QUE DIOS SE LO PAGUE

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1 QUE DIOS SE LO PAGUE segundo premio certamen de relatos Castiliscar (Zaragoza) La niña tendría unos tres años y estaba sentada en el suelo, en la acera. Iba ataviada con un vestido harapiento, la cara sucia y el pelo desgreñado, y estaba descalza. Hacía frío aquel atardecer de finales de otoño. El viento arrastraba algunas hojas secas que los árboles, plataneros en su mayoría, dejaban caer de sus cada vez más desnudas ramas. Al lado de la niña, con vestido y mandil negros, muy usados y llenos de zurcidos, y un pañuelo también negro en la cabeza, había una mujer como de 40 años, con las manos extendidas hacia adelante, pidiendo limosna. Tambien la mujer estaba descalza. Por los sitios que el pañuelo no tapaba, se le veía el pelo de un tono grisáceo, que llevaba recogido en un moño. Las ojeras, bastante acusadas, y el color de cara, pálido, le daban un aspecto triste y pobre, de verdadera necesidad. El lugar de la escena, calle Pelayo

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RELATO SOBRE LAS MISERIAS DE LA SOCIEDAD

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QUE DIOS SE LO PAGUE

segundo premio certamen de relatos Castiliscar (Zaragoza)

La niña tendría unos tres años y estaba sentada en el suelo, en

la acera. Iba ataviada con un vestido harapiento, la cara sucia y el

pelo desgreñado, y estaba descalza.

Hacía frío aquel atardecer de finales de otoño. El viento

arrastraba algunas hojas secas que los árboles, plataneros en su

mayoría, dejaban caer de sus cada vez más desnudas ramas.

Al lado de la niña, con vestido y mandil negros, muy usados y

llenos de zurcidos, y un pañuelo también negro en la cabeza, había

una mujer como de 40 años, con las manos extendidas hacia

adelante, pidiendo limosna. Tambien la mujer estaba descalza. Por

los sitios que el pañuelo no tapaba, se le veía el pelo de un tono

grisáceo, que llevaba recogido en un moño. Las ojeras, bastante

acusadas, y el color de cara, pálido, le daban un aspecto triste y

pobre, de verdadera necesidad. El lugar de la escena, calle Pelayo

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cerca de Plaza Cataluña, estaba muy concurrido ya que es una de

las zonas más transitadas de Barcelona, y nunca faltaban las buenas

gentes que echaban unas monedas encima de la manta donde

estaban sentadas la mujer y la niña.

Esta escena se podía ver varios días a la semana, tres o cuatro,

nunca dos días seguidos, desde las diez o las once de la mañana

hasta bien entrada la noche.

A eso de las nueve y media de la noche empezaron a recoger

sus escasos enseres: la manta en la que estaban sentadas, una

botella de agua casi vacía, la cajita para echar las monedas que la

gente caritativa les daba, y una bolsa de tela bastante sucia por

donde asomaba el extremo de una barra de pan. Despues de

calzarse, se encaminaron hacia el centro de Plaza Cataluña, donde

hay numerosas paradas de autobuses y se subieron en uno de ellos

con dirección a la parte alta de la ciudad. Al cabo de unos quince

minutos de viaje, la mujer, siempre con la niña en brazos, se

levantó y oprimió el botón de pedir parada.

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Cuando el autobús hubo parado, la mujer, con la niña, se apeó

y echó a andar en dirección a un grupo de casitas bajas, de pobre

apariencia. La iluminación de la calle era más bien escasa. Se

trataba de una especie de descampado, la parte trasera de un grupo

de edificios que tenían las entradas por el otro lado. Al llegar hasta

la puerta de una de estas casas, sacó de la faltriquera que llevaba

debajo del mandil, un llavero con varias llaves, y metió una en la

cerradura; la puerta se abrió, con ese ruido que hacen cuando

tienen los goznes mal ajustados o estropeados de puro viejos.

El cuadro que aparece a la vista, una vez encendida la

bombilla que proyecta su macilenta luz sobre los pobres enseres,

no puede ser más desolador: una cocina de butano con chorreones

de grasa por todas partes, una mesa de madera carcomida, y cuatro

sillas de parecida catadura a la de la mesa. En la pared, un armario

sin puertas donde se ven unos cuantos platos de metal, casi

desprovistos del baño blanco que suelen llevar, y unos vasos de

cristal.

