dure tanto tiempo. Coge un Pontiac, úsalo todo el día, todos los días, y verás lo que pasa. Se desmontará en unos pocos meses. Pero nosotros diseñamos nuestros reactores para que vuelen sin problemas durante veinte años y para que duren el doble del período de servicio activo. —¿Cuarenta años? —preguntó Richman con incredulidad—. ¿Los construyen para que duren cuarenta años? Casey asintió. —Todavía hay muchos N—5 en servicio en el mundo, y dejamos de fabricarlos en 1946. Tenemos aviones que han cuadriplicado el tiempo programado, y eso equivale a ochenta años en activo. Los aviones de Norton pueden hacerlo. Los Douglas también. Pero nadie más construye aviones así. ¿Entiendes? —¡Guau! —exclamó Richman, y tragó saliva. —A esta sección la llamamos el aviario —dijo Casey—. Los aviones son tan grandes que es difícil tomar conciencia de las proporciones. —Señaló un avión a la derecha, donde pequeñas cuadrillas de obreros trabajaban en diversas posiciones. Las luces de las lámparas portátiles destellaban en el metal—. No parece que haya muchos trabajadores, ¿verdad? —No; no lo parece. —Pues probablemente hay doscientos mecánicos trabajando en ese avión, los suficientes para llevar una línea entera de montaje de automóviles. Pero ésta es sólo una sección de una línea, y tenemos quince en total. Ahora mismo hay quince mil personas en este edificio. El muchacho cabeceaba, asombrado. —Parece casi vacío.

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—Por desgracia —dijo Casey—, está casi vacío. La línea de montaje del fuselaje ancho está trabajando al sesenta por ciento de su capacidad, y tres de esos pájaros son «colas blancas». —¿Colas blancas? —Aviones que construimos sin que los encargue un cliente. Fabricamos a un ritmo mínimo para mantener la línea abierta, y no tenemos todos los pedidos que necesitamos. La zona del Pacífico es el sector de mayor crecimiento, pero ahora que Japón atraviesa una etapa de recesión, tampoco nos llegan pedidos de allí. Y las compañías aéreas mantienen sus aviones en servicio durante el máximo tiempo posible. De modo que hay mucha competencia. Por aquí. —Casey comenzó a subir rápidamente por una escalera. Richman la siguió con pasos sonoros. Llegaron a un rellano, y subieron otro tramo de escalera—. Te explico todo esto para que entiendas el motivo de esta reunión. Construimos aviones fantásticos. Nuestros empleados están orgullosos de lo que hacen. Y no les gusta que las cosas salgan mal. Llegaron a un pasadizo estrecho situado encima de la planta de montaje y se dirigieron hacia una sala con paredes de cristal que parecía suspendida en el aire, debajo mismo del techo. Al llegar a la puerta, Casey abrió. —Aquí la tienes —dijo—. La sala de batalla.

SALA DE BATALLA 7.01 H

Casey la vio con los ojos de Richman, como si fuera la primera vez: una amplia sala de reuniones con moqueta gris, una mesa redonda de formica, sillas tubulares de metal. Las paredes estaban empapeladas con boletines del consejo, mapas y diagramas técnicos. La pared del fondo era de cristal y daba a la línea de montaje. Allí había cinco hombres en mangas de camisa y corbata, una secretaria con un bloc de notas, y John Marder, que llevaba un traje azul. Le sorprendió que estuviera presente. Los jefes de operaciones rara vez presidían una reunión de la CEI. Marder tenía unos cuarenta y cinco años y era un hombre serio, de mirada penetrante, con el cabello castaño y lacio. Parecía una cobra a punto de atacar. —Éste es mi nuevo ayudante, Bob Richman —presentó Casey. Marder se levantó al instante. —Bienvenido, Bob —saludó y estrechó la mano del chico. Esbozó una sonrisa peculiar. Al parecer, Marder, con su fino olfato para la política empresarial, estaba dispuesto a adular a cualquier miembro de la familia Norton, incluso a un sobrino postizo. Casey se preguntó si el muchacho sería más importante de lo que parecía. A continuación presentó los demás asistentes a Richman—. Doug Doherty, a cargo de estructura y mecánica. —Señaló a un hombre rechoncho de cuarenta y cinco años, con un vientre prominente, piel picada de viruela y gafas con cristales de culo de botella. Doherty vivía en un permanente

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estado de melancolía: hablaba con tono monótono, e invariablemente informaba de que todo iba de mal en peor. Aquella mañana llevaba una camisa a cuadros y una corbata a rayas; debía de haber salido de casa sin que su esposa lo viera. Doherty saludó a Richman con una triste y meditabunda inclinación de cabeza—. Nguyen Van Trung, aviónica. —Trung tenía treinta años, y era delgado, silencioso y reservado. A Casey le caía bien. Los vietnamitas eran los mejores trabajadores de la fábrica. Los técnicos de aviónica eran especialistas en informática y se ocupaban de los sistemas computarizados del avión. Constituían la nueva generación de obreros de la Norton: jóvenes con estudios y buenos modales—. Ken Burne, grupo motor. —Kenny, un pelirrojo con la cara llena de pecas, tenía la costumbre de sacar la barbilla hacia adelante, como si estuviera siempre listo para pelear. Famoso por su afición a los tacos y los insultos, su mal genio le había valido el mote de «Burne, el Blando», por el que lo conocía todo el mundo en la fábrica—. Ron Smith, electricidad. —Calvo y retraído, jugaba nerviosamente con los bolígrafos que llevaba en el bolsillo. Ron era extremadamente eficaz; daba la impresión de que llevaba los planos de los aviones grabados en la cabeza. Pero era muy tímido. Vivía en Pasadena con su madre inválida—. Mike Lee, que representa a la compañía aérea. —Un elegante señor de cincuenta años, cabello gris muy corto, americana azul y corbata a rayas. Mike, general retirado, era ex piloto de las Fuerzas Aéreas y en la actualidad representante de TransPacific en la fábrica—. Y Barbara Ross, con el bloc de notas. —La secretaria de la CEI tenía cuarenta y tantos años y un problema de peso. Miraba a Casey con manifiesta hostilidad. Pero Casey no le hacía el menor caso. Marder señaló un asiento al joven Richman, y Casey se sentó a su lado—. En primer lugar, debo decir que Casey representa a CC ante la CEI —anunció Marder—. Teniendo en cuenta su eficacia en el asunto de Fort Worth, de ahora en adelante será nuestro enlace con la prensa. ¿Alguna pregunta? Richman parecía azorado y sacudía la cabeza. Marder se giró hacia él y aclaró: —El mes pasado, Singleton hizo un excelente papel ante la prensa después de un aterrizaje denegado en Fort Worth, Dallas. De modo que se ocupará de cualquier contacto con la prensa. ¿De acuerdo? ¿Entendido? Empecemos. ¿Barbara? —La secretaria repartió un informe, compuesto de varias hojas grapadas, entre los asistentes—. El vuelo 545 de TransPacific salió del aeropuerto de Kaitak, Hong Kong, a las 22.00 horas de ayer. Realizó un despegue normal y un viaje normal hasta aproximadamente las 5.00 horas de esta mañana, cuando el avión se ha encontrado con lo que el comandante ha descrito como violentas turbulencias... Se oyeron varios gruñidos en la sala. —¡Turbulencias! —protestaron los ingenieros, sacudiendo la cabeza. —... violentas turbulencias que han producido oscilaciones extremas de altitud en el vuelo. —¡Venga ya! —exclamó Burne. —El avión —prosiguió Marder— ha hecho un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Los Ángeles, donde lo esperaban numerosas unidades médicas. El informe preliminar arroja una cifra de cincuenta y seis heridos y tres muertos.

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—Es terrible —dijo Doug Doherty con su característica voz triste y monótona, parpadeando detrás de sus gruesas gafas—. Supongo que ahora el consejo se nos echará encima. Casey se inclinó hacia Richman y murmuró: —El Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte siempre mete las narices cuando hay víctimas. —En este caso no —precisó Marder—. Se trata de una compañía aérea extranjera, y el incidente ocurrió en el espacio aéreo internacional. Además, el Consejo de Seguridad está ocupado con el accidente de Colombia. Creemos que nos dejarán tranquilos. —Turbulencias... —repitió Kenny Burne con tono burlón—. ¿Alguna confirmación? —No —respondió Marder—. Al producirse el incidente, el avión volaba a treinta y siete mil pies de altura. Ningún otro aparato ha informado de problemas meteorológicos a esa altitud y posición. —¿Y los mapas meteorológicos por satélite? —preguntó Casey. —Están en camino. —¿Y qué hay de los pasajeros? ¿El comandante ha anunciado algún problema? ¿La señal de abrocharse los cinturones estaba encendida? —Nadie ha entrevistado a los pasajeros todavía. Pero, según los datos de que disponemos hasta el momento, no ha habido ningún anuncio. Richman parecía perplejo otra vez. Casey garabateó una nota en su bloc amarillo, una frase inclinada para que pudiera leerla: «No hubo turbulencias.» —¿Hemos entrevistado al comandante? —preguntó Trung. —No —respondió Marder—. La tripulación ha tomado otro vuelo y ha salido inmediatamente del país. —¡Genial! —exclamó Kenny Burne, arrojando el lápiz sobre la mesa—. ¡Sencillamente genial! El típico caso del atropello y fuga. —Un momento —intervino Mike Lee con frialdad—. En representación de la compañía, creo que debemos reconocer que la tripulación se ha comportado de manera responsable. En este país no tienen ninguna obligación legal, pero en Hong Kong están expuestos a una demanda de las autoridades de aviación. Han vuelto a su país para afrontar las posibles responsabilidades legales, como corresponde. Casey escribió: «Tripulación no disponible.» —¿Sabemos quién era el piloto? —preguntó Ron Smith con timidez. —Sí —respondió Mike Lee. Consultó una libretita encuadernada en piel—. Se llama John Chang. Cuarenta y cinco años, residente en Hong Kong, seis mil horas de vuelo. Es comandante de TransPacific para el N-22. Muy competente. —¿Ah, sí? —dijo Burne, inclinándose sobre la mesa—. ¿Y cuándo hizo el último cursillo de actualización? —Hace tres meses.

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—¿Dónde? —Aquí mismo —respondió Mike Lee—. En los simuladores de vuelo de la Norton, con instructores de la Norton. Burne se apoyó contra el respaldo de su silla y soltó un gruñido. —¿Y qué reputación tiene? —preguntó Casey. —Excelente —contestó Lee—. Si quieres, puedes leer su expediente. Casey escribió: «No hubo error humano.» —¿Cree que podríamos entrevistarnos con él, Mike? —preguntó Marder a Lee—. ¿Hablará con nuestro representante en Kaitak? —Estoy seguro de que la tripulación está dispuesta a cooperar —dijo Lee—. Sobre todo si les enviáis las preguntas por escrito... Confío en tener las respuestas en un plazo de diez días. —Hummm —masculló Marder—. Demasiado tiempo... —A menos que consigamos entrevistar al piloto —terció Van Trung—, tendremos problemas. El incidente ha ocurrido una hora antes del aterrizaje. El registrador de voces de la cabina de vuelo sólo conserva los últimos veinticinco minutos de conversación. De modo que en este caso el CVR es inútil. —Sí, pero tenemos el FDR. Casey escribió: «Registrador de datos del vuelo.» —Sí, tenemos el FDR —admitió Trung. Sin embargo eso no parecía tranquilizarlo, y Casey sabía por qué. Los registradores de vuelo eran poco fiables. La prensa los pintaba como las misteriosas cajas negras capaces de revelar todos los secretos de un vuelo. Pero, en la práctica, a menudo no funcionaban. —Haré lo que pueda —prometió Mike Lee. —¿Qué sabemos del aparato? —preguntó Casey. —Es nuevo; flamante —dijo Marder—. Tres años de servicio. Cuatro mil horas y novecientos ciclos. Casey escribió: «Ciclos: despegues y aterrizajes.» —¿Y qué hay de las inspecciones? —preguntó Doherty con aire sombrío—. Supongo que tendremos que esperar semanas antes de que nos pasen los papeles... —Obtuvo una C en marzo. —¿Dónde? —En el aeropuerto de Los Ángeles. —De modo que el mantenimiento era bueno —dijo Casey. —Correcto —asintió Marder—. A primera vista, no podemos atribuir este incidente a las condiciones meteorológicas, al mantenimiento del avión o a un error humano. De modo que estamos en blanco. Examinemos la lista de averías posibles. ¿Hay algo en el avión que pueda provocar una conducta en el

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aparato similar a la que tendría al pasar por una zona de turbulencias? ¿Estructuras? —Claro —dijo Doherty con tono angustiado—. Una extensión de los slats. Comprobaremos la hidráulica de todos los mandos de vuelo. —¿Aviónica? Trung estaba tomando notas. —De momento no me explico por qué el piloto automático no ha tomado el control. En cuanto tenga los datos del registrador de datos de vuelo, sabré algo más. —¿Electricidad? —Es posible que hayamos tenido una extensión de slats a causa de un circuito parásito —dijo Ron Smith, cabeceando—. He dicho que es posible... —¿Grupo motor? —Sí; el grupo motor podría tener algo que ver —afirmó Burne, pasándose una mano por el cabello—. Los inversores de empuje podrían haberse desplegado durante el vuelo. Eso haría que el avión entrara en pérdida y girara. Pero si los inversores se han desplegado, tiene que haber daños residuales. Examinaremos las camisas. Casey miró su cuaderno de notas. Había escrito: »Estructuras: extensión de slats. »Hidráulica: extensión de slats. »Aviónica: piloto automático. »Electricidad: circuito parásito. »Grupo motor: inversores de empuje.» Eso cubría prácticamente todos los sistemas del avión. —Tenéis mucho que hacer —dijo Marder, poniéndose en pie y reuniendo sus papeles—. Así que no quiero entreteneros más. —¡Demonios! —exclamó Burne—. Tendremos este asunto resuelto en menos de un mes, John. A mí no me preocupa. —A mí sí —dijo Marder—. Porque no tenemos un mes, sino una semana. Se oyó un coro de protestas. —¡Una semana! —¡Caray, John! —¡Venga, John! Ya sabes que el estudio de un incidente suele tardar un mes. —Esta vez no —atajó Marder—. El jueves pasado nuestro presidente, Hal Edgarton, recibió un encargo oficial del gobierno de Pekín. Quieren comprar cincuenta reactores N-22, y es posible que encarguen otros treinta aparatos en el futuro. Entrega urgente en dieciocho meses. Hubo un silencio cargado de asombro.

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Los ingenieros cruzaron miradas. Durante meses, habían corrido rumores sobre una importante venta a China. La transacción había sido calificada de «inminente» en varios boletines internos. Pero en la Norton nadie acababa de creérselo. —Es verdad —aseguró Marder—. Y no necesito deciros lo que eso significa. Es un pedido de ocho mil millones de dólares del mercado aeronáutico con mayor crecimiento del mundo. Son cuatro años de producción al máximo de nuestra capacidad. Esa venta permitirá que esta compañía entre con buen pie en la economía del siglo XXI. Financiará nuevos avances en el N-22 y en el fuselaje ancho N-XX. Hal y yo estamos de acuerdo en que esta operación es una cuestión de vida o muerte para la compañía. —Marder guardó los papeles en su maletín y lo cerró—. Volaré a Pekín el domingo para reunirme con Hal y firmar el contrato con el ministro de Transporte, que querrá saber qué sucedió con el vuelo 545. Y será mejor que pueda contarle algo, o nos volverá la espalda y firmará con Airbus. En ese caso, yo estaré con la mierda al cuello, la compañía estará con la mierda al cuello, y todos los presentes iréis al paro. El futuro de la compañía Norton depende de esta investigación. De modo que lo único que pido son respuestas. Y las quiero para dentro de una semana. Hasta mañana. Se volvió y salió de la habitación.

SALA DE BATALLA 7.27 H

—¡Qué imbécil! —protestó Burne—. ¿Así es como motiva a sus tropas? ¡Que le den por el culo! —Así ha sido siempre —dijo Trung encogiéndose de hombros. —¿Tú qué crees? —preguntó Smith—. Esto podría ser una noticia fantástica. ¿Será verdad que Edgarton recibió el pedido de China? —Supongo que sí —respondió Trung—. Porque en la planta se han estado construyendo herramientas en secreto. Han hecho otro par de herramientas para el ala, y están a punto de enviarlas a Atlanta. Apuesto a que el trato ya es seguro. —Lo que es seguro es que Marder quiere salvar el pellejo. —¿Qué quieres decir con eso? —Puede que Edgarton haya recibido una oferta provisional de Pekín. Pero ocho mil millones de dólares es mucha pasta para un pedido. Boeing, Douglas y Airbus también están detrás de ese encargo. Los chinos podrían cambiar de proveedor en el último momento. Sería muy típico de ellos. Lo hacen continuamente. De modo que Edgarton está cagando clavos, preocupado por si no consigue cerrar el trato y tiene que contarle al consejo directivo que ha

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perdido la oportunidad de su vida. ¿Qué hace entonces? Le arroja el balón a Marder. ¿Y qué hace Marder? —Culparnos a nosotros —respondió Trung. —Exactamente. Este vuelo de TransPacific les pone la oportunidad en bandeja. Si cierran el trato con Pekín, serán unos héroes. Pero si no hay trato... —Será porque nosotros lo hemos echado a perder —completó Trung. —Eso mismo. Habremos tirado por la borda ocho mil millones de dólares. —Bien —dijo Trung poniéndose en pie—. Será mejor que echemos un vistazo a ese avión.

ADMINISTRACIÓN 9.12 H

Harold Edgarton, el nuevo presidente de Norton Aircraft, estaba en su despacho de la décima planta, mirando por la ventana con vistas a la fábrica, cuando entró John Marder. Edgarton, un ex zaguero de fútbol americano, era un hombre corpulento, de sonrisa fácil y ojos fríos y alerta. Había trabajado antes en Boeing y había llegado a la empresa tres meses atrás para mejorar la política comercial. Edgarton se volvió y miró a Marder con el entrecejo fruncido. —Esto es un desastre —dijo—. ¿Cuántas personas han muerto? —Tres —respondió Marder. —Dios —dijo Edgarton y sacudió la cabeza—. No podía haber pasado en mejor momento. ¿Has hablado de la venta a China con la comisión de estudio? ¿Les has explicado que la investigación es urgente? —Sí. Los he puesto al tanto. —¿E investigarán este asunto en una semana? —Yo mismo presido la comisión. Conseguiré que la investigación se haga a tiempo —respondió Marder. —¿Y qué hay de la prensa? —Edgarton seguía preocupado—. No quiero que el Departamento de Prensa lleve este asunto. Benson es un alcohólico, y los periodistas lo detestan. Y los técnicos tampoco pueden hacerlo. Algunos ni siquiera hablan inglés, por el amor de Dios... —Lo tengo todo pensado, Hal. —¿De veras? No quiero que tú hables con la maldita prensa. No está entre tus funciones. —Lo entiendo —dijo Marder—. He hablado con Singleton para que se ocupe de la prensa.

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—¿Singleton? ¿Esa mujer de Control de Calidad? —preguntó Edgarton—. He visto el vídeo que me dejaste, donde habla con los periodistas sobre el asunto de Dallas. Es bastante guapa, pero no tiene pelos en la lengua. —Eso es lo que necesitamos, ¿no? Una persona sincera, estadounidense hasta la médula, que vaya al grano. Y sepa mantenerse firme, Hal. —Será mejor que así sea —dijo Edgarton—. Si comienzan a echarnos mierda, tendrá que saber defendernos. —Lo hará —afirmó Marder. —No quiero que nadie estropee el trato con China. —Nadie lo estropeará, Hal. Edgarton miró a Marder con aire pensativo durante un instante. Luego dijo: —Será mejor que se lo dejes muy claro a todo el mundo. Porque me importa un rábano con quién estés casado... Si la venta no se concreta, mucha gente quedará en la calle. No sólo yo. Rodarán muchas cabezas. —Lo entiendo —aseguró Marder. —Tú has escogido a esa mujer. Ha sido una decisión tuya, y el consejo directivo lo sabrá. Si algo va mal con ella o con la CEI, te quedarás en la puta calle. —Todo saldrá bien —dijo Marder—. Lo tengo todo controlado. —Más te vale —sentenció Edgarton, y volvió a girarse para mirar por la ventana. Marder salió del despacho.

AEROPUERTO DE LOS ÁNGELES, HANGAR DE MANTENIMIENTO 21

9.48 H

La furgoneta azul cruzó la pista de aterrizaje y se dirigió hacia los hangares de mantenimiento del aeropuerto de Los Ángeles. De la parte trasera del hangar más cercano sobresalía la cola del reactor de fuselaje ancho de TransPacific, con la insignia de la compañía resplandeciente a la luz del sol. Los técnicos comenzaron a conversar animadamente en cuanto vieron el avión. La furgoneta entró en el hangar y se detuvo debajo del ala; los técnicos se apartaron. El personal de mantenimiento ya estaba trabajando: media docena de mecánicos vestidos con chalecos se movían a gatas sobre la superficie del ala. —¡Adelante! —dijo Burne mientras subía por una escalera apoyada sobre el ala. Su exclamación sonó como un grito de guerra, y los demás técnicos lo siguieron. Doherty, en último lugar, subió la escalera con expresión derrotista.

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Casey y Richman bajaron de la furgoneta. —Todos van directo al ala —observó Richman. —Exactamente. El ala es la parte más importante de un avión, y la estructura más compleja. Primero revisarán el ala y luego harán una inspección visual del exterior del aparato. Por aquí. —¿Adónde vamos? —Adentro. Casey se dirigió al morro y subió por una escalera con ruedas acoplada a la puerta delantera de la cabina de pasajeros, inmediatamente detrás de la cabina de mando. Al llegar a la abertura percibió un nauseabundo olor a vómito. —¡Cielos! —dijo Richman a su espalda. Casey entró. Sabía que la sección delantera de la cabina sería la menos afectada, pero incluso allí algunos de los asientos estaban destrozados. Los brazos se habían soltado y colgaban sobre los pasillos. Los compartimientos de equipaje se habían agrietado y las portezuelas estaban abiertas. Las máscaras de oxígeno pendían del techo, aunque algunas habían desaparecido. Había sangre en la alfombra y el techo, charcos de vómito en los asientos. —¡Dios santísimo! —exclamó Richman, tapándose la nariz. Estaba pálido—. ¿Todo esto a causa de unas turbulencias? —No —dijo ella—. Casi seguro que no. —Entonces ¿por qué el piloto...? —Todavía no lo sabemos —respondió ella. Casey caminó hacia la cabina de mando. La puerta estaba abierta y dentro todo parecía en orden. Sin embargo faltaban los papeles y cartas de navegación. Había un diminuto zapato de niño en el suelo. Al agacharse a recogerlo, Casey encontró un objeto de metal negro atascado bajo la puerta de la cabina de mando. Una cámara de vídeo. La recogió, y el aparato se desarmó en sus manos, convirtiéndose en un amasijo de circuitos impresos, motores plateados, y lazos de cinta colgando de un cartucho roto. Se la entregó a Richman. —¿Qué hago yo con esto? —Guárdalo. Casey fue entonces hacia la parte trasera del avión, sabiendo que la encontraría en peor estado. Comenzaba a hacerse una idea de lo que había sucedido en el vuelo. —Es evidente que el avión ha sufrido importantes oscilaciones de altitud. Eso significa que ha entrado en picado y luego se ha encabritado; es decir que el morro se ha movido hacia abajo y luego hacia arriba —explicó. —¿Cómo lo sabes? —preguntó Richman.

