Qué Hago El Lunes
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¿Qué hago el lunes?*
Dino Salinas FernándezPertenece al Departamento de Didáctica y
Organización Escolar de la Universidad de Valencia.
La investigación sobre el pensamiento del profesor está adquiriendo una atención especial en los últimos tiempos. Reflexiones referidas a las funciones, enfoques y modalidades de la planificación docente, sus posibilidades y dificultades.
Resulta frecuente que cuando pensamos o
hacemos referencia a la enseñanza como
actividad profesional, acuda a nuestra mente
la imagen de un adulto, sentado o en pie,
frente a o entre un grupo variable de jóvenes
o niños, en un espacio bien característico
dentro de la diversidad como lo es cualquier
aula en cualquier centro escolar. Ahora bien,
cualquier profesor o profesora, sea cual sea
el nivel de enseñanza en el que desempeña
su trabajo, sabe que su actividad profesional
no se agota en «lo que ocurre» en el interior
del aula, sino que un importante margen de
tiempo y energías se ocupan en tareas no
centradas exclusivamente en la interacción
frente a sus alumnos: desde el tiempo que,
entre clase y clase, se utiliza para fotocopiar
un documento o material de clase; hasta las
reuniones más o menos periódicas entre
colegas, entrevistas con los padres, vigilancia
en el recreo, burocracia, actas, etc. y, sobre
todo, una actividad o tarea profesional
estrechamente ligada a «aquello que sucede
o podrá suceder» en el aula y que su
realización ni siquiera suele ubicarse en el
centro escolar: la planificación o
programación de la enseñanza.
Es Jackson, quien en un libro a estas alturas
clásico, La vida en las aulas, acuña el
término de «enseñanza preactiva» para
definir ese ámbito de trabajo profesional
dedicado a la preparación de la actividad en
el aula, frente a la «enseñanza interactiva», o
aquello que el profesor hace en el aula en
relación a sus alumnos.
Si la situación de «dar clase», se define por
su incertidumbre, por la espontaneidad e
inmediatez de las acciones y pensamientos
del profesor y los estudiantes, por las
demandas inmediatas de una tarea concreta,
por la falta de ritmo para resolver de forma
reflexiva problemas imprevistos, etc.; la
planificación de la enseñanza, por su parte,
se identifica como un proceso que tiene lugar
en una situación de reflexión por parte del
profesor (o de varios profesores), por ejemplo
en la soledad de un aula vacía, o por ejemplo
en la tranquilidad (a veces) de un fin de
semana y que deriva en la identificación,
organización y solución de los problemas
derivados de anticipar las líneas básicas de
un curso de acción en el aula; lo cual viene a
representar un marco de referencia, más o
* Tomado con fines didácticos de Cuadernos de Pedagogía
menos ordena-do, para hacer y pensar
acciones y tareas en el aula.
De esta forma, la planificación de la
enseñanza por parte de los profesores y
profesoras, como ámbito de trabajo previo al
«dar clase», se constituye en un espacio
privilegiado para la valoración y
transformación de la propia enseñanza, esto
es, para la reflexión sobre lo que, como
docentes y dadas unas condiciones de
trabajo, queremos y podemos hacer en el
aula; pero también para la reflexión sobre lo
que quisimos y no pudimos o no supimos
hacer en esa aula.
En suma, se trata de una situación en la que
tratamos de organizar un tiempo —que luego
casi siempre resultará escaso—, o de pensar
en unas actividades, en unas tareas que
puedan funcionar con nuestros alumnos y
alumnas —aunque también puede suceder
que no funcionen—, o, en suma, de elegir o
adaptar aquello que vale la pena enseñar y
cómo merece la pena hacerlo.