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En una de las paredes que quedan libres hay una puerta que

comunica con un pequeño cuarto de baño. En otra, un armario

ropero bastante viejo y desvencijado, que llega casi hasta el techo.

La mujer cierra la puerta de la calle y sienta a la niña en una

de las sillas. Después empuja el armario ropero, que se desliza con

facilidad, desplazándolo lateralmente y dejando al descubierto una

pequeña puerta, la cual abre con una de las llaves del manojo que

sacó de la faltriquera. A continuación le da al interruptor de la luz,

vuelve a coger a la niña y con ella en brazos penetra en la nueva

estancia, cerrando otra vez la puertecita con llave. Tapando esta

puerta hay una gruesa cortina de color granate.

El panorama que se nos presenta ahora es bien distinto del

observado anteriormente: es una habitación cuadrada, muy amplia,

con un armario nuevo lleno de espejos. El armario cubre una de las

paredes de punta a punta. En la pared de enfrente hay una cama

grande de hierro forjado, cuyo frontal esta primorosamente

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adornado con figuras de variadas formas, donde el hierro se ha

hecho arte.

Hay también un escritorio de madera labrada y cuatro lujosas

sillas. En el techo, una gran lámpara irradia su luz por todos los

rincones de la estancia. En una de las esquinas hay un biombo o

mampara plegable, muy adornado y de hermosa factura.

Adosada a otra de las paredes hay otra cama, bastante más

pequeña que la descrita antes, pero igualmente adornada con

frontal de hierro forjado de gran mérito. Ambas camas están

cubiertas con sendas colchas de seda, bordadas, que denotan el

buen gusto y la disponibilidad económica de la dueña.

La mujer deja a la niña encima de la cama pequeña y va hacia

el cuarto de baño contiguo. Se pone frente al espejo y comienza a

quitarse el maquillaje que lleva puesto debajo de los ojos y en los

pómulos. Se lava bien con agua y jabón oloroso, y la cara

demacrada que tenía hace un momento va desapareciendo, así

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como las marcadas ojeras que le daban una expresión triste y

desnutrida.

A continuación se desata el moño y desenreda el pelo. Con

unas toallas pequeñas humedecidas, quita el tinte grisáceo que

llevaba; aparece un cabello negro que le llega hasta los hombros. Si

antes de quitarse el maquillaje y deshacer el moño, aparentaba unos

40 años, ahora la cara que devuelve el espejo, es la de una joven de

unos 25 años de rostro agraciado y expresión decidida.

Vuelve a la habitación donde ha dejado a la niña, y repite con

ella los mismos movimientos: lavado de la cara y desmaquillaje. La

cara de la niña ahora es un poco más rosada, menos pálida, pero su

semblante y su expresión siguen siendo tristes.

La mujer, que se llama Andrea, comienza a desnudarse, y a

continuación desnuda a la niña. Despues coge la ropa que ambas

llevaban puestas y la mete en un cesto de mimbre que hay dentro

del armario, en un rincón. Acto seguido coge de nuevo a la niña y,

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ya ambas desnudas, se meten en la bañera que previamente había

llenado de agua caliente.

Cuando acaban de bañarse y asearse le pone un pijama a la

pequeña. Ella se coloca un albornoz, se seca el pelo y también a la

niña. Despues, con un cepillo de mango plateado, comienza a

cepillarse lentamente el cabello. Repite la operación con la

pequeña. Cuando acaban de asearse las dos, lleva a la niña de

nuevo a la habitación y la sienta en la cama pequeña. Después abre

otra puerta y entra en una amplia cocina, equipada con los aparatos

más modernos y funcionales. Prepara la cena.

Despues de cenar las dos, Andrea coge un frasquito que está

en un cajón del armario de la cocina y saca un comprimido que

echa en un vaso de agua. Lo disuelve bien y se lo da a beber a la

niña. Luego la acuesta y acto seguido penetra en una salita

contigua, donde se acomoda en un confortable sofá, coge el mando

a distancia y se dispone a ver un rato la televisión.

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Ya hemos indicado antes que esta actividad de mendigar la

realiza en días alternos, nunca dos días seguidos. Como hoy han

“trabajado”, mañana descansarán tanto ella como su pequeña

compañera, y podrán dormir hasta muy tarde.

