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¿QUÉ ES UNA LEY DE LA NATURALEZA? Una evaluación de la respuesta del positivismo lógico Verónica Muriel Filosofía Diciembre 12, 2005 Universidad de los Andes Bogotá

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¿QUÉ ES UNA LEY DE LA NATURALEZA? Una evaluación de la respuesta del positivismo lógico

Verónica Muriel Filosofía

Diciembre 12, 2005 Universidad de los Andes

Bogotá

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¿QUÉ ES UNA LEY DE LA NATURALEZA? Una evaluación de la respuesta del positivismo lógico

TABLA DE CONTENIDO

Introducción

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1. Positivismo humeano: leyes como enunciados de regularidad 1.1.El legado humeano 1.2. Cinco características fundamentales de la noción de ley

1.2.1 La noción positivista de necesidad de las leyes 1.2.2 Leyes como enunciados universales 1.2.3 Leyes como generalizaciones no accidentales 1.2.4 Verdad y contingencia

1.3. La definición de ley a partir de su relación con la teoría 1.3.1 Leyes como premisas de la explicación nomológico-deductiva 1.3.2 Leyes como axiomas en sistemas cognitivos simples y sólidos 1.4. Un panorama general

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2. La crítica realista a la noción positivista de ley 2.1. La falta de objetividad de la noción positivista 2.2. La crítica al incumplimiento positivista de sus propios requisitos

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3. El problema de las condiciones implícitas en el enunciado de ley 3.1. El problema de los provisos 3.2. La crítica de Cartwright a cualquier noción “fundamentalista” de la ley 3.3. Un nuevo panorama general

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4. Una evaluación de la respuesta del positivismo lógico 4.1. La vaguedad de la noción positivista de ley 4.2. El carácter pragmático de las leyes 4.2.1 La utilidad como rasgo distintivo de las leyes 4.2.2 El uso como rasgo distintivo de las leyes 4.3. Fundamentalismo nómico

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5. Conclusión

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Bibliografía 72

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INTRODUCCIÓN

Desde sus inicios, la filosofía y la ciencia han centrado sus esfuerzos en dar cuenta del

orden y la regularidad que observamos en el comportamiento y la estructura de la

naturaleza. ¿Cuál es la mejor manera de codificarlas y organizarlas en un sistema de

conocimiento? ¿Qué tipo de enunciado expresa de manera adecuada el conocimiento

que tenemos acerca del cosmos que nos rodea? La respuesta que dio Aristóteles es que

el conocimiento se expresa por medio de enunciados universales y necesarios, es decir,

mediante enunciados que sean capaces de abarcar clases enteras de objetos encontrados

dentro de la naturaleza, y que postulen comportamientos o propiedades necesarias de

esos objetos.

La definición del conocimiento de la naturaleza como un sistema deductivo de

enunciados universales y necesarios es una que yace sobre supuestos metafísicos

fuertes. Así, Aristóteles fundamentó tales propiedades de los enunciados de la ciencia en

el concepto de forma. La forma de los objetos de una determinada clase era en donde

yacía la posibilidad de los enunciados de referirse a ellos de manera universal y

necesaria: universal, puesto que todos compartían esencialmente la misma forma, y

necesaria, en tanto que, si la misma forma es esencial a los objetos de una misma clase,

es necesario que todos obedezcan a un mismo comportamiento.

La idea de un orden estable presente en la naturaleza vino siempre acompañada

de la presuposición de un orden o finalidad anterior, algún tipo de mente o principio

ordenador del cosmos. El término “nomos” o “ley”, que inicialmente era sólo utilizado

en el ámbito jurídico, fue extendido al orden natural para expresar la idea de que hay

una finalidad en la naturaleza y una manera en que ésta debe comportarse. Así, los

enunciados universales y necesarios que expresaban el conocimiento científico

comenzaron a ser considerados no sólo como enunciados descriptivos sino también

normativos.

A partir del siglo XVII, la noción de teleología comienza gradualmente a

desaparecer de la ciencia y de la filosofía, librando a la noción de ley de sus

connotaciones sobrenaturales. Por otra parte, cuando el empirismo empezó a

cuestionarse acerca de los límites y alcances del conocimiento humano, la aspiración a

la universalidad y necesidad del mismo se hizo cada vez menos sustentable: si todo

nuestro conocimiento ha provenido, en últimas, directamente de la experiencia, y si lo

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único que podemos percibir a través de ella son casos particulares, ¿cómo justificar esa

pretendida universalidad y necesidad del conocimiento científico? La pregunta por el

conocimiento al que podemos aspirar se hizo cada vez más insistente: ¿es lo

suficientemente rigurosa nuestra noción de ley de la naturaleza como enunciado

universal y necesario?

Varios filósofos en el siglo XX retomaron la preocupación por las leyes de la

naturaleza. Era claro que el empirismo del siglo XVIII había minado la solidez de esa

supuesta universalidad del conocimiento de la ciencia, pero eso no pareció afectar el

evidente éxito predictivo y práctico de la ciencia, ni tampoco su desarrollo, cada vez

más fuerte y apresurado. Así, era hora de definir nuevamente a las leyes y a los

enunciados de conocimiento de la naturaleza. Sin embargo, la nueva definición debía

ser cuidadosa: si iba a incluir a la universalidad, debía tomar en cuenta el hecho

ineludible de que la crítica empirista la había debilitado. Por otro lado, debía ser

consciente de que lo que se estudiaba eran las leyes de la ciencia como tal, y por lo tanto

la ciencia actual había de ser tenida en consideración dentro de la teoría.

La primera corriente filosófica del siglo XX preocupada por darle una base

lógica a los enunciados de ley de la ciencia fue el positivismo lógico. Esta corriente,

iniciada por los miembros de lo que se conoció como el Círculo de Viena, tuvo siempre

en mente una visión de la filosofía como herramienta de análisis y corrección del

lenguaje, de manera que éste representara de la manera más fiel a la realidad. Así, la

noción de ley del positivismo lógico era una que pretendía, en lugar de buscar bases

metafísicas, encontrar criterios de definición estrictos que hicieran que el vocabulario de

la ciencia se ajustara a los estrechos límites del conocimiento humano. Herederos de la

filosofía de Hume, los miembros del círculo de Viena establecieron posiciones radicales

y definidas con respecto al papel de la lógica dentro de la filosofía misma. Si bien entre

sus miembros hubo muchas veces divergencias ideológicas, lo que siempre fue unánime

en la manera de hacer filosofía de cada uno de ellos fue su forma de asumir el

pensamiento científico: la filosofía había de plegarse al rigor de la ciencia, puesto que

éste constituía el único camino hacia una adecuada fundamentación y justificación de la

teoría. Su noción de ley, por lo tanto, se plegó a su propósito inicial de que el lenguaje

representara el conocimiento al que realmente podemos aspirar.

Con el fin de establecer una nueva definición de las leyes de la ciencia, la

ciencia misma debía ser tomada en cuenta: si ésta era el campo de conocimiento que

más fielmente representaba el modelo lógico y lingüístico ideal del positivismo, los

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enunciados que la ciencia de hecho consideraba leyes debían ser entonces los modelos

en los cuales la filosofía debía basar su definición. El camino a seguir, por lo tanto, fue

el de definir la ley a partir de lo que la ciencia misma de hecho tomaba y aplicaba como

tal: ¿qué características tienen las leyes? ¿En qué consiste, ahora sí, su universalidad y

su necesidad? ¿Cuál es la definición precisa de “ ley de la naturaleza” 1?

La presente investigación se ocupa de la respuesta positivista a la pregunta sobre

las leyes. En el primer capítulo se hará un recorrido por lo que para el positivismo

constituyó la definición de las leyes de la naturaleza, tanto en su carácter de enunciados

aislados, como en el de miembros de cuerpos teóricos. Más adelante, veremos cuáles

son los obstáculos a los que se enfrenta la noción positivista de ley científica: por un

lado, en el segundo capítulo, se verá la crítica realista, una de las más duras opositoras

al positivismo; por el otro, en el tercer capítulo se hará énfasis en los problemas internos

que surgen de la definición misma de ley proveniente del positivismo. Finalmente, se

evaluará la visión del positivismo a la luz de tales críticas para determinar el valor de la

contribución del positivismo lógico a la teoría acerca de las leyes de la naturaleza.

1 La pregunta de la presente investigación, y a la que nos referimos en esta introducción, hace referencia únicamente a las leyes de las ciencias naturales, tales como la física o la química. El tema de las leyes en las ciencias sociales y otras áreas del conocimiento constituye una discusión diferente, siendo que a nivel filosófico ni siquiera hay un acuerdo sobre si las ciencias naturales y las ciencias sociales tienen un mismo comportamiento o unas mismas bases. Así, la pregunta de la tesis es acerca de las leyes de la naturaleza, es decir, las leyes de las ciencias naturales, y la respuesta que a este cuestionamiento intenta dar el positivismo lógico heredero de Hume.

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CAPÍTULO 1

Positivismo Humeano: Leyes Como Enunciados de Regularidad

1.1 El legado humeano

En ciencia el concepto de ley se refiere, a grandes rasgos, a aquella afirmación que nos

indica el comportamiento que la naturaleza necesariamente ha de seguir, y con la cual

logramos predecir la conducta futura de las cosas. Así, cuando se habla de ley de la

ciencia, imaginamos un enunciado sobre el mundo que debe ser siempre verdadero y

que además posee cierto tipo de necesidad. Una ley, creemos, no debe ser solamente

verdadera, sino que además debe dar cuenta de los hechos pasados, presentes y futuros

de manera precisa y sin excepción. Definir la ley, por lo tanto, se convierte en un

desafío para la filosofía en la medida en que su concepto mismo tiene, al menos

intuitivamente, una connotación altamente metafísica e inevitablemente enlazada con

conceptos como la necesidad, la causalidad, la universalidad y la verdad misma. Tales

conceptos nómicos han sido siempre un objeto de estudio de la filosofía y toman un

muy singular camino en el momento en que el filósofo escocés David Hume se enfrenta

a ellos desde una perspectiva empirista escéptica, a partir de la cual dichos términos

adquieren una nueva dimensión.

La principal herencia que deja Hume al positivismo es su crítica a la inducción y

al principio de causalidad. Obligado por su escepticismo empirista a no admitir este

concepto filosófico como más que una simple herramienta mental para darle sentido a

nuestro conocimiento de la realidad, Hume lega a sus sucesores un concepto de

causación que no tiene ningún tipo de existencia real dentro del mundo. De igual

manera, el análisis humeano del proceso inductivo con el que solemos caracterizar el

proceder científico se caracteriza por ese mismo escepticismo: estando la inducción

basada en un asumir previo del principio de uniformidad de la naturaleza y no pudiendo

ser éste justificado de otra manera que con la inducción misma, su definición cae en una

inevitable petición de principio del que la filosofía no logra salir.

Si bien la causalidad es, desde el punto de vista de Hume, lo que le da cohesión

al universo, no lo es en un sentido real, sino en el sentido de ser aquella estructura

mental con la que organizamos el conocimiento adquirido a través de la experiencia.

Así, no tenemos ninguna impresión directa de que un evento esté produciendo a otro.

En la medida en que, estrictamente hablando, sólo podemos dar cuenta de la secuencia

temporal en la que se dan los hechos y los objetos, la causalidad no resulta ser más que

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una descripción de la contigüidad espacial y temporal de las cosas, y no, como muchos

creen, una propiedad real del mundo en sí mismo. El hecho de que percibamos algún

tipo de necesidad en aquello a lo que llamamos causalidad, se debe simplemente a que

nos hemos habituado a observar regularidad en el mundo, de forma tal que la necesidad

no es sino una sensación o sentimiento que acompaña todo aquello que nos

acostumbramos a percibir de manera constante.

Para un positivista fiel al testamento de Hume, la caracterización de cualquier

herramienta o concepto de la ciencia está necesariamente ligado a un escepticismo no

permisivo de la causalidad como propiedad de la realidad como tal. Así, nociones como

la de ley se ven inevitablemente permeadas por la intuición de que en el mundo no hay

nada necesario y de que la necesidad misma es sólo una manera en la que nuestra mente

comprende la habitualidad de las regularidades que percibe. En la medida en que no

tenemos ninguna impresión directa de ella, la noción humeana de necesidad sólo puede

tener un carácter subjetivo.

La definición positivista humeana de qué es una ley está totalmente basada en

las regularidades de la naturaleza tal y como las describía Hume. Si bien existen varias

versiones de la ley dentro de la literatura filosófica positivista humeana, en lo que

concuerdan todos los autores es en el hecho de que una ley expresa siempre alguna

regularidad de la naturaleza. En este sentido, la ley positivista no es otra cosa que un

enunciado que da cuenta de todas aquellas cosas que hemos experimentado como

habituales. Y aunque no parezca, atar el concepto de ley a las regularidades define de

antemano y muy claramente el perfil que va tomando la noción dentro de la corriente

positivista, comenzándose a alejar por completo de aquellos que en cambio definen lo

legal independientemente de si expresa o no una regularidad.

El presente capítulo busca, entonces, dar cuenta de las características

particulares que el positivismo lógico heredero de Hume le atribuye al concepto de ley.

Como se verá, tales propiedades se dividen en dos grandes grupos: en primer lugar, las

características de los enunciados de ley en sí mismos; por el otro lado, las propiedades

que señalan las características propias de las leyes en su interacción con el resto de

enunciados de la ciencia. Así, mientras que por una parte la ley científica se constituirá

como un enunciado con propiedades de necesidad, universalidad, no-accidentalidad,

contingencia, y verdad, se verá también que la ley, para ser ley, deberá cumplir con el

papel de premisa en una explicación nomológico-deductiva y como axioma de un

cuerpo teórico simple y sólido.

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1.2 Cinco características fundamentales de la noción positivista de ley

Dentro del positivismo lógico, y debido a la manera en que sus pensadores heredan los

conceptos nómicos permeados por el escepticismo de Hume, existen varias

características indispensables para que un enunciado exprese una ley. Si las leyes no son

más que afirmaciones que se refieren a las constantes repeticiones que percibimos en la

naturaleza, entonces según la definición positivista, deberán seguir ciertos lineamientos

sobre los cuales la mayoría de herederos de Hume estaría de acuerdo. Al ser definidas

las leyes desde un punto de vista empirista, su existencia debe estar sujeta a la forma

estricta en que esta corriente filosófica concibe lo existente exclusivamente como

aquello que es perceptible a través de la experiencia. Así, las características positivistas

de las leyes serán lo más ajenas posible a cualquier tipo de ontología cargada de

entidades oscuras incapaces de producir impresiones.

¿Cuál es el punto de partida de la investigación positivista acerca de la ley de la

naturaleza? El positivismo asume que la ciencia actual posee ejemplos reales de leyes, y

por eso su definición intenta una caracterización de las que hasta ahora y en el momento

son consideradas leyes. Y si bien es cierto que en esta medida podría decirse que

incurren en una especie de círculo, puesto que de antemano consideran leyes a dichas

afirmaciones sin haber todavía definido con claridad el criterio de legaliformidad, lo

cierto es que en todo caso su propósito no es desbancar a las leyes establecidas hasta

ahora, sino definir por qué es que aquellas a las que ya reconocemos como tales lo son.

1.2.1 La noción positivista de necesidad de las leyes

Si bien el positivismo comprende una concepción teleológica de la naturaleza no aporta

nada a una teoría que pretenda definir esta noción, se ve de todas maneras forzado a

referirse a la primera gran condición a la que intuitivamente atamos las leyes, y que no

es otra que la necesidad. Los positivistas se preguntan, por lo tanto, de qué manera es

posible definir esta característica que, al menos en principio, parece ser esa cualidad

esencial por la que vale siquiera la pena distinguir a las leyes de las generalizaciones

accidentales. Quien se refiere a una ley la denomina como tal porque de cierta manera

intuye que en ella hay una inviolabilidad inherente, cosa que a la filosofía de las leyes

naturales no le deja otra alternativa distinta a la de explorar a la necesidad misma.

Una ley de la naturaleza, pensamos, no puede ser desobedecida. Así, la pregunta

inmediata del positivismo y de cualquiera que intente definir qué es una ley, es ¿qué

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quiere decir ese “ no poder”? El positivismo lógico es consciente de que aquello que por

largos períodos de tiempo ha sido considerado ley, deja de serlo cuando la teoría se

perfecciona y la observación científica la refuta. De esta manera, la definición de la

necesidad se convierte quizá en el más peligroso de los ejes conductores de la definición

de ley, puesto que muchas de las que consideramos tales no sólo han probado tener

excepciones sino que además han sido refutadas por nuevas teorías en la medida en que

la historia de la ciencia ha avanzado. La filosofía de la ciencia, pues, se ve ante dos

alternativas tajantemente distintas: por un lado, el positivismo podría decidir no

considerar leyes a todas aquellas generalizaciones que presenten excepción,

arriesgándose a la posibilidad de que nunca sepamos si una afirmación es o no una ley.

Después de todo, si Hume deja sin piso justificativo al método científico inductivo y al

principio de uniformidad de la naturaleza, ¿cómo saber si cualquiera de las que hoy

consideramos leyes no va a ser refutada mañana por un caso contrario? Por otro lado, en

cambio, se podría intentar definir a la ley a partir de un nuevo marco permisivo a la

excepción.

Ante la peligrosísima posibilidad de que la ciencia quede vacía de leyes por

adoptarse una noción de necesidad demasiado fuerte, el positivismo escoge definir la

necesidad de una manera más flexible que admita un cierto grado de refutabilidad.

Nagel (1978), por ejemplo, se muestra radicalmente opuesto a cualquier comprensión de

necesidad que implique convertir a la ley en una entidad inaccesible para nosotros, o

que obligue a la filosofía a aceptar la noción misma de necesidad como una entidad

independiente que esté de hecho presente en la naturaleza.

Cuando se habla de necesidad, se entra en un terreno de acalorado debate dentro

de la filosofía, y más aún cuando en la discusión entra el punto de vista humeano. Debe

recordarse que para Hume y sus sucesores, conceptos como el de causalidad y necesidad

son reductibles a estructuras mentales con las que nuestra mente ordena el

conocimiento. En este orden de ideas, la necesidad no puede ser una propiedad real en

el mundo, puesto que desde la perspectiva puramente empirista no es aceptable ninguna

propiedad de la cual no tengamos una impresión sensorial directa. Es en esta medida en

que cualquier positivista, con el ánimo de definir la ley, se ve en dificultades a la hora

de hablar de su necesidad: de ninguna manera podrá un filósofo de esta corriente

comprometerse con la necesidad como algún tipo de propiedad real.

El debate acerca de la necesidad de las leyes se basa precisamente en la pregunta

sobre qué realidad tiene este “ ser necesarias” . Por un lado, al asignárseles a las leyes un

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lugar privilegiado dentro de las teorías científicas y debido a esa inviolabilidad que les

atribuimos, se les está otorgando, en principio, un carácter de inviolabilidad real: en

términos generales, cuando un científico propone una ley, quiere de alguna forma dar a

entender que de hecho y realmente (no sólo porque así lo comprenda su mente) esa ley

es necesaria y no admite excepción. ¿Cómo, entonces, responder a esta necesidad de

necesidad desde el punto de vista positivista?

Las ideas de “ necesidad real” y de “ necesidad física” no son, evidentemente,

conceptos compatibles con el escepticismo positivista. Al presentarle este tipo de

nociones a los teóricos humeanos de la ley, su reacción obvia y espontánea es de

rechazo: las identifican como oscuras. La necesidad física implica que existe una

propiedad real intangible que no permite que los hechos sean de otro modo. La

aceptación de esta clase de necesidad para las leyes dejaría al positivismo en una

situación incómoda, puesto que en él es inconcebible analizar cualquier tema a partir de

conceptos oscuros sobre los cuales no se tenga algún tipo de certeza empírica. Por eso la

tendencia es la de alejarse, en lo posible, de este tipo de explicación acerca de la

necesidad de la ley como una entidad existente en el mundo.

Podría pensarse en una salida al problema de la necesidad asignándole a la

misma un carácter lógico. Si el positivismo se ha mostrado siempre tan afín a la lógica

como lenguaje científico por excelencia, ¿podría ser entonces la necesidad de las leyes

una necesidad de tipo lógico y ya no real o físico? En primer lugar, es claro que las

leyes no son tautologías, puesto que la negación de varias de las que hoy en día

consideramos leyes no representa en sí misma una contradicción: no sería lógicamente

contradictorio, por ejemplo, negar que las órbitas de los planetas de nuestro sistema

solar sean elipses en las cuáles el centro de masa del sol es uno de los focos. La

negación de la primera ley de Kepler no es una contradicción lógica. Una segunda

opción podría ser, como lo anota Nagel (1978, p. 61-62), alterar las normas de la lógica

de forma que probaran que al negarse un enunciado legal se genera una contradicción.

Esta opción, por supuesto, representaría un gigantesco problema en la medida en que al

plegarse a ella, quien rechazase las leyes de la lógica dejaría sin resolver el problema de

la definición de criterios para determinar qué es ley y además tendría que refutar las

hasta ahora muy útiles técnicas de la lógica formal.

En tercer lugar, considerar que la necesidad de las leyes de la ciencia es de tipo

lógico implicaría que las leyes serían afirmaciones a las que podríamos llegar

independientemente de la experiencia: una especie de verdades a priori. Sin embargo, es

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claro a partir de Hume mismo que las leyes no pueden tener, al menos desde el punto de

vista positivista contemporáneo, este carácter no empírico: para el empirismo de este

filósofo es imposible que podamos deducir los efectos de algún objeto sin recurrir de

alguna forma a la experiencia pasada. ¿Cómo, sin haber tenido algún tipo de experiencia

anterior, podríamos determinar qué tipo de efecto va a tener una causa cualquiera?