Es cierto que, en ocasiones —y
fundamentalmente en nuestro contexto
desde el principio de los setenta y al amparo
de un formateado, en aquel entonces
novedoso, de los currícula oficiales (las
llamadas «Nuevas Orientaciones») centrado
en la definición pormenorizada de los
objetivos en forma de conductas concretas
que los alumnos deberían de alcanzar—,
tanto desde el discurso teórico como desde
las prescripciones y orientaciones emanadas
de la propia Administración educativa, el
carácter del que se ha pretendido dotar a la
planificación o programación de la
enseñanza por parte de los profesores ha
insistido mucho más en ella como técnica o
procedimiento o conjunto de pasos a aplicar
por el profesor en cualquier situación y ante
cualquier materia o disciplina (baste recordar,
como un ejemplo, la «legitimación» que se
hace, desde la propia Administración, de un
—y digo «un», no «el»— modelo de planificar
tal cual es el que evidencia la orden de
convocatoria a las oposiciones al magisterio
estatal, cuando señala lo que un Proyecto
pedagógico-didáctico de carácter curricular
«debe contemplar»); que como situación
específica desde la que el profesor o la
profesora trata de crear y adaptar un ritmo de
trabajo, unas actividades, una forma de
relacionarse con los estudiantes... y que
dentro de su aula mantenga un equilibrio
entre lo que se supone debe de enseñar y lo
que —dadas unas condiciones de trabajo—
realmente puede y sabe enseñar.
Desde esa perspectiva, mucho se ha escrito
y traducido sobre cómo el profesor debería
planificar, constituyéndose —al mismo
tiempo— la planificación o programación de
la enseñanza en una de las áreas sometidas
a un mayor intervencionismo pedagógico por
parte de la Administración; y, sin embargo,
muy poco se ha escrito sobre cómo
realmente planifica el profesor: con qué
conocimiento, definiendo qué problemas, de
qué forma trata de solucionarlos, con qué
limitaciones, etc.
Es como si tras el tema de la planificación o
programación de la enseñanza se agazapara
la creencia de que los profesores planifican
según los modelos de racionalidad descritos
por los teóricos, o prescritos por los
administradores, lo cual, como veremos,
suele alejarse bastante de la realidad.
¿Por qué investigar cómo planifican los profesores?
Durante mucho tiempo, y desde sus mismos
orígenes, gran parte de la investigación sobre
la enseñanza ha estado centrada en el
profesor, en cómo actúa el profesor, en qué
acciones en el aula podrían diferenciar al
«buen» profesor del que no lo es. En gran
medida dicha investigación se ha movido
mediante evidencias de carácter empírico,
resultado de la observación sistemática, de lo
que el profesor hace o dice en su clase,
tratando, en algunos casos, de relacionarlas,
con el mayor o menor rendimiento académico
de los estudiantes. Sin embargo, una de las
evidencias que se desprende de la
abundante investigación al respecto, es que
resulta muy difícil establecer características
de conducta, generales a todos los docentes,
y que inevitablemente generen eficacia en la
enseñanza, es decir, que aplicadas por
cualquier profesor eleven automáticamente
—al menos en la mayor parte de las
ocasiones— el rendimiento de sus alumnos.
Trabajos como el citado de Jackson, o el de
Doyle (1977), por citar algunos de los más
representativos, vienen a poner de manifiesto
la complejidad de las situaciones de
enseñanza, unas situaciones que, entre otros
aspectos, se definen por su
multidimensionalidad, simultaneidad de
acciones y pensamientos, por su inmediatez
y, en gran medida, y a pesar de la
planificación, por su imprevisibilidad.
Resultado o consecuencia de la evolución
misma de los planteamientos
epistemológicos y metodológicos de la
investigación, es el papel central que el
profesor va tomando como elemento básico y
necesario para entender «lo que sucede» en
el aula, no ya como aplicador imparcial de
técnicas y conductas «de eficacia probada»,
sino como sujeto que actúa bajo un mayor o
menor conocimiento profesional y teórico,
pero «filtrado», y en gran medida
reconstruido, mediante ese conocimiento
personal derivado básicamente de la
experiencia.
En otras palabras, de la misma forma en que,
a estas alturas, no tiene demasiado sentido
pensar en los profesores como seres que se
encuentran predeterminados de forma
natural hacia la enseñanza, en función de un
conjunto de características innatas y
personales, en aras de una vocación a toda
prueba «al servicio de la docencia»; tampoco
tiene mucho sentido pensar en los profesores
como técnicos, que al margen de ideologías
creencias, problemáticas orales y éticas, al
margen de sus propias vivencias y
experiencias, son capaces de aplicar los
procedimientos y métodos
«pedagógicamente más científicos o más
eficaces», para enseñar, en ocasiones,
aquello que otros decidieron que deberían de
enseñar, de la forma en que otros
investigaron y demostraron que se debería
de enseñar, todo ello en aras de un mejor
rendimiento académico de sus alumnos.