Al cabo de una hora de ver la tele, la joven se va a la cama,

pensando que le hace falta un buen descanso a ella y sobre todo a

la niña. Estos últimos días la pequeña está algo pachucha, y aunque

eso va bien para el negocio, pues una niña pequeña, de rostro

demacrado, llorosa y desgreñada mueve mucho más a compasión

que si estuviera sana y de aspecto lozano, sin embargo no conviene

abusar, pues la niña podría ponerse muy enferma, incluso morir, y

entonces su próspero negocio se acabaría. Sin contar con que

tendría que darle cuenta al Rajao de la pérdida de la niña, y pagarle

una sustanciosa cantidad por haber dejado estropear la

“mercancía”.

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El Rajao era un tío legal que siempre se había portado muy

bien con ella. Incluso en otro tiempo tuvieron su romance, del que

ella guarda un buen recuerdo.

Pero los negocios son los negocios. Los quinientos euros que

pagaba al Rajao por el alquiler de la niña, eran una minucia

comparado con lo que estaba sacando desde que la llevaba con ella

a pedir.

De modo que se esforzaría en cuidar mejor de la pequeña para

que no se le muriera, pues entonces, además de tener que pagar una

indemnización a su alquilador, tendría que empezar con otra

criatura. Esta idea no le agradaba en absoluto, pues la niña ya

estaba enseñada, su trabajo le costó. Al principio de llevarla con

ella a pedir, la niña no lloraba ni ponía cara triste. Más bien era una

cara de asombro, de no comprender nada de lo que estaba pasando.

Fueron necesarias algunas sesiones de pellizcos en las piernas y en

los brazos, además de dejar que pasara un poco de hambre, no

mucha, solo día y medio sin comer, para que la pequeña mostrara

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una cara más acorde con el oficio que el azar le había deparado:

cara llorosa, semblante triste, profundas ojeras, y el cabello sucio y

desgreñado.

Ahora sí que estaba bien entrenada. Los viandantes se

compadecían de inmediato nada más ver aquella carita tan dulce y

tan triste a la vez. La verdad es que la mujer estaba orgullosa de lo

bien que había montado el negocio. El cuadro que representaba en

la calle era el de una mujer, joven todavía, viuda reciente, pues

para eso se ponía el pañuelo en la cabeza, con una niña pequeña

enferma y hambrienta a su cargo.

Al día siguiente, Andrea se levanta a las diez de la mañana, y

se viste con unos tejanos ajustados y una blusa. Encima de la blusa

se coloca una chaqueta de pana, pues en esta época del año,

estamos en noviembre, ya comienza a refrescar. Coge un bolso de

piel, y sale del piso después de cerrar la puerta con llave. El piso

está en la planta baja, por lo que después de cruzar el rellano,

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donde hay otras dos puertas, además de la suya, llega al vestíbulo

de la entrada y sale a la calle.

No teme que se despierte la niña. El somnífero que le dio por

la noche, es lo bastante fuerte como para mantenerla dormida por

lo menos hasta las dos de la tarde, hora en que espera estar de

vuelta. La mujer echa a andar por la acera, y se detiene en algunos

escaparates que hay a lo largo de la calle. Como chica joven que es

le interesan sobre todo las tiendas que exhiben ropa moderna, y

también se para en las dos o tres zapaterías que hay en el trayecto

que va recorriendo.

Cuando lleva unos diez minutos andando, entra en un bar de

aspecto sencillo, y echando un vistazo rápido ve al Rajao, que está

sentado con dos colegas alrededor de una de las mesas que hay en

un rincón del local.

Anteriormente hemos hecho mención al Rajao. Este era un

individuo que se dedicaba, entre otros menesteres igualmente

“edificantes”, al alquiler de niños, para explotarlos en labores de

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mendicidad. Tenía una sólida reputación entre los de su calaña. Los

tratos que se hacían con el Rajao eran sagrados: un fuerte apretón

de manos mientras miraba con fijeza a su interlocutor, era su forma

de sellar un trato.