Podría pensarse que la definición misma de las cosas implica sus propiedades causales.

Este es el tipo de necesidad de las verdades analíticas, en las que de alguna manera el

predicado está implícito en el sujeto. Pero a menos que el objeto mismo sea definido

como implicante de cierto efecto, no existe ninguna manera de determinar a partir del

objeto por sí solo si él va a traer o a producir tal efecto. Como lo afirma Hume, no es

que “la relación de conexión necesaria que supuestamente liga eventos distintos no sea

de hecho observable: es que no podría haber una relación tal, no como asunto de hecho,

sino como asunto de lógica” (Ayer, 1956, p.148). Cuando dos cosas son lógicamente

independientes la una de la otra, no hay manera de saber, sin recurrir a la experiencia,

que una es causa de la otra: precisamente al ser independientes, la una no contiene en sí

misma a la otra ni total ni parcialmente.

Algo que parecería apoyar la tesis de que las leyes son verdades analíticas es que

la propiedad específica que expresan los enunciados de leyes muchas veces es parte de

la definición misma del objeto del que se habla. Sin embargo, con lo que se juega aquí

es nada menos que con la definición misma de los objetos de la ciencia. Así, por

ejemplo, una afirmación P como “ todos los metales se expanden cuando se calientan”

debió haber sido, en el momento de la historia en que esto fue descubierto, un juicio

puramente sintético. Si apenas acaba de descubrir esta propiedad, el juicio P será

evidentemente sintético, puesto que para el momento la definición del metal no incluía

tal característica. Pero en la medida en que la ciencia avanza y comienza a

sobreentenderse dentro de las teorías químicas y físicas que cuando se habla del metal

se incluye dentro del concepto mismo el hecho de que se expande cuando se somete al

calor, el juicio P pasa entonces a ser analítico. Y a pesar de que la analiticidad de los

juicios está ligada siempre a la noción de necesidad, no hay que olvidar que aquí la

necesidad fue otorgada por pura convención: cambiamos la definición de metal, para

que ella misma contuviera el hecho de que éste se expande cuando se calienta. Es de

esta manera en que se hace patente la dificultad de trazar con seguridad la división entre

los juicios analíticos y sintéticos con respecto a los objetos de la ciencia. El juicio P

“ todos los metales se expanden cuando se calientan” , bien puede ser un juicio sintético,

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cuando se está descubriendo que así sucede, o bien puede también ser un juicio

analítico, cuando ya el predicado hace parte de la definición misma del sujeto. De

acuerdo con tal análisis, la analiticidad es entonces una base insuficiente para sustentar

la supuesta necesidad de las leyes de la naturaleza: en tanto que el enunciado es

sintético, pierde su carácter de necesario, y en tanto que es analítico, lo mantiene, sí,

pero de una manera trivializada, puesto que es una necesidad atribuida por el uso y no

una necesidad “ real” (como querrían quienes abogan por una necesidad de hecho).

Por lo demás, el atribuirle alguna especie de necesidad lógica a las leyes

resultaría inoficioso también si lo que queremos es que ellas sean útiles dentro del

cuerpo sistemático que es la ciencia misma. Si quisiéramos por capricho que las leyes

fueran necesidades lógicas, tendríamos entonces que incluirlas dentro de la definición

misma de los objetos de los que hablan, para que cuando se enuncie la ley, se esté

proponiendo un juicio analítico. Pero en la medida en que las leyes se hicieran cada vez

más cercanas a ser juicios analíticos, menos aplicables serían, y por lo tanto menos

útiles. Si definiéramos como juicio analítico, por ejemplo, el que todos los cuervos sean

negros, con el propósito de convertir la negrura de estos pájaros en una ley que todos

ellos deban cumplir, el día en que nos encontremos un cuervo albino no tendremos el

derecho a llamarlo cuervo, aunque en todos los demás aspectos de su naturaleza se

ajuste a la descripción de ‘cuervo’ y aunque sus padres mismos lo sean también. Es

cierto, sí, que habríamos logrado una ley necesaria, y por lo tanto nuestra caprichosa

necesidad de necesidad quedaría satisfecha. Pero al llegarse “ a tal punto en que todas las

‘leyes’ fueran hechas totalmente seguras al ser tratadas como lógicamente necesarias,

todo el peso de la duda caería sobre si el sistema tiene aplicabilidad” (Ayer, 1956, p.

151). Con este tipo de necesidad trastocaríamos el valor útil que tienen las leyes: las

leyes en principio deberían servirnos para explicar el mundo, pero lo que ahora en

cambio haríamos sería nombrar y comprender al mundo en función de mantener la

necesidad de las leyes. Convertiríamos a las leyes en enunciados plenamente ciertos

mediante un camino facilista: en adelante, objeto que no se pliegue a lo que decreta la

ley no es una excepción a ella (porque bajo tal óptica lo necesario no lo admite), sino

que simplemente queda excluido de la clase a la que se refiera el sujeto de la ley. Es

cierto que mantenernos pegados obstinadamente a la idea de una necesidad lógica de las

leyes hasta el punto de convertirlas en juicios analíticos, las hace necesarias, pero

también las hace obsoletas: ¿es acaso ése el papel que querríamos para las leyes?

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Y así, es bastante difícil que un positivista se aleje de la noción de necesidad de

Hume, que tiene que ver, simplemente y muy a pesar de cualquier deseo de una

necesidad “ real” (física, lógica, o como se quiera), con nuestra psicología: con nuestro

sentimiento asociado a las regularidades del mundo que experimentamos. Asociamos

causalmente a los eventos del mundo porque por lo general vemos que se suceden

consecutiva y contiguamente en el tiempo y el espacio2, pero nada más que por eso. De

acuerdo con esto, la “ necesidad” de una ley consiste simplemente en el hecho de que

por el momento no hay excepciones a ella, por lo que en principio el positivismo

describirá a la ley a grandes rasgos como aquella proposición que describe lo que

sucede invariablemente. Se nota, pues, que la preocupación positivista por la necesidad

(y en esta medida también su renuencia a aceptarla como real) es esencialmente

epistemológica, pues tiene que ver con la imposibilidad de tener una impresión directa

de los conceptos nómicos. No tenemos ningún acceso perceptual directo a las

conexiones necesarias: los eventos suceden de manera conjunta pero no conectada. Se

explica así la resistencia positivista a reconocer a la necesidad en su intento por evitar

una ontología sobrecargada de entidades misteriosas.

1.2.2 Leyes como enunciados universales

Es imposible dejar a un lado la que quizá sea la más evidente de las características de

una ley. Se entrevé que la ley debe ser una afirmación que se aplica a una clase entera

de cosas, de manera que sea una característica común de los miembros de tal clase. Así,

la segunda gran característica de las leyes y quizá la que más adelante representa los

mayores obstáculos a superar, es la de la universalidad: para ser ley, un enunciado debe

ser una afirmación general que aplique para todas las instancias de una misma clase, en

principio sin que haya excepción. Irreflexivamente, el tipo de enunciado al que nos

referimos como universal es de la forma “ todo A es B” , lo cual a su vez puede ser

expresado a manera de condicional: “ ∀x (Ax ⊃ Bx)” 3. Sin embargo, la universalidad

2 Es cierto que muchas veces atribuimos una relación causal a objetos o hechos que no percibimos como conectados espacialmente. Sin embargo, Hume mantiene su énfasis en que la conexión no es sólo temporal sino también espacial, puesto que, si bien es cierto que muchas veces el denominado efecto se encuentra alejado espacialmente de su causa, al observar los pasos del proceso con detenimiento, nos daríamos cuenta de que constituyen una cadena de pequeños hechos que entre sí si se suceden contiguamente en el espacio, aunque los dos extremos de la cadena no parezcan a primera vista contiguos. 3 La expresión de la universalidad de las leyes usando el condicional material presenta una serie de dificultades que la hacen problemática. Este tipo de condicional, por ejemplo, permite hacer afirmaciones sobre entidades inexistentes, pues admite que con el antecedente falso, el enunciado sea verdadero. Esta, entre varias otras implicaciones, hace que el condicional material no se considere como una expresión

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por sí sola no asegura de ninguna manera que un enunciado sea ley. Muchas

generalizaciones podrían ser accidentales: un enunciado como “ todas las personas en

esta habitación tienen gripa” , por ejemplo, es universal en cuanto a que se refiere a

todos los individuos de la clase “ personas en esta habitación” , pero resulta

evidentemente accidental. Por lo tanto, la universalidad en sí misma no es criterio

suficiente, mientras no vaya atada a la condición de no-accidentalidad. Así descrita, la

universalidad de las leyes tiene dos ejes conductores principales que determinan los

requisitos a cumplir para que un enunciado pueda llamarse ley: por un lado, el eje de la

generalidad se ocupa de que la ley se refiera a una clase completa, mientras que el eje de

la no accidentalidad, que se estudiará en la siguiente sección, se asegura de que la

aseveración que haga la ley no sea una casualidad.

Ahora bien, en la medida en que la definición de ley viene claramente atada a

una condición de universalidad, los positivistas creyeron conveniente analizar la

estructura de las mismas desde el punto de vista sintáctico. La lógica cuantificada

resulta entonces un instrumento lo bastante útil como para poder expresar aquello que la

definición de ley exige en materia de universalidad. La idea de generalidad de las leyes

se ha expresado de diversas maneras, pero todas ellas apuntan a una forma lógica

general a la que éstas deben poder ser reducidas. Inicialmente, cualquier teórico

positivista de las leyes hubiera admitido que en principio la ley de la ciencia debía tener

la forma:

∀x (Ax ⊃ Bx)

Sin embargo, la crítica a tal estructura lógica de las leyes no se hace esperar, de forma

que la noción humeana de ley va refinándose con el tiempo, en busca de una

configuración sintáctica que logre expresar universalidad sin caer en el error de ser, o un

esquema tan flexible que termine admitiendo generalizaciones incluso sobre individuos

inexistentes, o tan rígido que acabe cerrándose y restringiendo la clase de las leyes a

unas pocas que por lo mismo resulten inocuas. La forma anteriormente mencionada,

pues, resulta insuficiente debido a que en ocasiones el predicado del antecedente puede

referirse a una clase vacía convirtiendo al antecedente del condicional un antecedente no

instanciado. En esta medida, si A es un predicado tal como ‘unicornio’ , el condicional

universal será verdadero, pero le atribuirá propiedades a una entidad que no existe. Si

adecuada. Sin embargo, aunque las conoce, el positivismo tiende a ignorar este tipo de dificultades, y se mantiene en su escogencia del condicional material, puesto que éste logra, a pesar de sus problemas, dar una idea general de aquello a lo que se refiere con universalidad de las leyes.

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bien es cierto que muchas veces esto podría no resultar grave, en la medida en que

muchas veces la ciencia necesita considerar la existencia de entidades puramente

hipotéticas y atribuirles propiedades, lo que resulta realmente grave de esta posibilidad

es el hecho evidente de que según las normas lógicas, mientras el antecedente de un

condicional sea falso, el condicional mismo en su totalidad será verdadero. Por lo tanto,

la afirmación ‘todos los unicornios tienen cuerno’ será verdadera, como también lo será

‘todos los unicornios carecen de cuerno’ , violándose con esto el principio de no

contradicción. Así, la forma de expresión lógica de la universalidad de las leyes termina

multiplicándose ante un positivismo ansioso de encontrar un esqueleto que permita a la

noción humeana de ley sobrevivir, sin caer en estructuras que violen otras leyes lógicas

básicas4.

Siendo la noción de universalidad una de difícil expresión, resumirla de manera

precisa se convierte en una tarea ardua para el positivismo. En últimas, sin embargo, lo

único que el criterio positivista de universalidad realmente quiere expresar es lo que

ingenuamente todos captamos como necesario en una ley: que se refiera a la clase

completa de los objetos de los que queremos hablar. Pero de la noción intuitiva de

generalidad a la expresión lógica de la misma hay un larguísimo trecho: el positivismo

se enfrenta a una inevitable realidad en la que aquello que informalmente definimos se

niega a dejarse capturar formalmente en una estructura lógica. Se querría simplemente

implicar que una ley debe ser un enunciado cuantificado universalmente, pero por

supuesto, esto no se salva de las complicaciones ya mencionadas. Por eso, el criterio de

universalidad es quizá el más paradójico de las leyes: es el más obvio y espontáneo,

pero a la vez el más difícilmente expresable de una manera filosófica y lógicamente

sólida.

1.2.3 Leyes como generalizaciones no accidentales

Tomándose nuevamente un enunciado como el ya mencionado “ todas las personas en

esta habitación tienen gripa” , vuelve a notarse que a pesar de su carácter universal, su

contenido es accidental. La ciencia se negaría a tomarlo como una ley, y esto se debe a

que la conexión postulada entre estar en esta habitación y tener gripa parece ser casual. 4 El problema de cuál condicional es el que mejor representa la universalidad de las leyes es todavía un problema en discusión. La lógica mantiene un debate sobre el tema, en la medida en que ninguno de los condicionales utilizables ha logrado modelar con precisión el concepto mismo de universalidad. Esto, sin embargo, no es una preocupación para el positivismo lógico. Como se verá, el condicional material aquí visto es suficiente para su caracterización de las leyes en la medida en que logra a grandes rasgos expresar la forma en que las leyes deben referirse a la totalidad de una clase de individuos.

16

Así pues, a la ley se le exige que además de universal, sea un enunciado no accidental.

Por eso, surge la pregunta acerca de qué admite el criterio de no accidentalidad y qué

no. Se llega entonces a una gran dificultad: ¿admite el criterio de no-accidentalidad que

la ley incluya referencias a objetos, lugares, momentos, e individuos particulares? La

respuesta inicial a la pregunta indicaría que la universalidad nómica no debería admitir

referencias a particularidades, puesto que esto pondría en tela de juicio la supuesta

generalidad y absoluta aplicabilidad de la ley misma: en la medida en que se refiriera a

particularidades, sería más propensa a ser accidentalmente verdadera. Sin embargo,

existen enunciados de la ciencia a los que denominamos leyes que definitivamente

incluyen alguna referencia a objetos específicos: las leyes de Kepler, por ejemplo, se

refieren al sol como uno de los dos focos de las órbitas elípticas de los planetas, y no

por tal mención nos sentimos obligados a desecharlas como leyes.

De igual manera, y como se dijo anteriormente, si lo que busca el positivismo

lógico es obtener una respuesta al por qué consideramos leyes a las que de hecho les

concedemos el título, esta corriente no se sentiría cómoda con deshacerse de enunciados

científicos que hasta el momento han resultado tan útiles, y que han ocupado un lugar

tan importante en la historia y desarrollo de la ciencia. Por lo demás, desechar a

cualquier enunciado que contenga una referencia a un nombre propio o a una entidad

particular, significaría el desecho de casi cualquier enunciado de la ciencia, sobre todo

porque muchos en todo caso son dados a partir de cierto marco y con base en ciertas

condiciones tácitas que de alguna manera deben hacer referencia a particularidades5.

Así, se llega entonces a lo que Nagel denomina “ universalidad irrestricta” , que no es

otra que la propiedad de aquella generalización que “ no se restringe a objetos que caen

dentro de una región espacial fija o un periodo de tiempo particular” (Nagel, 1978, p.

66), con lo cual la universalidad permite ahora la alusión a particulares, mientras que el

enunciado no exija a los miembros de la clase a la que se refiere una ubicación temporal

o espacial determinada.

La estructura lógica de los enunciados no puede, por sí sola, expresar el requisito

de no-accidentalidad. Existen enunciados accidentales que cumplen con las

5 Sobre las condiciones previas que van implícitas en cualquier enunciado de ley se hablará más adelante, sobre todo cuando se estudien las críticas a las que es sometida la noción positivista de la ley. Por ahora es bueno simplemente tener en cuenta que para los positivistas es claro que un enunciado legaliforme implica una serie de condiciones iniciales tácitas en las cuales el enunciado mismo ha de cumplirse. Así, una ley de tipo “ Si A, entonces B” , es entendida por lo general dentro del positivismo como “ Si A, entonces B, dadas ciertas condiciones C” .

17

características de universalidad, pero que son evidentemente accidentales. Considérese

nuevamente el ejemplo de la habitación,

X= “ Todas las personas en esta habitación tienen gripa”

La proposición anterior es fácilmente traducible, mediante la lógica formal, para ser

expresada en términos de universalidad tal y como se describió en la sección anterior. X

podría convertirse en

X= ∀x (Hx ⊃ Gx)

Sin embargo, esta proposición lógica está lejos de ser una ley de la naturaleza: podría

perfectamente entrar en la habitación una persona que no tuviera gripa. Así, la noción de

ley basada en regularidad debe encontrar un asidero aún más fuerte que la universalidad,

que le asegure que dentro de la clase de las leyes caben sólo los enunciados que no son

de ninguna manera accidentales.

¿Qué puede ser aquello que defina a las leyes como no-accidentales, además de

universales? La respuesta se encuentra en la capacidad de sustentar un contrafáctico. El

carácter no accidental de la ley reside en el hecho de que nos debe permitir esperar que

un hecho ocurra si se dan las condiciones propicias. Una generalización accidental habla

sobre lo que ha pasado y está pasando de hecho, pero en cambio no dice nada sobre

cómo sería el mundo bajo unos supuestos determinados. Se entra, pues, en una nueva

dirección hacia la definición de legaliformidad. En este nuevo sentido, las leyes son

entonces capaces de decirnos no sólo qué pasó bajo tales circunstancias C, sino que

además logran expresar qué pasaría si se dieran tales condiciones C (caso de

condicional subjuntivo pretérito imperfecto), y qué hubiera pasado si se hubieran dado

esas condiciones (caso condicional subjuntivo pretérito pluscuamperfecto). Como diría

Nagel, “ un requisito plausible para considerar un universal irrestricto como una ley es

saber que los elementos de juicio en su favor no coinciden con su ámbito de predicación

y, además, que su ámbito no está cerrado a todo aumento ulterior” (Nagel, 1978, p. 70).

Se asegura, pues, que el campo de predicación de la ley no se reduzca a lo ya observado,

sino que ella misma se extienda no solamente a casos futuros no vistos, sino a los casos

que hubieran podido ocurrir hipotéticamente. El sustento de contrafácticos, pues,

diferencia a las leyes de cualquier otra generalización puramente accidental.

Ahora sí es posible diferenciar al enunciado X de otro enunciado que sí sea

considerado una ley científica. La propiedad de no accidentalidad basada en la

capacidad de sustentar condicionales contrafácticos y subjuntivos se ve más claramente

cuando se utiliza un ejemplo. Veamos el caso propuesto por Hempel (1984, p. 88): sea

18

Y el enunciado “ la parafina se vuelve líquida por encima de los 60 grados centígrados” .

Mientras que Y es un claro soporte del condicional contrafáctico “ si hubiéramos puesto

esta vela de parafina en una caldera de agua hirviendo, se habría fundido” , X en cambio

no parece dar cuenta de un enunciado como “ si Juan estuviera en esta habitación, Juan

tendría gripa” . Una de las razones por la que entonces un enunciado es ley es que nos

autoriza para creer la verdad de ciertas suposiciones que mencionan hechos de manera

hipotética: los enunciados del punto de ebullición de los diferentes materiales son leyes

de la ciencia, puesto que nos permiten inferir qué pasaría en los casos en los que algo de

cierto material fuera expuesto a la temperatura en la que su presión interna iguala a la

presión atmosférica. Los enunciados acerca la gripa de las personas de esta habitación

no son leyes de la naturaleza, puesto que cualquiera puede imaginarse el de alguien que

entrara y que no estuviera enfermo. Así, la ley ha adquirido una nueva característica: la

de hablarnos ya no de los hechos como han sido hasta ahora, sino de cómo serían o

cómo hubieran sido.

1.2.4 Verdad y Contingencia

Un último requisito ineludible de las leyes, en su acepción positivista, es el de la verdad

y la contingencia. Por sencillos e inconexos que suenen estos dos calificativos, ambos

juegan un papel fundamental dentro de la definición de ley. El primero de ellos resulta

en principio de lo más ingenuo y predecible, sobre todo porque los requisitos de

necesidad y generalidad parecen exigir de antemano que los enunciados considerados

como leyes cumplan en principio con ser verdaderos. El segundo, por el contrario,

parece no surgir tan espontáneamente como respuesta a la pregunta por las condiciones

que debe cumplir una ley de la naturaleza.

El concepto de verdad dentro de la corriente positivista lógica fue evolucionando

a medida que lo iba haciendo el pensamiento de sus diferentes miembros. En un

principio, y a partir del Tractatus de Wittgenstein, la verdad se ajustaba plenamente a la

teoría de la correspondencia: verdadero era el enunciado que reflejaba con fidelidad la

estructura de los hechos del mundo. El lenguaje, constituido por enunciados atómicos

que a su vez formaban parte de enunciados moleculares, era entonces un reflejo exacto

del mundo mismo. Sin embargo, los miembros del Círculo de Viena, en especial

Neurath y Carnap, vieron en esta teoría varios problemas, y comenzaron a cuestionar de

qué manera podían ser comparados los enunciados con el mundo. Un enunciado, decían,

sólo puede ser comparado con otro enunciado, de forma tal que una comparación del

19

lenguaje con una supuesta realidad resultaba un sinsentido. Al postularse una verdad

que no dependiera ya de una correspondencia entre los enunciados y el mundo, el

positivismo lógico se movió de una teoría de la verdad por correspondencia, a una teoría

coherentista de la verdad, en la que esta última es una propiedad determinada a partir de

la forma en que se relacionan unos enunciados con otros. Fue entonces como se propuso

la idea de las oraciones protocolarias: enunciados que hablaban de la experiencia

inmediata, libre de cualquier interpretación o adición conceptual. Así, todo el lenguaje

podía ser construido a partir de la unión de esas oraciones protocolarias, y la verdad del

discurso se determinaba a partir de la coherencia de esos enunciados básicos.

