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Quique Hache

El mall embrujado y otrashistorias

Sergio Gómez Ilustraciones de Gonzalo Martínez

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i papá nos fue a dejar a la estación de trenes. El tren salía a las nueve y media de la noche con destino a Temuco. Hacía dos meses que habíamos planificado el viaje con Gertrudis Astudillo, mi nana; por fin conocería su ciudad natal y a su familia, aunque era como si ya los conociera por todo lo que ella hablaba del lugar y de la parentela.

Me gusta viajar. Si existiera alguna profesión como la de viajero, ésa sería la mía. Hace algunos siglos existía la profesión de explorador, pero ahora las cosas son distintas y nadie estudia algo así porque quedan muy pocos lugares por explorar. Por eso, por ejemplo, conservo mi colección de

Tintín, no se la presto a nadie, ni siquiera a León, que es mi amigo pero que tiene la mala costumbre de doblar las esquinas de las páginas de los libros para marcar dónde queda cuando deja de leer. Tintín y Milú viajan al Cong'o, al Tíbet, al oeste americano, a China, incluso la Luna. ^ .

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Y ahí iba yo, viajando a la ciudad de Temuco, 600 kilómetros al sur de Santiago, a un lugar que le gusta autodenominarse como la región de la Frontera. Si yo fuera extranjero, por ejemplo de Madagascar o de Alemania, tendría un enorme interés en un lugar que se llamara a sí mismo La Frontera. El nombre alterna con otro: Región de la Araucanía. Todos esos nombres se debían a una razón: hasta hacía poco más de 100 años el país llegaba hasta ahí; es decir, allí estaba la frontera, del otro lado vivía el pueblo de los mapuches, los que le daban la pelea a los conquistadores desde hacía muchos años, desde que habían llegado de España. Los mapuches eran un pueblo difícil de vencer hasta esa fecha, reclamaban sus tierras y no se conformaban. Un día decidieron, después de 400 años, que no daban más la pelea. Entonces se sentaron a conversar y a tratar de solucionar las cosas por las buenas. Eso significó un tratado que se llamó Pacificación de la Araucanía. Pero los mapuches lo que no sabían era que los españoles —en ese momento convertidos en chilenos—, eran expertos en conversar y convencer, en poco tiempo los tenían rodeados de ciudades, carreteras, mails, hoteles, Internet y televisión por cable, es decir estaban perdidos; ahora sí que los habían vencido sin que se dieran cuenta.

Esa era la historia resumida de los mapuches, la leí en un libro de historia antes de emprender el viaje. También leí que a fines del siglo XIX surgió la ciudad de Temuco, en plena Arau- canía, creció y se llenó de gente y de automóvi-les. Allí vivió Pablo Neruda cuando era niño. Y allí nació Gertrudis Astudillo, mi nana, quien estudió en el Liceo de Niñas, en el mismo que trabajara otra poeta, Gabriela Mistral, pero muchos años antes. Después de cuarto medio, Gertrudis

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decidió que lo suyo también era viajar y un día llegó a Santiago, la capital, donde la recibió mi mamá. Desde ese día estaba en mi casa, y yo recién cumplía un año de vida.

Las primeras horas fueron agradables en el vagón y, como en los aviones, en los trenes no se ve para adelante, sólo para el lado, entonces parece que no se avanzara a ninguna parte. Antes de apagar las-luces, nos recostamos en los asientos. Nadie más ocupaba los cercanos, así que teníamos suficiente espacio. Entonces vi a Gertru masajeándose la cara con crema, lo que la hacía parecer un fantasma o un mimo callejero.

—¿Tienes que echarte la crema justo ahora, frente a los demás pasajero? —le pregunté un poco avergonzado.

Ella ni siquiera me miró para contestar, siguió sobándose el cuello y respondió:

— Dulces sueños, Quique. Por la ventana vimos pasar pequeños pueblos con muy

pocas luces y un señor muy viejo que esperaba a alguien en el andén o simplemente paseaba por ahí mirando al tren. Me imaginé viviendo en esos lugares: no era muy interesante porque eran pueblos que parecían aburridos y lentos, donde no existían salas de cine. Pero por otra parte la vida era ordenada y tranquila; por ejemplo, si uno salía en bicicleta no era necesario llevar candados para amarrarla a un poste de la luz, porque nadie estaba pensando en robarla. Por las tardes, después del almuerzo, se dormía una siesta de media hora. Mi hermana decía que vivir en un pueblo chico era como enterrarse, claro que el único pueblo chico que ella conocía era Pucón, que no es el ejemplo de un típico pueblo.

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Y así, poco a poco, con la cadencia del Iren, me fui quedando dormido hasta que no supe nada más, como sucede cuando uno se duerme, simplemente todo se borra y viene la oscuridad hasta el otro día.

Llegamos temprano y el frío de la ciudad me hizo tiritar, mientras un inspector de ferrocarriles con uniforme nos ayudaba con las maletas. Es decir, con mi única maleta y que es también el bolso que ocupo para la clase de educación física en el liceo. Las toneladas de equipaje eran de, no podía viajar y menos a su ciudad sin lo necesario: ropas, cremas y muchas carteras.

Qué raro que mi papá no viniera a buscarnos dijo Gertru —, se suponía que tenía que venir a la estación.

Hicimos parar a un taxi. El viaje era corto, como todos los que haría en la ciudad. Las distan- tías no eran las enormes que hay que recorrer en Santiago; tampoco en Temuco existía el metro, pe ro 110 se necesita, aunque sí existía congestión por la cantidad de automóviles en las calles.

Llegamos hasta la población Pueblo Nuevo. Ias casas eran pequeñitas, pero con grandes patios llenos de árboles, como cerezos o durazneros, llegamos frente a la casa de Gertrudis. En la vereda

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nos estaban esperando dos viejecitas que sonreían como las hadas madrinas de La bella durmiente. Eran, lo supe más tarde, Nenita y Gladis, las tías de Gertru, dos solteronas que vivían felices. Nos abrazaron, sobre todo a mí; según ellas, me conocían tanto porque Gertru hablaba de mí, y por mis fotos que tenían desde que era una guagua. Me dio un poco de vergüenza porque me apretaban y me estiraban la cara como si la tuviera de hule, pero así es la gente en el sur, cariñosa, entonces no hay nada que hacer más que aguantar que a uno le jalonen la cara y se la dejen adolorida. Nenita fue la encargada de contarnos cuando Gertru preguntó preocupada por su papá: —No pudimos avisarte, Gertru, no

nos dio tiempo y tampoco queríamos preocuparte demasiado. — ¿Qué pasó con mi papá? —preguntó ella, al borde de las

lágrimas. —Está internado en el hospital de Temuco, sufrió un

preinfarto. Entonces habló Gladis, que era un poco más seria que su

hermana, más alta y huesuda: —Tuvo un problema en el trabajo. Desde hace dos años

está de cuidador del Malí Temuco, allí le vino el infarto, mientras hacía una ronda nocturna.

Desde hacía algunos años existía un malí en Temuco que llevaba ese nombre. Fue el primero de la ciudad. En los pocos años de funcionamiento había tenido muchos problemas y estaba a punto de cerrar. Sólo quedaban algunas tiendas y un supermercado. Estaba ubicado en la entrada de Temuco, muy cerca del barrio donde estábamos.

— Nosotros no queríamos —dijo la tía Nenita— que trabajara de noche, se decían muchas cosas de ese lugar, tú lo sabes muy bien.

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Se miraron entre ellas. —Tengo que ir a ver a mi papá —dijo Gertru. Estuvimos todos de acuerdo que iríamos apenas

desayunáramos. Cuando dijimos que teníamos hambre, tía Nenita y tía

Gladis pusieron cara de felicidad, como si esperaran ese momento. Pasamos a la cocina, donde estaba preparada la mesa repleta de comida. Eso era lo que me esperaba en los próximos 10 días que permanecería allí: comida. Me habían advertido que en el sur se comía bien; por eso, lo más im-portante, lo que nadie puede hacer es rechazar la comida, eso es una ofensa grave. Al menos para esas dos tías rechazar un queque de miel, una empanada de pera, un pedazo de brazo de reina, un sándwicn de palta con huevo, equivalía a un insulto.

En medio del desayuno me acordé y par darle tregua a mi estómago pregunté:

—¿Qué cosas se decían de ese lugar, del malí?

Me miraron con caras de televisión apagada. Gertru movió la cabeza como esos perros de plástico en la parte de atrás de los autos, y dijo:

—Habladurías de la gente. ¿Pero qué habladurías? —insistí.

— Cuando recién abrió el malí se corrió la voz de que el lugar estaba embrujado, que era peligroso, sobre todo por las noches.

-¿Embrujado? — Temuco me comenzó a parecer interesante: su primer malí acusado de diabólico.

—Mira, Quique —dijo Gertru, moviendo los dedos como si martillara una pared—. Sabía que esas cosas te iban

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a interesar, pero nada de investigaciones de detective aquí en Temuco, por favor. Tu papá me dejó a cargo tuyo y vamos a hacer lo que yo diga, ¿entendido?

Era tarde, había dicho la palabra clave: embrujado. Cuántos lugares así se conocen, pocos en la vida.

Nos dimos una ducha rápida y nos vestimos con parka y bufanda porque en Temuco siempre parece que comenzará a llover, y cuando lo hace, dicen, no para en semanas.

Cuando llegamos al hospital, antes de entrar a la pieza del papá de Gertru, ésta me detuvo y me advirtió:

—Te recuerdo, nada de investigaciones, en esta ciudad no se necesitan investigadores privados.

El papá de Gertru estaba en una cama; a su lado, en otra, un hombre al que habían atropellado con un carro de

supermercado, quebrándole una pierna. Cada vez que contaba lo ocurrido no podía dejar de reírse. Según él, estaba comprando un yogurt de frutilla cuando otro que andaba por ahí, al parecer muy apurado, lo pasó a llevar. Cuando se recuperara completamente demandaría al conductor del carro y al supermercado.

El papá de Gertru estaba viejo, pero tenía buena cara, algo pálido y aburrido de permanecer allí, en un hospital público. Cuando nos vio se alegró enseguida.

Lo que nos contó el papá de Gertru nr s dejó helados.

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Estaba en el hospital porque tuvo una fuerte impresión, eso le causó el infarto. Hacía su ronda nocturna por el Malí Temuco, un edificio de un solo y largo piso. El malí tenía dos guardias permanentes durante la noche. A cada hora se hacía una ronda, tanto por el papá como por su ayudante, un hombre joven. Cerca de las tres de la madrugada, el papá de Gertru escuchó ruidos justo en el centro del malí. Llevaba una linterna y un bastón para defenderse. Los pasillos estaban iluminados con poca luz, la poca que existía en ese momento comenzó a apagarse. Por delante, desde debajo de una escalera, apareció una figura transparente y fluorescente, podía ser un hombre o una mujer, no estaba seguro. Sí estaba seguro que era igual a un fantasma, al menos a los de las películas. No alcanzó a reaccionar, se quedó allí petrificado. El fantasma dio una vuelta y subió por una escalera a un patio de comida. El papá de Gertru corrió entonces despavorido por el pasillo, pero antes de llegar al puesto de los guardias le faltó el aire, no pudo más y cayó al suelo. Un día después despertó en el hospital lleno de tubos y alambres. Se sentía débil y enfermo.

—Un fantasma, uno de verdad —dije casi con un preinfarto yo también.

— Y eso que no creo en ellos —dijo el papá—, pero de que vi uno lo vi esa noche en mi ronda. Y te voy a decir algo más, Quique, pero no lo comentes. Cuando lo vi sentí miedo, pero miedo de verdad.

—No me asuste al niño —dijo Gertru. —No me asustó —dije yo asustado. El nombre del papá de Gertru es Armando. Según él,

cuando se enteraban de su nombre siempre le hacían la misma broma: «¿Armando qué? Armando silla o armando

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mesa». El mal chiste había tenido que escucharlo los últimos 30 años, así que mejor no se me ocurriera a mí repetirlo. En realidad yo estaba más interesado en el asunto del fantasma.

Lo peor era que corrían rumores de que el malí se cerraría finalmente, el negocio no funcionaba, la gente no se trasladaba hasta la entrada de la ciudad para comprar. Entonces don Armando perdería su trabajo y, como era viejo, le costaría encontrar un nuevo empleo.

Le pregunté todos los detalles de la aparición. Gertrudis movió la cabeza y miró al cielo.

— Lo único que me faltaba —enseguida le dijo a su papá—: Y usted, papá, no le meta esas tonteras en la cabeza a Quique, que no sabe cómo es de ideas fijas.

Don Armando se sentó en la cama. Debajo de la bata de hospital, su cuello era un pedazo de carne que se movía como los de algunos pájaros. Entonces dijo con cara asustada:

—Eso no es todo. A mí no es al primero que se aparece. Hace unos años, el fantasma del malí llevó al hospital a otro guardia.

Gertrudis se echó aire en los pulmones y exclamó: —Lo único que faltaba.

lmorzamos pantrucas, arrollado, lentejas con arroz y longanizas; de postre comimos flan casero y sémola con caramelo. Nunca había comido tanto en mi vida. Tía Nena y tía Gladis estaban muy felices de verme satisfecho y con una enorme panza. Después, Gertrudis se fue a buscar a su padre al hospital, y yo, para bajar la comida, dije que iría a dar una vuelta al barrio. Me subí a una micro pequeñita que llaman liebre. En pocos minutos me bajé en el malí de la entrada de la ciudad. Era un edificio alargado, como serpiente, con un amplio estacionamiento. En el único lugar que se veía gente

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era en el supermercado de la entrada. Por los pasillos del malí muy pocos pascaban, muchas de las tiendas estaban cerradas y las vitrinas cubiertas con papel de envolver o diarios. En el centro del lugar existía un segundo piso con un pequeño patio de comida. No era como los grandes centros comerciales de Santiago, pero lejanamente se parecía. Me imaginé que en aquel lugar, en el centro del pasillo, se había aparecido un fantasma y un escalofrío me recorrió el cuerpo.

Caminé hasta la playa de estacionamiento, donde encontré papeles en el suelo que decían: «Prefiera el comercio establecido del centro».

Cuando decidí regresar a la casa encontré en la entrada a cinco niños en bicicleta que me rodearon. Uno de ellos me preguntó de dónde era porque nunca antes me habían visto. Entonces cometí mi primer error en la ciudad, les dije la verdad, es decir, que venía de Santiago, y esto era el equivalente a declararles la guerra. Bajaron de las bicicletas y no me dejaron seguir. No les gustaban los santiaguinos. Yo vivía en Ñuñoa, que era como Temuco, en la calle Juan Moya, que se parecía a cualquier calle de Temuco. Comencé a preocuparme, así que les inventé otra historia: había nacido en Temuco hacía 13 años, pero me habían raptado unos tipos de un circo que me llevaron hasta el norte, hasta Antofagas- ta; de allí me rescataron los carabineros. Como nadie sabía de mis padres, uno de esos carabineros me adoptó, con él vivía en Ñuñoa, por eso ahora buscaba a mis verdaderos padres en Temuco. Agregué, como último argumento, que desde siempre me gustó Club de Deportes Temuco, el equipo de fútbol de la ciudad, aunque fuera un equipo muy malo y que siempre jugaba en la segunda división, pero lo seguía y celebraba sus escasos triunfos. Los niños de las bicicletas me

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miraron con caras de mansión del horror. No sabían si creerme o apalearme allí mismo. Pero entonces apareció otro niño, alto y delgado, fumando un cigarrillo:

—A volar, a volar —les dijo, y los de las "bicicletas huyeron espantados.

Le di las gracias. — Soy Julio Painemal —estiró la mano—. Trabajo en el

supermercado, en empaques. — Soy Quique Hache, de Santiago —dije enseguida

para dejar las cosas claras. —Lo sé. Vivo en Pueblo Nuevo, cerca de la casa de don

Armando. Supe que venía su hija con un santiaguino, que debes ser tú.

Me ofreció un cigarrillo, pero yo no fumo. — Supe lo de don Armando aquí en el

malí. —Dice que vio un fantasma la otra noche. A Julio no le extrañó demasiado. —Desde que se construyó este lugar han existido

problemas. La gente dice que suceden cosas raras. ¿Ves esos panfletos en el suelo? Los han mandado a tirar aquí para que la gente no compre en el malí y vuelva al comercio del centro de la ciudad.

—Pero eso del fantasma... —pregunté. —Por la noche lo han visto allá adentro. —¿Y qué crees tú? — Debajo de este lugar, antiguamente, existía un

cementerio de mis antepasados, los mapuches, los primeros que vivieron aquí.

—¿Los mapuches?

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— Sí. Justo aquí abajo hay un cementerio, por eso se aparece un espíritu, porque los antepasados no están conformes.

Tragué saliva y no pude evitar mirar el piso de asfalto del estacionamiento. l día siguiente nos fuimos con Gertrudis a recorrer la ciudad. Subimos el cerro Ñie- lol. De arriba vimos los techos de las casas y los edificios del centro. Gertru suspiró con nostalgia, la ciudad cambiaba aceleradamente, crecía y se extendía con nuevos barrios.

Luego, llegamos al centro. Alrededor de la plaza existían las mismas tiendas que en Santiago. Y en medio un monumento de piedra y metal recordaba a los fundadores. Estaban juntos un guerrero mapuche y un español con armadura. Gertru me dijo que la plaza de Armas le recordaba muchas cosas, así que nos fuimos al frente, a una cafetería, a tomar un helado. Ella se veía radiante y feliz, decía que cada rincón de la ciudad le recordaba momentos vividos. Yo no sé si alguna vez podré decir lo mismo de Ñuñoa, pero supongo que ocurrirá, pero después de que me embarque en un carguero y me vaya a recorrer el mundo, pase por el canal de Panamá y llegue al mar del Noi ie. Después de que me crezca la barba como a todos los marinos y consiga fumar, pero no cigarrillos, sino una pipa. Entonces, de pronto, me acordaré de Chile, de mis papás, mi nana, de León, incluso de mi hermana Sofía; bueno, de ella no me voy a acordar mucho porque a esa altura estará casada y viviendo en una ciudad enorme como Nueva York. Entonces decidiré regresar a mi patria, es decir a Ñuñoa. Mi papá no me va a reconocer cuando vuelva. Tendrá que escucharme una semana completa

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todas las aventuras que le contaré. Sólo entonces tal vez sentiré nostalgia por mi barrio, por el parque Juan XXIII, que era el lugar donde jugárnos o donde he pasado tardes de verano leyendo una novela de Jack London sobre un perro lobo, o del Estadio Nacional cuando mi papá me llevaba, antes de que las galerías se transformaran en campos de batalla. Entonces, viejo y cansado, me acordaré que Gertru sentía lo mismo por su ciudad.

Gertru me contó que estaba muy emocionada con el regreso, pero de todas las emociones la mayor era volver a encontrarse con el innombrable, es decir con Víctor, que desde ese momento había dejado de llamarse el innombrable, por eso lo había llamado por su nombre: Víctor. El era uno de sus pololos, uno de cientos, pero uno que nunca olvidó, porque era muy caballero con ella, porque le escribió lindas cartas y porque no lo volvió a ver desde que se fue de la ciudad. Ahora sería distinto, antes de llegar a Temuco se habían escrito y esperaban encontrarse, por eso ella estaba emocionadísima.

Volvimos a la casa, donde nos esperaban las dos tías con aspecto de científicos locos antes de un experimento trascendental. Detrás de ellas apareció una mesa llena de comida. Sentí que mi estómago me pedía clemencia, pero a las tías no se les podía decir que no.

Antes de sentarme a la mesa seguí hasta el dormitorio para saludar a don Armado. Luego, escuché una discusión en la cocina. Gertru hablaba con tía Gladis.

—¿Qué pasa? —pregunté cuando llegué hasta allá. —El papá, eso es lo que pasa —dijo enojada Gertru. En la mano llevaba un ejemplar de El Diario Austral

que le acababa de entregar tía Gladis.

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—Mi papá apareció en el diario. Le hicieron una entrevista en el hospital y contó que había visto un fantasma, justo lo que los periodistas querían que dijera.

La tía Gladis agregó: —Ahora, la gerencia del malí lo va a despedir por mala

publicidad para la empresa. —No tenía para qué ir a contar algo así — insistió

Gertru. En ese momento apareció tía Nenita, que

dijo: —Quique, te buscan allá afuera. Era Julio Painemal. Pedí permiso para

salir. Julio también había leído lo del diario y creía que la entrevista perjudicaría a Armando Astudi- 11o. Me dijo que venía a buscarme para presentarme a alguien. A un vecino de Pueblo Nuevo. Vivía a unas cuadras, en la calle Erciila. Así que nos fui-mos caminando, riéndonos de los santiaguinos, sin darme cuenta que yo era uno de ellos. Tocamos una puerta. Salió una mujer con mala cara.

— Qué quieren. Rápido que estoy viendo la comedia —la comedia era la telenovela de la televisión.

—Buscamos al Cortado —dijo Julio. —En el taller —dijo la mujer y cerró

la puerta sin decir nada más. El taller estaba a unos metros de la

casa, detrás de un portón de madera. Antes de entrar le pregunté a Julio quién era el Cortado.

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—El Cortado fue el primero. — ¿El primero de qué? —El primero que vio al fantasma del

mall.

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1 Cortado tenía ese nombre porque trabajó muchos años en ferrocarriles, donde sufrió un accidente en el que perdió el dedo meñique de una mano. Desde ese día le llamaron El Cortado. Estaba retirado y se ocupaba de arreglar bicicletas en un pequeño taller en el patio de su casa. Llevaba un overol y un cigarrillo pegado a la boca. Mientras lijaba el marco de una bicicleta que esperaba pintar, nos contó que después de ferrocarriles le ofrecieron ese trabajo de guardia en el malí recién inaugurado. Él aceptó a pesar de tratarse de un trabajo nocturno. Sólo dos meses después comenzaron los problemas, sobre todo de noche, primero con ruidos extraños, risas y carrerones por los pasillos cuando el malí estaba cerrado.

—Por las noches el lugar quedaba vacío, entonces hacía mis rondas. A veces escuchaba ruidos, voces que me empezaron a preocupar y a enfermar de los nervios, hasta que un día se me apareció...

—¿Qué apareció? —le preguntamos intrigados con Julio.

—El fantasma. —Te lo dije, uno de mis antepasados; ahí está la

explicación —dijo Julio. —Era un figura, un hombre que brillaba, pero a la

vez era transparente, caminaba lentamente por los pasillos. Cuando lo vi me dio tanto miedo que salí corriendo.

—Lo mismo que vio don Armando —dije. El Cortado dejó de lijar, se despegó el cigarrillo de

la boca, alcanzamos a ver su mano de cuatro dedos antes de que dijera muy serio:

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— Mejor no jueguen con lo que ocurre allí, es algo delicado.