Por el contrario, podemos pensar en los
profesores como profesionales cuya tarea se
mueve entre la técnica pedagógica y la
capacidad pedagógica. Podemos pensar en
los profesores como profesionales que
cotidianamente se enfrentan a situaciones y
problemas cuyas solución ni es «verdadera»
ni es «única», sino que, en la mayor parte de
las ocasiones, se trata de soluciones
«posibles» y «probablemente adecuadas»
(he ahí el valor de la técnica: la capacidad de
elegir, de forma fundamentada, lo
«probablemente más adecuado»). Podemos
pensar, en fin, en los profesores como
profesionales cuya ideología, creencias
frente al mundo y la vida, experiencias y
planteamientos vitales, inevitablemente,
tienen una repercusión en una parte tan
importante de esa vida, tal cual es la que
pasan, gran parte del día y de las semanas,
frente a sus alumnos y alumnas, y en su
aula.
Es desde este marco de asunciones desde
donde, básicamente, se desarrolla toda una
línea de investigación centrada en el
problema de cómo planifican los profesores,
una línea que en su mayor parte se incluye o
forma parte de lo que se ha denominado
«investigación sobre los pensamientos de los
profesores»; porque resulta que lo que los
profesores piensan, y sobre todo, el cómo lo
piensan —cuando, por ejemplo, sentados un
fin de semana ante una mesa, en su casa, se
preguntan qué es lo que harán la semana
que viene— se constituye en una pieza
fundamental de ese puzzle —que nunca
llegaremos a terminar totalmente— que es
comprender, explicar y tratar de mejorar
aquello que llamamos enseñanza.
Tal como señalan Clark y Yinger (1980), «el
estudio de la planificación del profesor nos
ofrece la oportunidad de analizar la forma en
la que el pensamiento docente se convierte
en acción en el aula, en particular, cómo las
acciones del profesor reflejan los contextos
psicológicos, ecológicos y sociales en los que
toma sus decisiones». Esta forma de
entender la investigación supone la
utilización de metodologías y de instrumentos
de recogida de datos que nos faciliten antes
la explicación y comprensión de las
situaciones que su predicción o su
alejamiento o no de lo que se podría
considerar estadísticamente una «situación
normal», entre otros aspectos porque,
parafraseando a Eisner, los parámetros de
significación estadística no siempre coinciden
con los educativamente significativos. Y en
ese sentido, podemos hablar de
cuestionarios, análisis de programaciones
escritas, estudio de casos, entrevistas,
observaciones, pensamiento verbalizado, etc.
como metodologías comúnmente utilizadas
para describir y explicar la forma en la que
los profesores piensan y planifican su
enseñanza.
¿Cómo planifican los profesores?
Esta es una pregunta que comienza a
plantearse desde la investigación sobre la
enseñanza hace apenas veinte años, lo cual
no deja de resultar relevante, si tenemos en
cuenta que la cuestión del «¿cómo deben de
planificar los profesores?» es casi tan antigua
como la misma teoretización sobre el
currículum.
Los primeros trabajos de investigación
centrados, de forma explícita, en el estudio o
análisis de cómo planifican los profesores
son los de Taylor y Zahorick —desde el
ámbito anglosajón—, ambos publicados en el
año 70. Nos encontramos, pues, ante un
campo de la investigación didáctica
relativamente joven. «En general, el sentido
en el que los profesores piensan sobre la
planificación del currículum es inversa a
como lo hacen los teóricos», concluía Taylor
en esa investigación pionera, luego de
discutir y analizar las programaciones de un
total de 261 profesores de la escuela
secundaria británica.