El punto de quiebre de la teoría de la verdad, sin embargo, vino cuando ya ni

siquiera las oraciones protocolarias fueron consideradas enunciados definitivos e

indiscutibles. Cuando cualquiera de los enunciados que tomamos como básicos no

puede ser más que una hipótesis adecuada por convención a los datos sensoriales, el

positivismo nota que es imposible hablar de una verdad establecida de manera

inamovible. Después de todo, la verdad de una oración protocolaria debe ser

determinada por un juez, cuya opinión en últimas contendrá algo de subjetividad. Los

positivistas pronto se dieron cuenta de la imposibilidad de la total seguridad de

cualquier enunciado, por básico que éste fuera. Por otro lado, también se abandonó por

completo lo que Carnap llamó el modo material del discurso, en el que el lenguaje se

usaba a manera de representante de un supuesto mundo externo determinado y

permanente. Se estableció que la forma adecuada del discurso era su modo formal, en el

que se comprende que de lo único que se está hablando es de los términos y los

conceptos mismos, sin compararlos con un mundo exterior, pues la suposición de tal

realidad cargaba de metafísica la obra de estos pensadores. Así,

el sistema de oraciones protocolarias al que llamamos verdadero y al que nos referimos en la vida y ciencia cotidianas, sólo puede ser caracterizado por el hecho histórico de que es el sistema que es de hecho adoptado por la humanidad, y especialmente por los científicos de nuestro círculo cultural; y los enunciados “ verdaderos” en general pueden ser caracterizados como aquellos que son suficientemente sustentados por ese sistema de oraciones protocolarias de hecho adoptado. (Hempel, 2000a, p. 18)

Siendo, pues, que los enunciados que consideramos verdades básicas de nuestro sistema

de creencias resultan ser en últimas adoptados como verdaderos por convención, es

claro entonces que la concepción de verdad en el positivismo tiene un sentido distinto al

que tradicionalmente se le ha asociado. La verdad tiene que ver ahora con que un

20

enunciado se adecue empíricamente al grupo de experiencias que se tienen y no es ya un

concepto definitivo de total permanencia. Ya la verdad, por tener elementos de

convencionalidad debido a que simplemente señala la coherencia interna del sistema, no

tiene que ver con la inviolabilidad de los enunciados.

Debido sobre todo a la noción de necesidad a la que el positivismo se adhiere, el

nuevo uso del término “ verdad” queda en tela de juicio, al menos por parte de quienes

consideran que la verdad y la necesidad deben ser absolutas. Dado que la noción de

necesidad no es en el positivismo una noción modal de carácter fuerte, puesto que se

refiere solamente a una repetición constante, y no, como ya hemos dicho, a la muy

deseable conexión real entre los hechos de la naturaleza, la ley queda entonces como un

enunciado susceptible de ser violado en cualquier momento. Si, como dice Hume, nada

asegura que mañana la naturaleza se comporte como lo ha hecho hasta hoy, eso que

consideramos ley podría ya no cumplirse mañana, y por lo tanto su verdad no sería algo

permanente. De esta forma, es natural que surja la siguiente pregunta: ¿En dónde queda

la verdad ahora que a la necesidad la entendemos desde un punto de vista mucho más

escéptico?

El positivista no ve contradicción alguna en considerar verdadera a su ley y a la

vez saber que en cualquier momento ella misma puede ser refutada. De hecho, el

positivismo no considera que la verdad como correspondencia sea una característica que

la ciencia tenga como meta ideal para sus leyes. En la medida en que la filosofía de la

ciencia evolucionó a lo largo de siglo XX, el positivismo lógico comprendió que debido

a la irresolubilidad del círculo inductivo, era imposible saber a ciencia cierta si los

enunciados de ley eran verdaderos en el sentido tradicional de verdad. Así, la verdad en

el sentido tradicional pierde importancia: lo verdaderamente esencial en las leyes es su

contrastabilidad empírica, la aplicabilidad al mayor rango posible de instancias y la

simplicidad. El único sentido en que el enunciado debe ser verdadero es en el sentido de

verdad como adecuación empírica a los hechos aceptados hasta el momento.

Ahora bien, además de verdadera, la ley positivista es también metafísicamente

contingente. Este último criterio es todo menos sospechado, y se debe a que en el uso

que damos comúnmente a la terminología nómica damos a entender que creemos

(consciente o inconscientemente) en ese (ya innecesario, como vimos) orden superior de

la naturaleza. Sin embargo, lo cierto es que si se sigue el tipo de raciocinio con el que se

han venido desarrollando los otros dos criterios positivistas para determinar a la ley, la

asignación de la contingencia como propiedad adicional no resulta tan sorprendente. En

21

principio y hablando en términos relativamente ajenos al empirismo, podemos

imaginarnos mundos posibles en los que las que consideramos leyes de la naturaleza

sean de otra manera. Pero además, este tipo de argumentación no está necesariamente

tan alejado de lo humeano: si se piensa en el estilo psicologista con el que muchas veces

procede Hume en sus argumentaciones, no resulta ya tan disparatado hablar de que

“ podemos imaginar, sin caer en contradicción” , que las leyes que rigen este mundo

fueran de otra manera. La idea no es otra que la siguiente: si las leyes no son, como ya

se ha visto, verdades analíticas, no es una contradicción lógica pensar que el mundo

podría comportarse de otra manera.

Los criterios de verdad y contingencia, pese a no parecer tan importantes o

profundos como el de necesidad o universalidad, son sin embargo perfectamente

ilustrativos del tipo de ley que se imaginan los positivistas para la ciencia. La ley, en su

sentido positivista, resulta todo menos rígida. El positivismo pretende una noción

mucho más flexible de la ley, que de cierto modo se adapte al hecho mismo de que la

uniformidad de la naturaleza no es, por lo menos hasta que se pruebe lo contrario, más

que una ilusión creada por el hecho de que hasta ahora así ha sido. En este sentido, la

verdad y contingencia como criterios sólo muestran que al positivismo no le queda más

remedio que admitir que la definición de ley debe estar subordinada al hecho de que

mientras no se solucione el círculo vicioso inductivo, el mundo es, en últimas,

inevitablemente impredecible. Y esto, aunque desde otros puntos de vista filosóficos

resulte decepcionante, no es preocupante para el positivismo, que se prepara para ver el

valor de las leyes en otro lugar diferente a su supuesta inviolabilidad, necesidad y

permanencia.

1.3 La definición de ley a partir de su relación con la teoría

Es claro que los criterios básicos positivistas para la definición de la ley de la naturaleza

dejan abierto un gran vacío a la hora de diferenciar las generalizaciones accidentales de

las afirmaciones que de hecho merecen el título de ley. Si bien los criterios de

generalidad, necesidad o contingencia representan de manera clara lo que ingenuamente

llamamos ley en nuestro lenguaje ordinario, es difícilmente eludible el vacío que

permanece abierto en la medida en que no se establece un criterio definitivo para

asignarle el adjetivo de “ necesarias” solamente a aquellas generalizaciones universales

contingentes verdaderas sobre el mundo. Existen afirmaciones con las mismas

22

características de legalidad, a las que sin embargo consideramos accidentales y por lo

tanto no dignas del título de ley.

Para el positivismo humeano, el problema de la distinción entre las

generalizaciones accidentales y las legales estuvo siempre presente, y se hizo cada vez

más importante a medida que fue siendo imposible trazarla de manera definitiva a partir

de los criterios básicos de evaluación de cada afirmación general individual. En otras

palabras, lo que sucede es que al tratar de estudiar el carácter de ley a partir de

enunciados legales individuales, resulta casi imposible determinar qué es lo que las hace

leyes por sí mismas. Existen pares de oraciones sintáctica y semánticamente

equivalentes, de las cuales sin embargo una es considerada ley mientras la otra

claramente no. John Carroll (1994, p.3) usa el siguiente ejemplo:

“ (1) Todos los cuervos tienen velocidades menores a 31 metros por segundo.

(2) Todas las señales tienen velocidades menores a 300,000,001 metros por segundo.”

La observación individual de una afirmación general considerada legal y la de

una afirmación general accidental arroja pocas luces sobre el concepto de ley. Es

entonces como se debe recurrir a una nueva perspectiva que permita observar

características de las leyes (o de las que consideramos como tales) ya no en su carácter

individual y separado, sino por el contrario, desde la relación que guardan con otras

leyes o con los demás elementos de una teoría. El positivismo, pues, se ve obligado

ahora a extender su definición a partir de una nueva perspectiva que exige de la filosofía

de la ciencia observar al enunciado a partir de su relación con otros enunciados de la

ciencia o de su papel dentro de algún cuerpo teórico sistemático.

1.3.1 Leyes como premisas de la explicación nomológico-deductiva

Positivistas como Hempel han definido la ley indirectamente, como parte del análisis de

otro concepto. La gran pregunta de este filósofo con respecto a la ciencia fue sobre todo

acerca de la explicación científica. En su desarrollo de este problema, sin embargo,

Hempel se ve obligado a enmarcar al concepto de ley dentro de unos criterios muy

definidos, puesto que las leyes mismas se convierten en una parte esencial de lo que

termina por llamarse el modelo nomológico-deductivo de la explicación.

En su interés por la filosofía científica, Hempel se pregunta cuál es la labor de la

ciencia, a lo cual responde que su objetivo fundamental es netamente explicativo. Así,

su estudio se dirige en su mayor parte a investigar cuál es la naturaleza de la explicación

científica y en qué medida puede decirse que un argumento realmente explica un suceso

23

de la naturaleza. La ciencia, pues, es el cuerpo teórico que se ocupa de darle sentido a

los hechos que suceden a nuestro alrededor, encontrando aquellos enunciados que,

combinados de cierta manera, nos den cuenta de los hechos.

La explicación científica según Hempel, debe entonces cumplir dos requisitos

esenciales. Por un lado debe satisfacer la condición de ser relevante, y por el otro, debe

además ser contrastable. El requisito de relevancia explicativa no exige otra cosa de la

explicación que dar cuenta del hecho que pretende explicar: una explicación relevante

es aquella que nos proporciona suficiente información o bien para esperar que el

explicandum ocurra, o bien para no sorprendernos con el hecho de que haya ya

ocurrido. Adicionalmente a que la explicación sea relevante, el requisito de

contrastabilidad entra para asegurarnos que la explicación sea dada a partir de

enunciados que sean contrastables de manera empírica: cada afirmación utilizada dentro

de la explicación debe ser susceptible de ser confirmada o refutada a través de la

experiencia misma.

Además de cumplir estrictamente con los requisitos formulados por su autor, la

explicación nomológico-deductiva es, como su nombre lo indica, de tipo deductivo, en

el que a partir de unas premisas de forma y características particulares se deduce el

explicandum. Se trata de un tipo de explicación basada en una estructura en la que el

hecho a ser explicado se sigue lógicamente de los enunciados que lo preceden. En este

orden de ideas, la explicación N-D tiene dos partes fundamentales: por un lado las

premisas que cumplen el papel del explanans, y por el otro lado el explanandum mismo,

o en otras palabras, el hecho al que debemos llegar después de la deducción. La

estructura es como sigue (Hempel, 1984, p. 81):

L1, L2, ……Lr

C1, C2, …...Ck

-------------------------------

Enunciados explanans

E Enunciado explanandum

La conclusión de este tipo de estructura explicativa, por lo tanto, no sólo debe esperarse

a partir de la información dada en las premisas, sino que además se sigue

deductivamente de ellas.

Como en un silogismo deductivo tradicional, la explicación nomológico-

deductiva va a apoyarse en dos tipos de premisa, a saber, premisas mayores que se

refieran a reglas generales y a premisas particulares que remitan a los casos

individuales. A partir de premisas de este tipo, la explicación procede a deducir de la

24

combinación de ellas el hecho mismo del que deseamos obtener comprensión. Y aquí es

en donde entra Hempel necesariamente a definir lo que la ley de la naturaleza debe ser:

las premisas generales de una explicación N-D no son otra cosa que las leyes científicas,

con lo cual el autor, sin quererlo, les asigna ya un carácter muy especial a este tipo de

enunciados. Ley, a grandes rasgos, es aquel enunciado de la ciencia que, en compañía

de enunciados particulares, permite que de ellos se deduzca un determinado hecho que

busca ser explicado a la manera nomológico-deductiva. Así, si queremos explicar un

determinado hecho E, recurrimos a ciertas leyes generales acerca del tipo de objeto

participante en el hecho y las unimos con enunciados particulares descriptores de las

condiciones del hecho mismo. Finalmente, E terminará por ser deducido de esta

combinación: la ley dirá que los objetos de tipo T se comportan de cierta manera bajo

unas condiciones C. La premisa particular estipulará que existieron ciertas condiciones

C a las que un objeto de ese tipo fue sometido. Por lo tanto el hecho E (en el que un

objeto particular de tipo T se comportó de la manera en que la ley estipulaba) tenía que

haberse dado.

Si las leyes son enunciados que necesariamente deben actuar como premisas

generales en una estructura de tipo deductivo, su carácter queda delineado de una

manera muy específica que permita tal comportamiento. En primer lugar, para Hempel

también resulta de primera necesidad que las leyes sean expresiones de sistemas

uniformes de la naturaleza. Por eso, Hempel es inmediatamente identificado como un

heredero de Hume, al menos en lo que a la noción de ley se refiere. Las leyes como

premisas generales de la explicación deben, aquí también, ser universales. Y por

universalidad Hempel no se refiere a nada diferente de lo que hasta ahora hemos visto:

“ Hablando en sentido amplio, un enunciado de este tipo afirma la existencia de una

conexión uniforme entre diferentes fenómenos empíricos o entre aspectos diferentes de

un fenómeno empírico. Es un enunciado que dice que cuandoquiera y dondequiera que

se dan unas condiciones de un tipo especificado F, entonces se darán también, siempre y

sin excepción, ciertas condiciones de otro tipo G” (Hempel, 1984, p 86).

A Hempel, sin embargo, le preocupa también el hecho de que la definición de

ley simplemente como enunciado general verdadero se quede corta a la hora de separar

las generalizaciones accidentales de aquellas que sí merecen el título de ley. Para

diferenciarlas, entonces, Hempel recurre a dos estrategias: por un lado, aludir al papel

mismo que cumplen las leyes dentro de su modelo de explicación, y, por el otro, reiterar

la caracterización de la ley como justificativa de enunciados contrafácticos. Si las leyes

25

son definidas precisamente a partir de su posición dentro del esquema N-D, entonces el

primer aspecto diferenciador entre ellas y las generalizaciones accidentales será

precisamente el hecho de que éstas últimas no cumplirían con la condición de que,

acompañadas de ciertos enunciados particulares, constituyan una explicación científica

admisible para un determinado explanandum. Así, una inmensa diferencia entre las

generalizaciones accidentales y las leyes es que estas últimas (acompañadas de otros

enunciados, claramente) explican. Pero adicionalmente a su poder explicativo, Hempel

reitera la no-accidentalidad como característica fundamental de las leyes. El carácter

explicativo de la ley reside no solamente en el hecho de que pueda explicar un hecho ya

ocurrido, sino en que también nos permita en algún modo esperar que el hecho ocurra si

se dan las condiciones propicias: una vez más, la ley, para ser ley, debe ser un soporte

válido de un condicional contrafáctico. Y es que es intuitivamente cierto que tendemos a

considerar que una explicación realmente nos dio a entender por qué pasó un hecho si

además de eso nos deja alertas a esperar que el mismo tipo de hecho ocurra si se repiten

las mismas circunstancias.

Hempel concibe a las leyes, pues, tal y como hemos visto que lo haría cualquier

positivista: con las cinco características fundamentales descritas más arriba. Sin

embargo, esto no sería suficiente mientras las leyes no cumplieran un papel dentro de un

marco de proposiciones que, en conjunto, lograra dar explicación acerca de un hecho

dado. Por lo tanto, además de verdaderas, metafísicamente contingentes, necesarias,

universales, y no accidentales, las leyes ahora deben poder explicar un hecho

determinado si son combinadas con los enunciados particulares correspondientes.

1.3.2 Leyes como axiomas en sistemas cognitivos simples y sólidos

Como ya se ha dicho, para los filósofos de la ciencia resulta claro que de cierta manera

es imposible que los cinco requisitos que espontáneamente asociamos con la definición

de ley sean suficientes para diferenciar a las mismas de cualquier generalización

accidental. Así, surgen teorías que, adicionalmente a las condiciones iniciales exigidas a

los enunciados en sí mismos, exigen también que las leyes se relacionen entre sí con

otros enunciados científicos de maneras muy específicas y que den mayor sentido y

utilidad a los sistemas explicativos y teóricos de la ciencia.

Siendo todo lo contrario a un positivista, David Lewis es un heredero tan fiel

como ellos del legado de Hume, al menos en cuanto a su noción de ley como expresión

de las regularidades presentes en la naturaleza. Así, un pensador en otros campos tan

26

ajeno al positivismo, se encuentra con éste en la medida en que su definición de ley se

pliega por completo a la noción positivista de la regularidad. Es entonces como a partir

de esta concepción inicial de ley como expresión de lo habitual, surge la teoría

metalingüística de Lewis (1973) acerca de las leyes.

En principio, además de tener que ser un enunciado universal no accidental,

necesario, verdadero y metafísicamente contingente, para Lewis es fundamental que la

ley tenga ciertas características en su manera de relacionarse con otros enunciados de un

cuerpo teórico. Específicamente, la idea de Lewis consiste en definir a la ley como

aquel enunciado que, siendo soporte del contrafáctico correspondiente, al ser combinado

con otras leyes dé como resultado un cuerpo teórico simple y sólido. Así, además de dar

cuenta de lo que pasaría en casos hipotéticos en los que se dieran las condiciones

iniciales que postula su antecedente, la ley debe tener la propiedad de poder combinarse

con otros enunciados de la ciencia para producir un sistema de suficiente simplicidad y

solidez.

Lo que más molesta a los críticos acerca de la posición de Lewis es su aparente

incapacidad de ser definida de manera objetiva y no relativa a los intereses cognitivos

específicos de quien la adopte. En su definición de lo que una ley es, Lewis se adhiere

perfectamente a Ramsey, pensador anterior a él, a quien Lewis cita en su texto y quien

asegura que las leyes sólo son “ consecuencias de aquellas proposiciones a las cuales

deberíamos tomar como axiomas si supiéramos todo y lo organizáramos tan

simplemente como fuera posible en un sistema deductivo” (Lewis, 1973, p.73). Lewis

es consciente de que este tipo de sistema deductivo del que habla Ramsey no es uno

solo: si realmente lo supiéramos todo, habría innumerables maneras de organizar ese

conocimiento a manera deductiva. Por eso, las condiciones que plantea este autor para

determinar cuál sería el mejor de ellos son dos adjetivos de la mayor sencillez:

simplicidad y fuerza. Y así, Lewis reformula su teoría unas líneas más adelante: “ una

generalización contingente es una ley de la naturaleza si y sólo si aparece como teorema

(o axioma) en cada uno de los sistemas deductivos verdaderos que logra la mejor

combinación de simplicidad y fuerza. Una generalización es una ley en un mundo i, de

la misma manera, si y sólo si aparece como teorema en cada un de los mejores sistemas

deductivos verdaderos en i” (Lewis, 1973, p. 73). Lewis piensa que, definidas como

axiomas de los mejores sistemas deductivos, tanto la posición de las leyes dentro de la

ciencia como muchos de sus comportamientos, quedan explicados. Al serles dado el

papel de axiomas es posible superar el obstáculo inicial que significaba el querer definir

27

a las leyes a partir de sus propiedades individuales. Esto pone de presente que el “ ser

ley” no es algo que dependa de un enunciado particular en sí mismo (porque como

vimos, por sí solas las leyes no parecen dar cuenta de su legaliformidad), sino de su

relación con otros. Así, la legaliformidad no puede ser sólo dependiente de aspectos

gramaticales y formales de un enunciado.

Un filósofo como Nagel se plegaría con bastante comodidad a la noción de las

leyes de Lewis. También Nagel, después de un análisis profundo de las leyes en sí

mismas como enunciados separados, se hace cada vez más consciente de que ellas no

contienen, por sí solas, la llave de la definición de esa gran clase a la que pertenecen.

Por eso, un campo que inevitablemente debe ser explorado es el del comportamiento de

las leyes cuando interactúan entre sí. Al explorar el lugar que ocupa una ley dentro de

un cuerpo teórico, es posible, en primer lugar, encontrar razones por las cuales los casos

que parecen refutar una ley no hacen, sin embargo, que la rechacemos. Lo cierto es que

aunque existan casos aislados contradictorios a las leyes, ellos no hacen que la ciencia

se deshaga de estas últimas, simplemente porque el costo de hacerlo es ya muy alto: los

cuerpos teóricos a los que las que consideramos leyes pertenecen han resultado tan

absolutamente útiles y provechosos que no resulta conveniente destruirlos por razones

mínimas. Y aunque “ mínimas” suene una vez más a un adjetivo subjetivo, lo que

recalca su uso es que algunos casos de refutaciones a las leyes son despreciables en

comparación con el papel que el sistema mismo ha cumplido en el desarrollo de la

ciencia.

