Qué es la Misa

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda ¿QES LA MISA? REFLEXIONES A LA LUZ DEL EVANGELIO ACERCA DEL MÁS ASOMBROSO MISTERIO DE LA IGLESIA CATÓLICA P. ÁLVARO SÁNCHEZ RUEDA "La celebración de la Santa Misa tiene tanto valor 1

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

¿QUÉ ES LA MISA?

REFLEXIONES

A LA LUZ DEL EVANGELIO

ACERCA DEL MÁS ASOMBROSO

MISTERIO

DE LA IGLESIA CATÓLICA

P. ÁLVARO SÁNCHEZ RUEDA

"La celebración de la Santa Misa tiene tanto valor

como la muerte de Jesús en la Cruz". (Santo Tomás de Aquino) 

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

“La belleza de la liturgia es parte del misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en

cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra”

(S. S. Benedicto XVI)

A mi madre, Daisy.A mi padre, Jorge.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

A mis hermanosGonzalo, Constanza,María José y Mariana.A Su Santidad Benedicto XVI.

El P. Álvaro Sánchez Rueda nació enSan Miguel de Tucumán el 28 de abril

de 1966. Fue ordenado sacerdote en laCatedral de La Plata, en agosto de

2001. Además, es médico (Facultad deMedicina, Universidad Nacional de Tucumán

-UNT); ex-residente de Cardiología(Instituto de Cardiología de San

Miguel de Tucumán); miembro co-fundadorde la Sociedad de Ética Médica

de Tucumán; docente universitario (noen ejercicio, Facultad de Filosofía y Letras,

Universidad Nacional de Cuyo, -UNC) y licenciado en Teología Moralcon especialización en Matrimonio y

Familia (Pontificio Instituto Juan PabloII - Roma).

Fue docente en establecimientosde enseñanza media

y en seminarios religiosos.Es autor de otros tres títulos:

“Adoremos al Cordero”,“María, la Madre de Dios”

y “Milagros eucarísticos. El Amordel Dios del sagrario se hace visible ”.

Autor: Pbro. Álvaro Sánchez RuedaImprimatur: Portada: Su Santidad Benedicto XVI celebrando la Santa Misa llamada “de Pablo VI”.Las imágenes pueden tener derecho de autor.

Sánchez Rueda, Álvaro ¿Qué es la Misa? Reflexiones a la luz del Evangelio acerca del más grande misterio de la Iglesia Católica - 1a ed. - San Miguel de Tucumán – Ediciones Uno y Trino, 2011. 90 p.; 21x15 cm.

ISBN 978-987-33-1298-4

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

1. Vida Cristiana. 2. Reflexiones. I. Título CDD 248.5

Fecha de catalogación: 12/10/2011

ORACIÓN DE SAN JUAN CRISÓSTOMO PARA LA SANTA MISA

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

¡Oh Señor!, yo creo y profeso que Tú eres el Cristo Verdadero, el Hijo de Dios vivo que vino a este mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.

Acéptame como participante de tu Cena Mística, ¡oh Hijo de Dios!No revelaré tu Misterio a tus enemigos, ni te daré un beso como lo hizo Judas,

sino que como el buen ladrón te reconozco.Recuérdame, ¡Oh Señor!, cuando llegues a tu Reino. Recuérdame, ¡oh Maestro!,

cuando llegues a tu Reino. Recuérdame, ¡oh Santo!, cuando llegues a tu Reino.Que mi participación en tus Santos Misterios, ¡oh Señor! no sea para mi juicio o

condenación, sino para sanar mi alma y mi cuerpo.¡Oh Señor!, yo también creo y profeso que lo que estoy a punto de recibir es

verdaderamente tu Preciosísimo Cuerpo y tu Sangre Vivificante, los cuales ruego me hagas digno de recibir, para la remisión de todos mis pecados y la vida eterna. Amén.

¡Oh Dios!, se misericordioso conmigo, pecador.¡Oh Dios!, límpiame de mis pecados y ten misericordia de mí.¡Oh Dios!, perdóname, porque he pecado incontables veces.

I) PRÓLOGO

¿Qué es la Misa? ¿Hace falta un libro para saber de qué se trata la Misa? (Antes de continuar, quiero que tengan en mente esta escena: un niño pequeño, poco más que recién nacido, y sus padres —su papá y su mamá— junto a él).

Continuemos con la pregunta inicial: ¿Qué es la Misa? ¿Acaso hace falta un libro para contestar esta pregunta? Pareciera que no,

porque, de buenas a primera, todos sabemos la respuesta: la Misa es un oficio religioso que se celebra todos los días, pero al que es obligatorio asistir sólo los domingos, bajo

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pena de pecado mortal; la misa es un precepto obligatorio que debemos cumplir desde que hacemos la Primera Comunión hasta la edad de 65 años, más allá de lo cual no estamos obligados a asistir.

Sabemos también las partes de la Misa; sabemos cómo interactuar en cada una de sus partes; sabemos cuáles son los días de precepto. En definitiva, sabemos mucho sobre la Misa, y si alguien nos pregunta: “¿Qué es la Misa?”, podemos dar una respuesta. Por eso, pareciera que no hace falta escribir un libro para contestar la pregunta.

Sin embargo, al mismo tiempo, cuando queremos profundizar en la misma respuesta que hemos dado, nos damos cuenta de que lo que sabemos acerca de la Misa, lo sabemos “de memoria”, por haberlo aprendido memorísticamente, sea en el catecismo -sea en el seminario, en el caso de los sacerdotes-, y así caemos en la cuenta de que sabemos poco y nada acerca de la Misa.

Tanto es así, que la simple pregunta: “¿Qué es la Misa?”, realizada a la inmensa mayoría de los católicos –sacerdotes comprendidos- tiene una amplia variedad de respuestas, acaso tan amplia como la cantidad de personas a las que se les pregunta, lo que es indicio de que “se sabe” de la Misa, pero también de que “no se sabe” qué es la Misa.

En otras palabras, podríamos decir que, en general, se “conoce” qué es la Misa, es decir, se tiene un conocimiento meramente intelectual y frío, pero no se “sabe” qué es la Misa, porque no se posee la sabiduría infusa dada por el Espíritu Santo, que permite penetrar el misterio del altar.

Esta constatación —los católicos “sabemos”, pero al mismo tiempo “no sabemos” qué es la Misa— surgió luego de una encuesta empírica, sui generis, realizada por el autor de la presente obra. Según él, la gran mayoría de los bautizados, de las edades y condiciones que fueran —incluido él mismo, en primer lugar, como sacerdote—, no tenían una noción clara acerca de la Misa.

Constató que todos sabían “lo básico” —las partes, cómo responder en la Misa, etc.—, pero a la hora de profundizar sobre su significado, comprobó que incluso él mismo, contando con cierta ventaja sobre sus fieles al respecto debido obviamente a su formación sacerdotal, no se encontraba en grado de dar una respuesta satisfactoria y plena.

La situación era doblemente preocupante, tanto por los fieles como por él mismo: por los fieles, porque quien acude a Misa, acude en busca de Dios, y si no se sabe bien a qué se va se dificulta mucho su encuentro; por él mismo, puesto que, como sacerdote, celebraba la Misa todos los días, y de esa manera, corría el riesgo de convertir su sagrada tarea en una rutina cotidiana, sino vacía de sentido, al menos sí carente de misterio sobrenatural.

Fue así cómo surgió la idea de “rezar con el Misal”, es decir, tratar de penetrar en el misterio de la Misa a través de aquello con lo cual la celebra cotidianamente, el Misal Romano, aunque además el autor utilizó otras fuentes, como los escritos de los Padres de la Iglesia, los documentos del Concilio Vaticano II, las homilías y encíclicas de los Papas, principalmente Juan Pablo II y Benedicto XVI, etc.

El autor pensó que en las fuentes utilizadas, pero principalmente en el Misal Romano, estaría la respuesta a la pregunta “qué es la Misa”, por lo cual decidió ponerse manos a la obra y emprender la tarea de poner por escrito las respuestas que iba encontrando, especialmente en cada Misa que celebraba. Y fue así cómo nació este pequeño libro que no pretende, de ninguna manera, dar una respuesta exhaustiva, ni mucho menos.

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Ahora retornemos a la imagen del inicio, la del niño pequeño que sólo sabe balbucear, y sus papás.

El autor sostiene que la presente obra es nada más que un balbuceo —como el de ese niño pequeño que todavía no sabe hablar—, puesto que el misterio de la Misa es tan alto y sublime que es insondable e incomprensible tanto para la inteligencia humana como para la angélica, a pesar de lo cual el intento bien vale la pena, porque el balbuceo ante el misterio, aunque no sea más que un balbuceo, es ya una cierta contemplación del mismo; así como el niño que contempla a sus padres —su papá y su mamá—, aún cuando no sabe hablar expresa sus sentimientos, y en el mismo balbuceo expresa el amor que le despierta la contemplación de sus progenitores.

La Misa es la manifestación visible del Amor de Dios Padre, que se manifiesta en el Sacramento del altar, la Eucaristía, y también del amor de la Virgen Madre, la Iglesia que dona, por el poder del Espíritu Santo, al Hijo de Dios surgido de su seno virginal como Pan de vida eterna, para el perdón de los pecados. La Misa es el Amor del Padre, que es tanto más grande e inconmensurable, cuanto que el don que entrega a los hombres, su Hijo, el Pan Vivo bajado del cielo, tuvo que pasar antes por la muerte en cruz, tuvo que ser grano caído en tierra para dar frutos de vida eterna (cfr. Jn 12, 24).

Los intentos de explicar este misterio inefable, como la modesta obra presente, son sólo balbuceos de niño que no sabe hablar y que no entiende lo que sucede, pero que sí puede captar el amor de sus padres.

II) INTRODUCCIÓN

Un aspecto a tener en cuenta, necesario para iniciar la lectura de esta limitada obra, es la clave de interpretación.

¿Cuál es la “clave de lectura” para un librito como este?

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La encontramos, ante todo, en el mismo Misal Romano1, y también en San Efrén.

En el Misal Romano cuando, al inicio de la Misa, dice que el alma debe pedir perdón de sus pecados para “celebrar dignamente estos sagrados misterios”2,3.

La expresión “sagrados misterios” nos dice, desde el inicio de la Misa, que hay “algo” misterioso y sagrado del cual vamos a participar, que por su naturaleza misma escapa a nuestra comprensión. Desde el inicio el Misal nos advierte que para la Misa necesitamos algo más que nuestra mera razón.

La expresión “sagrados misterios” atraviesa la Misa desde el inicio hasta el final, y por este motivo, así como no se puede asistir a Misa con una mentalidad racionalista, puesto que se la vacía de su contenido esencial “mistérico”, que es el misterio sobrenatural de Jesucristo, Hombre-Dios, así también no se puede leer esta obra —aún con su limitación intrínseca— con esa misma mentalidad4.

El misterio al cual nos referimos es el misterio de Jesucristo, tal como lo presenta el Misal Romano: “El misterio admirable de la presencia real del Señor bajo las especies eucarísticas, confirmado por el Concilio Vaticano II5 y otros documentos del Magisterio de la Iglesia en el mismo sentido y con la misma autoridad con que el Concilio de Trento lo había declarado en materia de fe, se pone de manifiesto en la celebración de la Misa, no sólo por las palabras de la consagración que hacen presente a Cristo por la transubstanciación, sino también por los signos de suma reverencia y adoración que tienen lugar en la Liturgia eucarística. Por ese motivo se exhorta al pueblo cristiano a honrar de una manera especial con su adoración, este admirable Sacramento el Jueves Santo en la Cena del Señor y en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo”6,7.

En la Santa Misa celebramos el Mysterium Christi8, que si bien se nos reveló a través de un hombre, Jesús de Nazareth, se origina en el seno eterno del Padre, desde

1 Nota: para la presente obra citaremos el MISAL ROMANO reformado por mandato del Concilio Vaticano II, promulgado por Su Santidad el Papa Pablo VI, revisado por Su Santidad el Papa Juan Pablo II, versión castellana de la 3ª edición típica latina, reconocida por la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos, edición típica argentina adoptada por las Conferencias Episcopales de Bolivia, Paraguay y Uruguay, 1ª edición, Librería Editrice Vaticana, 2009.2 MISAL ROMANO (en adelante, MR), Acto penitencial. 3 De hecho, la homilía debe centrarse estrictamente en los “misterios de la salvación”, que son los misterios de Cristo, debiendo evitarse temas profanos: se debe cuidar que la homilía se fundamente estrictamente en los misterios de la salvación, exponiendo a lo largo del año litúrgico, desde los textos de las lecturas bíblicas y los textos litúrgicos, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana, y ofreciendo un comentario de los textos del Ordinario y del Propio de la Misa, o de los otros ritos de la Iglesia (...) Al hacer la homilía, procúrese iluminar desde Cristo los acontecimientos de la vida. Hágase esto, sin embargo, de tal modo que no se vacíe el sentido auténtico y genuino de la palabra de Dios, por ejemplo, tratando sólo de política o de temas profanos, o tomando como fuente ideas que provienen de movimientos pseudo-religiosos de nuestra época”; cit. CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía, 67.4 Debido a que el racionalismo limita la realidad a lo que puede ser alcanzado con las solas fuerzas de la razón, dejando de lado lo que la supere, y puesto que la Misa es supra-racional, un enfoque racionalista es del todo inadecuado para aprehender el misterio de la Santa Misa.5 CONC. ECUM. VAT. II, Const. sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, nn. 7, 47; Decr. sobre el ministerio y vida de los sacerdotes, Presbyterorum ordinis, nn. 5, 18.6 ORDENACIÓN GENERAL DEL MISAL ROMANO (en adelante, OGMR), Proemio, 3.7 También Juan Pablo II se refiere a la Eucaristía como “misterio de salvación”: “No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación”; cfr. Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia sobre la Eucaristía en su relación con la Iglesia, 61.8 Cfr. CASEL, O., El misterio del culto cristiano, Ediciones Dinor, San Sebastián 1953, 161.

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toda la eternidad. Celebramos este “misterio escondido desde la eternidad en Dios”, manifestado en Galilea y Judea, y revelado ahora en su Iglesia, como un anticipo de la manifestación gloriosa que, iniciando en el Último Día de la historia humana, continuará por toda la eternidad.

Se trata de los sagrados misterios de la redención, originados en el infinito e insondable amor misericordioso de un Dios que, movido por este mismo amor, toma realmente nuestra carne, sufre la humillación de la Pasión, muere en cruz y resucita glorioso, para sentarse en el trono a la derecha de Dios. Celebramos los misterios de Jesús de Nazareth, el Jesús histórico, que es el mismo y único Jesús de la fe, que nació milagrosamente de la Virgen Madre como hombre, anduvo por Palestina y por las calles de Jerusalén, oró, sudó sangre y sintió agonías de muerte en el Huerto de los Olivos y expiró en la cruz9. El Cristo pneumatizado, luego de la resurrección, subió al Padre con su Cuerpo glorioso; nos envía desde allí su Espíritu, permanece en Persona, con el mismo Cuerpo y Alma gloriosos de la Resurrección, en el sacramento del altar, la Eucaristía, y se dona en la Palabra a todo hombre de buena voluntad, y como Pan de vida eterna en la intimidad a las almas que lo reciben con fe y con amor 10 y en estado de gracia.

Toda esta vida del Señor Cristo Jesús, que es eterna porque se origina en el seno de Dios Padre desde la eternidad; que se nos manifiesta a través del seno de la Virgen Madre en el tiempo; que se nos dona por medio del seno virgen de la Iglesia nuestra Madre por la liturgia eucarística, porque fue clavada en la Cruz por nuestros pecados; que finaliza en el trono de la majestad en las alturas, en el Cielo nuevo y Tierra nueva (cfr. Ap 2, 1-7) cuando no haga falta más fe porque lo veremos tal cual es en el Domingo eterno. Es esta vida, celestial, sobrenatural, eterna, que se manifestará en su plenitud en la Parusía, para la eternidad, lo que celebramos en la Santa Misa. De esta manera, nos diferenciamos de quienes simplemente –con toda la buena intención de sus nobles almas- meditan la vida del Señor, pero al cual no lo tienen presente en el misterio en sus celebraciones, puesto que lo propiamente católico es celebrar el Mysterium Christi11, que se hace presente, con su realidad ontólogica divina, en el altar eucarístico.

Por los misterios litúrgicos se nos representan las acciones salvíficas del Señor Jesús, desde su Encarnación hasta su eterno poderío, con una actualidad vivísima y concretísima, pero de un modo divinamente espiritual, como corresponde a “Dios que es Espíritu” (cfr. Jn 4, 24), y no meramente en el recuerdo. Es gracias a estos misterios litúrgicos que nosotros, que aún no estamos glorificados y que gemimos en este “valle de lágrimas”, aplastados bajo el peso de nuestros pecados y de nuestra miseria, podemos participar de la vida, muerte y Resurrección del Señor Jesús y recibir ya en esta vida mortal el germen de la vida eterna, donada en la Eucaristía.

Toda la vida de nuestro Salvador se nos hace presente a través de la sagrada liturgia, desde su Encarnación hasta su Resurrección, pasando por su muerte, pero de un modo nuevo, convertido por la santidad divina, de manera tal que transforma nuestra propia realidad humana, preparándola para la eternidad en los Cielos.

Se nos hace presente su nacimiento en Belén, pero el mismo no se reduce ahora a la llegada de un niño al mundo en un humilde pesebre, en la máxima pobreza y austeridad, sino que está presente este nacimiento en el misterio, “como la epifanía de una deslumbrante divinidad en la carne para redimir y santificar al mundo, como el enlace entre el Cielo y la Tierra”12.

9 Cfr. Casel, El misterio, 161.10 Cfr. Casel, ibidem.11 Cfr. Casel, ibidem, 162.12 Cfr. Casel, ibidem, 163.

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También su muerte se nos manifiesta, a través de los misterios, como transformada por la santidad divina: no es ya la “visión de una agonía horrenda y llena de terribles congojas en el patíbulo de la ignominia, en el ajusticiamiento de un malhechor. Es la muerte en sacrificio del Hombre-Dios, la liturgia del Sumo Sacerdote, la entrega amorosa del Hijo, que presenta a su Padre el único Sacrificio digno de su majestad, el Sacrificio de donde fluye la vida para el hombre pecador, es decir, la fuente de la resurrección”13, de la vida, de la luz, de la paz y de la alegría de Dios.

El Misterio nos coloca, delante nuestro, la profundidad insondable de los hechos históricos de la redención de Cristo, sin quitarles nada de su real concreción, pero pneumatizados, es decir, colocados en una dimensión verdaderamente divina, y los ilumina haciéndolos destacar como partes del plan salvador eterno de Dios, oculto desde la eternidad, revelado en el tiempo y consumado otra vez en lo eterno14.

Debido a su contenido mistérico, es indispensable la fe –no cualquier fe, sino la fe de la Iglesia, que es la fe de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” 15- para participar del mysterion de Cristo en el altar, significado por las especies eucarísticas, así como a los testigos de la Pasión les fue también indispensable la fe para intuir, bajo las llagas del Crucificado, el Misterio de la redención que se estaba realizando (como le fue posible a María), el mismo misterio del altar16.

Pero no sería posible nada de todo lo que el rito comporta en sí, sin el prodigio de la transubstanciación. Jesús ha querido hacer presente el Sacrifico de la cruz en su condición de misterio de salvación, velando al mismo tiempo los elementos empíricos de su propia naturaleza dolorida y sufriente, los cuales se verificaron una sola vez en el tiempo, cuando constituyeron el sacramento del Sacrificio para los testigos de la Pasión17.

Ahora bien, para que el Misterio fuese hecho presente a los futuros creyentes de todos los lugares y tiempos, era indispensable un sacramento diverso, realizable en cualquier lugar y en todo momento: el de los accidentes del pan y del vino, transformados enteramente en la substancia del Cuerpo y de la Sangre de la Víctima. Dice San Agustín que en la Eucaristía debemos distinguir entre lo que se ve y lo que se cree18. Lo que se ve, son las apariencias, las propiedades físico-químicas, es decir, las especies o accidentes del pan. Luego de las palabras de Cristo, bajo estas apariencias sin modificar del pan, está el Cuerpo de Cristo. Es decir, se produce un cambio profundo, substancial; se pasa de una realidad –natural, la del pan y el vino- a otra realidad –sobrenatural, la del Cuerpo humano glorificado de Jesús y la Persona Segunda de la Santísima Trinidad-, de una substancia a otra substancia. Decimos que en la transubstanciación “se pasa” de una realidad a otra, y “pasar” en latín, se dice: “trans”, de ahí la palabra “transubstanciación”, y esto es un hecho que escapa por completo al dominio de la ciencia19, no por ser irracional o acientífico, sino por ser supra-racional, puesto que es una realidad que se origina en el seno mismo de la Trinidad. Escapa al dominio de la ciencia porque aquello que es dominio de la ciencia, lo perceptible por los sentidos, lo que es cualificable, medible, palpable, esto es, los accidentes o propiedades físico-químicas de los cuerpos –en este caso, el pan y el vino-, no son afectados por la

13 Cfr. Casel, ibidem, 163.14 Cfr. Casel, ibidem, 163.15 Cfr. Mt 16, 13-19.16 Cfr. ZOFFOLI, E., Questa è la Messa. Non altro! Contro arbitri, errori e profanazioni, Edizioni Segno, Udine 1994, 65.17 Cfr. Zoffoli, o. c., 66.18 Cfr. JOURNET, C., Le mystére de l’Eucharistie, Ediciones Tequi, París 1981, 13.19 Cfr. Journet, Le mystére, 14.

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transubstanciación, y en cambio sí lo son la substancia del pan y del vino, los cuales, por su misma naturaleza, no son objeto de las ciencias físicas y químicas20.

San Ambrosio predicaba así en Milán, en el año 390, acerca de la transubstanciación, poniendo énfasis en la fuerza divina de las palabras de la consagración y en el origen de esta fuerza divina, Cristo Dios: “Ustedes pueden tal vez decir: ‘Mi pan es ordinario’. Pero ese pan es pan antes de las palabras de los Sacramentos; cuando es consagrado, entonces es la Carne de Cristo”21. El cambio de substancia no es, según San Ambrosio, de ninguna manera producto de la naturaleza, sino producto de la bendición pronunciada en la consagración sobre el pan y el vino, puesto que quien pronuncia es Cristo, Creador del Universo: “Estemos bien persuadidos de que esto no es o que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada...La Palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela (…) Entonces tú puedes decir: antes de la consagración, no estaba el cuerpo de Cristo; pero después de la consagración, es el Cuerpo de Cristo”22.

En consecuencia, sin este prodigio –el máximo de todos los posibles-, no habríamos podido tener la Misa como Sacramento del Sacrificio. Habríamos tenido el sacrificio en sí, alcanzado por la fe a la luz de la Revelación, pero no el Sacrificio celebrado sensiblemente como supremo acto público de culto, en el que se comprende la consumación de la Víctima ofrecida, como parte integrante del rito eucarístico, símbolo el más sublime de la unidad de los fieles, el Cuerpo Místico23.

Es por la transubstanciación que la Misa es un verdadero sacrificio, y no un mero banquete exclusivamente conmemorativo del sacrificio, ni tampoco un simple símbolo de la presencia mística de Cristo y de la unión –en Él- entre todos los comensales, por medio de la comunión con el pan y el vino consagrados, como pretenden algunos, ubicándose fuera del Magisterio, de la Tradición, y de la Revelación de la Iglesia.

Porque es el manifestarse en la liturgia sacramental eucarística del misterio de Cristo, es que, para la Santa Misa, se necesita una disposición del alma para aceptar, recibir, contemplar y amar el misterio del altar, que es esencial y radicalmente sobrenatural, puesto que no se origina ni en la mente humana ni en la mente angélica, sino que proviene del seno mismo de Dios Trinidad.

A su vez, esta capacidad no es consecuencia del desplegarse de las fuerzas humanas, sino un don de la gracia divina, en el que están incluidos, además, la humildad para aceptar lo que no se puede comprender; la admiración y el estupor ante la majestuosidad de lo sagrado y, finalmente, el amor, la alegría y la adoración ante la presencia del ser divino en el altar.

Por lo tanto, es necesario de toda necesidad la asistencia y participación en la Santa Misa con esta disposición interior de aceptar que aquello que sucede sobre el altar escapa a toda capacidad intelectiva creatural, sea humana o angélica, puesto que lo que sucede en el altar no es lo que parece, una “ceremonia religiosa celebrada por personas buenas que se reúnen a alabar a Dios en el nombre de Jesús”; es algo mucho más grande e incomprensible, inaferrable a la criatura: es la renovación sacramental del sacrificio de la cruz, realizado de una vez y para siempre por Jesús en el Calvario.

20 Cfr. Journet, ibidem.21 Los Sacramentos, 4:4:14, 390AD.22 Myst. 9, 50.52 / C.E.C. 1375.23 Cfr. Zoffoli, ibidem.

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Es por la transubstanciación24 que el pan es Cuerpo y el vino es Sangre de Cristo, luego de la fórmula de consagración, pues esto significa que toda la substancia del pan y del vino (materia + forma) se convierte en toda la substancia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo (materia + forma), lo cual es algo mucho más profundo (y por lo tanto, absolutamente prodigioso) que la transformación substancial que se verifica en las combinaciones químicas. En estas, de la substancia corrompida y de la generada permanece inmutable solo la materia prima, como sujeto común a ambas. En la transubstanciación, en cambio, la mutación comprende también la materia prima del pan y del vino, por la cual la totalidad de cada una de estas substancias se convierte en la totalidad de la substancia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo25.

Es por la transubstanciación, entonces, que la Misa es un sacrificio, y así lo expresa la Iglesia, y es eso en lo que creemos, cada vez que participamos de ella rezando con el Misal Romano: “La naturaleza sacrificial de la Misa, solemnemente afirmada por el Concilio de Trento26 de acuerdo con la tradición de la Iglesia, ha sido profesada nuevamente por el Concilio Vaticano II, profiriendo estas significativas palabras acerca de la Misa: ‘Nuestro Salvador, en la Última Cena, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y a confiar así a su amada Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección’27. Esta enseñanza del Concilio está expresada resumidamente en las fórmulas de la Misa. En efecto, la doctrina significada con precisión por esta frase del antiguo Sacramentario Leoniano: ‘cuantas veces se celebra el memorial de este sacrificio, se realiza la obra de nuestra redención’ 28, se encuentra adecuada y cuidadosamente expresada en las Plegarias eucarísticas; en éstas, el sacerdote, al hacer la anámnesis, se dirige a Dios con nombre de todo el pueblo, le da gracias, y le ofrece el sacrificio vivo y santo, es decir la ofrenda de la Iglesia y la Víctima por cuya inmolación Dios quiso devolvernos su amistad29, y pide que el Cuerpo y la Sangre de Cristo sean sacrificio agradable al Padre y salvación para todo el mundo30”31.

Al hablar de la transubstanciación, se debe tener siempre presente que existe un gran peligro, y es el peligro racionalista, es decir, la tentación de, frente a lo inefarreble del misterio, intentar substituirlo por soluciones fáciles, más acomodadas a lo que nuestra limitada mente puede captar, y elaborar una doctrina heterodoxa, simple, sin misterio, en donde no se de lugar al escándalo que produce la Presencia mediada por el signo32. Es lo que sucede cuando, para reemplazar a “transubstanciación”, se usan palabras equívocas como ‘transignificación’, ‘transdestinación’, ‘transfinalización’. Se continúa usando el mismo lenguaje, se continúa hablando de la “presencia real” de Cristo en la celebración de la Cena, se continúa hablando de la donación a los fieles del “Cuerpo de Cristo”, pero se vacía la celebración litúrgica de todo misterio. La única diferencia con el pan, es que, fuera de la Misa, es usado de modo profano, y en la Misa, de un modo “sagrado”, y que en este segundo caso, y no en el primero, el pan “une a

24 Seguimos la doctrina tomista: Summa Thelogica, III, q. 75, aa. 4-8.25 Cfr. Zoffoli, o. c., 71.26 CONC. ECUM. TRID. Sesión XXII, del 17 de septiembre de 1562: Denz-Schönm. 1738-1759.27 CONC. ECUM. VAT. II, Const. sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n 47; cfr. Const. dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, nn. 3, 28; Decr. sobre el ministerio y vida de los sacerdotes, Presbyterorum ordinis, nn. 2, 4, 5.28 Misa vespertina en la Cena del Señor, oración sobre las ofrendas. Cfr. Sacramentarium Veronense, ed. L.C. Mohlberg, n. 93.29 Cfr. Plegaria eucarística III.30 Cfr. Plegaria eucarística IV.31 Cfr. OGMR, Proemio, 2.32 Cfr. JOURNET, La Présence sacramentelle du Christ, Ediciones San Agustín, Suiza10 s. d., 27.

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Cristo”, el cual, corporalmente, está en el cielo, pero no el altar: sobre el altar, hay sólo pan y nada más, ninguna otra cosa33. Lo que convierte al pan en “sagrado” y en medio para la unión con Cristo, es la intención del comulgante, que al tener la intención de unirse a Cristo, cambia el significado, el destino, la finalización del pan, de mundano, en sagrado. No hay Presencia real, porque el pan sigue siendo pan. Pero esta no es la fe de la Iglesia, que ha concebido estos incomprensibles misterios de la Trinidad de Personas divinas en Dios, de la Venida corporal del Hijo Unigénito de Dios en el tiempo, en la Encarnación, que continúa su Presencia entre nosotros bajo los velos de la Eucaristía34.

Ahora bien, la Santa Misa es un sacrificio, como lo hemos dicho, y por eso nos preguntamos: ¿cuál es la necesidad de ofrecer un sacrificio a Dios? Nos lo dice Santo Tomás: “Como dice San Agustín, ‘todo sacrificio visible es sacramento o signo sagrado del sacrificio invisible’. El sacrificio invisible es la ofrenda del propio espíritu que el hombre hace a Dios... Ahora, el hombre tiene necesidad del sacrificio por tres motivos. Primero, para obtener el perdón del pecado (...) Segundo, para conservarse en el estado de gracia (...) Tercero, para que el espíritu del hombre pueda unirse a Dios perfectamente, lo cual sucederá sobretodo en la gloria. Todas estas exigencias han sido satisfechas por la humanidad de Cristo. Primero, porque con ella han sido destruidos nuestros pecados. (...) Segundo, hemos recibido por sus méritos la gracia que nos salva. (...) Tercero, por Él hemos obtenido la perfección de la gloria: ‘Tenemos fe de ingresar en el Santuario por su Sangre’ (Heb 10, 19), es decir, en la gloria celeste. Por estas razones Cristo, en cuanto hombre, no fue solamente sacerdote, sino también víctima perfecta: víctima por los pecados, víctima pacífica y holocausto”35.

Con el sacrificio de su propia vida en la cruz, Cristo ha conseguido todos los beneficios que necesitaba el hombre para su completa felicidad -e incluso muchos de los cuales ni siquiera podían ser imaginados, como el ser hechos hijos de Dios por la gracia: cancelación del pecado, ya sea de la culpa como de la pena, derrota y liberación del demonio, reconciliación con Dios, donación de la filiación y de la vida divina, apertura de las puertas del paraíso y visión beatífica36.Y debido a que la Santa Misa es la renovación incruenta de su sacrificio en cruz, entonces en la Misa el hombre obtiene todo lo que necesita para ser feliz, en esta vida y en la eternidad.

Por todo esto, es necesario el sacrificio, pero podemos agregar todavía algo más: aún si no hubiera pecado para ser perdonado, y aún si no hubiera demonio para ser derrotado, el hombre necesita igualmente un sacrificio para ofrendar a Dios, puesto que el sacrificio tiene su fundamento en la esencia o naturaleza humana: por su origen, esto es, creatura salida de las manos de su Creador, que es el Amor en sí mismo, el hombre está marcado en lo más íntimo de su ser por el amor37. Por este motivo, si no quiere contradecir a su esencia, sólo puede existir en él el movimiento de amor, es decir, el “motor de su movimiento”, según el lenguaje aristotélico, sólo puede ser el amor, en la ordenación de su propio “yo” al “Tú” divino, concretada en la entrega amorosa de sí mismo a Dios38. En este sentido, la entrega más perfecta de sí es el sacrificio, por medio del cual expresa su íntima y espiritual adoración al Ser divino, lo glorifica, le da gracias, le pide perdón e implora su misericordia y auxilio, es decir, en el sacrificio se reconoce a Dios como Señor, se le tiene y ensalza como Santo. Y como no hay sacrificio más

33 Cfr. Journet, La Présence, 27.34 Cfr. Journet, ibidem, 28.35 SANTO TOMÁS, Summa Theologica, III, 47, 2.36 Cfr. MONDINI, B., La Cristologia di San Tommaso d'Aquino. Origine, dottrine principali, attualitá, Urbaniana University Press, Vaticano 1997, 195.37 Cfr. SCHMAUS, M., Teología Dogmática, T. VI. Los sacramentos, 388-389.38 Cfr. Schmaus, o. c., 389.

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perfecto y agradable a Dios que el de la Eucaristía, actualización del sacrificio de la cruz por la presencia substancial de la carne y de la sangre de Jesucristo, en el cual se cumplen todos los sacrificios, no hay otro sacrificio ni otra entrega más perfecta que la que el hombre hace uniéndose a Cristo en la Santa Misa y en la comunión eucarística, uniéndose a Él en su Cuerpo y recibiendo de Él su Espíritu. Al participar el hombre en el sacrificio de la cruz, actualizado en la Santa Misa, y al comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo -con lo cual se hace partícipe del mismo sacrificio de Cristo, que es ante todo sacrificio de alabanzas y de acción de gracias, además de expiatorio e impetratorio-, el hombre realiza plenamente su propio ser, ordenado a la entrega: “cuando el hombre, hecho cristiforme por el bautismo, toma parte en el sacrificio de Cristo, logra la plenitud de su propia esencia, que procede de Dios; la participación en la Eucaristía es la plena realización de los bautizados, según el plan divino de salvación sobre el hombre”39. De esto vemos cómo el amor a Dios Uno y Trino debe ser el único “motor del movimiento” que nos lleve a participar del Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa.

Entonces, porque es un sacrificio, debemos asistir a Misa con la disposición de quien asiste a un sacrificio, el sacrificio del Hombre-Dios en la cruz, y es esto y no otra cosa lo que nos dice el Misal, con el cual participamos de la misma, de manera que, con el Misal Romano, rezamos según lo que creemos: la Misa es un sacrificio, el mismo sacrificio en cruz del Calvario, renovado sacramentalmente, diverso del sacrificio de la cruz sólo en la manera de ser ofrecido, instituido por el Señor en la Última Cena, y realizado según la orden que Él dejó a su Iglesia, de celebrarlo en su memoria, y puesto que el sacrificio de la cruz y el sacrificio del altar son uno y lo mismo, la Misa es, como la Cruz, sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio: “… en el nuevo Misal, la lex orandi responde a su perenne lex credendi; ésta nos recuerda que, salvo la manera diversa de ofrecer, es único y el mismo, el sacrificio de la cruz y su renovación sacramental en la Misa, que el Señor instituyó en la Última Cena y mandó a sus Apóstoles celebrarlo en memoria de Él, y que por lo tanto la Misa es al mismo tiempo sacrificio de alabanza, de acción de gracias, propiciatorio y satisfactorio”40.

Frente al misterio divino desplegado en el altar con todo su esplendor y magnificencia, el alma sólo puede “balbucear” algo de ese misterio. Y si intenta-aunque sea balbuceando- expresar ese misterio para leer ese “algo” –esta obra-, por más limitado y modesto que sea, se necesita también esa misma disposición interior.

La otra clave de lectura la encontramos en San Efrén, cuando en una de sus homilías sostiene que el Pan es “fuego y espíritu”, con lo cual nos pone en una situación difícil: el pan se puede comer, pero, ¿se puede comer el fuego? ¿Se puede beber el espíritu?

Es obvio que no, al menos en la naturaleza creada, y según lo que afirma una inteligencia “madura y adulta”, tal como es la inteligencia del hombre maduro y adulto del siglo XXI. No puede el hombre racional admitir que el fuego se pueda comer, ni que el espíritu se pueda beber.

Es imposible, y una mentalidad madura, cientificista y racionalista, no lo puede aceptar.

Pero lo que es imposible para el hombre es posible para Dios, y es así como, por el poder divino, el fuego se puede comer. ¿Cómo? ¿Dónde? Según San Efrén, en la Santa Misa.

Dice así este gran santo de la Iglesia Oriental: “Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de él (mismo) y del Espíritu, extendió su mano y les dio el pan: Tomad y comed

39 Cfr. Schmaus, ibidem.40 Cfr. OGMR, Proemio, 2.

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con fe y no dudéis que esto es mi cuerpo. Y el que lo come con fe, por él, come el fuego del Espíritu… Comed todos, y comed por él el Espíritu Santo”41.

El fuego, entonces, se puede comer, y es debido a que la Eucaristía es el cuerpo de Cristo, el cual, desde su encarnación en el seno virgen de María, está inhabitado por el Espíritu Santo. Es por eso que el cuerpo de Cristo es llamado por los Padres de la Iglesia “carbón ardiente”: el carbón es la naturaleza humana, y el fuego que le da su ardor y lo vuelve incandescente es el Espíritu Santo. Y si el cuerpo de Cristo es “carbón ardiente”, también lo es la Eucaristía, porque la Eucaristía es el cuerpo de Cristo. De esta manera, según San Efrén y los Padres de la Iglesia, se puede comer el fuego, y de hecho se lo come, cuando se consume la Eucaristía.

Pero también se puede beber el Espíritu. Dice San Efrén: “En adelante, comeréis una pascua pura y sin mancha, un pan fermentado y perfecto que el Espíritu ha amasado y hace cocer, un vino mezclado de fuego y de Espíritu”42. Y como el “vino mezclado de fuego y de Espíritu” no es otro que el vino de la Alianza Nueva y Eterna, la sangre del Cordero que contiene al Espíritu Santo, entonces se puede beber el Espíritu.

Lo que para el hombre es imposible, lo hace posible el poder trinitario en la Santa Misa: se puede comer el fuego y se puede beber el Espíritu, porque el pan del altar es el Cuerpo de Cristo, inhabitado por el Espíritu, que es fuego de Amor divino, y el vino del cáliz es la Sangre de Cristo que lleva en sí al Espíritu.

Así, el pan es Fuego y el vino es Espíritu.Es con estas dos claves con las cuales se emprende la lectura de esta pequeña

obra.

¿Y cuál es la clave para asistir a la Santa Misa? Nos lo dice el Padre Pío: “Como asistieron la Santísima Virgen y las piadosas mujeres; como asistió San Juan al sacrificio eucarístico y al sacrificio de la cruz”.

P. Álvaro Sánchez Rueda

III) SIN LA MISA NO PODEMOS VIVIR

La frase, en realidad, no es original. Es una adaptación de otra: “Sin el Domingo no podemos vivir” (Sine dominico non possumus), pronunciada por el mártir Emérito43

41 Cfr. SAN EFRÉN, Sermones de Semana Santa, IV, 4, en Hymni et Sermones, T. I, ed. S. Lamy, Malinas 1882, 415; cit. CONGAR, Y., El Espíritu Santo, Ediciones Herder, Barcelona 1991, 693.42 San Efrén, ibidem, 418.43 Cfr. Pasión de los santos Saturnino, Dativo y compañeros mártires de Abitina, XII, 3, (“Actas latinas de mártires africanos”, edición preparada por JERÓNIMO LEAL: Fuentes Patrísticas 22, Ed. Ciudad Nueva, Madrid 2009, 308-309).

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en el año 304, y citada por el Santo Padre Benedicto XVI en la Homilía de clausura del XXXIV Congreso Eucarístico italiano44. ¿Qué es lo que dijo el Papa en ese entonces?

El Papa destacó la presentación en el Congreso del domingo como “Pascua semanal” y como centro de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión, y recordó a 49 cristianos que fueron arrestados por Dioclesiano en el año 304 por haberse reunido el domingo para celebrar la Eucaristía, a pesar del edicto del Imperio que había prohibido las asambleas cristianas.

Al ser interrogados acerca del motivo por el cual habían desobedecido la orden del emperador, Emérito le dijo: “Sine dominico non possumus”, “sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades cotidianas y no sucumbir”.

Inmediatamente después de esa respuesta, y luego de atroces torturas, los 49 mártires de Abitene fueron asesinados. De esta manera, dice el Papa, “confirmaron así, con el derramamiento de sangre, su fe. Murieron, pero vencieron: nosotros los recordamos ahora en la gloria de Cristo resucitado”.

El Papa nos llama a reflexionar a nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre el testimonio de fe de estos mártires -“Tenemos que reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI”45-, porque en la actualidad, en la totalidad de los países en donde se encuentra establecida la Iglesia, se da un fenómeno radicalmente inverso al de los mártires: aún sin existir persecución religiosa cruenta en muchos países de Occidente -como sí había por ejemplo en México durante la “guerra cristera”, o en España, en la Guerra Civil Española, y como sí la hay, más o menos solapada, en países islámicos-, la asistencia a Misa dominical se encuentra en un franco declive, que se acentúa día a día.

En otras palabras, mientras que los mártires citados murieron por reunirse para celebrar el domingo como el Día de Señor resucitado, en nuestros días, una inmensa masa de bautizados en la Iglesia Católica, a pesar de contar con la más absoluta libertad religiosa, y con ausencia de persecución cruenta46, no asisten a Misa, de manera tal que los índices de asistencia dominical son alarmantemente bajos, incluidos –y en primer lugar- los países llamados “cristianos” o “católicos”.

¿Cuál es la causa de este fenómeno?Antes de intentar responder a la pregunta, proporcionaremos datos que

corroboran lo que acabamos de afirmar: la asistencia a la Misa dominical es cada vez más baja en la totalidad de los países llamados “católicos”.

Comenzaremos por México47 en donde sólo el 38% de los católicos, en el índice de religiosidad, se consideran de “alta religiosidad” –datos que se obtienen de tres variables: la importancia de la religión en la vida, la frecuencia de participación en servicios religiosos y el número de veces que reza a la semana-, es sorprendentemente

44 BENEDICTO XVI, Homilía en el Congreso eucarístico de Bari, 29-V-2005.45 Cfr. Ratzinger, ibidem.46 Aunque sí podemos decir que existe una sutil persecución, incruenta, que se da en diversos grados y que no es “cuantificable” en términos numéricos, como sí lo puede ser la cruenta. Los signos de esta persecución son perceptibles por todos: leyes anticristianas que propician la “cultura de la muerte” a través del aborto, la eutanasia; programas educativos con visión antropológica reduccionista al considerar al hombre solo como materia; visión hedonista de la vida y de la existencia humana propiciada por los medios de comunicación masiva, etc.47 Cfr. HERNÁNDEZ GARCÍA, G.; según el estudio “Valores y actitudes de los católicos”, realizado por la empresa Bimsa, encargado por el Instituto Mexicano de Doctrina Social (IMDOSOC) y hecho público en el año 2006.

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bajo –menos de la mitad del total-, si se considera que los mexicanos católicos corresponden al 85% del total de los habitantes del país48.

Pero los porcentajes son todavía más bajos si se consideran otras variables, como por ejemplo, el promedio de asistencia a misa: “En el último mes, en promedio, ¿con qué frecuencia asistió a servicios religiosos?”. Las respuestas fueron: “Una vez por semana”, 25%; “Sólo en ocasiones especiales”, 25%; “Nunca o casi nunca”,19%; “Más de una vez por semana” 14%; “Una vez al mes”, 14%; y “No sabe o no contesta”, 2%.

Es decir, del 85% original, correspondiente a la masa total de católicos declarados, sólo un 25% asiste a misa “una vez por semana”.

La conclusión es que, si bien el porcentaje inicial de 85% parece un número alto, menos de la mitad de ese total pueden considerarse católicos “practicantes”.

¿Qué sucede con el 60% restante? ¿Por qué no va a misa el domingo? Intentaremos un esbozo de respuesta más adelante, basados en otros datos, como por ejemplo, la difusión capilar por todos los estratos sociales de una mentalidad que no podemos decir que “tiende” a desacralizar el domingo49, sino que lo ha conseguido ya, instalando en el imaginario colectivo la convicción de que el “week-end” -comprendido el domingo, obviamente-, es para “disfrutar” según las posibilidades de cada cual: deportes (el fútbol se ha convertido en una religión pagana), política, diversión, paseos, compras, etc.

Desde esta óptica laicista, el domingo –la misa dominical- pasa a ser algo aburrido e intrascendente, que sólo puede ser llenado y convertido en atrayente (y divertido), si se aprovechan al máximo las posibilidades de esparcimiento que ofrece el mundo moderno.

También de España, otrora evangelizadora de América, puede decirse lo mismo. El año pasado, el 90,54% de los españoles se declaraba de religión católica, y un tercio de ellos se declaraba practicante.

Y sin embargo, la realidad social española no puede decirse impregnada por el cristianismo debido a que los cristianos están “tentados de secularismo y ‘mundanización’ integral”50, y a que “se cree menos en Jesucristo que en Dios, en la Iglesia que en Jesucristo, en algunos dogmas relacionados con la vida eterna menos que en la misma Iglesia. Esto indica que muchos que se dicen católicos en España no creen en las verdades, creencias y valores del Credo”51.

Otro país en el que se verifica disminución en la asistencia a la Misa dominical, es Italia, en cuyo territorio se encuentra el Estado Vaticano, y cuya historia como Nación está indisolublemente ligado al catolicismo, desde los inicios mismos de la Iglesia. Si bien los dos últimos Papas han asociado a Italia con el concepto de “país católico” y como tal, “reserva de valores espirituales para Europa y el mundo”52, la

48Cfr.http://cuentame.inegi.org.mx/monografias/informacion/mex/poblacion/diversidad.aspx?tema=me&e=1549 Cfr. Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina.50 Cfr. Monseñor Fernando SEBASTIÁN, vicepresidente de la Conferencia Episcopal española; cit. CASTELLVÍ, M., Aceprensa.51 Cfr. Azcona, F., “Seguidores de Jesús en el umbral del 2000. Diagnóstico del catolicismo español”. Esta incoherencia entre fe y vida salta a la vista no sólo en las opiniones ante hechos moralmente tan significativos como el aborto o el matrimonio entre homosexuales, sino en la realidad cotidiana, en especial en las grandes ciudades. Con respecto a esta incoherencia de vida, las cifras hablan por sí solas: el 40% de los españoles consideran el aborto como un derecho, el 24% como un problema que hay que tolerar, el 4% un delito y el 14% un asesinato. En este estudio aparece que incluso entre los católicos que se consideran practicantes, el aborto es admitido: mientras el 52% de los católicos lo definen como un delito o un asesinato, el 48% restante, no. Aunque también es posible rechazar el aborto aunque uno no lo identifique con un delito o un asesinato? Cfr. de Miguel, A., La sociedad española 1993-94.

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calificación desciende a “país vagamente cristiano” cuando se considera no el porcentaje declarado de asistencia a Misa dominical sino el real.

Efectivamente, cuando se observan los datos de asistencia declarados en el momento de la encuesta se tiene un dato que fácilmente puede engañar, ya que según estos números, Italia es una “potencia espiritual católica”53, pero cuando se verifican estos datos con el porcentaje real sobreviene la sensación de “zona de desastre”: en algunas parroquias el porcentaje descendió a la mitad de los declarados54, mientras que en otras, el porcentaje de asistencia real a la Misa de domingo fue un poco más de la mitad de lo declarado55. De ambas investigaciones surge que los practicantes efectivos son menos que los declarados.

Según el informe de un estudio del mes de mayo del año 2010 de la Universidad de Milán para la revista “Il Regno” (El Reino)56, “el futuro de la Italia religiosa adquiere el perfil de un país que de católico se convierte en genéricamente cristiano”57, debido precisamente a la distancia que hay entre la asistencia frecuente a Misa “declarada”  , es decir, la que se recoge de las respuestas a las indagaciones, y la asistencia “real”, o sea,

52 Cfr. MAGISTER, S., La Italia que va a misa de verdad: una investigación reveladora , http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1336858?sp=y:53 Cfr. MAGISTER, S., “Uno de los datos que probaría la capacidad y la vitalidad del catolicismo en Italia es la asistencia frecuente a la Misa dominical. Desde hace más de treinta años, todos los datos recogidos registran muy altos niveles de asistencia frecuente a la Misa, en comparación con otros países de Europa occidental: casi el 30% de la población dice que va todos los domingos, otro 20% entre una y tres veces al mes y otro 30% en Navidad, en Pascua y en las grandes festividades. Para comparar, basta pensar que en Francia los que dicen que concurren a Misa todos los domingos son menos del 5% de la población”. 54 La investigación se hizo en el patriarcado de Venecia, dirigido por el cardenal Angelo SCOLA, una diócesis con 365 mil habitantes, una porción pequeña de Italia. Los resultados no pueden por tanto hacerse extensivos automáticamente a la nación entera. Pero son de interés, también porque reflejan los resultados encontrados por investigaciones semejantes sobre las prácticas religiosas conducidas en Estados Unidos y en Gran Bretaña. La investigación se ha llevado a cabo a dos etapas. En un primer momento, se distribuyó a todos los que participaron en las 619 misas festivas celebradas en el patriarcado de Venecia el 13 y el 14 noviembre del 2004 un cuestionario que se les hizo llenar inmediatamente, en el cual se pedía a cada uno mencionar de cuantas otras misas festivas había participado en los cuatro domingos anteriores. En un segundo momento, en la primavera del 2005, se le hizo la misma pregunta sobre la asistencia a misa a una muestra de la población del patriarcado de Venecia. En ambos casos la edad de los encuestados tomada en consideración estuvo comprendida entre 18 y 74 años. En el survey, las respuestas han dado resultados cercanos a los nacionales de los últimos treinta años. El 26% afirmó ir a misa todos los domingos y el 16,5% dijo ir una a tres veces al mes. Sumados, los asistentes serían el 42,5% de la población del patriarcado. En cambio, fue netamente inferior la asistencia encontrada por la investigación simultánea en todas las iglesias del 13 y 14 de noviembre del 2004. Los que dijeron haber ido a misa también los cuatro domingos anteriores fueron el 15% de la población. Y los que dijeron haber ido de una a tres veces fueron el 7,7%. Sumados, el 22,7% de la población”. 55 Cfr. INTROVIGNE, M., ZOCCATELLI, P., La Messa è finita? Pratica cattolica e minoranze religiose nella Sicilia Centrale, Salvatore Sciascia Editore, Caltanissetta - Roma 2010, http://www.cesnur.org/2011/messa-cs.html: “I risultati presentano dati apparentemente discordanti tra le dichiarazioni degli intervistati circa la pratica religiosa (33,6%) e i frequentatori effettivamente rilevati dalla ricerca sul campo (18,5%)”. (Traducción: “Los resultados presentan datos aparentemente discordantes entre las declaraciones de los entrevistados acerca de la práctica religiosa (38%) y los que asisten efectivamente, relevados en la investigación sobre el campo (18, 5%)”).56 Cfr. SEGATTI, P., Qual’è lo stato del rapporto degli italiani con la religione oggi? Da cattolica a genericamente cristiana, en Revista Il Regno – Attualità, 26/05/2010.57 Cfr. Segatti, ibidem. Este cuadro de situación se obtiene luego de leer los resultados porcentuales obtenidos a la siguiente pregunta: “Excluidas las ceremonias tales como matrimonios, funerales y bautismos, ¿con qué frecuencia participa en Misa o en funciones religiosas?”. Los resultados son: Todos los domingos o una vez a la semana: 27,7 %; Dos o tres veces al mes: 16,1%; Una vez al mes: 13,7%; Dos o tres veces al año: 23,4%; Nunca: 18,3; No responde: 0,9%.

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la obtenida en el lugar y en el día en donde se celebra la Misa (parroquia, el día domingo).

La pérdida de la vida religiosa se da particularmente entre los más jóvenes, es decir, entre los nacidos después de 1981 y las generaciones anteriores. “Parece que observáramos realmente otro mundo”, escribe el profesor Segatti. “Los más jóvenes son entre los italianos los más ajenos a una experiencia religiosa. Van menos a la iglesia, creen menos en Dios, rezan menos, tienen menos confianza en la Iglesia, se definen menos como católicos y consideran que ser italiano no equivale a ser católico”58.

Se afirma además, con preocupación, que en el transcurso de sólo una generación, los católicos en Italia dejarán de ser mayoría: “Ya se entrevé la futura condición de minoría del catolicismo en Italia. Es imaginable que cuando los hijos de la generación más joven sean padres, darán una ulterior contribución a la secularización” 59.

Todos estos datos configuran a Italia como un caso similar al mexicano, aunque datos semejantes se dan también en EE. UU60.

58 Cfr. Segatti, ibidem.59 Cfr. ibidem.6029 Cfr. P. McCloskey, J., Benedicto XVI visita Estados Unidos, http://www.catholicity.com/mccloskey/papalvisit-spanish.html“La resaca de una época confusa. En 1950, una encuesta de Gallup reflejaba que tres de cada cuatro católicos norteamericanos asistían a la misa dominical con regularidad; en 2000, la cifra se aproximaba más a uno de cada cuatro. Siendo la asistencia a misa el principal indicador, todos los demás índices estadísticos de la práctica católica mostraron una decadencia similar entre 1960 y 2000. Durante este periodo se cerraron casi la mitad de las escuelas católicas. El número de matrimonios católicos celebrados en las iglesias descendió en más de un 30%, mientras que el de matrimonios anulados por tribunales diocesanos se disparó, pasando de unos 30 a 50.000 anuales. El número de sacerdotes disminuyó alrededor de un 20%, mientras que el número de ordenaciones cayó aproximadamente un 65%. Dos terceras partes de los seminarios del país cerraron sus puertas. Las monjas dedicadas a la educación, que en tiempos constituyeron la columna vertebral del gigantesco sistema educativo católico, casi desaparecieron. El número total de religiosas se vio reducido en más del 50%, pero las filas de las órdenes dedicadas a la educación sufrieron una mengua aún más vertiginosa: de 104.000 en 1965 a unas 8.000 a día de hoy. Una reciente encuesta sobre adhesión religiosa llevada a cabo por el Pew Forum on Religion and Public Life, reveló que alrededor de un tercio de los encuestados católicos afirmaban no reconocerse ya como tales (ver Aceprensa 27/08). Basándose en estos datos, la encuesta indicaba que ‘esto significa que aproximadamente el 10% de los norteamericanos son ex católicos’. Lo que representa unos treinta millones de ‘católicos que han roto con su fe o que ya no la practican’. Según mis propios cálculos, eso convertiría a los católicos no practicantes en la segunda ‘confesión’ de la nación en número de ‘fieles’ después de los católicos que siguen siéndolo efectivamente”.

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Los santos mártires de Abitene dieron sus vidaspor el Domingo, Día del Señor,

la “Pascua semanal”,en que se conmemora

la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Un último caso, todavía más paradigmático que el mexicano, el italiano, el estadounidense –y también el francés, en donde los practicantes bajaron al 5%- es el irlandés: según el arzobispo de Dublín, monseñor Diarmuid Martin, “hay parroquias en Dublín donde la presencia en la misa dominical asciende al 5% de la población católica y, en algunos casos, no llega al 2%. Algún domingo especial, un 18% de la población católica de la archidiócesis de Dublín asiste a misa”61.

Por último, sólo como confirmación de que el fenómeno es generalizado, traemos a colación los datos de la Iglesia vasco-española, tomados de un diario digital local62, en donde se afirma que “en la última década (…) la asistencia a misa se ha desplomado a un 20%”, disminuyendo todavía más entre los jóvenes, cuyo porcentaje es del 16% para la franja comprendida entre los 18 y 25 años63.

Una vez obtenido este panorama trataremos de contestar —con las limitaciones inherentes al presente trabajo—, desde la óptica del Santo Padre Benedicto XVI, la pregunta inicial: ¿cuál es la causa del abandono masivo de la Misa dominical por parte de los católicos?64.

A modo de un anticipo de respuesta, citamos al arzobispo de Dublín: “Es sólo la presencia de la gracia de Dios la que nos da la valentía de esperar incluso en nuestra aparente impotencia”65.

Continuando con el Santo Padre, retomamos su homilía sobre los mártires de Abitene y los difíciles días en que les tocó vivir para profesar su fe. El Papa traslada esos tiempos a los nuestros: “Tampoco es fácil para nosotros vivir como cristianos. Desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que nos encontramos, caracterizado con frecuencia por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa, por el secularismo cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto tan duro como ese desierto “grande y terrible” (Dt 8, 15) del que nos habla el Libro del Deuteronomio. Dios salió en ayuda del pueblo judío en dificultad con el don del maná para darle a entender que “no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3). En el Evangelio, Jesús nos explica cuál es el pan al que Dios quería preparar al pueblo de la Nueva Alianza con el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, dice: “Éste es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 58). El hijo de Dios, haciéndose carne, podía convertirse en Pan y de este modo ser alimento de su pueblo en camino hacia la tierra prometida del Cielo”66.

61 Cfr. http://www.alfayomega.es/Revista/2011/741/14_reportaje1.php; cfr. Agencia Zenit, Martes 07 de junio de 2011; http://www.zenit.org/article-39522?l=spanish62 Cfr. http://www.deia.com/2010/08/30/sociedad/euskadi/la-vertiginosa-caida-de-fieles-preocupa-a-la-jerarquia-de-las-tres-diocesis-vascas.63 Cfr. ibidem.64 Sin embargo, dejaremos en el aire la pregunta del Cardenal Giovanni BATTISTA RE: ¿Cómo hacer para que la gente vaya a Misa el domingo?”.65 Cfr. Zenit, art. cit.66 Cfr. Ratzinger, ibidem.

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Según el Santo Padre, nuestro mundo es también un lugar difícil, como el de los mártires de Abitene, porque puede equipararse al desierto que tuvieron que cruzar los israelitas para llegar la Tierra Prometida. Y al igual que los israelitas, que fueron alimentados con un maná celestial, también nosotros lo necesitamos, pero la diferencia con ellos es que nuestro maná es el “verdadero maná bajado del Cielo” (cfr. Jn 6, 37), esto es, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía, para “afrontar los esfuerzos y cansancios del viaje”.

Podemos agregar que la otra diferencia con los israelitas es que nuestro destino final no es la Jerusalén terrena, sino la celestial, y por eso es que sólo la Eucaristía, que dona la Vida eterna –“El que coma de este Pan tiene vida eterna” (cfr. Jn 6, 51)-, es el único alimento capaz de hacernos llegar a nuestra meta final.

Y a la Eucaristía la recibimos, ante todo, en la Santa Misa; es por eso que la asistencia a Misa del domingo no puede nunca reducirse a un rito vacío o a un “hábito cultural”, ya que se trata del encuentro personal con el Dios de la Eucaristía, que salva al hombre conduciéndolo a la eternidad: “El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerza de Él, que es el Señor de la vida. El precepto festivo no es por tanto un simple deber impuesto desde el exterior. Participar en la celebración dominical y alimentarse del Pan eucarístico es una necesidad para el cristiano, quien de este modo puede encontrar la energía necesaria para el camino que hay que recorrer. Un camino que, además, no es arbitrario: el camino que Dios indica a través de su ley va hacia la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. Seguirlo significa para el hombre realizarse a sí mismo, perderlo es perderse a sí mismo”67.

Luego, el Santo Padre cita la promesa de Jesús de que a aquel que “coma su carne y beba su sangre” Él le dará “vida eterna”, y reflexiona acerca de la alegría que esto debería suscitar en quien lo escucha. Pero a continuación cita la respuesta de los contemporáneos de Jesús, que se escandalizan al interpretar sus palabras en un sentido racionalista y materialista: “El Señor no nos deja solos en este camino. Él está con nosotros; es más, desea compartir nuestro destino hasta ensimismarse con nosotros. En el coloquio que nos acaba de referir el Evangelio, dice: ‘El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él’ (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarnos por una promesa así? Sin embargo, hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: ‘¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?’ (Jn 6, 52)”.

Para el Santo Padre la respuesta incrédula ante las palabras de Jesús, que revelan a un Dios cercano a los hombres, tan cercano, que se dona como alimento, se repite en el tiempo: “A decir verdad, aquella actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Parecería que, en el fondo, la gente no tiene ganas de tener a Dios tan cerca, tan disponible, tan presente en sus vicisitudes. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, más bien alejado”.

Es esta, entonces, la respuesta del hombre contemporáneo al don de Dios: “Quédate lejos”, parece decirle, “porque estamos bien sin ti; nos bastan los atractivos de la modernidad, y podemos vivir sin ti, y por eso no vamos a la búsqueda de tu encuentro el domingo”.

Expresión y actitud muy distantes –en las antípodas- a las de los mártires de Abitene, la cual es idéntica a la de San Ignacio de Antioquia: “¿Cómo podremos vivir sin aquél a quien esperaron los profetas?” (Epistula ad Magnesios, 9, 1-2).

Pero los cristianos no pueden permanecer en este estado de rechazo del día del Señor, el domingo. Según el Santo Padre, los cristianos deben volver a “encontrar la conciencia de la decisiva importancia de la celebración dominical”, para “sacar de la

67 Cfr. Ratzinger, ibidem.

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participación en la Eucaristía el empuje necesario para un nuevo compromiso en el anuncio al mundo de Cristo ‘nuestra paz’ (Ef 2, 14)”68.

En síntesis, si no interpretamos erróneamente el pensamiento del Santo Padre, los cristianos de hoy se diferencian de los mártires de Abitene por un aspecto, y es la valoración radicalmente distinta que unos y otros hacen del Domingo: mientras para los mártires es indispensable para la vida –sin el domingo no pueden vivir-, para la inmensa mayoría de los cristianos de hoy no lo es –pueden vivir tranquilamente sin la Misa del domingo-.

Y entonces surge otra pregunta: ¿es que todo el mundo se ha vuelto ateo? No necesariamente porque, como decíamos más arriba, en todas las encuestas, el porcentaje de ateos declarados no supera un 5% promedio de la población general. En otras palabras, la gente continúa siendo “religiosa”, pero no cristiana.

Entonces, si por un lado los ateos son pocos, y por otro, los que no lo son, son “religiosos”, concluimos que lo que sucede es que el culto al Dios verdadero, tributado en la Santa Misa dominical, ha sido reemplazado por dioses construidos por el hombre, todos falsos, vacíos, caducos, con pies de barro -el fútbol, la política, las diversiones, los “paseos de compras”, el “week-end” entendido como espacio de gozo mundano, etc.-, dioses los cuales –vanamente- buscan saciar la sed que de Dios tiene todo ser humano.

Estos “dioses mundanos”, sumados a los Nuevos Movimientos Religiosos (NMR), constituyen la característica religiosa central del Siglo XXI: el neopaganismo como sustitución de la adoración al Dios verdadero.

Es lo que sostenía desde hace tiempo el Santo Padre Juan Pablo II quien, en una visita a España, criticó la “neopaganización” que invade a ciertos sectores de la sociedad española69.

Catacumba de los santos mártires de Abitene. “Dilexit Ecclesiam”

(Amaron a la Iglesia Católica)Año 303 de la era cristiana.

68 Cfr. Ratzinger, ibidem.69 Cfr. EGURBIDE, P., El Papa critica el “neopaganismo” y la “crisis moral” de la sociedad española, Roma - 24/09/1991. “En esa oportunidad, Juan Pablo II aludió de forma especial a “una concepción puramente economicista del desarrollo”, desde la cual, “en nombre de los derechos humanos, concebidos con frecuencia desde un individualismo narcisista y hedonista, se promueve el permisivismo sexual, el divorcio, el aborto y la manipulación genética”.

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También lo sostiene, por ejemplo, el cardenal Paul Poupard, de cuya magistral conferencia nos servimos: “Cada vez que lo religioso, transmitido por las Iglesias, se hace menos vivo y menos visible, las personas se van hacia los productos substitutos. He aquí, me parece, uno de los caracteres notables de la cultura de nuestro tiempo que explica, en parte, esta aparición de las sectas”70.

En el mismo sentido y con el mismo espíritu del magisterio pontificio, dice Mons. Zecca, analizando el pensamiento de Benedicto XVI71 acerca de los peligros que implica descuidar la liturgia: “…el relajamiento y descuido de la disciplina litúrgica en la que parece que se puede cambiar todo –menos, en todo caso, la consagración-, y que esto puede disponerlo no sólo la autoridad central sino también las instancias locales. Tras el cansancio de una liturgia hablada –de la que se han eliminado los signos, la música sacra, los gestos, los silencios- se desea una liturgia más vivencial. Pero en lugar de retornar a la tradición, a lo mandado por el Concilio en la Constitución sobre la Liturgia, esta búsqueda de lo vivencial no tarda en acercarse a las tendencias del New Age: se busca lo embriagador y extático, y no la “logiké latreia”, la “rationabilis oblatio”, el “culto razonable” del que hablan el Apóstol Pablo (cfr. Rm 12, 1) y la liturgia romana”72.

En otras palabras, según Mons. Zecca –que interpreta a su vez el pensamiento de Benedicto XVI-, el descuido de la liturgia conlleva un grave peligro para la fe, pues esta, al aislarse de la tradición y de lo mandado por el Concilio, se convierte en “vivencial”, y de lo vivencial pasa a la “tendencia New Age”, lo cual es sinónimo de irracionalidad.

Este gravísimo peligro se deriva de otro, anterior, y es la pérdida del “principo de autoridad apostólicamente fundado”, so pretexto de un erróneo principio de “democratización eclesiástica”, en la cual la fe y la moral se subordinan al poder73.

Una liturgia así descuidada, rápidamente se desvía en un sentido contrario al que conduce al Dios Trino, para desbarrancarse en los oscuros abismos de la Nueva Era, arrastrando en su caída a los fieles laicos, quienes de esta manera prontamente abandonan la Iglesia, para entrar en las sectas. ¿Cuál es la solución, según este mismo autor, para que se revitalice la fe del Pueblo de Dios? Volver a una “correcta hermenéutica del Concilio Vaticano II, en el sentido indicado por la Iglesia en Sacrosanctum Concilium y Sacramentum Caritatis74.

Y en el mismo sentido, abunda el Santo Padre Benedicto XVI, cuando sostiene que una de las causas del avance de las sectas y del racionalismo, males propios de nuestra época, es el descuido de la religiosidad popular, toda vez que representa la forma de la fe recibida en el “corazón del pueblo”: “La religiosidad popular es el humus sin el cual la liturgia no puede desarrollarse. Desgraciadamente muchas veces fue despreciada e incluso pisoteada por parte de algunos sectores del Movimiento Litúrgico y con ocasión de la reforma postconciliar. Y, sin embargo, hay que amarla, es necesario purificarla y guiarla, acogiéndola siempre con gran respeto, ya que es la manera con la que la fe es acogida en el corazón del pueblo, aun cuando parezca extraña o

70 Cfr. Conferencia del Cardenal Paul POUPARD La Iglesia ante las nuevas formas de religiosidad y el neopaganismo, en el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo, Niza, 01/04/98, y publicado en la revista “Culturas y Fe”, Volumen VI Nº 3/1998.71 Cfr. RATZINGER, J., Discurso a Obispos latinoamericanos: Situación actual de la Fe y la Teología, Guadalajara, 10 de mayo de 1996.72 ZECCA, H. A., Iglesia y cultura en el siglo XXI. Una mirada teológica, Ediciones Ágape, Buenos Aires 2011, 64.73 Cfr. Zecca, ibidem.74 Cfr. Zecca, ibidem.

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sorprendente. Es la raigambre segura e interior de la fe. Allí donde se marchite, lo tienen fácil el racionalismo y el sectarismo”75.

Frente a esta actitud del hombre contemporáneo, de abandonar el culto al Dios verdadero, Cristo Dios dice desde la Eucaristía: “Me abandonaron a Mí, que soy la fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (Jer 2, 13).

Dios ha sido arrojado del horizonte del hombre, pero como el hombre es un ser esencialmente religioso, la sed de Dios vuelve una y otra vez, y así el hombre busca sucedáneos “particularmente, a través de las sectas. (…) A esto se agrega la influencia profunda y punzante de los medios de comunicación y sobre todo de la televisión, que presentan una visión puramente horizontal de la realidad, una versión de la vida sin horizontes. Esta visión del mundo es tan asfixiante y sofocante, que las personas tienen necesidad de otra cosa y lo buscan no importa dónde”76.

Gran parte de esta desorientación del hombre moderno se debe a una “cierta tendencia” en la Iglesia a exaltar lo social, en desmedro del misterio cristiano. Dice el cardenal Poupard: “El filósofo cristiano Gabriel Marcel decía: ‘Sin el misterio, la vida sería irrespirable’. Creo que esto es totalmente cierto. Es necesario reconocerlo con humildad: ha habido por parte de algunos, también en la Iglesia, una tendencia a hablar menos del misterio, a insistir más que nada en lo social, en las consecuencias sociales y políticas del Evangelio. Esto último es también y a la vez sumamente necesario, pero con la condición de no olvidar la fuente”.

Y el misterio sobrenatural presente, vivo y latente, que ha sido dejado de lado por esta tendencia “socializante”, es la Eucaristía; de ahí que la consecuencia lógica haya sido el abandono masivo de la asistencia a la misa dominical: “Se ha producido una cierta pérdida del sentido del misterio, lo cual ha alimentado esta necesidad de ir hacia otra cosa (…): la New Age: la nueva era, el retorno del paraíso perdido y de la edad de oro: nos encontramos con los mitos paganos, con un despertar del paganismo bajo formas renovadas”77.

Proféticamente anticipaba esta deriva neo-pagana de la Iglesia San Pío X, al advertir la insólita pretensión de reemplazar el depósito de la fe por elucubraciones humanas: “Igualmente, repruebo todo error que consista en sustituir el deposito divino confiado a la esposa de Cristo y a su vigilante custodia, por una ficción filosófica o una creación de la conciencia humana, la cual, formada poco a poco por el esfuerzo de los hombres, sería susceptible en el futuro de un progreso indefinido. Consecuentemente: mantengo con toda certeza y profeso sinceramente que la fe no es un sentido religioso ciego que surge de las profundidades tenebrosas del "subconsciente", moralmente informado bajo la presión del corazón y el impulso de la voluntad, sino que un verdadero asentamiento de la inteligencia a la verdad adquirida extrínsecamente por la enseñanza recibida EX CATEDRA, asentamiento por el cual creemos verdadero, a causa de la autoridad de Dios cuya veracidad es absoluta, todo lo que ha sido dicho, atestiguado y revelado por el Dios personal, nuestro creador y nuestro Maestro”78.

¿Cuál es la solución? La conversión del alma a Dios, según las palabras de Jesús: “Conviértanse porque el Reino de Dios está cerca” (Mt 4, 17), que podemos traducir como: “Vuélvanse sobre ustedes mismos, aléjense de los ídolos, acérquense al Dios vivo; ustedes que hacen el mal, hagan el bien; amen a su prójimo, amen a sus enemigos como Yo los he amado desde la cruz”.

75 RATZINGER, J., El espíritu de la liturgia, Ediciones Cristiandad.76 Cfr. Poupard, o. c.77 Cfr. Poupard, ibidem.78 Cfr. S. S. PÍO X, Motu Proprio Sacrorum Antistitum.

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¿Por qué el neopaganismo es tan atractivo? Porque debido a que cada uno se construye su propia religión no es necesaria la Misa, que exige el cambio de corazón, ni “ninguna obligación moral o ética”79.

Es por esto que “lo que algunos llaman un retorno de lo religioso no es, por eso, un retorno a la fe cristiana, sino por el contrario, portador de un retorno en retroceso, una regresión al paganismo”80.

De esta manera, la Iglesia del siglo XXI se enfrenta a desafíos distintos a los desafíos que presentaba el paganismo pre-cristiano: “La Iglesia se encuentra frente a nuevos paganos que no son incrédulos, sino que son hombres y mujeres que han sido creyentes, pero cuya fe poco a poco se ha adormecido. Están dispuestos a creer en algo que no es más el Dios de Jesucristo, sino algo que los aferra con algo”. (…) Así, sobre nuestras tierras antiguamente cristianas, en el umbral del tercer milenio, surge ahora un hombre nuevo, que es a la vez religioso y pagano: es a él a quien la Iglesia debe anunciar el Evangelio y, en términos de inculturación enseñarle a hablar en su lengua, la lengua de Dios, al mismo tiempo que está sumergido en las culturas dominantes. Al igual que San Pablo y los primeros apóstoles han sabido responder a las expectativas del mundo que era el del imperio romano de la época, nosotros tenemos que responder hoy en día a las expectativas de nuestros contemporáneos, quienes son los nuevos buscadores de Dios. No podemos contentarnos con calificarlos, o mejor dicho descalificarlos, diciendo “éstas son sectas”. Debemos condenar los movimientos aberrantes pero debemos ir hacia las personas: “frente a estas manifestaciones, con frecuencia tenemos el corazón endurecido y la inteligencia flácida, cuando en realidad deberíamos tener un pensamiento fuerte y un corazón líquido” (Jacques Maritain)”81.

Así, al problema del paganismo y del neo-paganismo se le agrega, en palabras de Benedicto XVI, la “problemática interior”82 de muchos cristianos que, aún cuando manifiestan querer seguir perteneciendo a la Iglesia, “están naturalmente formados y plasmados en su interior por la modalidad moderna de pensar”, que no es otra cosa que el “relativismo”83, para el cual no existe la Verdad Absoluta.

Ahora bien, puesto que la “Verdad absoluta” surge del Ser divino, que es a su vez Trinidad de Personas, lo cual a su vez significa que el hombre puede entablar un verdadero diálogo de vida y de amor, esto es, una intercomunicación entre su persona humana con las Personas divinas, el reemplazo de esta Verdad Absoluta por el relativismo trae como consecuencia directa, en la vida religiosa del hombre, la supresión no solo de las Personas divinas, sino de la propia persona, con lo cual el diálogo y, aún más, el sujeto mismo, son reemplazados por una “etapa superadora”, la inmersión de un no-sujeto en la nada cósmica: “No se trata, en este caso, del encuentro del yo con el tú o con el nosotros, sino de la superación del sujeto en el retorno a la danza cósmica. Se propone una moderna mística en la que el absoluto no se puede creer sino sólo experimentar. Dios no es una persona que está frente al mundo, sino la energía espiritual que lo invade todo. En este supuesto la redención consiste en el desenfreno del yo, en la inmersión en la exhuberancia de lo vital, en el retorno al Todo”84.

Y “el sujeto inmerso en la danza cósmica”; la “experimentación de un Dios en el que no se puede creer”; el “Dios que no es persona sino energía”; el “desenfreno del yo que retorna al Todo”, es lo propio del paganismo, a lo cual conduce el relativismo. Y

79 Cfr. Poupard, ibidem.80 Cfr. Poupard, ibidem.81 Cfr. Poupard, ibidem.82 Cfr. BENEDICTO XVI, Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald, Editorial Herder, Barcelona 2010, 69.83 Cfr. Benedicto XVI, Luz del mundo, 63.84 Zecca, Iglesia y cultura en el siglo XXI, 63.

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como el relativismo es el fruto envenenado del panteísmo, el cual niega la divinidad a la Persona de Jesucristo para atribuirla al “Todo” difuso, es que los Papas santos nos advierten acerca del peligro: “Profeso estar completamente indemne de este error de los modernistas, que pretenden no hay nada divino en la tradición sagrada, o lo que es mucho peor, que admiten lo que hay de divino en el sentido panteísta, de tal manera que no queda nada más que el hecho puro y simple de la historia, a saber: El hecho de que los hombres, por su trabajo, su habilidad, su talento continúa a través de las edades posteriores, la escuela inaugurada por Cristo y sus Apóstoles”85. 

Entonces, dominados por esta ideología del relativismo, habiendo abandonado la certeza en la Verdad Absoluta, los cristianos –o ex-cristianos- son presa fácil de los paganos, que son los que forman la élite mundial (según algunos autores).

En otras palabras, a la problemática derivada de los cristianos que abandonan la Iglesia por los Nuevos Movimientos Religiosos, todos paganos, se le agrega el hecho de que muchos de los que quedan, al estar dominados por el relativismo, viven en la práctica como cristianos nominales, incapaces de transformar el mundo para Cristo, y aceptando voluntariamente ser “dominados por una élite de líderes de opinión”86

quienes, a su vez, tampoco son cristianos.Continúa el cardenal, citando al Papa87: “Tenemos que traducir todo esto en

nuestra vida cotidiana, como recientemente el Santo Padre lo ha dicho al recibirme con mis colaboradores: ‘El misterio de la fe sólo puede vivirse de manera existencial. El encuentro multiforme del ateísmo, la increencia y la indiferencia religiosa requieren la existencia de creyentes bien afirmados en sus convicciones y viviendo una experiencia cristiana, dicho de otra manera, poseyendo una formación sólida que no esté separada de la oración y del testimonio evangélico. La fe es un don de Dios, una gracia, y ella supone el Amor’”88.

Y para esto es, precisamente, un “librito” como este: para que “existan creyentes bien afirmados en sus convicciones y viviendo una experiencia cristiana”, regresando a la fuente de la fe, el Amor, que se dona en la Santa Misa. Estamos convencidos, en la línea del Santo Padre, que el culto cristiano –la Santa Misa- marca un punto de inflexión en el regreso del hombre a Dios, pues en ella –y en el Sacramento de la Confesión- se cumple la parábola del hijo pródigo, que regresa arrepentido a la casa paterna y es recibido por el padre con los brazos abiertos: “El culto es percatarse de la caída, es, por así decirlo, el instante del arrepentimiento del hijo pródigo, el volver-la-mirada al origen. Puesto que, según muchas filosofías, el conocimiento y el ser coinciden, el hecho de poner la mirada en el principio, constituye también, y al mismo tiempo, un nuevo ascenso hacia él”89.

Y junto con el Amor de Dios donado en la Santa Misa, en la Eucaristía, vienen para el hombre el encontrar el sentido a su paso por la tierra, y la alegría de vivir, porque esta vida ya no es más un sin-sentido, sino un preámbulo para la vida eterna, porque se participa del Dies Domini, del Día del Señor resucitado, que se manifiesta en su Iglesia como se manifestó a las santas mujeres, a los discípulos de Emaús y a los Apóstoles: “Para el domingo, pues, resulta adecuada la exclamación del Salmista: ‘Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo’ (Sal 118 [117]). Esta invitación al gozo, propio de la liturgia de Pascua, muestra el asombro que experimentaron las mujeres que habían asistido a la crucifixión de Cristo cuando, yendo al sepulcro “muy temprano, el primer día después del sábado” (Mc 16,2), lo encontraron 85 Cfr. S. S. PÍO X, Motu Proprio Sacrorum Antistitum.86 Cfr. SEEWALD, P., en Benedicto XVI, Luz del mundo, 69.87 JUAN PABLO II. N. del A.88 Aunque agregamos que llega por la predicación: fide ex auditu, después actúa el Espíritu.89 Cfr. RATZINGER, J., El espíritu de la liturgia, Ediciones Cristiandad, Madrid3 2005.

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vacío. Es una invitación a revivir, de alguna manera, la experiencia de los dos discípulos de Emaús, que sentían “arder su corazón” mientras el Resucitado se les acercó y caminaba con ellos, explicando las Escrituras y revelándose “al partir el pan” (cfr. Lc 24, 32-35). Es el eco del gozo, primero titubeante y después arrebatador, que los Apóstoles experimentaron la tarde de aquel mismo día, cuando fueron visitados por Jesús resucitado y recibieron el don de su paz y de su Espíritu (cfr. Jn 20,19-23)”90.

Los cristianos de hoy, según Benedicto XVI, debemos volver la mirada a los mártires, como los de Abitene, y decir junto con ellos: “Sin el Domingo, Día del Señor, sin la Misa, renovación del sacrificio de la cruz, no podemos vivir”.

Por lo mismo, debido a que la Misa es la renovación del sacrificio incruenta del sacrificio de la cruz, es que, para asistir a Misa y para poder vivir y aprovechar todo lo que ese misterio insondable representa, es necesario antes tener presente las palabras de Jesús: “Quien no carga la cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (cfr. Lc 14, 25-33).

La condición para seguir a Jesús –o, lo que es lo mismo, la condición para asistir a Misa- es tomar la cruz, porque no es posible su seguimiento de otra manera. Y aunque a lo largo de la historia innumerables santos nos dan ejemplo de cómo llevar la cruz, es la Virgen María, quien acompañó a su Hijo por el Camino Real de la Cruz hasta llegar al Calvario, la nos puede ayudar a cargar la cruz para así, con la cruz a cuestas, asistir al sacrificio del altar.

María es el ejemplo inigualable de cómo seguir a Jesús en el camino del Calvario, con la cruz a cuestas, y es por lo mismo nuestro modelo a imitar para asistir a Misa. María ama a Cristo más que a sus padres y más que a su propia vida, porque Ella arriesga la arriesga al acompañar a su Hijo Jesús al Calvario. Y no sólo la arriesga, porque quienes quieren matar a su Hijo no dudarían en matarla a Ella si se interpusiera de alguna manera. Así María dona su vida, que es su Hijo, en oblación al Padre, en la cima del Calvario.

Al entregar a su Hijo en sacrificio, María hace más que seguir a Jesús en la cruz: con la entrega de su Hijo, se entrega a sí misma, porque su Hijo es su vida, y no en un sentido figurado, sino real: Cristo, en cuanto Hombre-Dios, es la Vida en sí misma, la Vida divina, y María está llena de esa Vida divina. Al entregar a su Hijo en la cruz, María entrega su Vida, la fuente de su Vida; entrega su ser, su corazón, su alma, su vida entera. Aunque continúa viva, María muere por el dolor de ver morir a su Hijo que es su vida.

María, sin llevar la cruz materialmente lleva la cruz de Jesús, porque lo acompaña a lo largo del Calvario, haciendo más dulces las amargas horas de la Pasión; suavizando, con su amorosa presencia de Madre, las duras horas del Calvario.

Porque María está al lado de Jesús es que, sin llevar la cruz, no solo toma la suya, sino que ayuda al mismo Hijo de Dios a llevar su cruz hasta la cima del Monte Calvario.

“Quien no carga la cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”. María es ejemplo inigualable de cómo seguir a Cristo en el camino de la Cruz, en un camino que no tiene nada de atractivo desde el punto de vista humano. Por el contrario, la Cruz es dolor, amargura, soledad, mortificación, ultrajes, humillaciones, incomprensión. La Cruz es la suma del dolor; en la cruz se concentra el dolor del Hijo y de la Madre y en el dolor del Hijo y de la Madre está el dolor de todo el mundo.

Todo dolor humano está contenido y asumido en la Cruz y a ningún ser humano se lo priva de este don, de la participación en el dolor de Cristo y María. Cargar la cruz y seguir a Cristo es aceptar como María el dolor, la tribulación, la desolación, la

90 JUAN PABLO II, Carta apostólica Dies Domini, sobre el domingo, 31 de mayo de 1998, 1.

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amargura, la desesperanza, como participaciones a la Gran Tribulación de la cruz. Si nos quejamos de la cruz, nos quejamos de Jesús que cuelga de ella, y nos quejamos de María, que está al pie.

“Quien no carga la cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”. María nos da ejemplo de cómo seguir a Cristo hasta el Calvario y de cómo entregar la vida junto a su Hijo. María nos acompaña hasta el Calvario, y la Iglesia no sólo nos acompaña, como María, hasta el Calvario, sino que nos hace presente, en su misteriosa realidad, en cada misa, la misma cruz de Cristo, al mismo Cristo crucificado.

Por este hecho porque hace presente a la cruz de Cristo, es que el domingo constituye para el cristiano el centro de su vida, así como el sol es el centro del sistema solar. El domingo –la Misa dominical- es la verdadera y única fiesta del cristiano, la verdadera y única fuente de alegría y de esperanza, porque es la “pascua semanal” de Jesús: “El domingo es, para el cristiano, la verdadera medida del tiempo, lo que marca el ritmo de su vida. No se apoya en una convención arbitraria, sino que lleva en sí la síntesis única de su memoria histórica, del recuerdo de la creación y de la teología de la esperanza. Es la fiesta de la Resurrección para los cristianos, fiesta que se hace presente todas las semanas, pero que no por eso hace superfluo el recuerdo específico de la Pascua de Jesús”91.

La Virgen María nos acompaña a Misa, que es Calvario y que es Domingo de Resurrección, para que nos encontremos con Jesús, que viene a nosotros en cada Eucaristía para donarnos el Amor suyo y del Padre, el Espíritu Santo.

Ir a Misa entonces no es “ir a cumplir un rito obligatorio”, al cual no le veo el sentido; es ir al encuentro de Jesús, que por mí desciende al altar, y es ir a recibir el don del Amor del Padre, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo en la Eucaristía.

Por último, asistir a Misa es ir a participar de la Pasión de Jesús, según la invitación de Jesús a sus discípulos en el Evangelio según San Mateo: “Subamos a Jerusalén” (20, 17-19). Con esta expresión, Jesús no está proponiendo a sus discípulos una recorrida turística; al decirles que suban a Jerusalén, no los está invitando a un paseo: los está invitando a participar de su Pasión, puesto que Él sube a Jerusalén para sufrir la Pasión y para morir en cruz.

Cuando Jesús les dice: “Subamos a Jerusalén”, les está diciendo, en realidad, “Subamos al Calvario”, porque en Jerusalén se encuentra el Calvario: en Jerusalén será entregado y traicionado, y en Jerusalén sufrirá la Pasión y muerte en cruz.

Así como para Jesucristo subir a Jerusalén implicó sufrir la Pasión y la muerte en cruz, así, de un modo análogo debe ser para el cristiano el asistir a Misa, porque la Santa Misa es la renovación incruenta del mismo y único sacrificio en cruz. En otras palabras, así como subir a Jerusalén le significó a Jesucristo subir para ser crucificado, así para el cristiano asistir a Misa se traduce en morir al hombre viejo y nacer a la vida de los hijos de Dios.

Si se asiste a Misa, pero no se cambia el corazón; si se asiste a Misa, pero se inmisericordioso, y no deja que la gracia transforme su corazón de piedra en un corazón de hijo de Dios, es como los fariseos que asistieron a la crucifixión de Jesús: estuvieron delante de Cristo crucificado, y no cambiaron su corazón.

Demostraremos que para nosotros la muerte de Jesús no fue en vano si, subiendo al Calvario del altar, es decir, asistiendo a Misa, nuestro corazón se convierte por la gracia.

91 RATZINGER, J., El espíritu.

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IV) ¿QUÉ ES LA MISA?

Para responder a esta pregunta no bastarían todos los libros escritos por todos los teólogos, doctores y santos de la Iglesia Católica, en toda su historia. ¿Por qué? Porque la Misa es un misterio sobrenatural, lo cual quiere decir que supera infinitamente nuestra capacidad de comprensión por medio de la razón. Y lo mismo le pasa a los ángeles. Cometeríamos un gran error de apreciación y de aproximación a la Misa si intentáramos explicarla con los solos argumentos y capacidades de la razón.

No quiere decir que sea “irracional”, ni tampoco quiere decir que la razón no pueda conocer a Dios, puesto que esto también sería un grave error, ya que “la razón sí puede conocer a Dios con certeza, por medio de las cosas creadas”92; por otra parte, la negación de esta verdad, conduce al ateísmo93. Lo que queremos decir es que se trata de un misterio supra-racional, en el sentido de que supera a la razón, ya que proviene del seno mismo de Dios Trinidad. Ni siquiera con la fe podemos “entender” qué es la Misa, aunque sí podemos vislumbrar y aprehender algo del misterio que se encuentra delante de nuestros ojos, por medio de la razón iluminada por la fe.

Pero no solo la Santa Misa, sino toda la Sagrada Escritura y principalmente el Hombre-Dios, nuestro Señor Jesucristo, poseen este carácter sobrenatural, el cual es testificado por los milagros y las profecías, como lo dice Jesús: “Si vosotros no me creéis por la palabra, creed al menos a causa de mis obras” (cfr. Jn 14, 1-11). En el

92 S. S. PÍO X, Carta Encíclica Pascendi sobre las doctrinas de los modernistas, 4.93 Cfr. Pío X, ibidem.

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mismo sentido lo afirma San Pío X en el Juramento anti-Modernista: “En segundo lugar, admito y reconozco los argumentos externos de la revelación, es decir los hechos divinos, entre los cuales en primer lugar, los milagros y las profecías, como signos muy ciertos del origen divino de la religión cristiana. Y estos mismos argumentos, los tengo por perfectamente proporcionados a la inteligencia de todos los tiempos y de todos los hombres, incluso en el tiempo presente”94.

Considerando esto previamente, podemos decir que la Misa es la renovación del mismo y único sacrificio de la cruz realizado por el Hombre-Dios Jesucristo en el año 33 de la era cristiana, renovado sacramental e incruentamente bajo las especies de pan y vino.

¿De qué manera se puede hablar de un sacrificio incruento o “no sangriento”? Por lo pronto, es necesario admitir la unicidad de ambos sacrificios, el cruento del Calvario, y el incruento del altar eucarístico, es decir, hay que admitir que es un solo y único sacrificio, y no dos distintos.

Según un autor, constituiría un peligro el creer que hay dos sacrificios distintos: uno sangriento, el de la Cruz, y el otro no sangriento, el de la Misa95. Es el único sacrificio redentor, que fue sangriento, el que en cada Misa nos es brindado bajo el rito incruento de la doble consagración del pan y del vino, lo cual es un misterio insondable. Todo el drama de la Pasión sangrienta y de la redención del mundo está ahí, delante nuestro, bajo los velos de la dulzura, de la paz y de la solemnidad de la liturgia eucarística de consagración96.

Al analizar una famosa pintura medieval, este autor se pregunta: ¿no es este misterio97 el que Matthias Grünewald quiso evocar en el gran retablo de Colmar, cuando, bajo los pies tumefactos y sangrantes del inmenso Crucificado, colocó el cáliz de la Misa y el blanco esplendoroso del Cordero inmaculado?”98. En el cuadro –el cual se encontraba en un convento donde se alojaban los enfermos afectados de las epidemias de peste bubónica durante la baja Edad Media99- podemos ver, hacia la izquierda, la Virgen está sostenida en los brazos de San Juan, mientras que la Magdalena, arrodillada, eleva sus manos y las retuerce por el dolor, con el vaso de alabastro a sus pies.

A la derecha Juan Bautista mira al espectador y le señala al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; sobre su brazo están escritas las palabras: “Conviene que el crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30); a sus pies, un pequeño cordero lleva una cruz y derrama su sangre sobre el cáliz.

Es decir, según este autor, la Misa estaría representada en este famoso retablo, en su condición de misterioso sacrificio, que se llevó a cabo de modo cruento y sangriento en el Calvario, y se perpetúa de modo incruento bajo las especies sacramentales.

94 Cfr. Motu Proprio Sacrorum Antistitum.95 Cfr. Journet, La Misa, o. c.96 Cfr. ibidem.97 El de la Santa Misa, en su condición de único sacrificio, cruento en el Calvario e incruento en el altar (N. del A).98 JOURNET, Ch., Le Sacrifice de la Messe, en Nova et Vetera 46 (1971) 243.99 Cfr. http://iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com/2011_02_10_archive.html

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

En este retablo de Matthias Grünewaldestaría representada la Santa Misa,

que es el único y mismo sacrificio sangriento del Calvario,renovado sacramental e incruentamente

por la liturgia eucarística.(La Crucifixión de Matthias Grunewald, 1512-1516)

Vale la pena detenernos en esta pintura, considerada por Su Santidad Benedicto XVI como “el cuadro de la crucifixión más conmovedor de toda la cristiandad”, según escribió de ella en 1999: “El crucificado -señala Ratzinger- está representado como uno de ellos, torturado por el mayor dolor de aquel tiempo, el cuerpo entero plagado de bubones de la peste. Las palabras del profeta cuando dijo que en él estaban nuestras heridas, encontraron su cumplimiento. Ante esta imagen rezaban los monjes, y con ellos los enfermos, que encontraban consuelo al saber que, en Cristo, Dios había sufrido con ellos. Este cuadro hacía que a través de su enfermedad se sintiesen identificados con Cristo, que se hizo una misma cosa con todos los que sufren a lo largo de la historia; experimentaron la presencia del crucificado en la cruz que ellos llevaban, y su dolor les introdujo en Cristo, en el abismo de la misericordia eterna. Experimentaron la cruz que debían soportar como su salvación”100.      

Regresando a la Santa Misa, podemos decir que posee una conexión intrínseca e indisoluble con la Última Cena, llevada a cabo el Jueves Santo en el Cenáculo y con el Sacrificio de la cruz, realizado en el Calvario el Viernes Santo. En la Última Cena, a la cual bien podemos llamar “Primera Misa” -la Misa es la presencia real, bajo velos sacramentales, del único sacrificio redentor, ya consumado en la cruz; la Cena es la presencia real, bajo los mismos velos sacramentales, del único sacrificio redentor, en

100 RATZINGER, J., von BALTHASAR, H.U.; GIUSSANI L.; NEWMAN, J.H., Via crucis, ed. Encuentro, Madrid 1999, p. 14; cit. http://iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com/2011_02_10_archive.html

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

vías de realización101-, Jesús instituye la Eucaristía, el Memorial de su Pasión, que contiene su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, es decir, todo Él, que es el Hombre-Dios: toda su substancia humana glorificada y divinizada, y toda su Persona divina, la Segunda de la Trinidad, glorificadora y divinizadora de su Humanidad.

Como dice un autor: “La Cena es la anticipación sacramental del sacrificio de Cristo pasible que se va a inmolar en la Cruz; la Cruz, es la inmolación real de la que dependen la Cena y la Misa; la Misa es el memorial de la inmolación en la Cruz. La primera es el sacrificio anticipado y anunciado de la Cruz; la segunda es el sacrificio histórico de la Cruz; la tercera es el sacrificio que recuerda y renueva el de la Cruz”102.

No se trata de dos sacrificios en dos tiempos distintos, sino un solo sacrificio redentor que divide el tiempo en dos economías: “una, de las anticipaciones, que asciende hacia la Cruz; la otra, la de las derivaciones, que desciende de la Cruz y prepara el mundo para el supremo encuentro de la Parusía”103.

Partiendo de esto, se puede decir que el sacrificio cruento, que terminará en la Cruz, comenzó en el momento de la institución de la Eucaristía. Para Journet, en la Última Cena, hay dos presencias distintas del mismo y único Cristo: la presencia natural y la presencia sacramental: “No hay dos sacrificios, sino dos modos de presencia distinta en un único sacrificio. La sangre derramada por Cristo en la cruz es la misma que hay en el cáliz de la Nueva Alianza. Los reformadores negaron que la Cena fuese sacrificio por el temor de derogar la unidad del sacrificio de la Cruz; y porque de admitir que la Cena fue un sacrificio, habrían tenido que aceptar que la Misa también lo es”104.

La Misa es el sacrificio de Cristo en la cruz, que es el sacrificio de la Nueva Alianza: “La Eucaristía es principalmente un sacrificio: sacrificio de redención y sacrificio de la Nueva Alianza”. Es el mismo sacrificio, realizado hace dos mil años, renovado bajo las especies sacramentales, en manera mística105.

En la Misa, sacrificio del altar, se verifica la misma inmolación de Cristo sobre la cruz, es decir, la separación sacrificial de la Sangre del Cuerpo. La separación sacrificial de su Cuerpo real de su Sangre real, verificada en la cruz, está significada, en la Misa, por la doble consagración, separada, del pan y del vino.

Fue el mismo Señor Jesucristo quien instituyó una doble consagración, del pan y del vino, con el objeto de hacernos ver que, sobre el altar, se verifica su sacrificio, como en la cruz. El pan y vino se consagran separadamente porque en la cruz el Cuerpo y la Sangre se separan.

Es la Palabra Omnipotente del Verbo del Padre, que obra con su virtud divina en la consagración, la que hace, del pan, el Cuerpo de Cristo y del vino, su Sangre.

En virtud de las palabras de la consagración –“Tomad y comed... bebed... Este es mi Cuerpo... Este es el cáliz de mi Sangre”- se hacen presentes, separadamente, sobre el altar, por la potencia infinita del Verbo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo: bajo las especies, bajo las apariencias del pan, se hace presente sólo el Cuerpo; bajo las especies, bajo las apariencias del vino, se hace presente sólo la Sangre.

En el altar Jesucristo realiza la misma acción sacrificial que realiza sobre la cruz, porque el sacrificio del altar no es otra cosa que este mismo sacrificio de la cruz, realizado en el tiempo, renovado a lo largo de la historia de manera incruenta, sacramentalmente.

101 Cfr. JOURNET, Ch., La Misa, s. d., 110.102 Cfr. Journet, La Misa, o. c.103 Cfr. Journet, La Misa, o. c.104 GANDUR, J. A., La Eucaristía en las obras del Cardenal Journet, Excerpta e Dissertationibus in sacra teología, XXVIII, 1996, Servicio de publicaciones Universidad de Navarra, Pamplona 1996, 266.105 http://www.wix.com/padrealvarosanchezr/lasantamisa#!__el-sacrificio-del-cordero

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

Por eso, por ser la Eucaristía la renovación sacramental incruenta de la muerte cruenta de Cristo en la cruz, es decir, por se la Misa el mismo sacrificio y muerte en Cruz, en la Eucaristía rige una misteriosa separación, del Cuerpo y de la Sangre, es decir, una inmolación mística actual, presente –hoy, en pocos minutos, sobre el altar, en esta Misa. Y por esta separación sacramental del Cuerpo de la Sangre de Jesús, la Misa es un verdadero sacrificio, que actualiza, sobre el altar, la inmolación del Calvario106.

Pero la Misa se relaciona también directamente con el Domingo de Resurrección, porque el Cuerpo que manducamos al recibir la Sagrada Comunión en la Misa no es el cuerpo físico muerto de Jesús en la cruz sino ese mismo Cuerpo físico, pero glorificado, lleno de la luz, de la vida y de la alegría divina, tal y como resucitó del sepulcro al amanecer del “tercer día”, es decir, el día domingo.

Por medio de la Misa Jesús hace presente en todos los tiempos de la humanidad, hasta que Él vuelva, su Sacrificio en Cruz, sacrificio por medio del cual Él nos daría como alimento su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

La Misa entonces se relaciona con la Última Cena, con el Calvario, y con el Día de la Resurrección, pero es ante todo y sobre todo, un sacrificio, tal cual lo decimos por medio del Misal Romano: “Oremos, hermanos, para que este SACRIFICIO, mío y de ustedes sea agradable a Dios Padre todopoderoso”107. Hay otra opción, en donde también se usa el término “sacrificio”: “En el momento de ofrecer el SACRIFICIO de toda la Iglesia, oremos a Dios, Padre todopoderoso”108.

A su vez, el pueblo responde asintiendo a las palabras del sacerdote, en el sentido de que lo que la Iglesia está por ofrecer a Dios es un sacrificio: “El Señor reciba de tus manos este SACRIFICIO, para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia”109.

Para entender por qué la Misa es un sacrificio debemos saber qué quiere decir esta palabra, y cuál es su significado religioso, ante todo en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, pues la Misa, podemos decir, está prefigurada en los sacrificios del Antiguo Testamento, se realiza en el Nuevo –es el sacrificio del Calvario- y se actualiza en la Iglesia –es el sacrificio del altar-.

Por “sacrificio” entendemos la donación de “algo” de mucho valor –el sacrificio implica la idea de que lo donado es algo sumamente valioso- a “alguien” en reconocimiento de una cualidad –no se dirige a cualquiera, sino a quien se considera digno del sacrificio, como por ejemplo, Dios. En el caso del sacrificio de carácter religioso, como los del Antiguo Testamento, lo que se sacrificaba a Dios era aquello que consideraban lo más valioso entre sus pertenencias -el criterio imperante era que solo lo mejor se ofrece a Dios (Lev 22,20 y ss; Mal 1,13 y ss)110-, como una parte de la cosecha, a la que quemaban, o algunos animales, seleccionados entre los mejores, a los que sacrificaban111.

El hecho de quemar la ofrenda -o sacrificarla, en el caso de los animales-, se debe a que la ofrenda debía pasar a ser propiedad de Dios, y es el fuego el agente que, por su acción de combustionar y de convertir la ofrenda en algo inmaterial, esto es, el humo que asciende, cumple la función de sublimar la ofrenda, de convertirla en algo “sagrado”, perteneciente y de propiedad de la divinidad. Al ser quemada, la ofrenda deja de ser propiedad del oferente, para pasar a ser propiedad de Aquel por quien se quema

106 http://www.wix.com/padrealvarosanchezr/lasantamisa#!__el-sacrificio-del-cordero107 Cfr. M. R., Liturgia Eucarística, 29.108 Cfr. ibidem.109 Cfr. ibidem.110 http://es.wikipedia.org/wiki/Korbán111 Cfr. MANGLANO CASTELLARY, J. P., La Misa antes, durante, después, Editorial Desclée de Brower, Bilbao18 1996, 25.

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la ofrenda, es decir, Dios. Es esto lo que explica, por ejemplo, el sacrificio de animales en el Templo de Salomón, y su posterior inmolación por medio del fuego.

De entre los diferentes tipos de sacrificios se encontraba el llamado holocausto u Olah, que significa “sacrificio ascendente”, porque la víctima, al sufrir la acción del fuego, ascendía en forma de humo. Este sacrificio se hacía para manifestar la sumisión del hombre ante Dios –reconociendo su majestad, su poder, su omnisciencia, demostrada en la Creación, y su gran bondad-, aunque podía expresar acción de gracias (Sal 6,14), petición (Sal 7,9) e incluso expiación (Lev 1,4). Es el sacrificio más antiguo (Gn 4,4), y se ofrecía de forma continua, al amanecer y anochecer (Lev 6,9). Los animales aptos para este sacrificio eran novillos, corderos o cabritos, machos y sin defectos, aunque si el oferente no poseía dinero suficiente, podía ser sustituido por palomas o tórtolas (es el sacrificio ofrecido por San José y la Virgen María, debido a su pobreza, cfr. Jn 1, 35-42) o incluso flor de harina de trigo.

Pero todo esto no era más que una figura, una sombra de la realidad: lo que los judíos hacían -sacrificar animales- no tenía en la realidad capacidad alguna de obrar efectivamente aquello que figuraban, la adoración, la acción de gracias, el perdón de los pecados, la petición del favor divino, lo cual en sí es realizado en la realidad, por el verdadero Cordero del sacrificio, Cristo Dios.

Los sacrificios de animales del Antiguo Testamento eran sólo figura del Sacrificio del Nuevo Testamento, el sacrificio del Cordero de Dios, Jesucristo, según las palabras de Juan el Bautista: “Este es el Cordero de Dios” (cfr. Jn 1, 29-34). El sacrificio de Jesús sí puede, en la realidad y no en figura, obrar efectivamente lo que se figuraba en la Antigua Ley: adorar, dar gracias, perdonar los pecados, pedir.

Y si Jesús es el verdadero Cordero del sacrificio, también el fuego que lo inmola es el verdadero fuego, porque no es el fuego material y terreno que consumía a los corderos de la Antigua Alianza, sino el Fuego del Amor divino, el Espíritu Santo. Así como en los animales el fuego era el que asaba la carne, sublimándola y convirtiéndola en humo que ascendía al cielo, así el Fuego que es el Espíritu Santo, abrasa la carne del Cordero de Dios con el suave ardor del amor divino, y lo sublima, glorificándolo con la misma gloria divina de Dios Trino, haciendo que ese Cuerpo así glorificado ascienda, como perfume de suave fragancia, hasta el altar de la majestad de Dios Trinidad.

Es por eso que ya no es más necesario sacrificar animales para agradar a Dios, porque Jesús es el Cordero de Dios que se sacrifica voluntariamente en el altar de la cruz, y como Él es Dios, su sacrificio tiene valor infinito y es agradabilísimo a Dios en todos sus aspectos: adoración, expiación, acción de gracias y petición.

Al ser el mismo Dios en Persona, encarnado, quien lleva a cabo el sacrificio, este, el sacrificio, adquiere un carácter completamente nuevo112, porque en Él convergen el Sacerdote, la Víctima y el Altar: el Sacerdote es el Sumo Pastor Eterno, el Hombre-Dios Jesucristo, y por eso su mediación sacerdotal es única; la Víctima es el Cordero de Dios, esto es, Cristo muerto y resucitado que se ofrece al Padre, en el Espíritu, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, constituyendo así la Víctima Perfectísima, Única capaz de agradar a Dios; el Altar es Cuerpo en la cruz, y como tal, único lugar digno en donde ofrecer el máximo sacrificio de adoración, alabanzas, expiación y acción de gracias, a Dios Uno y Trino.

Además, el sacrificio de Jesús en la cruz –y por lo tanto, su renovación incruenta, la Santa Misa-, hace algo que no lo hacían ni lo podían hacer los sacrificios del Antiguo Testamento, y es el concedernos la gracia de entrar en comunión de vida y de amor, por intermedio suyo –Dios Hijo- con las Divinas Personas del Padre y del Espíritu Santo.

112 Cfr. AUER, J., RATZINGER, J., Il mistero dell’Eucaristia, Citadella Editrice, Asís2 1989, 297.

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El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado sacramentalmente en la Última Cena, consumado física y realmente en la cruz, renovado sacramentalmente en la Santa Misa, nos introduce en una relación interpersonal, de vida y de amor, con las Tres Personas de la Trinidad, ya aquí en el tiempo, como anticipo de la comunión en el gozo y la alegría por la eternidad. Su sacrificio, por el cual pide por nosotros al Padre, tiene valor infinito, y por lo tanto lo que pidamos a través de Él, será escuchado por el Padre como pedido por el mismo Cristo en Persona, con lo cual tenemos absolutamente asegurada la respuesta positiva de Dios a nuestro pedido. Y si esto es así, es decir, si sabemos que seremos escuchados, ¿qué podemos pedir en la Santa Misa? La gracia de la contrición y del dolor de los pecados, para nosotros y para nuestros seres queridos, y la gracia de amarlo por lo que Él es, Dios de Amor infinito, de Bondad eterna y de majestad incomparable, y no por lo que da o regala113.

Otra diferencia con los sacrificios del Antiguo Testamento es que el sacrificio de Jesús nos da una nueva vida, no en un sentido meramente moral, sino metafísicamente real, porque nos dona la gracia divina, que nos hace participar de su misma vida divina, y así el alma puede conocer y amar a Dios Trino como Dios se conoce y se ama, y no simplemente con los límites de la naturaleza humana.