Efectivamente, la observación de Taylor,
refrendada en gran medida por una gran
parte de las investigaciones posteriores,
pone de manifiesto un elemento importante y
significativo a la hora de analizar los estilos,
formas y problemas en la planificación de los
profesores: los modelos teóricos clásicos del
diseño curricular, es decir, los modelos
basados en la predeterminación minuciosa
de los objetivos de conducta a alcanzar por
los estudiantes, el llamado modelo de
objetivos de conducta o «modelo racional
medios-fines», no suele ser el esquema
utilizado por la mayor parte de los profesores
en sus planificaciones cotidianas.
En suma, cuando Taylor señala que los
profesores no siguen la lógica establecida
desde los modelos teóricos no está sino
centrándonos al objeto de la investigación: la
planificación como proceso de «reflexión-
previsión-propuesta de acción» del profesor,
de cada profesor y profesora, bajo
posibilidades y limitaciones muy concretas; y
no como aplicación correcta de una técnica o
procedimiento universal establecido desde
parámetros ajenos a la vida del aula.
Si bien como señalábamos, los primeros
proyectos de investigación que se centran de
forma explícita en la planificación de la
enseñanza por parte del profesor datan del
año 70, en los veinte años transcurridos
disponemos de un conjunto bastante extenso
de investigaciones, todo ello si atendemos a
la producción investigadora de otros países
de mayor tradición, interés y medios en
cuanto a la investigación sobre la enseñanza.
En nuestro país, aún siendo muy escasos los
estudios y análisis que se centren en el
problema especifico de la planificación del
profesor, los resultados que se derivan de
ellos son muy similares, en líneas generales,
a los obtenidos en otros contextos.
En el año 87 finalizamos un estudio inicial
sobre la planificación de los profesores de
EGB, estudio que se basó en un cuestionario
sobre aspectos relativos a la planificación de
la enseñanza, contestado por 132 profesores
y profesoras de EGB, así como cuatro
estudios de caso sobre cuatro profesoras.
Posteriormente hemos ido recopilando, por
medio de entrevistas a profesores y
profesoras, un conjunto de datos e
informaciones que vienen a completar
algunos de los aspectos y problemáticas
asociados a la planificación de la enseñanza
por parte de los profesores de EGB en
nuestro propio contexto. A continuación
exponemos algunos de esos aspectos más
significativos, así como su relación con
investigaciones realizadas en otros
contextos.
La planificación no es sólo un documento formal y escrito
Uno de los aspectos iniciales que se deriva
de la revisión de las investigaciones sobre la
planificación de los profesores, es justamente
la cautela con que hemos de acercarnos al
término «planificación del profesor», y ello
por varias razones. En primer lugar porque a
lo largo de un curso escolar podemos
observar diferentes tipos de planificación de
los profesores: escrita y mental; formal e
informal, individual y colectiva, anual,
trimestral (o quincenal o semanal) y diaria.
En segundo lugar, porque el nivel educativo
en el que se trabaja: las condiciones de
trabajo, el mayor o menor peso y carácter
específico de los contenidos, actividades,
etc., las prescripciones y orientaciones del
currículum oficial y el intervencionismo
pedagógico de la Administración... «Marcan»
de alguna forma los intereses predominantes
a la hora de diseñar la enseñanza, esto es,
facilitan unos determinados estilos e
intereses a la hora de planificar y no otros.
Por último, porque si en la planificación el
profesor «pone en juego» su habilidad, su
conocimiento teórico y sobre todo su
conocimiento experiencial, no cabe duda que
la mayor o menor experiencia del profesor,
así como su capacidad para percibir unos
problemas y situaciones y no otras, juegan
un papel básico en la planificación de su
enseñanza.