En la medida en que a las leyes se les da también el carácter de axiomas, su

perfil de utilidad se va haciendo cada vez más evidente, y su naturaleza se hace más

clara y sólida. Mientras que por sí solas sus características sintácticas no dejaban ver lo

importantes que podían llegar a ser estos enunciados, la manera en que de ellas se

deducen nuevas afirmaciones científicas sí marca la diferencia. Los cuerpos teóricos a

los que las leyes pertenecen y de las cuales son principios primeros o teoremas, son

cuerpos sólidos a los que las leyes les permiten extenderse a través de deducciones e

inferencias de las que les mismas son la base: “ las leyes se usan como premisas de las

cuales se deducen consecuencias de acuerdo con la lógica formal. Pero cuando se

considera que una ley se halla bien establecida y ocupa una posición firme dentro de

nuestro cuerpo de conocimiento, la ley misma es usada como un principio empírico de

acuerdo con el cual se extraen inferencias” (Nagel, 1978, p. 73).

28

Ahora bien, sigue en todo caso sin definir qué quiere decir “ lo mejor” cuando

nos referimos al mejor sistema posible de conocimiento. ¿Qué quiere decir que un

sistema deductivo sea el más fuerte y el más simple? Calificativos como la fuerza y la

simplicidad parecen convertir a la definición de las leyes en un juicio de valor: ¿cómo

se sabe qué es lo fuerte y qué es lo simple? ¿No es acaso un criterio demasiado

subjetivo para ser considerado aceptable en la definición de una noción científica de la

talla de la ley? Esta es quizá la crítica más acérrima en contra de la idea positivista de

las leyes como axiomas de los mejores sistemas deductivos de conocimiento científico.

Ciertamente, la definición de “ lo mejor” , “ lo más simple” o “ lo más fuerte” carece de

una formalidad filosófica independiente de cualquier subjetividad o de cualquier

referencia a una preferencia humana. Sin embargo, cualquier científico estará de

acuerdo en que unos sistemas explicativos han dado más resultados que otros, han

permitido avanzar más que otros, y han dado cuenta de más hechos que muchos otros.

Así hay una cierta manera en que es posible decir que en todo caso existen unos

sistemas de conocimiento mejores que otros, y el hecho mismo de que lo “ mejor” es

juzgado de manera individual y subjetiva, no puede cerrarle los ojos a la filosofía y

evitar que ella al menos intente determinar qué puede o qué no puede ser lo mejor,

incluso si esto se reduce a opiniones subjetivas y cambiantes. Después de todo, si de

hecho es así que la ciencia funciona, escogiendo lo que es “ mejor” y desechando lo

menos bueno, y si el interés de la filosofía de la ciencia es estudiar a la ciencia misma,

entonces no es serio que los filósofos intenten desligar la subjetividad de la ciencia, si es

que en realidad esta subjetividad juega un papel en su proceder.

1.4 Un panorama general

Queda entonces expuesto el carácter particular de la noción positivista de ley. Si bien

las propiedades que el positivismo le atribuye a este tipo de enunciado científico son

perfectamente esperables, no lo es la forma en que éstas son definidas. En primer lugar,

la necesidad adquiere aquí una dimensión completamente distinta a esa rigidez que

suele asociarse con esta noción modal: necesidad, en el sentido estrictamente humeano,

tiene que ver únicamente con aquello a lo que nos hemos habituado, acepción que a su

manera mantienen sus seguidores positivistas, quienes se niegan a ver en la necesidad

algo más que eso. Así, ‘necesaria’ ya no es aquella conexión real existente de hecho en

29

el mundo, sino aquel adjetivo que asociamos con todas aquellas secuencias que

percibimos como continuas y repetitivas.

La generalidad se erige, en segundo lugar, como la propiedad de legaliformidad

más difícil de capturar en un discurso formal lógico. Es cierto que en principio parece

fácil expresar la universalidad por medio de un condicional en lógica cuantificada, pero

las reglas mismas de la lógica ponen de presente el hecho de que la universalidad

entendida únicamente a partir de un condicional es más que problemática. Esto, sin

embargo, por muy angustioso que resulte desde un punto de vista argumentativo y de

quien quiere defender al criterio de los críticos que no demoran en atacar, es también

una muestra previa de la actitud con la que el positivismo asume el concepto mismo de

ley. Cada uno de los autores, a pesar de intentar dar con una estructura formal aceptable

de la universalidad, termina por mostrar que lo realmente importante acerca de la

misma, a pesar de su carácter escurridizo, es que hay un acuerdo tácito al menos en la

manera en que todos en principio comprendemos el término.

Adicionalmente a la generalidad, una tercera propiedad esencial de las leyes es

la no accidentalidad. Esta propiedad se asegura de que la universalidad, que por sí sola

abarca enunciados cuya verdad es fortuita y casual, admita únicamente a los enunciados

que postulen conexiones a las cuales la ciencia estaría de acuerdo en considerar como

legales. Y la ciencia sólo estaría dispuesta a postular la conexión entre propiedades

mientras ésta no solamente se dé de hecho, sino que pueda también darse en

circunstancias hipotéticas.

En cuarto lugar, la verdad y la contingencia resultan ser criterios que

nuevamente, a pesar de lo poco novedosos, también comienzan a darle dirección a ese

papel que las leyes cumplen dentro de la ciencia según la filosofía positivista del siglo

XX. Ya la ley es un concepto flexible: lo nómico no se opone a lo refutable, ni a lo

contingente. La verdad no tiene por qué ser permanente para mantenerse como verdad,

así como también es posible que la ley sea, por un lado necesaria (en tanto que expresa

esas regularidades constantes, que entre otras cosas son lo único a lo que propiamente se

puede ya llamar necesario), pero por otro lado también contingente (en tanto que podría

ser de otra manera).

Por último, no debe olvidarse que ahora para el positivismo la ley no es ley por

sí misma, sino que necesita de un entorno conceptual y proposicional específico para

poder ser evaluada en su carácter legaliforme. No es ya posible que la ley venga escrita

solitaria en un papel, sino que es necesario que se rodee del contexto adecuado en el que

30

pueda desplegar su comportamiento nómico. El “ ser ley” , pues, no puede ser nunca más

entendido como una propiedad de tipo sintáctico o semántico de un enunciado. Un

enunciado general en sí mismo no dice nada acerca de qué tan legaliforme o accidental

puede ser: por el contrario, debe mostrar, a través de su interacción con la teoría, que

realmente merece su título. Sólo a partir de su comportamiento puede la ley ser

determinada como tal. Y es ahora cuando se puede decir con propiedad lo que es la ley

en su acepción positivista: como individuo, la ley debe ser necesaria, universal, no

accidental, verdadera y metafísicamente contingente. Como parte de la ciencia, la ley

debe lograr un cometido estrictamente explicativo, haciendo de la teoría a la que

pertenece el sistema más útil y simple posible.

31

CAPÍTULO 2

La crítica realista a la noción positivista de ley

Existen diversas razones por las que otros tipos de pensamiento filosófico se oponen a

aceptar la noción positivista de ley. Las críticas a la ley como expresión de regularidad

provienen de extremos opuestos del espectro de posibilidades: por un lado, hay

pensadores para quienes ideológicamente la regularidad no puede ser base suficiente

para sustentar a la ciencia, y entre ellos los más acérrimos opositores resultan ser los

realistas. En otros casos, el problema surge ya no a partir de la tendencia o corriente de

pensamiento a la que se adhiera el respectivo crítico, sino del hecho mismo de que la

noción positivista de ley en sí, e independientemente de la ideología subyacente, parece

contener errores lógicos que podrían socavar sus mismas bases.

Con respecto a las críticas provenientes de tendencias ideológicas opuestas al

positivismo, es importante examinar por qué para ellos resulta equivocado tomar a la

regularidad como base de la noción de ley. Si la regularidad no es fundamento

suficiente desde el punto de vista realista, entonces esta posición filosófica deberá dar

con una base explicativa que sustente el concepto con mayor solidez. Por otra parte,

resulta más grave aún pensar que la falencia de la noción de ley basada en regularidades

no esté ligada a su mismo carácter positivista, sino a que las pautas definitorias

planteadas por el positivismo humeano estén ya viciadas y constituyan peticiones de

principio, contradicciones lógicas o argumentos inválidos.

Resulta entonces urgente examinar las bases de las críticas dirigidas a la

definición de ley de la filosofía positivista del siglo XX, para determinar qué tan

salvable es su noción, o en caso tal de no sobrevivir, qué tan descabellada resultaba la

propuesta. Si bien es cierto que existen varias posturas claramente clasificables dentro

de alguno de los dos grupos, otras más son mixtas, en tanto que, además de criticar las

implicaciones mismas de la definición, se oponen también a ciertas presuposiciones que

el positivismo humeano hace al exponer su propuesta. A lo largo del presente capítulo

se pretenden discutir las dos grandes críticas que provienen de una posición filosófica

realista, representada por autores como Dretske, Armstrong o Tooley: la supuesta falta

de objetividad y el incumplimiento inicial de los propios criterios positivistas. En el

siguiente capítulo se discutirán las críticas dirigidas a las falencias internas de la noción

de ley del positivismo.

32

2.1 La falta de objetividad de la noción positivista

Para efectos de comprensión de la crítica realista a la ley científica positivista, la

característica que ha de tenerse en cuenta con respecto al realismo es que éste mantiene

la tesis de que los universales existen de hecho. Así, el realismo se opone por completo

a una visión nominalista del mundo, en la que un universal se reduce a ser simplemente

un nombre asignado por motivos de convencionalidad a un grupo de individuos, puesto

que lo único realmente existente son cosas individuales concretas. El positivismo de

Hume se liga mucho más fácilmente al nominalismo: ambos se rehúsan a aceptar la

existencia de lo que el positivismo llamaría “ entidades oscuras” , admitiendo únicamente

todo aquello de lo que se pueda tener una experiencia directa.

Si el realismo es definido a partir de su aceptación de la tesis de que existen de

hecho los universales, el realismo nómico será, por analogía, un realismo que pretende

una fundamentación de las leyes basada en universales, y ya no en las regularidades que

los positivistas usan como base de su definición. En efecto, las maneras en que los

realistas definen a las leyes científicas, a pesar de diferir en muchos aspectos (puesto

que entre ellos mismos existen diferentes caracterizaciones del concepto de ley),

coinciden en afirmar que el carácter de verdad, necesidad y generalidad de las leyes está

basado en relaciones específicas entre los universales que las implican. Lo que se

pretende es darles a todas esas características, que incluso los positivistas reconocen

como parte de la legalidad de las leyes, el verdadero estatus que merecen: necesidad

absoluta, universalidad absoluta, y verdad absoluta. Por otro lado, se busca también

deshacerse de una aparente subjetividad que surge del hecho de que las leyes no estén

basadas en algo más definitivo y permanente que en simples regularidades: el realismo

reclama una verdadera objetividad para las leyes de la naturaleza. “ De acuerdo con el

realismo nómico, las leyes son verdaderas independientemente de las creencias y otras

actitudes psicológicas de los que conocen. Las leyes son verdaderas en virtud de

relaciones objetivamente existentes entre universales” (Carroll, 1987, p 265).

A la crítica realista de la ley en su acepción positivista subyace entonces una

preocupación que se ha venido mencionando a lo largo de la presente investigación y

que tiene que ver con ese impulso espontáneo que tiene cualquier persona de asignarles

realidad a las propiedades de las leyes, en un sentido radical y objetivo: que no

dependan de la psicología específica de alguien, ni de cualquier opinión, hábito o

comprensión individual del mundo. Si la actitud primaria de cualquier ser humano

corriente es la de creer, cuando utiliza o menciona una ley de la naturaleza, que se está

33

refiriendo a algo independiente de cualquier mentalidad humana, no resulta

sorprendente que el realista, con un realismo bastante más estructurado que el del ser

humano corriente, salte ante la posibilidad de que a la ley le sean atadas propiedades

que la hagan subjetiva.

El hecho de que a la ley científica desde el punto de vista positivista la sustente

la simple repetición constante de regularidades, hace que el realista se pregunte por la

solidez de tal base y la rechace por encontrarla endeble. Si es cierto (y para el realista lo

es) que los universales existen, entonces ellos mismos, como entidades permanentes e

inmutables, deben ser la base para las leyes científicas, cuyo carácter necesario,

verdadero y general no puede ser de ninguna manera subjetivo. La crítica es simple: las

regularidades son una base subjetiva para la ley que, por el contrario, debe estar bien

fundamentada en raíces objetivas. Los universales, en cambio, en contraposición a tal

subjetividad y al ser adoptados como bases de la legaliformidad de los enunciados de la

ciencia, contagian a los mismos de su estabilidad y sobre todo de su objetividad. Los

universales, concedido que existan, no dependen de ninguna mente humana en

particular. Por lo tanto, la relación entre universales que implique una ley científica

proveerá a la misma de su tan deseable objetividad, propiedad que las regularidades

jamás podrán otorgarle.

Ahora bien: ¿es esta crítica aceptable? Según John Carroll, la crítica está tan

plagada de errores como los muchos que ésta le encuentra a los humeanos. El

argumento es el siguiente: si se acepta que las regularidades son inaceptables como base

de la definición de las leyes, puesto que éstas no tienen manera de dar cuenta de la

necesidad, universalidad y verdad de las mismas, entonces debe admitirse que tampoco

podrán hacerlo los universales, puesto que el realismo no logra dar cuenta de qué es lo

que constituye la pretendida relación entre ellos. Carroll se pregunta qué es lo que hace

que ciertas relaciones entre universales resulten justificativas o sirvan como base para

las leyes de la ciencia.

Cualquier réplica a tal pregunta por parte de un realista estaría destinada a fallar:

por un lado, “ si se postula un universal R2 para explicar por qué una relación R1 se da

entre dos propiedades P y Q, uno querrá saber qué hace que este universal de mayor

orden, R2, se mantenga entre R1 y el par ordenado (P, Q). Si se postula un universal de

mayor orden, R3, para explicar por qué R2 se mantiene entre R1 y el par ordenado (P,

Q), entonces uno querrá saber qué hace que R3 se mantenga entre R2 y R1, y así ad

infinitum” (Carroll, 1987, p265). Por otro lado, podría decirse que la relación (universal)

34

entre P y Q es simplemente irreducible o que no tiene explicación más allá de ella

misma. En ambos casos el realismo está condenado a fallar. En el primero de ellos, la

regresión al infinito pone en evidencia el hecho de que los universales por sí mismos no

son explicativos de la relación que se expresa en una ley. En el segundo, por su parte, se

hace evidente que la alusión a universales es innecesaria. Al menos por principio de

economía y en vista de que la relación entre universales es irreducible y por lo tanto

inexplicable, se podría mantener la teoría más simple haciendo irreducible a la relación

misma, a la regularidad, y ya no al universal que la mantiene. La segunda respuesta

implica que el realista cargue ontológicamente a su metafísica con entidades que por lo

demás resultan superfluas: si en últimas la ley va a ser irreducible, y por lo tanto

inexplicable, puede serlo ella misma y sin necesidad de nuevas entidades que el

positivismo ciertamente consideraría oscuras. Como lo señala Carroll: “ una

caracterización de las leyes que tomara a las leyes como primitivas e irreducibles sería

tan iluminadora como la caracterización de Tooley de las leyes como relaciones entre

universales” (Carroll, 1987, p.270). La irreductibilidad en ambos casos resultaría poco

“ iluminadora” y de esta manera, a falta de “ iluminación” sobre el tema, es preferible al

menos una metafísica más ligera, menos cargada6.

Ahora bien, es cierto que lo que Carroll señala refuta en cierto sentido a la crítica

realista. Las relaciones entre universales carecen de una base explicativa sólida y por lo

tanto resulta inoficiosa la alusión a este tipo de entidades. Sin embargo, existe un cierto

aspecto que queda abierto aun cuando la alternativa realista no se sostenga. Cabe

preguntarse en este momento hacia qué punto de la teoría positivista iba dirigido el

ataque realista: la crítica se dirigía de manera muy clara hacia la falta de objetividad de

las leyes en su acepción empirista. Tal vez sea cierto que el intento de darle objetividad

a las leyes desde el punto de vista realista sea atacable (como lo muestra Carroll) pero

no por eso se salvaría el positivismo de tener también que hacerlo.

Para este punto es importante volver a recordar el hecho ineludible de que, con

el positivismo, la valoración de las propiedades que hacen que las leyes sean leyes

6 No se pretende en este escrito demostrar que la caracterización realista de las leyes es insuficiente, puesto que tal pregunta se sale del rango de investigación del problema. Debe tenerse en cuenta que la manera en que se utiliza el argumento de Carroll en contra del realismo no intenta evaluar la propuesta realista de forma definitiva (puesto que no se cuenta con la suficiente información sobre la propuesta de legaliformidad del realismo como tal), sino sólo poner la crítica realista en diálogo con el positivismo. Así pues, es justo aclarar que para efectos de este escrito, no se valorará la noción de ley de otras corrientes sino únicamente las críticas de las mismas hacia la que es tema directo de esta investigación, a saber, la noción positivista de la ley.

35

cambia radicalmente. Aquella noción de lo “ real” y de lo existente “ de hecho” ha sido

puesta a un lado, sobre todo con respecto a los adjetivos nómicos (necesidad,

universalidad, verdad… ). Si la noción de verdad, sobre todo, no es ahora tan estricta

como tradicionalmente ha sido entendida, entonces la objetividad, por estar tan

estrechamente ligada a tal concepto, debe haber cambiado también. Así, aún antes de

juzgar la supuesta carencia de objetividad en la caracterización positivista de la ley,

cabe preguntar si al positivismo humeano le interesa la objetividad como la entiende el

realista. Como veremos, la noción de ley basada en regularidad no va a desechar a la

objetividad como propiedad deseable de las leyes, pero su concepto de objetividad

variará en función de lo que ahora se define como verdad.

Según la crítica que manifiesta el realismo, la objetividad de las leyes debe

consistir en una independencia de la decisión subjetiva de cualquier individuo. Pero

siendo así, ¿podría interesarle al positivismo que su ley tenga tal carácter de objetiva? Si

por un lado su noción de ley está basada en la observación de las repeticiones de la

naturaleza, y si además la adopción de los enunciados de estas repeticiones es

conceptualizada dentro de una comunidad científica, entonces la noción misma de ley

no admitiría la asignación de una objetividad de tipo realista. Tal independencia de lo

“ subjetivo” se vuelve absurda desde la óptica positivista, precisamente porque el eje

conductor de la definición de ley es un factor que no puede aspirar a ella. ¿Significa esto

que se debe abandonar cualquier pretensión de objetividad?

No es claro por qué, si una noción tiene que ver con disposiciones mentales de

los individuos, tenga que ser imposible que aspire a ser objetiva. La definición de

objetividad ciertamente se distanciará de lo que la crítica realista presupone que es lo

objetivo, pero es importante recalcar que la objetividad en todo caso podría definirse de

manera distinta. Ahora que la verdad actual de un enunciado no depende de si mañana

va a ser refutado o no (porque eso no es determinable), la objetividad debe dar cuenta de

tal refutabilidad y ajustarse a lo que una comunidad científica determine como lo

verdadero. Esto no quiere decir que lo verdadero se asume como tal de manera arbitraria

y caprichosa: la comunidad científica adopta a una ley y le da un estatus especial en la

medida en que lo que ella dictamina cumpla con ajustarse a las regularidades

observadas. Así, no es posible que alguien decrete lo verdadero de manera infundada: es

cierto que lo verdadero acaba siendo acordado intersubjetivamente dentro del ámbito

científico, pero siempre con base en la adecuación empírica de los enunciados a los

hechos aceptados.

36

Es posible ver que la objetividad de las leyes no tiene que dar cuenta,

necesariamente, de una verdad absoluta de las mismas. Ahora que la verdad no obedece

a una teoría de la correspondencia sino a una de la coherencia, la objetividad cambia

también de rumbo, y puede constituirse ahora como un acuerdo intersubjetivo, que no

por serlo deja de tomar medidas para prevenir la arbitrariedad de lo personal. Aunque

una nueva definición de objetividad se sale del dominio de esta discusión, un

pragmatista, por ejemplo, estaría de acuerdo con que la objetividad podría estar basada,

ya no en una realidad definitiva (que ni siquiera es sostenible), sino en este tipo de

acuerdo dentro de una comunidad investigativa. Este acuerdo podría llegar a constituir

un tipo de objetividad acorde con las nuevas perspectivas desde las cuales el

positivismo intenta ver los conceptos nómicos.

2.2 La crítica al incumplimiento positivista de sus propios requisitos.

Existe una segunda crítica realista que se refiere, ya no a la falta de objetividad de la

acepción positivista de ley, sino que encuentra su camino intentando demostrar que,

basadas en la filosofía de Hume, las leyes que proponen los positivistas ni siquiera

cumplen los requisitos que la filosofía humeana les impone. A partir de exhaustivos

análisis de lo que el positivismo considera ley, el realismo concluye ahora que los

positivistas ni siquiera logran que sus leyes cumplan con los requisitos que ellos mismos

les exigen para considerarlas como tales.