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—Porque eso hace vomitar a los pasajeros. Pueden soportar los alabeos y las guiñadas, pero no los cabeceos. —¿Por qué faltan algunas máscaras de oxígeno? —preguntó Richman. —Porque la gente se agarró de ellas al caer —dedujo Casey. Era la única causa posible—. Y los respaldos de los asientos están rotos... ¿Sabes cuánta fuerza se necesita para romper un asiento de avión? Están diseñados para soportar dieciséis unidades de impacto. En esta cabina, los pasajeros rebotaron como dados en una cubeta. Y, a juzgar por los daños, parece que las oscilaciones duraron bastante tiempo. —¿Cuánto? —Por lo menos dos minutos —dijo. Una eternidad para un incidente de esta clase, pensó. Tras pasar junto a una destartalada cocina situada en el centro del avión, llegó a la cabina central. Allí los daños eran mucho mayores. Muchos asientos estaban rotos. Había un ancho arco de sangre en el techo. Los pasillos estaban alfombrados de basura: zapatos, prendas hechas jirones, juguetes. Una cuadrilla de limpieza, con la inscripción NORTON CEI estampada en los uniformes azules, recogía los efectos personales, poniéndolos en grandes bolsas de plástico. Casey se volvió hacia una mujer. —¿Ha encontrado alguna cámara? —Cinco o seis hasta ahora —respondió la mujer—. Un par de ellas de vídeo. Aquí hay de todo. —Metió la mano debajo de un asiento y sacó un diafragma de goma marrón—. Como le decía. Esquivando con cuidado la basura de los pasillos, Casey siguió hacia la popa. Pasó junto a otro tabique divisorio y entró en la cabina trasera, cerca de la cola. Richman contuvo el aliento. Era como si una mano gigantesca hubiera aplastado el interior del avión de un puñetazo. Los asientos estaban hundidos. Los compartimientos de equipaje colgaban del techo, tocando casi el suelo, los paneles superiores se habían abierto, revelando los cables y la tela aislante plateada. Había sangre por todas partes; algunos de los asientos estaban empapados de una sustancia de color rojo oscuro. Los lavabos de popa estaban destrozados, los espejos hechos añicos, los cajones de acero inoxidable abiertos y retorcidos. Casey miró hacia la izquierda de la cabina, donde seis auxiliares médicos se afanaban por sujetar algo pesado, envuelto en un tejido de malla de nailon, que colgaba cerca del compartimiento de equipaje del techo. Los auxiliares tomaron posiciones, la malla de nailon se movió, y súbitamente la cabeza de un hombre asomó por un lado. Tenía la cara gris, la boca abierta, los ojos ciegos, varios mechones de pelo colgando. —¡Dios mío! —dijo Richman, y al instante se volvió y huyó. Casey se acercó a los asistentes sanitarios. El muerto era un hombre maduro de rasgos orientales. —¿Cuál es el problema? —preguntó.

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—Lo sentimos, señora —se disculpó uno de los auxiliares—. Pero no podemos sacarlo. Lo encontramos emparedado aquí, y está atascado. Es su pierna izquierda. Uno de los auxiliares alumbró hacia arriba con una linterna. La pierna izquierda estaba encajada dentro del compartimiento del equipaje, por encima del panel de la ventanilla, y atravesaba el material aislante plateado. Casey intentó recordar qué cable pasaba por allí, y si podía ser crítico para el vuelo. —Tengan cuidado al sacarlo —dijo. —Esto es lo más extraño que he visto en mi vida —oyó decir a una mujer del servicio de limpieza desde la cocina. —¿Cómo ha llegado aquí? —preguntó otra mujer. —Vete tú a saber. Casey se acercó a averiguar de qué hablaban. La mujer de la limpieza había encontrado una gorra azul de piloto. Tenía una huella digital estampada en sangre en la parte superior. Casey la cogió. —¿Dónde han encontrado esto? —Aquí mismo —dijo la mujer de la limpieza—. En la puerta de la cocina. Muy lejos de la cabina de mando, ¿no? —Sí. —Casey dio vuelta a la gorra en sus manos. Alas plateadas en la parte delantera, el medallón amarillo de TransPacific en el centro. Era una gorra de piloto, con los galones de comandante, de modo que seguramente pertenecía a uno de los miembros de la tripulación suplente. Si es que el avión llevaba tripulación suplente, cosa que aún no sabía. —Dios santo, esto es espantoso, espantoso. Oyó el inconfundible tono monocorde de aquella voz, y al alzar los ojos vio a Doug Doherty, el técnico de estructura, que entraba en la sección posterior de la cabina de pasajeros. —¿Qué han hecho con mi precioso avión? —gimió. Luego vio a Casey—. Ya sabes lo que es esto, ¿verdad? Nada de turbulencias. Este avión ha hecho una serie de picados y subidas. —Eso parece —convino Casey. —Sí, señor —dijo Doherty con tono melancólico—. Eso es lo que ha ocurrido. Han perdido el control. Es terrible, terrible... Uno de los asistentes sanitarios lo interrumpió: —¿Señor Doherty? Doherty lo miró. —No; no me lo diga. Éste es el sitio donde ha quedado encallado un hombre. —Sí, señor... —Tendría que haberlo imaginado —dijo con tristeza, acercándose—. Tenía que ser en el mamparo de popa. Exactamente en el sitio donde se encuentran

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los principales sistemas de vuelo... Muy bien, déjenme ver. ¿Qué es eso, un pie? —Sí, señor. —Alumbraron el punto con la linterna. Doherty se apretó contra el cuerpo, que se balanceó en la malla. —¿Podéis sujetarlo? Bien... ¿Alguien tiene un cuchillo o algo por el estilo? Seguro que no, pero... Uno de los auxiliares médicos le pasó un par de tijeras y Doherty empezó a cortar. Los trozos de material aislante cayeron al suelo. Doherty cortó y cortó, moviendo la mano con rapidez. Por fin se detuvo. —Vale. No ha tocado el cable A-59. No ha tocado el A-47. Está a la izquierda de las líneas hidráulicas, del equipo de aviónica... Bien; no veo que haya hecho ningún daño al avión. Los asistentes sanitarios, que sujetaban el cadáver, miraron fijamente a Doherty. —¿Podemos cortar, señor? Doherty seguía examinando atentamente las conexiones. —¿Eh? Ah, sí, claro, corten. Retrocedió y los auxiliares médicos dirigieron las grandes tenazas metálicas a la parte superior del avión. Encajaron las tenazas entre el compartimiento de equipaje y el techo, luego las abrieron. Se oyó un estruendoso chasquido cuando el plástico se rompió. Doherty se volvió. —No puedo verlo —dijo—. No puedo mirar cómo destruyen mi precioso avión. Echó a andar hacia el morro. Los asistentes sanitarios se quedaron mirándolo. Cuando Richman regresó, parecía avergonzado. Señaló hacia las ventanillas. —¿Qué hacen esos tipos en el ala? Casey se inclinó y observó por las ventanillas a los técnicos subidos al ala. —Están revisando los slats —respondió—. Controlando las superficies de las juntas. —¿Y para qué sirven los slats? Tendrás que enseñárselo todo, volvió a pensar Casey, y respondió: —¿Sabes algo de aerodinámica? ¿No? Verás, un avión vuela gracias a la forma de su ala. —El ala parecía una pieza muy simple, explicó, pero desde el punto de vista de la física, era el componente más complejo de un avión y el que más tiempo de construcción requería. En comparación, el fuselaje era algo muy sencillo: un montón de cilindros tachonados entre sí. Y la cola no era más que una veleta vertical con superficies de control. En cambio, un ala era una obra de arte. Con sus casi setenta metros de longitud, era increíblemente resistente, capaz de sostener todo el peso del avión. Pero al mismo tiempo estaba diseñada con una precisión de milésimas de pulgada—. La forma es crucial: curva en la parte superior, plana en la base. Eso significa que el aire

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que pasa por encima del ala tiene que moverse más rápido, y según el principio de Bernoulli... —Yo estudié derecho —le recordó él. —El principio de Bernoulli dice que cuanto más rápidamente se mueve un gas, menor es su presión. De modo que la presión de una corriente en movimiento es inferior a la del aire que la rodea —explicó Casey. Puesto que el aire se mueve a mayor velocidad en la parte superior del ala, crea un vacío que empuja el ala hacia arriba. El ala es lo bastante fuerte para sostener el fuselaje, de modo que todo el avión se mantiene en el aire. Por eso vuela un avión. —Vale... —Ahora bien, dos factores determinan el nivel de altitud: la velocidad a la que el ala se mueve en el aire y el grado de curvatura. Cuanto mayor es la curvatura, mayor es la altura. —De acuerdo. —Cuando el ala se mueve con rapidez, durante el vuelo, llegando quizá a 0,8 mach, no necesita demasiada curvatura. En realidad, debe estar casi plana. Pero cuando el avión se mueve más lentamente, durante el despegue y el aterrizaje, el ala necesita una curvatura mayor para sostener el peso. Por eso, en esas circunstancias, aumentamos la curvatura mediante la extensión de secciones retraíbles en la parte delantera y posterior del ala: las extensiones posteriores se llaman flaps, y las anteriores, slats. —¿Quieres decir que los slats son como las aletas normales, solo que están delante? —Exacto. —Nunca me había fijado en ellos —admitió Richman, mirando por la ventanilla. —Los aviones más pequeños no tienen slats —dijo Casey—. Pero este avión pesa más de trescientas toneladas a carga plena. Un avión de esta magnitud necesita slats. Mientras miraban, la primera de estas aletas se movió hacia afuera y luego se inclinó hacia abajo. Los mecánicos del ala se metieron las manos en los bolsillos y observaron. —¿Por qué son tan importantes los slats? —preguntó Richman. —Porque una de las posibles causas de oscilaciones es la extensión de estas aletas en pleno vuelo. Recuerda que a velocidad de crucero el ala debe estar prácticamente plana. Si los slats se extienden, el avión pierde estabilidad. —¿Y qué puede provocar la extensión de los slats? —Un error del piloto —dijo Casey—. Es la causa más común. —Pero en teoría el piloto de este avión era muy bueno. —Así es. En teoría. —¿Y si no fue un error del piloto? Casey titubeó.

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—Existe una avería llamada «extensión incontrolada de slats». Significa que los slats se extienden solos, sin previo aviso. Richman arrugó el entrecejo. —¿Eso puede ocurrir? —Alguna vez ha pasado —respondió Casey—. Pero no nos parece probable en este aparato. —No pensaba entrar en detalles con aquel mocoso. Al menos, no en ese momento. Richman mantenía la frente arrugada. —Si no es probable, ¿por qué lo comprueban? —Porque podría haber pasado, y nuestro trabajo consiste en comprobarlo todo. Quizá este avión en particular tenga un problema. Puede que los cables de control no estén bien montados. O que haya un desperfecto eléctrico en los accionadores hidráulicos. Quizá hayan fallado los sensores de proximidad. O los sistemas informáticos. Revisaremos todos los mecanismos hasta que encontremos dónde se ha producido la avería y por qué. Ahora mismo, no tenemos ni la más remota idea. Cuatro hombres se apiñaron dentro de la cabina de vuelo y se inclinaron sobre los mandos. Van Trung, que tenía un certificado de la compañía, se sentó en el asiento del comandante; Kenny Burne, lo hizo a su derecha, en el asiento del primer oficial. Trung manipulaba los controles, uno tras otro: flaps, slats, timón de profundidad, timón de dirección. Mientras realizaba cada prueba, examinaba los indicadores del panel de mandos. Casey y Richman se acercaron a la puerta de la cabina de mando. —¿Has encontrado algo, Van? —preguntó. —Todavía no —respondió Trung. —No tenemos una mierda —dijo Kenny Burne—. Este pájaro está como nuevo. No tiene nada mal. —Entonces, es probable, después de todo, que hayan sido turbulencias —dijo Richman. —Y una mierda —dijo Burne—. ¿Quién ha dicho eso? ¿El niñato nuevo? —Sí —respondió Richman. —Pues dale una lección, Casey —sugirió Burne, mirando por encima del hombro. —Las turbulencias —explicó Casey a Richman— son una famosa excusa para justificar cualquier cosa que va mal durante un vuelo. A veces hay realmente turbulencias, desde luego, y en los viejos tiempos los aviones lo pasaban mal. Pero en la actualidad es muy difícil que se presenten turbulencias lo bastante importantes para provocar heridos. —¿Por qué?

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—Por los radares, colega —espetó Burne—. Los reactores comerciales están equipados con radares meteorológicos. Los pilotos detectan los fenómenos climáticos con antelación y pueden evitarlos. También ha mejorado mucho la comunicación entre aviones. Si un avión encuentra mal tiempo volando a la misma altitud que tú, doscientas millas por delante, te informará y podrás esquivar la zona. De modo que los días de «violentas turbulencias» son agua pasada. A Richman le molestaba el tono de sabelotodo que había adoptado Burne. —No sé —dijo—. Yo he estado en vuelos donde las turbulencias fueron bastante desagradables... —¿Y viste morir a alguien en alguno de esos vuelos? —Bueno, no... —¿Viste que la gente se cayera de sus asientos? —No... —¿Heridos de alguna clase? —No —respondió Richman—. Nada de eso. —Exactamente —dijo Burne. —Pero seguramente es posible que... —¿Posible? —preguntó Burne—. ¿Te crees que esto es un juicio, donde todo es posible? —No, pero... —Eres abogado, ¿no es cierto? —Sí, pero... —Será mejor que dejemos algo claro ahora mismo. Aquí no hacemos leyes. Las leyes son un montón de mierda. Esto es un avión. Una máquina. Y o bien pasó algo en esta máquina, o no pasó nada. No es una cuestión de punto de vista. Así que, ¿por qué no te largas de aquí y nos dejas trabajar en paz? Richman dio un respingo, pero se mantuvo firme. —Muy bien —repuso—, pero si no han sido turbulencias, habrá pruebas de que... —Exactamente —replicó Burne—, la señal de cinturón de seguridad. Si un piloto encuentra turbulencias, lo primero que hace es encender la señal de cinturón de seguridad y hablar con los pasajeros. Todo el mundo se ajusta los cinturones, y nadie resulta herido. Este tipo no lo ha hecho. —Es probable que la señal no funcione. —Mira hacia arriba —se oyó un pitido y la señal de cinturón de seguridad se encendió encima de sus cabezas. —Quizá los altavoces no... —Funcionan, funcionan, puedes creerme —dijo la voz amplificada de Burne. Luego apagó el amplificador de potencia.

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Dan Greene, el rollizo inspector de operaciones de la Oficina Regional de Control Aéreo, subió a bordo. Tenía la respiración acelerada después de ascender por la escalera metálica. —Hola, muchachos. Os traigo la autorización para trasladar el avión a Burbank. Supuse que querríais llevaros el pájaro a la planta. —Sí, así es —dijo Casey. —Eh, Dan —llamó Kenny Burne—. Enhorabuena por conseguir que la tripulación del vuelo no se marchara. —Vete a hacer puñetas —respondió Greene—. He mandado a un tipo a la puerta un minuto después de que llegara el avión. La tripulación ya se había largado. —Se volvió hacia Casey—. ¿Ya han sacado al fiambre? —Todavía no. Está atascado. —Sacamos a los demás muertos y enviamos a los heridos graves a los hospitales del oeste. Ésta es la lista. —Le entregó un papel a Casey—. En la enfermería del aeropuerto sólo quedan unos pocos. —¿Cuántos? —preguntó Casey. —Seis o siete. Incluyendo un par de azafatas. —¿Puedo hablar con ellos? —preguntó Casey. —No veo por qué no —dijo Greene. —¿Cuánto falta, Van? —preguntó Casey. —Calcula una hora, como mínimo. —De acuerdo —dijo—. Voy a coger el coche. —Y llévate al maldito Clarence Darrow contigo —instó Burne.

AEROPUERTO DE LOS ÁNGELES 10.42 H

Una vez en la furgoneta, Richman dejó escapar un profundo suspiro. —¡Vaya! —exclamó—. ¿Siempre son tan amistosos? Casey se encogió de hombros. —Son técnicos —dijo. ¿Qué esperaba?, pensó. Ya debía de haber tratado con técnicos en General Motors—. Desde el punto de vista emocional, tienen trece años, están atascados en la etapa inmediatamente anterior a aquella en que los chicos cambian los juguetes por las chicas. Ellos siguen jugando con juguetes. Sus aptitudes sociales son muy limitadas, se visten mal, pero poseen una inteligencia fuera de lo común, están bien preparados y a su manera son arrogantes. Está claro que no permiten entrar en el juego a los extraños. —Y menos a los abogados.

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—Actúan así con cualquiera. Son como los grandes maestros del ajedrez. No pierden el tiempo con aficionados. Y ahora están bajo una gran presión. —¿Tú eres técnica? —¿Yo? No. Además soy mujer. Y por si fuera poco trabajo para Control de Calidad. Tres razones por las que no cuento en absoluto. Ahora Marder me ha nombrado enlace de la CEI con la prensa, lo cual es otro golpe de fortuna para ellos. Los técnicos detestan a la prensa. —¿La prensa meterá las narices en este asunto? —Puede que no —respondió Casey—. Se trata de una compañía aérea extranjera, los muertos eran extranjeros y el incidente no ha ocurrido en Estados Unidos. Y no existen documentos gráficos. Así que no le prestarán mucha atención. —Pero parece un asunto bastante grave... —La gravedad no es un criterio —dijo ella—. El año pasado se produjeron veinticinco accidentes con daños importantes en los aviones. Veintitrés ocurrieron en el exterior. ¿Recuerdas alguno? Richman arrugó la frente. —¿La catástrofe en Abu Dhabi, donde murieron cincuenta y seis personas? —preguntó Casey—. ¿La de Indonesia con doscientas víctimas? ¿La de Bogotá con ciento cincuenta y tres? ¿Recuerdas alguna de ellas? —No —respondió Richman—, pero ¿no pasó algo en Atlanta? —Exactamente —dijo ella—. Un DC—9 en Atlanta. ¿Cuántos muertos? Ninguno. ¿Heridos? Ninguno. ¿Por qué lo recuerdas? Porque viste una filmación del accidente en las noticias de las once. La furgoneta abandonó la pista y salió a la calle a través de un paso abierto en la cerca de cadenas. Giraron por Sepúlveda y se dirigieron hacia los muros redondeados y azules del hospital Centinela. —En cualquier caso —dijo Casey—, ahora tenemos otros motivos de preocupación. —Le entregó a Richman una grabadora, le enganchó un micrófono en la solapa y le explicó lo que iban a hacer.

HOSPITAL CENTINELA 12.06 H

—¿Quiere saber qué ha pasado? —preguntó un hombre de barba visiblemente exasperado. Se llamaba Bennet, tenía cuarenta años y era concesionario de la marca de tejanos Guess. Había ido a Hong Kong a visitar la fábrica, cosa que hacía cuatro veces al año, y siempre volaba con TransPacific. En ese momento estaba en uno de los cubículos rodeados de cortinas del dispensario. Se

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hallaba sentado en la cama y tenía la cabeza y el brazo derecho vendados—. El avión ha estado a punto de estrellarse, eso es lo que ha pasado. —Ya veo —dijo Casey—, pero me preguntaba si... —Por cierto, ¿quiénes son ustedes? —preguntó el hombre. Casey le enseñó su tarjeta de identificación y volvió a presentarse. —¿Norton Aircraft? ¿Y qué coño tienen que ver ustedes con este asunto? —Nosotros fabricamos ese avión, señor Bennet. —¿Esa mierda? Pues váyase a hacer puñetas, señora. —Le arrojó la tarjeta de identificación—. Lárguense de aquí, los dos. —Señor Bennet... —¡Largo de aquí! ¡Largo! ¡Largo! Fuera del cubículo, Casey miró a Richman. —Tengo un talento especial para tratar con la gente —dijo con tristeza. Se dirigió hacia el siguiente cubículo, pero se detuvo un momento antes de entrar. Al otro lado de la cortina, hablaban rápidamente en chino, primero una voz de mujer, luego la de un hombre. Decidió seguir hasta la cama siguiente. Abrió las cortinas y vio a una mujer china dormida, con un collarín en el cuello. Una enfermera alzó la vista y se llevó un dedo a los labios. Casey siguió hasta el compartimiento siguiente. Allí se encontraba una de las auxiliares de vuelo, una mujer de veintiocho años llamada Kay Liang. Presentaba una importante abrasión en la cara y el cuello, y en toda esa zona tenía la piel roja y despellejada. Estaba sentada en un silla, junto a la cama vacía, mirando un ejemplar de Vogue de seis meses atrás. Explicó que se había quedado en el hospital para acompañar a Sha—Yan Hao, otra azafata, que ocupaba el cubículo contiguo. —Es mi prima —explicó—. Creo que está malherida. No me dejan quedarme en la misma habitación que ella. —Hablaba muy bien inglés, con acento británico. Cuando Casey se presentó, Kay Liang pareció perpleja. —¿Son de la fábrica de aviones? —preguntó—. Pero acaba de marcharse un hombre... —¿Qué hombre? —Un chino. Ha estado aquí hace unos minutos. —No sé nada al respecto —dijo Casey frunciendo el entrecejo—. Pero nos gustaría hacerle unas preguntas. —Claro. —Dejó la revista y cruzó las manos sobre el regazo con actitud serena.