Por ello hablar de la planificación de los
profesores significa, ante todo, hablar de las
situaciones en las que un profesor piensa
sobre su enseñanza, y de los procesos de
análisis y de resolución de problemas que
ese profesor pone en juego a la hora de
prever su enseñanza. Y resulta que la mayor
parte de la planificación de la enseñanza por
parte de los profesores es mental antes que
escrita, y tiene lugar en aquellas
circunstancias y oportunidades en las que el
conocimiento teórico y experiencial ha de ser
adaptado a casos o contextos particulares, y
seguramente ese es el gran potencial de la
investigación sobre la planificación de los
profesores, tal como apuntaban Clark y
Yinger: la posibilidad de analizar cómo el
pensamiento docente se convierte en acción
en el aula. Tillema, en su investigación sobre
los procesos de planificación sobre quince
profesores de Primaria, apunta la utilización
de dos tipos de planificación: comprensiva,
como marco amplio de trabajo para prever la
acción, y progresiva, con un mayor nivel de
especificidad y basada en la información
diaria sobre la marcha de la clase. Yinger,
por su parte, y en uno de los primeros
estudios de carácter etnográfico aplicados a
la investigación sobre la planificación de los
profesores, diferencia hasta un total de cinco
niveles en la planificación de una profesora
de primer grado: anual, a término, de unidad,
semanal y diaria. Nosotros, y en referencia a
la planificación de los profesores de EGB,
nos centraremos en tres niveles de
planificación: burocrática, organizativa y
progresiva.
Una programación de carácter burocrático
Se pone de manifiesto que los profesores de
EGB suelen diseñar una programación
escrita, normalmente de carácter anual, que
suele seguir el formateado del llamado
modelo de objetivos de conducta. Dicha
programación, por otra parte, es la que suele
ser adosada al Proyecto de centro. La
utilidad de esta programación anual es
percibida por los propios profesores como
meramente «burocrática». Y ello por varias
razones, en primer lugar porque tiene lugar
antes de la entrada de los alumnos y
alumnas en el aula, y por lo tanto se realiza
desde un desconocimiento inicial del
contexto en el que se va a trabajar.
En segundo lugar porque se realiza bajo un
formateado poco útil, esto es, el mayor
esfuerzo se pone en la definición de objetivos
(en base a los programas oficiales, libros de
texto y programaciones de otros años), y en
la distribución del contenido oficial «a dar» a
lo largo del año, pero no en la definición de
actividades y tareas (preocupación
fundamental de los profesores a la hora de
«pensar en lo que van a hacer en clase), lo
cual se realizará posteriormente en las
planificaciones no anuales, y bajo la
experiencia vivida y las dificultades
percibidas con los alumnos y alumnas.
En tercer lugar se trata de una programación
que se suele tener «en el cajón de la mesa»
esperando la visita de la inspección, la cual,
dicho sea de paso, parece tener predilección
por comprobar «sobre el papel» —mediante
esa programación anual escrita— la marcha
del curso. En cuarto lugar, dicha
programación, aún teniendo en ocasiones un
carácter colectivo (compartida por
profesionales del mismo nivel), en gran
medida se encuentra determinada por las
«rutinas» organizativas de los centros
escolares, por ejemplo, los métodos y formas
de distribución de materias y/o cursos y de
adscripción del profesorado, la posible
utilización de material reproductor, o de
medios audiovisuales, la rigidez en la
utilización de tiempos y espacios, etc. Por
último, y según lo anterior, las variaciones de
un año a otro de dicha programación, y en
las mismas condiciones de trabajo (el mismo
curso y el mismo programa oficial) suelen ser
mínimas.
Las funciones de dicha planificación anual
pueden ser resumidas en las siguientes:
puesta en contacto con los programas
oficiales, definición de metas y actividades
generales, primer intento de temporalización
y distribución de contenidos, elaboración de
documento para incluir en el Proyecto de
centro y para la inspección, primer inventario
de material disponible y necesario, etc.
Programaciones para organizar el curso...
Ya sea trimestral o quincenalmente (los
profesores y profesoras de los niveles
iniciales de la enseñanza hacen una mayor
utilización de la planificación quincenal,
mientras que conforme «ascendemos» en los
niveles de la EGB, parece aumentar la
importancia y utilización de la planificación
trimestral y semanal escrita, pero menos
sistematizada que las anteriores) los
profesores suelen realizar una planificación
escrita, de carácter organizativo, en el
sentido en que, en la medida en que ya
conocen la «marcha» de la clase, tratan de
diseñar las actividades más adecuadas
según ese conocimiento, y ajustándose a los
tiempos y contenidos.
Parece ser opinión generalizada entre los
profesores que en la realidad del aula «te
encuentras con más dificultades de las que
puedes prever». El material de apoyo para
dicha programación, y dependiendo de la
experiencia del profesor, suele estar más
centrado en la propia experiencia y
observación sobre cómo funciona la clase y
en materiales de utilización por parte de los
estudiantes, por ejemplo, el libro de texto,
material audiovisual, fichas, ejercicios, etc.