En principio, para los realistas es perfectamente claro que dentro del positivismo

las leyes son enunciados universales que además poseen una misteriosa característica a

la que se le conoce como legaliformidad. Es cierto que la propiedad de ser legaliforme

suscita bastante escepticismo, en la medida en que resulta difícil concretar con exactitud

a cuál (o cuáles) de las características que enmarca se está haciendo referencia. Del

capítulo anterior se deduce que esa característica adicional a la universalidad debe ser

una combinación de necesidad (entendida de una manera empirista), verdad,

contingencia y un papel específico dentro de un cuerpo teórico. Así, como lo describe

Fred Dretske (1977), “ la fórmula básica es: ley = verdad universal + X. La ‘X’ pretende

indicar la función especial, el estatus o el rol que una verdad universal debe tener para

calificar como ley” (Dretske, 1977, p. 251). Y en este punto, este autor es bastante

acertado al describir los posibles valores que puede tomar la variable X, a saber: “ 1) Un

alto grado de confirmación, 2) Amplia aceptación (estar bien establecida dentro de una

37

comunidad relevante), 3) Potencial explicativo (puede ser usada para explicar sus

instancias), 4) Integración deductiva (dentro de un sistema más grande de enunciados) y

5) Uso predictivo” (Dretske, 1977, pp.251-252). Las cinco opciones de Dretske se

ajustan a lo que hasta ahora hemos tomado por el concepto positivista de ley: todas se

refieren al papel que debe tomar la ley dentro del cuerpo teórico general. Así, el alto

grado de confirmación, de aceptación y de predictividad, aluden al papel que el

positivista considera que la ley tiene dentro del sistema científico general; y el potencial

explicativo y la integración deductiva aluden a su vez al papel específico que en la

ciencia tienen las leyes, de explicar los fenómenos. Sin embargo, el realismo no

encuentra plausible a ninguno de los candidatos para ocupar el lugar de X.

Una de las condiciones en las que tanto positivistas como filósofos de otras

corrientes coinciden es en la indispensable capacidad de las leyes de predecir casos

futuros y de sustentar condicionales contrafácticos. Este rol, como hemos visto, está

conectado de manera esencial a esos posibles candidatos a ocupar el lugar de X: cuando

un enunciado es capaz de predecir acontecimientos venideros o de sustentar un

contrafáctico, sucede básicamente porque a partir del papel que tiene dentro de las

explicaciones científicas, nos permite hablar no sólo de casos ya dados, sino de casos

hipotéticos o casos que todavía no hayan ocurrido. Por eso, un primer ataque del

realismo se dirige a lo que se considera una incapacidad de sustento de contrafácticos y

de predicciones por parte de las leyes, al menos si ellas van a ser consideradas, como en

el positivismo, simples descriptoras de regularidades naturales.

Si es cierto que las leyes son sencillamente expresiones que describen las

regularidades de la naturaleza, el realismo se niega a ver de qué manera puede ser que

un número de casos particulares sea diciente acerca de casos que no han ocurrido, y

peor aún, de casos que podrían suceder. La idea es completamente análoga a la ya

establecida por Hume: muchos casos individuales anteriores no aseguran nada acerca de

un caso siguiente. Los realistas tienen una manera un poco distinta de explicarlo, pero

en el fondo la base es la misma: ningún caso individual que se pliegue a lo que enuncia

la ley es sin embargo confirmante de la misma. No existe ningún tipo de base para la

confirmación inductiva. Es cierto que cada nuevo caso examinado puede ir

incrementando la probabilidad, en el sentido de que la tasa casos observados/casos

totales va haciéndose cada vez mayor. Sin embargo, esto de ninguna manera nos habla

sobre el siguiente caso, pues, como bien nota Dretske, “ la confirmación no es

simplemente aumentar la probabilidad de que una hipótesis sea verdad, es aumentar la

38

probabilidad de que los casos restantes se asemejen (en el aspecto relevante) a los casos

examinados. Es ésta probabilidad la que debe ser aumentada para que ocurra

confirmación genuina (y para que la hipótesis confirmada sea útil en predicción), y es

precisamente esta probabilidad la que se deja inafectada por la “ evidencia”

instancial… ” (1977, p.258).

Dretske tiene razón y de hecho Hume mismo lo sabía: justamente en esto se basa

el círculo que puso en evidencia este autor empirista algunos siglos atrás. La inducción

como base fundamental de las leyes no funciona, pues al asumir el principio de

uniformidad de la naturaleza, termina usándose a sí misma para justificarse,

convirtiéndose así en una petición de principio. Por eso, cabe dudar sobre si esta crítica

resquebraja en algún sentido la estructura positivista de la ley. Los reparos de realistas

como Dretske son plenamente válidos, pero lo cierto es que los proponentes de la ley

positivista como ha sido descrita en esta disertación aceptan completamente esta

opinión: precisamente en este sentido es que las leyes sólo pueden ser descripciones de

regularidad y por eso es que su capacidad predictiva la asumimos nosotros cuando la

utilizamos con tales fines, aunque verdaderamente en el fondo, por razones descubiertas

por el mismo Hume, no estemos justificados filosóficamente para hacerlo. Por eso, al

positivismo no le preocuparía tal perspectiva: él mismo parte de ella.

Ahora bien, lo que sucede con esta crítica es que aun cuando los positivistas la

acepten, parece implicar que habría otra manera distinta de comprender las leyes. Bajo

tal nuevo enfoque, las leyes podrían ser predictivas y sustentadoras de contrafácticos,

ahora sí en un sentido definitivo y verdadero. Es aquí donde vuelve a jugar un papel el

realismo: bajo sus principales directrices ideológicas, que implican la existencia de

universales, se pondría fin al problema y se permitiría que las leyes cumplieran con ese

papel que la ciencia anhela para ellas. Sin embargo, habría que dejar de lado a las

regularidades como fundamento de los enunciados de ley (puesto que ellas no

solucionan el círculo vicioso de la inducción), y recurrir a lo que Dretske (1977, p. 263)

llama un ascenso ontológico.

El ascenso de Dretske consiste en lo siguiente: en lugar de hablar de la extensión

de los términos involucrados dentro de la ley, se asciende a un plano más allá de lo

particular hacia el de las propiedades universales en sí mismas. Mientras que la

caracterización basada en la regularidad asume que las leyes están hablando de un grupo

de individuos, de la extensión de los términos en la ley, el ascenso ontológico realista

dejaría de lado a los individuos para concentrarse en los términos generales a los que la

39

ley alude. Tomemos como ejemplo a la ley L =“ Todos los metales se expanden cuando

se calientan” . De acuerdo con la perspectiva positivista, L hablaría de todos los

individuos que cumplen con ser metales y les asignaría a todos el expandirse con el

calor. Para un realista en cambio, y debido al ascenso ontológico, L debería empezar a

hablar ya no de los individuos sino de la expansión con el calor y de la “ metaleidad” , si

así llamáramos a la propiedad de ser metal. Por lo tanto, se tienen ya dos enfoques

completamente diferentes: el positivista y el realista. El primero habla de individuos y

por lo tanto es incapaz de zafarse del círculo inductivo señalado por David Hume. Si las

leyes son enunciados de regularidad, están destinadas a fallar puesto que siendo

afirmaciones que hablan estrictamente de extensiones que sus términos de hecho tienen,

no logran dar cuenta de los casos futuros o los posibles (que por el momento no caen

bajo dichas extensiones). El realista en cambio, se refiere a las propiedades,

convirtiendo a la ley en una relación entre universales, por lo cual L será entonces

“ Metaleidad implica Expansión con el calor” .

Existe también un punto adicional al que se dirige la crítica de los realistas: para ellos la

ley en su expresión positivista no cumple con una de las condiciones que el positivismo

mismo le exige, a saber, la capacidad explicativa. Según el realismo, una ley no logra

(como lo quisiera Hempel) explicar sus casos. En palabras de Dretske,

… no se puede hacer que una generalización, ni siquiera una generalización puramente universal, explique sus instancias. El hecho de que toda F sea G falla en explicar por qué cualquier F es G, y falla en explicarlo, no sólo porque sus esfuerzos explicativos son demasiado débiles para atraer nuestra atención, sino porque el intento explicativo nunca es siquiera hecho. El hecho de que todos los hombres sean mortales no explica por que usted o yo somos mortales; dice (en el sentido de que implica) que somos mortales, pero ni siquiera sugiere por qué esto puede ser así. (Dretske, 1977, p. 262)

Sucede pues, que la ley entendida desde una perspectiva positivista no logra cumplir

cuatro de los cinco requisitos que el mismo positivismo le exige que cumpla y por lo

tanto ninguna ley puede realmente caber en el modelo de esta corriente. De esta forma,

el realista termina poniendo de presente dos problemas generales del modelo positivista

de ley: por un lado, su imposibilidad de superar el círculo inductivo, y a raíz de eso su

incapacidad de sustentar contrafácticos o de predecir; por el otro lado, la inefectividad

del modelo positivista en cumplir su propio requisito de poder explicativo. ¿Existe

algún tipo de respuesta a estas dos dificultades?

40

En primer lugar, es posible demostrar que la posición realista planteada como

alternativa tampoco logra superar los problemas a los que ella misma alude, y si bien es

cierto que la falla del realismo no implica el éxito del positivismo (por lo que habrá

también que responder desde el punto de vista positivista), es importante ver por qué la

relación entre universales no soluciona los problemas. Es cierto que como la ley en el

modelo realista no habla ya de individuos, y por lo tanto no habla de casos, a ésta le es

innecesario afrontar el problema de la inducción. Sin embargo, la salida no resulta tan

efectiva. Como se vio en la sección inmediatamente anterior, lo que está haciendo el

realista es trasladar el problema al nuevo plano al que “ ascendió ontológicamente” en

lugar de eliminarlo del todo. Si la posición de Dretske se dirige a la incapacidad de la

ley positivista de dar cuenta de sus instancias, y si él mismo está de acuerdo con que el

poder autoexplicativo es fundamental dentro de la definición de ley, la propuesta que

plantea se queda corta en este aspecto. Así, concediéndole por el momento que una ley

basada en regularidades no logra dar cuenta de sus instancias y por lo tanto no se

explica, la suya resulta una opción igualmente insatisfactoria en cuanto a

autoexplicación. Es cierto que la relación entre universales da cuenta de la relación

entre particulares que la ley establece. Sin embargo, como vimos en la sección anterior,

¿qué da cuenta de la relación entre universales? La pregunta es válida en tanto que,

como se vio, si por un lado se opta por universales que expliquen universales, se podría

caer en una regresión ad infinitum. Si, por el otro lado, se dijera que la relación entre

universales es irreducible, la filosofía se estaría cargando ontológicamente de manera

innecesaria.

Existe también una manera de replicar a la crítica realista de una manera ya no

destructiva del opositor, sino defensora de la posición propia. Realistas como

Armstrong y Dretske se preguntan de dónde sale el aclamado poder explicativo del

modelo positivista de ley. En primer lugar, la cita anterior de Dretske (en un tono

bastante irónico) dice que un enunciado de tipo universal no tiene ninguna manera de

explicar sus instancias. Para él, explicar no puede ser solamente decir (en el sentido de

implicar, como él lo anota). Sin embargo, la cita anterior de Dretske, aunque parece una

objeción a la noción de ley en el positivismo, es realmente una objeción a la noción de

explicación. Así, aunque la explicación es un tema amplio de investigación del

positivismo lógico, lo cierto es que para efectos de la caracterización positivista de las

leyes la crítica presentada en dicha cita no es tan destructiva, en la medida en que el

poder explicativo que el positivismo reclama para sus leyes, se refiere a poder

41

explicativo precisamente en los términos en que él mismo define a la explicación.

Aunque es cierto que más adelante el modelo nomológico-deductivo fue debilitado, es

perfectamente claro que en el sentido positivista de la explicación, “ decir”, en el

sentido de “ implicar” es ya una capacidad explicativa. Si la definición positivista de ley

incluye la condición de que la ley debe ser explicativa en el sentido positivista, poco

importa ya de qué manera se opongan los críticos a la noción de explicación: la ley, por

sí sola, cumple con la exigencia básica de ser explicativa en el sentido en que le es

requerido serlo.

Ahora bien, lo que es cierto es que en todo caso el modelo de explicación

nomológico-deductivo resultó en últimas desechado, puesto que no es claro de qué

manera deducir una instancia a partir de la ley es sinónimo de explicar la instancia. Si

bien es cierto que la ley cumple el papel de premisa dentro del modelo de explicación

de Hempel, el modelo mismo fue luego rechazado y en esa medida no es claro qué pasa

con el papel explicativo de la ley en la ciencia. Por eso hay que tener en cuenta que

aunque la ley sí cumple el papel que Hempel propone dentro de su esquema de la

explicación, una vez su teoría es descartada, el positivista tiene que entrar a demostrar

cómo una ley explica, o de lo contrario es imposible mantener esta característica como

condición para que un enunciado pueda entrar en la clase de las leyes. Sin embargo,

cualquier teórico de la filosofía de la ciencia estaría de acuerdo con que la ley,

independientemente del modelo de explicación que se adopte, cumple algún tipo de

función explicativa dentro de la ciencia, hecho que incluso un realista concedería. Así

pues, aunque debe reconocerse que el modelo de explicación descrito en el primer

capítulo resulta inadecuado, no por eso las leyes pierden su carácter explicativo. De esta

manera, tanto el positivismo como su crítico realista se ven vulnerados en este punto: el

positivismo, por su lado, no da cuenta de cómo es que la ley realmente explica, pero el

realista, en este caso Dretske, debe reconocer que en todo caso la ley sí funciona para

procesos tan importantes como el de que una instancia particular pueda ser deducida

lógicamente de ella.

Adicionalmente y en relación con lo anterior, Marc Lange (1992) se encarga de

evidenciar un problema más de la crítica de Armstrong o Dretske: al exigir ellos dos

que un enunciado universal sea él mismo explicativo, desconocen características

adicionales a la universalidad en las que podría residir el poder explicativo de las leyes.

Dretske mismo se ha encargado de notar que la fórmula positivista de ley es Ley =

verdad universal + X. Sin embargo, en su crítica parece exigirle a la verdad universal,

42

desprovista de X, que sea explicativa: “ en otras palabras, buscando la fuente del

distintivo poder explicativo de los enunciados de ley, Armstrong desconoce el único

lugar donde una caracterización basada en regularidades dice que debe estar. (… ) de

aquello que es común a las leyes y a los accidentes cósmicos no puede esperarse que dé

cuenta, por sí mismo, de aquello que es distintivo de las leyes” (Lange, 1992, p. 156).

Todo esto se refiere a que, desprovista de X, la fórmula para la ley es igual a “ verdad

universal” y por lo tanto a cualquier accidentalidad cósmica, utilizando los términos de

Lange. Quizás el poder explicativo de las leyes resida precisamente en esa X que los

realistas se obstinan por desconocer: cualquier positivista sabe que una verdad universal

por sí sola no explica, y precisamente por eso es que no cualquier verdad de este tipo es

ascendida a ley.

La crítica a la incapacidad del positivismo de cumplir sus propios requisitos

resulta entonces menos efectiva de lo que en un principio parecía ser. Mientras que el

aspecto de la imposibilidad de soporte de predicciones y contrafácticos es solucionado

en la medida en que justamente las razones en las que está fundamentada la crítica son

las bases mismas de la noción positivista, el aspecto del poder explicativo resulta

siendo un problema de la definición de la explicación y ya no de la noción de ley en sí

misma. Por un lado, hay que tener siempre en mente que la definición de ley parte

precisamente de la resignación característica de la corriente positivista a la

imposibilidad de salir del círculo señalado por Hume en referencia al método inductivo.

De esta forma, es inútil atacar por ese lado a la noción de ley del positivismo, puesto

que la definición nunca pretendió darle solución alguna a tal problema. Los humeanos

del siglo XX tampoco creen que la inducción sea sostenible; por eso, a la capacidad de

sustento de contrafácticos y de predicción no se la puede ya considerar como algo

propio de la ley considerada aisladamente e independientemente del resto de la ciencia.

Precisamente debido al carácter fundamentalmente relacional de las leyes con el resto

de enunciados de la teoría, tales capacidades no se encuentran ya en ellas vistas como

enunciados aislados. Ahora tales propiedades dependen justamente de su manera de

encajar unas leyes con otras, cosa que termina dependiendo del uso que dentro de la

ciencia se les haya dado.

Por otro lado, la capacidad de explicación requiere de una crítica dirigida ya no

a las leyes, sino a la noción misma de explicación: la teoría positivista de las leyes no

está indisolublemente ligada a una teoría de la explicación particular. Dada ya la

diferenciación entre los enunciados que tienen el poder de explicar y los que no, el

43

filósofo debe restringirse a determinar si las leyes se pliegan o no a tal condición. Una

crítica a la noción positivista de explicación sería ya un tema ajeno a esta discusión. Sin

embargo, aún teniendo en cuenta que el modelo nomológico-deductivo es de hecho

insuficiente, lo único que en realidad necesitaría la noción positivista de ley sería que el

realista concediera que la explicación siempre requiere de una ley. Y no es difícil que

cualquier filósofo en últimas admita que para explicar, a la ciencia le resulta necesario

remitirse de alguna manera a una ley de la naturaleza.

Antes de evaluar el impacto de la crítica realista en la definición positivista de ley,

analizaremos—en el próximo capítulo—las críticas dirigidas hacia sus posibles

inconsistencias internas. Una vez tengamos un panorama general de todas las objeciones

que se le pueden hacer a dicha definición, podremos evaluar si los positivistas lógicos

poseen las herramientas necesarias para responderlas.

44

CAPÍTULO 3

El problema de las condiciones implícitas en el enunciado de ley

El mayor problema interno al que se enfrenta la noción de ley como enunciado de

regularidad tiene que ver con el antecedente de ese condicional que determinó el

positivismo como expresión de la universalidad del mismo. Así, el presente capítulo se

centra en el análisis de aquellas condiciones implícitas para que el condicional material

que expresa la ley se cumpla. En primer lugar, entonces, se analizará el problema de los

provisos, para terminar con el análisis de la crítica que hacen Nancy Cartwright y

Ronald Giere.

3.1 El problema de los provisos

Como se hizo claro en el capítulo anterior, la expresión básica de un enunciado de ley a

través de la lógica formal sigue el modelo “ Si A, entonces B” , con todos los problemas

de falta de precisión que los humeanos mismos saben que esta formulación trae

consigo. Sin embargo (y de esto también es consciente el positivismo), la formulación

misma planteada en tales términos no es exacta en cuanto a que no expresa con

propiedad lo que los positivistas realmente quieren decir. En realidad, para que la

expresión sea completa y logre capturar a cabalidad aquello que a partir de Hume se

concibe como ley, efectivamente tendría que incluir un dato informativo adicional: las

condiciones bajo las cuales el condicional anterior se cumple. De esta manera, lo que en

principio era una formulación simple “ si A, entonces B” , debe transformarse

necesariamente en un “ si A, entonces B, bajo determinadas condiciones C” . Esta última

fórmula da cuenta de una característica fundamental de las leyes de la naturaleza dentro

de esta corriente filosófica: que éstas son leyes ceteris paribus. Esto equivale a decir

que se cumplen bajo ciertas circunstancias específicas dadas o, en otras palabras, que

manteniéndose todo lo demás dentro de un marco definido estable, entonces si A

ocurre, se dará B. Así, además de que la ley se refiere a una clase de objetos y a una

propiedad o comportamiento que se les asigna a los miembros de dicha clase, resulta

que habla también de ciertas condiciones tácitas que en todo caso deben ser cumplidas.

Es aquí en donde yace un enorme problema: ¿puede una ley realmente incluir y dar

cuenta de esas condiciones tácitas? El gran obstáculo que pone este problema de los

provisos es que cuestiona hasta qué punto puede una ley abarcar un número a veces

indefinido de condiciones tácitas que se deben cumplir para que ella misma sea válida.

45

No es clara la manera en que los enunciados que son considerados leyes de la ciencia

pretenden cubrir tales condiciones sin mencionarlas de manera expresa.

Irónicamente, el problema de los provisos fue considerado en primer lugar por

Hempel. Como escribe Ronald Giere sobre Hempel en su artículo “ Laws, Theories and

Generalizations” , “ su meta siempre ha sido fortalecer su posición filosófica básica,

pero tal honestidad intelectual puede llevar a problemas que de hecho socaven la propia

posición” (1988, p.38). Lo que le sucede a Hempel es exactamente eso: en un intento

por darle mayor solidez a su propia teoría de las leyes, y mientras repasa las

implicaciones de la misma, se topa con el problema de aquellas condiciones tácitas que

supuestamente determinan si el condicional legal de hecho ha de cumplirse o no. Y sin

quererlo, uno de los teóricos más importantes del positivismo humeano, en cuanto a las

leyes se refiere, acaba planteando uno de los mayores obstáculos a los que se enfrenta

su corriente filosófica.

Como hemos visto, a pesar de ser la verdad una característica fundamental de

las leyes en el modelo que de ellas elabora el positivismo, no es ésta una verdad estricta

en el sentido en que tradicionalmente se la considera: para este momento, la verdad de

los enunciados de ley obedece a una teoría coherentista que se muestra flexible ante la

posibilidad de refutación de los enunciados. Sin embargo, el problema de los provisos

planteado por Hempel lleva esta flexibilidad a extremos ya indeseables aun para el más

tolerante de los positivitas: ya no se trata simplemente de que la verdad de las leyes no

sea estricta, sino que de hecho los enunciados de ley podrían llegar a ser no ajustarse

empíricamente a lo que sucede en la realidad. En la medida en que existen ciertas

condiciones bajo las cuales se cumplen los enunciados de ley, pero siendo estas

condiciones sobreentendidas y jamás postuladas dentro del enunciado, la ley podría

llegar a ser falsa porque habría varias situaciones en las que, por no cumplirse las

condiciones, no se daría el consecuente del condicional, a pesar de ser verdadero el

antecedente. Así, si la ley no es explícita acerca de los provisos, en los casos en los que

las condiciones no se dieran, el condicional simple mentiría, porque estrictamente

hablando lo que expresa es que siempre que A ocurra, se dará B.