Y lo puede hacer porque Cristo no es un hombre cualquiera, por más que sus contemporáneos así lo creyeran: “¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros?” (cfr. Mt 13, 54-58). Jesús parecía un hombre normal, exteriormente, porque la divinidad había asumido a una naturaleza humana real, con cuerpo y alma reales y particulares, y por eso, exteriormente era un hombre como los demás.

Pero Jesús es además Dios en Persona, la Segunda de la Santísima Trinidad, que asume una naturaleza humana sin dejar de ser Dios114, y es por esta constitución particular de Jesús, que su sacrificio en cruz es capaz de hacer, en la realidad, todo lo que era figura y sombra entre los sacrificios de los hebreos.

Jesús es Hombre-Dios, y como hombre muere en Jerusalén en el año 30, pero como Dios resucita y es inmortal, es eterno, y por eso su sacrificio alcanza a todas las edades de la historia humana y a todos los seres humanos, desde Adán y Eva hasta el último hombre nacido en el Último Día, en el Día del Juicio Final.

Fue el mismo Jesús quien instituyó la Santa Misa, por medio de la cual se perpetúa, hasta el fin de los tiempos, su sacrificio redentor. Antes de subir a la cruz para morir por todos, en la Última Cena, dejó a la Iglesia este mandamiento: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19b), de manera tal que, aunque Él debía morir y luego resucitar y ascender a los Cielos, habría de quedarse, misteriosamente, en esta tierra, en todo tiempo, por medio del sacramento de la Eucaristía, confeccionado en la Santa Misa.

En la Misa se renueva sacramentalmente –es decir, incruentamente, sin derramamiento doloroso de sangre-, bajo las especies de pan y vino el mismo sacrificio, cruento y con derramamiento de sangre del Calvario. El Concilio de Trento enseña que la Misa “representa y aplica” el sacrificio de la Cruz115.

La Misa es, por lo tanto, la renovación sacramental (sacrum-facere: hacer

sagrado algo, la Hostia) del mismo y único sacrificio en cruz de Jesús, realizado libremente por Él para salvar a los hombres, perdonarles los pecados, concederles el don de la filiación divina y la vida eterna, y conducirlos -dándoles el alimento (viático) para

113 Cfr. ALONSO, Martín, Francisca Javiera del Valle. Decenario al Espíritu Santo, Ediciones Rialp, Madrid 7 1988, 257ss.114 Cfr. Conc. de NICEA, año 325; Conc. de ÉFESO, año 431. 115 Cfr. CONC. TRID., ses. 22, Doctrina de Missae sacrificio, cap. 1 en Dz 938/1740.

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fortalecerse y poder llevar la Cruz de cada día- hasta a la eterna y feliz comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad.

La Misa es la renovación sacramental del mismo y único sacrificio en cruz de Jesús.

Por la Santa Misa se hacen accesibles a los hombres y se les aplican todos los frutos del sacrificio del Calvario, la gracia de la redención y de la filiación divina, que surgen de este sacrificio como de su fuente, y se distribuyen por el sacrificio de la Misa como por un cauce, como dice un autor: “El Calvario es el manantial, el altar es el cauce; el Calvario ha recogido toda la sangre de Jesús; el altar difunde sobre nosotros oleadas de esta sangre, riega con ella el campo de las almas, lo fecunda, y hace brotar en él gérmenes de santidad”116. La Misa es este “cauce” por el cual llegan a los hombres el río incontenible de gracia divina. Así como el agua que brota del manantial de nada serviría si el río no las llevase hasta el llano, en donde riega la tierra, así tampoco la inmolación en el Gólgota sería eficaz si la Misa no llevara sus gracias y las distribuyera a las almas, sedientas de la gracia y de la vida divina117.

Por la Misa, el sacrificio de la cruz se acerca nosotros, y de tal manera, que todo un Dios está delante nuestro, en nuestro tiempo y en nuestro espacio geográfico en el cual vivimos: “Es la inmolación de un Dios puesto de algún modo a nuestro alcance para que podamos tomar en Él la participación que nos convenga, en el tiempo, en las circunstancias, en la medida y para el fin determinado por la Providencia Divina”118.

En la Misa Cristo es Sacerdote, Altar y Víctima. Es Sacerdote, porque sólo Él es el Sumo Pastor Eterno, el Único Sacerdote de la Alianza Nueva y definitiva, mientras que los sacerdotes ministeriales, por el sacramento del orden, actúan “in Persona Christi”, lo cual significa la presencia de Cristo por el carácter: es Él el que celebra en la persona del sacerdote. Por lo tanto, el sacerdote humano “presta” libremente a Cristo su cuerpo, su alma y su voz –por eso se dice que el sacerdote actúa “in Persona Christi”-, para que sea el mismo Cristo quien, con su Voz de Hombre-Dios, transmitida por la débil voz humana del sacerdote ministerial, convierta el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre, es decir, obre la transubstanciación. La prueba de que es Cristo en Persona quien habla a través del sacerdote, es que la fórmula de consagración del Misal Romano dice: “Esto es mi Cuerpo”, y no “Esto es el Cuerpo de Cristo”, como tendría que ser si no fuera Cristo en Persona quien habla a través del sacerdote ministerial. En la

116 BUATHIER, J. M., El Sacrificio en el dogma católico y en la vida cristiana, Barcelona 1906, 114.117 Cfr. Buathier, o. c.118 MONSABRÉ, P., Conférences de Notre-Dame de Paris, Con. 70; en Buathier, o. c., 115.

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consagración, el sacerdote ministerial es mero instrumento libre del Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo.

Porque es Cristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el que habla en la consagración, a través de las cuerdas vocales y la voz del sacerdote ministerial, es por ello que el pan y el vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. En otras palabras, porque es Dios en Persona quien pronuncia las palabras de la consagración: “Esto es mi Cuerpo (…) Esta es mi Sangre”, el pan se convierte en su Carne y el vino en su Sangre. Si el sacerdote ministerial, humano, obrara por sí mismo, independientemente de Cristo Sumo Sacerdote, no habría transubstanciación.

Acerca de la Misa como actualización de la muerte de Cristo, dice el Catecismo de la Iglesia Católica 119: “La Eucaristía es memorial del sacrificio de Cristo, en el sentido de que hace presente y actual el sacrificio que Cristo ha ofrecido al Padre, una vez para siempre, sobre la Cruz, a favor de la humanidad. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las mismas palabras de la institución: ‘Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros’ y ‘Este cáliz es la Nueva Alianza en mi Sangre que se derrama por vosotros’ (Lc 22, 19-20). El sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio. Son idénticas la víctima y el oferente, y sólo es distinto el modo de ofrecerse: de manera cruenta en la Cruz, incruenta en la Eucaristía”.

Es decir, la Misa hace “presente y actual” –en el momento en el que se celebra la Misa-, el “sacrificio de Cristo en la Cruz”, y es un verdadero sacrificio, porque la Iglesia, al celebrar la Misa, sólo cumple el mandato de Jesucristo: “Haced esto en memoria mía”, esto es, la Iglesia hace lo que Cristo hizo en la Última Cena, y lo que hizo Cristo fue instituir la Eucaristía, el sacramento de su sacrificio en la cruz, y lo expresó con las palabras de la consagración: “Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros” y “Este cáliz es la Nueva Alianza en mi Sangre que se derrama por vosotros”.

Por último, el sacrificio de Cristo, renovado sacramentalmente en la Santa Misa, cumple plena y perfectamente con la noción de sacrificio, puesto que no es un mero símbolo, ni un mero reflejo de la intención interior de inmolación, sino la actuación y la ejecución más concreta y real de la ofrenda interior120.

Esto es así porque el sacrificio, en su concepto más alto, como la forma más real y perfecta del culto, actúa solamente allí donde la criatura da a Dios un culto del máximo valor, es decir, cuando el oferente posee una dignidad infinita y la ofrenda tiene un valor infinito, lo cual se cumple solo en el Hombre-Dios Jesucristo. El Hombre-Dios, como Sumo Sacerdote, debido a la dignidad de su Persona divina, confiere a su alma humana y a su intención de inmolación una dignidad infinita, y a su cuerpo y a su sangre un valor infinito, por el poder infinito de su Persona, y tiene además, como Dios que es, el poder de dar y de retomar su vida; y en el retomar su cuerpo puede transfigurarlo con el fuego del Espíritu Santo, ofrecerlo a Dios y convertirlo en un templo de la majestad divina.

De esta manera, la resurrección y la glorificación son los actos por los cuales la Víctima del Gólgota, el Cordero de Dios, cumplió en la realidad lo que era prefigurado en la introducción de la sangre de los animales en el “sancta sanctorum”, al donar su Cuerpo y su Sangre glorificados, como posesión real y personal de Dios, para toda la eternidad.

El fuego de la divinidad, que revivió al Cordero muerto y, consumando su mortalidad, lo recibió en sí mismo y lo transfiguró, es el mismo que lo hizo subir a Dios

119 COMPENDIO n. 280.120 Cfr. SCHEEBEN, M. J., Il mistero di Cristo, Edizioni Messaggero Padova, Padua 1984, 167.

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como holocausto de suave perfume121, y es el mismo que convierte las ofrendas de pan y vino en el Cuerpo resucitado del Cordero de Dios.

V) REZANDO CON EL MISAL ROMANO

¿Por qué decimos “Rezando con el Misal Romano”? Porque la Misa es, ante todo, una oración: de adoración, de acción de gracias, de petición, de expiación de los pecados de los hombres, realizada por el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo.

Asistir a Misa es, por lo tanto, “rezar” con Cristo Sacerdote, bajo la guía del Misal Romano, pero no se trata de una oración más, sino de la oración de la Iglesia, porque por medio de la liturgia terrena de la Santa Misa participamos de la liturgia celestial de la ciudad santa de Jerusalén, destino final de nuestro peregrinar terreno, hacia el que nos conduce el Sumo Pastor Eterno, Jesucristo: “En la Liturgia terrena (…) tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero”122.

Llegados a este punto, y antes de seguir avanzando, nos preguntamos: ¿por qué seguimos el Misal? Y todavía más: ¿por qué existe un Misal al cual seguir? La respuesta la encontramos en el Evangelio, cuando Jesús nombra a Pedro como primer Papa: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no

121 Cfr. Scheeben, Il mistero, 169.122 CONC. ECUM. VAT. II, Const., Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada Liturgia, 8.

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prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 18). El Misal existe porque existe el Papa, nombrado por Cristo como Vicario suyo; el Misal existe porque existe un Magisterio, iluminado y guiado por el Espíritu Santo; el Misal existe porque las cosas sagradas de la liturgia no son invención humana, sino que se derivan de una realidad sobrenatural, el misterio del Ser divino de Dios, que es Uno en naturaleza y Trino en Personas; el misterio de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección del Hombre-Dios, que ordena perpetuar lo que Él hizo en la Última Cena “en memoria suya”, hasta el fin de los tiempos. El Misal existe porque existe el pontificado de Pedro, y porque existe el pontificado de Pedro, al Misal NO SE PUEDE AGREGAR NADA DE LO QUE NO SE PERMITE, Y NO SE PUEDE QUITAR NADA DE LO OBLIGATORIO.

Esta referencia a Pedro, Vicario de Cristo, es lo que nos previene de los desvíos derivados de no respetar el Misal, como por ejemplo, los “inventos” litúrgicos como las “misas temáticas”.

Una vez hecha esta aclaración en relación al Misal, a continuación, desarrollaremos la Santa Misa de acuerdo al Misal Romano, y nos detendremos en cada una de sus partes, para hacer primero una breve consideración acerca del origen, función, aplicación espiritual, etc., y luego una breve meditación, basada generalmente en las Escrituras. De este modo, podremos constatar cómo las Escrituras se nos hacen presentes en la Santa Misa.

A) RITOS INICIALES

1. REUNIDO el pueblo, (…)

Nos reunimos como Pueblo de Dios e ingresamos en el templo para asistir a la Santa Misa, y aunque nos parezca que somos nosotros los que elegimos venir, es en realidad el Espíritu Santo quien nos convoca, como al anciano Simeón, quien es llevado por el Espíritu Santo al templo: “Movido por el Espíritu, vino al Templo” (Lc 2, 27). Y como Simeón, venimos a la Santa Misa para contemplar “a Cristo el Señor” (Lc 2, 26), que se manifestará, no como un niño humano, como a Simeón, sino como Pan de vida eterna.

Convocados por el Espíritu Santo, nos reunimos en el templo para asistir, como comunidad, a los santos misterios de la liturgia sacramental de la Misa, en donde escucharemos la Palabra de Dios y celebraremos la Eucaristía, el Sacrificio del altar, y para participar del misterio del altar, disponemos nuestras almas con los ritos iniciales: “La finalidad de los ritos iniciales es hacer que los fieles reunidos en la unidad construyan la comunión y se dispongan debidamente a escuchar la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía”123.

Es aquí, al inicio, en donde se debe tener en cuenta que la Misa es ir a recibir a Cristo en la Eucaristía, que por amor a nosotros viene a nuestro encuentro, y que por lo mismo, si estamos movidos por el amor a Él, no podemos pretender que la Misa sea “corta”, para que no nos resulte “aburrida”, ni tampoco debemos estar “controlando el tiempo” para que termine lo más rápido posible. Quien asiste a Misa, debe hacerlo convencido de que se trata del misterio más grande y sublime de todos los misterios sobrenaturales absolutos de Dios; quien asiste a Misa, debe estar convencido de que asiste a la renovación del mismo sacrificio en cruz de Jesús, y que por lo mismo, se debe estar dispuesto a “perder” todo el tiempo que sea necesario. Dice así San Josemaría Escrivá: “No ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los

123 OGMR, 46.

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enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos, pero que son siempre expresión de un corazón apasionado. De este modo hemos de asistir a la Santa Misa. Por eso he sospechado que, los que quieren oír una misa corta y atropellada, demuestran con esa actitud poco elegante también, que no han alcanzado a darse cuenta de lo que significa el Sacrificio del Altar”124.

Puesto que nos hemos reunido para asistir a la celebración de la Santa Misa, nos preguntamos: ¿cuál es la mejor manera de asistir a Misa?

Nos lo dice el Concilio Vaticano II: “(…) la Iglesia (…) procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos”. También los Papas nos dicen lo mismo, como por ejemplo, el Papa Pablo VI: “El Misterio Pascual se continúa místicamente en el tiempo; se realiza hoy. Por eso (…) se nos recomienda tomar parte en ellas (…) podemos asistir como espectadores del rito litúrgico; pero si estamos penetrados verdaderamente de su significado y de sus objetivos, debemos en cierto modo ser actores…”125.

El Concilio nos dice que los fieles deben “participar activamente”. ¿En qué consiste esta “participación activa”? ¿En aplaudir, bailar, cantar? Nada de eso, puesto que esta participación activa no significa “inventar” cosas o armar escenarios delante del altar, o preparar “misas temáticas”, en donde todo queda librado no a las rúbricas del Misal, sino a la imaginación de algunos.

“Participar activamente” quiere decir, ante todo, vivir, en la fe, nuestra condición de hijos de Dios por la gracia recibida en el Bautismo, que hemos sido congregados por el Espíritu Santo –aún cuando nos parezca que somos nosotros los que hemos “elegido” ir a Misa- para realizar, unidos espiritualmente –ofreciéndonos a nosotros mismos- al sacerdote ministerial, la acción del Calvario, por la cual Cristo ofrenda al Padre su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

Asistir a Misa y participar activamente quiere decir que nosotros y nuestros hermanos, unidos a Cristo, ofrecemos a Dios Uno y Trino el supremo acto de culto, el único digno de su infinita majestad, el sacrificio del Cordero en la cruz, renovado sacramentalmente en el altar eucarístico.

Es cierto que, con la guía del Misal Romano, nuestra participación –activa- consiste en recitar y cantar, y luego escuchar atentamente a Jesús que nos habla en las lecturas, en el Evangelio y en la Homilía, y que luego, en nuestro silencio en el Canon nos unimos al sacerdote en las oraciones que recita en el altar, pero es muy importante que recordemos que nuestra “participación activa” en la Santa Misa, tal como nos la pide el Concilio Vaticano II, es mucho más que la mera conformidad externa a unas oraciones y ceremonias: la Misa es, ante todo, la acción del Calvario, que realizamos con Jesús, ofreciéndonos a nosotros mismos, para ser inmolados en Él, como víctimas por la expiación de los pecados del mundo126: “(los fieles deben) ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él”.

Reunirnos para participar activamente de la Santa Misa significa, ante todo, poseer la disposición interior de ofrecer a Dios Trino el supremo acto de adoración de

124 SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 92.125 PABLO VI, Udienza generale, Roma 26-III-1975, en Insegn. XIII (1975), 248-249.126 Cfr. Trese, La fe explicada, 452.

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Jesucristo, Hombre-Dios, acto que se origina a su vez en otro acto, un acto de infinito amor, el amor eterno que Cristo profesa al Padre como Hijo Unigénito127, y por esto mismo, nuestra primera motivación para asistir a Misa, debe ser el amor a Dios.

Nosotros, como hijos de Dios, nos unimos a este acto de amor infinito y eterno de Jesús al Padre, por medio de nuestro amor, y Él, uniéndolo al suyo, le da a nuestro pobre y limitado amor humano, las características del suyo. En consecuencia de esta unión por el amor, en Cristo, nos ofrecemos, en Cristo y por Cristo, Víctima Pura y Santa, como víctimas en expiación por los pecados del mundo, y así, constituidos en Él como una sola Víctima, como una sola Hostia, somos depositados al pie del trono divino128.

Nuestra participación en Misa es, por lo tanto, ante todo y sobre todo, interior, y su motor es el Amor de Dios, que del Corazón traspasado de Cristo, brota como una fuente que inunda el abismo de miseria y de indignidad de nuestros corazones, convirtiéndolos, a su vez, en “manantial de vida eterna” que fluye hacia el altar de Dios: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7, 37-38), y también: “(…) el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4, 14).

De esta manera, aún de rodillas –es decir, sin movernos- y en silencio –sin hablar-, nuestra participación en Misa puede y debe ser activa, porque su motor es el Amor de Dios, que moviliza todo nuestro ser y nuestro espíritu, y los une a Cristo, haciéndolo ascender de esta manera en una columna de fuego que del altar se eleva hacia los cielos infinitos, el trono de la majestad de Dios.

El mismo Santo Padre Benedicto XVI propicia la comunión de rodillas129.Participar activamente, entonces, es ofrecernos, movidos por el Amor divino, a

Cristo Víctima, y ser víctimas en Cristo quiere decir “abandonarnos en el altar de la Voluntad de Dios”130, y ofrecer todo nuestro ser, para que el fuego del Espíritu Santo abrase y queme todo lo que no sea del agrado de Dios Uno y Trino. La oración de nuestra participación activa en Misa debe ser la de Cristo en el Huerto de los Olivos: “Señor, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42); de esa manera, nuestra voluntad, reacia al sufrimiento, queda unida a la Voluntad humana de Cristo, conforme en un todo a su Voluntad divina, la que Él posee por ser la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

127 Cfr. Trese, ibidem.128 Cfr. Trese, o. c., 453.129 “Nell’omelia del Giovedì Santo Benedetto XVI è andato alla radice del mettersi in ginocchio, che lungi dall’essere una devozione spuria, è un gesto caratterizzante la preghiera di Gesù e della Chiesa nascente. Ecco le sue parole: “… Dobbiamo rivolgere la nostra attenzione su ciò che gli evangelisti ci riferiscono riguardo all’atteggiamento di Gesù durante la sua preghiera. Matteo e Marco ci dicono che egli ‘cadde faccia a terra’ (Mt 26, 39; cfr. Mc 14, 35), assunse quindi l’atteggiamento di totale sottomissione, quale è stato conservato nella liturgia romana del Venerdì Santo. Luca, invece, ci dice che Gesù pregava in ginocchio. Negli Atti degli Apostoli, egli parla della preghiera in ginocchio da parte dei santi: Stefano durante la sua lapidazione, Pietro nel contesto della risurrezione di un morto, Paolo sulla via verso il martirio. Così Luca ha tracciato una piccola storia della preghiera in ginocchio nella Chiesa nascente. I cristiani, con il loro inginocchiarsi, entrano nella preghiera di Gesù sul Monte degli Ulivi. Nella minaccia da parte del potere del male, essi, in quanto inginocchiati, sono dritti di fronte al mondo, ma, in quanto figli, sono in ginocchio davanti al Padre. Davanti alla gloria di Dio, noi cristiani ci inginocchiamo e riconosciamo la sua divinità, ma esprimiamo in questo gesto anche la nostra fiducia che egli vinca”. Cfr. SANDRO MAGISTER, http://magister.blogautore.espresso.repubblica.it/2012/04/06/il-papa-insiste-vuole-tutti-in-ginocchio/130 Cfr. Trese, ibidem, 454.

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Es para disponer nuestras almas para esta participación activa, espiritual, interior, acompañada de la sobriedad de los gestos exteriores, que tomamos parte de los “Ritos iniciales” de la Santa Misa.

(…) el sacerdote se dirige al altar, con los ministros, mientras se entona el CANTO DE ENTRADA .

La Misa inicia con un canto, entonado por el coro y seguido por la asamblea, mediante el cual expresa la alegría y el amor a Dios que se manifiesta en el altar.

Teniendo en cuenta que la asamblea eucarística debe expresar, con el canto, el misterio que está a punto de celebrar, nos preguntamos: ¿qué cantos emplear en la Santa Misa? ¿Cuál es el más adecuado para el misterio sobrenatural que está por desplegarse sobre el altar? ¿Se puede usar “cualquier canto” con tal de que lleve el título de “sacro”? ¿Cuál es el que usa desde siempre la Iglesia?

Para responder estas preguntas, veamos qué nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica acerca de la fe, para aplicarlo al canto, que es expresión de esa fe o, más bien, es esa fe creída, expresada en música: “La fe de la Iglesia es anterior a la fe del fiel, el cual es invitado a adherirse a ella” 131. Esto mismo lo aplicamos a la música litúrgica, y es así como decimos: la música litúrgica es anterior a la fe del fiel, el cual es invitado a adherirse a ella.

Continúa el Catecismo: “Cuando la Iglesia celebra los sacramentos confiesa la fe recibida de los Apóstoles, de ahí el antiguo adagio: “Lex orandi, lex credendi” (“La ley de la oración es la ley de la fe”) (o: “legem credendi lex statuat supplicandi” [“La ley de la oración determine la ley de la fe”], según Próspero de Aquitania, siglo V, ep. 217). La ley de la oración es la ley de la fe, la Iglesia cree como ora. La Liturgia es un elemento constitutivo de la Tradición santa y viva (cf. DV 8)”132.

Según el adagio: “lex orandi, lex credendi”, o sea que “la Iglesia cree como ora” -o, parafraseando: la oración depende de la fe-, podríamos agregar que la Iglesia “canta como ora y ora como cree”. En otras palabras, la Iglesia ora según su fe, y de igual manera, canta según su fe. De acuerdo con este criterio, si creemos en un Dios de infinita majestad, y si le rezamos a ese Dios de infinita majestad, no podemos emplear una música que no sea acorde a la dignidad del Dios al cual alabamos y adoramos en la Santa Misa.

En otras palabras, no podemos emplear otra música (y una letra) que no sea la música sacra, y entre la música sacra, aquella que sea la más excelsa entre toda la música sacra, y propia de la liturgia romana, como es el canto gregoriano. Así lo sostiene Benedicto XVI: “…si bien se han de tener en cuenta las diversas tendencias y tradiciones muy loables, deseo, como han pedido los Padres sinodales, que se valore adecuadamente el canto gregoriano133 como canto propio de la liturgia romana134”.

No quiere decir que cualquier otra música sacra no sea adecuada para la Santa Misa; lo que queremos expresar –tratando de interpretar el sentir y el querer del Santo Padre- es que, debido que a Dios hay que darle lo mejor, lo mejor en este caso, sedimentado por la experiencia de siglos y siglos de la Iglesia, es el canto gregoriano.

131 Cfr. 1124.132 Cfr. 1124.133 Cfr. Exhortación Apostólica Postsinodal  Sacramentus Caritatis,   del 22 de Febrero, fiesta de la Cátedra del Apóstol san Pedro, 2007.134 Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 116; OGMR, 41.

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Con respecto a las otras músicas, citamos a un autor: “Debemos distinguir la música para cantar la fe en la liturgia de la música para cantar la fe en otro lado”135.

Una de las principales funciones de la música es establecer la comunicación entre el hombre y la divinidad, que en Cristo se revela como Trinidad de Personas. En este sentido, el canto litúrgico –y de entre ellos, el canto gregoriano- cumple a la perfección con el cometido central de la música.

Todo esto que decimos no lo hemos inventado nosotros, sino que lo sostiene, con palabras más adecuadas, el Santo Padre Benedicto XVI136: “En el ars celebrandi desempeña un papel importante el canto litúrgico137. (…) La Iglesia, en su historia bimilenaria, ha compuesto y sigue componiendo música y cantos que son un patrimonio de fe y de amor que no se ha de perder. Ciertamente, no podemos decir que en la liturgia sirva cualquier canto. A este respecto, se ha de evitar la fácil improvisación o la introducción de géneros musicales no respetuosos del sentido de la liturgia.  Como elemento litúrgico, el canto debe estar en consonancia con la identidad propia de la celebración138. Por consiguiente, todo -el texto, la melodía y la ejecución- ha de corresponder al sentido del misterio celebrado, a las partes del rito y a los tiempos litúrgicos”139.

Y el canto y la música que más “corresponden al sentido del misterio celebrado, a las partes del rito y a los tiempos litúrgicos”, es el canto gregoriano140. Dice además el Santo Padre que puede desarrollarse un género de música, además del gregoriano, en donde no se “congele” el tesoro de la música sacra, sino que, “insertando en la herencia del pasado las novedades válidas del presente”, se llegue a una “síntesis digna de la elevada misión reservada a la música sacra en el servicio divino”141.

Los ritos iniciales comprenden, entonces, a la asamblea reunida en el templo, el coro entonando la música propia de la liturgia romana y el sacerdote ya en el altar.

Este momento, que podría parecer similar al inicio de cualquier otra ceremonia religiosa de cualquier religión, expresa sin embargo un misterio sobrenatural, que escapa a la capacidad de la sola mente humana.

Que la asamblea reunida para celebrar la Misa sea un misterio, lo dice el Misal Romano: “Concluido el canto de entrada, el sacerdote de pie, en la sede, se signa juntamente con toda la asamblea con la señal de la cruz; después, por medio del saludo, expresa a la comunidad reunida la presencia del Señor. Con este saludo y con la respuesta del pueblo se manifiesta el misterio de la Iglesia congregada”142.

¿En qué consiste este “misterio de la Iglesia congregada” para celebrar la liturgia eucarística?

135 BABURÉS, J., El cant, participacio en la liturgia, en AA.VV., III Congrés liturgia de Monserrat, CPL, Barcelona 1993,  357-358. Por ejemplo: la misa criolla de Ariel Ramírez o los rocieros de Andalucía son de letras de Fe y hermosas, pero folklóricas, no sacras.136 Cfr. Sacramentum Caritatis.137 Cfr. OGMR, 39-41; CONC. ECUM. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 112-118.138 Cfr. Propositio 25: “Como todas las expresiones artísticas, también el canto debe armonizarse íntimamente con la liturgia y contribuir eficazmente a su finalidad, es decir, ha de expresar la fe, la oración, la admiración y el amor a Jesús presente en la Eucaristía”.139 Cfr. Propositio 29.140 Cfr. CONC. ECUM. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 116; OGMR, 41.141 BENEDICTO XVI, Discurso, 13-X-2007.142 Cfr. OGMR, ibidem, 50.

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El sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio.

Son idénticas la víctima y el oferente, y sólo es distinto el modo de ofrecerse:

de manera cruenta en la Cruz, incruenta en la Eucaristía.

(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 280)

En que es el cumplimiento de las palabras del Señor: “Cuando Yo sea levantado en alto, atraeré a todos hacia Mí” (Jn 12, 32). En otras palabras, si en la cruz Cristo “atrae a todos” hacia sí, también lo hace en la Santa Misa, porque la Misa es el mismo y único sacrificio de la cruz, renovado sacramentalmente, de modo incruento. La asamblea reunida para asistir a la Santa Misa no es entonces una mera reunión de personas piadosas que se reúnen para rezar, sino el misterio de la congregación de los hombres bajo el signo victorioso de la cruz de Cristo.

Esta congregación de hombres, realizada en la asamblea eucarística, está anticipada en el Evangelio en el momento en el que Jesús les dice a los griegos, venidos de la gentilidad: “Cuando sea levantado en alto atraeré a todos hacia Mí”. La “atracción de todos” hacia Él, profetizada por Jesús para el momento de su crucifixión, no se refiere solamente a aquellos que física y cronológicamente se encuentran en el Monte Calvario en las horas de la crucifixión, sino que expresa el misterio de la congregación de todos los pueblos, bajo el signo de la cruz, en todos los tiempos: en la plenitud de los tiempos, al fin de los tiempos, en el tiempo sacramental de la Iglesia.

Es así como, en la plenitud de los tiempos143, los griegos son atraídos por Jesús, Dios verdadero, a quien buscan para adorarlo; al fin de los tiempos, en la Parusía, todos los hombres de todos los tiempos serán atraídos por la fuerza omnipotente del Hombre-Dios, que se irradiará desde la cruz hacia las almas y las llevará hacia sí; en el tiempo sacramental de la Iglesia, los hijos de Dios, congregados en la asamblea eucarística, son atraídos por la fuerza de la cruz del altar, para adorar al Cordero de Dios que se inmola por todos.

Pero la cruz es también el lugar desde donde Cristo se da a conocer, porque en el momento de ser levantado en alto, Dios, que inhabita hipostáticamente en Cristo, se dará a conocer a los hombres: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy” (Jn 8, 28). Jesús usa el nombre que los judíos aplicaban a Yahvéh, el Único Dios verdadero: “Yo Soy”. Desde la cruz, Jesús se dará a conocer como Dios.

Debido a que la Misa es la renovación incruenta del sacrificio cruento de la cruz, son válidas también para la Misa estas palabras, y por lo tanto, la asamblea es

143 La “plenitudo temporis”, es decir, el tiempo de la historia humana correspondiente a la Encarnación del Verbo de Dios.

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congregada por Cristo crucificado en el altar, para darse a conocer como Dios Santo, Fuerte e Inmortal.

Esta revelación de la condición divina de Cristo es necesaria, pues muchos de los que asisten a Misa no lo conocen como Dios, y piensan que es un hombre como los demás, puesto que razonan con pensamientos humanos, sin dar lugar a la gracia, que es la dadora de este nuevo conocimiento.

Pero no solo es de ahora este desconocimiento, sino que viene desde los tiempos de Jesús, puesto que el reproche que le hace a los fariseos es que no lo conocen teniendo las obras que cumplen las profecías delante de sus ojos y no creen en Él: “...vosotros no creéis que Yo soy...” (cfr. Jn 8, 24). Jesús les hace notar su incredulidad y su ignorancia a los que lo escuchan, y su pretensión falsa de conocer sus orígenes: “...no sabéis de dónde vengo...” (Jn 8, 14). Para los fariseos –y también para los discípulos, que no comprenden el misterio pascual de Jesús-, Él es “el hijo del carpintero” (cfr. Mt 13, 54-58), un hombre de orígenes humildes, pobre e ignorante.

Ven solo lo que quieren ver, la superficie, el fenómeno, lo que aparece. Ni siquiera podían imaginarse que Aquel a quien tenían delante de ellos era el mismo Verbo Eterno del Padre en Persona. Oculta la gloria y la majestad de la divinidad bajo el velo de la humanidad, todo aquel que observaba a Jesús no podía ni siquiera sospechar que se tratara de la Segunda Persona de la Trinidad. Los milagros –la multiplicación de los panes, la resurrección de muertos- son un testimonio de la divinidad de Cristo; lo son en cuanto atestiguan las palabras de Cristo que se autoproclama Dios: “Si no creéis a mis palabras, al menos creed a mis obras” (cfr. Jn 14, 10). Pero tampoco así los fariseos y muchos de los que lo siguen, quieren creer: “...vosotros no creéis que Yo soy”.

Salvo el caso de los fariseos –que no quieren creer-, para los demás es hasta comprensible que no crean, o que no sepan la verdad sobre Jesús, porque su origen es un misterio sobrenatural, absolutamente fuera del alcance de todo intelecto creado. Sólo por medio de la iluminación del Espíritu Santo le será posible al alma humana conocer quién es Jesús. Y la iluminación por parte del Espíritu Santo se producirá para aquellos a quienes Dios elige, paradójicamente, en el momento más oscuro, oscuro no por las tinieblas naturales, sino por las tinieblas de las pasiones y del infierno, que oscureciendo los corazones y las mentes de los hombres, llevarán a estos a crucificar a Dios encarnado por ellos.

Será necesario que el Verbo del Padre sea crucificado para que crean y conozcan su origen divino: “Cuando sea levantado el Hijo del Hombre, entonces conocerán que Yo soy” (Jn 8, 28). Nuestro Señor presenta la crucifixión –su crucifixión- como la condición por la cual los discípulos, los fariseos, los incrédulos, creerán en Él, es decir, lo dejarán de ver como al hijo del carpintero, para contemplarlo como el Cordero de Dios sacrificado en el ara de la cruz para la salvación del mundo y la glorificación de la Trinidad.

Cuando Cristo sea crucificado, la luz de su divinidad se irradiará desde lo más profundo de su humanidad, suspendida entre los maderos de la cruz, y con su claridad disipará las tinieblas de las mentes y de los corazones, e iluminará a sus predilectos, para que estos lo conozcan, y lo adoren y lo amen como a Dios. La cruz es el lugar desde el cual el alma puede conocer a Cristo, por medio de la iluminación del Espíritu Santo, como a Dios encarnado.

La crucifixión hace que Quien está crucificado esté más alto, obliga a levantar la cabeza, y hace de esta manera que se tenga una perspectiva y una visión nueva, real y verdadera, de Aquél que está crucificado. Pero no es la posición física, sino la iluminación del Espíritu Santo lo que permite contemplar a Cristo en sus misterios y en

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el misterio de la cruz. Es la iluminación del Espíritu Santo la que hace que el alma sepa que Cristo es Dios crucificado por nosotros.

También para nosotros es difícil creer en el origen divino de la Eucaristía, y por ello corremos el riesgo de vivir la Misa como una rutina, que se diferencia de los otros acontecimientos materiales y diarios de la vida en que es más piadoso; tenemos tendencia a hacer de nuestra fe un formalismo, a vaciarla de contenido144. En parte, es comprensible, porque el misterio eucarístico está fuera del alcance de todo intelecto creado. Pero también para nosotros se nos presenta la oportunidad de ser iluminados para saber quién es Cristo, porque si la invisible luz de su divinidad resplandece cuando Él es levantado en el altar de la cruz, y así ilumina a sus discípulos, de la misma manera, al ser levantado el Cristo Eucarístico sobre la cruz del altar, la luz de su divinidad, irradiada desde la Eucaristía, ilumina las mentes y los corazones para que lo reconozcamos como a nuestro Dios y Señor oculto bajo la apariencia de pan: “Cuando sea levantado el Hijo del Hombre en la cruz del altar, entonces conocerán que Yo soy”.

Por esto mismo, en esta parte de la Misa, resuenan en nuestros oídos las palabras de Jesús: “No puede un ciego guiar a otro ciego” (cfr. Lc 6, 39-42), porque delante del misterio del altar, somos “como ciegos”.

Sin embargo, a diferencia de la ceguera corporal, la espiritual puede revertirse; es decir, el ciego espiritual puede llegar a ver, por medio de la contemplación de Cristo, puesto que Él dice de sí mismo: “Yo Soy la luz del mundo; quien me sigue, no andará en tinieblas” (Jn 8, 12).

Quien contempla a Cristo crucificado es iluminado por Él, porque Él desde la cruz irradia la luz divina con una intensidad tan grande, que disipa las tinieblas del alma y permite conocerlo como Dios encarnado: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que Yo Soy” (cfr. Jn 8, 21-30).

Pero también es iluminado quien lo contempla en su Presencia sacramental, en la Santa Misa, que es lo que les sucede a los discípulos de Emaús, que lo reconocen en la fracción del pan: “Lo reconocieron al partir el pan” (cfr. Lc 24, 13-35).

En el momento de la fracción de la Eucaristía se desprende una potente luz espiritual, invisible a los ojos corporales, que brota de la misma Hostia consagrada, que hace abrir los ojos del alma a los discípulos de Emaús, y a partir de entonces, lo reconocen.

Si somos como ciegos espirituales –“hombres de poca fe” (cfr. Mt 14, 31)-, nos bastará entonces, para curarnos de la ceguera, elevar los ojos y contemplar a Cristo crucificado, que es el mismo Cristo Eucarístico.

El “misterio de la Iglesia congregada”, de la que nos habla el Misal Romano, se explica entonces por lo que sucede en el altar: con la fuerza de la cruz, Cristo atrae a todos hacia sí, para darse a conocer como Dios145.

Por último, puesto que somos congregadas a tan grande misterio, la disposición del alma para participar de él debe ser la misma de Santa Isabel de Hungría, la cual, siendo reina, cuando llegaba el momento de asistir a la Santa Misa, dejaba su corona, se quitaba los anillos de oro de sus dedos, se despojaba de todo adorno, y permanecía delante del altar cubierta con un velo, y con tanta modestia y concentración, que no apartaba su vista ni a derecha ni a izquierda146. Cuenta San Leonardo de Porto Mauricio

144 Cfr. MERTON, T., Il Pane Vivo, Ediciones Garzanti, Milán 1958, 21.145 Sin embargo, la Cruz, que atraerá a los hombres, será amada por aquellos que se dejen iluminar, pues muchos serán atraídos, pero no todos la amarán, sino que la odiarán. Es por esto que muchos –“pro multis”-, pero no todos se salvarán. La Cruz, amada u odiada, aceptada o rechazada, es el centro de la historia humana.146 Cfr. SAN LEONARDO DE PORTO MAURICIO, El tesoro escondido de la Santa Misa, Apostolado Mariano, Sevilla s. d., 77.

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que, en una de esas ocasiones, quedó cubierta de una luz tan resplandeciente, que todos los que se encontraban cerca de ella quedaron admirados, pues tenía la apariencia de un ángel147.

Cuando llega al altar, habiendo hecho con los ministros una inclinación profunda, VENERA EL ALTAR CON UN BESO (…)

¿Por qué besa el altar? Por varios motivos: porque el altar es la imagen terrena que representa a Jesucristo, verdadero altar de los holocaustos de la Nueva Alianza; porque representa el beso al Corazón de Jesús, lugar en donde son presentados al Padre todos nuestros sacrificios148, y porque sobre él descenderá la Víctima Divina dentro de unos instantes, en su cruz.

En el gesto del sacerdote recordamos que Jesucristo es, al mismo tiempo, Sacerdote, Víctima y Altar: Sacerdote, porque Él es el Sumo y Eterno Pastor (cfr. Jn 10, 11-15), el Mediador y Sumo Pontífice que une cielo y tierra, a Dios y a los hombres; Víctima, porque es el Cordero de Dios (cfr. Jn 1, 29-34); Altar, porque su Cuerpo santísimo es el ara donde se inmola la humanidad entera en el fuego del Espíritu Santo, para subir ante la majestad divina como perfume de suave fragancia149.

Besando aquello que lo representa, el sacerdote besa al representado, Jesús. Pero no solo el sacerdote ministerial puede hacerlo: todos los que asisten a la Misa pueden -espiritualmente, por supuesto- dar también un beso al altar, representación de Jesús.

El beso es la forma más sencilla y sublime de expresar el cariño150. Pero también puede ser el símbolo de la traición y del odio, como es el beso de Judas Iscariote a Jesús en el Huerto: “Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (cfr. Jn 18, 1-12). Judas Iscariote representa a toda la serie de sacerdotes –y también laicos- apóstatas, que aman más al dinero que a Dios; que prefieren oír el tintineo metálico de las monedas, al suave latido del Corazón de Jesús. Muchos se acercan a Jesús, como Judas, incluso con obras que exteriormente son buenas, pero por dentro, están viciadas por la soberbia, el orgullo, la búsqueda de la vanagloria y de los placeres y bienes materiales y terrenos151.

A todos aquellos que se acercan a saludarlo con un beso, Jesús les dice, como a Judas Iscariote: “Amigo, ¿a qué has venido?”152. El alma puede acercarse a Jesús con un beso para adorarlo, pero debe también tener presente que sus actos deben ser coherentes y expresar, exteriormente, el amor que experimenta en el corazón, para nunca jamás caer en el error de Judas.

El altar tiene además otros significados: es la mesa del Señor, a la que somos invitados para participar del banquete celestial preparado por Dios Padre. Así como los israelitas se reunían alrededor de la mesa para la Cena Pascual, en donde se inmolaba el cordero pascual, así nosotros nos reunimos ante el altar de Dios, para alimentarnos con la carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo.

El altar es a la vez el trono del Cordero de Dios (Ap 7, 17), rodeado de ángeles y de ancianos (Ap 7, 11), del cual salen relámpagos (Ap 4, 5) que manifiestan la majestad de Dios, y es todo esto en la Santa Misa, pero aquí es sobre todo la fuente de la bendición divina: “Acerquémonos confiadamente al trono de la gracia” (Heb 4, 16)153.

147 Cfr. San Leonardo, ibidem.148 Cfr. SCHNITZLER, Th., Meditaciones sobre la Santa Misa, Editorial Herder, Barcelona 1966, 331.149 Es por este motivo, porque representa a Jesús, verdadero Altar que se lo unge con óleo santo, símbolo de Cristo, para quedar, por así decirlo, inmerso en Cristo. 150 Cfr. Manglano Castellary, o.c., 62.151 Cfr. PICCARRETTA, L., Las Horas de la Pasión.152 Cfr. Piccarretta, ibidem.153 Cfr. Schnitzler, o. c., 332.

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Pero el altar es, ante todo, el lugar del sacrificio154 en el tiempo litúrgico de la Santa Misa, así como el Monte Calvario fue el lugar del sacrificio de Jesús hace dos mil años en Palestina, y es por eso que también lo podemos llamar “Nuevo Monte Calvario”.

El sacerdote (…) si es oportuno, INCIENSA LA CRUZ Y EL ALTAR .

El incienso es símbolo e imagen de la oración y de la elevación del alma y del corazón a Dios: así como el humo del incienso sube al cielo, así lo hace la oración del alma fiel, como lo expresa el Salmo 140: “Suba mi oración como incienso en tu presencia”.

También en el Libro del Apocalipsis se ve esta significación del humo del incienso quemado como símbolo de la oración de la asamblea de los santos que alaban a Dios: “Otro Ángel vino y se puso junto al altar con un incensario de oro. Se le dieron muchos perfumes para que, con las oraciones de todos los santos, los ofreciera sobre el altar de oro colocado delante del trono. Y por mano del Ángel subió delante de Dios la humareda de los perfumes con las oraciones de los santos” (8, 3-4). Este “ascenso” de la oración, hasta el altar de Dios, está representado gráficamente en las blancas nubes que se desprenden al contacto del incienso con el carbón incandescente, y en este momento, surge la reflexión: sin el fuego, no puede quemarse el incienso, es decir, sin la caridad, sin el amor sobrenatural a Dios, no puede haber oración agradable a Él155, y como el amor a Dios se demuestra en el amor a su imagen, el prójimo, concluimos también que la oración a Dios, fruto del amor, debe acompañarse de las obras de misericordia, corporales y espirituales, realizadas para con el prójimo más necesitado.

Pero en la simbología del incienso hay todavía otro significado más, y es que a la oración que asciende, ferviente, hasta el trono de Dios, le sigue el don de la misericordia divina, que desciende hasta los hombres en respuesta a la oración, y esto está representado en las nubes del incienso que, luego de llegar hasta las bóvedas de la Iglesia, comienzan luego a descender156.

Además de representar la oración, la quema del incienso en la ceremonia litúrgica expresa el máximo reconocimiento que el hombre tributa a su Dios, ya que sólo Dios, por su inmensa majestad, merece que se queme incienso en su honor; también, une de algún modo a las personas con el altar, con sus dones y sobre todo con Cristo Jesús que se ofrece en sacrificio.

Pero ante todo, el incienso es símbolo del sacrificio de Cristo, que sube hasta el cielo como agradable aroma, hasta el altar de Dios. El motivo es que los Padres de la Iglesia llamaban al Cuerpo de Cristo “carbón ardiente”, porque su Humanidad santísima es el carbón, que se vuelve incandescente por el fuego de la divinidad, de la Segunda Persona de la Trinidad, que lo inhabita, y así como el incienso, al quemarse con el carbón encendido, se convierte en humo y en perfume de aroma exquisito, así Cristo, carbón ardiente, al ser abrasada su Humanidad en la Encarnación con el fuego del Amor divino, desprende el suave y exquisito perfume del Espíritu Santo, con el cual fue ungido en la Encarnación, que asciende “en olor de suavidad” (cfr. Ef 5, 2).

154 Cfr. Schnitzler, o. c., 332.155 Cfr. Schnitzler, o. c., 445.156 Cfr. Ibidem.

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El incienso simboliza el sacrificio de Cristo,que asciende como suave y exquisito perfume

ante el trono de la majestad de Dios.

Otra interpretación que podemos dar al incienso, que al quemarse impregna el ambiente con un suave y agradable olor a perfume, la tomamos de la medicina –al menos la antigua- y la aplicamos antropomórficamente a Dios157. Antiguamente, en el rito bautismal, se hablaba de la “pestilencia de la concupiscencia mala”, comparando la concupiscencia, consecuencia del pecado original, con la peste que, junto a otras enfermedades contagiosas, se propagan por el aire, con tanta más rapidez cuanto más enrarecido esté el ambiente, y cuanto más antihigiénico sea el lugar. Por este motivo, cuando había alguna enfermedad contagiosa que se propagaba por el aire, se usaba el incienso como medicina, para desinfectar el ambiente, puesto que el aire puro y el perfume fresco eran sinónimo de buena salud y de bienestar158.

Trasladada al culto esta imagen, y aplicada a Dios antropomórficamente, podemos decir que, así como la peste provoca lesión de los tejidos, causando la emanación por parte de estos, de un olor fétido y desagradable, así el pecado, ante Dios, se eleva con un olor nauseabundo y pestilente. De esto se sigue que, siendo Dios el Ser perfectísimo, no puede nadie, ni ángel ni hombre, permanecer en su presencia, en estado de pecado.

Pero así como el pecado emana, por así decirlo, “espiritualmente”, fetidez y olor nauseabundo, así también la gracia que inhiere en el alma del justo desprende buen olor, el “buen olor de Cristo” (2 Cor 2, 15), y es este buen olor el que es simbolizado por el incienso.

Después se dirige con los ministros a la sede.

Terminado el canto de entrada, el sacerdote y los fieles, de pie, SE SANTIGUAN CON LA SEÑAL DE LA CRUZ , mientras el sacerdote, vuelto hacia el pueblo, dice:

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Desde el inicio de la Misa invocamos a la Santísima Trinidad, porque la Misa es -como lo veremos un poco más detalladamente en la oración del Padrenuestro, más adelante- obra de las Tres Divinas Personas. Desde su Cielo eterno, cooperan para que

157 Cfr. Schnitzler, o. c., 433-434.158 Cfr. Schnitzler, o. c., 434.

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en ese trozo de Cielo en la tierra que es el altar, Jesús done su vida, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como lo hizo en la cruz: Dios Padre envía a Dios Hijo para que se sacrifique por los hombres, y les done a Dios Espíritu Santo.

La señal de la cruz significa también que sobre la asamblea desciende la bendición de Dios, según el Santo Padre: “Él (Cristo) es una bendición, para toda la creación y para todos los hombres. La cruz, que es su señal en el cielo y en la tierra, tenía que convertirse, por ello, en el gesto de bendición propiamente cristiano. Hacemos la señal de la cruz sobre nosotros mismos y entramos, de este modo, en el poder de bendición de Jesucristo. Hacemos la señal de la cruz sobre las personas a las que deseamos la bendición. Hacemos la señal de la cruz también sobre las cosas que nos acompañan en la vida y que queremos recibir nuevamente de la mano de Dios. Mediante la cruz podemos bendecirnos los unos a los otros”159.

El pueblo responde: Amén.

“Amén” quiere decir “así es”160. Con esta sola palabra damos el asentimiento de nuestra fe para aquello que está ya desarrollándose en el altar, por obra de la Trinidad, la renovación incruenta, bajo especies sacramentales, sin derramamiento doloroso de sangre, del sacrificio cruento de Jesús en la cruz.

2. Después, el sacerdote, extendiendo las manos, SALUDA AL PUEBLO diciendo:

La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre, y la comunión del Espíritu Santo, estén con todos ustedes.

Para asistir a Misa, el sacerdote implora la gracia divina para que nos asista, puesto que la Misa no es invento sólo de hombres161, sino de la Santísima Trinidad, y por lo mismo, no puede nunca ser vivida ni rezada con las solas fuerzas de la razón humana.

Sin la gracia divina que ilumine la mente y el corazón humanos, la Misa se convierte en un rito vacío, rutinario, casi sin sentido alguno. Por la gracia, en cambio, adquiere todo su verdadero sentido y significado: la renovación, bajo las especies sacramentales de pan y vino, del sacrificio redentor de Jesús en la cruz.

Este saludo, presente en la Sagrada Escritura –es el saludo del ángel a Gedeón (Jud 6, 16), del profeta Azarías al piadoso rey Asa (2 Par 15, 2), está tomado, más literalmente, del apóstol San Pablo en 2 Tes 3, 16: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros”.

Pero es también el saludo del ángel Gabriel a la Virgen María, en el momento de anunciarle la Encarnación del Hijo de Dios (Lc 1, 28), que es a la vez el inicio de la salvación y redención de los hombres. De modo semejante, el saludo del sacerdote inaugura la Buena Nueva y la comunicación de la vida por la venida del Redentor en la Eucaristía. El lugar del arcángel lo ocupa el sacerdote; el de María, la Iglesia 162. Aún más, podemos decir que toda la Santa Misa está prefigurada en el anuncio del arcángel

159 RATZINGER, J., El espíritu de la liturgia.160 Adverbio de raíz hebraica que se usaba para proclamar que se tiene por verdadero lo que se acaba de decir (cfr. LEÓN-DUFOUR, X., Vocabulario de Teología Bíblica). Quedó como giro evangélico cuando Jesús explicaba una parábola: amen, amen dico vobis...).161 La liturgia es la suma de: Tradición y Sagrada Escritura, Magisterio, poetas, iconógrafos, arquitectos, músicos, devociones populares, modistos, acústicos, histriones –se representa teatralmente al Misterio: autosacramentales internos a la misa, por ej. Besa Niño, etc.162 Cfr. Schnitzler, o. c., 325.

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Gabriel a la Virgen, tal como lo sostiene un autor en su “Angelus Eucarístico”, parafraseando la oración del Angelus y aplicándolo al Santo Sacrificio del altar163:

El sacerdote del Señor pronunció las palabras de la consagración/Y el Espíritu Santo fecundó el seno de la Iglesia/Prolongando la Encarnación del Verbo /En la Eucaristía/Ave Iglesia Santa y pura, llena eres del Espíritu de Dios/ Bendita eres para la humanidad toda/ Porque bendito es Jesús Eucaristía/ El fruto de tu seno virgen/ El altar eucarístico/Santa Madre Iglesia/Ruega por nosotros, pecadores,ahora;/ y úngenos en la hora de la muerte. Amén/ He aquí la Iglesia del Señor/ La Palabra de Dios obre en Mí la conversión/Del pan en el Cuerpo/ Y del vino en la Sangre/Del Señor/ Ave Iglesia Santa y Pura,…/ Y el Verbo de Dios prolongó su Encarnación en la Eucaristía/ y habitó y habitará entre los hombres/ Hasta el fin de los tiempos/ Ave Iglesia Santa y Pura, …/Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo/ como era en el principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén.

Oremos. Te suplicamos, Señor, derrames tu gracia en nuestras almas, para que, habiendo conocido por la voz del sacerdote en la consagración, la presencia de tu Hijo en el Sacramento de la Eucaristía, seamos llevados, por los méritos de su Pasión y Muerte en cruz renovada incruentamente en el altar, a la Gloria de la Resurrección. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

3. El sacerdote o el diácono, u otro ministro, puede hacer una monición muy breve para introducir a los fieles en la Misa del día.

Acto penitencial.

4. A continuación se hace el ACTO PENITENCIAL , al que el sacerdote invita a los fieles, diciendo: (…)

La Eucaristía que habremos de recibir en el momento de la comunión es, como dijimos, citando a los Padres de la Iglesia, un “carbón ardiente” –el carbón es la Humanidad de Cristo, el fuego que lo vuelve incandescente es su divinidad-, y como tal, está representada en la visión de Isaías, en donde un ángel le purifica los labios con un tizón ardiente, para que sea digno de estar ante la Presencia de Dios: “Y dije: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de

163 Cfr. SÁNCHEZ RUEDA, Á., María, la Madre de Dios, Ediciones Wittich, San Miguel de Tucumán 2011, 19.

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labios impuros habito: que al rey Yahveh Sebaot han visto mis ojos!”. Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa en la mano, que con las tenazas había tomado de sobre el altar, y tocó mi boca y dijo: “He aquí que esto ha tocado tus labios: se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado” (6, 5-7)”. Nuestros labios, pero sobre todo nuestro corazón, se mancha muchas veces con el pecado, por lo que es necesaria la purificación, mediante la contrición del corazón.

Además, Dios es el Ser perfectísimo, de quien emanan la Bondad y el Amor infinitos. Él es el Dios Tres veces Santo, a quien los serafines y querubines, y todos los coros angélicos, adoran sin cesar por la eternidad, según la visión también de Isaías: “…vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban. Y se gritaban el uno al otro: ‘Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria’. Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo (6, 1-4)”. También el Apocalipsis nos transmite esta majestuosa visión de Dios y el arrobamiento de los ángeles que lo contemplan en su majestad: “Los cuatro Vivientes tienen cada uno seis alas, están llenos de ojos todo alrededor y por dentro, y repiten sin descanso día y noche: ‘Santo, Santo, Santo, Señor, Dios Todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir’ (4, 8)”.

Los serafines se alegran por la eternidad ante la presenciadel Dios Tres veces Santo.

Dios es tan grandioso y puro en su majestad, que ni siquiera los ángeles se atreven a mirarlo cara a cara, y por eso se cubren el rostro con sus alas. Si los ángeles de Dios, seres puros y perfectos, se consideran indignos de mirar a Dios, ¡cuánto más nosotros, seres imperfectos y llenos de pecado, somos indignos, no solo de mirar a Dios, sino mucho más, de recibirlo en la Eucaristía para que entre en nuestros corazones! El acto penitencial, entonces, se encamina a reconocernos pecadores delante de Dios y necesitados de su perdón y de su gracia, lo cual es el primer paso para la adoración a su Presencia Eucarística.

Hermanos:

Para celebrar dignamente estos SAGRADOS MISTERIOS , reconozcamos nuestros pecados.

¿Qué quiere decir el sacerdote cuando dice: “sagrados misterios”? La pregunta se hace más perentoria, cuanto que han existido mártires que han dado sus vidas por

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celebrar estos “misterios”, como San Emérito, que ante la pregunta de su verdugo de porqué había dejado entrar en su casa a los otros cristianos para celebrar el Domingo, desafiando el edicto del emperador que lo prohibía, contesta utilizando la palabra “misterio”, para referirse a la Santa Misa: “No podemos vivir sin celebrar el misterio del Señor”164.

Podemos tratar de vislumbrar la respuestas analizando el episodio del Evangelio en donde dos griegos piden a Felipe poder ver a Jesús: “Queremos ver a Jesús” (cfr. Jn 12, 20-33). Luego, Felipe comunica a Andrés el pedido de los griegos, y ambos los llevan a Jesús.

Los griegos piden ver a Jesús. ¿Qué es lo que ven en Jesús? O más bien: ¿qué es lo que pueden ver en Jesús? Exteriormente ven en Jesús a un hombre como cualquier otro, que en nada se diferencia de cualquiera de ellos. Tanto es así, que los contemporáneos llaman a Jesús: “el hijo del carpintero” (cfr. Mt 13, 55-56), que es casi como decir: “el hijo del vecino”, o sea, uno más entre otros. Quienes ven a Jesús exteriormente ven su naturaleza humana, visible a los ojos corporales, sin poder ver más allá de ella porque lo visible permite obtener únicamente un conocimiento natural; no da, este modo de ver, un conocimiento o una comprensión sobrenaturales165.

Quien ve a Jesús visible en su visibilidad exterior, tal como se presenta en su naturaleza humana, tal como caminaba en su peregrinación por los poblados de Palestina, lo ve en su aspecto exterior, en su naturaleza humana, pero no puede, por sí mismo, ver otra cosa; no puede, por sí mismo, ver si hay algo misterioso e invisible porque si lo hubiera, este se oculta a los ojos del cuerpo.

“Queremos ver a Jesús”. ¿Qué es lo que pueden ver los griegos en Jesús? Para saber qué es lo que pueden ver, y qué es lo que no pueden ver, hay que considerar primero la realidad de Jesús como “sacramento del Padre”, pero además hay que considerar la realidad de todo sacramento; porque si Jesús es un sacramento, es también fuente de todo sacramento.

Es decir, cuando los griegos piden ver a Jesús, piden ver a Jesús que es sacramento, por eso hay que considerar la realidad del sacramento en cuanto tal: los griegos piden ver a Jesús; Jesús es un sacramento; ¿qué es un sacramento?

En el lenguaje de la Iglesia, los Padres latinos y los Padres griegos usaban indistintamente “sacramento” y “misterio” para designar a algo completamente invisible, como la Santísima Trinidad, y a cosas visibles como los sacramentos, por el misterio contenido en ellos.

El término “sacramento” fue evolucionando con el tiempo, hasta llegar a la actualidad, en donde esta palabra se utiliza para nombrar a cosas visibles que contienen un misterio oculto y que por eso son misteriosas, a pesar de ser visibles. A un sacramento lo podemos ver, oír, sentir –podemos ver la materia, agua, vino, pan, y oír las oraciones, las palabras- pero no podemos ver ni comprender su interior.

En estas cosas –los sacramentos-, lo oculto, lo interior, lo invisible, de origen sobrenatural, se une con lo visible, lo exterior, lo creado, y entre los dos forman una unidad en el que los dos elementos participan del carácter de sus dos partes. Por ejemplo, en el sacramento del Bautismo, lo visible es el agua, lo invisible es la Presencia de Cristo que bautiza; en el sacramento de la Eucaristía, lo visible es el pan y el vino, lo invisible es la Presencia de Cristo resucitado.

Puesto que Jesús es el sacramento del Padre y fuente y origen de todo sacramento, en Él hay, como en todo sacramento, un componente visible y uno invisible, en donde lo visible –su naturaleza humana- se une con lo oculto –su Persona

164 RUIZ BUENO, D., Actas de los mártires, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid4 1957, 984.165 Cfr. SCHEEBEN, M., J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 356.

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divina- para conformar el misterio sacramental166, fuente de vida divina para las almas y de santificación para la Iglesia.

En Cristo lo visible, su naturaleza humana, se une realmente con lo oculto, su Persona divina, invisible; es decir, en Él lo visible tiene una relación real y directa con lo invisible, oculto y sobrenatural167.

Jesús es el sacramento del Padre, la fuente y el origen de todo sacramento de la Iglesia, y como todo sacramento, posee un elemento visible, exterior, y otro invisible, interior, íntima y estrechamente unidos, de tal manera que no se comprenden el uno sin el otro. Ver a Jesús visiblemente, por fuera, en su naturaleza humana, sin ver, por la luz de la fe, su interior, su divinidad, la relación entre los dos componentes, es decir, su carácter de sacramento del Padre, es ver solo el mar en su superficie, sin adentrarse en la inmensidad de su profundidad.

Debido a que en Jesucristo se da el misterio sacramental en su plenitud –esto es, la unión de la divinidad, oculta e invisible, con la humanidad, exterior y visible-, en Él el misterio está realmente presente en lo que es visible, es decir, en su humanidad, y aquí llegamos a la respuesta de la pregunta inicial: ¿qué es lo que pueden ver en Jesús los griegos que piden verlo?

En Jesús el misterio invisible está realmente presente y unido a lo visible, su humanidad. Así, para quien ve a Jesús en su humanidad –como los griegos del Evangelio- el misterio invisible va a estar también presente, aunque no lo pueda contemplar en sí –eso sucede sólo en la visión beatífica-. ¿De qué manera?

Decíamos al principio que lo visible permite sólo un conocimiento natural, y no sobrenatural, pero en el caso de Cristo, lo visible natural sí puede llevar a lo invisible sobrenatural, de la siguiente manera: si además de ver visiblemente, por otra parte se conoce, mediante la fe, la unión de ambas cosas, visibles e invisibles –sabemos por el Credo que el Hijo de Dios se ha encarnado, se ha unido a una naturaleza humana-, al percibir la cosa visible –la imagen de Jesucristo-, se sabrá también que tiene realmente delante de sí el misterio –la Segunda Persona de la Trinidad que inhabita en la naturaleza humana de Jesucristo-.

“Queremos ver a Jesús”. Quien por la fe sabe que Jesús es Dios Hijo, al ver la humanidad de Jesucristo, visible, sabe que tiene delante de sí el misterio sobrenatural absoluto, la Persona del Hijo de Dios que inhabita en Cristo. Ver a Jesús en su aspecto exterior, sabiendo por la fe que Él es el Hijo de Dios, es saber que se está delante del misterio sobrenatural absoluto.

No se contempla el misterio en sí, pero sí se sabe que se está delante del misterio, y que el misterio está realmente delante.

“Queremos ver a Jesús”, piden los griegos que suben a Jerusalén para adorar al Dios verdadero.

No podemos ver a Jesús como lo vieron los griegos, pero sí podemos ver a Jesús en la Eucaristía. Ver a la Eucaristía en su aspecto exterior, sabiendo por la fe que recibimos en el bautismo que es Jesús en Persona, es saber que se está delante del misterio inenarrable, la Persona Encarnada de Dios Hijo, a la que adoran por la eternidad ángeles y santos.

Quien por la fe de la Iglesia sabe que la Eucaristía es Dios Hijo en Persona, al ver lo que aparece como pan, visible, sabe que tiene delante de sí, en el altar y en la Hostia consagrada, el misterio sobrenatural absoluto, el Hombre-Dios que inhabita en la Eucaristía, y ante el misterio invisible del Cordero del Apocalipsis, que se nos

166 Cfr. Scheeben, Los misterios, 589.167 Cfr. Scheeben, Los misterios, 590.

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manifiesta visiblemente en algo visible que parece pan, solo cabe ver, contemplar, agradecer y adorar.

A estos misterios se refiere el sacerdote ministerial cuando dice: “Hermanos, para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados”.

Este misterio, que es sólo perceptible por la luz de la fe, consiste en la representación sacramental del sacrificio del Calvario, y en la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesús; en esto radican, propiamente, los “sagrados misterios”.

Teniendo en cuenta esto, nos percatamos de que en la Santa Misa hay algo más allá de lo que vemos con los ojos del cuerpo y entendemos con la razón, hay algo que escapa a la percepción sensorial y racional, y que la realidad es mucho más vasta y profunda de lo que aparece a simple vista. Y esto más profundo, que escapa a nuestra percepción sensorial –así como escapaba a la percepción sensorial de los griegos la Persona divina del Hijo de Dios que inhabitaba en el cuerpo y el alma humanos de Jesús de Nazareth-, son los “sagrados misterios” de la Santa Misa.

Aún cuando con nuestras limitadas palabras intentemos dar una idea de a qué se refiere el sacerdote cuando dice: “sagrados misterios”, siempre es insuficiente, porque la realidad sobrenatural de la Santa Misa escapa a toda posibilidad del razonamiento y del lenguaje humanos, y también a la intelección y al lenguaje angélicos.

Para la Santa Misa debemos usar una aproximación diversa, porque con mucha frecuencia, limitamos la realidad a lo que vemos con los ojos del cuerpo, y a lo que podemos entender con la razón, y aunque no está mal analizar la realidad a partir de los datos sensibles, si nos limitamos a los sentidos y a la razón, en el caso de la Misa, limitamos y cercenamos la realidad natural, que está penetrada por lo sobrenatural, tal como lo expresa el Adoro Te devote: “…visus, tactos, gustus, in te fallitur…”. La Misa es un misterio supra-racional que sobrepasa infinitamente la capacidad de la razón, pero esta, iluminada por la fe, busca entender, según Anselmo: “fides quaerem intellectum”, y es así como el cristiano debe vivir los misterios de la Santa Misa: con las alas de la Fe y de la Razón.

En síntesis, la doctrina de la Iglesia sostiene que la Santa Misa es un “misterio” sobrenatural, y es la razón por la cual el sacerdote pide que nos arrepintamos de nuestros pecados, para participar de los “sagrados misterios”, y como es muy difícil para nosotros expresarlo con palabras y conceptos, recurrimos a los santos, quienes confirman lo que revela la Iglesia en su Magisterio, puesto que poseen una visión de la realidad sobrenatural mucho más acabada y completa que nosotros.

Veamos entonces qué es lo que nos dice, acerca de los “sagrados misterios”, una mística contemplativa como Santa Hildegarda de Bingen.

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“…repentinamente aparecieron, como en un espejo, las imágenes de la Natividad, la Pasión y la Sepultura y también de la Resurrección y la Ascensión de nuestro Salvador, el Unigénito de Dios, tal como habían acontecido cuando el mismo Hijo de Dios estaba en el

mundo”.(Santa Hildegarda de Bingen)

Dice Santa Hildegarda de Bingen168, mística del siglo XIII: “Y después de esto vi que, mientras el Hijo de Dios pendía en la cruz (…) vi como un altar (…) Entonces, al acercarse al altar un sacerdote revestido con los ornamentos sagrados para celebrar los divinos misterios, vi que súbitamente una luz grande y clara que venía del cielo acompañada de la reverencia de los ángeles envolvió con su fulgor todo el altar, y permaneció allí hasta que el sacerdote se retiró del altar, después de la finalización del misterio. Pero también allí, una vez leído el Evangelio de la paz y depositada sobre el altar la ofrenda que debía ser consagrada, cuando el sacerdote hubo entonado la alabanza de Dios todopoderoso –que es el ‘Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos’– para comenzar así la celebración de los misterios, repentinamente un relámpago de fuego de inconmensurable claridad descendió del cielo abierto sobre la ofrenda misma, y la inundó toda con su luz, tal como el sol ilumina aquello que traspasa con sus rayos. Y mientras la iluminaba de este modo, la elevó invisiblemente hacia los [lugares] secretos del cielo y nuevamente la bajó poniéndola sobre el altar, como el hombre atrae el aire hacia su interior y luego lo arroja fuera de sí: así la ofrenda fue transformada en verdadera carne y verdadera sangre, aunque a la mirada humana apareciera como pan y como vino. Mientras yo veía estas cosas, repentinamente aparecieron, como en un espejo, las imágenes de la Natividad, la Pasión y la Sepultura y también de la Resurrección y la Ascensión de nuestro Salvador, el Unigénito de Dios, tal como habían acontecido cuando el mismo Hijo de Dios estaba en el mundo. Pero, mientras el sacerdote entonaba el cántico del Cordero Inocente –que es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo– y se presentaba para recibir la Santa Comunión, el relámpago de fuego antes mencionado se retiró hacia los cielos; y tan pronto como el cielo se cerró oí una voz que desde el cielo decía: ‘Comed y bebed el Cuerpo y la Sangre de Mi Hijo para borrar la desobediencia de Eva, hasta que seáis restaurados en la justa herencia’”.

168 HILDEGARDIS SCIVIAS II, 6-1. Ed. Adelgundis Führkötter O.S.B. collab. Angela Carlevaris O.S.B.. In: Corpus Christianorum Continuatio Mediaevalis. Vol. 43-43a. Turnhout: Brepols, 1978.

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Así es como los santos vivieron los “sagrados misterios” del altar eucarístico, los cuales sobrepasan infinitamente nuestra razón.

Al participar de la liturgia eucarística, no limitemos el campo de la realidad divina al estrecho límite de nuestros sentidos y de nuestra razón; no racionalicemos los sagrados misterios sobrenaturales de la Santa Misa, que son los sagrados misterios de Cristo, Sacramento del Padre.

Se hace una breve pausa de silencio. Después, todos hacen en común la fórmula de la CONFESIÓN GENERAL :

Yo confieso, ante Dios Todopoderoso, y antes ustedes, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra y omisión.

Y, golpeándose el pecho, dicen:

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

Luego prosiguen:

Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos, y a ustedes hermanos, que intercedan por mí ante Dios, nuestro Señor.

Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de maldades (cfr. Mc 7, 20-23), y es eso lo que reconocemos en este momento de la Misa, con el propósito de buscar la conversión. Al tiempo que nos reconocemos pecadores y necesitados de la gracia divina, nos damos tres golpes en el pecho, a la altura del corazón169. Es muy necesario este paso previo, interior, espiritual, de sincero reconocimiento de nuestra condición de pecadores, para que el acto de contrición no derive en un acto farisaico que desagrada a Dios.

¿Por qué el número tres, y por qué golpes? Porque el número tres es el símbolo de plenitud y perfección; los golpes, de arrepentimiento. Así como se sacude a una persona para despertar, o así como se dan golpes en una puerta pidiendo que ésta se abra, así golpeamos simbólicamente nuestro corazón, tratando de despertarlo de su letargo espiritual, y golpeamos, en nombre de Cristo, a las puertas de nuestro corazón, para que se abran de par en par a Cristo Eucaristía que habrá de venir pronto.

De esta manera, nos reconocemos pecadores y, como tales, necesitados de la ayuda celestial, para lo cual invocamos a la Madre de Dios, como Medianera de todas las gracias, y a los ángeles y santos, confiando en la comunión de los santos, pero también recurrimos al auxilio de nuestros hermanos a quienes, al pedirles la intercesión por nosotros, los reconocemos, según las palabras del apóstol San Pablo, como “superiores a nosotros mismos” (cfr. Flp 2, 3-4).

Sigue la ABSOLUCIÓN del sacerdote:

Dios Todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna.

169 Cfr. Manglaro Castellary, ibidem, 36-37.

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El sacerdote nos da la absolución general –solamente válida para los pecados veniales170-, y nos habilita así, en nombre de Cristo, para participar de la Misa, de aquí en más, con un corazón “contrito y humillado”, deseoso de recibir, cuanto antes, a Jesús en la Eucaristía.

Una consideración que debemos hacer en este momento, es el hecho de que el primer efecto de la Comunión es el crecimiento espiritual que se produce por los repetidos incrementos de gracia santificante que la Sagrada Comunión produce.

El fin principal de la Sagrada Eucaristía es acrecentar la gracia santificante, repetida y frecuentemente, por medio de la unión personal con el mismo Autor de ella, y es la razón por la cual debemos estar en estado de gracia santificante al recibirla171.

Con respecto a los pecados veniales, es conveniente tener en cuenta que “la comunión frecuente y diaria está permitida a todos los fieles de Cristo, de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención”172. Esta recta intención consiste en que “quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad y remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina”173. Y aunque conviene que los que reciben frecuentemente o a diario la Comunión estén libres de pecados veniales, “basta sin embargo que no tengan culpas mortales”174.

En otras palabras, antes de comulgar, debemos estar en estado de gracia, sin pecado mortal. Un ejemplo nos puede ayudar a comprender el porqué: así como el alimento material en nada aprovecha a un cadáver, así tampoco la Sagrada Eucaristía aun alma en pecado mortal. Si alguien comulga en pecado mortal, cometería un grave sacrilegio, puesto que negaría interiormente, por el rechazo a Dios que significa el pecado mortal, el gesto exterior de comulgar, que significa la unión con Dios en el amor175.

Distinto es el caso del pecado venial, y para ejemplificarlo, usamos también al alimento material: así como el alimento material no devuelve la vida aun cuerpo muerto, pero sí a un cuerpo débil y enfermo, así la Sagrada Eucaristía no perdona el pecado mortal, pero sí el venial (con la condición de que el que comulga, esté arrepentido de ellos)176.

La causa de esta “curación” del alma –análoga a la curación física realizada por Jesús en el Evangelio, pero infinitamente mayor-, es el amor de Cristo, que se comunica en la comunión: en el momento de la unión personal, Cristo derrama, movido por su amor, abundantes gracias que brotan de su Corazón traspasado, las cuales sanan, en alma bien dispuesta, las pequeñas faltas de amor que suponen el pecado venial177.

170 “(...) quien sea consciente de estar en pecado grave no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya oportunidad de confesarse; en este caso, recuerde que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes”; cit. CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía, 81.171 Cfr. Trese, La fe explicada, 463.172 Instr. Eucharistycum Mysterium, n. 37.173 Cfr. ibidem.174 Cfr. ibidem.175 Cfr. Trese, La fe explicada, 463.176 Cfr. Trese, ibidem.177 Cfr. ibidem.

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Y es la misma razón por la cual la comunión preserva del pecado mortal, puesto que la Eucaristía frena la atracción hacia debajo de las pasiones desordenadas (concupiscencias), consecuencias del pecado original.

Y puesto que el siglo XXI es el siglo de los vuelos espaciales, podemos dar un ejemplo tomado de estos, para graficar lo que decimos: cuando una nave espacial, impulsada por el poderoso chorro de fuego de sus cohetes propulsores, sale de la órbita terrestre, escapa de su fuerza gravitatoria, la cual se anula completamente, tanto más, a medida que se acerca al sol, volviéndose los cuerpos de los astronautas, ligeros como una pluma178.

Algo similar sucede con la comunión: la gracia santificante que recibimos, es lo que nos da la fuerza para apartarnos de las cosas materiales y terrenas, las cuales, a medida que subimos en santidad, nos parecen cada vez más pequeñas y sin atractivo, como cuando alguien va ascendiendo en un avión, cada vez más, y ve por la ventanilla las casas, los autos, los animales y las personas, cada vez más chicos. En otras palabras, la gracia santificante de la comunión nos hace ver las cosas materiales como baratijas sin valor, como extraños e inservibles objetos de plástico barato que sólo sirven para ser arrojados al cesto de residuos.

Y así como un astronauta, a medida que escapa de la fuerza de atracción de la tierra, se siente ligero como una pluma, hasta el punto de flotar en el interior de la nave, así el alma, inundada por la gracia santificante que la aleja de la fuerte atracción que ejercen las cosas materiales, se siente ligera y libre de todo peso.

Al mismo tiempo, así como la nave se acerca cada vez más al sol, así nosotros, al comulgar, no sólo nos alejamos del pecado, sino que nos acercamos cada vez más a ese Sol de Amor infinito que es Jesús Eucaristía.

Volviendo a la absolución del sacerdote, recordamos que si el que asiste a Misa se encuentra en pecado venial, puede y debe comulgar, aunque conviene limpiar el alma con el acto de contrición, realizado al inicio de la Santa Misa, pidiéndole al Señor que nos ayude a hacer propósito de enmienda, a lo que nos disponemos con la participación atenta en la celebración eucarística179.

Quien está en pecado mortal puede asistir a Misa, aunque no puede comulgar, y debe asistir, tanto más, cuanto que la asistencia al Santo Sacrificio del altar debe suscitar vehementes deseos de hacer una buena confesión sacramental, para recibir el Amor de Dios donado en la Eucaristía.

Si estamos convencidos, luego de hacer un buen examen de conciencia, de que no estamos en pecado mortal, se hace un acto de contrición lo más perfecto que se pueda, con la fórmula colectiva ya mencionada, para que el alma quede limpia de pecados veniales y aún de aquellos pecados de los que no somos conscientes180.

Este acto de contrición debe extenderse a todos los actos de nuestra vida, a los presentes y a los pasados, porque puede suceder que tengamos algunos que se escapan a nuestra observación, para lo cual acudimos al Salmo 18, 3: “De mis pecados ocultos límpiame, Señor”. De esta manera, recibiremos dignamente la Eucaristía, porque ese dolor de contrición purifica el alma de las manchas y reliquias del pecado181.

Pero en esta parte de la Misa, una vez libres del pecado venial, queda aún la lucha interior contra las imperfecciones, las cuales debemos también erradicar, para participar, con el alma lo más cristalina posible, a los “sagrados misterios” que se desarrollan en el altar. Las imperfecciones –que pueden fácilmente convertirse en

178 Cfr. Trese, o. c., 464.179 Cfr. LUNA LUCA DE TENA, F., La Misa, Ediciones Palabra, Madrid2 1988, 160.180 Cfr. Luna Luca de Tena, o. c., 169.181 Ibidem.

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pecados veniales- son esas faltas –desidia o desinterés en la oración, resistencia egoísta a ayudar al prójimo, falta de esfuerzo para vencer nuestra irritabilidad o impaciencia, vanidad infantil en nuestro aspecto o apego excesivo a nuestros talentos, rencores, intemperancia, murmuraciones con ribetes de malicia-, que muestran que nuestro amor a Dios es todavía imperfecto182, y que no hemos comprendido aún que el amor a Dios pasa por el amor que tengamos al prójimo, según el primer mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.

Pueden parecer poca cosa, pero estas imperfecciones son un verdadero obstáculo para el aprovechamiento de la comunión sacramental, ya que se comportan como tierra en el fondo de un vaso de cristal con el cual sacamos agua de un manantial de agua límpida: por más limpia que esté el agua, al contacto con la tierra, esta la enturbia, perdiendo su condición original cristalina. En otras palabras, las imperfecciones –desidia, impaciencia, enojos, egoísmo, etc.-, nos impiden recibir todo el caudal infinito de gracias que se nos comunica en cada comunión eucarística183, y por eso debemos erradicarlas, y este momento de la Misa es propicio para hacer este propósito.

Nuestra alma es finita, y por eso, por su propia naturaleza, no puede recibir las infinitas gracias que nos concede cada comunión eucarística, pero por el mismo motivo, debemos luchar para que nuestro vaso, más pequeño o más grande, es decir, nuestra alma, esté libre al momento de comulgar, para que pueda atrapar la mayor cantidad de agua cristalina, es decir, de gracias, que proporciona cada Eucaristía184.

Una sola comunión podría convertirnos en los más grandes santos, e incluso hacernos morir de amor, para pasar a la feliz eternidad en el cielo en el momento mismo de la comunión, como le sucedió a Imelda Lambertini, pero si no sólo no nos sucede eso, sino, por el contrario, vemos que comulgamos con frecuencia, pero no avanzamos en el camino de la santidad, es decir, del amor a Dios y al prójimo, entonces debemos revisar nuestra vida espiritual y la disposición de nuestro corazón en el momento de la comunión. Este acto penitencial se orienta a lograr este propósito.

El pueblo responde: Amén.

5.6. Otras invitaciones al acto penitencial.

7. Siguen las INVOCACIONES Señor, ten piedad (Kýrie eléison), si no se han dicho ya en alguna de las fórmulas del acto penitencial:.

Llega el momento de las invocaciones, en donde la asamblea pide piedad a Cristo, en virtud de sus llagas. La Misa es la renovación sacramental del sacrificio de la cruz, y el sacrificio de la cruz es realizado por Cristo para perdonar nuestros pecados y donarnos la filiación divina, ya sea por uno solo o por toda la humanidad, porque su Amor es infinito. La muerte en cruz se debió, de parte nuestra, a nuestros pecados, y de parte de Dios, a su gran Amor, y su Amor resplandece tanto más, cuanto que ni siquiera dado el pecado era necesaria la Encarnación, porque Dios no necesita de las causas segundas; en esto se ve la grandeza infinita de su Amor.

Pedimos piedad a Dios porque Cristo será sacrificado por nuestra maldad, por nuestra ceguera espiritual, que nos impide ver la bondad infinita del Amor divino. Todos somos deicidas por el pecado, y por eso imploramos el perdón divino.

182 Cfr. TRESE, L. J., La fe explicada, Ediciones Rialp, Madrid20 2001, 480.183 Cfr. Trese, ibidem.184 Cfr. ibidem.

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Las invocaciones son una continuación de las súplicas evangélicas: la del ciego Bartimeo, que imploraba ser curado de su ceguera, gritando: “Señor, ten piedad de mí” (cfr. Mc 10, 47), y la del padre de un niño poseído por el demonio: “¡Si algo puedes, ayúdanos, ten piedad de nosotros!” (Mc 9, 22). Imploramos la Misericordia Divina185, y pedimos por lo tanto que cure nuestra ceguera espiritual y que aleje de nosotros al demonio que, aprovechándose de nuestra naturaleza herida por el pecado original, nos tienta dominándonos para arrastrarnos lejos de Dios. El sacerdote ministerial también pide perdón, porque también él debe ser perdonado.

Las invocaciones “Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad”, son en realidad la traducción al español de las expresiones originales en griego “Kyrie eleison” y “Christe eleison”: Kyrie es el caso vocativo del sustantivo griego κύριος (kyrios: “señor”) y significa “¡Oh Señor!”. A su vez, Eleison, en griego ἐλέησον, es imperativo aoristo del verbo ἐλεέω “compadecerse”. Tiene una estructura de triple exclamación: Kyrie eleison; Christe eleison; Kyrie eleison, y se traduce tal como la rezamos en la Santa Misa: “Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad; Señor, ten piedad”.

Su estructura original, de nueve Kyries, se debe a San Gregorio Magno, quien estableció que las repeticiones fueran nueve, en recuerdo de los nueve coros angélicos186.

En cuanto a su origen, el canto de los Kyries tiene raíces extraeclesiásticas, pues procede de las aclamaciones u ovaciones que el pueblo tributaba a los emperadores o generales que regresaban triunfantes de una batalla; además, el título Kyrios era el título propio de los emperadores, y corresponde literalmente al francés “Sire”, que significa “Señor”, pero, reservado al rey, se traduce por “Majestad” 187. Despojándolo de todo contenido pagano, la Iglesia lo asume y lo aplica a su Rey y Señor, Jesucristo, quien vuelve triunfante de la muerte, resucitando con su vida gloriosa, enarbolando el insignia victoriosa de la cruz ensangrentada.

Porque Jesús es Rey, al cual aclamamos, podemos aprovechar mejor esta parte de la Misa meditando en la respuesta del Señor ante la pregunta de Pilato: “¿Tú eres rey?” (Jn 18, 37a). Jesús responde de modo afirmativo, auto-proclamándose rey: “Yo Soy Rey” (Jn 18, 37b).

Podría pensarse que la respuesta y el convencimiento de Jesús de que Él es Rey se deben a su ascendencia: tanto por parte de madre como por parte de padre, Cristo posee una ascendencia monárquica, puesto que ambos progenitores pertenecen a sendas tribus monárquicas. Sin embargo, la razón por la cual Cristo se auto-proclama como Rey no se deriva de una causa humana: Cristo no es rey por el hecho de haber nacido de una madre Virgen, que descendía de una casta monárquica188, ni por el hecho de que su padre adoptivo, José, era también descendiente de una tribu monárquica. Cristo no es rey por causas humanas: Él es rey por haber sido engendrado, desde toda la eternidad, en el seno de Dios Padre; Él procede desde la eternidad del seno de Dios, y de Dios

185 Cfr. OGMR, ibidem, 52.186 Cfr. Schnitzler, o. c., 288.187 Cfr. Schnitzler, ibidem.188 “¿No se debe suponer que María es también, al menos en parte, de la tribu de Leví, incluso ella misma hija de Aarón? (…) Es así como la liturgia copta o varios místicos, como María Valtorta, ven a la Madre de Dios: «heredera de Joaquín de David, y de Ana de Aarón» (El Evangelio tal como me fue revelado, tomo I, n° 20). En ese caso, Jesús mismo sería de ascendencia real y sacerdotal por su madre. El uniría los dos linajes de la espera mesiánica: el real y el sacerdotal (…) Algunos escritos judíos reúnen esos dos linajes mesiánicos, ya que afirman que el único Mesías será a la vez Rey y Sacerdote, tanto de la tribu de Judá como de la de Leví. Lo que sería “carnalmente” el caso de Jesús si se tiene en cuenta la hipótesis de la doble ascendencia davídica y levítica de María”. Cfr. http://www.mariedenazareth.com/13787+M5fa2438bfc7.0.html.

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recibe el Ser divino, la esencia y la naturaleza divinas, y es ésa la causa de su reyecía: el poseer el Ser divino por derecho propio. Si los reyes de la tierra son ungidos con bálsamo perfumado, como signo de su proclamación real, Dios Hijo es ungido desde la eternidad con el óleo de la divinidad y con el perfume de la santidad, y es así como Cristo es Rey desde toda la eternidad.

Es decir, cuando Pilatos manda grabar la inscripción: “Éste es el Rey de los judíos”, no es él quien, con este acto, nombra a Jesús como rey: lo que hace es poner por escrito, en el tiempo, lo que Jesús es desde la eternidad, por derecho propio, por haber recibido de su Padre Dios la divinidad desde toda la eternidad.

Jesús no es rey por motivos humanos, y su proclamación y coronación como rey tampoco se realiza según las ceremonias humanas de proclamación y coronación de los reyes: la auto-proclamación de Jesús como Rey se da en un momento que parece, cuanto menos, lo más inoportuno: se da en medio del juicio inicuo, orquestado por los judíos, y materializado por los romanos, en donde Jesús aparece rodeado de enemigos, vilipendiado, insultado, golpeado, aprisionado, y traicionado por sus amigos.

En las ceremonias de proclamación de los reyes, estos no se presentan privados de la libertad y rodeados de enemigos, como sucede con Jesús, y no solo eso, sino que aparecen engalanados para la ocasión, y rodeados de todo el boato que la ocasión merece.

En las ceremonias de proclamación de los reyes de la antigüedad -o del Medioevo, e incluso en nuestra época actual, en las pocas naciones en las que existe todavía la monarquía-, el rey se viste con todo fasto, con prendas costosas, confeccionadas con sedas y con telas bordadas con hilos de oro y de plata, y todos los que los rodean demuestran, a quien es proclamado rey, respeto, honra, afecto, sumisión, y como muestra de reconocimiento del nuevo rey, se le coloca, en presencia de toda la corte y de todo el pueblo, la corona real, símbolo del poder y de la realeza, confeccionada con oro y plata, y adornada con piedras preciosas, tanto más numerosas, brillantes y costosas, cuanto mayor es el poder del nuevo rey.

En la auto-proclamación de Jesús como Rey del universo, las cosas son distintas: en vez de estar vestido con vestimenta regia, de colores rojo y dorado, hecha de seda y bordada con hilos de plata y oro, Cristo Rey se viste sí con un manto de color rojo escarlata, pero no es un manto de seda, sino que el manto rojo que cubre su cuerpo está hecho con su propia sangre, sangre que sale a borbotones desde sus heridas abiertas por los látigos que lo flagelan; el color dorado de su vestimenta tampoco viene de la seda, que no la tiene, sino de la santidad que impregna y recubre su humanidad, y que emana de su ser divino; en vez de corona de plata, oro, rubíes y diamantes, le es colocada la corona de gruesas espinas, que se incrustan en su cuero cabelludo, rasgándolo con gran dolor, y abriendo torrentes de sangre preciosa que corren por su cabeza, por su rostro y por su cuerpo, para ser recogida en el cáliz del altar, para ser dada como bebida de salvación eterna para las almas.

Si la proclamación, la vestimenta y la corona no se dan al estilo humano, tampoco el trono de este rey es al estilo humano: luego de la proclamación y coronación de un rey de la tierra, el nuevo rey es llevado a su trono real, un cómodo sillón mullido, construido con las maderas más finas y costosas, y labrado por artistas de renombre, para desde allí comenzar a ejercer su ministerio regio, administrando su poder. Luego de su auto-proclamación, Jesús Rey es conducido, mansa y pacíficamente, a su trono, que es un trono muy distinto al trono de los reyes de la tierra, la cruz del Calvario, para comenzar desde allí a ejercer su reyecía sobre las almas, sobre los ángeles, y sobre el universo entero.

El cetro de este rey, no es un cetro de hierro, con el cual castiga a sus súbditos:

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el cetro es de madera, y es el leño de la cruz, con el cual quiere conducir a todos los hombres a su Reino, el Reino de su Padre. A diferencia de los reyes terrenos, que gobiernan despóticamente a sus súbditos, Cristo, desde la cruz, muestra el abismo insondable de su amor misericordioso, porque no se contenta con ser Él sólo el rey: quiere hacer a todos partícipes de su reyecía, y para eso concede a todos la cruz y la filiación divina, y así, convertidos en reyes y dioses, quiere llevar a todos a su Reino, que es el Reino de su Padre.

Es en la cruz desde donde este Rey reina, y esto es un misterio incomprensible: ¿no es acaso la cruz un instrumento de tortura y de muerte, de humillación y de escarnio? ¿Por qué gobierna este rey desde un lugar como la cruz? Porque este Rey es Dios, y por su poder convierte la cruz en su trono y en la puerta abierta al Reino de los Cielos, convirtiendo aquello que entre los hombres era instrumento de tortura y de ignominia, en sede de la gloria divina. “Yo hago nuevas todas las cosas”, dice Jesús en el Apocalipsis189, y una de las cosas que hace nuevas es la reyecía y la gloria: la reyecía y la gloria no radican ahora en el boato, en el esplendor, en el brillo del oro y de los diamantes, en la nobleza de la sangre: la reyecía y la gloria se originan y brotan de la cruz, donde está suspendido el Salvador del mundo, “resplandor de la gloria del Padre” (cfr. Heb 1, 3), y Rey de la nueva gloria. Así lo dice Tertuliano, Padre de la Iglesia: “El nuevo Rey/ de los siglos nuevos,/ Cristo Jesús,/ sólo Él/ llevó sobre sus espaldas/ el poder y la majestad/de la nueva gloria:/la CRUZ,/como dice el profeta:/Rey es el Kyrios/desde el madero”. Dios Hijo, que desde la eternidad reinaba desde el seno de Dios Padre, en el fulgor eterno de la luz divina, viene a este mundo para hacer brillar esa gloria divina desde el leño de la cruz190.

Luego de la proclamación real, los reyes de la tierra son llevados delante de su pueblo para recibir muestras de adhesión y de amor; en cambio, luego de ser proclamado rey, y luego de ser llevado a su trono real, el ara de la cruz, Cristo Rey recibe, en su cruz, el amor de los hombres justos y bienaventurados y de los ángeles buenos, pero también recibe el odio de los hombres que poseen el espíritu del anticristo, y el odio de los ángeles caídos: recibe el amor de los hombres que lo adoran como a su Dios crucificado, y se postran delante de Él y de su cruz, para que la sangre de este Rey caiga sobre sus cabezas y sobre sus almas, y así ser purificados y santificados con la misma santidad divina; recibe el amor y la adoración de los ángeles buenos, que recogen, en cálices de oro, la sangre divina del Rey de los Cielos, para darla de beber a las almas de los justos; el Rey de la gloria recibe también el odio infernal de los ángeles condenados, que al mismo tiempo que lo odian, tiemblan de espanto y de ira ante la vista y la Presencia de Aquél que con la cruz los derrotó por toda la eternidad; recibe este Rey el odio y la incomprensión del mundo que no soporta la vista de quien los venció para siempre –“En el mundo tendréis tribulaciones, pero tened ánimo, Yo he vencido al mundo” (cfr. Jn 16, 33)-, y es por eso que el mundo y los hombres sin Dios, buscan borrar de la tierra el signo sagrado, la cruz del Redentor.

“Yo Soy Rey”. Hoy, como ayer en el Calvario, el Rey del Nuevo Israel reina desde la cruz, y lo hace desde el Nuevo Calvario, el Calvario Místico, el altar del sacrificio, y hoy como ayer, entrega este Rey su cuerpo en la Eucaristía y derrama su sangre en el cáliz, para donar, con su Cuerpo y su Sangre, su Ser divino, su Corazón y su amor, por aquellos que ama. Reina este Divino Rey en la cruz, en la Eucaristía, y en los corazones de los que lo aman.

A este Rey nuestro, que reina desde la Cruz, es a quien entonamos los Kyries.

189 Cfr. Ap 21, 5.190 Cfr. CASEL, O., Misterio de la cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1957, 255. Adv. Marcionem III, 19.

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Pero además de esta reflexión acerca de la reyecía de Cristo, y debido a que dentro de las raíces extra-eclesiásticas del Kyrie se encuentran los cultos paganos al sol, que era saludado al nacer con el grito: Kyrie, eleison, en esta parte de la Misa podemos meditar acerca de Cristo como “Sol de justicia”. Como en los otros casos en los que los cantos o aclamaciones tienen orígenes extra-eclesiásticos, también aquí la Iglesia toma los Kyries, los despoja de toda idolatría pagana, y los aplica a Cristo, verdadero sol.

El nombre de “sol” se aplica a Cristo en la Escritura, llamándolo “Sol que nace de lo alto” (cfr. Lc 1, 78): “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto”, que viene a este mundo para “iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte” y para “guiar nuestros pasos por el camino de la paz”191. Cristo es el verdadero sol, porque su luz, que es la gracia divina, disipa y derrota a las “tinieblas de muerte” en las que vive el hombre.

Este contraste entre la luz esparcida por el sol, y las tinieblas que envuelven las regiones de muerte, se encuentra también en el Profeta Isaías, citado por el evangelista Mateo: “…en las oscuras regiones de muerte se levantó un gran luz” (cfr. Mt 4, 12-17), y la meditación del sentido de esta frase puede ayudarnos para apreciar a la Eucaristía como “Sol de justicia”.

El profeta Isaías, citado por el evangelista Mateo, se refiere a unas regiones de muerte en las que se levanta, de improviso, una gran luz.

Un región de muerte puede tomarse de diversas maneras: puede ser un gran cementerio, en donde estén sepultados miles y miles de cadáveres; puede ser un lugar en donde, si bien existan seres vivos, reine la muerte, como por ejemplo, en un lugar en donde haya guerra: los seres humanos, en esta región en guerra, se matan continuamente entre sí, y por eso se le llama “región de muerte”; pudiera ser que a la región de muerte se la llamara así por existir, desde hace tiempo, una peste mortal que mata a todo ser viviente; podría llamarse “región de muerte” a quienes están vivos, pero viven sin esperanza, es decir, viven como si estuvieran muertos.

Esta región de muerte de la que habla el Profeta Isaías no es un lugar metafórico, simbólico, inexistente, irreal. La “región de muerte” de la que habla Isaías no es otra cosa que la tierra y la humanidad; la región de muerte es la historia humana, la tierra, y toda la humanidad que, alejada de Dios por el pecado original, ha caído en las tinieblas más profundas y ha quedado sometida al dominio del Príncipe de las tinieblas, Satanás.

La región de muerte no es una expresión metafórica: es la realidad de nuestra existencia terrena y humana: el ser humano vive para morir, vive rodeado de muerte, la muerte y las tinieblas son las compañeras de la existencia del hombre. El hombre vive rodeado de muerte: guerras, enfermedades, epidemias, pestes, desastres naturales como terremotos, maremotos, huracanes; todo está rodeado de muerte, pero hay una que es la peor de todas, y es la de tener en el corazón la ausencia de Dios.

Pero precisamente el Evangelio nos trae una gran esperanza: “…sobre las oscuras regiones de la muerte se levantó una gran luz”. Una gran luz es anunciada por el profeta, que se levanta sobre la región de la muerte, sobre la historia humana, sobre los hombres, sobre sus espíritus que habitan en tinieblas.

¿Qué o quién es esta luz que se levanta sobre las tinieblas y la muerte?La clave para saber acerca de esta luz está en el principio del Evangelio de

Juan192: “En el principio existía la Palabra (…) la Palabra era Dios (…) la Palabra era Vida (…) la Palabra era luz”. La Palabra de Dios es vida, como lo dice el evangelio de Juan; la luz es Dios, la luz es Palabra eterna. La luz que viene a las regiones de muerte, la tierra es la Palabra eterna del Padre, Palabra que es Dios, que es luz eterna, que es

191 Cfr. LITURGIA DE LAS HORAS, Cántico de Laudes.192 Cfr. Jn 1, 1-18.

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Vida eterna y que da la Vida eterna a quien la recibe como Pan eucarístico.Y esa Palabra, que es Dios, que es luz eterna, que es vida eterna, vino a este

mundo, se encarnó en el seno virgen de María y se manifestó a los hombres como un Niño.

Jesucristo es entonces la luz de Dios que ilumina a este mundo de tinieblas, que derrota para siempre a las tinieblas del Infierno, que da la Vida eterna a quienes la reciben en la comunión; es el Sol de justicia que irradia la luz divina, y se manifiesta en el tiempo sacramental de la Iglesia bajo apariencia de pan.

A su vez, también el profeta Malaquías aplica el nombre de “sol” a Jesús, llamándolo “Sol de justicia” en el contexto del Día del Juicio Final, en donde será juzgada toda la humanidad y quedará sellado para siempre el destino de los buenos y de los malos: “Pues he aquí que viene el Día, abrasador como un horno; todos los arrogantes y los que cometen impiedad serán como paja; y los consumirá el Día que viene, dice Yahveh Sebaot, hasta no dejarles raíz ni rama. Pero para vosotros, los que teméis mi Nombre, brillará el sol de justicia con la salud en sus rayos, y saldréis brincando como becerros bien cebados fuera del establo” (Mal 3, 19-20).

En las Escrituras encontramos por lo tanto que Jesús es llamado “Sol”, en el momento de la Resurrección y en el momento del Juicio Final.

¿Y qué pasa con nosotros, que ni fuimos espectadores de la Resurrección en su momento histórico y que todavía no hemos asistido al Juicio Final?

También para nosotros, que peregrinamos en el tiempo, se yergue, victorioso, el Sol de justicia, por la Santa Misa, porque la Eucaristía es el Sol divino que alumbra nuestras almas y nuestras vidas; es el Sol de Dios alrededor del cual deben girar todos nuestros pensamientos, todos nuestros deseos, toda nuestra vida. Jesús en la Eucaristía es un sol, más brillante, más hermoso, más grande, que el astro sol de nuestro sistema planetario.

Si es así, podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible que la Eucaristía sea como el sol, si no la veo brillar? ¿Cómo es posible que la Eucaristía sea como un sol, si no siento su calor?

La Eucaristía es un Sol, es el Sol divino, porque la Eucaristía es Jesucristo, Dios eterno. Y Jesucristo es el Sol divino, el Hijo del Padre, que es luz como es luz Dios Padre. Y no sólo es luz, sino que es luz, con una luz más brillante y radiante que la luz del sol que conocemos, porque en la Eucaristía está Jesús, brillante, resucitado, glorioso, y como Él es la luz de Dios que ilumina a los ángeles y a los santos en el Cielo, así es también para nosotros la luz invisible que ilumina nuestras almas.

Jesús en la Eucaristía es la luz de Dios, es el Sol divino que alumbra nuestras almas. Jesús en la Eucaristía es ese Sol divino alrededor del cual debemos girar nosotros, así como los planetas giran alrededor del sol. Y así como los planetas reciben del sol la luz, la vida y el calor, así nosotros recibimos de Jesús Eucaristía, Sol divino, la luz, la vida y el calor del Amor de Dios, Jesucristo.

Finalizadas estas meditaciones sobre el Kyrie, nos preguntamos: ¿cuál es su función?

Dentro de la estructura de la Misa, los Kyries desempeñan la función de abrir o iniciar el culto divino como continuación de los ritos iniciales, y particularmente, para comenzar la oración de la Iglesia, a manera de preludio193. Junto con el Gloria, con el cual forman una unidad inseparable, los Kyries constituyen la solemne oración de alabanza que, por medio de Cristo, la Iglesia dirige a Dios Uno y Trino.

Esta alabanza a la Trinidad resalta más en la liturgia del rito bizantino, en donde el pueblo fiel, en medio de los Kyries, exclama, instando a olvidar toda preocupación

193 Cfr. Schnitzler, o. c., 289.

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mundana ante el altar, puesto que se está ante el altar, como están los ángeles en cielo, ante la presencia del Rey de cielos y tierras: “Nosotros que representamos místicamente a los Querubines y que cantamos a la Trinidad Vivificante, el himno tres veces santo, dejemos en este momento toda preocupación temporal, para recibir al Rey del Cielo y de la Tierra”194.

Incluidos en los ritos iniciales, antes del Gloria y del Aleluya, los Kyries dan la tónica general del estado espiritual que embarga a la asamblea eucarística, y es el de la alegría, la alabanza y la adoración al Dios de inmensa majestad que descenderá desde la “luz inaccesible” en donde habita (cfr. 1 Tim 6, 16), hasta el altar eucarístico, para permanecer en medio de los hombres, oculto bajo la apariencia de pan.

A su vez, los Kyries introducen a la máxima acción de gracias, de adoración y de alabanzas que la humanidad, a través de la Iglesia, ofrece a Dios, y es la misma Eucaristía la acción de gracias por excelencia.

Asociado indisolublemente a su carácter de alabanza, los Kyries poseen también un carácter impetratorio, ya que toda súplica implica en sí misma una alabanza, al exaltar la bondad de aquel a quien nos dirigimos. Y también sucede al revés: toda alabanza pasa a naturalmente a petición, y es así como por medio de los Kyries, imploramos al Dios eterno que tenga compasión y piedad, y se incline sobre nuestras miserias195. De esta manera, alabamos pidiendo, y pedimos alabando: a Cristo nuestro Señor, que se digne tomar en sus “sangrientas manos paternales” nuestras oraciones y las presente ante la faz de nuestro Padre196.

Por medio de los Kyrie se honraa la Santísima Trinidad:

al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.La Trinidad

(Rublev - 1425)Para finalizar esta reflexión sobre los Kyries, debemos hacer una última

consideración, y es acerca del significado del número nueve que, según dijimos más arriba, fue dispuesto por San Gregorio Magno para honrar a los nueve coros angélicos.

Pero hay otra interpretación, proveniente de la Edad Media, que se ha mantenido por setecientos años, y es la trinitaria: desde esa época se vio, en este número nueve, una alusión a la Santísima Trinidad, por lo cual fue tomado como un himno trinitario, y

194 ABOU-ARRAGE, A., La Santa Misa para los fieles según el Rito Bizantino Oriental Católico Romano, Córdoba 1991, 10.195 Cfr. Schnitzler, ibidem.196 Cfr. Schnitzler, ibidem.

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la estructura así parece confirmarlo, puesto que en los tres primeros se honra al Padre, en los tres segundos se honra al Hijo y en los tres últimos se honra al Espíritu Santo197.

Por otra parte, la Misa, como dijimos también al inicio, es obra de la Trinidad –Dios Padre nos envía a su Hijo Dios para que nos done a Dios Espíritu Santo-, por lo que los Kyries expresan a la perfección esta realidad sobrenatural.

A continuación, incluimos la traducción al latín del Kyrie, y luego la traducción española, en donde se puede apreciar, en sus nueve versículos, la estructura trinitaria de los mismos y su gran belleza; no obstante la cual, no es más que una pálida descripción de la realidad de Dios Uno y Trino.

La traducción al latín198 del Kyrie es la siguiente:

Kyrie, rex genitor ingenite, vera essentia, eleison.Kyrie, luminis fons rerumque conditor, eleison.Kyrie, qui nos tuæ imaginis signasti specie, eleison.Christe, Dei forma humana particeps, eleison.Christe, lux oriens per quem sunt omnia, eleison.Christe, qui perfecta est sapientia, eleison.Kyrie, spiritus vivifice, vitæ vis, eleison.Kyrie, utriqusque vapor in quo cuncta, eleison.Kyrie, expurgator scelerum et largitor gratitæ; quæsumus propter nostras

offensas noli nos relinquere, O consolator dolentis animæ, eleison

La traducción al español es la siguiente:

Señor, Rey y Padre no engendrado, Verdadera Esencia de Dios, ten piedad de nosotros.

Señor, fuente de luz y Creador de todas las cosas, ten piedad de nosotros.Señor, Tú que nos has marcado con el sello de tu imagen, ten piedad de

nosotros.Cristo, Verdadero Dios y Verdadero Hombre, ten piedad de nosotros.Cristo, Sol Naciente, a través de quien son todas las cosas, ten piedad de

nosotros.Cristo, Perfección de la Sabiduría, ten piedad de nosotros.Señor, Espíritu vivificador y poder de vida, ten piedad de nosotros.Señor, Aliento del Padre y del Hijo, en quien son todas las cosas, ten piedad de

nosotros.Señor, Purificador del pecado y Limosnero de la Gracia, te rogamos no nos

abandones a causa de nuestras ofensas, Consolador del alma dolorida, ten piedad.

En el rezo de la Misa cotidiana, los Kyries se cantan así:

V. Señor, ten piedad.R. Señor, ten piedad.V. Cristo, ten piedad.R. Cristo, ten piedad.V. Señor, ten piedad.R. Señor, ten piedad.

197 Cfr. Schnitzler, ibidem.198 Ed. Burntisland, 929.

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8. A continuación, cuando está prescrito, se canta o se dice el himno: GLORIA (en los días festivos)

La Santa Misa es la obra suprema de Dios Tres veces Santo. Si Dios quisiera hacer algo más grande que la Misa y la Eucaristía, no podría hacerlo. En la Misa resplandecen, con fulgor inextinguible, la Sabiduría y la Bondad divinas. En la Misa brilla, con esplendor divino, la majestuosa gloria de un Dios, que es Uno y Trino, inabarcable para el hombre y el ángel, en su grandeza infinita.

La maravillosísima realidad de la Misa opaca y deja casi reducidas a la nada, todas las otras inmensas obras de Dios, comprendida la creación del universo visible y del invisible. En reconocimiento a su majestad, a su gloria, a su bondad infinita, a su sabiduría sin medida, a la hermosura de su Ser divino, a los inagotables atributos y perfecciones inenarrables que brotan de Él como de su fuente, y que se manifiestan en el admirable misterio pascual de muerte y resurrección del Hombre-Dios Jesucristo, la Iglesia toda, hombres y ángeles, entonamos el “Gloria”, festiva alabanza y cántico de alegría al Dios Uno y Trino, “himno antiquísimo y venerable con el que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y glorifica y le suplica al Cordero”199.