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—¿Cuánto tiempo hace que trabaja para TransPacific? —preguntó Casey. Tres años, respondió Kay Liang. Y antes había estado otros tres años con Cathay Pacific. Explicó que siempre hacía rutas internacionales, porque hablaba idiomas: inglés y francés, además de chino. —¿Y dónde estaba cuando se ha producido el incidente? —En la cocina del centro del avión. Detrás de la clase business. —Explicó que las azafatas estaban preparando el desayuno. Eran alrededor de las cinco de la madrugada, quizá unos minutos más. —¿Y qué ha pasado? —El avión ha empezado a subir —contestó—. Lo sé porque estaba sacando las bebidas y éstas se han deslizado en el carrito. Entonces, casi de inmediato, ha habido un descenso brusco. —¿Qué ha hecho usted? Explicó que no había podido hacer nada, aparte de sujetarse. La bajada fue abrupta. Las bebidas y la comida cayeron al suelo. Le parecía que el descenso había durado unos diez segundos, pero no podía asegurarlo. Luego hubo otra subida, extremadamente pronunciada, y otro descenso brusco. En el segundo descenso, se golpeó la cabeza contra el tabique. —¿Ha perdido el conocimiento? —No. Pero ha sido entonces cuando me he lastimado la cara. —Se señaló la lesión. —¿Y qué ha pasado después? Dijo que no estaba segura. Sus recuerdos eran confusos porque la segunda azafata en la cocina, la señorita Jiao, cayó sobre ella y ambas rodaron al suelo. —Oíamos los gritos de los pasajeros —dijo—. Y naturalmente los veíamos en los pasillos. Contó que al cabo de un momento el avión recuperó la estabilidad. Entonces pudo levantarse y ayudar a los pasajeros. La situación era terrible, dijo, en especial en la parte posterior del avión. —Muchas personas estaban heridas y sangraban, desesperadas de dolor. Las azafatas estaban desbordadas. Para colmo, Hao, mi prima, que se encontraba en la cocina de popa, estaba inconsciente. Eso ha afectado a las demás azafatas. Y había tres pasajeros muertos. La situación era alarmante. —¿Qué ha hecho usted? —He cogido el botiquín de emergencias para atender a los pasajeros. Luego he ido a la cabina de mando. Quería saber si la tripulación de vuelo se encontraba bien. Y debía avisarles que el primer oficial de vuelo había resultado herido en la cocina de popa. —¿El primer oficial estaba en la cocina de popa cuando ha ocurrido el incidente? —preguntó Casey. Kay Liang parpadeó. —Bueno, el primer oficial de la tripulación suplente.

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—¿Había dos tripulaciones a bordo? —Sí. —¿Cuándo han cambiado los turnos? —Quizá tres horas antes. Durante la noche. —¿Cómo se llama el primer oficial herido? —preguntó Casey. Una vez más la azafata titubeó. —No... No estoy segura. No había volado nunca con esa tripulación suplente. —Ya veo. ¿Y qué ha pasado cuando ha ido a la cabina de mando? —El capitán Chang había conseguido controlar el avión. La tripulación de vuelo estaba alterada, pero no había heridos. El capitán Chang me ha dicho que había solicitado permiso para un aterrizaje de emergencia en Los Ángeles. —¿Había volado antes con el capitán Chang? —Sí. Es un buen capitán. Un capitán excelente. Me gusta mucho. Demasiados halagos, pensó Casey. La azafata, antes tranquila, de pronto parecía inquieta. Liang miró a Casey y luego apartó la vista. —¿Ha advertido algún daño en la cabina de mando? —preguntó Casey. La azafata reflexionó un instante, arrugando la frente. —No —respondió—. La cabina de mando parecía en orden. —¿Ha dicho algo más capitán Chang? —Sí. Ha dicho que se había producido una extensión incontrolada de slats —respondió—. Ha mencionado que ésa era la causa del incidente y que la situación estaba bajo control. Vaya, pensó Casey. Esto no alegrará a los técnicos. Pero a Casey le preocupaba el empleo del tecnicismo por parte de la azafata. Le parecía poco probable que una auxiliar de vuelo supiera qué era una extensión incontrolada de slats. Aunque quizá se limitara a repetir lo que había dicho el capitán. —¿El capitán Chang ha explicado por qué se había producido esa extensión? —Sólo ha dicho que había sido una extensión incontrolada de slats. —Ya veo —dijo Casey—. ¿Y sabe usted dónde está situado el mando de los slats? Kay Liang asintió. —Es una palanca que está en el pedestal central, entre los asientos. Estaba en lo cierto, pensó Casey. —¿Ha mirado la palanca en ese momento? Quiero decir, mientras estaba en la cabina de mandos. —Si estaba en posición superior y trabada. Una vez más Casey reparó en la terminología de la mujer. Un piloto hubiera dicho «en posición superior y trabada», pero ¿una azafata?

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—¿Ha dicho algo más el capitán? —Estaba preocupado por el piloto automático. Ha dicho que no le había permitido hacerse con el control del avión. Ha dicho: «He tenido que pelearme con el piloto automático para recuperar el control.» —Ya veo. ¿Y cuál era el estado de ánimo del comandante Chang en ese momento? —Estaba tranquilo, como siempre. Es un excelente comandante. Los ojos de la chica revelaban su nerviosismo. Se retorcía las manos sobre el regazo. Casey decidió esperar un momento. Era un viejo truco en los interrogatorios: deja que el interrogado rompa el silencio. —El capitán Chang procede de una distinguida familia de pilotos —dijo Kay Liang, tragando saliva—. Su padre fue piloto durante la guerra, y su hijo también es piloto. —Ya veo... La azafata volvió a sumirse en el silencio. Durante la pausa se miró las manos y luego levantó la vista otra vez. —¿Quiere preguntarme algo más? Fuera del cubículo, Richman preguntó: —¿No es ésa la avería que, según usted, no podía suceder? ¿Una extensión incontrolada de slats? —No dije que no pudiera suceder. Lo que dije es que no creía que fuera posible en este avión. Y si ocurrió, tenemos más preguntas que respuestas. —¿Y qué hay del piloto automático? —Es demasiado pronto para asegurar nada —dijo Casey y entró en el cubículo siguiente. —Debían de ser alrededor de las seis —recordó Emily Jansen, sacudiendo la cabeza. Era una mujer delgada de unos treinta años, y tenía un cardenal en la mejilla. Un bebé dormía en su regazo. Su esposo estaba en la cama contigua, con una barra metálica entre los hombros y la barbilla. La mujer explicó que se había roto la mandíbula—. Acababa de darle el biberón a la niña y hablaba con mi marido cuando de pronto oí un ruido. —¿Qué clase de ruido? —Un ruido sordo, un zumbido metálico. Me pareció que procedía del ala. —Malo, pensó Casey—. Entonces miré por la ventanilla. Hacia el ala. —¿Vio algo fuera de lo común? —No. Todo parecía normal. Así que supuse que el ruido venía del motor, pero tampoco en el motor noté nada anormal. —¿Dónde estaba el sol en ese momento?

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—De mi lado. Brillaba de mi lado. —¿De modo que la luz del sol caía sobre el ala? —Sí. —Y la deslumbraba. Emily Jansen sacudió la cabeza. —No lo recuerdo. —Estaba encendida la señal de cinturón de seguridad? —No. No se encendió en ningún momento. —¿EI capitán hizo algún anuncio por los altavoces? —No. —Volviendo al ruido, ¿lo ha descrito como un ruido sordo? —Algo así. No estoy segura de si lo oí o lo sentí. Era casi como una vibración. Una vibración, se dijo Casey, y preguntó: —¿Cuánto tiempo duró esa vibración? —Varios segundos. —¿Cinco? —Más. Yo diría diez o doce. Una descripción clásica de una extensión de slats en pleno vuelo, pensó Casey. —Muy bien —dijo—. ¿Y entonces? —El avión empezó a bajar. —Jansen hizo un ademán con la mano—. Así. Casey continuaba tomando notas, pero ya casi no la escuchaba. Procuraba ordenar la secuencia de los hechos y decidir en qué debían concentrarse los técnicos. Estaba claro que la versión de los dos testigos señalaba una extensión incontrolada de slats. Primero una vibración de unos doce segundos, exactamente el tiempo necesario para que los slats se extendieran. Luego una pequeña subida, que era lo que sin duda ocurriría a continuación. Y por fin una sucesión de subidas y bajadas mientras la tripulación trataba de estabilizar el avión. Vaya lío, pensó. Emily Jansen decía: —Como la puerta de la cabina de mando estaba abierta, oí todas las alarmas. Había pitidos de emergencia y voces en inglés que parecían grabadas... —¿Recuerda qué decían? —Algo así como Fall... fall. Caída, caída, o algo parecido. Era la alarma de entrada en pérdida, pensó Casey. Lo que la alarma de audio decía era Stall, stall: entrada en pérdida. Mierda. Se quedó unos minutos más con Emily Jansen y salió al pasillo. Allí Richman dijo:

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—¿Esa vibración significa que los slats se han extendido? —Es probable —respondió Casey. Estaba nerviosa, irritable. Quería volver al avión y hablar con los ingenieros. Desde uno de los cubículos rodeados de cortinas, al fondo del pasillo, vio salir a un individuo grueso de pelo cano. Le sorprendió comprobar que se trataba de Mike Lee. ¿Qué demonios hacía el representante de las líneas aéreas hablando con los pasajeros? No era el procedimiento habitual. Ese hombre no tenía nada que hacer allí. Recordó lo que le había dicho Kay Liang: «Acaba de marcharse un chino.» Lee fue a su encuentro, sacudiendo la cabeza. —Mike —dijo Casey—. Me sorprende verte aquí. —¿Por qué? Deberíais darme una medalla —replicó—. Un par de pasajeros estaban pensando en presentar una demanda. Los he convencido de que no lo hicieran. —Mike, has hablado con los miembros de la tripulación antes que nosotros —reprochó Casey—. Eso no está bien. —¿Acaso crees que les he contado una historia para que la repitan? —preguntó Lee mirándola fijamente—. Lo siento, Casey. Pero el vuelo 545 ha tenido una extensión incontrolada de slats, y eso significa que todavía tenéis problemas con el N-22. De camino hacia la furgoneta, Richman preguntó: —¿Qué ha querido decir con eso de que todavía tenéis problemas? Casey suspiró. No tenía sentido ocultarle la verdad. —Tuvimos algunos incidentes causados por el despliegue de slats en el N-22. —Un momento —dijo Richman—. ¿Quieres decir que esto había ocurrido antes? —No exactamente igual —contestó ella—. Nunca había habido heridos graves. Pero sí; los slats nos han causado problemas.

EN RUTA 13.05 H

—El primer incidente ocurrió hace cuatro años, en un vuelo a San Juan —explicó Casey mientras conducía de regreso al avión—. Los slats se extendieron durante el vuelo. Al principio, pensamos que era una anomalía, pero luego hubo dos incidentes similares en un par de meses. Cuando investigamos, descubrimos que en todos los casos los slats se habían desplegado en un período de actividad dentro de la cabina de mando;

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exactamente después de un cambio de tripulación, cuando marcaban las coordenadas del siguiente tramo del vuelo o algo por el estilo. Finalmente descubrimos que la tripulación tocaba la palanca al pasar, la golpeaba con las tablillas de notas o se les enganchaba en las mangas del uniforme... —Bromeas —dijo Richman. —No —respondió ella—. Habíamos puesto una ranura para trabar la palanca, como la que tienen las palancas de cambio de los automóviles, y a pesar de eso la palanca se destrababa accidentalmente. Richman la miró con el escepticismo propio de un fiscal durante un juicio. —De modo que el N-22 tiene problemas. —Era un modelo nuevo —dijo Casey—, y todos los modelos tienen problemas al principio. Es imposible fabricar una máquina con un millón de piezas sin que surja algún contratiempo. Hacemos todo lo que podemos para evitarlos. Primero diseñamos, luego ponemos a prueba el diseño. A continuación fabricamos y hacemos una prueba de vuelo. Pero siempre habrá problemas. Lo importante es que se solucionen. »Siempre que descubrimos un problema, enviamos un informe a los operadores, que llamamos boletín de servicio, donde se describen las medidas recomendadas. Pero no tenemos autoridad para exigir que las cumplan. Algunas líneas aéreas lo hacen y otras no. Si el problema persiste, la FAA interviene y dicta una DA, o sea una directiva de aeronavegabilidad, exigiendo a los operadores que reparen los aviones en servicio activo dentro de un límite de tiempo determinado. Pero siempre se dictan directivas, para todos los modelos de aviones. Para orgullo nuestro, la Norton ha recibido menos que cualquier otra compañía. —Eso dices tú. —Si no me crees, investiga. Todo consta en los ficheros de Oak City. —¿De dónde? —Todas las directivas de aeronavegabilidad que se han dictado están en un archivo del Centro Técnico de la FAA, en la ciudad de Oklahoma. —¿O sea que hay una DA para el N-22? ¿Me estás diciendo eso? —Publicamos un boletín de servicio recomendando a las líneas aéreas que instalaran una cubierta de metal sobre la palanca. Eso significaba que el capitán tenía que levantar la cubierta antes de desplegar los slats, pero así quedó resuelto el problema. Como de costumbre, algunos operadores hicieron caso y otros no. De modo que la FAA dictó una DA, convirtiendo la medida en obligatoria. De eso hace cuatro años. Desde entonces sólo ha habido un incidente en una línea aérea indonesia que no instaló la cubierta. Dentro del país la FAA obliga a las líneas aéreas a cumplir las normas, pero fuera... —Se encogió de hombros—. Fuera hacen lo que les da la gana. —¿Y eso es todo? ¿El problema se reducía a eso? —El problema se reducía a eso. La CEI investigó, se instalaron cubiertas metálicas en la flota, y no hubo más problemas con los slats en el N-22. —Hasta ahora —dijo Richman.

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—Exactamente. Hasta ahora.

AEROPUERTO DE LOS ÁNGELES, HANGAR DE MANTENIMIENTO

13.22 H

—¿Qué? —gritó Kenny Burne desde la cabina de vuelo del TransPacific—. ¿Que ha dicho que fue qué? —Una extensión incontrolada de slats —respondió Richman. —Y una mierda —espetó Burne. Empezó a bajarse del asiento—. ¡Una puta mierda! ¡Eh, Clarence, ven aquí! ¿Ves ese sillón? Es el asiento del primer oficial. Siéntate ahí. —Richman titubeó—. Venga, Clarence, siéntate ahí. Richman se abrió paso entre los demás hombres de la cabina y se sentó en el asiento del primer oficial. —Muy bien —dijo Burne—. ¿Estás cómodo, Clarence? ¿No serás piloto, por casualidad? —No —respondió Richman. —Bien. Estupendo. De modo que aquí estás, preparado para levantar vuelo. Miras al frente —señaló el panel de mandos, directamente delante de Richman, que tenía tres pantallas de vídeo cuadrangulares de unos ocho centímetros de lado—, tienes tres tubos de rayos catódicos en color que te muestran los datos fundamentales del vuelo, el indicador principal de vuelo, el indicador de navegación y el indicador de sistemas. Cada uno de estos pequeños semicírculos representa un sistema diferente. Si todos están en verde, todo va sobre ruedas. Ahora bien, por encima de tu cabeza, tienes el panel de interruptores del techo. Todas las luces están apagadas, lo que significa que todo va bien. Estará oscuro a menos que haya un problema. A tu izquierda está lo que llamamos el pedestal. Burne señaló una estructura con forma de caja que sobresalía entre los dos asientos. —De derecha a izquierda tenemos flaps, slats, dos reguladores de motores, spoilers, frenos, inversores de empuje. Los flaps y los slats se controlan mediante la palanca que tienes más cerca, la que lleva una pequeña cubierta metálica encima. ¿La ves? —Sí —respondió Richman. —Bien. Levanta la cubierta y extiende los slats. —Que extienda los slats... —Que bajes la palanca —aclaró Burne. Richman levantó la cubierta y luchó por unos instantes con la palanca.

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—No, no. Cógela con firmeza, tira hacia arriba, luego a la derecha y finalmente hacia abajo —explicó Burne—. Como la palanca de cambios de un coche. Richman cerró la mano sobre la palanca. Tiró hacia arriba, al lado y abajo. Se oyó un zumbido lejano. —Bien —dijo Burne—. Ahora mira el indicador. ¿Ves esa señal amarilla, donde pone SLATS EXTEND? Indica que los slats están saliendo por el borde de ataque. ¿De acuerdo? Tardan doce segundos en extenderse por completo. Ahora están fuera, la señal es blanca y dice SLATS. —Comprendo —dijo Richman. —De acuerdo. Ahora retrae los slats. Richman repitió el proceso en sentido inverso, llevando la palanca hacia arriba, girándola a la izquierda y trabándola en posición para finalmente taparla con la cubierta. —Eso —dijo Burne— es una extensión controlada de slats. —De acuerdo —respondió Richman. —Ahora simulemos una extensión incontrolada de slats. —¿Y cómo lo hago? —Como puedas, colega. Para empezar, golpea la palanca con el dorso de la mano. Richman extendió el brazo hacia el pedestal y rozó la palanca con la mano izquierda. Pero la cubierta la protegía. No ocurrió nada. —Venga, golpea a esa hija de puta. Richman asestó un par de golpes con la mano sobre el metal. Golpeó más y más fuerte en cada nueva intentona, pero no pasó nada. La cubierta protegía el mando, y la palanca de slats seguía arriba y trabada. —Quizá puedas destrabarla con el codo. O si no, ¿sabes qué? Coge esta tablilla de aquí —sugirió Burne, sacando una tablilla de entre los asientos y entregándosela a Richman—. Venga, dale un buen golpe. Estamos simulando un accidente. Richman golpeó la palanca con la tablilla, que produjo un tañido al chocar contra el metal. Luego giró la tablilla y empujó la palanca con uno de los bordes, pero no pasó nada. —¿Quieres seguir intentándolo? —dijo Burne—. ¿O empiezas a entender? Es imposible, Clarence. Al menos mientras la cubierta esté en su sitio. —Puede que la cubierta no estuviera en su sitio —sugirió Richman. —Vaya —dijo Burne—, brillante idea. Tal vez consigas levantar la cubierta accidentalmente. Inténtalo con la tablilla, Clarence. Richman deslizó la tablilla sobre la cubierta, pero la superficie estaba ligeramente curvada y la tablilla resbaló. La cubierta siguió cerrada. —No hay forma de conseguirlo —dijo Burne—. Por accidente, no. ¿Se te ocurre alguna otra idea?

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—Puede que la cubierta ya estuviera levantada. —Buena idea —dijo Burne—. Se supone que no deberían volar con la cubierta levantada, pero vete a saber qué coño hacían. Venga, levanta la cubierta. Richman levantó la cubierta sobre sus bisagras. La palanca quedó expuesta. —Muy bien, Clarence. Adelante. Richman balanceó la tablilla junto a la palanca y la golpeó con fuerza, pero puesto que la mayoría de los movimientos eran laterales, la cubierta seguía protegiendo el mando. La tablilla tocaba la cubierta antes que la palanca. En varios intentos, la cubierta volvió a bajarse. Richman tenía que detenerse para levantar la cubierta antes de poder seguir. —Puede que si usaras la mano... —sugirió Burne. Richman comenzó a golpear la palanca con la palma de la mano. Un instante después, su mano estaba roja y la palanca seguía levantada y trabada. —Muy bien —dijo, sentándose otra vez—. Ya me hago una idea. —Es imposible —aseguró Burne—. Sencillamente imposible. Una extensión incontrolada de slats es imposible en este avión. Punto final. Desde el exterior de la cabina de vuelo, Doherty preguntó: —¿Habéis terminado de jugar? Porque quiero sacar los registradores y volver a casa. Cuando salían de la cabina de vuelo, Burne tocó a Casey en el hombro y dijo: —¿Puedo hablar un minuto contigo? —Claro —respondió ella. La guió hacia el interior del avión, donde los demás no pudieran oírlos. Burne se inclinó hacia Casey y preguntó: —¿Qué sabes de ese crío? Casey se encogió de hombros. —Es pariente de algún Norton. —¿Qué más? —Marder me lo ha asignado a mí. —¿Has comprobado su expediente? —No —contestó Casey—. Si Marder me lo ha enviado, doy por sentado que no tiene nada de malo. —Pues yo he hablado con mis amigos de márketing —dijo Burne—. Dicen que es un zorro. Te aconsejan que no le des la espalda. —Kenny... —Te digo que ese chico tiene algo raro, Casey. Investígalo.

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Se oyó el zumbido metálico de los destornilladores eléctricos y los paneles del suelo se abrieron, revelando una masa de cables y cajas debajo de la cabina de mando. —¡Cielos! —exclamó Richman, contemplando el espectáculo. Ron Smith, que dirigía la operación, se rascó la calva con nerviosismo. —Está bien —dijo—. Ahora el panel de la izquierda. —¿Cuántas cajas tenemos en este pájaro, Ron? —preguntó Doherty. —Ciento cincuenta y dos —respondió Smith. Casey sabía que cualquier otra persona habría tenido que consultar un montón de diagramas antes de responder. Smith, en cambio, conocía el sistema eléctrico como la palma de su mano. —¿Qué sacamos? —preguntó Doherty. —El CVR, el DFDR y el QAR, si lo tiene —dijo Smith. —¿No sabes si tiene un QAR? —preguntó Doherty, provocándolo. —Es optativo —dijo Smith—. Lo instala el cliente. No creo que se hayan hecho poner uno. Por lo general, en el N-22, va en la cola, pero lo he buscado y no lo he encontrado. Richman se volvió hacia Casey; nuevamente parecía perplejo. —Creía que buscaban las cajas negras. —Y eso hacemos —confirmó Smith. —¿Quiere decir que hay ciento cincuenta y dos cajas negras? —Están repartidas por todo el avión —respondió Smith—, pero ahora sólo buscamos las principales, los diez o doce NVM que realmente importan. —NVM —repitió Richman. —Eso mismo —dijo Smith y se volvió de espaldas, inclinándose sobre los paneles. Casey quedó a cargo de las explicaciones. La gente pensaba que un avión era un gran artilugio mecánico con poleas y palancas que subían y bajaban los mandos. En medio de esta maquinaria, creían, había dos cajas negras mágicas que grababan los acontecimientos durante el vuelo. Eran las famosas cajas negras de las que siempre se hablaba en televisión. El CVR, el registrador de voces de la cabina de mando, era básicamente un magnetófono muy resistente; grababa la última media hora de conversación en la cabina de vuelo sobre una espiral continua de cinta magnética. Luego estaba el DFDR, el registrador de datos de vuelo, que almacenaba detalles sobre la conducta del avión, de modo que, después de un accidente, los investigadores pudieran averiguar lo sucedido. Pero esa imagen de un avión, según explicó Casey, era inexacta cuando se trataba de un avión de transporte grande. Los reactores comerciales tenían pocas poleas y palancas; de hecho, pocos sistemas mecánicos de cualquier clase. Casi todo era hidráulico o eléctrico. En la cabina de vuelo, el piloto no

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movía los alerones o las aletas mediante fuerza muscular. El mecanismo era similar al del sistema de transmisión de un automóvil: cuando el piloto movía la palanca de mandos y los pedales, enviaba impulsos eléctricos para activar sistemas hidráulicos, que a su vez ponían en movimiento las superficies de control o mandos de vuelo. Lo cierto era que un avión de pasajeros estaba controlado por una extraordinaria y sofisticada red electrónica: docenas de sistemas informáticos conectados entre sí por centenares de kilómetros de cables. Había ordenadores para el control del vuelo, para la navegación, para la comunicación. Los ordenadores regulaban los motores, los mandos, las condiciones atmosféricas de la cabina. Cada uno de los principales sistemas informáticos estaba controlado por un conjunto de subsistemas. Así, el sistema de navegación controlaba el ILS, para aterrizaje por instrumentos; el DME, para la medición de distancias; el ATC, para el control de tráfico aéreo; el TCAS, para prevención de colisiones, y el GPWS, o aviso de proximidad al suelo. En este complejo entorno electrónico era relativamente sencillo instalar un registrador digital de datos de vuelo. Puesto que todos los mandos eran ya electrónicos, simplemente se los dirigía mediante el DFDR y se los almacenaba con medios magnéticos. —Un registrador de datos de vuelo moderno registra ochenta parámetros de vuelo distintos durante cada segundo de vuelo. —¿Durante cada segundo? ¿Cómo es de grande? —preguntó Richman. —Ahí lo tienes —dijo Casey, señalando una caja con rayas negras y anaranjadas que Ron sacaba del bastidor del equipo de radio. Era del tamaño de una caja de zapatos grande. La dejó en el suelo y la reemplazó por una caja nueva, para el viaje hasta Burbank. Richman se agachó y levantó el registrador de datos de vuelo, cogiéndolo del asa de acero inoxidable. —Es pesado. —Es por la cubierta antichoques —dijo Ron—. El chisme en sí pesa poco más de ciento cincuenta gramos. —¿Y las demás cajas? ¿Para qué sirven? Casey explicó que la misión de las demás cajas consistía en facilitar las tareas de mantenimiento. Dada la complejidad de los sistemas electrónicos del avión, era preciso monitorizar el comportamiento de cada sistema por si se producían errores o fallos durante el vuelo. Cada sistema controlaba su propio funciona-miento, en lo que se llamaba «memoria no volátil». —Eso es NVM. Ese día transferirían los datos de ocho sistemas NVM: el ordenador de control de vuelo, que almacenaba los datos del plan de vuelo y las variaciones de ruta introducidas por el piloto; el controlador digital del motor, que registraba la combustión y el grupo motor; el computador digital de datos de aire, que gra-baba la velocidad relativa del aire, la altitud y los indicadores de exceso de velocidad...