Para Hempel, su descubrimiento de los provisos representa un verdadero

problema: si a la ley se le diera ahora la responsabilidad de aclarar todos y cada uno de

los provisos implícitos, sería imposible dar con una verdadera ley, pues la mayoría de

las veces la lista sería indefinida. Por otro lado, incluso si se lograra explicitar dentro de

la fórmula universal la totalidad de los provisos implicados, se correría el riesgo de

46

trivializar a la ley. El primero de los casos nos pone ante el problema de no poder nunca

enunciar adecuadamente una ley, pues nos sería imposible abarcar dentro de un solo

enunciado la infinidad de condiciones que han de cumplirse para que el condicional sea

verdadero. El segundo, suponiendo que de hecho se pudiera incluir la totalidad de los

provisos, nos alerta acerca de la posibilidad de convertir a las leyes en enunciados

vacíos: si el enunciado va a ser de forma “ si A entonces B, dado C, D, E, F, G, H….” ,

podríamos estar trivializando a la ley, afirmando simplemente que el condicional “ si A

entonces B” se cumple sólo en las condiciones en las que se cumple el condicional “ si

A entonces B” : podría cualquier persona construir entonces provisos a su antojo para

que la ley satisficiera el requisito de verdad. Esto aterra al positivismo humeano y a la

vez suscita las más profundas críticas a su caracterización particular de las leyes de la

naturaleza.

Si la ley no contiene explícitamente a los provisos como parte de las

condiciones antecedentes, entonces la ley puede arrojar una predicción falsa en un caso

particular. Es entonces evidente que el condicional inicial, el formalmente propuesto

por el positivismo, no es necesariamente verdadero, pues su antecedente verdadero A

permite un consecuente B falso7.

Una posible solución al problema podría encontrarse si se aceptara en adición a

una lista de provisos, o en lugar de ella, una cláusula aclaradora de que no existen otros

factores que afecten la verdad del condicional universal. Sin embargo, para Hempel

esto es inadmisible: su miedo a trivializar la ley no le permite incluir tal enunciado

dentro de los antecedentes del condicional. Como nota Marc Lange, “ el estándar de

completitud de Hempel es demasiado alto. Hempel aparentemente considera completo

un enunciado de ley sólo si logra, en ausencia de cualquier conocimiento de base,

informarlo a uno de lo que se necesita para que la naturaleza obedezca la ley

correspondiente” (Lange, 1993, p. 240). Y tiene razón: en la medida en que Hempel no

acepta tal cláusula adicional, pone en evidencia el hecho de que cree que la ley por sí

sola (tácita o explícitamente) debe ser lo suficientemente aclaradora de las condiciones

necesarias para cumplirse. La ley es cargada entonces con una responsabilidad

adicional que en principio no tendría por qué tener, y que amenaza con socavar la

posición misma de Hempel, aunque quizá no la del la corriente humeana en general.

7 El anterior análisis sólo puede ser hecho de manera informal porque no existe una forma estándar de simbolizar un proviso. Cualquier simbolización lógica ya implica una decisión acerca de la naturaleza filosófica de los mismos.

47

Ahora bien, podría ser, a diferencia de lo que Hempel cree, que no esté en la ley

misma la responsabilidad de aclarar todas las suposiciones necesarias para que el

condicional sea verdadero: quizá esa sea una responsabilidad de la comunidad científica

misma y específicamente de quienes usen la ley. Como dice Lange, “ requerir que una

regla sea inteligible en ausencia de comprensión implícita de base de cómo aplicarla, no

es un criterio razonable de completitud, porque ninguna regla puede satisfacerlo”

(Lange, 1993, p. 241). A lo que se refiere este autor es al hecho innegable de que al

aplicar una ley, los científicos conocen por convención, uso o práctica, la manera en

que ella puede ser aplicada y las circunstancias precisas en las que es válido y útil

recurrir a ella. Por eso el miedo de Hempel parece no ser compatible con la definición

inicial que el positivismo en general le da a la misma: si la necesidad, verdad y

universalidad son criterios que adquieren valor en la medida en que la ley tiene también

un papel definido dentro de un cuerpo teórico sistemático, entonces en principio no

tendría por qué ser un problema que precisamente sea la posición en la que se encuentre

la ley dentro de la ciencia la que determine los provisos o circunstancias en que ella

resulta utilizable. En tal caso, serían las teorías y no los enunciados de ley el

fundamento de nuestra comprensión de la naturaleza.

Los filósofos que han basado su crítica a la concepción nómica humeana en el

problema de los provisos, proponen dejar de lado la visión de las leyes como

enunciados descriptores de regularidad. Tanto Ronald Giere (1988) como Marc Lange

(1993) terminan por concluir que el problema radica en este tipo de visión. Giere por su

lado, cree que tal vez el dominio o rango de las leyes sea demasiado grande, a partir de

lo cual su propuesta no es otra que restringir ese dominio, de manera que, a pesar de

ser pequeño, sea un campo de acción seguro para la ley. Con miras a este propósito,

Giere entonces deja de lado el uso del término ley, para pasar a utilizar el de “ hipótesis

teórica” . Tal hipótesis cumpliría el papel que hemos visto que cumplen las leyes “ y

podría ser de cualquier alcance, desde un enunciado sobre un sistema único, hasta un

enunciado sobre una potencial infinidad de sistemas” (Giere, 1988, p.41). La diferencia

entre una hipótesis del tipo que plantea Giere, y una ley a la manera en que la hemos

venido entendiendo, radica (o así lo desea el autor) en el hecho de que mientras la

última es un enunciado empírico, la primera consiste en ser más bien una definición, a

saber, la del comportamiento de un sistema determinado y la del rango al que se aplica

tal comportamiento, que resultaría siendo el sistema mismo. La idea del autor es salirse

del esquema tradicional humeano, definiendo a las leyes ya no como enunciados de

48

regularidad, sino como caracterizadoras de la estructura de un modelo teórico: ya la ley

no sería una generalización sobre todos los individuos de una clase, sino la

identificación del comportamiento de un miembro ideal de esa misma clase. Por miedo

a las excepciones a las que se someten las leyes al plegarse a una definición basada en

las regularidades, Giere se escapa a través de una nueva definición que las hace

descriptoras ya no de regularidades reales, sino de modelos ideales. El rango de las

leyes sería el sistema ideal mismo y, debido a esto, ya no la ley sino el propio modelo al

que se refiere sería responsable de indicar los provisos.

Marc Lange, en una posición un poco diferente, resulta ser un pensador opuesto

de una manera más radical a una definición de ley basada en regularidades. Lange está

de acuerdo con Giere en que el problema de los provisos es complicado, pues su

indeterminación impediría una adecuada expresión de los mismos dentro de una

fórmula lógica. Sin embargo, su solución se aleja de la propuesta por Giere: para él, no

puede ser que las leyes se sigan considerando como descriptivas (que es lo que son

dentro de la corriente humeana, en la medida en que sólo describen regularidades), sino

que debe atribuírseles un carácter de normatividad. En este sentido, la única manera en

que pueden ser definidas las leyes sería como “ especificadoras de las afirmaciones que

debemos respetar, en determinado contexto, como capaces de justificar ciertas otras

afirmaciones” (Lange, 1993, p.242). En otras palabras, la solución de Lange consiste en

afirmar que una ley es una norma que nos dice qué información entre la que ya

conocemos debe ser usada como justificadora de otra información. En este caso, a lo

que se referiría es a que la información referente a un suceso natural cualquiera es

justificable mediante algunas afirmaciones ya contenidas dentro de nuestro cuerpo

sistemático científico. Y el rol de la ley no es otro que el de reglamentar esta relación

de justificación de la nueva información por medio de conocimiento previo: el

enunciado legal se refiere a qué partes específicas de nuestro actual conocimiento son

sustentadoras del enunciado acerca de un fenómeno de la naturaleza. Así pues, la

caracterización basada en regularidades resulta insuficiente, puesto que no regula las

relaciones de nuestra información. Su nueva definición, por el contrario, deja de lado

una labor puramente narrativa de los hechos, y se adentra en el campo de lo normativo.

Ahora bien: ¿resultan estas críticas destructoras del modelo humeano? Ambas

nociones de ley parecen alternativas salvadoras de los problemas a los que se enfrenta

el positivismo. La de Giere acierta en cambiar el rango de aplicación de las leyes, pues

en la medida en que ellas son aplicables a modelos, y no a condiciones reales, parece

49

menos posible acusarlas de falsedad. La de Lange, por otra parte, al plegarse al ámbito

de lo normativo, logra atraer a esa parte de nosotros que asocia a la ley con lo

regulador: no en vano usamos un mismo concepto, “ ley” , para los enunciados de la

ciencia y para las reglas generales de los estados y las instituciones. El término mismo

tiene ya una implicación que nos arrastra hacia la regulación y hacia el deber ser.

No obstante, a pesar de las muchas virtudes de ambas alternativas, debe

mantenerse el foco sobre la pregunta ya mencionada que cuestiona acerca de qué tanto

son Lange y Giere destructores de la posición humeana. Es cierto que la noción

humeana no habla en ningún punto acerca de los modelos ideales: basada en las

regularidades de la naturaleza, la ley positivista es un enunciado acerca de individuos

reales que se han comportado de una misma manera. En este orden de ideas, es cierto

que, como dice Lange, a la ley le haría falta un carácter de normatividad, y tal carencia

representaría el punto débil que permite que los provisos se conviertan en un obstáculo

insalvable. Siendo normativa, en cambio, la ley está libre de tal problema, pues sus

usuarios ya saben cómo aplicarla en la mayoría de los casos, y la aclaración de sus

propios provisos la haría redundante. Los miembros de la comunidad científica usarían

su conocimiento previo como base para determinar en cuáles casos sirve la ley y en

cuáles no. Sin embargo, ¿en dónde reside en este caso la normatividad?

El enunciado de ley por sí solo no contiene ninguna orden ni ninguna dirección

sobre en qué momentos es adecuada la ley, y Lange aclara que el contener las

indicaciones de los provisos sobraría, pues el conocimiento de base del usuario de la ley

sería suficiente. Pero esto nos lleva entonces a concluir que el carácter de normatividad

yace precisamente en la manera en que los miembros de una comunidad cognitiva

utilizan a la ley. Así, Lange resulta no tanto un opositor de la noción positivista, sino

alguien incómodo con los términos en que ella es postulada y que por lo tanto prefiere

su propia expresión. En el fondo, sin embargo, la idea es la misma: cuando un

positivista reemplaza esa X que señala Dretske por el papel que cumplen las leyes

dentro de nuestras teorías, el papel al que está aludiendo es en sí una expresión del

carácter normativo de las leyes. En el ejemplo de la explicación nomológico-deductiva

¿qué papel cumplen las leyes sino el de relacionar conocimiento ya adquirido (las

premisas particulares) con información sobre un acontecimiento a explicarse? Y en el

caso de las predicciones, ¿no es cierto que las leyes relacionan nuestro conocimiento

anterior (esa parte de las mismas que es una generalización sobre casos anteriores) con

50

enunciados acerca de información futura que por no haber sucedido todavía, nos es

desconocida?

Tal vez a Lange le incomoda que las leyes en el sentido positivista tengan que

ver con regularidades. Sin embargo, olvida que aunque el positivismo usa a las

regularidades como base de la ley, incluye dentro de la definición de la misma muchos

otros requisitos. Así, la definición positivista no es sólo que la ley es un recuento de

regularidades: ciertamente la ley lo es, pero con las características de necesidad, verdad,

contingencia, y sobre todo con un papel muy específico dentro de nuestros campos de

conocimiento. Resulta no ser tan cierto entonces el hecho de que a la noción positivista

le haga falta un carácter de normatividad. Lo que sucede con la corriente humeana es

que le deja esta propiedad no al enunciado mismo, sino al rol que se le asigna dentro de

las teorías. No es la expresión lógica la que explícitamente da directrices sobre cómo

ser usada, sino que sus utilizadores ya saben cómo hacerlo, puesto que su conocimiento

previo les permite establecer una convención. Así pues, tanto Lange como Hempel

resultan injustificados en su aprehensión: a Hempel, Lange lo refuta aclarando que la

ley, para ser completa, no tiene que hacer una lista indefinida de provisos, puesto que el

conocimiento de base de los científicos que la usan es suficiente convención para dirigir

su uso. A Lange, por su lado, sus mismos argumentos deberían terminar por

tranquilizarlo: si él mismo está de acuerdo con que los científicos, debido a su previa

comprensión y dominio de la ciencia, saben cómo y cuándo usar la ley, entonces no

está tan lejos de lo que el positivismo postula como rol de las leyes dentro de las

teorías. El positivismo, al creer que el papel de las leyes dentro del sistema es

fundamental, y si hace parte de este papel el hecho mismo de que los científicos se lo

atribuyen porque saben cómo utilizarla en relación con el resto del conocimiento, se

pliega perfectamente al requerimiento de normatividad planteado por este autor.

Ahora bien, el caso de Giere es ya un problema de otra dimensión. Su desvío

hacia los modelos ideales constituye un dilema para quien hasta el momento se ha

dejado convencer por la noción positivista de lo que es una ley de la naturaleza. Cuando

se hace alusión a los modelos teóricos, se hace perfectamente notorio que quizá ésta sea

una salida mucho más simple para las dificultades que acechan al positivismo en la

medida en que sus leyes hablan de circunstancias y casos individuales. Los modelos

teóricos logran deshacerse del problema de los provisos precisamente porque ahora la

ley ya no tiene que ser aclaradora de los mismos: el modelo mismo es representativo de

todas las condiciones en las cuales la ley se cumple. Así, es posible que la definición de

51

ley tuviera que convertirse o bien en una de tipo positivista que además incluyera de

alguna forma los modelos de la idealidad, o bien en una posición enteramente distinta al

positivismo, que dejara de lado por completo a las regularidades y que ya se apoyara

del todo en este tipo de modelos. No obstante, para analizar estas dos alternativas con

una mayor efectividad, es de vital utilidad estudiar también la obra de Nancy

Cartwright quien, como Giere, desarrolla una argumentación en la que las leyes sólo

pueden ser entendidas como aplicables a rangos muy restringidos, compuestos

simplemente de los sistemas teóricos ideales.

3.2. La crítica de Cartwright a cualquier noción “fundamentalista” de la ley

Al menos en lo que a lo nómico se refiere, Nancy Cartwright resulta una completa

anarquista, fundamentalmente porque le incomoda que la filosofía desconozca el

inmenso número de excepciones a las leyes. Esta pensadora se opone no solamente a la

teoría positivista humeana, sino a cualquier otra que se desentienda de los provisos,

aunque ella misma no usa el término específico. En un tono completamente

despreciativo hacia lo que la autora denomina “ fundamentalismo” , sus obras cuestionan

todo punto de vista filosófico que implique para sus leyes un cumplimiento estricto en

todos los casos. ¿Por qué hemos de creer que las leyes lo gobiernan todo? ¿Por qué

creer que podemos determinar todas las condiciones en las que una ley se cumple? ¿Por

qué no creer que algunos eventos ocurren azarosamente y sin razón alguna?

Las preguntas provocadoras de Cartwright preocupan a la filosofía en general,

puesto que se dirigen a uno de los puntos a los que a la filosofía le ha costado más

trabajo superar: la presuposición que toda teoría hace de la causalidad. Si bien es cierto

que Hume intenta una refutación de la misma, refutación que no constituye un tema

directo de la presente investigación8, es cierto también que toda la filosofía (incluido el

positivismo heredero de este empirista) se comporta como si asumiera que cada cosa

tiene una causa. Por eso, las preguntas de Cartwright tocan un punto álgido del debate

filosófico: ¿qué es lo que no nos permite pensar que algo no tenga una causa

específica? ¿Por qué tiene que ser necesario que todo sea producto de un proceso

causal? El ataque a la causalidad resulta entonces de primera importancia dentro de la

8 En términos generales, la refutación a la causalidad por parte de Hume es como sigue: dos cosas que puedo concebir separadamente son distintas e independientes la una de la otra. Puedo concebir una cosa sin necesidad de concebir su causa, por lo tanto las cosas son lógicamente independientes de su causa.

52

discusión acerca de las leyes9, pues cuando asumimos que ellas lo gobiernan todo, lo

que asumimos (sin ser conscientes de ello) es que todo tiene una causa. En esta medida,

el término “ fundamentalismo” al que se opone Cartwright no se refiere a otra cosa que

a esa tendencia que tenemos de creer que las leyes son definitivas en todas las

situaciones y que una vez postuladas no existe manera de que no se cumplan.

Basándose en casos reales, la autora de How the Laws of Physics Lie (1983) y

de “ Fundamentalism vs. the Patchwork of Laws” (1994) nota que muchas veces los

fenómenos naturales se alejan de los resultados que la ciencia predice según las

circunstancias iniciales. A pesar de centenares de fórmulas físicas que pretenden

describir el mundo e intentan aproximarse con exactitud a la realidad, la naturaleza

pocas veces se ajusta a lo que tales ecuaciones proponen como comportamiento natural

a esperarse. En efecto, como ya lo ha notado Giere, resulta que todas las leyes físicas y

de la ciencia en general son predictivas únicamente en los casos cuyas variables están

controladas en su totalidad, en aquellos casos experimentales controlados cuyas

características son perfectamente determinadas de antemano por el científico. En este

sentido, Cartwright se adhiere a la opinión de Giere: en lugar de ser enunciados

descriptores de las regularidades del mundo, las leyes son en cambio descriptoras de

modelos ideales trazados en su totalidad por el científico.

La base esencial de la concepción de las leyes para Cartwright yace en su

opinión de que ninguna definición de ley puede ignorar su carácter de ceteris paribus.

Ella misma utiliza el ejemplo de la ley de fuerza de Newton, a saber, Fuerza = Masa *

Aceleración:

La mayoría de nosotros, criados dentro del canon fundamentalista, lee esto con un cuantificador universal en frente: para cualquier cuerpo, en cualquier situación, la aceleración que lleve será igual a la fuerza ejercida en él en esa situación, dividida por su masa inercial. Yo quiero leerla, en cambio, como creo que de hecho deberíamos leer a todos los [enunciados] nomológicos, como una ley ceteris paribus: para cualquier cuerpo en cualquier situación, si nada interfiere, su aceleración será

9 Es evidente que a través de esta investigación se ha hecho muy poca referencia al tema de la causalidad y de las leyes causales. Si bien es cierto que la filosofía (incluido el positivismo) hace muchas veces distinciones entre leyes causales y no causales, la pregunta del presente trabajo no requiere de tales especificidades. La principal razón de esta innecesidad tiene que ver con el hecho de que, para Hume, nuestra noción de causalidad no es otra cosa que una habitualidad a observar eventos de manera contigua espacio-temporalmente, y así, el de causalidad es un concepto reducible y equivalente al de regularidad. Por lo tanto, al referirnos a las leyes humeanas como expresiones de regularidad, se hace evidente que todas las leyes (de cierta manera) tienen rasgos de causalidad. En esta medida, la crítica de Cartwright a la causalidad se convierte en un obstáculo aun más evidente del positivismo humeano: siendo la causalidad la mismísima regularidad, es de vital importancia que la corriente humeana se enfrente a una objeción a ella.

53

igual a la fuerza ejercida en él dividida por su masa. (Cartwright, 1994, p.282)

Como los demás pensadores, Cartwright también es consciente de que los provisos son

causantes de excepciones en las leyes. Sin embargo, para ella el problema debe ser

tomado mucho más en serio: no es que algunas veces, algunas circunstancias

específicas hagan que un cierto caso no se dé. Por el contrario, resulta que la mayoría

de las veces las circunstancias externas influyen en las condiciones iniciales del

condicional universal que constituye a la ley. Por eso, de las leyes no se puede decir

con propiedad (según esta autora) que sean verdaderas, puesto que en la mayoría de los

casos ni siquiera lo son10. Algunas veces, los resultados reales se desvían sólo un poco

de lo predicho por la ley, pero muchas otras el error es de dimensiones bastante

mayores de lo que los científicos quisieran. Así, los únicos ambientes en donde las

leyes se cumplen con estricto rigor son los laboratorios, en donde el experimentador

puede tener controladas las variables, de manera que no existan causas adicionales

influyentes. De esta manera, ¿en qué sentido podría decirse de una ley como enunciado

de regularidad que es verdadera si la mayoría de los casos reales y de la vida cotidiana

suelen oponerse (o en el mejor de los casos desviarse) a ella?

El punto de Cartwright es de la mayor seriedad. No es que esta pensadora se

oponga caprichosamente a las leyes, pues de hecho en sus escritos es claro que a ella

también le parecen útiles e indispensables dentro del cuerpo de la ciencia. Lo que

pretenden sus argumentos es un ataque a los que ella considera mitos innecesarios

acerca de lo nómico. Principalmente y en relación con el problema de los provisos, lo

que más le incomoda es aquella característica de verdad de las leyes: Cartwright es

honesta en su afirmación de no encontrar ninguna razón que argumente en favor de que

las leyes sean verdaderas. Su punto es que ser verdaderas no es tan determinante: el que

no lo sean no les quita ni les pone nada y en cambio hace, según ella, que la teoría de

las leyes se ajuste a una realidad en la que las leyes están siendo violadas

constantemente.