Las mayores dificultades a la hora de pensar
la programación suelen centrarse en el
intento por conectar con los intereses de los
estudiantes y pensar en actividades
interesantes o no rutinarias; así como
adaptar lo planificado a un tiempo
establecido, parece como si siempre faltara
tiempo, tanto dentro del aula, como para el
trabajo individual fuera del aula
(especialmente cuando hablamos de
planificaciones de carácter colectivo).
Por último, una de las dificultades percibidas
para conectar con los intereses de los
alumnos y desarrollar actividades no
rutinarias es la falta de recursos y materiales
interesantes, y en cualquier caso originales
que se alejen del formato clásico del libro de
texto; y la extensión, percibida como
excesiva en ocasiones, de los programas
oficiales. Las funciones de este tipo de
planificación organizativa pueden resumirse
en las siguientes: adecuar la primera
planificación (anual) a la realidad, ya
conocida, del aula; revisión de la
temporalización inicial; definición más precisa
de actividades; adecuación del inventario de
material: revisión de problemas, etc.
...y planificaciones para mantener un ritmo...
Por último, mayoritariamente con un carácter
semanal, y desde un esquema informal de
planificar (no se sigue un esquema rígido y
constante, incluso en ocasiones se trata de
planificaciones mentales), los profesores
suelen diseñar a grandes rasgos lo que
harán a lo largo de la semana mediante el
análisis de lo que ocurrió la semana anterior,
y según la previsión de la planificación
quincenal o trimestral. Las funciones de dicha
planificación de carácter progresivo podrían
ser: previsión precisa de actividades, tiempos
y materiales; análisis de casos individuales y
previsión cuidadosa de dificultades;
procedimientos y problemas de evaluación,
etc. Analizando esta forma de pensar, y en
cierta medida, de reconstruir la enseñanza
día a día en el aula, podemos derivar que la
planificación de los profesores tiene un
carácter cíclico, y no lineal. Dicho carácter
cíclico viene determinado por la propia
contextualización de la planificación en
situaciones de enseñanza que,
obligatoriamente, necesitan ser revisadas y
valoradas con el fin de continuar adelante.
Planificar para improvisar...
Una de las funciones de la planificación es la
de servir como instrumento o recurso que da
seguridad y interesante y agradable para
todos; pero ya no es la marcha de la clase la
que se ve forzada a seguir la programación,
sino que es la planificación la que se adapta
a la marcha de la clase. Nos encontramos,
de nuevo, ante la planificación del profesor
como situación que tiene un carácter cíclico,
progresivo, donde poco a poco la actividad —
lo que se hace en el aula— se va
convirtiendo en la unidad de planificación y
en el eje desde el que cabe pensar cómo una
práctica tiene un sentido y coherencia.
Planificación y profesión
Planificar significa, como hemos señalado
repetidamente, pensar sobre «lo que se
puede hacen» y ello, en gran medida, viene
determinado por las percepciones que los
profesores tienen sobre «lo que se debe
hacer», y sobre sus propios alumnos, y el
contexto en el que se trabaja.
Así pues, podemos definir el proceso de
planificación de los profesores dos funciones
básicas: la de organizar o preparar un marco
para la acción en el aula, organización que
adquiere formas diferentes según la amplitud
temporal que abarca la planificación, y según
el momento del curso en el que se realice, y
la de adaptación progresiva de la enseñanza,
«lo que vale la pena» hacer, a las
percepciones del profesor sobre sus
alumnos, el tiempo, el contenido, las
evaluaciones, etc., siendo esta adaptación
progresiva el resultado de la evolución y
valoración sobre «lo que sucede» dentro del
aula.
Por lo tanto es la capacidad de «lectura» e
interpretación de la realidad, así como la
capacidad de respuesta al «qué es lo que
vale la pena hacer», lo que constituye el eje
central de una planificación que intente ser
algo más que un instrumento que guíe la
práctica en el aula; en otras palabras, un
instrumento que no sólo sea capaz de
orientarnos la acción sino que, además, sea
capaz de justificárnosla.