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—De acuerdo —dijo Richman—. Creo que ya me hago una idea. —Nada de esto sería necesario —explicó Ron Smith— si tuviéramos el QAR. —¿El QAR? —Es otro dispositivo de mantenimiento —explicó Casey—. El personal de mantenimiento debe subir a bordo cuando aterriza el avión y leer rápidamente cualquier cosa que haya salido mal en el último tramo del recorrido. —¿No se lo preguntan al piloto? —Los pilotos informan de cualquier problema, pero en una aeronave compleja algunos fallos podrían pasar inadvertidos, sobre todo porque estos aparatos están construidos con sistemas redundantes. Cualquier sistema importante, como el hidráulico, está provisto de un segundo sistema auxiliar... y a veces incluso de un tercero. Un fallo en el segundo o tercer sistema auxiliares, no se nota en la cabina de mando. De modo que el personal de mantenimiento sube a bordo y va directamente al registrador de acceso rápido, que reproduce los datos del último vuelo. Así comprueban si ha habido averías y las reparan de inmediato. —Pero ¿este avión no tiene QAR? —Al parecer, no —dijo Casey—. No es obligatorio. La normativa de la FAA exige un CVR y un DFDR. El registrador de acceso rápido es opcional. Por lo visto, la línea aérea no lo instaló en este avión. —O yo no puedo encontrarlo —matizó Ron—. Aunque podría estar en cualquier parte. Estaba arrodillado, con las manos en el suelo, ante un ordenador portátil conectado a los paneles eléctricos. La pantalla se llenó de datos:

A/S PWR TEST 0 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0 AIL SERVO COM 0 0 0 0 1 0 0 1 0 0 0 AOA INV 1 0 2 0 0 0 1 0 0 0 1 CFDS SENS FAIL 0 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0 CRZ CMD MON INV 1 0 0 0 0 0 2 0 1 0 0 EL SERVO COM 0 0 0 0 0 0 0 0 0 1 0 EPR/N1 TRA—1 0 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0 FMS SPEED lNV 0 0 0 0 0 0 4 0 0 0 0 PRESS ALT INV 0 0 0 0 0 0 3 0 0 0 0 G/S SPEED ANG 0 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0 SLAT XSIT T/O 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 G/S DEV INV 0 0 0 0 0 0 5 0 0 0 1 GND SPD INV 0 0 0 0 0 0 2 1 0 0 0 TAS INV 0 0 0 0 1 0 1 0 0 0 0

—Éstos parecen los datos del ordenador de control de vuelo —dijo Casey—. La mayoría de fallos se ha producido en el mismo tramo, cuando ha ocurrido el incidente. —Pero ¿cómo se interpreta esto? —preguntó Richman.

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—Eso no es asunto nuestro —respondió Ron Smith—. Nosotros sólo transferimos los datos y los llevamos de vuelta a la Norton. Los muchachos del Departamento Digital los introducen en la unidad central y los convierten en un vídeo del vuelo. —Esperemos —dijo Casey, y se enderezó—. ¿Cuánto nos queda, Ron? —Diez minutos como máximo —contestó Smith. —Seguro —dijo Doherty desde el interior de la cabina de vuelo—. Diez minutos como máximo; claro. No es que me importe. Pretendía evitar el atasco de la hora punta, pero supongo que ya no podré. Hoy es el cumpleaños de mi hijo y no estaré en casa a tiempo para la fiesta. Mi mujer se pondrá furiosa. Ron Smith se echó a reír. —¿Se te ocurre alguna otra cosa que pueda salir mal, Doug? —Sí, claro. Salmonella en el pastel. Todos los críos intoxicados —bromeó Doherty. Casey miró hacia el exterior a través de la abertura de la puerta. El personal de mantenimiento había subido al ala. Burne estaba terminando la inspección de los motores. Trung cargaba el registrador de datos de vuelo en la furgoneta. Era hora de volver a casa. Cuando comenzó a bajar por la escalera, reparó en tres furgonetas de seguridad de la Norton aparcadas en un extremo del hangar. Había al menos veinte guardias de seguridad alrededor del avión y en diversos sitios del hangar. Richman también lo notó. —¿Qué ocurre? —preguntó, señalando a los guardias. —Siempre tomamos medidas de seguridad para proteger el avión hasta que se traslada a la planta. —¿No es demasiada seguridad? —Sí. —Casey se encogió de hombros—. Es un avión importante. Pero notó que todos los guardias llevaban armas. Casey no recordaba haber visto guardias armados antes. Un hangar del aeropuerto de Los Ángeles era un sitio seguro. No había necesidad de guardias armados. ¿O sí?

EDIFICIO 64 16.30 H

Casey cruzaba la esquina noroeste del edificio G4, más allá de los enormes montantes empleados para construir el ala. Los montantes, un andamiaje enrejado de acero azul, se alzaban a más de seis metros de altura. Aunque tenían el tamaño de un pequeño edificio de apartamentos, estaban calibrados con una precisión de milésimas de pulgada. Encima de la plataforma formada

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por los montantes, ochenta personas caminaban de un lado a otro, ensamblando el ala. A la derecha, vio grupos de hombres guardando herramientas en grandes cajones de madera. —¿Qué es eso? —preguntó Richman. —Parecen herramientas rotatorias —dijo Casey. —¿Rotatorias? —Herramientas de recambio que rotamos en la línea por si algo va mal con el primer juego. Las compramos para prepararnos para la venta a China. El ala es la pieza que más tarda en construirse; de modo que se ha previsto construir las alas en nuestras instalaciones de Atlanta y luego transportarlas de nuevo aquí. Observó a un individuo vestido con camisa y corbata, arremangado, entre los hombres que trabajaban en los cajones. Era Don Brull, el presidente de la UAW local. Brull vio a Casey, la Ilamó y salió a su encuentro, chascando los dedos. Casey sabía qué quería. —Dame un minuto —dijo a Richman—. Te veré en mi despacho. —¿Quién es ése? —preguntó Richman. —Te veré en el despacho. Richman siguió clavado en su sitio mientras Brull se acercaba. —Tal vez sea mejor que me quede y... —Bob, piérdete, ¿quieres? —ordenó Casey. Richman retrocedió de mala gana hacia el despacho. Mientras se alejaba, se volvió varias veces para mirar por encima del hombro. Brull le estrechó la mano. El presidente de la UAW era un hombre bajo, de constitución fuerte, un ex boxeador con la nariz rota. Hablaba en voz baja. —Ya sabes que siempre me has caído bien, Casey. —Gracias, Don —respondió ella—. La simpatía es mutua. —Durante todos los años que trabajaste en la fábrica, siempre te vigilé. Te evité problemas. —Ya lo sé, Don. —Casey esperó. Brull era famoso por sus largos rodeos. —Siempre pensé: «Casey no es como los demás.» —¿Qué pasa, Don? —preguntó ella. —Tenemos problemas con la venta a China —contestó Brull. —¿Qué clase de problemas? —Problemas con las contraprestaciones. —¿Qué pasa? —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Ya sabes que en una venta importante hay siempre contraprestaciones. En los últimos años los constructores de aviones se han visto obligados a fabricar parte de las máquinas en el extranjero, en los países que encargan los aviones. Es natural

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que un país que encarga cincuenta aviones espere quedarse con una ración del pastel. Es el procedimiento habitual. —Lo sé —dijo Brull—. En el pasado habéis enviado afuera parte de la cola, del morro o de algún artilugio del interior. Sólo piezas. —Así es. —Pero estas herramientas que estamos embalando son para el ala. Y los transportistas que las llevan al muelle dicen que los contenedores no van a Atlanta sino a Shanghai. La compañía va a enviar el ala a China. —No conozco los detalles del acuerdo —admitió Casey—. Pero dudo mucho que... —El ala, Casey —repitió Brull—. Eso es alta tecnología. Nadie entrega el ala. Ni Boeing ni nadie. Si les dan el ala a los chinos, les están regalando el negocio. Ya no nos necesitarán más. Podrán fabricar ellos solos la próxima partida de aviones. Dentro de diez años, no tendremos trabajo. —Don, haré averiguaciones —prometió Casey—, pero me cuesta creer que el ala forme parte de las contraprestaciones. Brull abrió las manos. —Te digo que es así. —Don, investigaré. Pero ahora mismo estoy muy ocupada con el incidente del 545 y... —No me escuchas, Casey. El sindicato tiene un problema con la venta a China. —Lo entiendo, pero... —Un gran problema. —Hizo una pausa y la miró fijamente—. ¿De verdad lo entiendes? De verdad lo entendía. Los miembros de la UAW tenían control absoluto sobre Ia producción. Podían frenarla y tomar bajas por enfermedad, romper las herramientas y crear muchos inconvenientes. —Hablaré con Marder —dijo—. Estoy segura de que no quiere problemas en la línea de producción. —Marder es el problema. Casey suspiró. El típico malentendido gremial, pensó. La venta a China había sido organizada por Hal Edgarton y el equipo de márketing. Marder no era más que el jefe de operaciones. No tenía nada que ver con ventas. —Te diré algo mañana, Don. —De acuerdo —dijo Brull—, pero te advierto, Casey, que a mí personalmente no me gustaría que te pasara nada. —¿Me estás amenazando, Don? —preguntó ella. —No, no —respondió Brull con cara de ofendido—. No me malinterpretes. Pero he oído que si el incidente del 545 no se aclara pronto, podría estropear la venta a China.

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—Eso es cierto. —Y tú hablas en representación de la CEI. —También es cierto. Brull se encogió de hombros. —Por eso te aviso que el asunto de la venta ha caldeado los ánimos. Algunos de los muchachos están realmente furiosos. Yo en tu lugar me tomaría una semana de vacaciones. —No puedo. Estoy en medio de una investigación —dijo Casey, y Brull se quedó mirándola. Ella añadió—: Don, hablaré con John acerca del ala, pero tengo que hacer mi trabajo. —En ese caso —replicó Brull, dándole una palmada en el brazo— ándate con pies de plomo, encanto.

ADMINISTRACIÓN 16.40 H

—No, no —dijo Marder paseándose por su despacho—. Eso es absurdo, Casey. De ninguna manera mandaríamos el ala a Shanghai. ¿Creen que estamos locos? Eso significaría la ruina de la compañía. —Pero Brull ha dicho... —Los transportistas están tomándoles el pelo a los del sindicato, eso es todo. Ya sabes cómo corren los rumores por la fábrica. ¿Recuerdas cuando salieron con el cuento de que los compuestos provocaban esterilidad? Los muy puñeteros se tiraron un mes sin trabajar. Pero no era cierto. Y esto tampoco lo es. Esas herramientas van hacia Atlanta —aseguró—. Y por una buena razón. Vamos a fabricar el ala en Atlanta para que ese maldito senador de Georgia deje de meter las narices cada vez que pedimos un crédito importante al Banco de Importación—Exportación. Forma parte de un programa de empleo organizado por el senador más importante de Georgia. ¿Lo entiendes? —Entonces alguien debería informarlos —sugirió Casey. —¡Por Dios! —exclamó Marder—. Lo saben perfectamente. Los representantes del sindicato han participado en todas las reuniones de gerencia. Por lo general, asiste Brull en persona. —Pero no participó en las negociaciones de la venta a China. —Hablaré con él —dijo Marder. —Me gustaría ver el acuerdo de contraprestaciones —solicitó Casey. —Lo verás en cuanto se haya concretado. —¿Qué les damos?

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—Parte del morro y de la cola —respondió Marder—. Como hicimos con Francia. Por Dios, no podemos darles nada más. No están capacitados para fabricar otra cosa. —Brull ha insinuado que podrían dificultar las tareas de la CEI. Para impedir la venta a China. —¿Dificultar? ¿Cómo? —preguntó Marder, ceñudo—. ¿Te ha amenazado? ¿Qué dijo exactamente? Casey se encogió de hombros. —Me ha recomendado que me tome una semana de vacaciones. —¡Por el amor de Dios! —exclamó Marder levantando las manos—. Esto es ridículo. Hablaré con él mañana; lo meteré en cintura. No te preocupes por este asunto. Concéntrate en tu trabajo, ¿de acuerdo? —De acuerdo. —Gracias por la advertencia. Yo me ocuparé de todo.

CONTROL DE CALIDAD 16.53 H

Casey bajó en el ascensor desde la novena planta hasta la cuarta, donde estaba su despacho. Repasó mentalmente la conversación con Marder y llegó a la conclusión de que no mentía. Su furia era sincera. Y tenía razón, en la fábrica corrían falsos rumores continuamente. Hacía un par de años casi todos los muchachos del gremio en un momento u otro se habían acercado con cara de preocupación a preguntarle cómo se encontraba. Varios días después, Casey averiguó que corría el rumor de que tenía cáncer. No era más que un rumor. Otro rumor. Recorrió el pasillo, pasando frente a las fotografías de antiguos aviones Norton, con alguna celebridad posando delante: Franklin Delano Roosevelt junto al B—22 que lo llevó a Yalta; Errol Flynn, acompañado de un grupo de risueñas muchachas del trópico, delante de un N—5; Henry Kissinger en el N—12 que lo llevó a China en 1972. Las fotografías habían sido tintadas en sepia, para darles un aire antiguo y destacar así la estabilidad de la empresa. Casey abrió la puerta de su departamento, de cristal opaco con letras doradas en relieve: DEPARTAMENTO DE CONTROL DE CALIDAD. Entró en una sala amplia. Las secretarias trabajaban en la salita central y los despachos de los ejecutivos se alineaban contra las paredes. Sentada junto a la puerta se hallaba Norma, una mujer rolliza, de edad indeterminada, con reflejos azules en el cabello y un cigarrillo colgando permanentemente entre los labios. Estaba prohibido fumar en el edificio, pero Norma hacía lo que le daba la gana. Trabajaba en la compañía desde tiempos inmemoriales; se rumoreaba que había sido una de las chicas de la fotografía

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de Errol Flynn y que había vivido una apasionada aventura con Charley Norton en los años cincuenta. Fuera o no verdad, era evidente que conocía los trapos sucios de la compañía. Se la trataba con una deferencia que rayaba en el miedo. Hasta Marder se mostraba cauteloso cuando ella andaba cerca. —¿Qué novedades tenemos, Norma? —preguntó Casey. —La habitual reacción de pánico —respondió la secretaria—. No dejan de entrar mensajes por télex. —Le pasó una pila a Casey—. Nuestro representante en Hong Kong te ha telefoneado tres veces, pero ahora se ha marchado a casa. El de Vancouver ha llamado hace media hora. Puede que aún lo pilles. Casey asintió con la cabeza. No era de extrañar que los representantes del servicio de vuelos de las principales ciudades quisieran ponerse en contacto con ella. Eran empleados de la Norton asignados a las líneas aéreas, y éstas estarían preocupadas por el incidente. —Y veamos... —prosiguió Norma—. En la oficina de Washington están todos histéricos. Han oído que la JAA va a explotar este incidente en beneficio de Airbus. Vaya novedad. Nuestro representante en Düsseldorf quiere confirmación de que se ha debido a un error del piloto. El de Milán quiere información. El de Bombay ha oído algo sobre un fallo en el motor. Lo he puesto en su sitio. Y tu hija me ha pedido que te avise que no ha necesitado la chaqueta del chándal para nada. —Estupendo. Casey se llevó los papeles a su despacho, donde encontró a Richman sentado a su mesa. El muchacho alzó la vista, sorprendido, y se levantó de inmediato de la silla de Casey. —Lo siento —dijo. —¿Norma no ha encontrado un despacho para ti? —Sí; ya tengo uno —respondió Richman mientras rodeaba el escritorio—. Sólo me... bueno, me preguntaba qué querías que hiciera con esto. —Levantó una bolsa de plástico con la videocámara que Casey había encontrado en el avión. —Dámela. Él se la entregó. —Bien. ¿Y ahora qué pasa? Casey dejó la pila de mensajes en el escritorio. —Yo diría que por hoy has terminado —dijo Casey—. Preséntate aquí mañana a las siete. Richman se marchó y Casey se sentó en su silla. Todo parecía estar tal como lo había dejado, pero notó que el segundo cajón de la izquierda estaba entreabierto. ¿Acaso Richman había registrado sus cosas? Casey abrió el cajón, que contenía disquettes, papel, un par de tijeras y algunos rotuladores en un estuche. Todo parecía en orden. Sin embargo... Cuando oyó que Richman salía del departamento, volvió a la salita central y se acercó al escritorio de Norma.

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—Ese crío estaba sentado a mi escritorio —dijo. —Cuéntamelo a mí —respondió Norma—. Ese tipejo ha tenido la desfachatez de pedirme que le llevara un café. —Me sorprende que en márketing no lo hayan metido en cintura —comentó Casey—. Estuvo allí un par de meses. —A propósito, he estado hablando con Jean, y me ha dicho que rara vez lo veían por allí. Estaba siempre de viaje. —¿De viaje? ¿Un empleado joven y novato? ¿Un pariente de los Norton? El Departamento de Márketing nunca lo enviaría de viaje. ¿Adónde iba a ir? Norma sacudió la cabeza. —Jean no lo sabía. ¿Quieres que llame a Viajes y haga averiguaciones? —Sí —respondió Casey—. Hazlo. Una vez en su despacho, cogió la bolsa de plástico que había dejado en el escritorio, la abrió y sacó la cinta de la destartalada cámara. La apartó a un lado. Luego marcó el número de Jim, esperando hablar con Allison, pero le respondió el contestador automático. Colgó sin dejar mensaje. Hojeó los mensajes. Sólo le interesaba el del representante en Hong Kong. Como de costumbre, estaba mal informado. DE: RICK RAKOSI, REPR HK A: CASEY SINGLETON, CC/CEI NORTON BBK TRANSPACIFIC AIRLINES INFORMA DE QUE EL VUELO 545, UN N-22, FUSELAJE 271, REGISTRO PARA EL EXTRANJERO 098/443/HBO9, EN RUTA DE HK A DENVER, ENCONTRÓ TURBULENCIAS EN VELOCIDAD DF CRUCERO, FL370 APROXIMADAMENTE 0524 UTC, POSICIÓN 39 NOR-TE/170 ESTE. ALGUNOS PASAJEROS Y MIEMBROS DE; LA TRIPULACIÓN SUFRIERON HERIDAS LEVES. EL AVIÓN HIZO UN ATERRIZAJE DL; EMERGENCIA EN EL AEROPUERTO DE LOS ÁNGELES.

SE ADJUNTA PLAN DE VUELO, LISTA DE TRIPULACIÓN Y PASAJEROS. ESPERAMOS INSTRUCCIONES A LA MAYOR BREVEDAD. Seguían cuatro páginas adicionales, con la lista de pasajeros y tripulación. Casey echó una vistazo a la de tripulación:

JOHN ZHEN CHANG, COMANDANTE 7—5—51 LEU ZAN PING, PRIMER OFICIAL 11—3—59 RICHARD YONG, PRIMER OFICIAL 9—9—61 GERHARD REIMANN, PRIMER OFICIAL 23—7—49 HENRI MARCHAND, MECÁNICO DE VUELO 25—4—69 THOMAS CHANG, MECÁNICO DE VUELO 29—6—70 ROBERT SHENK, MECÁNICO DE VUELO 13—6—62 HARRIET CHANG, AUXILIAR DE VUELO 12—5—77

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LINDA CHING, AUXILIAR DE VUELO 18—5—76 NANCY MORLEY, AUXILIAR DE VUELO 19—7—75 KAY LIANG, AUXILIAR DE VUELO 4—6—69 JOHN WHITE, AUXILIAR DE VUELO 30—1—70 M. V. CHANG, AUXILIAR DE VUELO 1—4—77 SHA YAN HAO, AUXILIAR DE VUELO 13—3—73 YEE JIAO, AUXILIAR DE VUELO 18—11—76 HARRIET KING, AUXILIAR DF VUELO 10—10—75 B. CHOI, AUXILIAR DE VUELO 18—11—76 YEE CHANG, AUXILIAR DE VUELO 8—1—74

Era una tripulación internacional, típica de las compañías de vuelos chárter. Muchos de los pilotos de Hong Kong habían volado para las fuerzas aéreas y estaban muy bien preparados. Contó los nombres, dieciocho en total, incluyendo siete miembros de la tripulación de vuelo. No era estrictamente necesario que hubiera una tripulación de vuelo tan numerosa. El N-22 estaba diseñado para ser pilotado por dos personas, un comandante y un copiloto. Pero las líneas aéreas asiáticas crecían rápidamente, y solían Ilevar tripulación adicional para proporcionarles más horas de práctica. Casey continuó. El mensaje siguiente procedía del representante en Vancouver. DE: S. NIETO, REP VANC A: C. SINGLETON, CC/CEI PARA SU INFORMACIÓN, TRIPULACIÓN TPA 545 VOLÓ DE LOS ÁNGELES A VANCOUVER EN TPA 832. EMERGENCIA MÉDICA CON EL PRIMER OFICIAL LEU ZAN PING, RETIRADO DEL AVIÓN EN AMBULANCIA DEBIDO A LESIÓN CEREBRAL NO OBSERVADA CON ANTERIORIDAD. EL PRIMER OFICIAL SE ENCUENTRA EN ESTADO DE COMA EN EL HOSPITAL GENERAL DE VANCOUVER. SEGUIRÁN DETALLES. LA TRIPULACIÓN RESTANTE DEL TPA 545, EN TRÁNSITO, REGRESA HOY A HONG KONG.