Tragamos saliva y salimos del patio-taller. Julio insistió que la explicación para él era muy clara, y para probarlo lo mejor era visitar a su abuelo. En el cielo, nubarrones negros anunciaban que llovería muy pronto; el aire estaba fresco, muy distinto al de Santiago.

Nos subimos a una micro muy colorida. L a gente arriba conversaba alegre y desde la radio emei gían rancheras y corridos mexicanos; luego, escuchamos a un locutor que imitaba el acento mexicano. A mí eso me pareció muy divertido. Julio me explicó:

—Es que esa radio la escucha mucha gente, sobre todo en el campo, donde les encanta la música mexicana.

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Me contó que sus padres estaban sin trabajo, por eso él había dejado de estudiar, al menos por ese año; trabajaba empaquetando en el supermercado, pero esperaba entrar a estudiar a la Industrial una carrera técnica como mecánica, le gustaban los autos y el olor a aceite y a bencina. Me dijo que no conocía la capital, pero tampoco le llamaba la atención, pues la gente de Santiago andaba muy apurada y siempre se aprovechaban de los provincianos. A veces lo molestaban por ser mapuche, pero, en general, sentía un orgullo especial por serlo. En su pieza, colgada en la pared de su cama, tenía una gran bandera mapuche con colores muy alegres. Su héroe máximo era Lautaro, un joven guerrero mapuche que había combatido a los españoles con mucha inteligencia, había vivido como un empleado de ellos sólo para estudiar a sus enemigos. Aprendió, por ejemplo, a montar a caballo y, cuando pudo, huyó y se transformó en una pesadilla para los españoles. Pero, como todos los héroes, finalmente fue traicionado, capturado y asesinado.

Entonces le pregunté a Julio si él se consideraba chileno o mapuche. Pensó un buen rato, mientras la micro pasaba un largo puente. Abajo corría el río Cautín. Entonces respondió:

—Soy más mapuche que chileno —dijo. Yo hice ahora una larga pausa antes de

hablar: —Pero entonces tú y yo no podríamos ser amigos

porque yo soy chileno; es decir, somos enemigos. Nos quedamos mirando como debieron mirarse Lautaro

y Pedro de Valdivia. En ese momento, sin que nos pusiéramos de acuerdo, comenzamos a reírnos, y fue tanta la risa que contagiamos a algunos pasajeros que también se reían, pero sin saber por qué. Entonces comprendí que la

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gente que vive en el sur es de risa fácil y que ese es el mejor comienzo para resolver todos los conflictos, como los que existen entre mapuches y chilenos.

Llegamos hasta una comuna apartada, al otro lado del río, llamada Padre Las Casas. Tuvimos entonces que esperar que la micro saliera del límite de la comuna para bajarnos. Más allá se veía el campo y al fondo la carretera Panamericana. Nos acercamos por un camino de tierra a la chacra del abuelo de Julio.

El abuelo se alegró de vernos. Dijo que vivía allí en la falda de un cerro, que sus tierras fueron muy extensas en una época, pero se vio en la obligación de venderlas; ahora tenía sólo esa pequeña chacra, donde cultivaba lechugas y porotos verdes.

—Quique Hache, de Santiago —me presenté. —Moisés Painemal Huincamal, para servirle —dijo el

abuelo. Nos dio un paseo por su propiedad. Vimos unas

gallinas aburridas y un chancho algo flaco. También, en el jardín, unas plantas de fruti- Ilas que crecían en verano y un gran manzano. Cuando le pregunté qué tipo de manzanas crecían de ese árbol, el abuelo dijo:

— «Cabeza de niño», así se le llama a esas manzanas por lo grandes que son.

Luego, nos fuimos a sentar en la puerta de la casa. No hacía frío, pero en el horizonte las nubes negras preparaban el ataque final. El abuelo Moisés cebó el mate y se fue a sentar con nosotros cargando una tetera. También trajo un enorme pan amasado que cortamos en varias partes y que comimos con tomate-

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Julio le contó lo que ocurría en el Malí Temuco, cómo había vuelto a aparecer el fantasma. El abuelo nos dijo:

— Si ustedes miran para allá —indicó, al otro lado del río, a la ciudad, sus casas, los edificios lejanos. En ese momento aterrizaba un avión en el aeropuerto, que estaba a pocos kilómetros de allí—. Toda la ciudad está construida sobre nuestros antepasados. Yo no estoy de acuerdo con los conflictos, pero sí con el respeto. Si todos nos tratáramos con respeto nada de esto pasaría.

—Pero ahora tenemos ese aparecido —dijo Julio—, Dígame, abuelito, ¿qué hacemos?

—Pero entonces tú y yo no podríamos ser amigos porque yo soy chileno; es decir, somos enemigos.

Nos quedamos mirando como debieron mirarse Lautaro y Pedro de Valdivia. En ese momento, sin que nos pusiéramos de acuerdo, comenzamos a reírnos, y fue tanta ia risa que contagiamos a algunos pasajeros que también se reían, pero sin saber por qué. Entonces comprendí que la gente que vive en el sur es de risa fácil y que ese es el mejor comienzo para resolver todos los conflictos, como los que existen entre mapuches y chilenos.

Llegamos hasta una comuna apartada, al otro lado del río, llamada Padre Las Casas. Tuvimos entonces que esperar que la micro saliera del límite de la comuna para bajarnos. Más allá se veía el campo y al fondo la carretera Panamericana. Nos acercamos por un camino de tierra a la chacra del abuelo de Julio.

El abuelo se alegró de vernos. Dijo que vivía allí en la falda de un cerro, que sus tierras fueron muy extensas en una época, pero se vio en la obligación de venderlas; ahora tenía

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sólo esa pequeña chacra, donde cultivaba lechugas y porotos verdes.

— Quique Hache, de Santiago —me presenté. —Moisés Painemal Huincamal, para servirle —dijo el

abuelo. Nos dio un paseo por su propiedad. Vimos unas

gallinas aburridas y un chancho algo flaco. También, en el jardín, unas plantas de frutillas que crecían en verano y un gran manzano. Cuando le pregunté qué tipo de manzanas crecían de ese árbol, el abuelo dijo:

— «Cabeza de niño», así se le llama a esas manzanas por lo grandes que son.

Luego, nos fuimos a sentar en la puerta de la casa. No hacía frío, pero en el horizonte las nubes negras preparaban el ataque final. El abuelo Moisés cebó el mate y se fue a sentar con nosotros cargando una tetera. También trajo un enorme pan amasado que cortamos en varias partes y que comimos con tomate-

Julio le contó lo que ocurría en el Malí Temuco, cómo había vuelto a aparecer el fantasma. El abuelo nos dijo:

— Si ustedes miran para allá —indicó, al otro lado del río, a la ciudad, sus casas, los edificios lejanos. En ese momento aterrizaba un avión en el aeropuerto, que estaba a pocos kilómetros de allí—. Toda la ciudad está construida sobre nuestros antepasados. Yo no estoy de acuerdo con los conflictos, pero sí con el respeto. Si todos nos tratáramos con respeto nada de esto pasaría.

—Pero ahora tenemos ese aparecido —dijo Julio—. Dígame, abuelito, ¿qué hacemos?

— Nada se puede hacer. Es decir, habría que hácer una ceremonia para convencerlos a ellos, a los espíritus, de que

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vuelvan a descansar; pero eso nunca se va a hacer, porque no hay respeto, la gente no se respeta ni respeta las creencias ajenas.

Nos quedamos pensando en lo que decía el abuelo Moisés. El avión había aterrizado en el horizonte. Una gallina picoteó mi zapatilla. Y las primeras gotas de lluvia cayeron tímidamente. Entonces, el abuelo entró a su casa de madera, aunque volvió enseguida con un collar de hilos y ramas.

— Al menos pueden calmar al aparecido con este collar; debe estar muy enojado.

Nos despedimos con el regalo. Volvimos caminando hasta encontrar una micro.

—No tenemos paraguas —dije. Julio se rió. — Aquí nadie usa paraguas, estamos acostumbrado a

que llueva todo el año. sa noche comenzó a llover de verdad; es decir, no una lluvia

que dura unos minutos como en la capital y que lo anega todo para que más tarde se convierta en una gran noticia en la televisión, sino una lluvia torrencial, potente, que golpeaba los techos y parecía que iba a arrancar la casa entera, una lluvia con viento que parecía tocar batería. Nunca antes había visto y escuchado algo así y me dormí feliz, doblado en una tonelada de frazadas que olían a lana cruda.

Por la mañana seguía la lluvia, había durado sin detenerse la noche entera. Cuando me levanté, don Armando me llamó a su pieza. Estaba sentado en la cama mientras tomaba una taza de leche caliente.

—¿Cómo se siente, don Armando? —Bien, pero un poco aburrido. — Se le ve con mejor cara.

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—¿Cómo va la investigación? —me preguntó—. Hay que averiguar sobre ese fantasma, Quique, si no voy a perder definitivamente la pega.

—Es difícil probar algo así; quiero decir, que existan los fantasmas.

—Yo no sé si existen o no, pero que vi algo esa noche nadie me lo saca de la cabeza.

—Tal vez si se acuerda de algún detalle que me pudiera servir...

Don Armando se rascó la cabeza para hacer memoria. Me senté a escucharlo en una silla cerca de la cama.

—Esa noche estaba con Ramiro, mi ayudante. Cada cierto tiempo hacía una ronda por los pasillos, que son largos y con poca luz. Todo era normal al principio. Cuando me acerqué al patio de comida empecé a escuchar unos ruidos como de voces y carreras. Me acuerdo que en ese momento algo me distrajo. En el piso encontré una llave. Pensé que era una de las mías, que se me había caído. Vi cómo pestañeaban las luces. Entonces, por delante, apareció, a menos de 10 metros, justo adelante, esa figura de luz semitransparente. Corrí con todas mis fuerzas. Pero antes de llegar a la guardia sentí un dolor en el pecho y caí.

— Y esa llave que encontró, ¿todavía la tiene?

—Esa noche me la eché al bolsillo —el abuelo abrió el cajón del velador y mostró una llave—. Tengo llaves de todo el malí, pero las mías son de colores y no como ésta. Debió caérsele a alguien, cuando hicieron el aseo no se dieron cuenta y quedó en el piso.

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—Me la voy a llevar... Dígame, don Armando, ¿a quién podría perjudicar el asunto del malí embrujado? He visto que no todos están contentos que exista. mapuches, que alegan porque se construyó sobre un cementerio indígena. También los comerciantes del centro, que no les gusta que la gente acuda al malí y no a sus negocios.

—¿Podría hablar con su ayudante? —No hay problema, Ramiro es de mi absoluta

confianza, se quedó a cargo de todo en la guardia; dile que vas de parte mía.

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unca he creído en fantasmas. Me gustan las películas de fantasmas. Me gusta que me dé miedo con esas películas porque sé que los fantasmas no existen. O al menos lo sabía hasta que fui a Temuco. Mi papá, una vez, me contó una historia verdadera de fantasmas, una que había vivido él. Cuando era niño, en La Serena, lo invitaron a un paseo de curso. Se irían a una playa del litoral. Ese día se levantó al amanecer. Lo fueron a dejar a la plaza donde los esperaba un bus. Pero antes su padre, mi abuelo, debió pasar a buscar algo a otro lugar. Mi papá se quedó en el auto con mucho sueño, tanto que comenzó a dormirse. Entonces, de pronto, todavía en la se- mioscuridad del amanecer, sintió que la puerta de; auto se abría, alguien lo tomaba de la mano y lo hacía caminar por la vereda. No supo cómo llegó a una casa muy vieja, y allí, en el portal de esa casa, se quedó dormido profundamente. Soñó que jugaba con otro niño. Mientras tanto, el padre de mi padre volvió al auto pero no encontró a su hijo. Lo buscó por todas partes sin resultados. Por supuesto se preocupó y fue a llamar a los carabineros. A media mañana, cuando el bus con los demás compañeros de curso había partido al paseo, lo encontraron durmiendo en el portal de esa casa antigua. No supo explicar cómo llegó hasta allí y no se atrevió a contar lo que ocurrió, y menos ese extraño sueño. La sorpresa vino más tarde. De regreso del paseo a la playa, el bus que traía a sus compañeros de curso tuvo un accidente. A muchos de esos niños debieron llevarlos heridos al hospital. Ninguno se murió, pero fue un tremendo accidente. Mi papá quedó impresionado, pero no dijo nada y se guardó todo lo que había ocurrido. Cuando creció, antes de irse definitivamente a Santiago, decidió investigar. Llegó hasta el portal de aquella casona vieja donde durmió esa

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mañana, pero después de más de 10 años no la encontró, es decir encontró un edificio nuevo de departamentos. Demoró unas semanas en descubrir a un antiguo vecino de la cuadra que le contó que aquella casa la habían derribado hacía cinco años. A mitad de siglo la había habitado una familia con un hijo, pero la familia se trasladó al extranjero después de que ese único hijo muriera de tifoidea a los 11 años. Mi padre quedó impresionado, era la misma edad que él tenía ese año del accidente. Entonces concluyó que aquel niño fantasma lo había salvado impidiendo que llegara a encontrarse con sus compañeros en ese paseo que terminaría mal. La historia la repetía mi papá todos los años. Y todos los años le agregaba algún nuevo detalle. Para él era su historia más importante, la más personal y de la que no se debía dudar, aunque mi mamá, cada vez que comenzaba con «cuando yo tenía i i años en La Serena me ocurrió algo increíble...», movía la cabeza aburrida de escucharlo una y otra vez con lo mismo.

En el taller del Cortado me prestaron una bicicleta. Me fui entonces al malí. Llovía menos, aunque las calles continuaban mojadas. En la oficina interior encontré a Ramiro, un tipo joven con pinta de hip-hopero pero que debía vestirse de guardia para trabajar en el malí. Su ropa la debía guardar porque a sus jefes no les gustaban sus gorros, sus poleras extra large de'basquetbolistas, los collares y las cadenas para el celular. Trabajaba como guardia y los fines de semana ponía música en una discoteque a la salida de la ciudad. Había trabajado desde muy niño y nunca había tenido vacaciones.

Mientras hablábamos escribía en un libro, donde debía anotar lo ocurrido la noche anterior.

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. —¿Como está el viejito Armando? Mira que venirle toda esa tontera —dijo mientras escribía.

—¿Qué crees que ocurrió esa noche? —pregunté. — Antes déjame decirte algo: los periodistas son los que

revolvieron esto, por culpa de ellos tal vez don Armando jubile anticipadamente y yo me tenga que ir con él.

— Voy a averiguar lo que pasó. —Desde esa noche sólo hago guardia por

aquí cerca de la oficina, no me atrevo a ir más lejos en los pasillos.

—¿Entonces crees que existe ese fantasma? — Algo raro existe, pero la administración del malí me

vino a advertir que no debía abrir la boca. Se escuchan ruidos, pero yo no soy tan valiente como don Armando, así que no voy a salir a ver.

Entonces se me ocurrió una idea: —¿Qué te parece si esta noche vengo con un amigo,

pasamos la noche por acá y descubrimos ese fantasma? —¿Estás seguro? Pero yo no respondo por lo que les

pase. —No tenemos para qué contarle a nadie

—dije. — Si es para ayudar a don Armando Astu- dillo puedo

hacer cualquier cosa. Él me consiguió esta pega. Eso sí, no me pidan que los acompañe a saludar a ese fantasma.

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uando llegué a la casa comenzó otra vez a llover muy fuerte. Las tías se habían ido a la iglesia, a la misa de las siete de la tarde. Gertrudis estaba feliz y se peinaba ante un espejo. Cuando le pregunté por qué la alegría me dijo que había hablado esa tarde por teléfono con Víctor, el ex innombrable, el que ahora sí se podía nombrar todos las veces que se quisiera. Acordaron reunirse en la plaza, pero no en la de Armas, sino en una llamada Aníbal Pinto, a unas cuadras de la primera. A la cita, según Gertru, tenía que ir yo y servir de testigo porque ella estaba nerviosa. No tenía escapatoria, así que al día siguiente debía acompañarla a su cita con el pasado.

Aproveché de que las tías no estaban para escabullirme a mi dormitorio, sentía mi estómago estirado y débil de tanto comer. Me perdí unas sopaipillas con chancaca, un pedazo de queque mármol y unos arrolladitos de masa con mermelada de membrillo, la especialidad de tía Neni- ta. Le dije a Gertru que estaba cansado y me fui a dormir antes de las nueve de la noche. Ella no sospechó nada porque estaba ilusionada con su propio panorama del día siguiente.

Mientras escuchaba esa lluvia tan contundente y alharaca me quedé dormido temprano, así también descansaría pues me esperaba una larga noche.

A las dos de la madrugada me despertó un ruido en la ventana. Era Julio. La lluvia parecía más suave pero seguía persistente. Me vestí con una gran parka y bajé por la ventana sin hacer ruido.

En la calle, arriba de las bicicletas, con Julio revisamos lo que llevábamos: linternas, una cámara fotográfica y los

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collares especiales con poderes antifantasmas que nos confeccionó el abuelo Moisés.

El recorrido bajo la lluvia hasta el malí nos dejó empapados. A esa hora el recinto lucía aterrador, como una serpiente moviéndose en la oscuridad. Sólo algunas luminarias de la extensa playa de estacionamiento estaban encendidas. En la entrada del malí estaba la oficina de los guardias. Nos acercamos sin hacer ruido. Dejamos las bicicletas. Ramiro miraba una película en un DVD, una de guerra, con muchos disparos y explosiones. Cuando entramos, de la impresión se cayó de la silla.

— Avisen, casi me matan del susto —dijo, sobándose adolorido.

Nos pusimos ropa seca que traíamos en las mochilas. —Ramiro, ¿a qué hora más o menos se aparece ese

fantasma? —pregunté. —Como a las tres de la madrugada, o sea — miró su

reloj— en 40 minutos más. Pero les aviso que yo de aquí no me muevo; de fantasma no quiero saber nada.

Nos preparamos. En la galería del pasillo central todo estaba en una semioscuridad que aterraba de sólo mirarla. A esa misma hora podría estar en la cama lleno de frazadas, feliz y calientito, soñando que era el jefe de una expedición a Birmania en busca de un elefante blanco, lo que me haría fa-moso, CNN me entrevistaría para todo el mundo, y, en un inglés que no dejaría contento a rniss Elena mi profesora de este idioma—, diría: «Sankiu y viva Chile», y levantaría las manos y mostraría la única fotografía conocida del elefante blanco de Birmania que acababa de descubrir. Pero, en cam-bio. estaba en medio de un pasillo oscuro en busca 11<- ilgo muy diferente, en busca de un fantasma.

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Encendimos la linterna. En realidad, Julio <11. ( lidió una de las linternas directo en mis ojos, lo (|iie me dio un tremendo susto. Le dije que no volviera a hacerlo, desde ahora yo manejaría la linlt nía. Julio se ofendió y dijo:

I .os de mi raza no tenemos miedo. ¿Sí? —pregunté sin creerle. —Bueno, un poco. — Los de mi raza —le dije— estamos muertos de

miedo. Faltaban pocos minutos para las tres de la madrugada,

así que nos detuvimos en el centro de la galería. Arriba estaba el patio de comida. Decidimos esperar sentados en un banco. Ni siquiera la lluvia del exterior se escuchaba en ese lugar. Todo estaba oscuro.

Después de diez minutos que parecieron muy largos, de pronto vimos a lo lejos parpadear las pocas luces de los pasillos, hasta que definitivamente se apagaron completamente. Nos pusimos de pie, casi abrazados Julio y yo. Entonces, cerca de la escalera que conducía al segundo piso, apareció una pequeña luz verde que enseguida se transformó en azul. En esa luz vimos formarse una figura, un hombre, uno que medía dos metros, transparente y luminoso, y que avanzaba como si flotara. Retrocedimos. Levanté la cámara fotográfica, pero los nervios hacían que mis dedos se resbalaran. La figura luminosa se acercaba. Julio me apretaba uno de los brazos. Finalmente se me ocurrió levantar el collar antifantasmas, pero la figura no se detuvo ni un centímetro. Ese fue el momento en que comprendimos que lo más sen-sato en esos casos, y más o menos en todos los casos semejantes, era huir vergonzosamente. Así que con dos gritos

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bastante femeninos, Julio y yo salimos corriendo despavoridos hacia la entrada del Malí Temuco.

Cuando llegamos el corazón me rebotaba como bombo en el estadio. Julio tenía los pelos de la cabeza levantados y nuestros ojos parecían loza china. Le gritamos a Ramiro, quien apareció detrás de la puerta. Por supuesto se negó a dar un paso hacia los pasillos. Entramos a la oficina y cerramos con llave, candados y seguro, y nos quedamos allí tratando de calmarnos.

Nos considerarían unos cobardes por todo esto; en realidad lo éramos. Pero hay que estar frente a un fantasma de verdad como para dar una opinión. Nosotros habíamos estado a tres metros de uno y no se podría calificar como una experiencia grata.

Una hora después decidimos regresar a la casa.

En el camino de vuelta las calles estaban vacías. Sólo vimos pasar a los camiones que abastecían a los grandes supermercados. Toda la ciudad dormía sin preocuparse de apariciones.

Antes de despedirnos le pedí a Julio q^e no contara nada de lo ocurrido, necesitaba aven guar algo más antes del siguiente paso que daríamos. Julio dijo que estaba tan impresionado con lo que había visto, que seguro mañana se quedaba mudo. Lo que más sentía, en todo caso, era que los collares de su abuelo no habían servido de nada.

pesar de todo dormí hasta tarde. Desperté con muchas preguntas en mi cabeza, pero no dije nada. Me duché y acepté el desayuno: una paila de huevo, queso en

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marraqueta, un plato de harina tostada con agua hirviendo, azúcar y miel.

Don Armando se levantó también, estaba cansado de la cama. Se sentía mejor, algo débil, pero podía ponerse en pie y así salir a conversar con sus vecinos. Quien se demoró en aparecer fue Gertrudis. Estuvo probándose toda la mañana vestidos para su encuentro con Víctor. Por fin llegó con unos jeans muy ajustados y una polera que decía: «Pan de azúcar». La miramos como si se hubiera equivocado y en vez de despertarse en Temuco, capital de la Araucanía, en pleno invierno, lo hubiera hecho en Miami Beach. Ella levantó los hombros y dijo: -¿Y? "

La lluvia, mágicamente y sólo para ayudar a Gertru, desapareció por el momento. Recorrimos en un taxi avenida Caupolicán y doblamos hasta encontrarnos con la plaza Aníbal Pinto. Nos sentamos en un banco, que según Gertru era el mismo donde siempre se sentaba con Víctor después de tomar helados en la Confitería Central de calle Bulnes. Esperamos 10 minutos en los que ella me preguntó 34 veces cómo se veía. Por mi parte, quise saber cómo era el tal Víctor.

—Es muy flaco y buen mozo —dijo ella. Cuando apareció un señor muy gordo, con una barriga

que parecía una mochila al revés, ninguno de los dos lo reconoció. Del Víctor que recordaba Gertrudis poco quedaba. Pero lo peor estaba por venir, es decir llegó con el gordo Víctor, pues junto a ese Víctor irreconocible caminaban de la mano dos niños de no más de seis años cada uno.