A pesar de que el Gloria comienza con la oración de los ángeles en la Noche del Nacimiento –“Gloria a Dios en el Cielo y en la Tierra paz a los hombres que ama el Señor” (cfr. Lc 2, 14)-, y por lo mismo parecería un himno de Navidad, el Gloria es un himno pascual y trinitario, de tono triunfante, que glorifica al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo200: la primera parte está dirigida al Padre, hasta “Dios Padre omnipotente”; la segunda, al Hijo: “Sólo Tú, Altísimo Jesucristo”, y la última al Espíritu Santo: “con el Espíritu Santo”.

Al igual que los Kyries, de los cuales es continuación, como decíamos, formando con ellos una unidad indisoluble, el Gloria tiene raíces extra-eclesiásticas, originándose en la ceremonia oficial que se tributaba al emperador cuando ingresaba triunfante como general victorioso. En estas ocasiones, su “via triunphalis” estaba cercada por grandes masas del pueblo, y los coros de los aclamantes se sucedían unos a otros, ovacionando al triunfador con nuevos títulos honoríficos.

También como sucedió con los Kyries, la Iglesia los adoptó, quitándoles todo residuo de paganismo, y los aplicó al Rey de reyes y Señor de señores (cfr. Ap 19, 16), que ingresa triunfal en el templo de Dios (cfr. Heb 4, 14), enarbolando el estandarte ensangrentado de la Santa Cruz, luego de haber derrotado para siempre a los grandes enemigos de la humanidad, el demonio, el mundo y la carne.

También en la Iglesia, con el Gloria, se suceden los coros de aclamaciones: “¡Te alabamos! ¡Te bendecimos! ¡Te adoramos! ¡Te glorificamos! ¡Te damos gracias!”, a los cuales se agrega un nuevo coro: “Señor Dios, rey celestial, Dios, Padre todopoderoso, Señor, Hijo Único, Jesucristo”.

Dijimos que el Gloria es un himno pascual porque, si bien estamos en Misa, y celebramos la renovación incruenta del sacrificio de la cruz, acaecido en el tiempo en el Viernes Santo, es cierto también que el Misterio de la Misa no es sólo representación viva del Viernes Santo, sino que es al mismo tiempo fiesta pascual o, más propiamente, la fiesta de la Pascua del Señor, la representación de su tránsito de la Pasión a la gloria del Cielo, de su “paso” de esta vida a la otra, su Pascua –“sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13, 1)-, por la cual habrá de llevarnos también a nosotros y a toda la creación, por la cruz de esta vida, a la gloria de los Cielos en la otra.

199 Cfr. OGMR, ibidem, 53.200 Cfr. Schnitzler, o. c., 294.

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Por lo mismo, en la Misa y por el Gloria cantamos, según la expresión de un autor, a la Presencia victoriosa y fulgurante del Cristo triunfador que se manifiesta sacramentalmente a la asamblea: “las llagas de Cristo crucificado brillan como rubíes, el cuerpo presente en el sacramento fulgura como cristal, sobre el cordero del sacrificio irradia la luz pascual y los esplendores de la gloria eterna”201.

Gloria a Dios en el Cielo, y en la Tierra paz a los hombres que ama el Señor.

La Iglesia toma, para su alabanza dominical, el cántico de los ángeles en Belén, Casa de Pan, que anunciaban de esta manera a los hombres que había nacido el Redentor (cfr. Lc 2, 14). El altar eucarístico es el Nuevo Belén, en donde prolonga su nacimiento el Hijo de Dios, quien se donará a sí mismo como Pan de Vida eterna, y este es el motivo de la glorificación a Dios por parte de la Iglesia. De esta manera, con el cántico del Gloria, la Iglesia expresa uno de los fines de la Santa Misa, la glorificación de Dios Uno y Trino.

Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias, Señor Dios, Rey celestial, Dios Padre todopoderoso.

Además de la glorificación, los otros fines de la misa son la adoración, la acción

de gracias y la satisfacción por nuestros pecados. En esta parte del Gloria manifestamos nuestra adoración a Dios y nuestra acción de gracias a Aquel que es la “fuente de toda santidad”202, Dios Padre todopoderoso, por quien tenemos el don inmerecido de nuestra salvación, Cristo Jesús, Presente en la Eucaristía.

Señor, Hijo único Jesucristo. Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre; tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; tú que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica; tú que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros; (…)

En la última parte del Gloria la Iglesia eleva las súplicas a Jesucristo, el Cordero de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, implorando su piedad para nosotros y para el mundo entero. La Iglesia suplica al Cordero “como degollado” (cfr. Ap 5, 6), que ha sido sacrificado, que está en el trono de la majestad de Dios, ante el acatamiento del Padre para recoger en sus llagas toda tribulación del mundo y presentar al Creador toda la alabanza de la Creación203. Pero debido a que, por el misterio de la Misa, el Cordero de los cielos es el mismo Cordero que se hace presente en el altar, oculto bajo la apariencia de pan –“Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor”, dirá el sacerdote ministerial luego de la consagración-, la súplica se dirige al altar eucarístico, en donde pronto hará su epifanía el Dios de inmensa majestad. La respuesta a esta súplica está asegurada de parte de Dios, puesto que la Presencia de Jesucristo en el altar eucarístico, por la fórmula de la consagración, es la garantía del perdón divino a los hombres.

(…) Porque sólo tú eres Santo, Sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre. Amén.

201 Cfr. Schnitzler, o. c., 295.202 Cfr. MR, Plegaria Eucarística II.203 Cfr. Schnitzler, o. c., 296.

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El Gloria finaliza con la alabanza trinitaria, puesto que la Misa es obra de la Trinidad: Dios Padre envía a su Hijo al sacrificio del altar, para que éste nos done a Dios Espíritu Santo por la efusión de su Sangre y por la comunión Eucarística.

“…Sólo tú eres Santo, Sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre”.

(Oración final trinitaria del Gloria)

9. Acabado el himno, el sacerdote, con las manos juntas, dice:

Oremos.

Y todos, junto con el sacerdote, oran en silencio durante un breve espacio de tiempo.

Entonces, el sacerdote, con las manos extendidas, dice la ORACIÓN COLECTA , al final de la cual, el pueblo aclama:

Amén.

La oración que el sacerdote recita en la Misa, inmediatamente después del Gloria (o del Kyrie, si no hay Gloria), se llama “Collecta”, aunque hoy se denomina simplemente “Oratio” u “Oración”. El nombre de “Colecta” deriva del hecho de que, en la era de las Misas estacionales, esta oración se recitaba por el Papa o un obispo en la Iglesia de la asamblea o reunión204 antes que la procesión partiera hacia la Iglesia estacional205. Cuando estas procesiones cesaron, la “Collecta” vino a formar parte integral de la Misa. Como su nombre lo indica, en esta oración el sacerdote ministerial “recoge” las oraciones y peticiones de cada uno y de toda la Iglesia, realizadas luego de un breve silencio, y las presenta a Dios Padre: “Por una antigua tradición de la Iglesia, la oración colecta ordinariamente se dirige a Dios Padre, por Cristo en el Espíritu Santo y termina con la conclusión trinitaria”206.

204 Ecclesia collecta, que era la Iglesia de donde partía la procesión para la llegar a la otra Iglesia, llamada estacional, donde se celebraba la Misa. Cfr. TRESE, L. J., La fe explicada, 434.205 Era la Iglesia en donde se celebraba la Misa. Cfr. Trese, ibidem.206 Cfr. OGMR, 54.

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Este espacio es para que cada participante de la Santa Misa, incluido el sacerdote, eleve interiormente sus peticiones a Dios207, teniendo en cuenta que quien lleva nuestras oraciones ante Dios Trino, es Jesucristo, el Hombre-Dios. Pero hay algo más: además de elevar nuestras oraciones para pedir, en este momento ofrecemos algo a Dios, y lo que ofrecemos es nada más y nada menos que el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, quien se hará presente en la Divina Eucaristía.

Debido a esto último, la Misa tiene para nosotros un valor infinito, porque todo lo que hace Cristo en la cruz y en la Misa –adoración, acción de gracias, expiación, petición-, lo hace por nosotros y para nosotros, como si los méritos fueran nuestros, personales, de cada asistente a la asamblea.

Esto quiere decir, en otras palabras, que por la Misa ofrecemos a Dios un don de valor inestimable, una ofrenda preciosísima, agradabilísima a Dios, una Víctima purísima y perfectísima, capaz no solo de aplacar la ira divina que se enciende ante los pecados de los hombres, sino de abrir las compuertas del Amor divino, para que este se derrame, junto con la Sangre del Cordero, incontenible, desde las profundidades del Sagrado Corazón de Jesús abierto por la lanza (cfr. Jn 19, 34), recogido por el cáliz del sacerdote ministerial y dado luego como refrigerio a las almas.

B) LITURGIA DE LA PALABRA 

Se inicia una nueva etapa en la Santa Misa, dedicada esta vez a escuchar la Palabra de Dios. Como sucede a lo largo de toda la celebración tampoco esta es una simple “etapa” más de un rito religioso. Lo que se lee no proviene de ninguna mente humana, ni depende de razonamientos humanos: es Dios quien habla; es su Palabra la que se escucha, y es Cristo quien se hace presente en la asamblea: “En las lecturas, que la homilía explica, Dios habla a su pueblo208, le desvela los misterios de la redención y de la salvación, y le ofrece alimento espiritual; en fin, Cristo mismo, por su palabra, se hace presente en medio de su pueblo209”210”. Por lo tanto, no podemos escuchar de cualquier manera, ya que es Dios quien habla, y lo que dice lo dice para cada uno en persona. Como sucede a lo largo de toda la Misa, también aquí se necesita el auxilio de la gracia, no solo para estar atentos, sino para penetrar en el sentido último de lo que se escucha.

De no mediar este auxilio de la gracia, lo que escuchamos es rebajado al nivel de lo que podemos entender, y así el mensaje evangélico y de las Sagradas Escrituras en general, queda reducido a un mensaje religioso más entre tantos.

Si no viene la gracia en nuestro auxilio corremos el serio riesgo de racionalizar la Palabra de Dios, es decir, de convertirla de divina en mera palabra humana. Es necesario pedir la asistencia del Espíritu Santo para no caer en el error modernista y racionalista que interpreta las Escrituras según criterios puramente humanos y según lo que la razón pueda entender. Sólo el Espíritu Santo libra de este grave peligro, que deforma todo el sentido de las Escrituras, y por eso es conveniente implorar su auxilio al comienzo de la liturgia de la Palabra.

SILENCIO .

207 Cfr. OGMR, 54.208 “…en la liturgia, Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el Evangelio”; Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia, 33.209 “(Cristo) Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla”; Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia, 7.210 Cfr. OGMR, 55.

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Antes de las lecturas bíblicas, toda la asamblea hace silencio. ¿Por qué es necesario el silencio? Porque Dios no está en el bullicio, en los gritos, en las voces destempladas, y tampoco se lo puede escuchar en medio de la dispersión exterior211: Dios “habla en el silencio”212,213.

Esta realidad está expresada en un episodio del profeta Elías, quien, refugiado en una caverna, escucha el huracán, siente el temblor del terremoto y ve el fuego, pero en ninguno de esos está Dios; sí está, en cambio, “en el susurro de la suave brisa” –símbolo del silencio-, y es reconocido por Elías, reconocimiento expresado por el gesto de cubrirse el rostro con el manto, porque se considera indigno de ver la majestad de Dios.

Dice así el pasaje: “Le dijo: ‘Sal y ponte en el monte ante Yahveh’. Y he aquí que Yahveh pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yahveh; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahveh en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz que le dijo: ‘¿Qué haces aquí, Elías?’” (1 Re 19, 11-12). Elías reconoce a Dios en la dulzura de la brisa –la humildad, la sencillez, el amor-, y lo puede reconocer porque él mismo está en silencio; Elías sabe que Dios no está en el huracán, en el terremoto, en el fuego –símbolos de la soberbia, la ira, el odio-, y lo puede saber porque su alma vibra con la vibración divina: en él hay silencio, tanto exterior como interior.

De otro modo, no podría ser percibido Dios, así como no puede ser percibido el ligero viento si se está hablando continuamente, de modo disperso, en alta voz. Esta es la razón por la que la asamblea hace silencio antes de las lecturas, para imitar al profeta Elías que quiere escuchar a Dios.

El silencio –interior y exterior- es entonces absolutamente necesario para que podamos escuchar la Palabra de Dios, Jesucristo, quien se hará Presente por medio de las lecturas bíblicas. Este silencio, imprescindible para escuchar al Espíritu Santo en el corazón, nos lo pide el mismo Misal Romano: “La Liturgia de la Palabra se debe

211 No podemos dejar pasar esta oportunidad para reprobar, enérgicamente, la deplorable “costumbre” de aplaudir en la Santa Misa. También rechazamos, como inadecuada, otra “costumbre”, la de algunos integrantes del pueblo fiel, que repiten, en voz alta, y al unísono con el sacerdote, las oraciones que, según expresa indicación del Misal Romano, debe decirlas sólo y exclusivamente el sacerdote ministerial. Con relación al rechazo del aplauso dentro de la liturgia de la Santa Misa, es el mismo Santo Padre Benedicto XVI quien nos lo dice: “(...) En cuanto a los aplausos en la liturgia, digamos, ante todo, que se oponen al decoro y la belleza propios de la liturgia. Se trata del culto de la Esposa de Cristo, en el que deben resplandecer el orden, la mesura, y las manifestaciones contenidas. (...) Cuando se aplaude por la obra humana dentro de la liturgia, nos encontramos ante un signo claro de que se ha perdido totalmente la esencia de la liturgia...”; cit. BENEDICTO XVI, El espíritu de la liturgia. Una introducción, Ediciones Cristiandad, Madrid3 2005, 223.212 Cfr. RATZINGER, J., Audiencia general del miércoles 10 de agosto, L’Osservatore Romano, Año XLIII, número 33, 14 de agosto de 2011, 8.213 El silencio, junto a la fe, son las formas propias de la participación de los laicos, los cuales nunca deben pronunciar las palabras de la Plegaria Eucarística, reservadas al sacerdote ministerial, debiéndose limitar a las partes expresamente señaladas para las exclamaciones del pueblo fiel: “(...) el pueblo participa siempre activamente y nunca de forma puramente pasiva: 'se asocia al sacerdote en la fe y con el silencio, también con las intervenciones indicadas en el curso de la Plegaria Eucarística, que son: las respuestas en el diálogo del Prefacio, el Santo, la aclamación después de la consagración y la aclamación 'Amén', después de la doxología final, así como otras aclamaciones aprobadas por la Conferencia de Obispos y confirmadas por la Santa Sede”; CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía, 54.

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celebrar de tal manera que favorezca la meditación; por eso hay que evitar en todo caso cualquier forma de apresuramiento que impida el recogimiento. Además conviene que durante la misma haya breves momentos de silencio (…) gracias a los cuales, con la ayuda del Espíritu Santo, se saboree la Palabra de Dios en los corazones y, por la oración, se prepare la respuesta”214. 

Lecturas bíblicas.

10. Después, el lector se dirige al ambón y lee la PRIMERA LECTURA , que todos escuchan sentados.

Para indicar el final de la lectura, el lector dice:

Palabra de Dios.

Todos responden: Te alabamos, Señor.

La Sagrada Escritura es una “carta” escrita por Dios y dirigida personalmente a cada fiel. En la Santa Misa se leen párrafos del Antiguo y del Nuevo Testamento, porque no solo no hay entre ellos disonancia alguna, sino que ambos están unidos de modo indisoluble, de manera tal que uno es iluminado por el otro, de forma recíproca. Por medio de las lecturas el Pueblo de la Nueva Alianza escucha a su Dios, que se pronuncia con su Palabra, tal como lo hacía Yahvéh con el Pueblo Elegido, y tal como lo hacía Jesucristo con sus contemporáneos. La disposición del alma debe ser, pues, la de aquel que está deseoso de escuchar a su Dios, quien le descubre los tesoros de su amor a través de la Sagrada Escritura: “Por las lecturas se prepara para los fieles la mesa de la Palabra de Dios y abren para ellos los tesoros de la Biblia”215.

11. El salmista, o el cantor, canta o recita el SALMO , y el pueblo pronuncia la respuesta.

Salmo responsorial.

La incorporación de los Salmos a la estructura de la Misa no es casual: según un autor, son como un “resumen de toda la Biblia”: historia y profecía; doctrina y oración. En los Salmos habla el Espíritu Santo por boca de hombres, enseñándonos lo que hemos de pensar y sentir, querer y hacer, con respecto a Dios y también nos enseñan la conducta que más nos conviene observar en cada circunstancia de la vida216.

En los Salmos habla, a veces, el Divino Espíritu, con palabras del Padre celestial; a veces con palabras del Hijo; en algunos, el Padre habla con el Hijo, y en muchos otros, es Jesús quien se dirige al Padre. De esta manera, los Salmos nos descubren los secretos más íntimos de la Trinidad, y nos anuncian, con mil años de anticipación, sus designios de amor para con los hombres: la Encarnación del Verbo, los misterios del Cristo doliente (SS 2; 44; 67; 71); la historia del Pueblo Elegido, su grandioso destino y el de la Iglesia de Cristo, etc. puede decirse, según un autor, que el

214 Cfr. OGMR, ibidem, 56.215 Cfr. OGMR, ibidem, 57.216 Cfr. STRAUBINGER, J., El Salterio según el texto original hebreo, Club de Lectores, Buenos Aires s. d., 11-12.

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Espíritu Santo “destila la miel de la oración”, para que, como asamblea litúrgica, gustemos cada vez más del Amor del Dios Uno y Trino.

Es decir, los Salmos nos revelan el amor trinitario manifestado en Cristo, y contribuyen a preparar al alma para que, de grado en grado, asciendan a las mieles de la contemplación del Dios Amor que prolongará su Encarnación y actualizará su Pasión, Muerte y Resurrección, en el misterio del altar.

Para la comunidad monástica, la recitación de los salmos implica reafirmar la verdad de que el monje está en el monasterio para buscar a Dios217. Puede decirse que la asamblea, reunida para celebrar el misterio de la Santa Misa, reúne y cumple en sí este deseo monástico, el de buscar a Dios. Así, el rezo de los salmos en el “Salmo responsorial” ayuda a meditar la Palabra de Dios, por medio de la cual el hombre se encuentra con su Creador: “La asamblea, por medio del Salmo responsorial, se compenetra con las verdades expresadas en estos, propiciando así una mejor meditación de la Palabra de Dios”218. Y puesto que los salmos “conducen al contacto directo con Dios, mediante el asentimiento de la fe a la revelación”, son como “pequeños escalones” que hacen subir al alma hacia la contemplación219.

Esto, que se da entre los monjes, en la recitación del Oficio Divino, también es realidad para la asamblea que, por el Salmo responsorial asciende, de grado en grado, a la contemplación de su Dios que en pocos momentos más se manifestará sobre el altar como Pan de vida eterna.

12. Después, si hay segunda lectura, el lector la lee desde el ambón, como la primera.

Para indicar el final de la lectura, el lector dice:

Palabra de Dios.

Todos responden: Te alabamos Señor.

13. Sigue el ALELUYA , u otro canto determinado por las rúbricas, según lo requiera el tiempo litúrgico.

“Aleluya” significa “alegría”, y expresa el estado espiritual y de ánimo –gozo, exaltación, alegría- en el que se encuentran la asamblea y cada uno de los participantes, debido a que el Señor Dios está por hablarles en el Evangelio220. La alegría del cristiano no es la alegría del mundo; es la alegría que surge del Domingo de Resurrección; es la alegría de saber que Cristo, con su muerte en cruz, ha resucitado y ha vencido para siempre a los enemigos mortales del hombre, la muerte, el pecado y el demonio.

La alegría del cristiano es la alegría que anuncian los ángeles a los pastores en la fría noche de Belén: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (cfr. Lc 2, 11-12), no tanto porque esa noche se haga presente, sino más bien porque lo que se hace presente es la realidad sobrenatural de Dios Hijo encarnado, que renueva su encarnación y su nacimiento virginal en el misterio del altar.

217 Cfr. MERTON, T., Il pane nel deserto, Garzanti Editore, Milán 1962, 18.218 Cfr. OGMR, ibidem, 61.219 Cfr. Merton, Il pane., 21.220 Cfr. OGMR, ibidem, 62.

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Así como Jesús fue concebido en el seno de la Virgen Madre por el poder del Espíritu, y por este mismo Espíritu nació milagrosamente –como un rayo de sol atraviesa el cristal-, así el mismo Espíritu, obrando con su poder en el seno de la Iglesia Madre prolonga la Encarnación y el Nacimiento de Dios Hijo, que se dona en el altar eucarístico como Pan de Vida eterna. Y así como los pastores en la fría noche de Belén se alegraron ante el anuncio del ángel, así también el cristiano en la Santa Misa canta el Aleluya, expresando su inmensa alegría porque en el Nuevo Belén, el altar eucarístico, se manifiesta a los hombres el Pan Vivo bajado del cielo, luego de pasar por la tribulación de la cruz.

El “Aleluya” expresa esta alegría, la de saber que el Señor, que está por hablar en el Evangelio es, con el glorioso estandarte de la Cruz ensangrentada, el Gran Vencedor en la terrible batalla entre el bien y el mal, entre el Cielo y el Infierno, entre la luz de Dios y la oscuridad del Hades.

El cristiano se alegra además porque la Palabra de Dios tiene “vida eterna”, según la confesión de Pedro: “Tú tienes palabras de vida eterna” (cfr. Jn 6, 60-69). El cristiano es consciente de que no escucha una palabra humana, sino la Palabra de Dios, surgida desde la eternidad en el seno mismo del Padre, y como tal, es una Palabra que es vida eterna en sí misma, y que comunica de esa vida a quien la recibe con fe y con amor. El “Aleluya” expresa este estado espiritual de alegría sobrenatural, que se deriva de escuchar la Palabra de Dios, porque “Dios es alegría infinita”221, y escuchar su Palabra es ya participar de esa alegría.

En realidad, toda la Santa Misa es un gran motivo de alegría, porque esa Palabra de Dios, que produce alegría, y a la cual escuchamos en las lecturas y en el Evangelio, prolonga luego su Encarnación en el Sacramento del altar, la Eucaristía, para venir al alma por la comunión. Este es el motivo de nuestra alegría, y el “aleluya” que entonamos, se basa en el misterio pascual de muerte y resurrección que se renueva, ante nuestros ojos, en el altar eucarístico.

De esta manera, nos hacemos partícipes de la alegría que experimentan los ángeles, quienes contemplan a Dios Uno y Trino por la eternidad; la diferencia es que nosotros aún no vemos a Dios Trinidad cara a cara, sino por la luz de la fe, pero la alegría es la misma. Al igual que los ángeles, nosotros también exultamos de gozo y de felicidad, y al igual que ellos, que en el cielo no pueden hacer otra cosa que contemplar a Dios Trino y alegrarse, ya que la hermosura de Dios Trino los tiene atrapados, así también nosotros, en esta parte de la Misa, no debemos distraernos en ningún otro pensamiento que no sea Cristo en el altar, y no podemos alegrarnos por ningún motivo terreno, sino por el misterio eucarístico.

Debido a que con mucha frecuencia nos formamos una idea muy equivocada de qué es la contemplación y la adoración de Dios Trino, ya que no tenemos experiencia de qué es la eternidad en Dios –pensamos que es algo “aburrido” y algo “serio”-, en este momento de la Santa Misa, debemos aprender de los ángeles, porque para ellos, adorar y contemplar a Dios no significa nada de esto, sino, por el contrario, significa la plenitud de la alegría, como una “explosión” de alegría que no finaliza nunca; para ellos, contemplar a Dios Trino significa exaltar de gozo y de felicidad a cada momento, sabiendo que nunca habrá de terminar, porque la alegría de ver a Dios y gozar de su hermosura es para siempre. Cuando entonemos el Aleluya, nos acordemos de nuestros ángeles custodios, que se alegran ante Dios y, llenos de “santa envidia” por su gozo, pidámosle que nos contagien un poco de él, para que también nosotros exultemos de felicidad por la hermosura de Dios Trinidad.

221 Cfr. SANTA TERESA DE LOS ANDES, Escritos, 14-05-1919; en MARINO PURROY, R., Teresa de los Andes cuenta su vida, Ediciones Carmelo Teresiano, Santiago de Chile 1992, 137.

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Contemplar y adorar a Dios no es, por esto mismo, ni la sombra de lo que equivocadamente podemos imaginarnos; significa vivir en una armonía de vida y de amor infinitos, que no terminan nunca, y que siempre y para siempre están brotando de Dios Trinidad como de su fuente.

La contemplación de Dios Trinidad produce felicidad y alegría y una alegría y una felicidad tan pero tan grandes, que el ángel o un alma humana, sino estuvieran auxiliadas por el mismo Dios, morirían por ese estado de felicidad. Contemplar a Dios Trinidad es lo más hermoso que pueda llegar a contemplar un alma y es lo que más alegría produce en un alma, y es movidos por esta alegría y felicidad que entonamos el Aleluya.

Pero además de alegrarse por la visión de la hermosura del ser trinitario de Dios, los ángeles se alegran por otra cosa más, y es por los pecadores que se convierten. Así lo dice el Evangelio: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por cien justos que no necesitan conversión” (cfr. Lc 15, 7)222.

Esta parte de la Misa, entonces, nos tiene que llevar a hacernos esta pregunta: ¿cómo estará nuestro ángel? Seguro que feliz, porque contempla a Dios Trino, pero, ¿estará feliz por nosotros? ¿O seremos nosotros los que le damos una ocasión de quitarle un poco de su alegría cuando se acerca por nuestro mundo?

Tenemos la libertad de hacer que nuestro ángel se sienta alegre o triste, si vivimos o no en gracia, y si vivimos en gracia, nuestro ángel nos hará participar de su alegría de ver a Dios Trino por la eternidad, como un anticipo de esa misma alegría que vamos a tener nosotros si vamos al cielo.

Acudamos a Misa en gracia, para participar plenamente de la felicidad y de la alegría de Dios Trino, la misma felicidad y alegría que experimentan nuestros ángeles custodios.

Los ángeles de Dios asisten al Santo Sacrificio del altarpara adorar al Cordero de Dios

que se inmola por amor a los hombres.

222 Cfr. SCHEEBEN, M., J., Las maravillas de la gracia divina, Editorial Desclée de Brower, Buenos Aires 1954, 347-348.

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14 al 17. Luego se hace la HOMILÍA , que corresponde al sacerdote o al diácono, y que debe hacerse todos los domingos y fiestas de precepto; se recomienda en los otros días.

Antes de proclamar el Evangelio, el sacerdote, consciente de que lo que va a leer no es palabra humana sino celestial, reveladora de verdades eternas, y consciente de su indignidad, pide la purificación de sus labios, pero ante todo del corazón, con la siguiente oración: “Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio”. Es decir, el sacerdote es consciente, por un lado, de la dignidad altísima del Evangelio, que es santo porque es la Palabra de Dios, que es “tres veces Santo”, tal como lo proclaman los serafines en el cielo (cfr. Is 6, 3); por otro lado, es consciente de que él, como hombre, no sólo no es santo, sino que es sumamente indigno de proclamarlo –la medida de su indignidad la puede tomar de lo que Jesús le dice a Santa Margarita: ‘Tú eres un abismo de indignidad y miseria’-, y es por eso que pide la purificación de sus labios y de su corazón223.

Al finalizar la lectura, besa el leccionario, en señal de aceptación y de amor a Jesucristo, la Palabra de Dios, que se ha hecho presente por la lectura. Al escuchar la proclamación del Evangelio, tengamos siempre en cuenta a San Agustín: “La palabra de Cristo no es menos que el Cuerpo de Cristo”.

Luego de la lectura del Evangelio, el sacerdote ministerial –nunca un laico224,225- explica algún aspecto de la Palabra de Dios que acaba de ser escuchada. Lo hace para enseñar y acercar y hacer más accesible a la asamblea las verdades contenidas en la Escritura. De esta manera, hace las veces de Moisés, que bajando desde el Monte Sinaí, tiene la misión de dar al Pueblo Elegido las Tablas de la Ley (cfr. Ex 31, 18), que en 223 Cfr. CHARMOT, Fr., La Messe, source de saniteté, Ediciones Spes, París 1961, 73.224 Cfr. OGMR, 66. Cfr. Instrucción sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes (Varias Congregaciones y Consejos Pontificios 15-VIII-1997): Artículo 3: La homilía. § 1. La homilía, forma eminente de predicación, ‘en la cual se exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana’ (68), es parte de la misma liturgia. Por tanto, la homilía durante la celebración de la Eucaristía se debe reservar al ministro sagrado, sacerdote o diácono (Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), n. 48: AAS 71 (1979) 1277-1340; Comisión Pontificia para la interpretación de los Decretos del Concilio Vaticano II, Respuesta (11 de enero de 1971): AAS 63 (1971) 329; Sagrada Congregación para el Culto Divino, Instrucción Actio pastoralis (15 de mayo de 1969), n. 6d: ASS 61 (1969) 809; Institutio Generalis Missalis Romani (26 de marzo de 1970), nn. 41; 42; 165; Instrucción Liturgicae instaurationes (15 de septiembre de 1970), n. 2a: AAS 62 (1970) 696; Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, Instrucción Inaestimabile donum, n. 3: AAS 72 (1980) 331). Quedan excluidos los fieles no ordenados, aunque desempeñen la función de ‘asistentes pastorales’ o catequistas, en cualquier tipo de comunidad o agrupación. No se trata, en efecto, de que tengan una mayor capacidad expositiva o preparación teológica, sino de una función reservada al que está consagrado por el sacramento del orden, por lo que ni siquiera el obispo diocesano puede dispensar de la norma del canon (Comisión Pontificia para la interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico, Respuesta (20 junio 1987): AAS 79 (1987) 1249), dado que no se trata de una ley meramente disciplinar, sino de una ley que afecta a las funciones de enseñanza y santificación estrechamente unidas entre sí).No se puede admitir, por tanto, la praxis, en ocasiones asumida, por la cual se confía la predicación homilética a seminarista estudiantes de teología, aún no ordenados (Cfr. C.I.C., can. 266, § 1), pues la homilía no puede considerarse como una práctica para el futuro ministerio; cit. http://es.romana.org/art/25_2.2_2225 “La homilía, que se hace en el curso de la celebración de la santa Misa y es parte de la misma Liturgia, “la hará, normalmente, el mismo sacerdote celebrante, o él se la encomendará a un sacerdote concelebrante, o a veces, según las circunstancias, también al diácono, pero nunca a un laico”. En casos particulares y por justa causa, también puede hacer la homilía un obispo o un presbítero que está presente en la celebración, aunque sin poder concelebrar”; cit. CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía, 64.

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definitiva, lo único que piden al hombre es el amor a Dios y al prójimo; o también hace las veces del mismo Jesucristo, quien anuncia en la sinagoga la Buena Noticia del Reino en su Persona (cfr. Lc 4, 14-22a).

18. 19. Acabada la homilía, cuando está prescrito, se canta o se dice el Símbolo o PROFESIÓN DE FE 226 :

En este momento de la Misa, rezamos el Credo, aunque se reza únicamente en las Misas de Domingo y en las solemnidades. No es un texto propio de la liturgia, lo cual se nota en la redacción en singular y en primera persona: “Creo…”, y se lo introdujo en la Santa Misa bastante tardíamente. El texto del Credo era usado por los candidatos al Bautismo para profesar individualmente su fe lo cual muestra que es una profesión de fe personal e individual, y esto explica su redacción en singular.

Existen dos símbolos o Credos, el Apostólico, o Romano, y el Niceno-constantinopolitano. Ambos tienen la finalidad, que es la profesión de fe en la Verdad revelada por Jesucristo a su Iglesia. Los dos símbolos son representantes típicos de las profesiones de fe oriental y occidental, y pueden ser rezados indistintamente.

En ellos están contenidas las verdades fundamentales de nuestra fe, que se proclaman luego de escuchar la Palabra de Dios, como respuesta del Nuevo Pueblo Elegido a la Palabra, y como una confesión pública de los “grandes misterios de la fe”227, misterios expresados en dogmas, los cuales son inamovibles, a pesar del paso del tiempo, puesto que se derivan no de la ficción humana, sino de la Verdad absoluta de Dios que brota de su Ser trinitario. Por esto mismo, deben ser creídos, como dice el Juramento anti-Modernista, “en el mismo sentido” y con “la misma interpretación” con la que los Padres ortodoxos los han transmitido de los Apóstoles: “En cuarto lugar, recibo sinceramente la doctrina de la fe que los Padres ortodoxos nos han transmitido de los Apóstoles, SIEMPRE CON EL MISMO SENTIDO Y LA MISMA INTERPRETACIÓN. POR ESTO RECHAZO ABSOLUTAMENTE LA SUPOSICION HERETICA DE LA EVOLUCION DE LOS DOGMAS, según la cual estos dogmas cambiarían de sentido para recibir uno diferente del que les ha dado la Iglesia en un principio”228, 229.

El Credo “Símbolo de los Apóstoles”, es llamado así porque se les atribuye a ellos su composición.

El Credo niceno-constantinopolitano (el más extenso de los dos litúrgicamente aprobados para su recitación durante la misa) aparece por primera vez en las actas del Concilio de Calcedonia, como confesión de los ciento cincuenta Santos Padres reunidos en Constantinopla. Se trata de una combinación de las dos fórmulas de los dos concilios anteriores de Nicea (325) en donde se definió la consubstancialidad del Hijo con el Padre –omousius, misma substancia divina-, contra aquellos que negaban que Jesús

226 Aunque sea una verdad de perogrullo, no se puede recitar otro Credo que no sea el de la Iglesia Católica: “En la santa Misa y en otras celebraciones de la sagrada Liturgia no se admita un 'Credo' o Profesión de fe que no se encuentre en los libros litúrgicos debidamente aprobados”; cit. CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía, 69.227 Cfr. OGMR, 67.228 Cfr. S. S. PÍO X, Motu Proprio Sacrorum Antistitum, 1910.229 La pretensión de que el dogma puede evolucionar es equivalente a pretender destruir la religión. Dice así SAN PÍO X, con relación a los modernistas: “(Para los modernistas), las fórmulas que llamamos dogma se hallarán (…) sujetas a mutación. Así queda expedito el camino hacia la evolución íntima del dogma. ¡Cúmulo, en verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la religión!”; cit. Carta Encíclica Pascendi, sobre las doctrinas de los modernistas, 10.

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fuera Dios y Constantinopla (381) en donde no sólo se reafirma la consubstancialidad del Hijo con el Padre, sino del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo, contra aquellos que negaban que el Espíritu Santo fuera Dios.

El Credo, al que muchas veces rezamos de modo distraído, es un resumen de nuestra fe católica, de aquello en lo que creemos y en lo que esperamos. Pero frente a nuestra oración distraída y sin compromiso, hay quienes dieron sufrieron prisión y dieron sus vidas por la oración del Credo y por las verdades sobrenaturales que en esta oración se contienen; por ejemplo, los cristianos del imperio romano230, y muchos otros, como los jóvenes mártires de Uganda, quienes fueron asesinados en el año 1885 en África, luego de que un rey pagano escuchara a un catequista enseñar las verdades de la fe a un niño231. Primero mató al catequista, atravesándolo con una lanza; al día siguiente, mandó que todo el pueblo se reuniera en la plaza, diciéndoles: “El que sea cristiano, que de un paso adelante”. Entonces diez jóvenes, de entre 10 y 20 años, pasaron al frente. El rey mandó a sus soldados que los ataran y que envolvieran sus cuerpos con ramas secas y que les prendieran fuego.

Cuando los jóvenes estaban ya empezando a quemarse, comenzaron todos a rezar el Credo: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra…”, y continuaron rezando hasta que murieron.

Los jóvenes son santos, porque fueron declarados mártires por el Papa en el año 1920, y se los conoce como “Los jóvenes mártires de Uganda”.

Y a su vez, el ejemplo de estos jóvenes mártires, nos trae a la memoria el martirio de los siete hermanos Macabeos (2 Mac 7ss), quienes dieron sus vidas por creer también en la Resurrección, y por no inclinarse hacia los ídolos.

Entonces, cuando recemos el Credo en la Santa Misa, no lo hagamos tan distraídos y pensemos cómo a los jóvenes mártires de Uganda les costó la vida el poder rezarlo, pensemos en los hermanos Macabeos, que dieron sus vidas por creer en la Resurrección de los muertos y por rechazar el paganismo, y recemos meditando en cada una de sus oraciones, puesto que el contenido del Credo lo vivimos en la liturgia eucarística y además, por profesarlo, es decirlo, por hacer este acto de fe, conseguimos nada más y nada menos que la vida eterna, tal como le dice la Iglesia al que se bautiza en la fe de Jesucristo: “En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: ‘¿Qué pides a la Iglesia de Dios?’ Y la respuesta es: ‘La fe’. ‘¿Qué te da la fe?’ ‘La vida eterna’.”232.

CREDO NICENO-CONSTANTINOPOLITANO

Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la Tierra, de todo lo visible y lo invisible.

Tener fe es creer sin ver. No vemos a Dios Padre, pero sí vemos la obra de sus manos: el cielo, la Tierra, y todo lo que hay en ellos, y por ellos creo en Dios.

No vemos a los ángeles del Cielo, pero sí creo en los ángeles, creo en Dios Padre, y creo en el Cielo, en donde Él habita, y adonde quiere llevarnos, al terminar nuestra vida terrenal. ¡Qué hermosa es la Creación, obra del Padre!

Todo cuanto existe, lo ha hecho para nosotros, y no podemos salir del asombro, al comprobar la inmensa sabiduría, poder y amor que hay en la Creación.

230 HAHN, S., La cena del Cordero. La Misa, el cielo en la tierra, Ediciones Rialp, Madrid9 2005, 73.231 Cfr. RÜGER, L., El maná del niño, Tomo II, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 1952, 116-117.232 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 169.

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Pero si nos asombra la Creación visible, como obra del Amor del Padre, mucho más debe asombrarnos la obra más grandiosa de Dios Hijo, la Santa Misa, obra tan grandiosa y majestuosa, que si Dios quisiera hacer algo mejor, no podría hacerlo. Toda la Creación, visible e invisible, con toda su belleza y armonía, es igual a la nada, comparada con la Santa Misa, porque es la obra en la que Dios Padre despliega con todo su esplendor su Sabiduría, su Amor y su Poder. Es tan grande el Amor de Dios por nosotros, los hombres, que no duda en sacrificar a su Hijo en el altar de la cruz, y en renovar ese sacrificio incruentamente, en la cruz del altar, para que el Hijo nos sople el Espíritu Santo (cfr. Jn 20, 22), que nos dona la filiación divina. ¡Cuánto te agradezco, Padre mío del Cielo, por tu bondad y por tu gran amor, demostrado en la renovación incruenta del sacrificio de la cruz, la Santa Misa!

Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo,

En las palabras que siguen, hasta se hizo hombre, todos se inclinan.

y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre;

Dios es Uno, y en Él hay Tres Personas Divinas, que trabajan juntas para que yo me salve: Dios Padre envía a su Hijo, para que nazca de la Virgen María, y quien lo trae a este mundo es Dios Espíritu Santo. Cuando nació, Jesús salió de la Virgen, que estaba arrodillada, igual que un rayo de sol cuando pasa por un cristal. ¡Dios Padre manda a Dios Hijo a nacer de la Virgen, para donarnos a Dios Espíritu Santo! Jesús es Dios Hijo, Luz eterna que proviene del seno del Padre, que es también luz eterna, y por eso decimos: “Dios de Dios, Luz de Luz”, y por eso su nacimiento es prodigioso, como un rayo de sol que atraviesa un cristal. Pero el prodigio no termina aquí: así como Jesús nació del seno virgen de María en Belén, Casa de Pan, por el poder del Espíritu Santo, así también Jesús, por el poder del mismo Espíritu, prolonga su nacimiento en el seno virgen de la Iglesia, el Altar Eucarístico, el Nuevo Belén, como Pan de vida eterna.

y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilatos;

Jesús padece a causa de los judíos, que lo acusan injustamente de blasfemo –Jesús se auto-proclama como lo que es desde toda la eternidad, Hijo de Dios y Dios en Persona, Segunda de la Trinidad, y lo condenan a causa de decir la verdad-, pero sufre también por causa de la cobardía de Poncio Pilatos quien, a pesar de “no encontrar culpa” (cfr. Lc 23, 4), primero lo manda a azotar y luego, para mantener su cargo de gobierno, libera a quien es verdaderamente culpable, y entrega a Jesús a los judíos, para que éstos lo crucifiquen. En la Santa Misa, misteriosamente, se renuevan todos los episodios de la Pasión, por lo que nos encontramos frente a Jesús, que es condenado a muerte por un juez inicuo.

padeció y fue sepultado,

Jesús subió a la cruz para morir por nosotros. En la Santa Misa se yergue, sobre el altar, invisible, Cristo crucificado, como en el Calvario. Pero a diferencia del Calvario, en donde su Sangre, que brota de sus heridas como de un manantial, se desliza

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por su Cuerpo sacrosanto hacia abajo, hasta empapar la tierra, en la Santa Misa su Sangre preciosísima, que brota de su Corazón traspasado, es recogida en el cáliz del altar por el sacerdote ministerial para ser distribuida entre las almas fieles.

y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al Cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a, vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Jesús murió el Viernes Santo, y en ese día, frío y oscuro, los hombres deicidas y toda la Creación, hacían duelo por la muerte de Dios Hijo en la cruz. Si bien su Alma santísima y su Cuerpo santísimo quedaron separados –en eso consiste la muerte-, su Divinidad quedó unida tanto a su Cuerpo como a su Alma, y mientras su Cuerpo era sepultado, con su Alma bajó a los infiernos (el seno de Abraham), para buscar a Adán y Eva y a todos los justos del Antiguo Testamento; fue a encadenar al demonio; fue a estatuir la purgación por los pecados… En cada Misa (Memento) se sigue aplicando la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo por los difuntos-almas benditas del Purgatorio, se da Gloria a Dios por la Gracia rutilante de sus santos y se reprime la acción en el mundo del demonio.

El Sábado, su Madre, la Virgen, lo esperaba en silencio al lado de la tumba, y será la primera233, antes que las piadosas mujeres, que lo verá y abrazará resucitado: “se apareció primero a los que más amaba”. Y el Domingo… ¡Resucitó! Resucitar quiere decir que Jesús estaba muerto, pero volvió a la vida y ya no va a morir más. En la Santa Misa, misteriosamente, nos unimos al Sepulcro en el Día Domingo, Día de la Resurrección del Señor, porque lo que recibimos en la comunión sacramental no es el cuerpo muerto de Jesús del Viernes Santo, sino su Cuerpo resucitado en la madrugada del Día Domingo, lleno de la luz, de la gloria, de la vida y de la alegría divina.

Ya en el Antiguo Testamento, los integrantes de la admirable familia de los Macabeos, compuesta por una valerosa madre y sus siete hijos, dieron sus vidas por creer en la Resurrección (cfr. 2 Mac 7, 1-42). La muerte del segundo de los hijos Macabeos está narrada así en la Escritura: “También el segundo de los jóvenes muere entre horribles tormentos. Un poco antes de expiar, mira al tirano y le dice: ¡Príncipe malvado!, tú nos quitas la vida presente, pero el Señor de los cielos y la tierra nos resucitará y nos dará la vida eterna, porque morimos en defensa de su ley”. Este admirable testimonio debe llevarnos a rezar esta parte del Credo con encendido y crecido amor a Cristo, que nos consiguió la Resurrección al precio de su muerte.

Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.

El Espíritu Santo, que en la Biblia aparece como una paloma (cfr. Mt 3, 16), es el Amor de Dios, y fue Jesús quien, por su sacrificio en cruz, nos lo donó junto con la efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Luego, en Pentecostés, sopló el Espíritu Santo que se apareció “como lenguas de fuego” (cfr. Hch 2, 1-4) sobre la Virgen y los Apóstoles reunidos en oración. En la Santa Misa, Jesús también sopla a través del

233 Cfr. CROISET, J., (S.I.), Año christiano ó Exercicios devotos: contiene la vida de N.S. Jesu-Christo , Madrid1778,325;cit.http://books.google.com.ar/books?id=uCtdaIfrxnMC&pg=PA325&lpg=PA325&dq=se+apareci%C3%B3+primero+a+los+que+m%C3%A1s+amaba&source=bl&ots=0ruBvU4oD3&sig=uc0UP8UlbFKRYmKApxLBL2VE&hl=es&ei=B_29Tob4I8vptgf_1rHyDg&sa=X&oi=book_result&ct=result&resnum=8&sqi=2&ved=0CEEQ6AEwBw#v=onepage&q&f=false

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sacerdocio ministerial, el Espíritu Santo, para que éste, como Fuego de Amor divino, convierta las ofrendas de pan y vino en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesús.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertosy la vida del mundo futuro. Amén.

“Creo en la Iglesia”. La Iglesia Católica no es una asociación religiosa perteneciente al orden natural: nació del costado abierto del Hombre-Dios, cuando de su Corazón traspasado brotó “sangre y agua”, y por esta misma razón, la Iglesia es un misterio sobrenatural, es como un sacramento y un signo de unidad de los hombres con Dios y entre sí, puesto por Dios en el mundo para conducir a los hombres al seno de Dios Trinidad: “(…) la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”234.

“Espero en la resurrección de los muertos”. Jesús resucitó de su tumba, salió vivo, glorioso y lleno de la luz divina, y va a venir al final de los tiempos, en el Último Día, para que todos también resucitemos como Él. Pero como con este cuerpo material, sin glorificar, no podemos ir al cielo, Jesús convertirá nuestro cuerpo en un cuerpo glorificado, por medio de la gracia (cfr. Catecismo, 990; también nuestros “cuerpos mortales” –Rm 8, 11- volverán a tener vida). En la resurrección, los cuerpos de los que hayan muerto en gracia, resucitarán llenos de la gloria y de la vida divina, que es vida eterna; serán cuerpos reales, físicos, materiales, pero con las categorías de la Gloria: impasibles, ágiles, luminosos y sutiles, más el lumen gloriae. Quienes no hayan muerto en gracia, también resucitarán, pero para la pena eterna. En cada Eucaristía, recibimos esta vida eterna en germen, como un anticipo de lo que será luego de la muerte corporal. Creo en la vida eterna que me es comunicada en cada comunión, por Jesús Eucaristía “El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene la Vida eterna” (Jn 6, 51).

Por último, al rezar el Credo, debemos tener presente el pasaje en donde Pedro confiesa que Cristo es el Hijo de Dios, pues nuestra fe se origina en ese acto de fe del primer Papa, y es con Pedro y bajo Pedro que creemos en las verdades de fe.

En el Evangelio, ante la pregunta de Jesús de quién dice la gente que es Él, Pedro le responde: “Tú eres el Cristo, el Mesías de Dios” (Mt 16, 16). Jesús había hecho antes la misma pregunta, pero nadie había sabido contestar, nadie había dicho que Él era el Mesías; la confesión de Pedro, hecha en nombre de los demás, es la única respuesta que viene de lo alto. La confesión de Pedro por la cual reconoce a Jesucristo como el Verbo Encarnado, como el Hijo de Dios humanado, no es la confesión que surge de la razón humana, sino que le ha sido dictada por Dios mismo: “No es la carne ni la sangre quien te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos, dice Jesús”.

Es la confesión del Primer Papa, pero en él, además, está incluida la confesión de fe de toda la Iglesia, porque Pedro es el Primer Obispo de entre los obispos, y como obispo, reúne en sí a la Iglesia, según lo de San Ignacio de Antioquia: “Donde está el obispo, ahí está Dios y la Iglesia”235. Y si Pedro es el Primer Obispo entre todos los Obispos, en Pedro está representada toda la Iglesia, y por eso cuando él lo reconoce a Jesús como al Cristo, como al Ungido del Padre, es en realidad toda la Iglesia quien proclama la fe en Cristo como Hombre-Dios. En Pedro, es toda la Iglesia quien confiesa y reconoce a Cristo no como un hombre bueno, ni como un hombre santo, sino como el Dios encarnado. Es la Iglesia –y por lo tanto, nosotros- quienes, en Pedro, Cabeza de la Iglesia, confesamos la divinidad de Jesucristo.

234 CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, 1.235 Cfr. Casel, ibidem.

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Luego de que la Iglesia, por boca de Pedro, confiesa la divinidad del Hombre-Dios, Jesucristo anuncia su misterio pascual de muerte y resurrección y le confía a su vez a Pedro el supremo poder sacerdotal, y le encarga a este sacerdote la guía de su Iglesia y la perpetuación de su sacrificio. La Iglesia, fiel al encargo de su Señor, celebra la memoria de la Pasión de su Señor, la Santa Misa236.

El Señor le confía a su Esposa, la Iglesia, la perpetuación de su sacrificio en la cruz, el sacrificio eucarístico. Instituye su Iglesia para que ésta continúe, en el tiempo y en la historia, su sacrificio en la cruz, por medio del sacrificio del altar237.

La Iglesia es una comunidad misteriosa y sobrenatural, fundada en el misterio del Hombre-Dios, que obra la salvación unida al Obispo de Roma, en torno al único altar de Cristo en la celebración de la Eucaristía238.

Pero la Iglesia, con Pedro a la cabeza, no solo ofrece el sacrificio eucarístico de Jesucristo: es también la víctima, pues es el Cuerpo de Cristo. Cuando la Iglesia ofrece la carne y la sangre del Señor, se ofrece a sí misma como Cuerpo de Cristo; se ofrece ella también en el sacrificio eucarístico239.

¿Qué relación tiene este episodio con nosotros?Pedro y la Iglesia reconocen la divinidad de Cristo, Cristo les encomienda que

renueven el sacrificio suyo de la cruz, en el altar, y les dice después que el que pierda su vida por Él la ganará para la vida eterna. Tiene que ver con nosotros, con cada uno de nosotros, con lo que hacemos cada día, si lo hacemos o no por Cristo, y si lo ofrecemos a Cristo o no en el altar, el sacrificio de la cruz.

La Iglesia somos todos nosotros, los que hemos sido incorporados a Cristo, por eso también nosotros debemos ofrecer el sacrificio, junto al sacerdote, y ofrecernos en cada misa, y no de una manera cualquiera, sino teniendo la misma disposición al sacrificio que tiene el alma de Cristo en el Calvario. Como la misa es el sacrificio del Calvario, y está Presente Cristo con su sacrificio en cruz, nosotros, que nos ofrecemos a Cristo, debemos tener la misma disposición al sacrificio que tiene el alma de Cristo en la cruz.

Por eso es que Jesús después dice: “el que pierda su vida por mí, la salvará”; es decir, perder la vida por Cristo es cargar la cruz –ser misericordiosos y compasivos con el prójimo- y ofrecerlo en el altar. Es decir, el que no se une a Él en el sacrificio del altar, no vivirá para la vida eterna. El que participa del sacrificio del altar, de la santa misa, pero sin intención de perder su vida, es decir, de ofrecer todo su ser en oblación unido al supremo sacrificio de Cristo, no tendrá la vida eterna, la perderá. “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará”. “Cargar la cruz cada día”, significa imitar a Cristo que lleva su cruz, significa obrar las obras de misericordia y ofrendarlas a Cristo en la cruz del altar.

Por eso, cargar la cruz, imitar a Cristo en su Pasión, perder la vida por Cristo para salvarla, es hacer las obras de caridad y de misericordia, y estas obras deben ser santificadas y ofrecidas al Padre en oblación en el supremo sacrificio eucarístico. Es en el sacrificio del altar en donde las obras del cristiano, sus sacrificios, deben ser ofrecidos a Dios, unidos al sacrificio de Cristo, para que la vida del cristiano sea realmente una vida perdida para el mundo y ganada para Dios. Si el cristiano no pone por obras su fe, o si hace obras pero no las ofrece en el altar eucarístico, pierde su vida para la eternidad, porque no une su vida a la vida de Cristo que se ofrece en el altar; por el contrario, si el

236 cfr. Schmauss, 453.237 Schmauss, 375.238 Cfr. CASEL, O., Il mistero del culto cristiano, Ediciones Borla, Roma 1985, 216 ss.239 Cfr. Schmauss, 386.

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cristiano ofrece su vida y sus obras, y se inmola interiormente junto a Cristo que se inmola en el altar, entonces pierde su vida para el mundo, pero la gana para la vida eterna.

En el sacrificio eucarístico, donde está Cristo Presente con su cruz, es en donde debemos inmolar la cruz que cargamos todos los días, confesando, junto a Pedro, la divinidad del Cristo Eucarístico.

Jesucristo, Pastor Eterno,Sumo y Eterno Sacerdote.

20. Se hace la ORACIÓN UNIVERSAL u oración de los fieles.

Llamada también “oración de los fieles”240, esta oración comprende una importante participación de los bautizados, quienes se dirigen a Dios no como simples criaturas sino como “sacerdotes bautismales”. Esta oración implica, por lo tanto, la puesta en acto de la dignidad sacerdotal bautismal –no ministerial- recibida por el sacramento del Bautismo, por el cual el alma se convirtió en “sacerdote, profeta y rey”, al ser hecha partícipe, por la gracia sacramental bautismal, de Jesucristo, Sacerdote, Profeta y Rey.

No hagamos esta oración, por lo tanto, distraídamente; por el contrario, seamos conscientes de que rezamos no como simples criaturas de Dios, sino como sacerdotes, profetas y reyes, que interceden ante Dios Trino “por las necesidades de la Iglesia; por los que gobiernan y por la salvación del mundo; por los que sufren por cualquier dificultad; por la comunidad local, y por alguna intención particular”241.

Si el mundo supiera qué dignidad tienen los fieles que rezan esta oración, no dudaría un momento en pedir la intercesión de los bautizados. Los que rezan son, según Lumen Gentium 10242, el nuevo Pueblo de Dios, el cual es un pueblo eminentemente sacerdotal porque, sea que se trate del sacerdocio común que surge del Bautismo cuanto 240 Cfr. OGMR, 69.241 Cfr. OGMR, 69.

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del sacerdocio ministerial recibido por el sacramento del orden, los miembros de este Nuevo Pueblo participan del sacerdocio único de Cristo.

El Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, es entonces una comunidad sacerdotal que, si bien ordenada jerárquicamente, participa como un todo, como el Cuerpo Místico de Cristo, en el sacrificio eterno que Cristo como Cordero Inmolado ofrece en la Eucaristía.

El sacerdote ministerial es indispensable para la realización del sacrificio eucarístico, pero del ofrecimiento participan todos los miembros del Cuerpo de Cristo: en virtud del sacerdocio bautismal, los miembros de este Cuerpo que no son sacerdotes ministeriales participan también –si bien en manera diversa, pero igualmente activa- en virtud de esta incorporación en Cristo, de un modo real y directo del sacrificio del Altar, ofreciéndose “con Él, por Él y en Él” como víctimas propiciatorias al Padre, puesto que forman con Jesús “un solo cuerpo y un solo espíritu”243.

Esta participación de los “sacerdotes bautismales” tiene una fundamentación ontológica –la incorporación a Cristo y la recepción por tanto del ser de Cristo- y por eso es real y no meramente moral o ideal.

El Nuevo Pueblo de Dios, comunidad sacerdotal, ordenada jerárquicamente, participa como el Cuerpo Místico de Cristo

en el sacrificio que Cristo en el sacerdote ofrece por la Eucaristía.

C) LITURGIA EUCARÍSTICA 

242 “Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15)”.243 La fórmula utilizada en la OGMR promulgada en 1969 por Pablo VI define a la misa como “acción de Cristo y del pueblo de Dios jerárquicamente ordenado”.

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21. Terminado lo anterior, comienza el canto para el ofertorio. Mientras tanto, los ministros colocan sobre el altar el corporal, el purificador, el cáliz, la palia y el misal.

22. Conviene que los fieles expresen su participación en la ofrenda, bien sea LLEVANDO EL PAN Y EL VINO para la celebración de la Eucaristía, bien presentando otros dones para las necesidades de la Iglesia o de los pobres.

¿Cómo era este rito en la Iglesia primitiva y cuál era su significado? La respuesta a esta pregunta arroja luces sobre nuestro rito actual. Era costumbre que los fieles formaran una procesión que se dirigía al altar, llevando cada uno la materia prescrita para el sacrificio, pan de trigo ácimo y una jarrita de vino natural sin alteración, mientras que otros llevaban dones como lana, aceites, frutas, cera, plata, oro. Mientras se marchaba, se entonaba un salmo y al llegar al altar, los diáconos recogían las ofrendas y las distribuían: el pan y el vino al altar –-, y los otros dones, para los pobres o para uso de la Iglesia244. En esta distribución de los dones realizada por los diáconos, se encuentra el significado del rito: el pan y el vino, al ser dejados en el altar, se convertían en res sacra, es decir, en una cosa sagrada u oblatio, una ofrenda dedicada a Dios245. Los otros dones, que no iban al altar, significaban, por su parte, la participación material de los fieles al sacrificio, que con sus bienes contribuían al sacrificio eucarístico, a las necesidades de la Iglesia, o a las de los pobres. Esto es lógico, si se piensa que el sacrificio eucarístico no es de propiedad del sacerdote ministerial en exclusiva, sino también de los fieles laicos, por lo que es obligación moral de los mismos contribuir al sostén material de la Iglesia. Este gesto era además un signo externo de la pertenencia de los fieles a la fe, puesto que no se aceptaban dones a los penitentes que no se hubieran reconciliado por el sacramento de la confesión246.

Sin embargo, según San Alberto Magno, a la ofrenda hay que agregar otra significación: con ella “la asamblea no ofrece solamente unos dones materiales: el que ofrece un presente se ofrece al mismo tiempo al sacerdote, a fin de ser él mismo ofrecido a Dios”247; es decir, el fiel expresa, con la ofrenda, el deseo de unirse al sacrificio de Cristo, simbolizando con ésta su ofrecimiento, en Cristo, como víctima de expiación.

En otras palabras, según el rito de la Iglesia antigua, la ofrenda significa la entrega: de la Iglesia como Cuerpo Místico, en unión con la Cabeza, y de cada uno de los fieles, en cuanto miembro de ese Cuerpo Místico. Con las ofrendas, entregamos no sólo los dones materiales –pan, vino, bienes materiales-, sino también todo nuestro ser, todo lo que somos y todo lo que tenemos –bienes materiales y bienes personales como inteligencia, voluntad, memoria-, incluidas la tribulación y las enfermedades248.

Una vez considerado el origen del rito y su significado, nos preguntamos: ¿por qué presentamos ofrendas? Porque Dios es infinitamente bueno para con nosotros, y las ofrendas –aunque no sean el pan y el vino, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús lo que le damos como don- son una muestra de agradecimiento ante tantas muestras de su bondad sin límites.

Tenemos pruebas palpables de su Bondad celestial desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, y también mientras dormimos. El solo hecho de que el día 244 Cfr. PARSCH, P., Sigamos la Santa Misa, 73.245 Cfr. SUÁREZ, F., El sacrificio del altar, Ediciones Rialp, Madrid6 2006, 135-137.246 Cfr. Suárez, ibidem.247 SAN ALBERTO MAGNO, De sacrificio Missae, cit. CHEVROT, G., Nuestra Misa, Madrid 1965, 157.248 Cfr. Suárez, o. c., 139.

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suceda a la noche; de que el sol salga en el horizonte; de que la luna ilumine con su luz plateada y de que las estrellas brillen a su lado; de que los pájaros canten en los árboles; de que la tierra siga girando sobre su eje… Solo por estas cosas somos deudores de Dios, de su bondad sin límites.

Esto, sin contar que hemos recibido, además de estos bienes naturales, una multitud de bienes sobrenaturales, cuyo valor es inestimable: fuimos hechos hijos de Dios por el Bautismo; recibimos la Palabra de Dios en la Iglesia; recibimos el Pan de vida eterna en cada Santa Misa.

Por todo esto, nuestra deuda con Él es infinita e imposible de pagar, y es para demostrar nuestro agradecimiento que presentamos las ofrendas.

Ahora bien, la ofrenda con la que agradamos a Dios y le damos retribución por su bondad no es el pan y el vino; si en esto consistiera la ofrenda, no pagaríamos en nada la deuda para con Dios. Presentamos las ofrendas de pan y vino para que éstas se conviertan, por la transubstanciación, en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Y con esta ofrenda santa y divina, agradabilísima a Dios, sí saldaremos –y todavía quedaremos con saldo a nuestro favor- nuestra deuda de amor.

Por medio de la liturgia de la Eucaristía, entonces, damos a Dios un bien de valor infinito, con el cual demostramos nuestra gratitud. Este bien que ofrecemos tiene tanto valor que Dios puede considerar que saldamos la deuda de amor y de gratitud para con Él.

23. El sacerdote, de pie junto al altar, TOMA LA PATENA CON EL PAN y, teniéndola con ambas manos un poco elevada sobre el altar, dice en voz baja:

Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida.

Después, deja sobre el corporal la patena con el pan.

Si no se hace el canto para el ofertorio, el sacerdote puede decir estas palabras en voz alta; al final, el pueblo puede aclamar:

Bendito seas por siempre, Señor.

El sacerdote hace la ofrenda del pan, que luego se convertirá en el Cuerpo de Jesucristo, por la transubstanciación. Se ofrece pan porque Jesús se comparó a sí mismo a un grano de trigo, que debe caer en tierra y morir para dar fruto 249 (cfr. Jn 12, 24), y se dio así mismo el nombre de pan: “Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51).

Ambas expresiones de Jesús se concretan y se hacen misteriosa realidad en la Santa Misa, porque Él, al igual que un grano de trigo que cae en tierra y muere para dar fruto, así Él muere en la cruz y es sepultado para dar el fruto de la resurrección y de la vida eterna para los hombres, donando su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad ocultos bajo algo que parece pan, pero no lo es.

Otro motivo por el cual se ofrece pan lo encontramos en la oración secreta del sacerdote ministerial, en la cual se dice que el pan ofrecido a Dios es “el fruto de la tierra y el trabajo del hombre”. Con esto se quiere significar que ofrecemos todo nuestro ser, todo lo que somos y tenemos, y todo nuestro trabajo, simbolizado en los granos de trigo, unidos en el pan. Y a todo lo que ofrecemos, nuestro ser, nuestra vida, nuestro

249 Cfr. ROGUET, A. M., La Misa, Editorial Estela, Barcelona4 1964, 85.

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trabajo, le sucederá lo mismo que al pan y al vino en la consagración: serán combustionados por el Fuego del Amor divino, y así como el pan de las ofrendas, luego de las palabras de la consagración, ya no será más pan común y corriente, material, sino el Pan de vida eterna, el Cuerpo resucitado, espiritualizado y glorificado de Nuestro Señor Jesucristo, así también nuestro ser y nuestro trabajo ya no serán más los mismos, sino que se convertirán en ofrenda agradable a Dios. Por eso no podemos ofrecer a Dios un trabajo mal hecho, sino que debemos poner todo nuestro empeño en hacerlo lo más perfecto posible.

De esta manera, uniendo nuestro trabajo –al que procuramos hacerlo con la mayor perfección posible- al sacrificio de Cristo en la cruz, santificamos nuestro trabajo y nos santificamos con él, como nos dice San Josemaría: “Trabajemos, y trabajemos mucho y bien, sin olvidar que nuestra mejor arma es la oración. Por eso, no me canso de repetir que hemos de ser almas contemplativas en medio del mundo, que procuran convertir su trabajo en oración”250.

Por lo general dedicamos muchas horas al día -y gran parte de nuestras energías y del tiempo de nuestra vida- a nuestro trabajo, y es por eso que, si el trabajo no vale para el Cielo, nos encontramos con bastante poco para la eternidad251. El trabajo, como actividad humana realizada para procurar el substento diario adquiere una dimensión sagrada cuando se lo ofrece a Dios, haciéndose el hombre de esta manera partícipe de la obra creadora y redentora de Dios, quien también “trabajó” en la Creación del mundo, y “descansó” al séptimo día (cfr. Gn 2, 3).

Dice así el Concilio: “El trabajo humano es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo”252.

Todo trabajo humano –honesto-, sin tener en cuenta la mayor o menor importancia que tenga a los ojos de los hombres, puede y debe ser ofrecido en la patena, para que, unido a Cristo, sea santificado por Él, y así se convierte en causa de nuestra santificación.

El ofrecimiento del trabajo y de las fatigas diarias no queda sin recompensa ante Dios, según el Apocalipsis: “Luego oí una voz que decía desde el cielo: ‘Escribe: Dichosos los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, sí - dice el Espíritu -, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan’ (14,13)”.

Al participar de la Santa Misa, en el momento de la ofrenda del pan, ofrezcamos también nuestro trabajo, y el de nuestros hermanos, para que reciban la bendición de lo alto y sean medio de santificación que nos conduzcan a la vida eterna.

24. El diácono, o EL SACERDOTE, ECHA VINO Y UN POCO DE AGUA EN EL CÁLIZ , diciendo en secreto:

Por el misterio de esta agua y este vino, haz que compartamos la divinidad de quien se ha dignado participar de nuestra humanidad.

Al verter dos gotas de agua en el vino que será consagrado el sacerdote expresa el deseo de todos los hombres, como miembros de la raza humana, de unirnos a Cristo, Hombre-Dios, para que Él nos haga partícipes de su divinidad. Primero, Cristo, Dios

250 Cfr. ESCRIVÁ DE BALAGUER, J., Surco, 497.251 Cfr. http://www.conocereisdeverdad.org/website/index.php?id=5655252 CONC. ECUM. VAT. II, Const. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 67.

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eterno, ha querido unirse a nosotros compartiendo nuestra humanidad, uniéndose hipostáticamente a una naturaleza humana, y para eso se encarnó en el seno de María Virgen. Luego la Iglesia recíprocamente pide, en acción de gracias, en sus bautizados, unirse a la divinidad “de quien ha querido compartir nuestra condición humana”, y para ello, vierte dos gotas de agua -símbolo de la humanidad- en el vino -símbolo de la divinidad-. El rito, sobrio y sencillo en sí mismo, está muy lejos de carecer de importancia teológica, puesto que significa creer, por un lado, en la naturaleza divina de Cristo, y por otro, en la cooperación del hombre a la gracia253.

Y es precisamente la acción de la gracia la que permite que nosotros, representados simbólicamente en nuestra humanidad en la gotita de agua, podamos unirnos a la divinidad, representada en el vino –que luego será la Sangre de Cristo-, porque es la gracia, recibida en el Bautismo y en el sacramento de la Confesión, la que limpia y santifica nuestras almas, quitándonos los pecados, convirtiéndonos en una “gotita de agua” limpia y cristalina que cae en el cáliz, uniéndose al vino. De otra forma, es decir, sin la gracia santificante, no somos más que una “gotita de agua turbia que cae hacia lo profundo”254, es decir, somos pecadores que, por nuestra propia fuerza, jamás podríamos elevarnos a lo alto, a la unión con Cristo Jesús.

En otras palabras, es por la gracia santificante que, en esta parte de la Misa, podemos hacer el ofrecimiento de nosotros mismos. Esto nos recuerda a la ofrenda de la viuda pobre en el templo, por lo cual podemos meditar en ese episodio, para aprovechar esta parte de la Misa.

En el Evangelio, Jesús alaba a la viuda que da de todo lo que tiene para vivir: “…vio también a una viuda pobre que echaba allí dos moneditas, y dijo: “De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobraba, ésta en cambio ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir” (cfr. Lc 21, 1-4). El don en sí mismo es ínfimo, porque son monedas de muy escaso valor, pero el valor está dado porque es lo único que la mujer tiene para vivir. Es mucho lo que la mujer da a Dios –muy probablemente la viuda debería ayunar, ya que deja en el templo el dinero que debía usar para su alimentación-, aún cuando hayan otros que den una mayor cantidad.

La generosidad de la viuda, su piedad para con Dios, se muestra en que dona todo lo que tiene para vivir. Es una participación al don de sí que Jesús hace en la cruz: Jesús, en la cruz, hace la ofrenda de su cuerpo y de su sangre, como sacrificio agradable a Dios, pero es un don infinito, ya que no dona de lo que tiene para vivir, sino que dona su vida misma. No hace el don del sustento diario, como la viuda, sino que dona a Dios, a la Iglesia y a los hombres, la substancia misma suya, humana –su cuerpo, su sangre y su alma humanas- y dona también la substancia y el ser divinos –su divinidad.

En la cruz entrega todo lo que tiene –su substancia humana y divina- y todo lo que es –su ser divino-, y ese don lo renueva en el sacrificio del altar, como una donación personal para el alma. Todo don –como el don de la viuda- tiene origen en el don de Jesús en la cruz y en el altar.

La viuda hace el don a Dios de su sustento diario; Jesús nos hace el don de su substancia humana y de su substancia divina en el Pan eucarístico. La viuda hace un

253 El sencillo rito de la mezcla del agua y del vino fue varias veces en la historia de la Iglesia principio de duras controversias dogmáticas. El monofisismo rígido omitió la adición de la gotita de agua, pues sólo reconocía la naturaleza divina de Cristo. Por eso, en el concilio de Florencia, los armenios, antes de su reunión con la Iglesia, fueron obligados a honrar nuevamente la gota de agua. Por otra parte, Lutero también rechazaba la gota de agua, debido a su doctrina sobre la gracia: según él, la obra de Dios en el santísimo sacramento no podía admitir mezcla alguna de obra humana. Cfr. Schnitzler, o. c., 431-432.254 Cfr. MIQUELINI, O., Mensajes de Jesús a un sacerdote, Tomo I, Ediciones El Buen Pastor, Buenos Aires 1989, 35.

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don, lo que tiene para vivir; Jesús hace un don, su propia vida; y también María hace un don, un don que es más grande que algo para vivir, un don que para Ella vale más que su propia vida: dona a su Hijo Jesús en el templo, lo presenta en la cruz para ofrecerlo a Dios en sacrificio por los hombres. Y María renueva ese don, la Presentación de ese don, en cada Misa: nos lo presenta a nosotros, para nosotros, en el Pan Eucarístico.

¿Cuál es el don que nosotros hacemos a Dios Trino? ¿No podemos hacer también nosotros, en el altar eucarístico, el don de una moneda de cobre, nuestro ser, en el momento en el que el sacerdote vierte una gota de agua en el vino?

Regresando al rito, el análisis de la oración que el sacerdote ministerial reza en el momento de la mezcla de la gotita de agua con el vino nos recuerda lo que hemos dicho más arriba: de parte de Cristo, que Él se ha encarnado, “ha querido compartir nuestra condición humana”, y de parte nuestra, nos recuerda aquello para lo que hemos venido a la Misa, y es el adorar a Dios uniéndonos a Cristo, “participando en su vida divina”. Al respecto, nos enseña San Cirilo que, así como esta pequeñísima cantidad de agua que se echa queda transformada en el vino, así nosotros hemos de quedar transformados en Cristo255.

Por lo que vemos, el rito, sencillo en sí mismo, tiene un profundo significado teológico, y es el de expresar tanto la unión de dos naturalezas en Cristo, la divina, simbolizada en el vino, y la humana, simbolizada en el agua, así como la participación de la humanidad en la divinidad por medio de la unión al cuerpo de Cristo. Es tan importante que un gran concilio, el de Trento, obligó, bajo anatema, a no omitir este rito256.

Por la simbología que posee el rito de agregar la gotita de agua al vino nos recuerda la Encarnación, sublime momento en el que se produce la unión de las naturalezas divina y humana en Cristo, fundamento a su vez del principio de divinización del género humano por la gracia257, y es así que, para aprovechar con fruto esta parte de la Misa, podemos meditar el pasaje del Evangelio en donde el ángel Gabriel le anuncia a María: “...concebirás en tu seno y darás a luz un hijo...” (cfr. Lc 1, 31).

La meditación de la Encarnación del Verbo de Dios en el seno de María nos ayuda a aprovechar este momento de la Santa Misa, porque el rito de agregar una gotita de agua al vino simboliza tanto lo sucedido en la Encarnación, esto es, la unión de la divinidad con la humanidad de Cristo, como lo que le sucede al cristiano por la gracia, que es la participación en la divinidad de Jesucristo.

En el anuncio del ángel a María, con el cual se inauguran los tiempos mesiánicos, los últimos tiempos de la humanidad, los tiempos caracterizados por la presencia de Dios en medio de los hombres, revestido de una naturaleza humana, está contenido y prefigurado el gesto de la Iglesia de agregar una gotita de agua al vino, porque lo que se simboliza en el rito es lo que sucede en la Encarnación: la unión de la divinidad con la humanidad.

En esta unión, María desempeña un papel importantísimo, porque es quien hace de Sagrario y Tabernáculo para el ingreso del Pan de Vida en el mundo. El seno virgen de María se ilumina con el esplendor de la luz divina, con la aparición del Verbo luminoso del Padre.

El Padre pronuncia su Palabra y la Palabra procede del seno del Padre al seno de María llevada por el Espíritu Santo. María se convierte en la depositaria de la Palabra

255 San Cirilo, cit. Luna Luca de Tena, o. c., 95.256 Conc. Trid., ses. 22, can. 9.257 Cfr. Schnitzler, o. c., 429.

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del Padre, Palabra que por el Espíritu asume una naturaleza humana para unirse íntimamente a ella, como en casta unión esponsal.

En el seno de María, por el Espíritu Santo, es concebido el Hijo de Dios, quien, al unirse personalmente con un cuerpo y un alma humana es llamado “Emmanuel”, es decir, “Dios con nosotros”.

Pero el prodigio que se realizó en el seno de María, proviniendo de Dios, no ha finalizado, y su resonancia eterna se hace sentir en todos los tiempos. La Encarnación sucedió realmente, y el Hijo Eterno de Dios, el Dios Hijo, Invisible, se revistió de una naturaleza humana y se hizo visible, apareciéndose delante de los hombres y de los ángeles como un Niño humano. Ese mismo prodigio, ese mismo milagro admirable, sigue y continúa perpetuándose en el seno de la Iglesia, por el Espíritu. Así como María concibió en su seno por el Espíritu, así la Iglesia, que es una figura de María, concibe en su seno, en el altar, por el mismo Espíritu Santo, al Hijo de Dios, que se reviste de apariencia de pan258. La Eucaristía es la prolongación y continuación, en el tiempo y en el espacio, de la Encarnación del Verbo en el seno de María, que continúa encarnándose en el seno de la Iglesia. Y así como el fruto concebido por el Espíritu en el seno de María se llama “Emmanuel”, Dios con nosotros, así también el fruto concebido en el seno de la Iglesia, el Cristo Eucarístico, es llamado “Emmanuel”, Dios con nosotros.

Y si parecen asombrosos estos misterios, de los cuales no tenemos más que una mínima comprensión por la fe, escapándosenos su inteligibilidad última debido a la grandeza intrínseca del ser divino del cual proceden, quedan todavía más misterios asombrosos. María concibe en su seno por el Espíritu, engendrando al Hijo de Dios, la Iglesia, figura de María, concibe también en su seno por el Espíritu, engendrando al Hijo de Dios, en el altar; y es el mismo Espíritu quien hace concebir, en el seno del alma, por la comunión eucarística, al Hijo de Dios, que de ser “Dios con nosotros”, pasa a ser “Dios en nosotros”.

Como María, la Iglesia concibe en su seno por el Espíritu al Hijo de Dios para que el alma, por la comunión eucarística, lo conciba, por el Espíritu, en su propio seno, y así como en el seno de María se produjo la unión de la divinidad con la humanidad, así en el rito de agregar la gotita de agua se simboliza tanto lo sucedido en la Encarnación como el deseo de los hombres de unirse a Cristo para participar de su divinidad.

Pero hay además otra interpretación en la ceremonia de la mezcla del agua con el vino, según el misal pretridentino de Colonia, en el que se rezaba así: “Del costado de nuestro Señor Jesucristo brotó sangre y agua para la remisión de los pecados”, con lo cual se veía en esta ceremonia una alusión a la sangre y agua salidas del costado de Jesús259.

258 Cfr. Scheeben, Los misterios.259 Cfr. Schnitzler, o. c., 430.

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En la Santa Misa pedimos participar de la divinidadde Aquél que se dignó participar

de nuestra humanidad.Siguiendo esta interpretación, y como la Misa es la renovación incruenta del

sacrificio de la cruz, podemos contemplar cómo es abierto el costado del Redentor, y ver cómo brotan del Corazón de Jesús, como torrente incontenible de vida eterna, la sangre y el agua260.

Este gesto, que podría parecernos tal vez puramente externo, expresa una realidad inimaginable, cual es la participación del alma al Amor divino. Lo que para nosotros puede parecer sólo un gesto simbólico –el agua unida al vino simboliza la participación de nuestra humanidad en la divinidad-, en las almas místicas es realidad vivida, como por ejemplo, Marta Robin, quien describe así esta participación: “…está mi alma unida al Bien soberano (como en el centro de su felicidad). Ella no tiene otro pensamiento, otro querer que el suyo. De Él brota para ella una luz que me invade, me diluye. En mi Dios amado... está el paraíso en la tierra. Estoy sumergida en Él como en un océano de amor. Me veo envuelta de amor, rodeada de Dios al que amo y me ama. Soy como una esponja en el océano del amor. Si una esponja pudiera estar enamorada del agua ¡qué feliz sería al verse traída y llevada a través de un océano de agua!”261.

25. Después, el sacerdote toma el cáliz y, teniéndolo con ambas manos un poco elevado sobre el altar, dice en voz baja:

Bendito seas, Señor, Dios del universo, por ESTE VINO, FRUTO DE LA VID Y DEL TRABAJO DEL HOMBRE , que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros bebida de salvación.

Después, deja sobre el corporal elcáliz.

Al igual que con el pan, el sacerdote ministerial ofrece el vino, “fruto de la vid”, y con él, los participantes se ofrecen con todo su ser y con toda su existencia terrena. Y del mismo modo como el pan material, formado de trigo y agua, se convertirá en el Cuerpo resucitado del Señor Jesús, luego de la consagración, así también el vino, luego de la consagración, no será más vino, sino “bebida de salvación”, esto es, la Sangre del Cordero, que concede la vida eterna. Luego de la consagración, el contenido del cáliz ya no será el vino de la vid de la tierra, sino el Vino de la Vid Verdadera, la Sangre de Cristo Jesús.

260 Cfr. Schnitzler, o. c., 432-433.261 Cfr. ROBIN, M., Escritos, 5 de julio de 1935.

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Si no se hace canto para el ofertorio, el sacerdote puede decir estas palabras en voz alta; al final, el pueblo puede aclamar:

Bendito seas por siempre, Señor.

26. Luego, el sacerdote, inclinado profundamente, dice en secreto:

Acepta, NUESTRO CORAZÓN CONTRITO Y NUESTRO ESPÍRITU HUMILDE ; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro.

El verdadero sacrificio de nuestra parte consiste en un corazón “contrito y humillado”, lo cual es igual a decir “misericordioso” según las palabras de Jesús: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 12, 1-8). Cuando Jesús decía esto, no quería significar que no aceptaba los sacrificios, sino que éstos, sin un corazón contrito, dolido por sus pecados, al tiempo que misericordioso, son rechazados por Dios. Al recitar esta oración, el sacerdote reconoce la necesidad de ser misericordiosos para con el prójimo, para ser escuchados por Dios.

En la Santa Misa, Jesús abre los tesoros de la Misericordia Divina, que escapan incontenibles a través de la herida abierta de su Corazón traspasado, pero exige, al mismo tiempo, también misericordia por parte del hombre: “Quiero misericordia”.

La misericordia, la compasión, la caridad del hombre para con el hombre, por amor a Dios, es el pedido del Hombre-Dios a los seres humanos. No exige sacrificios materiales, sino misericordia, aunque la misericordia es el más grande de los sacrificios.

La misericordia, la compasión del corazón para con el prójimo más necesitado, es la esencia de la nueva religión traída a la tierra por el Hijo de Dios.

Jesús pide misericordia, compasión entre los hombres, como signo de la Presencia del Reino de Dios, y Él mismo da misericordia en abundancia, al donar su vida en la cruz, al entregar su Sagrado Corazón como fuente de vida eterna.

Pero no la obtiene de sus hermanos, los hombres, porque Él es el primero en ser tratado sin misericordia en su Pasión.

“Quiero misericordia, doy mi Corazón lleno de misericordia, quiero misericordia a cambio”, nos dice desde la cruz del altar, al donarse como Pan eucarístico.

Quien recibe la misericordia encarnada en la comunión, debe devolver esa misericordia para con el prójimo más necesitado, por medio de la caridad y de la compasión, por medio de las obras y no de las palabras.

A su vez, el corazón contrito y humillado, misericordioso, evita tener que escuchar el lamento de Jesús a los fariseos: “¡Ay de vosotros fariseos, hipócritas…!” (cfr. Lc 13, 10-17). Jesús denuncia la hipocresía farisaica, que consiste en aparecer exteriormente como buenos, mientras que en el interior, en el corazón, los pensamientos y los deseos están lejos de Dios y de su voluntad. La hipocresía es un vicio, caracterizado por la doblez y la falsedad, mientras que las virtudes opuestas son la sinceridad, la rectitud de intención, la veracidad. Sin embargo, nos equivocaríamos si pensáramos que lo único que pretende Jesús de nosotros es que seamos sinceros y veraces. Jesús va mucho más allá de enseñarnos buena moral.

Nuestro Señor se queja amargamente de la conducta de los fariseos. Les reprocha duramente su actitud exterior, que no condice con los sentimientos del corazón. Por fuera, aparentan ser hombres religiosos, buenos, honrados, pero por dentro, en su corazón, hay endurecimiento del corazón hacia Dios y desprecio del prójimo. Esta disociación entre la actitud exterior y el contenido interior del corazón es lo que

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caracteriza al hipócrita religioso262, y no es una simple mentira, sino que es una mentira más grave, ya que el hipócrita engaña al prójimo para conquistar su estima por medio de gestos religiosos. Parece obrar para Dios, pero en realidad obra para sí mismo263.

Nuestro Señor, leyendo en el interior de las almas, ya que por ser Él Dios todos los pensamientos están delante de su Presencia, desenmascara los pensamientos y sentimientos más profundos, pensamientos y sentimientos de perversión, de engaño y de malicia. Los desenmascara y pretende de ellos un cambio de conducta. Si les dice “hipócritas” es porque pretende que sean lo opuesto, es decir, sinceros y transparentes de corazón, que los labios y las actitudes sean reflejo de lo que hay en el corazón.

El reproche de Jesús tiene que ver con un misterio de iniquidad, que es el rechazo de la gracia del Espíritu Santo en el interior de los corazones de los fariseos. El Espíritu Santo los ilumina interiormente para que reconozcan a Jesús como al Hijo de Dios encarnado, pero rechazan esta iluminación, negando la condición divina de Jesús, negando que Jesús sea Hijo de Dios. En la raíz de la hipocresía se encuentra la malicia del corazón humano, personificada en los fariseos, que se niega a reconocer en Cristo al Hombre-Dios.

También a nosotros nos puede alcanzar el reproche de Jesús, si negamos su Presencia Eucarística, no de palabra sino por la omisión de obrar la misericordia hacia el prójimo. Nos colocamos en la posición de los fariseos si, creyendo que recibimos al Hijo de Dios en Persona, quien nos dona su Espíritu Santo, luego nos negamos a perdonar o a obrar el bien para con nuestro prójimo.

27. Y, si es oportuno, inciensa las ofrendas, la cruz y el altar. Después el diácono, u otro ministro, inciensa al sacerdote y al pueblo.

28. Luego, el sacerdote, de pie a un lado del altar, SE LAVA LAS MANOS , diciendo en secreto:

Lava del todo mi delito, Señor, y limpia mi pecado.

¿Por qué el sacerdote se lava las manos, si ya las tiene limpias? ¿Cuál es su significado? Es un gesto externo, simbólico, por el cual se quiere expresar que, así como el agua va a quitar de sus manos las pequeñas suciedades, del mismo modo pide a Dios que su gracia y misericordia limpie su alma de sus suciedades (pecados, amor propio, faltas de amor, impaciencia, soberbia, orgullo, etc.)264. También los asistentes pueden y deben pedir lo mismo, uniéndose espiritualmente a la oración del sacerdote: “¡Señor, lávame totalmente de mi culpa y limpia mi pecado!”. El gesto nos advierte que la gran oración eucarística del canon debe comenzar con manos puras y, más aún, con un corazón puro265. En este sentido, el agua que lava las manos, simboliza la gracia que purifica el alma, dejándola en condiciones de recibir el Santísimo Sacramento del altar. Para el sacerdote, significa además que las manos, que han de tocar el Cuerpo del Señor, luego de la transubstanciación, deben mantenerse libres de toda mancha terrena266, de toda impureza, de todo afecto impuro.

En la Edad Media, la interpretación alegórica llevaba, en este momento, al gesto de Pilatos (cfr. Mt 27, 24), juez inicuo que, en vez de dar un justo fallo a favor de la

262 Cfr. LEÓN-DUFOUR, X., Vocabulario de Teología Bíblica, Ediciones Herder, Barcelona 1980, 390, voz “hipócrita”.263 Cfr. Dufour, ibidem.264 Cfr. Manglano Castellary, o. c., 44.265 Cfr. Schnitzler, o. c., 448.266 Cfr. ibidem.

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inocencia de Jesús, de la cual, por otra parte, era bien consciente, se lava en cambio las manos, entregando a Jesús a la furia de la multitud, que prefiere la muerte del Cordero Inmaculado y la liberación de un bandido como Barrabás: “¡No queremos que este reine sobre nosotros! (cfr. Lc 19, 11-27) ¡Crucifícalo!” (Lc 23, 21). El gesto de Pilatos representa a las almas que, frente a los poderes del mundo, y actuando por cobardía y para conservar sus puestos de privilegio a toda costa, no dudan en renunciar a su condición de cristianos, olvidando las palabras de Jesús: “Al que me niegue delante de los hombres, Yo lo negaré delante de mi Padre” (Mt 10, 33). ¡Cuántos cristianos, repitiendo el gesto de Pilatos, callan ante las leyes inicuas, que condenan a muerte al niño por nacer, o al anciano en sus últimos días!

Al realizar este gesto el sacerdote, de lavarse las manos, que se afirme nuestro corazón en el amor de Cristo crucificado, pidiendo la gracia, al mismo tiempo, de morir antes que negarlo, y que resuene en nuestro corazón un potente grito: “¡Nunca como Pilatos!”267.

Y ya que nos hemos trasladado espiritualmente al momento en el que Pilatos niega a Jesús, recordemos que la multitud pide que la sangre de Jesús caiga sobre ellos: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros!” (Mt 27, 25), porque también nosotros pedimos lo mismo, pero no en el sentido blasfemo y sacrílego de la multitud, sino como una súplica ardiente a Dios, porque no será el agua, sino la Sangre de Cristo, que será derramada en al altar de la cruz y recogida en el cáliz del altar, la que limpiará nuestros pecados y los pecados de los hombres.

29. Después, de pie en el centro del altar, de cara al pueblo, extendiendo y juntando las manos, dice:

Oremos, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.

Ofrecemos el pan y el vino, frutos de la tierra, y con ellos ofrecemos nuestra vida cotidiana, nuestro trabajo, nuestras fatigas, nuestras alegrías, nuestros dolores, tristezas y esperanzas. Ofrecemos aquí, en la patena, todo nuestro ser, nuestro pasado, presente y futuro; nos ofrecemos con todo lo que somos y con todo lo que tenemos.

Dejamos en la patena absolutamente toda nuestra vida y nuestros bienes, materiales y espirituales, y todos nuestros seres queridos, para que, cuando descienda desde el Cielo, en el momento de la consagración, el Fuego del Amor divino, que transubstanciará el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, toda nuestra vida, todo nuestro ser, todo lo que somos y tenemos, sea combustionado por el Santo Espíritu de Dios.

Junto al pan y al vino nos ofrecemos nosotros, pero no para que “nos vaya bien” en nuestros asuntos temporales, sino para unirnos a Cristo, en calidad de víctimas que se unirán a la Víctima del sacrificio, el Cordero de Dios, en expiación por los pecados del mundo y por la salvación de nuestros hermanos. En la patena ponemos nuestro ser, en la espera de que la bondad divina nos haga ser partícipes del Sacrificio expiatorio de Jesús el Señor, y para eso nos encomendamos a nuestra Madre del Cielo, la Virgen María.

Junto al pan y al vino ofrecemos, entonces, todo nuestro ser, toda nuestra humanidad, para unirla a la Humanidad santísima de Jesús y a su sacrificio, que se ofrece sobre el altar para la expiación de los pecados del mundo.

Pero, ¿cómo ofrecernos? Si decimos que en la presentación de las ofrendas del pan y del vino ofrecemos nuestro ser y nuestra humanidad, para saber bien de qué se

267 Cfr. Schnitzler, o. c., 449.

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trata, y para que nuestro ofrecimiento no quede en un deseo vago, que no sabemos cómo concretar, veamos cómo eran los ofrecimientos de aquellos que vivieron en el camino de la santidad: “En nombre de todas y de cada una de las creaturas quiero darte amor por la que no te ama; alabanzas, por la que te desprecia, y bendiciones, gratitud y obediencia, por todas. Declaro que por cualquier ofensa que recibas quiero ofrecerte todo mi ser en reparación y hacer el acto opuesto a las ofensas que las creaturas te hagan y consolarte con mis continuos actos de amor... Pero veo que soy demasiado miserable, por lo que tengo necesidad de ti para poder darte reparación de verdad. Por eso me uno a tu santísima Humanidad, y junto contigo uno mis pensamientos a los tuyos para reparar los pensamientos malos míos y los de todos; uno mis ojos a los tuyos para reparar por las malas miradas; uno mi boca a la tuya para reparar por las blasfemias y por las malas conversaciones; uno mi corazón al tuyo para reparar por las inclinaciones, por los deseos y por los afectos malos; en una palabra, quiero reparar por todo lo que repara tu santísima Humanidad, uniéndome a la inmensidad de tu amor por todos y al bien inmenso que haces a todos. Pero no me contento aún... Quiero unirme a tu Divinidad para perder mi nada en ella y así poderte dar todo...”268.

Luego de unir todo su ser en la Humanidad de Jesús, Luisa Piccarretta quiere unirse a la Divinidad de Jesús, y esta oportunidad se vuelve real para nosotros en el momento en el que el sacerdote ministerial, antes de ofrecer el vino, símbolo de la divinidad, le agrega dos gotas de agua, símbolo de nuestra humanidad.

Entonces vemos que, si en la ofrenda del pan nos unimos con todo nuestro ser a la Humanidad de Jesús, que será combustionada por el Fuego del Amor divino, el Espíritu Santo, en la consagración del vino, al agregar el sacerdote las dos gotas de agua en el vino, simbolizan nuestra unión en la Divinidad de Jesús, para inabismarnos en esa divinidad, y quedar inmersos en la infinita inmensidad de su Ser divino.

El pueblo se pone de pie y responde:

El Señor reciba de tus manos este SACRIFICIO , para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia.

La respuesta del pueblo fiel es todo un acto de fe en la Misa como Sacrificio y no como mero banquete: “El Señor reciba de tus manos este SACRIFICIO…”.

La Misa es el sacrificio de Cristo en la cruz, que es el sacrificio de la Nueva Alianza: “La Eucaristía es principalmente un sacrificio: sacrificio de redención y sacrificio de la Nueva Alianza”269. Es el mismo sacrificio, realizado hace dos mil años, renovado bajo las especies sacramentales, en manera mística.

En la Misa, sacrificio del altar, se verifica la misma inmolación de Cristo sobre la cruz, es decir, la separación sacrificial de la Sangre del Cuerpo. La separación sacrificial de su Cuerpo real de su Sangre real, verificada en la cruz, está significada por la doble consagración, separada del pan y del vino.

Fue el mismo Señor Jesucristo quien instituyó una doble consagración, del pan y del vino, con el objeto de hacernos ver que, sobre el altar, se verifica su sacrificio como en la cruz. El pan y vino se consagran separadamente porque en la cruz el Cuerpo y la Sangre se separan.

Es la Palabra Omnipotente del Verbo del Padre que obra con su virtud divina en la consagración, la que hace, del pan, el Cuerpo de Cristo y del vino, su Sangre.

268 Cfr. PICCARRETTA, L., Las Horas de la Pasión, De las 10 a las 11 de la mañana, Edición privada, México s. d., 152.269 Cfr. JUAN PABLO II, Homilía en la Misa in cena Domini, 9 de abril de 1998.

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En virtud de las palabras de la consagración –tomad y comed... bebed... Este es mi Cuerpo... Este es el cáliz de mi Sangre- se hacen presentes, separadamente, sobre el altar, por la potencia infinita del Verbo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo: bajo las especies, bajo las apariencias del pan, se hace presente sólo el Cuerpo; bajo las especies, bajo las apariencias del vino, se hace presente sólo la Sangre.

30. Luego el sacerdote, con las manos extendidas, dice la ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS . Concluida la oración sobre las ofrendas, el pueblo aclama: Amén.

PLEGARIA EUCARÍSTICA I.

31. Entonces, el sacerdote empieza la PLEGARIA EUCARÍSTICA .

Explica así el Misal Romano esta parte de la Misa: “En este momento comienza el centro y la cumbre de toda la celebración, esto es, la Plegaria Eucarística, que es una oración de acción de gracias y de santificación. El sacerdote invita al pueblo a elevar los corazones hacia el Señor, en oración y en acción de gracias, y lo asocia a sí mismo en la oración que él dirige en nombre de toda la comunidad a Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo. El sentido de esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio”270.

Es decir, la Plegaria Eucarística es una “oración de acción de gracias y de santificación”, realizada por el sacerdote únicamente y oída contemplativamente por la comunidad de los fieles271, quienes confiesan, con alegría y asombro, las maravillas obradas por Dios, entre ellas, la más grande de todas, el sacrificio de Cristo en la cruz, renovado incruentamente en el altar.

Forman parte de la comunidad reunida para dar gracias y adorar, además de los fieles bautizados, “miríadas y miríadas” de ángeles, incluidos nuestros custodios, que adoran al Cordero, a Jesús Eucaristía, que está en el altar con su mismo Cuerpo, glorioso y resucitado, con el cual está en los Cielos, “a la diestra de Dios Padre”272.

Para no reducir el misterio de la Misa a lo que pueda entender y/o explicar nuestra razón, debemos decir, haciendo nuestras las reflexiones de un autor, que la liturgia eucarística no es una estructura psicológica, pensada por los hombres para mover a la piedad en diversos tiempos, comenzando por la penitencia, siguiendo con la acción de gracias, para finalizar con la alabanza273. La liturgia eucarística es ante todo una realidad, transducida (o convertida) por la Iglesia a través del misterio sacramental, pero originada absolutamente en su realidad ontológica en el Ser divino trinitario. Es así como se deben interpretar todas las “partes” de la Misa, en cuyo centro se encuentra el Canon, esto es, la norma a tenor de la cual se realiza la acción sacrificial. En otras palabras, la liturgia eucarística no es un “invento piadoso” de ningún hombre ni de

270 Cfr. OGMR, 78.271 ÚNICAMENTE el sacerdote ministerial puede pronunciar la Plegaria Eucarística: “La proclamación de la Plegaria Eucarística, que por su misma naturaleza es como la cumbre de toda la celebración, es propia del sacerdote, en virtud de su misma ordenación. Por tanto, es un abuso hacer que algunas partes de la Plegaria Eucarística sean pronunciadas por el diácono, por un ministro laico, o bien por uno sólo o por todos los fieles juntos. La Plegaria Eucarística, por lo tanto, debe ser pronunciada en su totalidad, y solamente, por el Sacerdote”; cit. CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía, 52.272 Cfr. Símbolo. 273 Cfr. Schmaus, Teología Dogmática, 462.

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ninguna organización o sociedad religiosa, sino una transducción que, a partir de su realidad ontológica sobrenatural, hace la Iglesia a los hombres.

Prefacio y aclamación del santo.

En el Prefacio274, la Iglesia da gracias al Padre por todas sus obras. La asamblea llama a la humanidad entera, a los ángeles y a los santos, para aclamar al Dios Tres veces Santo275.

Esto es así porque, como dice el Santo Padre Benedicto XVI, la Misa, el culto cristiano, no es nunca una iniciativa particular, sino la obra de Dios para la salvación de toda la humanidad, sin excluir a nadie. Por la Santa Misa, es Dios quien viene al encuentro de la humanidad, y es la humanidad la que sale al encuentro de Dios, y por eso tiene siempre un carácter universal: “El culto cristiano implica universalidad. La liturgia cristiana nunca es la iniciativa de un grupo determinado, de un círculo particular o, incluso, de una Iglesia local concreta. La Humanidad que sale al encuentro de Cristo se encuentra con Cristo que sale al encuentro de la Humanidad”276.

En el prefacio, la Iglesia llama no solo a todos los integrantes de la Iglesia –Triunfante, Purgante y Militante-, sino a toda la humanidad, para que asistan a la consagración. Este llamado está presente en la estructura del prefacio. Veamos cómo: cuando la Iglesia dice: “El Señor esté con ustedes”, con ese “ustedes” hace referencia a todos los hombres del mundo, no sólo a los presentes en la asamblea.

Cuando dice: “Levantemos el corazón”, quiere decir que todos los hombres, sin excepción, deben elevar sus corazones al Cielo, para adorar al Dios que viene en la consagración. Cuando dice: “Demos gracias a Dios”, enumera todos los motivos que la humanidad entera tiene para dar gracias y esos motivos son, ante todo los misterios de Jesucristo, Hombre-Dios, en su Pasión, Muerte y Resurrección. Cuando dice: “Por eso, con los ángeles”, la Iglesia llama a los ángeles, los seres de luz que adoran a Dios en el Cielo a que se unan a la adoración que la Iglesia en la tierra hace al Cordero de Dios. Es por eso que en la Misa está toda la creación, todo el universo visible, con los ángeles, los santos y todos los hombres.

Extendiendo las manos, dice:

El Señor esté con ustedes.

El sacerdote se dirige a los presentes, pero no solo, puesto que estos representan a todos los hombres, a toda la humanidad.

El pueblo responde:

Y con tu espíritu.El sacerdote, elevando las manos, prosigue:

Levantemos el corazón.

274 El prefacio tiene un contenido catequético, además de dar la orientación homilética para el sacerdote y el mensaje litúrgico para los fieles (lex credendi).275 Cfr. Manglano Castellary, o. c., 47.276 Cfr. RATZINGER, J., El Espíritu de la liturgia, Ediciones Cristiandad.

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Quiere decir que elevemos el espíritu y el corazón hasta el Cielo, para unirnos a los que allí están en la adoración al Cordero que se inmola por la salvación de la humanidad entera.

El pueblo:

Lo tenemos levantado hacia el Señor.

El sacerdote, con las manos extendidas, dice:

Demos gracias al Señor, nuestro Dios.

La Eucaristía es, ante todo, acción de gracias a Dios Uno y Trino por la inmensidad de su Amor, donado sin reservas para nosotros en su Hijo Jesucristo.

El pueblo:

Es justo y necesario.

El sacerdote prosigue el prefacio, dicho según las rúbricas, que se concluye: Santo, Santo, Santo…

Al terminar el prefacio aclamamos con alegría al Dios Tres veces Santo, que en breve vendrá sobre el altar.

Al final del Prefacio junta las manos y, en unión con el pueblo, concluye el mismo prefacio, cantando o diciendo con voz clara:

Santo, Santo, Santo, es el Señor, Dios del universo. Llenos están los Cielos y la Tierra de tu gloria. Hosanna en el Cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo.

El texto del sanctus está tomado del profeta Isaías (6, 3), que describe así la visión de la santidad divina: “…vi al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus haldas cubrían el templo. En torno a Él había serafines, que tenían cada uno seis alas. Con dos se cubrían el rostro, con dos se cubrían los pies y con dos volaban. Y los unos a los otros se gritaban y respondían: ‘Santo, santo, santo, es el Señor de los ejércitos. Llena está la tierra toda de su gloria’. A estas voces, temblaron las puertas en sus quicios y la casa se llenó de humo”.

A pesar de la sublimidad del texto, la Iglesia modifica las palabras de la Escritura, debido a la superioridad de lo que acontece en el altar, que ya no es “pura visión, sino absoluta realidad”277. Con esta aclamación, la Iglesia reconoce la santidad del Dios que ha de venir sobre el altar en la consagración. Si la visión del profeta Isaías es sublime, lo es infinitamente más el sacrificio eucarístico que se desarrolla en el altar, puesto que es la realidad de lo que Isaías contempla en visión. El sanctus expresa lo que la Iglesia contempla, extasiada e iluminada por el Espíritu Santo, en el altar de la Eucaristía, y es “el Cielo abierto (…) y una maravillosa epifanía del Señor, una parusía, un advenimiento, que es como término medio entre su humilde venida primera y la

277 SCHNITZLER, Th., Meditaciones sobre la Misa, Barcelona 1966, Editorial Herder, 469.

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segunda venida gloriosa”278. Aunque las especies sacramentales velan más al Señor que lo veló su forma humana, “la plenitud de vida sacramental contiene ya todas las magnificencias de la gracia divina, toda la gloria de la eternidad. (…) Sobre el altar resuena el sanctus, porque sobre nuestro altar está el cuerpo glorificado de Cristo, penetrado de la luz y fuego de la divinidad. Nosotros mismos ocupamos el lugar de los ángeles para cantar la gloria del que se sienta sobre su trono. La majestad de Dios se nos hace corporalmente presente en el misterio eucarístico. El Cielo ha bajado a la Tierra”279.

En este momento, se despliega ante nuestros ojos el magnífico espectáculo del Apocalipsis, en donde los ángeles y los santos aclaman, entre nubes de incienso, al Dios Tres veces Santo, y la compenetración entre este libro y la Misa es tal, que quien asiste a Misa, parece estar “leyendo” en vivo el libro de la Revelación, aunque también sucede en el sentido contrario: a quien lee el Apocalipsis, le parece estar leyendo la descripción de la Santa Misa280.

La aclamación recuerda también al episodio del Evangelio en donde Jesús entra en Jerusalén montado en una cría de asno, y es aclamado y hosannado por la multitud: “La multitud que iba delante de Jesús y la que lo seguía gritaba: ¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!” (cfr. Mt 21, 9). La misma alegría, la misma aclamación, los mismos hosannas, debemos pronunciar nosotros, pero sin caer en el mismo error de la multitud de Jerusalén, que días después de aclamar a Jesús como su rey, lo insulta, lo golpea, lo condena a muerte, lo flagela, y lo crucifica.

Para no caer en el error de la multitud de Jerusalén debemos tener en cuenta que el Dios a quien hosannamos y cantamos gloria, el Dios que es Tres veces Santo, el Dios que es “Dios Santo, Fuerte e Inmortal”, en la cruz no parece ni santo, ni fuerte, ni inmortal.

En la cruz Jesús no parece ni santo, ni fuerte, ni inmortal,

278 Schnitzler, o. c., 469.279 Schnitzler, ibidem.280 Cfr. Hahn, La cena del Cordero, 29-30.

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pero en la Santa Misa nos comunicasu santidad divina, su fortaleza invencible

y su eternidad.

No parece santo, porque es crucificado como un malhechor, luego de ser acusado injustamente de blasfemo; y sin embargo, Él es el Dios “Tres veces Santo” (cfr. Is 6, 2-3), que llena de estupor, de asombro, de alegría y de amor a los serafines; Él es la santidad en sí misma, la Gracia Increada, y en la Eucaristía donará de su santidad a quien lo reciba con fe y con amor.

No parece fuerte, porque es tal la cantidad de golpes y de latigazos, de heridas abiertas y sangrantes, de hematomas, de salivazos, de ultrajes de todo tipo, que parece el más débil e indefenso de los hombres; y sin embargo, Él es Dios Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, ante cuyo esplendor y magnificencia los serafines sólo atinan a cubrir sus rostros con sus alas (cfr. Is 6, 2-3) y es quien, al donarse como “Verdadero Pan bajado del Cielo” (cfr. Jn 6, 38), da de su fortaleza al alma que desfallece en su peregrinación por el desierto de la vida hacia la Jerusalén celestial.

No parece inmortal, porque muere en la cruz luego de tres horas de amarga agonía: “Jesús, dando un fuerte grito, expiró”, dice el evangelio (Mc 15, 37-41), y luego de su muerte es sepultado en un “sepulcro nuevo”, que pertenece a José de Arimatea (cfr. Mt 27, 60); pero es el Dios de los vivientes (cfr. Éx 3, 6), la Vida en sí misma (cfr. Jn 14, 6), y fuente de toda vida, y Él mismo insuflará de su vida divina a su cuerpo muerto en el sepulcro (cfr. Ap 1, 17-18) para resucitar el Domingo (cfr. Jn 20ss), y será Él quien comunicará de su vida de resucitado, llena de la luz, de la gloria y de la alegría de Dios, al alma que lo reciba en la comunión eucarística.

Es decir, al Dios que hosannamos, al que le cantamos gloria, al que le decimos que es un Dios Santo, Fuerte, Inmortal, no parece ser nada de esto en la cruz, pero sí lo es, y comunica su santidad, su fortaleza y su inmortalidad y eternidad, gratuitamente, a todo aquel que lo recibe en la Eucaristía, con un corazón fervoroso y deseoso de su amor.

En esta parte de la Misa, uniéndonos a los coros angélicos, hosannamos y glorificamos a nuestro Dios crucificado, que da hasta la última gota de sangre en el Calvario; a ese Dios crucificado, cuya sangre brota de sus heridas como un manantial, y de su Corazón traspasado como un dique sin contención, y que es recogida en el cáliz del sacerdote ministerial, a ese Dios le decimos, con todo el amor del corazón y con toda la fuerza del alma: “Santo, Santo, Santo”.

Finalizado el Sanctus, continuamos analizando este momento de la Misa, llamado Canon, el cual comenzó con el Prefacio y habrá de terminar con el Amén antes del Padrenuestro.

En el centro del Canon, del que participa tanto el sacerdote con sus palabras como el seglar dando su aprobación y escuchándolas, está el relato de la institución. Las demás oraciones del Canon forman como “anillos” alrededor de este centro: exterior, interno y central.

El anillo exterior está formado por las intercesiones antes y después de las oraciones sacrificiales y por el memento glorioso por los fieles difuntos que disfrutan de la bienaventuranza.

32-84. El sacerdote, con las manos extendidas, dice:

Padre misericordioso, te pedimos humildemente, por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor,

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Junta las manos y dice:

que aceptes

Traza el signo de la cruz sobre el pan y el cáliz conjuntamente diciendo:

y bendigas estos dones, este sacrificio santo y puro que te ofrecemos,

Con las manos extendidas prosigue:

ante todo, por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero, con tu servidor, el Papa N., con nuestro Obispo N., y todos los demás Obispos que, fieles a la verdad, promueven la fe católica y apostólica.