De modo que el primer oficial había sufrido una lesión grave. Debía de estar en la cola cuando se produjo el incidente. Sin duda era el propietario de la gorra que habían encontrado. Casey grabó en el dictáfono un mensaje para el representante en Vancouver, pidiéndole que entrevistara al primer oficial lo antes posible. Grabó otro para el representante en Hong Kong, sugiriendo que interrogara al capitán Chang en cuanto regresara allí. Norma la Ilamó por el intercomunicador. —No he tenido suerte con lo del crío —dijo.

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—¿Por qué no? —He hablado con María, del Departamento de Viajes. Ellos no se ocuparon de Richman. Sus escapadas se cargaron a una cuenta especial de la compañía, reservada para viajes al extranjero fuera de programa. Pero María ha oído decir que el crío gastó un pastón en dietas. —¿Cuánto? —preguntó Casey. —No lo sabía. —Norma suspiró—. Pero mañana iré a comer con Evelyn, de Contabilidad. Me pasará toda la información que necesitamos. —De acuerdo. Gracias, Norma. Casey volvió a los mensajes que había encima del escritorio. Todos estaban relacionados con otros asuntos. Steve Young, de la Oficina de Certificación de la FAA, solicitaba información sobre los resultados de una prueba con un producto retardador de incendios para los asientos, llevada a cabo el pasado diciembre. Una consulta de Mitsubishi sobre fusibles fundidos en los indicadores de primera clase en los N-22 de fuselaje ancho. Una lista de correcciones del Manual de Mantenimiento del N-20 (MP. 06-62-02). Una nota sobre la actualización de las nuevas unidades de presentación virtual de datos, que llegarían en los dos días siguientes. Un memorándum de Honeywell, recomendando que se reemplazara la barra colectora eléctrica D—2 en todas las unidades FDAU comprendidas entre los números A—505/9 y A-609/8. Casey suspiró y puso manos a la obra.

GLENDALE 19.40 H

Cuando volvió a casa, estaba agotada. La casa parecía vacía sin la animada charla de Allison. Demasiado cansada para cocinar, Casey entró en la cocina y se comió un yogur. La puerta del frigorífico estaba cubierta con los dibujos de vivos colores de Allison. Casey pensó en telefonearla, pero era casi la hora de acostarse de la niña y no quería interrumpir los preparativos de Jim. Tampoco quería que Jim pensara que lo estaba vigilando. Ése era un punto conflictivo entre los dos. Él siempre creía que Casey lo vigilaba. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Oyó el timbre del teléfono y volvió a la cocina para contestar. Quizá fuera Jim. Levantó el auricular. —Hola, Jim... —No seas idiota, zorra —dijo una voz—. Si buscas problemas, los tendrás. Los accidentes pasan. Te estamos vigilando ahora mismo.

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Clic. Casey permaneció paralizada en la cocina, con el teléfono en la mano. Siempre se había considerado una persona sensata, pero en ese instante su corazón latía desbocado. Se obligó a respirar hondo y colgó el auricular. Sabía que cualquiera podía recibir esa clase de llamadas. Había oído decir que otros vicepresidentes de la compañía recibían llamadas amenazadoras por las noches. Pero a ella no le había ocurrido nunca, y se sorprendió de la intensidad de su miedo. Volvió a respirar hondo e intentó quitarse la llamada de la cabeza. Cogió el yogur, lo miró fijamente y lo dejó. Acababa de darse cuenta de que estaba sola en la casa, con todas las cortinas abiertas. Recorrió el salón cerrando las cortinas. Cuando llegó a las ventanas de la fachada principal, miró a la calle. A la luz de las farolas, vio un sedán azul aparcado a pocos metros de su casa. Había dos hombres dentro. Veía sus caras con claridad a través del parabrisas. Cuando se asomó a la ventana, los hombres la miraron con curiosidad. Mierda. Fue a la puerta delantera, puso el pestillo y la cadena de seguridad. Conectó la alarma antirrobo, marcando los números del código secreto con dedos torpes y temblorosos. Luego apagó las luces del salón, pegó el cuerpo a la pared, y espió por la ventana. Los hombres seguían en el coche. Estaban conversando. Mientras los miraba, uno de ellos señaló hacia la casa. Casey volvió a la cocina, rebuscó en el bolso, encontró el aerosol de defensa. Le quitó el seguro. Con la otra mano cogió el auricular y tiró del largo cable hasta el salón. Sin dejar de mirar a los hombres, llamó a la policía. —Policía de Glendale. Dio su nombre y dirección. —Ante la puerta de mi casa hay dos hombres en un coche. Están allí desde la mañana. Y alguien acaba de amenazarme por teléfono. —Muy bien, señora. ¿Hay alguien más en la casa? —No. Estoy sola. —Bien. Cierre la puerta con llave, y si tiene alarma, conéctela. Hay un coche en camino. —Dense prisa —rogó ella. En la calle, los hombres salían del coche. Y echaban a andar hacia la casa. Llevaban ropa informal, jerséis y pantalones holgados, pero tenían un aspecto duro y siniestro. A mitad de camino se separaron: uno cruzó el jardín y el otro se dirigió a la parte trasera de la casa. El corazón de Casey dio un vuelco. ¿Había cerrado la puerta trasera? Apretó el aerosol en la mano y volvió a la cocina. Apagó la luz y cruzó el dormitorio hasta la puerta trasera. Miró por la ventana de la puerta y vio a uno de los hombres en el jardín de atrás. Echó una ojeada alrededor y luego su vista se posó en la puerta trasera. Casey se agachó y echó la cadena de seguridad.

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Oyó unos pasos que se aproximaban a la casa. Miró hacia arriba, a la pared que estaba justo encima de su cabeza. Allí estaba el tablero de la alarma y un gran botón rojo que decía EMERGENCIA Si pulsaba ese botón, sonaría un pitido ensordecedor. ¿Acaso eso lo asustaría? No estaba segura. ¿Dónde estaba la maldita policía? ¿Cuánto hacía que la había llamado? De repente se dio cuenta de que ya no oía pasos. Levantó la cabeza con cuidado y espió por el extremo inferior de la ventana. El hombre cruzaba el jardín en dirección contraria, alejándose de ella. Luego giró por un lateral de la casa y regresó a la calle principal. Agachada, Casey corrió hacia la parte delantera y entró en el salón. El primer hombre ya no estaba en el jardín. La asaltó el pánico. ¿Dónde estaba? El segundo hombre apareció en el jardín, escrutó la fachada de la casa y regresó al coche. Casey vio entonces que su compañero ya estaba en el coche, sentado en el asiento del pasajero. El otro individuo abrió la puerta y se sentó al volante. Un instante después un vehículo policial blanco y negro se detuvo junto al sedán azul. Los hombres del coche parecieron sorprenderse, pero no hicieron nada. Se encendió la luz del coche de policía, y bajó un agente, moviéndose con cautela. Habló con los hombres del sedán durante unos minutos. Luego los dos individuos bajaron del coche. Todos subieron la escalinata de la puerta delantera de Casey, los policías y los dos hombres del sedán. Casey oyó el timbre y abrió la puerta. Un joven agente de policía dijo: —¿La señora Singleton? —Sí —respondió ella. —¿Trabaja usted para Norton Aircraft? —Sí. Así es. —Estos señores son empleados de seguridad de la Norton. Dicen que están aquí para protegerla. —¿Cómo? —preguntó Casey. —¿Quiere ver sus credenciales? —Sí —respondió ella—. Claro. El policía encendió una linterna y los dos hombres le enseñaron las carteras. Casey reconoció las credenciales del Servicio de Seguridad de Norton Aircraft. —Lo sentimos, señora —se disculpó uno de los guardias—. Pensamos que estaba avisada. Tenemos órdenes de acercarnos a vigilar la casa cada hora. ¿Le parece bien? —Sí —respondió Casey—. Está bien. —¿Necesita algo más? —preguntó el policía. Casey se sentía avergonzada. Murmuró unas palabras de agradecimiento y volvió a la casa. —Cierre bien la puerta —aconsejó uno de los guardias con amabilidad.

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—Sí, yo también tengo un coche aparcado en la puerta —dijo Kenny Burne—. Le han dado un susto de muerte a Mary. ¿Qué diablos está pasando? Las negociaciones para el nuevo convenio laboral no empezarán hasta dentro de dos años. —Llamaré a Marder —dijo Casey. —Todo el mundo tiene guardias de seguridad —informó Marder por teléfono—. Cuando el sindicato amenaza a un miembro del equipo, los protegemos a todos. No te preocupes por eso. —¿Has hablado con Brull? —preguntó Casey. —Sí. Lo he hecho entrar en razón. Pero pasará un tiempo hasta que se corra la voz y todo el mundo entienda lo que pasa. Hasta entonces todos tendréis guardias. —De acuerdo —dijo ella. —Es sólo por precaución —aseguró Marder—. Nada más. —Bien. —Duerme un poco —recomendó Marder, y colgó el auricular.

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MARTES

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GLENDALE 5.45 H

Casey se despertó inquieta antes de que sonara el despertador. Se cubrió con una bata, entró en la cocina para encender la cafetera y miró por la ventana que daba al frente. El sedán azul seguía aparcado en la calle, con los dos hombres dentro. Casey pensó en correr los siete kilómetros de rigor —necesitaba el ejercicio para empezar bien el día—, pero decidió no hacerlo. Sabía que no debía dejarse intimidar, pero tampoco quería correr riesgos innecesarios. Se sirvió una taza de café y se sentó en el salón. Aquel día todo tenía un aspecto diferente. Veinticuatro horas antes, su pequeño chalet le parecía acogedor; ahora, en cambio, se le antojaba diminuto, indefenso, aislado. Se alegraba de que Allison fuera a pasar la semana con Jim. Casey había vivido períodos de tensión laboral en el pasado; sabía que las amenazas casi siempre quedaban en agua de borrajas. Pero era conveniente actuar con prudencia. Una de las primeras lecciones que Casey había aprendido en la Norton era que la fábrica era un mundo muy duro, más duro incluso que la línea de producción de la Ford. Norton Aircraft era una de las pocas empresas donde una persona sin estudios especializados podía ganar ochenta mil dólares al año trabajando horas extra. Los empleos así escaseaban cada vez más. La competencia para obtenerlos y para mantenerlos era feroz. Si el gremio pensaba que la venta a China iba a costar empleos, era muy probable que tomaran medidas drásticas para detenerla. Sentada con la taza de café en la mano, Casey tomó conciencia de que le daba miedo ir a la fábrica. Pero, naturalmente, tenía que ir. Dejó la taza y entró en el dormitorio para vestirse. Cuando salió de la casa y se subió al Mustang, vio un segundo sedán aparcando detrás del primero. Puso en marcha el coche y el primer sedán arrancó tras ella. De modo que Marder le había asignado dos parejas de seguridad. Una para vigilar su casa y la otra para seguirla. Las cosas debían de estar peor de lo que suponía. Condujo hacia el interior de la fábrica con una inquietud inusual. El primer turno ya había empezado a trabajar, los aparcamientos estaban atestados de coches. El sedán azul se mantuvo pegado a su Mustang mientras Casey se detenía en el control de seguridad de la puerta 7. El guardia le indicó que entrara y, como obedeciendo una seña invisible, permitió que el sedán azul la siguiera, sin bajar la barrera. El coche continuó detrás hasta que Casey aparcó en su plaza, cerca del edificio de Administración. Cuando bajó del coche, uno de los guardias se asomó por la ventanilla. —Que tenga un buen día, señora —dijo. —Gracias.

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El guardia se despidió con la mano y el sedán se alejó. Casey miró los inmensos edificios grises que la rodeaban: al sur, el 64; al este, el 57, donde habían construido el birreactor; el edificio 121, la cámara de pintura; al oeste, los hangares de mantenimiento, iluminados por el sol que se elevaba sobre las montañas de San Fernando. Era un paisaje familiar; había pasado allí los últimos cinco años de su vida. Pero la incomodaban la magnitud del lugar y la ausencia de gente a aquella hora temprana. Vio entrar a dos secretarias en el edificio de Administración. Nadie más. Se sintió sola. Se encogió de hombros, tratando de desembarazarse de sus miedos. Se dijo que estaba comportándose como una tonta. Era hora de ponerse a trabajar.

NORTON AIRCRAFT 6.34 H

Rob Wong, el joven programador de sistemas de información digital de la Norton, se apartó de los monitores de vídeo y dijo: —Lo lamento, Casey. Tenemos el registrador de datos de vuelo, pero hay un problema. Casey suspiró. —No me digas. —Sí. Lo hay. En realidad, no le sorprendía. Los registradores de datos de vuelo rara vez funcionaban como debían. En la prensa, estos fallos se explicaban como consecuencia de los impactos. Si un avión se estrellaba a una velocidad de setecientos cincuenta kilómetros por hora, parecía razonable que después el magnetófono no funcionara. Pero dentro de la industria aerospacial la gente tenía otra perspectiva del problema. Todos sabían que los registradores de datos presentaban un alto índice de fallos aunque el aparato no se estrellara. La razón era que la FAA no obligaba a revisar el artilugio antes de cada vuelo. En la práctica, estos aparatos se revisaban aproximadamente una vez al año. La consecuencia era previsible: los registradores de vuelo rara vez funcionaban. Todo el mundo estaba al tanto del problema: la FAA, el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte, las líneas aéreas y los fabricantes. Varios años antes la Norton había llevado a cabo un estudio: una inspección al azar de los registradores de datos en servicio. Casey había formado parte de la comisión encargada del estudio. Habían descubierto que sólo uno de cada seis registradores funcionaba correctamente. Por qué la FAA ordenaba la instalación de registradores de datos de vuelo, y luego no exigía que funcionaran debidamente antes de cada vuelo, era uno de los temas favoritos de trasnochadas polémicas en los bares del mundillo de la aeronáutica, desde Seattle a Long Beach. Los cínicos decían que a todo el

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mundo le convenía que los registradores de datos no funcionaran. En un país acosado por abogados rapaces y periodistas sensacionalistas, la industria no veía la ventaja de proporcionar datos objetivos y fiables de lo que había salido mal. —Estamos haciendo todo lo que podemos, Casey —se excusó Rob Wong—. Pero el registrador de datos de vuelo tiene un funcionamiento anómalo. —¿Lo que equivale a decir...? —Parece que la barra colectora se quemó unas veinte horas antes del incidente, de modo que en los datos siguientes no hay sincronización de cuadros. —¿Sincronización de cuadros? —Sí. Mira, el FDR graba todos los parámetros de forma rotatoria, en bloques de datos llamados imágenes o cuadros. Se obtiene una lectura para la velocidad relativa, por ejemplo, y luego otra, cuatro bloques más adelante. Las lecturas de velocidad relativa deben ser continuas en los cuadros. Si no lo son, los cuadros no están sincronizados y no podemos reconstruir el vuelo. Te lo enseñaré. Se volvió hacia la pantalla y pulsó unos interruptores. —Normalmente podemos coger el DFDR y generar una imagen triaxial. Ahí está el avión, listo para despegar. En la pantalla apareció una imagen en cuadrícula del Norton N-22 de fuselaje ancho. La cuadrícula se rellenó ante los ojos de Casey hasta que el diagrama cobró la apariencia de un auténtico avión en vuelo. —Bien, ahora le transferimos los datos del registrador de vuelo... La imagen del avión se onduló. Desapareció de la pantalla y luego reapareció. Desapareció otra vez, y cuando reapareció, el ala izquierda estaba separada del fuselaje. El ala se giró en un ángulo de noventa grados mientras el resto del avión se movía hacia la derecha. Luego la cola desapareció. El avión entero se esfumó, reapareció, volvió a esfumarse. —¿Lo ves? La unidad central intenta dibujar al avión —dijo Rob—, pero se topa constantemente con lagunas. Los datos del ala no coinciden con los datos del fuselaje, que a su vez no coinciden con los datos de la cola. De modo que se dispersa. —¿Qué hacemos? —preguntó ella. —Volver a sincronizar los cuadros, pero eso llevará tiempo. —¿Cuánto tiempo? Marder no me deja en paz. —Podría ser bastante, Casey. Los datos están muy mal. ¿Qué hay del QAR? —No Ilevaba. —Bueno, si no tenéis otra cosa, llevaré estos datos a Simulación de Vuelos. Allí tienen algunos programas muy sofisticados. Quizá puedan rellenar las lagunas antes y decirte qué pasó. —Pero, Rob...

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—No te prometo nada, Casey. Con estos datos, no. Lo siento.

EDIFICIO 64 6.50 H

Casey se encontró con Richman cerca del edificio G4. Caminaron juntos hacia el edificio bajo la pálida luz de la mañana. Richman bostezó. —Tú estabas en márketing, ¿verdad? —Así es —respondió Richman—. Pero te aseguro que no teníamos este horario. —¿Qué hacías allí? —Poca cosa. Edgarton tenía al departamento en pleno trabajando en la venta a China. Todo muy clandestino, sin intervención de extraños. Así que me pasaron un asuntillo legal para las negociaciones con Iberia. —¿Algún viaje? —Sólo personales —respondió Richman con una risita burlona. —¿Y eso? —preguntó ella. —Bueno, como márketing no tenía trabajo para mí, me fui a esquiar. —Suena divertido. ¿Adónde fuiste? —preguntó Casey. —¿Tú esquías? —dijo Richman—. Yo creo que el mejor sitio para esquiar, después de Gstaad, es Sun Valley. Es mi favorito. Si no tengo más remedio que esquiar en Estados Unidos, claro. Casey notó que no había respondido a su pregunta. Para entonces habían entrado ya en el edificio 64 por una puerta lateral. Casey advirtió que los trabajadores mantenían una actitud abiertamente hostil, que la atmósfera era muy fría. —¿Qué pasa? —preguntó Richman—. ¿Hemos pillado la rabia? —Los del sindicato creen que los estamos vendiendo a China. —¿Que los estamos vendiendo? ¿Cómo? —Dicen que la dirección se propone enviar el ala a Shanghai. Le pregunté a Marder, y me dijo que no es cierto. El sonido de un claxon retumbó en el interior del edificio. Justo encima de ellos, la inmensa grúa amarilla cobró vida, y Casey vio el primero de los enormes cajones con las herramientas del ala levantándose sobre gruesas sogas, a un metro y medio de altura. La caja estaba construida de madera reforzada. Era ancha como una casa y debía de pesar unas cinco toneladas. Una docena de trabajadores caminaban junto a la caja como portaféretros, con las manos

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levantadas, nivelando la carga mientras se movía hacia una de las puertas laterales, donde aguardaba un camión. —Si Marder dice que no es cierto, ¿dónde está el problema? —dijo Richman. —En que no le creen. —¿De veras? ¿Y por qué no? Casey miró a su izquierda, donde estaban embalando otras herramientas. Las gigantescas herramientas azules primero se envolvían en gomaespuma, luego se apuntalaban y por fin se embalaban en cajas de madera. Casey sabía que el apuntalamiento y el acolchamiento eran esenciales. Porque si bien las herramientas tenían más de seis metros de longitud, estaban calibradas a una milésima de pulgada. Transportarlas era todo un arte. Volvió a mirar la caja, moviéndose en el montacargas. Todos los hombres que segundos antes estaban debajo habían desaparecido. La caja seguía moviéndose en sentido lateral, a unos diez metros de donde ellos estaban. —¡Dios! —exclamó Casey. —¿Qué? —preguntó Richman. —¡Corre! —gritó ella, empujando a Richman a la derecha, a la sombra del andamio que se alzaba debajo de un fuselaje a medio montar. Richman se resistía; no acababa de entender que...— ¡Corre! ¡Está a punto de soltarse! Por fin echó a correr. A su espalda, Casey oyó el crujido de la madera y un chasquido metálico cuando se soltó la primera de las sogas del elevador y la gigantesca caja comenzó a deslizarse de su soporte. Acababan de llegar al andamio del fuselaje cuando oyó otro chasquido y la caja se estrelló contra el suelo de cemento. Astillas de madera se desperdigaron en todas las direcciones, silbando en el aire, seguidas por un estampido atronador cuando la caja cayó de lado. El sonido retumbó en el edificio. —¡Santo cielo! —exclamó Richman, volviéndose a mirar a Casey—. ¿Qué ha sido eso? —Eso es lo que llamamos una reivindicación sindical. Los trabajadores corrían en todas direcciones, figuras brumosas en la persistente nube de polvo. Se oían chillidos, gritos de socorro. Se disparó la alarma de emergencias médicas, haciendo vibrar todo el edificio. En el otro extremo de la planta, Casey vio a Doug Doherty, que cabeceaba con expresión de tristeza. Richman miró por encima de su hombro y se desprendió una astilla de ocho centímetros de longitud de la espalda de la americana. —¡Dios mío! —susurró. Se quitó la americana e inspeccionó la tela, pasando el dedo por el agujero. —Ha sido una advertencia —dijo Casey—. Y de paso han inutilizado la herramienta. Ahora habrá que desembalarla y reconstruirla. Eso significa varias semanas de retraso. Los supervisores de planta, vestidos con camisa blanca y corbata, corrieron hacia el grupo congregado en torno a la caja caída.

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—¿Qué pasa ahora? —preguntó Richman. —Apuntarán algunos nombres y despedirán a alguien —explicó Casey—. Pero no servirá de nada. Mañana habrá otro incidente. Ésa no es la forma de pararles los pies. —¿Crees que esto ha sido un aviso? —preguntó Richman mientras volvía a ponerse la americana. —Sí; para la CEI —respondió—. Una advertencia clarísima: mirad a vuestras espaldas, mirad por encima de vuestras cabezas. Cada vez que visitemos en la planta, caerán herramientas o se producirá toda clase de accidentes. Hemos de tener cuidado. Dos trabajadores se separaron del grupo congregado alrededor de la caja y echaron a andar hacia Casey. Uno era un hombre corpulento, con tejanos y una camisa roja a cuadros. El otro era más alto y llevaba una gorra de béisbol. El individuo de la camisa roja llevaba un taladradora de acero en la mano, y la balanceaba como si fuera una porra metálica. —Eh, Casey —advirtió Richman. —Ya los he visto —contestó ella. No iba a dejarse intimidar por un par de matones del sindicato. Los hombres caminaban a su encuentro. De repente un supervisor con una tablilla de notas en la mano les cerró el paso y les pidió las chapas de identificación. Los hombres se detuvieron a hablar con el supervisor, mirando con furia a Casey por encima de la cabeza de aquél. —No nos darán problemas —aseguró Casey—. Dentro de una hora se habrán largado de aquí. —Volvió al andamio y cogió su maletín—. Vamos. Llegamos tarde.