—Mis dos hijos —los presentó. Gertrudis no podía salir del asombro. No sé si por ver

gordo y mofletudo al ex ñaco de Víctor o porque dijera «mis

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dos hijos». Víctor le contó que hacía siete años se había casado con Matilde, una ex compañera de Gertru. En realidad, y eso lo supe más tarde, ambas se odiaban desde el liceo. El asunto era que ahora Víctor y Matilde eran felices, ambos engordaban sin remordimientos, ella era buena cocinera, trabajaba en el Hotel La Frontera, el más importante de los de la ciudad. Para coronar el pastel, Víctor le confidenció arrugando los ojos, como si fuera un tierno secreto, que habían «encargado» otro hermanito para los dos que teníamos allá delante.

Por supuesto y como siempre, Gertrudis Astudillo se comportó a la altura de las circunstancias, como si todo eso fuera normal, como si nada le sorprendiera y fuera natural encontrarse a su ex novio, el idéntico a Brad Pitt, convertido en el Profesor Barriga, además de inmensamente casado y feliz. Yo sabía, en cambio, que por dentro Gertru sufría; la culpa, otra vez, la tendríamos nosotros los hombres.

Una hora más tarde estábamos en una cafetería, sólo ella y yo, llorando las penas frente a dos cafés con leche. Al final concluyó con su frase habitual, una que, a la larga, siempre la hacía entrañable para mí, una que me servía siempre de ejemplo de cómo comportarme en la vida y cómo superar las adversidades:

— Una decepción más en la vida, Quique, una más, que le hace el agua al pescado.

omo no quería volver todavía a la casa, le dije a Gertrudis que me quedaría un rato por el centro. Ella se fue por calle Bulnes contorneándose muy digna, atrapando las miradas de los oficinistas y taxistas, del carabinero de la esquina y del quiosquero. Porque una cosa era tener mala suerte en el amor y otra la certeza de una nueva oportunidad.

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Me quedé recorriendo las calles. Cerca del mercado municipal encontré una cerrajería. Entré y le mostré al empleado aquella llave que don Armando había encontrado en el suelo momentos antes de que apareciera el fantasma del malí.

—A ver —me dijo, examinando la llave—. Estas son llaves modernas, no se venden en cualquier parte.

—¿Pero a qué puede corresponder? —No sabría decirte, pero parece una llave eléctrica. —¿Cómo eléctrica?— Me refiero a que no se usa para abrir puertas, sino

para paneles eléctricos, por ejemplo. —Muchas gracias —dije y salí de allí. Regresé a la plaza de Armas y pregunté dónde estaban

las oficinas del diario de la ciudad. El Diario Austral estaba frente a la plaza. Necesitaba ver archivos antiguos. Me pidieron mi carné de identidad y pasé hasta los archivos, donde permanecí casi dos horas.

Durante el almuerzo estábamos todos en la mesa. Sólo Gertrudis tenía una cara larga que llegaba al suelo, pero los demás nos reíamos de los chistes que tía Nenita contaba.

—Como siempre, la comida está deliciosa —dije. —Qué bueno que te guste —dijo tía Gladis, satisfecha. —Así engordas un poco antes de volver a Santiago

—dijo tía Nenita. —¿Qué te pasa, Gertrudis? Estás en la luna —preguntó

don Armando. —Perdón, estaba pensando en... otra cosa —dijo ella. Yo sabía en lo que estaba pensando en ese momento.

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Entonces, don Armando se limpió la boca con una servilleta de género y dijo:

—Les aviso que esta noche regreso al trabajo. —Pero, papá, usted está todavía en reposo. —Tengo que probar que no mentía con lo que me

ocurrió, y la única forma es que me enfrente a esa cosa. —Pero esa cosa como la llama usted no existe —dijo

Gertru. —Yo creo que es una buena idea —uije. —No te metas, Quique —me detuvo Gertrudis. Aproveché de ir más lejos y le dije al papá de Gertru: —Quiero pedirle un favor, don Armando. —Dime, Quique. —Quiero acompañarlo esta noche en su ronda

nocturna. — De ninguna manera, sobre mi cadáver, primero

muerta —dijo Gertrudis.

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Nos preparamos con don Armando para la noche. Mientras nos vestíamos de la mejor manera aproveché de hacerle algunas preguntas:

—Dígame, ¿cuál es el apellido de Ramiro, su ayudante? — Loyola, ¿por qué lo preguntas? —Por nada —dije. Gertrudis no quiso hablar conmigo y se encerró en su

dormitorio a escribir su diario de vida. En realidad no llevaba ningún diario de vida, sólo se le ocurría escribir cuando le sucedían cosas tremendas como la que acababa de ocurrir con Víctor, así se desahogaba.

A las nueves de la noche estábamos listos para iniciar el turno de guardia en el Malí Temuco.

Cuando llegamos nos quedamos en la oficina jugando a las cartas. Ramiro y don Armando eran muy buenos. Después, Ramiro contó algunos chistes que nos hicieron reír. Los tres estábamos un poco nerviosos por lo que vendría, pero tratábamos de que no se notara.

En un sillón de la oficina me eché a dormir un rato. Desperté a las dos de la madrugada. Todavía quedaba una hora para la aparición. Entonces nos preparamos. A las tres en punto haríamos una ronda completa por el malí, don Armando y yo. Ramiro se quedaría en la oficina.

Cuando llegó la hora le pregunté al papá de Gertru si se sentía bien.

— Súper —me respondió, y salimos al pasillo central. Caminamos lentamente con dos linternas. Cuando

llegamos hasta el otro extremo del malí, nada extraño había ocurrido. Pero entonces vimos por los ventanales siluetas que corrían por el exterior> Don Armando dijo:

—¿Viste lo que yo vi?

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Apenas alcancé a decirle que sí, pues la voz me salía como desde los zapatos.

Seguimos avanzando de regreso hasta el centro del malí, donde antes se había aparecido el fantasma. Nos detuvimos allí y esperamos. Entonces la iluminación pestañeó y se extinguió por completo en el pasillo. Enseguida apareció una luz verde que se convirtió en azul frente a nosotros, la que formó una figura que parecía un hombre con un sombrero. Don Armando tragó saliva. Yo tragué saliva.

— Quique —dijo susurrando don Armando— no deberíamos salir corriendo ahora.

—No —respondí, y enseguida con voz más alta dije — : Luz...

— Sí, sí, la vi, esa luz es el fantasma. No me había entendido. La aparición brillante y

transparente pareció darse cuenta y comenzó a avanzar hacia donde nos encontrábamos. Con el papá de Gertru comenzamos instintivamente a retroceder. Entonces, otra vez grité con más fuerza:

—Luz. Don Armando debió creer que me había trastornado,

que la aparición me había hecho perder los sesos. En ese instante aparecieron casi 10 sombras por la escalera del patio de comida del segundo piso. Luego, escuchamos carrerones y el sonido del interruptor que provocó que todas las luces del malí, incluidas las de las vitrinas, se encendieran de pronto. Así, como todo se iluminó la figura del fantasma se desvaneció, como si la tragaran desde el techo. Por delante de nosotros apareció Julio Painemal y otros 10 mapuches con cintillos en la cabeza y bastones. Dos de ellos traían atrapado de los brazos a Ramiro.

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—Parece que encontramos al fantasma del malí —dije cuando Ramiro llegó hasta donde estábamos

—No entiendo —dijo don Armando. — Don Armando, este es mi amigo Julio y su gente

—dije, presentándolo. — Pero Ramiro... —balbuceó don Armando. — Cada vez que aparecía el fantasma había una

disminución del voltaje de la electricidad del malí —le expliqué—. Desde el segundo piso, Ramiro conectaba un proyector de rayo con el que imitaba una figura como la de un fantasma. Los mismos rayos que usaba los fines de semana en la discoteque.

—Pero... —dijo don Armando. Le enseñé la llave que me había pasado y que había

encontrado en el piso del malí. —Tenía razón con esta llave. Con ella se accede a los

paneles de control de luces de todo el malí, ahí instalaba su equipo.

— ¿Pero Ramiro para qué querría hacer algo así? — Todo tiene que ver con su apellido, Lo- yola, ¿no es

verdad, Ramiro? Ramiro movió la cabeza mientras lo sol- laban para que

hablara. —Yo no quería causarle un daño a usted, ilon Armando,

se lo prometo. Me adelanté y dije: —Estuve esta tarde en El Diario Austral icvisando los

archivos. Encontré la noticia cuando recién se inauguró el malí, el caso del guardia i|ii< vio el fantasma en esa época: el Cortado, cuso nombre completo es Eduardo Loyola.

Ramiro se adelantó ahora:

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— Es cierto, el Cortado es mi papá. La empresa lo echó y nadie le creyó, por eso aproveché que tenía este equipo de luces de la discote- que para usarlo y hacer creer en el fantasma otra vez. Mi papá sufrió mucho y quería que se le reconociera. Pero le juro, don Armando, que no era nada contra usted.

— Está bien. Ramiro. De todas maneras este trabajo no va a durar mucho más. Si volví a trabajar era para descubrir la verdad, pero veo que ya sabemos lo que ha pasado.

-Nosotros nos vamos —dijo Julio con sus amigos, y después de un grito de guerra mapuche nos dejaron a los tres sentados en el banco del centro del malí, pensando en todo ¡o que había ocurrido.

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os fueron a dejar a la estación de trenes de Temuco. Afuera todavía llovía y, nos habían advertido, cuando en el sur

llueve puede hacerlo hasta quince días seguidos. Estaban tía Nenita y tía Gladis, don Armando y Julio Painemal. Poca gente viajaba esa noche, pero en realidad poca gente lo hacía en estos días en tren. Todo había cambiado muy rápido en la ciudad y seguiría haciéndolo. Nosotros regresábamos a Santiago, donde la vida era aún más rápida, mucho más que en una ciudad de provincia.

Julio se acercó a despedirse: — Ojalá que puedas volver a Temuco, Quique, para

mostrarte más cosas de los mapuches. —Voy a volver —le dije. —El abuelo Moisés te mandó este amúlelo, dice que es

para sobrevivir en Santiago —me entregó un amuleto de cuero con una placa de cerámica.

Están llamando a abordar —nos dijo don Armando.

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—Cuídese, papá, no trabaje mucho —le dijo Gertrudis a su papá después de un abrazo y un beso que los emocionó a ambos. Por su parte, tía Gladis y tía Nenita me volvieron a apretar mi cara como si fuera de gode anunciar: —Gladis y yo te hicimos algunas cositas para que no pases hambre en el viaje que olía rico.

Cuando nos despedimos de don Armando me dijo, sólo para que yo escuchara, que nunca más hablaría de fantasmas. Estuve de acuerdo.

Subimos al tren. Pero antes, en la escalera. don Armando se acordó de algo más.

— Se me olvidaba —dijo—, antes de salir a la estación llegó esta carta para ti, Gertrudis.

Le entregó un sobre de color damasco a Gertru.

—¿Una carta? ¿Y de quién? —preguntó ella, aunque adivinamos enseguida de quién sería la carta.

— Venía por mensajero —dijo don Armando—, de un tal Víctor.

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ientras el tren enfilaba hacia el norte comencé a probar esos ricos empolvados que las dos tías solteronas me habían preparado. Estaban deliciosos. Cerré los ojos y pensé en todo lo que habíamos vivido en esos días en el sur. Cuando los volví a abrir, Gertrudis parecía triste, sobre sus dedos movía la hoja color damasco de la carta. Le pregunté despacito, tratando de no molestar:

—¿Qué decía la carta? —La carta... decía que todo tiempo pasado fue

mejor, eso decía...

No he vuelto a la ciudad de Gertrudis y ganas tengo este verano o el próximo. Julio Painemal me escribió y me envió una bandera mapuche que tengo ahora en la pared de mi pieza. Poco tiempo después de nuestro viaje ese invierno cerraron el Malí Temuco, los negocios quebraron y fracasaron y el lugar quedó abandonado durante mucho tiempo. Dicen que la propiedad entera la van a vender para levantar edificios de s

departamentos. También en la carta, Julio me contó que su abuelo no resistió la ciudad y se fue a vivir al campo, muy lejos, cerca de un lago, donde tiene las mismas gallinas y un chancho. En Temuco ahora hay un malí grande, idéntico a los de Santiago, y esperan seguir construyendo más y más, edificios, tiendas, ampliando las calles. Con esos adelantos la gente en la ciudad está feliz, eso dicen, pero yo, la verdad, es que no creo que tanto.

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ra el primer 18 de septiembre que pasábamos solos. Mis papás aprovecharon la temporada de rebajas y se fueron a Buenos Aires en una promoción que les pagaba el hotel, un

city tour y un paseo por los malls de Buenos Aires, que en realidad son idénticos a los malls de acá o a los de cualquier parte del mundo, pero igual mis papás se morían por ir a comprar al otro lado de la cordillera.

Estábamos en la cocina tomando la once con mi hermana Sofía y Gertrudis Astudillo, mi nana. Mi hermana aprovechaba que no estaban mis papás y planificaba sus siguientes noches fuera de la casa con su pololo Nacho, al que to dos odiábamos en silencio, no porque fuera un mal tipo, sino porque no hablaba o lo hacía a murmullos que nadie, salvo Sofía, entendía. Mi mamá le preguntó un día a mi hermana si Nacho era un estudiante extranjero porque no se le entendía nada. Mi hermana se sintió ofendida y lloró porque no la comprendíamos. Ella sí captaba cómo hablaba Nacho y lo justificaba diciendo que era así porque sus padres eran diplomáticos y nunca estaban en su casa; su madre era budista y pasaba todo el día meditando. Tal vez por eso Nacho no hablaba, porque su mamá se lo prohibía mientras ella meditaba.

Esa noche mi hermana saldría con su pololo al cine, a ver una película de un director iraní en la cual apenas existían los diálogos, y la que me imaginé le encantaría a Nacho.

Mientras esperaba que la mantequilla se derritiera lentamente en mi marraqueta tostada, en las noticias de la televisión aparecían las protestas de los estudiantes de enseñanza media para que bajaran el valor del pasaje de la micro. Entonces escuchamos el teléfono del living. Mi her-mana se fue a atenderlo creyendo que sería su pololo. Con

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Gertrudis nos preparamos para esas extrañas conversaciones a susurros que podían durar una eternidad.

Pero no era él al otro lado del teléfono. Sofía regresó a la cocina decepcionada y dijo con cara de botella de agua mineral que se le escapa el gas:

—Buscan a un tal detective Quique Hache. Nos miramos nerviosos con Gertru; se suponía que ese

era un secreto entre ambos. —¿Para mí? —pregunté con voz de inocente que no

entiende nada, aunque sabía perfectamente la respuesta. —¿Qué es eso de detective privado? —dijo mi

hermana. —Nada. Una confusión —respondí. Sofía untó con mermelada light su rebanada de pan diet

y revolvió su café con sacarina. —¿En qué líos estás, Quique? —dijo. Salí al living a contestar el teléfono. Del otro lado escuché una voz gruesa, ronca, como la de

un locutor radial de medianoche. Me pidió la dirección de mi oficina. Como estaba nervioso y sorprendido por la llamada, sólo se me ocurrió entregarle la dirección de mi casa. Trabajaba como detective ocasional después de un curso por correspondencia, lo que era un secreto entre mi nana Gertrudis y yo. Del otro lado me dijeron que en media hora estaría por allá la señora Blanca del Río, quien requería mis servicios de detective. Tragué saliva y respondí:

—La espero —mi voz sonó natural, o por lo menos tan natural como flor de plástico en un macetero.

Unos minutos después estaba en mi dormitorio revisando cajones y carpetas. Entró Ger- tru con cara de

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desesperación, una que le conozco y que es parecida a la cara de alguien bajando una montaña rusa con la boca abierta.

—Pensé que se había acabado el asunto de los detectives. Ella no sabía que otra vez había pagado un aviso en el diario ofreciendo misservicios al mundo.

Cuando me vio desbaratando los cajones preguntó: —¿Qué buscas? Buscaba el diploma de detective, lo había conseguido

en ese curso por correspondencia hacía dos veranos. Lo encontré. El diploma tenía impresa la marca circular de una taza de café justo en el centro, pero con un poco de liquid

paper no se notaría. — En unos minutos más viene una tal señora Blanca del

Río, dice que quiere contratar los servicios de un detective privado.

—¿A la casa? —En realidad le dije que era mi oficina, así que hay

que transformarla en algo que se parezca a una oficina. Para eso necesito mis diplomas. Y tú serás mi secretaria.

Gertru, que es solidaria y comprensiva, me respondió: —Jamás de los jamases. — Te necesito como mi secretaria para que no sospeche

esa señora. —Jamás de los jamases —insistió Gertru, echando

fuego por los ojos. dejamos los muebles en un rincón del li- ving. Instalamos una mesa en el centro con tres sillas por delante y una detrás, como si se tratara de un escritorio. En la pared pegué con scotch el diploma de detective privado y otro de las

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olimpiadas del colegio, el que sólo me habían otorgado por participar en una carrera de ensacados.

Unos minutos después golpearon a la puerta. Por la ventana vi un elegante automóvil color verde musgo con vidrios negros. Varios vecinos en la vereda de calle Juan Moya miraban con admiración el automóvil, acostumbrados a los miles de Opel Corsa y Toyota de segunda mano de nuestra vereda.

Abrí la puerta y apareció un señor elegante, como los mayordomos de las películas. Resultó que era, justamente, el mayordomo de la señora, la que enseguida se bajó también del automóvil vestida con ropa elegante, un abrigo de pelos largos y collares; la ropa que nunca usaría mi mamá, no porque amara a los animales, sino porque no tenía plata para pagar la fortuna que la señora llevaba encima.

— Se ve muy jovencito para ser detective — dijo el mayordomo con cara de mayordomo.

—En esta profesión no hay edad —respondí. Sin esperarlo, de improviso, después de entrar a la

casa-oficina, Blanca del Río comenzó a llorar; eso sí, lloraba de forma diferente, es decir, lloraba con elegancia.

Desde la cocina apareció Gertru, mi asistente. Llevaba una libreta de notas esperando que le dictara o sólo para tomar apuntes de la conversación. A Gertru le gustaba actuar, había realizado cursos para actriz aficionada en el Centro Cultural de Ñuñoa. Delfina Guzmán, la actriz de la televisión, la felicitó por una obra en que Gertru tenía sólo una línea, pero en la que actuaba estupendamente. Delfina Guzmán le había dicho que su actuación era «regia», estirando la erre. El sueño de Gertru era que la descubrieran y le dieran algún papel en una telenovela. Se conformaba con el rol de nana en

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una telenovela, una nana, por ejemplo, que ayudara a la protagonista, se transformara en su confidente, y que luego el guardia de la cuadra se enamorara de ella y resultara finalmente ser el hijo de un millonario, ese tipo de argumentos.

Gertru creía en los personajes que representaba, por eso ese día parecía la secretaria más eficiente de una agencia de detectives.

—La escucho, señora —le dije a Blanca del Río cuando detuvo el llanto que parecía no acabar a pesar de su elegancia.

—Me han robado al señor Robinson —dijo, y no pudo evitar volver a llorar.

El mayordomo, a quien nadie le había pedido su opinión, levantó una mano vendada y dijo:

—La policía no quiere hacerse cargo del secuestro; por eso, después de leer su aviso en el diario, acudimos a usted.

Extrajo una fotografía. Alrededor de la figura dibujada de Winnie de Pooh aparecía la frase: «Un nuevo amiguito», y en el centro la fotografía de un gato blanco y gordo, tal vez el más gordo que había visto.

—Le presento al señor Robinson —dijo el mayordomo. tii a señora Del Río era la dueña de la botone- QJ ría más grande de Santiago, con sucursales repartidas en toda la ciudad, es decir tenía mucho dinero. Hacía cinco años se había separado de su marido, el que vivió mucho tiempo sin trabajar ni hacer nada gracias al negocio de los botones. Un día la señora se dio cuenta y deshizo el matrimonio. En reemplazo del marido compró al señor Robinson, un enorme gato blanco que engordaba en una vitrina y que nadie se atrevía a comprar por su precio y peso. Para la señora Blanca del Río eso no fue un problema y durante los siguientes cinco

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años fue el confidente más cercano que tuvo. Pero el gato tenía algo en común con su ex marido: no hacía nada más que dormir y comer, pero también era intratable y no soportaba a nadie más que a la señora.

El mayordomo me mostró su mano vendada, era la última caricia del gato antes de que lo robaran. Hacía 10 días la señora Del Río debió viajar fuera del país, y consideró entonces que lomejor era dejar a su mascota en un hotel de animales en Vitacura, cerca de la Clínica Tabancura. Cuando fueron a reclamar el gato, de regreso del viaje, le dijeron que alguien se había adelantado y lo había retirado. La policía no quiso saber nada del asunto; a pesar de los millones de la señora Del IVÍO, tenían asuntos mas imponantes de que ocuparse. Entonces, ella vio mi aviso en el diario, llegó a mi casa, me extendió un cheque y me dio una orden: encontrar a ese gato gordo y agresivo antes de que ella se muriera de pena.

Justo en el momento en que la señora Del Río y su mayordomo se disponían a salir de mi casa oficina y Gertrudis tomaba notas fingiendo que escribía, tocaron a la puerta. Gertrudis me miró, sonrió como secretaria cuando escucha que golpean a la puerta de la casa que no es una oficina.

Abrí la puerta. Al otro lado estaba mi hermana. — Se me quedó el bolso de... —no alean zó a decir nada

más antes de que le cerrara la puerta a centímetros de su cara. El mayordomo me miró, la señora Deí Río me miró y

Gertrudis miró hacia otro lado. —La colecta... —dije—, en esta oficina no estamos de

acuerdo con ninguna colecta, en eso somos muy claros, nada de colectas públicas. ¿Verdad, señorita Gertrudis?

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—Trae mala suerte —respondió ella. ba arriba de una de esas micros nuevas, de esas que parecen

dos pero que en realidad son una sola, largas como gusanos, por avenida Apoquindo hacia el oriente. En las esquinas nos detenían los malabaristas que lanzaban al aire desde cuchillos hasta pollos desplumados. Los automovilistas miraban a los malabaristas con caras aburridas.

Avanzamos por avenida Las Condes. Bajé del bus antes de llegar a la Clínica Tabancura. En una casa con aspecto de jardín infantil estaba el Hotel de mascotas Bed and Pet. Entré y enseguida olí algo extraño que venía desde el interior, no era un olor a flores, sino a animales. Una secretaria con espinillas en la cara y chasquillas alzadas como se usaba antes, hace 15 años, me recibió sin despegar la vista de su computador.