No es casualidad la referencia a los Obispos: como sucesores de los Apóstoles, ellos son, en comunión con el Santo Padre, custodios y maestros de la Verdad revelada, la cual es inmutable y no debe nunca ser interpretada ni creída en otro sentido: “Sostengo con la mayor firmeza y sostendré hasta mi ultimo suspiro, la fe de los Padres sobre el criterio cierto de la verdad que está, ha estado y estará siempre en el episcopado transmitido por la sucesión de los Apóstoles; no de tal manera que esto sea sostenido para que pueda parecer mejor adaptado al grado de cultura que conlleva la edad de cada uno, sino de tal manera que LA VERDAD ABSOLUTA E INMUTABLE, predicada desde los orígenes por los Apóstoles, NO SEA JAMAS NI CREIDA NI ENTENDIDA EN OTRO SENTIDO”281.

85. Conmemoración de los vivos:

Acuérdate, Señor, de tus hijos N. y N.

Junta las manos y ora unos momentos por quienes tiene la intención de orar.

Después, con las manos extendidas, prosigue:

y de todos los aquí reunidos, cuya fe y entrega bien conoces; por ellos y todos los suyos, por el perdón de sus pecados y la salvación que esperan, te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza, a ti, eterno Dios, vivo y verdadero.

86. Conmemoración de los santos:

Reunidos en comunión con toda la Iglesia, veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor; la de su esposo, San José; la de los santos apóstoles y mártires Pedro y Pablo, Andrés (Santiago y Juan, Tomás, Santiago, Felipe, Bartolomé, Mateo, Simón y Tadeo; Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio, Cipriano, Lorenzo, Crisógono, Juan y Pablo, Cosme y Damián,) y la de todos los santos; por sus méritos y oraciones concédenos en todo tu protección. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

281 Cfr. S. S. PÍO X, Motu Proprio Sacrorum Antistitum.

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87. Con las manos extendidas prosigue:

Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus servidores y de toda tu familia santa; ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos.

Junta las manos.

En el anillo interno están las oraciones sacrificiales. En estas oraciones la Iglesia pide a Dios se digne aceptar benignamente la preparación para la incruenta actualización del sacrificio de la cruz, y ratificar y admitir lo que ella presenta y aporta a la nueva presencia del sacrificio de la cruz por la fe y la entrega282.

El anillo central comprende la oración por la conversión transformadora283:

Aquí viene el relato de la institución y luego la CONSAGRACIÓN .

Este es el momento de la Consagración. Algunos antiguos misales llaman al texto de la consagración: “Sacrum

convivium”. Aquí es donde nos encontramos en el centro de la Santa Misa; éste es el “sanctasanctorum”, el santuario de la oración eucarística; aquí nos sentamos a la mesa en el cenáculo de la Última Cena, escuchamos el relato de la tarde del Jueves Santo, y asistimos al comienzo de la Pasión. Aquí se representa de nuevo la Cena Pascual y con ella la cruz y el sacrificio del Señor284.

88. Extendiendo las manos sobre las ofrendas, dice: Bendice y santifica, oh Padre, esta ofrenda, haciéndola perfecta, espiritual y

digna de ti, de manera que sea para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor.

Junta las manos.

89. En las fórmulas que siguen, las palabras del Señor han de pronunciarse claramente y con precisión, como lo requiere la naturaleza de las mismas palabras.

Él mismo, la víspera de su Pasión,

Para vivir con fruto espiritual esta parte de la Misa, nos preguntamos qué sucede en la víspera de su Pasión, y para saberlo, meditamos en la frase de Jesús a sus discípulos: “...ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de mi Pasión” (Lc 22, 15).

Jesús celebra la Última Cena con sus Apóstoles en el ámbito de la pascua hebrea, celebra su pascua, anticipándose a la celebración de la pascua hebrea, dando a la vez fin a esta pascua e inaugurando una nueva y definitiva.

La Pascua que celebra Jesús, su Pascua, constituye una transformación radical de la pascua hebrea, pues se sustituye el cordero pascual por una nueva y definitiva Víctima, Jesucristo mismo: “La transformación radical del sacrificio pascual se realiza por la sustitución del cordero pascual por la nueva y definitiva Víctima, Jesucristo

282 Cfr. Schmaus, Teología Dogmática, 463.283 Cfr. Schmaus, Teología Dogmática, 463.284 Cfr. Schnitzler, o. c., 229.

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mismo, en la realidad de su Cuerpo y su Sangre. En la Última Cena, el pan y el vino se revisten radicalmente de una nueva, cualificante y esencial definición –la del Cuerpo y Sangre del Señor”285.

Esta Pascua de Jesús transforma la pascua hebrea porque deja de ser un mero banquete para convertirse en una cena-sacrificial, al convertir la comida en sacrificio, y además porque el cordero pascual, que ahora es Él mismo, deja de tener un carácter nacional, localista, para ser sacrificio de alcance universal: “(Jesús transforma) la comida en sacrificio; el cordero pascual que entonces se consumaba, cedía su secular e histórico valor de símbolo nacional y de liberación, a la única, universal y perenne víctima salvadora, en su auténtica, profetizada y profética presencia”286.

Originalmente, la pascua era la fiesta de la primavera, unida a la recolección de las primeras espigas de trigo y a la ofrenda de panes ácimos. Después de la liberación de Egipto, con la celebración de la pascua se recordará el pasaje de la esclavitud a la libertad. La pascua significará entonces el “paso” a la libertad, paso obrado por el mismo Yavé en favor de su Pueblo Elegido. Es Yavé mismo quien abre el mar Rojo y permite el paso de su pueblo, sepulta en ese mismo mar a sus enemigos, y conduce a su pueblo a la Tierra Prometida. Esta liberación será desde entonces el evento central en la historia de Israel, y la pascua constituirá la celebración en la cual se hará memoria de esta acción prodigiosa de Yavé, como el gran gesto salvífico realizado por Yavé en favor de su pueblo. Para los hebreos, celebrar la pascua era entonces conmemorar el Éxodo, la liberación, era renovar la propia fe en el poder salvador del Señor287.

En la Última Cena, Jesús manda perpetuar el memorial de su Pascua.

En la pascua de la Antigua Alianza se comían hierbas amargas, se comía el cordero pascual, se bebía vino en el cáliz de bendición, y así los hebreos conmemoraban la intervención de Yavé en su favor, liberándolos de la esclavitud288.

Los profetas, tomando como base a esta pascua, anuncian una nueva, mesiánica, más grandiosa que la pasada, que era sólo una figura de la que había de venir, y esta pascua es la Última Cena que celebra Jesús.

Esta nueva Pascua, anunciada por los profetas, es la que celebra Cristo con sus apóstoles en la Última Cena, y será también un “paso”, pero no de un lugar geográfico a otro, como en la anterior, en donde se pasaba a través del Mar Rojo desde Egipto hasta la Tierra Prometida, hacia la ciudad santa, Jerusalén. Será el paso de este mundo a la

285 SANGUINETTI, A. M., El Sacrificio Eucarístico, Pascua de la Iglesia. Estudio teológico a la luz del Magisterio de Pablo VI, Ediciones Cedro, Buenos Aires 1990, 143.286 PABLO VI, 29-V-1975, Roma: Omelia per la Santa Messa Della Solennitá del Corpus Domini, in Piazza San Pietro, en Insegn. XIII (1975), 577.287 Cfr. ROCCHETTA, C., I sacramenti della fede, Edizioni Dehoniane Bologna, Bologna 1998, 111.288 Cfr. Rocchetta, ibidem, 112.

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eternidad, al seno del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Será el paso y la liberación definitiva desde el exilio de esta vida terrena, hacia una nueva Tierra Prometida, la Jerusalén Celeste, en donde reina e ilumina con su luz divina el Cordero de Dios. La liberación no será de un rey temporal ni de una esclavitud temporal, sino del cautiverio de las pasiones y del poder del infierno sobre el mundo y los hombres, y la libertad conseguida no será una libertad civil y social, sino la libertad del espíritu, que será hecho hijo de Dios.

En la nueva Pascua no se comerán más ni panes ácimos ni hierbas amargas ni carne de animales sacrificados, no se beberá más vino en el cáliz de bendición. En el banquete de la nueva pascua se comerá el Pan de vida eterna, se servirá a la mesa la carne santa del verdadero Cordero Pascual, inmolado y sacrificado sobre el altar de la cruz; se beberá del vino nuevo de la Vid verdadera, triturada en la vendimia de la Pasión, la Sangre de Cristo que derramada en la cruz cae desde ella y llena el cáliz; en la nueva Pascua se brindará y se festejará no con el cáliz de bendición, sino con el cáliz de la Nueva Alianza, cáliz que contiene no vino sino sangre, la sangre del Hombre-Dios crucificado en el Gólgota.

La Pascua que celebra Jesús es su paso hacia el Padre por medio de su Pasión, por su muerte y Resurrección, y la Última Cena es la anticipación sacramental de este sacrificio en cruz289, que es su Pascua, su paso, y por eso la Pascua nueva, definitiva y eterna, está constituida por la ofrenda sacrificial del Cordero en la Última Cena y por la entrega de su Cuerpo y de su Sangre en la cruz. El banquete que Jesús realiza representa la anticipación sacramental del sacrificio de la cruz: “...antes de mi Pasión”. La Última Cena de Jesús se presenta como una anticipación sacramental, misteriosa, pero real, del drama de su muerte sacrificial en la cruz que habrá de realizarse poco después290. Y si la Última Cena es la anticipación sacramental en el misterio del sacrificio de la cruz, la Eucaristía es la representación y actualización del único sacrificio de la cruz. Última Cena, sacrificio de la cruz y misa, constituyen una única y misma Pascua, definitiva y eterna, en la que se celebra la liberación de las potencias infernales y el paso a la dignidad de hijos de Dios, comiendo y bebiendo la carne y la sangre del Cordero.

La nueva Pascua es el pasaje de Cristo de este mundo al Padre, luego de haber entregado en la Última Cena su Cuerpo y de haber derramado su Sangre para la redención de la humanidad291.

La Eucaristía es el “memorial” de este evento único que es la pascua de Jesús, evento que se anticipa sacramentalmente en la Última Cena y se realiza en el sacrificio de la cruz. La Eucaristía trae a nuestro tiempo –a todo tiempo y a todo lugar- el único sacrificio de la cruz, la única Pascua, la definitiva, por ella se actualiza el paso, la Pascua de Cristo de este mundo al Padre292.

Cristo, y su obra de salvación, es la realización de las figuras de la Antigua Alianza293, por eso quienes compartieron con Él históricamente su vida, su prédica, quienes asistieron a sus milagros, a su crucifixión, tuvieron un contacto directo y personal con la realización de las promesas de la Ley.

Sin embargo, separados en el tiempo por miles de años, también para nosotros las promesas de la Antigua Alianza se actualizan en Cristo, también Cristo se hace

289 Aunque “lo que la Iglesia celebra en la Misa no es la Última Cena, sino lo que el Señor ha instituido durante la Última Cena, confiándolo a la Iglesia: el memorial de su muerte sacrificial”. JUNGMANN, J. A., Messe im Gottesvolk, cit. BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Ediciones Encuentro, Madrid 2011, 169.290 Cfr. Rocchetta, ibidem, 115.291 Cfr. Rocchetta, ibidem, 111.292 Cfr. ibidem, 111.293 Cfr. ibidem, 111.

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Presente en Persona en medio nuestro, también actualiza para nosotros su obra de redención, por medio de la Iglesia y de los sacramentos, y por eso también para nosotros se actualiza el “éxodo” de la salvación, el pasaje de este mundo al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.

La Eucaristía y la Misa se entienden sólo si se hace referencia al contexto bíblico que la prefiguró, a la realización histórica en Cristo, y a su actualización sobre el altar, por medio de la liturgia sagrada. La Eucaristía es actualización de la muerte redentora de Cristo y proclamación de su Resurrección. El carácter sacrificial y pascual de la misa no es abstracto ni imaginario; somos hechos presentes, en el misterio de la liturgia, al evento histórico del Gólgota: celebramos la Eucaristía bajo la cruz del Señor294.

Cristo es la Pascua nueva, definitiva y eterna, porque Él es a la vez el paso y el término, el Camino y el punto de arribo. Cristo cumple su Pascua para imprimir en la creatura, en el hombre por Él redimido, su imagen, la imagen del Hijo de Dios, para una vez impresa su imagen y Él mismo infundirle con su soplo su propio Espíritu y unirla de esta manera a sí mismo en la más íntima comunión sobrenatural de vida y amor. Cristo realiza su Pascua para dar a la creatura un nuevo nacimiento y una nueva comunión, de una elevación tan alta e inimaginable y tan oculta a la creatura como la generación del Hijo eterno y la espiración del Espíritu Santo295.

“...Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros...”, les dice nuestro Señor a sus discípulos, despidiéndose de ellos hasta el encuentro definitivo en la vida eterna, sabiendo que Él es el Cordero Pascual, que ha de ser inmolado en el ara de la cruz. Y a nosotros nos repite: “Deseo comer ardientemente con vosotros esta Pascua”, y para ello nos prepara un banquete, nos invita como a sus amigos predilectos, y nos da a comer la carne santa del Cordero de Dios, su Cuerpo, asado en el fuego del Espíritu, y nos da a beber el vino santo de la Alianza eterna, su Sangre, para que en Él y por su Espíritu cumplamos, festejemos y celebremos nuestra pascua, nuestro paso hacia el Padre.

Tomó pan en sus santas y venerables manos,

Eleva los ojos.

y, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios Padre suyo todopoderoso, dando gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo:

Para aprovechar este momento de la Misa, tenemos que tener en cuenta que Jesucristo se sitúa en el marco de la cena pascual, que era el banquete anual que el pueblo judío celebraba en conmemoración de la liberación de Egipto296, y momentos antes de morir. La cena pascual tiene ya, de suyo, el significado de memorial de la liberación de Egipto, expresado en el cordero pascual; pero ahora Jesús toma el pan y el vino y los pone en estrecha relación con su cuerpo y su sangre, que van a ser inmolados en la cruz. No se limita a pronunciar sobre el pan y el vino la bendición, sino que le agrega unas palabras que lo relacionan con su muerte expiatoria297. Jesús agrega algo nuevo, que no estaba absolutamente presente en la bendición de la pascua judía, y es el colocar al pan y al vino en estrecha relación con lo que le sucederá a su cuerpo y a su sangre en la cruz, dándoles el mismo significado sacrificial que tiene su muerte. El

294 Cfr. Rocchetta, ibidem, 132.295 Cfr. Scheeben, Los misterios, 221.296 Sayés, A., El misterio eucarístico, 4.297 Cfr. JEREMÍAS, J., Páscha: TWNT 5, 895ss; cit. SAYÉS, A., El misterio eucarístico, 81.

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hecho de que los de a comer y a beber a ese mismo pan y a ese mismo vino, significa que los presenta como comida sacrificial298, y no como un mero banquete humano. Y a esta comida sacrificial, le da el mismo sentido que tenía el banquete de la pascua judía: participar en la víctima no era nunca un mero símbolo de comunión, sino que el comer del cordero pascual, era un modo de participar en el sacrificio del mismo como víctima.

Ahora Cristo se da a comer como víctima para hacer partícipes a los suyos de su sacrificio en la cruz, la nueva Pascua que Él realiza en su muerte299. Es aquí en donde radica la novedad de la Pascua de Jesucristo: Él es el verdadero Cordero pascual, que sustituye al cordero inmolado en el templo, y hace partícipes a los suyos de su sacrificio, ofrendando su Cuerpo y su Sangre en el banquete eucarístico. De esto concluimos que comulgar no es nunca un mero rito simbólico para el cristiano, sino la participación, por la unión con su Cuerpo, del sacrificio de Cristo, de ahí que el cristiano deba participar, con su vida, con su cuerpo y con su alma, a la Pasión del Salvador.

Regresando a la oración pronunciada por el sacerdote ministerial en la Santa Misa, escuchamos que dice: “tomó pan en sus santas y venerables manos (…) tomó este cáliz glorioso…”, y vemos que el sacerdote realiza los gestos de elevar el pan y el cáliz, pero en esta acción, que externamente parece la conmemoración de una cena celebrada según un antiguo rito, hay un misterio insondable, que escapa a la percepción sensible de los sentidos, y es el sacrificio del Calvario: el sacrificio cruento de Cristo en la cruz, mediante el cual entrega su cuerpo y derrama su sangre en holocausto al Padre es precedido por la entrega de su Cuerpo y Sangre en la Última Cena. A la muerte dolorosa en la cruz se le anticipa una no menos dolorosa separación de los suyos, una separación que es en realidad aparente: morirá en la cruz pero permanecerá en las apariencias del pan y del vino. El Nuevo Israel surge -y tiende como a su culmen- del Banquete Eucarístico, donde se vive en manera anticipada el drama del Calvario. La entrega sacrificial de su Cuerpo indica el misterio pascual que está por cumplirse en Jesús y al mismo tiempo señala el inicio de la nueva comunidad, del nuevo Pueblo de Dios como comunidad-comunión, modelada sobre el “servicio” de Jesús; por este motivo la Última Cena tiene un sentido radicalmente eclesiológico, inseparable del evento pascual300 de la Pasión y Resurrección del Señor.

La Iglesia, nacida del costado abierto de Cristo en la cruz y por esto también de la Última Cena, recibiendo en manera anticipada el Cuerpo y Sangre de su Señor, se constituye Ella misma, por identificación, en el Cuerpo Místico de su Señor.

En la Última Cena, en el cumplimiento de su “Hora” (cfr. Jn 13, 1), la hora de “pasar de este mundo al Padre”, el Maestro reúne en torno a sí a aquellos que, a excepción de uno, lo han seguido fielmente hasta aquel momento (Lc 22, 28), y los “ama hasta el fin” (cfr. Jn 13, 1); es con ellos con quien ha deseado comer la Pascua antes de sufrir (Lc 22, 15).

Durante el banquete, Él cumple los gestos sobre el pan y sobre el vino y pronuncia las palabras que tienen el carácter de una verdadera “profecía en acto”, porque anticipan lo que sucederá en el Calvario: el pan es alzado en alto, sobre él se pronuncia la bendición y, partido, es distribuido a los comensales; lo mismo se hace con el cáliz de vino. Las palabras que acompañan estos gestos abren a un misterio nuevo, de muerte y de vida: el misterio de la muerte a la cual Cristo se está entregando y el misterio de la vida que recibirán en don aquellos que creerán en él y formarán su comunidad301.

298 Cfr. Sayés, o. c., 81.299 Cfr. Sayés, ibidem.300 Cfr. ROCCHETTA, C., “Per voi”, un lemma per il rinnovamento», RiT 1 (1995) 120.301 Rocchetta, Dal mysterion, 123-124.

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Estos eran los gestos que se realizaban en la pascua hebrea, la cual era vivida como una doble liberación: la de los padres al salir de Egipto y la esperada para el futuro, con la irrupción mesiánica y la manifestación de la nueva y definitiva alianza. Según la tradición, los tiempos mesiánicos deberían comenzar con las características de un rito pascual, con todos los elementos que lo caracterizaban: ácimos, hierbas amargas y cordero. La Pascua de Jesús señala el inicio de los tiempos escatológicos, los últimos tiempos. Ahora la Pascua de Jesús es el cumplimiento de las profecías mesiánicas pronunciadas por los profetas del Antiguo Testamento –Jeremías, Oseas, la Ley Nueva escrita en el corazón de los hombres- y el cumplimiento de las profecías pronunciadas por el mismo Jesús: es su “hora”, la hora de su paso al Padre (Jn 13, 1), la hora del sacrificio del Hijo del Hombre que, una vez alzado, atraerá a todos hacia sí.

La muerte en cruz de Jesús, anticipada sacramentalmente en la celebración de la Última Cena, es la plena manifestación y el cumplimiento del proyecto de instituir la Iglesia como pueblo de los creyentes en Él, Hijo del Padre, Cristo adquiere para sí a la Iglesia en su “cuerpo entregado” y en su “sangre derramada”, y la adquiere como su cuerpo escatológico y místico. “Cristo muere para que de su muerte nazca la Iglesia”, dice San Agustín302. La Iglesia es así un evento dentro del mysterion: es el sacramento terrestre del Jesús celestial, fruto y forma visible de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte303.

En su sacrificio, Cristo se dirige al Padre, a quien se ofrece por todos y a los discípulos a los cuales confía el mandato de celebrar su nueva pascua hasta el fin de la historia304. Hay una explícita voluntad de Jesús de hacer del grupo de sus discípulos la comunidad escatológica de la salvación, por eso su cena pascual posee una relevancia eclesiológica esencial: Jesús en persona estará presente, en esta comunidad, como “pan de vida” y “bebida de salvación” cuando los discípulos realicen la “memoria” de su pascua. Esa dimensión eclesiológica se ve en las tres acciones sacerdotales de Jesús en la Última Cena: instituye la Eucaristía, instituye el sacerdocio ministerial, y deja el supremo Mandamiento de la Ley Nueva, el mandamiento del Amor.

El partir el pan y el comunicar del cáliz de la Alianza es un acto de naturaleza sacramental, con el cual Jesús hace participar a sus discípulos del evento salvífico de la pascua que está por cumplirse y con el cual Él inaugura la nueva comunidad. “Haced esto en memoria mía”, proclama Cristo (1Cor 11, 24-25; Lc 22, 19), instituyendo el ministerio sacerdotal y dejando la tarea esencial para el mismo, la perpetuación del sacrificio de la Alianza Nueva y eterna, estableciendo, en el Jueves Santo, la unión estrecha e indisoluble entre sacerdocio ministerial, Eucaristía e Iglesia.

En el momento en el cual Él se encamina hacia la cruz, deja en modo anticipado su Presencia, que se actualizará cada vez que los discípulos “harán memoria” de su evento de muerte y de Resurrección. Será de esta “memoria” de la cual la Iglesia nacerá y renacerá continuamente, plasmándose siempre como la comunidad de los últimos tiempos de la salvación. El pan y el vino unidos a su persona y al evento de su Pascua constituyen y explican lo que la Iglesia está llamada a ser. Los discípulos de Jesús, haciendo propio este cuerpo donado bajo la apariencia de pan, forman una unidad entre sí al punto de formar una koinonía305, una comunión. Ofreciéndose en la última cena al

302 SAN AGUSTÍN, In Joan. Ev., 9, 10.303 Rocchetta, Dal mysterion, 401.304 Rocchetta, Dal mysterion, 125.305 “Le Corps eclesial est la forme que l’Esprit donne á cette communauté. Il n’est pas un simple agglomérat de disciples n’ayant en commun qu’une conviction ou un but. Il est communion (koinonia) dans la possession réelle d’une seule et méme Vie, venue de l’animation par un seul et méme Esprit… cette communion est si étroite et intérieure, que l’Eglise est autant Corps du Christ que le pain eucharistique, bien que sous un autre mode. Cette identification désigne son étre le plus profond”. J.-M.

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grupo de los Doce, Jesús revela a la Iglesia como la comunidad reunida en torno a Él y se entrega a ella como “pan de vida” y “cáliz de salvación”. La eucaristía constituirá para siempre la “fuente” y el “culmen” de la Iglesia y la forma esencial de todo culto suyo306.

Pero es fuente y culmen no sólo porque constituirá la forma esencial del culto, sino porque el ser mismo de la Iglesia es ser Cuerpo de Cristo entregado y Sangre derramada para la salvación de la humanidad; su ser nace de Cristo, es Cristo en su Cuerpo, un Cuerpo que tiende a su perfección –culmen- por la incorporación en ese Cuerpo de los redimidos por Cristo. Por eso es que Cristo edifica su Iglesia sobre el fundamento de los Apóstoles (cfr. Ef 1, 20) y le confía a ellos, sacerdotes del Nuevo Pueblo de Dios, la realización de la Eucaristía in memoria de Él307, la renovación perpetua y sacramental, en el tiempo, de su Cuerpo glorioso con el cual salvará a los hombres.

La nueva comunidad, surgida en torno a la Eucaristía, surgida en el momento del Banquete Sacrificial, nace del corazón y de la sangre de Jesús, recibiendo de Él su ser y su vida308, porque se constituye como comunidad en el momento en que se verifica la “común-unión”, la sunción del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. En el momento de consumir la Eucaristía es en donde nace la Iglesia como unión fraterna de los salvados en Cristo: estos son incorporados a Él al punto de formar su Cuerpo Místico (sin embargo, la no recepción de la comunión eucarística no es excluyente para formar el Cuerpo Místico de Cristo, pues muchos santos no comulgaron nunca, e igualmente son Cuerpo Místico y comunidad de la Iglesia en virtud del Bautismo sacramental que los incorpora a Cristo, precisamente a su Cuerpo Místico. Por ejemplo, los mártires recién bautizados, los bebés muertos post-bautismo, los Santos Mártires Inocentes, santa Thaís de Alejandría, quien después de su conversión se negó a comulgar por humildad, haciéndolo recién el día de su muerte, el Domingo de Pascuas de Resurrección)309.

Sin perder su ser personal, y sin agregar nada material al cuerpo de Cristo, en la unión absolutamente libre de las libertades del Ser divino de Jesús y de los discípulos, signo y símbolo de la libre aceptación de la gracia sobrenatural por parte del hombre310,

TILLARD, “Église et Salut. Sur la sacramentalité de l’Eglise”, NRT 106 (1984) 665.306 Rocchetta, Dal mysterion, 126.307 Cfr. J. AUER - J. RATZINGER, o. c., 395.308 En la terminología bíblica, la sangre significa la vida del hombre y el hombre mismo como ser viviente, por el hecho de que el ser viviente depende de la sangre. Cfr. STOCK, K., Il racconto della Passione nei Vangeli Sinottici, Roma 1992, 15. Al dar a la Iglesia Cuerpo y su Sangre, Cristo le da su Ser y su Vida, puesto que con el Cuerpo y la Sangre de Jesús va unida la presencia substancial de la hipóstasis del Espiritu Santo, fuente de Vida.309 Se educó como cristiana, pero la vida, sus encantos, el hambre de placer y el atractivo de las riquezas le quitaron la vida de la gracia. Vive entre el lujo y la prostitución de Alejandría. Refiere la tradicición que Pafnucio, el del desierto de Tebaida, la recordaba de años atrás y sentía dolor, más que quien tiene una astilla clavada en el cuerpo, por la perdición y escándalo de su vida. Sus penitencias dieron resultado. Provocó un encuentro con ella y fue el instrumento de Dios para el cambio de Thaís quien, deshecha en lágrimas, implora el perdón del maestro, le ruega su oración impetrante, recurre a la misericordia de Dios y pide que se le imponga penitencia. Muere penitente reconciliada por los años 348 y se le honra en las Menologías griegas tal día como hoy. Es patrona de Alejandría y se la representa arropada con ricas y coloreadas sedas, con un espejo, símbolo de la coquetería, y una gargantilla de perlas que representan sus riquezas mal adquiridas.310 La sobrenaturaleza no está unida con la naturaleza por producción incondicional, inmediata, como exigida por la naturaleza humana, ni puede ser propiamente adquirida y merecida por ésta, sino sólo libremente recibida y en esta recepción se une con la naturaleza mientras la naturaleza no rompa su vínculo con ella por un acto también contrario de libertad. La naturaleza no produce de sí misma la adhesión al bien, como pretende la autosuficiencia pelagiana y maniquea; se adhiere libremente, secundando libremente la atracción a la adhesión ejercida por Dios mediante la iluminación del entendimiento y la inspiración de la voluntad: la voluntad se decide por el acto sobrenatural al que le atrae

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los discípulos son incorporados al Señor en manera tan íntima que llegan a formar con Él un solo cuerpo: “...mediante la Eucaristía (el Hijo) se une con nosotros de la manera más perfecta, para darnos no solamente el poder de llegar a ser hijos de Dios –lo cual sucedió en el Bautismo311-, sino para unirnos consigo mismo formando con nosotros un solo Hijo”312,313.

Esto es así porque por la comunión eucarística se llega al culmen de las relaciones ontológicas y físicas entre naturaleza y gracia: en el espíritu humano se da la unión intimísima y real con el Acto de ser divino314, al punto de constituir este, en virtud de esta base ontológica, su principio de vida como fuerza superior o elevación de las fuerzas naturales por un “habitus” sobrenatural o una “forma ipsis infusa (accidentalis)”315. También un solo Espíritu: la Iglesia nace de la Eucaristía, por la comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo, pero ya antes de esta comunión, es el Espíritu de Cristo el que los ha convocado a reunirse en torno al Cordero. Y una vez reunidos, al recibir la Eucaristía, es decir, al recibir la Carne y la Sangre del Cordero y por esto ser incorporados al Cuerpo del Cordero, reciben al mismo tiempo, en esta Carne y en esta Sangre, para comunicarse dándose en propiedad, al Espíritu Santo, el cual empapa, penetra, vivifica, las hace santa, gloriosa y divina a esta Carne y a esta Sangre, debido a que está en ellas con su Presencia personal. La Carne y la Sangre del Cordero Pascual llevan, en sí mismas, la presencia hipostática, personal, del Espíritu Santo, y es este Espíritu el que colma, no ya solo con sus virtudes infusas y con sus dones a los discípulos que consumen el Cordero glorioso, la Eucaristía, sino con su propia Persona316, es decir, como Amor espirado y como término en que se completa el movimiento de amor en Dios, comunicando al hombre su substancia espiritual317, y haciéndolo –en sentido analógico y verdadero: “somos dioses”, dice San Ambrosio- un espíritu con Dios318 -un ser santo, espiritual al modo divino, en cierto sentido deificado y

e invita la gracia preveniente y se dispone para recibir en sí la fuerza vital sobrenatural necesaria para la realización del mismo. De esta forma se unen la decisión voluntaria de poner el acto y la infusión de la fuerza (divina) por la cual se realiza. Cfr. SCHEEBEN, M.J., Naturaleza y gracia, Barcelona 1969, 296-297 (en adelante, Naturaleza). De esta libre unión entre sobrenaturaleza y naturaleza, es signo la libre unión de Cristo con sus discípulos en la Iglesia.311 En el Bautismo –sangre y agua del Crucificado Hostia- somos incorporados al Cuerpo Místico y por la Comunión Sacramental del Crucificado Hostia inhabita la Santísima Trinidad por primera vez en el alma del bautizado.312 Cfr. Scheeben, Los misterios, 557.313 “La Cabeza y los miembros son como una sola persona mística” (S. Th. III, q. 48, a. 2); “Toda la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo Místico, se considera como una sola Persona con su Cabeza que es Cristo” (S. Th. III, q. 49, a. 1).314 “Le formalitá soprannaturali (grazia, virtú, ecc.) derivano da Dio all’uomo attraverso una partecipazione e struttura trascendentale simile a quella della partecipazione dell’essere... sia che si consideri la grazia come partecipazione della natura divina, sia considerando la filiazione divina adottiva come partecipazione della Filiazione sussistente del Verbo [en ambas] si verifica anche il principio omne quod est per participationem, causatur ab eo quod est per essentiam (S. Th. I, q. 65, a. 1; cfr. C. G. III, c. 66; De Malo, q. 3, a. 3) ...questa partecipazione si attua mediante la presenza fondante della Totalitá sussistente nei partecipanti”. Ocáriz, 148.315 Cfr. Scheeben, Naturaleza, 178-180.316 Cfr. Scheeben, Los misterios, 558.317 Cfr. Scheeben, Naturaleza, 208.318 La expresión “hacerse un espíritu con Dios” significa recibir –ser participante de la naturaleza divina, ser comunicado al dinamismo espiritual sobrenatural- en sí la espiritualidad de Dios, espiritualizarse por la fuerza de la divinidad al modo de ésta, como el hierro metido al fuego se hace fuego sin que por ello su propia substancia se identifique con la substancia del fuego; significa hacerse uno en el sentido de la espiritualidad física. Cfr. Scheeben, Naturaleza, 207. Se trata evidentemente de la absoluta superación metafísica -por la simplicidad (perfección) absoluta del actus essendi divino, en quien se dan el grado máximo y más puro de espiritualidad-, de la “espiritualidad” puramente natural, ya sea humana o angélica, limitada por la limitación del ser espiritual por sus respectivas esencias. El Esse Subsistens,

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Dios319- y, en virtud de esta participación de su substancia divina, partícipe de la intelectualidad divina, en cuanto que capacita al alma para la contemplación del objeto específico del conocimiento divino320.

El Cordero dona a su comunidad, a su Iglesia, reunida en torno al Banquete Pascual, su propio Espíritu, el Espíritu Santo. El Amor “Spirans” dona, a las personas de sus discípulos, el Amor “Spirato”, la hipóstasis de la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo.

Por eso la Iglesia como comunidad escatológica surge por la comunión eucarística, por la participación del Cordero ofrecido en Banquete Santo al Padre y por la reunión del Espíritu de Cristo. En su origen, en su fuente, la Iglesia tiene a la Eucaristía y al Espíritu Santo; esto es, el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesucristo como portadores de la tercera hipóstasis de la Trinidad; Cuerpo y Sangre que se entregan primero sacramentalmente y luego en la cruz, cruentamente, para que ellos (los discípulos, al comulgar la Eucaristía) sean cuerpo en su Cuerpo, para que Él sea Carne en su carne, Alma en su alma, de modo que todo aquél que los vea, Lo vea, los oiga, Lo oiga321.

Su origen, su fuente, es la Eucaristía y el Espíritu Santo, pero estos son al mismo tiempo su culmen, su vértice, su punto de llegada, su cumplimiento máximo y perfecto: la participación del Cuerpo y Sangre en el Espíritu tienen como objeto, de parte de Jesús, el hacer partícipes de la vida divina trinitaria a esta su comunidad, a estos sus discípulos que comunican su Cuerpo, al glorificar al Padre, con el ofrecimiento de un sacrificio perfecto y eterno luego de la redención definitiva del pecado en los hombres322.

La relación especial (“secundum appropiationem”) con las divinas personas conferida por la sobrenaturaleza con la infusión de la gracia bautismal, llega a su ápice en la comunión eucarística: “el hombre se hace hijo del Padre, hermano del Hijo, templo del Espíritu Santo; el alma se hace una esposa del Verbo”323.

infinitamente libre, es Espíritu Puro. Cfr. DE FINANCE, J., Conoscenza dell’Essere. Trattato di Ontologia, Roma 19822, 478.319 Cfr. Scheeben, Naturaleza, 196.320 Cfr. Scheeben, Naturaleza, 187-190.321 Por naturaleza, el hombre es una imagen imperfecta de Dios, con una predisposición (“potentia obedientialis”) para la imagen sobrenatural; en la Eucaristía esta potentia pasa al acto, convirtiéndose, por los dones y por la plenitud de gracia creada e increada recibidos, es decir, por la participación a la vida divina de la trinidad, en imagen perfecta, inmediata, de Dios, tanto en cuanto a la unidad de naturaleza como en cuanto a la trinidad de personas. Cfr. Scheeben, Naturaleza, 198-203.322 El infierno es la eternidad del pecado castigado justamente, y la Misa es la misericordia sobre el pecador que reconoce su pecado perdonado, para dar Gloria y Acción de Gracias (Eucaristía) por ello por toda la eternidad.323 Cfr. Scheeben, Naturaleza, 197ss.

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En la Misa, sacrificio del altar, se verifica la misma inmolación de Cristo sobre la cruz, es decir, la separación sacrificial de la Sangre del Cuerpo, la cual está significada, por la

doble consagración, separada, del pan y del vino.(La Misa de San Gregorio -El Maestro de Manzanillo

óleo sobre tabla - último cuarto del siglo XV)

El fin de la entrega a la Iglesia de su Cuerpo es el disfrute y el goce –como prenda en esta vida, como posesión total en la bienaventuranza eterna-, por parte de la comunidad escatológica, de las Personas de la Trinidad, en una comunión personal, eterna y sobrenatural con cada una de ellas, pero también es la glorificación –lo cual es a la vez la máxima perfección y felicidad de la criatura- de esta Trinidad, del Padre como fuente de todo don, del Hijo como don del Padre, del Espíritu Santo, como don de Amor del Padre y del Hijo. Ambas acciones –goce y glorificación- son realizadas por los miembros de la Iglesia en virtud de la acción del Espíritu Santo, comunicado en la sunción eucarística, el cual obra en cada uno lo obrado en la naturaleza humana de Cristo: mediante su fuego divino los sublima y convierte en imagen de la naturaleza divina, transforma todo su ser, los penetra con su propia vida divina, tan profunda y poderosamente que se puede afirmar que no son ellos –que no es ella, la Esposa, la Iglesia- quien vive, sino que Dios vive en ellos, en ella, la Esposa; los hace tan semejantes a Cristo al punto de parecer ser Cristo mismo324.

La Pascua de Jesús, al mismo tiempo que inaugura la comunidad escatológica de los últimos tiempos, su Cuerpo Místico, su Iglesia, funda también la economía sacramental que este su Cuerpo, su comunidad mesiánica, desplegará en el tiempo. La misión encomendada por el Señor a sus discípulos será cumplida a través de la economía sacramental: será a través de los sacramentos por los cuales el Señor continuará aplicando la redención en el signo de los tiempos, es decir, continuará donándose en su Cuerpo y en su Espíritu, puesto que estos sacramentos son su Humanidad gloriosa, presente, viva y actuante en todo tiempo y lugar. A través de la

324 Cfr. Scheeben, Los misterios, 574.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

economía sacramental la Iglesia actualizará el “mysterion” eterno de Cristo325 para salvar a la humanidad.

El Cuerpo de Cristo, realmente presente en la Eucaristía, es a la vez punto de reunión, vínculo de unidad y figura de ese Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Col 1,24)326. La Eucaristía es el centro vital que irradia su ser y su vida divina sobrenatural a la Iglesia, al punto que sin la transubstanciación eucarística no hay Iglesia. La Eucaristía es el centro de la liturgia y de los sacramentos, es el sacramento eclesial por excelencia porque representa y renueva la unidad de la Iglesia; es indispensable a las iglesias locales como a la Universal, el sacerdocio común y el ministerial se ejercitan al grado máximo en ella, es el fin de toda acción misionera y apostólica de la Iglesia, es el centro de toda la actividad humana, de la familia humana y de toda la creación327, y el fin hacia el cual toda la creación se dirige. Toda celebración eucarística constituye un sacrificio conmemorativo que es al mismo tiempo un sacrificio real y un nuevo sacrificio. Este sacrificio no sería real si Cristo muerto y Resucitado no estuviera realmente presente bajo las especies de pan y de vino, y como está realmente presente bajo esas especies, se le adora ahí y se participa, realmente, de este su sacrificio. Es decir, el bautizado, al estar incorporado al Cuerpo de Cristo, forma parte de Él, y con Él se ofrece y se sacrifica328, cuando tiene la intención de hacerlo, al Padre en el sacrificio de la Misa, por eso ésta es una conmemoración del sacrificio de Cristo, pero una conmemoración que al mismo tiempo sacrifica. La Iglesia, que recibe de su Señor su Cuerpo como don, ofrece el sacrificio de este Cuerpo, y al ofrecerlo, la Iglesia tiene la conciencia de que es ella quien lo ofrece y de que ella misma es ofrecida en Él y esto en virtud de estar la Iglesia formada por miembros de Cristo, por partes de su Cuerpo, que como Cuerpo de Cristo se ofrecen en Él (es decir, con la Cabeza) en el sacrificio eucarístico329. La Iglesia, engendrada del costado abierto de Cristo en la cruz, nació como el cuerpo sacramental de Cristo, con la misión de prolongar sacramentalmente la acción sacerdotal. Cristo confía a su esposa su sacrificio como una herencia que le pertenece en propiedad. Siendo la Iglesia verdaderamente cuerpo de Cristo, no puede ofrecer el sacrificio del cuerpo eucarístico de Cristo sin ofrecerse ella misma. Su sacrificio es ante todo el sacrificio de Cristo por la Iglesia su Esposa330 y al mismo tiempo es un sacrificio de la Iglesia, porque la Iglesia es su Cuerpo (Místico) que es sacrificado

Así, toda Misa va de la Iglesia a la Iglesia (de la Cabeza al Cuerpo: la Iglesia es Mártir). Es la Iglesia engendrada por la cruz y el Bautismo, unificada por primera vez en la Última Cena, la que se reúne para celebrar la Misa. Es la Iglesia la que ofrece no ya pan y vino como ofrenda, sino el Cuerpo de Cristo para el sacrificio y es Ella la que se sacrifica realmente en virtud de su unidad real con el Cuerpo de Cristo y se ofrece con Él ante Dios como Holocausto eterno de acción de gracias –por haber sido, sus miembros, comprados con Sangre (cfr. Ef 1, 7-8)-, bajo lo que era pan y vino331.

325 “Rassemblée par l’Esprit du Seigneur... l’Eglise se sait pourtant chargée d’intervenir pour le rassemblement de l’humanité en Christo. Dans l’économie actuelle… Elle se trouve intégrée, de par Dieu, á l’actualisation du mysterion éternel”. TILLARD, J.-M., “Eglise et Salut. Sur la sacramentalité de l’Eglise”, NRT 106 (1984) 680.326 GRAIL, A. - ROGUET, A. M., Iniciación Teológica, III, Barcelona 1964, 438-439.327 Cfr. MARINELLI, F., L’Eucaristia fa la Chiesa, Bergamo [s. d.], 22-23.328 Cfr. Scheeben, Los misterios, 570.329 “Ser miembro de la Iglesia es lo mismo que ser miembro verdadero del cuerpo de Cristo”. Cfr. ibid., 572.330 Realizado con el objetivo de incorporar a los elegidos a su Cuerpo-Iglesia.331 En el tiempo y en el espacio, la Iglesia aparece como persona operante –si bien sin hipóstasis propia- que en unidad de vida y de acción con la hipóstasis del Espíritu Santo, que es siempre Espíritu de Cristo, ofrece el sacrificio único de Cristo, en la triple “oblatio”, ofrenda de pan y vino, transubstanciación y conmixtión. Siempre según SCHEEBEN, la Iglesia ofrenda con el pan “no el pan como tal, sino como

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La Iglesia toda entera, a través del sacerdote ministerial, representante e instrumento personal de Cristo, consagra el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, o mejor, Cristo transubstancia el pan y el vino a través del ministro sacerdotal. De manera que la Iglesia está a un tiempo en la nave, “in specie propria”, como pueblo sacerdotal que ofrece el sacrificio del Cordero y, sacramentalmente, es decir, como Cuerpo de Cristo ofrecido sobre el altar. Y la Iglesia entera (“nosotros tus ministros y todo tu pueblo santo”) ofrece la Iglesia con Cristo, como una hostia pura, a la augusta majestad del Padre.

Esta ofrenda de la Iglesia será llevada por mano del santo ángel al altar celestial: aquí está el fin último del sacrificio, la consumación de la Iglesia en la unidad total y definitiva. Y ya no el pan y el vino sino el Cuerpo y Sangre de Cristo, la Iglesia ofrecida y sacrificada conjuntamente con Cristo por su unidad real con Él por ser realmente su Cuerpo, son elevados hacia el Cielo en signo de glorificación eterna del Padre, por Él con Él y en Él; y la Iglesia oferente sella esta ofrenda con la palabra misteriosa de la fe, de la adhesión, de la común unión de los miembros del pueblo entre sí y con el sacerdote: el amén que es preludio del gran amén final del triunfo del Cordero (Apoc 7,12)332.

Se inclina un poco.

“TOMEN Y COMAN TODOS DE ÉL, PORQUE ESTO ES MI CUERPO , QUE SERÁ ENTREGADO POR USTEDES”.

Muestra el pan consagrado al pueblo, lo deposita luego sobre la patena y lo adora, haciendo genuflexión.

Por la fórmula de la consagración, Jesús nos invita a comer de su Cuerpo, que está en la Hostia desde el momento en que se pronuncian las palabras, pero que al mismo tiempo es el mismo cuerpo con el que Él estuvo en la Última Cena, y es el mismo cuerpo con el que subió a la cruz.

Es por esto que la Misa une, misteriosamente, tres momentos del misterio pascual de Jesucristo: la Última Cena, el Sacrificio del Calvario, y la misma Misa, y esto es posible debido a que Cristo no es un mero hombre, sino Dios eterno encarnado, es decir, el Hombre-Dios.

¿Cómo es esto posible? Aunque nuestra limitada mente no pueda llegar a comprender, podemos hacer, para aprovechar espiritualmente este momento de la Santa Misa, una consideración del aspecto de la eternidad, propio del ser divino de Jesucristo, y su relación con nuestro tiempo terreno y con el “tiempo espiritual” o “aevum” (curso temporal en el que se mueve la criatura espiritual; i. e., los ángeles)333.

aquello que ha de pasar a ser Cuerpo de Cristo y ha de cederle su puesto bajo las especies; de la misma manera no ofrece el Cuerpo de Cristo en sí y por sí, sino como aquello que ha llegado a ser del pan bajo las especies. Concibiendo el pan y el cuerpo de Cristo en esta relación mutua bajo el concepto –que la condiciona- de lo que está contenido bajo las especies, la Iglesia ya en el Ofertorio ofrenda no sólo formalmente el pan y el vino sino la “Hostia immaculata”... mediante la anticipación de aquello que... ha de ser... del pan..., y al revés, después de la transubstanciación [ofrece] el cuerpo de Cristo en el altar, como si el pan existiese todavía bajo las especies”. Cfr. M. J. SCHEEBEN, «Studien über den Messkanon im Anschluss an das Werk von Dr Hoppe über die Epiklesis», Der Katholik 46 II (Maguncia 1886) 685, cit. en Scheeben, Los misterios, 534-535.332 Cfr. SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios, 1. X, cap. V y VI.333 Cfr. Scheeben, Los misterios, 708; cfr. El Tiempo y la Eternidad en Santo Tomás de Aquino, Romero, G.A., http://cablemodem.fibertel.com.ar/sta/xxvi/files/Jueves/Tiempo_y_eternidad_en_Santo_Tomas.pdf. Según el modo de ser es el modo de duración de un ente, y según la medida de esa duración surgen la

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Posteriormente, una segunda consideración, más adelante, puede ser la invitación que hace Jesús de “comer su Cuerpo”, Presente en la Eucaristía y “beber su Sangre”.

Sin embargo, antes de entrar propiamente en estas consideraciones, conviene tener presente el análisis de un autor334 sobre el pensamiento de Santo Tomás de Aquino al respecto.

Junto a este autor, afirmamos lo siguiente: Cristo glorioso, substancialmente presente en el Cielo bajo apariencias propias, y en la Misa bajo apariencias sacramentales, continúa queriendo alcanzar a todos los hombres que viven en el tiempo, por medio del acto redentor de la Pasión, que en sí es transitorio pero es a la vez permanente en su efecto, que es la Redención, y este acto redentor, el mismo y único, puede hacérsenos presente por su virtud y puede establecer contacto con nosotros335 (a través de la Santa Misa).

De esta manera, la Misa queda explicada, puesto que así, la Misa es la presencia real, bajo velos sacramentales, del único sacrificio redentor, ya consumado, del mismo modo a como la Última Cena es la presencia real, bajo los mismos velos sacramentales, del único sacrificio redentor en vías de realización336.

Ante la dificultad de que la Pasión, siendo algo pasado, no puede operar en el presente, Santo Tomás responde que la moción de Dios, que es eterna, puede actuar en toda la ulterior sucesión del tiempo por un instrumento transitorio, cual es la Pasión de

eternidad, el evo, o el tiempo. Por esto el tiempo es la medida propia de los entes corpóreos, sujetos al movimiento, como son todos los entes que componen el universo visible. El evo es la duración propia de las criaturas espirituales, como los ángeles y las almas humanas separadas del cuerpo. La eternidad es la posesión total simultánea y perfecta de la vida interminable, definición de Boecio que Santo Tomás incorpora a su síntesis teológica. Como tal es propia de Dios, el Esse Subsistens y es enteramente trascendente pero puede ser comunicada y de hecho lo es a las criaturas que están en visión beatífica. De modo que la eternidad es la duración en que consiste la misma vida de Dios, es propia de Dios. El tiempo es la medida de la duración de la criatura compuesta, sujeta a generación y corrupción, contingente en suma. Y entre la eternidad y el tiempo está la duración propia de las criaturas espirituales no sujetas a generación y corrupción, pero las que sí tienen una cierta composición que es la de esencia y acto de ser y les compete tener cambios o movimientos en cuanto a sus afectos y operaciones intelectuales.Esta medida de duración se llama evo y está entre el tiempo y la eternidad. Tiene principio pero no fin, no le es propio el movimiento pero el mismo no repugna a su noción mientras que al tiempo le es propio el movimiento. Es decir “...el tiempo tiene antes y después, el evo no tiene antes ni después en sí mismo pero pueden juntársele y la eternidad no tiene antes ni después ni es compatible con ellos” (S.Th. 1ª Q10 a.5 c.). Y también dice Santo Tomás: “...las criaturas espirituales, en cuanto a los pensamientos y afectos, en los cuales hay duración se miden por el tiempo (…) pero en cuanto a su ser natural, se miden por el evo, y en cuanto a la visión beatífica participan de la eternidad” ( S.Th. 1ª Q10 a.5 ad 1.17). Y continúa “...la duración del evo es infinita en cuanto a que no está limitada por el tiempo” (S.Th. 1ª Q10 a.5 ad 4). En síntesis, podemos decir que según el modo de ser es el modo de duración y según ésta surgen la eternidad, el evo o el tiempo, dependiendo estas medidas del ser que es medido, de donde vemos que el tiempo existe porque existen seres contingentes. Hoy en día los físicos teóricos se esfuerzan por averiguar el tiempo que hace que existe el universo, y con estos conceptos del siglo XIII podemos dar respuesta a estas inquietudes: la parte del universo que comprende el orden corpóreo existió todo el tiempo que hubo cosas corpóreas pues con ellas comienza el movimiento y por ende el tiempo. ¿Cuándo comienzan las cosas corpóreas? Es muy difícil decirlo, pero aún cuando se pudiera decir con aproximación tal comienzo, ese no es el comienzo del universo en su totalidad pues el cosmos no es sólo corpóreo sino que al mismo pertenecen las criaturas espirituales que no miden su existencia por el tiempo sino por el evo. Por consiguiente lo más correcto sería decir que el comienzo del universo fue en el principio del evo no del tiempo. Con lo cual, tendríamos al respecto una idea parecida a la de Boecio cuando dice qui tempus ab aevo ire iubes (“tú que mandas salir al tiempo del evo”; Boecio, De Consolatione, P 3, met 98).334 JOURNET, Ch., La Misa, s. d., 110.335 Cfr. Journet, o. c.336 Cfr. Journet, ibidem.

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Cristo337. Tomando como fundamento el ser eterno de Dios, es que Santo Tomás sostiene la doctrina de la Presencia en el mundo del sacrificio cruento (Cruz), bajo el velo del sacrificio incruento (Misa).

Si no tenemos presente este aspecto de la eternidad divina, fundamento del misterio de la Santa Misa, entonces no podremos responder a la siguiente objeción: siendo la Pasión de Cristo un hecho transitorio, acaecido en el tiempo, como todo hecho humano, es decir, no existiendo más que en sí misma, no puede continuar actuando sobre las generaciones humanas, con lo cual deberíamos decir que hemos sido salvados, no por la Pasión, muerte y Resurrección de Cristo, como dice Santo Tomás –y la Iglesia toda-, sino por Cristo glorioso, que en el pasado sufrió, murió y resucitó338, y si sostenemos esto, entonces el misterio de la Misa desaparece: ya no existe la dificultad de ver en la Misa la presencia del acto redentor. Podemos estar de acuerdo con que la Misa nos “aplica” el sacrificio de la cruz, pero ya no nos lo hará presente a este sacrificio. También estaremos de acuerdo con que la Misa nos comunica la virtud del sacrificio del Calvario, pero esta aplicación y esta virtud dejarán de aparecer por aquello que son realmente, es decir, una presencia verdadera real del acto sacrificial redentor de la Cruz, para ser sacrificio más que nada en virtud de otro acto sacrificial de Cristo glorioso y de la Iglesia uniéndose a él339. Pero esto no haría más que iniciar los problemas, porque no sería la Misa un sacrificio, sino una ofrenda340.

Veamos entonces la consideración del aspecto de la eternidad, presente en la fórmula de la consagración.

En Cristo, en cuanto Dios, el Ser divino se identifica con la eternidad341 y es este Ser eterno el que inmediatamente comunica y participa su eternidad al alma humana y al cuerpo de Cristo. Por eso Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, con un sacerdocio substancialmente diverso al sacerdocio del Antiguo Testamento342, realiza acciones

337 Cfr. Journet, ibidem.338 Cfr. Journet, o. c., 111.339 Journet, ibidem. Según San Belarmino, De Missa, 1. II, Cap. 4, este acto sacrificial de Cristo glorioso, distinto del acto sacrificial único y plenamente suficiente de la Cruz, no será en sentido propio, ni meritorio ni satisfactorio, sino solamente impetratorio. La pregunta es: ¿puede ser sacrificial en sentido propio un acto de Cristo glorioso? El rito incruento de la Cena fue un sacrificio propio y verdadero puesto que hizo sacramentalmente presente entre los discípulos a Cristo con el acto único de su único sacrificio redentor. El rito incruento de la Misa, ¿sería también un sacrificio propio y verdadero si nos hiciese presente a Cristo sin el único acto redentor? En sentido propio, sería una ofrenda y no un sacrificio.340 O también sería un “recordatorio”, en el que ya no hay esperanza, puesto que estamos salvados; tampoco habría necesidad de pedir perdón, o de evangelizar, porque la humanidad ha sido ya redimida. Contra esto, Rm 12, 1: “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual”. Cfr. SANTO TOMÁS, II-II, q. 85, a. 3, ad 3.341 “[Dios] no solo es eterno, sino que Él es su misma eternidad”: S. Th., I, 10, 2. Cfr. I Sent., d. 19, q. 2, a. 1; C.G., I, c. 15; De Pot. q. 3, a. 17, ad 23; Comp. Theol. I, c. 5.342 VANHOYE, A., Sacerdoti antichi e nuovo sacerdote secondo il NT, Leumann (TO) 1985, 59-185. ¿Cuáles son esas diferencias? Ante todo, hay que decir que Jesús mismo no se atribuye ni una sola vez el título de sacerdote, ya que él no pertenecía a la tribu de Leví cuyos miembros tenían reservada la función sacerdotal. Sin embargo, para definir su misión utiliza términos sacerdotales: a) Jesús se revela sacerdote con el nuevo sacerdocio del Nuevo Testamento por la ofrenda de su sacrificio: su Cuerpo y su Sangre. b) Jesús se revela sacerdote con el nuevo sacerdocio del Nuevo Testamento también por el servicio de la palabra. En relación con la ley de Moisés: 1) él viene para darle cumplimiento (Mt 5,17s), 2) él está por encima de la Ley (Mt 5,20-48), y 3) aclara su profundo valor, encerrado en el primer mandamiento y en el segundo, que se le asemeja (Mt 22,34-40). c) Jesús se revela sacerdote  con el nuevo sacerdocio del Nuevo Testamento también en las palabras de Jesús que hacen referencia al Templo. d) El final del Evangelio de San Lucas tiene un sentido sacerdotal, en el sentido del sacerdocio del Nuevo Testamento: en la Ascensión, Jesús está con sus discípulos y “levantando sus manos los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. Y ellos le adoraron” ( Lc 24,50-52). Esta

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sacerdotales indisolublemente unidas entre sí, y que por su particular radicación en el Ser divino y eterno de Cristo, trascienden el tiempo: la Última Cena, el sacrificio de la Cruz y la Eucaristía343. En las tres acciones sacerdotales, es la Palabra, el Logos o Verbo, el que consagra y ofrece la materia del sacrificio (Sacerdote); se hace Él mismo materia con su naturaleza humana aniquilada y sublimada por el fuego del Espíritu (Víctima); se hace Él mismo ara santa donde se sacrifica su Humanidad para transformarla por el Espíritu en Holocausto vivo y eterno delante del Padre (Altar). Las tres acciones sacerdotales constituyen un único y definitivo Sacrificio Pascual, que es el paso de Cristo de este mundo al Padre, un paso que es sacrificio de muerte y resurrección porque implica la muerte y el retorno a la Vida del Cordero Inmaculado.

En Cristo, las tres acciones son una:-La Última Cena es el Banquete Pascual del tiempo mesiánico, en el que Cristo

da a comer y a beber su Cuerpo y su Sangre; es un Banquete Sacrificial, es la comida de los tiempos escatológicos, la cena-sacrificio donde se come y se bebe del Cordero Degollado, muerto sacrificialmente y entregado sacramentalmente en su Ser y en su substancia divina bajo las apariencias del pan y del vino;

-el Sacrificio de la cruz, la muerte de Cristo anticipada y hecha presente en manera incruenta en la Última Cena en el pan que es el Cuerpo Martirizado y en el vino, que es la Sangre derramada344, es la inmolación cruenta del Cordero Pascual ofrecido antes en el Banquete Eucarístico en manera sacramental;

-la Eucaristía, el sacrificio del altar, es la renovación sacramental en el tiempo de la Iglesia terrena, del único sacrificio de la cruz consumado en el Gólgota, que hace presentes en el tiempo y en la historia humana el “mysterion” de Cristo, su Ser eterno con su humanidad glorificada; hace presente al “Christus passus” y a la “passio Christi”, el Cristo que ha cumplido su Pascua, y el hecho mismo en cuanto evento histórico representado en el símbolo sacramental345; es el Verbo de Dios Encarnado el que usa la voz y las palabras humanas del sacerdote como vehículos que lo portan a Él, el Verbo Divino, autor de la transubstanciación, para transformar las substancias del pan y el vino en su Cuerpo y Sangre, cumpliendo la aniquilación y la sublimación perfectas propias del sacrificio perfecto de la Nueva Alianza y, luego de transubstanciados, ya como Carne y Sangre del Salvador empapados del Espíritu Santo346, glorificados y santificados por la presencia hipostática del Espíritu Santo, son ofrecidos para la salvación del Nuevo Israel, la Iglesia.

Realizadas una vez y para siempre en un momento determinado, en el espacio y en el tiempo, en coordenadas histórico-temporales precisas, las dos primeras acciones sacerdotales, la Última Cena y el Sacrificio de la cruz, que son por esto hechos histórico-salvíficos, son sin embargo renovadas y actualizadas en cada Eucaristía,

sucesión de las tres acciones –levantar las manos, bendecir, postrarse (en el caso de los discípulos de Jesucristo, adorarlo)– en el Antiguo Testamento sólo aparece en dos ocasiones (Lv 9,22; Sir 50, 20) y ambas se refieren al Sumo Sacerdote: Aarón y Simón, respectivamente.343 También la Encarnación es un acto sacerdotal, porque con la Encarnación el Sacerdote adquiere la Víctima para el sacrificio, que es su propio cuerpo humano, o mejor dicho, su naturaleza humana, cuerpo y alma. Con la Encarnación el Sacerdote Eterno adquiere la materia del Sacrificio, que es ofrecida desde el instante mismo de la Encarnación: “He aquí, oh Padre, que vengo a cumplir tu voluntad”, y por esta ofrenda del cuerpo recién adquirido, la Encarnación es una acción sacerdotal, incluida como presupuesto fundamental de todas las acciones sacerdotales de Cristo. 344 Cfr. VANHOYE, A., Per progredire nell’amore, Roma 1989, 177.345 Cfr. SCHMAUS, 369.346 Cfr. GALOT, J., L’Eucaristia, miracolo di vita, Lanciano 1997, 47-49.

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debido a su radicación en Cristo, Ser eterno347, que con su poder divino alcanza todo tiempo y lugar.

Por esto se puede decir que, como la Última Cena y el sacrificio de la Cruz son la realización en el tiempo del “mysterion” de la Pascua de Cristo, así la Eucaristía es la actualización a lo largo del tiempo y de la historia de este “mysterion” y de esta misma Pascua, porque está presente en ella el Ser eterno del Verbo, autor en el tiempo de esos actos sacerdotales, de esta Pascua de Cristo. Cada Eucaristía pone en acto no sólo los efectos de la obra salvadora de Cristo, la gracia que justifica al hombre, sino a esta misma acción salvadora y, aún más, al mismo Autor del Sacrificio Pascual; en la Eucaristía se da la Presencia real-ontológica y no meramente intencional, del Ser del Verbo Encarnado348, fuente de la salvación.

Así, en cada Eucaristía, al actuarse y actualizarse el Sacrificio de la cruz, el sacrificio de nuestra salvación, se actúa y se actualiza nuestra salvación. En cada Eucaristía, en cada Misa, participamos de un modo misterioso pero real, del momento histórico-salvífico de la Última Cena y del Sacrificio del Gólgota349,350. En la Eucaristía el sacrificio de la cruz se nos hace presente en nuestro tiempo, o aún más, es nuestro tiempo el que se hace co-presente al sacrificio de Cristo en la cruz351. No se trata de que la Misa sea una repetición material del misterio de Cristo: es la puesta en acto, sacramentalmente, de la realidad de la obra salvífica de Jesús352.

Es una re-actualización de los misterios en el culto, una presencia en los sacramentos –en el sacramento de la Eucaristía- de los mismos misterios en cuanto hechos del pasado, a la vez que un hacerse presente del nuestro presente en ese pasado353.

347 “Sed Deus est omnino extra ordinem temporis, quasi in arce aeternitatis constitutus, quae est tota simul, cui subiacet totius temporis decursus secundum unum et simplice eius intuitum”. (Comm. in Periherm., l. I, c. IX, lect. 14).348 Cfr. BERTULETTI, A., La Presenza di Cristo nel sacramento dell’Eucaristia, Roma 1969, 247-248.349 “(I segni sacramentali) esterni rappresentano la causa eficiente e la garanzia che, in questa celebrazione, la cena storica e, attraverso di questa, il sacrificio del Golgota sono attualizzati per noi in modo tale che nel convito sacrificale noi partecipiamo al sacrificio di Cristo”. Cfr. J.AUER - J.RATZINGER, 226. Las cursivas son nuestras.350 En sentido análogo se expresa un autor: “¿Cómo podemos concurrir con nuestra presencia al Santo Sacrificio de la Cruz, ya que éste se realizó hace cientos de años en un país muy lejano? Podemos hacerlo a través del Santo Sacrificio de la Misa; por medio de este sacramento la Bondad eterna de Dios nos hace presentes al Santo Sacrificio de la Cruz, de manera tal que cuando participamos con fe de la celebración del Santo Sacrificio de la Misa, es lo mismo que hubiésemos estado presentes corporalmente en Gólgota participando del sacrificio cruento”. Cfr. G. ROHNER, G., “Die Messaplikation nach der Lehre des heiligen Thomas”, Divus Thomas, 1924; trad. española, Nuestra Santa Misa, Diá, X (1994) 31-32.351 Según las tesis de los teólogos protestantes W. TR. HAHN Y G. BORNKAMM, presentadas por M. SCHMAUS, no se representaría el acto salvífico pasado, sino que los hombres de todo tiempo se vuelven presentes al acto salvífico pasado, volviéndose “contemporáneos”. Cfr. Schmaus, 364. En nuestra hipótesis personal, creemos que se trata de una conjunción misteriosa, basada en el Ser eterno divino de Jesús, de la presencia del acto salvífico de la Pasión en la celebración eucarística y al mismo tiempo, de la co-presencia, misteriosa pero real, de nuestro tiempo y de todos los tiempos, al pie de la cruz.352 CASEL, O., Il mistero del culto cristiano, Torino 1966, 25-89.353 Según el P. FABRO, se trata de una “doble contemporaneidad”: presencia de Cristo en la historia humana y la presencia de los creyentes, de cada uno de nosotros, a los sufrimientos que Cristo ha padecido por nuestros pecados y por los de todos los hombres. A su vez, la presencia de Cristo es una contemporaneidad de solidaridad y de misericordia; y la nuestra, de arrepentimiento y expiación a través de una “participación” como presencia activa reparadora. Por eso la experiencia fenomenológica de los místicos –EMMERICH, GALGANI, VALTORTA, P. PIO- tiene un sustento ontológico: sus experiencias místicas de conformación y participación a la Pasión del Señor, habidas experimentalmente en el tiempo y en el espacio concretos, son participaciones reales en el tiempo humano de la Pasión eterna del Señor Jesús. Aunque no como Dios, el Hombre-Dios Jesús sufre ahora –y se consuela ahora por los actos de los justos- en su Humanidad Gloriosa y de esos sufrimientos y goces somos hechos co-temporáneos. Cfr.

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En los actos salvíficos del Redentor está presente un elemento de perennidad y de duración que puede ser sacramentalizado en un acto visible de la Iglesia (Misa, Santa Hostia), porque los actos históricos de Cristo, en razón de su constitución teándrica, son escatológicos, en cuanto actos personales del Hijo de Dios, es decir, son actos de valencia eterna354. Es el “actus essendi” divino de Cristo el que consiente a sus actos que, aun siendo históricamente pasados, el permanecer actuales, más allá de la duración del tiempo, y funda la posibilidad de que los sacramentos constituyan la manifestación en acto de su acción salvífica: “Todo lo que Él hace como hombre es acto del Hijo de Dios, acto de Dios en manifestación humana, traducción y transposición de actividad divina en actividad humana. Su amor es la forma humana del amor redentor de Dios”355. Desde este punto de vista, los misterios de la vida de Dios pertenecen tanto a la historia como a la escatología: como obrar y/o padecer histórico-salvífico de Jesús de Nazareth, están inscriptos en la historia humana, es decir, fueron realizados como todo acto humano; como actos del Unigénito del Padre, representan los eventos escatológicos pertenecientes a un orden correspondiente al orden mismo de la Trinidad –eternidad sobrenatural divina- y de su obrar “ad extra” –en la historia.

El fundamento ontológico de la sinergia operativa entre la naturaleza humana de Jesús y la Naturaleza divina del Verbo es el ser Personal del Verbo, que en cuanto divino, es eterno: “La omnipotencia que el Hijo de Dios tenía desde la eternidad, el hombre (asumido) la ha recibido en el tiempo en razón de la unión hipostática, por la cual así como el hombre (Cristo) se dice Dios, así se dice omnipotente, no en el sentido que tal omnipotencia, como del resto su divinidad, sea distinta de aquella del Hijo de Dios, sino en el sentido de que en Él una misma es la persona de Dios y del hombre356”.

El acto de ser divino de Jesús, el mismo acto de ser que confiere la subsistencia a la esencia divina y la hipóstasis a la persona del Verbo, al sustituir en la naturaleza humana de Cristo las funciones del acto de ser humano357 –no en el sentido de informar a esta naturaleza humana- constituye el fundamento de su existencia terrena y de sus actos humanos. Esto dice por qué los actos históricos de Jesús, que fueron en el momento de ser realizados actos salvíficos, perpetuados en el tiempo sacramentalmente, continúan siendo salvíficos y, aún más, permanecen por la eternidad salvíficos, adquiriendo su “mysterion” pascual resonancia y valor divino eternos358.

De esta manera los actos de Cristo son salvíficos en cuanto dirigidos a significar (por la predicación y los milagros) la salvación que Dios-Trinidad quiere actuar en la historia; son actos sacramentales –y por lo tanto se hacen presentes en cada confección de sacramento y en la Misa, confección de la Eucaristía- en cuanto actos personales del Hijo de Dios co-substancial al Padre, en grado de obrar en la realidad cuanto indican en su forma visible, puestos en y mediante una naturaleza humana que al mismo tiempo los manifiesta y los hace posibles. A través de la naturaleza humana de Jesús obra el Verbo:

FABRO, C., Gemma Galgani. Testimone del soprannaturale, Roma 1989, 70-71. 78-79. 90. En los miembros de la Iglesia que no poseen los dones místicos, la participación es igualmente real, al punto de ser co-presentes a Cristo en su agonía, sea con los pecados o con los actos virtuosos de amor.354 Rocchetta, Dal mysterion, 364.355 Texto original: “Tutto ció che egli fa come uomo é atto del Figlio di Dio, atto di Dio in manifestazione umana, traduzione e trasposizione di attivitá divina in attivitá umana. Il suo amore é la forma umana dell’amore redentore di Dio”.356 S. Th., III, q. 13., a.1, ad primum. 357 Cfr. PIOLANTI, A., L’Essere del Verbo Incarnato, Divinitas 1 (1959) 87.358 Esta prospectiva –tiempo-aevum-eternidad- se excluye por principio en la moderna filosofía de la inmanencia, porque el ser se disuelve en el aparecer y se identifica con el tiempo; una filosofía cristiana no tiene sentido porque la filosofía no va más allá del tiempo, es decir, de la “presencia del presente”: los místicos, según Heidegger, “non parlano e descrivono al piú, come i profeti antichi, la presenza del Presente al livello dell’esperienza di Dio”. Cfr. C. FABRO, Gemma, 46. 73.

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“La naturaleza humana de Cristo es el instrumento de la acción divina, y la acción humana recibe el poder de la naturaleza divina”359.

Es decir, es en Cristo en cuanto hombre a través del cual obra la Persona divina del Verbo, es al Verbo a quien se le atribuyen los milagros hechos por Jesús: “...se puede considerar al alma de Cristo en cuanto es instrumento unido hipostáticamente al Verbo de Dios... Pero puesto que la virtud operativa no se atribuye al instrumento, sino al agente principal, tal omnipotencia se atribuye más al mismo Verbo de Dios que al alma de Cristo”360.

Es Cristo en cuanto Persona divina, en cuanto Dios, el agente principal, el autor o causa eficiente de nuestra salvación, operando los actos salvíficos pascuales a través de la humanidad de Cristo, instrumento –y por eso causa instrumental de nuestra salvación- unido a la divinidad: “...la humanidad de Cristo (es) ‘instrumento de la divinidad’, en consecuencia todas las acciones y sufrimientos de Cristo producían instrumentalmente, en virtud de su divinidad, la salvación del hombre. Y en tal modo la pasión de Cristo es causa eficiente de la salvación humana”361.

Actos contingentes362 -caminar hacia el Calvario, subir a la cruz, permitir la crucifixión-, realizados por una naturaleza humana en el tiempo, tienen valor y dimensiones eternas, en el sentido de que su poder es tal que alcanzan todo tiempo y lugar363 porque son actos salvíficos que pertenecen a la Persona divina del Verbo que ha asumido esa humanidad. Lo que vale para cualquier acto humano de Jesús –el hecho de ser un acto divino, perteneciente a la Persona divina del Verbo- es válido sobre todo en el hecho de la Resurrección del cuerpo de Jesús: el acto de volver a la vida el cuerpo muerto de Cristo es acto realizado por y perteneciente al Verbo: “...el Verbo de Dios ha conferido primero la vida inmortal al cuerpo unido a sí por naturaleza, y por medio de él cumplirá la resurrección e todos los otros”364.

Su Santidad Benedicto XVI durante la Santa Misa de inauguración de su Pontificado.

Y Cristo, Persona eterna que padeció en el tiempo por encarnarse, se hace presente, con su “mysterion” pascual, en cada Misa, en cada Eucaristía, por transubstanciarse.

Por eso, por el carácter de eternidad sobrenatural que poseen los actos de Cristo, el conjunto de su vida, su “mysterion” pascual, se puede decir que en cada Misa no 359 S. Th., III, q. 43., a.2, corpus. 360 S. Th., III, q. 13., a.3, corpus. 361 S. Th., III, q. 48., a.6, corpus. 362 Vgr., aquellos que podrían ser o no, contrarios a los necesarios.363 S. Th., III, q. 56., a.1, ad tertium. Refiriéndose al poder de la divinidad que ha resucitado a la naturaleza humana de Cristo: “Quae quidem virtus praesentialiter attingit omnia loca et tempora”.364 S. Th., III, q. 56., a.1, corpus.

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somos sólo una comunidad de creyentes que se reúne, por la Palabra, para recordar a su Salvador: somos espectadores y partícipes activos de la crucifixión de Cristo en el Calvario, renovado sacramentalmente365. Somos, en cuanto Iglesia, el Nuevo Israel reunido por su Señor a los pies de su cruz. Somos, en cuanto Iglesia, los miembros bautizados –y por lo tanto incorporados a Él- que, separados de este evento único en el tiempo por el tiempo, participamos sin embargo contemporánea y sacramentalmente de la Pasión, muerte y Resurrección del Señor366.

Por esta co-presencia de nuestro tiempo a la eternidad de Cristo, o más bien, por la presencia de Cristo, con su “Ipsum Esse Subsistens” (el mismo Ser subsistente), con su “actus essendi” (acto de ser) Divino y Eterno, en la realización del sacramento, en cada acto sacramental realizado por la Iglesia-Sacramento-Cuerpo Místico de Cristo a través de sus sacerdotes ministeriales, la eternidad sobrenatural de Cristo es hecha contemporánea, a través de esos sacramentos, a nuestro tiempo y a nuestro “aevum”, haciéndolos participar, por quedar absorbidos en su eternidad sobrenatural, a estos nuestros tiempo y “aevum”, de su eternidad sobrenatural.

Así ocurre con los sacramentos, pero principalmente en la Eucaristía, donde no solo se hace contemporánea su virtud divina, tocando todo tiempo y lugar, sino que es Él en Persona quien se hace contemporáneo a nosotros. Si los sacramentos, instituidos por Cristo y compuestos de materia y forma son actos del Señor glorioso en su Iglesia, la Eucaristía es el “mysterion” en acto del Señor Jesús, es su Presencia gloriosa en medio nuestro, nuestro “Emanuel” envuelto y oculto, pero presente real y misteriosamente bajo el frágil velo de unos accidentes sostenidos en su ser por el Ser del Verbo eterno367.

La Eucaristía, “Christus passus” (Cristo sufriente) –y también “passio Christi” (Pasión de Cristo)-, es el acto del Señor por excelencia, porque es el acto que pone y hace presente a la Persona autora del acto, el mismo Señor glorioso, Jesús.

Por la constitución teándrica de Jesús, la Misa no es un simple recuerdo, el “memorial” mandado a hacer en su nombre por Cristo, no es un simple traer con la memoria al presente los hechos salvíficos del pasado, es vivir en el presente el único y definitivo sacrificio de Cristo: “El sacrificio eucarístico [...] coloca sobre el altar al Cristo del Calvario, el gran espectáculo que María tenía delante de sus ojos, con los que contemplaba el cuerpo de su Hijo muerto”368. El misterio de la Misa no es un simple recuerdo de Jesús, sino la conmemoración cultual realizada por Cristo mismo, presente en Persona, en su Iglesia y con su Iglesia, de modo que ambos –Cristo e Iglesia- son sujetos de la acción: “El misterio no es un simple recuerdo de Cristo y de su acción

365 En el análisis de M. SCHMAUS, los Padres de la Iglesia veían en la eucaristía una imagen de la muerte en cruz, entendida imagen no como una fotografía, sino como la apariencia sensible de una realidad oculta, como la irradiación y manifestación de la muerte de Cristo. Así, en la Eucaristía, la muerte (de Cristo) se hace presente no en su devenir histórico, porque no están visibles ni sus ejecutores, ni los elementos de tortura, ni una nueva Pasión y muerte de Jesús, sino en otro modo misterioso y sacramental: “Il mistero della salvezza compiutosi sulla croce divene presente in un modo che non appartiene piú direttamente al campo dell’esperienza. Poiché questo modo trascende l’esperienza, sfugge alla presa della nostra percezione sensibile... (e) alla conoscenza della nostra ragione (il che)... ha come fondamento l’Onnipotenza di Dio. Egli, l’Eterno, superiore allo spazio ed al tempo, ha creato qualcosa di mezo tra la pura eternitá ed il modo storico di esistere: il mondo dei sacramenti”. Cfr. Schmaus, 368-369.366 “Per questo il Sacramento Eucarístico ricorda la morte reale e storica del Golgota. Esso é la commemorazione di quell’evento, commemorazione non soltanto in un senso psicologico, ma in un senso ontologico”. SCHMAUS, M., “La Trinitá e l’Eucaristia”, in PIOLANTI, A., ed., Eucaristia. Il mistero dell’altare nel pensiero e nella vita della chiesa, Roma 1957, 702.367 Cfr. BERTULETTI, A., La Presenza di Cristo nel sacramento dell’Eucaristia, Roma 1969, 182.368 VONIER, D., La clef de la doctrine eucharistique, Lyon 1942, 131. “Le sacrifice eucharistique [...] place sur l’autel le Christ du Calvaire, le grand spectacle que Marie avait sous les yeux lorsqu’elle contemplait le corps de son Fils mort”

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salvífica. Es una conmemoración cultual. La Iglesia hace lo que el Señor ha hecho y, con eso, la acción salvífica del Señor se hace presente. Aún más, Cristo mismo está presente y obra a través de la Iglesia y la Iglesia obra con Él. Cristo y la Iglesia son el sujeto de la acción”369.

En una unidad única y asombrosa, la Misa es el memorial actualizante y actuante del Banquete Sacrificial de la Última Cena, de la crucifixión del Cordero Pascual370, de la ofrenda sacrificial de la Humanidad gloriosa del Hombre-Dios que eternamente se inmola ante la Trinidad por los hombres371.

La Eucaristía es entonces el Memorial del Señor, donde no sólo se integran en modo real y no en figura como era en el rito hebreo, los tres tiempos –pasado, presente y futuro, materialmente entendidos, con sus respectivos “aevum” -es decir, el tiempo con un inicio sin fin de las creaturas-, sino que, dando a estos su unidad y sentido últimos, refiriéndolos a ambos, “tempos” y “aevum”, como a su raíz y al mismo tiempo como a su término, como a su vértice y cumplimiento último y definitivo, se hace presente, bajo el “symbolon” real de la acción sacramental de la Iglesia, la eternidad sobrenatural del “mysterion” de Cristo, Señor del tiempo y de la historia.

Finalizado este aspecto de la eternidad, presente en las palabras de la consagración, y para profundizar un poco en el misterio, pasemos a la consideración del mandato de Jesús a la comunidad reunida en la asamblea eucarística, a “comer su Cuerpo y beber su Sangre”.

El mandato de Jesús de comer su Cuerpo y beber su Sangre en la fórmula de la consagración, desde el altar, a través del sacerdote ministerial -“Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes”-, recuerda a la misma invitación dirigida por Él mismo en el Evangelio: “Yo Soy el Pan vivo bajado del Cielo. Quien coma de este Pan vivirá eternamente. Quien come mi carne y bebe mi sangre –quien come mi Cuerpo-, mora en Mí y Yo en él” (cfr. Jn 6, 51-58).

En una y otra invitación, la consecuencia de la manducación de su Cuerpo y Sangre es la misma: la posesión de la vida eterna para quien lo recibe en la Eucaristía, que es Él con su Cuerpo resucitado y glorioso, lleno de la vida de Dios, la vida eterna.

369 CASEL, O., Il mistero del culto cristiano, Torino 1996, 178. “Il mistero non é un semplice ricordo di Cristo e della sua azione salvifica. É una commemorazione cultuale. La Chiesa fa ció che il Signore ha fatto e, con ció, l’azione salvifica del Signore diventa presente. Anzi, Cristo stesso é presente e agisce attraverso la Chiesa e la Chiesa agisce con lui. Cristo e la Chiesa sono il soggetto dell’azione”. Cristo y la Iglesia son el sujeto de la acción, aunque la Iglesia lo es in Persona Christi, esto es, son sujetos en manera diversa: Cristo actuando y la Iglesia disponiéndose como Sponsa Christi.370 El sacrificio de Cristo se cumplió en una hora histórica determinada. ¿Cómo se puede –en el tiempo- participar a su muerte y Resurrección? Gracias al hecho de que en la Misa “il Corpo vittima e il Sangue vittima del Signore sono resi presenti in noi; in questo modo possiamo partecipare a ció che avvenne allora e in quel luogo”. Schmaus, “La Trinitá e l’Eucaristia”, 705.371 Cfr. SAYÉS, J. A., La presencia real de Cristo en la Eucaristía, Madrid 1976, 287-288.

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Su Santidad Benedicto XVI celebrando la Santa Misa llamada “de San Pío V”.

En el Evangelio, en el discurso del Pan de vida, –y también, aunque no directamente, sino de modo implícito en la fórmula de consagración-, Jesús hace afirmaciones asombrosas respecto de su Cuerpo, respecto de la manducación de su Cuerpo: afirma que es un pan pero no el pan material cotidiano sino un pan “vivo”; afirma que quien lo come tiene la vida eterna, quien lo come, mora –habita, vive- en Jesús, y Jesús mora –habita, vive- en Él. Estas afirmaciones no podrían entenderse y no podrían ser realidad si la Eucaristía fuera sólo un símbolo de la Presencia de Jesús, pero no su Presencia real, es decir, si la Eucaristía fuera sólo pan.

Tampoco podrían ser entendidas si se creyese que su cuerpo debería ser comido en sentido material, lo cual es absurdo, ya que se trataría de antropofagia como pensaron grotescamente los fariseos. Las palabras de Jesús deben ser escuchadas y creídas a la luz de su misterio pascual: Jesús es el Hombre-Dios que adquiere para sí y se une personalmente a un cuerpo humano en el seno de María, y lo entrega a este cuerpo suyo en la cruz, pero a la vez deja su cuerpo glorioso y resucitado, lleno de la vida y del Espíritu de Dios, en la Eucaristía.

Puesto que la Eucaristía es el cuerpo de Jesús, un cuerpo glorificado, lleno de la vida del Espíritu de Dios, es que, quien lo come tiene vida eterna, porque Él es en sí mismo la vida eterna; Él es el ser divino en la Persona del Hijo, y como ser divino, es la misma eternidad, y es esa eternidad, que Él posee como propia la que comunica desde la Eucaristía a quien lo recibe. Por eso la Eucaristía es Pan vivo, porque es Dios vivo con vida eterna, y por eso comunica esa vida eterna y hace que el que lo coma viva con esa vida nueva, la vida eterna; hace que viva con una vida que no es la vida humana, que se despliega en el tiempo, sino que adquiera una vida divina, perfecta, la vida de Dios Trino.

El cuerpo humano de Cristo permite que la gloria de Dios se manifieste visiblemente, de allí que quien contempla a Cristo, contempla al Padre (cfr. Jn 14, 9); el cuerpo sacramentado de Cristo, su cuerpo glorioso en la Eucaristía, continúa la manifestación de esa gloria de Dios: quien contempla la Eucaristía, contempla ya aquí, en la Tierra, la gloria de Dios, contempla al Hijo con su cuerpo sacramentado, reflejo de la gloria y de la majestad de su Padre.

Dios adquiere, crea un cuerpo humano, para manifestar visiblemente su gloria, para que Él sea conocido por los hombres, de allí que Jesús es la manifestación visible de Dios invisible. Dios se adquiere un cuerpo para poder ser visto y amado en su gloria infinita, manifestada visiblemente en su Hijo Jesucristo –“Quien me ve, ve al Padre” (cfr. Jn 14, 9)-, pero se adquiere un cuerpo también para poder entregarlo como un don en el sacrificio de la cruz.

Pero lo que entrega como don en la Santa Misa, por medio de las palabras de la consagración, no es un cuerpo muerto, ni tampoco un simple cuerpo vivo: el Dueño de ese cuerpo, el que vive en él y le da vida y lo anima, es el Hijo de Dios; entonces, el Hijo de Dios, que procede eternamente del seno de su Padre, se adquiere un cuerpo, entra en él, lo dona en la cruz, y continúa su don en la Eucaristía, para entrar en el alma y darlo como don personal a quien lo recibe.

Como es Él en Persona quien se encuentra en el sacramento, quien consuma el sacramento, se une de un modo real y espiritual a la Persona del Hijo que está Presente en el sacramento, y así Jesús, Hijo de Dios, mora, habita en el alma del que lo recibe, y el alma del que lo recibe habita en Él: “El que coma de este cuerpo, mora en Mí y Yo en

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él” (Jn 6, 57). La inhabitación de la Persona divina del hijo en el alma del justo es posible porque está Presente realmente, con su ser divino, esta Persona divina, y es una inhabitación real y verdadera, de ninguna manera simbólica o moral.

Por la fórmula de la consagración se hace realidad este anuncio de Jesús: “He venido a traer fuego, y cómo quisiera verlo ya encendido” (cfr. Lc 12, 49-53). El cuerpo de Jesús –presente en la Eucaristía-, inhabitado por la divinidad, es comparado por los padres a un carbón ardiente, por eso lo llaman “ántrax”. La humanidad es el carbón, y es un carbón ardiente porque está penetrado e impregnado por el fuego de la divinidad. El cuerpo humano de Jesús, en el seno virgen de María, se une hipostáticamente, personalmente, a la Persona del Hijo de Dios, y Dios Hijo le comunica su divinidad penetra en ese cuerpo con su divinidad, así como el fuego penetra en el carbón y lo enciende. El cuerpo de Jesús es un carbón encendido con el fuego de la divinidad, y de ese carbón encendido se desprende la fragancia del incienso del Espíritu Santo. “He venido a traer fuego, y cómo quisiera verlo ya encendido”.

Las palabras de Jesús no se entienden si no se lo contempla a Él en el misterio de su Encarnación: Él, Dios y fuego purísimo de santidad divina, se une personalmente a un cuerpo y un alma humanos, y le comunica ese fuego santo; y todo aquél que entre en contacto con este carbón ardiente, que es su cuerpo envuelto en el fuego del amor divino, aún si tiene un corazón frío y tibio, si lo desea, será abrasado por este fuego, así como la hierba seca se vuelve llama viva al contacto con el fuego. El cuerpo sacramentado de Jesús es este carbón ardiente, este “ántrax”, del cual hablan los Padres de la Iglesia; es el carbón ardiente sostenido por las tenazas por el ángel y que quema los labios del profeta, y que introducido en el alma por manos del sacerdote, quema el corazón humano, que es como hierba seca, y la hace arder en el amor de Dios.

“Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes. El que coma de este Pan, tiene la vida eterna, Yo habitaré en Él, y arderá en el fuego del amor de Dios”. La posesión de las Personas del Hijo y del Espíritu Santo, y la posesión de la Persona del Padre, ése es el don inestimable, inimaginable, imposible de ser valorado con nuestra razón, del Cuerpo sacramentado de Cristo.

Pero las palabras de la consagración -“Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes”-, pronunciadas a través de la débil voz del sacerdote ministerial, son inagotables en su misterio sobrenatural.

Profundicemos un poco más, para poder al menos aferrar algo del misterio que esconden, asociándolas, al escucharlas en la Santa Misa, a esta frase de Jesús en el Evangelio: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (cfr. Jn 6, 51-58). Estas palabras de Jesús provocan escándalo y desconcierto entre los judíos: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne y a beber su sangre?” Frente a la perplejidad de los judíos, Jesús no solo no se rectifica, sino que afirma con más fuerza y de modo más enigmático aún el misterio sobrenatural del don de su cuerpo: donará su cuerpo, como pan, y ese pan, que es su cuerpo, será la vida del mundo: “Yo Soy el Pan vivo (…) El Pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo”.

Es decir, primero dice que su carne es verdadera comida y que su sangre es verdadera bebida, y luego, dice que Él es el Pan vivo bajado del cielo, y que a su vez ese Pan que es Él mismo, es su cuerpo, y que su cuerpo, que es Pan, da la Vida eterna.

Los judíos se quedan perplejos frente a estas afirmaciones de Jesús: no pueden creer lo que ven y lo que oyen, porque ven en Jesús nada más que al “hijo del carpintero”; ven en Jesús a un hombre y nada más, a un ser humano, y se desconciertan, porque este hombre les está diciendo que dejará su cuerpo, que es pan y que da la vida eterna.

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Los judíos ven a Jesús como al hijo del carpintero, y ahora resulta que este hijo de carpintero dice que su carne es Pan de vida eterna, que el coma de ese Pan que Él dejará, que es su carne, no morirá, sino que tendrá la vida eterna.

Pero no todo queda en el episodio entre Jesús y los judíos: el mismo diálogo se repite entre Jesús, que habla y se manifiesta por medio de su Iglesia, y los bautizados en la Iglesia Católica.

Lo que Jesús les dice a los judíos lo dice a sus hijos por medio de la Iglesia: “Comed, este es mi cuerpo (…) Bebed, esta es mi sangre”. Así como delante de los judíos Jesús decía que su cuerpo era pan y pan de vida eterna, así Jesús por medio de su Iglesia dice que el pan del altar es su Cuerpo y que da la vida eterna.

A los judíos les decía que su Cuerpo era pan vivo que daba la vida eterna; a los bautizados les dice que el pan del altar es su Cuerpo, y que da la vida eterna. Y así como Jesús prometía la vida eterna a quien comiera de su Cuerpo, que Él dejaba como pan, así también la Iglesia promete la vida eterna a todo aquel que coma de este Pan sacramentado que es el cuerpo de Jesús: “El que coma de este Pan tendrá la vida eterna”.

También se repite la misma incredulidad mostrada por los judíos delante de Jesús, la cual es continuada por la gran mayoría de los católicos, de ahí el gran número de apóstatas y desertores que se dan hoy en la Iglesia: así como los judíos no podían creer que el cuerpo de Jesús fuera Pan de vida eterna, bajado del Cielo, porque veían en Jesús a un hombre común y corriente, el hijo del carpintero, así los integrantes del Nuevo Israel descreen de las palabras de Jesús pronunciadas en la consagración: “Esto es mi cuerpo (…) Esta es mi sangre”, y ven en el pan del altar nada más que eso: un pan en el altar, un pan bendecido, consagrado, pero nada más que pan; no ven que ese pan es el cuerpo de Jesús y que el cuerpo de Jesús, como está embebido del Espíritu Santo, da la Vida eterna la vida misma de Dios Trino.

Muchos en la Iglesia piensan en estas frases de Jesús como algo sin contenido real; como si fueran frases pronunciadas en una Iglesia, continuación de la judía, y que se transmitieron y fueron hechas propias por la Iglesia Católica, pero que en el fondo no significan nada real.

No piensan en la Eucaristía como en el cuerpo y la sangre del Cordero de Dios; como en el cuerpo del Hombre-Dios, que comunica de su vida divina y humana y de su Espíritu Santo a quien lo consume; piensan que es solo un poco de pan bendecido y nada más. Esta percepción “material” de la Eucaristía, que lleva a considerarla sólo como un “pan bendecido”, se ve favorecida por la atracción del hombre por lo mundano y carnal que dificulta, hasta impedir totalmente, la vida del espíritu, según nuestro Señor Jesucristo: “El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada.” (Jn 6, 63), y también San Pablo: “El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas” (1 Cor 2, 14)372.

Sin embargo, Cristo, Hombre-Dios, nos deja su corporeidad, su Cuerpo y su Sangre y con ellos nos deja su ser divino, su divinidad, para entrar en las almas de los que lo reciban, para comunicar de esa divinidad al alma que comulga.

90. Después prosigue:

372 Quien vive en la mundanidad –y, todavía más, en la carnalidad- sofoca y apaga la vida del espíritu, con lo cual todo lo relativo al espíritu –oración, actos de fe, de caridad, asistencia a Misa- se vuelve tedioso y fastidioso, y es así como se tienen que “inventar” aberraciones, como por ejemplo las “misas temáticas”, para hacerlas más “entretenidas” y “menos aburridas”, como si a Misa fuéramos a buscar entretenimiento y no a asistir a la renovación incruenta del sacrificio en Cruz de Nuestro Señor.

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Del mismo modo, acabada la cena,

Toma el cáliz y, sosteniéndolo un poco elevado sobre el altar, prosigue:

tomó este cáliz glorioso en sus santas y venerables manos, dando gracias te bendijo, y lo dio a sus discípulos diciendo:

Se inclina un poco.

“TOMEN Y BEBAN TODOS DE ÉL, PORQUE ESTE ES EL CÁLIZ DE MI SANGRE , SANGRE DE LA ALIANZA NUEVA Y ETERNA, QUE SERÁ DERRAMADA POR USTEDES Y POR TODOS LOS HOMBRES PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS. HAGAN ESTO EN CONMEMORACIÓN MÍA”.

“Beban de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre…”Muestra el cáliz al pueblo, lo deposita luego sobre el corporal y lo adora,

haciendo genuflexión.

En la Última Cena, en el momento de instituir la Eucaristía, Jesús dice que su sangre será “derramada” para el “perdón de los pecados” (cfr. 1 Cor 11, 23-26), y es la misma expresión que usa en la fórmula de la consagración en la Santa Misa, renovación sacramental del sacrificio de la cruz. La sangre “derramada” como consecuencia de la inmolación del Cordero en la cruz nos recuerda al Antiguo Testamento, en donde Moisés esparcía sobre el Pueblo Elegido la sangre de novillos y machos cabríos con la intención de “purificar todas las cosas” y de “expiar” por la sangre, pues según la Ley Antigua, “sin sangre no hay remisión” (cfr. Heb 9, 19-22). Todo esto, que no era sino imagen y figura de la realidad, se hace realidad en el Santo Sacrificio del altar, en donde el Cordero de Dios es inmolado y su Sangre es derramada en expiación de los pecados del mundo y esparcida en los corazones de los fieles, concediéndoles la vida divina.

También en el Antiguo Testamento el hecho de “derramar la sangre” tiene significado redentor para los israelitas, desde el momento en que la sangre del cordero inmolado -“sin mancha, macho, de un año” (Éx 12, 5)-, aplicada sobre los dinteles de las puertas evita que el paso del Ángel exterminador les haga daño, como sí sucede en cambio con los primogénitos de los egipcios.

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En el Jueves Santo, Jesús celebraba con sus Apóstoles la conmemoración de la liberación de Egipto con la cena pascual y es el motivo por el cual comían carne de cordero sacrificado. Pero en la noche de la Última Cena sucede algo pone fin a la Pascua judía, para dar inicio a la verdadera Pascua, la Pascua de Jesucristo: Jesús, después de comer la cena pascual sustituye al cordero pascual por Sí mismo. Él se entrega como “verdadero Cordero Pascual” (Prefacio de la Misa de Pascua), que será sacrificado en la cruz al día siguiente, el Viernes Santo, derramando su Sangre para la redención de los hombres.

Es esto lo que significan las palabras del sacerdote ministerial cuando, luego de la consagración, presenta la Hostia consagrada y dice: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, usando la misma expresión de Juan el Bautista (cfr. Jn 1, 29).

Pero hay algo más, en el Antiguo Testamento había otro tipo de sacrificio sellado con sangre, y era el sacrificio de alianza entre Yahvéh y su Pueblo, mediante el cual el Pueblo se comprometía a cumplir lo pedido por Dios. Es lo que dice Moisés a los israelitas: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahvéh ha hecho con ustedes” (Éx 24, 3-8). Esa era la “Antigua Alianza”. En la Última Cena, al presentar el cáliz –que por las palabras de la consagración se convierte en su Sangre-, Jesús dice: “Este es el cáliz de la Nueva Alianza, la cual se sella con mi Sangre”. Es decir, la Antigua Alianza es abolida y se establece la Nueva, que es definitiva y eterna, porque está sellada con su Sangre, recogida en el cáliz, la Sangre del Hijo de Dios, no ya la sangre de animales.

Jesús anunciaba su muerte al día siguiente, en el Viernes Santo, muerte cruenta, con derramamiento de sangre, y por medio de la cual sellaría la Nueva Alianza con el Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica.

El Cuerpo entregado y su Sangre derramada hacen de la muerte de Cristo un sacrificio singular: sacrificio de alianza, que sustituye la Antigua Alianza del Sinaí por esta Nueva Alianza, en la cual el Cordero es Cristo y en la que no se derrama sangre de animales, sino la Sangre del Hijo de Dios.

Jesús pronuncia estas palabras sobre el cáliz de la Última Cena, el cual contiene vino, y por sus palabras, se convierte en la Sangre de Cristo, y lo mismo sucede en la renovación sacramental del sacrificio de la cruz. Por esto, las palabras de Jesús sobre el cáliz del vino evocan la figura de la Vid verdadera, que es Jesucristo (cfr. Jn 15, 1-8): así como de la vid terrena se obtiene, por la vendimia, el fruto que es el vino, así en la Santa Misa, por la vendimia de la Pasión se obtiene el fruto de la Vid verdadera, la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo, para ser dada como “bebida de salvación” para los miembros de la Alianza Nueva y Eterna.

Otro pasaje del Evangelio que podemos tener en cuenta, al escuchar en la Santa Misa las palabras de la consagración sobre el vino -“Tomen y beban todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre-, es el pasaje de las Bodas de Caná (cfr. Jn 2, 1-11), porque en ese milagro la conversión del agua en vino -el primero hecho públicamente, por intercesión de la Virgen María-, es una prefiguración de la conversión del vino en la Sangre de Jesús, en la Santa Misa (y podemos decir también que es una imagen del cambio, por la gracia, del corazón del cristiano en el Corazón de Cristo373).

En este episodio, Jesús se automanifiesta a sus discípulos, revelándose, en el contexto de unas bodas humanas, como el esposo de las bodas mesiánicas. Las bodas humanas son el contexto histórico y real en el cual el Señor se autorevela como el Esposo de la humanidad374. Jesús se presenta como el Esposo divino que se une en

373 Cfr. GANDUR, J., Apuntes de Retiro Espiritual.374 Cfr. INFANTE, R., Lo Sposo e la Sposa, contributo per l’ecclesiologia del Quarto Vangelo, Rivista di Teologia 37 (1996) 451-481.

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desposorio místico a la humanidad, sellando con ella una alianza esponsal, nueva y eterna, en su Sangre. El vino de Caná anticipa la Sangre del Gólgota, con la cual sellará su Alianza esponsal con la Iglesia, es decir, con la humanidad purificada con el agua de su Corazón y santificada con su Sangre.

Según San Agustín, el verdadero esposo en las bodas de Caná es el Señor: el esposo humano figura y representa a Jesucristo, el Verbo, que se ha unido a la esposa, la naturaleza humana, en el seno de María Virgen375, y por eso el evangelista San Juan atribuye a Jesús lo que habría hecho el esposo humano de Caná: “Has reservado el vino bueno hasta este momento”. Es decir, Cristo, Verbo Eterno, ha reservado hasta la plenitud de los tiempos el vino bueno de su Evangelio, el buen vino de su misterio pascual de muerte y resurrección, mediante el cual habría de celebrar el desposorio místico con la humanidad. El maestresala no se dirige al esposo humano, sino a Cristo, el Verdadero Esposo, el Esposo Mesiánico de la humanidad, que es quien ofrece a sus invitados el Vino Bueno, su Sangre de Hombre-Dios, como convite divino y a la vez como sello indeleble de su boda escatológica.

El prodigio que realiza Jesús, el cambio del agua en vino, es un signo que indica que han dado comienzo los tiempos mesiánicos, los tiempos dominados por la presencia del Mesías, que conducen a su Manifestación última y definitiva: el agua de la naturaleza humana será convertida y asumida en el vino de la eternidad del Ser divino del Mesías-Dios, cuando desde la cruz el Hombre-Dios derrame agua y sangre de su Corazón traspasado.

En Caná aparecen el agua y el vino, los mismos elementos del Calvario, indicando la unidad que existe entre el primero de los signos, el de Caná, con el último en el Calvario: el agua y el vino de Caná prefiguran el agua y la sangre del Calvario, agua y sangre que derramará el Esposo en la Pasión de amor por su Esposa la Iglesia.

Agua y vino en Caná, agua y Sangre en el Gólgota, agua y vino en el sacrificio del altar: el Esposo divino realiza en cada misa un prodigio infinitamente mayor que en Caná, al convertir el agua y el vino en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Como en Caná, también en este banquete escatológico que es la Santa Misa, María nos pide que hagamos lo que Él nos diga: en la Santa Misa, ofrezcamos la tinaja de agua de nuestra humanidad para que Él la convierta en el vino santo de su divinidad.

Pero las palabras de la consagración sobre el vino recuerdan también a la parábola de los malos viñadores (cfr. Mc 12, 1-12), porque ahí también está prefigurado el misterio de la conversión del vino en la Sangre de Jesús, que es el Vino de la Vid verdadera, y por eso podemos también meditar con este pasaje del Evangelio en esta parte de la Misa.

Con esta parábola, Jesús está describiendo a sus discípulos su misterio pascual de muerte y resurrección; está describiendo su Pasión. El dueño de la vid es Dios Padre, el hijo del dueño es Dios Hijo, los asesinos del hijo son los que lo crucifican, los nuevos dueños que reciben la vid después de haberle sido quitada a los viñadores antiguos son los bautizados en la Iglesia Católica.

Los nuevos viñadores de la vid de Dios son los bautizados en la Iglesia, y la vid plantada por Dios es la Iglesia Católica. Y de la vendimia de esta nueva vid, el fruto más precioso es el vino santo de la Nueva Alianza, que es servido por Dios Padre en el Banquete eucarístico, para acompañar la carne del Cordero.

“Yo soy la Vid verdadera, vosotros sois los sarmientos” (cfr. Jn 15, 1-8). La Vid verdadera es triturada en la vendimia de la Pasión, y de ella surge el fruto de la vid, el vino santo, que es la Sangre de Jesús, servida en el banquete del Reino, el altar de la Eucaristía. La vendimia de la Pasión da el vino de su Sangre con el cual sella en

375 Cfr. SAN AGUSTÍN, Commento al vangelo di S. Giovanni, Vol.2, Città Nuova, Roma 1965, I. IX, 2.152.

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nuestros corazones la Nueva Alianza, la Alianza definitiva y eterna. “Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña (...) y la entregó a los nuevos viñadores”. Esa Viña triturada dio buen fruto, la Sangre del Cordero, que es el vino nuevo de la Alianza Eterna, la que los nuevos viñadores beben en la mesa eucarística.

Y con el Vino Santo de la vid nueva, reciben los viñadores el Espíritu Santo, que hace de estos viñadores los hijos adoptivos de Dios y los herederos del Reino del Padre.

Finalmente, este Vino Santo es el “vino nuevo” anunciado por Jesús en el Evangelio para el cual se necesitan “odres nuevos”: “A vino nuevo odres nuevos” (cfr. Mc 2, 18-22), por lo cual podemos también meditar este pasaje en este momento de la Misa.

Al decir: “A vino nuevo odres nuevos”, Jesús no usa un simple dicho, como se usan habitualmente los dichos, para refrendar lo que acaba de decir, sino que se refiere a una misteriosa realidad sobrenatural: su sangre es el vino nuevo con el que Dios Padre sellará la Alianza Nueva y Eterna, y será servido en el Banquete celestial, la Santa Misa, para celebrar el retorno de los hijos pródigos, los hombres.

Cuando Jesús habla de un “vino nuevo” para el cual se necesita un “odre nuevo”, está hablando de esta misteriosa realidad; está hablando de la redención, del don del perdón y de la gracia divina, obtenidos por su sacrificio en cruz y donados al hombre en el Banquete escatológico, la Santa Misa, y como es un vino que se obtiene de una vid celestial, la Vid verdadera, que es Él –“Yo Soy la Vid verdadera” (cfr. Jn 15, 1-8)-, el vino no puede ser recibido y estibado en cualquier recipiente, en el hombre viejo, sino que debe ser recibido en un “odre nuevo”, el alma vivificada por la gracia divina.

El vino nuevo del cual Jesús habla es el vino de la Nueva Alianza, y el vino de la Nueva Alianza es su sangre que, derramada desde la cruz, se vierte sobre el cáliz del altar.

El vino nuevo es el fruto de la Vid Verdadera, triturada en la vendimia de la Pasión, la sangre de Jesús crucificado.

El vino nuevo que debe ser colocado en odres nuevos es el vino producto no de una vid terrena, sino de la Vid verdadera; el vino nuevo que se debe escanciar en odres nuevos no pertenece a una vid de las que conocemos, sino que es el vino que brota de la Vid celestial, Jesús, Verbo de Dios encarnado, inmolado en la cruz; el vino nuevo no viene de una vendimia al término de una estación: es el vino que viene de la vendimia de la Pasión, en donde no se pisan uvas, sino que se inmola el Cordero de Dios; el vino nuevo no viene de los racimos apretados y dulces de un viñedo, sino que es la sangre llena del Espíritu de Dios que brota del cuerpo herido y del Corazón traspasado del Hombre-Dios; el vino nuevo es el vino que es la sangre del Cordero; es el vino que se sirve en el banquete del Padre, el Vino con el cual el Padre celebra con alegría el regreso de los hijos pródigos; es el Vino con el cual el Padre invita a la humanidad a celebrar una Nueva Alianza, esta vez eterna y definitiva, un vino exquisito, reservado no para grandes ocasiones, sino para la Unión definitiva entre el Padre y los hombres; el vino nuevo no se sirve en copas, por más que estas sean delicadas y refinadas: se sirve en el cáliz del altar, y se vierte no desde un ánfora hacia la copa, sino desde las heridas sangrantes del Siervo de Yahveh hacia el cáliz del altar, y desde el cáliz del altar se derrama en las almas de los hombres, que son iluminados y glorificados con este vino nuevo que es la sangre preciosa del Cordero inmolado.

El vino nuevo embriaga pero con una embriaguez nueva, que es la alegría de participar de la vida íntima de Dios Uno y Trino, de saber que lo que se celebra con este vino que es la sangre de Jesús es la unión con Él, Verbo del Padre encarnado, para salvarnos, para quitarnos el pecado, pero sobre todo para donarnos la filiación divina.

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El vino nuevo es su sangre, la sangre de Jesús crucificado, que se derrama de su cabeza coronada de espinas, de sus manos y de sus pies crucificados, y de la herida del costado abierto; es su sangre, que se vierte en el cáliz del altar y aparece ante nuestros ojos como vino, con el sabor y el aroma del vino, pero es su sangre, la sangre del Cordero, la sangre de la Alianza Nueva y eterna.

Vemos vino, pero luego de la consagración, es un Vino Nuevo, es la sangre del Cordero, degollado en el altar de la cruz, que actualiza su sacrificio en la cruz del altar y derrama su Sangre, que es el vino, en el cáliz.

“A vino nuevo, odres nuevos”. El odre nuevo para este Vino Nuevo que es la sangre de Jesús, muerto y resucitado, es el alma en gracia.

No puede este vino permanecer en un odre viejo, en un alma sin la gracia, de ahí la necesidad de la conversión y de la confesión sacramental, para saborear el exquisito gusto del Vino de Vida eterna que nos convida el Padre celestial.