EDIFICIO 64/CEI 7.00 H

Las sillas chirriaron en el suelo cuando todos los reunidos se acercaron a la mesa de formica. —De acuerdo —dijo Marder—, empecemos. Se han producido acciones sindicales con el propósito de detener esta investigación. No permitáis que esto os amilane. Mantened la vista fija en el balón. Primer punto: información meteorológica. La secretaria repartió hojas en la sala. Era un informe del Centro de Control de Tráfico Aéreo del aeropuerto de Los Ángeles titulado: «Administración Federal de Aviación: INFORME DE ACCIDENTE AÉREO.» Casey leyó:

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INFORMACIÓN METEOROLÓGICA Condiciones en la zona del accidente en el momento del accidente JAL054, un B747/R, pasó quince minutos antes que el TPA545 por la misma ruta y a 1000 pies por encima. JAL054 no informó de turbulencias. Informe inmediatamente anterior al accidente UAL829, un B747/R, informó de la presencia de baches de aire en FIR 40.00 norte/165 este a FL350. Esto fue 120 millas al norte y 14 minutos antes de la ruta del TPA545. UAL828 no dio ningún otro aviso de turbulencias. Primer informe posterior al accidente AAL727 informó de baches continuos a 39 norte/270 este en FL350. AAL722 estaba en la misma ruta, 2000 pies por debajo y aproximadamente 29 minutos después del TPA545. AAL722 no informó de turbulencias.

—Todavía faltan por llegar los datos del satélite, pero creo que ya tenemos pruebas suficientes. Los tres aviones cercanos a TransPacific en tiempo y posición sólo comunicaron una ligera inestabilidad meteorológica. En consecuencia, descartamos las turbulencias como causa del accidente. Hubo varios gestos de asentimiento alrededor de la mesa. Todos estaban de acuerdo. —¿Alguna información adicional sobre este punto? —Sí —respondió Casey—. Los pasajeros y miembros de la tripulación entrevistados coinciden en que en ningún momento se iluminó la señal del cinturón de seguridad. —De acuerdo. Entonces hemos terminado con las condiciones meteorológicas. Sea lo que fuere lo que le ocurrió al avión, no tuvo nada que ver con turbulencias. ¿Qué hay del registrador de datos de vuelo? —El registrador de datos es anómalo —respondió Casey—. Están trabajando en ello. —¿Inspección visual del aparato? —El interior sufrió daños importantes —dijo Doherty—. Pero el exterior está bien. Perfectamente. —¿Borde de ataque? —Ningún problema aparente. Hoy trasladaremos el avión aquí, y echaré un vistazo a los pestillos y pistas de accionamiento. Pero hasta el momento no tenemos nada.

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—¿Habéis probado los mandos de vuelo? —Sí. Ningún problema. —¿Instrumentos? —En perfecto estado. —¿Cuántas veces los probasteis? —Después de oír por Casey la versión de los pasajeros, hicimos diez extensiones con la intención de conseguir una asimetría. Pero todo salió normal. —¿Y la versión de los pasajeros? Casey, ¿sacaste algo en limpio de las entrevistas? —Sí —respondió ella—. Una pasajera dijo oír una pequeña vibración procedente del ala, que duró entre diez y doce segundos... —¡Mierda! —exclamó Marder. —... seguida de una ligera elevación del morro, luego una bajada... —¡Maldita sea! —... y luego una serie de oscilaciones drásticas de altitud. Marder le dirigió una mirada fulminante. —¿Quieres decir que son los slats otra vez? ¿Es posible que todavía tengamos un problema de slats en ese avión? —No lo sé —dijo Casey—. Una azafata asegura que, según el comandante, se había producido una extensión incontrolada de slats, y que había tenido problemas con el piloto automático. —Cielos. Para colmo, problemas con el piloto automático. —Y una mierda —terció Burne—. Ese comandante cambia de versión cada cinco minutos. Le dice a la torre de control que hay turbulencias, y a las azafatas que fallaron los slats. Seguro que en este mismo momento está contándole una historia diferente a la compañía aérea. Lo cierto es que no sabemos qué pasó en la cabina de mando. —Es evidente que fueron los slats —dijo Marder. —No, no lo es —replicó Burne—. La pasajera que habló con Casey dijo que no sabía si la vibración procedía del ala o del motor, ¿no es así? —Sí —confirmó Casey. —Pero cuando miró el ala, no vio que se extendieran los slats. Y si se hubieran extendido, lo habría visto. —Eso también es cierto —dijo Casey. —Pero no podía ver los motores porque los oculta el ala. Es posible que se extendiesen los inversores de empuje —sugirió Burne—. A velocidad de crucero, eso produciría una vibración, seguida de un súbito descenso en la velocidad relativa, quizá incluso un alabeo. El piloto se asusta, procura compensar, reacciona desproporcionadamente y... ¡eso es!

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—¿Algún dato que confirme este supuesto despliegue de inversores de empuje? —preguntó Marder—. ¿Daños en las camisas? ¿Algún signo de una fricción inusual? —En la inspección de ayer no encontramos nada anormal —respondió Burne. Hoy usaremos ultrasonido y rayos X. Si hay algo, lo encontraremos. —Bien —prosiguió Marder—. De modo que estamos examinando los slats y los inversores de empuje y necesitamos más datos. ¿Qué hay de los sistemas de memoria no volátil? ¿Ron? ¿Los fallos sugieren algo? Todos se volvieron hacia Ron Smith, que se encogió en su asiento, como si quisiera esconder la cabeza entre los hombros. Carraspeó. —¿Y bien? —preguntó Marder. —Sí, John. Bueno, tenemos una asimetría de slats en la gráfica de la unidad de adquisición de datos de vuelo. —De modo que los slats se extendieron. —Bueno, lo cierto... —Y el avión empezó a hacer piruetas en el aire, sumió a los pasajeros en un auténtico infierno y mató a tres de ellos. ¿Es eso lo que estáis sugiriendo? —Nadie respondió—. ¡Dios mío! ¿Qué coño os pasa? Se supone que este problema se resolvió hace cuatro años. ¿Y ahora me decís que no es así? Todos guardaron silencio, mirando fijamente la mesa, avergonzados y asustados por la furia de Marder. —¡Maldita sea! —exclamó Marder. —No perdamos la calma, John —dijo Trung, el responsable de aviónica, en voz baja—. Estamos pasando por alto un factor muy importante: el piloto automático. Se produjo un largo silencio. Marder lo fulminó con la mirada. —¿Qué pasa con el piloto automático? —preguntó. —Incluso si los slats se hubieran extendido a velocidad de crucero, el piloto automático habría mantenido una estabilidad perfecta —explicó Trung—. Está programado para compensar esa clase de errores. Si los slats se extienden, el piloto automático toma el control. El piloto ve el aviso y los retrae. Entretanto, el avión continúa volando sin ningún problema. —Quizá desconectara el piloto automático. —Tiene que haber sido así, pero ¿por qué? —Puede que tu piloto automático provocara el incidente —dijo Marder—. Tal vez haya un virus en el código. Trung hizo una mueca de escepticismo. —Ha ocurrido otras veces —insistió Marder—. El año pasado, en Charlotte, hubo un problema con el piloto automático en un vuelo de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Causó un alabeo incontrolado del avión. —Sí —asintió Trung—, pero no se debió a un virus en el código. Los de mantenimiento sacaron el ordenador de control de vuelo A para limpiarlo, y

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cuando lo reinstalaron, no lo encajaron a fondo en la plataforma y las clavijas de conexión no quedaron bien insertadas. El aparato comenzó a hacer contactos eléctricos intermitentes. Fue sólo eso. —Pero en el vuelo 545 la azafata dijo que el capitán tuvo que disputarse el control del aparato con el piloto automático. —Es lógico —replicó Trung—. Cuando el avión excede los parámetros de vuelo, el piloto automático intenta tomar el mando. Reconoce un comportamiento extraño y da por sentado que el avión no tiene piloto. —¿Y esa eventualidad aparece en el registro de fallos? —Sí. Indica que el piloto automático trató de tomar el control cada tres segundos. Supongo que el piloto lo dominó en todos los casos porque quería hacerse cargo del avión personalmente. —Pero se trataba de un piloto con experiencia. —Precisamente por eso creo que Kenny tiene razón —dijo Trung—. No tenemos idea de qué pasó en la cabina de mando. Todos se volvieron hacia Mike Lee, el representante de la línea aérea. —¿Qué dices tú, Mike? —preguntó Marder—. ¿Podremos conseguir una entrevista o no? Lee suspiró con aire de resignación. —Ya sabéis que he asistido a muchas reuniones como ésta —dijo—. Y hay una tendencia generalizada a culpar a los que no están presentes. Forma parte de la naturaleza humana. Ya os he explicado el motivo de que la tripulación se marchara del país. Vuestros propios expedientes confirman que el comandante es un piloto de primera. Es posible que haya cometido un error. Pero teniendo en cuenta los antecedentes de este modelo de aeronave, en concreto los problemas con los slats, yo examinaría el avión antes de llegar a ninguna conclusión. Y lo haría a conciencia. —Lo haremos —aseguró Marder—. Naturalmente que lo haremos, pero... —Porque a nadie le conviene empezar una guerra sucia —prosiguió Lee—. Estáis obsesionados con la inminente venta a Pekín. Bien, lo entiendo. Pero os recuerdo que TransPacific también es un cliente importante de la compañía. Hasta la fecha hemos comprado diez aviones y encargado otros doce. Estamos ampliando nuestras rutas y negociando un acuerdo con una compañía de vuelos internos. En este momento no necesitamos mala prensa. Ni para los aviones que os compramos a vosotros, ni para nuestros pilotos. Espero haberme expresado con claridad. —Más claro que el agua —dijo Marder—. Yo no podría haberlo expresado mejor. Muchachos, ya sabéis lo que queremos. Ahora, a trabajar. Quiero respuestas.

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EDIFICIO 202/SIMULADORES DE VUELO 7.59 H

—¿El vuelo 545? —preguntó Felix Wallerstein—. Es inquietante; sí, muy inquietante. Wallerstein era un hombre elegante, de cabello cano, procedente de Munich. Dirigía el programa de simulación de vuelo y adiestramiento de pilotos de la compañía Norton con eficacia germánica. —¿Por qué dices que es inquietante? —preguntó Casey. Wallerstein se encogió de hombros. —Porque ¿cómo sucedió lo que sucedió? Parece imposible. Recorrían la larga sala central del edificio 202. Los dos simuladores de vuelo, uno de cada modelo en activo, se alzaban sobre ellos. Parecían morros mutilados de aviones sostenidos por una intrincada red de elevadores hidráulicos. —¿Tienen los datos del registrador de vuelo? Rob ha dicho que quizá pudierais descifrarlos. —Lo he intentado —respondió él—, pero sin éxito. No digo que sea imposible, pero... ¿qué hay del QAR? —No hay QAR, Felix. —Ah. —Wallerstein suspiró. Llegaron a la consola de mandos situada a un lado del edificio, donde había una serie de pantallas de vídeo y tableros con interruptores. Allí se sentaban los instructores para controlar a los pilotos durante el adiestramiento en el simulador. Mientras miraban, dos de los simuladores estaban en uso. —Felix, tememos que los slats se hayan extendido a velocidad de crucero. O quizá los inversores de empuje. —¿Y? —preguntó él—. ¿Qué importancia tiene eso? —Hemos tenido problemas con los slats antes... —Sí; pero eso se solucionó hace tiempo, Casey. Y los slats no pueden explicar un accidente semejante. ¿Un accidente con víctimas mortales? No, no. No fueron los slats, Casey. —¿Estás seguro? —Completamente. Te lo demostraré. —Se volvió hacia uno de los instructores que estaban ante la consola—. ¿Quién está volando en el N-22? —Ingram. Primer oficial de Northwest. —¿Es bueno? —Regular. Tiene unas treinta horas de vuelo.

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A través del circuito cerrado de televisión Casey vio a un hombre de treinta y tantos años, sentado en el asiento del piloto del simulador. —¿Y dónde está ahora? —preguntó Felix. —Hummm... Veamos —dijo el instructor, consultando los paneles—. Sobrevolando el Atlántico. FL tres treinta, 0,8 mach. —Bien —dijo Felix—. Eso significa que está a treinta y tres mil pies, a ocho décimas de la velocidad del sonido. Ha estado allí un tiempo y todo parece ir bien. Está relajado, quizá algo amodorrado. —Sí, señor. —Bien. Extienda los slats. El instructor alargó el brazo y apretó un botón. Felix se volvió hacia Casey. —Mira con atención, por favor. En la pantalla de vídeo, el piloto siguió tranquilo, imperturbable. Pero unos segundos después, se inclinó hacia adelante, súbitamente alerta, mirando los indicadores con la frente arrugada. Felix señaló la consola del instructor y las diversas pantallas. —Aquí puedes observar lo que ve. En el visor de control de vuelo, el indicador de slats está parpadeando. Y lo ha notado. Mientras tanto, verás que el morro del avión se eleva ligeramente... Los sistemas hidráulicos zumbaron y el gran cono del simulador se inclinó unos cuantos grados hacia arriba. —Ahora el señor Ingram comprueba la palanca de los slats, como es debido. La encuentra en posición superior y trabada, lo que es sorprendente, pues significa que está ante una extensión incontrolada de slats. —El simulador continuaba inclinado—. En consecuencia, Ingram reflexiona. Tiene mucho tiempo para decidir qué hacer. La nave se mantiene estable gracias al piloto automático. Veamos qué decide. Ah, decide jugar con los mandos. Baja la palanca de los slats, la sube... Pretende apagar el indicador. Pero eso no cambia nada. Así que ahora se da cuenta de que hay una avería en el sistema. Sin embargo, permanece tranquilo. Sigue pensando... ¿Qué hará? Modifica los parámetros del piloto automático... desciende a una altitud menor y reduce la velocidad relativa... Muy bien. El avión sigue encabritado, pero ahora las condiciones de altitud y velocidad son más favorables. Decide probar otra vez con la palanca de slats... —¿Lo saco del apuro? —preguntó el instructor. —¿Por qué no? —respondió Felix—. Ya hemos demostrado lo que queríamos. El instructor apretó un botón. El simulador recuperó la horizontalidad. —Y así es como Ingram vuelve a las condiciones normales de vuelo —dijo Felix—. Toma nota del problema para informar al personal de mantenimiento y sigue volando hacia Londres. —Pero ha conectado el piloto automático —observó Casey—. ¿Y si no lo hubiera hecho? —¿Por qué no iba a hacerlo? Está volando a velocidad de crucero; el piloto automático ha estado controlando el avión durante media hora por lo menos.

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—Supón que no lo hubiera hecho. Felix se encogió de hombros y se volvió hacia el instructor. —Desconecta el piloto automático. —Sí. Sonó una alarma. En la pantalla de vídeo, el piloto miró los instrumentos y cogió la palanca de mando. La alarma se apagó y la cabina de mando quedó en silencio. El piloto continuó sujetando la palanca. —¿Ahora está pilotando él? —preguntó Felix. —Sí —respondió el instructor—. Está a FL dos noventa, 0,71 mach, con el piloto automático inactivo. —Bien —dijo Felix—. Extiende los slats. El instructor apretó un botón. En el monitor de la consola correspondiente al sistema, parpadeó la luz de aviso de slats extendidos, primero en amarillo, luego en blanco. Casey miró la pantalla contigua y vio al piloto inclinado hacia adelante. Había reparado en la señal de advertencia. —Ahora —dijo Felix—, una vez más, vemos el avión encabritado, con el morro hacia arriba, pero en esta ocasión Ingram tiene que controlarlo solo. De modo que tira de la palanca de mando hacia adelante, muy despacio, con mucha delicadeza... Bien... La situación ya es estable. Se volvió hacia Casey. —¿Lo ves? —Se encogió de hombros—. Es intrigante. Sea lo que fuere lo que ocurrió en ese vuelo de TransPacific, no puede tratarse de los slats. Ni de los inversores de empuje. En cualquiera de los dos casos, el piloto automático compensaría el fallo y mantendría el control. Ya te lo he dicho, Casey, lo que ocurrió en ese avión es un auténtico misterio. Una vez fuera, Felix se dirigió a su jeep, sobre cuyo techo había una tabla de windsurf. —Tengo una tabla Henley nueva —dijo—. ¿Quieres verla? —Felix —respondió ella—. Marder está que se sube por las paredes. —¿Y qué? Déjalo. En el fondo le gusta. —¿Qué crees que pasó en el 545? —Bueno, para serte franco, las características del N-22 son tales que si los slats se extienden a velocidad de crucero y el comandante no usa el piloto automático, el aparato se vuelve bastante sensible. Tú debes recordarlo, Casey. Participaste en el estudio que se hizo hace tres años. Después de la última modificación en el sistema de slats. —Es verdad —dijo ella, recordando—. Organizamos un equipo especial para comprobar la estabilidad de vuelo del N-22. Pero llegamos a la conclusión de que no había un problema de sensibilidad de mandos, Felix. —Y no os equivocasteis —aseguró—. No hay ningún problema. Todos los aviones modernos mantienen la estabilidad de vuelo mediante ordenadores. Un

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reactor caza, por ejemplo, no puede pilotarse sin ordenadores. Los caza son inestables por naturaleza. Los aviones de transporte comerciales son menos sensibles, pero aun así, los computadores modifican el combustible, regulan la altitud, ajustan el centro de gravedad, controlan los empujadores de los motores. Los ordenadores hacen pequeños cambios de forma continua con el fin de estabilizar el avión. —Sí —dijo Casey—, pero también es posible volar sin piloto automático. —Desde luego —admitió Felix—. Preparamos a los capitanes para que lo hagan. Precisamente porque el avión es sensible; cuando se encabrita o el morro sube, el capitán debe bajarlo con mucha suavidad. Si corrige el problema con brusquedad, el avión cae en picado. En tal caso, debe elevarlo, pero también con mucha suavidad, o producirá una sobrecompensación y el avión se encabritará y volverá a caer en picado. Y esto es precisamente lo que ocurrió en el 545. —Quieres decir que todo se debió a un error del piloto. —No tendría ninguna duda al respecto si no fuera porque el piloto era John Chang. —¿Y es un buen piloto? —No —dijo Felix—. Es un piloto extraordinario. Aquí veo a muchos pilotos, y algunos tienen verdadero talento. Ya sabes; algo más que reflejos rápidos, conocimientos y experiencia. Es una especie de habilidad natural. Un instinto. John Chang está entre los cinco o seis mejores comandantes que he adiestrado en este avión, Casey. Por lo tanto, lo ocurrido en el 545 no puede deberse a un fallo del piloto. No con John Chang al mando. Lo lamento, pero tiene que tratarse de un problema técnico del avión, Casey. Tiene que ser el avión.

HACIA EL HANGAR 5 9.15 H

Mientras cruzaban el inmenso aparcamiento, Casey permanecía absorta en sus pensamientos. —¿Y bien? —preguntó Richman—. ¿Cuál es la situación? —Estamos en blanco. Independientemente de cómo interpretara los datos que obraban en su poder, siempre llegaba a la misma conclusión. Hasta el momento no tenían ninguna certeza. Según el piloto, el incidente se había producido a causa de unas turbulencias, pero no había sido así. Una pasajera había presentado un versión que sugería una extensión incontrolada de slats, pero esa avería no podía explicar los daños sufridos por los pasajeros. La azafata decía que el capitán había disputado el mando al piloto automático, cosa que según Trung sólo haría un piloto incompetente. Y Felix aseguraba que el piloto era extraordinario.

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En blanco. Estaban en blanco. Richman caminaba junto a ella arrastrando los pies y sin decir una palabra. Había estado callado toda la mañana. Era como si el enigma del 545, que tanto lo intrigaba el día anterior, ahora le resultara demasiado complejo. Pero Casey no estaba desanimada. Había llegado a este punto muchas veces con anterioridad. No era de extrañar que las primeras pruebas parecieran contradictorias, porque los accidentes aéreos rara vez obedecían a un único hecho o error. Las comisiones de estudio de incidentes esperaban encontrar una concatenación de hechos, donde un fallo Ilevaba al otro, éste al siguiente, y así sucesivamente. La explicación siempre era compleja: un sistema fallaba, el piloto procuraba lidiar con la avería, el aparato reaccionaba de forma imprevista y, finalmente, el avión tenía problemas. Siempre una concatenación. Una larga cadena de pequeños errores y percances insignificantes. Oyó el rugido de un reactor. Alzó la vista, y vio la silueta de un Norton de fuselaje ancho recortada en el cielo. Cuando pasó sobre ella, reconoció la insignia amarilla de TransPacific en la cola. El reactor aterrizó suavemente, levantando una nube de humo alrededor de las ruedas, y se dirigió al hangar de mantenimiento número 5. En ese momento el busca de Casey emitió un pitido. Se lo desprendió del cinto.

***N-22 EXPL ROTOR MIAMI TV AHORA

—¡Demonios! —exclamó Casey—. Busquemos un televisor. —¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Richman. —Tenemos problemas.