—Buenos días, venía por... No alcancé a nada más. La encargada revisó una lista en

un computador. — ¿Nombre de la mascota? ¿Descripción? — dijo.—No venía a eso, sino por el asunto de un gato que

tuvieron ustedes hace una semana, el señor Robinson. La secretaria despegó los ojos del computador y por

primera vez me observó como una máquina fotocopiadora. —No me diga que es periodista. No sé cómo dan el

cartón a gente tan joven. —En realidad... —Le voy a decir algo, pero no me cite con mi nombre,

se lo ruego. Aquí... —miró alrededor suyo como si alguien nos pudiera escuchar, pero sólo escuchábamos a lo lejos los ladridos de perros y a un papagayo afónico— en la empresa están preocupados por el robo de ese gato. La dueña, la

(

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millonaria, la señora Del Río, tiene influencias, y ana demanda hoy no es un chiste. Pero esto se lo cuento a usted nomás, no me vaya a citar en el reportaje.

Como no tenía alternativa le seguí el juego. — Sólo quería que me confirmara un dato: ¿quién vino

a retirar al señor Robinson ese día? —¿No lo sabe? ¿Quién cree? El señor Del

Río. —Pero el señor Del Río está separado de la señora Del

Río, su mujer. Además, parece que él vive en el extranjero. —Mire, señor periodista, aquí en los registros tenemos

firmado a un señor Esteban del Río, por eso se lo entregamos a él cuando vino; o sea, la culpa no fue del hotel.

—Pero cualquiera podría haber venido y dar el nombre.

—Ah, no sé yo. Se identificó como el señor Del Río, ¿por qué íbamos a dudar?

—¿Pero se acuerda de algo especial en él? Se echó un lápiz marca Bic a la boca antes de

responder. —Me acuerdo de ese señor porque cojeaba de una

pierna. No sé si eso puede servirle, señor periodista.

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proveché el viaje por el barrio alto de la ciudad y me fui al Malí Alto Las Condes. Por supuesto, eso me hizo recordar a

mis papás sufriendo en los malls de Buenos Aires, cansados de comprar, cansados de llevarse ofertas que ni siquiera les interesaban pero que había que aprovechar porque el cambio les favorecía.

Un guardia del malí me indicó el tercer piso cuando pregunté por tiendas de animales. Subí por una escalera mecánica. Los pasillos estaban llenos de brasileños que, como mi papá en Argentina, venían a comprar al país porque era más barato.

Los animales de la tienda, sobre todo los cachorros de perros, estaban adentro de cajones de vidrio, con caras suplicantes para que alguien se apiadara de ellos y se los llevara. El olor era parecido al del hotel de mascotas, aunque aquí un empleado, disimuladamente, se paseaba por el lugar con un desodorante ambiental con aroma a bosque silvestre que confundía los demás olores.

Me atendió otro empleado con trenzas rastafari. Le entregué la fotografía del señor Robinson y le pregunté:

—¿Qué tan caros son estos gatos? El empleado lo observó detenidamente, respondió con

una voz suave y con olor a no precisamente un cigarrillo, pero algo parecido.

—Nosotros tenemos unos gatos persas muy bonitos, no como éstos.

—¿Pero qué tan caro puede llegar a costar este de la foto?

—Nosotros vendemos gatos de raza, y el de esta foto que me muestra es uno común y corriente, fácil de encontrar en la calle.

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Abrí los ojos sorprendido. —O sea, es un simple gato callejero. — Exactamente —sostuvo otra vez la fotografía del

señor Robinson e indicó un detalle—: En todo caso, lo caro es el collar que lleva, vale millones.

—¿El collar? Examiné la fotografía. Se distinguía un collar luminoso

y brillante en el que antes no me había fijado. —De ese tipo valen millones —contestó con una

sonrisa que mostraba todos los dientes, como si estuviera o quisiera estar en una playa de Jamaica echado en la arena.

legué a mi casa en Ñuñoa justo cuando Gertrudis levantaba el teléfono y del otro lado de la cordillera mi papá saludaba con acento argentino después de apenas dos días en Buenos Aires.

— Sí, sí, aquí está estudiando —le contestó Gertrudis, mirándome nerviosa.

Estábamos en vacaciones del Dieciocho, tragando centenares de cuecas y empanadas, chicha, Parada Militar y fondas. A nadie se le ocurriría que yo estaría repasando materias para el último tercio del año en el liceo. Entonces, mi papá sospechó y pidió hablar conmigo:

— Nada de jueguitos, Quique, le obedeces a Gertrudis y a tu hermana.

Le dije que todo estaba bien. Le pedí que me comprara unos libros de Asterix, los que eran más baratos allá, y uno de Tintín que me faltaba: Tintín en el país del oro negro. Colgamos y me fui a la cocina a comer una empanada con mucha cebolla y pasas enanas.

Gertrudis había decidido no seguir el difícil camino de la actuación. No era la forma de obtener el éxito y el dinero

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con el que esperaba traer a toda su familia de Temuco. La fórmula era ahora otra: entrar a un reality show de la televi-sión. Lo había estudiado muy cuidadosamente, esa sería su meta de ahora en adelante. Gertrudis Astudillo era una morena alta y buena moza, cuando iba por la calle le silbaban y los hombres le observaban el trasero, que según la misma Gertru es lo mejor que tiene.

Le conté entonces todo lo que había averiguado del señor Del Río en el barrio alto. Antes le había preguntado por teléfono a Alamiro, el mayordomo de la señora, detalles de su antiguo patrón. Me confirmó que cojeaba levemente debido a un accidente en moto cuando era joven. Todo coincidía, entonces. Caso resuelto. A cobrar. El culpable era Esteban del Río, que quiso vengarse de su mujer y por eso secuestró al gato. Sólo faltaba un detalle: el gato.

Desde hacía cinco años, Alamiro no veía a su antiguo patrón. La explicación de todo lo que estaba ocurriendo era simple: el collar del gato valía millones y el señor Del Río necesitaba dinero. Dos más dos, igual cuatro.

Desperté con unas bulliciosas cuecas que le gustaba escuchar en esa fecha a Gertru: una del gordo Loyola, otra

de los lagos de Chile y la de adiós Santiago querido. Esa música emocionaba a Gertrudis y enfurecía a mi hermana, que se lamentaba de haber nacido en Santiago de Chile y no en París.

A Gertru las cuecas le recuerdan a un pololo en Temuco, quien la abandonó por una carabinera. El pololo era un experto bailarín de cueca, ganaba todos los concursos regionales, hasta que, en un mes de septiembre, se fue a Curicó a la final nacional de cueca. Todo iba bien, según la Gertru, pero en ese lugar conoció a la carabinera que cuidaba

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el gimnasio donde se realizaba el evento. Fue amor a primera vista, él le dedicó una cueca con zapateo y ella se puso colorada. Al final, él no ganó el campeonato nacional, pero se quedó con la carabinera. Dos meses después se casaron. Mientras tanto, Gertru se quedó en Te- muco muerta de amor y celos.

Le pedí a don Artemio que me llevara. Él maneja un taxi, pero lo hace casi por diversión porque es jubilado de la Armada de Chile. Vive cerca de mi casa, en avenida Grecia con Juan Moya. Como le encanta manejar me aseguró que le venía bien un paseo por el barrio alto.

Nos fuimos entonces por Américo Vespu- cio, cruzamos un puente grande y luego nos internamos por La Dehesa, por calles que no conocía, bordeando los cerros. Allí se veían casas grandes, todas con piscinas y varios automóviles en los estacionamientos. A don Artemio no le molestaba llevarme porque decía que él toda la vida navegó por los canales del sur de Chile en una barcaza de la Armada, por eso le gustaba manejar su taxi, se aburría si se quedaba en su casa mirando en la televisión el fútbol español o la liga inglesa. Como seguía siendo un marino, cada vez que indicaba algo utilizaba su terminología de navegación.

—A babor se encuentra el río Mapocho. A estribor el cerro.

Por fin llegamos a la casa de la señora Del Río. Desde allí, mirando hacia abajo, la vista de Santiago era espectacular pero lejana, con sus calles parejas, con el sol del mediodía y los automóviles pequeñitos. Me bajé del taxi y don Artemio dijo:

—Me quedo esperándolo, marino.

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Me recibió en la puerta Alamiro, el mayordomo. Se sorprendió de verme. Todavía llevaba su mano vendada. Cuando le pregunté cómo estaba la herida me dijo que cada vez que se observaba las vendas se acordaba del señor Robinson y de su mal humor, así que era sincero cuando me decía que estaba feliz porque alguien se lo había llevado de esa casa.

La mansión era enorme y antigua. A diferencia del exterior, adentro de la casa parecía el Polo Sur. Pero no sólo por frío. Todo parecía oscuro, los muebles antiguos, tristes, pasados de moda. El mayordomo me advirtió que perdía el tiempo porque la señora Del Río estaba con unos amigos en Colina, en un almuerzo campestre.

—En realidad venía a conversar con usted —le dije—. Quiero que me cuente del señor Del Río, necesito más detalles.

El mayordomo me hizo pasar a una cocina enorme, del tamaño de mi casa entera. El piso parecía un tablero de ajedrez, con cuadrados negros y blancos. Me dejó por delante un vaso de leche cultivada con sabor a frutilla.

—La señora Blanca se separó de su marido porque él era un inútil, pero además porque era un alcohólico.

—¿Y qué sabe de ese collar que llevaba el gato?

—Ese collar se lo regaló hace muchos años el mismo señor Del Río a la señora, pero eso hace tiempo.

—¿Y qué le parece si le digo que al señor Robinson lo robó el propio marido de la señora?

—Al señor Del Río no le gustaban, según me acuerdo, los animales. Cuando se separó de la señora quedó sin nada. Instaló una oficina de propiedades en el Caracol de

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Irarrázaval con Pedro de Valdivia, pero quebró casi enseguida.

—¿Y no sabe dónde estará ahora? —Dicen que se fue del país, otros lo han visto en algún

bar por Irarrázaval, pero yo prefiero no meterme en eso. Salí de la casa. Don Artemio me esperaba en su taxi

durmiendo con la boca abierta, soñando con alta mar.

uando llegué a la casa nadie me esperaba. Era el pago a un detective privado después de un día de trabajo. Me fui a ver la televisión. Los estudiantes seguían en una huelga eterna. En las noticias apareció entonces una «historia extraordinaria», así les llamaba mi papá a las historias curiosas. Esta era sobre un perro y su amo. El amo vivía en Nueva York, pero por trabajo debió viajar a establecerse a Los Ángeles; es decir, debió cambiarse a una ciudad al otro extremo del país. El país, por supuesto, era Estados Unidos, donde siempre pasan historias extraordinarias. Las historias tristes, las malas historias o las que terminan mal, ocurren sólo en los países como el nuestro. El amo del perro se cambió a un trabajo en Silicon Valley, un lugar donde van a parar los genios de la computación, aunque al parecer este no era un genio pero sí un buen vendedor de computadores. Entonces debió dejar a su perro con un vecino y olvidarse para siempre de él. Ocho meses después, cuando el amo trabajaba en una tienda de computadores, en un pueblo de California con nombre en castellano, salió a almorzar. A su regreso se encontró en la vereda, echado en la puerta de su negocio, a su perro. Ni él ni nadie supieron cómo llegó hasta allí. Al vendedor de computadores lo entrevistaron en la televisión y lloró frente a

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la cámara. El perro, en cambio, sólo se veía algo cansado. Esa era una historia extraordinaria.

De pronto apareció Gertru vestida elegantemente, seguida de Sofía, mi hermana, que la miraba como diciendo: «Todo esto es mi obra». El vestido era nuevo. Gertru llevaba un maquillaje en la cara que la hacía verse extraña.

—¿Qué tal? —preguntó, esperando lo que toda mujer espera después de una pregunta como esa, la que tiene una sola respuesta posible.

—Estupenda —dije—. ¿Adonde vas? Mi hermana me hizo un resumen. Había aparecido otra

vez el profesor Araneda, del Colegio San Agustín de Ñuñoa, quien antes la había invitado varias veces a salir. El profesor era elegante y culto, pero, por largas temporadas, des-aparecía. Al parecer, como los volantines, en septiembre había vuelto. Esta vez la había invitado al cine de La Reina, a ver una película donde actuaba el mismo actor de la película

Titanic, aunque ahora no se moría en la película. Aproveché para advertirle en secreto a

Gertru que tenía que ayudarme al día siguiente con el caso del gato perdido, pero ella en esos momentos estaba en las nubes.

Cuando el profesor Araneda llegó, dejó un aroma a colonia Rodrigo Flaño por toda la casa. Se fueron al cine en La Reina; yo, en cambio, sin nada más que hacer, me fui a acostar.

l día siguiente era 18 de septiembre, Día de la Patria. Tal vez por lo anterior me quedé dormido hasta las doce del día, hora en que otra vez debí soportar las cuecas de Gertru. Mi nana estaba feliz, todo había resultado perfecto la noche anterior con el profesor. Y como ocurría siempre que se enamoraba súbitamente, aseguró con las manos en el corazón

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que sí, que esta vez era el hombre de su vida. No sería yo quien le arruinara la felicidad diciéndole que le había escuchado decir antes lo mismo casi una docena de veces.

Antes del almuerzo me fui hasta el centro de Ñuñoa, por avenida Irarrázaval. Allí me informaron de los bares más concurridos. Llegué hasta Los Cisnes, bajando hacia Macul. El bar era oscuro; además de ofrecer lo habitual para beber, vendían huevos duros. Me acerqué al empleado, que sonreía como si se hubiera ganado la lotería.

—Busco al señor Del Río, me dijeron que a veces viene por aquí.

Se le borró enseguida la sonrisa. Me había conseguido una fotografía con el mayordomo de la señora Del Río. Al hombre del mostrador se le cayó aún más la cara y le cambió abruptamente por un rostro cuadrado, como un pedazo de piedra recién expulsada de un volcán.

—A ese señor no lo queremos ver en este lugar.

—¿Por qué? —Nos inventaba historias y nos pedía dinero prestado.

Un día nos dijo que tenía que operarse en Cuba porque le habían encontrado un tumor. Todos nosotros aquí en el bar hicimos una colecta para ayudarlo. Un mes después, de pronto, sorpresivamente estaba sano y sin viajar a Cuba; así que no lo queremos ver más.

—¿Y no sabe dónde lo puedo encontrar? —En otro bar, eso es seguro. Salí de allí. Don Artemio el taxista me hizo un recorrido

por los bares de la comuna, los más importantes. Cuando iba en el bar número cinco, el Manhatthan de

avenida Irarrázaval, encontré a Esteban Del Río.

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1 señor Del Río estaba en la mesa del fondo de aquel bar. En la radio se escuchaba una canción de Ricardo Montaner, una que a mí me parece horrible pero que a Gertrudis, en cambio, le recuerda a otro gran amor que tuvo en Temuco y del que no se ha podido olvidar, a pesar de haber tomado unas hierbas medicinales de un doctor de la Plaza de Armas, unas que curaban los males de amor a distancia. El doctor de la plaza que le vendió esas hierbas, más tarde apareció en la televisión acusado de tener una fábrica de DVD's piratas en Estación Central.

En persona no se veía muy bien Esteban del Río, más bien, digámoslo, tenía aspecto acabado, como si un carro del metro de Santiago hubiera pasado sobre él varias veces. Estaba solo en una mesa, tomando una copa y no dejaba de mirarla fijamente como si fuera de oro. No estaba borracho todavía, según me dijo el empleado del bar, necesitaba dos copas para emborracharse, y todavía estaba en la primera. Aproveché y me presenté:

—¿El señor Esteban del Río? Vengo a hacerle unas preguntas.

Del Río me miró como si fuera un enviado de Ganímedes, pero enseguida pareció no importarle, estaba acostumbrado a todo lo que se le presentaba. Desde hacía cinco años su vida iba en bajada, como si fuera sobre patines en línea, así que no le sorprendía lo que le pasara, sabía que todavía podía seguir bajando un poco más.

Me contó que trató de trabajar en una corredora de propiedades. Todavía tenía la oficina, pero prefería que la ocupara un socio más confiable que él. De eso vivía, mientras tanto se alojaba en una casita arrendada detrás del Estadio Nacional. Recordaba con cariño y nostalgia sus comodidades

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anteriores y el amor de la señora Del Río, pero reconocía que ella tenía razón, que su verdadera realidad era lo que vivía ahora, sentado en un bar, tomando alcohol temprano en la mañana.

—Quiero hacerle una pregunta —le dije. —Dígame. —Estará enterado de que luego de su separación su ex

mujer compró un gato. — Sí, un gato gordo y feo —dijo con rabia. —De eso venía a preguntarle. Alguien se robó el gato y

de pasada un collar que llevaba. La señora Del Río me mandó a investigar el asunto.

El señor Del Río me quedó mirando sin entender. —Cuando me separé nunca más vi a mi ex mujer. Supe

de ese gato, pero a mí no me gustan los animales, les tengo fobia, cada vez que estoy cerca de uno comienzo a estornudar.

—¿Usted no tiene entonces al señor Robinson? —¿Señor Robinson? No, no tengo a nadie con ese

nombre, en realidad a nadie con ningún nombre. Nos quedamos mirando a los demás que bebían, todos

solitarios y tristes en un bar oscuro. Entró un niño y nos dejó un santito con la imagen de San Tadeo, pero como no le dimos nada a cambio salió de allí llevándose el santo de papel. Esteban del Río se acercó a mí y me dijo:

—¿No tendrías unos pesos para pagar otra copa?

l día siguiente era 19 de septiembre, Día del Ejército. Cuando era chico me gustaba ver la Parada Militar. Pero hay que reconocer que es de los actos más aburridos que existen,

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sobre todo si se ve por televisión, pero a mi papá le gustaba; él alguna vez fue cadete de la Armada, pero cuando era muy joven. Por supuesto, mi mamá aclaraba que había alcanzado a estar sólo tres semanas en la Escuela Naval. Volvió a la casa porque echaba de menos a su familia. Pero para él era como si hubiera vivido toda una vida en el mar, con barcos y uniformes.

En realidad era triste pasar un Diecinueve sin mis papás, sin la obligación de ver ese desfile en la televisión, que, como todos los años, era siempre el mismo, y, como todos los años, el comentarista de la televisión siempre lo definía como «gallardo». Echaba de menos a mi papá, perdido en una selva de malls en Buenos Aires.

Ese día almorzamos con Gertrudis, la que seguía muy alegre. De la película de la otra noche poco se acordaba o poco le importaba. Dijo que el profesor Araneda era un caballero, y muy culto; sabía el nombre de la capital de Nigeria. Es decir, ella le preguntaba cualquier país del mundo, sin saber si existía siquiera, y él le respondía enseguida con el nombre de la capital. Pero, además, según Gertru, el profesor era «encantador».

Mientras mi hermana se fue a hablar por teléfono con su pololo casi mudo, aproveché para explicarle a Gertru que una cosa era su profesor y otra distinta era el trabajo de detective; por lo tanto, tenía que ayudarme siguiendo una pista esa misma tarde. Gertru miró al cielo y reclamó con su frase preferida:

—Dios mío, dame tu fortaleza. Nos subimos al taxi de don Artemio, a quien tampoco le gustaba mirar la Parada Militar, según él porque le recordaba su pasado como marino,

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uno de verdad, no como el de mi papá y sus tres semanas cerca del mar.

Llegamos por las calles de tierra de La Dehesa. Nos quedamos esperando a un costado del camino, a pocos metros de la casa de la señora Del Río. Cuando Gertrudis quiso comenzar a protestar, vimos el auto verde musgo, el de vi-drios polarizados, salir de la casa. Por supuesto, como en las películas, le dije a don Artemio: —Siga a ese auto.

Nos acercamos a Santiago rodeando el cerro San Cristóbal. Bajamos por Bellavista y subimos por Recoleta. El viaje fue largo, pero don Artemio era un buen piloto y nos entretenía contando historias de su época de marino.

En un supermercado de calle Independencia vimos como el auto que seguíamos se detuvo en los estacionamientos. Nosotros también lo hicimos a una distancia razonable. Vimos bajar del auto a Alamiro, el mayordomo, pero con una ropa diferente, con jeans y una chaqueta de motociclista. Entró al supermercado. Lo seguimos con Gertrudis. Al principio pareció que lo perdía-mos, pero después lo encontramos en la sección de carnicería comprando carne molida. Nos escondimos en el pasillo siguiente. Pero justo cuando doblábamos, vimos en el otro extremo, cerca de las piñas y las naranjas, al profesor Araneda, el posible o casi pretendiente de Gertrudis Astu- dillo. A ella se le iluminó la cara como en un bautizo, pero enseguida se le apagó con la misma velocidad. Junto al profesor vimos, aferrada a su mano, a una señora gorda y a dos niños arriba de los carritos de compras. El profesor no alcanzó a vernos. Gertru quedó paralizada. Si existieran los rayos paralizantes, Gertru hubiera sido una buena promotora de ellos en ese momento. No se movía, tenía la boca abierta

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como si le hubieran dado un golpe en la cabeza con un bate de béisbol. Al final del pasillo vi al mayordomo avanzar hasta las cajas. Arrastré a Gertru conmigo, ella me siguió como cordero.

Seguimos por la vereda llena de vendedores de calcetines y pantys. Como Gertru parecía todavía choqueada, preferí entrar con ella a una fuente de soda donde sonaba por los altoparlantes un reggaeton. La dejé sentada con una botella de Fanta por delante y con la mirada pérdida. Le dije que volvería, que no se preocupara, que todo se arreglaría, aunque sabía que lo del profesor Araneda significaría varias semanas de consuelo por otra desilusión amorosa, la número 467. Por supuesto, tenía rabia contra el profesor Araneda y su engaño, pero tampoco tenía tiempo para preguntarle. Dejé a Gertru ahogando sus penas en la Fanta light y me escabullí.

El mayordomo me había sacado ventaja, pero alcancé a verlo entrar a un edificio. Me acerqué: no tenía ventana, sólo una puerta metálica por delante. La casa vecina parecía llegar a una ventana lateral de la bodega. Entré al patio de la casa y me recibió un perro de una raza difícil de imaginar, que me ladró sin ganas y sin atreverse a atacar. Después me di cuenta que estaba cojo y le faltaba la cola; es decir, durante su vida había pasado por muchas cosas, así que se tomaba con calma su rol de guardián. Seguí por el patio con el perro detrás. Junté unos cajones y unos neumáticos viejos. Me acerqué a una ventana que le faltaban los vidrios y salté hacia el otro lado.

Llegué hasta una habitación oscura que olía a aceite de motores. Al fondo escuché un televisor encendido donde reconocí las bandas militares con sus marchas, las mismas de siempre en el parque O'Higgins. Decidí primero revisar el

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otro sector de la bodega. Crucé por varias puertas: encontré automóviles inservibles y carteles antiguos donde aparecía el nombre de la botonería de la señora Del Río. Probablemente ese lugar era una bodega de la fábrica. Entonces escuché un maullido, de esos que vienen de un solo animal conocido: un gato.