91. Luego dice (la siguiente fórmula):

Sacerdote: Éste es el MISTERIO DE LA FE .

Aunque ya hemos tratado el tema al inicio, al hablar de los “sagrados misterios”, lo volvemos a considerar ahora, puesto que por su misma naturaleza, el misterio es inabarcable, y por lo tanto, no se agota con una sola consideración, y por eso nos preguntamos: ¿por qué el sacerdote usa esta palabra? ¿Qué quiere decir: “misterio”?

Los Padres de la Iglesia, cuando se refieren a la Misa, a su celebración, utilizan la palabra “misterio”: la celebración litúrgica de la Misa es un “misterio”, es el “misterio” de la renovación, bajo los signos sacramentales, en el tiempo y en el espacio, sobre el altar, del único sacrificio de Cristo sobre el Calvario.

También el Misal Romano, en muchísimos pasajes, como por ejemplo, en este momento de la Misa, después de la consagración, usa esta palabra: “Este es el misterio de la fe”. Al inicio de la Misa invita a pedir el perdón de los pecados para celebrar estos “sagrados misterios”376; y luego también usa el mismo término en otros lugares, como en el prefacio, en la plegaria eucarística, etc.

Incluso el mismo Santo Padre, en una alocución en donde critica severamente los abusos litúrgicos, habla de la necesidad de “no oscurecer el sentido cristiano del misterio”, lo cual sucede cuando Cristo ya no es más el centro, porque ha sido desplazado por la comunidad “atareada” con muchas cosas: “La menor atención que en ocasiones se ha prestado al culto del Santísimo Sacramento es indicio y causa de oscurecimiento del sentido cristiano del misterio (lo cual sucede cuando en la Santa Misa) ya no aparece como preeminente y operante Jesús, sino una comunidad atareada con muchas cosas en vez de estar en recogimiento y de dejarse atraer a lo Único necesario: su Señor”377.

¿Qué significan estos “sagrados misterios”? ¿Qué significa este “misterio” de la fe?

Generalmente, cuando hablamos de “misterios naturales”, queremos significar todo aquello que, en la naturaleza, es para nosotros un secreto, algo que está allí, pero escondido. Utilizamos la palabra “misterio”, en el orden natural, para referirnos a algo que sabemos que está presente, como causa de lo que vemos, como origen de lo que

376 Cfr. M. R., Ritos iniciales.377 BENEDICTO XVI, Discurso a los obispos de la Región Norte 2 de Brasil, en visita ‘ad limina Apostolorum’, 16-04-2010, cit. http://infocatolica.com/?t=noticia&cod=6082

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percibimos sensiblemente, pero que permanece desconocido para nosotros, para nuestro intelecto. Está, pero no lo vemos, no lo conocemos.

Este misterio, aún cuando llegamos a conocer algo sobre él, continúa siendo siempre un misterio, no pierde su carácter mistérico. Aunque conozcamos algo sobre él, continúa oculto, pues no alcanzamos –siempre en el plano natural- a descifrar su constitución íntima y última. Sigue siendo un misterio para nuestra inteligencia.

Ejemplos de estos misterios naturales –es decir, aquellos misterios que pueden ser alcanzados con la razón humana- son nuestro ser como acto de nuestra esencia, la unión del alma y del cuerpo, la existencia de Dios. Estos misterios naturales, llamados así porque pueden ser conocidos utilizando sólo la inteligencia humana, están presentes en todas las religiones y en las ciencias. Sin embargo, aún cuando sean investigados con la máxima profundidad naturalmente posible, permanecerán siempre en su carácter de misterios, por eso jamás los científicos podrán explicar, agotando todos sus aspectos, ni el más pequeño trozo de la realidad. Incluso la misma realidad científica, investigada y explicada científicamente, continuará siendo en sí misma y para la mente del que la investiga, un misterio. Siempre habrá algo de escondido, de secreto, que escapará a la mente humana del investigador.

Estos son los misterios naturales, aquellos que pueden ser descubiertos, investigados, explicados y profundizados, con la sola mente humana.

Los “santos misterios” que celebramos y conmemoramos cada día en la Misa, no son estos misterios naturales; por su esencia, corresponden a otro orden, superior a cualquier naturaleza creada: pertenecen al orden de la naturaleza, del Ser divino, por eso son llamados “misterios santos”, misterios no naturales, sino “sobrenaturales”.

Los misterios divinos, sobrenaturales, se manifiestan como “misterios de Cristo”, como la Revelación divina en el Verbo Encarnado.

El misterio de la constitución de Cristo –no es una persona humana, sino una Persona Divina, la Segunda de la Santísima Trinidad, que ha asumido hipostáticamente, personalmente, una naturaleza humana- es un misterio “absoluto”378, es decir, es una Verdad de cuya realidad la creatura racional no puede tener otro conocimiento que no sea el de la fe. Es decir, sólo pueden ser conocidos por revelación divina, y el asentimiento no es dado por su verdad intrínseca, sino por la moción del Espíritu Santo, que lleva a adherir a esta Verdad revelada.

Los misterios sobrenaturales de Cristo sólo pueden ser conocidos con la luz del Espíritu Santo, con la luz de la fe; de otra manera, son absolutamente inalcanzables para la inteligencia humana. No se trata, como en el caso de los misterios naturales, de que estos misterios sobrenaturales pueden ser alcanzados por la razón y luego, con la luz de la fe, pueden ser alcanzados en su intimidad: sin la luz de la fe los misterios sobrenaturales de Cristo ni siquiera pueden ser sospechados en su existencia. Si Cristo no los revela al encarnarse como Palabra inteligible a la inteligencia dispuesta –Revelación custodiada por el Magisterio-, y si el Espíritu Santo no concede la luz para conocerlos, estos misterios permanecen absolutamente desconocidos para el hombre y su inteligencia, la cual sólo puede alcanzar –con dificultad y parcialmente- los misterios naturales.

Sin embargo, existe aún otro aspecto, relativo a su contenido, que hace de estos misterios sobrenaturales aún más inalcanzables para el hombre con su sola inteligencia. El contenido de estos misterios –luego de haber sido revelado este contenido, según lo que dijimos anteriormente- no puede ser concebido y representado directamente, solamente pueden ser concebidos por medio de conceptos analógicos, estableciendo comparaciones –parábolas- con cosas que pertenecen a una naturaleza diversa, inferior.

378 Cfr. Scheeben, Los misterios.

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El término o concepto del cual se parte para hacer la comparación es de una naturaleza inferior al término o concepto al cual se quiere arribar.

El misterio de Cristo, el misterio de Cristo Eucaristía, de su Cuerpo entregado y su Sangre derramada sobre la cruz y sobre el altar, es un misterio de este tipo, es decir, absoluto, sobrenatural, divino, que no puede ser conocido con las limitadas fuerzas de la inteligencia humana, sino con la luz del Espíritu Santo, con la luz de la fe; y aún más, el carácter de “absoluto” de este misterio, implica el hecho de que, incluso una vez conocido por la revelación y por el Espíritu, no puede ser expresado adecuadamente con la razón.

Aún si utilizamos conceptos humanos para expresarlo, continúa siendo un misterio insondable, inalcanzable, profundísimo, maravilloso, porque nuestros conceptos son insuficientes para expresar su naturaleza, su esencia y su ser íntimo, porque es una naturaleza, una esencia, un ser divino.

Y lo que asombra aún más, lo que es motivo de asombro dentro del asombro, es que este misterio absoluto de Cristo, el misterio de la Presencia del Ser Eterno Divino, misterio de amor y de piedad, de misericordia y de perdón, se encuentra justo allí, en nuestro tiempo, en nuestro “aquí y ahora”, delante nuestro, delante de nuestros ojos, sobre el altar, reposando en la patena, escondido y oculto bajo lo que parece ser pan.

El “misterio de la fe” es entonces esto: el ser, la substancia, la materia y la forma del pan, son consumidos y abrasados por la potencia y el fuego del Espíritu Santo, que los convierte en la carne gloriosa de Cristo.

Es esto lo que el sacerdote –o más bien la Iglesia, a través del sacerdote ministerial- quiere decir cuando, luego de la consagración, dice: “Este es el misterio de la fe”.

Ese “misterio de la fe” que está ahí, en el altar, ante los ojos de la asamblea, encierra algo inimaginable a simple vista: el misterio pascual de muerte y resurrección del Hombre-Dios Jesucristo.

Por lo tanto, a través del “misterio de la fe”, se nos hacen presentes el Triduo Pascual: Viernes Santo, Sábado de Gloria y Domingo de Resurrección.

Sin embargo, debido a que el “misterio de la fe” es inagotable, también podemos considerar otro de su aspecto, y es que, por la consagración, misteriosamente, se prolonga la Encarnación del Verbo. ¿De qué manera?

Para contemplar este aspecto del misterio podemos traer a esta parte de la Misa el momento del anuncio del ángel Gabriel (cfr. Lc 1, 31-35).

El ángel Gabriel anuncia a María, por ser Ella la Llena de gracia, que Dios Hijo habrá de encarnarse en su seno, por el poder del Espíritu Santo.

Las palabras del ángel, por medio de las cuales anuncia a la Virgen la Encarnación de la Palabra de Dios, constituyen el anuncio del acontecimiento más importante para la historia humana.

El anuncio del Ángel, y el posterior diálogo con la Virgen, condensa en pocas palabras el misterio más asombroso de todos los misterios divinos, misterio por el cual la humanidad ve, en el cumplimiento de las promesas divinas hechas en el Génesis luego de la caída de Adán y Eva, el motivo de esperanza y de salvación, porque por la Encarnación de Dios Hijo se abren las puertas del Cielo para los hombres, las que habían sido cerradas por la desobediencia de los primeros padres.

No existe para la humanidad otro acontecimiento más importante que este, que el de la Encarnación de Dios Hijo; no existe otro acontecimiento más trascendente que éste, el de la asunción, por parte de la Segunda Persona de la Trinidad, de una naturaleza humana, para levantarla de su estado de postración y elevarla a las alturas inimaginables de la comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas.

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La Encarnación de Dios Hijo supone, por un lado, el anonadamiento de la Segunda Persona de la Trinidad, porque sin dejar de ser lo que es, Dios eterno, se hace hombre, es decir, asume y comienza a inhabitar en una naturaleza inferior, la humana; por otro lado, implica la divinización de la humanidad, porque Dios Hijo comunica a la humanidad, asumida en Él, su gloria y su condición de ser hijo de Dios.

Todavía más, este prodigio admirable del Amor divino, obrado en la Encarnación, se actualiza y se prolonga en el misterio sacramental de la Eucaristía, en cada Santa Misa. Así como al Anuncio del ángel, por el poder del Espíritu, el Hijo de Dios se encarnó en el seno virgen de María, así en la Santa Misa, por las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, por el poder del Espíritu, que convierte el pan en el Cuerpo y el vino en la Sangre de Jesús, el Señor se hace Presente en Persona en la Eucaristía, en el seno virgen de la Iglesia, en el Altar eucarístico.

De esta manera, el admirable milagro de la Encarnación sucedido hace veinte siglos se renueva en el misterio litúrgico, en cada Santa Misa, ante la mirada de fe de los hijos de Dios. La Encarnación del Verbo de Dios anunciada por el ángel, llevada a cabo por el Espíritu Santo, por decisión de Dios Padre, obrada hace veinte siglos, se renueva, bajo el signo sacramental eucarístico delante de los ojos de los que asisten a la Santa Misa.

No puede haber, y no hay, un testimonio más grande de parte de Dios de su amor por los hombres. Dios no puede, en el límite sin límites de su omnipotencia, hacer algo más grande que la Encarnación aunque sí lo hace, y es la Santa Misa, la Consagración Eucarística, porque cuando Dios Hijo se encarnó, todavía no había cumplido su misterio pascual de muerte y resurrección, y en la Santa Misa, en donde prolonga su encarnación, convirtiendo el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, ya ha pasado por la cruz, por la muerte y por la Resurrección para presentársenos glorioso y resucitado en el sacramento del altar, la Eucaristía.

Dios no puede dar un testimonio más grande de su amor por todos y cada uno de los hombres, que el encarnarse y que, todavía más, prolongar su encarnación y su sacrificio en cruz, en la Santa Misa.

ANUNCIAMOS TU MUERTE, PROCLAMAMOS TU RESURRECCIÓN . ¡Ven, Señor Jesús!

En un solo renglón, la asamblea describe el misterio de la Misa y del misterio pascual de Jesucristo: Pasión, muerte, Resurrección, Segunda Venida. La aclamación finaliza con la última frase del evangelista Juan en el Apocalipsis: “¡Ven, Señor Jesús!” (22, 20), solo que el llamado de la asamblea es no tanto para el fin del mundo, como la expresión del Apocalipsis, sino para su próxima venida en la Eucaristía, en el momento de la comunión.

La expresión “Ven, Señor Jesús”, tomada el Apocalipsis y referida al momento de la comunión, nos lleva a meditar en los pasajes del Evangelio en donde el mismo Jesucristo hace referencia a su Venida a este mundo, para luego aplicarla a la comunión eucarística. Uno de estos pasajes está en Lucas: “El Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada” (cfr. 12, 39-48). Con la parábola del dueño de casa que está atento a la llegada del ladrón, Jesús nos advierte que su Llegada al fin de los tiempos ocurrirá de la misma manera: furtivamente.

Es decir, así como un ladrón llega en medio de la noche, así llegará Jesús en el Día del Juicio Final: Jesús, como Justo Juez de la humanidad, aparecerá al final de los tiempos de manera imprevista.

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Esta advertencia -“El Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”- también se puede hacer extensiva al día de la muerte, puesto que nadie sabe a qué hora se ha de morir: la muerte -y con la muerte, la comparecencia frente a Jesucristo-, llega de manera imprevista, como el ladrón que intenta asaltar una casa a medianoche.

Jesús advierte acerca del modo de su llegada, pero también aconseja sobre cómo esperar esa llegada imprevista, que será precisamente estar prevenidos, es decir, saber que puede llegar a cualquier hora y, en consecuencia, vivir en gracia, que es la vigilia del espíritu: por la gracia, el alma contempla, con los ojos del alma, a Dios Trino. Vivir en gracia es tener la actitud del siervo que espera despierto la llegada de su señor a altas horas de la noche: si su señor lo encuentra despierto –si Jesús encuentra la gracia en el alma-, se alegrará y lo felicitará, pero si lo encuentra dormido –si no encuentra la gracia de Dios en el alma-, será grande su enojo para con él, porque debía vigilar y no lo hizo.

“El Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. Tenemos la advertencia de Jesús de cómo será su Venida, tanto en el Día del Juicio como en el día de la muerte, y sin embargo obramos, casi siempre, como el servidor que se duerme en la espera de su señor.

No puede ser de otra manera, ya que si estamos desatentos a la hora de recibir al Señor que llega en la Eucaristía, sabiendo el día y la hora –el momento de la comunión en la santa misa-, ¿cómo vamos a estar atentos para el Día del Juicio o para el día de la muerte?

La recepción de Jesús en la Eucaristía, el encuentro vigilante y atento, con un corazón ferviente con Jesús resucitado en la comunión, en el tiempo conocido de la santa misa, debe servir como preparatorio para el encuentro definitivo, en el momento desconocido, de la Llegada definitiva del Señor Jesús.

El otro pasaje con el cual podemos meditar en esta parte de la Misa, se encuentra también en Lucas: “Verán al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria” (cfr. 21, 20-28). Al fin del tiempo, en el Último Día de la humanidad, el Supremo Juez vendrá a juzgar a toda la humanidad, a todos los hombres de todos los tiempos.

Todos los muertos resucitarán, y junto a todos los que estén vivos en ese momento, comparecerán ante el Supremo Juez de toda la humanidad, quien se manifestará visiblemente, lleno de poder y de gloria.

Ese Día, será del día de la ira divina, día en el que los ángeles mismos temblarán ante Dios; Jesús no vendrá como el Dios misericordioso, lleno de bondad y de compasión. Ese Día, vendrá como Justo Juez, porque será el Día en el que la Misericordia habrá dejado lugar a la justicia, y así, todos los que obraron el mal contra Dios y contra el prójimo, serán precipitados al infierno, del cual no saldrán nunca más y comenzarán a arder para siempre, en el fuego que lacera cuerpos y almas, los que obraron el mal: los hechiceros, los brujos, los idólatras, los que odian a sus hermanos.

Será el Día del castigo, pero también será el Día de la recompensa y de la alegría eterna para quienes fueron misericordiosos para con su prójimo.

Toda la humanidad, desde Adán hasta el último hombre, verá a Jesús venir en una nube del cielo, lleno de poder y de gloria, y cada cual recibirá su justo premio o su justo castigo.

La humanidad lo verá venir en una nube, lleno de gloria y de poder, en el Último Día; mientras tanto, la Iglesia lo ve venir, en la espera del Último Día, todos los días, con los ojos de la fe, en la Hostia consagrada, en la Eucaristía, lleno de gloria y de poder.

Su Venida al alma por la Eucaristía es una venida misericordiosa, no es la venida como Juez implacable del Último Día.

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Aprovechemos el tiempo de la misericordia, y obremos la misericordia, para recibir misericordia, antes de que llegue el Día de la justicia y de la ira divina, el Día de la manifestación gloriosa del Señor Jesús. Con respecto a la frase: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”, no se trata de una mera expresión, sino de la proclamación de la asamblea, formada por los hijos de Dios, del “misterio de la fe”, que por la consagración se ha hecho presente en el altar.

Es decir, ante la afirmación del sacerdote ministerial, luego de la consagración, y con la Eucaristía en el altar, que dice: “Este –la Eucaristía- es el misterio de la fe”, la asamblea responde con una aclamación afirmativa: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”.

Con esto se quiere expresar que todo el misterio pascual de Jesucristo, su Pasión, Muerte y Resurrección, están contenidos en este “misterio de la fe”. Para aprehender o aferrar algo de este insondable misterio, es necesario reflexionar acerca de la relación entre el Viernes Santo, el Sábado de Gloria y el Domingo de Resurrección.

“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”.En la Santa Misa, renovación incruenta del sacrificio de la cruz,

No recibimos el Cuerpo muerto de Jesús,Sino su Cuerpo glorioso, vivo y resucitado,

Lleno de la vida y del Amor divinos.(Antonio Ciseri – Procesión con el Cuerpo de Cristo al sepulcro)

¿De qué manera se interrelacionan estos tres días con la Eucaristía? Veamos.Tres noches de dolor preceden a la noche de gloria: hay dos noches en un mismo

día, el Viernes Santo: una al mediodía, porque en pleno día las tinieblas cubren la tierra y otra es la noche propiamente dicha, la que va del Viernes Santo al Sábado Santo, que es cuando Cristo está en el sepulcro; la tercera noche es la noche del Sábado al Domingo y es la noche que termina en el Día de Gloria.

El Calvario finaliza en la Resurrección, el dolor en la alegría; la noche de dolor en la noche de gloria; las tinieblas en la luz; la Noche de Pascua da paso al día, pero no a un día cualquiera: la Noche Santa de Pascua es el origen del Día eterno de gloria sin fin que resplandece y da vida a la Iglesia; la Noche de Pascua es el origen del Alba radiante de la Mañana Luminosa que ilumina los días de la Iglesia y de sus hijos. De la Noche Santa de Pascua surge, del oscuro sepulcro, la Luz Inmaculada de Dios, el Sol Divino, Cristo Resucitado. Ya María a las puertas del sepulcro prefiguraba y anticipaba el Nuevo Día, la aparición del Sol radiante, Cristo resucitado: María a las puertas del sepulcro es la Aurora de la Mañana, que anuncia el fin de la noche, el fin de las tinieblas y el comienzo del Día sin ocaso, la aparición de su Hijo, Jesús resucitado.

La Noche Santa de Pascua es el origen del Día sin ocaso de la eternidad divina. “Esta es la Noche Santa”, canta la Iglesia, exultando de alegría: luego de haber llorado la muerte del Redentor, la Iglesia se alegra ahora con una alegría sobrenatural, desbordante, porque su Esposo ha resucitado, vive, y ya no muere más.

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El resplandor de la luz divina que irrumpe en la Noche Santa de Pascua, lejos de apagarse, se hace cada vez más intenso, y continúa iluminando los días de la Iglesia, porque en cada misa se renueva la Noche Santa, la Noche que dio paso al Día Eterno. En la consagración eucarística se renueva el mismo milagro que ocurrió en el sepulcro: allí, el Espíritu Santo dio vida al cuerpo muerto de Jesús; en la consagración, el Espíritu Santo convierte el pan y el vino, inertes, en el cuerpo glorioso y resucitado de Jesucristo379. Por esto la Noche Santa de Pascua se prolonga y actualiza en la Santa Misa, y es el origen de la misa y de la Eucaristía y por esto de la Noche Santa de Pascua surge la luz que ilumina los días de la Iglesia y de sus hijos, porque Jesús resucitado, glorioso, fuente viva de luz divina, ingresa en el alma por la comunión eucarística, llenando al alma del bautizado con la luz, la vida y la alegría de Dios Trino.

La luz de la Noche Santa de Pascua, que irrumpe en la oscuridad del sepulcro, es más fuerte que la luz de miles de millones de soles juntos, porque la fuente de la luz es Jesucristo, Dios Luz, Hijo de Dios Luz.

Al tercer día, cuando el Sol se ha levantado en lo alto –no el sol planeta, sino el Sol de justicia, Jesucristo, el Hombre-Dios-, las mujeres piadosas ven vacía la piedra del sepulcro; y es así porque Cristo no está en la piedra del sepulcro, sino que está vivo sobre la piedra del altar, en el Pan Eucarístico. Las mujeres piadosas no encuentran el cuerpo muerto y frío del Hombre-Dios que descansaba sobre la fría losa sepulcral; no lo encuentran porque el cuerpo del Hombre-Dios está resucitado, vivo y de pie, sobre la losa del altar.

El sepulcro está vacío porque en el altar está Jesús resucitado. “En vano buscáis al Señor, porque ha resucitado”, les dice el ángel a las mujeres. A los que buscan a Jesús entre los muertos –como se ve en la película blasfema “El cuerpo”, les dice el Ángel de la Iglesia: “En vano buscáis el cuerpo del Señor entre los muertos; está vivo, entre vosotros, en medio de la Iglesia, vivo y glorioso, resucitado, en la Eucaristía”.

Porque Jesús ha resucitado, y está Presente con su Espíritu en la Iglesia, las escenas del Evangelio se renuevan, actualizadas, para nosotros: “Id a Jerusalén, allí me encontraréis”, dice Jesús resucitado. “Venid a mi Iglesia, me encontraréis en el Sagrario, en la Eucaristía”, nos dice Jesús.

Las mujeres que corren a comunicar a Pedro y a Juan y al resto de los discípulos la noticia de la Resurrección son una figura y un anticipo de la misión primaria y principal de la Iglesia: anunciar que Jesús ha resucitado, que el sepulcro está vacío, porque Jesús, el Hombre-Dios, lleno de gloria, de poder, de honor y de majestad divinas, se ha levantado por sí mismo, con el poder de su Espíritu; que ha resucitado y no está más tendido y muerto en la piedra del sepulcro, sino que está vivo y de pie en la piedra del altar, por la consagración eucarística.

La misión de la Iglesia es cantar el triunfo del Hombre-Dios, del Dios-Luz, sobre las tinieblas del Infierno y del demonio; es anunciar, con gozo y alegría que Cristo ha dejado vacío el sepulcro para ocupar el Sagrario y el altar; es anunciar que, resucitado, nos comunica el Espíritu de Dios, por el cual somos hechos hijos de Dios y así, como hijos en el Hijo, unidos a Él, estamos llamados a cumplir la misma Pascua, el mismo Paso, de esta vida a la otra, al seno del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

Al decir: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección”, afirmamos, como Iglesia, que nos encontramos delante de Cristo resucitado, el mismo Cristo que se apareció, luego de resucitar, a sus discípulos. Es por esto que meditamos en esta aparición de Cristo resucitado, para aplicarla a la Eucaristía.

Jesús se aparece a sus discípulos, les muestra sus manos, sus pies, su corazón traspasado. Les muestra el Cuerpo que tomó en el seno virgen de María, el cuerpo que

379 Cfr. Scheeben, Los misterios.

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inmoló en el ara de la cruz, el Cuerpo que está envuelto ahora en la gloria, en el seno de Dios, por la eternidad. Jesús les muestra las heridas de ese Cuerpo, de las cuales ya no salen más sangre, sino luz divina; les muestra el Cuerpo que ofrendó como holocausto de suave perfume, por misericordia, para nuestra salvación.

Les da una muestra palpable de su Resurrección. Ella es el culmen de su misterio pascual, misterio iniciado en la encarnación, llevado a cabo en la Cruz y culminado en la Resurrección. Y todo el misterio pascual en sí, es un don infinito de su Divina Misericordia. Las heridas del Cuerpo de Jesús, las heridas de las que manaba sangre en la cruz, las heridas de las que surge la luz en la Resurrección, son una muestra palpable, tangible, de su amor misericordioso. Son la muestra más elocuente del infinito amor que Dios nos tiene. Son una prueba del amor de Dios por nosotros, y de su misericordia, porque son la expresión del sacrificio, y el sacrificio es una donación, y la más grande donación porque se trata de la donación por amor de la vida propia. El sacrificio de Cristo es una muestra de misericordia, porque Cristo como Dios no tenía necesidad de encarnarse para redimirnos. Aún más, no tenía necesidad ni siquiera de redimirnos. Dios no tiene obligación de quitar los obstáculos –el pecado- que la criatura misma pone en su camino, y que le impide llegar a su fin natural380. Podría habernos dejado en nuestras tinieblas, en nuestra rebeldía, sin faltar ni un ápice a su justicia. Tampoco tenía necesidad de encarnarse para exigirnos la satisfacción de la ofensa infinita cometida con nuestro pecado: podía hacerlo simplemente enviando un hombre santo, que actuara con su poder, en nombre suyo, y que nos indujera al arrepentimiento381.

Sin embargo Dios no se contenta con esto, y para expresarnos la inmensidad de su misericordia, baja en Persona, y en la Persona del Hijo se encarna, toma un cuerpo y un alma humana en el seno virgen de María, para sacrificarlo en la cruz y ofrendarlo como holocausto santo, como sacrificio perfecto, en honor de Dios y para nuestra salvación, y para transportarnos al seno de Dios como hermanos de Él y como hijos de Dios.

Es una muestra de su misericordia y de su amor, porque la ofrenda de su vida la realizó por el sacrificio de la cruz, y el sacrificio, como es algo que cuesta, demuestra más el amor y la misericordia de la persona que hace el sacrificio, que si diera algo que no le costó nada. Y cuanto más costoso es el sacrificio, más se demuestra el amor de quien lo realiza por aquél a quien se lo destina. El sacrificio en cruz de Cristo es la máxima muestra de amor –si Dios quisiera demostrarnos su amor y su misericordia por otro medio, no podría hacerlo-, porque es un sacrificio en el que nos da hasta la última gota de sangre y de vida, y en esta expiración de su vida está significada la entrega total de no sólo todo lo que tiene, sino todo lo que Dios es. En su sacrificio en cruz, en la efusión de sangre de su Corazón traspasado, hasta la última gota, está significada la entrega total de Dios a cada uno de nosotros, por amor y misericordia. El amor y la misericordia de Cristo se manifiestan en la efusión de agua y sangre del Corazón traspasado, que significan cómo Cristo da hasta la última gota de vida por amor a cada uno de nosotros.

La efusión de su misericordia, que brotó de su Corazón traspasado en la cruz, hunde sus raíces más arriba, en el seno de Dios; es la continuación y la prolongación de la misericordia del Corazón de Dios, por eso podemos decir que la misericordia de Cristo, derramada con la efusión del agua y la sangre, surge del seno de Dios, es la efusión de la misericordia del Corazón único de Dios, y se continúa y se prolonga en la Iglesia, bajo la forma de los sacramentos, especialmente la confesión y la Misa.

380 Cfr. Scheeben, Los misterios.381 Cfr. Scheeben, Los misterios.

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El agua y la sangre que brotaron del Corazón abierto de Jesús en la cruz, esa misma agua y esa misma sangre -el agua que justifica, la sangre que da la vida divina382- son las que caen en el alma cada vez que el alma se confiesa, y el mismo Sacerdote eterno que se ofreció a sí mismo como Víctima santa, es el mismo que perdona al alma sus pecados, por medio de su sacerdote ministerial. Lo dice el mismo Señor Jesucristo: “Cuando te acercas a la santa confesión, a esta surgente de Mi Misericordia, descienden sobre tu alma Mi Sangre y Mi Agua, que brotaron de mi Corazón, y ennoblecen tu alma. Cada vez que vayas a la santa confesión, sumérgete toda entera en Mi Misericordia con gran confianza, de modo que Yo pueda derramar sobre tu alma la abundancia de Mis gracias. Cuando vayas a confesarte, debes saber que yo mismo te espero en el confesionario, Me oculto detrás del sacerdote, pero soy Yo quien obra en el alma. Allí [en el confesionario] la miseria del alma se encuentra con el Dios de la misericordia. Dí a las almas que de esta fuente de misericordia pueden obtener las gracias únicamente con el recipiente de la confianza. Si su confianza es grande, Mi generosidad no tendrá límites. Los ríos de Mi gracia inundan las almas humildes. Los soberbios viven siempre en la indigencia y en la miseria, porque Mi gracia se aleja de ellos y va hacia las almas humildes383. Dí a las almas que deben buscar las consolaciones en el tribunal de la misericordia, allí se producen lo más grandes milagros que se repiten continuamente. Para obtener este milagro no hace falta peregrinar a tierras lejanas ni celebrar solemnes ritos exteriores, sino que basta acercarse con fe a un representante mío y confesarle la propia miseria y el milagro de la Divina Misericordia se manifestará en toda su plenitud. Aunque si un alma estuviese en descomposición como un cadáver y humanamente no hubiera ninguna posibilidad de resurrección y todo estuviera perdido, no sería así para Dios: un milagro de la Divina Misericordia resucitará a esta alma en todo su esplendor. ¡Infelices aquellos que no aprovechan de este milagro de la Divina Misericordia! ¡La invocarán en vano cuando sea demasiado tarde!”384.

Si la Encarnación y el Sacrificio en cruz son la muestra del amor infinito de Dios hacia nosotros, la Presencia de nuestro Señor, resucitado, en la Eucaristía, continuación y prolongación de la Encarnación y de la cruz, es la muestra más grande del infinito amor que nos tiene, es una prueba de su misericordia, porque así como no tenía necesidad de morir en cruz, así tampoco tiene necesidad de renovar su sacrificio sobre el altar; Dios no tiene necesidad de nosotros, si quiere entregársenos en Persona, como alimento y como prenda para nuestra posesión y gozo, es por pura misericordia. Somos nosotros quienes invertimos los términos, y pensamos en la misa –en algunos casos- como en una pesada obligación, como si estuviéramos haciéndole en cierto sentido hasta un favor a Dios asistiendo -o celebrando, en el caso de los sacerdotes. Que nos tomemos –la mayoría de las veces- a la misa como algo accesorio y secundario en nuestras vidas, y no como la renovación del sacrificio de la cruz y a la comunión no como a la Presencia Personal de Cristo resucitado, sino como un mero rito que puede ser realizado en una total indiferencia, es algo que no es inventado ni imaginado ni supuesto por nadie, sino un reclamo concreto y real de nuestro Señor a Sor Faustina: “Cuando en la santa comunión voy a un corazón humano, tengo las manos llenas de gracias de todo género y deseo donarlas al alma, pero las almas no Me prestan ni siquiera atención, Me dejan solo y se ocupan de otras cosas. ¡Qué tristeza me da que no conozcan al Amor!”385. En otra oportunidad, dice: “¡Cuánto me duele que las almas se unan tan poco a mí en la santa Comunión! Las espero con amor, y en cambio, son tan 382 Cfr. SIEPAK, M. E., Gesú, confido in te! Adorare e implorare la misericordia di Dio, Liberia Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, 13.383 Cfr. Siepak, 33.384 Cfr. Siepak, 34.385 Cfr. 460.

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indiferentes para conmigo. Las amo con tanta ternura y sinceridad y ellas no confían en Mí. Quiero colmarlas de gracias, pero no las quieren recibir. Me tratan [en la Eucaristía] como a una cosa inerte y sin embargo tengo un corazón lleno de amor y de misericordia”386.

Lo que nuestro Señor quiere es que vivamos la comunión eucarística como lo que realmente es: la incorporación nuestra a Él, Presente en Persona, y nuestra unión real con Él, de manera tal que podamos amar y glorificar a Dios no al modo humano, sino con una caridad y una glorificación infinita, la misma caridad y la misma glorificación que Dios recibe no como Creador sino como Padre, en su propio seno, de su Hijo consubstancial387.

Y el fruto de esta comunión, debe ser el don de sí mismo a los demás, en la imitación de Cristo: si Cristo se nos dona en la Eucaristía, con todo su Ser divino y con su substancia humana divinizada, con todo el Amor que posee desde la eternidad, es decir, con todo lo que es y lo que tiene, no podemos nosotros no hacer lo mismo para con nuestro prójimo más necesitado: la identificación con Jesús en la Comunión eucarística debe reflejarse en la imitación de Cristo, y como Él, debemos entregarnos y servir a los demás, olvidándonos de nosotros mismos y convirtiéndonos, al mismo tiempo, en alimento espiritual para los demás, asistiéndolos con alegría y sacrificio en todas sus necesidades388.

Jesús se les aparece a los discípulos, se le aparece a Sor Faustina Kowalska, se nos aparece a nosotros, oculto bajo las especies sacramentales. No seamos indiferentes a su Presencia Eucarística, no seamos indiferentes a su Misericordia, manifestada y derramada en el sacrificio del altar.

La proclamación de fe en Cristo resucitado finaliza con la última frase del Apocalipsis: “¡Ven, Señor Jesús!” (22, 20) y se debe a que la Venida Eucarística sobre el altar, es una Venida intermedia, entre la Primera y la Segunda. En la Primera Venida, Jesús vino oculto bajo la naturaleza humana; en la Segunda Venida, vendrá glorioso y será visto por todos; en esta Venida, sacramental, Jesús viene oculto bajo las apariencias del pan, para entrar en el alma y comunicarle de su vida divina.

Continuando con el análisis del Canon, nos encontramos ahora en el anillo central, con las oraciones sacrificiales post-consagración, como el Memento (anamnesis):

92. Después el sacerdote, con las manos extendidas, dice:

Por eso, Padre, nosotros, tus servidores, y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la muerte gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación.

Después de la anamnesis sigue la oración Unde et memores:

386 Cfr. 476.387 Cfr. Scheeben, Los misterios, 520-521.388 Cfr. ECHEVARRÍA, J., Vivir la Santa Misa. Catequesis sobre la Santa Misa, Ediciones Logos, Rosario 2009, 142.

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Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec.

En este momento la Santa Iglesia pide a Dios Trino que acepte “esta ofrenda”, es decir, la Divina Eucaristía, así como aceptó “los dones de Abel, el sacrificio de Abraham, y la oblación pura del sumo sacerdote Melquisedec”. Para entender el porqué de las menciones a Abel, Abraham y Melquisedec, en quienes se encuentran prefigurados el sacerdocio de Cristo y la Eucaristía, y para aprovechar mejor esta parte de la Misa, nos servimos del Santo Padre Benedicto XVI389, en su análisis de la Carta a los Hebreos, que considera el salmo 110 y el relato del Génesis de Melquisedec.

Dice así el Santo Padre: “En el Libro del Génesis (cfr. 14, 18-20) se afirma que Melquisedec, rey de Salem, era “sacerdote del Dios altísimo” y por eso “ofreció pan y vino” y “bendijo a Abram”, que volvía de una victoria en batalla. Abraham le dio el diezmo de todo. El salmo 110 contiene en la última estrofa una expresión solemne, un juramento de Dios mismo, que declara al Rey Mesías: “Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec” (Sal 110, 4). Así, el Mesías no sólo es proclamado Rey sino también Sacerdote (…).

El sacerdocio del Nuevo Testamento está íntimamente unido a la Eucaristía (pero) lo primero que conviene recordar es que Jesús no era un sacerdote según la tradición judía. Su familia no era sacerdotal. No pertenecía a la descendencia de Aarón, sino a la de Judá y, por tanto, legalmente el camino del sacerdocio le estaba vedado. Ni la persona ni la actividad de Jesús de Nazaret se sitúan en la línea de los antiguos sacerdotes, sino más bien en la de los profetas. En este sentido Jesús se alejó de una concepción ritual de la religión, criticando el planteamiento que daba valor a los preceptos humanos vinculados a la pureza ritual más que a la observancia de los mandamientos de Dios, es decir, al amor a Dios y al prójimo, que, como dice el Señor, “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12, 33). También cuando en el interior del templo de Jerusalén, lugar sagrado por excelencia, Jesús realiza un gesto típicamente profético, al expulsar a los cambistas y a los vendedores de animales, actividades que servían para la ofrenda de los sacrificios tradicionales.

Así pues, a Jesús no se le reconoce como un Mesías sacerdotal, sino profético y real. Incluso su muerte, que los cristianos con razón llamamos “sacrificio”, no tenía nada de los sacrificios antiguos, más aún, era todo lo contrario: la ejecución de una condena a muerte, por crucifixión, la más infamante, llevada a cabo fuera de las murallas de Jerusalén.

Entonces, ¿en qué nuevo sentido Jesús es sacerdote? Nos lo dice precisamente la Eucaristía. Podemos tomar como punto de partida

las palabras sencillas que describen a Melquisedec: “Ofreció pan y vino” (Gn 14, 18). Es lo que hizo Jesús en la última Cena: ofreció pan y vino, y en ese gesto se resumió totalmente a sí mismo y resumió toda su misión. En ese acto, en la oración que lo precede y en las palabras que lo acompañan radica todo el sentido del misterio de Cristo, como lo expresa la Carta a los Hebreos en un pasaje decisivo, que es necesario citar: “En los días de su vida mortal ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su pleno abandono a él. Aun siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia; y, hecho perfecto, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios sumo sacerdote según el rito de Melquisedec” (5, 7-10).

389 Benedicto XVI, Homilía en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, 3-VI-2010.

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En este texto, que alude claramente a la agonía espiritual de Getsemaní, la pasión de Cristo se presenta como una oración y como una ofrenda. Jesús afronta su “hora”, que lo lleva a la muerte de cruz, inmerso en una profunda oración, que consiste en la unión de su voluntad con la del Padre. Esta doble y única voluntad es una voluntad de amor. Es decir, la trágica prueba que Jesús afronta, vivida en esta oración, se transforma en ofrenda, en sacrificio vivo.

Dice la Carta a los Hebreos que Jesús “fue escuchado”. ¿En qué sentido? En el sentido de que Dios Padre lo liberó de la muerte y lo resucitó. Fue escuchado precisamente por su pleno abandono a la voluntad del Padre: el designio de amor de Dios pudo realizarse perfectamente en Jesús que, habiendo obedecido hasta el extremo de la muerte en cruz, se convirtió en “causa de salvación” para todos los que le obedecen. Es decir, se convirtió en “sumo sacerdote” porque él mismo tomó sobre sí todo el pecado del mundo, como “Cordero de Dios” expiatorio. Es el Padre quien le confiere este sacerdocio en el momento mismo en que Jesús cruza el paso de su muerte y resurrección. No se trata pues de un sacerdocio según el ordenamiento de la ley de Moisés (cfr. Lv 8-9), sino “según el rito de Melquisedec”, es decir según un orden profético, que sólo depende de su singular relación con Dios.

A través de este proceso Jesús fue “hecho perfecto”, en griego “teleiotheis”. Debemos detenernos en este término, porque es muy significativo. Indica la culminación de un camino, es decir, precisamente el camino de educación y transformación del Hijo de Dios mediante el sufrimiento, mediante la pasión dolorosa. Gracias a esta transformación Jesucristo llega a ser “sumo sacerdote” y puede salvar a todos los que le obedecen”.

Un último asunto: ¿Cómo unir el momento sacrificial de la Cruz con la última Cena?

Nos dice el Santo Padre: por medio del Espíritu Eterno: “Volvamos a nuestra meditación, a la Eucaristía, que dentro de poco ocupará el centro de nuestra asamblea litúrgica. En ella Jesús anticipó su sacrificio, un sacrificio no ritual, sino personal. En la última Cena actúa movido por el «Espíritu eterno» con el que se ofrecerá en la cruz (cfr. Hb 9, 14). Dando gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el vino. El amor divino es lo que transforma: el amor con que Jesús acepta con anticipación entregarse totalmente por nosotros. Este amor no es sino el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el vino y cambia su sustancia en el Cuerpo y la Sangre del Señor, haciendo presente en el Sacramento el mismo sacrificio que se realiza luego de modo cruento en la cruz.

Así pues, podemos concluir que Cristo es sacerdote verdadero y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, estaba colmado de toda la plenitud del amor de Dios, y esto precisamente «en la noche en que fue entregado», precisamente en la «hora de las tinieblas» (cfr. Lc 22, 53). Esta fuerza divina, la misma que realizó la encarnación del Verbo, es la que transforma la violencia extrema y la injusticia extrema en un acto supremo de amor y de justicia. Esta es la obra del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del sacerdocio común de los bautizados y el ordenado de los ministros, para transformar el mundo con el amor de Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos alimentamos de la misma Eucaristía; todos nos postramos para adorarla, porque en ella está presente nuestro Maestro y Señor, está presente el verdadero Cuerpo de Jesús, Víctima y Sacerdote, salvación del mundo”390.

390 Cfr. Benedicto XVI, ibidem. Una última nota: Ningún título agota por sí solo el misterio de Cristo: Hijo inseparable del Padre, Hijo del hombre que reúne en sí toda la humanidad, Jesús es a la vez el sumo sacerdote de la nueva alianza, el Mesias-rey y el Verbo de Dios. El AT había distinguido las mediaciones del rey y del sacerdote (lo temporal y lo espiritual), del sacerdote y del profeta (la institución y el

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Inclinado, con las manos juntas, prosigue:

Te pedimos humildemente, Dios Todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar del cielo, POR MANOS DE TU ÁNGEL , para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar

Nos detenemos en esta petición del sacerdote, propia de la Plegaria eucarística I en donde se hace mención a un misterioso ángel, a quien podríamos llamar: “ángel de la santidad” o “ángel de la Iglesia”. Dice así esta Plegaria: “Te pedimos, Señor, que esta ofrenda –la Eucaristía, el cuerpo glorioso de Cristo, el Hombre Dios, cuyo nacimiento fue anunciado por el ángel a la Virgen María- sea llevada a Tu Presencia, por manos de tu ángel, hasta el altar del Cielo, para que cuantos participamos del cuerpo y de la sangre de Tu Hijo, seamos colmados de gracia y bendición”391.

En esta oración, la Iglesia, por medio del sacerdote ministerial, pide a Dios que este ángel, que es “el ángel de Dios” porque le dice: “tu ángel” -aunque también podríamos llamarle “ángel de la Iglesia” porque su oficio se desarrolla entre dos altares, el de la Iglesia y el del Cielo-, lleve “la ofrenda”, esto es, el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo, la Eucaristía, desde el altar de la Tierra, “hasta el altar del Cielo”.

La Misa de San Gregorio(Hans Baldung Grien - 1511)

Según algunos autores, entre ellos M. J. Scheeben, este misterioso ángel sería nada menos que “el ángel de la santidad, el Espíritu Santo”392.

Este autor explica393 que la acción sacrificial es en sí misma una consagración y una entrega de la ofrenda a Dios, cuando este don se consume por completo y queda

acontecimiento): distinciones necesarias para la inteligencia de los valores propios de la revelación. Jesús, situado por su trascendencia por encima de los equívocos de la historia, reúne en su persona todas estas diferentes mediaciones: como Hijo, es la palabra eterna que remata y supera el mensaje de los profetas; como Hijo del hombre, asume toda la humanidad, es su rey, con una autoridad y un amor desconocidos anteriormente a él; como mediador único entre Dios y su pueblo, es el sacerdote perfecto por quien los hombressonsantificados.Cfr.http://www.obispadodesanbernardo.cl/index.php?option=com_content&view=article&id=1459:homilia-3-de-junio-de-2010-solemnidad-del-santisimo-cuerpo-y-sangre-de-cristo&catid=56:homilias&Itemid=220391 Cfr. M.R., Plegaria Eucarística I.392 Cfr. Scheeben, Los misterios, 536-537. “Ángel” no es una esencia, sino que indica ministerio o misión.393 Cfr. Scheeben, ibidem, 536.

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absorbido en Dios, y es tanto más sacrificio cuanto que por la absorción el primer don —el pan y el vino— se transforma en otro —el cuerpo resucitado de Cristo—.

Debido a que la acción sacrificial de consagración y transubstanciación del don lo lleva a cabo el Espíritu Santo, es Él, el Espíritu Santo, el ángel de la santidad, quien lleva el don consagrado, el cual “no necesita en realidad subir a Dios, sino que está presente a sus ojos en su propio seno”394. Es decir, que el ángel “lleve” la ofrenda desde el altar de la Tierra hasta el altar del Cielo, sería un modo de decir, adaptado a nuestra condición humana, porque el don consagrado, la Eucaristía, “está presente a los ojos de Dios en su propio seno”.

Con su acción, el ángel une, por medio de la liturgia sacramental —es decir, desde el sacrificio del Gólgota continuado en el altar—, las liturgias del Cielo y la de la Tierra al llevar el sacrificio del altar al Cielo395, ante la Presencia de Dios Uno y Trino. De esa manera, hace posible que los ángeles, que por la liturgia sacramental de la Santa Misa adoran al Cordero en el altar de la Iglesia, en la Tierra adoren al mismo tiempo al Cordero en el Cielo.

Según esta secuencia, la adoración en el Cielo pareciera depender de la liturgia en la Tierra, ya que en la “Plegaria Eucarística I” la Iglesia pide que la ofrenda —la Eucaristía recién consagrada, el Cordero de Dios— “sea llevada hasta el altar del Cielo por manos de tu ángel”396, es decir, pide que luego de ser consagrados el pan y el vino y transubstanciados en el Cuerpo y la Sangre del Señor, sea llevada la ofrenda al Cielo, ante la majestad de Dios, para ser adorada por los ángeles, como también para dar gracias a Dios Uno y Trino, y para expiar por los pecados de los hombres397.

Cuando el ángel de la Iglesia lleva la ofrenda desde el altar de la tierra hasta el altar del cielo, une ambas liturgias, la terrena y la celestial, porque lo que lleva al cielo es el Cordero del sacrificio quien, inmolado en el altar por medio de la Santa Misa, estampa su sacrificio en la eternidad y en el tiempo “haciéndose presente con las huellas de su sacrificio y apareciéndose en forma visible en toda la gloria y esplendor de su Persona divina de Hijo de Dios, como Hombre-Dios muerto y resucitado, que ha cumplido su misterio pascual”398.

Es decir, en la Tierra, el Hombre-Dios se hace Presente en la cruz del Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, con el mismo sacrificio del Gólgota, bajo la apariencia de pan y de vino, Presente con toda la gloria de su Persona divina del Hijo.

La misión del ángel de Dios —mencionado en la “Plegaria Eucarística I”, llamada “Canon Romano” por su antigüedad, del Misal Romano— es, entonces, llevar ante la Presencia de Dios Uno y Trino el fruto milagroso de las entrañas virginales de la Iglesia, el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de Dios Hijo, nacido en Belén como Niño, muerto en la cruz en el Calvario y aparecido en el altar, en medio de su Iglesia, como Cordero de Dios399.

Si prestamos atención a la Plegaria Eucarística I, veremos que la misión del ángel de la santidad no consiste solamente en “llevar la ofrenda consagrada al altar del Cielo”, sino en “traerla” luego, en un movimiento descendente, para que esa ofrenda –la Eucaristía- sea consumida por los participantes al Santo Sacrificio del altar, y reciban de esa manera el “Pan Vivo bajado del Cielo” (cfr. Jn 6, 44-51), con el cual el alma se llena de “toda gracia y bendición”: “Te pedimos, Señor, que esta sea llevada a Tu

394 Cfr. Scheeben, ibidem, 537.395 Cfr. M.R., Plegaria eucarística I.396 Cfr. M.R., ibidem.397 Cfr. SÁNCHEZ RUEDA, Á., Milagros eucarísticos. El Amor del Dios del sagrario se hace visible, Ediciones Uno y Trino, Buenos Aires 2011, 13-16.398 Cfr. Scheeben, Los misterios.399 Cfr. Sánchez Rueda, o.c.

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Presencia, por manos de tu ángel, hasta el altar del Cielo, para que cuantos participamos del Cuerpo y de la Sangre de Tu Hijo, seamos colmados de gracia y bendición”400.

El ángel mencionado en la Plegaria Eucarística I, al unir las liturgias del Cielo y de la Tierra, permite que tanto ángeles como hombres adoremos, unidos, al Cordero del sacrificio. Es para esto que fueron creados cielos y tierra: “Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Fil 2, 10-11).

Ahora veamos la estructura de la PLEGARIA EUCARÍSTICA II, puesto que nos interesa analizar, entre otras cosas, el rol del Espíritu Santo en este momento de la Misa.

En la Plegaria Eucarística II, el sacerdote invoca al Espíritu Santo (epíclesis) extendiendo sus manos sobre el pan y el vino, pidiendo que por el Espíritu Santo se obre la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Jesús: “Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad; por esto te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que se conviertan para nosotros en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, nuestro Señor”.

PLEGARIA EUCARÍSTICA II.

Transición.

El sacerdote, con las manos extendidas, dice:

Santo eres, en verdad, Señor, fuente de toda santidad;

Epíclesis. Oración consecratoria

Junta las manos y, manteniéndolas extendidas sobre las ofrendas, dice:

por eso te pedimos que santifiques estos dones con LA EFUSIÓN DE TU ESPÍRITU ,

En la Plegaria eucarística II, el sacerdote ministerial, en nombre de la Iglesia, pide a Dios que santifique los dones del pan y del vino “con la efusión del Espíritu Santo”; es decir, el sacerdote pide el descenso del Espíritu Santo sobre el altar eucarístico, lo cual nos trae a la memoria el pasaje de la Encarnación del Verbo, en el momento en el que el ángel anuncia a la Virgen María que el Espíritu Santo “descenderá” sobre Ella, para engendrar virginalmente en su seno a Dios Hijo.

Por este motivo, para aprovechar mejor esta parte de la Misa, con la particularidad de esta Plegaria eucarística, meditamos sobre este pasaje del Evangelio, el de la Anunciación del ángel y la posterior Encarnación de la Palabra de Dios en el seno virgen de María: “El Espíritu Santo descenderá sobre Ti” (cfr. Lc 1, 26-38). El Espíritu Santo había ya descendido sobre María Santísima en el momento de la Concepción Inmaculada, convirtiendo a María en el Lirio celestial; ahora, el ángel le anuncia que el Espíritu Santo descenderá sobre Ella en la Encarnación, para convertir a Ella, que es la Flor de los cielos, en la Morada Santa, en el Tabernáculo del Dios Altísimo, que alojará en su seno purísimo al Dios Tres veces Santo. El descenso del

400 Cfr. M.R., Plegaria Eucarística I.

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Espíritu Santo hará de María algo más grande que los cielos, porque contendrá dentro de Ella a Aquel a quien los cielos no pueden contener.

Debido a que el Espíritu Santo descenderá sobre la Virgen para llevar dentro de Ella a la luz eterna, Dios Hijo, el descenso del Espíritu Santo convertirá a la Virgen en algo similar a un diamante, que encierra la luz, porque la Virgen encerrará dentro de Ella a la Luz eterna, Cristo Jesús. El descenso del Espíritu Santo hará de la Virgen el Cristal ardiente, el Diamante Puro, que irradiará al mundo la luz, el fuego y el calor de Dios Hijo, porque de Ella nacerá, como un rayo de sol que atraviesa un cristal, el Hijo de Dios encarnado.

El Espíritu Santo desciende sobre la Virgen en el Nacimiento, haciendo de la Virgen, Sagrario de Dios, la Madre de Dios Hijo, dando cumplimiento al signo anunciado por Isaías: “Dios mismo os dará una señal: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo”, y por la concepción virginal, y por el nacimiento virginal, Dios, que habitaba en una luz inaccesible, comenzará a habitar entre los hombres.

El Espíritu Santo, Fuego de Amor divino, desciende sobre la Virgen en Pentecostés, convirtiendo a María, Tabernáculo y Sagrario, en Antorcha Viva que arde con el Fuego del Divino Amor, y que comunica de ese Amor y de ese Fuego divino a quien se acerca a Ella.

La Virgen, sobre la que desciende el Espíritu Santo, es modelo de la Iglesia Santa, y por eso también sobre la Iglesia Santa desciende el Espíritu Santo: desciende en el momento del nacimiento de la Iglesia, en el Calvario, con la efusión de sangre y agua del Corazón traspasado del Salvador. En el momento en el que el Corazón de Jesús es traspasado en la cruz, en ese momento, con la efusión de sangre y agua, se produce la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia, dando nacimiento celestial, inmaculado y puro, a la Iglesia Santa de Dios.

El Espíritu Santo descendió en el seno de la Virgen en la Encarnación, y desciende también en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico, en el momento de la consagración, para convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Jesús, convirtiendo al altar en algo más grande que los cielos, porque en el altar, en la Eucaristía, está contenido Aquel a quien los cielos no pueden contener.

El Espíritu Santo, soplado por el Hijo y por el Padre, desciende sobre la Iglesia en Pentecostés, abrasándola en el Fuego del Amor divino; el Espíritu Santo, soplado por el Padre en la eternidad, y soplado por el Hijo en la Eucaristía, desciende sobre el alma en gracia, por la comunión, para abrasarla con el Fuego del Amor divino.

Pero hay otro pasaje que podemos aplicar aquí, y es el del episodio del ángel de la piscina de Betsaida (cfr. Jn 5, 1-3. 5-16): en la piscina del Pórtico de las Ovejas, un ángel desciende y agita las aguas, y quien se introduce recibe el milagro de la curación de sus males corporales; en la Santa Misa, el Ángel de Dios, que es el Espíritu Santo, baja del cielo y convierte el agua y el vino del cáliz en la sangre del Cordero, y quien se sumerge en ella recibe algo más grande que la curación corporal, y es la vida eterna del Hijo de Dios.

Por último, este “descenso del Espíritu Santo” sobre las ofrendas del altar para santificarlas, nos recuerda también a la frase de Jesús en donde dice que el Espíritu de Dios está sobre Él: “El Espíritu del Señor está sobre mí”. (cfr. Lc 4, 16-30), por lo que también podemos traer al espíritu este pasaje en este momento de la Misa: Jesús lee en la Sinagoga el pasaje del Antiguo Testamento que corresponde a Isaías, y se lo atribuye a Él: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acabáis de oír”. Los que lo escuchan quedan sorprendidos, porque conocían a Jesús como al “hijo de José”: “¿No es éste el hijo de José?” A pesar de “quedar admirados” por las “palabras de gracia que salían de Él”, no pueden entender de qué manera es posible que sea verdad lo que Jesús

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

les está diciendo, que el Espíritu de Dios está sobre Él, ya que Jesús, para ellos, es sólo “el hijo de José”.

Sin embargo, es así, tal como lo dice Jesús: el Espíritu de Dios está sobre Él, porque el Espíritu de Dios descendió sobre su cuerpo inmaculado en la Encarnación, ungiéndolo con la unción de la divinidad, “consagrándolo por la unción”; el Espíritu del Señor descendió sobre Él en el Jordán; el Espíritu del Señor descendió sobre su cuerpo muerto en el sepulcro, para darle la vida divina.

Pero si Jesús dice que el Espíritu de Dios está sobre Él, también la Virgen María puede decirlo: así como el Espíritu de Dios desciende sobre Jesús, así desciende sobre la Virgen María: en la Encarnación, en Pentecostés, como lenguas de fuego, y así desciende sobre la Iglesia en el altar eucarístico, en el momento de la consagración.

Y el Espíritu, que está sobre Jesús y sobre la Virgen, está también sobre la Iglesia: así como descendió sobre el seno virgen de María y la fecundó para que engendrara virginalmente al Hijo de Dios, y lo presentara al mundo como Pan de Vida, así el Espíritu Santo desciende en la consagración, sobre el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico, para convertir el pan y el vino en el Cuerpo resucitado del Señor Jesús, Pan de Vida eterna.

En la Iglesia, el Espíritu Santo sobrevuela en el altar, en el momento de la consagración, a través de las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, convirtiendo la materia inerte del pan y del vino en el cuerpo vivo, glorioso y resucitado del Señor Jesús. Cuando el sacerdote dice: “Esto es mi cuerpo … Esta es mi sangre”, en ese momento, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, y esta conversión maravillosa no es obra en absoluto del sacerdote, sino del Espíritu Santo que es soplado sobre el altar a través de la voz del sacerdote ministerial.

Para apoyar esta idea de la “venida” del Espíritu Santo que “sobrevuela” en el altar, traemos las Homilías catequéticas de Teodoro de Mopsuestia, de la escuela de Antioquía, quien usa esta expresión al decir que la Eucaristía no es figura del Cuerpo de Cristo401: “Pero es notable que al dar el pan no dijera Él: ‘Esto es la figura (týpos) de mi cuerpo’ (Mt 26, 6); y de la misma manera el cáliz, no dice: ‘Esto es la figura (týpos) de mi sangre, sino: ‘Esto es mi sangre’ (Mt 26, 28); porque quiso Él que, habiendo recibido éstos (el pan y el cáliz) la gracia y la venida del Espíritu Santo, no miremos su naturaleza, sino que los tomemos como el cuerpo y la sangre que son de nuestro Señor”402.

Junta las manos y traza el signo de la cruz sobre el pan y el cáliz conjuntamente diciendo:

de manera que se conviertan para nosotros en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, nuestro Señor.

Junta las manos.

Por la epíclesis, es decir, por la invocación del Espíritu Santo sobre las ofrendas, se convierten en realidad, sobre el altar, las palabras de Jesús: “Yo Soy el Pan vivo bajado del Cielo (…) El pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51).

401 Cfr. SAYÉS, J. A., El misterio eucarístico, Biblioteca de Autores Católicos, Madrid 1986, 129.402 Hom. cat. 15, 10; SOLANO, II 148.

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Es decir, las palabras de Jesús se cumplen en toda su realidad sobrenatural, en el sacramento del altar: la Eucaristía es el Pan vivo bajado del Cielo, es el cuerpo de Cristo, que es su Carne, que es la vida del mundo.

La Eucaristía es el Pan, que es la carne del Cordero, y esa es la noticia más grande y alegre que puede recibir y comunicar el cristiano, y la alegría y el estupor que provoca esta realidad, del Pan que es carne del Cordero y de la carne del Cordero que da la vida eterna, deberían obrar como fuente de consuelo en ese mar de dolor y de tribulación que es la existencia humana.

¿Quién es el que obra toda este asombrosa conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo?

¡El Espíritu Santo! El Espíritu Santo es Fuego de Amor divino, pues como tal es infundido en Pentecostés: “…de repente vino del cielo un estruendo. . . un viento recio que soplaba (…) se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo” (cfr. Hch 2, 1-13). Si el Espíritu Santo es fuego, y si es fuego que descendiendo del seno del Padre es soplado en el altar eucarístico, así como fue infundido en Pentecostés, ¿cómo obra este fuego?

Para darnos una idea de cómo obra el Espíritu Santo, tomemos como ejemplo la acción del fuego terreno o material sobre la carne, en algo tan común a los argentinos como el asado: antes de la acción del fuego, la carne es sólo materia; a medida que el fuego comienza a aplicarse sobre la carne, y a abrasarla con sus llamas, a la par de ser cocida, la carne se va transformando en humo que se eleva al cielo, lo cual indica una especie de transmutación de la carne, que de materia se convierte en humo, es decir, algo así como si de material se convirtiera en inmaterial.

El Fuego que es el Espíritu Santo obra también sobre una carne, una carne de cordero, la carne del Cordero de Dios, y obra también la transmutación, puesto que, antes de la acción del Espíritu, la carne de Cristo, esto es, su Cuerpo, todavía no ha sido glorificada, y por lo tanto permanece en estado material y corpóreo; a medida que es infundido el Espíritu, por el Padre y el Hijo, sobre la Humanidad Santísima de Cristo, esta comienza a ser transmutada, a ser glorificada, cuando el Espíritu, que es Fuego divino, abrasa la carne de Cristo con sus llamas de Amor y convierte la materialidad del Cuerpo de Cristo en su Cuerpo glorificado, el cual se eleva a los Cielos, ascendiendo como suave fragancia que se ofrenda a Dios como ofrenda a Dios, agradabilísima, por la eternidad.

Es decir, así como el fuego material transmuta, convierte la materialidad de la carne del animal en humo que se eleva al cielo, así el Espíritu Santo, que es Fuego, transmuta el pan en el Cuerpo y el vino en la Sangre del Cordero, que como suave aroma de perfume suavísimo, asciende a los Cielos para ser ofrecido como ofrenda santísima por la expiación de los pecados de la humanidad.

La Eucaristía es entonces la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, servida por Dios Padre en el Banquete celestial, la Santa Misa, a sus hijos adoptivos.

Pero esta efusión del Espíritu que se produce en la Santa Misa, a través de la oración del sacerdote ministerial, tiene también otras analogías, ya que así como desciende sobre las ofrendas, así descendió sobre la Virgen en la Encarnación, y también lo hace en Pentecostés y en el alma que comulga.

El Espíritu Santo descendió en el seno de la Virgen en la Encarnación, y desciende también en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico, en el momento de la consagración, para convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, convirtiendo al altar en algo más grande que los Cielos, porque en el altar, en la Eucaristía, está contenido Aquel a quien los Cielos no pueden contener.

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El Espíritu Santo, soplado por el Hijo y por el Padre, desciende sobre la Iglesia en Pentecostés, abrasándola en el Fuego del Amor divino; el Espíritu Santo, soplado por el Padre en la eternidad, y soplado por el Hijo en la Eucaristía, desciende sobre el alma en gracia, por la comunión, para abrasarla con el Fuego del Amor divino.

Este envío del Espíritu Santo que, como lenguas de fuego abrasador venido de lo alto, consume y sublima la ofrenda del sacrificio, estaba prefigurado en el Antiguo Testamento, en la disputa entre el profeta Elías y los sacerdotes de Baal: mientras estos últimos invocan en vano a sus demonios, Elías obtiene de Yahveh un fuego abrasador que consume el novillo colocado en un altar de doce piedras, y como pensamos que la oración del profeta y la acción de Yahveh son un anticipo de la Santa Misa, nos detenemos en su consideración.

Dice así la Escritura: “A la hora en que se presenta la ofrenda, se acercó el profeta Elías y dijo: ‘Yahveh, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor y que por orden tuya he ejecutado toda estas cosas. Respóndeme, Yahveh, respóndeme, y que todo este pueblo sepa que tú, Yahveh, eres Dios que conviertes sus corazones’. Cayó el fuego de Yahveh que devoró el holocausto y la leña, y lamió el agua de las zanjas. Todo el pueblo lo vió y cayeron sobre su rostro y dijeron: ‘¡Yahveh es Dios, Yahveh es Dios!’” (1 Reyes 18, 21, 23-26, 36-3).

Los sacerdotes de Baal gritan a su dios, pero este “ni escucha ni responde”, pero no porque no exista, puesto que Baal es uno de los demonios más grandes del infierno, sino porque si no habla, es que es Yahvéh quien no permite que hable. Los demonios, en el Infierno están sujetos al poder de Dios, y sufren su ira por la eternidad, y puesto que no quisieron doblegar su orgullo por el amor, lo hacen por la eternidad, sufriendo terriblemente el poder de la Justicia divina. En vano rinden culto los sacerdotes de Baal, a un demonio, que nada puede hacer si Dios no se lo permite, y es por eso que el novillo de los adoradores del demonio permanece sin quemarse sobre la leña.

Por el contrario, cuando Elías invoca a Yahveh., desciende del cielo sobre el altar un fuego que devora el holocausto, a pesar de que había sido rociado con abundante agua.

Esta acción divina, en la que Yahveh envía fuego del cielo para consumir la ofrenda que se encuentra sobre el altar, es una pre-figuración del Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, en donde Dios Padre envía al Espíritu Santo, que desciende como fuego abrasador y celestial que convierte las ofrendas del altar, el pan y el vino, en el Cuerpo resucitado de Jesús. Así como el fuego enviado por Yahveh –que es Dios Uno y Trino, que todavía no se ha auto-revelado como Trinidad de Personas- consume la víctima, asándola en las llamas, convirtiendo la materialidad de la carne en humo que asciende al cielo, y significando con esto que la ofrenda ha pasado, de materia a espíritu, y ha pasado a ser propiedad de Dios, puesto que, convertida la carne en humo, asciende al cielo, así también, en el Sacrificio del Altar, el Fuego venido del Cielo, el Espíritu Santo, a través de la voz humana del sacerdote ministerial al pronunciar las palabras de la consagración, convierte el pan y el vino en el Cuerpo de Jesús resucitado, cuya carne fue sublimada en la cruz por el Espíritu Santo, ya que al penetrarla y asarla con sus llamas hizo que la materia se espiritualizara y glorificara, y así, espiritualizada y glorificada, ascendiera en la Resurrección, como el humo del incienso quemado asciende en honor de Dios Uno y Trino.

El descenso del fuego, de parte de Dios, como el verificado en el sacrificio de Elías, se da entonces también en la consagración eucarística, en la Santa Misa, a través de las palabras de la consagración. Así como Jesús espira el Espíritu Santo en la eternidad, en cuanto Segunda Persona de la Trinidad, junto a su Padre, así lo espira

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también en cuanto Hombre en el tiempo de la Iglesia, en la Santa Misa, por medio de las palabras de la consagración del pan y del vino: “Esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre”.

En ese momento, el Espíritu Santo, como fuego abrasador surgido del seno de Dios, consume la ofrenda del altar, y de la materialidad en la que consisten el pan y el vino, los convierte en la carne y sangre espiritualizados y glorificados del Hombre-Dios resucitado.

Sigue luego la fórmula de la consagración, obviamente igual a la Plegaria eucarística I. En este momento, que corresponde al de las oraciones sacrificiales post-consagración, en la Plegaria Eucarística II el sacerdote, con las manos extendidas, dice:

Así, Padre, al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación, y te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia.

Lo que la Iglesia ofrece a Dios, es decir, la ofrenda, no es el pan y el vino propiamente hablando, sino estos mismos después de la transubstanciación, es decir, cuando han sido convertidos, por el poder del Espíritu Santo, en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo.

Epíclesis.

Te pedimos, humildemente, QUE EL ESPÍRITU SANTO CONGREGUE EN LA UNIDAD a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacerdote pide que el Espíritu Santo “congregue en la unidad” a aquellos que van a “participar del Cuerpo y Sangre de Cristo”. Esta petición no es propia del sacerdote celebrante, ni de la Iglesia, sino de Cristo mismo, quien pide al Padre en el Evangelio que los hombres “sean uno” como Él es uno con el Padre: “Que todos sean uno como Tú y Yo somos uno” (cfr. Jn 17, 11-19).

La Iglesia, por lo tanto, se hace eco del pedido de unidad de Cristo, suplicando al Padre la unión entre aquellos que recibirán a Cristo en la Eucaristía. Y Dios Padre tiene ya la respuesta en la misma Eucaristía, pues será a través de la comunión eucarística, es decir, a través de la unión de los hombres al Cuerpo de Cristo, en donde esta unidad se verá plena y absolutamente realizada.

Ahora bien, es necesario reflexionar acerca del tipo de unión que se verifica en la Eucaristía, ya que podría tratarse de una unión superficial, meramente moral, es decir, en el deseo, o podría tratarse, por el contrario, de una unión mucho más profunda. Es esto último lo que sucede en la comunión, puesto que la unión producida entre el Cristo eucarístico y los hombres, es una unión en el Amor divino, y veremos el porqué. El deseo de que todos los hombres sean uno en Dios, así como Él y su Padre son uno, es una consecuencia del amor, ya que el amor tiende a unir a quienes se aman: esposos, padres e hijos, amigos. La unión es consecuencia del amor, ya que el amor, por su propia naturaleza, une.

El Sagrado Corazón ama a los hombres con el amor con el que ama a Dios, y por lo tanto quiere que todos sean uno en el amor.

Jesús desea la unión en el amor entre los hombres y Dios, pero hay que tener en cuenta que la unión que Jesús quiere, no es una mera unión moral, como la unión que se

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da, por ejemplo, entre quienes poseen un mismo ideal. La unión que Jesús pretende que haya entre los hombres, y entre los hombres y Él y su Padre, es una unión mucho más profunda: es una unión en la que los hombres participarán del propio ser divino, y esto será logrado por la comunión que hagan los hombres de su Cuerpo resucitado, en la Eucaristía.

Al unirse a su Cuerpo resucitado por la comunión eucarística, los hombres son incorporados al Cuerpo de Cristo, pasando a ser parte o miembros de ese cuerpo, y como son parte o miembros de ese cuerpo, reciben el mismo principio vital que anima a ese cuerpo, el Espíritu Santo. Así como el cuerpo del hombre es animado por el alma, y así como cada miembro y órgano es animado por este mismo y único principio vital, así el Cuerpo Místico de Jesucristo es animado por un mismo y único principio vital, el Espíritu Santo, y cuando el hombre empieza a formar parte del Cuerpo Místico de Cristo por la comunión, recibe el mismo Espíritu que anima a este cuerpo, el Espíritu Santo.

De esta manera, el hombre comienza a ser uno con Cristo y, en Cristo, comienza a ser uno con Dios Padre, cuya unidad con Cristo es substancial. Es esa unidad, derivada de la misma naturaleza divina, existente por naturaleza entre el Padre y el Hijo, la que Cristo quiere que se dé entre los hombres y entre los hombres y Él y el Padre. Este tipo de unidad es una unidad mucho más profunda que una unidad simplemente de tipo moral, y no se puede comprender si antes no se tiene en cuenta quién es Jesús.

La unidad que desea Jesús para los hombres no se entiende sino se tiene en cuenta antes quién es Jesús, el Hombre-Dios: Jesús, el Hombre-Dios, es la unión personal, hipostática, de la divinidad con la humanidad, y es por esto Dios y hombre 403. Jesús es Hombre-Dios, y como Hombre y como Dios une en sí lo creado y lo Increado: como hombre, forma una misma cosa con la raza humana, y como Dios Hijo se halla en unión real e íntima con Dios Padre, de quien procede, y con el Espíritu Santo, al cual, junto con el Padre, espira404.

Jesús, en cuanto Hombre, está en el mundo; en cuanto Dios, es Dios y es una misma cosa con el Padre y el Espíritu Santo. En cuanto Persona divina encarnada en una naturaleza humana, eleva al mundo a una y a la raza humana a la más íntima unión con el Padre eterno, y por otra parte, extiende a todo el mundo –especialmente a la raza humana- la unidad que Él tiene con el Padre405.

De esta manera, por su unidad personal, hipostática, Cristo es el vínculo real y substancial, que une en sí, de un modo admirable, los dos extremos –Dios y la creatura-.

“Que sean uno como Tú y Yo somos uno”. Por este vínculo que establece Cristo entre Dios y los hombres, se comunica a los hombres la unidad substancial entre el Padre y el Hijo406, y es así como el deseo de Cristo: “que todos sean una misma cosa y que como Tú, ¡oh Padre!, estás en mí y Yo en Ti, así ellos sean una misma cosa en nosotros”.

Esta unión admirable y sublime en Cristo y por Cristo al Padre, en su Espíritu, por la cual la unidad de naturaleza del Hijo y del Padre se extiende a nosotros, no la obtenemos recién en la otra vida, sino que comienza ya en esta vida, por medio del sacramento de la Eucaristía. Dice así San Hilario: “Si el Verbo verdaderamente se hizo carne y si nosotros en el pan del Señor manducamos verdaderamente el Verbo humanado: ¿no hemos de pensar que él permanece en nosotros según la naturaleza, ya que habiendo nacido como hombre, asumió indisolublemente la naturaleza de nuestra

403 Cfr. Scheeben, Los misterios, 430.404 Cfr. Scheeben, ibidem.405 Cfr. Scheeben, ibidem.406 Cfr. Scheeben, ibidem.

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carne y de la naturaleza de su carne hizo naturaleza de la eternidad (es decir, de la divinidad) bajo el sacramento de la carne que ha de sernos administrada? Porque así todos somos una misma cosa, ya que en Cristo está el Padre y Cristo está en nosotros”407.

“Que sean uno como Tú y Yo somos uno”. Cristo Eucaristía está en el Padre y Cristo, por la comunión de la Eucaristía, está en nosotros, y así, al comulgar, somos uno con el Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo.

El deseo de Jesucristo se cumple en la comunión eucarística, porque es por la comunión por la que cada hombre se une a Cristo en su Cuerpo resucitado y así, formando parte de él como miembro suyo, recibe de Cristo el Espíritu que anima su Cuerpo, el Espíritu Santo, y forma un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo.

Quienes se unen a Cristo por la comunión, son animados por un mismo Espíritu, el Espíritu del Amor divino, y deben manifestar esa unión en el Espíritu a través de las obras de misericordia.

Cristo dio su vida en la cruzPara que todos, en Él,

Seamos uno, Como Él y el Padre son Uno.

Pero en el pedido de unidad del sacerdote ministerial -que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos comulgamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo- se encuentran implícitos otros dos misterios sobrenaturales, sobre los cuales podemos reflexionar para este momento de la Santa Misa: el misterio de la Santísima Trinidad y el misterio del Cuerpo Místico, ambos también derivados de la petición de Jesús: “Que sean uno como Tú y Yo somos Uno” (cfr. Jn 17, 20-26).

El Padre y el Hijo son uno, porque poseen el mismo ser divino, el mismo Acto de ser que actualiza la substancia y la naturaleza divina, y a la vez, son distintos, porque uno es el Padre, la Persona Principio sin Principio, y otra Persona es el Hijo, engendrado eternamente. Y ambos están unidos por el Espíritu Santo, el Amor divino que es espirado de forma conjunta por el Padre y por el Hijo. Revelación de la Trinidad, Tres Personas divinas y un solo Ser divino: “Que sean uno como Tú y Yo somos Uno”:

407 Cfr. De Trin. 1. 8, 13 et 14.

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uno es el Padre, uno es el Hijo, uno es el Espíritu Santo, que los une a ambos en el mismo amor.

Se trata de la Revelación del misterio del Cuerpo Místico: “Que sean uno”, ¿quiénes? Aquellos que, atraídos por el Padre y el Espíritu, formen “un solo cuerpo y un solo espíritu” (cfr. MISAL ROMANO, Prefacio), con el Hombre-Dios Jesucristo.

“Que sean uno como Tú y Yo somos Uno”. Además de revelar dos misterios sobrenaturales, el de la Trinidad y el del Cuerpo Místico, Jesús expresa un deseo: que los seres humanos seamos, en Dios, y con Dios, uno, así como Él y el Padre son uno. Jesús expresa un deseo, pero cuando lo expresa, es sólo un deseo, y no es todavía realidad, porque todavía no pasó por su misterio pascual de muerte y resurrección.

¿Dónde se verifica el cumplimiento de este deseo de Jesús? El deseo de Jesús se cumple en el misterio sacramental de la Iglesia: es por el sacramento de la Eucaristía por la cual somos hechos uno, un solo cuerpo y un solo espíritu, porque por la comunión eucarística Cristo nos une a su cuerpo resucitado y nos insufla su Espíritu, y así, como un cuerpo y un espíritu en Cristo, somos presentados ante el Padre. ¿Por qué? ¿Qué es lo que sucede en la comunión, que nos hace ser uno con el Padre? En la comunión eucarística, antes de comulgar, somos muchas personas, distintas entre sí, cada una ocupando su lugar. En el momento de comulgar, cada uno recibe una forma distinta, de modo personal, pero como recibe al mismo y único Cristo, es Cristo quien, soplando su Espíritu sobre nosotros, nos incorpora a Él, haciendo de todos nosotros, que somos múltiples y muchos, un solo cuerpo y un solo espíritu con Él, y así, como un cuerpo y un solo espíritu en Él, somos presentados ante el Padre.

Cristo en la Eucaristía, incorporándonos a Él, lleva a cabo su deseo expresado antes de la Pasión, porque nos hace ser un cuerpo y un espíritu con Él, que es uno con el Padre.

Pero falta algo para la unidad perfecta, y ese algo, o más bien Alguien, es el Espíritu Santo, que une a los hombres en el Amor divino: “Que sean uno en nosotros, para que tu amor esté en ellos” (cfr. Jn 17, 20-26). Jesús, en la ‘oración sacerdotal’, pronunciada horas antes de dar inicio a su Pasión, pide a su Padre que los miembros de su Iglesia, que son muchos -y que llegarán a ser miles de millones hasta el fin de los tiempos-, sean uno, a pesar de su diversidad de razas y a pesar de la distancia que los separará entre sí en el tiempo. Jesús pide la unidad para su Iglesia, pero no una unidad cualquiera. La unidad que pide Jesús –que sean uno- es una unidad basada en la participación de sus discípulos en la naturaleza divina: “que sean uno como Tú y Yo somos uno”. Los discípulos serán uno, así como el Padre y el Hijo son uno, cuando comiencen a participar de la naturaleza y de la vida de Dios Trinidad. En ese momento se cumplirá el deseo de Jesús de que todos los hombres sean ‘uno’ en Dios, cuando vivan en y del Espíritu de Dios.

Jesús pide al Padre que los hombres sean uno, pero no sólo pide, sino que proporciona el camino por el cual los hombres podrán alcanzar esa suprema unidad en la divinidad. El camino por el cual los hombres se unirán a Dios y empezarán a ser uno en Dios, es la unión a su cuerpo sacramentado, glorioso y resucitado, porque por la unión a su cuerpo, Presente con su substancia humana en el sacramento del altar, los hombres recibirán la substancia divina, el Espíritu del Padre, que inhabita en el cuerpo humano del Verbo. Y el Verbo -junto con su Padre-, donarán el Espíritu a quienes reciban con fe y con amor su cuerpo sacramentado. Al recibir el Espíritu del Padre y del Hijo, infundido por ellos por la comunión del cuerpo del Hijo, los hombres serán incorporados al cuerpo de Cristo, y formarán un solo cuerpo, y recibirán el Espíritu de Cristo, formando un solo Espíritu con Él, así como Él y el Padre son un solo Espíritu. La petición de Jesús al Padre, de que los miembros de su Iglesia sean uno se cumple de

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manera real y actual en la comunión eucarística: allí el alma, uniéndose al cuerpo glorioso de Jesucristo, recibe de Él su Espíritu, y por el Espíritu, se vuelve un solo Espíritu con el Padre y el Hijo. Unidos al cuerpo del Hijo, reciben de Él su Espíritu 408, que los hace ser un Espíritu con Él y el Padre; pero como el Espíritu del Padre y del Hijo es Espíritu que es Amor espiritual, puro, substancial, este Amor del Padre comienza a circular en ellos y a convertirse en principio de vida y de movimiento. Esa es la razón por la cual también en la comunión se da cumplimiento a la petición de Jesús, de que el amor del Padre esté en ellos: son uno, por el Espíritu, y como es Espíritu de Amor, está en ellos el Amor del Padre y del Hijo: “Que sean uno, para que el amor con que tú me amas, esté en ellos, y así su alegría sea perfecta”. El Amor substancial del Padre, la Persona del Espíritu Santo, que procede del Padre por la vía del amor, comienza a inhabitar en el alma por la comunión eucarística también por la vía del amor409. De esa, manera, el amor con el cual el Padre ama al Hijo, está en con su hipóstasis, con su Persona, en el alma, y con esa Presencia personal del Amor de Dios, el alma ve extracolmada y extrasaciada su sed de felicidad y alegría, y no puede desear nada más: cuando el amor de Dios está en él de manera que puede gozar y disfrutar de la Persona del Amor como una cosa de propiedad personal, nada más puede desear el alma.

Nada de más deseable hay para el católico, ni en esta vida ni en la otra, que la comunión eucarística, ya que por ella, el espíritu humano se vuelve un espíritu con el Espíritu del Amor substancial de Dios, y esta unión la reflejan los santos con un signo exterior: la caridad, la misericordia, y la compasión para con el prójimo.

Y prosigue:

ACUÉRDATE, SEÑOR, DE TU IGLESIA EXTENDIDA POR TODA LA TIERRA; Y CON EL PAPA N. ,

(…) El hecho de nombrar a la Iglesia y al Santo Padre no es obra de la casualidad,

puesto que la relación entre ambos es indisoluble: el Papa es el Vicario de Cristo y, como tal, así como él descansa en Cristo y en el Espíritu Santo, así la Iglesia descansa en el Papa, puesto que el Papa es la piedra basal y el fundamento del edificio del Cuerpo Místico que es la Iglesia.

Que el Santo Padre sea la piedra fundamental de la Iglesia, se deriva de las palabras de Jesús en el Evangelio: “Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia” (cfr. Mt 16, 13-19), y por lo tanto es necesario meditar en este pasaje, tanto más, cuanto que nuestra fe en Cristo –y en el Cristo Eucarístico- se fundamenta en la fe de Pedro y de los Papas, sus sucesores.

Cuando Jesús nombra a Pedro como Vicario suyo, podría parecer, exteriormente, un acto más entre otros, como cuando comienza una religión nueva o incluso un movimiento nuevo entre los humanos, aún cuando no sea de carácter religioso: al prever que ya no estará en algún momento, todo líder, sea religioso o político, nombra a su sucesor.

Es decir, cuando instituye el Papado, parecería que cumple con este requisito humano de nombrar un sucesor de su confianza. Sin embargo, no está simplemente ordenando a su sucesor para cuando Él ya no esté en la tierra: está realizando un acto

408 Cfr. Scheeben, Los misterios, 417.409 Cfr. Scheeben, Los misterios, 154.

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sobrenatural, miserioso absolutamente, porque proviene de la eternidad, y que no puede por lo tanto aprehenderse sino es a la luz de la fe.

Al nombrar a Pedro como Vicario suyo, está instituyendo el Papado, una institución que refleja el ser sobrenatural de la Iglesia410, ser sobrenatural que se deriva de haber sido fundada directamente por Cristo en Persona411. De esta manera, toda la Iglesia descansa sobre Pedro –“Sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”- y Pedro a su vez descansa sobre Jesús: “Tú eres Pedro”, le dice Jesús a Simón, cambiándole el nombre, demostrando ascendencia y dominio sobre el venerable pescador convertido en Papa.

Pedro –y todos los Papas luego de él, todo el Papado- es algo más que un simple sucesor o un simple representante de Jesucristo: Pedro posee la plenitud del sacerdocio eterno de Jesucristo, y es de este sacerdocio de donde brota la Iglesia y toda la vida de la Iglesia: es de este sacerdocio de donde brota la Eucaristía, Corazón de la Iglesia, y los restantes sacramentos, que son como las arterias por donde circula la sangre que da la Vida eterna del Hijo de Dios, la gracia, a toda la Iglesia.

Del sacerdocio eterno de Jesucristo, depositado en el Papa en toda su plenitud, brotan los sacramentos, que son la vida de la Iglesia; Del Papa, del Papado, brota la Vida de la Iglesia, porque él recibe de Cristo el sumo poder del sacerdocio eterno, que vivifica, por los sacramentos, a toda la Iglesia.

Por lo mismo, quien más cerca esté del Papa, más cerca estará de la fuente de Vida eterna que brota de su sacerdocio, que es el Sacerdocio del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo.

Hoy, cuando en el mundo arrecia el ataque contra el Papa –el reciente episodio sucedido en la Universidad italiana de La Sapienza, en donde no se le permitió acudir ni disertar412, es solo un ejemplo-, los hijos de la Iglesia deben adherir con todo su ser, con toda su alma y con todo su corazón al Papa, Vicario de Cristo, el dulce Cristo en la tierra, según Santa Teresa de Ávila.

Además de esta reflexión, en este momento de la Santa Misa, podemos recurrir a la confesión de Pedro en el Evangelio: “Tú eres el Mesías” (cfr. Mt 16, 13-23), puesto que esta confesión es la base de nuestra fe.

La afirmación de Pedro acerca de la identidad de Jesús, contrasta con la otra afirmación de los discípulos, al verlo caminar sobre las aguas: “Es un fantasma” (cfr. Mt 14, 22-36), y también con la de diversas gentes, que pensaban que era Juan el Bautista, Elías, Jeremías, o algún otro profeta.

La afirmación de Pedro, de origen sobrenatural –“Feliz de ti, porque esto te lo ha revelado mi Padre”-, tiene una gran importancia para la Iglesia naciente y para la Iglesia de todos los tiempos, ya que va a ser justamente esta fe en Jesús como Hijo eterno de Dios, encarnado en el tiempo, lo que va a caracterizar y distinguir a la Iglesia Católica de cualquier otra religión.

La fe en Cristo como Hombre-Dios, es algo particular y propio de la fe católica, y es esta fe lo que le da unidad a la Iglesia: una misma fe.

Pero esta afirmación, acerca de la Encarnación del Verbo –quien ve a Jesús ve al Verbo Encarnado-, tiene una connotación todavía más significativa que la de la unidad en la fe.

410 Cfr. Scheeben, Los misterios, 583.411 Con relación al origen sobrenatural y divino de la Iglesia y al hecho de ser edificada sobre Pedro, dice así el Juramento anti-Modernista de SAN PÍO X: “En tercer lugar, creo también con fe firme que la Iglesia, guardiana y maestra de la palabra revelada, ha sido instituida de una manera próxima y directa por Cristo en persona, verdadero e histórico, durante su vida entre nosotros, y creo que esta Iglesia esta edificada sobre Pedro, jefe de la jerarquía y sobre sus sucesores hasta el fin de los tiempos”; cit. Motu Proprio Sacrorum Antistitum, impuesto al clero por S.S. Pío X en 1910.412 Cfr. Diario CORRIERE DELLA SERA, edición digital www.corriere.it, enero de 2008.

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Sólo si Jesús es realmente el Mesías, el Verbo de Dios encarnado, puede ser la raíz y el principio de una nueva humanidad, de una nueva raza humana, la humanidad y la raza de los hijos de Dios, porque sólo así, a través de su humanidad, a través de su Cuerpo y de su Sangre, puede donar su Espíritu Santo a los humanos. La vida divina se transmite del Padre al Hijo, y de Él a nosotros413, a través de su humanidad, de su Cuerpo y de su Sangre donados como alimento sacramental, como Eucaristía. Y esto es posible sólo si Él es el Hijo de Dios encarnado: en la encarnación, y por la encarnación, el Hijo de Dios introduce en su cuerpo real el Espíritu Santo, pero también lo introduce en su Cuerpo Místico, porque el Espíritu Santo procede de Él y del Padre.

Sólo si Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, como declara Pedro, es que Jesús puede comunica su Espíritu Santo a su Cuerpo Místico, la Iglesia414.

Sólo si Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, como declara Pedro, es que puede comunicar su Espíritu Santo en cada comunión eucarística.

(…) con nuestro Obispo N. y todos los pastores que cuidan de tu pueblo, llévala a su perfección por la caridad.

Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos LOS QUE HAN MUERTO EN TU MISERICORDIA; ADMÍTELOS A CONTEMPLAR LA LUZ DE TU ROSTRO .

La Iglesia, como buena Madre, pide a Dios por sus hijos que ya han dejado esta vida mortal, suplicándole que los “admita a contemplar su rostro”. Es lo que se llama en latín el “memento” (recuérdate) de los difuntos, por quienes debemos rezar y pedir en cada Santa Misa a la que asistamos, para que Dios les perdone sus pecados, por su gran misericordia, y les conceda la vida eterna, la feliz bienaventuranza, para que se alegren en la contemplación trinitaria, junto a María Virgen, los ángeles y los santos, y sobre todo, en primer lugar, debemos pedir por aquellos difuntos que, por un motivo u otro, han sido nuestros enemigos en la tierra, porque así vivimos la caridad perfecta, cumpliendo el mandato de Jesucristo: “Ama a tus enemigos” (Mt 5, 44). Con respecto a esta parte de la Misa, dice así San Josemaría: “Cuando llega el memento de difuntos ¡qué alegría rezar también por todos! Naturalmente pido en primer lugar por mis hijos, por mis padres y mis hermanos; por los padres y hermanos de mis hijos; por todos los que se han acercado a mí o al Opus Dei para hacernos bien: con agradecimiento, entonces. Y por los que han intentado difamar, mentir… ¡con mayor motivo!: los perdono de todo corazón, Señor, para que Tú me perdones. Y además ofrezco por ellos los mismos sufragios que por mis padres y por mis hijos (…). ¡Y se queda uno tan contento!”415.

Como buena madre, la Iglesia ofrece la Misa por los presentes, por el Papa y el obispo de la diócesis, por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos, y por la salvación de todos los hombres.

Las gracias que se derivan de estas intenciones son las “gracias comunes” de la Misa, y el grado en que se reciban en cada alma determinada, dependerá en parte de la unión con que esa persona participa en el Santo Sacrificio y de sus propias disposiciones interiores.

Estas gracias se acrecientan en las personas unidas en espíritu a todas las Misas que se ofrecen en todas partes; ésta una intención que deberíamos hacer nuestra todos

413 Cfr. Scheeben, Il mistero di Cristo, Edizioni Messaggero Padova, Padua 1984, 102.414 Cfr. Scheeben, ibidem, 103.415 SAN JOSEMARÍA, Notas de una reunión familiar, 10-V-1974 (AGP, P01 X-1974, 75).

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los días en las oraciones de la mañana: unirnos espiritualmente y participar de todas las misas que se celebran en todo el mundo, en cualquier lugar, las veinticuatro horas del día.

También debemos ofrecer las Misas por los pecadores, porque la aplicación del fruto general del sacrificio del altar no depende enteramente de las disposiciones de aquellos por quienes se ofrece. Si así fuera, la Misa no causaría efecto en los pecadores o descreídos por quienes se ofrece416. La aplicación de las gracias de la Misa depende de la Voluntad de Dios, a la vez que de las disposiciones personales. Que la Misa causa la conversión de almas endurecidas y empecinadas, es una verdad que todos hemos experimentado417.

Después del fruto general, está el fruto especial, que se aplica a la persona o personas (vivas o difuntas) por las que la Misa es ofrecida por el celebrante. Cuando damos un estipendio para que se celebre una Misa, este fruto especial se aplica a las personas por quienes se ofrece la intención de la Misa, a nosotros o a terceros.

Este fruto especial es impetratorio (pedir gracias y beneficios) y propiciatorios (reparación por el pecado). Las almas del Purgatorio tienen una necesidad, el ser liberadas del castigo temporal debido a sus pecados, y por eso el fruto especial de la Misa es enteramente propiciatorio cuando se ofrece por los difuntos. No sabemos qué parte del fruto propiciatorio de una Misa se aplica a un alma determinada, y por eso ofrecemos más de una Misa por el alma a la que deseamos ayudar. Tampoco sabemos cuándo termina el Purgatorio para un alma concreta; en consecuencia, es una buena idea tener una intención secundaria al ofrecer una Misa por un difunto: “Señor, si esta alma ya está en el cielo, te ruego que apliques el fruto de esta Misa a esta o aquella intención”418.

Además de estas reflexiones, la inclusión de los difuntos en la Santa Misa nos lleva a meditar en la muerte misma, uno de los enemigos del hombre –junto al demonio y al pecado- que han sido vencidos para siempre por Jesucristo. En la cruz, Jesús “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5), por su omnipotencia, y una de las cosas que hace nuevas es, precisamente la muerte, al asumirla en su condición de Hombre-Dios, y al morir Él en la cruz. Al recordar entonces a los muertos, meditamos sobre la muerte, comenzando por el estupor que la misma provoca, al anteponerla con el fenómeno de la vida, y reflexionando acerca de cuál es la novedad de morir en Cristo.

La vida provoca siempre admiración, estupor, sobre todo cuando se trata de una vida humana, que es una vida superior a cualquier forma de vida visible. Y si la vida provoca admiración y estupor por sí misma, por su misma excelencia y perfección –no es lo mismo una vida de una persona humana a la vida de una planta-, la desaparición de esa vida, es decir, la muerte, también provoca admiración, y lleva a preguntarse sobre porqué existe la muerte, qué sentido tiene, qué hay más allá.

Frente al fenómeno de la muerte, surgen interrogantes, y aún más cuando la persona que muere es un joven. La muerte es en sí misma el destino natural del hombre,419 ser compuesto de cuerpo y alma; naturalmente, en algún momento, el alma deja de comunicar su fuerza vital, deja de transmitir su energía y su vida al cuerpo, y el cuerpo muere, queda sin vida. La muerte es el destino natural del hombre. Pero la muerte fue también impuesta al hombre, como castigo después del pecado420. Voluntariamente, el hombre se apartó de Dios, que es la fuente de la vida, y, apartado de

416 Cfr. Trese, o. c., 422.417 Cfr. ibidem.418 Cfr. ibidem.419 Cfr. Scheeben, Los misterios, 713.420 Cfr. Scheeben, ibidem, 232.

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la fuente de vida y de la Vida misma, al hombre no le queda otra cosa que morir. La muerte es entonces castigo del pecado.

Pero eso es la muerte sin Cristo, antes de Cristo. La muerte para nosotros, los cristianos, los católicos, que recibimos la vida de Cristo en germen en los sacramentos, principalmente en la confesión y en la Eucaristía, ya no es más ni destino natural ni castigo. Para nosotros, los cristianos, que hemos sido bautizados, y que por eso hemos sido incorporados a Cristo, que es el Dios de la vida, la muerte tiene un significado completamente distinto. Tan distinto, que la muerte llega a ser lo opuesto de lo que es: en Cristo, muerto y resucitado, la muerte se transforma en vida.

La muerte en Cristo es vida, porque en Él fue destruida nuestra propia muerte. En la muerte de Cristo en cruz está contenida la muerte de cada uno de los hombres, y por eso está contenida mi muerte. Y como Cristo destruyó a la muerte, porque resucitó, así mi muerte está destruida en Él, y así como mi muerte muere en su muerte en cruz, así mi vida resucitará con su resurrección. La muerte para los católicos, gracias a la Pasión de Cristo, no es ya ni necesidad natural ni castigo, y aún más, adquiere un significado impensable sin Cristo. No sólo ya no es más ni destino natural ni castigo, sino que en Cristo, la muerte del bautizado adquiere las mismas características de la muerte de Cristo: la muerte de Cristo en cruz fue un sacrificio libre por honor de Dios, y en eso se convierte la muerte del cristiano, del bautizado, en Cristo: un sacrificio libre por honor de Dios421. Y así como a la muerte de Cristo le siguió la resurrección de su Cuerpo y su glorificación, así al cristiano, que por el bautismo es hecho parte real de Cuerpo de Cristo, a su muerte le sigue la resurrección, la vida eterna y feliz en la amistad de Dios Uno y Trino. Por eso la Pasión de Cristo es fuente de vida, y de vida eterna422.

La muerte en Cristo es un paso, de esta vida a la vida eterna, a la alegría infinita y eterna, en la compañía y amistad de Dios Trino y de todos los ángeles buenos y los santos. Sin embargo, no necesariamente debemos esperar a morir para gozar de esa felicidad eterna. Ya en esta vida poseemos, como en germen, como una semilla, la vida eterna, la resurrección. Nuestra resurrección está contenida en la Eucaristía, porque en la Eucaristía está Cristo, glorioso y resucitado, que me comunica de su vida divina.

Ten misericordia de todos nosotros, y así, CON MARÍA, LA VIRGEN MADRE DE DIOS , (…)

El sacerdote nombra con gran reverencia a la Madre de Dios, y tampoco es casualidad que se la nombre en la Misa, porque Ella participó en el sacrificio, preparando a la Víctima423 primero –desde su Concepción virginal, y luego, durante su niñez y juventud, hasta que salió a predicar- y ofreciéndola luego al pie de la cruz, con su inefable amor materno. Aunque no consta que estuviera en el Cenáculo, sí estuvo al pie de la cruz, ofreciendo a su Hijo por la salvación de los hombres: “En la Última Cena no consta que la Madre de Cristo estuviera en el Cenáculo. Sin embargo, estaba presente en el Calvario, al pie de la cruz, y allí se mantuvo de pie (cfr. Jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito, y se asoció con su Corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor a la inmolación de la Víctima engendrada por Ella”424. Por haber

421 Cfr. Scheeben, ibidem, 463.422 Cfr. Scheeben, ibidem, 480.423 Cfr. Schnitzler, o. c., 195-196.424 JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1998, n. 2.

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participado estrecha e íntimamente de la Pasión de su Hijo, la Virgen merece no solo ser nombrada, sino tratada como Corredentora, junto a su Hijo Jesús.

Madre de Dios de Vladimir o Virgen de la Ternura

La Madre de Dios acompañó a su Hijodurante toda su vida,

y lo preparó para ofrecerlo como Víctima en la cruz.

Estuvo con Él al pie de la cruz del Calvario,está con Él en cada Santa Misa,

al pie de la cruz del altar.

Es en la meditación de la Pasión donde resalta, con fuerza particular, la presencia de la Madre al lado del Hijo que sufre. Cuando meditamos en la Pasión de Jesús, vemos también a María acompañarlo a lo largo de todo su calvario. Pero no solo en el Calvario, sino que María está siempre al lado de Jesús, con Jesús, a lo largo de toda su vida, desde su nacimiento en Belén hasta su muerte en el Calvario. Madre Fidelísima y Amantísima, protege con su amor maternal a su Hijo, el Hijo de Dios, durante toda su vida, para ofrendarlo en la cruz por la salvación de sus hijos adoptivos. María está siempre con Jesús. Aún más, Jesús, que procede eternamente del Padre, nace de María en el tiempo. Análogamente, así como Jesús procede por generación eterna del seno del Padre, así nace en el tiempo del seno virgen de María. María recibe al Verbo Eterno del Padre y lo reviste con su substancia humana, y por eso está unida a su Hijo con los lazos de la maternidad: el Hijo lleva la substancia humana de su Madre, y es nutrido y alimentado con esa substancia de la Madre. Pero también está unida a su Hijo por el Espíritu, no solo por prepararse María espiritualmente para ser la Madre de Dios, sino porque Ella es la Llena de gracia, la Llena del Espíritu, que es el Espíritu de su Hijo. El Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, es quien une en un mismo Amor sobrenatural a la Madre de Dios y a Dios Hijo encarnado. Es decir, María no sólo acompaña exteriormente a su Hijo Jesús, tanto en su vida oculta, como en su Pasión, sino que está unida por el Espíritu con su Hijo Jesús. Desde Belén al Calvario, en el Sepulcro y en la Resurrección, María está siempre al lado de su Hijo Jesús.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

Estuvo, está y estará para siempre con su Hijo Jesús. Estuvo con su Hijo en la Pasión, estará por la eternidad con su Hijo en la gloria de Dios Trino. Pero también está, en el tiempo de la Iglesia, con su Hijo, donde su Hijo se hace Presente. Y su Hijo se hace Presente con su sacrificio en cruz, en el altar, renovando y haciendo actual para nosotros el sacrificio del Calvario. Y si está el Hijo, está la Madre. No puede y no quiere la Madre dejar solo a su Hijo en la cruz. Y si Jesús se hace Presente con su cruz en el altar, también se hace Presente la Madre de Dios en el altar. Estuvo la Madre al pie de la cruz en el Calvario; estará la Madre por siempre con su Hijo en la gloria eterna; está la Madre con su Hijo, al pie de la cruz del altar.

Al meditar sobre la Pasión de Jesús y sobre la renovación de su sacrificio en cruz, sobre su ofrecimiento en cruz por amor a nosotros, no podemos dejar de meditar en la Pasión de la Madre, en el dolor de la Madre, en la Presencia de la Madre, al pie de la cruz del altar, en cada misa.

Pero la explicación última de porqué se nombra a la Santísima Virgen en la Misa, se encuentra en la misma Misa, por lo cual recordamos brevemente lo que ya hemos dicho acerca del santo sacrificio del altar: para la Iglesia Católica, la Santa Misa no es un rito vacío, sino la perpetuación, renovación, actualización, incruenta y sacramental, del sacrificio del Calvario. Detrás –o más bien, dentro- de las acciones litúrgicas, se encuentra, oculto bajo el velo sacramental, el mismo sacrificio del Calvario, de modo que asistir a Misa es asistir al sacrificio de Cristo en el Monte Gólgota.

En la Santa Misa, Jesús, el Hombre-Dios, está Presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, tal como estuvo Presente en la cruz con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

De este modo, el altar eucarístico se convierte en el Nuevo Monte Calvario, en donde Jesús renueva, en el misterio sacramental, el don de sí mismo en la cruz: así como en el altar de la cruz entregó su Cuerpo y derramó su Sangre, así en la cruz del altar, entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz.

Jesús está Presente en la Santa Misa, así como estuvo Presente en el Calvario hace veinte siglos, y como donde está el Hijo está la Madre, así como en el Calvario estuvo la Virgen al pie de la cruz, ofreciendo al Padre a su Hijo por la salvación de los hombres, así está la Virgen, Presente en Persona, al pie de la cruz del altar, al pie de la cruz del sacrificio eucarístico, ofreciendo a su Hijo al Padre por la redención de los hombres.

La Virgen María recibe la corona de gloria en los cielosporque en la tierra participó de los dolores

de la corona de espinas de su Hijo Jesús.

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Es dogma de fe católica que la Santa Misa es la renovación del sacrificio del Calvario, y que Jesús, el Hombre-Dios, está Presente en el Sacrificio Eucarístico, así como estuvo Presente en el sacrificio de la cruz, y es dogma de fe que su sacrificio es un sacrificio redentor. A estos sublimes dogmas revelados por el cielo, le está indisolublemente unida la verdad de la Presencia en Persona de la Virgen María en el altar eucarístico, acompañando a su Hijo, ofreciendo a su Hijo en el sacrificio eucarístico, como Madre Corredentora, por la salvación de los hombres.

María Santísima, al pie de la cruz, en la cima del Calvario, hizo un doble ofrecimiento: al Padre, ofreció la Víctima Pura y Santa, el Cordero de Dios, su Hijo, y con el Cordero, se ofreció a sí misma. De esta manera, la Virgen estuvo en el Gólgota acompañando al sacrificio de su Hijo en la cruz, pero no de manera pasiva, simplemente resignándose al acontecer de los hechos, sino siendo, por este doble ofrecimiento, junto a Jesús, verdadera protagonista del drama de la Redención, convirtiéndose Ella en Corredentora425, participando, milagrosamente, de sus dolores, acompañándolo en su Pasión y sosteniéndolo, de esta manera, con su amor de Madre426. Como dice un autor, “la Virgen es Corredentora porque asistió a su Hijo en el sacrificio; estaba al pie de la cruz contemplando y compartiendo su inacabable agonía; Ella oyó sus últimas palabras y las recogió en un tesoro que guardó en su Corazón; Ella se asoció al sufrimiento de su Hijo haciendo realidad la profecía de Simeón, y con su Corazón traspasado por una espada de dolor inconcebible, quiso participar de los sufrimientos de su Hijo y unirse a su sacrificio en cruz427.

La Virgen, al pie de la cruz, acompaña a los gestos sacerdotales de su Hijo Jesús: así como Jesús se anonadó a sí mismo en la Encarnación –“se anonadó a sí mismo” (cfr. Flp 2, 6-11)-, y así como Él en calidad de Víctima fue destruido por los hombres para ser consumido en el fuego del Espíritu Santo –para destruir Él a su vez a la muerte y al pecado y derrotar para siempre al infierno-, así también la Virgen se anonadó a sí misma enteramente y destruyó su Corazón de Madre santa y pura, consumiendo e inmolando en el Amor divino todo su sentimiento repitiendo, al pie de la cruz, el “fiat” que había dado a Dios ante el mensaje del ángel (cfr. Lc 1, 26-38), y en todo momento repitió junto a su Hijo su misma oración: “Hágase, oh Padre, tu voluntad, no la mía” (Lc 22, 42)428.

Y al igual que su Hijo, que era movida por un Amor infinito y eterno, incomprensible, indescriptible, sin dimensiones humanas, así también la Virgen, con ese mismo, único e idéntico Amor, hizo su ofrecimiento al pie de la cruz.

Si creemos en la Presencia real de Cristo Redentor en la Eucaristía, debemos creer en la Presencia real de la Virgen María Corredentora en el santo sacrificio del altar, porque este ofrecimiento se renueva en cada Santa Misa429. Así lo dice el Santo Padre Juan Pablo II: “Cuando al celebrar la Eucaristía nos encontramos cada día en el Gólgota, conviene que esté a nuestro lado Aquella que, mediante una fe heroica, realizó al máximo su unión con el Hijo, precisamente allí en el Gólgota”430. Éste es el motivo por el cual se nombra a la Madre de Dios en la Santa Misa: porque Ella está presente en el altar, junto a su Hijo, así como estuvo presente al pie de la cruz.

Pero hay otra razón por la cual la Madre de Dios es mencionada en la Misa, y la encontramos en el icono llamado “Tu vientre se ha convertido en una Santa Mesa”.

425 Cfr. MIQUELINI, O. M., Mensajes de Jesús a un sacerdote, Tomo I, Ediciones El Buen Pastor, Buenos Aires 1989, 22.426 MARTÍN, S., El Evangelio secreto de la Virgen María, Editorial Planeta, Barcelona 1996, 225.427 Cfr. Suárez, El sacrificio del altar, 138.428 Cfr. Miquelini, o. c.429 Ibidem.430 Cfr. JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1998, n. 2.

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Llamado originalmente “Icono Niceno de la Madre de Dios”, toma su nombre definitivo de las palabras de san Andrés de Creta, del Canon para la mitad de Pentecostés: “¡Madre de Dios!/ Tu vientre se ha convertido en una Santa Mesa/ en la que está contenido el Pan que viene del Cielo./ Quien coma de este Pan no morirá,/ así lo ha dicho el que alimenta a todos/”431.

En él se ve cómo el Niño emerge de un cáliz que se encuentra apoyado sobre una mesa, la cual a su vez ocupa el lugar del vientre de la Virgen. Allí, el vientre de la Virgen se ha convertido en un altar eucarístico, y sobre él se eleva un cáliz, y del cáliz emerge el Niño Dios. El vientre de la Virgen se convierte, por obra del Espíritu Santo, en la Santa Mesa, en donde se sirve el banquete eucarístico, el banquete escatológico, el banquete que Dios Padre ofrece a sus hijos adoptivos, los hombres.