EDIFICIO 64/CEI 9.20 H

«Esta escena sucedió hace escasos momentos en el Aeropuerto Internacional de Miami, cuando un avión de Sunstar Airlines se incendió después de estallar inesperadamente el motor izquierdo del ala de estribor, dejando caer una peligrosísima Iluvia de metralla sobre la atestada pista de aterrizaje.» —¡Joder! —exclamó Kenny Burne. Delante del televisor había media docena de técnicos, que taparon la visión de Casey cuando entró en la estancia. «Milagrosamente, no hubo que lamentar ningún herido entre los doscientos setenta pasajeros de a bordo. El N-22 de fuselaje ancho estaba acelerando para el despegue cuando los pasajeros notaron una nube de humo negro

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alrededor del ala. Segundos más tarde el avión se vio sacudido por una explosión, el motor izquierdo del ala de estribor voló literalmente en pedazos, y las llamas engulleron rápidamente el ala.» La pantalla no mostraba esa escena, sino un reactor N-22 visto a lo lejos, con una columna de humo negro saliendo por debajo del ala. —El motor izquierdo del ala de estribor... —se burló Burne—. ¿En oposición al motor derecho del ala de estribor? Vaya tonto del culo. Ahora la televisión emitía las opiniones de algunos de los testigos presentes en la terminal. Eran secuencias rápidas. Un crío de siete u ocho años dijo: «La gente se ha puesto histérica por el humo.» A continuación enfocaron a una adolescente que sacudió la cabeza, se echó el pelo por encima del hombro y declaró: «Yo estaba muerta de miedo, se lo juro. He visto todo ese humo, y me ha entrado un miedo alucinante, se lo juro.» Entonces el reportero preguntó: «¿Qué has pensado al oír la explosión? ¿Has creído que era una bomba?» Y la joven respondió: «Seguro. Una bomba de los terroristas.» Kenny Burne se dio media vuelta, agitando los brazos en el aire. —¿Podéis creer esta mierda? Están pidiendo su opinión a unos críos. ¡Así son las noticias! «¿Qué has pensado al oír la explosión?» «Ostras, ha sido increíble. Me he tragado el Chupa—Chups de la sorpresa.» —Emitió una risita sarcástica—. Los aeroplanos asesinos... y los usuarios que los aman. En la pantalla apareció una anciana que dijo: «Sí, he creído que iba a morir. Naturalmente, es lo primero que se te ocurre pensar.» Luego un hombre maduro: «Mi mujer y yo nos hemos puesto a rezar. Después la familia entera nos hemos arrodillado en la pista y hemos dado gracias al Señor.» El periodista preguntó: «¿Estaban asustados?» Y el hombre respondió: «Creíamos que íbamos a morir. La cabina de pasajeros estaba llena de humo; es un milagro que hayamos sobrevivido.» Burne comenzó a gritar otra vez. —¡Maldito subnormal! Si hubieras estado en un coche, habrías muerto. Si hubieras estado en una discoteca, habrías muerto. Pero no en un Norton de fuselaje ancho. ¡Lo diseñamos para que pudieras salvar tu asquerosa vida! —Cálmate —dijo Casey—. No me dejas oír nada. —Escuchaba con atención; quería saber hasta dónde eran capaces de llegar. Una mujer hispana de extraordinaria belleza, vestida con un traje Armani de color beige, estaba frente a la cámara con un micrófono en la mano: «Aunque ahora los pasajeros se recuperan de la impresión, hace apenas unas horas se enfrentaban a un destino incierto, cuando un avión Norton de fuselaje ancho ha estallado en la pista de aterrizaje, envuelto en llamas anaranjadas que se elevaban hasta el cielo...» El televisor volvió a mostrar la imagen emitida unos segundos antes: el avión can una columna de humo saliendo del ala. Tenía un aspecto tan peligroso como la hoguera de un campamento después de un chaparrón. —¡Un momento! ¡Un momento! —gritó Kenny Burne—. ¿Ha dicho que un avión Norton ha explotado? Lo que ha explotado era la mierda de motor que le

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pusieron a ese Sunstar. —Señaló la imagen de la pantalla—. Eso es, para ser exactos, un desprendimiento de rotor, y los fragmentos del alabe han atravesado el capó, ¡que es precisamente lo que les avisé que pasaría! —¿Se lo dijiste? —preguntó Casey. —Claro —dijo Kenny—. Yo lo sé todo sobre esto. El año pasado Sunstar compró seis motores a AeroCivicas. Yo actué como consejero en representación de la Norton. Inspeccioné los motores con el baroscopio y encontré un montón de daños: grietas en las muescas de los álabes y fisuras en las aletas. Les dije a los de Sunstar que los rechazaran. —Kenny sacudió las manos—. Pero ¿cómo iban a dejar pasar una ganga? —dijo—. Lo que hicieron fue repararlos. Mientras los desarmábamos, encontramos corrosión, así que seguro que el certificado de revisión en el extranjero era falso. Volví a advertirles que esos motores estaban para tirarlos a la basura. Pero Sunstar los compró y los instaló en sus aviones. Así que ahora, menuda sorpresa, el puñetero rotor se desprende o se rompe, los fragmentos atraviesan el ala, y el líquido hidráulico, no inflamable, suelta humo. No hay llamas porque ese líquido no puede arder. ¿Y resulta que todo es culpa nuestra? Se dio media vuelta y volvió a mirar la pantalla. «,., dando un susto de muerte a los doscientos setenta pasajeros que se encontraban a bordo. Afortunadamente no se han producido heridos...» —Exacto —dijo Burne—. Si no hay penetración en el fuselaje, señora mía, nadie sale herido. El ala lo ha absorbido... ¡nuestra ala! «... y esperamos poder hablar de esta aterradora tragedia con los directivos de la compañía aérea. Más información en unos minutos. Ahora devolvemos la conexión a nuestros estudios, Ed.» La imagen mostró el estudio del noticiario, donde un delgado comentarista dijo: «Gracias, Alicia, por este informe de última hora sobre la aterradora explosión que ha tenido lugar en el aeropuerto de Miami. Les ofreceremos más información al respecto en cuanto dispongamos de nuevos datos. Ahora continuamos con nuestra programación habitual.» Casey suspiró, aliviada. —¡No puedo creer este montón de mierda! —exclamó Kenny Burke. Se volvió y abandonó precipitadamente la habitación, dando un portazo al salir. —¿Qué pasa? —preguntó Richman. —Creo que esta vez Kenny tiene toda la razón para ponerse así —respondió Casey—. Para que lo entiendas, nosotros construimos aeronaves. No fabricamos motores, ni los reparamos. No tenemos nada que ver con los motores. —¿Nada? No entiendo cómo... —Los motores los suministran otras compañías: General Electric, Prat, Whitney, Rolls—Royce. Pero los periodistas son incapaces de entender la diferencia. Richman la miró con cara de escepticismo. —Parece una sutileza...

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—En absoluto. Si se va la luz, ¿llamas a la compañía del gas? Si tienes un reventón en un neumático, ¿culpas al fabricante del coche? —Claro que no —admitió Richman—. Pero éste es vuestro avión, con motores y todo. —No —insistió Casey—. Nosotros construimos el avión y luego instalamos los motores de la marca elegida por el cliente. Igual que tú puedes poner cualquier marca de neumáticos en tu coche. Pero si Michelin saca una partida de neumáticos malos, y revientan, la culpa no es de Ford. Si descuidas los neumáticos de tu coche, permitiendo que se desgasten, y tienes un accidente, no podrás culpar a Ford. Pues es exactamente igual con nosotros. Richman no parecía muy convencido. —Lo único que podemos hacer —prosiguió Casey— es certificar que nuestros aviones pueden volar sin riesgos con los motores que instalamos. Pero no podemos obligar a las líneas aéreas a mantener esos motores en condiciones durante toda la vida útil de la aeronave. No es nuestra función... Y es fundamental comprender eso para entender lo que acaba de pasar. El periodista ha tergiversado la noticia. —¿Por qué? —En ese avión ha fallado un rotor —dijo Casey—. Las palas del ventilador se han desprendido del disco del rotor y la carcasa que cubre el motor no ha podido retener los fragmentos. El motor ha explotado porque no se tomaron las medidas oportunas de mantenimiento. No debería haber pasado. Pero nuestro avión ha impedido la entrada de fragmentos en el interior, protegiendo a los pasajeros que estaban a bordo. De modo que la verdadera noticia es que la aeronave Norton está tan bien construida que ha protegido a doscientos setenta pasajeros de un mal motor. En realidad, somos unos héroes. Pero mañana las acciones de la Norton caerán. Y puede que algunos pasajeros tengan miedo de volar en aeronaves Norton. ¿Te parece una consecuencia lógica de lo que realmente ha ocurrido? No. Pero es la consecuencia lógica de la forma en que se ha transmitido la noticia. Para los que trabajamos aquí, es una situación frustrante. —Bueno —dijo Richman—. Por lo menos no han mencionado a TransPacific. Casey hizo un gesto afirmativo. Ésa era su principal preocupación, la razón por la que había echado a correr en el apareamiento en busca de un televisor. Quería saber si en las noticias se hacía algún comentario relacionando la explosión del motor con el incidente del día anterior en el avión de TPA. No habían dicho nada. Pero tarde o temprano, lo harían. —Empezaremos a recibir llamadas —dijo Casey—. Ya han levantado la liebre.

HANGAR 5 9.40 H

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Había una docena de guardias de seguridad en la puerta del hangar 5, donde se inspeccionaba el reactor de TransPacific. Pero éste era el procedimiento habitual siempre que los equipos del Servicio de Recuperación y Mantenimiento entraban en la planta. Había equipos semejantes en todo el mundo, y se encargaban de revisar y reparar los aviones con problemas. Tenían autorización de la FAA para repararlos en la propia fábrica. Pero puesto que los miembros eran escogidas por su eficacia más que por su antigüedad no eran miembros del sindicato, y a menudo había fricciones cuando visitaban la fábrica. Dentro del hangar, el avión de fuselaje ancho de TransPacific resplandecía bajo los faros halógenos, semioculto detrás de andamios rodantes con estructura de rejilla. Los técnicos pululaban alrededor del avión. Casey vio a Kenny Burne, que trabajaba en los motores y maldecía la plantilla del grupo motor. Habían extendido las dos camisas de los inversores de empuje que salían de la góndola y hacían pruebas de conductividad en las cubiertas metálicas de forma curva. Ron Smith y el equipo de electricidad estaban subidos a una plataforma elevada, junto al cilindro central del avión. Más arriba, por la ventanilla de la cabina de mando, Casey vio a Van Trung, que inspeccionaba la aviónica con su equipo. Y Doherty estaba en el ala, dirigiendo al equipo de estructuras. Sus hombres habían retirado con una grúa una pieza de aluminio de dos metros y medio de ancho, uno de los slats. —Empiezan por las piezas más grandes —explicó Casey a Richman. —Cualquiera diría que están desmontando el avión —observó Richman. —Y eso equivale a destruir las pruebas del delito —exclamó una voz a su espalda. Casey se volvió. Era Ted Rawley, uno de los pilotos de las pruebas de vuelo. Llevaba botas y camisa de vaquero y gafas oscuras. Como la mayoría de los pilotos de pruebas, Ted cultivaba una imagen de aventurero. —Éste es nuestro mejor piloto de pruebas —lo presentó Casey—. Lo llaman el Rómpelotodo. —¡Eh! —protestó el aludido—. Que todavía no he hecho ningún destrozo. De todos modos, mejor ese mote que Casey y los Siete Enanitos. —¿Así la Ilaman a ella? —preguntó Richman, súbitamente interesado. —Sí, Casey y sus enanos. —Rawley señaló a los técnicos con un ademán vago—. Los pequeñines. Jei, Jou, Jei, Jou. —Se volvió de espaldas al avión y dio una palmada en el hombro a Casey—. ¿Qué tal estás, nena? El otro día te llamé. —Lo sé —dijo ella—. He estado muy ocupada. —Me lo imagino —respondió Teddy—. Seguro que Marder le ha ajustado las clavijas a todo el mundo. ¿Qué han encontrado los técnicos? Espera, deja que lo adivine. No han encontrado nada, ¿verdad? Su maravilloso avión está en perfectas condiciones. En consecuencia, se trata de un error del piloto. ¿He acertado?

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Casey no respondió. Richman parecía incómodo. —Venga —prosiguió Teddy—. No hay nada de que avergonzarse. Ya he oído esta historia antes. Afrontémoslo; todos los técnicos tienen el carnet del Club de Sodomitas de Pilotos. Por eso diseñan los aviones para que funcionen casi automáticamente. Detestan la idea de que alguien pueda pilotarlos. Poner un cuerpo caliente en el asiento es una auténtica irreverencia. Los saca de sus casillas. Y, naturalmente, si pasa algo malo, es por culpa del piloto. Tiene que ser culpa del piloto, ¿me equivoco? —Vamos, Teddy —replicó Casey—. Ya conoces las estadísticas. La gran mayoría de los accidentes son causados por... En ese momento, Doug Doherty, acuclillado en el ala encima de ellos, se inclinó y dijo con tono apesadumbrado: —Eh, Casey. Malas noticias. Será mejor que veas esto. —¿Qué pasa? —Estoy casi seguro de que sé lo que pasó en el vuelo 545. Casey subió al andamio y se dirigió al ala. Doherty estaba inclinado sobre el borde de ataque. Habían retirado los slats, dejando al descubierto el interior de la estructura del ala. Casey se agachó junto a Doherty y echó un vistazo. El sitio de los slats estaba marcado por una serie de pistas de accionamiento, pequeños carriles espaciados a un metro de distancia sobre los cuales se deslizaban las aletas, impulsadas por pistones hidráulicos. En el extremo anterior del carril había una espiga basculante que permitía a los slats inclinarse hacia abajo. AI fondo del compartimiento, Casey vio los émbolos que empujaban los slats por los raíles. Sin los slats, los émbolos eran sencillamente brazos metálicos extendidos en el aire. Como siempre que veía las entrañas de una aeronave, Casey se maravilló de su complejidad. —¿Qué tengo que ver? —preguntó. —Esto —dijo Doug, inclinándose sobre uno de los brazos extendidos y señalando una pequeña pestaña en el fondo, curvada como un gancho. La pieza no era mucho más grande que el pulgar de Casey. —¿Sí? Doherty extendió el brazo y empujó la pestaña hacia adentro, pero la pieza volvió a salir de inmediato. —Éste es el pasador de blocaje de los slats —explicó Doug—. Funciona mediante un resorte que a su vez es impulsado por un solenoide que se encuentra en el fondo. Cuando los slats se repliegan, el pasador se cierra y los fija en su sitio. —¿Y? —Míralo —dijo Doherty sacudiendo la cabeza—. Está doblado. Casey frunció el entrecejo. Si estaba doblado, ella no lo notaba. Lo veía recto. —Doug...

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—No. Mira. —Puso una regla metálica contra el pasador, demostrándole que el metal estaba inclinado unos pocos milímetros hacia la izquierda—. Y eso no es todo. Mira la superficie de la bisagra. Está gastada. ¿Lo ves? Le pasó una lupa. A tres metros del suelo, Casey se inclinó sobre el borde de ataque y examinó la pieza. Era verdad; estaba gastada. Vio una superficie irregular sobre el gancho de blocaje. Pero parecía lógico que hubiera cierto grado de desgaste en el punto donde el pestillo de metal sujetaba las aletas. —¿De veras te parece importante, Doug? —preguntó. —Sí —contestó él con tono fúnebre—. Aquí hay por lo menos dos o tres milímetros de desgaste. —¿Cuántos pasadores sujetan el slat? —Sólo uno. —¿Y si no funciona bien? —Los slats pueden desplegarse en vuelo. No necesariamente se extenderían del todo. Recuerda que se trata de superficies de control de baja velocidad. A velocidad de crucero, el efecto se magnifica: una pequeña extensión modificaría la aerodinámica. Casey frunció el entrecejo, examinando con atención la pequeña pieza a través de la lupa. —Pero ¿por qué iba a abrirse de repente el pasador después de recorrer dos tercios del trayecto? Doug sacudió la cabeza. —Mira los demás pasadores —dijo, señalando la parte inferior del ala—. No hay desgaste en la superficie de fricción. —¿Sugieres que han renovado los demás y éste no? —No. Creo que los demás son las piezas originales. La que han cambiado es precisamente ésta. ¿Ves el sello de las piezas en la base? Casey vio una pequeña figura grabada, una «H» dentro de un triángulo con una serie de números. Todos los fabricantes de piezas sellaban sus productos con símbolos parecidos. —Sí... —Ahora mira este pasador. ¿Ves la diferencia? En esta pieza, el triángulo está invertido. Es una pieza falsa, Casey. La falsificación de piezas era quizá el mayor problema que debían afrontar los fabricantes de aeronaves en los albores del siglo XXI. La prensa hablaba mucho de la falsificación de artículos de consumo general, como relojes, discos compactos, programas informáticos. Pero lo cierto era que ese negocio florecía en todos los campos, incluida la manufactura de piezas de coches y aviones. En estos casos, la falsificación adquiría un cariz distinto y peligroso. A diferencia de un Cartier falso, una pieza de avión falsa podía causar muertes. —De acuerdo —dijo Casey—. Comprobaré el registro de mantenimiento y averiguaré de dónde ha salido.

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La FAA obligaba a las compañías aéreas comerciales a llevar un registro de mantenimiento extraordinariamente detallado. Cada vez que se cambiaba una pieza, se apuntaba en el registro. Además, los fabricantes, aunque no estuvieran obligados a ello, dejaban constancia en un libro de todas las piezas originales del avión y sus fabricantes. Todo este papeleo permitía rastrear cada una de los millones de piezas de un avión hasta sus orígenes. Así podía averiguarse, por ejemplo, si una pieza había pasado de una aeronave a otra. O si había sido extraída para su reparación. Cada parte del avión tenía su propia historia. En muy poco tiempo podían averiguar de dónde procedía una pieza, quién la había instalado y cuándo. Casey señaló el pasador de blocaje del ala. —¿Lo has fotografiado? —Claro. Ya tenemos la prueba. —Entonces quítalo —dijo ella—. Lo llevaré a Metalurgia. A propósito, ¿crees que esta avería podría provocar un aviso de asimetría de slats? Doherty esbozó una sonrisa extraña. —Sí, podría. Y supongo que lo provocó. Tenemos una pieza no reglamentaria, Casey, y produjo un fallo en el avión. Richman hablaba animadamente mientras se alejaba del ala. —¿Conque era eso? ¿Una pieza defectuosa? ¿Eso es todo? ¿Misterio resuelto? Richman la estaba poniendo nerviosa. —Vayamos por partes —dijo—. Primero tenemos que hacer las comprobaciones pertinentes. —¿Comprobaciones? ¿Qué es lo que hay que comprobar? ¿Y cómo? —En primer lugar, hemos de descubrir de dónde salió esa pieza —respondió ella—. Vuelve al despacho. Dile a Norma que pida el registro de mantenimiento al aeropuerto de Los Ángeles. Y que envíe un fax al representante de Hong Kong, pidiendo el registro de la línea aérea. Que le diga que los ha pedido la FAA, y que nosotros queremos echarles un vistazo antes. —De acuerdo —dijo Richman. Se alejó hacia las puertas abiertas del hangar 5 y salió a la luz del sol. Caminaba con un ligero contoneo, como si fuera una persona importante, en posesión de una información valiosa. Pero Casey aún no estaba convencida de que en realidad supieran algo. Al menos por el momento.

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FUERA DEL HANGAR 5 10.00 H

Al salir del hangar, el sol de la mañana la deslumbró. Vio a Don Brull bajando del coche frente al edificio 121. Se dirigió hacia él. —Hola, Casey —saludó él mientras cerraba la portezuela del coche—. Empezaba a preguntarme cuándo me responderías. —He hablado con Marder —dijo Casey—. Jura que no enviarán el ala a China. Brull movió la cabeza en un gesto de asentimiento. —Me llamó anoche y me dijo lo mismo. —No parecía satisfecho. —Marder insiste en que se trata de un rumor. —Miente —aseguró Brull—. Van a hacerlo. —No puede ser —replicó Casey—. Es absurdo. —Mira, a mí esto no me afecta personalmente. Cuando cierren la planta, dentro de diez años, yo estaré jubilado. Pero para entonces tu hija entrará en la universidad. Tendrás unos gastos desorbitados y estarás sin empleo. ¿No lo has pensado? —Don —dijo Casey—, tú mismo has dicho que es absurdo que entreguen el ala. Sería una imprudencia que... —Marder es un imprudente. —Brull tenía el sol de frente, así que la miraba con los ojos entornados—. Tú lo sabes. Sabes bien de lo que es capaz. —Don... —Mira —interrumpió él—, sé muy bien lo que digo. Esas herramientas no se han fletado con destino a Atlanta, Casey. Van al puerto de San Pedro, donde están construyendo contenedores especiales para embarcarlas y enviarlas fuera del país. Conque de ahí salían las deducciones del sindicato, pensó Casey. —Se trata de herramientas inmensas, Brull —explicó Casey—. No podemos mandarlas por tren o carretera. Las herramientas grandes siempre viajan en barco. Están construyendo contenedores para fletarlas a través del canal de Panamá. Es la única forma de enviarlas a Atlanta. Brull sacudió la cabeza. —He visto los resguardos del flete. No dicen Atlanta, sino Seúl, Corea. —¿Corea? —preguntó ella, frunciendo el entrecejo. —Exactamente. —Don, eso no tiene sentido... —Sí, lo tiene. Porque es una tapadera —dijo Brull—. Enviarán las herramientas a Corea y desde allí a Shanghai. —¿Tienes copias de esos resguardos? —preguntó Casey.

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—Sí, pero no las llevo encima. —Me gustaría verlas. Brull suspiró. —Puedo conseguirlas y enseñártelas, Casey, no hay problema. Pero me pones en una situación muy difícil. Los muchachos no permitirán que esta venta se concrete. Marder me ha pedido que los tranquilice, pero ¿qué puedo hacer? Yo estoy al frente de la delegación local, no de la fábrica. —¿Qué quieres decir? —Que esto escapa a mi control —respondió. —Don... —Siempre me has caído bien, Casey —dijo—. Pero si sigues en este plan, no podré ayudarte. Y se marchó.

FUERA DEL HANGAR 5 10.04 H

Lucía un sol radiante; a su alrededor, la fábrica mantenía un alegre trajín, y los mecánicos se desplazaban en bicicleta de un edificio a otro. No parecía acecharla amenaza o peligro alguno, pero Casey comprendía qué había querido decirle Brull: estaba en tierra de nadie. Desenfundó con nerviosismo su teléfono móvil y vio la corpulenta silueta de Jack Rogers caminando en dirección a ella. Jack escribía los artículos de aviación del Telegraph—Star, un periódico de Orange County. A sus cincuenta y tantos años, era un reportero informado y competente, uno de los últimos ejemplares de la vieja escuela del periodismo, aquellos que conocían el tema de un reportaje tan bien como los entrevistados. Jack la saludó agitando la mano. —Hola, Jack —dijo Casey—. ¿Qué cuentas? —He venido por lo del accidente de esta mañana con la herramienta del ala. La que ha caído del montacargas. —Una desgracia —dijo ella. —Esta mañana ha habido otro accidente con los transportistas. Habían cargado una herramienta en el remolque de un camión, pero el conductor ha doblado la esquina del edificio 94 a demasiada velocidad. La herramienta se ha deslizado y ha caído al suelo. Un desastre. —Vaya —dijo Casey. —Es evidente que se trata de acciones sindicales —afirmó Rogers—. Mis fuentes me han dicho que el gremio se opone a la venta a China.