Pero que nadie pretendiera burlarse de él. Cuando esto

sucedía, bien porque el otro tratase de eludir un pago que vencía,

aduciendo que las cosas no le habían ido bien, o por cualquier otra

circunstancia, el Rajao era implacable: mandaba a sus dos esbirros,

verdaderos perros de presa, a hacerle una “visita” al presunto

moroso. La primera vez era una simple advertencia: Unas cuantas

costillas rotas, un brazo en cabestrillo, pequeñeces.

Si el deudor persistía en su torpe empeño de no pagar, el

Rajao pasaba a mayores, que en algunos casos consistía en que el

cuerpo del moroso aparecía en cualquier cuneta de alguna carretera

de segundo orden. Pero esta “medida” tan drástica solo la había

tenido que emplear en contadas ocasiones. En general, la gente que

hacia tratos con él, ya sabía donde se metía, y procuraba, por su

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propio bien, no incumplir los acuerdos a los que llegaba con el

Rajao.

¿Qué por qué le decían Rajao? Para cualquiera que lo tuviera

delante, la explicación era bastante sencilla, pues una cicatriz le

atravesaba la cara de arriba abajo, resultado de una de las muchas

reyertas en las que se había visto envuelto a lo largo de su vida.

Físicamente, el Rajao era más bien bajito y de pocas carnes. A

simple vista parecía que no tenía “ni media torta” como suele

decirse. Pero esa precisamente era una de sus armas: su frágil

apariencia hacía que sus rivales se confiaran y cuando menos se lo

esperaban el Rajao tiraba de navaja, que manejaba con verdadera

maestría. Como decía alguno de sus compinches, no sin

admiración: “con una navaja en la mano, tiene más peligro que una

serpiente de cascabel”.

En el momento de irrumpir la mujer en el bar, se está

desarrollando entre los tres hombres, el siguiente diálogo:

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-Entonces, ¿dices que tienes algo nuevo para mí?- , pregunta

el Rajao, dirigiéndose hacia el individuo que tiene a su derecha.

- Sí. Es una niña. Tiene cinco años y su padre me la ofreció

ayer por la mañana-, contesta el preguntado, que responde al apodo

o alias de “Cagarrinas”.

-¿Así pues, es con el consentimiento de los padres?-volvió a

preguntar el Rajao.

-Exacto. Es una pareja que no puede mantener a sus cuatro

hijos, y me han ofrecido a la más pequeña a cambio de trescientos

“machacantes” al mes.

-¿Trescientos? Eso es demasiado.

-Piensa que la niña es muy mona, tiene una carita de esas que

enternecen a la gente nada más verla, y que puede hacer ganar

mucha pasta, si quien la lleva a la calle es persona espabilada.

Además, tiene la ventaja de que no la van a reclamar ni la están

buscando. Es “legal” como si dijéramos.

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-Sí, pero si contamos tu comisión y mi porcentaje, yo tendría

que alquilar a la niña por setecientos euros por lo menos. Y dime

tú: ¿Quién me va a pagar a mí setecientos por una niña que hay que

enseñarle el oficio?

En ese momento, Andrea, se acerca a la mesa de los tres

contertulios, saludándolos con cierta efusividad, sobre todo al

Rajao:

-Buenos días a los tres, ¿Cómo estás, Rajao?

-Hola Andrea, cada día estás más guapa, siéntate-, le contestó

el Rajao.

-Tú tampoco estás mal. Un poco “chupao” para mi gusto, pero

en fin, algo se podría hacer contigo-, dijo Andrea sentándose frente

al Rajao.

-No empieces con tus cosas, Andrea. No me tientes. Sabes que

si me provoca una mujer, sobre todo si es como tú, pierdo la

cabeza; así que por lo pronto hablemos de negocios. ¿Me has traído

lo mío?

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-Hijo, que poco romántico eres, te has vuelto de un

materialismo que resulta insoportable. Nada que ver con el Rajao

de hace dos años. Entonces eras más dulce y menos “pesetero”, si

se me permite la expresión.

-Bueno, bueno, Andrea. Deja el romanticismo para después;

ahora hablemos de la pasta, y si se tercia, y hay ocasión, pasaremos

luego a otros menesteres más agradables, o más dulces, si lo

prefieres.

-De acuerdo, Rajao. Aquí tienes los quinientos que te

corresponden.

Andrea abrió el bolso y sacó una cartera. Los quinientos euros

ya los llevaba preparados en billetes de cincuenta. Se los alargó al

Rajao.