El ejemplo utilizado por la autora es lo suficientemente diciente: supóngase un

billete arrugado, liberado en un momento cualquiera en un parque de una ciudad en el

10 De hecho, la ley de Newton utilizada como ejemplo no se cumple en ningún caso, debido a la condición inicial que esta ley presupone. La fuerza de un cuerpo es igual a su masa por su aceleración solamente cuando se cumple el proviso de que no haya ninguna otra fuerza actuando sobre el cuerpo. Sin embargo, no existe absolutamente ningún objeto sobre el cual las fuerzas gravitacionales de los demás cuerpos del universo no ejerzan alguna influencia, por mínima que ella sea.

54

que hay ciertas corrientes de viento. ¿Podemos saber en dónde caerá? (Cartwright,

1994, p.283) Es cierto que la física tiene una cantidad de leyes aplicables a objetos

cayendo, pero ciertamente, a un físico le será imposible dar cuenta de cada curvatura y

doblez de ese billete arrugado o de la forma en que las diferentes corrientes de viento

pegarán en cada uno de esos planos irregularmente posicionados. En resumen, será

imposible construir un modelo riguroso de tal situación, y por lo tanto quizá ni el mejor

físico podrá predecir el punto exacto en que ese billete específico habrá de caer. Las

leyes resultan verdaderas, entonces, sólo en casos muy específicos en que las

circunstancias son modelables, razón por la cual es afectada también la universalidad,

siendo que la aplicabilidad de la ley no es ya para todos, sino para ciertos casos muy

particulares.

Podría argumentarse aquí que el que no se pueda modelar tal situación no

significa que ella no esté gobernada por las mismas leyes que cualquier otro objeto

liberado y en proceso de caer. Para Cartwright, sin embargo, asumir que aquí rigen las

mismas leyes, constituye una petición de principio: normalmente sabemos que las leyes

rigen en determinados casos, justamente porque logran predecir el resultado de los

mismos; aquí creemos que hay leyes rigiendo sin que ningunos resultados acertados nos

lo hagan saber. Así, nuestra suposición no es otra cosa que “ otra muestra de fe

fundamentalista” (Cartwright, 1994, p. 285). O, dicho en términos del círculo inductivo

humeano: el que todas las situaciones pasadas hayan sido modelables dentro de

esquemas físicos, no significa que la siguiente vaya a serlo también.

La inferencia inductiva no es justificable: ningún caso positivo que obedezca a

lo que postula una ley es confirmador de la misma, todo debido al círculo de la

inducción señalado por Hume. Es entonces como ninguna experiencia que se ajuste a lo

demandado por un enunciado de ley argumenta en favor de la verdad y, por lo tanto, de

la universalidad de las leyes. El que las leyes sean explicativas en ciertas situaciones

sólo las hace explicativas en tales situaciones y no en todas. El que las leyes sean

verdaderas en ciertas situaciones sólo las hace verdaderas en tales situaciones y no en

todas. Más aún, el que una ley sea exitosa dentro de un dominio, sólo la hace exitosa

dentro de ese dominio y en ningún otro. De ahí que la verdad de las leyes sea, en el

mejor de los casos, sujeta a provisos y, en el caso específico de esta autora, sujeta a su

aplicabilidad restringida a un solo modelo ideal. Cuando las leyes funcionan, se debe a

que “ moldeamos las circunstancias para que se adapten a nuestro modelo. Repito: esto

no muestra que deba ser posible moldear nuestros modelos para adaptarse a todas las

55

circunstancias” (Cartwright, 1994, p.292). Así, si muchas circunstancias son reacias a

caber en algún modelo, no puede pretenderse que para todas ellas existan leyes.

¿Qué es lo que hace de la de Cartwright una crítica al positivismo? La teoría de

Cartwright resultaría, desde muchos puntos de vista, dirigida no a la noción positivista

como tal sino a la creencia general de las leyes como regentes de cualquier evento que

suceda en el universo. Sin embargo, algunas partes de ella sí aluden fundamentalmente

a la legaliformidad positivista: cuando Cartwright argumenta en contra de la verdad y

de la universalidad de las leyes, lo hace incluso contra la visión particular que los

positivistas tienen de estas nociones. Si bien es clara su oposición a la concepción

tradicional realista de tales conceptos, también es cierto que le incomoda la visión

positivista de los mismos, puesto que en todo caso los humeanos, a pesar de ser

conscientes del problema de los provisos, asumen que una vez éste es solucionado, la

ley sí se aplica a cualquier caso. Es decir, una vez resuelto el dilema de los provisos, la

ley es universal en el sentido de ser aplicable a todos los miembros de la clase de los

que se hable, y es verdadera en el sentido de que, sin haber sido refutada, en razón de

adecuarse empíricamente a las observaciones hasta ahora hechas, se espera su

cumplimiento en todos los casos en los que nada más interfiera.

A todo esto: ¿qué podría responder el positivista? Giere y Cartwright parecen

tener razón, y a sus argumentos los ayuda que incluso los humeanos saben el gran

problema que representa el hecho de que las leyes tienen un sinnúmero de excepciones.

Lo que distingue a estos últimos dos críticos es su propuesta de un referente alternativo

para las leyes, diferente a las regularidades positivistas: los modelos ideales. Si las leyes

representan modelos ideales, ya no tienen que lidiar con problemas de excepcionalidad

a la universalidad y a la verdad: se asume ya que las circunstancias reales no son

aquello a lo que la ley estrictamente se refiere. Entonces se pone en evidencia una

posible ventaja de la propuesta de Cartwright, a la que la propuesta positivista debe

poderse enfrentar.

Si bien el positivismo nómico nunca habla de modelos, es claro que las leyes

generales para cualquiera, no sólo para Nancy Cartright o Ronald Giere, hablan de

cómo habría de comportarse el mundo si las circunstancias fueran las propicias. Y el

adjetivo “ propicio” es fácilmente adaptable al concepto de idealidad: una manera de

interpretar, por ejemplo, la cláusula adicional aclaradora de que no existen otros

factores que afecten la verdad del condicional universal, sería notando que en el fondo

ésta dice que bajo ciertas condiciones ideales (en el sentido de que justamente nada

56

adicional las afecta) la ley se cumple. Así, cuando en la solución al problema de los

provisos se habla de que el científico posee un conocimiento que le permite determinar

en qué casos la ley funciona o es aplicable, realmente se dice que el científico conoce

las condiciones ideales en las cuales la ley realmente es predictiva y explicativa. En

otras palabras, no es cierto que el positivismo no crea que, en cierto sentido, las leyes

sean postulados de lo que sucedería si las circunstancias se acercaran a lo ideal, y no

fueran influidas por provisos que terminan por cambiar lo que la ley ha predicho acerca

del mundo. De esto, sin embargo, podría surgir un importante cuestionamiento: si ahora

incluso la noción de ley positivista es una que se refiere a lo ideal, ¿dónde queda la

explicación del origen de las leyes en la observación real de regularidades? Parece

haber una contradicción entre la afirmación de la ley como enunciado de regularidades

y la de la ley como enunciado de lo que sucedería en casos ideales. No obstante, la

incompatibilidad es sólo aparente: la ley es un enunciado de regularidades en la medida

en que se construye a partir de la observación de las mismas, y es un enunciado

descriptor de la idealidad puesto que de todas esas regularidades se toman solamente

esas características comunes relevantes que precisamente hacen que esos casos

obedezcan a la ley. De esta manera, el origen epistemológico de las leyes idealizadas

pueden ser las regularidades

Obviamente, el acuerdo entre la opinión de Cartwright y el positivismo

mantendría ciertas diferencias: mientras que dentro de la óptica positivista existirían

más casos semejantes a los modelos ideales, Cartwright se mantendría en la opinión de

que la idealidad sólo se da cuando las condiciones son perfectamente controladas por el

experimentador. Los humeanos, por su lado, teniendo en cuenta el poder explicativo de

las leyes y la manera en que su papel dentro de la ciencia cumple una función activa y

práctica dentro de su procedimiento, seguirían pensando que ellas son útiles para

predecir, aunque se verían obligados, como cualquiera, a admitir que en casos como el

del billete arrugado, y muchos otros de múltiples variables incontrolables y no

modelables, el poder de predicción se vería notablemente disminuido.

Ahora bien, con respecto a tales casos, la posición humeana probablemente sería

juzgada por Cartwright como fundamentalista: el positivista diría que en últimas el que

no sean modelables las circunstancias se debe a una incapacidad humana y no a que las

circunstancias en sí mismas no quepan dentro del modelo. Así, mientras que para el

positivismo el problema de las leyes de la naturaleza es epistemológico, Cartwright lo

ha convertido ahora en un problema metafísico: ¿por qué debemos creer que hay leyes

57

rigiendo todos los acontecimientos? ¿Por qué asumir que detrás de cada acontecimiento

hay una regla que lo determina? Recurrir a la experiencia en este caso sería visto

inmediatamente como la petición de principio que ya Cartwright puso en evidencia.

Sin embargo, el positivismo estaría en el fondo consciente también de la objeción: nada

nos dice que el caso inobservado, como todos los anteriores, pueda ser modelado dentro

de las fórmulas teóricas que ya posee la ciencia. Pero, como se verá más adelante, entra

entonces a jugar el factor que probablemente constituye la característica definitiva de la

noción de ley humeana: su uso. Tal vez sea por simple utilidad que se asuma (aun a

sabiendas de la injustificabilidad filosófica) que el mundo puede ser modelado y que

obedece a leyes: quizá sea esa presuposición la que dé a la ciencia un impulso en su

proceder.

3.3 Un nuevo panorama general

Las críticas a las que es sometida la noción humeana de ley construyen un diálogo a

partir del cual es posible dimensionar un nuevo panorama de la definición de ley dentro

del positivismo. El papel fundamental que juegan los autores de tales objeciones

consiste en obligar al positivismo a poner su definición a prueba para determinar qué

elementos son salvables, cuáles definitivamente no pueden mantenerse sin caer en el

absurdo y cuáles merecen una justa modificación.

La crítica realista es de fundamental importancia para evidenciar lo mucho que

puede el positivismo desafiar a la opinión común, al menos en cuanto a leyes se refiere.

Una exploración de los reparos del realismo nos hace ver lo muy realistas que podemos

llegar a ser en nuestra vida cotidiana con respecto a nociones como la de ley: es cierto

que, sin haber recurrido a la filosofía, observamos a la ley como un patrón inviolable,

de acuerdo al cual funcionan todas las cosas y contra el cual no debería poderse

presentar ninguna excepción. La ley positivista, en cambio, nos enfrenta a una nueva

manera de concebir lo legal como algo supremamente flexible y cambiante.

En primer lugar, la posición del positivismo pone de presente la inevitable

división entre dos posibles caminos: o bien adoptamos una nueva definición de la

objetividad, en la que ya no sea algo independiente de lo humano, sino que tenga que

ver con un acuerdo intersubjetivo, o bien renunciamos a las leyes, o al menos a la

posibilidad de saber cuando estamos ante alguna. Y es que el realismo no tendría

alternativa distinta a la segunda: siendo imposible, como es el caso, acceder a un plano

de universales que nos expliquen las relaciones postuladas por las leyes, y al plano

58

universal que a su vez explica a esos primeros universales, resultaría imposible para un

ser humano corriente saber en qué momento se encuentra frente a una ley. ¿Tenemos

acaso manera de saber si lo que hoy consideramos una ley no será refutada mañana? La

verdad, necesidad y universalidad absolutas del realista son conceptos que nos dejan, o

desprovistos de leyes, o con leyes a las que no tenemos manera de acceder.

El resto de la crítica, por su parte, constituye un desafío importante para la

noción de ley, sobre todo en lo que a sus fundamentos se refiere. El problema de los

provisos pone de presente el hecho de que la ley, expresada en términos puramente

lógicos y formales, no puede dar cuenta de la multiplicidad de condiciones que influyen

en su verdad o falsedad. Cuando Lange señala una posible falta de normatividad, se

obliga al positivista a admitir que, tomada solamente desde el punto de vista lógico (que

sólo da cuenta de su universalidad), la ley no logra expresar esa normatividad que en el

fondo su uso y su papel dentro de la teoría terminan dándole. Finalmente, Cartwright y

Giere declaran una alternativa perfectamente llamativa que intenta que los modelos

teóricos suplanten a las regularidades de hecho en su papel de fundamentos de las leyes

de la ciencia.

Si bien se hace un intento por demostrar que el positivismo tendría al menos

algún tipo de respuesta inicial a las objeciones a las que se ve sometido, llega ahora el

momento de evaluar qué tan completa es la propuesta positivista tal y como fue descrita

en el primer capítulo de esta investigación. Quizá las siete características básicas que la

corriente humeana atribuye en principio a la ley deban ser complementadas de alguna

forma para que sea posible responder a cabalidad a todas las posibles críticas. De esta

manera, se podría llegar a dos posibilidades: puede ser que la noción del positivismo

necesite de mayores aclaraciones y modificaciones para llegar a ser una estructura más

sólida, o puede suceder que la positivista resulte siendo simplemente una base para la

construcción de una noción de ley ya diferente, pero que utilice a la positivista como

punto de partida.

59

CAPÍTULO 4

Una evaluación de la respuesta del positivismo lógico

La caracterización positivista de las leyes como enunciados de regularidad nos ha

dejado ahora con un tipo de ley de propiedades muy específicas: como enunciado

individual aislado, la ley es de carácter necesario, universal, no-accidental, verdadero y

metafísicamente contingente. Tales cualidades, sin embargo, serían inocuas en sí

mismas si las leyes no tuvieran un papel determinado dentro de un cuerpo teórico

sistemático. Así, la ley debe ser parte esencial de cualquier explicación que se ofrezca

en la ciencia, y además debe constituirse como parte de un sistema cognitivo simple y

sólido, de la mayor coherencia interna. ¿Sobrevive esta respuesta a las críticas? Más

aún, ¿puede esta caracterización representar fielmente la manera en que el término “ ley”

es de hecho utilizado dentro del ámbito de la ciencia? Son éstas las preguntas que se

intentarán responder en este capítulo final.

Una de las razones por las cuales la caracterización positivista de las leyes de la

naturaleza despierta tanta aversión por parte de la crítica es porque desafía abiertamente

la concepción primaria de un enunciado de ley como independiente de cualquier tipo de

decisión humana y como absolutamente determinable. La noción de ley como

enunciado de regularidades depende en gran medida de la decisión que tomen los

individuos relevantes de una comunidad científica, pues las características mencionadas

más arriba dependen evidentemente de que se haga una evaluación: ¿qué es un sistema

sólido y simple? ¿Cómo se evalúa la coherencia, ahora que la verdad está directamente

asociada a ella? ¿Cuáles son los enunciados básicos aceptados?

Por otra parte, existe una segunda razón por la cual la noción positivista genera

rechazo: la esquematización de tales propiedades para un enunciado de ley pone en

evidencia el hecho indiscutible de que la línea divisoria entre lo que es ley y lo que no lo

es se hace cada vez menos clara. Hay una evidente vaguedad en la definición de los

enunciados de ley: ¿qué tan repetitivo tiene que haber sido un hecho para considerarse

ya una regularidad necesaria? Si la verdad es coherencia, ¿cómo se escoge el mejor

entre los múltiples sistemas cognitivos que, siendo distintos entre sí, pueden en todo

caso ser coherentes?

Dentro de la evaluación de la propuesta positivista de definición para el

concepto de ley natural, deben entonces ser valorados los dos aspectos que producen la

60

mayor molestia dentro de la crítica: la vaguedad de la demarcación entre los enunciados

que cumplen los requisitos para ser leyes y los que no, y la subjetividad que parece estar

ligada a la definición de la ley.

4.1 La vaguedad de la definición positivista de ley

Aunque los críticos muestran su incomodidad ante la imposibilidad que presentan las

leyes como enunciados de regularidad de admitir criterios que las definan de manera

definitiva y que marquen límites bien determinados, son los mismos positivistas quienes

desde un principio comprenden que la labor de definición concluyente de una ley es

irrealizable. Por un lado, el círculo inductivo señalado por Hume es en sí mismo un

obstáculo insalvable que desde un inicio imposibilita una definición de ley tal y como

en un principio se tiende a utilizar este tipo de enunciado: mientras que lo que se

presupone irreflexivamente cuando se utiliza una ley es que en ella se contiene lo que

necesaria e inequívocamente sucede y ha de suceder, Hume pone de presente que ésta es

una presuposición injustificable, siendo que ninguna observación puede en últimas

hablar de los casos no observados. Así, si el punto de partida de la definición es uno que

justamente impide una demarcación absoluta, la crítica no postula nada nuevo cuando

advierte que los criterios más importantes de legalidad propuestos por los positivistas

son demasiado flexibles. Los positivistas mismos son conscientes del hecho de que la

definición de ley es una tarea ardua que en últimas no va a poder ser concluida de

manera radical y estricta. Cualquiera de los teóricos positivistas de la ley natural se

muestra escéptico en sus escritos acerca de la posibilidad de encontrar un esquema

rígido y definitivo para enmarcar a aquellos enunciados que son leyes. Las palabras de

Nagel son lo suficientemente dicientes: “ La expresión “ ley de la naturaleza” es

indudablemente vaga. En consecuencia, toda explicación de su significado que

proponga una nítida demarcación entre enunciados legales y enunciados no legales debe

ser arbitraria” (1978, p.58).

A partir de las propiedades mencionadas en el capítulo primero, podría pensarse

que los positivistas aspiraban a una definición absolutamente precisa de lo que es una

ley de la naturaleza. Según vimos, el esquema de características de las leyes podría ser

expresado de manera tal que aparentemente se contara ya con los requisitos últimos para

que un enunciado sea ley. Así, los enunciados de leyes deberían en principio poseer las

cinco características mencionadas con respecto a su carácter de enunciados aislados, y a

la vez cumplir con papeles específicos dentro del cuerpo teórico sistemático. Sin

61

embargo, a pesar de que la lista cuente con siete elementos que a primera vista parecen

plenamente definitorios, lo cierto es que cada uno de ellos, por definición, resulta

flexible, de manera tal que entra a jugar el importante aspecto de subjetividad que más

adelante estudiaremos. El hecho cierto es que si bien el positivismo parece proveer a la

filosofía de un listado definitivo de criterios a partir de los cuales es posible identificar a

la ley de la naturaleza, una mirada más cuidadosa a tal lista sólo revela que por

definición, cada una de esas propiedades es absolutamente adaptable y flexible y por lo

tanto lejana de la rigidez a la que en principio se aspira.

Tómese, por ejemplo, el criterio de la simpleza y solidez del sistema del que

debe ser parte una ley de la naturaleza para ser considerada como tal. ¿Son acaso tales

cualidades de un sistema demarcables de manera completamente objetiva y

determinante? Lo mismo sucede con los demás criterios: el de verdad, por ejemplo, que

se basa en una coherencia interna de los enunciados de ley con unos enunciados básicos

acerca del mundo, depende en últimas de qué enunciados son considerados básicos.

Después de que las oraciones protocolarias fueron rechazadas como expresiones

definitivas de la realidad, ¿quién decide (y cómo) cuáles enunciados básicos expresan

los hechos? El de necesidad, por el otro lado, es un criterio que tampoco resulta

categórico en su definición: si necesidad es la propiedad que expresa esa repetición

continua y sin excepciones de los eventos en la naturaleza, ¿cómo decidir a cuáles

regularidades asignarla sin evaluar de antemano la no-accidentalidad de las mismas?

Pero la no-accidentalidad, a su vez, ¿cómo se evalúa si no es en últimas acudiendo a qué

tan necesario consideramos el enunciado? Así va sucediendo con cada uno de los

criterios: o termina dependiendo de una decisión humana, o es relativo a alguna de las

demás propiedades.

Ahora bien, existe una razón adicional por la cual los enunciados de ley según su

acepción positivista resultan vagos e indeterminables, y tiene que ver con la decisión

metafísica que yace detrás de todo el concepto positivista de la legalidad. A diferencia

del realismo, el positivismo decidió desde un principio que las leyes de la naturaleza no

están de hecho en la naturaleza, sino que son construidas a partir de las regularidades

que observamos en la misma. Así, mientras que para un realista las leyes están de hecho

y hacen parte de la naturaleza, de manera tal que simplemente deben ser descubiertas,

para un positivista las leyes son enunciados que deben ser elaborados a partir de la

observación del mundo. Por eso, la concepción positivista de lo que es una ley está

inevitablemente condenada a su vaguedad e indeterminación: son simplemente

62

relaciones que fabricamos a partir de la repetición de los particulares que observamos.

Si las leyes fueran algo que está en la naturaleza y que simplemente se descubre, su

definición podría aspirar a una mayor determinabilidad y exactitud, puesto que la labor

de definirlas se basaría en describirlas tal y como son, ya que de hecho existirían. Pero

dado que para los positivistas las leyes no están en la naturaleza como tales, y que lo

que observamos en la naturaleza son objetos particulares, las leyes son relaciones

construidas, y por lo tanto, deben irse adaptando caso por caso a esas observaciones y a

esas teorías de las que hacen parte.

La vaguedad, pues, resulta de una decisión metafísica tomada de antemano por

el positivismo acerca de lo que hay. Mientras que el realismo decide que además de los

objetos existen de hecho las relaciones entre ellos y las leyes, el positivismo decide, a

partir del empirismo, que lo que hay es aquello de lo que tenemos percepción directa a

través de la experiencia. Así, para un positivista sólo hay particulares; las relaciones y

las leyes no están realmente en el mundo sino que son abstraídas y construidas a partir

de esos particulares que en últimas son lo único que hay.