Allí estaba el señor Robinson, en una jaula de madera, mirando con cara de indiferencia y seriedad, como lo hacen todos los gatos que conozco, pero, además, con cierto atrevimiento de saberse un gato importante y no cualquiera de la calle, aunque naciera y se criara en la calle, peleando con otros gatos, defendiéndose o atacando por un pedazo de pescado frito.

Abrí la puerta de madera. Al principio el señor Robinson se intranquilizó; no quería ser liberado por un extraño. Cedió y volvió a ser un gatito de salón, permitió que lo tomara en brazos y lo sacara de esa jaula. Pero también era un gato astuto, un gato-zorro, si es que se puede decir así. Cuando sintió que estaba libre, se revolvió en mis brazos, me lanzó dos zarpazos que me dejaron adolorido y subió por unas cajas de cartón hacia lo alto de la bodega. Podría haber intentado convencerlo de que bajara de allí, pero el escándalo que hizo fue suficiente para que lo escuchara el barrio completo.

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—El detective privado — dijo Alamiro, el mayordomo, en la puerta de la bodega. Llevaba una pedazo de madera que parecía un travesaño de arco de fútbol.

Estaba acorralado. Mientras, arriba en las cajas de cartón, el señor Robinson parecía reírse, contento por todo lo que había causado, pero más contento aún porque no estaba prisionero en la aula.

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —me dijo amenazante el mayordomo.

— Lo seguí. Sospeché de usted el día que lo conocí por la venda que traía.

Se observó la mano vendada. —Ese gato me las va a pagar —dijo mirando hacia

arriba en las cajas. —El primer día tenía la venda en la mano izquierda,

pero la ocasión que fui a verlo a la casa de la señora Del Río la llevaba en la otra mano, en la derecha; por lo tanto, el gato lo había atacado dos veces.

El mayordomo movió la cabeza antes d( responder. —Ese gato tenía todos los privilegios en la casa, sólo

quería deshacerme de él, no tenía idea lo del collar —del bolsillo extrajo el collar que antes debió llevar el señor Robinson—. A mí la plata no me interesa como a los Del Río, sólo quería que me trataran dignamente.

Volvió a levantar el travesaño amenazante y avanzó hacia a mí.

—Te voy a encerrar en la jaula y voy a acabar de una vez con ese gato —dijo, avanzando mientras yo retrocedía.

— Quiero decirle algo... —alcancé a exclamar antes de que una botella de Fanta le cayera en la cabeza a Alamiro. Detrás apareció Gertrudis Astudillo, con cara de querer

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vengarse de todos los hombres, eso incluía al profesor Arane- da y a Alamiro. El mayordomo se vino al suelo como si le hubieran puesto anestesia.

El ruido debió asustar al señor Robinson, dio dos saltos de gato trapecista, se colgó de otras cajas y llegó hasta la misma ventana por donde yo había entrado a la bodega. Lo último que alcanzamos a verle fue su cola blanca.

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el bolsillo del mayordomo rescatamos el collar del gato. Nos fuimos por las calles de la Vega Central. Gertrudis no quería hablar ni una palabra. Me dijo que desde ese momento no hablaría con nadie del sexo opuesto, incluido yo; todos los hombres éramos unos traidores. No sé por qué pero sentí que tenía toda la razón.

Revisamos el barrio pero no pudimos encontrar al señor Robinson. Antes de irnos llegamos hasta una casa donde una señora barría echando agua en la vereda para que el polvo no se levantara. Por la puerta abierta pudimos ver que la casa, la que parecía pequeña, era extensa hacia atrás, y desde allí asomaban sus cabezas varios gatos. Le preguntamos por el señor Robinson. La señora, con ondulines de colores en la cabeza, nos dijo con una sonrisa:

—Conozco como a tres gatos con esa descripción. Pasen a verlos ustedes mismos.

Entramos a la casa. El interior y el patio de la casa eran enormes. Tenía muchos árboles y el pasto allí era de un metro de alto. Al final del patio vi un gallinero. En el pasto, arriba de una mesa, debajo de un parrón de uvas, por todas partes se movían gatos de todos los colores y formas.

—Hace cuatro años recogí dos gatitos —dijo la señora de los ondulines con cara de santa—, desde entonces llegan a esta casa y no puedo sino recibirlos; ahora tengo 23 gatos y a todos los quiero por igual. A todos los conozco por sus nombres. Por ejemplo, ese se llama Barrabás, esa otra Iris, ese Melquíades, ese Sombra...

Comprobamos que los tres gatos que se parecían al señor Robinson sólo lo eran lejanamente. Entonces se me ocurrió una idea.

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Al día siguiente, en la casa de La Dehesa, la señora Del Río acariciaba al señor Robinson con su collar en el cuello. Por supuesto, no se enteró del cambio del gato. El nuevo era dócil y tranquilo, no le gustaba moverse mucho y prefería no pelear con nadie.

—Lo noto algo distinto... —alcanzó a decir ella. —La experiencia vivida ha sido traumática para él —le

respondí como un psiquiatra de gatos. La señora quedó conforme. Me dijo que su

mayordomo, extrañamente, se había ido de la casa de pronto, sin retirar sus cosas.

Me entregó un cheque por mis servicios. Una parte de esa plata era para pagar a don Artemio y a su taxi; otra para invitar a Gertrudis a comer en el Restaurante Eladio, tal vez un bife de carne con papas fritas, y así pasar las penas, olvidar a los hombres malos, que, según ella, eran casi todos.

Antes de salir de la casa en La Dehesa le pedí un último favor a la señora Del Río. La llevé hasta la ventana que daba a la calle de tierra. Desde allí vimos, al lado del taxi, a Esteban del Río, iba con un traje, camisa blanca, corbata y peinado con gomina, que lo hacía verse como antiguo actor de cine. Tenía la cara despejada y parecía nervioso. Le pedí a la señora Del Río que lo recibiera un momento, que lo escuchara y que luego decidiera.

Subí al taxi mientras Esteban del Río entraba a la casa. Bajamos hacia Santiago. El feriado de Fiestas Patrias

había coincidido con los primeros días de un fin de semana, así que todavía tenía un domingo entero para mí antes de que mis papás llegaran, se bajaran de un taxi y finalmente nos saludaran a mi hermana y a mí con un abrazo emocionado hasta las lágrimas, después de cuatro días de ausencia.

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1 sábado pasado ocurrió algo increíble. Ese día conocí a Alvaro Paz, también conocido como Atún, El sobrenombre venía de algo que pocos sabían, y si yo lo sabía era porque Alvaro Paz, alias Atún, fue mi ídolo sin conocerlo.

Hace muchos años antes de que yo naciera, Alvaro se paseaba cerca de la orilla de río Ma- pocho, más o menos a la altura del puente Pío Nono. Se paseaba porque era joven, estaba en el liceo y por las tardes no hacía nada más que estudiar y jugar fútbol, que era lo que realmente le importaba en su vida. Era un invierno tremendo, con lluvias e intensos fríos. Esos datos eran importantes, pues el río, que en verano es un hilito de agua entre las basuras y las piedras, en invierno baja imparable desde la cordillera. Ese día en particular el río había amanecido tempestuoso. De la otra orilla, desde la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, alguien comenzó a gritar que la corriente se llevaba a una persona, que probablemente se ahogaría si nadie acudía a sal

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varia. Por supuesto, en esa época, es decir hace muchos años, nadie saltaba al Mapocho en invierno y nadie tampoco saltaría hoy, pues era como suicidarse. Alvaro, que presenció todo aquello, dejó sus cuadernos, su bolso de entrenamiento en el suelo y como si fuera lo más natural del mundo se zambulló con un lindo y artístico clavado. Nadó rápidamente y en pocos minutos atrapó al que se ahogaba, lo llevó hasta la orilla, donde lo atendieron, le echaron dos frazadas encima y le dieron una taza de café caliente. Lo extraño vino enseguida, cuando los periodistas le preguntaron a Paz, de no más de 16 años en esa época, él les confesó que era la primera vez que nadaba o que intentaba nadar, que nunca lo había hecho porque su familia era pobre y ni siquiera conocía el mar, es decir lo conocía sólo por fotos y no había ido nunca a una piscina. Los periodistas entonces escribieron que Paz era un «nadador por instinto». Nadie entendió el término. Esa tarde, en el entrenamiento del Juventud Unión, sus compañeros de equipo, que tampoco tenían idea que era un «nadador por instinto», prefirieron llamarlo el Atún. Nunca volvió a salvar a nadie de las aguas, incluso nunca más volvió a nadar, o a intentar si-quiera aprender a nadar pero le quedó el apodo. Lo anterior lo supe leyendo una vieja revista de deportes que encontré en el Persa Bío-Bío, donde tienen de todo, desde una escopeta hasta un casco de la Segunda Guerra Mundial. En la revista entrevistaban a Paz recién retirado del fútbol amateur. Más bien, lo entrevistaban para saber por qué se había retirado recién comenzada su carrera, con 23 años, después de apenas cinco años en el fútbol y justo antes de que fichara por un club profesional. Atún

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Paz no dio ninguna respuesta al respecto, se quedó callado, dijo que era algo personal que no podía compartir con nadie, prefería simplemente dedicarse a otra cosa, tal vez estudiaría Periodismo, tal vez se instalaría con un almacén en Recoleta, donde vivía desde que era un niño. Esa era la historia completa del Atún, hasta ahí sabía yo de su vida, pues después no pude encontrar ningún tipo de información. Una vez le pregunté a Filipo, uno de los novios de mi hermana que estudiaba Periodismo en la Universidad Diego Portales, pero me dijo que él de fútbol sabía desde los años ochenta en adelante, de antes sólo conocía la vida de Carlos Caszely y Sergio Livingstone. Cuando le mencioné a Alvaro Atún Paz me miró con cara de astronauta sin casco en el espacio.

Lo que Filipo no sabía era la historia oculta del Atún, y esa historia entre los vecinos, los fanáticos del fútbol amateur, sí era conocida. En ese tiempo yo no había nacido y tampoco León. León, mi mejor amigo, sabía de Alvaro, para él era su ídolo también, aunque ninguno de los dos lo vio jugar y sólo sabíamos de él porque era ídolo de todos los tiempos del Juventud Unión, nuestro equipo de fútbol de la liga amateur de Ñuñoa.

El viernes, León llegó agitado y transpirando a mi casa y me dijo que ni me imaginaba lo que tenía en las manos. A simple vista no le vi nada, entonces me respondió que era una forma de decir, que más bien lo que tenía era un papel en el bolsillo, y en él, anotada una dirección de Reco-

/ leta, la dirección de Alvaro Atún Paz, el delantero central del Juventud en los años sesenta. La dirección de esa casa era la

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misma donde seguía viviendo tal como lo prometió en esa su última y tal vez única entrevista, luego de su último partido. La dirección se la consiguió León, había casi pagado por ella al amigo de un tío de otro amigo que trabajaba como recolector de basura en Recoleta. La obtuvo con mucha suerte porque en el barrio del Atún todos lo recordaban, pero protegían su privacidad de ídolo. El Atún estaba viejo, según le dijeron a León, había pasado por todo lo que debe pasar alguien que está a punto de cumplir 70 años de edad.

Estábamos de vacaciones con León, con pocas ganas de movernos por el calor de mitad de enero en Santiago. Mi papá había pedido sus vacaciones para febrero y en la casa esperábamos viajar en esa fecha hasta El Quisco, a la casa de una madrina de mi papá que siempre nos prestaba una casa durante una semana para que tomáramos sol, para que viviéramos en tacos de automóviles camino a la playa y asados casi todos los días. Pero todos, incluso mi hermana y mi mamá, estábamos de acuerdo con esa semana en el mar y nos preparábamos felices comprando toallas y litros de bloqueador solar factor 60. En Navidad me habían regalado paletas de playa con el hombre araña pintado entre los hoyitos de la madera, pero que debían esperar un mes entero antes de ser usadas. Nos iríamos una semana en febrero a disfrutar a toda velocidad de las vacaciones en familia. Al final de la semana llegaríamos a Santiago tan cansados de descansar que tendríamos que tomarnos otra semana, pero echados en el patio de la casa de calle Juan Moya, debajo de los castaños, sin contestar el teléfono y pasando el calor con una manguera de jardín.

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Pero ahora estábamos en enero intentando acortarlo lo más que se pudiera. Por eso cuan do León apareció con esa dirección que se había conseguido en Recoleta, sentí un vacío en el estómago, como si comiera helado y después un litro de café hirviendo. Entonces le dije a León:

—Prepárate que mañana conoceremos al Atún.

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1 otro día partimos temprano. Era sábado. La noche anterior lo planificamos con León. No era fácil emprender un viaje entre comunas de Santiago, desde Ñuñoa hasta Recoleta. Una hora en micro. Para nosotros sería una completa aventura. Engrasamos dos bicicletas mountain bike, una era de mi hermana, sin el fierro en el centro del marco. En ella iría León. Por supuesto, él reclamó que era una bicicleta de mu-jer. Tampoco ayudaba el color amarillo pato de la bici. No le conté que mi hermana, además, le tenía un nombre a su bicicleta. Puede sonar ridículo, pero aquellos que tienen hermanas podrán confirmarlo: las mujeres a una edad se comportan en forma extraña; escriben cartas que no envían a nadie, hablan dos horas seguidas por teléfono, o se juntan con las amigas a sacarse los pelos de las piernas. Entonces, que bautizara a su bicicleta no parecía tan extraño. Clementina. Ese era el nombre. A mí me parecía horrible, pero a mi hermana le recordaba a una amiga secreta que tuvo de niña, pero que de tan secreta luego nos enteramos que más bien era una amiga imaginaria.

Gertru, que siempre ha sido solidaria con el deporte nacional y que alguna vez fue novia de un defensa central que jugó en el Club Palestino, a quien, obviamente, llamaban el Turco, nos dejó partir en nuestra investigación periodística deportiva. Nos preparó algunos sándwiches y nos despidió emocionada, pero preocupada, debíamos estar de regreso antes de que anocheciera, antes de que nos echaran de menos en la casa.

Pedaleamos por avenida Grecia. Doblamos en Jorge Alessandri hasta avenida Irarrázaval. En la plaza Armenia, León se declaró cansado y con hambre, así que tuvimos que hacer una detención y comer todos los sándwiches que

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llevábamos, los que, justamente, eran de atún con hojas de lechuga y mayonesa. León, que es supersticioso, dijo que era una señal que los sándwiches de atún los comiéramos el día que conoceríamos al Atún Paz. Luego, intentó dormir una siesta en el pasto, pero le advertí que no podíamos perder el tiempo, así que seguimos pedaleando.

Llegamos, unas cuadras más allá, hasta El Botín de Oro, la tienda de ropa deportiva del señor Maturana. León prefirió cuidar las bicicletas y yo me fui adentro a conversar con el dueño. Maturana había sido nuestro profesor de educa-ción física en el liceo, pero estaba viejo y retirado hacía años. Como le gustaba el deporte trabajaba vendiendo ropa deportiva, botines de fútbol con estoperoles, canilleras y buzos deportivos que llevaban estampados en la espalda: «El Botín de Oro. Casa Deportiva». El señor Maturana me esperaba porque antes lo había llamado por teléfono para entrevistarme con él. Después de 50 años como profesor se veía deteriorado. Aunque ahora estaba jubilado desde hacía un año y parecía descansar de sus alumnos. Su mayor orgullo, el que siempre contaba a quien quisiera escucharlo, era la historia de Ricardo Lagos, ex Presidente de la nación, quien hacía muchos años había sido su alumno. «Ricardito era malo para el fútbol», decía, como si Ricardito tuviera 12 años y él lo tuviera allí delante.

— Profesor, venía por lo que le dije por teléfono, por Atún Paz, el delantero del Juventud Unión.

—Quique Hache. ¿Usted no se escondía en los baños para no salir a trotar?

— Debió ser otro Quique Hache, profesor, coincidencia de nombre.

-Ya.

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—Sobre Atún...

— Lo escuché, Hache, todo el mundo quiere saber lo mismo, el misterio de Alvaro Paz y por qué abandonó el fútbol justo en el mejor momento de su carrera.

—Me leyó el pensamiento, profesor. —Antes las pelotas de fútbol olían a cuero, ahora se

hacen de unos materiales raros, sin olor a nada. —Perdón, profesor, ¿y eso qué tiene que ver con Atún? — Tiene. El motivo que llevó a Atún a abandonar el

fútbol muy pocos lo saben. Bueno, yo soy uno de los pocos que sí lo sabe. ¿Me quieres comprar un número de rifa? Es para el Yuri Gagarin, el club que dirijo, porque ahora además soy entrenador de fútbol infantil.

Para obtener información tuve que gastar 500 pesos en un número de rifa. Me senté a escuchar qué tenía que decir el profesor Maturana.

—Todo sucedió en el último partido, el más famoso, el que decidía la final del amateur. El 12 de noviembre de 1960. Pensándolo bien, en esa fecha tú ni siquiera habías nacido.

Dejé pasar esa observación brillante de mi ex profesor. —Exacto, profesor, cuando Atún marcó e1 gol del

triunfo ante el Flamingo de San Bernardo. — Muy bien, Quique Hache, todo un Car- curo te has

puesto. Bueno, el gol fue en el último minuto. Un córner. El arquero salta pero el balón lo sobrepasa; entonces, como un fantasma, de ninguna parte, aparece Paz y marca casi cayendo con un cabezazo impecable.

— Esa historia todos la conocen. —Espera. Lo que no saben es que los del

Flamingo alegaron que Atún golpeó la pelota con la mano; el gol, según ellos, fue completamente ilegal. La mitad del

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estadio vio esa mano. Pero el árbitro lo validó y enseguida acabó el partido. La gente invadió la cancha y comenzó la celebración. Hubo algunos pugilatos entre los disconformes, pero en esa época no era como ahora que parece guerra civil.

—Pero todavía no entiendo qué tiene que ver...

— El remordimiento, eso fue lo que amargó al Atún, no pudo salir de la depresión y no se atrevió a reconocer que su gol no era válido. Y como era un tipo muy derecho, decidió que pagaría ese acto deshonesto simplemente abandonando el fútbol para siempre.

Tragué saliva. Le di las gracias al profesor Maturana y hasta le compré otro número de rifa. También le prometí que iría a ver jugar a su equipo, el Gagarin, a las canchas laterales del Estadio Nacional, los domingos por la mañana. Salí de

allí pensando que no era posible lo que había escuchado, pero sería lo primero que le preguntaría a Alvaro Paz, alias el Atún.

on León seguimos pedaleando hacia el norte. El tráfico de automóviles y buses era un problema. Escuchábamos como los automovilistas nos insultaban sólo por ir arriba de dos bicicletas, una de ellas de color amarillo pato que al menos justificaba tanto odio. Por fin, doblamos en Vicuña Mackenna hacia el norte. Entonces, León se detuvo sosteniendo un pie en la vereda y dijo:

C

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—¿Y si mejor volvemos a la casa y arrendamos una película?

Fue en ese momento que vimos a Pedro Matamala, a tres metros de nosotros. El también nos vio, y por sus ojos me di cuenta enseguida que no sólo no esperaba encontrarnos allí, sino que hubiera pagado por no toparse con nosotros dos. Matamala estudiaba con nosotros en el liceo. Era de aquellos alumnos que los profesores califican de conflictivos, de esos que mi mamá explica que son el ejemplo perfecto para no juntarse con ellos, a quienes ni siquiera hay que hablarles o mirarles. Y ese día de nuestra expedición en busca del Atún habíamos roto Ja primera regla: mirarlo fijamente a los ojos. Tampoco Matamala pertenecía a nuestro curso, sino a uno paralelo. No era un tipo popular o lo era pero negativamente; todos le tenían miedo, incluido yo mismo. Pero ese día, al verlo el miedo desapareció. Estaba detrás de unos cajones que sostenían bandejas con duraznos y damascos y algunas otras frutas. Su mirada era de vergüenza porque lo habíamos descubierto trabajando, es decir vendiendo fruta en la calle para ayudar a su padre. Tampoco era un secreto, todos lo sabíamos, pero nadie, hasta ese día, lo había visto y, claro, los ganadores del concurso «quién ve primero a Matamala como vendedor de fruta» fuimos León y yo.

Al contrario de lo que se podía esperar, dejé la bicicleta en la vereda y me acerqué.

— Hola, Matamala, ¿estás trabajando? —le pregunté. Me miró como si yo fuera un inspector municipal y con

un hilo de voz me respondió: —Aquí estoy. Y comenzamos a conversar y a relajarnos, porque no

tenía nada de malo trabajar.

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Finalmente, Matamala también se relajó y terminó regalándonos varios duraznos muy jugosos que comimos con León. De tan relajados que estábamos nos dio sueño, al punto que decidimos los tres dormir una siesta detrás de las cajas de la mercadería. t

Le conté a Matamala lo que hacíamos en ese lugar, rumbo a encontrarnos con nuestro ídolo deportivo. Él dijo que conocía el caso del Atún. Todos en el barrio conocían la historia del Atún. Y tenía algo que podía servir, entonces sonrió como si fuéramos compañeros de un asalto a un banco y dijo:

— Mi tío Osvaldo. Ése sabe sobre esa época y sobre el fútbol de barrio.

—¿Y quién es tu tío Osvaldo? — Mi tío Osvaldo Matamala conoce la historia del Atún

porque jugó fútbol con él y estuvo aquella tarde de su último partido. Mi tío es paco, es decir carabinero retirado, no vive muy lejos de aquí si quieren conocerlo y preguntarle en persona.

Le agradecí a Matamala la dirección que nos anotó en un papel. Guardamos media docena de duraznos en las mochilas y seguimos. Mata- mala quería acompañarnos pero tenía que trabajar, así que lo dejamos allí.

León dijo que comer le había dado energía, que no se quejaría el resto que quedaba del camino. Cinco cuadras más arriba debimos parar porque León vomitó los duraznos y damascos, todo revuelto como un puré de fruta de aspecto horrible.

Aprovechamos entonces para desviarnos de la ruta. En Marín doblamos por calles con tiendas de antigüedades. En uno de aquellos locales, donde vendían muebles que olían a

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viejo, preguntamos por Osvaldo Matamala. Lo encontramos en la entrada, casi como parte del mobiliario. Estaba viejo, según él se debía a una enfermedad que le quitaba la fuerza, una enfermedad que le llevó a jubilarse antes de tiempo de Carabineros de Chile, aunque su corazón estaba todavía en la institución. Muchas veces caminaba hasta calle Antonio Varas, hasta la Escuela de Suboficiales de Carabineros. Se quedaba en la vereda toda la mañana simplemente escuchando la banda de la institución, o viendo marchar a los carabineros jóvenes. Al final dijo:

— Y ahora estoy postrado, ta madre, como silla de mimbre en este lugar; no hay derecho. Esa era su frase preferida: «ta madre». Le conté a qué veníamos y cómo sabíamos de él a través de su sobrino. Osvaldo Mata- mala, cuando escuchó hablar de aquella época, del fútbol de los barrios de tiempos pasados, se alegro y dijo:

--En esos años yo era el mejor defensa central del torneo. Acababa de egresar de Carabineros. Me permitían jugar por el Juventud Unión y también por un club que tenía la institución. Pero déjenme decirles algo a ustedes dos, ta madre, se inventaron muchas cosas a raíz de ese partido del 60, el último de Paz. Yo no tenía nada contra él. Todos lo apreciábamos porque era muy habilidoso para la pelota, y tan calladito, ta madre, que daba gusto jugar con él. Incluso tímido se podría decir que era, muy tímido el Atún. Le gustaba el fútbol pero podía haber hecho otras 10 cosas igual de bien, puro talento, ta madre, ya no salen así. Ahora sólo quieren ganar plata y salir con niñas de la tele los jugadores de fútbol.