Del vientre de la Madre de Diossurge el Pan de Vida eterna;

del seno de la Iglesia, el altar eucarístico,surge Cristo, Dios eterno.

Sobre esta Mesa Santa, se sirve el manjar de los cielos: el Pan de Vida eterna, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, y la Carne del Cordero de Dios, Cristo resucitado.

La conversión del vientre de la Virgen en una Mesa Santa de la cual surge el Niño, que es la Eucaristía, simboliza la continuación y prolongación, en la Eucaristía, del Nacimiento milagroso del Niño Dios en Belén. En Belén, casa de Pan, nació del vientre de la Virgen, como un rayo de sol atraviesa un cristal, el Pan de Vida Eterna, Jesús Eucaristía. De esta manera, el icono de la Madre de Dios, por el cual su vientre se convierte en una Mesa Santa, es una sola figura con el icono de Belén, en donde el Pan de Vida Eterna viene al mundo envuelto en luz. Pero ambos se continúan y se prolongan, se actualizan y se hacen vivos, en la Santa Misa: allí, la Madre de Dios ofrece a su Hijo, que es Pan de Vida Eterna, como lo ofreció en Belén, y su Hijo está sobre una Mesa Santa, sobre un altar, en la Santa Misa, como lo está sobre una Mesa Santa, sobre un altar, en el icono de la Madre de Dios432.

(…) LOS APÓSTOLES Y CUANTOS VIVIERON EN TU AMISTAD a través de los tiempos, merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas.

431 Cfr. A. A., La Virgen María, Colecc. Padres de la Iglesia, Patria Grande, Buenos Aires1978, 104.432 Cfr. SÁNCHEZ RUEDA, Á., María, la Madre de Dios. Meditaciones marianas con imágenes bizantinas, Editores Wittich, San Miguel de Tucumán 2011, 76-77.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

Luego de nombrar a la Madre de Dios, el sacerdote hace mención de los santos –“los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos”-, porque ellos son ejemplo de amor a Dios, en cuanto dieron sus vidas por conservar la gracia en sus almas, y en premio, reciben ahora la felicidad eterna.

En esta parte de la Misa tenemos presentes a los santos, pero sin dejar pasar por alto que su recuerdo no es un mero recurso a la memoria: ellos están en la Santa Misa, porque forman, junto a los nueve coros angélicos, la Iglesia triunfante, que canta himnos de alabanza al Cordero de los cielos, el mismo Cordero que está en la Eucaristía.

A ellos les decimos: “Bienaventurados habitantes del cielo, Ángeles y Santos, vosotros que os alegráis en la contemplación y adoración de la Santísima Trinidad, interceded por nosotros, y ayudadnos, para que algún día también nosotros compartamos vuestra infinita alegría”433.

Y para valorar el ejemplo de los santos, meditamos con la Escritura, en donde se dice: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Ecl 1, 2), porque los santos, escuchando esta frase, orientaron sus vidas al cielo. Veamos cómo.

El Eclesiastés sostiene que todo en esta vida –honor, bienes, propiedades, salud, fama-, todo, absolutamente todo, es “vanidad de vanidades”. ¿Por qué? ¿Acaso entre los hombres no se piensa de una manera distinta? ¿Acaso no se estiman por grandes cosas el ser alabado, el tener fama, riquezas, honores, propiedades? ¿Hay alguien que estime por vanidad lo que el mundo tiene por grandeza? ¿Y que, al mismo tiempo, estime por grandeza lo que el mundo desprecia?

Es verdad que el mundo estima por grandes cosas todo esto, pero no es así a los ojos de Dios, porque la más mínima gracia divina es infinitamente mayor a cualquier bien material y terreno, y hay hombres que han apreciado el verdadero valor de la gracia, y si hay hombres que aprecian el verdadero valor de la gracia, sin duda alguna, esos hombres son los santos del Nuevo Testamento434. Si nosotros queremos, de alguna manera, darnos cuenta del valor de la gracia, entonces tenemos que seguir a los santos.

Ya sea para defender y para preservar la gracia, los santos no han tenido en cuenta ni el honor, ni los bienes materiales, ni las propiedades, ni siquiera sus vidas.

Aún más, ellos creían, luego de haber sacrificado todas estas cosas por la gracia, y luego de haber pagado tan grande precio, que habían hecho un gran negocio, al perder todos los bienes naturales y terrenos, porque la gracia les había sido dada de forma gratuita.

Los Santos tuvieron presentes en sus vidas las palabras de Jesús, que nos dice que hay que arrancar el ojo, cortar la mano o el pie, e incluso hasta dar la vida, con tal de no perder la gracia y el Cielo.

Siguiendo estas palabras de nuestro Salvador, el mártir Quirino permitió que cortaran sus manos y sus pies; San Serapión permitió que su cuerpo fuera cortado en pedacitos; San Nicéforo permitió ser quemado en una parrilla, y luego que su cuerpo fuera cortado en trozos. Pero no sólo estos cuantos mártires prefirieron que les mutilaran el cuerpo o les quitaran la vida antes que perder la gracia: cientos de miles de mártires también lo hicieron, a lo largo de la historia de la humanidad, e incluso soportando torturas aún mayores.

Todo lo que el infierno, junto a los hombres malvados, eran capaces de hacer, era nada en comparación a la decisión de los mártires de dar la vida antes que perder la gracia.

433 Cfr. http://deangelesysantos.blogspot.com434 Cfr. SCHEEBEN, M. J., The glories of Divine Grace, TAN Books Publisher, 306ss.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

Otros santos no esperaron a que fueran los enemigos quien les infligiera crueldades: para escapar del peligro de perder la gracia, ellos libremente se volvieron sus propios tiranos, y se consideraron afortunados de ser capaces de “comprar” la perseverancia en la gracia a través de los más grandes sufrimientos, mortificaciones y sacrificios. Por ejemplo, San Juan Bonus colocaba cuñas de madera bajos sus uñas, para rechazar la tentación contra la santa pureza. El beato Martiniano hizo una pequeña hoguera con arbustos y hojas secas, y se dejó quemar por el fuego, meditando luego cuán insignificante era este dolor, en comparación con el fuego eterno del Infierno, del cual se haría merecedor si perdía la gracia. San Francisco se arrojó rodando sobre la nieve helada, para mortificarse y ser más fuerte contra las tentaciones de la carne.

Todos estos tormentos les parecían nada a los santos, con tal de perseverar en la gracia.

Los Santos no eran piedras, como lo dice Job: “¿Es mi fuerza la fuerza de la roca? ¿Es mi carne de bronce? (6, 12)”, de modo de ser insensibles al dolor o al placer, pero la percepción de la dulzura celestial de la gracia y el deseo de conservarla, era mucho más grande que todos los dolores, y fue lo que les dio ese grandioso valor y coraje, al que nosotros contemplamos con muda admiración.

Ellos preferían sacrificar la frágil vasija de barro de sus cuerpos, antes que perder el precioso tesoro de la gracia de sus almas.

Otros, a quienes se les ofrecían todos los honores y riquezas del mundo, prefirieron dejar todo y pasar sus vidas en sufrimiento y pobreza, antes que exponer sus vidas a los numerosos peligros con los cuales el mundo amenaza para quitar la gracia.

Miles de millones lo hicieron, y muchos lo continúan haciendo hoy en día.El mundo se ríe y se burla de quienes obran de esta manera, pero quienes

conocen el valor de la gracia, no dudan ni un instante en despreciarlo todo con tal de no perder la gracia. Reconocen, con una fe viva, el valor infinito de la gracia, y la nada miserable que es el mundo con toda su vanidad de vanidades: han puesto ambas cosas en la balanza, y se han dado cuenta que el mundo no cuenta nada.

Los Santos buscaron y encontraron en la gracia de Dios la paz celestial ansiada por sus corazones, y la aprecian tanto, que no permitieron ni permiten que ningún otro bien, ni ningún placer, les robe esta posesión o entorpezca su gozo.

¡Cuán avergonzados deberíamos estar nosotros, viendo estos grandiosos ejemplos, al comprobar cuán poco hacemos para mantenernos en gracia!

Evitamos el más mínimo sacrificio, que podría ayudarnos a alejar el peligro del pecado, o ayudarnos a permanecer fieles a los mandamientos de nuestro Padre celestial.

Todo pequeño sufrimiento, destinado a conservar la gracia, nos parece insoportable y demasiado grande.

De esta manera, no solo nos volvemos más débiles, sino que avivamos las llamas de los malos deseos.

Pero esto no debería ser así. Hagamos el propósito de sacrificar la salud y el cuerpo, el honor y la vida, y de dejar todas las cosas sin excepción, antes que exponernos al peligro de perder la gracia.

Todavía más, deberíamos avergonzarnos de cuán poco hacemos, en comparación con lo que han hecho y sufrido los Santos, no solo para retener la gracia, sino para aumentar la gracia en sí mismos y hacer además a otros partícipes de la misma.

Santa Brígida le suplicaba a Dios que no le importaba perder su belleza extraordinaria y aún ser desfigurada, si con eso ella conservaba más fácilmente su virginidad y podía servir así más libremente a Dios, y por eso le pidió a Dios, como gracia singular, ser deformada en el rostro.

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San Mandet, hijo del rey de Irlanda, pidió y obtuvo de Dios, como un favor, una desagradable enfermedad, que deformó su cuerpo, al tiempo que le hacía despedir un olor pestilente de forma permanente, de modo que así no estaba obligado a casarse, y podía, de esa manera, conservar la gracia con mucha más pureza.

San Sabas, siendo joven, mientras trabajaba en un jardín, consintió en la tentación de tomar una manzana del árbol, con lo cual rompía el ayuno, y tendió la mano a un árbol, y en ese momento se dio cuenta de que había perdido la ocasión de incrementar la gracia, e inmediatamente la arrojó indignado al suelo y la pisoteó, y como castigo, se negó a sí mismo, por el resto de su vida, el placer de comer manzanas.

Cuando escucha estos testimonios, el mundo les llama desequilibrados, y los trata como a quienes han perdido la cabeza. Pero los Santos prefirieron esta locura, que es la locura de Cristo –“Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres” (cfr. 1 Cor 25).

¿Cómo podemos nosotros condenar a los Santos, sólo porque su rigor condena nuestra tibieza? Deberíamos, por el contrario, tomar conciencia que, a causa de nuestra debilidad, nuestros esfuerzos por conservar la gracia debería ser aún mayor.

Debemos apreciar las humillaciones, la auto-negación, y la mortificación que practicaron los Padres del desierto y muchos Santos durante años, diariamente, para crecer en gracia y en mérito, y para ser más gratos a Dios.

Los Santos apreciaban grandemente la gracia, y por eso no sólo hacían lo que estaba a su alcance para no perderla, sino que incluso hacían más y más penitencia y obras de caridad, para incrementarla, y no sólo de día, sino también de noche, haciendo penitencia y rezando a altas horas.

Jesucristo glorificado en los cielos por los santos(Detalle – Fra Angelico – Siglo XV)

Además, el amor por la gracia los llevaba a desear fervientemente que sus prójimos también participaran de la misma, y para que sus prójimos vivieran en gracia, no dudaron en dejar todo lo que tenían, incluido familia y países de origen, para transmitir a los demás la alegría de vivir en gracia.

Si los Santos tenían tanto entusiasmo por la gracia, era porque en la meditación habían adquirido un profundo conocimiento de su inmenso valor. Por eso cantaban así a la gracia: “¡Oh gracia divina, jardín de delicias, maestra de la vida! Eres nuestra guardiana, nuestra compañera, nuestra hermana y nuestra madre. ¡Luz deslumbrante, bálsamo puro y amable, muralla inexpugnable! ¡Árbol de vida, fuego ardiente, tea encendida, radiante sol! ¡Rocío de celestiales bendiciones, río del paraíso, amable arco iris, vino precioso del festín de Dios, leche de los hijos de Dios, aceite suave y sal reconfortante de nuestra alma, madre de todo bien!”

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San Efrén dice así: “Esfuérzate por conservar siempre en tu espíritu la gracia divina y no te dejes engañar. Debes honrarla como a tu protectora, no sea que, ultrajada por ti, te abandone. Apréciala como a maestra invisible, para que no te pierdas en las tinieblas, si se alejara de ti. No afrontes combate alguno sin encomendarte a ella, pues quedarías vergonzosamente derrotado. No avances sin su compañía por el camino de la virtud, porque el león rugiente te prepara la emboscada. Sin que te hayas aconsejado de ella nada emprendas que se refiera a la salvación de tu alma, porque muchos dejaron seducir su corazón por la apariencia de bien.

Obedécele con corazón sumiso y ella te aclarará todos tus asuntos. Hará de ti un hijo del Todopoderoso, si la tomas por hermana. Como madre, te nutrirá de su seno; contra tus perseguidores te protegerá cual si fuera una madre. Puedes confiarte a su amor y a su condescendencia, pues ella es la reina de las criaturas.

¿Qué, todavía no has reconocido en ti el poder de su amor? Tampoco los lactantes se dan cuenta todavía de la solicitud maternal para con ellos. Ten paciencia, sométete a su dirección y recibirás sus frutos y sus bendiciones. Los niños pequeñitos no saben cómo son alimentados; pero cuando llegan a la edad adulta, admiran la fuerza de la naturaleza. Así también tú, si perseveras en la gracia divina, llegarás a la perfección”435.

Todo es vanidad de vanidades, y los placeres y los atractivos del mundo son sólo espejos de colores, que brillan por un instante antes de mostrar su nada, y por ser nada, cansan y hartan al alma con su vacío sin sentido; sólo la gracia divina hace plenamente feliz al alma con la luz, la bondad, la alegría, la paz, y la vida de Dios Uno y Trino.

Y porque los santos son ejemplo inigualable de cómo vivir en gracia, es que los recordamos en la Santa Misa, recordando que ellos, invisibles, adoran al Cordero de Dios que está en la Eucaristía, y al recordarlos, les pedimos que intercedan por nosotros para que, al igual que ellos, también algún día participemos de su eterna felicidad y adoración.

Doxología y conclusión de la Plegaria Eucarística.

106. Toma la patena, con el pan consagrado, y el cáliz y, elevándolos, dice:

Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente,

El gesto del sacerdote, en el que eleva la patena con la Hostia consagrada y el cáliz con el Vino que es la Sangre de Cristo, no es algo simbólico: en este momento es en donde la Iglesia hace la oblación agradable y santa al Padre, ofreciendo la Víctima Inmaculada, Jesús sacramentado. La ofrenda de la Iglesia no es el pan y el vino, sino estos mismos transubstanciados, es decir, convertidos en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Pero en el gesto y en las palabras del sacerdote, hay un misterio profundo, relacionado con la ofrenda que la Iglesia hace al Padre, al cual podemos vislumbrarlo analizando la fórmula Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso (con Él, por Él y en Él), que ha sido tomada por la Iglesia a su vez de Rom 11, 35: “Porque de él, por él y para él son todas las cosas”.

Para poder hacer el análisis que pretendemos, debemos tener en cuenta que, en este momento de la Santa Misa, Jesucristo, Sumo Sacerdote, ha hecho presente en forma incruenta para gloria del Padre su sacrificio de la cruz. De esta manera, el per Ipsum (por Él) designa la función mediadora de Cristo como Sumo Sacerdote, función por la

435 De gratia.

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cual se da al Padre, en nombre de toda la humanidad redimida, todo honor y gloria 436. En otras palabras, unidos a Cristo, por Cristo, honramos y glorificamos a Dios por su redención obrada en nosotros. También se puede pensar en la relación que el Padre y el Hijo tienen en la Trinidad: el Padre por el Hijo expira el Espíritu Santo y se pone en unión con el mundo; a su vez, toda la humanidad redimida da al Padre, por el Hijo, la gloria que le es debida por parte de la criatura.

El per Christum también se interpreta en este doble sentido: la Iglesia es comunidad que por Cristo ha de dar a Dios Padre todo honor y gloria y ha de comunicar al mundo la verdad y la salvación. Por Cristo adquiere la Iglesia todo sentido: por Él fue creada; Él la ha fundado, le ha formado su cuerpo social y le ha espirado su Espíritu, el Espíritu Santo, animándolo y vivificándolo. Y si en sentido descendente la Iglesia recibe su ser, su existencia, su alma, que es el Espíritu Santo, por Cristo, en el momento del lanzazo del soldado romano al pecho del Salvador, en sentido ascendente encuentra también la Iglesia el sentido de su obrar, pues todo lo que hace la Iglesia, lo hace para honra del Padre celestial y para la salud de los hombres y del mundo, y lo hace por Cristo, que es su Cabeza, quien ha dotado al cuerpo de la Iglesia de su dignidad y poder sacerdotal, profético y regio437.

El cum Ipso (con Él) subraya que nosotros, en nombre y por encargo de Cristo, y con Él, como ofrenda de valor infinito, hemos ofrecido el sacrificio eucarístico, hemos glorificado y glorificamos juntamente con Él al Padre. Para poder entender el cum Ipso, pensemos en el contrario, el sine Ipso, sin Él, según el sentido que Cristo mismo le da en la Escritura, al dirigirse a los Apóstoles: “Sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Y puesto que la Iglesia está fundada “sobre el cimiento de los Apóstoles”, esta frase corresponde de lleno para ella: sin Cristo, la Iglesia no puede hacer nada en la esfera de lo sobrenatural. Sin Cristo, la Iglesia sólo sería capaz de ofrecer trigo y agua, y vino, y buenas intenciones de buenas personas, pero nada, absolutamente nada más. Sin Cristo, no podría la Iglesia ofrecer al Padre el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo, puesto que no tendría poder para transubstanciar, como tampoco tendría poder para bautizar, ni para ordenar presbíteros, ni para celebrar matrimonios, ni para perdonar los pecados por el sacramento de la confesión. En síntesis, la Iglesia, sin Cristo, no sería la mística Esposa del Cordero, nacida del costado traspasado del Salvador en la cruz, que ofrenda a Dios Padre el sacrificio perfecto, la ofrenda agradabilísima, el Cordero de los cielos. Sería una sociedad religiosa meramente humana, como tantas otras sociedades religiosas que se forman por el carácter intrínsecamente religioso del hombre, en cuanto que es creación de Dios, pero no sería nada más. Éste es el sentido del sine Ipso, del “sin Mí”, válido para los Apóstoles, válido para la Iglesia, válido para nosotros, que sin Cristo, somos sarmientos secos, estériles e inútiles. Como dice San Ambrosio438, sin Cristo que es su Cabeza, la Iglesia es un torso sin nombre y sin gloria; un árbol sin raíz, sin savia vital, sin hojas, sin frutos; es una barca va a la deriva, que naufraga ante el menor viento, y zozobra ante la menor ola, para hundirse irremediablemente; es una fortaleza saqueada; es una vid seca e incendiada. Sólo con Cristo la Iglesia es la Ciudad inexpugnable, ante quien las fuerzas todas del infierno, desencadenadas con la máxima potencia del odio de la que son capaces, no prevalecen, y no prevalecerán –non prevalebunt439- jamás.

El in Ipso (en Él), después del per Ipsum y del cum Ipso, nos indica que sólo la virtud de la incorporación a Cristo como miembros suyos somos capaces de glorificar al 436 HOLBÖCK, F., SARTORY, Th., El misterio de la Iglesia. Fundamentos para una Eclesiología, I, Biblioteca Herder, Barcelona 1996, 398. 437 Cfr. Holböck, ibidem.438 Cfr. In Hexam. 6, 57, PL 14/226.439 Mt 16, 18.

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Padre en una forma digna de Él. Nos recuerda a la fórmula de las cartas de San Pablo “en Cristo Jesús”, que no quiere decir otra cosa que: “hallarse dentro de la esfera de influencia y de poder del Cristo personal”440, hecho posible a su vez porque hemos sido incorporados al Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, por el bautismo sacramental441. Y porque estamos injertados en Cristo, Vid verdadera (cfr. Jn 15, 1-8), como el sarmiento a la vid, es que podemos dar fruto, pues de Él –en Él- recibimos la gracia santificante.

Por último, podemos unirnos interiormente a la ofrenda del sacerdote –no vocalmente-, haciendo nuestras las consideraciones de un sacerdote santo: “Es una realidad divina, que me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el Cáliz y la Sagrada Hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del canon: Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso… Por Él, con Él, en Él, para Él y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva”442.

en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos.

En la comunión eucarística hay un gran misterio, y es el de la unión de los participantes de la asamblea, que reciben la comunión, con Dios Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo, haciendo realidad el pedido de Jesús: “Que sean uno como Tú y Yo somos uno” (cfr. Jn 17, 20-26). Al comulgar, todos son uno en la común-unión con Jesús en la Eucaristía.

Ahora bien, para aprovechar a fondo el momento de la comunión eucarística, y si pensamos que la comunión es el cumplimiento del deseo de Jesús, podemos meditar acerca del pedido de unidad de Jesús –“Que sean uno como Tú y Yo somos uno”-, planteándonos el siguiente interrogante: ¿qué clase de unión quiere Jesús para sus discípulos? ¿Física, de mera agregación extrínseca, como los que componen la audiencia en el cine, obligatoria como los esclavos, política en la consecución de un fin como los ciudadanos en una patria, o espiritual por pertenecer a la teleología de un organismo vivo? Como veremos, es más bien una unidad de este último tipo, más profunda que todas las otras.

Puesto que Él viene a predicar una nueva religión, se podría pensar que es la unidad que se da en todo grupo religioso natural: una unidad moral, basada en el hecho de compartir un mismo ideal de vida. Podríamos pensar que ésta es la unidad de la cual habla Jesús, y, sin embargo, la unidad que desea Jesús que sus discípulos tengan entre ellos y con Él, y por su intermedio, con Dios Padre, no es una unión meramente moral, sino una unión o unidad mucho más grande: se trata de hacernos partícipes de la unidad substancial que existe entre el Padre y el Hijo. Es esa unidad, derivada de la misma naturaleza divina, existente por naturaleza entre el Padre y el Hijo, la que Cristo quiere que se dé entre los hombres y entre los hombres y Él y el Padre. Este tipo de unidad es una unidad mucho más profunda que una unidad simplemente de tipo moral, y no se puede comprender si antes no se tiene en cuenta quién es Jesús.

La unidad que desea Jesús para los hombres no se entiende sino se tiene en cuenta antes quién es Jesús, el Hombre-Dios: Jesús, el Hombre-Dios, es la unión personal, hipostática, de la divinidad con la humanidad, y es por esto Dios y hombre 443. 440 WIKENHAUSER, A., Der Sinn der Formel ‘in Christus’, en Die Christusmystik des Apostels Paulus, Friburgo2 1956, 26-37; cit. Hölbock, o. c.441 Cfr. Hölbock, o. c., 400.442 SAN JOSEMARÍA, Notas de una meditación, 19-III-1968, AGP, P09, 98).443 Cfr. Scheeben, Los misterios, 430.

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Jesús es Hombre-Dios, y como Hombre y como Dios une en sí lo creado y lo Increado: como hombre, forma una misma cosa con la raza humana, y como Dios Hijo se halla en unión real e íntima con Dios Padre, de quien procede, y con el Espíritu Santo, al cual, junto con el Padre, espira444. En cuanto Dios Hijo, le es comunicada por el Padre, desde la eternidad, la vida divina, y es esta misma divina la que comunica al alma que lo recibe en la comunión eucarística: “Así como la vida divina se comunica eternamente del Padre al Hijo, y así como el Padre está todo en el Hijo y el Hijo todo en el Padre, así en modo análogo la vida divina se comunica por la gracia a través de una relación intimísima que une al hombre a Cristo en una plena y total inmanencia de uno en el otro. (…) El misterio de la Encarnación divina no es sólo el misterio de la unión hipostática de la naturaleza humana y de la naturaleza divina en Cristo, sino también es el misterio de esta relación, de esta doble inmanencia de Cristo en los hombres y de los hombres en Cristo”445.

Jesús, en cuanto Hombre, está en el mundo; en cuanto Dios, es Dios y es una misma cosa con el Padre y el Espíritu Santo. En cuanto Persona divina encarnada en una naturaleza humana, eleva al mundo a una y a la raza humana a la más íntima unión con el Padre eterno, y por otra parte, extiende a todo el mundo –especialmente a la raza humana- la unidad que Él tiene con el Padre446.

De esta manera, por su unidad personal, hipostática, Cristo es el vínculo real y substancial, que une en sí, de un modo admirable, los dos extremos –Dios y la creatura-.

“Que sean uno como Tú y Yo somos uno”. Por este vínculo que establece Cristo entre Dios y los hombres, se hace partícipes a los hombres la unidad substancial entre el Padre y el Hijo447, y es así como el deseo de Cristo: “que todos sean una misma cosa y que como Tú, ¡oh Padre!, estás en mí y Yo en Ti, así ellos sean una misma cosa en nosotros”.

Esta unión admirable y sublime en Cristo y por Cristo al Padre, en su Espíritu, por la cual la unidad de naturaleza del Hijo y del Padre se extiende a nosotros, no la obtenemos recién en la otra vida, sino que comienza ya en esta vida, por medio del sacramento de la Eucaristía. Dice así San Hilario: “Si el Verbo verdaderamente se hizo carne y si nosotros en el pan del Señor manducamos verdaderamente el Verbo humanado: ¿no hemos de pensar que él permanece en nosotros según la naturaleza, ya que habiendo nacido como hombre, asumió indisolublemente la naturaleza de nuestra carne y de la naturaleza de su carne hizo naturaleza de la eternidad (es decir, de la divinidad) bajo el sacramento de la carne que ha de sernos administrada? Porque así todos somos una misma cosa, ya que en Cristo está el Padre y Cristo está en nosotros”448.

“Que sean uno como Tú y Yo somos uno”. Cristo Eucaristía está en el Padre y Cristo, por la comunión de la Eucaristía, está en nosotros, y así, al comulgar, somos uno con el Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo.

El pueblo aclama:

Amén.

444 Cfr. Scheeben, ibidem.445 DIVO BARSOTTI, D., Il Mistero Cristiano nell’Anno Liturgico, Libreria Editrice Fiorentina, 1956, 289.446 Cfr. Scheeben, ibidem.447 Cfr. Scheeben, ibidem.448 Cfr. De Trin. 1. 8, 13 et 14.

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Esta aclamación viene de antiguo, y es mencionada ya en el siglo II por San Justino: “Habiendo terminado (el obispo) las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: Amén. Amén significa en hebreo: ‘Así sea’”449.

Después sigue el RITO DE LA COMUNIÓN .

Comulgar no puede ser nunca un hábito, ni una costumbre. El misterio de la Eucaristía es demasiado grande como para que recibamos la comunión sin una reflexión espiritual. Todavía más, según el Santo Padre Benedicto XVI, la comunión debe estar precedida de la adoración450 –y agregamos nosotros, la adoración eucarística debe estar acompañada por el deseo de la comunión-: “Que nadie diga ahora: la Eucaristía está para comerla y no para adorarla. No es, en absoluto, un pan corriente, como destacan, una y otra vez, las tradiciones más antiguas. Comerla es un proceso espiritual que abarca toda la realidad humana. Comerlo significa adorarlo. Comerlo significa dejar que entre en mí de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran nosotros, de manera que lleguemos a ser uno solo con Él. De esta forma, la adoración no se opone a la comunión, ni se sitúa paralelamente a ella. La comunión alcanza su profundidad sólo si es sostenida y comprendida por la adoración. La presencia eucarística en el tabernáculo no crea otro concepto de Eucaristía paralelo o en oposición a la celebración eucarística, más bien constituye su plena realización. Pues esa presencia la que hace que siempre haya Eucaristía en la Iglesia”451.

Para evitar esta comunión “mecánica”, “distraída”, “indiferente”, que deja al alma más vacía que antes de recibirla –no a causa de la Eucaristía, obviamente, sino a causa de nuestra distracción al comulgar-, conviene tener presente qué era lo que decían los Santos Padres acerca de la Eucaristía, como por ejemplo, San Ignacio de Antioquía, a la que la llama “carne de Cristo”, “Don de Dios”, “medicina de inmortalidad”: “No hallo placer en la comida de corrupción ni en los deleites de la presente vida. El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo, de la semilla de David; su sangre quiero por bebida, que es amor incorruptible. Reuníos en una sola fe y en Jesucristo. Rompiendo un solo pan, que es medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir por siempre en Jesucristo”. Para este Padre, la Eucaristía es preferible a cualquier alimento terreno, porque mientras estos son corruptibles, es decir, perecen, la Eucaristía es alimento de “inmortalidad”, es decir, de eternidad, porque nos comunica de la vida divina, que es eterna.

San Ignacio denuncia a quienes “no confiesan que la Eucaristía es la carne de Jesucristo nuestro Salvador, carne que sufrió por nuestros pecados y que en su amorosa bondad el Padre resucitó”. Este pensamiento nos sirve para que tomemos conciencia de que lo que comemos es verdadera carne, porque es el verdadero Cuerpo de Jesús resucitado.

San Justino, por su parte, advierte la necesidad de pasar a comulgar sin pecados452: “A nadie le es lícito participar de la Eucaristía sino al que crea que son

449 SAN JUSTINO, Apología I, 65 (PG 6, 427).450 Cfr. n. 66 de la Sacramentum Caritatis de Benedicto XVI, en donde el Santo Padre cita a San Agustín: “Nadie come de esta carne [el Cuerpo eucarístico] sin antes adorarla [...], pecaríamos si no la adoráramos” (Enarrationes in Psalmos, 98,9). Estar de rodillas indica y favorece esta necesaria adoración previa a la recepción de Cristo eucarístico.451 Cfr. Ratzinger, El espíritu.452 Recordemos que los veniales son perdonados por la Eucaristía, previo acto de contrición, mientras que los pecados mortales impiden absolutamente la comunión sacramental, hasta tanto no se reciba la absolución de los pecados por medio de la confesión sacramental.

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verdad las cosas que enseñamos, y se haya lavado en aquel baño que da el perdón de los pecados y la nueva vida, y lleve una vida tal como Cristo enseñó”.

A su vez, San Agustín recalca que la fortaleza que se recibe en la Eucaristía, es lo que llevó a los mártires a derramar su sangre por Cristo: “Los mártires, al derramar su sangre por sus hermanos, no hicieron sino mostrar lo que habían tomado de la mesa del Señor. Amémonos, pues, los unos a los otros, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros”453. Nos dice el santo, en otras palabras, que la comunión que nosotros hacemos, la mayoría de las veces distraídamente, significó para otros recibir tan grande amor de parte de Dios, que dieron sus vidas por ella, es decir, por Jesucristo.

En otra parte, dice el mismo San Agustín: “Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis ‘Amén’ a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir ‘el Cuerpo de Cristo’, y respondes ‘amén’. Por lo tanto, se tú verdadero miembro de Cristo para que tu ‘amén’ sea también verdadero”454. Con esto, nos dice que se es verdadero miembro de Cristo cuando se obra la caridad para con el prójimo, y ese amor de caridad lo recibe el alma en la comunión sacramental.

El Padre Pío, que con frecuencia entraba en éxtasis al comulgar, narra así una comunión suya, en la que además de profesarle un intenso amor a Jesús Eucaristía, da la impresión de querer él convertirse en una especie de “sagrario viviente”, puesto que no lo quiere dejar ir: “Oh Jesús... te amo... muchísimo... quiero ser todo tuyo... ¿No ves que ardo por Ti? ... Me pides amor, amor, amor, amor... te amo... Ven a mí todas las mañanas... nos quedemos, nos quedemos solos... yo contigo solo, Tú solo conmigo...Oh Jesús, dame tu amor... cuando vengas a mi corazón, si ves algo que no le agrade a tu amor, destrúyelo... Yo te amo... te estrecharé en mi corazón... no te dejaré partir, Tú eres libre, es verdad, pero yo... te estrecharé fuerte contra mi corazón... casi te quitaré la libertad”455. Uno de los nombres de Jesús en la Eucaristía es el de “Prisionero de Amor”, porque está “preso” por nosotros en la Eucaristía (y el “carcelero” que no lo deja salir, es el Amor), y es esto lo que parece querer hacer el Padre Pío: quiere convertirse en un sagrario viviente, para no dejar escapar a Jesús de su corazón.

Con respecto a la Comunión, San Francisco de Sales animaba a comulgar –siempre que no hubiera pecado mortal, por supuesto-, y decía así : “Si eres débil debes comulgar para volverte fuerte. Si has pecado mucho te conviene comulgar (después de confesarte bien) para que la presencia de Jesucristo te traiga fuerzas para no seguir pecando tanto. Si te domina el mal genio, al recibir en la comunión al que es “manso y humilde de corazón”, El te irá contagiando de su bondad y su buen genio. Si tienes inclinación a la impureza y al vicio, la presencia en tu alma de Cristo el Cordero Inmaculado que jamás tuvo la más mínima mancha de pecado, te irá dando fortaleza hacia todo lo que es impuro, y amor por la virtud. Si te vence el orgullo, Jesús que es humilde te irá haciendo semejante a El. No comulgas por que ya eres santo, sino porque deseas llegar a la santidad. Y sin comulgar, ¡no lo lograrías quizá jamás!”.

En la Eucaristía Jesús nos dona el amor de su alma humana y también el amor de su Persona divina: Jesús, como Dios, como Hijo co-substancial del Padre, nos hace el don de su Espíritu, pero como es Hombre además de ser Dios, nos hace el don también de su alma humana, un alma inhabitada por el Espíritu Santo, y por eso en el don de su alma, nos viene el don de su Espíritu. Así dice sor Elizabeta de la Trinidad: “Jesús nos dona su alma con la plenitud de su amor, el mismo amor con el cual Él ama al Padre...”.

453 Cfr. Tratado 84, 1-2: CCL 36, 536-538.454 Serm., 272.455Éxtasis del 28 de noviembre de 1911, en Diario, 35; cit. DA CERVINARA, T., Padre Pio e l'Eucaristia, Ediciones Padre Pio da Pietralcina, San Giovanni Rotondo 1990, 13.

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Además de estas reflexiones, para hacer una comunión fructuosa, podemos meditar acerca del episodio relatado en el Éxodo, cuando Dios se decide a liberar al Pueblo Elegido. Según las Escrituras, los hebreos, siguiendo las indicaciones del ángel exterminador, ungían los dinteles y las jambas de las puertas con la sangre del cordero, para que cuando el ángel pasara, exterminando a los egipcios, no les hiciera nada a ellos (cfr. Éx 12, 5ss).

Al comulgar con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los labios de los cristianos, y también sus frentes y sus corazones, quedan señalados con la Sangre del Cordero de Dios, y así quedan al resguardo de la ira divina, encendida ante la maldad del corazón humano. Al ver la Sangre de su Hijo en los labios y corazones de los cristianos, Dios Padre ve en esos cristianos a su Hijo, y así los perdona y no solo no descarga sobre ellos su justa ira, sino que derrama sobre sus almas el torrente inagotable de la Misericordia Divina. Al comulgar los cristianos su Cuerpo y su Sangre, es como si Jesús dijera a Dios Padre: “Mira, Padre, a estas pobres almas, que han quedado cubiertas con mi sangre, y apiádate de ellas. Si ellas no te conmueven, conmuévete al menos por mi Sangre, que las cubre, y concédeles el perdón y la vida eterna”.

Al prepararnos para la comunión, debemos tener también, en la mente y en el corazón, las palabras de Jesús: “Mi Padre les da el verdadero Pan del Cielo” (cfr. Jn 6, 30-35), para poder aprovechar bien la comunión.

En el Evangelio, Jesús les dice esto porque los judíos le piden un signo, un milagro, para que crean que Él es el enviado por Dios, Aquél de quien hablaron los profetas, y dan a Jesús como ejemplo el signo del maná en el desierto, que había venido por medio de Moisés.

La respuesta de Jesús es triplemente asombrosa y progresa, de cima en cima, hacia las alturas insondables e inimaginables de la revelación divina: revela que no fue Moisés quien les dio el pan del Cielo, sino que fue Dios Padre; revela que Dios, quien fue el que les dio el maná, el pan del Cielo, es su Padre, y que su Padre Dios dará el Pan del cielo; revela que Él es el Pan de Vida, el verdadero Pan del Cielo, el verdadero Maná, de quien el maná en el desierto era solo una figura: “Yo Soy el Pan de Vida” (cfr. Jn 6, 35).

La revelación de Jesús acerca del maná celestial y de su origen es una revelación, al mismo tiempo que de la divinidad del Hijo, y de la condición del Hijo como verdadero Pan del Cielo, del amor misericordioso de Dios Padre para con el Pueblo Elegido y para con toda la humanidad, congregada en la Iglesia Católica: Dios Padre había mostrado su amor hacia el Pueblo Elegido enviándoles el maná en el desierto, por medio de Moisés, para que el Pueblo Elegido no pereciera por el hambre; ahora, envía al Nuevo Pueblo Elegido, que peregrina en el desierto del tiempo y de la historia, un nuevo Maná, el verdadero Maná, el verdadero Pan del Cielo, su Hijo Unigénito, que nacerá en Belén, Casa de Pan, y será ofrecido al mundo como Pan de Vida eterna por medio de la Virgen Madre primero y por medio de la Iglesia Virgen después, en el altar eucarístico, el Nuevo y místico Belén, la Nueva Casa de Pan.

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Estrella de plata que marca el lugar del Nacimientodel Niño Dios en Belén, que significa “Casa de pan”.

El altar eucarístico es el Nuevo Belén, en donde prolonga su Encarnación Dios Niño,

para donarse como Pan de Vida eterna.

“No Moisés, sino mi Padre, les dio el verdadero Pan del Cielo” (cfr. Jn 12, 44-46), dice Jesús a quien le pide un signo.

Dios Padre dio al Pueblo Elegido, que peregrinaba en el desierto, el maná del Cielo; la Madre Iglesia da al Nuevo Pueblo Elegido el Nuevo Maná del Cielo, el Pan de vida eterna, Jesús resucitado en la Eucaristía. De esta manera, si la revelación de Jesús manifiesta al mundo el amor misericordioso del Padre, que envía a su Hijo a donarse en sacrificio como Pan de vida eterna, muestra también el amor misericordioso de la Iglesia, que renueva y actualiza, en el tiempo y en la historia, el don del Amor del Padre, su Hijo Jesús, al donarlo al mundo, por medio del sacrificio del altar, como Pan Vivo bajado del Cielo, como verdadero Maná celestial que no solo evita la muerte en el desierto del mundo, sino que concede a los hombres la vida eterna de Dios Uno y Trino.

“Mi Padre les da el verdadero Pan del Cielo”, dice Jesús a los judíos que le piden un signo de lo alto para creer en Él; “Mi Madre les da el Verdadero Pan del Cielo”, nos dice Jesús desde Belén, Casa de Pan, porque María Virgen nos ofrece a su Hijo recién nacido como Pan Vivo bajado del cielo, y el don de Dios Padre, el Maná del Cielo, y el don de María Virgen, el Pan de vida eterna, es actualizado y entregado a nosotros por la Iglesia Madre: la Iglesia Madre nos da el verdadero Pan Vivo, porque Ella renueva y actualiza sacramentalmente, en el signo de los tiempos, el don misericordioso del Padre, Jesús Eucaristía, verdadero Maná celestial.

Pero la comunión eucarística tiene además otro sentido, el de la unidad, fruto de la “comunión”, es decir, la “unión-común” de todos los cristianos en Cristo y, en Cristo, entre sí y con Dios.

Es la Eucaristía la que hace que la Iglesia sea Una, y muchos mártires dieron sus vidas por esta unidad. Por ejemplo, los santos mártires Cornelio y Cipriano, recordados en el Misal Romano, en la Plegaria Eucarística I.

Es en un fragmento de una carta de San Cipriano al papa Cornelio, cuyos términos fueron luego refrendados con el derramamiento de su sangre, en donde se demuestra su vivo sentido de la unidad de la Iglesia en Cristo, unidad por la cual dieron sus vidas.

Cipriano, quien murió mártir en la persecución del emperador Valeriano en el año 258, escribe la carta con ocasión de la disputa producida entre Novaciano, partidario de mano dura contra los “lapsis” -bautizados que, en el momento de la

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persecución, habían huido por debilidad y una vez pasada deseaban retornar a la Iglesia456-, y el Papa Cornelio, caracterizado por ser obispo y Papa de espíritu comprensivo, tendiente a la misericordia y al perdón de las debilidades.

Cuando Cipriano se enteró de la actitud rebelde de Novaciano frente a Cornelio, en un primer momento dudó mucho sobre cómo debía comportarse, pero luego de examinar bien la situación, se adhirió al Papa.

Con ello contribuyó a la paz y unidad en la Iglesia, amenazada de división.La carta dice así: “Hemos tenido noticia, hermano muy amado, del testimonio

glorioso que habéis dado de vuestra fe y fortaleza; y hemos recibido con tanta alegría el honor de vuestra confesión de fe, que nos consideramos partícipes y socios de vuestros méritos y alabanzas.

En efecto, si todos formamos una sola Iglesia, si todos tenemos una sola alma y un solo corazón, ¿qué sacerdote no se congratulará de las alabanzas tributadas a un colega suyo, como si se tratara de alabanzas propias? ¿Qué hermano no se alegrará siempre de las alegrías de sus otros hermanos?... Tú has ido a la cabeza de tus hermanos en la confesión del nombre de Cristo; y esa confesión tuya, como cabeza de la Iglesia, se ha visto robustecida por la fe de  los hermanos... Acordémonos siempre unos de otros, con grande concordia y unidad de espíritu, encomendándonos siempre mutuamente en la oración y prestándonos ayuda con mucha caridad...”.

Hoy, a dieciocho siglos, la situación se repite, porque la apostasía de la gran mayoría de sacerdotes y laicos austríacos puede extenderse como una mancha de aceite por toda la Iglesia, ya que es sabido que gran parte de laicos y sacerdotes de todo el mundo piensan o al menos simpatizan con los apóstatas austríacos. El ejemplo de los mártires Cornelio y Cipriano, que derramaron su sangre por la unidad de la Iglesia, luego de mil ochocientos años permanece vivo y actual, y es un estímulo en momentos en que la unidad de la Iglesia de Cristo aparece amenazada en sus cimientos457.

456 Es distinto al caso de los apóstatas, que reniegan de la fe. Los “lapsis” habían cometido pecado de debilidad, mientras que los apóstatas cometen el pecado de pertinacia en el error. Esta diferencia era notoria en su relación al culto: mientras los primeros ingresaban al templo y se sentaban en el primer banco, pero no podían comulgar hasta la muerte, los segundos, es decir, los apóstatas, no podían entrar en la Iglesia, como por ejemplo, el emperador Juliano el apóstata, detenido por el obispo. Para volver a la fe, debían recitar el Credo en público. 457 En junio de este año, y en previsión a la visita que el Papa hará a Alemania el 22 de septiembre, un grupo cismático de más de 300 sacerdotes austríacos, apoyado por dos tercios de los casi dos mil sacerdotes de ese país –es decir, la casi totalidad de los sacerdotes-, y por tres de cada cuatro laicos publicó, un manifiesto en Internet titulado: “Llamada a la desobediencia”. En el mismo, se exhorta abiertamente a la rebelión, al cisma y a la apostasía, ya que se pide, entre otras medidas, la ordenación de mujeres, el acceso a la Eucaristía de los divorciados vueltos a casar y que, además, puedan volver a contraer un segundo matrimonio religioso, que los protestantes puedan recibir la Comunión y, finalmente, que hombres y mujeres laicos preparados, solteros o casados, puedan predicar, oficiar misa y dirigir iglesias carentes de párroco, que los protestantes puedan recibir la comunión, y que los sacerdotes se puedan casar. Respecto al celibato se dice textualmente: “Nos sentimos solidarios con aquellos que a causa de su casamiento no pueden seguir ejerciendo sus funciones y también con quienes, a pesar de mantener una relación, continúan prestando su servicio como sacerdotes”. El cardenal primado de Austria, Schönborn, ha expresado su sorpresa por la iniciativa y ha recordado a los sacerdotes rebeldes que han hecho libremente voto de obediencia a su obispo cuando fueron ordenados, “por lo que quien rompa este principio disuelve la unidad”. Esta actitud cismática y apóstata de estos sacerdotes y laicos, perteneciente a la Iglesia Católica en Austria, contrasta radicalmente con el amor a la unidad de la Iglesia demostrado por los santos mártires Cornelio y Cipriano.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

La ofrenda de la Iglesia a Dios Uno y Trino

no es el pan y el vino,sino el Cuerpo, la Sangre,

el Alma y la Divinidadde nuestro Señor Jesucristo.

124. Una vez depositados el cáliz y la patena sobre el altar, el sacerdote, con las manos juntas, dice:

Llenos de alegría por ser hijos de Dios, digamos confiadamente la oración que Cristo nos enseñó.

Viene ahora la oración del Señor: EL PADRENUESTRO .

La oración del Padrenuestro (cfr. Mt 6, 7-15) es tal vez la oración más conocida en el cristianismo, ya que fue pronunciada por primera vez y enseñada por Jesucristo.

Por este motivo, es la más difundida entre todas las oraciones cristianas. Sin embargo, no es esta la particularidad que la caracteriza, sino el hecho de ser una oración que se vive y que se hace viva y presente en la liturgia eucarística, porque sus frases se hacen realidad y se actualizan a lo largo de la Santa Misa.

Extiende las manos y, junto con el pueblo, continúa:

Padre nuestro.

Sin que lo advirtamos casi nunca, es Dios Padre quien se encuentra en el origen de la Misa, porque es Él quien, junto a su Hijo, envía sobre el altar al Espíritu Santo para que convierta el pan en el Cuerpo resucitado de Jesucristo. Además, por la Santa Misa hacemos realidad la frase: “Padre nuestro”, en el sentido de que nos apropiamos de Dios como nuestro Padre, porque el Hijo de Dios, vestido de una naturaleza humana por la Encarnación, se vuelve hermano de los hombres, y así, si antes de la Encarnación sólo Él, el Verbo del Padre, era el Hijo de su corazón de Dios, ahora, por la encarnación, toda la humanidad, unida a Dios Hijo encarnado, es hija de Dios; todo hombre, unido a Cristo, es hijo “en el Hijo”. Al decir “Padre nuestro”, Jesús, Dios Hijo encarnado, expresa la nueva realidad de la humanidad, convertida en hija de Dios y reunida en torno al altar para ofrendar a Dios, Padre suyo, el sacrificio más agradable que pueda darse a Dios.

Que estás en el Cielo.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

El “Cielo” de la oración del Padrenuestro no es este cielo terrestre ni tampoco un lugar ideal, abstracto, sin ser real. El “Cielo” es el estado de comunión interpersonal con las Personas de la Trinidad, y un anticipo de ese Cielo es el altar, donde entramos en comunión con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo: la Presencia de Dios Hijo en la Eucaristía, convierte al altar en una parte del Cielo, y como donde está el Hijo están el Padre y el Espíritu, es lícito decir, en vez de: “Padre nuestro que estás en el Cielo”, “Padre nuestro que estás en el altar, junto a tu Hijo y al Espíritu”.

Santificado sea tu Nombre.

El Nombre del Dios Uno y Trino es el único que merece ser santificado, honrado, alabado, glorificado, no por sus milagros, no por lo que da o por lo que hace, sino por lo que Es, Dios Trino infinitamente santo en su Triunidad de Personas, y el sacrificio del Hombre-Dios en la cruz, que se hace presente en el altar eucarístico, es el modo más perfecto y sublime de santificar el nombre de Dios Trino.

Por otra parte, debido a que la santificación del nombre de Dios, su alabanza y su glorificación, se dan de manera infinita en el Sagrado Corazón de Jesús, que se ofrece en el altar así como se ofreció en la cruz, por la Eucaristía somos asociados a la alabanza y glorificación de Dios al unirnos a Cristo en la comunión sacramental.

Venga a nosotros tu Reino.

Con la conversión del pan en el cuerpo de Cristo, con la Presencia de Cristo en Persona en medio nuestro como Pan de Vida eterna, viene no solo el Reino de Dios, sino algo mucho más grande que el Reino, el Rey en Persona, Jesús resucitado. Además, si el Reino de Dios es vivir en el Espíritu y del Espíritu, es en el santo sacrificio del altar y por el santo sacrificio del altar por el cual el alma recibe al Espíritu de Dios, soplado por el Padre y por el Hijo.

Hágase tu voluntad.

La voluntad de Dios se realiza en cada misa: su Hijo muere en la Cruz del altar y se dona como Pan de Vida eterna, para donarnos el Espíritu Santo, que nos convierte en hijos de Dios. La voluntad de Dios Padre es enviar a su Hijo Unigénito a encarnarse en el seno de María Virgen para que el Hijo ofrezca su cuerpo donándose a sí mismo en el sacrificio de la cruz y por esta oblación de su cuerpo y de su sangre, donar al Espíritu Santo. La voluntad del Padre se cumple en la Santa Misa, porque allí se renueva sacramentalmente el envío del Hijo por el Padre, al convertirse las substancias del pan y del vino, en el seno virgen de la Iglesia, en el Cuerpo y la Sangre del Salvador, y el don del Espíritu del Padre y del Hijo se consuma al ingresar el Hijo, Dador del Espíritu, en el alma por la comunión eucarística.

Así en la Tierra como en el Cielo.

Jesús en la cruz une la Tierra y el Cielo; Jesús en la cruz, clavada en la tierra, cumple la voluntad del Padre de conducir por ella a los hombres al Cielo, a la comunión con el Padre en el Espíritu. En la Misa, la santa cruz se eleva desde la tierra, en donde la Iglesia peregrina, hasta el Cielo, como si fuera un potente haz luminoso que se eleva a las alturas. Por la cruz plantada por la Iglesia, por el madero vertical, se cumple la voluntad del Padre ya en la tierra, llevando a los hombres, por la unión con el Hijo, en el

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Espíritu Santo, al seno de Dios Padre. Por la cruz, plantada en el seno de la Iglesia Militante, por el madero horizontal, los hombres, desde la tierra, unidos al Sagrado Corazón, y por él unidos entre sí, adoran y alaban a la Trinidad augustísima en el Cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día.

Esta petición no sólo se refiere tanto a su acción providencial, que nos proporciona el pan material –el trabajo, el salario-, sino más bien al Pan de vida eterna, la Humanidad santa del Verbo de Dios en la Eucaristía. Es en la Santa Misa en donde los hijos de Dios reciben el Pan de Vida eterna, el Maná del Cielo, el “verdadero Pan bajado del Cielo” (cfr. Jn 6, 35-40), enviado por Dios Padre, llovido sobre el altar por obra del Espíritu Santo, que alimenta al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, en su peregrinar por el desierto del tiempo y de la historia humana hasta la Jerusalén celestial, así como los israelitas fueron alimentados con el maná del Cielo para llegar a la Tierra Prometida (cfr. Éx 16, 4-21).

Perdona nuestras ofensas.

En la Misa, antes incluso de ser pronunciada esta parte de la oración en la que pedimos a Dios que nos perdone nuestros pecados, Dios se adelanta y, antes de que se lo pidamos, nos ofrece anticipadamente a su Hijo Jesús en el altar, como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Cristo, que renueva su sacrificio en el altar, derramando su sangre en cada misa como en el Calvario, es la garantía segurísima de que Dios nos perdona aún antes de que se lo pidamos, y aún más, con su Sangre derramada en el altar, que cae gota a gota en el cáliz, no solo limpia nuestros pecados, sino que nos concede el don del Espíritu Santo, que nos convierte en verdaderos hijos de Dios. Antes de comenzar siquiera a pedir perdón, la Presencia del Señor Jesús en la Eucaristía, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio expiatorio, es la prueba manifiesta del misericordioso amor del Padre, que no mira los pecados de los miembros de su Iglesia, sino el deseo de éstos de adorarlo por su infinita bondad.

Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

La muerte sacrificial de Cristo en la cruz y su renovación en el altar constituyen la muestra del amor misericordioso de Dios Trino, que nos perdonó siendo nosotros sus enemigos, y frente a esta muestra de amor, el cristiano no puede hacer otra cosa que lo mismo que hace Cristo en cada Misa, en el altar: perdonar a sus enemigos. En otras palabras, al mismo tiempo que perdonarnos nos da no sólo el ejemplo de perdón a nuestro prójimo, muriendo por nosotros que éramos sus enemigos en la cruz, sino que nos dona su Sagrado Corazón, que late con el Amor misericordioso de Dios Trino, en la Eucaristía, como fuente inagotable de Amor divino con el cual poder perdonar a quienes nos ofenden, así como Él nos perdonó desde la cruz.

Y no nos dejes caer en la tentación.

La carne del Cordero Pascual, el Cuerpo de Jesús resucitado en la Eucaristía, no solo da fuerzas para no caer en la tentación, sino que concede el don divino de la vida de hijos de Dios, que hace que el alma viva la vida misma del Hombre-Dios, que es infinitamente más rica y elevada que el simple evitar la tentación. Con el don de su Cuerpo resucitado y de su Sangre que comunica el Espíritu, con el don de su alma

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inmaculada y de su divinidad omnipotente, el Hombre-Dios nos entrega, en el Pan del altar, además de las fuerzas necesarias para no caer en la tentación, el poder y la fuerza divinos para ser como Dios mismo. Al donarnos su Espíritu por medio de su Cuerpo y de su Sangre entregados sacramentalmente, Jesús no sólo nos fortalece para resistir la tentación, sino que nos concede la vida misma de Dios Uno y Trino, la vida nueva del Hijo en el Espíritu, que permite al alma obtener algo infinitamente más grande que el sólo vencer a la tentación: imitar al Hijo por medio del Espíritu.

Mas líbranos del mal.

La cruz del altar, que se hace presente por el poder del Espíritu, que con el extremo inferior de su leño vertical aplasta al Infierno para siempre, brilla en el altar con el divino esplendor del Hombre-Dios que pende de ella, y con la luz de Jesús no sólo ahuyenta al mal personificado, el demonio y el infierno, sino que concede al alma que la contempla la luz, la vida, la fuerza y la bondad divina del Hijo de Dios encarnado, lo cual es mucho más grande que sólo librar del mal. El Cordero de Dios, que se aparece en el altar, el Cordero inmolado en el fuego del Espíritu, que la Iglesia ofrece como don inmaculado y puro, de suave fragancia, comunica su bondad infinita a quienes comen de su Carne, ofrecida en el Banquete eucarístico. La fuerza de la cruz del altar, que se proyecta desde el Calvario hasta nuestros tiempos y hacia la eternidad, no solo ha vencido para siempre al demonio y al Infierno, sino que nos eleva a la esfera de la vida íntima con Dios Trino, es decir que, además de librarnos del mal, nos introduce en el seno mismo del Ser divino, que es Bondad, Amor y Misericordia infinitos.

Amén.

El “amén” pronunciado por la Iglesia peregrina en el tiempo y en el espacio, en la historia humana, se une al “amén” eterno pronunciado por los ángeles y los santos en la adoración feliz del Cordero. La Iglesia, peregrina en el tiempo y en la historia, se suma, por medio de la santa misa, a la adoración eterna del Cordero que los ángeles y santos celebran en el Cielo.

125. Sólo el sacerdote, con las manos extendidas, prosigue diciendo:

Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.

En nuestro estado de viadores, “esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”. Ya vino por primera vez, en la humildad de la carne, naciendo como un Niño, sin dejar de ser Dios. Vendrá por Segunda Vez, en la Parusía, en la majestad de su gloria, para juzgar a toda la humanidad.

Pero quienes asistimos a la Santa Misa, quienes sabemos que ya ha venido y que ha de venir, somos espectadores de otra venida suya, intermedia entre ambas, que combina, por así decirlo, aspectos de ambas venidas: la humildad y la gloria, y es su venida eucarística: humilde, en la apariencia de pan, glorioso, con su Cuerpo resucitado.

Para esta parte de la Misa, meditamos por lo tanto en la profecía de Jesús acerca de su Segunda Venida: “Vendrá el Hijo del hombre” (cfr. Mt 24, 42-51), para luego aplicarla a la Venida Eucarística: Jesús se refiere al Día del Juicio Final, al día último de

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la última historia humana. El Hijo del hombre vendrá al fin del tiempo, cuando converjan el espacio y el tiempo en un vértice, para desaparecer y dar paso a la eternidad divina. Ese día Jesús vendrá, no ya como el bondadoso y misericordioso Hijo de Dios, sino como Juez justo, que actuará con justicia divina, para dar a cada uno según sus obras.

Jesús previene a sus discípulos de que estén atentos, para que ese día no los tome desprevenidos, es decir, para que ese día puedan presentar al Juez Divino no bienes materiales, sino los verdaderos bienes, los tesoros acumulados en el cielo, las obras de misericordia y de caridad, que serán los únicos bienes que abrirán las puertas del cielo.

“Vendrá el Hijo del hombre”. Vendrá Jesús al fin de los tiempos, vestido con su manto púrpura, signo de su realeza divina, y con un soplo de su boca aniquilará a todos sus enemigos. Vendrá el Hijo del hombre e instaurará el reino de Dios en las almas, reino de paz y de alegría divinas. Vendrá Jesús y enjugará toda lágrima de los ojos, de aquellos que sufrieron por el reino. Vendrá al fin del tiempo, y será el fin del tiempo.

Vendrá Jesús, el Hijo del hombre, pero no sólo al fin de los tiempos. La Iglesia anuncia su venida en la hostia consagrada al inicio de cada misa y prepara toda la liturgia para que los corazones lo reciban: “Vendrá el Hijo del hombre, en la gloria del sacramento del altar, al encuentro de quien lo reciba en su alma, estad preparados, para que su venida eucarística no os pase desapercibida”.

Por esto mismo, y mientras esperamos su Segunda Venida en la gloria, exclamamos ansiosos y expectantes por su Venida Eucarística: “Maranathá, Ven Señor Jesús, Ven a nuestras almas por la Eucaristía”.

Junta las manos.

El pueblo concluye la oración, aclamando:

Tuyo es el Reino, el poder y la gloria por siempre, Señor.

RITO DE LA PAZ .

Con respecto a este momento, nos dice el Misal Romano: “Sigue el rito de la paz, con el que la Iglesia implora la paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana, y con el que los fieles se expresan la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de la comunión sacramental”458,459.

Ahora bien, para no rebajar este gesto al nivel de la razón humana, y para comprenderlo en su justa medida en su presencia dentro del misterio de la misa, es necesario recordar que la paz que da Cristo no es la paz del mundo, porque es la paz de su Corazón, y la paz de su Corazón es la paz de Dios. El mismo Cristo nos advierte que la paz que da Él es muy distinta a la paz del mundo: “Mi paz os dejo, no como la da el mundo” (cfr. Jn 14, 27-31).

¿Por qué Jesús hace esta aclaración? ¿Cuál es la diferencia entre la paz de Jesús y la paz que da el mundo? Debemos saberlo, para no confundir el “ósculo de la paz” con un saludo vulgar.

458 Cfr. 82.459Cfr. CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía, 71-72.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

La voluntad del Padre se cumple en la Santa Misa, porque allí se renueva sacramentalmente

el envío del Hijo por el Padre, y el don del Espíritu del Padre y del Hijo se consuma al ingresar el Hijo,

Dador del Espíritu, en el alma por la comunión eucarística.

Jesús promete una paz que solo en apariencia es similar a la paz que conoce el hombre, la paz del mundo, como la paz política, la paz civil, la paz dada por la finalización de algún conflicto, o por un relativo bienestar económico, social, afectivo.

En la Antigüedad, por ejemplo, existía la denominada “pax romana”: la paz que los romanos conseguían por la fuerza de las armas, a sangre y fuego; dominaban por la fuerza a sus adversarios y así imponían esta paz, que en realidad, más que paz verdadera, era ausencia de conflictos. Ninguna de estas es la paz que viene a dar Jesús, porque la paz de Jesús es de orden espiritual, interior.

Aunque tampoco radica en esta paz interior y espiritual la novedad de la paz de Jesús. ¿En qué consiste la paz de Jesús? Si fuera así, si la paz de Jesús fuera solo la paz interior, espiritual, podríamos pensar que se trata de la paz que nos concede al perdonarnos los pecados: al perdonarnos los pecados, Jesús nos concede una enorme paz en el espíritu, porque nos quita el obstáculo hacia nuestra felicidad, la comunión con Dios, el obstáculo que nos vuelve enemigos de Dios; nos devolvería la paz al quitarnos lo que no nos dejaba vivir en paz, la acción mala, el pecado. Siendo esta paz de origen espiritual e interior, podríamos pensar que se trata de esta paz, ya que no es la paz del mundo, que es solo exterior. Pero no radica aquí la novedad de la paz de Jesús; tampoco es esta la paz definitiva que nos trae Jesús.

Los romanos imponían su paz a sangre y fuego; Jesús nos trae la paz también a sangre y fuego, pero es la Sangre de sus heridas abiertas en la Pasión y en la cruz; es la Sangre que mana de su Corazón traspasado por la lanza y es el fuego del Espíritu, soplado por Él sobre cada alma junto a la efusión de sangre de su Sagrado Corazón.

Esta es la paz definitiva y verdadera que nos trae Jesús, la paz del Espíritu infundido por Él y su Padre desde la cruz, con la efusión de sangre de su Sagrado Corazón. Sin esta paz, la paz del Corazón Misericordioso de Jesús, no hay paz posible para el alma y para la humanidad: “La humanidad no encontrará la paz hasta que no se vuelva con confianza a mi misericordia”.

Además, la paz que Jesús nos trae es la definitiva porque es una paz que viene no solo por el hecho de perdonarnos nuestros pecados, sino porque, además de esto, nos introduce en el seno mismo de Dios Trino al concedernos el ser hijos de Dios, al donarnos su misma filiación divina y eterna. La paz de Jesús es el abrazo más íntimo y

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fuerte en Dios460, del alma en Dios, que vuelve al Padre no como criatura sino como hijo amado; es la paz que se produce en el alma al poseer el objeto amado, Dios; es la paz que siente el alma cuando no busca ni quiere otra cosa que a su Dios, y cuando no tiene otro deseo que saber cuál es la voluntad de Dios para cumplirla en el acto, y es entonces cuando el alma goza de una paz inalterable, porque viene a ella el Espíritu Santo y hace allí como su morada, disponiendo y gobernando como aquel que está en su propia casa461.

Esta paz, la paz conseguida al precio de su Sangre y del fuego del Espíritu, nos la concede Cristo por medio de su Iglesia, por sus sacramentos, por la reconciliación, con la cual perdona nuestros pecados, y por la Eucaristía, por la cual nos concede ya aquí en esta tierra, en el tiempo, un anticipo de la alegría y de la paz eternas, la unión con Dios Trino.

126. Después el sacerdote, con las manos extendidas, dice en voz alta:

Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: “La paz les dejo, mi paz les doy”, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de la Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad.

Junta las manos.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

El pueblo responde:

Amén.

127. El sacerdote, vuelto hacia el pueblo, extendiendo y juntando las manos, añade:

La paz del Señor esté siempre con ustedes.

El pueblo responde:

Y con tu espíritu.

128. Luego, si se juzga oportuno, el diácono, o el sacerdote, añade:

Démonos fraternalmente la paz.

O bien:

Como hijos de Dios, intercambiemos ahora un signo de comunión fraterna.

Y todos según las costumbres del lugar, se intercambian un SIGNO DE PAZ , de comunión y de caridad. El sacerdote da la paz al diácono o al ministro.

460 Cfr. Scheeben, Los misterios, 90.461 Cfr. ALONSO, Martín, Francisca Javiera del Valle. Decenario al Espíritu Santo, Ediciones Rialp, Madrid 7 1988, 216.

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En este momento, los participantes de la asamblea eucarística se dan mutuamente la paz, teniendo en la mente y en el corazón el significado ante todo cristológico del saludo, significado ya en la rúbrica del Misal: el saludo de la paz es un “signo de paz, de comunión y de caridad”. Es decir, para no desvirtuar el saludo, y convertir este momento de la Misa en un momento profano, es necesario tener presente que la paz que deseamos y damos a nuestro prójimo, es la paz de Cristo, la que nosotros hemos recibido, al precio de su Sangre en la cruz. No se trata de un saludo y de un gesto convencional, sino que debe estar motivado por la intención sobrenatural de participar de esa paz de Cristo462, y de dar a mi prójimo la paz que yo recibí desde la Cruz, la cual vino a mi alma al ser perdonados mis pecados. Y es en la Cruz en donde Cristo nos da el beso de la paz, según el relato de una sierva de Dios, que narra así el perdón de Cristo a todo ser humano: “(…) Miras con amor a tus mismos enemigos y con tu dulce y agonizante mirada les dices: ‘Os perdono y os doy el beso de la paz’. Nada escapa a tu mirada; de todos te despides y a todos perdonas…”463. Entonces, al dar el saludo de la paz a mi prójimo, doy no un saludo mío, personal, sino la paz que Cristo me dio desde la Cruz.

Y para expresar la unión en la paz y en el amor de Cristo, los integrantes de la asamblea se dan mutuamente “el ósculo de la paz”, es decir, el beso de la paz, puesto que el beso, en el orden de lo creado, significa la unidad de amor464, aunque en el contexto de la Santa Misa, tiene el significado de ser el mismo beso que Cristo nos da, perdonándonos nuestro deicidio, desde la Cruz. Además de este significado cristológico, el beso de la paz tiene un significado pneumatológico, ya que recuerda que el alma, en su condición de hija de Dios, es sellada por Dios Padre con su beso de amor, el Espíritu Santo, el cual también es el “osculum” o beso de amor del Hijo al alma, por la cual éste último la toma como esposa suya465.

Es importante tener presente todas estas consideraciones, no por un mero academicismo, sino para “no convertir el rito de la paz en ocasión de perder el recogimiento”466. El Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía, y el mismo Santo Padre Benedicto XVI, recomiendan moderar este gesto, para evitar que se produzcan manifestaciones inoportunos a la sacralidad de la Santa Misa: “Sería bueno recordar que el alto valor del gesto no queda mermado por la sobriedad necesaria para mantener un clima adecuado a la celebración, limitando por ejemplo el intercambio de la paz a los más cercanos”467. De otro modo, es decir, con demasiadas efusividades, y dejando el lugar propio para ir a saludar a quien se encuentra más lejos, contribuye a crear un clima de ligereza, frivolidad y vulgaridad, que nada tiene que ver con la Santa Misa.

Fracción del Pan.

Este gesto litúrgico es importante por su significado, por su antigüedad, y porque deriva de uno de los gestos que realizó el mismo Señor en la Última Cena468: “Tomó pan, dándote gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos” (Mt 26, 26): El gesto no es un mero agregado utilitario o ambiental, sino que forma parte del núcleo sacramental de la Eucaristía, porque se trata de un gesto sacramental o simbólico469. En el Nuevo Testamento posee un doble simbolismo: por un lado, simboliza la unidad, porque todos

462 Cfr. Echevarría, o. c., 140.463 Piccarretta, Las Horas de la Pasión, 195-196.464 Cfr. Scheeben, Los misterios, 107.465 Cfr. Scheeben, Los misterios, 185.466 BENEDICTO XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 49. 467 Cfr. ibidem.468 Cfr. OGMR, 83.

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comen de un mismo pan partido; por otro lado, es un gesto profético que anuncia la muerte del Señor: así como el Pan es “roto” o “partido” sobre la patena, así el Cuerpo del Señor será “roto” y “partido” en la cruz. En la Santa Misa, el gesto de romper el pan simboliza la unidad de los comulgantes que forman con el Señor un solo cuerpo: “El gesto de la fracción del Pan realizado por Cristo en la Última Cena, que en el tiempo apostólico designó a toda la acción eucarística, significa que los fieles siendo muchos, en la Comunión de un solo Pan de vida, que es Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo, forman un solo cuerpo (1 Co 10, 17)”470. El Pan partido y compartido fue visto por los Apóstoles, desde el principio, como el signo comunitario por excelencia de la unidad de la familia eclesial: “El pan que partimos nos une a todos en el Cuerpo de Cristo (1 Co 10, 17).

El gesto viene de los usos judíos, entre quienes la acción de romper el pan y repartirlo era privilegio del jefe de familia; lo continúa nuestro Señor en la Última Cena, y lo prolonga la Iglesia, en la persona del obispo o del sacerdote ministerial que presiden la Eucaristía: “Tomó el pan, dijo la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos”. De esto se sigue que la fracción del pan se asocia, indisolublemente, a la distribución –por el jefe de familia judío, por Jesucristo, por el obispo o por el sacerdote-, con lo cual queda de manifiesto que es totalmente improcedente, pues rompe por completo el simbolismo de este gesto sacramental, la práctica contraria a la Tradición de la Iglesia, observada en algunos lugares, por parte de los fieles, de tomar ellos mismos de sobre el altar, el pan o el vino eucarístico.

Hay un matiz que se presenta en algunas traducciones de manuscritos antiguos, y es que en algunos, en los pasajes de Lc 22, 20 y 1 Cor 24, en vez de decir: “Esto es mi cuerpo entregado (“diomenon”) por vosotros”, dice: “Esto es mi cuerpo “roto” por vosotros (“ekjunnmenon”)471.

Aunque en su contexto el sentido de ambas redacciones no es muy diverso, la variante es un testimonio de cómo se interpretaba antiguamente la consagración-fracción del pan, como un signo de la muerte violenta y sacrificial del Señor.

Es decir, se veía a la fracción del pan, ya desde la antigüedad, como un signo de la muerte de Cristo. Muchos de los cantos que acompañan el rito de la fracción en las diversas liturgias –como por ejemplo, la liturgia romana del Papa Sergio I-, cantan el “Cordero de Dios”, que alude de modo inequívoco al sentido sacrificial de la Eucaristía, y al rito de romper el pan como alusivo a la muerte del Señor inmolado como Cordero de la Pascua cristiana. A esto se debe que el canto del “Agnus Dei” y el rito de la fracción del pan se presentan como acciones correlativas.

Pero además de estas reflexiones, también podemos meditar en esta parte de la Misa con el pasaje del Evangelio en donde Jesús “parte el pan” para los discípulos de Emaús, quienes recién en ese momento, y a causa de este gesto sacramental, reconocen a Jesús como al Salvador: “Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 35-48).

¿Qué sucede en este pasaje, previamente a la fracción del pan por parte de Jesús? Los discípulos de Emaús narran a los demás cómo sucedió su encuentro con

Jesús resucitado: caminaron y hablaron durante largo tiempo, pero sus ojos estaban

469 Al decir que la fracción del pan es un gesto sacramental no pretendemos afirmar que sea uno de los siete sacramentos en sentido estricto, es decir, una de las acciones instituidas por Jesucristo para dar la gracia en virtud de su misma realización, sino que queremos significar que es una acción destinada a simbolizar lo que realiza la celebración. En el caso concreto de la fracción del pan, además del simbolismo que se expresa en la acción, se trata también de un gesto que nos mandó el mismo Señor: “Rompió el pan... y dijo: Haced esto...”, aunque no confiera la gracia a la manera de los siete sacramentos.470 Cfr. OGMR, 83.471 Cfr. http://www.mercaba.org/LITURGIA/la_fraccion_del_pan.htm

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

cerrados y su entendimiento oscurecido, a pesar de estar Jesús al lado suyo. Caminan y hablan con el Señor, pero no se dan cuenta de que es Él, lo tratan como a un desconocido, a pesar de ser discípulos suyos. Sólo lo reconocieron más tarde, al partir el pan: en ese momento, estando Jesús en medio de ellos, sentados a la mesa, en el momento en que hace el gesto de partir el pan, sus mentes y sus corazones fueron iluminados con la luz del Espíritu Santo, y pudieron reconocer a Jesús resucitado. Algunos autores sostienen que en este episodio está figurada la Eucaristía; otros dicen que la cena fue en realidad una Eucaristía. Pero más allá de estas cuestiones exegéticas, el episodio de Emaús, lejos de ser para nosotros un episodio histórico anecdótico, o lejos de convertirse en simplemente una hermosa historia que nos relata la veracidad de la Resurrección de Jesús, se convierte en un misterioso símbolo y en un anticipo de lo que habría de suceder y de lo que sucede en la Iglesia con la Presencia de Jesús resucitado.

La experiencia de los discípulos de Emaús, más allá de su realidad histórica, es un símbolo y una figura de lo que habría de suceder con la Presencia de Jesús resucitado en medio de su Iglesia. Luego de resucitar, Jesús se aparece con su Cuerpo real, el mismo que estuvo suspendido en la cruz, y el mismo del cual salió la sangre redentora de sus heridas abiertas, y ahora ese Cuerpo, en vez de ser un Cuerpo flagelado, cubierto de sangre, es ahora un Cuerpo glorioso, cubierto de luz; y de sus heridas, en vez de sangre, surge la luz, y es con este mismo Cuerpo resucitado con el cual continúa Presente en Persona en medio de su Iglesia.

A partir de su Resurrección, después de aparecerse a sus discípulos con su Cuerpo real, Jesús no deja en ningún momento a su Iglesia sola, y continúa apareciéndose con su Cuerpo real, resucitado, pero oculto en el signo sacramental eucarístico. Jesús resucitado continúa Presente en su Iglesia en la Eucaristía, en donde se encuentra con ese Cuerpo resucitado, el mismo Cuerpo que estuvo colgado en la cruz, y el mismo Cuerpo que se llenó de vida en el sepulcro. Por eso es que para la nosotros, como para la Iglesia universal, se nos repite la misma escena, en el misterio de la liturgia, que la de los discípulos de Emaús: también Jesús con su Espíritu camina con nosotros, también Jesús con su Espíritu nos explica las Escrituras, también Jesús se hace Presente en medio nuestro en cada misa, y también puede iluminarnos con su Espíritu para que lo reconozcamos Presente y Resucitado en la Eucaristía. También a nosotros, en lo más secreto e íntimo de nuestros corazones, nos hace la misma pregunta: “¿Por qué dudáis de mi Presencia Eucarística? ¿Por qué tantas dudas acerca de Mi Presencia real en la Eucaristía? Miradme por la fe, resucitado, en la Eucaristía, y veréis que un espíritu no puede dar su Cuerpo y su Sangre como lo doy Yo en cada comunión”.

Y a diferencia de los discípulos, a quienes les pide de comer un pescado –“Muchachos, ¿No tenéis pescado?” (Jn 21, 5)-, para que comprueben que Él está resucitado y que tiene un cuerpo resucitado, a nosotros, para que comprobemos la verdad de su Resurrección, nos abre nuestra inteligencia para que lo contemplemos en su realidad de resucitado en la Eucaristía, y nos da de comer su Cuerpo eucarístico, glorioso y resucitado, con el cual y mediante el cual nos comunica esa vida de resurrección, y nos convierte así en sus testigos ante el mundo.

129. Después TOMA EL PAN CONSAGRADO, LO PARTE SOBRE LA PATENA Y PONE UNA PARTÍCULA DENTRO DEL CÁLIZ ,

Esta acción, la mezcla del Pan y del Vino consagrados, llamada “inmixtión” –la palabra significa “mezcla” o “reunión”-, significa que, si al consagrar primero el Cuerpo y después la Sangre de Cristo estamos representando sacramentalmente su muerte, al

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unirlos por el rito de la inmixtión estamos significando su Resurrección472: es decir, si en la cruz –y en la renovación sacramental del sacrificio de la cruz- el cuerpo se separa de la sangre, indicando el sacrificio y la muerte, con el rito de la inmixtión se significa que ambos, cuerpo y sangre, están ahora unidos nuevamente, y quien los ha unido, glorificándolos al mismo tiempo, es el Espíritu Santo. De esta forma, la liturgia de la Santa Misa nos recuerda que Cristo ha resucitado, que está vivo y glorioso, y así, como Pan de vida eterna, se nos dona en la Eucaristía.

(…) diciendo en secreto:

El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna.

Con esta oración secreta, el sacerdote cree en la Eucaristía con la Fe de la Iglesia: no es un pan bendecido, sino Cristo, Dios eterno en Persona, que concede la vida eterna a quien lo recibe en la comunión sacramental con fe y con amor.

130. Mientras tanto, se canta o se dice:

Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.

Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.

Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz.

131. A continuación el sacerdote, con las manos juntas, dice en secreto:

Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, LÍBRAME, POR LA RECEPCIÓN DE TU CUERPO Y DE TU SANGRE, DE TODAS MIS CULPAS Y DE TODO MAL . Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti.

Movido por el amor a Cristo Presente en la Eucaristía, que está por consumir, el sacerdote, a la par que renueva su fe en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, implora que le sean perdonadas sus culpas, y el verse libre de todo mal, además de pedir “nunca” separarse de Jesús, con quien va a unirse en su Cuerpo resucitado, al consumir la Eucaristía. Para poder cumplir con este propósito, de “nunca” separarse de Jesús, aquí el sacerdote puede aprovechar la petición de San Ignacio en sus Ejercicios: morir antes que cometer un pecado mortal, o un pecado venial deliberado473.

472 Cfr. Luna Luca de Tena, La Misa, 126-127.473 Cfr. SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, [164]- [168]. “[165] 1ª humildad. La primera manera de humildad es necesaria para la salud eterna, es a saber, que así me baje y así me humille cuanto en mí sea posible, para que en todo obedezca a la ley de Dios nuestro Señor, de tal suerte que aunque me hiciesen señor de todas las cosas criadas en este mundo, ni por la propria vida temporal, no sea en deliberar de quebrantar un mandamiento, ya sea divino, ya sea humano, que me obligue a pecado mortal”. “[166] 2ª humildad. La 2ª es más perfecta humildad que la primera, es a saber, si yo me hallo en tal punto que no quiero ni me inclino más a tener riqueza que pobreza, a querer honor que deshonor, a desear vida larga que corta, siendo igual servicio de Dios nuestro Señor y salud de mi ánima; y con esto, que por todo lo criado, ni porque la vida me quitasen, no sea en deliberar de hacer un pecado venial”. “[167] 3ª humildad. La 3ª es humildad perfectíssima, es a saber, cuando incluyendo la primera y segunda, siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro

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Si bien esto implica los grados más bajos del amor a Dios, esto es, los dos primeros grados de humildad, predisponen al alma para llegar al tercer grado de humildad, que es el más perfecto, puesto que el alma no se mueve ni por temor al Infierno ni por el deseo del Cielo, sino por el amor a Cristo crucificado, deseando y amando lo que Jesús desea y ama en la cruz, y así elige lo que más lo asemeje a Cristo crucificado.

El tercer grado de humildad es el que lleva al alma a recitar la oración de Santa Teresa:

No me mueve, mi Dios, para quererteel Cielo que me tienes prometido;ni me mueve el Infierno tan temidopara dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, señor; muéveme el verteclavado en una cruz y escarnecido;muéveme ver tu cuerpo tan herido;muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal maneraque aunque no hubiera Cielo, yo te amara,y aunque no hubiera Infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,pues aunque cuanto espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.(Santa Teresa de Ávila)

Pero también, con esta oración, en la que renueva el amor al Cristo Eucarístico antes de comulgar, el sacerdote –y también cualquier fiel antes de comulgar- evita la comunión sacrílega, para que no le suceda lo que a Judas Iscariote en la Última Cena, que comulgó con el demonio, según el Evangelio: “Cuando Judas tomó el bocado Satanás entró en él” (cfr. Jn 13, 21-38). No puede ser más clara y explícita la consecuencia del pecado: la comunión con el diablo. Judas Iscariote traiciona a Jesús, y esto se traduce en la unión con el diablo, expresada en la comunión sacrílega. Judas desoyó la advertencia de Jesús: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24), y así,

Señor, quiero y elijo más probreza con Cristo pobre que riqueza, oprobrios con Cristo lleno dellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo”.

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prefirió escuchar el duro tintinear metálico de las monedas de plata, presagio de sangre y muerte, antes que los suaves latidos del Sagrado Corazón, fuente de vida y de paz, de felicidad y de gozo eternos.

Después de relatar la comunión sacrílega con Satanás, el evangelista Juan agrega: “Judas salió. (…) Afuera era de noche” (13, 30). Judas sale del cenáculo donde se celebra la Última Cena, para entrar en el reino de las tinieblas: “afuera era de noche”. Las tinieblas de la noche, que siguen al día solar, son sólo una figura de las verdaderas tinieblas, las del reino del Infierno, en donde mora y reina el Príncipe de las tinieblas, Satanás. Judas Iscariote traiciona a Jesús, y por la traición se aleja de Cristo, que es luz, para entrar en comunión con las tinieblas y con el demonio. Por todo esto, es la hora de las tinieblas, de la separación, de infinita tristeza, pero aún así, en medio del drama de esta hora oscura, brilla la luz de la esperanza en la promesa del retorno de Jesús resucitado, que traerá una alegría tan grande, que hará olvidar esta tristeza y amargura: “en las palabras de Cristo destellan ya las luces de la aurora: “pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16, 22)”474.

Pero no solo Judas traiciona a Jesús. También Pedro, el primer Papa, lo habrá de traicionar, y su traición es profetizada por Jesús en el mismo momento en el que Judas consuma su traición, uniéndose al demonio “al recibir el bocado”: “No cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces”. Pedro traiciona a Jesús, y Judas también traiciona a Jesús, pero la diferencia entre uno y otro es el arrepentimiento: Pedro se arrepiente y acude, de rodillas ante la Virgen, a implorar de la Madre el perdón del Hijo; Judas, en cambio, no se arrepiente, se encierra en sí mismo, no pide perdón, se desespera, y termina suicidándose. Debido a que nosotros también traicionamos a Jesús cada vez que pecamos, debemos imitar siempre a Pedro, acudiendo al sacramento de la confesión, pidiendo a la Madre Iglesia el perdón de Jesús, y nunca jamás debemos imitar a Judas Iscariote, quien desconfiando de la misericordia divina y rechazando la amistad de Dios, se abandonó a la desconfianza y al desaliento, cayendo en la desesperación475.

Al aproximarse la Pasión, aflora la debilidad humana, y esto sucede en el seno mismo de la Iglesia: Pedro, el primer Papa, y Judas Iscariote, sacerdote y discípulo de Cristo, ambos participantes de la Última Cena, que es la Primera Misa, ambos traicionan a Jesús. De los hombres sólo hay debilidad, egoísmo, cobardía y traición; de parte del Hombre-Dios, sólo Amor y Misericordia.

En el rito bizantino se tiene muy presente el gesto de Judas Iscariote, para no caer en él, ya que esta es la oración de los fieles antes de comulgar: “Amén. Bendito sea el que viene en nombre del Señor. El Señor Dios se manifestó a nosotros. Recíbeme hoy en Tu Cena Mística, Oh Hijo de Dios, que no revelaré Tus misterios a tus enemigos, ni te daré el beso de Judas, antes como el ladrón confieso y digo: Acuérdate de mí Señor en Tu Reino”476.

Comunión.

132. El sacerdote hace genuflexión, toma el pan consagrado y, sosteniéndolo un poco elevado sobre la patena o sobre el cáliz, de cara al pueblo, dice con voz clara:

Éste es el Cordero de Dios, (…)

474 JUAN PABLO II, Carta a los sacerotes, Jueves Santo de 2000, 2.475 Cfr. Alonso, o. c., 276.476 Cfr. Abou-Arrage, La Santa Misa para los fieles, 20.

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Antes de la comunión, el sacerdote, previa genuflexión y adoración a Jesús Presente en Persona en la Eucaristía, eleva la Hostia –ostentación eucarística- y dice: “Éste es el Cordero de Dios”, usando la misma expresión de Juan el Bautista al ver pasar a Jesús (cfr. Jn 1, 29-34). Al igual que en tiempos del Bautista, pasa ahora con la Eucaristía. Los contemporáneos de Jesús lo veían y decían: “Es el hijo del carpintero” (cfr. Mt 27, 45-54), porque no estaban iluminados por el Espíritu Santo, como el Bautista, y no podían ver a la divinidad en Cristo. Hoy pasa lo mismo con la Eucaristía: muchos ven solo un pan bendecido, porque no tienen la luz de la fe, como la Iglesia Católica, la única que, iluminada por el Espíritu, puede ver en la Eucaristía no un pedacito de pan bendecido, sino al Hombre-Dios Jesucristo. Porque ve a Dios Hijo en Persona en la Eucaristía, la Iglesia usa la misma expresión de Juan en la ostentación eucarística: “Este es el Hijo de Dios”.

Puesto que la Iglesia utiliza la misma frase de Juan, es importante reflexionar acerca de su sentido en el Evangelio para aplicarlo luego a la Santa Misa.

Dice así el Evangelio: “Juan (…) mirando a Jesús que pasaba, dijo: ‘Este es el Cordero de Dios’” (cfr. Jn 1, 35-42). Juan llama a Jesús con un nombre nuevo: “Cordero”, en contraste con los contemporáneos de Jesús, quienes lo llamaban: “El hijo del carpintero”, “el hijo de José y María”; para ellos, Jesús no era el Cordero de Dios, sino que era uno más del pueblo: “sabemos quiénes son sus padres”.

En el nombre dado por Juan el Bautista, no hay solamente un nombre, porque Juan revela, con ese nombre, un aspecto del misterio de Cristo, el hecho de ser Jesús algo infinitamente más grande que un hombre santo, y es el ser el Cordero de Dios, Cordero que luego será sacrificado en el altar de la cruz para la salvación de los hombres.

“Este es el Cordero de Dios”: en el nombre dado por Juan a Jesús, hay algo más que un nombre, y ese algo es la realidad de Jesús como Cordero del sacrificio de la cruz. Juan el Bautista da ese nombre a Jesús porque ve lo que otros no ven, debido a que está iluminado por el Espíritu Santo, y en esto el Bautista es una figura y anticipo de la Iglesia Católica: Juan representa a la Iglesia Católica porque así como él era el único entre sus contemporáneos que sabía la verdad acerca de al identidad divina de Jesús, así la Iglesia Católica es la única Iglesia que conoce la verdad acerca de Jesucristo, esto es, su identidad divina; Juan representa a la Iglesia Católica, mientras que aquellos que ven en Jesús a uno más del pueblo representan a las otras iglesias, comenzando por las protestantes, y luego cualquiera que no sea la católica, que ven en Jesús no al Hijo de Dios encarnado sino a un hombre más.

La prueba de que Juan representa a la Iglesia Católica es que la Iglesia toma sus palabras, y las aplica al Cristo eucarístico, en el momento de la ostentación, luego de la consagración, al decir: “Este es el Cordero de Dios”. Cuando la Iglesia hace ostentación de la Eucaristía está mostrando a Jesucristo, y está diciendo la verdad acerca del Cristo eucarístico, porque la Iglesia está guiada e iluminada por el Espíritu Santo. Y así como los contemporáneos de Juan el Bautista veían en Jesús a un simple hombre, y no al Cordero de Dios, así las iglesias que no son la Iglesia Católica ven a la Eucaristía como un poco de pan bendecido en el altar, pero de ninguna manera ven la Presencia real de Dios Hijo en la Hostia consagrada.

Como la Iglesia, como Juan el Bautista, iluminado por el Espíritu Santo, el bautizado en el mundo debe decir de la Eucaristía: “Este el Cordero de Dios, y no un simple pan bendecido”.

Pero hay otro pasaje evangélico que también puede ser aplicado a esta parte de la misa, y es el episodio en donde Jesús multiplica panes y peces, la multitud queda saciada, y los discípulos de Jesús recogen lo que sobra en canastos (cfr. Mc 6, 34-44).

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Es importante este pasaje para aplicarlo en la Misa, porque podemos hacer una analogía: así como Jesús multiplicó panes y peces, así la Iglesia, a través del sacerdocio ministerial, multiplica la Presencia sacramental.

Veamos cómo podemos hacer la analogía. En el milagro del Evangelio, Jesús multiplica la materia que constituye los panes y los peces, y lo puede hacer puesto que es Dios y hombre al mismo tiempo. Jesús, como Hombre-Dios, como Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, tiene el poder no sólo de multiplicar sino de crear la materia, lo cual implica un poder mucho más grande. El milagro no parece conmover a la multitud, o bien la multitud, acuciada por el hambre, no da mayor trascendencia al milagro, ya que quieren nombrarlo rey no por el poder demostrado en la multiplicación de la materia de los panes y de los peces, sino porque les ha saciado el hambre. Para ellos, Jesús y sus milagros son solo funcionales a sus necesidades; buscan a Jesús por lo que les da, y no por lo que es. Muchos, en el trato interpersonal con el prójimo, o en la relación con Dios, se comportan de la misma manera: buscan en el otro –sea el prójimo o Dios- una relación de beneficencia, una relación de utilidad: tanto me es útil, tanto me acerco al prójimo o a Dios. Es el criterio del mundo, un criterio mundano de utilitarismo introducido en lo más humano que tiene el humano, y es la comunión interpersonal. Se reemplaza el amor de amistad por la utilidad, por la eficacia, la eficiencia, el utilitarismo y el uso de Dios y del prójimo por lo que el prójimo y Dios puedan darme.

Más allá de la errónea interpretación que la multitud hace del milagro, éste tiene un significado que ni siquiera puede ser sospechado: es el preámbulo de la multiplicación sacramental de Jesús como Pan de vida eterna y como Cordero del sacrificio.

El episodio de la multiplicación de los panes y de los peces es simbólico de una realidad ultraterrena: luego del misterio pascual de Jesús, luego de su muerte, Resurrección y Ascensión a los cielos, habrá alguien que continuará ya no este milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, sino que hará un milagro inmensamente mayor.

Ese alguien es la Iglesia Católica, y el milagro inmensamente mayor que hará continuando el milagro de Jesús es el milagro de la multiplicación, no de panes y peces, sino del Pan de vida eterna y de la Carne del Cordero, que son la Presencia del Señor resucitado.

La multitud interpreta erróneamente, en un sentido materialista, funcional y utilitarista, el milagro de Jesús de multiplicar panes y peces. Los errores del pasado deben servir para reflexionar sobre ellos y no volver a cometerlos, es decir, deben servir para que veamos el signo que Jesús hace en cada Misa, multiplicar su Presencia sacramental, pero no para darnos lo que queremos, sino para hacer de cada alma su morada.

(…) que quita el pecado del mundo. (…)

Esta expresión del sacerdote nos recuerda a la parábola del hijo pródigo, en quien estamos representados, puesto que allí también, como en la Santa Misa, se invita a un banquete en donde se sirve cordero asado. Meditemos entonces en esta parábola, para tratar de aprovechar más esta parte de la Misa, tratando de encontrar el sentido espiritual por medio de analogías.

El Evangelio dice: “El padre se conmovió, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos” (cfr. Lc 15, 11-32). Se trata de la recepción festiva, por parte del padre, de un hijo pródigo, que regresa arrepentido a la casa paterna, luego de haber dilapidado su fortuna.

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La parábola del hijo pródigo revela el verdadero rostro del cristianismo: la misericordia infinita del corazón de Dios Padre para con la humanidad.

¿De qué manera podemos asociar esta parábola con la Santa Misa? Haciendo una analogía con los personajes y las acciones de la parábola: el hijo pródigo representa a la humanidad caída en el pecado original; el padre de la parábola, a Dios Padre, que perdona a la humanidad; la fiesta, con el cordero cebado asado en el fuego para celebrar el retorno del hijo pródigo, representa la alegría de Dios Padre por la consumación del sacrificio de Jesús, Cordero de Dios, cuya carne santísima es inmolada en la cruz por el fuego del Espíritu Santo.

Teniendo en cuenta esta representación simbólica, analicemos con un poco más de detalle la parábola.

El hijo pródigo, que retorna a la casa del padre, es una imagen del alma humana que, arrepentida, decide confesar su falta, pedir perdón a Dios por la ofensa cometida.

El hijo decide pedir perdón y regresar como un esclavo, ya que se siente indigno de ser hijo de un padre tan bondadoso. Pero la misericordia divina, la ternura infinita del Amor substancial de Dios supera todo lo que humanamente podamos imaginarnos, y así, en vez de tratarlo un desposeído –es decir, como un siervo, en el sentido de que el siervo a diferencia del patrón, no posee bienes-, en vez de considerarlo como lo que realmente es, un desposeído, porque se gastó su fortuna, el Padre se conmueve de alegría, lo estrecha entre sus brazos, le pone anillo y sandalias, signos de su filiación, porque un siervo no usa el anillo del Padre ni sandalias, y organiza un banquete, una fiesta. Es decir, la misericordia del Padre es infinita, es tan inmensamente rica, que no le hace notar a su hijo los bienes que ha perdido, sino que le concede nuevos bienes, entre ellos, una nueva filiación, más alta y digna que la anterior, porque ha sido dignificada por la Misericordia y el Amor del Padre.

Es la imagen de lo que sucede en el Bautismo, en donde al alma no sólo se le perdona el pecado original, sino que se le estampa la imagen del Hijo de Dios, y el Hijo de Dios presente en Persona en el alma en gracia, no sólo perdona y quita sus pecados, sino que le comunica de su filiación divina, haciéndola hija de Dios. Así es como el alma es elevada a la dignidad de hija de Dios, dignidad que antes del pecado original no poseía.

Si el hijo pródigo es el alma humana arrepentida, el padre de la parábola es entonces Dios, quien en vez de castigarnos como lo merecíamos, no sólo no nos reprocha nuestra mala conducta, sino que se alegra por nuestro retorno, abre sus brazos, que son los brazos de Cristo en la cruz, para recibirnos, y manda a preparar una fiesta, un banquete, para celebrar el regreso del alma arrepentida.

Pero a diferencia del padre de la parábola, Dios no manda a sacrificar un ternero, sino a su propio Hijo, al Hijo suyo Unigénito, Cristo, el Cordero Pascual477.

Para celebrar el retorno del alma a su seno, el Padre dispone en su eternidad la encarnación y el sacrificio de su Hijo, el Verdadero Cordero, el Cordero Manso y Humilde de la Pascua nueva y eterna. El Padre dispone que su Verbo, su Palabra, se haga carne, y que esa carne sea inmolada en el altar de la cruz y en la cruz del altar como sacrificio perfecto. Dios Padre, movido por su amor a las almas, dispone que su Verbo se haga carne, se haga carne de Cordero y que como Cordero suba al altar del sacrificio para ser inmolado, para ser asado en el fuego del Espíritu Santo, de modo que la carne santa de ese Cordero sea servida en el banquete de los hijos pródigos, para que estos, al comer la carne santa del Cordero pascual coman también la santidad en la que está embebida.

477 Cfr. M.R., Prefacio de la Misa de Pascua.

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Cristo es el Cordero de Dios, el Cordero Pascual; así fue prefigurado en la salida de Egipto, cuando los israelitas fueron protegidos de la ira del ángel exterminador por la sangre del cordero pascual que había sido pintada en sus puertas; así lo veían en visiones los profetas como Isaías, cuando describen la Pasión del Redentor: “Como cordero fue llevado al matadero” (cfr. Is 53, 7; Jer 11, 19); así lo presenta Juan el Bautista: “Este es el Cordero de Dios” (Jn 1, 29)478; como Cordero de Dios lo ofrece la Iglesia cuando representa su sacrificio sobre al altar, al consagrar el pan y el vino; como el Cordero degollado en honor de Dios se aparece en medio de nosotros bajo los símbolos de su inmolación, el pan y el vino consagrados, que son su Cuerpo entregado y su Sangre derramada; como Cordero de Dios se muestra ante nuestros ojos, como Cordero se muestra también ante los ojos de su Padre celestial, y así se hace presente ante Dios y ante nosotros con su muerte de sacrificio, para que en medio de nosotros le ofrendemos al Padre celestial479; como Cordero de Dios lo ostenta y lo proclama la Iglesia Santa en el supremo acto de sacrificio, cuando el sacerdote eleva la Hostia consagrada, que es Él en Persona, y dice: “Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, felices los invitados al banquete celestial”480.

El Padre sacrifica para nosotros su Cordero, lo inmola en el altar de la cruz, lo asa en el fuego del Espíritu, y nos lo sirve en el banquete eucarístico

Como Cordero de Dios, sacrificado sobre la cruz del altar, cuya carne es inmolada y consumida por el fuego santo del Espíritu de Dios, nosotros, los hijos pródigos, debemos recibirlo en nuestras almas y unirnos en el Espíritu a su sacrificio para retornar al Padre.

Pero en la parábola del hijo pródigo podemos ver también reflejado el verdadero ser mistérico de la Iglesia y del cristianismo, esto es, la misericordia infinita del corazón de Dios Padre para con la humanidad.

Es importante tener esto en cuenta porque muchos –aún y sobre todo dentro de la Iglesia Católica- piensan que el cristianismo, o más bien, el catolicismo, es acción social a la que se le agregan oraciones; es decir, son concepciones en la que hace demasiado hincapié en el aspecto humano de Jesús, dejando de lado su divinidad481, lo cual tiene repercusiones directas sobre la fe, porque si Cristo es sólo un hombre, el cristianismo se reduce a una organización fraterna de asistencia social que tiene por objetivo primero y último la reducción de la pobreza material entre los hombres.

Otros, en cambio, piensan que el cristianismo es un sistema de moral o de modos de comportarse que corresponden a una mentalidad determinada, los cristianos de los primeros siglos; otros piensan que el cristianismo es nada más que un sistema de prohibiciones, de mandatos, de reglas morales, que lo único que pretende es fijarse con escrupulosidad dónde hay pecado: el cristianismo sería sólo un sistema de reglas y leyes que hay que observar para entrar en el Reino de los Cielos sin cometer pecado; otros, piensan que es sólo una costumbre, un modo de ser y de comportarse de determinadas personas que por algún motivo logró imponerse a lo largo de los siglos, construyendo culturas y una civilización particular, la cristiana.

Nada de eso es el cristianismo, ni en nada de eso consiste la misión de la Iglesia de Cristo: no es el cristianismo ni un hábito cultural ni un conjunto de reglas morales.

478 Cfr. LEÓN DUFOUR, X., Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona 1980, voz “Cordero de Dios”, 191.479 Cfr. Scheeben, Los misterios, 519.480 Cfr. M. R., Liturgia eucarística, Rito de la comunión.481 Cfr. Diario CORRIERE DELLA SERA, edición digital www.corriere.it, artículo “Altolá al teologo Sobrino”, del 14 de marzo de 2007. Es el caso, por ejemplo, del teólogo salvadoreño Jon Sobrino, a quien el Vaticano llamó la atención por sus escritos y su doctrina, en la que la figura de Jesús y el accionar de la Iglesia se reducen al aspecto meramente sociológico y humano.

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Nadie duda de que el cristiano debe ayudar a su prójimo, y la Madre Teresa es un ejemplo de cómo hacerlo en Cristo, pero no se puede confundir la caridad cristiana con la acción social filantrópica que deja de lado a Cristo. Si bien el cristiano está obligado por el amor de Dios a ayudar a su prójimo más necesitado, el cristianismo no tiene como fin último erradicar villas miserias o terminar con la pobreza en el mundo.

El cristianismo no es ni hábito cultural ni acción social ni regla moral: es la Persona viva de Dios Padre que abraza a sus hijos por medio de su Hijo en la cruz, con su amor, el Espíritu Santo. El abrazo del padre de la parábola al hijo pródigo simboliza el abrazo con el que Dios Padre envuelve a toda la humanidad, por medio de los brazos abiertos en cruz de su Hijo Jesús.

Jesús en la cruz abre los brazos, pero no sólo para ser clavados, sino para abarcar con un abrazo a toda la humanidad, y los brazos abiertos de Cristo en la cruz son los brazos abiertos de Dios Padre que abraza a toda la humanidad. Y en el abrazo de Cristo en la cruz, que es el abrazo del Padre, Dios Padre y Dios Hijo donan el Espíritu de Amor a la humanidad, no sólo perdonando los pecados, sino concediendo la filiación divina, adoptando a toda la humanidad como hija de Dios Padre en el Espíritu del Hijo.

“El padre se conmovió, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos”. La ternura del padre de la parábola es un símbolo del amor y de la ternura de Dios Padre. Pero la ternura de Dios Padre no se detiene en meros simbolismos ni en solas palabras, sino que se hace realidad en el misterio del altar.

En cada misa cobra vida la parábola del hijo pródigo: el Padre recibe en su casa, la Iglesia, a sus hijos pródigos, los bautizados, y para expresar su alegría y su gran contento por la presencia de sus hijos y su amor misericordioso por ellos, prepara un banquete celestial, una comida sobrenatural: el Cordero asado en el fuego del Espíritu, el Pan de Vida divina, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

Dios Padre no tiene un modo mejor de demostrar su perdón misericordioso, su alegría y su ternura infinita por la presencia de sus hijos adoptivos, que donando a su Hijo resucitado en la Eucaristía, como garantía de su misericordia sin límites.

Y junto a su hijo resucitado en la Eucaristía, en cada comunión acude al encuentro de sus hijos adoptivos, los abraza y los cubre con el amor de su corazón divino, el Espíritu Santo.

“Después de esto, vi que había una multitud tan grande que nadie no la habría podido contar. Eran gentes de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas. Permanecían de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos de blanco y con palmas en las manos,

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proclamaban en voz alta: “La salvación viene de nuestro Dios, que se sienta en el trono, y del Cordero” (Ap 7, 9)”.

Así como para Juan Cristo no era un hombre común, sino que era el Hombre-Dios, así para la Iglesia la Eucaristía no es un pan bendecido, sino el mismo Hombre-Dios que como

Cordero se inmola en la cruz y en el sacrificio del altar.La Iglesia adora al Cordero en el altar eucarístico, en el sacramento de la Eucaristía, y

es a Él, al Cordero que está en la Eucaristía, a quien los hombres le deben tributar honor, majestad, alabanzas, adoración y gloria: “Al que está sentado en el trono, y al Cordero, la

gloria y el poder por todos los siglos” (Ap 5, 13).La adoración del Cordero Místico

(Jan Van Eycke, siglo XV, Flandes)(…) Dichosos los invitados a la cena del Señor.

La expresión “dichosos”, es decir, “felices” o “bienaventurados”, nos recuerda al Sermón de la Montaña, en donde Jesús proclama las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los que sufren... los que lloran... los que tienen hambre y sed de justicia... los perseguidos... los pobres... los puros de corazón...” (cfr. Lc 6, 20-26). Por el misterio litúrgico, no solo escuchamos una oración ni únicamente recordamos un pasaje evangélico, sino que asistimos a la proclamación de una nueva bienaventuranza, luego de la inmolación del Cordero en el altar, por parte de la Iglesia: “Bienaventurados –dichosos, felices, beatos- quienes se acercan y comen la carne del Cordero de Dios”.

Es por eso que ahora meditamos sobre las Bienaventuranzas, para así apreciar más lo que la Iglesia nos dice por boca del sacerdote ministerial.

Las Bienaventuranzas de Jesús, proclamadas en el Sermón de la Montaña, son incomprensibles a los ojos del mundo. El mundo no puede llamar bienaventurados a los que sufren o a los que lloran, son desdichados; el mundo no puede llamar bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia, porque los negocios del mundo son turbios; no puede llamar bienaventurados a los perseguidos, porque para el mundo los bienaventurados y los cuerdos son los perseguidores de la Iglesia de Cristo; el mundo no puede llamar bienaventurados a los pobres, porque los placeres del mundo se adquieren con oro y plata, cosa que los pobres, por definición, no tienen; el mundo no puede llamar bienaventurados a los puros de corazón, ya que las idolatrías alejan y enturbian el corazón.

Pero a los ojos de Dios, los deleites y las bienaventuranzas del mundo son ceniza y amargura, de ahí los lamentos de Jesús para quienes viven según el mundo y no según el Espíritu de Dios. Y por el contrario, lo que el mundo llama desgracias, son en realidad causa de felicidad sobrenatural para el alma.

¿Por qué? ¿Qué es lo que hace que el sufrimiento, el llanto, la persecución, el deseo de justicia, la pobreza, la pureza de corazón, sean causa de felicidad y de bienaventuranza? Lo que hace que todas estas cosas den felicidad al alma, es que son una consecuencia de la participación a la cruz de Jesús, quien es el Primer Bienaventurado.

Jesús en la cruz sufre y llora por la redención de la humanidad; Jesús en la cruz tiene hambre y sed de justicia, de ver honrado y glorificado el nombre de Dios en los corazones humanos; Jesús en la cruz es pobre, ya que nada tiene; Jesús en la cruz es puro de corazón, ya que es el Cordero Inmaculado que ofrece su cuerpo y su sangre en holocausto agradable a Dios.

Las Bienaventuranzas constituyen la causa de la felicidad del hombre porque quien vive las bienaventuranzas, vive unido a la cruz de Jesús y a Jesús en la cruz. Cada fiel, cada bautizado, puede unir su vida, su ser, su persona, con todas sus vicisitudes personales, al sacrificio de Cristo en la cruz y en el altar, para transformar la vida

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personal, la existencia personal, en una existencia y en una vida bienaventurada. Bienaventurados quienes se unen a la cruz de Cristo, bienaventurados quienes unen sus tribulaciones a la cruz del altar. Quien se una a la cruz de Cristo, será bienaventurado. Esa es la Bienaventuranza que proclama Cristo desde la Montaña, y consiste en unirse y participar de su cruz.

Pero hay otra bienaventuranza, proclamada por la Esposa del Cordero en el altar, luego de la inmolación del Cordero en la cruz del altar: “Bienaventurados quienes se acercan y comen la carne del Cordero de Dios”.

Es decir, Jesús había proclamado que eran bienaventurados los pobres, los que tenían hambre, los que lloraban, los que fueran odiados a causa del Reino, porque de los pobres era el reino, los que tenían hambre serían saciados, los que lloraban serían consolados, los que eran odiados a causa del Hijo del hombre, porque serían amados por Dios.

Todas estas bienaventuranzas se cumplen en una sola, en la bienaventuranza del altar: “Felices los invitados al banquete celestial”.

Porque los que comen del Pan Eucarístico son pobres de espíritu, a quienes no sacian los alimentos del mundo, vacíos de sabor y con gusto a cenizas; los que comen el Pan del Altar tienen hambre, no tanto del cuerpo, sino del espíritu, y son saciados abundantemente con este Pan del cielo, con el verdadero maná enviado por el Padre; los que participan del altar, lloran junto a Jesús y María por la salvación del mundo y por las almas, porque el sacrificio del altar es la representación y la actualización sacramental del sacrificio en cruz de Jesús, y Él en la cruz, junto a María al pie de la cruz, llora amargas lágrimas de sal por el mundo y por las almas; los que comen del Pan de Vida eterna son odiados por los ángeles caídos, quienes se consumen en odio eterno y envidian el Amor que ingresa en las almas de los justos con este pan, y son odiados por los hombres malvados, contaminados por el ángel caído, y a la vez, son amados por Dios, porque Dios Padre ve en ellos la viva imagen de su Hijo y a su Hijo en Persona, y por eso no puede no dejar de amarlos con todo el amor de su Corazón de Padre, el Espíritu Santo.