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—Eso he oído —respondió Casey con un gesto de asentimiento. —¿Porque como contraprestación vais a cederles la fabricación del ala? —Vamos, Jack —dijo ella—. Eso es ridículo. —¿Estás segura? Casey retrocedió un par de pasos. —Sabes que no puedo hablar de la venta, Jack. Nadie puede hacer declaraciones hasta que el trato sea seguro. —De acuerdo —aceptó Rogers, sacando un cuaderno de notas—. Es verdad que parece un rumor absurdo. Ninguna compañía ha cedido jamás la fabricación del ala. Sería un suicidio. —Exactamente —respondió Casey. Cada vez que pensaba en ese asunto, acababa haciéndose la misma pregunta: ¿Por qué Edgarton iba a ceder el ala? ¿Qué compañía haría algo así? Era absurdo. Rogers alzó la vista de su cuaderno. —Me pregunto por qué el sindicato cree que van a enviar el ala al extranjero. Casey se encogió de hombros. —Eso tendrás que preguntárselo a ellos. —Rogers tenía informantes en el gremio. Brull, seguramente. Y quizá alguien más. —Me han dicho que tienen pruebas documentales. —¿Te las han enseñado? —preguntó Casey. Rogers negó con la cabeza. —No. —No entiendo por qué. Si las tienen... Rogers sonrió y apuntó algo en el cuaderno. —Es una lástima lo de la explosión de un motor en Miami. —Sólo sé lo que he visto en la televisión. —¿Crees que afectará a la opinión que tiene el público del N-22? —preguntó Rogers con el bolígrafo preparado para tomar nota de la respuesta. —No veo por qué. Ha sido una avería de motor, no de la acronave. Supongo que pronto descubrirán que produjo la explosión un disco de compresor defectuoso. —No me extrañaría. He hablado con Don Peterson, de la FAA. Me ha dicho que aquel incidente en San Francisco se debió a la rotura del disco de un compresor de seis etapas. El disco tenía burbujas de nitrógeno. —¿Inclusiones alfa? —preguntó ella. —Exacto —respondió Jack—. Y también había señales de fatiga por tiempo de accionamiento. Casey asintió. Las partes del motor funcionaban a una temperatura de 1300 °C, muy por encima de la temperatura de fusión de la mayoría de las aleaciones, que se convertían en sopa a los 1200°C. En consecuencia, se fabricaban con aleaciones de titanio, usando los procedimientos más avanzados. La

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manufactura de algunas de las piezas era un verdadero arte: las palas del ventilador se «cultivaban» como un único cristal de metal, lo que las hacía increíblemente resistentes. Pero incluso en manos expertas, el proceso de fabricación era muy delicado. Cuando se producía fatiga por tiempo de accionamiento, el titanio usado en los discos del rotor cristalizaba en colonias de microestructuras, y debido a eso dichos discos se volvían más vulnerables a las grietas. —¿Y qué me dices del incidente de la TransPacific? —preguntó Rogers—. ¿También se debió a un problema del motor? —Lo de TransPacific ocurrió ayer, Jack. La investigación acaba de empezar. —Tú eres la representante del Departamento de Control de Calidad en la comisión de estudio, ¿verdad? —Sí. —¿Estás satisfecha con la marcha de la investigación? —Jack, no puedo hacer ningún comentario sobre la investigación del incidente de TransPacific. Es demasiado pronto. —No para las especulaciones —adujo Rogers—. Ya sabes cómo son estas cosas, Casey. A la gente le encanta hablar. Y después es difícil aclarar los malentendidos. Sólo quiero explicar las cosas. ¿Habéis descartado un problema de motores? —Jack —dijo ella—. No puedo hacer comentarios. Rogers apuntó algo en el cuaderno, y sin levantar la vista, añadió: —Y supongo que también estaréis inspeccionando los slats. —Lo estamos inspeccionando todo —respondió ella. —Teniendo en cuenta el historial de problemas de slats del N-22... —Eso es agua pasada —aseguró Casey—. Solucionamos ese problema hace años. Si no recuerdo mal, tú escribiste una nota al respecto. —Pero ahora habéis tenido dos incidentes en dos días. ¿No os preocupa que la gente piense que el N-22 es un avión poco fiable? Casey intuía ya el cariz que tomaría la noticia. No quería hacer declaraciones, pero Rogers estaba insinuando lo que escribiría si ella se negaba a hablar. Era una forma habitual, aunque leve, de chantaje periodístico. —Jack, tenemos trescientos N-22 en servicio activo en todo el mundo. Este modelo tiene estupendos antecedentes de seguridad. —De hecho, en cinco años de servicio no había habido ninguna víctima mortal en un avión de esta clase... hasta el día anterior. Era un motivo de orgullo, pero Casey decidió no mencionarlo porque podía imaginar los titulares: Primeras víctimas mortales en un Norton N-22... En cambio, dijo—: La mejor manera de servir al público es ofrecerle información verídica. Hacer especulaciones sería una irresponsabilidad. Buena táctica. Rogers apartó el bolígrafo. —De acuerdo, ¿quieres contármelo extraoficialmente?

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—Claro. —Casey sabía que podía confiar en él—. Entre nosotros, el 545 experimentó importantes oscilaciones de altura. Creemos que el avión se encabritó y luego descendió en picado. No sabemos por qué. El registrador de datos de vuelo no funciona. Tardaremos días en reconstruir los datos. Estamos trabajando lo más rápidamente posible. —¿Crees que esto afectará a la transacción con China? —Espero que no. —El piloto es chino, ¿no? ¿Un tal Chang? —Reside en Hong Kong. No sé de qué nacionalidad es. —¿Eso podría crear resquemores en caso de que se tratara de un error humano? —Ya sabes cómo son estas investigaciones, Jack. Sea cual fuere la causa del incidente, siempre hay alguien que se disgusta. No podemos preocuparnos por eso. La responsabilidad debe recaer sobre quien corresponda. —Claro —dijo él—. A propósito, ¿el trato con China ya es seguro? Hay quien dice que no. —La verdad es que no lo sé —respondió Casey encogiéndose de hombros. —¿Marder ha hablado contigo al respecto? —No personalmente —contestó, midiendo las palabras. Esperaba que Rogers no insistiera en el tema, y él no lo hizo. —De acuerdo. Dejaré ese asunto. Pero dame algo. Tengo que escribir un artículo. —¿Cómo es que no te han mandado escribir sobre Aerolíneas Baratijas? —preguntó, usando el término peyorativo para una de las compañías de vuelos baratos—. Nadie ha escrito sobre ellas todavía. —¿Me tomas el pelo? —replicó Rogers—. Todo el mundo ha escrito sobre el tema. —Sí; pero nadie ha contado la verdad —dijo ella—. Las líneas aéreas baratas son un chollo para los accionistas. —¿Un chollo para accionistas? —Claro —respondió Casey—. Compras un avión tan viejo y mal mantenido que ninguna línea aérea seria lo usaría ni para piezas de recambio. Luego ofreces vuelos baratos y usas el efectivo para comprar nuevas rutas. Es un negocio piramidal, pero en el papel parece fantástico. Las ventas se disparan, los ingresos suben y te conviertes en un ídolo de Wall Street. Ahorras tanta pasta en mantenimiento que tus beneficios crecen a una velocidad meteórica. El precio de las acciones se duplica una y otra vez. Cuando empiezan a amontonarse los cadáveres, has hecho una fortuna en la bolsa y puedes pagarte los mejores abogados. Ésa es la genialidad de la liberalización del precio de los billetes, Jack. Cuando llega la factura, nadie paga. —Excepto los pasajeros.

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—Exactamente —afirmó Casey—. La seguridad aérea siempre ha respondido a un código de honor. La FAA se formó para controlar las líneas aéreas, no para vigilarlas. De modo que si la liberalización de las tarifas va a cambiar las normas, habría que advertir al público. O triplicar la subvención de la FAA. Una cosa o la otra. Rogers hizo un gesto de asentimiento. —Barry Jordan, del diario Los Angeles Times, me contó que está cubriendo el tema de la seguridad. Pero para eso hay que tener recursos: tiempo, abogados que revisen el artículo. Mi periódico no puede pagar esa clase de gastos. Necesito algo que pueda usar esta misma noche. —Extraoficialmente —dijo Casey—, tengo una noticia. Pero no podrás revelar tus fuentes. —Hecho —convino Rogers. —El motor que ha estallado era uno de los seis que Sunstar compró a AeroCivicas —informó Casey—. Kenny Burne actuó como asesor. Revisó los motores y encontró daños. —¿Qué clase de daños? —Grietas en las muescas de los álabes y fisuras en las aletas. —¿Había fisuras por fatiga en las palas del ventilador? —Exactamente —confirmó Casey—. Kenny les dijo que rechazaran los motores, pero Sunstar los reconstruyó y los instaló en los aviones. Cuando ha estallado ese motor, Kenny se ha puesto furioso. Así que quizá él tenga algo que decir sobre Sunstar. Pero no puedes citarnos como fuente, Jack. Son clientes nuestros. —Lo entiendo —dijo Rogers—. Gracias. Pero el director del periódico querrá información sobre los accidentes de hoy en la fábrica. Así que dime, ¿estás convencida de que los rumores sobre la cesión del ala a China son infundados? —¿Ahora hablamos oficialmente otra vez? —preguntó ella. —Sí. —Pues no soy la persona indicada para responder a esa pregunta. Tendrás que hablar con Edgarton. —Lo he llamado —dijo Rogers—, pero en su oficina me han dicho que está fuera de la ciudad. ¿Adónde ha ido? ¿A Pekín? —No puedo decírtelo. —¿Y qué hay de Marder? —¿Qué pasa con él? Rogers se encogió de hombros. —Todo el mundo sabe que Marder y Edgarton se detestan mutuamente. Marder esperaba que lo nombraran presidente, pero el consejo le dio la espalda. Por otra parte, a Edgarton le han hecho contrato por un año, así que

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sólo tiene doce meses para demostrar lo que vale. Y he oído que Marder está haciendo todo lo posible para que fracase. —Yo no sé nada. —Naturalmente, Casey había oído rumores. No era ningún secreto que Marder estaba furioso y decepcionado por el nombramiento de Edgarton. Pero lo que pudiera hacer al respecto era una historia aparte. La mujer de Marder controlaba el once por ciento de las acciones de la compañía. Con las conexiones de Marder, era probable que consiguiera reunir un cinco por ciento más. Pero el dieciséis por ciento no bastaba para tomar el control, sobre todo porque Edgarton contaba con el apoyo del consejo directivo. De modo que en la fábrica casi todos pensaban que a Marder no le quedaba más remedio que aceptar el mando de Edgarton, al menos por el momento. Por mucho que le molestara, no podía hacer otra cosa. La compañía tenía problemas de liquidez. Ya estaban fabricando aviones sin compradores. Y si querían fabricar una nueva generación de aeronaves, necesitaban miles de millones de dólares para sobrevivir. Por lo tanto, la situación estaba clara. La compañía necesitaba la venta a China, y todos los que trabajaban allí también. Marder incluido. —¿No has oído decir que Marder está poniéndole cortapisas a Edgarton? —preguntó Rogers. —Sin comentarios —respondió Casey—. Pero, extraoficialmente, eso sería absurdo. Todo el mundo en la compañía quiere que la venta se concrete, Jack. Incluido Marder. Ahora mismo Marder está presionándonos para que resolvamos el misterio del 545 a fin de que la operación se concrete. —¿Crees que la rivalidad entre esos dos directivos podría perjudicar la imagen de la compañía? —No sé de qué me hablas. —De acuerdo —dijo Rogers finalmente, cerrando el cuaderno—. Si descubrís algo sobre el vuelo 545, llámame, ¿de acuerdo? —Así lo haré, Jack. —Gracias, Casey. Mientras se alejaba de Rogers, Casey cayó en la cuenta de que la entrevista la había dejado agotada. En la actualidad, hablar con un periodista era como jugar una decisiva partida de ajedrez: una tenía que pensar con antelación, imaginar todas las maneras en que el reportero podía tergiversar una declaración. Se respiraba un clima inevitablemente hostil. No siempre había sido así. Hubo una época en que los periodistas querían información y sus preguntas iban dirigidas a un hecho concreto. Deseaban formarse una idea precisa de una situación determinada, y se esforzaban para ver las cosas desde el punto de vista del entrevistado, para comprender de qué hablaba. Era posible que al final no estuvieran de acuerdo con uno, pero se enorgullecían de su capacidad para expresar la opinión ajena con exactitud antes de rebatirla. El tono de la entrevista no era muy personal, porque se concentraban en el hecho que querían entender.

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Pero ahora los periodistas tenían muy claro qué querían decir antes de empezar a investigar; veían su trabajo como una forma de demostrar lo que ya sabían. No buscaban información, sino pruebas de villanía. Por eso se mostraban escépticos ante el punto de vista del entrevistado, atribuyéndole una intención evasiva. Partían de la base de que todo el mundo era culpable a menos que se demostrara lo contrario, y trabajaban en una atmósfera de suspicacia y mal disimulada hostilidad. Abordaban su tarea de una forma muy personal: querían pisotear al entrevistado, pescarlo en el más mínimo fallo, sacar provecho de una declaración absurda o sencillamente de una frase que, fuera de contexto, lo dejara a uno como un idiota o un insensible. Precisamente porque el enfoque de trabajo era tan personal, los periodistas pedían insistentemente la opinión del entrevistado. ¿Cree que este asunto puede traer cola? ¿Le parece que la compañía sufrirá las consecuencias? Esas especulaciones tenían sin cuidado a los reporteros de generaciones anteriores, que se concentraban en los hechos. El periodismo moderno era extremadamente subjetivo, «interpretativo», y las especulaciones eran su savia vital. Pero Casey las encontraba agotadoras. Y eso que Jack Rogers es uno de los mejores, pensó. En general, los reporteros gráficos eran mejores. Pero con los de la televisión había que andar con pies de plomo. Ellos sí eran peligrosos.

FUERA DEL HANGAR 5 10.15 H

Mientras cruzaba el complejo, buscó el teléfono móvil en el bolso y llamó a Marder. Su secretaria, Eileen, le dijo que estaba en una reunión. —Acabo de hablar con Jack Rogers —advirtió Casey—. Creo que va a escribir un artículo sobre las supuestas intenciones de la compañía de enviar el ala a China y sobre conflictos entre directivos. —Vaya —dijo Eileen—. Malas noticias. —Sería conveniente que Edgarton hablara con él y lo tranquilizara. —Edgarton no se encarga de la prensa —respondió Eileen—. Pero John volverá a eso de las seis. ¿Quieres hablar con él? —Sí; será mejor que hablemos. —Tomo nota —dijo Eileen.

TEST DE PRUEBA 10.19 H

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Parecía un basurero de la aviación: un caótico paisaje de viejos fuselajes, colas y partes del ala desperdigados sobre andamios oxidados. Pero el aire vibraba con el monótono rumor de los compresores y pesados caños se comunicaban con las piezas del aeroplano, como los tubos intravenosos que se conectan a los pacientes en los hospitales. Era un test de prueba, conocido también como «Retuércete y Grita», el dominio del infame Amos Peter. Casey lo vio a la derecha, un individuo en mangas de camisa y pantalones anchos, inclinado sobre un contador, debajo de la sección posterior del fuselaje del N-22. —Amos —llamó Casey agitando la mano mientras iba a su encuentro. El aludido se volvió y la miró. —Fuera de aquí. Amos era una leyenda en la Norton. Solitario y terco, tenía casi setenta años, muchos más de los necesarios para jubilarse, pero seguía trabajando para la compañía porque su presencia allí era vital. Estaba especializado en el misterioso campo de los márgenes de tolerancia o pruebas de fatiga. Y las pruebas de fatiga tenían una importancia mucho mayor en la actualidad que hacía diez años. Desde la liberalización de las tarifas, las compañías aéreas seguían utilizando los mismos aviones mucho más tiempo del previsto. Tres mil reactores comerciales de la flota nacional tenían más de veinte años de antigüedad. Y este número se duplicaría en cinco años. Nadie sabía qué pasaría con esos aviones cuando envejecieran. Nadie, salvo Amos. El Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte había consultado a Amos en 1988, después del famoso accidente del 737 de Aloha. Ésta era una compañía aérea hawaiana que cubría los trayectos entre las islas. Uno de sus aviones volaba a veinticuatro mil pies de altura cuando se desprendieron casi seis metros de revestimiento del fuselaje, desde la puerta de la cabina de pasajeros al ala. La cabina sufrió una descompresión y una azafata murió, succionada por el vacío. A pesar de la explosiva pérdida de vacío, el avión consiguió aterrizar en Maui, donde lo retiraron de la circulación. Se inspeccionó el resto de la flota de Aloha, buscando señales de corrosión y desgaste. Otros dos 737 se retiraron del servicio, y un tercero estuvo meses en reparación. Los tres tenían grietas en el revestimiento y otros signos de corrosión. Cuando la FAA dictó una directiva de aeronavegabilidad exigiendo que se inspeccionara el resto de la flota de 737, se encontraron grietas importantes en cuarenta y nueve aviones de dieciocho compañías distintas. Los observadores de la industria estaban perplejos, pues se suponía que Boeing, Aloha y la FAA llevaban un riguroso control de la flota. Las grietas por corrosión habían planteado problemas en un primer estadio de producción de los 737, y Boeing había advertido a Aloha que el clima húmedo y salobre de Hawai era un entorno propicio para la corrosión.

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Tras la investigación, se barajaron múltiples causas posibles para el accidente. Resultó que Aloha, que realizaba trayectos cortos entre las islas, estaba acumulando ciclos de aterrizaje y despegue a un ritmo demasiado rápido para cumplir con el programa de mantenimiento previsto. La fatiga, combinada con la corrosión del aire de mar, produjo una serie de pequeñas grietas en el revestimiento del avión. Éstas pasaron inadvertidas para Aloha, debido a la escasez de operarios cualificados. La FAA, sobrecargada de trabajo y falta de personal, tampoco detectó las grietas. El principal inspector de mantenimiento de la FAA en Honolulu supervisaba nueve compañías aéreas comerciales y siete puestos de reparación en el Pacífico, desde China, hasta Singapur y las Filipinas. Finalmente, en uno de los vuelos las grietas se extendieron y la estructura se desmontó. Después del incidente, Aloha, Boeing y la FAA se enzarzaron en una batalla de fuegos cruzados. La responsabilidad de no haber detectado los daños en la flota de Aloha se atribuyó alternativamente a errores de gestión, mal mantenimiento, falta de inspecciones de la FAA y deficiente servicio técnico. Las distintas instituciones se acusaron mutuamente durante años. Pero el incidente de Aloha también llamó la atención de la industria sobre el problema del envejecimiento de las aeronaves e hizo famoso a Amos dentro de la compañía Norton. Amos convenció a la dirección de que comprara aviones viejos y convirtiera las alas y el fuselaje en aparatos de prueba. Día tras día sus aparatos ejercían repetidas presiones sobre los aviones viejos, simulando despegues y aterrizajes, vientos cruzados y turbulencias para que Amos pudiera estudiar cómo y dónde se agrietaban. —Amos —dijo la mujer al acercarse—. Soy yo, Casey Singleton. Él parpadeó con un gesto de miope. —Ah, Casey. No te había conocido. —Entornó los ojos—. El oftalmólogo me ha cambiado las gafas... ¿Cómo estás? —Hizo una seña indicándole que lo siguiera y echó a andar hacia un pequeño edificio situado a pocos metros de distancia. En la Norton, nadie entendía cómo era posible que Casey se llevara tan bien con Amos. Eran vecinos, él vivía solo con su perro faldero, y ella lo invitaba a cenar una vez al mes. A cambio, Amos la entretenía contándole historias de los accidentes aéreos que había investigado, desde los primeros accidentes de los Comets, en los años cincuenta. Amos era una enciclopedia andante en materia de aviones. Casey había aprendido muchísimo de él y lo tenía como una especie de tutor. —¿No te vi la otra mañana? —Sí. Estaba con mi hija. —Eso pensé. ¿Te apetece un café? Abrió la puerta de algo parecido a un cobertizo, y Casey aspiró un penetrante olor a quemado. El café de Amos era invariablemente horrible. —Me encantaría, Amos —dijo. Él le sirvió una taza. —Espero que no te importe tomarlo solo. Me he quedado sin leche en polvo. —Solo está bien, Amos. —Hacía años que Casey no le añadía leche al café.

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Amos se sirvió café en una taza manchada y señaló una silla desvencijada frente a su escritorio. La mesa estaba atestada de informes: Simposio internacional de la FAA/NASA sobre integridad estructural; Durabilidad de los aeroplanos y tolerancia a los daños; Técnicas de inspección termográfica; Control de corrosión y tecnología de estructuras. Amos puso los pies sobre el escritorio y abrió una brecha entre los papeles para ver a Casey. —Te juro, Casey, que es una lata trabajar con esos chismes viejos. A ver cuándo nos Ilega otro T2. —¿T2? —preguntó ella. —Claro, tú no lo entiendes —dijo Amos—. Llevas cinco años aquí y en todo ese tiempo no hemos lanzado ningún modelo nuevo. Cuando se fabrica un avión nuevo, al primero de la línea se le llama T1. Artículo de test 1. Se lo somete al test de estática, es decir, lo ponemos en el banco de prueba y lo hacemos añicos. Todo para descubrir cuáles son sus puntos débiles. El segundo avión de la línea es el T2. Se usa para la prueba de fatiga: un problema más complejo. Con el tiempo, el metal pierde la resistencia a la tensión, se vuelve frágil. De modo que ponemos el T2 en el banco y aceleramos la comprobación de la fatiga. Día tras día, año tras año, simulamos despegues y aterrizajes. La política de la Norton es someter al aparato a pruebas de fatiga durante el doble de tiempo de duración previsto. Si los ingenieros diseñan un avión para que dure veinte años, o sea, unas cincuenta mil horas y veinte mil ciclos de vuelo, nosotros lo sometemos al doble de esfuerzo antes de entregárselo al cliente. De ese modo sabemos con certeza que los aviones resistirán. ¿Qué tal el café? Casey bebió un sorbo y reprimió un respingo. Amos seguía echando agua sobre la misma borra durante todo el día. Así conseguía el inconfundible sabor de su café. —Bien, Amos. —Si quieres otro, tengo más. En fin, la cuestión es que la mayoría de los fabricantes someten sus productos a pruebas para determinar el desgaste durante el doble de tiempo de su vida útil. Nosotros cuadruplicamos ese período. Por eso siempre decimos que mientras las demás compañías hacen dónuts, la Norton hace cruasanes. —Y John Marder siempre añade: «Por eso las demás compañías hacen dinero, y nosotros no» —apostilló Casey. —Marder —dijo Amos con un gruñido despectivo—. Para él lo único que cuenta es el dinero, los beneficios. En los viejos tiempos, la dirección nos decía: «Haced el mejor avión que podáis.» Ahora nos dicen: «Haced el mejor avión que podáis por tal precio.» Las instrucciones han cambiado, ¿me entiendes? —Sorbió ruidosamente su café—. ¿Y qué te trae por aquí, Casey? ¿El 545? Ella asintió. —Creo que no podré ayudarte —anticipó él. —¿Por qué?