Para no alargarnos intenté llegar al punto que me interesaba:

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— Pero sobre el gol en el último minuto de aquella final. ¿Es verdad que lo hizo con la mano y el remordimiento provocó que abandonara el fútbol para siempre?

Osvaldo se quedó mirando la calle, mientras en los puestos de antigüedades señoras bien vestidas husmeaban por los muebles, espejos, cuadros y lámparas tan viejos como ellas mismas.

— Déjenme decirles algo a ustedes dos. No crean todo lo que les cuentan, no pues. Esa tarde del año 60 todo fue normal en aquel partido. Se acababa el campeonato. Estábamos felices. Pero el que no lo estaba era Paz.

—O sea, que ya había pensado antes en abandonarlo todo.

—Ta madre, no tan rápido. Esta generación todo lo quiere instantáneo. Por eso yo no entiendo eso de la Internet. ¿Para qué tener todo en el computador? Realmente no lo entiendo.

—Entonces... —El Atún andaba triste porque estaba enamorado. Sí,

enamorado de Tadiana Fernández. —¿De quién? —Tadiana era la hija del entrenador, pero el entrenador

del Flamingo, el equipo contrario. Se iban a casar. Ella le hizo prometer que ese día de la final no marcaría ningún gol porque su padre estaba delicado de salud y quería terminar el año con alguna satisfacción, como hacer campeón amateur al Flamingo.

—¿Y entonces no cumplió? —No pudo, el instinto goleador fue más fuerte, eso no

se puede evitar. Marcó el gol en el último momento, casi sin quererlo. Una semana después, el entrenador y padre de

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Tadiana se fue a la tumba debido a un ataque al corazón, ta madre, y todo se fue a las pailas con aquella pareja. Ella no le perdonó y rompió el compromiso. Él abandonó el fútbol, donde podría haber llegado a ser profesional. Esa es la verdadera historia de ese gol indigno.

Nos quedamos pensando. León, que es un romántico, suspiró.

Nos despedimos de Osvaldo, el ex carabinero y defensa del Juventud Unión. Cuando estábamos arriba de las bicicletas nos dijo:

— Si ven a Paz le dan mis saludos, no lo he visto en 30 años. Ta madre, en realidad me da lo mismo, lo que me molesta es mi espalda, que la tengo tan jodida, sin contar otros achaques más.

omo pasaba el tiempo preferimos apurar el pedaleo. Llegamos cerca de las tres de la tarde a Plaza Italia, el centro de las celebraciones de todo Santiago. Aquí hemos venido con mi papá a gritar por la selección chilena de fútbol, por tenistas campeones mundiales. La gente se acerca a este lugar a celebrar cualquier cosa que parezca un triunfo nacional, a tocar las bocinas de los autos, a romper los jardines y a saltar como locos.

Debimos bajar de nuestras bicicletas y atravesar las calles caminando con precaución. En la esquina de la Alameda nos encontramos a una mujer que decía que veía el futuro. Nos mostró una caja de zapatos con un pequeño orificio. Si queríamos ver nuestro futuro deberíamos mirar por allí; pero, claro, antes debíamos pagarle 500 pesos.

Seguimos hacia el Parque Forestal. En la Fuente Alemana se bañaban algunos niños y mujeres jóvenes; a nadie parecía importarle esa pis- ciña pública. Incluso

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algunos llevaban toallas y las dejaban en el pasto del parque, junto con radios portátiles desde donde se escuchaba un reg-

gaeton de Don Omar que me gustaba: Lúcete, Modelo/ Coge

vuelo, revolea tu pelo/ Aunque a tu gato le den celos. No era una gran letra, pero era alegre.

El Parque Forestal debe ser el lugar más alegre de Santiago. Está lleno de estudiantes que mienten diciendo que van al liceo o al colegio y se pasan todo el día echados en el pasto, fumando, besándose como desesperados, dando vueltas como costales de harina sobre el pasto. No es que lo repruebe; es más, me encantaría hacerlo alguna vez, pero, primero, no tengo con quién darme vueltas y vueltas como rollo de papel y, segundo, el Parque Forestal es lo suficiente lejos de mi casa en Ñuñoa.

El parque está también lleno de escritores o aspirantes a escritores que se pasean con caras de escritores o caras de aspirantes de escritores, tal vez esperando inspirarse. Se sientan en los bancos a mirar a los estudiantes que dan vuelta como rollos de papel por el pasto e inspirarse con ello, y escribir un cuento titulado «Amores de estudiantes». O a leer libros con cara de seriedad y dolor. También están los artistas del parque, que son aquellos que alguna habilidad tienen, por eso se juntan allí: equilibristas, mimos, expertos en ovnis, seguidores de algún maestro chino, practican Tai Ching o danza con espadas. También están los músicos de zampoñas, los fanáticos de seriales de televisión y juegos de cartas. Es decir, el Parque Forestal es un zoológico urbano variado.

León quería aprovechar y pasar al Museo del Bellas Artes, en el centro del parque. Sabía los motivos que tenía León, así que no pude negarme. Dejamos las bicicletas al cuidado de un señor que lavaba autos a un lado del museo,

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nos cobró 200 pesos por bicicleta. Mejor dicho: 200 pesos a mi bicicleta y 150 a la de León. Cuando le pregunté por qué hacía diferencia de precio, respondió muy serio:

—La bicicleta de mujer es más barata. León se quedó tieso, no lo podía creer, lo había

engañado, recién ahora se daba cuenta: era una bicicleta de mujer. Según él, había hecho el ridículo los kilómetros recorridos. Traté de convencerlo de que era difícil que a alguien se le pasara por la cabeza compararlo con mi hermana; si hay dos cosas más diferentes, ésas eran el gordo León y la pesada de mi hermana Sofía. No me atreví a con-fesarle que además la bicicleta tenía nombre. Dejé las cosas como estaban, esperando que se calmara.

Entramos hasta el sector de la muestra permanente de pintura chilena. Sabía dónde llegaríamos. Recorrimos hasta que encontramos el cuadro La pasajera, del pintor chileno Camilo Morí. En la pintura una pasajera de un tren mira melancólicamente. Lleva un librito en las manos, también lleva un sombrero de la época. Sus ojos son muy tristes. Allí nos quedamos varios minutos, contemplando aquel cuadro sin decir nada. León observaba extasiado aquella pintura, sin decir nada, ladeando la cabeza y apretando los ojos como si quisiera atravesar el cuadro. A León La pasajera le recordaba a su mamá, por eso siempre que podíamos veníamos a mirar el cuadro. Nunca conoció a su mamá, pero alguien le dijo, mirando un libro de arte, que la mujer del retrato pintado hace más de 60 años se parecía a su mamá. Y él lo creyó; es decir,

sabía que no era su mamá, pero como no tenía ni una foto, nada que le recordara a su madre, entonces tomó la decisión de que ese sería el rostro de su mamá. No era la

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primera vez que estábamos allí en el Museo de Bellas Arte y no sería la última, de eso estaba seguro.

Cruzamos por uno de los puentes el río Ma- pocho. En ese mismo río, pero hacía más de 50 años, Atún Paz había recibido su sobrenombre por salvar de las aguas a una persona.

Ahora, en verano, el río era apenas un hilo de agua sucia. Por todo lo ancho estaba casi seco, dejando al descubierto el lecho feo lleno de desperdicios, botellas plásticas y restos de bidés. Así el río mostraba su cara turística en el verano.

Nos internamos por Recoleta, un barrio lleno de tiendas, donde la ropa es barata y fea, pero todas las mujeres del barrio alto no se pierden sus ofertas. La dirección que buscaba estaba en el borde con Independencia, cerca del cementerio. Llegamos extenuados a la calle Rosario. Busca-mos el número. Recorrimos tres veces la calle y los números no coincidían o el que buscábamos no existía en aquella única cuadra. Me acerqué hasta un quiosco de diarios, donde en realidad vendían además galletas y bebidas en lata reca-lentadas al sol.

—Perdóneme, señor, ¿sabe usted cuál es la casa de Alvaro Paz?

-No.

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— Nos dieron una dirección, el 067 de Rosario y no hay 067.

El hombre del quiosco me quedó mirando como si hubiera visto aparecer a un marciano.

— ¿Es usted carabinero? —me preguntó. No respondí a la pregunta porque era obvia la respuesta. No tenía por qué saber que era detective privado gracias a un curso de hace algunos veranos; entonces, supongo, carabinero y detective como profesiones se parecen, pero también era fácil suponer que carabineros de 13 años aún no existen.

—Busco al Atún Paz, el delantero, un antiguo futbolista, que en realidad nunca llegó a ser profesional porque...

El hombre del quiosco abrió los ojos como lo hacen los salmones en las pescaderías.

—¿Por qué no empezaron por ahí? Pero claro que conozco al Atún, es nuestro vecino, vive aquí en el barrio desde que yo era chico, desde que no pensaba en dedicarme a la administración comercial, es decir a tener este quiosco de comida y bebestibles.

—Mi amigo León y yo lo buscamos, queremos conocerlo y preguntarle algunos detalles.

—No me diga más, quieren saber por qué dejó el fútbol. ¿Saben cuántos han venido a preguntar lo mismo? No les respondo porque perdí la cuenta. Pero Atún es muy reservado y un vecino ejemplar. El se encarga todos los años de la Navi-dad de los niños del barrio. Y también de celebrar el Dieciocho. El Atún ha vivido toda su vida aquí con nosotros, aunque cuando joven jugaba por un equipo que no era de este barrio.

—¿Podría decirme dónde está exactamente su casa?

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El hombre del quiosco salió de la jaula de lata. Afuera exhibió una cintura del tamaño de un neumático camionero, con unos brazos gordos como piernas. Nos indicó una de las casas viejas del principio de la cuadra, una con el portón ahumado. Le agradecimos y llegamos al lugar. Golpearnos pero nadie nos abrió. Estuvimos allí varios minutos intentándolo, pero no hubo respuesta. Regresamos hasta donde el hombre del quiosco, que se comía la mitad de una sandía quitándole las pepas con un cuchillo.

— Hemos tocado la puerta pero no contesta nadie —le dije.

—Es porque no hay nadie. — Pero usted me dijo... — Me preguntaron dónde estaba la casa del Atún, no si

estaba él allí. Ahora, si me lo pregunta se lo contesto sin problema: no está.

Tomé aire con paciencia. —¿Y dónde estará entonces? — Alvaro hace una semana está internado en el Hospital

El Salvador. Dicen que no se fue muy bien de aquí cuando lo vino a buscar la ambulancia, y que probablemente no vuelva.

Nos quedamos helados con León, a pesar de los 29 grados de temperatura, tiesos de frío. Nuestro paseo investigativo parecía acabado. No teníamos nada más que hacer. Entonces, León me dijo:

— Si llegamos hasta aquí, de vuelta podemos pasar por el hospital. No nos vamos a rendir así tan fácil.

—¿Pero qué sacamos? —dije desmotivado. —En el hospital trabaja un amigo, con él seguro que

podemos entrar.

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No me iba a rendir, menos ahora que León era el que ponía el entusiasmo.

Cuando retrocedimos para salir de calle Rosario, el hombre del quiosco se acercó a nosotros y nos dijo:

—¿Quieren saber por qué realmente Atún Paz dejó de jugar después del último partido? Es un verdadero misterio, pero como yo conozco al Atún sé la verdad.

—Cuente —dije. —En esa época había dos empresarios del fútbol

amateur, los dos eran hermanos, pero llevaban años distanciados, compitiendo en todo. Uno era dueño del Flamingo, el club de San Bernardo, y el otro era del Juventud Unión. Entonces, el dueño del Flamingo FC le pagó a Paz para que se dejaran ganar o, al menos, no intentara marcar goles. Si empataban le convenía al Flamingo, de ese modo saldría campeón ese año. La noche anterior al partido, en un bar de avenida Matta, Alvaro Paz aceptó la oferta, recibió mucho dinero. Llegó el día del partido y el Atún, que en el fondo era un hombre honesto, andaba como perdido en la cancha, arrepentido por lo que había hecho, porque no era muy lindo venderse por plata. Entonces llegaron los últimos minutos del encuentro y, de pronto, como si despertara, Atún cambió de opinión. Devolvería la plata, pensó. En el último minuto vino aquel centro y casi raspando el cuero de la pelota la echó adentro del arco del Flamingo, dejando las cosas algo complicadas para él. Al final devolvió el dinero, pero en castigo a sí mismo, por su propia deslealtad, decidió que no debía seguir en el fútbol. Esa es toda la verdad. Desde ese día, Atún no volvió a chutear una pelota.

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* Quién decía la verdad? Eso pensaba mientras pedaleaba de regreso, bajando por el puente Pío Nono. El sol comenzaba a descender y el calor no era el mismo. De todas maneras, veía por delante la polera de León completamente empapada de sudor. En las últimas horas se había reconciliado con Clementina, la bicicleta de mi hermana, parecía contento incluso mientras la llevaba, hasta se permitía algunas piruetas subiendo veredas o soltando las manos mientras pedaleaba. León se acostumbraba a todo, tenía ese estilo, fácil de llevar y que terminaba por ajustarse a cualquier circunstancia, por eso era imposible no ser amigo de él.

Volvimos a Plaza Italia y nos detuvimos en una fuente de soda. Amarramos las bicicletas con los cinturones y entramos a comer algo. Llevaba un billete de emergencia doblado en el fondo del bolsillo. La emergencia de esa ocasión era muy simple: teníamos hambre, así que desdoblé el billete y pagué los dos completos con extra mayonesa, los que comimos acompañados de dos vasos de Coca-Cola con hielo que se derritió casi enseguida. Mi hermana siempre dice que hay que evitar la comida chatarra. Y razón tiene. Comer grasa es lo peor. Nosotros con León estábamos de acuerdo, aunque en teoría, porque en la práctica igual pedimos dos porciones de papas fritas que llegaron chorreando aceite. No

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nos sentimos orgullosos por comer algo así, pero tampoco nos arrepentimos.

Pagamos y salimos de allí satisfechos. Pedaleamos con dificultad por Providencia hacia arriba debido a las micros. Hasta que encontramos El Salvador, la calle que corta la avenida y que tiene el mismo nombre que el hospital. Por supuesto, en la entrada no nos dejaron pasar. Entonces rodeamos el edificio viejo y feo, que deprimía de sólo mirarlo. Llegamos a un pequeño taller de reparaciones de ambulancias. Allí encontramos al amigo de León. Cuando se vieron se saludaron con un abrazo de oso. Ambos, al parecer, eran seguidores de una banda metálica llamada The Gold Cráneos, y que en el país tenía al menos dos seguidores: León y su amigo. Compartieron algunos datos de la banda —que resultó ser de nacionalidad danesa—, de los últimos recitales en Sebastopol y de que su baterista había perdido un dedo de la mano, y no en una pelea en un bar de Copenhague, sino porque su hijo pequeño le había cerrado la puerta del auto en el dedo anular. Aquel accidente había servido porque desde entonces, con un dedo menos, el baterista tocaba aún mejor que antes. Por supuesto, comencé a cansarme del tema que parecía no acabar entre ellos, hasta que León le dijo lo que queríamos. El fanático de The Gold Cráneos, mecánico de ambulancias, se limpió las manos en un trapo lleno de aceite de motores y nos hizo seguirlo.

Pasamos por debajo de la lavandería del hospital y por un largo pasillo cubierto de tuberías. Al final del pasillo nos indicó una puerta. Hasta ahí llegaba él, si preguntaban nosotros deberíamos perder súbitamente la memoria, no podríamos recordar cómo habíamos llegado hasta allí. Se despidieron León y su amigo otra vez con uno de los saludos

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más raros que he visto y que terminaba con la lengua estirada hacia abajo y cabezazos de sus «gold cráneos», que sonaron como si se golpearan dos sandías maduras.

Al abrir la puerta estábamos en un pasillo del hospital. Recorrimos el lugar, que olía justamente a hospital. Por suerte no estaba enfermo, porque los pasillos, las murallas, todo en realidad provocaba depresión y enfermedad. Llegamos a un centro de información, donde encontramos a una enfermera que jugaba solitario en su computador.

—Buscamos a un paciente. — Aquí hay muchos. —El señor Alvaro Paz. La enfermera, sin dejar la pantalla del computador,

buscó unas fichas. Debíamos lucir algo descompuestos, con las poleras afuera, caras cansadas por el esfuerzo de pedalear todo el día cruzando Santiago. Entonces me adelanté, era una estrategia que había visto en la televisión, en una película titulada Qué difícil es vivir, sobre dos huérfanos. Imité a uno de los huérfanos de la película que anda en busca de un pariente:

—Necesitamos verlo por última vez. Somos parientes lejanos, viajamos desde el sur. Tal vez sea esta nuestra última oportunidad de verlo.

La enfermera estiró los labios y los revolvió como si quisiera hacer gárgaras y dijo:

— Nadie viene a ver a ese paciente. Es decir, todos los días pregunta alguien por él, pero nadie antes había venido a verlo.

—Por favor —dije, y mi voz y gestos le hicieron gracia a León, que sin aguantar la risa salió corriendo a un baño cercano.

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—¿Qué le pasa? —preguntó la enfermera. — Se emociona muy rápidamente —improvisé. — Sigan por ese pasillo, la habitación común. Es la cama

34, pieza G — indicó. —Muchas gracias —respondí. Primero entré al baño a calmar a León. Nos lavamos la

cara, nos peinamos con los dedos y salimos de allí. Cuando pasamos por informaciones, la enfermera seguía con el solitario de su computador. Sin levantar la vista me dijo:

—También vi la otra noche Qué difícil es vivir, excelente película, y de las actuaciones ni hablar.

No dije nada y seguimos por el pasillode la habita ción G, una pieza común con varias camas. Algunas de las camas tenían visitas que intentaban hablar bajo para no molestar a los vecinos. Había por lo menos 10 camas. Seguimos los números hasta que llegamos a la 34.

Allí estaba Alvaro Paz, conocido desde hacía más de 50 años como Atún. No era un hombre viejo, sino mayor, huesudo y con poco pelo en la cabeza. Llevaba un feo camisón del hospital y estaba con los ojos cerrados como si ya estuviera muerto. Nos quedamos mirando sin saber qué hacer. León se acercó por un lado de la cama, llevó uno de sus dedos hasta la frazada para despertarlo, pero antes de que lo tocara escuchamos la voz del Atún:

—¿Qué quieren? /

lvaro Atún Paz estaba postrado en la cama de un hospital público. En su velador, un vaso de jugo Zuko de tres días y una manzana que se negaba a pudrirse, arrugada y doblada hacia adentro.

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Le explicamos algo nerviosos quiénes éramos y qué hacíamos allí. Le agregué todas las molestias que nos habíamos tomado ese día sábado con casi 30 grados y sólo para hacerle una pregunta, una sobre aquel 12 de noviembre de 1960, la tarde en que gracias a su cabezazo el Juventud Unión había logrado su único campeonato. Todo eso queríamos saber, 45 años después de que ocurrieron los hechos.

El Atún abrió los ojos después de escucharnos atentamente, nos examinó como un científico a una nueva especie de

culebra del Amazonas y dijo: —Tengo sed —indicando el velador y ese jugo que parecía una pócima venenosa.

León corrió a comprar una bebida a la cafetería. — Siempre me preguntan lo mismo: ¿por qué no seguí

en el fútbol? Miró hacia donde debía estar una ventana, pero allí

estaba cerrado con una cortina muy gruesa que no dejaba ver nada.

—Me estoy muriendo en este hospital. Tengo una descomposición severa en mi sangre —dijo—. ¿Cómo dijiste que era tu nombre?

—Quique Hache, y mi amigo, León. León regresó con un tarro de Sprite. Lavamos el vaso y

volvimos a comenzar. —Lo primero que tengo que decir es que aquel fue un

gol legítimo —dijo el ex delantero, sentándose en la cama—. Mucha gente ha dicho que fue un gol viciado el de aquel domingo. No fue así. Ocurre que yo cabeceaba de esa forma, con las manos encogidas, era mi estilo.

Entonces le conté las teorías que existían al respecto, desde pagos fraudulentos hasta un supuesto pacto de amor.

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Cuando le mencioné el nombre de Tadiana Fernández, el Atún por primera vez bajó la cabeza, de alguna forma entendí que ahí estaba la razón principal o parte de ella.

—Eso es cierto y tal vez sirva de explicación —dijo—. Pensábamos casarnos con Tadiana, la conocía desde que éramos muy niños, nos gustábamos, a ella le encantaba que yo jugara a la pelota y fuera conocido en la liga amateur. Pero no era la hija de un entrenador, sino del Coño Fernández, un comerciante español de Recoleta, uno de los más importantes. Tenía una fábrica de géneros y daba trabajo a más de 300 personas. En la fábrica conseguí mi primer trabajo. Todo iba bien, o eso creí, hasta que Cono Fernández se enteró de que su hija andaba de novia con un obrero de su fábrica. No lo resistió, me echó del trabajo esa misma semana del último partido. Y antes de que nos casáramos la envió a ella a Madrid, a casarse con un pariente. Para mí fue tre-mendo, me partió el corazón en dos mitades. Un día Tadiana desapareció y nunca más la vi.

Nos quedamos con León en silencio, impresionados por lo que acabábamos de escuchar. No dijimos una palabra hasta que un rato después Atún siguió su relato:

—Para jugar a la pelota se necesita motivación, entusiasmo y algo de alegría, y después de lo de Tadiana era todo eso lo que a mí me faltaba. Entonces, al siguiente domingo no me dieron ganas de ir a la cancha, ni al domingo siguiente, y así nunca más me dieron ganas. Pensé al principio buscar un empleo, levantar un negocio y ganarme a Tadiana, pero hasta eso se derrumbó cuando seis meses después recibí una carta de la propia Tadiana. En realidad era una hoja que le había enviado a una amiga que me buscó y que me la entregó. En ella me contaba que se había casado

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con ese español y que mejor tratábamos de olvidarnos. Entonces, porque la amaba, eso hice...

Pareció quedarse dormido, cerró los ojos. Para que continuara intenté una pregunta tímidamente:

—¿Y la olvidó? — En los siguientes 50 años ni un solo día. Luego, supe

que tuvo varios hijos y que no pensaba volver a Chile. Entretanto, el Cono Fernández quebró, a su fábrica de géneros se la ganó la ropa que venía de Taiwán. El Cono, deprimido, debió regresar a España, donde se murió al mes de llegar...