“Felices los invitados al banquete celestial”. La Iglesia proclama una Nueva bienaventuranza, desde el Nuevo Monte de las Bienaventuranzas, el altar eucarístico, que condensa y resume todas las otras bienaventuranzas: “Feliz el que se alimenta del Maná Verdadero”.

Esta bienaventuranza resume y concentra en sí misma todas las demás, porque no puede haber felicidad más grande que recibir sacramentalmente al Hijo de Dios en Persona, unirse a su cuerpo resucitado por el Espíritu, recibir su sangre, que empieza a circular con nuestra sangre, y con su sangre, recibir la vida eterna que brota del ser divino de la Persona del Hijo de Dios.

En esta parte de la Misa, escuchamos que la Iglesia nos dice: “¡Dichosos los invitados a la cena del Señor, felices los invitados al banquete celestial! ¡Alégrense, regocíjense, salten de gozo y de alegría, aún en medio de las tribulaciones, del dolor y del llanto, porque habéis sido invitados a comer a la cena del Señor, su Banquete Pascual, el Banquete del Sacrificio, en el que comeréis la carne del Cordero de Dios y el Pan Vivo bajado del cielo, y beberéis el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero de Dios! ¡Alégrense, porque no hay alegría más grande que esta! ¡Alégrense, porque quien se alimenta del Cordero, es feliz en esta vida y por toda la eternidad, porque Dios vive en él y él en Dios!”.

Si a partir de Jesús la felicidad radica en la unión a Cristo crucificado, a partir de la Iglesia, la felicidad radica en la unión a Cristo sacramentado, crucificado y resucitado en la Eucaristía.

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Y, juntamente con el pueblo, añade:

SEÑOR, NO SOY DIGNO DE QUE ENTRES EN MI CASA , pero una palabra tuya bastará para sanarme.

Debido a que la Iglesia, en este pasaje, utiliza la misma frase del centurión romano: “No soy digno de que entres en mi casa” (cfr. Mt 8, 5-11), meditamos con una reflexión acerca de este pasaje, aplicándolo a esta parte de la Santa Misa.

En el pasaje del Evangelio, el centurión da muestras de una sinceridad, de una humildad y de una fe no superadas por nadie en Israel, según el testimonio del mismo Jesús. Se reconoce indigno de que Jesús, el rabbí milagroso, ingrese en su casa; para él le basta con que Jesús diga una palabra, y su sirviente será curado.

Además de su humildad y auto-humillación –es un centurión romano, es decir, un alto jefe militar, que posee gran poder e influencia en la sociedad hebrea de su tiempo, y sin embargo, no duda en humillarse delante de un maestro hebreo, Jesús, enviando mensajeros en nombre suyo porque considera que es indigno de estar delante de su presencia-, sorprenden también la firmeza de su fe, ya que cree en el poder divino de Jesús –cree sin vacilar que Jesús puede curar sólo con su palabra, sin siquiera entrar en su casa-, y cree también -en lo que sería un anticipo de la comunión de los santos- que puede curar por algún enviado suyo, porque compara el poder de Jesús con el poder que él mismo ejerce sobre sus subalternos.

Es decir, el centurión, sin pertenecer al Pueblo Elegido porque es un pagano, es un romano y no un hebreo, muestra una fe firmísima en Cristo como Hombre-Dios, en el poder de su palabra, de su fuerza como Dios, y en su Iglesia, ya que cree que incluso un enviado de Cristo puede curar en su nombre, lo cual es propio del apóstol.

El centurión, por lo tanto, representa tanto al fiel perfecto de la Iglesia –que cree sin ver a Jesús, que cree en el poder de su palabra dentro de su Iglesia, que cree que con el poder de su palabra convierte el pan en su cuerpo y en su sangre-, como a aquel que no pertenece a la Iglesia, porque no fue bautizado, pero que aún así está más cerca de Cristo que aquellos que, perteneciendo a la Iglesia por haber sido incorporados por el Bautismo y por recibir la Eucaristía, no tienen fe, no creen en Cristo como en el Hombre-Dios.

La humildad y la fe del centurión expresan un misterio insondable, porque trascienden el tiempo en el que fueron pronunciadas, y de tal manera, que la Iglesia las hace suya y las aplica a sí misma cuando, como cuerpo místico de Jesús, exclama antes de la comunión, por medio de sus integrantes: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”.

La frase es tomada por la Iglesia y pronunciada por ella como comunidad, y se refiere a su parte humana, antes de que entre Jesús como Hijo de Dios, encarnado y resucitado en la Eucaristía; es pronunciada también a modo personal, por cada uno de los que asisten a la asamblea eucarística, confesando, como el centurión, la propia indignidad que los hace ser inmerecedores de la visita personal del Verbo de Dios.

La expresión del centurión, pronunciada en el momento histórico de la Presencia personal del Verbo de Dios humanado en Palestina, es repetida a lo largo de los siglos por la Iglesia, en el momento suprahistórico y supratemporal de la Presencia del Verbo de Dios humanado en el altar, por la liturgia eucarística.

“No soy digno de que entres en mi casa”, dice el centurión a Jesús, refiriéndose a su casa material y a la Presencia personal de Jesús; teniendo en cuenta que Jesús en el Apocalipsis dice que “está a las puertas de los corazones, que golpea y que entrará en

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aquel que abra”482, es decir, teniendo en cuenta que el mismo Jesús es quien hace la comparación de la casa con el alma humana, la frase del centurión podría quedar: “No soy digno de que entres en mí”, y es en el mismo sentido en el que lo dice la Iglesia y en el que lo repite cada bautizado a Jesús Eucaristía: “No soy digno de que entres en mí”.

“No soy digno de que entres en mi casa, manda a un servidor tuyo y con eso basta”, dice el centurión, y Jesús, en premio a la fe y la humildad del centurión, le dice: “Yo mismo iré a curarlo”.

“No soy digno de que entres en mi casa”. La Iglesia hace suyas las palabras del centurión al dirigirse a Cristo en la Eucaristía, en la ostentación eucarística, luego de la consagración483, imitando la fe del centurión, la fe perfecta del que cree sin ver en la divinidad de Cristo, Presente con su misterio pascual en el altar, Invisible como si fuera un poco de pan; imitando la fe perfecta del que cree en la omnipotencia de las palabras del Salvador para convertir pan y vino en su Presencia Personal de Hombre-Dios; imitando la humildad perfecta de quien se reconoce indigno de recibir al Dios Tres veces santo, que viene al alma en el sacramento del altar.

“No soy digno de que entres en mí”, dice el alma antes de la comunión, en la fe de la Iglesia, y en premio a la fe de la Iglesia que reconoce en la Eucaristía al Señor resucitado, Jesús entra personalmente en el alma, en la casa de quien comulga484.

Finalmente, otro aspecto a destacar es el criado enfermo que se encuentra en la casa del centurión: puesto que Jesús es Dios que cura las dolencias de la humanidad abatida por la enfermedad y el dolor, el criado enfermo en casa del centurión simboliza a esa humanidad doliente, que espera la venida de su Mesías para ser salvada.

También en el rito bizantino485 oriental católico romano, antes de la comunión, se hace referencia a este ingreso de Cristo al alma –llamada “techo sórdido”-, además de compararla al pesebre de Belén, y de pedir perdón de los pecados, entre otras piadosas consideraciones. Vale la pena transcribir esta hermosa oración para antes de la Comunión, para rezarla también nosotros con fe y devoción: “No hay sino un solo Santo, un solo Señor Jesucristo, en la gloria del Padre. Amén. –Alabad al Señor desde los cielos, alabadlo en las alturas. Aleluya. Creo, Señor, y confieso que Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo, el que vino al mundo para salvar a los pecadores, de los que soy el primero. Creo también que éste es Tu cuerpo inmaculado y ésta es Tu preciosa Sangre. Por eso te ruego: ten piedad de mí y perdona mis culpas, las de la malicia y las de la fragilidad, las de palabra y las de obra, cometidas a conciencia o por descuido. Y hazme capaz de participar sin merecer castigo, de Tus inmaculados misterios, que me sirven para el perdón de mis pecados y para la vida eterna. Amén. Señor, yo no soy digno de que entres bajo el techo sórdido de mi alma, mas así como Te dignaste recostar en el pesebre de los animales, así también dígnate entrar en el pesebre de mi alma. Y así como no Te repugnó la boca impura de la pecadora, no tengas repugnancia de mí, pobre pecador, sino hazme digno de recibir a Tu Cuerpo y a Tu Sangre Santísima. Señor, que la recepción de Tus Santos Misterios no se conviertan para mí, en sentencia y condenación, antes bien, me sirvan para la curación de mi alma y de mi cuerpo”.

482 Cfr. Ap 5, 20.483 Cfr. M. R., Liturgia eucarística.484 Para recibir la Sagrada Eucaristía hacen falta tres condiciones: 1) estar en gracia de Dios; 2) saber a quien se va a recibir, acercándose a comulgar con devoción; 3) y guardar una hora de ayuno antes de comulgar. El Catecismo de la Iglesia Católica señala en el número 1387 la tercer condición para comulgar dignamente: “Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia (cfr. CIC can. 919). Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped”.485 Cfr. Abou-Arrage, o. c., 19.

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133. El sacerdote, vuelto hacia el altar, dice en secreto:

El Cuerpo de Cristo me guarde para la vida eterna.

Y comulga reverentemente el Cuerpo de Cristo.

Después toma el cáliz y dice en secreto:

La Sangre de Cristo me guarde para la vida eterna.

Y bebe reverentemente la Sangre de Cristo.

134. Después toma la patena o la píxide y se acerca a los que van a comulgar. Muestra el pan consagrado a cada uno, sosteniéndolo un poco elevado, y le dice:

El Cuerpo de Cristo.

En el momento de recibir la Eucaristía es necesario hacer, interiormente –y también exteriormente, por medio de la genuflexión al comulgar486,487- un acto de fe, de amor y de adoración a Jesús Presente en la Sagrada Hostia.

El Santo Padre Benedicto XVI distribuyendo a los fieles el Cuerpo del Señor, directamente en la lengua y estando arrodillados.

486 O también, una inclinación profunda. Citamos al Cardenal Antonio Cañizares, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos: Al responder a la pregunta de ACI Prensa sobre la costumbre recuperada por el Papa Benedicto XVI de que los fieles que reciben de él la Eucaristía lo hagan en la boca y de rodillas, el Cardenal Cañizares dijo que eso se debe “al sentido que debe tener la comunión, que es de adoración, de reconocimiento de Dios”. Arrodillarse, dijo, “es la señal de adoración que es necesario recuperar. Yo creo que es necesario para toda la Iglesia que la comunión se haga de rodillas”. “Es sencillamente saber que estamos delante de Dios mismo y que Él vino a nosotros y que nosotros no lo merecemos”, afirmó el cardenal. “De hecho –añadió– si se comulga de pie, hay que hacer genuflexión, o hacer una inclinación profunda, cosa que no se hace”. Cfr. http://infocatolica.com/?t=noticia&cod=9666487 “Los fieles comulgan de rodillas o de pie, según lo establezca la Conferencia de Obispos, con la confirmación de la Sede Apostólica. Cuando comulgan de pie, se recomienda hacer, antes de recibir el Sacramento, la debida reverencia, que deben establecer las mismas normas”; cit. CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía, 90.

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¿Por qué decimos que debemos hacer una genuflexión al comulgar? Porque si bien el acto de amor y de adoración a Jesús Eucaristía es ante todo interior, es muy conveniente acompañar este acto interior con un acto exterior, y la genuflexión es el gesto más indicado para expresar lo que creen la mente y el corazón: lo que estamos por recibir no es un poco de pan, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo. Aunque “existan ambientes influyentes” que digan lo contrario, recomendamos vivamente la genuflexión al comulgar. Pensamos, por otra parte, que es esta la idea expresada por el Santo Padre Benedicto XVI: “Existen ambientes, no poco influyentes, que intentan convencernos de que no hay necesidad de arrodillarse. Dicen que es un gesto que no se adapta a nuestra cultura (pero ¿cuál se adapta?); no es conveniente para el hombre maduro, que va al encuentro de Dios y se presenta erguido. (...) Puede ser que la cultura moderna no comprenda el gesto de arrodillarse, en la medida en que es una cultura que se ha alejado de la fe, y no conoce ya a aquel ante el que arrodillarse es el gesto adecuado, es más, interiormente necesario. Quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse. Una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto central”488,489. Todavía más, el actual Santo Padre, siendo aún cardenal, sostenía que la comunión debía estar precedida por la adoración: “la Comunión alcanza su profundidad sólo cuando es sostenida y comprendida por la adoración”490. Por eso, consideraba que “la práctica de arrodillarse para la santa Comunión tiene a su favor siglos de tradición y es un signo de adoración particularmente expresivo, del todo apropiado a la luz de la verdadera, real y sustancial presencia de Nuestro Señor Jesucristo bajo las especies consagradas”491.

Pero hay otro motivo por el cual, al comulgar, nos arrodillamos, y es el recordar el gesto de humildad inigualable de Jesús en la Última Cena, cuando lava los pies a sus discípulos (Jn 13, 1-20). El lavado de los pies era una medida higiénica necesaria por varios motivos: por la forma de tomar el alimento en las grandes comidas -recostados-, y por el hecho de que las calles, al no ser pavimentadas, se encontraban siempre polvorientas, todo sumado al calzado de la época -sandalias-, que favorecía la adhesión de la tierra a los pies. Era una tarea reservada a los sirvientes, y para llevarla a cabo, debían arrodillarse ante el comensal, tal como lo hizo Jesús. Él había dicho: “Estoy a la mesa como el que sirve” (Lc 22, 27), y da ejemplo con su propio obrar.

El gesto de lavar los pies es una muestra de humildad por parte de Jesús, cuya magnitud se acrecienta cuanto más se considera quién Es Jesús, la Segunda Persona de

488 Ratzinger, El espíritu de la liturgia.489 Con respecto a la comunión en la mano, conviene tener presente que puede prestarse, con mucha facilidad, a profanaciones, por lo que es lícito no administrar la comunión en la mano cuando existan serios indicios de profanación: “Aunque todo fiel tiene siempre derecho a elegir si desea recibir la sagrada Comunión en la boca, si el que va a comulgar quiere recibir en la mano el Sacramento, en los lugares donde la Conferencia de Obispos lo haya permitido, con la confirmación de la Sede Apostólica, se le debe administrar la sagrada hostia. Sin embargo, póngase especial cuidado en que el comulgante consuma inmediatamente la hostia, delante del ministro, y ninguno se aleje teniendo en la mano las especies eucarísticas. Si existe peligro de profanación, no se distribuya a los fieles la Comunión en la mano”; cit. CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía, 92. Santo Tomás dice que el único que puede tocar la Eucaristía es el sacerdote ministerial, porque para eso fueron consagradas sus manos, al igual que los objetos litúrgicos como el cáliz y el corporal: “(el sacramento del altar) no es tocado por nada que no esté consagrado: y, por eso, están consagrados el corporal, el cáliz, y también las manos del sacerdote, para poder tocar este sacramento. A ningún otro, por lo tanto, le es permitido tocarlo, fuera de casos de necesidad: si, por ejemplo, estuviera por caer al suelo u otras contingencias similares” (Summa Theologiae, III, 82, 3).490 Cfr. Introducción al espíritu de la liturgia.491 Cfr. Carta This Congregation de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, del 1° julio de 2002

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la Santísima Trinidad. En otras palabras, su gesto muestra una humildad infinita, como infinita es su Persona divina.

Cuando el sacerdote, en la Santa Misa del Jueves Santo, se arrodilla para lavar los pies de los fieles, lo único que hace es imitar el gesto que Jesús realizó primero, arrodillándose Él delante de la creatura. Este hecho nos lleva a preguntarnos: ¿cómo es posible que todo un Dios, se arrodille delante de su creatura, como si fuera un siervo, y le lave los pies? Es incomprensible. Y es incomprensible, porque es incomprensible su Amor, porque el gesto en Jesús está motivado por su infinito y eterno Amor por los hombres. El Hombre-Dios se arrodilla para lavar los pies de sus creaturas; para lavar, con el agua, con sus lágrimas y con su gracia, la culpa de los hombres.

Así nos lo dice una Sierva de Dios, describiendo la escena de la Última Cena: “Mas, oh Jesús, tu amor parece no darse tregua, veo que de nuevo haces sentarse a tus amados discípulos, tomas una palangana con agua y ciñéndote una blanca toalla te postras a los pies de los Apóstoles en un acto tan humilde que atrae la atención de todo el Cielo y lo hace quedar estático. Los mismos Apóstoles se quedan casi sin movimiento al verte postrado a sus pies... Pero dime, amor mío, ¿qué quieres, qué pretendes con este acto tan humilde? ¡Humildad nunca vista y que jamás se verá! “Ah, hija mía, quiero todas las almas y postrado a sus pies como un pobre mendigo las pido, las importuno y llorando les tiendo mis insidias de amor para ganarlas! Quiero, postrado a sus pies, con este recipiente de agua, mezcladas con mis lágrimas lavarlas de cualquier imperfección y prepararlas a recibirme en el Sacramento. Me importa tanto este acto que no quiero confiar este oficio a los ángeles, y ni aún a mi querida Mamá, sino que Yo mismo quiero purificar hasta las fibras más íntimas de los Apóstoles, para disponerlos a recibir el fruto del Sacramento, y en ellos es mi intención preparar todas las almas””492. El gesto de arrodillarnos ante nuestro Dios sacramentado, ¡no es entonces otra cosa que imitarlo a Él, que por nosotros se humilló en la Última Cena, arrodillándose para lavar los pies de sus discípulos, en quienes estábamos representados!

La genuflexión es por lo tanto un gesto muy importante, que exterioriza el acto interno de amor y de adoración a Jesús Presente en Persona en la Eucaristía. De lo contrario –si no hacemos el acto de fe, acompañado de gestos internos y externos de adoración a Cristo Presente en la Eucaristía-, puede pasarnos lo que a la multitud en la multiplicación de los panes y peces, y así como la multitud no ve el signo espiritual, sino que interpreta el milagro de Jesucristo en un sentido puramente material, así también a nosotros nos puede pasar que pasemos a comulgar mecánica y distraídamente.

492 Cfr. Piccarretta, o. c., 73-74.

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En la Misa no comulgamos un poco de pan bendecido,sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad

de Nuestro Señor Jesucristo.Para ayudarnos en este momento de la Santa Misa, podemos meditar además en

el milagro de la multiplicación de panes y pescados, porque al comulgar, nos puede suceder que, así como la multitud ve en Cristo a un rey terreno, así también nosotros veamos en la Eucaristía sólo un pan bendecido. El Evangelio dice así: “Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los entregó” (cfr. Lc 9, 1).

La multitud ve en este gesto de Jesús un signo puramente material: les da de comer, satisface su necesidad básica y elemental. No ven un gesto mesiánico.

No podemos reprochar a la multitud esta carencia de visión, puesto que en la Iglesia misma, a veinte siglos de distancia, muchos continúan, en muchos casos, interpretando demasiado material y humanamente el signo de Jesús, al igual que la multitud de la escena evangélica.

Así como la multitud veía en Jesús a un maestro de religión santo que hacía milagros, entre ellos, el de multiplicar los panes y los peces, y quería hacerlo rey sólo por este hecho, dejando de lado su condición divina, así muchos ven a la Iglesia y a su acto litúrgico principal, la Santa Misa, como una organización de beneficencia que se dedica a la filantropía con un tinte religioso, dejando de lado la consideración de la Misa como el sacrificio del Cordero, como el don del Cuerpo y de la Sangre del Hombre-Dios, y dejando de lado a la consideración de la Iglesia como a la Esposa de ese Cordero, que ofrece el Cuerpo y la Sangre de su Esposo en sacrificio a Dios por toda la humanidad.

Ni Jesús es un hombre cualquiera, como muchos de entre la multitud lo veían, ni la Eucaristía es sólo pan bendecido, como muchos en la Iglesia sostienen hoy, ya que en Jesús predicando y obrando el milagro de la multiplicación y en Jesús donado como Pan de Vida eterna en el altar, hay un secreto oculto detrás de las apariencias. Tanto en Jesús obrando el milagro como en Jesús ofrecido como Eucaristía hay un misterio oculto: el sacramento de la Eucaristía es para nosotros lo que Jesús para sus discípulos: así como Jesús ocultaba, detrás de su naturaleza humana, al Verbo eterno del Padre, así la Eucaristía oculta, detrás de su apariencia de pan, al Verbo eterno del Padre, encarnado, muerto y resucitado.

El cuerpo de Cristo, en uno y en otro caso, actúa como un velo que oculta y a la vez como una puerta abierta que revela lo que está detrás de ella: el cuerpo de Jesús oculta y muestra a la naturaleza divina, al ser divino de Dios Uno y Trino: “Quien me Ve, Ve a Mi Padre que me envió”, dice Jesús.

La multitud ignora que Jesús no es el hijo del carpintero que estudió mucho y se convirtió en un hombre sabio y santo; ignora que es el Verbo eterno del Padre, que ha tomado un cuerpo humano y que se muestra a través de ese cuerpo humano y obra milagros a través de ese cuerpo humano. De la misma manera, muchos en la Iglesia ignoran que la Eucaristía no es pan bendecido y consagrado, sino el cuerpo real, verdadero, vivo y resucitado, del Cordero de Dios, que continúa ofreciéndose para nosotros en el altar así como se ofrece en la cruz.

Como Dios-Hombre, como Pan de Vida, Cristo, Verbo del Padre, se dona en su Cuerpo y junto a su Cuerpo nos entrega la divinidad, y esto es absolutamente incomprensible, de ahí que la multitud no entienda que debajo de ese cuerpo humano está Dios Hijo; de ahí que muchos en la Iglesia no entiendan que en la Eucaristía está ese mismo Dios Hijo que nos dona su cuerpo resucitado y con su cuerpo resucitado, la divinidad.

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Una y otra cosa son misterios demasiado altos, demasiado grandes para nuestra comprensión, porque la divinidad en sí misma es incomprensible, como dice San Gregorio Nacianceno, tomando el episodio de la ascensión de Moisés al Monte Sinaí493: “Quise conocer a Dios, y para eso me separé de la materia y de todo lo que es corporal, y me elevé hasta la cima de la montaña. Pero cuando abrí los ojos, apenas pude percibir lo que se encontraba detrás de la piedra, es decir, la humanidad del Verbo, encarnado para nuestra salvación. No pude contemplar la naturaleza primera y pura que no es conocida sino por ella misma, es decir, por la Santísima Trinidad (…)”494.

Hoy como ayer, Jesús, Hombre-Dios, prolonga el misterio de su don. A la multitud les da pan y pescado: “Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los entregó”. A nosotros no nos da pan terrenal, sin vida, y pescado asado: nos da su cuerpo vivo, entregado en la cruz y en el altar; no nos da ni pescado asado ni pan, nos da su cuerpo, como Pan de Vida eterna y como carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo.

Es decir, al pasar a comulgar, nos alimentamos con un doble manjar celestial: con la Humanidad santificada de Cristo, por el contacto con su divinidad, y con la Divinidad, que se une hipostáticamente a esta humanidad. El acto de comulgar es similar al acto humano de ingerir un alimento, y es esto lo que sucede con la Comunión eucarística, en donde somos alimentados con el Cuerpo y la sangre de Cristo, que de esta manera sacia el apetito más profundo del hombre, que más que apetito, es hambre, y hambre de Dios: “El hombre, en lo más profundo de su ser, es hambre de Dios, pues tiene hambre infinita de felicidad, que no puede saciar plenamente con las criaturas a pesar de que busca en ellas apagar su sed insaciable. Por eso, las palabras de Jesús en Jn 6, 50-51, plantean una opción de fe entre el pan del cielo y el pan de la tierra, necesario éste, pero insuficiente par saciar nuestra sed de felicidad. (…) La comunión representa la máxima posesión de Dios aquí en la tierra y la máxima asimilación a la vida filial, porque somos incorporados a Cristo no sólo por la gracia, sino por la mediación de su cuerpo glorioso y vivificante, con el que Cristo gana para nosotros la efusión de su Espíritu y nos llena plenamente de ella”495.

Y si el hombre es “hambre de Dios”, entonces la Eucaristía es el alimento adecuado para saciar, por toda la eternidad, para siempre, ese “hambre de Dios” que experimenta todo ser humano por el solo hecho de serlo. Que la Eucaristía sacie para siempre el hambre de Dios –que es hambre de felicidad, de amor, de paz, de vida-, lo dice Jesucristo en el Evangelio: “El que coma de este Pan no tendrá más hambre” (cfr. Jn 6, 35-40). Jesús promete que Él dará un pan por el cual, aquel que lo consuma, no volverá a tener más hambre. Ahora bien, debido a que este pan es la Eucaristía, y debido al hecho, comprobado por la experiencia, de que se vuelve a tener hambre luego de consumirlo, cabe preguntarse por el sentido de las palabras de Jesús: ¿qué quiere decir Jesús cuando dice que el que consuma el pan que Él dará, “no tendrá más hambre”?

Para descubrir el sentido de la frase de Jesús, hay que tener en cuenta que no se refiere al hambre corporal, la que sobreviene al organismo de modo natural, sino al hambre espiritual, sobrenatural, de Dios. Un hambre de este tipo no puede, de ninguna manera, ser satisfecha con un pan material, sino solo con un alimento espiritual, y es esto lo que proporciona la Eucaristía al alma.

La Eucaristía sacia la sed de hambre de Dios, porque nutre al alma con la substancia misma de Dios, que se dona a través de la substancia humana divinizada del

493 Cfr. LOSSKY, V., La Théologie mystique de l’Eglise d’Orient, Ediciones Montaigne, 1960, 34.494 Oratio XXVIII (theologica II), 3, P.G., t. 36, col. 29 AB; en Lossky, o. c., 34.495 Cfr. Sayés, El misterio eucarístico, 355.

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Hijo de Dios. La Humanidad de Cristo, santificada por el contacto con la Persona divina del Hijo de Dios, en el momento de la Encarnación, actúa como de puente entre Dios Trino y el alma, permitiendo que el Ser divino se done a través de ella, en el movimiento descendente de la divinidad, y permitiendo que el alma sea incorporada al seno al seno del Padre, por el Espíritu, en la unión con el Cuerpo del Hijo, en el movimiento ascendente.

“El que coma de este Pan no tendrá más hambre”. Quien se alimenta de la Eucaristía, recibe la plenitud del Ser divino, del cual brotan, como de una fuente inagotable, la Vida eterna, el Amor divino, la luz celestial, la paz de Dios, la alegría de la Trinidad, todo lo cual extra-colma al alma, saciándola absolutamente en su hambre y en su sed de la divinidad.

Quien se alimenta de la Eucaristía, no tiene más hambre de Dios.La condición de la Eucaristía como Pan que alimenta con un alimento super-

substancial, de origen celestial y divino, está reflejada en el diálogo de Jesús con los fariseos, en donde ellos se escandalizan al interpretar materialmente sus palabras, sin asociarlas con el misterio de la cruz y la resurrección: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52).

Los fariseos se escandalizan porque interpretan que deben comer el cuerpo de Cristo tal como lo ven, es decir, sin haber pasado todavía por su misterio pascual de muerte y resurrección, y sin haber sido glorificado por el Espíritu Santo. Se escandalizan porque no entienden que deben comer su Cuerpo y su Sangre glorificados, es decir, la Eucaristía. Es de esta manera que su Cuerpo alimento de origen celestial, porque la Eucaristía es el Pan super-substancial que nos alimenta con la Vida Eterna, con la Vida misma de Dios. Es Pan de Vida Eterna porque no es un pan natural, sino el Cuerpo glorioso, resucitado y pleno de vida divina, del Hombre-Dios Jesucristo. Es la Carne de Cristo animada y vivificada por su alma divinizada y por la vida divina del Espíritu de Dios en ella presente, que comunica la vida eterna de Jesucristo a quien la come. Es lo que dice Jesús a los fariseos: “En verdad, en verdad os digo, si no coméis la Carne del Hijo del hombre y no bebéis su Sangre, no tendréis la vida en vosotros. Quien come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y Yo en Él” (Jn 6, 54-57).

Cuando los judíos se lamentan pensando que fuera una cosa imposible, en vez de explicar estas palabras como puramente simbólicas, Jesús insiste sobre su significado literal, aunque sin revelar la manera sacramental con la cual habría hecho de su Carne nuestro alimento496. Los fariseos se escandalizan por las palabras de Jesús porque no entienden la Palabra de Dios. Rechazan a Jesús como Hombre-Dios y creen que lo que Jesús dice se refiere al Cuerpo y a la Sangre de Jesús no todavía glorificados, en el estado de Jesús antes de completar su misterio pascual (Jesús poseía el derecho y el poder de glorificar su cuerpo ya desde la Encarnación, pero no lo hizo por un milagro, mayor aún y de mayor gloria que el de la resurrección, para poder sufrir la Pasión497). Una visión puramente humana, materialista y literal del Hombre-Dios Jesucristo jamás puede penetrar en el misterio de la Eucaristía, porque lo reduce todo al horizonte humano, se vuelve incapaz de ver más allá, incapaz de escuchar la Palabra divina.

Sin embargo Jesús, la Palabra Encarnada, habla como Dios y como Dios sabe que Él dejará su Cuerpo y su Sangre glorificados como alimento de Vida eterna. Cuando Jesús habla de comer su Cuerpo y beber su Sangre para tener la Vida eterna, se refiere al misterio de su Presencia real en la Eucaristía, se refiere a la renovación sacramental de su sacrificio en la cruz, a su Presencia substancial en la Eucaristía, a la

496 Cfr. MERTON, T., Il Pane Vivo, Ediciones Garzanti, Roma 1958, 130.497 Cfr. Scheeben, Los misterios del cristianismo.

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Misa: “Si no coméis... si no bebéis... mi Cuerpo y mi Sangre glorificados que os dejo en altar, no seréis en Mí, no tendréis mi Ser y mi Vida y mi Amor”.

Al decirles a los judíos que hay que comer su Carne y beber su Sangre, se refiere al milagro operado por la potencia de su Espíritu en el Sacrificio del altar. Por el milagro de la transubstanciación, obrada por Él, que reina glorioso en los cielos, por medio de su sacerdote ministerial, que obra in Persona Christi, sobre el altar no hay más ni pan ni vino, sino Cuerpo suyo y Sangre suya, presentes en estado de inmolación, pertenecientes a Él glorificado en los cielos. Las substancias del pan y del vino, y el ser creatural que las actualizaba, no están, su ser creatural no es más; es el Ser divino que actualiza la substancia divina, el que sostiene a los accidentes del pan y del vino, debajo de los cuales se encuentran el Cuerpo y la Sangre de la Persona divina del Verbo de Dios, Persona Viva con Vida Eterna, que es la misma Vida Eterna. Por eso la Eucaristía vivifica, da vida, y Vida divina, porque allí se encuentra Jesús, Verbo Encarnado, Persona Eterna con su Humanidad glorificada y resucitada, Dador de Vida. Presencia substancial, real, espiritual, mística, personal, allí, sobre el altar, delante de nuestros ojos, en la realidad, no en la imaginación, ni en el deseo ni en el pensamiento. Ahí fuera, localizado su Cuerpo por las especies eucarísticas. Por eso cuando consumimos la Eucaristía nos parece consumir un poco de pan, sin embargo, no es más pan: es Jesús, quien se nos ofrece como alimento que da la eternidad.

En su diálogo con los fariseos, Jesús tiene en mente la celebración de la misa, la Eucaristía, en donde Él deja sobre el su Humanidad glorificada y vivificada por las hipóstasis del Verbo y del Espíritu Santo. Él se refiere a la Misa, en donde su Humanidad vive con la gloria y la vida del Hombre-Dios, que es la gloria y la vida divinas; se refiere a su Humanidad que posee la Vida Subsistente de Dios pero que no quiere dejársela para sí sino comunicarla, trasfundirla, derramarla, sobre las almas de quienes coman de su Cuerpo y beban de su Sangre. Porque su Humanidad está plenificada por la Vida Subsistente de Dios, es la Vida divina en sí misma, sirve de instrumento al Espíritu de Vida para que este la comunique a quienes entren en contacto con ella. Su Cuerpo y su Sangre contienen porque son la Vida divina, y la pueden transmitir a los que los consumen. Por eso Él se llama a sí mismo: “el Pan Vivo bajado del cielo”. El Espíritu de Vida divina inhabita en este Pan celestial. Cristo Eucaristía es el Pan Vivo de Dios que nos comunica la vida íntima de Dios. La Vida Eterna de la Trinidad se derrama en nosotros, se trasfunde en nosotros, cuando consumimos el Cuerpo glorioso de Jesús, cuando bebemos su Sangre.

Por medio de la Eucaristía, Cristo que en su Carne santa nos dona su Vida, la Vida suya, que es la Vida de la Trinidad, pasa a ser en nosotros el principio de una vida nueva, no humana, pero que no es contraria a la humana; una Vida sobretemporal, sobrehumana y sobrenatural, porque es una Vida Eterna, la Vida de la Trinidad en nosotros.

Al comulgar, entonces, somos alimentados con la divinidad de Cristo y con su humanidad divinizada, con lo cual queda saciado y colmado el espíritu humano en su sed insaciable de felicidad y de amor, al ser asimilados, por la comunión, al Cuerpo de Cristo, que le comunica de su substancia divina y de su substancia humana divinizada y lo configura a la Persona de Cristo: “El Cuerpo de Cristo es el mediador de esta asimilación y configuración plena a la Persona de Cristo, en virtud de la cual nosotros, como dice San Agustín, más que asimilar a Cristo, somos asimilados a Él y transformados cada vez más en la imagen de su gloria”498.

Es interesante detenerse en la paradoja que se da en la comunión, y que la destaca San Agustín: al consumir el Cuerpo de Cristo, que es el Pan de Vida eterna,

498 Cfr. Sayés, El misterio eucarístico, 355.

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sucede al revés de lo que parece: en vez de asimilar nosotros a Cristo, es en realidad Cristo quien nos asimila a Él, por el hecho de que el “pan” que consumimos en la comunión, es “nuevo”, es decir, no es lo que parece –pan- y es lo que no parece –el Cuerpo de Cristo, con su carne glorificada. En otras palabras, el nuevo pan que dará Jesús será su carne, que es la carne del Verbo, y que por esto esta carne envuelve y contiene la substancia divina del Verbo. La carne del Verbo encierra en sí no una participación a la vida de Dios, sino a la vida misma de Dios, encierra al Dios-Vida. El pan que dará Jesús da la vida eterna porque la contiene substancialmente; en ese pan, que es su Cuerpo resucitado, está contenido el mismo Ser eterno de Dios, y por eso este pan alimenta no con una substancia inerte, sino con la misma vida substancial de Dios, que por ser vida de Dios es vida eterna.

Debido al contenido de este pan, la substancia divina, el Ser divino, y la Persona divina del Hijo, es necesaria la fe en Él, porque es Él quien dará la vida eterna, por ser Él la misma vida eterna personificada. Quien recibe la comunión eucarística sin fe en Jesucristo, o quien comulga sin la convicción firme de Su Presencia real y substancial, no tiene la vida eterna, es decir, que la fe en su Presencia viva en la Eucaristía es presentada como condición indispensable por Jesús para la comunicación misma de esa vida. No porque su Presencia viva dependa de la fe de quien lo vaya a recibir –eso es lo que sostienen los protestantes-, porque no depende de la fe del creyente. Pero sí la fe del creyente es lo que abre las puertas del alma para que el alma reciba ese torrente impetuoso de vida divina que brota del Pan vivo como de una fuente.

Cuando se recibe la comunión, no basta cumplir una acción puramente exterior, privada de la actitud interior499. Al comer el Pan Vivo, la vida eterna de Dios se derrama con toda su fuerza y con toda su vitalidad divina, y la sobre-inunda al alma con su gloria y su santidad, pero el alma debe corresponder con un movimiento interior de la voluntad, abriéndose al misterio de Cristo, Verbo de Dios, que ingresa en ella como Pan de vida eterna500.

Otro elemento que podemos usar para meditar, son las palabras que pronuncia el sacerdote al mostrar la Hostia consagrada, al dar la comunión a los fieles: “El Cuerpo de Cristo”.

¿Qué quiere decir esta expresión? Usemos un ejemplo de la vida común, para luego aplicarlo a la Misa, al momento de la comunión: si vemos pasar a alguien por la calle, caminando, ¿qué expresión utilizamos para referirnos a esa persona? ¿Decimos: “Ahí va el cuerpo de Juan? ¿O más bien, decimos: “Ahí va Juan”? ¿Si vemos a esta persona que se nos acerca para saludarnos, decimos, “Aquí se acerca el cuerpo de Juan? ¿O decimos: “Aquí se acerca Juan”?

¿Qué pasaría si dijéramos “Aquí se acerca el cuerpo de Juan”? Estaríamos hablando mal, lo mismo si dijéramos: “Hola, cuerpo”, en vez de “Hola, Juan”. Si vemos bien que el que se acerca es Juan, podemos decir entonces: “Se acerca Juan”, y no “Se acerca el cuerpo de Juan”. Si vemos al cuerpo de Juan que se acerca, que viene a nosotros, eso quiere decir que viene la persona de Juan, no solamente su cuerpo, sino todo Juan, que está vivo y viene caminando a nuestro encuentro con su cuerpo. Quedaría: “Aquí viene Juan (con su cuerpo)”. No podríamos usar la palabra “cuerpo” para referirnos a Juan.

Pero podría pasar al revés, que usáramos la palabra “cuerpo” para referirnos a Juan si es que no vemos bien por falta de luz.

Por ejemplo, al atardecer, cuando ya no hay casi luz del sol, o por la noche, si vemos en las sombras una imagen, podría pasar que pensamos que es Juan, por la forma

499 Cfr. MERTON, T., Il Pane Vivo, Ediciones Garzanti, Florencia 1956, 123.500 Cfr. Merton, ibidem, 123.

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del cuerpo: “Por la forma del cuerpo, me parece que es Juan”. Ahí usaríamos la palabra “cuerpo” para referirnos a Juan. Podríamos decir: “Por el cuerpo, me parece que es Juan”. Podríamos decir: “Es Juan”, aunque solo seamos capaces de reconocer su cuerpo.

¿Qué queremos decir cuando decimos “cuerpo” de Cristo? Queremos decir estas dos cosas: como cuando vemos bien a plena luz del día y decimos: “Este es Juan”, viendo el cuerpo de Juan, y así, al decir “Cuerpo” de Cristo, decimos: “Este es Cristo”; y como cuando no vemos bien, por la noche, cuando decimos: “Por la forma es el cuerpo de Juan”, así queremos decir, cuando decimos “Cuerpo” de Cristo, “Por la fe sé que es el Cuerpo de Cristo”.

Y tanto cuando decimos “Este es Juan”, “Este es Cristo”, o “Este es el cuerpo de Juan”, “Este es el cuerpo de Cristo”, en uno y en otro caso buscamos dirigirnos siempre a la persona. Por lo mismo, cuando decimos “Cuerpo de Cristo”, es a la Persona de Cristo, el Hijo eterno del Padre a quien buscamos dirigirnos.

Entonces, cuando el sacerdote nos dice: “Cuerpo” de Cristo –y nosotros lo asentimos con nuestro “Amén”-, ya sea en la misa o en la procesión de Corpus, o cuando comulgamos, queremos decir “Cristo”, vivo y resucitado, que camina hacia nosotros y con nosotros; en definitiva, queremos decir que Cristo todo, toda la Persona divina de Cristo, la Segunda de la Santísima Trinidad, está en la Hostia.

Con otras palabras, pero con más claridad, lo dice el Santo Padre Benedicto XVI: “Lo que se nos entrega en la comunión no es un trozo de cuerpo, no es una cosa, sino Cristo mismo, el Resucitado, la persona que se nos comunica en su amor que ha pasado por la Cruz. Esto significa que comulgar es siempre una relación personal. No es un simple rito comunitario, que podemos despachar como cualquier otro asunto comunitario. En el acto de comulgar, soy yo quien me presento ante el Señor, que se me comunica a mí. Por esta razón, la comunión sacramental ha de ser siempre, al mismo tiempo, comunión espiritual. Por esta razón, antes de la comunión, la liturgia pasa del “nosotros” litúrgico al “yo”. En esos momentos soy yo quien es llamado en causa. Soy yo quien es invitado a salir fuera de mí mismo, a ir a su encuentro, a llamarlo”501.

Por último, al ir a recibir el Cuerpo de Cristo, el alma debe concentrarse absolutamente en el misterio de su Presencia eucarística, adorarlo en su Presencia sacramental, y dejar de lado toda otra consideración. De lo contrario, puede sucederle lo que le sucedió a una persona en el momento de comulgar, según se narra en la vida de la Beata Iveta de Huy, según narra San Leonardo de Porto Mauricio: “oyendo Misa esta santa el día de Navidad, Dios le hizo ver un asombroso espectáculo. Estaba a su lado una persona que parecía tener los ojos fijos en el altar, pero no era con objeto de prestar atención al Santo Sacrificio, o de adorar al Santísimo Sacramento que estaba a punto de recibir, sino que se entretenía en satisfacer una pasión impura que había concebido por uno de los cantores que se hallaba en el coro, y cuando se incorporó para recibir la comunión, la santa vio a una multitud de demonios saltando y bailando alrededor de esta mujer: unos le levantaban su vestido, otros le daban el brazo, y todos se regocijaban con su acto sacrílego, aplaudiéndola. Rodeada de estos demonios, fue a recibir la comunión, pero en el instante en el que el sacerdote depositaba la Sagrada Forma en su lengua, santa Iveta vió a Nuestro Señor volar al cielo, por no habitar en un alma que era guarida de espíritus impuros” 502.

Podemos también meditar en el pasaje de Isaías, en donde un ángel le purifica los labios con un carbón encendido, y lo podemos aplicar a nuestra comunión: “…vi al Señor sentado en un excelso trono y las franjas de sus vestidos llenaban el templo.

501 RATZINGER, J., Il Dio vicino. L’Eucaristia, cuore della vita cristiana, San Paolo, Milán2 2005, 83; cit. ECHEVARRÍA, J., Vivir la Santa Misa, ed. Cit.502 Bolland, Vita B. IVETA, cit. San Leonardo, El tesoro, 75-76.

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Alrededor del solio estaban los serafines: cada uno de ellos tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían los pies y con dos volaban. Y con voz esforzada cantaban a coros, diciendo: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria (Num 14, 21; Ap 4, 8). Y se estremecieron los dinteles y los quicios de las puertas a las voces de los que cantaban, y se llenó de humo el templo. (…) Y voló hacia mí uno de los serafines, y en su mano tenía un carbón ardiente que con las tenazas había tomado de encima del altar. Y tocó con ella mi boca, y dijo: He aquí la brasa que ha tocado tus labios, y será quitada tu iniquidad, y tu pecado será expiado”. (Is 6, 1-7).

Un serafín de los que están ante la Presencia de Dios, toca los labios del profeta Isaías con un carbón ardiente que ha tomado del altar, y como consecuencia, le son quitadas la iniquidad y el pecado es expiado. El carbón ardiente obra en el profeta lo que el fuego en el metal, en el oro: lo purifica. Así como el fuego purifica el oro, así el carbón, que ha sido encendido por el fuego, y por lo tanto tiene las propiedades del fuego, purifica al profeta, ya que le quita su iniquidad y su pecado.

¿Qué significado tiene este episodio? ¿Qué relación tiene este episodio –si es que lo tiene- con la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo que celebramos hoy?

Tal vez podamos dilucidar algo recurriendo a los Padres de la Iglesia. Con la imagen del carbón incandescente, los Padres ilustran el ser de Cristo y su actividad503.

En Jesucristo, Hombre-Dios, la divinidad, el Verbo, es el fuego, y la humanidad, su cuerpo y su sangre, es el carbón, que al contacto con el fuego, se vuelve incandescente. El Hombre-Dios Jesucristo, al ser el Verbo del Padre, encarnado, es Dios con su divinidad en un cuerpo humano, y la divinidad es fuego divino, espiritual, que arde sin consumir. Esta divinidad del Hombre-Dios es el fuego que debe penetrar en toda la raza humana, para iluminarla y sublimarla; y su humanidad, su cuerpo y su alma, es el carbón incandescente, en el cual arde el fuego y desde el cual se extiende a todo el linaje. Así como el carbón por sí mismo no transmite el calor del fuego si no ha sido encendido, y cuando está encendido en el fuego se vuelve incandescente y al entrar en contacto con los cuerpos transmite el ardor del fuego, así la humanidad de Cristo, unida indisolublemente a la divinidad, está encendida en el fuego divino, y así es el carbón incandescente que comunica a los hombres el fuego de la divinidad. Y por eso Jesús en su humanidad, mediante su humanidad, en su Cuerpo y en su Sangre, es espíritu vivificante, que llena a los hombres de su espiritualidad divina, de su vida divina, del fuego divino.

El Cuerpo de Cristo, que está Presente en la Eucaristía, debido a que está unido a la Persona del Hijo de Dios, debido a que en el Cuerpo inhabita el Hijo de Dios y a que el Hijo de Dios es el Dueño de ese Cuerpo, vive con la vida de la divinidad, y de ahí la comunica, la transmite a quien lo incorpora como alimento. El que se alimenta del Cuerpo de Cristo, recibe toda la fuerza vivificadora, espiritualizadora, glorificadora, deificadora, de la divinidad que inhabita en Él; y como órgano de la divinidad, el Cuerpo de Cristo también él vivifica, espiritualiza, deifica quien entra en contacto con él, porque es portador de la divina fuerza de vida, de la luz divina y del divino fuego, y como tal nos alimenta en la Eucaristía504.

El Cuerpo de Cristo en la Eucaristía es el carbón que se ha vuelto incandescente por estar en contacto con la llama misma del fuego del Espíritu Santo; es el carbón incandescente porque es portador del fuego del Espíritu Santo, y es el Espíritu Santo, que Él comunica a sus miembros, el que purifica y glorifica nuestros cuerpos y nuestras

503 Cfr. Scheeben, Los misterios, 485. 504 Cfr. Scheeben, Los misterios, 543.

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almas505, envolviéndolas en las llamas del Amor de Dios. La Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es el carbón ardiente que el ángel de Dios coloca no en nuestros labios, sino en lo más profundo, en la raíz de nuestro ser y lo purifica y santifica, no con un fuego material, sino con la llama de la divinidad de Dios.

El profeta Isaías, por el contacto de sus labios con una brasa del altar que lleva el ángel con unas tenazas, es purificado de sus pecados y de su iniquidad, queda justificado delante de Dios. Sin embargo, no recibe el Cuerpo de Cristo, y tampoco su ser más íntimo es llenado por el Espíritu de Dios.

¿Qué debería suceder con nosotros, que somos purificados con algo infinitamente más noble y digno que una brasa santa, ya que lo que recibimos y purifica y santifica la raíz misma de nuestro ser es ese Carbón Incandescente que es el Cuerpo de Cristo inhabitado por el fuego del Espíritu? ¿Qué debería suceder con nosotros, que recibimos algo mucho más grande que la purificación de los labios, algo mucho más grande que el perdón de los pecados y de nuestras iniquidades, ya que al comulgar el Cuerpo de Cristo recibimos no un pedazo de pan que incorporamos al cuerpo, sino al mismo Hijo de Dios en Persona que se hace huésped del alma?

Como el incienso, que al contacto con el carbón incandescente desprende el perfume que sube hasta Dios, así nuestros cuerpos y nuestras almas, al contacto con ese Carbón Incandescente que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo Eucaristía, deben desprender, como un incienso quemado, el buen olor de Cristo.

El que va a comulgar responde:

Amén.

Es la respuesta personal del que va a comulgar, ante la afirmación del sacerdote de que lo que él le muestra y está a punto de consumir no es un “pan bendecido”, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo.

Y comulga.

En el momento de la Comunión, debemos tener presente lo siguiente: lo que recibimos no es un pan bendecido, sino al Sagrado Corazón de Jesús, que late en la Eucaristía vivo, palpitante y glorioso, con la vida de Dios Trino, envuelto en las llamas del Amor divino, el Espíritu Santo. Es decir, al comulgar, somos inundados, o mejor, sumergidos, en un océano infinito de Amor, el Amor de Dios que nos transmite el Corazón de Jesús.

Si esto es así, surge la pregunta: ¿Se puede morir de amor? ¿Puede alguien estar tan pero tan contento, que se muere de felicidad? La respuesta es que la inmensidad del Amor divino recibido en cada comunión sacramental es tan grande, que bastaría para hacernos morir de amor, lo cual equivale a decir, comenzar a vivir para siempre en la eternidad feliz de los cielos. En otras palabras, si alguien, al comulgar, tuviera la disposición en su alma de recibir aunque sea una mínima proporción de la inmensidad del Amor de Dios contenido en cada Eucaristía, moriría de amor, e iría directamente al cielo.

Y esto que decimos, no es imaginación: es posible morir de amor, y eso fue lo que le pasó a una santa niña, Imelda Lambertini506.

505 Cfr. Scheeben, Los misterios, 544.506 Cfr. SÁNCHEZ RUEDA, Á., Milagros eucarísticos. El Amor del Dios del sagrario se hace visible, Ediciones Uno y Trino, Buenos Aires 2011, 80-83.

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Imelda murió a los once años, cuando hizo la Primera Comunión, pero desde muy pequeñita comenzó a mostrar su gran amor a Jesús y a la Virgen.

Cuando cumplió nueve años, Dios la llamó para ser consagrada y a pesar de que era muy pequeña, la dejaron entrar en el convento de las dominicas.

Allí, Imelda veía cómo las hermanas comulgaban en la misa, lo cual despertaba en ella un gran deseo de unirse a Jesús Sacramentado, pero no podía hacerlo porque en esa época los niños no tomaban la Primera Comunión.

Pero había algo que intrigaba la mente de niña de Imelda, y es que no entendía cómo las hermanas seguían vivas después de comulgar; es decir, no entendía cómo podía haber gente que no muriera de amor después de recibir a Jesús en la Eucaristía.

Todo lo que deseaba Imelda en su vida era comulgar, poder unir su corazón de niña al Corazón de Jesús.

Un día, el 12 de mayo de 1333, después que terminó la Misa y se fueron las hermanas, Imelda se quedó delante del Sagrario, arrodillada, llorando porque no había podido recibir a Jesús Eucaristía.

Entonces, sucedió un milagro: salió una luz muy blanca y muy brillante del Sagrario, a la par que comenzó a sentirse en todo el convento un exquisito perfume que provenía del Sagrario. Las monjas se extrañaron por lo que pasaba, y como el perfume era más intenso en la capilla, fueron a ver qué era lo que pasaba. Con gran sorpresa, encontraron a Imelda arrodillada delante del sagrario, y encima de su cabeza, una hostia que flotaba en el aire. La Hostia daba la impresión de querer acercarse a Imelda, que se encontraba de rodillas y con las manos juntas en oración.

El sacerdote que había celebrado la misa, se dio cuenta de qué era lo que Jesús quería decirle: que quería entrar en el corazón de Imelda, entonces se revistió, tomó la Hostia que estaba en el aire, y luego le dio la comunión a Imelda. Entonces Imelda cerró los ojos, juntó las manos, inclinó la cabeza, y se quedó así, arrodillada, durante un tiempo. Más tarde, las hermanas vieron cómo su color rosado se convertía en blanquecino, y cuando se acercaron, se dieron cuenta de que Imelda había muerto de amor.

Imelda murió a los once años, y no murió de ninguna enfermedad, sino que murió de alegría, de felicidad y de amor a Jesús Eucaristía. Amaba tanto a Jesús Eucaristía, que ya no quería más estar en este mundo, sino que quería estar con Jesús en el cielo, para siempre, y por eso Jesús se la llevó con Él, para cumplir el deseo de su corazón.

¿Qué fue lo que pasó con Imelda? ¿Por qué murió? Con Imelda pasó algo distinto a lo que pasa en la muerte: cuando alguien fallece, el corazón deja de latir, y la sangre deja de circular. Pero en el caso de Imelda, cuando recibió la Comunión, su corazón no sólo no dejó de latir, sino que comenzó a latir junto al Corazón de Jesús Eucaristía, y la sangre que corría por su corazón era la sangre de Jesús, y el amor que había en el Corazón de Jesús, era el amor que llenaba el corazón de Imelda. Y como el amor de Jesús produce tanta alegría y tanta felicidad, Imelda se llenó tanto de Jesús, que ya no quería quedarse más en la tierra, y entonces Jesús se la llevó con Él.

El corazón de Imelda ahora late para siempre, en el cielo, con la fuerza del Amor de Jesús.

Al recibir la Comunión sacramental, recordemos a Imelda Lambertini, pidiendo la gracia de crecer en el amor a Jesús Eucaristía.

137. Finalizada la Comunión, el sacerdote o el diácono, o el acólito, purifica la patena sobre el cáliz y también el cáliz.

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Mientras hace la purificación, el sacerdote dice en secreto:

Haz, Señor, que recibamos con un corazón limpio el alimento que acabamos de tomar, y QUE EL DON QUE NOS HACES EN ESTA VIDA NOS SIRVA PARA LA VIDA ETERNA .

En su oración secreta, el sacerdote pide que “el don que acabamos de recibir”, es decir, la Eucaristía, nos sirva “para la vida eterna”.

¿Cómo darnos una idea de la eternidad, esa palabra que nos parece tan abstracta, porque no tenemos experiencia de ella? Para meditar acerca de la eternidad –la cual recibimos en germen en la Comunión sacramental-, nos puede ser útil la historia de San Virila de Leire507, puesto que lo que comulgamos no es un pedacito de pan bendecido, sino el Ser eterno de Dios, puesto que Cristo es Hombre, pero al mismo tiempo es Dios: Él es el Hombre-Dios, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, y como tal, como Dios, es eterno; aún más, es la eternidad en sí misma.

Esto quiere decir que con la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la eternidad de Dios ha entrado en el tiempo, o más bien, el tiempo ha sido asumido en la eternidad divina, y es así como el tiempo humano, a partir de la Encarnación, toma un nuevo sentido, adquiere una nueva dirección, la eternidad divina: el tiempo se encamina hacia la consumación del tiempo, en la eternidad. Cuando los vértices espacio-tiempo converjan en la eternidad, entonces desaparecerá el tiempo, y la eternidad será manifiesta a la humanidad.

Por lo tanto, en Cristo, el tiempo humano –y por lo mismo, mi tiempo personal- adquiere una dimensión de eternidad: lo obrado en el tiempo repercute en la eternidad, sea para bien o para mal, porque también existe la eternidad negativa, es decir, la eternidad vivida en la ausencia del Dios verdadero.

¿Cómo darnos una idea de la eternidad, esta eternidad en la que ya estamos inmersos, de la cual participamos ya, desde esta vida, desde el momento en que por el Bautismo hemos sido injertados en la vida eterna del Hombre-Dios, que es la vida de la Trinidad, y desde el momento que acrecentamos ese don en cada comunión eucarística?

Un ejemplo real de un santo real puede ayudarnos a darnos una ligera idea. San Virila508, abad de Leire –su figura histórica está perfectamente documentada en el Libro gótico de San Juan de la Peña-, vivía muy preocupado por la eternidad, y meditaba con mucha frecuencia sobre la misma. Un día, en primavera, se internó en el bosque, distraídamente, llevado precisamente por la meditación sobre la eternidad. De pronto, apareció un ruiseñor, que comenzó a cantar, con trinos y gorjeos muy melodiosos, y San Virila, fascinado por el canto del pájaro, se durmió en Dios. Cuando se despertó, se dio cuenta de que se había extraviado, porque no encontraba el camino de regreso, hasta que, caminando, pudo reconocerlo, con el monasterio al fondo. Comenzó a caminar en dirección al monasterio, pero a medida que se acercaba, notaba que el monasterio era ahora más grande. Llegó a la portería, golpeó la puerta, pero cuando salieron los monjes, nadie lo reconoció. Entró en el monasterio, comenzó a buscar en los archivos, y ahí encontró el nombre de un abad de nombre Virila, “que se había perdido en el bosque”, hacía trescientos años. El milagro causó gran admiración y estupor, y en acción de gracias se cantó un Te Deum. Al final del canto, se oyó la voz de Dios:

507 Cfr. http://deangelesysantos.blogspot.com/2010/12/san-virila-de-leire-y-la-eternidad.html508 La historia de SAN VIRILA consta en el monasterio benedictino flamenco de Afflighem; en Francia es traducida par el obispo de París y lo reproduce en 1212, Jacobo de la Vorágine; lo narra también la Cantiga CIII de Alfonso X el Sabio; y existe la misma relación en el monasterio cisterciense gallego de la Armenteira, cuyo abad es San Ero.

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“Virila, tú has estado trescientos años oyendo el canto de un ruiseñor y te parecido un instante. Los goces de la eternidad son mucho más perfectos”. En ese momento, entró un ruiseñor por la puerta de la iglesia con un anillo abacial en el pico, y lo colocó en el dedo del abad, que fue abad hasta el día en que Dios lo llamó a su gloria eterna.

No seamos tan ligeros al comulgar, pensando en distracciones vanas, porque al comulgar algo que parece pan, incorporamos el Ser eterno de Dios Uno y Trino.

Y con su Ser eterno, su Amor, que también es eterno.

138. Después, el sacerdote puede volver a la sede. Si se considera oportuno, se puede dejar un BREVE ESPACIO DE SILENCIO SAGRADO o entonar un salmo o algún cántico de alabanza.

La post-comunión no es un momento ni para aplaudir, ni para dar avisos parroquiales, ni para pensar que ya la Misa está por terminar. Es el momento tal vez más trascendente para la espiritualidad del fiel –y también para el sacerdote-, pues Cristo está en el alma, que lo acaba de recibir en la comunión. Es por eso que para este momento se aplica todo lo que dijimos más arriba, con relación al silencio. Para este momento resuenan las palabras de Jesús en el Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (3, 20).

Es decir, este momento es un tiempo de profunda intimidad con Jesucristo, que ha entrado en nuestras almas por la comunión eucarística, y mal haríamos si a tan distinguido huésped lo dejáramos en el pórtico de entrada, para distraernos con cualquier otra cosa.

Nos dice el Misal Romano: “Cuando ha terminado de distribuir la Comunión, el sacerdote y los fieles, si se juzga oportuno, pueden orar un rato, recogidos”509. Y pensamos que siempre “es oportuno” orar un rato, recogidos, tanto más, cuanto que lo que se acaba de recibir no es un pan bendecido, sino Cristo, Hombre-Dios, que ha entrado en el alma para comunicarnos el Amor suyo y el de su Padre, el Espíritu Santo, y esto no en un sentido metafórico, sino real, de modo tal que podemos decir que cada comunión es como un “Pentecostés en miniatura”, en donde se renueva el envío del Espíritu Santo, esta vez al alma, como lenguas de fuego. Por esto mismo, no debemos pensar que Pentecostés pasó y que nosotros en la Iglesia sólo recordamos el envío del Espíritu Santo.

El Corazón Eucarístico de Cristo renueva Pentecostés para el alma, no en forma metafórica, ni simbólica, sino real y substancial; recibimos la hipóstasis del Espíritu Santo, por eso rezamos en la oración de la pos-comunión: “La comunión que acabamos de recibir, Señor, nos comunique el mismo ardor del Espíritu Santo…”510. “La comunión que acabamos de recibir”… Cada comunión eucarística es como un nuevo Pentecostés, en donde del Corazón Eucarístico de Cristo es espirado en un soplo de amor el Amor substancial del Padre y del Hijo, el fuego del Espíritu Santo, que busca incendiar al alma en el fuego santo del amor divino.

Y si la comunión implica un envío del Espíritu Santo al alma, también aquí, a modo de meditación post-comunión, podemos traer a la mente y al corazón el pasaje en donde Jesús envía al Espíritu Santo: “Recibid el Espíritu Santo” (cfr. Jn 20, 19-23), para aplicarlo a nuestra realidad de la comunión eucarística diaria: Jesús resucitado se aparece a sus discípulos y les dona el Espíritu Santo, el Don de dones, el Dador de dones, el fruto de su sacrificio en la cruz.

509 OGMR, 56.510 Cfr. MISAL ROMANO, Oración pos-comunión de la Misa de Pentecostés.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

Inmediatamente después de recibir el Espíritu Santo, les confiere el don de perdonar los pecados, como parte del ministerio sacerdotal recibido en la Última Cena, participación de su propio sacerdocio.

Por este motivo, muchos relacionan el don del Espíritu Santo con el solo perdón de los pecados, como si Jesucristo hubiera muerto en cruz y resucitado para donar el Espíritu y para que por el Espíritu los hombres solamente recibieran el perdón de los pecados. El misterio pascual de Jesucristo queda así reducido al estrecho límite de perdonar los pecados; la vida cristiana sufre un reduccionismo impropio, al pensar que ser cristianos se limita entonces a evitar los pecados y a confesarlos cuando se los comete, o, en su vertiente positiva, a simplemente vivir las virtudes, más que como virtudes, como medio de evitar pecados. La vida cristiana queda así encerrada en límites extraños al querer de Jesucristo, que la empobrecen y la empequeñecen: ser cristianos es evitar el pecado, vivir la virtud, y confesarse cuando se ha pecado.

El don del Espíritu por parte de Jesús resucitado es algo inmensamente más grande que el hecho de tener la Iglesia, por medio del sacerdocio ministerial, el don de perdonar los pecados, que es ya en sí mismo, algo grande.

El don del Espíritu Santo implica, para la Iglesia y para los fieles que forman el cuerpo vivo de esa persona mística que es la Iglesia, algo que resulta incomprensible e inabarcable por parte de los seres humanos: implica el participar de la vida de Dios Trino; el don del Espíritu Santo implica que las Personas divinas, por medio del Espíritu, pueden inhabitar en el alma del cristiano en gracia, convirtiendo a cada alma en morada de la Trinidad y, aún más sorprendente, implica que el alma sea dueña de esas Personas, ya que esas Personas se donan al alma como algo propio, como algo de la propiedad personal de las personas humanas que las reciben en sus casas o almas, para gozar de ellas511.

El don del Espíritu supone una nueva creación, distinta a la primera, porque el alma, que había sido creada por Dios, y por lo tanto era propiedad suya, ahora, por el don del Espíritu, se convierte ella en propietaria de las Personas divinas, y esto por libre decisión de las mismas Personas divinas. Y se convierten entonces estas Personas divinas en habitantes del alma en gracia, que se encuentran como en su morada cuando el alma las recibe en gracia, y que se donan a sí, en sus Personas propias, al alma que las recibe.

El don del Espíritu implica participar de la vida del Hijo de Dios y, por medio suyo, de la vida de las Tres Divinas Personas, algo que supera infinitamente cualquier capacidad de razonamiento, de entendimiento y de merecimiento por parte del hombre; implica un misterio sobrenatural absoluto, frente al cual, el perdón de los pecados –requisito previo indispensable para que las Personas divinas hagan del alma que las recibe su propia morada-, si bien es algo grandioso y un alivio enorme para el alma pecadora, es nada, en comparación con la inhabitación trinitaria en el alma y el adueñamiento que el alma puede hacer de esas Personas.

“Recibid el Espíritu Santo”. El Don supremo de Jesucristo es el Espíritu Santo; este don del Espíritu es el fin sobrenatural último de su Pasión y Resurrección, don que se renueva en cada comunión. En cada comunión se repite, de manera real, este don del Espíritu por parte de Jesucristo, ya que Él, resucitado en la Eucaristía, lo sopla sobre el

511 Aunque parezca mentira, las Personas Divinas se nos dan ¡para que las poseamos y gocemos de Ellas! Si bien será de modo perfecto en la otra vida, ya en esta comienza, por la gracia, la inhabitación trinitaria y el goce de estas Divinas Personas para quien está en gracia. Dice así Santo Tomás: “Las Personas divinas no pueden ser poseídas por nosotros sino o para gozarlas (fruirlas) de modo perfecto, lo cual se da en el estado de la Gloria del cielo; o para gozarlas de modo imperfecto, lo cual se da en esta vida por la gracia santificante” (I Sent., d.14, q.2, a.2, ad 2).

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alma, junto con su Padre, provocando un invisible Pentecostés, en el cual el alma queda envuelta en las llamas del Amor divino.

Solo la absoluta sobrenaturalidad de este milagro, y la frialdad de corazón del católico al recibirlo, hace del soplo del Espíritu, recibido en la comunión, un Pentecostés olvidado.

“Recibid el Espíritu Santo”. No debemos creer que el don del Espíritu se limita a la facultad ministerial de perdonar los pecados, sino a hacernos partícipes del misterio pascual del Hombre-Dios; no debemos creer que el Espíritu, que descendió como lenguas de fuego en Pentecostés, lo hizo en ese momento y nada más, sino que el Espíritu desciende como fuego divino en el corazón humano cada vez que el cristiano recibe al Hombre-Dios, Dador del Espíritu junto al Padre.Es una pena ver cómo muchos en el mundo, pero también en la Iglesia, se inclinan a los ídolos en busca de poder, de éxito, de fuerza, y no se dan cuenta que, siendo bautizados, son hijos adoptivos de Dios, y un hijo de Dios no necesita nada de lo que los ídolos y los demonios puedan dar, porque tiene lo más grande que hay en el universo, y es el ser hijo de Dios por la gracia. Y por la gracia, recibir la inhabitación de las Tres Divinas Personas, en cumplimiento de las palabras de Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). 

El Espíritu Santo diviniza y deifica a los hombres por medio de la gracia santificante: es la gracia santificante la que hace que el hombre participe de la naturaleza divina; es la gracia santificante, donada por el Espíritu Santo, la que hace que el hombre deje de ser una simple criatura, y pase a ser hijo adoptivo de Dios, por medio de la participación en la naturaleza divina. Jesús dice, citando el Salmo 82, que seremos “como dioses”, y no en un sentido figurativo, sino en un sentido real, y esta conversión del hombre común y corriente en algo más grande que un dios con minúsculas es posible por la acción de la gracia. En la otra vida, en la vida eterna, se cumplirá a la perfección esta condición de ser como dioses, pero ya en esta vida comenzamos a participar de la naturaleza y de la vida divina, por la gracia del Espíritu soplado en Pentecostés.

Es el Espíritu Santo quien, actuando en la raíz del ser y del alma, la convierte a esta, de una simple criatura creada a imagen y semejanza de Dios, en una imagen viviente del Hombre-Dios Jesucristo. Es el Espíritu Santo quien obra en los hombres la transformación que los lleva a su divinización: por el Espíritu Santo, el bautizado conoce y ama a Dios no como una simple criatura, sino que conoce y ama a Dios así como Dios se conoce y se ama a sí mismo. El Espíritu Santo concede al alma una vida nueva, una vida divina, una vida sobrenatural, que lo hace semejante a Dios; el Espíritu Santo unifica a los hombres en un solo cuerpo y en un solo espíritu, el Cuerpo y el Espíritu de Jesús, y hace que todos, formando un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo, sean uno en Cristo y Cristo sea en todos.

El Espíritu Santo, soplado en forma conjunta por Cristo, Hombre-Dios, y por Dios Padre, es quien obra los prodigios en las almas y también en la Iglesia, manifestándose en esta visiblemente, como lenguas de fuego, porque Él es en sí mismo fuego de Amor divino, que abrasa al alma con un ardor de amor incontenible. El Espíritu Santo es fuego, y así como el fuego penetra con su calor y con su luz al carbón, así el Espíritu Santo penetra con su fuego de amor el ser y el alma del bautizado, inflamándolo con un amor incontenible hacia Dios Uno y Trino.

En cada comunión eucarística, Cristo sopla el Espíritu Santo, provocando un pequeño Pentecostés personal para el alma. La comunión eucarística es como una manifestación del Espíritu, que con su fuego divino quiere encender al alma en el amor

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

de Dios. Para esto comulgamos, para esto recibimos al Espíritu en la comunión: para amar a Dios y al prójimo.

139. Luego, de pie en el altar o en la sede, el sacerdote, vuelto hacia el pueblo, con las manos juntas, dice:

Oremos.Y todos, junto con el sacerdote, oran en silencio durante unos momentos, a no

ser que este silencio ya se haya hecho antes. Después el sacerdote, con las manos extendidas, dice la ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN .

En nombre de todos, el sacerdote manifiesta el agradecimiento a Dios Padre por el don recibido. Con distintas palabras cada día, pide que los frutos de la Eucaristía sean eficaces y nos lleven a vivir siempre con Él en el Cielo512.

La oración después de la comunión termina con la conclusión breve.El pueblo, al terminar, aclama: Amén.

D) RITO DE CONCLUSIÓN

 Para esta parte final de la Misa, dice el Misal Romano: “Al rito de conclusión

pertenecen:a) Breves avisos, si fuere necesario.b) El saludo y la bendición del sacerdote, que en algunos días y ocasiones se

enriquece y se expresa con la oración sobre el pueblo o con otra fórmula más solemne.c) La despedida del pueblo, por parte del diácono o del sacerdote, para que

cada uno regrese a su bien obrar, alabando y bendiciendo a Dios.d) El beso del altar por parte del sacerdote y del diácono y después la

inclinación profunda al altar de parte del sacerdote, del diácono y de los demás ministros”513.

141. Después tiene lugar la despedida. El sacerdote, vuelto hacia el pueblo, extendiendo las manos, dice:

El Señor esté con ustedes.

El pueblo responde:

Y con tu espíritu.

El sacerdote bendice al pueblo, diciendo:

La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes.

El pueblo responde:

512 Cfr. Manglano Castellary, o.c.513 Cfr. OGMR, 90.

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Amén.

Después de la oración post-comunión, el sacerdote saluda a los fieles deseándoles que el Señor, al que han recibido sacramentalmente –o espiritualmente-, permanezca con ellos; luego, imparte la bendición514. Antes de volver cada uno a su quehacer cotidiano, recibimos la bendición de Dios para que, con su fuerza, sepamos imitar a Cristo entregándonos a los demás en el trabajo, en nuestra casa, en nuestro ambiente515, santificando todas las actividades humanas: “Con Cristo en el alma, termina la Santa Misa: la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo nos acompaña durante toda la jornada, en nuestra tarea sencilla y normal de santificar todas las nobles actividades humanas”516.

Luego el diácono, o el mismo sacerdote, con las manos juntas, vuelto hacia el pueblo, dice:

PUEDEN IR EN PAZ .

Hacia el final de la Misa el sacerdote despide a los que han participado de la celebración eucarística con un saludo de paz, diciéndoles: “Pueden ir en paz”.

Al contrario de lo que pudiera parecer, no se trata de una mera despedida, al estilo de las despedidas entre los hombres. Se trata, en realidad de un envío a la misión con un propósito bien claro: dar testimonio, con sus vidas, de aquello que han visto y oído en la Santa Misa. Lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica517, al explicar el nombre “(…) Santa Misa: porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (“missio”) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana”.

Es decir, el saludo de despedida del sacerdote ministerial más que indicar el fin de una ceremonia es una señal para el Nuevo Pueblo Elegido, de que debe comunicar al mundo aquello de lo que ha sido espectador. El “Pueden ir en paz”, sería entonces equivalente al envío de Jesús: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará” (Mt 16, 15-16). ¿Por qué es equivalente este simple anuncio a las palabras de Jesús en las que envía a la Iglesia a la misión? Porque el cristiano, debe testimoniar y proclamar al mundo, con su vida, que la Buena Nueva se actualiza en la Santa Misa, porque allí Jesús resucitado se hace Presente con su misterio pascual de muerte y Resurrección.

En el mismo sentido lo sostiene el Santo Padre Benedicto XVI, al analizar el significado del “Ite, missa est”: “…en este saludo podemos apreciar la relación entre la Misa celebrada y la misión cristiana en el mundo. En la antigüedad, “missa” significaba simplemente “terminada”. Sin embargo, en el uso cristiano, ha adquirido un sentido cada vez más profundo. La expresión “missa” se transforma en realidad en “misión”. Este saludo expresa sintéticamente la naturaleza misionera de la Iglesia. Por tanto, conviene ayudar al Pueblo de Dios a que, apoyándose en la liturgia, profundice en esta dimensión constitutiva de la misión eclesial”518.

La “dimensión constitutiva” de la misión, según el Santo Padre. Si esto es así, nos preguntamos: ¿cuál es entonces el anuncio que el cristiano, que acaba de salir de Misa, debe hacer al mundo? En otras palabras: ¿Cuál es la misión de la Iglesia?514 Cfr. Echevarría, o. c., 153.515 Cfr. Manglano Castellary, o.c., 62.516 SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 92.517 1332.518 BENEDICTO XVI, Exhort. Apost. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 51.

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La respuesta la encontramos meditando el pasaje del Evangelio en el que las santas mujeres de Jerusalén van al sepulcro y lo encuentran vacío: “Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro estaba vacío (cfr. Mt 28, 8-15).

La misión de la Iglesia es continuación de la misión de las santas mujeres; se funde en esta experiencia, y es una continuación, en el tiempo y en el espacio, de la experiencia espiritual vivida por ellas el Domingo de Resurrección.

Es decir, la experiencia del Domingo de Resurrección de las santas mujeres, el hecho de contemplar el sepulcro vacío, el llenarse de alegría por esto, y correr a anunciar a los demás lo que había sucedido, inicia, en esencia, la misión misma de la Iglesia. Como las mujeres, que se llenan de alegría al comprobar que Cristo ya no está en el sepulcro, y que inmediatamente van a anunciar la noticia a los demás discípulos, así la Iglesia, en el tiempo y en la historia humana, contemplando con la luz de la fe el misterio de la muerte y Resurrección del Hombre-Dios, y asistida por el Espíritu Santo en la certeza indubitable de esta verdad de fe, llenándose Ella misma de júbilo y de alegría por este hecho, que concede a la humanidad un nuevo sentido, un sentido de eternidad, va a misionar al mundo, anunciando la alegre noticia: Cristo ha resucitado.

Sin embargo, en el anuncio de las piadosas mujeres, si bien inicia la misión de la Iglesia, debe ser completado con un anuncio todavía más sorprendente, todavía más asombroso, todavía más maravilloso que el hecho mismo de la Resurrección. La Iglesia tiene para anunciar al mundo un hecho que, podríamos decir, supera a la misma Resurrección, y es algo del cual la Iglesia, y sólo la Iglesia, es la depositaria y, aún más, Ella misma protagonista, porque este hecho se origina en su mismo seno.

La Iglesia no sólo anuncia con alegría sobrenatural el mismo anuncio de las mujeres piadosas, es decir, el hecho de que Cristo ha resucitado y que el sepulcro está vacío, sino que anuncia, con alegría y asombro sobrenatural, que Cristo ya no ocupa más la piedra del sepulcro con su Cuerpo muerto, porque Cristo ha resucitado, porque ahora, con su Cuerpo glorioso, además de estar en el cielo, está de pie, vivo, glorioso, resucitado, sobre la piedra del altar, en la Eucaristía; y la Iglesia es protagonista porque el prodigio de la resurrección del Domingo de Pascuas se renueva en cada Santa Misa, en donde ese Cuerpo resucitado es el mismo Cuerpo en el que se convierte el pan luego de la transubstanciación.

La Iglesia entonces no solo anuncia lo que anunciaron las piadosas mujeres de Jerusalén, que el sepulcro está vacío, que en la piedra sepulcral ya no está el Cuerpo muerto de Jesús, sino que anuncia, además, que el Cuerpo vivo, glorioso, luminoso, lleno de la vida de la Trinidad se encuentra en la piedra del altar eucarístico, en virtud del sacramento del altar, la Eucaristía.

“(Con la llegada de la luz del sol) Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro estaba vacío”. Dice el Evangelio que las mujeres, ayudadas por la luz del sol, al clarear el nuevo día, luego de ver vacía la piedra del sepulcro, corren, llenas de alegría, a anunciar que Cristo ha resucitado.

De los cristianos deberían decirse: “Los cristianos, luego de contemplar, con la luz del Espíritu Santo, que la piedra del altar está ocupada con el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía, llenos de alegría, corren a anunciar al mundo, con sus obras de misericordia, que Cristo ha resucitado y está, vivo y glorioso, en la Eucaristía”.

La misión de la Iglesia es entonces anunciar que Cristo ha resucitado, que ya no está más con su cuerpo muerto en la losa del sepulcro, sino que está vivo, glorioso, lleno de la vida, de la luz y del Amor de Dios, en la piedra del altar y en el sagrario. La pregunta que surge es: ¿cómo explicar al mundo esta alegre noticia?

La respuesta la encontramos meditando sobre las palabras de Jesús a sus discípulos: “Ustedes son la luz del mundo” (cfr. Mt 5, 13-16). Jesús dice que sus

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discípulos son “la luz del mundo”. ¿En qué sentido lo dice? Porque un filósofo de la Antigüedad, Aristóteles, comparaba a la inteligencia con una luz encendida; podría entonces interpretarse que luz de los cristianos es la luz de la inteligencia, reforzada por Dios, y que por lo tanto, los cristianos deberían sobresalir en el campo de lo intelectual, ser brillantes en todo lo relativo a la inteligencia.

Si la inteligencia, dice Aristóteles, es la luz del alma, y si los cristianos son la luz del mundo, podría interpretarse que esta “luz del mundo” que deben ser los cristianos, debería reflejarse en brillantes conferencias, en hacer de los cristianos intelectuales sobresalientes, dedicados a la docencia, a la investigación, a los razonamientos profundos, a las elucubraciones brillantes.

Y sin embargo, no es a la luz de la inteligencia, reforzada por la luz sobrenatural de Dios, a la cual hace referencia Jesús, al decir que la luz que son los cristianos debe brillar ante el mundo.

No es en este sentido en el que lo dice Jesucristo; Jesús no dice que el cristiano sea la luz del mundo porque lleve en sí mismo la inteligencia, que es comparada por Aristóteles con una luz, y porque esta luz haya sido enriquecida con la luz de Dios.

El cristiano es luz del mundo porque, por la gracia, está unido a Cristo, Luz de Luz, Luz eterna de Luz eterna, y participa de esta luz, e ilumina al mundo con esta luz, y Cristo ilumina al mundo con la luz de la misericordia, que brilla desde su sacrificio en la cruz.

La luz que brilla interiormente en el cristiano no es una luz propia, sino una luz participada, una luz sobrenatural, eterna, la luz del Hombre-Dios Jesucristo. Es con esta luz con la cual el cristiano debe iluminar al mundo.

Esta luz se traduce en los actos: en la misericordia, en la compasión, en la caridad, porque es la misma luz que brota del Sagrado Corazón de Jesús que está suspendido en la cruz.

Que la luz sobrenatural de la gracia sea participación de las obras de misericordia del Sagrado Corazón, es decir, que la luz que debe brillar ante el mundo sean obras y obras de misericordia, de bondad y de compasión, y no brillantes discursos y disertaciones, lo dice el mismo Jesús: “(…) debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en vosotros, a fin de que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos”.

La misericordia y la caridad, la compasión y la bondad del cristiano, participación de la bondad del Sagrado Corazón, es la luz que debe brillar, por medio de las obras, ante los hombres, para que estos glorifiquen a Dios Padre, que está en los cielos.

No consiste en discursos brillantes la luz del cristiano, sino la misericordia, la compasión, la caridad, para con el prójimo más necesitado.

“Ustedes son la luz del mundo, iluminen el mundo, inmerso en las tinieblas del egoísmo, de la indiferencia, del hastío, de la incomprensión, con la luz de las obras de misericordia; así los hombres verán en esas obras la luz de Cristo y, envueltos en esa luz de Cristo, que se desprende de vosotros y de vuestras buenas obras, glorificarán a Dios Padre”.

La luz de los cristianos es la luminosa misericordia de Cristo, que brota como de su fuente de su Sagrado Corazón Eucarístico.

Es en la Eucaristía en donde los cristianos encuentran no solo el sentido de su misión, sino la fuente misma del Amor divino con el cual cumplirla.

El pueblo responde:

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Demos gracias a Dios.

145. Después el sacerdote venera el altar con un beso, como al comienzo. Seguidamente, hecha inclinación profunda con los ministros, se retira.

El sacerdote besa el altar, que representa a Cristo, al terminar la Misa -como lo hizo al iniciar- renovando el propósito de no solo no traicionar a Jesús, sino de crecer cada día en su imitación, en su seguimiento camino del Calvario llevando la cruz, en su amor.

La Misa ha comenzado con un beso al altar, que representa a Cristo, y termina también con otro beso. Es el beso de la Iglesia a Cristo, representado en el altar, y por lo mismo, debemos poner amor para dar este mismo beso a Cristo en ese altar interior que es el corazón519.

Con relación a los fieles, la Congregación para el Culto divino hace esta especificación: “Los fieles se retiran, aunque no sin antes hacer “una justa y debida ACCIÓN DE GRACIAS ”520.

Acción de gracias después de la Misa.

Por la Santa Misa, Cristo Dios ha descendido del cielo hasta el altar eucarístico, para quedarse en la Eucaristía y para venir a nuestra alma. Ha golpeado a las puertas de nuestro corazón, ha entrado en nosotros, y ha “cenado con nosotros, y nosotros con Él”, como dice el Apocalipsis: “He aquí, yo estoy á la puerta y llamo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré á él, y cenaré con él, y él conmigo” (3, 20).

Sería una desconsideración de nuestra parte, para con tal ilustre Visitante del alma, salir apresuradamente del templo, apenas recibida la bendición, para enfrascarnos en los asuntos diarios521. Es por eso que la acción de gracias luego de la Misa, de modo personal, es necesaria y provechosa para que, en el silencio, escuchemos lo que el Corazón Eucarístico de Cristo nos dice a nuestro pobre corazón: “El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía. ¿Cómo dirigirnos a Él, cómo hablarle, cómo comportarse? (…) Pienso que la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo”522.

El Santo Padre Juan Pablo II hace mención a la adoración que el fiel debe tributar a su Dios que ha venido a él por la Eucaristía: “Se recomienda a los fieles no omitir esta Acción de Gracias después de la Comunión. Puede hacerse ésta durante la celebración de la Eucaristía mediante un periodo de silencio, con un himno, salmo u otra canción de alabanza, o también después de la celebración, quedándose para rezar durante un cierto tiempo”523.

En este momento de la Santa Misa, tanto el sacerdote como los fieles laicos, aprovechan para, en el silencio, identificarse con el alma adoradora de Cristo, para

519 Cfr. Manglano Castellary, o.c., 62.520 Congregación para el culto divino.521 Cfr. Echevarría, Vivir la Santa Misa, 156-522 SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 92.523 SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LOS SACRAMENTOS Y EL CULTO DIVINO , Instrucción Inestimabile Donum, sobre algunas normas acerca del culto del Misterio Eucarístico, del 17 de Abril de 1980, 17.

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adorar a Dios Uno y Trino por el inmenso don que significa el haber participado de la Santa Misa, y el haber recibido la Comunión sacramental.

Puesto que en breves minutos, apenas traspasado el umbral de la Iglesia, los participantes a la Santa Misa se verán insertados en la vorágine y en la agitación tumultuosa del mundo, que buscará apartarlos de la comunión con la Trinidad realizada por la Eucaristía, es necesario que la Iglesia –sacerdotes y laicos- se recojan unos minutos y permanezcan en el Corazón de Cristo, que adora y da gracias a la Trinidad524.

De esta manera, al identificarse, en la acción de gracias post-comunión, con el alma adoradora y contemplativa de Cristo, el cristiano no solo ve alejado el temible enemigo del “activismo”, que mina en sus cimientos a la vida espiritual, sino que se convierte, por su unión con Cristo que adora, en un adorador que adora “en espíritu y en verdad” (cfr. Jn 4, 24), como lo quiere el Padre525.

Un minuto de adoración silenciosa, inmersos en el Corazón de Cristo, es más útil para la Iglesia y el mundo que todo el movimiento de los negocios humanos. Tanto los sacerdotes, como los laicos que, en nombre de la Iglesia, ejerzan desde el amor el oficio de “adoradores en espíritu y en verdad” del Padre, desapareciendo en el alma de Cristo, están seguros no solo de no caer en el activismo –especie de voluntarismo que desconfía de la gracia de Dios, poniendo toda su esperanza en el esfuerzo humano-, sino de conservar y acrecentar cada vez más la unión con Dios Uno y Trino, y se asegura de servirlo a Él, antes que al mundo, con su apostolado, en la difusión de su Reino: “Mi Señor Dios, servido primero”526.

Para la acción de gracias, cuando no surge el diálogo espontáneo, por el motivo que fuere -nos encontramos áridos, acuden a la mente las preocupaciones de la jornada, o sencillamente estamos cansados-, podemos recurrir a algún devocionario o incluso al Misal Romano para recitar las oraciones allí propuestas: “Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame…”527.

De esta manera, iniciamos la Santa Misa con el Misal Romano, y también la finalizamos con él.

La misión de la Iglesia es anunciar que Cristo ha resucitado,ha dejado la piedra del sepulcro

524 Cfr. PHILIPON, M. M., Los sacramentos en la vida cristiana, Ediciones Palabra, Madrid2 1979, 318-319.525 Cfr. Philipon, ibidem.526 SANTA JUANA DE ARCO: “Messire Dieu, premier servi”.527 MR, Oración de acción de gracias después de la Misa.

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para ocupar la piedra del altar,y para quedarse en el sagrario,

con su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía.(Cristo resucitado descendiendo a los infiernos)

VI) PENSAMIENTOS SOBRE EL MISTERIO DE LA SANTA MISA

VI.1. ¿Qué es la Santa Misa?

Es el misterio centrado en Cristo

¿Qué es la Santa Misa? Es un misterio centrado en Cristo. En Él, en cuanto Persona divina, la eternidad se identifica con su ser: Él es su misma eternidad, como dice Santo Tomás. Pero también es hombre verdadero, nacido en el tiempo por obra del Espíritu Santo, de María Virgen.

En la Misa, Cristo, el Hombre-Dios, se hace Presente como Sacerdote Eterno, Altar y Víctima Pura y Santa.

La Persona del Verbo, al encarnarse, realiza ya una acción sacramental porque toma la naturaleza humana de Jesús, la cual será ofrecida en la cruz.

Por eso Cristo es Víctima, una Víctima Pura y Santa, por el contacto intimísimo de su Humanidad con la divinidad del Verbo, quien le transmite toda su gloria y bienaventuranza.

Pero también es Sacerdote, porque es el Logos el que pronuncia las palabras de la consagración a través del sacerdote ministerial, produciendo la transubstanciación.

Es también Altar santo, el lugar sagrado donde se realiza la consumación del sacrificio.

Cristo, Sacerdote, Altar y Víctima; Verbo Eterno, engendrado eternamente del Padre, Dios eterno, y al mismo tiempo, hombre perfecto nacido en el tiempo.

En la Misa, se renueva sacramentalmente el misterio de la Pasión, muerte y Resurrección de Cristo: “Anunciamos Tu muerte, proclamamos tu Resurrección”.

“Proclamamos Tu resurrección”: Cristo, Sacerdote, Altar y Víctima, se hace presente en la misa. Su Presencia no es una mera presencia psicológica; no es un recuerdo; no depende de la fe de los fieles, ni de la asamblea, ni del celebrante.

Se hace presente en la realidad de su Ser eterno, en su realidad de Víctima inmolada que está delante del Padre, como sacrificio santo y agradable a Él, por toda la eternidad. Se hace presente en la realidad de su humanidad gloriosa, tal como está ahora en los Cielos, delante de Dios, adorándolo y glorificándolo por la eternidad, después de haber pagado con su vida por nuestros pecados.

“Anunciamos tu muerte”: pero también se hace presente en la Misa como en el Calvario, porque la Misa es el mismo sacrificio de la cruz: el sacrificio eucarístico “coloca”, por así decir, sobre el altar, al Cristo del Calvario, el drama del Gólgota, el mismo que María Virgen tenía delante de sus ojos. Tal es así que comemos su carne y bebemos su sangre, en un sentido real y verdadero, y no imaginario o simbólico. No es un simbolismo decir: “Bebemos la Sangre de Jesús”. Un ejemplo es la experiencia mística de Santa Gema Galgani: sintió la boca llena de sangre luego de comulgar.

El Cuerpo y la Sangre de Cristo sobre el altar son la representación; son, en realidad, el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Calvario.

En la misa Cristo se hace presene en el Calvario, nosotros somos transportados mística pero realmente a los pies de la cruz.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección”.Muerte en el Calvario, Resurrección gloriosa: Cristo se hace Presente en nuestro

tiempo, en la Misa, de un modo real y vivo.La misa es la participación a su muerte y Resurrección, en manera real y directa,

y no imaginaria o psicológica.

Es el modo de unirnos a la Pasión

Cuando celebramos la Pasión en Semana Santa, ¿qué es lo que recordamos? Recordamos a nuestro Señor en su Pasión. Vuelven a nuestra mente las imágenes de nuestro Señor en su Pasión, desde que es entregado en el Huerto por un amigo que lo traiciona hasta cuando es flagelado y crucificado. En la Semana Santa se nos hace más vivo el recuerdo de nuestro Señor: lo recordamos en la agonía del Huerto, en su miedo por la prueba que debía sufrir, y por la visión de los pecados en toda su maldad diabólica, que ofende la majestad infinita de Dios; lo recordamos también en el asco que Él sintió en el Huerto por las almas que se iban a condenar a pesar de que Él iba a morir por ellas; recordamos cómo fue traicionado por quien Él consideraba su amigo –“Amigo, (le dice al traidor Judas) ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?” (Lc 22, 48)-; lo recordamos en la flagelación inhumana –más de cien latigazos con látigos de metal-; lo recordamos en su crucifixión y en su agonía y muerte en la cruz.

Cuando recuerdo a nuestro Señor, ¿qué cosa debo tener siempre en cuenta? Algo que siempre debo tener en cuenta, cada vez que veo un crucifijo, cada vez que me acuerdo de nuestro Señor en su Pasión, en la cruz, cada vez que me acuerdo de la Virgen al pie de la cruz, es que Él y su Madre sufrieron la Pasión por mí. Fui yo el motivo y la causa de su muerte en cruz, porque Él murió en cruz para quitarme mis pecados personales y para hacerme hijo de Dios. Él es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, porque siendo Inocente, carga sobre sus espaldas mis pecados personales y los lava con su sangre, y con su misma sangre me hace ser hijo de Dios. En la Semana Santa recordamos a Cristo que por mí muere en la cruz para salvarme y para hacerme hijo de Dios.

La otra cosa que debo tener en cuenta es que además de recordar, tengo la posibilidad de vivir la Pasión como si estuviera ahí presente: hay un lugar en donde no sólo puedo recordar la Pasión sino vivirla; ese lugar es la Misa, y es el mismo sacrificio de la cruz que se hizo hace dos mil años, en Palestina, en el monte Calvario. La misa no es otro sacrificio distinto, sino el mismo. Es como si estuviéramos presentes, como si asistiéramos, por medio de la misa, al momento de la crucifixión de nuestro Señor.

“La Santa Misa contiene la Pasión del Señor; por el misterio de la liturgia eucarística Nuestro Señor Crucificado está ahí sobre el altar, invisible pero realmente presente, con su Acto de Ser divino. Aunque no lo veamos, Nuestro Señor Jesucristo está Presente en Persona con su sacrificio en la cruz sobre el altar, haciendo lo mismo que hace en la cruz: así como en la cruz entrega su vida y su Cuerpo, así entrega su vida y su Cuerpo en la Eucaristía, y así como en la cruz derrama su Sangre, así en el Santo Sacrificio del Altar derrama su Sangre que se vierte en el cáliz”.

Si me importa mi relación personal con Cristo, si quiero recordarlo en su Pasión por mí, si quiero agradecerle el don que Él hace de su vida por mí, si no quiero hacer inútil su sangre derramada, debo recordarlo, vivir su Pasión, unirme a su sacrificio, adorarlo como Dios, a los pies de la cruz, en la misa, donde Él continúa, invisible, pero real, ofreciéndose por sus amigos, por mí. Al entrar en Semana Santa recordemos siempre que ésta revive la Pasión; en la Santa Misa me uno a la Pasión.

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Es el misterio sobrenatural de Cristo en el altar

La Misa es el misterio sobrenatural de la Presencia real y sacramental de Cristo sobre el altar.

Es un misterio, es decir, algo que es para nosotros desconocido, algo que se encuentra oculto debajo de algo visible, que se escapa a la percepción natural de los sentidos, sean externos o internos. Es algo presente, pero oculto bajo la manifestación visible. Es algo que escapa a la percepción de los sentidos, y por eso decimos que es un “misterio”. Sin embargo, la Misa no es un misterio que pertenezca al orden natural –ya que en el orden natural muchas cosas son para nosotros un misterio, porque, aún siendo visibles y perceptibles por los sentidos, permanecen ocultas para nosotros en su realidad última.

Es un misterio sobre-natural, es decir, no pertenece a los misterios naturales como la unión del alma y del cuerpo; no es un misterio de la naturaleza como el relámpago, la luz del sol, la existencia de Dios.

Es un misterio de la sobre-naturaleza de Dios y por eso escapa a las capacidades de la naturaleza humana.

Es el misterio sobrenatural de la Presencia real, no imaginaria, moral o intencional, de Cristo, Persona divina. Cristo en Persona se encuentra allí, bajo la apariencia del pan, pero escondido a la percepción de los sentidos de la naturaleza humana; por eso la naturaleza humana, por sí misma, ni siquiera puede sospechar de qué cosa se oculta ahí debajo de lo perceptible.

Es el misterio sobrenatural de la Presencia sacramental de Cristo, es decir, Cristo está presente de manera sacramental, como un sacramento. La Presencia de Cristo en la Misa se caracteriza por ser sacramental, es decir, por estar compuesta, como todo sacramento, por un elemento oculto y sobrenatural –la Persona divina de Cristo, relación subsistente de la Filiación- y un elemento visible, el pan y el vino. Como se trata de una Presencia sacramental, en la Misa, la presencia de Cristo tiene un elemento exterior, material, visible y creatural –lo que parece ser pan y vino- y un elemento interior, espiritual, invisible y divino –la Presencia ontológica del Ser divino en la Persona de la Filiación Subsistente.

Es un misterio, invisible a los sentidos, pero no por eso realmente presente, escondido en los elementos visibles del pan y del vino, oculto en la estructura sacramental característica de la Misa.

La Misa es entonces el misterio sobrenatural de la Presencia real y sacramental de Cristo sobre el altar, es Cristo en Persona que se hace presente sobre el altar; es el misterio de Jesús, el Hombre-Dios, que sobre el altar prolonga y continúa su generación eterna como Verbo del Padre, su encarnación en el seno de María, su Pasión, muerte y Resurrección y llega hasta nosotros, con su Carne gloriosa y resucitada, ahí, bajo nuestros ojos, delante nuestro, en el altar.

Por ser la Misa este misterio de la sobre-naturaleza de Dios, no se la puede entender desde la sola perspectiva humana; no puede ser ni siquiera percibida, aún cuando se participe en ella, con la sola razón humana. No es que la Misa sea irracional; por el contrario, la Misa no sólo no es contraria a la razón, y por lo tanto es algo verdadero y bueno, sino que es la manifestación, en el tiempo y en el espacio, en la historia humana que se desenvuelve en el tiempo, de la Sabiduría Eterna de Dios. La Misa es la actuación de la Sabiduría de Dios, cuya aparente locura es más sabia que la sabiduría de todos los hombres.

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La Misa, por ser el misterio de Cristo, Hombre-Dios escondido en la Eucaristía, para poder ser vivida en profundidad, para ser percibida en su misterio último e íntimo, debe ser vivida con la luz de la fe, con la luz del Espíritu Santo.

Es el sacrificio de Cristo en la cruz

La Misa es el sacrificio de Cristo en la cruz, que es el sacrificio de la Nueva Alianza: “La Eucaristía es principalmente un sacrificio: sacrificio de redención y sacrificio de la Nueva Alianza”528. Es el mismo sacrificio realizado hace dos mil años, renovado bajo las especies sacramentales de manera mística.

En la Misa se verifica la misma inmolación de Cristo sobre la cruz, es decir, la separación sacrificial de la Sangre del Cuerpo. La separación sacrificial de su Cuerpo real de su Sangre real, verificada en la cruz, está significada por la doble consagración del pan y del vino.

Fue el mismo Señor Jesucristo quien instituyó una doble consagración, del pan y del vino, con el objeto de hacernos ver que sobre el altar se verifica su sacrificio, como en la cruz. El pan y vino se consagran separadamente porque en la cruz el Cuerpo y la Sangre se separan.

Es la Palabra Omnipotente del Verbo del Padre, que obra con su virtud divina en la consagración, la que hace del pan el Cuerpo de Cristo y del vino, su Sangre.

En virtud de las palabras de la consagración –“Tomad y comed... bebed... Este es mi Cuerpo... Este es el cáliz de mi Sangre”- se hacen presentes, separadamente, sobre el altar, por la potencia infinita del Verbo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo: bajo las especies, bajo las apariencias del pan, se hace presente sólo el Cuerpo; bajo las especies, bajo las apariencias del vino, se hace presente sólo la Sangre.

En el altar Jesucristo realiza la misma acción sacrificial que realiza sobre la cruz, porque el sacrificio del altar no es otra cosa que este mismo sacrificio de la cruz, realizado en el tiempo, renovado a lo largo de la historia de manera incruenta, sacramentalmente.

Por eso, por ser la Eucaristía la renovación sacramental incruenta de la muerte cruenta de Cristo en la cruz, es decir, por ser la Misa el mismo sacrificio y muerte en Cruz, en la Eucaristía vige una misteriosa separación, del Cuerpo y de la Sangre, es decir, una inmolación mística actual, presente –hoy, en pocos minutos, sobre el altar, en esta Misa. Y por esta separación sacramental del Cuerpo de la Sangre de Jesús, la Misa es un verdadero sacrificio, que actualiza, sobre el altar, la inmolación del Calvario.

En la Misa, es la Palabra Omnipotente y Eterna del Salvador, pronunciada a través de la débil voz humana y temporal del sacerdote ministerial, la que hace del pan la Carne de Jesús y del vino su Sangre.

Por la acción de la omnipotencia divina del Verbo, sobre el altar se encuentran el mismo Cuerpo y la misma Sangre donados en sacrificio para nuestra salvación; sobre el altar, por la Palabra del Padre eternamente pronunciada, se encuentra el mismo Cuerpo ofrecido por nosotros, la misma Sangre versada por nosotros, místicamente separados, substancialmente presentes, asombrosamente reales.

En cada Sacrificio Eucarístico, en cada Misa, bajo nuestros ojos, bajo el signo sacramental, participamos del mismo acto del sacrificio del Calvario529.

528 Cfr. JUAN PABLO II.529 Cfr. PIOLANTI, A., o. c.

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Es el sacrificio de Jesús

Cuando venimos a Misa, ¿qué es lo que vemos? Vemos el templo, los bancos, el altar, las velas, las imágenes de la Virgen, del Sagrado Corazón, de los santos. Vemos también a mucha gente, algunos son nuestros amigos, otros no los conocemos. Vemos al Padre que celebra la misa, vemos a los monaguillos. Vemos muchas cosas y muchas personas.

Pero, ¿lo que vemos es lo único que hay en la Misa? ¿Hay algo invisible que no podemos ver?

Sí, hay algo invisible. ¿Qué es eso invisible? Lo invisible que hay en la Misa y que no podemos ver, pero sí podemos saber que está, es Jesús en la cruz. Aunque no veamos a Jesús, Él está con nosotros y está con su cruz.

¿Por qué? Por que la Misa es algo muy especial: es el mismo sacrificio en cruz del Calvario, sólo que invisible. ¿Alguien vio alguna vez una imagen de Jesús llevando la cruz, o de Jesús que lo están latigueando, o de la Virgen que acompaña a su Hijo mientras Él lleva la cruz? ¿Alguien vio alguna vez un cuadro donde Jesús aparece crucificado? ¿O alguna película?

Bueno, todo eso son figuras, cuadros, imágenes, que me hacen acordar de Jesús. Pero en la Misa, sin que nos demos cuenta, está Jesús llevando la cruz, está Jesús crucificado, en medio del altar, invisible; está la Virgen María, la Mamá de Jesús, acompañando a su Hijo en el altar como en el Calvario. La Misa es la Pasión de Jesús, pero invisible. En ella Jesús está en la cruz, como la cruz que vemos en el templo, pero de verdad, aunque invisible. Por eso, cuando estamos en Misa tenemos que hacer de cuenta que estamos delante de Jesús, que muere por nosotros en la cruz; tenemos que imaginar a Jesús coronado de espinas, brotando sangre de las heridas de su cabeza; tenemos que imaginar a Jesús clavado con los clavos de hierro duro en la madera de la cruz; tenemos que imaginar a Jesús con todo su cuerpo lleno de golpes y lleno de sangre. ¿Y dónde cae su sangre? En el cáliz, por eso, cuando el sacerdote bebe del cáliz después de la consagración, no bebe vino sino la sangre de Jesús, aunque siga pareciendo vino.

La Misa es el mismo sacrificio de Jesús en la cruz, solo que invisible, y por eso, aunque no veamos a Jesús en la cruz tenemos que saber que lo que vemos no es lo único que hay. Lo que no vemos, lo que es invisible, es Jesús en la cruz, en el altar. Cuando venimos a Misa, es como si viniéramos al mismo Calvario de Jesús. En ella estamos delante de Jesús en la cruz.

Es un misterio de muerte y Resurrección

Hay cosas que para nosotros son un misterio. ¿Qué es un misterio? Un misterio es algo desconocido, algo que no podemos llegar a conocer, que sabemos que está pero que no podemos llegar a verlo. Por ejemplo, el fondo del mar o el centro de la tierra, o el centro del sol. Se cree que en el centro de la tierra hay lava como la de los volcanes, sería como un lugar lleno de fuego líquido. O el centro del sol, se piensa que la temperatura en el centro del sol es de varios millones de grados centígrados.

Todo esto es un misterio; hay otros misterios, como por ejemplo nuestra alma, cómo se une a nuestro cuerpo y le da vida y lo mueve. O también qué hay más allá de nuestra galaxia, o cómo se forman los rayos antes de caer. Hay muchísimos misterios, cosas que no conocemos cómo son, pero que existen, porque nadie puede decir que el sol esté vacío en el centro, o que la tierra esté vacía en el centro, o que no exista el

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fondo del mar. Son misterios, pero si algún día se descubrieran los aparatos para llegar por ejemplo al centro del sol, o al centro de la tierra, o al fondo del mar, descubriríamos cómo es en realidad, y entonces dejarían de ser misterios, y por eso es que no son considerados misterios “absolutos”.

Pero hay misterios a los que no los podemos descubrir con ningún aparato, sino sólo con la luz de la fe, y una vez descubiertos, no los podemos comprender, ni en esta vida ni en la otra. A estos misterios se les llama, por este motivo, “absolutos”, y éste es el misterio de la Misa, al cual no podemos descubrir, sino sólo con la fe.

La Santa Misa es un misterio porque es el mismo sacrificio en cruz de Jesús, y aunque no sabemos cómo es posible, en cada misa nos encontramos delante de Jesús en el Calvario. Así como estuvo Jesús hace dos mil años, así está Jesús en la misa, delante nuestro. Y así como estuvieron María y Juan al pie de la cruz, así estamos nosotros en cada misa.

La Misa es el misterio de la muerte en cruz de Jesús. Y por eso es que en la misa debemos estar como si estuviéramos en el Calvario, porque es el mismo Calvario, sólo que no lo vemos.

Pero hay otro misterio, hay otra cosa escondida en la Misa, y es que no sólo es la muerte en cruz de Jesús sino también su Resurrección: la Misa es el misterio de la vida de Jesús. En ella misteriosamente, sin que sepamos cómo, ni cuándo, Jesús muere en la cruz y aparece resucitado en la Eucaristía, en la Hostia. Y por eso es que, si bien en la misa estamos delante del Calvario, cuando recibimos a Jesús en la Eucaristía lo recibimos vivo, resucitado. No recibimos su cuerpo muerto en la cruz, sino el mismo cuerpo vivo y lleno de gloria, de luz y de la vida de Dios, con el cual Él se apareció a sus discípulos.

Entonces, si en la Misa debemos estar muy atentos y serios porque Jesús muere delante nuestro en la cruz, también debemos estar muy pero muy alegres porque es también el misterio de la vida de Jesús, que vive para siempre en el Cielo, en la Eucaristía, y quiere venir a vivir en mi corazón cuando yo lo reciba en la Hostia.

Así como el fondo del mar, el centro de la tierra es un misterio y el centro del sol son un misterio, así la Misa es un misterio mucho más grande y maravilloso que todos esos misterios juntos, porque es el misterio de la muerte en cruz y de la Resurrección de Jesús, misterio a través del cual alcanzamos la vida eterna, y por eso la Misa debe llenarnos de alegría y gozo.

Cómo explicarle qué es la Misa a un niño

Si un niño nos pregunta “¿Qué es la Misa?”, podríamos responderle que es una celebración religiosa, una ceremonia piadosa, en donde vamos a rezarle a Dios. Pero la respuesta principal que debemos darle es que la misa es algo mucho más grande que una ceremonia piadosa.

La Misa es un sacrificio. ¿Qué es un sacrificio? Un sacrificio es algo muy costoso, una cosa que cuesta mucho, que

entregamos a otro para demostrarle nuestro cariño y afecto530. No se trata de una cosa material, como un auto o una casa; es algo más grande

que un auto o una casa. El sacrificio es algo interior, algo espiritual, como la voluntad. Hago un sacrificio cuando hago algo que no tengo ganas de hacer, pero lo hago para darle contento a quien me lo pide, y para demostrarle mi cariño y mi afecto.

530 Cfr. Scheeben, Los misterios, 457.

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Por ejemplo, si estoy jugando, o si estoy con mis amigos divirtiéndome, y mi mamá me pide ir al almacén, no tengo ganas de ir porque quiero seguir jugando; es decir, me cuesta mucho ir porque prefiero jugar, pero como es mi madre quien me lo pide, hago un sacrificio, y porque la quiero, para demostrarle mi cariño y mi afecto, voy al almacén. Dejo de jugar para darle contento a mi madre, hago un sacrificio.

Otro ejemplo: papá me pide que lo ayude a reparar algo que se ha roto en la casa, y para eso tengo que dejar de ver mi programa favorito de televisión.