Y si la adaptación progresiva de la
enseñanza al propio contexto de trabajo es el
resultado de la evolución y valoración sobre
«lo que sucede» dentro del aula, parece
evidente que uno de los ejes de la reflexión
en esa planificación de los profesores, en
orden a la mejora de la enseñanza, estaría
centrada en el debate sobre las distancias
entre «lo que sucede» en el aula y lo que
«valdría la pena» que sucediera; de lo
contrario, esto es, la ausencia del debate,
podría derivar en un proceso de reflexión
cerrado a las propias perspectivas y
experiencias del profesor individual, lo cual
significaría situar el cambio y mejora de la
escuela en los estrechos límites de la
responsabilidad individual de cada profesor,
potenciando, por otra parte, el
intervencionismo pedagógico «protector» de
otras instancias de decisión y determinación
curricular, llamadas a decirle, sugerirle o
proponerle al profesor individual cuáles son
los caminos del cambio: instancias
administrativas, teóricos, libros de texto...
Con respecto a esta cuestión, nos
encontramos ante una situación que yo
denominaría como «rutina establecida» en
nuestro propio Sistema Educativo, y es la
costumbre de pensar en el trabajo del
profesor como un trabajo de carácter
individual, no ya sólo en el desarrollo de la
enseñanza interactiva, sino también en la
enseñanza preactiva; lo cual deriva, por una
parte, en la consideración de que la
planificación colectiva —entre varios
profesores—, puede realizarse sólo según lo
que he denominado «planificación
burocrática», en la medida en que se trata de
compartir unos «mínimos» por parte de
profesores del mismo ciclo, área o
asignatura; y por otra, que dicha planificación
colectiva hoy por hoy viene determinada más
por las buenas relaciones personales entre
esos profesores que por una necesidad
pedagógica y de coherencia organizativa.
Plantear el trabajo del profesor, y
especialmente en los niveles preactivos,
como trabajo individual, o mejor, como tarea
altamente individualizada, no hace sino
responder a una perspectiva de carácter
tecnologicista a la hora de atender a la lógica
del cambio y la innovación en la escuela,
esto es: el profesor individual no puede ser e!
responsable de pensar el cambio (entre otros
aspectos porque le faltan perspectivas
globales de análisis), luego otros lo pensarán
y diseñarán, y la tarea del profesor se
centrará en aplicar en su aula las técnicas y
procedimientos de cambio derivados, en
cada momento, bien del discurso
administrativista, bien del discurso cientifista,
bien de ambos a la vez (por ejemplo véase
como han variado del año 70 hasta ahora las
directrices y orientaciones sobre «evaluación
de alumnos» en los documentos oficiales, o
véase la «sobrealimentación» de
justificaciones psicológico- constructivistas en
las actuales propuestas de DCB).
Consecuencia de esta perspectiva
tecnologicista es la dependencia del profesor
con respecto a unos materiales curriculares,
que sean capaces de «traducir» la
«innovación del momento», o que sean
capaces de convertir la lógica del currículum
oficial (demasiado alejada de la lógica
practicista), en propuestas prácticas de
acción, organización temática, estructuración
de contenidos, actividades, propuestas de
evaluación, etc.
Parte, a la vez, de esa perspectiva
tecnologicista, es una estructura organizativa
que escasamente contempla, en la
distribución de sus tiempos y en la
configuración de sus espacios, el hipotético
trabajo colectivo y cotidiano de los profesores
desde el debate y planificación de su propia
práctica, lo cual, lógicamente, configura todo
un contexto para el pensamiento y trabajo de
los profesores: mi aula, mis alumnos, mi
planificación.
La pregunta, pues, no es sólo ¿qué
haremos?, sino también ¿por qué eso y no
otra cosa?, con respecto a la primera es muy
probable que baste la experiencia del
profesor; con respecto a la segunda, se hace
necesario teorizar la propia acción y eso, o
se realiza desde el debate colectivo y de
forma regular, o hay grandes posibilidades
que la planificación, quizás como otros
aspectos de nuestra enseñanza, derive en
actividad rutinaria a expensas de los grandes
diseñadores de las modas pedagógicas.
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