—¿Y el fútbol? —preguntó León. —Nada me hizo volver, pero tampoco me arrepiento.

Como les decía, hasta para jugar a la pelota uno debe estar entusiasmado y yo perdí el entusiasmo esa tarde de 1960. Ni siquiera veo partidos por la televisión, sólo cuando hay uno bueno de la selección aguanto un primer tiempo, nada más.

— Por una mujer —exclamó León. El Atún y yo lo mirábamos. León tenía los ojos brillosos, a punto de ponerse a llorar.

Paz se sentó más entusiasmado en la cama y terminó el tarro de bebida.

— Pero no todo fue sufrir. Después yo también me casé, aunque no tuve hijos. Mi mujer murió hace unos años. Ambos fuimos felices, muy felices, diría. Teníamos un puesto en la feria y luego un negocio de abarrotes en Recoleta. Veraneábamos todos los años en Pichilemu, incluso nos construimos una casa allá. Pero éramos los dos muy solitarios, sin parientes. Por eso ahora estoy solo. Tengo mis vecinos que preguntan por mí, pero nadie más.

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—A mí me importaba que el gol no fuera con la mano, nada más —dijo León.

Pasó una enfermera por la sala informando que se acababan las visitas, que debíamos irnos en unos minutos más.

Nos despedimos algo tristes y le prometimos que el fin de semana siguiente lo visitaríamos. Él también se alegró y se despidió dándonos la mano a cada uno. Y fue como darle la mano al pasado. Y en ese apretón, a pesar de la debilidad de su cuerpo, por un momento también lo sentí joven y fuerte.

Cuando íbamos de salida me detuve ante la recepcionista. Le pregunté:

—Antes de entrar a la pieza me dijo que Alvaro Paz recibía al menos una visita diaria.

— No dije eso. Las primeras visitas que recibió en todo este mes que lleva aquí fueron ustedes dos, por eso los dejé pasar. Lo que dije fue que casi todos los días alguien se acerca a mi mostrador y pregunta por él.

—¿Y quién preguntaba? —No lo sé. Una señora se acerca al mesón y me

pegunta. Le respondo y luego se va sin pasar a verlo. Hace unos minutos estuvo acá, debe estar saliendo del hospital en estos momentos; pregúntenle a ella.

—¿Pero cómo vamos a saber quién es? —Lleva una chaqueta de color verde. Salí corriendo por los pasillos buscando la salida. Mientras tanto, León fue a recuperar nuestras bicicletas al taller de ambulancias. En la puerta del hospital me di cuenta que comenzaba a oscurecer y que ya estábamos en serios problemas en la casa. En la calle, por Salvador, vi dos chaquetas verdes. Una era de una mujer joven, la descarté. La otra caminaba llegando a Providencia.

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Corrí hasta alcanzar a la mujer. Cuando la tomé del brazo me di cuenta que poco o nada tenía preparado para decirle, así que fui directo y sincero:

—¿Usted recién preguntó por Alvaro Paz, por Atún? Acabo de estar con él en su pieza. Se ve bien; es decir, no creo que se muera, sólo es una descompresión de algo — más tarde me acordé que la palabra era «descompensación», pero estaba nervioso—. No quiero molestarla, ¿pero me podría decir por qué pregunta por él sin pasar a verlo?

La señora tenía una cara agradable, como la de mi abuela en las fotos, aunque mi abuela lleva muchos años muerta. También ella pareció nerviosa y dijo:

— Soy una amiga del pasado. No quiero molestarlo, sólo me interesaba su salud.

Cuando escuché un lejano acento extranjero no tuve dudas.

—Tadiana Fernández, ¿no es verdad? Ella quedó petrificada. Es decir, si existieran armas que

inmovilizan instantáneamente a una persona, ella acababa de ser golpeada por una. En el fondo de la calle vi acercarse con cautela a León llevando las dos bicicletas.

— Hace cinco años volví. Mi apellido ahora es Vallejo. Mi marido se quedó en España, nos separamos. Vivo en Pichilemu, allí tengo una pastelería, El Ensueño Madrileño... Espero que no le cuentes nada a Alvaro. Me muero de ver-güenza que se entere de que estoy de regreso. Las cosas son como son. Por favor, te pido que no le digas nada.

Le prometí que no abriría la boca. Ella me sonrió y como si viera un fantasma se alejó buscando la estación del metro Salvador, por donde desapareció para siempre otra vez.

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Así regresamos a la casa. León se quedó a dormir en mi pieza esa noche, después de compartir solidariamente el castigo por llegar tarde. Mi hermana sufrió un ataque de nervios cuando vio a Clementina sucia, rayada y oliendo al trasero de León. Le aseguré que le quedaría como nueva, que la lavaría y engrasaría y hasta la pintaría de un color distinto a ese amarillo pato. Ella aceptó todo menos que le cambiara el color.

Por la noche, antes de dormir, escuché a León decir, casi como una despedida, un «buenas noches, la pasé bien hoy con la aventura arriba de la bicicleta», pero todo eso resumido en una sola frase:

— Y todo por amor, madre.

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ecibí una carta de Alvaro Paz. Era una carta muy interesante. La recibí tres meses después de la visita que le hicimos al hospital. La carta estaba dirigida a mí y a

León. En ella me contaba que el médico por fin le dio de alta. Se sentía muy bien, incluso ahora daba trotecitos por las mañanas. La enfermedad le había hecho cambiar todos sus hábitos. Pero lo más importante, y por eso nos escribía, era para contarnos que dejaba el barrio, después de 50 años era hora de cambiar. Todos los vecinos le hicieron una despedida que duró dos días y donde se sintió muy agradecido del cariño. También llegaron algunos jugadores del Juventud Unión que no veía desde hacía décadas. Finalmente vendió su casa de Recoleta, hizo sus maletas y se fue a la playa a vivir, a Pichilemu, donde todavía conservaba la casa que había construido con su mujer fallecida. Había comenzado a hacer clases de fútbol para niños, decía que probablemente de allí saldrían buenos futbolistas. Asimismo nos contó que habíasubido de peso en las últimas semanas comiendo pasteles de una pastelería donde los hacían deliciosos. Nada más decía, pero era suficiente.

Me alegré por el Atún\ por fin, como un verdadero pez, estaría cerca del mar.

Por supuesto que no cumplí mi promesa de no abrir la boca. Sí, a veces no cumplo mis promesas, y, en este caso, no me arrepiento.

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eníamos de ver una película con León en el Cine Hoyts de La Reina. Caminamos las 20 cuadras de regreso del cine hasta mi casa en calle Juan Moya, los dos felices porque el aire de otoño no molestaba y las parkas que llevábamos eran suficientes para los primeros tríos del año. En el camino conversamos sobre la película: Duros de matar 4. Con León somos fanáticos de la saga. Sí. claro, hay harta violencia, ac-ción, explosiones y escapadas espectaculares y milagrosas que nadie puede creer que ocurran, pero de eso se trata el cine, me imagino, de creer lodo lo que aparece en la pantalla. Y algo queda ilc la película. Desde el título, Duro de matar, es decir el que no muere nunca, el duro, es un policía bueno, es Bruce Wi 1 lis como el teniente John McClane. quien a pesar de que ha envejecido sigue defendiendo buenas causas y por eso siempre queda al borde de la muerte, pero no muere porque si no no se justificaría el título de la película, no solo se acabaría la saga, sino que el título no serviría para nada. Puede también que no sea una película muy artística, puede que nadie la recuerde en 30 años, pero León y yo la hemos seguido como verdaderos fanáticos, la hemos coleccionado en DVD. Así que veníamos contentos ese día de otoño después de la función.

Llegamos a ia casa a la hora de tomar la once. Riéndonos abrimos la puerta, pero nos encontramos adentro con un funeral. En el living, mi mamá, mi papá y los vecinos de la cuadra, los Mardones, sentados como lo hacen los adultos cuando algo serio ha ocurrido, mirando al techo o ai suelo, el polvo de los muebles, el taco de un zapato. Como un rayo repasé rápidamente en mi cabeza de lo que podría ser culpado, pero no me acordaba de nada reciente.

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Los Mardones eran gente tranquila, ambos eran profesores de un liceo en Macul, su hija Sally estudiaba en nuestro liceo, con ella nunca hablaba porque era mayor que yo y porque pertenecía al grupo de las alumnas extrañas o diferentes, un grupo conformado, en todo caso, exclusi-vamente por ella misma.

Mi mamá sonrió con una de esas sonrisas que se pueden calificar de sonrisa de monumento :

— Hi jo, son los vecinos de la otra cuadra, los Mardones.

Con esa sola frase me di cuenta que pasaba algo muy malo y que el culpable, de alguna forma, era yo. Mi mamá no me llama a menudo «hijo», y todos en esa habitación sabíamos que los Mardones eran nuestros vecinos desde que llegamos al barrio antes de que yo naciera.

León desencadenó la tragedia al preguntar: —¿Ustedes son los papás de Sally? Hace días que no la

vemos en el colegio. Era lo que esperaba la mamá de Sally, se llevó las

manos a la cara y comenzó a llorar. Nos quedamos tiesos con León, sin saber qué hacer, si volver a caminar las 20 cuadras y vernos otra vez Duro de matar 4 o pasar a la cocina a conversar con Gertrudis, mi nana. Mi mamá nos vino a salvar:

—Niños, a la cocina, Gertrudis los está esperando con la once. Nosotros tenemos que conversar asuntos de grandes.

Ahí estaba la frase mágica y a la vez cruel: «asuntos de grandes», era como decir: no se metan en la conversación aunque lo que tengamos que decir sea importante. «Asuntos de grandes» era como una tarjeta roja en un partido de fútbol,

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una expulsión directa sin posibilidad de reclamo para los niños de la casa, es decir nosotros.

En la cocina nos encontramos con Gertrudis Astudillo con la cara doblada por la curiosidad, tomando un té verde que olía muy mal, pe- 10 que ella creía que no sólo la hacía adelgazar, sino que también le subía el ánimo, le ayudaba a la digestión, la protegía del resfriado, de los dolores de espalda, de la pena, la alergia a los plátanos orientales y el insomnio; todo eso en una bolsita que olía a toalla de perro.

Desde que llegaron los Mardones no me he movido de aquí de la cocina preparando la once, así que no puedo saber qué está pasando.

Por supuesto, León y yo sabíamos que la puerta de la cocina era delgada y ella tenía buen oído.

Gertrudis finalmente nos contó, mientras servía la leche y el pan con manjar y palta. Hacía tres semanas, Sally Mardones se había ido de la casa. Al parecer discutió con sus padres y desapareció. Posteriormente los llamó varias veces por teléfono diciéndoles que estaba bien, pero que aún no volvería. Los Mardones ahora estaban desesperados tratando de encontrarla. Ese era el resumen de la historia.

Sally Mardones era mayor que nosotros, en el colegio poco o nada compartía con sus compañeros porque los consideraba inmaduros. Ella, en cambio, era seria y siempre tenía una opinión para todo. Alguna vez había discutido con un profesor de religión. Cuando llamaban a paros y huelgas de estudiantes en Santiago, ella siempre estaba en primera fila. Para su desgracia, en el liceo esa primera fila era sólo ella, nadie la acompañaba porque nadie quería meterse en

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problemas. En el fondo, la admirábamos, pero tampoco hacíamos nada para apoyarla. Un año organizó una protesta contra las bolsas de plástico. En el patio central del liceo di-bujó una enorme equis con "boisas negras de basura, en el suelo dejó una carta-protesta que se enviaría y que debía firmarse por los que apoyaran la idea. El inspector general mandó a quitar la equis en el segundo recreo y suspendió a Sally por tres días. Ella respondió preguntando de qué se la acusaba. El inspector le escribió en el íibro de clases: «Por incitar al desorden». Sally entonces escribió con letras góticas, que asemejaban a sangre chorreando: «Por incitar al desorden», firmaba «Sally, la vigilante». Mandó a fotocopiar el letrero y repartió las copias. Otra vez la suspendieron. Nosotros, los de cursos inferiores, seguimos admirándola, aunque nadie se atrevía a apoyarla. Cuando le conté todo lo ocurrido a mi mamá, ella dijo cortante: «No te metas en esos asuntos, Quique», lo que era como decir déjala sola, no es tu problema, podrá tener razón pero no es tu problema, el tuyo es sólo estudiar, salir de enseñanza media, rendir la prueba, entrar a la universidad, tener una carrera, casarte y morir.

Un día vi que Sally se aprestaba a llamar a un paro preparado por los estudiantes de otros colegios y liceos de Santiago. La vi escribiendo en una cartulina una serie de demandas y consignas que esperaba pegar en el diario mural. Pensé acercarme a ella, decirle que la apoyaba, pero que mi mamá había dicho: «No te metas, Quique». Pero supongo que decir algo asiera bastante infantil de mi parte y haría el ridículo. Por eso, en cambio, me acerqué mientras terminaba el comunicado y le dije nervioso:

—Falta la tilde a la palabra «acción».

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Ella me miró como lo que era, una pulga cobarde. Se acercó a su cartel, marcó la tilde arriba de la letra «o» con un plumón y dijo:

— Gracias, Quique. Al menos se acordaba de mi nombre. Entonces me

atreví a agregar: — Sally, quiero decirte que..., bueno, que yo, es decir, no

sé cómo... Me di varias vueltas tratando de hacerme entender. Lo

que quería decir era: «Sally, estoy muy de acuerdo contigo, pero soy un cobarde y mi mamá me dijo: "No te metas en nada porque tienes que terminar el colegio, dar la prueba y todo lo demás hasta morirte"». Pero nada de eso me atreví a decir. Fue entonces ella quien respondió de una forma misteriosa:

— No te preocupes, entiendo. Yo estoy aquí y tú estás allá.

A mí me pareció la mejor frase que nunca nadie me había dicho, primero porque no la entendí, pero que de todas maneras parecía significar muchas cosas. Era de esas frases que uno a veces se merece recibir y que no sabe si son buenas, malas o más o menos, pero que hacen lo que muy pocas cosas hacen: hacer pensar, quedan allí dando vueltas durante días: «Yo estoy aquí y tú estás allá». Una vez, en medio de una discusión que perdía con mi hermana, se la lancé a la cara: «Yo estoy aquí y tú estás allá». Mi hermana se detuvo en seco y me preguntó:

—¿Qué estás fumando, Quique? Pero ahora Sally estaba perdida, desaparecida, y yo

seguía en mi casa, cómodo, con once de pan con manjar, con

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mi mamá que le tiene miedo a los temblores o a cualquier cosa y que por eso me pide que no me meta en nada.

Gertrudis, esa tarde en la cocina, mientras analizábamos la situación, dijo que ella creía que Sally Mardones era grande, una señorita, y si se quería ir de su casa porque no se sentía bien era su opción. Ella misma se había ido de su casa de Temuco, había llegado a Santiago a trabajar para ayudar a su familia, para hacerse un futuro de nana y para olvidar un antiguo novio que desde hace tiempo tiene un nombre: el

innombrable; es decir, no se puede decir su nombre porque cada vez que se acuerda de él le baja una pena inmensa y comienza a escuchar un disco de Miguel Bosé, porque dice que el innombrable se parece a Bosé. Un día me mostró una foto del innombrable y la verdad que si hay algo diferente es Miguel Bosé y el innombrable, pero tampoco estoy para desengañar a mi nana, a quien quiero casi como a mi mamá.

León, por su parte, comió dos sándwiches de mantequilla con palta, y atorado dio su opinión sobre Sally Mardones, la que representaba la opinión de la mayoría:

— Sally es rara. por qué tenemos que buscar a Sally Mar- dones?, me

preguntó León al día siguiente, un domingo de otoño lento como patinar en el barro. La respuesta no era simple, sólo intuía que era lo que correspondía hacer, había obtenido un curso de detective privado por correspondencia, el que ejercía pocas veces desde que mis padres se enteraron y casi me internan en un hogar de menores o me derivan a un psicólogo infantil por trastorno de la personalidad.

Era raro, pero a Sally Mardones sentía que le debía algo, le debía no haberme inmiscuido y que nunca me había

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comprometido con nada y con nadie. Si alguien me mostraba horribles fotografías de focas destrozadas a palos o la caza de ballenas con arpones por barcos japoneses, eso sucedía para mí tan lejos que me daba sueño de sólo pensarlo; no me sentía realmente comprometido con nada.

Antes de llegar a la casa de los Mardones para ofrecer mis servicios de búsqueda pasamos por la de Flavia Saavedra, nuestra compañera artista, la única del colegio, y que vive en calle Hamburgo, en un condominio habitado sólo por artistas y actores de televisión. Los domingos se reúnen en el centro del patio a leer poesía y a tocar instrumentos medievales. Flavia escribe una novela; es decir, ya lleva varías escritas, algunas entregadas por capítulos en el blog que lleva su nombre. Todos la leen en el colegio, incluidos los profesores, quienes reclaman por sus excesos literarios, pero Flavia responde que es todo ficción, que nada de eso le ha ocurrido, aunque tampoco nadie le cree.

Nos hicimos amigos o conocidos porque le posteé en el blog una vez, le conté que me gustaba lo que escribía y le envié también un cuento que yo había escrito sobre el encuentro improbable de los alacalufes con una civilización del espacio. Ella me respondió con una frase de crítica literaria: «Demasiado ripio». Durante semanas traté de entender a qué se refería con eso: el ripio tiene que ver con los caminos, con piedras y barro. Luego, nos vimos en el colegio y me regaló un libro titulado Sidartha, que era entretenido y fácil de leer, sobre un niño de la India; había mucha filosofía fácil de entender. Cuando le leí una parte del libro a mi papá para que se relajara de los problemas del trabajo, me quedó mirando como diciendo: «En realidad, Quique, necesitas ir donde el psicólogo, aunque sea una visita corta».

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Con Flavia conversábamos temas complejos, eso me gustaba de ella. Decía que iría a la universidad a estudiar Psicología y yo le argumentaba que luego, cuando egresara, tendría que atender a personas como yo, con trastorno de la personalidad múltiple, y que mejor estudiaba para ser escritora, que allí estaba su verdadero talento. Ella me respondió que eso no se estudiaba, que eso era un «don». Entonces no pude aguantar la risa, me reí durante un mes con la palabra «don», hasta que Flavia me dijo que si seguía riendo como hiena vieja debía comenzar a olvidar de que éramos amigos.

Flavia era la única amiga de Sally, aunque tenían diferencias insalvables entre ellas. Flavia decía que no participaba en ninguna causa porque creía que todas estaban perdidas. Le pedí a León que me esperara en la plaza Bremen, mientras yo golpeaba la puerta de la casa de Flavia, la que parecía una comunidad hippie de hacía 40 años.

Estaba en medio del ensayo de un monólogo ante el espejo. Había cambiado de decisión: no estudiaría Psicología, sino Teatro en la escuela de Fernando González, pero debía rendir una prueba especial, la que incluía un monólogo. Conversamos en el recibidor de su casa llena de cojines de la India y olor a incienso que descomponía el estómago.

— Tampoco sé nada de Sally —dijo ella—. Me enteré que está perdida. Hace tres semanas llamó diciéndome que había conseguido un trabajo, que necesitaba dinero para hacer cosas, pero no sé qué cosas.

—Pero ustedes eran amigas y podía... —Me acordé: Reina, eso era lo del trabajo, algo así le

escuché.

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—¿Cómo Reina? ¿En la comuna de La Reina o reina de algo?

—Es que no le presté atención en ese momento. Sólo me acuerdo de esa palabra.

No era demasiado, pero tenía por donde empezar. Antes de salir de la casa de Flavia, ella dejó en mis manos unas 40 páginas de una obra de teatro para que le diera mi opinión, la había escrito de una sentada, según sus palabras. Su título: La

mujer encadenada; bajo el título, en letras mayúsculas, aparecía: AUTORA: FLAVIA EXPLORADORA. La obra requería de dos actrices y un tarro lleno de basura sobre el escenario.

ally Mardones vivía en la misma calle que yo, en un pasaje del mismo nombre que la calle. La mamá nos recibió todavía triste, con la voz muy baja y afligida. Nos dio un largo discurso de entendimiento entre padres e hijos. Dijo que no se llevaban mal con Sally; todo lo contrario, se llevaban estupendo las dos, claro, ella tenía su propias ideas, pero se las respetaban en la casa, así que era incomprensible lo que estaba ocurriendo.

Le pregunté: —¿Sabía que Sally había conseguido un trabajo los

fines de semana? —¿Trabajo? Hace un mes nos dijo que '-e iba a los

trabajos voluntarios a una parroquia de Peñalolén los fines de semana, pero trabajo remunerado no era.

Miré alrededor, un living típico: el comedor donde la familia se reunía a almorzar y a cenar con un televisor por delante. Nada fuera de lo común. Mi casa es igual.

— Dejó un mensaje en el contestador, ¿quieren escucharlo? —dijo la mamá cuando se hizo un silencio que

S

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un detective generalmente sabe llenar con preguntas investigativas, pero que en mi caso, fuera de práctica, no se me ocurrían.

Nos trasladamos al pasillo, hasta la mesi- ta del teléfono, debajo de un mantel tejido a crochet. Otra vez típico. Otra vez igual a mi casa.

Rebobinó el contestador y escuchamos la voz de Sally en el pasado, uno reciente, pero que sonaba como desde otro mundo:

«Por favor, mamá, no me busque, estoy bien... tengo que estarlo, estoy bien». Nada más. Luego, el cargante ruido del pito del teléfono y nada más. La madre, después de escuchar infinidad de veces ese mensaje, volvió a llorar apretándose la cara y negando con la cabeza. Con León nos quedamos mirando sin saber qué hacer o más bien esperando que pasara el llanto que a ambos, sin saber por qué, nos incomodaba.

—Necesito el cásete de la grabación —dije después de un rato que consideré el adecuado—... Y una última cosa.

— Dime, Quique —dijo, apretando las nariz la señora Mardones.

—¿Podemos echar una mirada al dormitorio de Sally?

Subimos hasta el segundo piso. En una pared, al costado de la escalera, había una fotografía enmarcada de la familia. Aparecían los Mardones, ambos muy jóvenes, él sin panza, ella de cintura delgada y un peinado años ochenta que nadie se atrevería a volver a usar. La pareja sostiene a un recién nacido muy abrigado, envuelto en mantas. Los Mardones están en traje de baño, parece que el día es precioso, el lugar es el litoral central. La guagua de la fotografía es Sally, dijo la

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madre casi en un último suspiro. Las fotografías son siempre alegres porque recuerdan tiempos en que todo era alegría.