Pero como yo lo quiero y lo respeto, hago un sacrificio, y con mucho gusto voy a ayudarlo.

El sacrificio es entonces algo que cuesta mucho, pero que lo hago no rezongando, sino con gusto. Es importante que el sacrificio sea hecho con gusto y para dar contento a la persona que me lo pide, para que el sacrificio sea verdadero sacrificio, para así demostrarle mi cariño y mi afecto.

En el sacrificio entonces, entrego algo a alguien, muy costoso, para demostrarle mi cariño y mi afecto.

¿Qué es la Misa? La misa es un sacrificio. ¿De quién? De Jesucristo. En la Misa, Jesucristo, invisible pero Presente en Persona, se sacrifica en la cruz

por nosotros. La Misa es el mismo sacrificio de la cruz, pero invisible, en donde Jesucristo entrega su vida por nosotros a Dios para demostrar el inmenso amor que nos tiene.

En la Misa Jesús, invisible, hace un sacrificio de valor infinito, porque entrega su Vida sobre el altar, dejando su Cuerpo en la Eucaristía y derramando su Sangre en el cáliz, por amor a Dios y a nosotros.

No es un sentimiento: es Cristo en el Calvario

Si supiéramos lo que es la Santa Misa nos moriríamos de Amor. Por eso un adorador debe profundizar sobre el misterio de la Eucaristía en su aspecto sacrificial, presencia y sacrificio.

Lejos de tratarse de un sentimiento, de un afecto o de un momento emotivo, la Misa es la renovación, en el tiempo y en el espacio, del sacrificio de Cristo en la cruz; en la Misa nos encontramos delante de Jesús que renueva en modo incruento su muerte en el Gólgota. La Misa –y la religión católica- no es la asamblea que se reúne para buscar el alivio psicológico y espiritual de las almas de los integrantes del Pueblo de Dios, ni es el lugar donde queremos expresar o mejorar nuestro estado de ánimo y nuestros sentimientos relativos a Dios.

La Misa consiste en la unión de la Iglesia con Cristo, por medio del Espíritu Santo, de modo que todos los bautizados participen de la obra salvadora del Redentor. En la Misa los bautizados no sólo asisten al sacrificio en cruz del Señor Jesús, sino que en Él y por Él son ofrecidos y sacrificados al Padre por la redención de toda la humanidad, haciéndose co-rredentores con el Redentor. En la Misa, la Iglesia, en las personas de los bautizados, se une a Cristo en la renovación de su sacrificio porque son su Cuerpo, y como Cuerpo Místico suyo son ofrecidos por Él al Padre. La unión entre los hombres y Cristo no es una unión puramente moral, simbólica, imaginaria, psicológica. Es todo esto pero lo es porque en el fondo hay otra unión más profunda, real, que sirve de base para todos estos tipos de unión: es una unión “real”, posibilitada por el Bautismo, que nos ha incorporado a Cristo otorgándonos su Vida divina como nuevo principio sobrenatural del ser y del movimiento. Esta unión “real” con Cristo

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establece un contacto “físico” entre la Persona divina del Redentor, su obra salvífica, su Pasión y la actividad de los redimidos.

Este contacto real con Cristo, y en su Pasión, por parte de los fieles parecería estar impedido por el tiempo y el espacio, debido a que la Pasión sucedió hace dos mil años y en un lugar físico determinado, Palestina. Parecería imposible, a primera vista, que un solo hombre, que murió hace dos siglos en un punto geográfico del planeta, pudiera establecer un contacto físico real con los miles de millones de seres humanos que no solo se encuentran dispersos por toda la tierra, sino que además de encontrarse separados entre sí por la distancia geográfica se encuentran separados por los años y por los siglos.

La posibilidad del contacto real físico con Cristo y su Pasión se fundamenta en la composición del Hombre-Dios Jesucristo: puesto que la persona a la cual pertenece la naturaleza humana de Cristo es la Persona divina del Verbo con su ser eterno, este ser eterno divino de la segunda Persona de la Trinidad comunica y hace partícipe en grado sumo y perfectísimo a la naturaleza humana creada de Cristo. Los actos realizados por Cristo a través de su naturaleza humana son los actos de la Persona del Verbo, y si bien son actos que, por el hecho de ser realizados por la naturaleza humana participan de la irreversibilidad de los actos humanos realizados en el tiempo, sin embargo, participan al mismo tiempo de la eternidad del Verbo, por lo que sus actos —su Pasión— no son los actos de un simple hombre, sino los actos de la Persona eterna del Verbo realizados a través de una naturaleza humana. Por eso es que los actos de Cristo, al no ser meramente temporales, sino eterno-temporales, alcanzan a todos los tiempos, a todas las edades de la humanidad, a todos los hombres, desde el primero, Adán, hasta el último hombre que nacerá antes del fin del tiempo. Los actos de Cristo superan todo límite de tiempo y de espacio, penetran todo tiempo y todo espacio, alcanzan todo tiempo, todo espacio, todo hombre.

Por eso Cristo es el Salvador de toda la humanidad, por eso a todos los hombres les llega su Pasión y la salvación de la Pasión.

Sin embargo su Pasión, cumplida en el tiempo hace dos mil años, no alcanza de cualquier manera a los hombres, sino de una bien precisa, establecida personalmente por Jesucristo, y es la manera sacramental: la Pasión se actualiza para los hombres en su Iglesia y a través de sus sacramentos, y solo de esta manera.

El contacto con la Pasión del Redentor se verifica a través de la liturgia, que ha sido establecida por Dios en modo tal de implicar en cada acto suyo (tanto en el sacrificio de la cruz como en los sacramentos y sacramentales y en la recitación cotidiana de las horas canónicas), no solo la presencia de Cristo sino también de cada acción suya salvífica, ya sea interna (sus actos de amor, de obediencia), ya sea externa (Encarnación, Pasión, Resurrección, Ascensión, Parusía).

Por eso es que cada vez que el bautizado cumple un acto litúrgico realiza inmediatamente un contaco físico-real con Cristo y con toda su obra de salvación.

De manera especialísima, es la Misa la acción litúrgica donde encontramos a Cristo, donde nos ponemos en contacto físico con Él, porque la Misa hace presente (re-presenta) la misma inmolación del Calvario. La Misa es el mismo (numéricamente idéntico) sacrificio de la cruz, es el mismo misterioso drama del Calvario, que es representado admirablemente —si bien veladamente, en manera sacramental— en un determinado fragmento del tiempo y del espacio.

Por este motivo, nuestra actitud en la Misa, ya sea interna como externa, debe ser la misma observada delante del Calvario.

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Es la irrupción de la eternidad de Cristo en el tiempo

La Misa no es un simple ritual con el cual llenamos y ocupamos religiosamente el tiempo, diariamente –si asistimos a misa todos los días- o una vez por semana –si asistimos a misa sólo los domingos-. No es un simple recuerdo psicológica, mediante el cual hombres y mujeres piadosos manifiestan su deseo de unirse, en el tiempo, a Dios y a Cristo, su Enviado, que realizó su Pasión también en el tiempo, pero ahora, separados por ese mismo tiempo, por la distancia de los años, sólo tiene la posibilidad de una unión simplemente moral.

La Misa es principalmente un sacrificio, un acto de sacrificio, por eso es llamada “Sacrificio Eucarístico”, “Sacrificio del altar”, “Sacrificio de la Eucaristía”. Más precisamente, es la memoria, el memorial, de un sacrificio, realizado en el tiempo, hace dos mil años, pero se trata de una memoria muy especial, una memoria que no tiene nada que ver con la memoria psicológica porque actualiza, hace presente, re-presenta, en el tiempo y en el espacio, bajo los signos sacramentales, el mismo sacrificio que recuerda. Es una memoria que hace actual lo que recuerda.

La Misa entonces es un sacrificio actualizado, renovado, hecho presente bajo los signos sacramentales, pero en definitiva, es un sacrificio. ¿Cuál sacrificio? ¿Cuál es el sacrificio renovado, hecho presente, actualizado, vivido en cada misa? El Sacrificio de Cristo en la cruz, que murió hace dos mil años; y renueva Él mismo su mismo sacrificio en la cruz, en cada Misa, en manera real, no como un simple recuerdo o un simbolismo o una intención que está presente en el alma y en la intención de algún fiel devoto 531. En la realidad temporal de cada misa, Cristo se hace presente, en Persona, en su Pasión.

La misa es un acto de sacrificio, y por eso se encuentran en ella todos los elementos de un sacrificio, del sacrificio de Cristo realizado hace dos mil años: una ofrenda sacrificada, un sacerdote que sacrifica, un altar sobre el que se sacrifica la ofrenda, un destinatario del sacrificio, Dios, una asamblea que se une al sacrificio.

El sacerdote principal, que sacrifica la víctima, que ofrece el don a la majestad de Dios, es Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote; los sacerdotes ministeriales participan de su sacerdocio, por el carácter conferido en la ordenación, pero el Sacerdote principal, Único y Eterno, es solo Cristo.

El altar, ya sea el altar de la cruz o la cruz en el altar, sobre el cual la Víctima es sacrificada, es Jesús mismo, por eso el altar es siempre un poco de cielo, es el Cielo mismo, porque es Jesucristo.

La ofrenda es Cristo mismo, porque Él, el Hombre-Dios, posee la dignidad infinita que Dios merece por el hecho de ser Dios. Cristo se ofrece a sí mismo en cada Misa, ofrece libremente su vida en el altar de la cruz. En la Encarnación, el Verbo Eterno de Dios ha asumido una naturaleza humana, un cuerpo y un alma humanos, con el objeto de poder ofrecer en Holocausto una Víctima al Padre. Debido a que en Jesús el cuerpo y el alma humana subsisten en una persona no humana sino divina, todas las acciones del Hombre Jesús pertenecen al Verbo eterno del Padre. Por eso se puede decir que el Verbo de Dios ha nacido en el tiempo de María Virgen, que el Verbo de Dios ha vivido en Palestina, que el Verbo de Dios ha hablado con los hombres, los ha curado, ha expulsado los demonios, ha llamado a sus discípulos, fue traicionado, subió y murió en la cruz y que resucitó al tercer día.

Jesús no es una idea; Él es el Verbo Eterno hecho Hombre, es Dios, y Dios no es una idea: Dios es un mar eterno de substancia infinita. Y este Ser eterno ha obrado a través del cuerpo y el alma humanos de Jesús. Debido a que las acciones temporales del

531 Esto nos diferencia de las “misas” protestantes, en donde no hay transubstanciación y, por lo tanto, no hay Presencia real de Jesucristo.

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Hombre Jesús pertenecen a la Persona eterna del Hijo, se puede decir que el Verbo ha muerto en cruz, que el Verbo derrama su sangre sobre el altar.

Es el Verbo eterno, el Hijo Unigénito del Padre, quien se ofrece como Cordero, como Víctima Pura y Santa, a Dios.

Jesús, el Hombre-Dios, es el Altar, el Sacerdote y la Víctima.Cristo, el Verbo eterno del Padre, generado por el pensamiento del Padre desde

toda la eternidad, se ofreció libremente en el sacrificio de la cruz. Siendo el Hijo Unigénito Él podía no sufrir, no morir, porque podía darle a su humanidad toda la gloria y el poder divinos que como Hijo poseía desde siempre. Pero Él, libremente, para compartir nuestros dolores, ha querido esconder su gloria y ha querido sufrir en el Calvario en su humanidad santa.

Jesús se ha ofrecido en la cruz hace dos mil años, pero, siendo Él Dios eterno, sus acciones, cumplidas a través de su humanidad, tienen un poder y un alcance infinitos, por eso tienen el poder de atravesar todos los tiempos, toda la historia.

Desde la Pascua de Jesús, nuestro tiempo humano, desde el inicio hasta el último día de la historia humana, ha sido atravesado, penetrado, informado, por la eternidad, por el poder salvífico de Jesús.

Por eso el tiempo que vivimos es un tiempo de salvación, un tiempo en el cual se ofrece la salvación y un tiempo que debemos ocuparlo para salvarnos.

El evento pascual de Jesús, su muerte y Resurrección, nos alcanzan, con su poder salvífico, en nuestro tiempo.

En Jesús, con Jesús, a través de Jesús, el Dios Eterno ha entrado en el tiempo. El tiempo, las horas, los minutos, los segundos, son de esta manera un tiempo de gracia para alcanzar la salvación.

Esto, que es válido para todo tiempo, es sobre todo válido en la Misa: en ella se hace presente, en nuestro tiempo, el Dios eterno Jesús, sobre el altar; Él, que es la eternidad subsistente, irrumpe en nuestra temporalidad en la Eucaristía, porque la Misa es la renovación, en el tiempo, en manera sacramental, del único sacrificio en cruz realizado hace dos mil años en el Gólgota.

La cercanía de la eternidad con el tiempo, el ingreso y la irrupción del tiempo en la eternidad y de la eternidad en el tiempo, la presencia de la eterniad en nuestro tiempo, es algo que pertenece al hombre por ser unidad substancial de cuerpo y alma, de materia y espíritu, según Santo Tomás: el hombre es el confín del tiempo y la eternidad532.

Sin embargo, la presencia de la eternidad en el tiempo y de éste en la eternidad, se hace más viva e intensa con una vivacidad y una intensidad que están ausentes fuera de la misa: particularmente en la misa se hace presente la eternidad substancial, porque se hace presente Jesús, segunda persona de la Trinidad, Dios subsistente y eterno que por su misma subsistencia en acto es su misma eternidad533. Se hace presente en la Misa, en la Eucaristía, irrumpiendo en nuestra temporalidad, la eternidad personificada, el Verbo del Padre, Jesucristo.

Esto se verifica principalmente en el momento de la consagración, porque este es el momento en el cual estamos verdadera y misteriosamente presentes delante del Señor. La consagración es el momento principal del sacrificio de la Misa porque es el momento en el cual se realiza la actualización del sacrificio en cruz de Jesús. El pan y el vino se vuelven cuerpo y sangre de Jesús, se consagran separadamente para indicar

532 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Contra Gentiles, II, 68, 5: “El alma intelectual es cierto horizonte y confín entre lo corpóreo y lo incorpóreo en cuanto es sustancia incorpórea y no obstante forma del cuerpo”.533 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Contra Gentiles, L. 1. C. 15.

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precisamente que se trata de un sacrificio verdadero y propio donde la muerte de la víctima implica la separación del cuerpo y de la sangre.

En cada Misa subimos al Calvario, de manera misteriosa, mística pero no por eso menos real; somos hechos testigos, partícipes activos de la crucifixión de Jesús.

Debido a que la muerte de Jesús ha sido nuestra liberación, su Pascua, su Paso de esta vida hacia el Padre, de la muerte a la Resurrección, la Misa es la muerte pero también la Pascua, la Resurrección de Jesús. Y así nosotros no comemos el Cuerpo y la Sangre de un muerto: comemos, bajo la apariencia del pan, el Cuerpo y la Sangre de Jesús resucitado.

Comemos el Cuerpo de Jesús, pero es en realidad Jesús quien nos incorpora a su Cuerpo Místico. Hacemos memoria, actualizamos y anunciamos proféticamente: he aquí presentes, el pasado, el presente y el futuro, en el momento eterno de la Misa.

En el Calvario se cumple nuestra redención, nuestra salvación. Por eso en la misa, subiendo al Calvario, vivimos, en el tiempo, la actualización de nuestra salvación. Desde la cruz, Jesús continúa llamándonos, como hizo con sus discípulos, en la misa. Abramos, en el tiempo de la misa, el pensamiento y el corazón, a su llamada eterna.

Es el memorial que actualiza el sacrificio de Cristo

Jesús nos dijo que hiciéramos lo que Él hizo en la Última Cena, “en memoria” suya. Quiere decir que nosotros en la Misa hacemos “memoria” de lo que hizo Jesús. ¿Cómo es esta “memoria”? ¿Qué queremos significar, o mejor, qué quieren decir las palabras de Jesús “Haced esto en memoria mía”? ¿Qué es la Misa, “memorial” de Jesús? ¿Qué sucede en la Misa? ¿Hay algo más allá de lo que visiblemente ven nuestros ojos? Sabemos que el elemento visible de este “memorial” es el hecho de asistir a una ceremonia litúrgica, el realizar un acto ritual, el confeccionar un sacramento, la Eucaristía. Pero, ¿cuál es su realidad última?¿Algo sucede bajo lo visible, realmente, o el hecho de que sea un “memorial” significa que nosotros hacemos lo que hacemos solo en “memoria” de Cristo, y que por lo tanto sólo lo tenemos presente en nuestra memoria psicológica, en nuestra imaginación?

Nos puede servir de aproximación para la respuesta a nuestras preguntas el considerar lo que era figura y representación de la Iglesia, el Pueblo Elegido, para, a partir de allí, intentar responder. En el Antiguo Testamento los hebreos poseían sus sacramentos, figuras que anticipaban nuestra economía sacramental. Celebraban la Pascua, que en sus orígenes era una fiesta anual de pastores nómadas para la bendición del rebaño, y luego de la salida de Egipto simboliza de modo inseparable este hecho, representando la Pascua desde entonces el evento central de la historia de Israel.

Israel “hace memoria” de este evento, pero el “hacer memoria” no es un simple recordar los hechos del pasado. Celebrar la Pascua para Israel es actualizar en el presente la portada única de aquella acción salvífica cumplida por Yahveh en favor suyo. Esto es lo que se desprende de Deuteronomio 6, 20-24, donde el hijo le dice al padre: “¿Por qué esta noche es distinta de las demás?” El padre, lejos tal vez cientos y cientos de años de la salida de Egipto, dice: “Nosotros éramos esclavos... el Señor nos hizo salir”. El rito pascual tiene para Israel esta eficacia: hace del pasado un “hoy”, porque las acciones de Dios realizadas en el pasado se perciben en el “hoy”. El Señor ha cumplido su maravillosa obra de liberación hace miles de años, pero su obra de salvación se hace presente en el “hoy” de los hebreos liberados. En el gesto ritual se revive el pasado, en el “ya” presente, y es también una invitación a dirigir la mirada

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hacia la futura intervención salvífica que Yavé debe cumplir todavía en favor de Israel534.

Sin embargo, la Pascua hebrea es un memorial que, aunque no se trata de un simple recuerdo, pretende actualizar el hecho salvífico de Dios cumplido en el pasado, el hecho salvífico mismo no se hace presente porque esta Pascua es nada más que una figura de la Pascua de Cristo.

Sólo después de la Encarnación, muerte y Resurrección del Verbo y la consecuente inauguración de la nueva economía sacramental, es que los sacramentos actualizan, hacen presente, -en la realidad celebrada y no ya sólo en la memoria psicológica del que celebra, como sucedía en la Pascua hebrea-, cada vez que son celebrados, el misterio pascual de Jesús.

Es decir, sólo con Jesús, Verbo eterno humanado, que inaugura la nueva economía sacramental, es que los sacramentos –ahora sacramentos de la Nueva y Eterna Alianza, sellada con su Sangre-, no son meras figuras de la Pascua de Cristo, sino que son ellos mismos la Pascua de Cristo.

El misterio del evento salvífico de Cristo es actualizado cada vez que estos sacramentos son celebrados, porque los sacramentos de la nueva economía de la salvación no sólo hacen memoria del pasado, sino que actualizan535, en el “hoy” nuestro, hacen presente, en su realidad substancial, en nuestro tiempo terrestre, separado por dos mil años de distancia del evento histórico de la Pasión del Señor, su misma Pasión, su misma Persona.

Esto es posible porque Cristo es Dios y por eso es eterno; en cuanto Dios, es la misma eternidad subsistente536 que obra en el tiempo por medio de su humanidad como instrumento, pero que está más allá del tiempo, penetrando con su eternidad todo tiempo, sobrepasando con su eternidad todo límite de tiempo y de espacio. Por eso, por el hecho de ser Dios eterno, las acciones de Cristo, si bien cumplidas en el tiempo y por eso sujetas a lo efímero y contingente de toda acción humana, al mismo tiempo, superan los límites espacio-temporales, alcanzando todo tiempo y todo lugar, y esto se verifica, para nosotros en la celebración de los sacramentos, que son su humanidad a través de la cual Él obra: “la presencia de la eficacia divina está en grado de alcanzar todo lugar y todos los tiempos, y es operante en el sacramento por la acción de Cristo”537.

Cada vez que celebramos los sacramentos –el principal de todos, la Eucaristía en la Misa- vivimos en acto la acción salvífica de Cristo de manera sacramental. Por eso la Misa es el memorial del sacrificio de Cristo, un memorial que actualiza y hace presente en nuestro “hoy”538, en su realidad substancial, la Pasión de Cristo. La liturgia actualiza el misterio pascual de Cristo en su totalidad, la Eucaristía es la Presencia en Acto de Cristo en Persona.

En cada misa, memorial de la Pasión de Cristo, vivimos en acto, participamos, verdadera y realmente, en manera misteriosa pero real, de la Pascua de Cristo, de su muerte y Resurrección. En cada Misa subimos al Calvario.

Es el misterio de la eternidad de Cristo

534 Cfr. Rocchetta., o. c.535 Cfr. Casel, o. c.536 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, 10, 2. Cfr. I Sent., d. 19, q. 2, a. 1; C.G., I, c. 15; De Pot. q. 3, a. 17, ad 23; Comp. Theol. I, c. 5.537 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, III, q. 56, a. 1.538 Cfr. Casel, o. c.

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Debido a que Cristo es Dios –porque su persona es la persona del Verbo de Dios, la persona que en la Trinidad procede del Padre, recibiendo del Padre la naturaleza divina-, en Él se identifican su ser divino simplicísimo, perfectísimo, y la eternidad: Él es su misma eternidad, como dice Santo Tomás539. Pero también es Hombre verdadero, real –sin pecado, pero con una humanidad real, con cuerpo y almas reales- que nació en el tiempo, por obra del Espíritu Santo, de María Virgen.

Como Hombre-Dios, Jesucristo se hace presente en la Misa como Sacerdote, como Altar y como Víctima.

Al encarnarse la persona del Verbo, Cristo realiza ya una acción sacerdotal, porque toma a su naturaleza humana como la ofrenda pura que será ofrecida en el altar de la cruz. Por eso Cristo es Víctima, una Víctima Pura y Santa, por el contacto intimísimo de su humanidad con la divinidad del Verbo, quien le transmite toda su gloria divina.

Pero también es Sacerdote, porque es el Logos el que pronuncia las palabras de la consagración a través del sacerdote ministerial, produciendo la transubstanciación.

Es también Altar santo, el ara santa donde se realiza la consumación del sacrificio.

Cristo, Sacerdote, Altar y Víctima; Verbo Eterno, engendrado eternamente del Padre, Dios eterno, y al mismo tiempo, Hombre perfecto, nacido en el tiempo.

El misterio de Cristo, Dios eterno, está delante de nuestros ojos en el altar. Misteriosamente renueva su sacrificio, entregando su cuerpo y derramando su sangre, ofreciendo su vida por nosotros en el altar de la cruz y en la cruz del altar, pero al mismo tiempo, resucitando y dándonos de comer y de beber su carne y su sangre gloriosas, resucitadas.

Cristo es el misterio del Ser Eterno de Dios hecho visible a los hombres por medio de su naturaleza humana, presente con su eternidad de Dios en el tiempo humano de la misa –presente con su eternidad todo el tiempo que duran las especies eucarísticas-, vivo, real, en persona, delante nuestro, escondido en lo que era pan y ahora es sólo apariencia de pan que encierra la Presencia divina, su Presencia. Presente en la renovación de su muerte y en la actualización de su Resurrección, porque a Él en persona –y de Él- proclamamos luego de la consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección”.

“Anunciamos tu muerte”. Jesús se hace presente en la Misa como en el Calvario, porque es la renovación sacramental de su sacrificio en la cruz, es el mismo sacrificio de la cruz: el sacrificio de la Misa “coloca”, por así decir, sobre el altar, al Cristo del Calvario, al drama del Gólgota, al mismo Cristo y al mismo drama que María Virgen tenía delante de sus ojos. Tal es así que comemos su Carne y bebemos su Sangre, en un sentido real y verdadero, no imaginario o simbólico. Es verdad que no se trata de carne y sangre tal como se encuentran la carne y la sangre en el estado terreno-temporal, porque se trata de la Carne y de la Sangre del Cordero de Dios, es decir, una Carne y una Sangre glorificadas, espiritualizadas, divinizadas, hechas santas y puras por el contacto y la inhabitación de la Persona divina de Dios Hijo, pero es Carne y Sangre verdaderas y reales, Carne y Sangre del Hombre-Dios, resucitado y glorificado. Es Carne y Sangre reales, humanas; no es un simbolismo decir: “Bebemos la Sangre de Jesús”: Santa Gema Galgani sintió la boca llena de sangre luego de comulgar.

El Cuerpo y la Sangre de Cristo sobre el altar son, en la realidad, el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Calvario.

539 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, 10, 2. Cfr. I Sent., d. 19, q. 2, a. 1; C.G., I, c. 15; De Pot. q. 3, a. 17, ad 23; Comp. Theol. I, c. 5.

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“Proclamamos tu Resurrección”. Cristo, Sacerdote, Altar y Víctima, se hace presente en la Misa. Su Presencia no es una mera presencia psicológica, no es un recuerdo, no depende de la fe de los participantes, ni de la asamblea, ni de los participantes.

Se hace presente en la realidad de su Ser Eterno, en su realidad de Víctima Inmolada que está delante del Padre, como sacrificio agradable y santo, que desprende el suave perfume de la divinidad, por toda la eternidad. Se hace presente en la misa en la realidad de su humanidad gloriosa, tal como está ahora en los cielos, delante de Dios, adorándolo y glorificándolo por la eternidad540.

En la Misa, Cristo, Dios eterno, se hace presente como en el Calvario, se hace presente como en el Cielo, y nosotros, seres humanos que vivimos en el tiempo, nos unimos en el tiempo a Él por la Eucaristía, y en la Misa somos hechos partícipes de su muerte y de su Resurrección, somos transportados en manera mística pero real, a los pies de la cruz, comemos su carne y bebemos su sangre y somos unidos a Él en su eterna acción de gracias a la Trinidad, es decir, anunciamos su muerte y proclamamos su Resurrección. La Misa es participación de su muerte y de su resurrección de manera real y directa, no imaginaria o psicológica.

Muerte en el Calvario, Resurrección gloriosa en los Cielos, he aquí el misterio de la Presencia real del Ser eterno de Cristo en el misterio de la Misa.

Es el misterio sacrificial

¿Qué es la Misa? Si alguien nos hiciera esta pregunta, podríamos dar varias respuestas: podríamos decir que es el acto litúrgico principal de la Iglesia Católica o que es una ceremonia litúrgica en donde se rinde homenaje a Dios; podríamos decir que es un lugar en donde gente de buena voluntad viene a rezarle a Dios y a pedir por lo que necesita.

Para responder a la pregunta sobre qué es la Misa podríamos también describir sus partes, para formarnos una idea de qué cosa es: la entrada, el desarrollo, la consagración, la comunión, la salida; podríamos enumerar y describir a los participantes: el o los sacerdotes que presiden, los fieles que asisten; podríamos también describir los componentes principales: el altar, el ambón, los elementos que se utilizan, el cáliz, las hostias, el pan, el vino, el agua. Podríamos describir también las oraciones y los gestos litúrgicos.

Podríamos responder de todas estas maneras, y sin embargo, no estaríamos diciendo qué es la Misa.

Es verdad que la Misa es el acto litúrgico más importante de la Iglesia Católica, que en torno a ella se reúnen personas de buena voluntad para rezarle a Dios, que tiene todos esos componentes y esas partes que hemos enumerado, pero la Misa es algo infinitamente más grande y misterioso que todo eso.

La Misa es un misterio sobrenatural: decir que es un misterio quiere decir que dentro de la realidad sensible que se ve hay una realidad invisible, sobrehumana, que no se ve, y es la realidad del misterio pascual de Jesús. La misa contiene, dentro de lo que se ve, algo invisible, oculto, misterioso, imposible siquiera de ser imaginado por quienes asisten a ella, y es la vida toda de Jesús, principalmente, su sacrificio en la cruz.

En la misa se contiene el sacrificio de la cruz, está Cristo realmente crucificado, bajo el aspecto sacramental, pero está en la cruz como estuvo en el Calvario hace dos mil años. La misa es el sacrificio en cruz de Jesús, es el acto litúrgico por el cual Jesús,

540 Cfr. Scheeben, o. c.

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misteriosamente, se hace Presente entre nosotros con todo su misterio pascual, desde la encarnación hasta la Resurrección, pero principalmente se hace Presente con su cruz.

La Misa contiene todo el misterio pascual de Jesús, invisible, pero real. Para nosotros, la Misa debe ser el seno del Padre en la eternidad que se hace

presente en el tiempo; debe ser Belén, porque el Hijo de Dios actualiza su encarnación como Pan de Vida eterna; debe ser el Monte Tabor, porque Cristo aparece glorioso y luminoso; debe ser la Última Cena, porque comemos la carne del Cordero del Apocalipsis, asada en el fuego del Espíritu Santo; debe ser, ante todo, el Calvario, porque Cristo se hace Presente en la cruz del altar así como estuvo Presente en el altar de la cruz, en el Calvario; debe ser la losa de la Resurrección, porque Cristo está en la Hostia consagrada resucitado.

La respuesta última, interior, sobrenatural, secreta, que permite ver lo invisible que se esconde detrás de lo visible la da el Espíritu Santo.

“Otro ángel vino y se puso junto al altar con un incensario de oro. Se le dieron muchos perfumes para que, con las oraciones de todos los santos, los ofreciera sobre el altar de oro

colocado delante del trono”(Ap 8, 3).

VI. 2. Sobre la Exaltación y Adoración de la Santa Cruz

Ubicada dentro del calendario litúrgico se encuentra la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, y esto nos plantea una doble pregunta.

¿Por qué celebrar una “fiesta” por la cruz? Y como si no bastase solo la fiesta, además, “exaltamos” la cruz. ¿Cómo se puede “exaltar” la cruz?

La respuesta a estas preguntas se torna difícil o casi imposible cuando recordamos el uso que de la cruz se hacía en la Antigüedad.

La cruz era un instrumento de tortura, utilizado por los romanos para amedrentar, humillar, castigar a quienes cometían delitos, o a quienes se sublevaban contra el imperio, al tiempo que servía de público aviso para que estuvieran advertidos aquellos que pretendían atentar contra la ley o contra el emperador.

Al saber esto, un no-cristiano podría, extrañado, preguntarnos el porqué de nuestra “celebración” y “festejo litúrgico” de la cruz, y estaría justificado en su extrañeza porque a los ojos del mundo, como ya dijimos, la cruz es un instrumento de

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escarnio, de humillación, de tortura, de muerte; es el lugar reservado a los criminales, a los que han cometido delitos; es el instrumento para la muerte más atroz que se pueda concebir para un ser humano. Y es tan cruel, que ha sido dejado de lado, incluso por aquellos que aplican penas crueles.

Al hacer estas consideraciones acerca del origen de la cruz, las preguntas de porqué hacer “fiesta” de la cruz, y por qué “exaltar la cruz”, se presentan todavía con más fuerza: ¿por qué exaltar un instrumento de muerte, de tortura, de humillación, de castigo? ¿Cómo exaltar un leño cubierto de sangre, producto de una muerte brutal y humillante? ¿No es acaso un signo de barbarie inaudita, que repugna al hombre civilizado de hoy? La cruz da muerte la vida, trae dolor y tristeza, es imposible compaginar cruz y vida, ¿cómo puede la cruz convertirse en fiesta?541

La respuesta se hace urgente sobre todo en nuestro tiempo, la post-modernidad, caracterizada por el triunfo de la razón y de la ciencia, que pretenden explicarlo todo y que aparentan tener respuesta para toda pregunta del hombre de hoy.

Pero precisamente no podemos contestar a estas preguntas con la razón científica, porque si así lo hacemos, corremos el riesgo mortal de errar el camino al cielo, tanto para nosotros, sacerdotes, como para los fieles.

No puede un sacerdote responder a estas preguntas con una mente fría, racionalista, lógica, y no porque la respuesta sea irracional, sino porque la respuesta es supra-racional, y por este motivo, no se encuentra ni en la mente humana ni en la inteligencia angélica, sino en el mismo Dios, que cuelga de la cruz.

La clave para entender el por qué de la Fiesta de la Exaltación de la Cruz nos la da la Palabra de Dios: “…nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 23-24).

“Verán a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”(Jn 1, 51)

Vista con los ojos del mundo, la cruz parece precisamente eso: escándalo y necedad.

Sin embargo, como cristianos, no podemos ver nunca a la cruz -y a Cristo crucificado en ella- con los ojos del mundo, de la razón, de la lógica; sino con la luz de la fe, única manera no de entender el misterio que ella nos presenta, porque es un

541 Cfr. CASEL, O., El misterio de la cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 146.

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misterio sobrenatural, incomprensible, sino al menos de contemplarla en el silencio de la meditación, para que sea Cristo mismo quien nos dé la respuesta.

Es en esta contemplación de la cruz en donde encontramos el sentido de esta frase de la Escritura: Dios “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5), y en la cruz, por su omnipotencia divina, y por su infinito amor, hace nuevo todo, convirtiendo la cruz, de instrumento de humillación, en escuela de humildad; de instrumento de tortura, en lugar de delicias; de cadalso que conduce a la muerte, en portal de vida eterna y de feliz eternidad. Cristo Dios transforma la cruz con su poder y la convierte, de lugar de humillación del hombre, en árbol victorioso de triunfo sobre sus enemigos, y es por esto por lo cual celebramos la cruz.

Haciendo estas consideraciones, podemos ahora sí, con la luz de la fe, formular nuevamente las preguntas del inicio, con la seguridad de encontrar las respuestas: ¿por qué hacer fiesta a la cruz? ¿Por qué exaltar la cruz?

Porque en la cruz Jesús cambia su sentido original de castigo en señal de victoria, tal como nos lo dice San Josemaría: “En la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria”542. El Hombre-Dios convierte todo con su poder, y no solo restaura lo que el hombre ha arruinado, sino que le da un nuevo sentido, radicalmente distinto: antes, era lugar de castigo; ahora, es emblema de victoria.

¿Por qué exaltar la cruz?Porque el que está en ella crucificado es Dios todopoderoso, quien convierte,

con su poder y con su sabiduría, con su amor y con su misericordia, el instrumento que los hombres habían ideado para dar muerte, en instrumento de salvación, de perdón, de redención y de misericordia, y en fuente de vida y de vida eterna al vencer con su muerte a la muerte para siempre543.

¿Por qué exaltar la cruz?Porque en la cruz Jesús, Dios infinitamente bueno e infinitamente perfecto en la

simplicidad de su Ser divino convierte con su bondad y con su humildad al instrumento de humillación en fuente de humildad para el alma, porque es la cruz en donde son vencidos para siempre, con la humildad de Dios Hijo encarnado, la soberbia y el orgullo, frutos de la participación al pecado en los Cielos del ángel caído.

¿Por qué exaltar la cruz?Porque en la cruz Cristo cambia el instrumento de tortura y de odio, en fuente de

serenidad y de amor para el alma que se le acerca.Porque en la cruz, el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo ofreció el supremo

sacrificio de sí mismo. Porque la cruz es el cayado del Buen Pastor, del Pastor eterno, Jesucristo, que

desde su Cielo eterno desciende al mundo para ahuyentar al oscuro lobo infernal, que quiere arrebatarle las ovejas de su propiedad, las almas compradas al precio de su sangre.

Porque la cruz, con Cristo crucificado, es la Puerta que conduce al Cielo, a la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas, y quien pasa por esta puerta que es la cruz, alcanza la vida eterna y la salvación: “Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto” (Jn 10, 9).

Porque la cruz es el lugar de la revelación de la divinidad de Jesucristo: “Cuando levantéis al Hijo del hombre en alto, sabréis que Yo Soy” (cfr. Jn 8, 21-30). El “Yo Soy”, nombre con el cual los israelitas conocían a Dios, se lo aplica Jesús a sí mismo, revelándose de esta manera como Persona divina, la Segunda de la Santísima Trinidad, pero este conocimiento es infundido al alma en la contemplación de Cristo crucificado,

542 Via Crucis, II estación, n. 5.543 Cfr. Casel, o. c., 176ss.

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de sus llagas abiertas y de su sangre efundida. En la contemplación de la cruz, el alma recibe la luz de lo alto que le concede un conocimiento imposible de ser alcanzado por razonamientos humanos: Cristo crucificado es Dios Hijo en Persona.

¿Por qué exaltar la cruz?Porque en la cruz fue derrotado el infierno;Porque en la cruz fue vencido el mundo;Porque en la cruz fue destruida la carne;Porque en la cruz nacimos a la vida de hijos de Dios;Porque en la cruz se nos dio a la Virgen por Madre;Porque en la cruz el Hombre-Dios entregó su Cuerpo y derramó su Sangre por

nosotros;Porque en la cruz se borraron nuestros pecados, con la Sangre del Cordero de

Dios, y fuimos hechos hijos de Dios;Porque en la cruz se abrió para los hombres algo infinitamente más grande que

el cielo, el Corazón del Salvador, de donde se derramó sin límites el océano infinito de Amor eterno en él contenido;

Porque de la cruz salió la luz eterna de Dios Trino, que iluminó los cielos, la tierra y el infierno;

Porque en la cruz triunfó para siempre el Amor divino;Porque por la cruz se nos entrega en Persona Dios Hijo;Porque en la cruz fueron borrados nuestros pecados para siempre y se nos

concedió la gracia, que nos hace participar de la vida, de la alegría y de la compañía de las Tres Divinas Personas.

Porque la cruz está empapada en la Sangre del Cordero de Dios;Porque por la cruz todos los hombres de todos los tiempos son atraídos a la

contemplación de Dios, y esta atracción se da particularmente en la Iglesia, en la Santa Misa: “Cuando sea levantado en alto atraeré a todos hacia Mí” (cfr. Jn 12, 20-33). En la plenitud de los tiempos, los griegos son atraídos por Jesús, Dios verdadero, a quien buscan para adorarlo; al fin de los tiempos, todos los hombres de todos los tiempos serán atraídos por la fuerza omnipotente del Hombre-Dios, que se irradiará desde la cruz hacia las almas y las llevará hacia sí; en el tiempo sacramental de la Iglesia, los hijos de Dios son atraídos por la fuerza de la cruz del altar, para adorar al Cordero de Dios que se inmola por todos.

Porque en la cruz el alma, sedienta de Dios a causa de haberse alejado de Él por el pecado, puede calmar esta sed bebiendo del manantial de la divinidad, el Corazón traspasado del Salvador.

Porque así como los israelitas en el desierto, al ser mordidos por las serpientes venenosas, se curaban con la serpiente de bronce elevada por Moisés, así los cristianos, el Nuevo Pueblo elegido que peregrina por el desierto de la historia humana hacia la Jerusalén celestial, es curado de las llagas supuradas de sus almas, producto del mal que anida en su corazón –“Es del corazón del hombre de donde salen las maldades”, dice Jesús (cfr. Mc 7, 14-23)-, y producto también de las mordeduras de la serpiente, la misma que tentó a Adán y Eva, en la contemplación de Cristo crucificado, porque sus llagas, de donde brota su sangre a raudales, son la medicina de este Médico celestial, con la cual cura toda fiebre de posesión, toda lujuria, toda avaricia, toda sed de poder, en suma, todo mal que pueda aquejar al hombre.

En la cruz Jesús cura nuestra fiebre de poseer bienes materiales, porque nos enseña la pobreza de la cruz: nada tiene de bienes materiales, y lo que tiene le ha sido prestado por Dios Padre para que lleve a cabo la redención de los hombres: los clavos, la corona de espinas, el leño de la cruz, el letrero que indica que es Rey.

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En la cruz Jesús cura nuestra tendencia a la rebeldía y a la desobediencia, ecos de la rebeldía y desobediencia en los Cielos y en el Paraíso, iniciadas por el ángel apóstata, y continuadas en el Paraíso por Adán y Eva, porque Jesús crucificado obedece a la voz amorosa del Padre hasta la muerte, y la muerte más ignominiosa y humillante que pueda existir.

En la cruz Jesús cura la concupiscencia carnal al inmolar su carne purísima, santísima, y dejar que sus manos y sus pies sean traspasados por gruesos clavos de hierro, para que la humanidad unida a Él en el sacrificio de la cruz adquiera una pureza superior a la de los ángeles, porque a quien se une a Él en la cruz, lo hace partícipe de su propia santidad y pureza.

Los ángeles adoran la cruz en los cielos(Gustavo Doré)

¿Por qué exaltamos la cruz?Porque en ella Jesucristo, que es el Dios Tres veces Santo, que es el Dios Fuerte,

que es el Dios Inmortal, nos comunica su santidad, su fortaleza y su inmortalidad, aunque no parece ni santo, ni fuerte, ni inmortal.

No parece santo porque es crucificado en medio de dos malhechores, y Él mismo es condenado –injustamente- como un malhechor, como un blasfemo, como un rebelde. Y sin embargo, Él es el Dios Tres veces Santo, el Dios “fuente de toda santidad”, como reza la Plegaria eucarística II, y como tal, comunica su santidad y le da de beber de su divinidad a quien se le acerca.

No parece fuerte porque en la cruz aparece como la expresión máxima de la máxima debilidad y del fracaso: aparece abandonado por sus discípulos y por todos aquellos a los que había favorecido con sus milagros; aparece traicionado, golpeado, insultado, coronado de espinas, flagelado. A los ojos de los hombres, aparece como un “rabbí” hebreo, como un maestro hebreo de religión que ha fracasado en su intento de iniciar una nueva religión, y ha sido abandonado por todos, incluso hasta por Dios, según sus mismas palabras: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46); aparece como un hombre fracasado, abandonado por todos, acompañado solo por su Madre que parece ser tan débil como Él, pues la inunda el llanto. Y, sin embargo, Jesús en la cruz es Dios omnipotente, ante cuya ira los ángeles tiemblan, pero que se nos

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acerca no en su justa ira, sino precisamente, como un hombre vencido, fracasado y abandonado, para que no tengamos miedo de acercarnos a Él.

No parece inmortal porque muere realmente, en su cuerpo real, físico: “Jesús, dando un fuerte grito, expiró” (Mt 27, 50), y su cuerpo llagado, herido, golpeado, frío con el frío de la muerte, que expresa la ausencia del calor vital, es llevado en procesión fúnebre hasta el sepulcro nuevo de José de Arimatea para ser sepultado. Pero Jesús es el Dios Viviente, que desde la cruz y desde la Eucaristía comunica su vida, no una vida natural, sino la vida divina misma de la Trinidad, la vida eterna: “Yo Soy el Pan vivo bajado del Cielo (Jn 6, 51), “El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día” (cfr. Jn 6, 54).

Exaltamos la cruz porque desde ella se derramó sobre la humanidad el torrente inagotable de Misericordia Divina, al ser traspasado el Corazón del Salvador.

Porque si bien en la tierra la cruz es de madera, en los Cielos es de luz celestial, rodeada de miríadas y miríadas de ángeles de luz.

Finalmente porque en la cruz fue donde recibimos la gracia de ser hijos adoptivos de Dios, y fue en la cruz en donde nos adoptó, como hijos de su Corazón, la Madre de Dios, y fue en la cruz en donde comenzamos a tener una Madre celestial (cfr. Jn 19, 27).

Por todo esto exaltamos la cruz, y como hijos de Dios -y como participantes del sacerdocio de Jesucristo, tanto los que participan de su sacerdocio ministerial como los que participan del sacerdocio bautismal- nos gloriamos en ella, como dice la introducción a las fiestas de la Santa Cruz y de Semana Santa, inspiradas en Gálatas 6, 14: “Debemos gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, en quien está nuestra vida”.

Y todo esto por lo que celebramos la cruz, se renueva cada vez en la Santa Misa, en la Eucaristía, y por eso también celebramos, festejamos y exaltamos la Eucaristía.

VI.3. La Eucaristía

La Eucaristía es el maná del altar que comunica la vida eterna

“Yo Soy el Pan que da la vida eterna” (cfr. Jn 6, 44-51). Jesús le trae a la memoria al Pueblo Elegido el prodigio realizado por Yahvéh en el desierto, el maná del cielo. Ellos lo tenían como a un pan venido del Cielo, que los había milagrosamente salvado de morir por inanición; el pan del desierto, el maná, les había dado la vida. Pero Jesús les hace ver que es solo una figura de otro pan, el que da la vida verdadera. Solo metafóricamente puede decirse que el maná les dio vida; en realidad, como pan material, solo les ayudó a conservar una vida, la vida terrena y humana, ya que en sí mismo, el maná, un pan milagroso, es solo pan, constituido por moléculas materiales inertes. Solo metafóricamente se puede decir que el maná –o el pan cotidiano-, dan vida, porque lo que hacen en realidad es ayudar a conservar y a prolongar la vida que ya poseemos, sin darnos nada más.

Jesús nos dice ahora cuál es el verdadero pan, el pan bajado del cielo, que sí concede una vida nueva, la vida eterna: su cuerpo resucitado.

Concede una vida nueva, la vida eterna, la misma vida de Dios Trino, que es la eternidad en sí misma. Jesús es el mismo Yahveh que antes les había dado un pan material, para salvarlos de la muerte, y ahora se entrega, personificado en el Hijo, Él

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mismo, no como un pan material para salvarlos de una muerte terrena sino como Hombre-Dios resucitado que comunica una vida nueva, la vida eterna de Dios Trinidad. Este Pan que es Jesús resucitado sí da una vida nueva; no se limita, como el pan material, inerte, a mantener la vida que ya poseemos, sino que da una vida nueva, totalmente distinta, superior e infinitamente majestuosa, que es la vida de Dios Uno y Trino. El verdadero pan bajado del cielo, el maná del altar, hace vivir, al que lo consume en gracia, la vida de la Trinidad, la vida misma de Dios Trino, lo hace participar de la vida de las Tres Divinas Personas. La vida que comunica el maná del altar no solo da fuerzas para atravesar el desierto, que es el tiempo y la vida humana, sino que concede ya, en germen, la Jerusalén celestial, la vida feliz en compañía de las Personas de la Trinidad, el Cielo, en la Tierra y en el corazón humano.

“Yo Soy el Pan que da la vida eterna”. Esta vida eterna nos llega mediante la unión con Él – nos unimos verdaderamente a Él porque está Él con su Cuerpo, con todo su Ser divino y su alma divinizada en el Pan del altar-, que es el Hijo natural de Dios; es la vida que pasa del Padre al Hijo y de Él a todos aquellos que mediante la fe o la Eucaristía se le unan.

Es una vida sobrenatural, que se infunde al alma desde arriba, desde el seno de la divinidad, y como la vida de la divinidad es la vida eterna, entonces se infunde en la Eucaristía la vida eterna de Dios Trino544, la vida del Hombre-Dios.

“Yo Soy el Pan que da la vida eterna”. La enormidad del misterio que encierran estas palabras es tan grande que ni aún recibiendo la vida eterna, ni viviendo en Dios por la eternidad, llegaremos a comprender y apreciar la magnitud del don recibido en la comunión.

La Eucaristía es el corazón de la Iglesia

De entre todos los órganos del hombre, el más noble es el corazón. Gracias a la actividad cardíaca todo el cuerpo tiene vida, porque el corazón es quien distribuye la sangre por todo el organismo, y la sangre es la que da vida, con sus nutrientes y con su oxígeno, a cada órgano que llega. Sin el corazón el cuerpo se muere, porque no le llega la sangre que es vital para los tejidos y para los órganos. El corazón, por lo tanto, ocupa un lugar central en el cuerpo humano, y ejerce una función insustituible, indispensable para vivir.

En la Iglesia, el mismo lugar central que ocupa el corazón en el cuerpo lo ocupa la Eucaristía y la misma función de dar vida que ejerce el corazón en el cuerpo la ejerce la Eucaristía en la Iglesia: así como el corazón da vida al cuerpo, así la Eucaristía da vida a la Iglesia.

La función del corazón, en la Iglesia, es cumplida por la Eucaristía, porque la Eucaristía es el corazón de la Iglesia: así como del corazón parte la sangre que da vida al cuerpo, así de la Eucaristía parte la sangre del Cordero, que da vida al cuerpo de la Iglesia; así como el corazón distribuye la sangre por todos los miembros del cuerpo, así la Eucaristía distribuye la gracia por todos los miembros de la Iglesia, los bautizados; así como del corazón parte la arteria que conduce la sangre a todo el organismo, así de la Eucaristía parte la gracia que da vida a todos los miembros de la Iglesia.

El corazón late, y con cada latido los órganos reciben nutrientes, oxígeno y vida; la Eucaristía, que es el corazón de la Iglesia, late con la fuerza del Amor divino, y en cada latido da la gracia, que da vida ,a quien la recibe, porque nutre al alma con la substancia humana y divina del Hombre-Dios.

544 Cfr. Scheeben, Los misterios, 708.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

Al recordar la devoción del Sagrado Corazón, vemos cómo, con esta devoción, la Eucaristía ocupa ese lugar central del que hablamos.

Jesús se apareció a Santa Margarita María de Alacquoque y le dio la devoción al Sagrado Corazón, pero no le dio su Corazón, y luego se fue, dejándola sola, porque era una aparición; para con su Iglesia, Jesús muestra un amor infinitamente más grande: nos da su propio Corazón en la Eucaristía, y no se va, ni nos deja solos, porque se queda dentro del que lo consume en el Pan del altar: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en Mí, y Yo en él”.

Jesús dio a Santa Margarita una imagen de su Sagrado Corazón; Jesús le da a la Iglesia no una imagen de su corazón, sino su Corazón mismo en la Eucaristía.

La Eucaristía es el misterio central de la fe católica, centro del universo creado, espiritual y físico, y origen y raíz de todos los misterios divinos revelados a los hombres.

La Eucaristía encierra la fuente de los misterios divinos, tanto el de la Trinidad como los de la Encarnación, Pasión, muerte y Resurrección de Cristo, Verbo Encarnado y por esto es la Fuente divina de donde surge la revelación de los maravillosos e insondables misterios de la constitución íntima de Dios como Trinidad de Personas y de la encarnación del Hijo para la salvación de los hombres.

Porque la Eucaristía es la Persona divina del Verbo, encarnado y presente con su divinidad y su humanidad gloriosa, escondido bajo el aspecto de pan, es decir, por ser Cristo, la Eucaristía es el centro del universo, espiritual y físico; es el centro del cual no sólo se irradia la luz divina que alcanza e ilumina con sus rayos la infinidad material y espiritual del universo creado, sino que además es el centro de donde surge la fuerza divina que con su omnipotencia crea y mantiene en el ser a todos y cada uno de los integrantes de este universo creado, espiritual y físico.

Centro del universo y fuente de los misterios divinos revelados a los hombres, la Eucaristía es en sí el misterio de la Trinidad y el misterio de la Pasión y Resurrección del Hombre-Dios; en la Eucaristía, Jesús continúa y prolonga su generación eterna como Verbo del Padre y continúa y prolonga en el tiempo su encarnación en el seno virginal de María, su Pasión y su Resurrección. Jesús realiza en la Eucaristía lo mismo que en la Encarnación, se reviste de lo visible para esconder su divinidad invisible, prolongando así su generación eterna y su encarnación en el tiempo. Del mismo modo como en la Encarnación el Verbo Eterno del Padre asume la humanidad de Jesús, haciendo de ella una envoltura bajo la cual escondía su divinidad, del mismo modo, en la Eucaristía, el mismo Verbo Encarnado, Jesús, se reviste bajo las apariencias del pan y del vino, haciendo de estas apariencias una envoltura bajo la cual esconde tanto su divinidad como su humanidad resucitada y gloriosa.

Pero la Eucaristía no sólo es el centro del universo, espiritual y físico, del cual este recibe la luz y el ser; la Eucaristía no es un centro anónimo, impersonal, alrededor del cual el universo gira. La Eucaristía es la máxima comunicación ad extra del amor trinitario, un amor de Personas y un Amor personal, que quiere llevar hacia sí a toda la humanidad, que quiere hacer partícipe a la humanidad de la alegría y del amor divinos, de la alegría y del amor que son en sí mismas las Personas divinas; la Eucaristía es la obra del Amor de Dios que quiere que todos los hombres participen de su alegría y de su amor, que son eternos, perfectos, infinitos, inimaginables.

Por este motivo, para hacernos partícipes de su Ser y de su alegría y su amor, Jesús, el Verbo Eterno del Padre, se hace presente, sobre el altar, en la Eucaristía, bajo nuestros ojos, con su carne gloriosa, con su cuerpo resucitado, para ofrecérsenos como alimento y bebida espirituales para incorporarnos a su Cuerpo glorioso, para donarnos su Espíritu, para ser uno con nosotros, para hacernos uno con Él. Así, el Señor, centro

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del universo, el misterio central de Dios, se hace presente en la Eucaristía para hacernos a nosotros centro del universo, para hacernos a nosotros parte de Él.

Decía Santa Teresa de Ávila: “El Amor no es amado”. Podemos también decir: “El misterio de Jesús Eucaristía no es conocido, no es amado; aún más, es ignorado y despreciado por la gran mayoría de los hombres de nuestro tiempo”.

Ofrezcamos la Eucaristía para reparar esta falta y para agradecer a Dios este don inestimable surgido de la profundidad de su Corazón de Padre celestial.

Es la Carne santa del Cordero

“¿Cómo puede darnos este hombre a comer de su Carne?” (Jn 6, 52-59). Los judíos se escandalizan frente a las palabras de Jesús, ya que interpretan en un sentido puramente material lo que les dice. Piensan que Jesús se está refiriendo a ese cuerpo suyo, que están viendo, y que por lo tanto, ellos tendrían que cometer un acto de antropofagia o algo por el estilo. Pero Jesús está hablando de su Cuerpo real, pero que tiene que pasar por la tribulación de la cruz y por la alegría de la Resurrección. Jesús es el Cordero de Dios, pero para que sea alimento de las almas debe ser asado en el fuego del Espíritu Santo, fuego que arde sin consumir, y que ardiendo provoca la espiritualización de su Cuerpo tendido en el sepulcro. Ese Cuerpo real que estuvo en el sepulcro, y que fue vivificado por el Espíritu Santo, es el Cuerpo que se encuentra en la Eucaristía, y es un Cuerpo lleno de la vida de Dios, una Carne por lo tanto espiritualizada y glorificada, presente con su ser substancial en la realidad sacramental de la Eucaristía.

Por eso es que el Pan que Él da, la Eucaristía, es en realidad su Carne, pero no una carne muerta, sin vida, o una carne o un cuerpo materiales y terrenos, es una Carne, un Cuerpo, espiritualizados, es un Cuerpo resucitado, lleno de la vida del Espíritu de Dios, que comunica esa vida y ese Espíritu al que lo consume. La Eucaristía es la Carne del Cordero que ha sido asada en el fuego del Espíritu, y que por este Espíritu, se ha convertido en Pan de vida eterna.

“Yo vivo por el Padre, que tiene vida, y el que me come, vivirá por Mí”. Jesús vive por el Padre porque Él procede eternamente del seno del Padre, es el Hijo del Padre que recibe del Padre todo su ser y toda su vida divina, por eso, el Espíritu que anima a Jesús es el Espíritu del Padre, el Espíritu de Dios. Y este mismo Espíritu es el que se encuentra inhabitando en Persona en Jesús, y de Él pasa a sus hermanos, a los hijos adoptivos de Dios. Jesús no está hablando en un sentido metafórico cuando dice que el que lo coma vivirá por Él. La frase se podría entender en un sentido figurado: aquél que ama tanto a Jesús comulga y vive por Él, pero no de Él, no recibe de Él ningún principio de vida nueva. No es este el sentido de las palabras de Jesús: el que lo coma, vivirá por Él, porque recibirá de Él su Espíritu Santo, que es Espíritu de Vida eterna. El que coma la Carne del Cordero, su Carne glorificada, llena del Espíritu de Dios, va a recibir a ese mismo Espíritu, que es el Espíritu Santo, espirado por Él y por su Padre desde la eternidad, y espirado en cada comunión eucarística.

“El Pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo”. El Pan que da Jesús es Él mismo, con su cuerpo glorificado y resucitado, presente substancialmente en la Eucaristía, y por eso no es un pan sin vida, inerte, sino un Pan vivo, que baja del Cielo, del seno mismo de Dios Trinidad, es un Pan que es en realidad la carne santa del Cordero. El que coma la carne del Cordero, el Pan de vida eterna, tiene la vida del Cordero en Él, el Cordero mismo es su alimento y su principio de vida, una vida que comenzando en germen en la Tierra, prosigue para toda la eternidad más allá de la muerte. La Carne santa del Cordero, contenida en la Eucaristía, es Pan de vida eterna.

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

La Eucaristía es la mayor Bienaventuranza

Jesús proclama las Bienaventuranzas (cfr. Mt 5, 1-12), y asegura que quien las viva poseerá el Reino de los Cielos, la vida y la felicidad eternas. Ahora, ¿qué son exactamente las Bienaventuranzas? Jesús habla de pobreza, de ser justos, de misericordia; parecieran tratarse de virtudes que deben ser practicadas para lograr el premio que es el Reino de los Cielos. En la práctica de las virtudes sobrenaturales, porque sobrepasan la capacidad humana, estaría la felicidad. Para lograr el Reino de los Cielos bastaría entonces con esforzarse con practicar una serie de virtudes. Sin embargo, las Bienaventuranzas no son virtudes, aunque para vivirlas sean necesarias las virtudes; y la felicidad definitiva y la posesión del Reino no consiste en la sola práctica heroica de las virtudes; las Bienaventuranzas son en realidad modos de unión a Jesús en su misterio pascual, y las virtudes a su vez son los medios para unirse a Él. Las Bienaventuranzas de las que habla el Señor son modos de participar en la vida suya de Hombre-Dios. Como Él es el Verbo Encarnado, como Él es el Hijo de Dios en Persona, encarnado en una naturaleza humana, al ser Dios, Él es la felicidad misma —Dios es un Ser infinitamente alegre y dichoso por ser Él quien es—; Él es la dicha misma y la Bienaventuranza misma, y el Reino de los Cielos no es otra que la posesión de su misma Persona divina. Las persecuciones, la práctica de la misericordia, la pobreza, la pureza de corazón, no son sino medios con los cuales asimilarse a Él, configurarse a Él. Pero no se asimila quien no está incorporado a Él por su Espíritu, y esto se ve con claridad en los santos, quienes son bienaventurados. Los santos no son ahora por la eternidad felices y dichosos por el sólo hecho de haber practicado virtudes, porque las virtudes que practicaron en la tierra no son en sí mismas un fin, ni constituyen por sí mismas la felicidad; no es bienaventurado quien es perseguido sino es perseguido en Cristo y por Cristo, no es bienaventurado quien es misericordioso fuera de Cristo, sino quien es misericordioso en Cristo y por Cristo, por su Espíritu. Las virtudes en los santos fueron, por un lado, el medio para unirse a Él, y por otro, una consecuencia de esa unión; el santo que fue perseguido por el Reino de los Cielos fue perseguido por estar unido a Cristo, que sufrió la persecución de la cruz; el santo que fue misericordioso fue por estar unido a Él y participar de su ser divino, que es la misericordia misma, que es la misericordia encarnada; el santo que en la tierra fue pobre de espíritu fue por estar unido a Él, pobre en la pobreza de la cruz, rico en la posesión del Ser divino.

Los santos fueron bienaventurados ya en la tierra por estar unidos a Jesucristo, y en esta unión consistía su mayor alegría. Si la bienaventuranza entonces es la unión con Jesucristo, entonces la Eucaristía es la mayor de las Bienaventuranzas, porque es la unión personal con Jesucristo; en la Eucaristía el alma se une a Jesucristo, presente en Persona, Jesucristo vive en él y lo anima con su Espíritu, y así, convertido en una imagen de Jesucristo, que es el Bienaventurado por excelencia, unido a Él, puede convertir en acto las Bienaventuranzas: puede ser mártir de la fe, misericordioso, pobre de espíritu, porque la bienaventuranza máxima es la unión, la configuración y la posesión de Cristo, Verbo del Padre, ya que se posee la alegría misma de Dios en el espíritu, es que la Esposa del Verbo, la Iglesia. Ésta proclama en el sacrificio la mayor de las Bienaventuranzas, la unión con Cristo Eucaristía: “Dichosos, felices, bienaventurados, los que han sido invitados a la Cena del Reino, dichosos quienes participan del Banquete del Reino; felices los que comiendo la carne del Cordero se unen a Él en el Espíritu del Amor de Dios y de Él reciben la alegría más alta y verdadera”.

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La Eucaristía nos hace poseer a Cristo y gozar de Él

La comunión eucarística obra en nosotros no sólo una efectiva incorporación a Cristo, por la cual somos hechos parte de su Cuerpo, sino que nos hace tomar posesión real de Cristo, de manera análoga a como sucede cuando tomamos un alimento.

Cuando tomamos un alimento lo unimos a nosotros, por un lado, para extraer de él nueva fuerza de vida y, por otro, nos alegramos y gozamos de su posesión. La substancia del alimento es incorporada por el organismo y, descompuesta en sus elementos esenciales, comunica la energía presente en ellos, de manera tal que el organismo se ve enriquecido con esta nueva energía asimilada. Por otro lado, el alimento, según su naturaleza, proporciona deleite a quien lo consume, porque el bien contenido en él es transmitido al cuerpo, en una acción que la persona percibe como buena y agradable; el alimento ingerido es percibido como fuente de alegría, porque es un bien deleitable para la persona. Además de recibir energía y vida del alimento consumido, la persona goza subjetivamente en la acción de consumirlo, debido a que es un bien recibido objetivamente.

En la incorporación del alimento natural, este último aspecto, el de gozar del alimento recibido, es un aspecto secundario, ya que lo que cuenta principalmente en el alimento es que transmita nuevas fuerzas y energías para la conservación de la vida. Además, el gozo por el alimento no cuenta demasiado por lo efímero de su duración.

Sin embargo, debido a que la Eucaristía no es sólo alimento espiritual, sino la Persona divina del Verbo humanada, presente espiritualmente con su humanidad gloriosa, la analogía con el alimento es parcial e incompleta. En la comunión eucarística se dan otros aspectos que no se verifican al consumir el alimento natural. En la ingestión, o mejor dicho, en el consumir de la Eucaristía, Pan de Vida, alimento espiritual, las cosas son un poco diversas porque lo que se ingiere no es la substancia del pan, que no está más, sino la substancia divina, oculta bajo lo que parece ser pan.

Es necesario tener en cuenta este presupuesto para aplicar la analogía, y también para ver sus límites.

Cuando recibimos a Cristo Eucaristía, lo recibimos como fuente de vida divina y como objeto de posesión y de gozo, de un gozo no sensible –puede serlo pero en manera subordinada y dependiente- sino espiritual y sobrenatural.

En la Eucaristía no solo queremos y debemos extraer del Hombre-Dios la fuerza de vida, sino que queremos poseerlo a Él mismo, tenerlo personalmente con nosotros y gozar de Él. El gozar de Jesús no es un aspecto secundario, como en el alimento natural, sino central. Respecto al gozo de poseer a Cristo, es un gozo, como dijimos, de carácter espiritual y sobrenatural, hecho posible precisamente por la fuerza vital divina de Cristo comunicada en la Eucaristía. Es decir, es a través de la fuerza divina que Él nos comunica en la Eucaristía, que nosotros podemos, queremos –y por lo tanto debemos- tomarlo y poseerlo, hacerlo posesión nuestra, de pertenencia nuestra y gozar de Él mediante un abrazo vivo.

Debido a que el Pan Vivo es la substancia de la Persona divina del Verbo, para que se verifiquen en nosotros la posesión, la nutrición y el gozo de Jesús, se necesita una condición.

En la Eucaristía, el Cuerpo vivo y santo del Hombre-Dios es depositado en nosotros como vehículo, como órgano e instrumento de la fuerza vivificadora y glorificadora de la divinidad. Esta fuerza muestra su eficiencia en nosotros cuando lo recibimos con la debida y adecuada confesión. Sólo cuando hacemos una buena confesión sacramental estamos en grado de extraer de la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo,

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la vida y la gloria divina, y podemos unirnos más profundamente a Dios mediante la unión espiritual.

En este caso sí la comunión se vuelve para nosotros posesión, comunicación de vida divina y gozo de la Persona divina del Verbo, relación de amistad personal con el Hombre-Dios.

En caso contrario, la misma Eucaristía se vuelve para nosotros veneno mortal.

VI.4. La Sangre del Cordero

La Sangre de la Alianza Nueva y Eterna

No se vislumbra el inmenso misterio sobrenatural de la Eucaristía si no se tiene en cuenta el significado del sacrificio y de la Alianza, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, porque la Eucaristía es la actualización sacramental de la Alianza definitiva establecida por Dios con los hombres.

Algo que distingue a la Alianza entre Dios y los hombres es la fidelidad: Dios hace la Alianza y permanece invariablemente fiel, y el rito de la Alianza se cumple siempre con sangre, y el motivo es el enorme valor dado a la sangre por el Pueblo Elegido: la sangre representa la vida, por lo tanto, al establecer una alianza con sangre, Dios establece una alianza con algo tan valioso como es la vida misma.

Esto se ve con Abraham, quien inmola animales, y los divide en dos partes, las cuales son consumadas por el fuego de Yahveh, que baja del Cielo (Gn 15, 9-18); y se ve también en Moisés, quien luego de haber quemado el holocausto, asperge con sangre el altar, símbolo de Yahveh, y el pueblo (Ex 24, 8), estableciendo la Alianza del Sinaí.

El gesto de esparcir la sangre sobre el altar y sobre el pueblo tiene una gran carga simbólica: la sangre representa la vida, por lo tanto, la Alianza entre Dios y su pueblo es una alianza de vida.

Sin embargo, a pesar de todo su significado, la Alianza del Antiguo Testamento no es sino una figura de la Alianza del Nuevo Testamento, la Alianza Nueva y Eterna que Jesús sella no con la sangre de animales sino con su propia sangre, derramada en el sacrificio de la cruz, y en el sacrificio del altar.

En la Última Cena Jesús dice: “Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, derramada por muchos” (Mt 14 ,24; cfr. Mt 26, 27), y también: “Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22, 20).

En la Última Cena, en la Eucaristía, en la cruz, se derrama en sacrificio la Sangre del Cordero, la Sangre de su cabeza, la Sangre de su Corazón, la Sangre de sus heridas, y la Sangre se derrama porque Dios quiere establecer con cada uno de nosotros, una Alianza que, comenzando en el tiempo, finalice en la eternidad. No tiene motivos Dios para hacer una Alianza con sus criaturas, sino el gran Amor que arde en su Sagrado Corazón, Amor que quiere comunicarlo por medio de su Sangre.

En la Sangre del Cordero va la vida de Dios Hijo, y con su Vida, su Espíritu de Amor.

No es casualidad que la Sangre del Cordero se nos aparezca en el rostro de Jesús, en el día del Sagrado Corazón, en el oratorio eucarístico545, en un cuadro que

545 Cfr. Sánchez Rueda, Milagros eucarísticos. El Amor del Dios del sagrario se hace visible, Ediciones Uno y Trino, Buenos Aires 2011, 131ss. Se trata de la aparición prodigiosa de sangre humana en el rostro de Jesús.

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recuerda a la Última Cena, y no es casualidad que de la cabeza termine por caer en el cáliz.

No es casualidad: Dios nos dice, en el silencio de la sangre derramada, que nos ama con un amor eterno, y que derrama su Sangre para sellar un pacto de vida y de amor eterno en la Santa Misa. Dios derrama su Sangre en una imagen para que nos apresuremos a beberla en la realidad en la Santa Misa; Dios derrama su sangre en una imagen para recordarnos que la derrama en la realidad en la Santa Misa, y que esa sangre derramada es el sello de su Amor, es el sello de la Alianza Nueva y Eterna.

La Sangre de Jesús se derrama para que nuestros pensamientos, deseos, palabras

y acciones sean puros y santas, como lo son sus pensamientos, sus deseos, sus palabras y sus acciones.

La Sangre del Cordero derramada en la cruz y en el altar

Cuando cometían un pecado, y para pedir luego la absolución, por los pecados cometidos, los hebreos realizaban un sacrificio expiatorio llamado “Hattat”, el cual consistía en el sacrificio de un toro546 (cfr. Lv 16). La sangre del toro era llevada por el sacerdote al Santuario del Templo de Salomón, hacía aspersiones delante del velo del santuario, depositaba una parte de la sangre en el altar de los perfumes, y luego vertía el resto de la sangre al pie del altar de los holocaustos (cfr. Lv 4, 13ss).

El uso de la sangre con sentido expiatorio de los pecados había sido establecido por el mismo Dios: la sangre tenía un valor sagrado, porque simbolizaba la vida, y por eso era un sacrificio digno de Dios. Se ofrecía la sangre de un animal inocente, la cual, sublimada por el fuego se convertía de su materialidad en la inmaterialidad incorpórea y etérea del humo, ascendía como don espiritual ofrecido para la expiación de la maldad del corazón humano. En el libro del Levítico, Dios da la razón del uso de la sangre como sacrificio de expiación de los pecados: “Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo os la doy para hacer expiación en el altar por vuestras vidas, pues la expiación por la vida, con la sangre se hace” (Lv 17, 11).

En el Nuevo Testamento Jesús suprime los sacrificios de animales, porque estos, totalmente ineficaces para expiar verdaderamente los pecados, serán reemplazados por un único sacrificio, el sacrificio del Cordero de Dios, cuya sangre será derramada para expiar los pecados de toda la humanidad. Si antes el sacerdote derramaba la sangre del cordero en el altar y la rociaba sobre el pueblo, ahora Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote,

546 Cfr. http://es.wikipedia.org/wiki/Korb%C3%A1n#cite_ref-7.

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y a la vez Cordero y Altar, será quien derrame su Sangre en el altar de la cruz para que desde ella sea esparcida y derramada sobre las almas de la humanidad entera.

Cristo, el Cordero de Dios, derrama su Sangre en el altar de la cruz, y en la cruz del altar, y su Sangre derramada se recoge en el cáliz y así, como cáliz de Vida eterna, es dado a beber a los hombres en el Banquete celestial.

La Sangre de Cristo derramada sobre su rostro en el prodigio del Oratorio ubicado en la ciudad de Yerba Buena, Tucumán, nos recuerda que su Sangre se derrama en el sacrificio de la cruz, y renueva su derramamiento en el sacrificio del altar, la Santa Misa, para la expiación de nuestros pecados y de los de todo el mundo. La Sangre del rostro de Cristo, la Sangre que se derrama en la cruz, la Sangre que bebemos del cáliz, es un sello que nos garantiza el infinito amor misericordioso que Dios tiene por cada uno de nosotros.

Es la Sangre derramada en la cruz y vertida en el cáliz la que nos libra del ángel exterminador

En la liturgia pascual judía la sangre del cordero cumplía un papel protector: se ponía sobre el dintel y los marcos de la puerta para preservar a la casa de la muerte debida al paso del ángel exterminador. Aquella casa en donde no estuviera la sangre del cordero sería visitada por el ángel exterminador, y éste se llevaría a sus primogénitos. Dice así el Éxodo: “Lo guardaréis hasta el día catorce de este mes; y toda la asamblea de la comunidad de los israelitas lo inmolará entre dos luces. Luego tomarán la sangre y untarán las dos jambas y el dintel de las casas donde lo coman. En aquella misma noche comerán la carne. La comerán asada al fuego, con ázimos y con hierbas amargas. Así lo habéis de comer: ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, y el bastón en vuestra mano; y lo comeréis de prisa. Es Pascua de Yahveh. Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados, y me tomaré justicia de todos los dioses de Egipto, Yo, Yahveh. La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora cuando yo hiera el país de Egipto” (Ex 12, 7. 22).

Yahvéh había decidido acabar con el paganismo de los egipcios, y daría una señal asombrosa, derrotando a sus ídolos, los demonios. Enviaría a su ángel exterminador, y sólo las casas en las que estuviera visible la sangre del cordero, en el dintel y en las jambas, se verían salvas de la muerte y de la destrucción. Yahveh no podía permitir que su Pueblo Elegido se contaminase con los cultos a los ídolos, porque Él los había elegido para sí. No podía tolerar que los hebreos adoraran a los demonios, en vez de adorarlo a Él, el Único Dios Viviente, y por eso mandaba al ángel exterminador, y prevenía a los israelitas de no contaminarse con la adoración a los ídolos, colocando en cambio la sangre del cordero pascual en las puertas de las casas. Al pasar el ángel exterminador, éste reconocería la sangre del cordero, y no haría nada a los habitantes de esa casa: éste era el sentido de la sangre del cordero en la puerta.

Hoy vivimos tiempos de gran tribulación, de mucha confusión espiritual, de mucha oscuridad. Hoy la humanidad adora a los ídolos del deporte, de la política, de las finanzas, y se olvida de adorar al Verdadero y Único Dios. Hoy se entronizan al hombre y a Satanás en el puesto del Dios Viviente. Hoy, como ayer, ha de pasar, en algún momento, el ángel exterminador, sembrando la desolación y la muerte entre los adoradores de ídolos y de demonios.

Hoy como ayer, será la Sangre del Cordero pascual la que libre a las almas de la ira divina, pero no será la sangre del cordero de la pascua judía, sino la Sangre del

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

Verdadero Cordero pascual, Jesucristo, que tiñe no las puertas, sino los labios del bautizado, en cada comunión.

Es la Sangre derramada en la cruz y vertida en el cáliz, la Sangre del rostro de Jesús, la que nos libra del ángel exterminador.

La Sangre del Cordero y la expiación de los pecados

Para los hebreos del Antiguo Testamento la sangre tenía un carácter sagrado, porque era el símbolo de la vida. No se podía derramar sangre, es decir, cometer un asesinato, porque el Único Dueño de la vida era Yahveh. Debido a este carácter sagrado de la sangre, y debido a que era el símbolo de la vida, se la usaba en los ritos cultuales547, significando que se ofrendaba a Dios algo valioso, sagrado, y vivo. No se podía ofrendar a Dios cosas de poco valor, puesto que su majestad divina podía ser menoscabada si se ofrecía algo indigno.

Ofrendar a Dios la sangre de un animal era ofrendar algo muy valioso, y es por eso que se la ofrendaba en el altar: se la quemaba en el altar y se derramaba sobre el pueblo. La sangre del cordero era inmolada, es decir, se la quemaba junto con el resto de la ofrenda para que la acción del fuego sublimara la ofrenda, haciéndola pasar de su materialidad corpórea a la consistencia etérea del humo que ascendía al cielo, queriendo significar con esto que el don que se daba a Dios, la materia, se volvía espiritual, por la acción del fuego, y así, como holocausto sagrado, puro y vivo, subía a Dios ya despojado de su materialidad. El ascenso del humo del sacrificio significaba que Dios había aceptado el sacrificio y que lo ofrecido entraba a ser posesión exclusiva de Él.

Para el pueblo, la sangre no se quemaba sino que se la esparcía sobre él, queriendo significar con esto la expiación de los pecados, ya que según el Levítico, “la sangre expía los pecados” (Lev 17, 11): la maldad del corazón humano se veía expiada con el sacrificio de un cordero inocente.

Todo esto, que es sólo figura en el Antiguo Testamento, se realiza en la realidad mistérica y sobrenatural de la Santa Misa: en la Santa Misa. Allí no se inmola un animal, sino el Verdadero Cordero de Dios, Jesucristo, y no se ofrece la sangre de un animal, sino la sangre del Cordero de Dios, la cual es sublimada por el fuego del Espíritu Santo en la consagración, y así, sublimada y glorificada, sube a los Cielos, hasta el trono de Dios, como única ofrenda digna de Dios Trinidad. En la Santa Misa se sacrifica al Cordero de Dios, y su Sangre, sublimada por el fuego del Amor de Dios, el Espíritu Santo, se eleva como humo de sacrificio espiritual perfectísimo y agradabilísimo a Dios Trino.

En la Santa Misa no se esparce sobre el pueblo la sangre de un animal: cae sobre las almas de los bautizados, desde la cruz del Redentor, que se alza majestuosa e invisible, la Sangre de Cristo en el centro del altar. En la Santa Misa la Sangre del Cordero, que baja desde la cruz, se recoge en el cáliz, y desde él es dada a los pobres hijos de Dios que beben con ansia y regocijo de eternidad hasta la última gota.

La Sangre que sella la Alianza Nueva y Eterna

Todos los días, en la Santa Misa, en el momento de la consagración, escuchamos: “Esta es la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, que será derramada por

547 Cfr. LEÓN-DUFOUR, X., Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona 1993, voz “sangre”, 831.

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vosotros”. Todos los días, una y otra vez, escuchamos la misma frase, y por escucharla tantas veces puede suceder que no prestemos la debida atención ni a su significado ni a su trascendencia. Corremos el riesgo, como en tantas otras cosas misteriosas, de banalizar y rebajar su importancia a lo que escuchamos y podemos entender.

¿Cuál es el significado de la Sangre en el cáliz del altar? ¿Por qué motivo Dios habría de derramar su sangre en un cáliz para que nosotros nos la bebiéramos? ¿Está obligado Dios a concedernos semejante merced, como lo es el don de su sangre? ¿Son nuestros pecados los que llevaron a Cristo a morir en la cruz y derramar su Sangre?

A estas preguntas hay que contestar que Dios no tiene ninguna obligación hacia nosotros y, por lo tanto, no tiene ninguna obligación de quitarnos los pecados, de ninguna manera. Si nosotros ponemos los obstáculos hacia Él –los pecados- de manera voluntaria y libre, no está Dios obligado a quitar esos obstáculos que nosotros, con nuestra libertad, colocamos en nuestro camino hacia Él. Dios no tiene en absoluto la obligación de quitar nuestros pecados, por lo tanto, la Pasión, en donde se derrama su Sangre, con la cual se quitan los pecados, no está motivada por nuestros pecados sino por su gran Amor.

Si dijéramos que son nuestros pecados los que llevan a Jesús a morir en la cruz, estaríamos diciendo que hay una causa más grande que su Amor, que es la que motivaría la Pasión: esa causa serían nuestros pecados, y como la raíz del pecado es la maldad del corazón humano, entonces nuestra maldad sería la causa de la Encarnación de Dios Hijo, y así diríamos, en realidad, que nuestra maldad es más grande que la bondad de Dios. De esta manera, nos equipararíamos en orgullo y soberbia al demonio, al ponernos nosotros –aunque sea con nuestra maldad- por encima de Dios.

No fueron nuestros pecados los que motivaron la Pasión del Señor; no fue la maldad de nuestro corazón la que hizo que Él derramara su Sangre en la cruz: fue su infinita misericordia y su amor divino; fue su amor infinito el que lo llevó a derramar su sangre en el sacrificio de la cruz.

Esto quiere decir que cuando en la Misa escuchamos: “Este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza Nueva y Eterna” (como por las palabras de la consagración se actualiza sacramentalmente el sacrificio en cruz y el derramamiento de sangre), escuchamos a Cristo Dios que nos dice: “Esta es la Sangre de la Alianza; es la Sangre de mi Corazón, es la Sangre que derramo por amor, y con ella va mi vida y mi amor; mi Sangre derramada es el signo de mi amor por vosotros”.

No seamos indiferentes al amor de Dios, no banalicemos su don, no nos acostumbremos a participar del Sacrificio del altar; respondamos con amor al sello de amor con el cual Dios establece una Alianza Eterna, la Sangre de su Corazón.

La sangre, símbolo de la vida

La sangre es lo más íntimo de nuestra intimidad; es lo que está más dentro nuestro de todo lo que está dentro; y está tan dentro nuestro que cuando se derrama al exterior, se derrama algo de nuestras entrañas hacia fuera. La sangre es lo que nos configura como seres vivos, ya que sin ella estamos muertos. Es el símbolo de la vida y del calor del cuerpo, porque ella da vida y calor: sin ella, el cuerpo, exangüe, queda muerto, frío y sin vida. Si la sangre se efunde, se comunica la vida; con la sangre se da la vida, y así pasa de ser un mero símbolo de vida a ser un signo que comunica la vida a quien la recibe. Quien posee sangre, posee vida; está vivo porque posee sangre, y quien comunica su sangre, comunica, no en sentido metafórico sino literalmente, la vida. Donar la propia sangre es donar la propia vida.

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Al ser comunicada se convierte en símbolo y signo de la vida: símbolo, porque la representa, y signo, porque la da realmente.

En el Hombre-Dios, la sangre da vida no solo en el sentido humano, sino ante todo en el sentido divino, porque la sangre de Cristo es vehículo de la gracia. Al estar su naturaleza humana unida hipostáticamente, personalmente, a la Persona divina del Hijo de Dios, su Cuerpo y su alma, su Corazón y su Sangre están penetrados por la gracia y son hechos partícipes de la Gracia Increada del Ser divino. La Sangre de Jesús da vida, pero no como la daría cualquier hombre, sino que da la vida eterna, porque la gracia va con la sangre, y por la gracia somos hechos partícipes de la vida misma de Dios, que es vida eterna.

La Sangre de Jesús es vehículo de la gracia divina. Dentro de su Sangre va la gracia, así quien bebe su Sangre bebe su gracia; sobre quien caiga su Sangre cae sobre él la gracia.

La Sangre en el rostro de Cristo nos dice que Dios nos da su vida, y con su vida, su gracia y su Amor.

Fuimos nosotros, los hombres, con nuestros pecados, los que hicimos salir la sangre que surca el rostro de Jesús

“Que su sangre caiga sobre nosotros” (cfr. Mt 27, 25). En el Antiguo Testamento, la sangre tenía un carácter sagrado, y de ahí la prohibición de derramar sangre, esto es, de quitar la vida, ya que sólo Dios es el dueño de la vida548. La expresión “que su sangre caiga sobre nosotros” se origina en el homicidio, y da a entender la aprobación del asesinato que se está cometiendo por parte de quien lo comete: quien comete un homicidio hace saltar la sangre de la víctima, y su sangre cae sobre él.

Antes de la crucifixión de Jesús, el pueblo, enfurecido, grita a Pilato pidiéndole su muerte, y se hace responsable de su muerte porque pide que sea crucificado y que “su sangre caiga” sobre ellos. El impulso deicida de la humanidad queda reflejado en esta petición del pueblo, que acepta el deicidio y lo asume como propio al pedir que la sangre del Justo caiga sobre ellos.

En el pueblo judío estamos representados todos los hombres de todos los tiempos: nosotros somos los deicidas, nosotros somos los que crucificamos a Jesús con nuestros pecados, nosotros somos los que matamos al Hombre-Dios, y, por lo tanto, somos responsables de su muerte.

Si somos responsables de su muerte, entonces también nosotros decimos: “Que su sangre caiga sobre nosotros”, pero en un sentido distinto al del pueblo que pedía la crucifixión. Que su sangre caiga sobre nosotros también lo repetimos nosotros, pero cuando decimos esto nos arrodillamos a los pies de Cristo crucificado, implorando su misericordia, su perdón, su gracia y su amor. Así, arrodillados y humillados delante de Él que está crucificado, le pedimos que caiga su Sangre sobre nosotros para que nos quite la maldad del corazón, nos purifique de nuestros pecados y nos santifique en esta vida y nos glorifique eternamente en la otra. Al pie de la cruz, y al pie del altar, le pedimos que su Sangre caiga sobre la raíz de nuestro ser y de nuestra alma para que sea purificada de toda mancha de pecado, y para que sea inundada con la vida divina, la luz, el calor, la bondad y la ternura del Hombre-Dios.

Fuimos nosotros, los hombres, con nuestros pecados, los que hicimos salir la Sangre que surca el rostro de Jesús; ahora que ha salido, que su Sangre caiga sobre nosotros y por su bondad y misericordia nos purifique.

548 Cfr. DUFOUR, X.-León, Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona 1993, voz “sangre”.

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VI.5. Jueves Santo: La Última Cena, la Primera Misa

Debemos estar muy atentos para no dejar pasar por alto el significado de la Última Cena, y de la liturgia de la Última Cena. Puesto que allí Jesús habla del don de sí mismo, podemos creer que el cristianismo se reduce a donar parte de nuestro ser en las diversas circunstancias de la vida, como por ejemplo, donar mi tiempo, donar mi inteligencia, donar mi dinero, etc. Por otro lado, en la Misa del Jueves Santo se realiza el lavatorio de los pies, y como esto implica una enorme humildad, podemos creer, equivocadamente que el mensaje de Jesús se reduce a un llamado a la humildad, exhortándonos a través de su ejemplo.

En la Última Cena hay algo más que el don de sí mismo, y en la Santa Misa hay mucho más que un llamado a simplemente vivir la virtud de la humildad.

Para comprender el sentido sobrenatural de la Última Cena, y el sentido de la Misa, hay que remontarse a la pascua judía, que consistía en una comida ritual, un banquete con significado religioso, en el que se conmemoraba la doble liberación de Israel: la liberación de la esclavitud de Egipto y la liberación que iba a traer el Mesías, cuando viniera549. Según la tradición judía, esta liberación por parte del Mesías se debía cumplir en el transcurso de una pascua. La Última Cena de Jesús coincide con la pascua judía, y no es por casualidad: en la Última Cena, la Pascua de Jesús, se cumplirá todo lo que estaba prefigurado en la pascua judía.

En la pascua judía se servían hierbas amargas, las que recordaban a los israelitas el alimento que recibían en Egipto, tierra de esclavitud; luego, se servía pan ázimo, sin levadura, además del cordero pascual asado y vino. El padre de familia tomaba el pan, lo levantaba, y decía: “Este es el pan que nuestros padres comieron en Egipto. Quien tiene hambre que se acerque. Quien tenga necesidad, que venga a celebrar la Pascua”550.

Se encendían las luces, se bendecía a Dios por haber creado la luz, y luego, el más joven de la familia, preguntaba: “¿Por qué esta noche es distinta a las otras?”. Respondía el padre de familia, haciendo un recuento histórico de todos los milagros obrados por Yahvéh a favor de Israel, desde la liberación de Egipto hasta la promulgación de la ley551.

Finalizado esto, el padre de familia tomaba el pan, lo partía, y bendecía a Dios diciendo: “Bendito seas, Señor Dios nuestro, que haces producir el pan de la tierra”.

Consumía el pan, luego consumía el cordero, que había sido preparado con las hierbas amargas, y se servía el vino, con otra fórmula de bendición552. La pascua judía era un anticipo y una prefiguración de la verdadera Pascua, la Pascua de Jesús, de ahí la importancia de conocerla. En la Última Cena las hierbas amargas están reemplazadas por la amargura de la Pasión, por la inminencia de los dolores que habrán de abatirse sobre el Hombre-Dios; en la Última Cena se sirve pan ázimo, sin levadura, el Pan de vida eterna, y se sirve además carne de Cordero, la Carne gloriosa, resucitada, asada en el fuego del Espíritu Santo, del Cordero de Dios; se acompañan estos alimentos con el Vino de la Alianza Eterna y definitiva, servido en el cáliz de bendición, el cáliz del altar. La Última Cena es la realidad de la figura que era la pascua judía, pero también es el anticipo sacramental del sacrificio de la cruz. En éste se inmola el Cordero de Dios en el fuego del Espíritu y se entrega como Pan de vida eterna para la salvación del mundo,

549 Cfr. ROCCHETTA, C., I sacramenti della fede, Edizioni Dehoniane Bologna, Bologna 1998, 100.550 Cfr. Rocchetta, o. c., 101.551 Cfr. Rocchetta, ibidem.552 Cfr. Rocchetta, ibidem.

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y derrama su Sangre, la que será servida como Vino de la Alianza Eterna y definitiva, en el banquete escatológico, la Santa Misa.

La pascua judía era un anticipo de la Pascua de Jesús, y la Pascua de Jesús, la Última Cena, es un anticipo del Sacrificio de la cruz y del Sacrificio del altar.

Las celebraciones litúrgicas encierran un gran misterio, y es por este motivo que no tenemos que perder de vista el misterio sobrenatural en el que estamos inmersos: si la pascua judía es una prefiguración de la Última Cena, la Última Cena es la Primera Misa, y la Misa es la renovación sacramental de la Última Cena y del Sacrificio del Calvario.

Es la Primera Misa, porque en la Última Cena Cristo pronuncia las palabras de la consagración —esto es mi cuerpo, esta es mi sangre—, y deja, en la Hostia del Cenáculo, su Presencia sacramental antes de subir a la cruz. En la Última Cena Cristo entrega, en modo sacramental, su Cuerpo y su Sangre, los que serán entregados en forma real en el sacrificio de la cruz. La Última Cena anticipa el Sacrificio de la cruz, y en la Santa Misa se renuevan sacramentalmente, tanto el Sacrificio de la cruz como la Última Cena.

VI. 6. Corpus Christi

“Se celebraban unas bodas en Caná de Galilea…” (cfr. Jn 2, 1ss). En este episodio, Jesús se automanifiesta a sus discípulos, revelándose, en el contexto de unas bodas humanas, como el esposo de las bodas mesiánicas. Las bodas humanas son el contexto histórico y real en el cual el Señor se autorevela como el Esposo de la humanidad553. Jesús se presenta como el Esposo divino que se une en desposorio místico a la humanidad, sellando con ella una alianza esponsal, nueva y eterna, en su Sangre. El vino de Caná anticipa la Sangre del Gólgota, con la cual sellará su Alianza esponsal con la Iglesia, es decir, con la humanidad purificada con el agua de su Corazón y santificada con su Sangre.

Según San Agustín, el verdadero esposo en las bodas de Caná es el Señor: el esposo humano figura y representa a Jesucristo, el Verbo, que se ha unido a la esposa, la naturaleza humana, en el seno de María Virgen554, y por eso el Evangelista San Juan atribuye a Jesús lo que habría hecho el esposo humano de Caná: “Has reservado el vino bueno hasta este momento”. Es decir, Cristo, Verbo Eterno, ha reservado hasta la plenitud de los tiempos el vino bueno de su Evangelio, el buen vino de su misterio pascual de muerte y Resurrección, mediante el cual habría de celebrar el desposorio místico con la humanidad. El maestresala no se dirige al esposo humano, sino a Cristo, el Verdadero Esposo, el Esposo Mesiánico de la humanidad, que es quien ofrece a sus invitados el Vino Bueno, su Sangre de Hombre-Dios, como convite divino y a la vez como sello indeleble de su boda escatológica.

El prodigio que realiza Jesús, el cambio del agua en vino, es un signo que indica que han dado comienzo los tiempos mesiánicos, los tiempos dominados por la presencia del Mesías, que conducen a su manifestación última y definitiva: el agua de la naturaleza humana será convertida y asumida en el vino de la eternidad del Ser divino del Mesías-Dios, cuando desde la cruz el Hombre-Dios derrame agua y sangre de su Corazón traspasado.

En Caná aparecen el agua y el vino, los mismos elementos del Calvario, indicando la unidad que existe entre el primero de los signos, el de Caná, con el último,

553 Cfr. INFANTE, R., Lo Sposo e la Sposa, contributo per l’ecclesiologia del Quarto Vangelo, Rivista di Teologia 37 (1996) 451-481.554 Cfr. SAN AGUSTÍN, Commento al vangelo di S. Giovanni, Vol.2, Città Nuova, Roma 1965, I. IX, 2.152.

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en el Calvario: el agua y el vino de Caná prefiguran el agua y la sangre del Calvario, agua y sangre que derramará el Esposo en la Pasión de amor por su Esposa la Iglesia.

Agua y vino en Caná, agua y Sangre en el Gólgota, agua y vino en el sacrificio del altar: el Esposo divino realiza en cada Misa un prodigio infinitamente mayor que en Caná, al convertir el agua y el vino en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Como en Caná, también en este banquete escatológico que es la Santa Misa, María nos pide que hagamos lo que Él nos diga: ofrezcamos la tinaja de agua de nuestra humanidad para que Él la convierta en el vino santo de su divinidad.

VI. I. El fuego del Hombre-Dios

“He venido a traer fuego, y como quisiera verlo ya ardiendo” (cfr. Lc 12, 49-53). El fuego que trae Jesús no es el fuego material; el fuego que trae Jesús no es el fuego que el hombre conoce desde el inicio de los tiempos, y que sirve para calentar y para dar luz.

El fuego que trae Jesús es el Espíritu Santo, Fuego de Amor divino, fuego que abrasa sin consumir, fuego que consume al alma y la arrebata en el amor de Dios Uno y Trino, fuego que enciende la llama del amor a Dios que no se apaga, fuego que envuelve y penetra las fibras más íntimas del ser y del corazón humano, elevándolos en un ígneo torbellino ascendente y cada vez más fuerte de amor, de dulzura y de paz divinas.

El fuego que es el Espíritu, traído por Jesús, calienta al alma y más que calentarla, la hace arder en la extasiada contemplación del misterio inabarcable de Dios Trino; el fuego que es el Espíritu, traído por Jesús, ilumina las almas, y más que iluminarlas, las hace ser llamas vivas de amor divino, al comunicarles la participación en la vida de Dios, vida del Espíritu, vida que es Amor divino.

El fuego que Jesús quiere ver arder en los corazones humanos, es el fuego del Espíritu Santo, el mismo fuego que, bajando desde el cielo en la consagración, quema los dones inertes del pan y del vino y los convierte en la carne del Cordero Inmaculado, el Cordero asado en el fuego celestial, carne santa cuya combustión se eleva a los cielos, hasta el altar de Dios, como aroma de suave fragancia; es el fuego que inmola al Cordero en el sacrificio del altar, sacrificio prefigurado en la ofrenda de Elías555, cuando por intermedio de su oración bajó fuego del cielo y consumió el cordero en el altar de piedra.

El fuego que viene a traer Jesús es el fuego que arde en el altar, que convierte el pan y el vino en el cuerpo resucitado del Cordero; es la llama del sacrificio que transforma la ofrenda y envía la fragancia del Cordero inmolado al cielo556; es el fuego de su divinidad, que desde Él penetra en los miembros del cuerpo místico, comunicándoles el ardor del Amor divino, el mismo ardor que abraza al Corazón del Hombre-Dios por la eternidad; es el fuego que arde en el sacramento del altar, y que desde la Eucaristía se transmite, por la comunión, al alma que lo recibe.

“He venido a traer fuego, y como quisiera verlo ya ardiendo”. El fuego que viene a traer Jesús, y que es el que nos lo da en cada comunión, es el Amor del Espíritu divino, el cual, incendiando los corazones de los cristianos, quiere propagarse -así como el fuego se propaga veloz en la hierba seca, impulsado por el viento-, por los corazones humanos, para convertir a toda la humanidad en una inmensa hoguera que arda eternamente en amor y adoración a Dios Uno y Trino.

555 Cfr. 1 Re 18, 18-40.556 Cfr. MATTHIAS JOSEPH SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 459.

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VI. 7. Trinidad y Eucaristía

El misterio de Cristo en la Eucaristía, el misterio que vive y obra en la Eucaristía557, se funda ontológicamente en el de la Encarnación, y este a su vez, en el de la Trinidad558. Generado eternamente del pensamiento del Padre, el Verbo prolonga en la Encarnación la procesión que eternamente cumple en el seno de la Trinidad y en la Eucaristía prolonga la Encarnación y por ambas imprime en nuestras almas una participación en la procesión intratrinitaria divina, al hacernos parte de su Cuerpo, al comunicarnos su vida divina, su autointelección y su amor a sí mismo. De este modo, en la Eucaristía y por la Eucaristía, surgida de la Trinidad, se cumple nuestro retorno al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

La Eucaristía une los tres misterios entre sí –Trinidad, Encarnación y Eucaristía- porque en los tres se trata siempre de uno solo y el mismo Cristo Hijo de Dios: en el seno del Padre, en el misterio de su Filiación Subsistente divina; en el seno de la Virgen María, entrando por él al mundo; en el seno de la Iglesia, morando con su presencia permanente y universal en medio de los hombres y uniéndose con ellos559 para cumplir el movimiento de retorno al Padre.

Cristo, en su “mysterion” Eucarístico, al mismo tiempo que prolonga en la Eucaristía la Encarnación, consuma, en la misión “ad extra”, la misión eterna del Hijo del Padre, la unidad en el Espíritu de Amor. Así como el Hijo es engendrado por el Padre en la eternidad, también en la eternidad vuelve a Él en el Espíritu de Amor en el único acto eterno de la unidad substancial divina, así en la Eucaristía los hijos en el Hijo Encarnado vuelven al Padre en la unidad y en el amor del Espíritu. Trinidad, Encarnación y Eucaristía, son tres misterios intrínseca e indisolublemente unidos entre sí: “(estos tres misterios) armónicamente unidos entre sí representan tres clases de unidad sobrenatural, sumamente real: la de las Personas divinas entre sí por la unidad de naturaleza; la de la segunda Persona con su humanidad asumida y la de esta última con los demás hombres. Los dos últimos misterios son los órganos conductores mediante los cuales nosotros hemos de ser levantados –en el misterio de la gracia del Espíritu Santo- a la imitación del primer misterio en la unidad del Espíritu de Dios”560.

El “mysterion” de Cristo revela la Trinidad al hombre para que el hombre ingrese libremente en la comunión divina intratrinitaria; su Encarnación no tiene solo la finalidad de quitar el pecado y ayudarnos con su auxilio y protección; aún más que esto, el fin último es hacernos partícipes de la unión substancial y de la unidad que Él mismo tiene con el Padre561. Uniéndose a nosotros, y uniéndonos a Él, Cristo derrama en nosotros su propia substancia divina, del mismo modo como el Padre transfunde con su substancia su propia vida en el Hijo, provocando en nosotros la participación en la inefable unión divina. Derrama en nosotros su substancia divina y su amor, su triple amor –el humano, el del Verbo y el amor divino común con el cual se aman el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo562- para que nosotros amemos a la Trinidad con este mismo amor suyo.

En virtud de la “circunmisessio” –la unidad de naturaleza y la íntima inmanencia de las Personas entre sí- la sunción del Sagrado Corazón de Jesús, la Eucaristía, produce

557 Cfr. Schmaus, La Trinitá e l’Eucaristia, 708.558 Cfr. Scheeben, Los misterios, 502.559 Cfr. Scheeben, Los misterios, 502.560 Cfr. Scheeben, Los misterios, 565.561 Cfr. Scheeben, Los misterios, 504-505.562 Cfr. PÍO XII, Haurietis aquas, 11.

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en el alma no sólo la recepción del amor teándrico de Cristo –el amor de su corazón humano unido al Amor divino del Verbo-, sino la recepción del Amor increado del Hijo de Dios hecho hombre, es decir, el Amor de las Tres divinas Personas, el Espíritu Santo563. La Eucaristía, que es el Corazón de Cristo, es símbolo real y no meramente moral de la unión de los hombres en Cristo con la Trinidad: por la unión hipostática, la relación entre el Corazón físico de Jesús y su Amor divino es directa y explícita y por eso no solo es símbolo natural del amor increado subsistente en el Verbo –y por lo tanto del Verbo como Amante-, sino que es además símbolo del Padre y del Espíritu Santo como Amantes, en el Verbo y con el Verbo, de la humanidad564. Y como símbolo real, la Eucaristía produce la unión efectiva de la persona creada con las Personas Increadas.

Al encarnarse, el Hijo Unigénito prolonga ad extra su salida eterna del Padre y derramando en su Humanidad toda la plenitud de gracia y de gloria divina recibida eternamente del Padre, quiere, en la comunión eucarística -que es nuestra incorporación a su Cuerpo- comunicarnos la gloria y gracia recibidas del Padre y poseídas en plenitud por su Humanidad. Al comulgar nosotros la Eucaristía nos unimos al Cuerpo de Cristo, a su Humanidad -recibimos su propia substancia, que penetra y llena de gloria y virtud divina al alma- que por ser la Humanidad del Verbo se encuentra en relación eterna y substancial con el Padre, y así nosotros en la Eucaristía somos hechos partícipes de esta relación eterna y substancial. Se forma en nosotros, al unirnos con Jesús Eucaristía, una copia perfecta de la unidad que hay entre el Hijo de Dios y el Padre; y del mismo modo, al participar de la vida y de la naturaleza divina, se produce en nosotros una participación en la comunidad substancial de naturaleza y vida entre el Hijo de Dios y su Padre565.

Tal comunicación de la naturaleza divina a la creatura por medio de la Eucaristía, lugar de la Alianza Nueva en la Sangre de Cristo de Dios con la humanidad, provoca la divinización y la comunión trinitaria de la creatura que recibe la Eucaristía: “La Eucaristía es el lugar del maravilloso intercambio entre el Cristo-Esposo, que se dona a su Iglesia-Esposa, y la Esposa que recibe y reenvía a su vez al Esposo (…) su don de amor. En este intercambio (…) el alma cristiana es divinizada al comer la “carne” de Cristo, porque el hombre se nutre con su divinidad. Y como el cuerpo resucitado y pneumático de Cristo ha regresado ya a la vida trinitaria, también el Esposo terrestre toma parte de la vida divina del Esposo. La Iglesia vive su propia divinización, la cual consiste para ella en ser “una” con Dios” 566.

Por la presencia del único “mysterion” de Cristo, la Eucaristía realiza la suprema y definitiva unidad entre los hombres y Dios impetrada por el Señor Jesús: “Padre, que sean uno, como Tú y Yo somos Uno”, pues la unidad substancial de la Trinidad, fundamentada en el único “Actus Essendi” divino, verificándose en la prolongación ad extra de la obra de la Encarnación primero y en la Eucaristía después, logra en esta el retorno mediante la unión real y substancial en un solo Cuerpo -el de Cristo Eucarístico-, de toda la humanidad, incorporada a la Iglesia, al Padre.

563 Cfr. CIAPPI, L. M., La SS Trinitá e il Cuore SS di Gesú, Cittá del Vaticano, [s. d.], 120.564 Cfr. Ciappi, 121.565 Cfr. Scheeben, Los misterios, 506.566 AMOUSSOU, C., L’Eglise, «Famille de Dieu», concept-cle pour l’evangelisation de l’Afrique, Roma 2001, 47. L’Eucaristie est donc le lieu de l’échange merveilleux entre le Christ-Epoux se donnant á son Eglise-Epouse, et l’Epouse qui recoit et renvoie á l’Epoux [...] son don d’amour. Dans cet échange [...] l’áme chrétienne est divinisée car en mangeant la “chair” du Christ, l’homme se nourrit aussi de sa divinité. Et comme le corps ressuscité et pneumatique du Christ est désormais retourné dans la vie trinitaire, ainsi l’Epouse terrestre fait partie aussi de la vie divine de l’Epoux. L’Eglise vit sa propre divinisation; et celle-ci consiste pour elle á devenir toujours plun “un” avec Dieu.

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Por la presencia y la unificación de estos sublimes misterios en la realidad substancial de su Presencia Eucarística, Jesús Eucaristía despierta, activa e incendia en el alma la tensión escatológica parusíaca567, infundida con la gracia. Por el hecho de ser la Persona misma de Jesús, la Eucaristía por un lado aquieta al alma, según San Agustín: “Nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti, Señor”568, pero por otro lado, estimula a la trascendencia, recordando que su Presencia Sacramental es un anticipo, una prenda, anticipada en el tiempo, de la felicidad sobrenatural eterna, cuando se dará en su plenitud y perfección la unión substancial del alma con Jesús.

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567 Cfr. DURRWELL, F.-X., L’Eucaristia, sacramento del mistero pasquale, Roma 1982, 76.568 Cfr. Confesiones, L. 1, c. 1.

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IX) ÍNDICE

I) PRÓLOGO………………………………………………………………..pág. 3II) INTRODUCCIÓN………………………………………………………....pág. 5III) SIN LA MISA NO PODEMOS VIVIR……………………………………....pág.

7IV) ¿QUÉ ES LA MISA?................................................................................pág.

16V) REZANDO CON EL MISAL ROMANO…………………………………...pág.

20A) Ritos iniciales1-3. Reunido el pueblo Canto de entrada El sacerdote venera el altar con un beso Inciensa la cruz y el altar La señal de la cruz4-6. Acto Penitencial Los Sagrados Misterios Confesión general Absolución7. Invocaciones (Señor ten piedad, Kýrie eléison)8. Gloria9. Oración colectaB) Liturgia de la Palabra Silencio Lecturas bíblicas Salmo responsorial Aleluya 17. Homilía

18.-19. Profesión de fe Credo Niceno-constantinopolitano 20. Oración universalC) Liturgia Eucarística 21-22. Llevando el pan y el vino 23. La patena con el pan 24. El sacerdote echa vino y un poco de agua en el cáliz 25. El vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre 26. El corazón contrito y humillado 27-28. El sacerdote se lava las manos 29-30. Oración sobre las ofrendas 31. Plegaria Eucarística I

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¿Qué es la Misa? – P. Álvaro Sánchez Rueda

32-87. Conmemoración de los vivos y de los santos 88. Relato de la institución y la Consagración Esto es mi Cuerpo Éste es el cáliz de mi Sangre 91-105. Éste es el Misterio de la fe Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección El Ángel del altar Plegaria Eucarística II La efusión del Espíritu La unidad por el Espíritu Santo Acuérdate de tu Iglesia y del Papa Que los muertos contemplen la luz de tu rostro La intercesión de la Madre de Dios La intercesión de los Apóstoles y de todos los santos 106-123. Por Cristo, con Él y en Él 124-125. Rito de la Comunión El Padrenuestro 126. Rito de la paz 127-128. El signo de la paz de Cristo: el ósculo santo o beso de la paz Fracción del pan Parte el pan y pone una partícula en el cáliz Por tu Cuerpo y tu Sangre, líbrame de todo mal Éste es el Cordero de Dios Que quita el pecado del mundo Dichosos los invitados a la cena del Señor Señor, no soy digno de que entres en mi casa El Cuerpo de Cristo En la Comunión recibimos el Amor y la vida eterna de Cristo Silencio sagrado después de la Comunión Oración después de la ComuniónD) Rito de conclusión Pueden ir en paz. La misión de la Iglesia Beso al altar Acción de gracias y adoración

VI) PENSAMIENTOS SOBRE EL MISTERIO DE LA SANTA MISA……………pág. 85

VI.1. ¿Qué es la Santa Misa?VI. 2. Sobre la Exaltación de la Santa CruzVI.3. La EucaristíaVI.4. La Sangre del Cordero

VI.5. Jueves Santo: La Última Cena, la Primera MisaVI. 6. Corpus ChristiVI. 7. Trinidad y Eucaristía

VIII) BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

IX) ÍNDICE

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