Se puede decir, entonces, que cuando la crítica pone en evidencia la vaguedad de

las leyes, no lo hace sin razón: es ésta una consecuencia directa de la manera positivista

de definirlas y de los supuestos metafísicos que yacen detrás de esta definición. Sin

embargo, el que haya vaguedad no es un problema: los positivistas mismos lo saben de

antemano y no por eso se abstienen de proponer una teoría. De hecho, ni siquiera es

cierto que los positivistas decidan hacer caso omiso de la vaguedad como si ésta fuera

un problema inevitable; lo que sucede tiene más que ver con el hecho de que la

vaguedad no es un problema en lo absoluto, y con que ésta hace parte fundamental de la

definición. De ahí que se pueda hablar de asimetría en la discusión entre el positivismo

y el realismo acerca de las leyes de la naturaleza: si la base metafísica de la que parten

es tan absolutamente opuesta, su definición de ley toma caminos diferentes y termina

definiendo incluso objetos distintos: mientras que la crítica, al hablar de ley, habla de

una entidad existente, el positivismo, al usar el término, se refiere simplemente a una

entidad teórica construida para comprender y expresar lo que realmente existe en el

mundo.

4.2 El carácter pragmático de las leyes

Es claro, pues, que un criterio absoluto de demarcación de las leyes de la naturaleza no

es algo posible desde el punto de vista positivista debido a la manera como es definida

63

la ley a partir de esta corriente filosófica. Sin embargo, en la ciencia de hecho hay leyes:

los científicos de hecho las usan y de hecho las plantean, y de esto es consciente el

positivismo. Por eso, el hecho de que la demarcación no sea definitiva y tenga un cierto

grado de flexibilidad no quiere decir que la distinción entre un enunciado de ley y una

generalización accidental no exista, porque de hecho existe: en la ciencia hay

enunciados que son leyes y enunciados que no lo son. Así, debe haber un criterio

último de acuerdo con el cual todas las propiedades esbozadas puedan ser aplicadas en

la práctica. Si el tipo de ley heredera del empirismo de Hume se define a partir de

cualidades que no permiten una demarcación absoluta y definida, tiene que encontrarse

esa condición práctica que sirve como pauta para la determinación de las leyes.

4.2.1 La utilidad como rasgo distintivo de las leyes

Algún criterio debe regir el proceso de decisión acerca de si un enunciado merece o no

el título de ley, porque de hecho en la ciencia hay generalizaciones que enuncian leyes y

generalizaciones que son solamente accidentales. Tómese, por ejemplo, un enunciado

como X = “ todos las personas en este cuarto son hijos únicos” . Incluso suponiendo que

todas las personas que han entrado en este cuarto a lo largo de la historia hayan sido

hijos únicos, ni ingenuamente ni con base en la definición positivista se podría decir que

este enunciado califica como ley. Pero entonces, ¿por qué, a pesar de ser un enunciado

universal y verdadero, X en todo caso no merece el estatus de ley de la ciencia? El

enunciado X obedece claramente al criterio inicial de estar basado en una regularidad, y

además de eso tiene forma universal, es verdadero, y es metafísicamente contingente.

También podría ser no-accidental si sustentara el contrafáctico correspondiente “ si Juan

estuviera en este cuarto, Juan sería hijo único” . Adicionalmente, según el criterio

positivista de necesidad, en el que ésta no es más que el hecho mismo de que los

sucesos se hayan repetido regularmente siempre, el enunciado podría llegarse a

considerar necesario. Sin embargo, ni estamos dispuestos a darle el adjetivo de

necesario al enunciado X, ni resulta cierto que X sustentaría el condicional contrafáctico

en mención. Se hacen evidentes dos cosas: por un lado, que los criterios positivistas por

sí mismos no son tan absolutamente determinables y definitivos, y por el otro, que debe

haber algún criterio que determine entonces en qué casos sí se aplican estas propiedades

y en qué casos no.

¿Por qué no es necesario el enunciado X? ¿Por qué no sustenta el contrafáctico

correspondiente? X no es necesario simplemente porque no es útil considerarlo como

64

tal. La utilidad de considerar necesarios a los enunciados de ley consiste en permitirle al

científico tratarlos de tal manera que se relacionen de una cierta forma específica con el

resto de la teoría. Un enunciado que conecta la localización física de una persona en un

momento dado con la estructura de su familia es un enunciado aislado que no puede ser

incorporado de manera útil a ninguna teoría. Por lo demás, si la conexión entre la

estructura familiar de una persona y su localización en un instante no es útil y por lo

tanto no es asignada, X está condenado a la accidentalidad.

Tómese ahora el enunciado Y = “ Todos los metales se expanden cuando se

calientan” . Claramente, nos encontramos ante una ley de la naturaleza. ¿Por qué?

Además de ser universal, verdadero y metafísicamente contingente, el enunciado Y

representa una regularidad que, a diferencia de la de X, sí nos parece necesaria. Por

parecernos necesaria, además, nos parece entonces que Y sustentaría un contrafáctico de

tipo “ si este material fuera un metal, se expandiría cuando se calentara” . Quizá su

necesidad (entendida en el sentido positivista) resida en el hecho de se trata de una

proposición que juega un papel fundamental dentro del cuerpo sistemático que es la

física de los materiales, por ejemplo. Podría decirse que tal enunciado encaja

perfectamente con los demás enunciados de la ciencia, de manera tal que constituyen

entre todos un sistema coherente. Sin embargo, si se observa detenidamente a X y a Y,

el criterio recién mencionado para la atribución de necesidad se queda corto: quizá X

encajaría también dentro de algún sistema cognitivo coherente.

La única manera en que es posible justificar el hecho de que Y es una ley de la

naturaleza, mientras que X es un simple enunciado universal verdadero pero no legal

yace en la utilidad. Y es un enunciado útil en la medida en que no solamente no

contradice a los demás enunciados de la física, sino que se relaciona con ellos de

manera tal que le permite al físico una mayor comprensión del mundo, y una mejor

posibilidad de manipulación de los materiales. X, en cambio, no tiene el mismo tipo de

utilidad. La afirmación de que todas las personas en este cuarto son hijos únicos no

interactúa con ninguna ley de la ciencia de manera tal que a partir de su combinación se

puedan deducir nuevas leyes, o el comportamiento de casos no observados. X no le

permite a ningún científico avanzar en su investigación o producir hipótesis que lleven a

nuevos descubrimientos.

La utilidad es determinante no solamente en cuanto a la necesidad. En casos

como el de la ley de fuerzas de Newton, que resulta inaplicable a la realidad debido a

que ningún cuerpo es libre de la fuerza gravitacional ejercida por los demás cuerpos del

65

universo, el científico la sigue considerando ley, a pesar de que fundamentalmente no

cumple algunos de los requisitos exigidos: estrictamente hablando, no es verdadera ni

necesaria (puesto que no existe ningún caso real que la cumpla). Sin embargo, llamarla

ley implica atribuirle esas características, cosa que sólo puede darse en razón de que es

un enunciado que resulta útil: hace de la mecánica un sistema sólido y simple, interactúa

de manera lógica con el resto de los enunciados de este sistema, y en últimas permite

deducir casos no observados si se combina con enunciados de circunstancias

particulares. La utilidad, pues, resulta de la mayor importancia en el proceso de

selección de las leyes de la naturaleza. Si bien el marco de características esenciales es

un descriptor fiel de las leyes de la naturaleza, sólo puede serlo en la medida en que

cada una de esas propiedades le es asignable a un enunciado con base en la utilidad que

tenga el hacerlo.

Mientras la utilidad se constituye de esta manera como el criterio último sobre el

cual se basa el calificativo de ley, puede entonces comprenderse por qué las leyes

naturales ocupan desde el siglo XX un lugar completamente diferente al que se espera.

Si bien de las leyes se espera que sean irrefutables, ciertas para siempre, y de verdad y

necesidad absoluta, lo que de hecho sucede es que muchas veces son rebatidas y

revaluadas, y en muchas ocasiones reemplazadas con otras nuevas. La utilidad explica

este fenómeno: las leyes son leyes de la ciencia mientras que sea útil considerarlas como

tales; en el momento en el que las circunstancias y las observaciones han cambiado y ya

no se ajustan a lo descrito por la ley, el enunciado ya no es útil como tal, y debe ser

desechado, de forma tal que la ciencia pueda adaptar su cuerpo cognitivo a las

observaciones de manera más adecuada11.

4.2.2 El uso como rasgo distintivo de las leyes

Se ha visto que los positivistas están de acuerdo en la imposibilidad de una definición

rigurosa de la ley natural. En la cita mencionada más arriba, Nagel se refería a una cierta

arbitrariedad involucrada en la decisión acerca de si un enunciado era o no una ley. Tal

arbitrariedad es en este momento más comprensible, en tanto que vistos ya los criterios

que debe satisfacer la ley, es claro que ellos mismos no permiten una delineación total

11 Esta actitud hacia las leyes concuerda perfectamente con el giro que más adelante dio la filosofía de la ciencia a partir de la obra de filósofos como Thomas Kuhn, quien analizó el desarrollo de la ciencia desde un punto de vista histórico y sociológico.

66

de sus propios límites. Lo único que finalmente fundamenta la legalidad de un

enunciado es la utilidad del mismo dentro del cuerpo teórico que constituye la ciencia.

Ahora bien, ¿puede el observador no científico determinar si un enunciado de la

ciencia es o no una ley de la naturaleza? Es posible que para un científico sea sencillo y

natural determinar qué tan útil resulta un enunciado cualquiera dentro de un cuerpo

teórico que él mismo conoce y maneja a la perfección. El físico sabrá perfectamente

cuáles enunciados son leyes dentro del sistema cognitivo en el que se mueve, como

también lo sabrán el químico y el biólogo en sus áreas especializadas. Pero lo cierto es

que los enunciados de ley deberían ser distintivos en sí mismos para cualquiera y no

sólo para el físico especializado en el área: ¿de qué manera lograr tal legaliformidad tan

autoevidente?

A la caracterización humeana de las leyes le falta una característica esencial para

constituir un retrato fiel no sólo de las leyes en sí mismas, sino de la manera en que son

utilizadas dentro de los ámbitos científicos. Si la meta propuesta de la definición

positivista de las leyes pretende representar de manera precisa a las leyes y al papel que

cumplen dentro del conocimiento, no es suficiente caracterizarlas como enunciados

aislados ni como enunciados con cierta posición privilegiada dentro de un cuerpo

teórico. Hay un factor que quizá sea el más importante y que no puede dejarse de lado

en la investigación sobre las leyes de la naturaleza, porque finalmente será éste el único

en el que finalmente se logrará el acuerdo más cercano a la unanimidad: se trata del uso

que se le da a la ley, del papel que juega en el quehacer de quien la utiliza y, finalmente,

de la actitud con la que es asumida y utilizada. Mientras no se le dé un lugar al uso de la

ley y a la actitud que yace detrás de ese uso, ni la más detallada justificación o

caracterización logra dar cuenta de por qué las leyes tienen ese estatus tan especial que

se les da.

Siendo tan distinta nuestra manera de tratar a las leyes y a las generalizaciones

accidentales, no estaba equivocado Ayer al sugerir que “ la diferencia entre nuestros dos

tipos de generalización yace no tanto en el lado de qué hechos la hacen verdadera o

falsa, como en la actitud de aquellos que las proponen” (Ayer, 1956, p.162). Las

características delineadas en el primer capítulo de esta investigación son, entonces,

condiciones necesarias pero no suficientes para determinar a un enunciado como ley: la

actitud tanto de quien propone a la ley de la naturaleza como de quien finalmente la usa

es definitiva en el estatus del enunciado dentro de la ciencia. La noción, pues, no puede

ser explicada sin hacerse alusión a esa actitud con la que se trata a las leyes, y que no es

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otra que la de darlas por ciertas, creer firmemente en ellas mientras no sean refutadas, a

pesar de que racionalmente no estemos plenamente justificados para hacerlo. No puede

ser ignorada la particular forma en que las leyes son enunciados a los que respetamos y

en los que confiamos con una mayor fe que en los demás. En ese sentido, Cartwright

tenía toda la razón: en cuanto a las leyes, somos fundamentalistas.

4.4. Fundamentalismo nómico

Somos fundamentalistas porque damos por sentado que las leyes se cumplen universal y

necesariamente, y porque además asumimos que detrás de cada hecho en el mundo hay

una ley regente que lo regula y determina. Nuestra firme convicción al utilizar las leyes,

y esto incluye a los positivistas, no puede ser descrita de forma distinta a

fundamentalista: no hay nada que nos asegure su omnipresencia más allá de una cierta

fe que en ellas tenemos. La ley, bien como relación entre universales, o bien como

enunciado de regularidad, no tiene un fundamento filosófico último inamovible,

permanente y evidente: de cualquier manera, es difícil saber cuándo realmente se está

ante una, y por eso en nuestros enunciados de ley está implicado un tipo de convicción

que sólo se asemeja a la fe.

Las características de la ley les son atribuidas a los enunciados de acuerdo al

grado de utilidad que tenga el darles un rango especial dentro del cuerpo sistemático de

enunciados científicos. Sin embargo, la explicación de todas estas propiedades depende

finalmente de esa actitud con la que tratamos a los enunciados de ley: como si, a pesar

de ser necesarios, universales y verdaderos en un sentido no absoluto, fueran seguros y

ciertos. Esto no quiere decir que entonces haya que definir a la ley en términos de tal

actitud; quiere decir solamente que, en tanto que las características de la ley son

condiciones necesarias, pero no suficientes, para que un enunciado clasifique como tal,

la distinción entre generalizaciones accidentales y leyes debe explicarse, en últimas,

mediante esa diferencia en la actitud que frente a ellas se toma. Frente a las primeras,

somos indiferentes e incrédulos; frente a las segundas, fundamentalistas.

Para Cartwright el fundamentalismo es un problema: caemos en un círculo

cuando asumimos que hay leyes detrás de cada hecho de la naturaleza. Sin embargo,

hay fundamentalismo por todas partes: es inevitable. El mismo hecho de planear

nuestras vidas, o incluso nuestro día, se basa en la firme convicción de que el mundo

está regido por leyes. Así, si es válido para el ser humano corriente ser fundamentalista

en cuanto a la existencia de estas leyes, ¿por qué no es válido para el científico asumir

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que la naturaleza puede ser explicada por medio de enunciados de ley? El sentido

común nos exige, pues, una cierta actitud de seguridad frente a lo que proponen los

enunciados de leyes naturales. El fundamentalismo no puede ser visto como un

problema si es la única alternativa que tenemos, y más aún si es lo que nos permite

llevar una vida de manera coherente con experiencia fluida. Por lo demás ¿cómo puede

ser problemático eso que le permite a la ciencia avanzar en su conocimiento? Es

fundamentalista, sí, asumir que los casos no observados y que la naturaleza entera está

regida por leyes. Sin embargo, es justamente esta convicción la que permite a la ciencia

avanzar.

¿En qué se basa, por ejemplo la búsqueda de una gran teoría que unifique las

teorías de la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad? La búsqueda de la llamada

teoría de cuerdas es una muestra inconfundible de fundamentalismo: la presuposición de

que hay leyes abarcadoras que incluyen a ambas teorías es lo que para Cartwright

constituiría una petición de principio. No obstante, si la alternativa es no asumir que hay

tales leyes, ¿cuál será el incentivo para continuar la búsqueda? Está bien saber que se es

fundamentalista. Pero pretender evitar totalmente el fundamentalismo suspendería

nuestra ciencia y nuestra vida cotidiana. ¿Es posible una actitud no fundamentalista

como la quisiera Cartwright? Y si lo fuera, ¿sería práctica o deseable? La noción de ley

del positivismo es fundamentalista, es cierto. Sin embargo, en lugar de ser un problema,

quizá sea éste uno de sus aspectos más importantes. Por lo demás, el fundamentalismo

positivista no es peligroso, puesto que no es dogmático: mientras la ley no haya sido

refutada, se cree en ella de manera fundamentalista; sin embargo, la actitud hacia las

leyes incluye también el estar preparados para que en cualquier momento una nueva

observación las refute de manera que la ciencia se vea obligada a reemplazarlas.

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CONCLUSIÓN

Desde sus inicios, el conocimiento científico ha buscado representar todas aquellas

regularidades observables en la estructura y en el comportamiento de la naturaleza a

través de enunciados universales y necesarios. Como se ha visto en esta monografía,

estas dos características por sí solas no son suficientes para separar a las leyes del resto

de enunciados de la ciencia. El positivismo lógico es consciente de esta insuficiencia, y

por eso intenta encontrar las condiciones necesarias y suficientes para caracterizar a las

leyes desde el punto de vista del empirismo. Así, el intento positivista de responder a la

pregunta sobre qué es una ley de la naturaleza se constituye como una teoría que,

partiendo de las regularidades de la naturaleza misma, logra esbozar de una manera

clara y concisa las propiedades que debe tener una ley, respetando al mismo tiempo la

manera en que la ciencia misma entiende y utiliza este concepto.

La caracterización positivista de las leyes parte de aquellas propiedades que debe

tener un enunciado legal como enunciado aislado. Las primeras dos, por supuesto,

tendrán que ser las que históricamente se les ha asignado a los enunciados de leyes

científicas: la necesidad y la universalidad. Sin embargo, estas dos propiedades

aparecen ahora desprovistas de todo el carácter absoluto, e incluso teleológico que

inicialmente tenían. A partir del positivismo, lo universal y lo necesario son propiedades

directa y exclusivamente ligadas a las regularidades de hecho observadas en la

naturaleza a partir de la experiencia, y por lo tanto libres del peso metafísico del

realismo. La nueva forma de concebir tales características de las leyes conduce hacia

dos características adicionales que también carecen de carga metafísica: la no

accidentalidad y la verdad. Finalmente, las leyes según la definición positivista son

metafísicamente contingentes.

El positivismo no concibe a las leyes independientemente del cuerpo teórico al

que pertenecen. Por eso, la teoría positivista incluirá dentro de las propiedades de las

leyes el que sean parte esencial de cualquier explicación de la ciencia, y su capacidad de

encajar dentro de cuerpos teóricos simples y sólidos, entendidos éstos como los de

mayor coherencia y utilidad. Así, la caracterización de las leyes está constituida por

siete características básicas que intentan delinear de la manera más apropiada la forma

en que de hecho la ciencia plantea y usa las leyes.

La crítica, inevitable siempre en cualquier discusión filosófica, tiene un papel

fundamental en el momento de evidenciar los aspectos más importantes tanto del estatus

70

de los enunciados de ley, como de su uso, su planteamiento y su existencia. La crítica

realista, por un lado, pone en duda la objetividad de las leyes según esta nueva

definición, así como la posibilidad de una definición de ley absolutamente demarcada y

definitiva. La crítica a los aspectos internos, por el otro, plantea una discusión sobre los

provisos, y sobre el fundamentalismo implícito en la definición del positivismo lógico.

Así, las grandes preguntas alrededor de la respuesta positivista a la pregunta por las

leyes tienen que ver con su vaguedad, aparentemente inevitable, y con la imposibilidad

de desligar la definición de factores contextuales que cuestionan su objetividad y su

aplicabilidad universal.

Según la definición positivista de las leyes, la demarcación de la clase de los

enunciados de ley es ciertamente vaga. Por un lado, para un positivista las leyes son

enunciados que deben ser elaborados a partir de la observación del mundo, es decir, son

simplemente relaciones que fabricamos a partir de la repetición de los particulares que

observamos, y en el proceso de construcción debemos tomar decisiones que

inevitablemente estarán determinadas por factores pragmáticos. Por otro lado, los

criterios que en últimas determinan cuáles son las leyes de la ciencia (la utilidad y el uso

en la práctica científica) también contienen un inevitable factor subjetivo En la

explicación de la noción de ley, pues, debe entrar en juego la actitud que hacia ellas

toma la ciencia y quienes las usan. Así, a pesar de la vaguedad de los enunciados de ley,

generalmente es claro cuando un enunciado tiene tal estatus dentro de la ciencia. Nagel

dice que “ los miembros de la comunidad científica están bastante de acuerdo en lo que

respecta a la aplicación del término a una clase considerable, aunque delimitada

vagamente, de enunciados universales. Por consiguiente, hay cierta base para la

conjetura de que la predicación del rótulo, al menos en aquellos casos en los que el

consenso es indudable, está regida por el sentimiento de una diferencia en el status y la

función ‘objetivos’ de esta clase de enunciados” (1978, p. 58).

El marco positivista, pues, cumple la función de descripción de las leyes

naturales de la manera más fiel posible: es cierto que los enunciados que se consideran

de hecho leyes de la ciencia cumplen con las siete características esquematizadas en el

primer capítulo. La función de determinación de un enunciado como parte de la clase de

las leyes, por otra parte, yace más en un aspecto subjetivo (de actitud, si se quiere) de

aquellos que dentro de la ciencia lo utilizan. Es entonces como la teoría positivista de

las leyes resulta bien librada en la mayoría de sus aspectos: por un lado, logra una

descripción lo suficientemente acertada de los enunciados que de hecho ocupan el lugar

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de leyes dentro de la ciencia; por el otro, admite el hecho de que en últimas hay un

factor no racional, subjetivo, que entra en juego a la hora de determinarlas: el uso y la

utilidad.

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