-Me gusta tu puntualidad a la hora de pagar, Andrea. Eres una

buena chica. Pero, como tú sabes, los tiempos están cada día peor,

y el coste de la vida por las nubes. Así que he pensado, que ya que

tú sacas una buena tajada por esa joya de niña que te he

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proporcionado, lo justo es que me pagaras por lo menos

setecientos. Sí, eso, a partir del mes que viene me tienes que dar

setecientos euros. Es una cantidad razonable. ¿No crees?

-Tú no debes estar bien de la cabeza, Rajao. No tienes ni idea

lo que me cuesta a mí sacar setecientos euros al mes. La gente cada

vez es más insensible. La caridad ya va siendo cosa del pasado, un

artículo de lujo. Ahora, para mover a compasión a las personas que

pasan por la calle, hay que poner cara de estar en las últimas, casi,

casi, muerta. Y aún así pasan de largo, sin mirarte siquiera.

Una gran risotada salió de la garganta del Rajao.

-Tú para eso te pintas sola. ¡Menuda comedianta estás tú

hecha!

-Que no, Rajao, que no. No puedo darte más de los quinientos

y eso haciendo un esfuerzo considerable. No seas tan avaricioso.

Ya sabes el refrán que dice: “la avaricia rompe el saco”.

Su interlocutor movió la cabeza tercamente.

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-Mira Andrea, eso es lo que hay. Tienes dos alternativas. O

me pagas los setecientos o me traes a la niña. Ya encontraré yo

quien me los dé.

-No seas cabezón, hombre. Mira que te traigo a la niña, y te

quedas sin nada.

-Pues tráemela ya. Así podré alquilársela a otra persona que

aprecie lo que tiene entre manos más que tú. Aunque pensándolo

bien te voy a proponer un trato nuevo con el que podrás forrarte

más todavía. Te ofrezco otra niña. Una preciosidad que me acaba

de llegar. Ésta ya anda sola, así no tendrás que llevar a las dos en

brazos Te cedo las dos por mil trescientos euros. Es una ganga.

Podrías montarte un cuadro realmente bueno. Viuda cuarentona en

la miseria con dos hijitas. El no va más. Te van a llover los euros.

La misericordia de la gente es muy grande, qué te voy a decir a ti,

que vives de ella.

Andrea se quedó en suspenso unos momentos, meditando lo

que el traficante de niños le acababa de decir.

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-No me parece mal la idea, Rajao; aunque tendría que cambiar

completamente mi manera de actuar. Hacerle sitio en la casa a la

nueva inquilina, y comprar otra cama, en fin muchos cambios. Sin

contar con que tendré que pasarme una temporada enseñándole el

oficio. Te hago una contraoferta: las dos por mil cien.

-Eres única regateando, Andrea. Como decía uno de mi

pueblo, “tienes más cuento que Calleja”. De acuerdo, tú ganas.

-Dame unos días para preparar la casa, y buscarle a mi nueva

“hija” ropa apropiada.

-Muy bien. Dentro de una semana, el martes próximo, vuelve

por aquí y te la podrás llevar. Y ahora si quieres podemos

ocuparnos tú y yo de asuntos más agradables, más que nada para

cerrar el trato.

-Gracias, pero no. Tengo bastante prisa. He de llegar a casa

antes que se despierte la niña. No vaya a ser que se ponga a llorar y

llame la atención de algún vecino. Hasta luego.

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La joven se levantó y salió del bar. Mientras caminaba por la

calle, en dirección a su casa, iba haciendo planes para la nueva

situación que se le planteaba con las dos niñas. Convenientemente

maquillada una de ellas, probablemente la nueva, podría parecer

muy enferma, con cáncer o algo así. Pero para eso tendría que

pelarla completamente. Dejarle la cabeza como una bola de billar.

Eso siempre conmueve hasta a las personas más duras de corazón.

Y podría…En ese momento, un hombre joven y bien trajeado se

acercó:

-Buenos días. Me llamo Fernando Valdés, y soy inspector de

la Brigada de Investigación Criminal. Queda detenida, acusada de

ejercer la mendicidad profesionalmente, y de utilizar niños para

ello. Y mientras decía esto sacó una placa que mostró brevemente a

la sorprendida joven.

FIN