Llegamos al dormitorio. —Está como lo dejó ella —dijo la mamá. Sentí enseguida que algo hacía diferente aquel

dormitorio del mío, no era el color, sino tal vez el gran estante de libros que cubría la pared. Siempre creí que yo tenía muchos libros y revistas, incluso me sentía orgulloso de mi colección completa de Asterix, de Tintín, pero Sally me doblaba en número de libros y revistas; algo parecido a la envidia y admiración sentí s:n quererlo.

En las paredes laterales, más cerca de la cama, encontramos algunas fotografías en marcos pequeñitos. En algunas aparecía Sally rodeada de perros y gatos, otras junto a gallinas. Indiqué las fotografías, pero la señora Mardones respondió antes de que le dijera nada:

—Sally es defensora de los animales. Últimamente andaba con un grupo de la universidad que protestaba en las puertas de los circos.

—¿En el circo? —preguntó León sin entender. —En el circo tienen animales y los maltratan... —Entiendo —dijo León, aún sin entender. — Estos son sus libros —siguió la mamá—, ella es muy

buena lectora, dice que quiere ser profesora como yo o como su papá, pero nosotros insistimos que lo piense mejor porque de profesor se gana muy poco.

Nos quedamos unos minutos allí. En una pared vimos colgado un largo poema de Mario Benedetti y una fotografía del Dalai Lama riéndose como si le hicieran cosquillas.

En el estante, entre los libros, destacaba uno porque en el lomo no aparecía nada. Lo retiré. La mamá me dijo:

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— Esos son cuadernos, los confecciona ella con sus manos, tiene varios.

Abrí el cuaderno forrado con un género de color lila, pero en su interior sólo había hojas en blanco. Busqué por la habitación. Debajo de unos discos vi otro cuaderno con lomo de tela. Allí tenía traducciones de canciones. El siguiente lo encontré en el velador, también tenía las páginas en blanco, pero en la última encontré un dibujo: era un ojo cerrado, más bien un párpado cerrado, alrededor varias fechas y probablemente anotaciones de horas, todas marcadas con una equis. Arriba del párpado la palabra «Reina», solitaria, en mayúscula y remarcada, pero nada más.

En aquella casa nadie sabía qué podía significar la palabra «Reina». No se trataba de la comuna de La Reina, eso resultaba obvio. Podía ser un apellido, un nombre, un lugar.

Nos despedimos de la mamá de Sally, quien nos agradeció lo que estábamos haciendo por su hija. Esta vez no fui yo sino León el que respondió:

—Es nuestro deber. Aprovechamos y nos fuimos a un costado de la Plaza

Ñuñoa, donde venden unos helados exquisitos. A pesar de que el frío comenzaba a llegar, para tomar helado no hay excusas. Además, nos encontraríamos allí con Gertrudis, era su día libre, estaba aburrida y se había citado en ese lugar con una amiga con la que se irían a San Miguel, a ver a una «comadre» de Temuco, que en realidad era una forma de decir que visitarían a una bruja de su tierra, quien les leería las cartas para saber cómo estaba su destino y, lo más importante, para evitar caer en las «redes del amor», como le gustaba decir a Gertru, aunque ella siempre caía como un cardumen de peces.

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La vimos venir con su ropa de domingo, que a pesar del frío era única: tacos muy alto, y unos jeans ajustados que le quedan de maravilla. Todos los extranjeros que tomaban cerveza en la plaza la piropeaban en inglés, en francés o en danés. Pero ella era inmune a las lenguas extranjeras y caminaba feliz por los halagos pero sin mirar a nadie.

Gertru aprovechó para invitarnos a los helados mientras esperaba que apareciera su amiga. Le explicamos, sentados en un banco de la plaza frente al Teatro de la Universidad Católica, lo que habíamos descubierto de Sally; o sea, que sólo teníamos una palabra: «Reina». Aprovechamos también de que escuchara la grabación del contestador en el personal de León.

Gertrudis puso cara de cuadro de pintura y dijo muy segura:

—El llamado se hizo desde un restaurante, se escucha el ruido de platos y copas.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó León. — Fácil. En Temuco trabajé en un restaurante durante

tres años, sé perfectamente cómo suena un restaurante a la hora del almuerzo.

—Tal vez, Reina entonces sea el nombre de un restaurante —dije.

— Consigan una guía de teléfonos y diviértanse —dijo Gertru, estirándose los pantalones que le quedaban a presión en el cuerpo.

En ese momento apareció su amiga, con un vestido muy florido y los labios brillantes. Nos saludó y nos dejó con la cara marcada con rouge e impregnados con un olor a perfume que parecía el de un jardín botánico. Antes de acostarme esa noche todavía sentía ese aroma por mi cuello.

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Llegamos a la casa. León me dejó allí. Acordamos que nos encontraríamos al día siguiente para seguir la investigación.

Antes ue ir a acostarme acompañé a mi papá para ver los goles de la fecha en la televisión. Mientras lo hacíamos aproveché de revisar la guía de teléfonos. No encontré nada en una de las guías. Luego, revisé las páginas amarillas. Busqué restaurantes. En los de comida italiana encontré lo que buscaba. En un destacado aparecía dibujado el mismo párpado cerrado que había encontrado en uno de los cuadernos de Sally. Abajo leí: «Reina, el mejor restaurante italiano del centro». Mi papá discutía por un penal mal sancionado. Al siguiente gol que mostraron del fútbol es-pañol, mi papá sonrió y dijo:

— Esa fue una joya, grábatelo, Quique. Como Pelé en México 1970, cuando...

Y comenzó ese cuento de Pelé en ese mundial que me sabía de memoria porque se lo había escuchado miles de veces, pero como soy un buen hijo, y algún día quiero que me den una medalla que en alguna parte diga «el hijo del año», dejé que me lo contara otra vez, la mil uno.

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1 centro de Santiago es especial. Tal vez es el lugar donde nunca viviría: demasiada gente, demasiados automóviles, demasiado esmog, todo es demasiado allí, pero es imposible no encontrarle un encanto especial, sobre todo los fines de semana. El centro estaba lleno de extranjeros que creen que el país es eso. Artistas y poetas conversan en los cafés cerca del cerro o del Parque Forestal, gente que se viste diferente y que parece pasarla siempre muy bien.

Tal vez estoy equivocado y el centro de Santiago representa muy bien el país, porque es distinto a todo, porque es especial.

Pero no estaba en ese lugar con León para hacer turismo de ciudad, sino porque Reina, el restaurante italiano, estaba allí, en calle Me Iver con Huérfanos, casi al inicio del paseo de esa calle, en una casa de concreto vieja y sólida como casi todos los edificios del lugar. Dicen que en el centro de Santiago roban a la gente, la engañan y otras barbaridades, pero a mí el centro no me damiedo, sino curiosidad. En algunas ocasiones, papá y mamá nos han llevado de paseo al centro, para recordar los tiempos de ellos, cuando estudiaban y eran novios en el cerro Santa Lucía. Allí nada ha cambiado, sigue lleno de estudiantes be- sadores, dándose vueltas abrazados por el pasto.

Entrarnos al restaurante de mesas con manteles de cuadros rojos. En las paredes tenían pegadas fotografías de Sofía Loren y de Marcello Mastroiani, lo único auténticamente italiano del lugar. También en las paredes vimos la fotografía de esa famosa fuente de Roma donde los turistas tiran monedas.

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En el lugar comía un hombre gordo mientras leía La

Tercera y no paraba de reírse, como si las noticias trágicas del día fueran de lo más graciosas.

Nos sentamos en la mesa, cerca de la puerta por si debíamos ejecutar un plan alternativo que consistía básicamente en salir corriendo. Por supuesto, de todas las meseras del lugar ninguna se parecía a Sally.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó León. —Lo que se hace en un restaurante: comer

—dije. — Buena idea —respondió León, acariciando su

estómago. Se acercó una mesera a atendernos. — Sí —dijo.

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— ¿Dije algo malo? —preguntó León. —Este lugar no me gusta —dije yo. Entonces, como si me leyeran el pensamiento, la

mesera llegó con un hombre bajo pero fortachón, que parecía un pequeño y compacto ropero; llevaba en su mano un celular de última generación, como si fuera un arma cargada. Se acercó y nos dijo:

— Perdón, pero este restaurante no vende completos, sólo pastas italianas.

—¿Quién es usted? —preguntó León. — Soy Gustavo Reina, dueño del Reina. Les voy a

pedir que abandonen el local. En una hora más esto va a estar lleno con los oficinistas del centro en colación.

Así que humillados dejamos el Reina y nos fuimos a caminar por Ahumada, sin rumbo. Hasta que se nos ocurrió la misma idea a ambos. En calle Agustinas nos encontramos con otro de los complejos de Cine Hoyts, unp ubicado en un subterráneo. Bajamos y pagamos la entrada para Duro de

matar 4. Compramos un paquete gigante de cabritas que nos costó una fortuna y que se transformó en nuestro almuerzo. Nos fuimos a mirar otra vez como el teniente McClane se sal-vaba una vez más de morir.

alimos más tarde del cine y nos sentamos en Huérfanos con Me Iver a esperar. Allí vimos a una señora que se desmayaba en el paseo Huérfanos. Eso ocurría frecuentemente, por eso a nadie le extrañó; tal vez es el lugar donde más gente se desmaya en todo Chile.

Pasadas las cuatro de la tarde vimos salir a la mesera. Venía vestida sin su uniforme. La seguimos una cuadra en dirección a la Alameda, entonces nos acercamos a ella.

—¿Se acuerda de nosotros? —le pregunté.

S

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Por supuesto que se acordaba de nosotros. Noté que estaba nerviosa o que el tema le incomodaba. Cuando mencioné el nombre de Sally pareció doblarse como culebra.

—Trabajaba una Sally en el restaurante, pero sólo los fines de semana. Aunque parece que ya no trabaja más allí.

—¿Por qué no más? —No quiero meterme en problemas. Parece que se

enojó con el jefe, con Reina; enojarse con él es perder el empleo.

—¿Y no sabe dónde la podemos encontrar? La mesera se mordió los labios, dudando, nerviosa. — Yo no sé nada, nada de nada. — Sólo queremos encontrar a Sally, nada más; sus papás

están preocupados. La mesera se dobló el abrigo y echó las manos a la

cartera. — Una vez me contó que arrendaba una pieza justo

frente al monumento a Prat, al lado del Mercado Central. Pero yo no sé nada y no quiero meterme en problemas.

—¿Qué tipo de problemas? —le pregunté, pero ella no respondió y siguió caminando como un tren expreso entre la gente, perdiéndose camino a la estación del metro.

— Vamos a avisarle a los carabineros sobre esa dirección —dijo León.

—Primero vamos nosotros —contesté.

La gente se apretaba en las calles del mercado. Nos ubicamos en un punto desde donde veíamos a la distancia el monumento a Prat. Después dirigí la vista cruzando la calle hasta la vereda, hasta un edificio. El único que existía era uno de cinco pisos, con las ventanas abiertas y donde colgaban

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toallas y sábanas; un rastafari en la ventana fumaba un cigarrillo que a la distancia no parecía cigarrillo, sino una pipa de papel que echaba humo.

En la puerta del edificio encontramos al portero, que olía a vino tinto con cáscaras de naranja.

— Esa información es clasificada —nos dijo cuando le preguntamos por Sally Mardones y se la describimos.

Así que desclasificamos la información; es decir, tuvimos que dejarle tres mil pesos en el bolsillo.

—Esa niña hace una semana que no aparece por acá. Dejó pagado por cuatro semanas; si no llega voy a tener que juntar sus cosas y arrendar la pieza, porque hay mucha demanda.

—¿Y no sabe dónde fue? —No hablaba con nadie. Sólo llegaba a dormir, pero en

nada bueno debe andar. —¿Por qué lo dice? — Por los detectives que vinieron por ella. Eso me

dijeron que eran al menos. Yo fui boxeador, peleé como

sparring de Godfrey Stevens; claro, ustedes son muy jóvenes para acordarse de Stevens, pero el asunto es que sé cuando alguien es policía o no. Esta profesión, la de portero, me enseñó en mis 20 años de oficio que lo que me-nos hay que hacer es preguntar, así que a esos tipos, que dudo que fueran lo que decían que eran, los dejé subir y que revisaran la pieza. Después de eso fue que no apareció más esa niña.

Debimos pagar los últimos dos mil pesos al portero para subir a la pieza arrendada. Llevábamos toda una fortuna invertida en el caso, sumado a las entradas al cine y el popcorn gigante.

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El cuarto estaba hecho un desastre, habían revisado por todas partes, desparramado la ropa. La ropa y las cosas eran de Sally, de eso estaba seguro. Había algunos libros y una mochila. En el suelo encontré uno de eso cuadernos que confeccionaba ella misma, forrados con tela. Pero estaba semidestruido, con las hojas arrancadas. En algunas páginas quedaban palabras sueltas que no decían nada. En una de las páginas reconocí un poema de Neruda. Y en una de las hojas arrancadas aparecía la mitad de un mapa de una calle, dibujado con la tinta gruesa de un plumón. En la hoja sólo se distinguía en el centro el nombre incompleto de la calle: «...nices». I legué tarde a mi casa, pero tuve suerte: mis fg papás habían ido al cine. Mi hermana ha- biaba por teléfono con un novio

en Coyhaique que pagaba la llamada, la que le saldría una fortuna.

Gertru me convocó con urgencia a la cocina. Sirvió un plato de tallarines con salsa, queso rallado y un vaso de leche con sabor a chocolate. Luego, me dijo:

—Vamos a tener que cortar esa investigación detectivesca, la de Sally Mardones. No quiero que tus papás después me hagan responsable a mí.

—No pasa nada, Gertru, tampoco avanzo mucho.

—Llamó por la tarde una compañera de tu curso, Flavia algo...

—¿Qué quería? —Me dejó un recado para ti, lo tengo anotado en mi cuaderno

de las compras. Se levantó a buscar arriba del microondas el cuaderno y me lo

mostró a la distancia.

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—Pero antes me vas a contar todo, pero todo lo que ocurre con esa niñita.

Le conté sobre el restaurante y la pieza donde había dormido al menos unas semanas Sally Mardones, además de lo que había encontrado allí.

Gertru comenzó a dar vueltas analizando la situación con cara de computador portátil.

—Claro, claro, claro. —¿Qué está claro? — Nada, si lo estuviera estaría todo resuelto. El asunto

es que esa niña Flavia llamó y dijo que se había acordado de un amigo nuevo de Sally, un tal Pedro Canario, ese fue el nombre que me dio, lo tengo anotado aquí. El tal Canario era el jefe del grupo en el que participaba Sally.

—¿Pero qué tipo de grupo? — Protección de animales. Flavia dice que llames al

Pedro ese. Aquí está el número del celular. Si lo llamas quiero saberlo todo.

Esperamos otros 15 interminables minutos que mi hermana colgara el teléfono y marcamos el número de Pedro Canario. Lo primero qre dijo era que su apellido en realidad era otro, que más bien ese era su apellido de «combate». Hacía meses había formado un grupo de defensa de los animales, en él participaba Sally.

—¿En qué estaba en las últimas semanas? Desde el otro lado me contestó con voz suave, como si

cantara un reggae, Pedro Canario: —En algo que era importante, pero que por lo mismo

prefirió mantener en secreto. —Pero te habrá dicho algo más.

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—En realidad sólo cosas aisladas. Me contó del dueño de un restaurante que estaba en un negocio con animales, al que esperaba denunciar.

—Gustavo Reina —dije sin contenerme. —No sé el nombre. Ella me dijo que estaba vigilando

antes de denunciarlo, necesitaba pruebas. —Reina tiene un restaurante en el centro. —No, ella me habló de una bodega donde encerraban

perros para venderlos. —¿Y para qué querrían vender perros? Pedro Canario me detalló todos los negocios posibles

que se podían hacer con perros, por supuesto después de matarlos y enviarlos de distintos modos a países como Indonesia o Japón. Yo tragué saliva porque no tenía idea.

—Ella no me contó nada más, sólo que era arriesgado que supiera su familia. La bodega aquella, al parecer, quedaba en Macul, en una calle con nombre de ave, codornices o perdices, no estoy seguro.

Después de eso prometí hacerme socio del grupo o ayudar lavando perros y colgué.

Corrí hasta mi pieza. Pero antes de subir la escalera vi que se abría la puerta y que entraban, como novios recién casados, mis padres. Sus salidas al cine les provocaban olas románticas.

—¿Qué haces levantado a esta hora, Quique? —me preguntaron.

— Estoy estudiando. Gertrudis me está ayudando. Subí hasta mi pieza y recogí de mi escritorio la hoja de

aquel cuaderno que había encontrado en la casa de Sally. Bajé hasta la cocina. De mi mochila saqué el cuaderno semidestrozado que encontré en la pieza arrendada del

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centro, busqué en la última página aquel mapa. Las últimas letras, «nices», correspondían a Codornices o Perdices, tal vez la calle que acaba de escuchar por teléfono.

— Codornices, eso está en Macul —dijo Gertrudis — ; yo tenía un amigo que trabajaba en una fábrica de botellas.

En el otro cuaderno estaba la hoja con el dibujo del párpado semicerrado y la palabra Reina. Alrededor varios números, tal vez de teléfonos o direcciones. Unas de esas direcciones era clara y precisa: Las Codornices 286.

e prometí a Gertrudis que no haría nada, que reuniríamos toda esa información y nos iríamos hasta la comisaría de Ñuñoa a explicar lo que sabíamos. Una promesa es una promesa. Bueno, a veces hay que romper las promesas. A veces hay que interpretar las promesas. A veces hay que prometer menos y hacer cosas. A veces mejor es no prometer nada.

Nos fuimos con León, al día siguiente, hasta Macul. Nos prometimos uno al otro que echaríamos sólo una mirada, nada más, y que volveríamos enseguida.

Las Codornices 286 estaba en una calle llena de galpones, de fábricas pequeñas pero que daban empleo a mucha gente. Algunas estaban apretadas a edificios y otras tenían grandes descampados donde estacionaban automóviles o crecía el pasto seco. El 286 era un galpón metálico nada diferente al resto, pero completamente sellado. Desde la calle se veía muy poco lo que ocurría en su interior. Caminamos hasta la esquina, hasta un negocio donde vendían de todo, desde pan hasta chocolates, desodorantes y Mejórales. Una viejecita, que creímos era una amable abuelita, nos recibió.

L

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— Señora, una pregunta: ¿sabe qué hay en esa bodega? — indiqué hacia el 286.

—¿Vienen a conversar o a comprar? —dijo ella—. Porque este es un negocio, no una junta de vecinos. Así que sí quieren preguntarme algo

tienen que comprarme un chicle, aunque sea. Es decir, adiós a la comprensiva y cariñosa abuelita que

creíamos. Debimos comprarle dos chicles, una barra de chocolate Trencito y dos Súper 8 antes de que dijera algo.

— Poco se ve qué hacen allí —dijo por fin — ; entran camionetas, pero nada más. Eso sí, mi vecino don Gepetto, sí, se llama igual que el papá de Pinocho, es descendiente de italianos. Don Gepetto, el vecino del otro lado, dice que por las noches a veces no lo dejan dormir los ladridos de los perros que tienen allí adentro.

Estaba claro, no podríamos entrar al lugar y perdíamos el tiempo, así que comenzamos a caminar de regreso.

Anochecía temprano en otoño, a las siete todo estaba oscuro, tenebroso y las luminarias escaseaban. Entonces, cerrándonos el paso, se detuvo un automóvil. Tres hombres, lo suficientemente grandes para nosotros, nos rodearon sin

salida. De un segundo automóvil bajó Gustavo Reina, acompañado de la mesera, que traía una cara tremenda de traición.

—¿Son éstos? —le preguntó Reina. La mesera movió afirmativamente la cabeza. Reina se

acercó para vernos mejor y dijo: —No sé en qué andan ustedes dos, pero si son del

grupo de Sally Mardones, mejor se arrepienten de haber

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despertado hoy. —A los tres hombres les ordenó—: A la bodega.

Nos llevaron hasta la bodega. Dos nocheros cuidaban la puerta. Nos dejaron en una habitación estrecha cerca de la entrada, donde guardaban papeles y máquinas de escribir. Cerraron la puerta con llave. De este lado quedamos nosotros. Escuchamos a los guardias silbar, mientras de una radio salía ahogada una canción de Shakira.

—¿Y ahora? —dijo León. La pregunta flotó en el aire sin respuesta; en realidad,

no sabía qué haríamos a continuación. Nos sentamos en el suelo a esperar.

Una vez vimos en el liceo una obra de teatro que se titulaba Esperando a Godot, uno de los actores lo habíamos visto en una telenovela en un papel secundario, pero aquí era el protagonista. La obra trataba, justamente, de la espera de alguien que nunca llegaba y que tampoco se sabía quién era: su nombre era Godot. Y de tan absurda que parecía la obra, finalmente alguien inteligente bautizó todo aquello como «teatro del absurdo». Esto lo digo porqué en esa situación, prisioneros sin saber realmente por qué, finalmente es-tábamos esperando a algo parecido a Godot.

Entonces, después de un rato, León dijo: —No sé si tú sientes, Quique, lo mismo que yo, pero

hay un olor como a... — Un olor muy malo, como a perro mojado. —A perro, eso es. Y ahí nos quedamos en la semioscuridad, sin saber qué

hacer y todo por tomar partido en una causa, la de Sally Mardones, aunque no sabíamos qué causa era. Ahora yo

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estaba y ella no estaba. Y de esa forma, tal vez por el aburrimiento

o lo absurdo de la situación, es que comencé a quedarme dormido.

Desperté cuando la puerta se abrió. Pensé que soñaba, todo había sido un sueño y estaba en mi cama, en mi dormitorio de calle Juan Moya, mirando el techo, soñando que era domingo y que me despertaba a las once de la mañana. Una figura con una linterna nos iluminó directo. Re - conocí enseguida su voz:

—Quique, soy yo, Sally Mardones.

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o era tiempo para dar explicaciones. Seguimos a Sally, que llevaba un llavero con el que abría y cerraba las puertas. Me di cuenta enseguida que no íbamos de salida, sino adentrándonos más en la bodega, hasta una gran habitación. Al abrir la puerta nos golpeó un aire caliente y un pésimo olor. Sally hizo correr la luz de la linterna por la habitación. El piso estaba cubierto de cuerpos de perros echados que parecían muertos, pero no lo estaban, más bien estaban enfermos o drogados, respiraban pero ninguno se movía. Sally me pidió que sostuviera la linterna e iluminara. Preparó su celular como cámara fotográfica y comenzó a disparar. León y yo, mientras tanto, sólo queríamos salir antes de que los dos guardias se dieran cuenta. Cuando ella creyó que había terminado, otra vez escogió una de sus llaves y salimos por una puerta trasera de la bodega. Al otro lado hacía frío. Caminamos por entre la maleza, que olía aún peor que la habitación de los perros dormidos, hasta que encontramos el cerco por donde llegamos a la calle.

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—¿Por qué me buscan? —fue lo primero que nos dijo Sally antes de subir a un taxi. No parecía contenta de vernos — . Esto es peligroso y pudo haberles ocurrido algo malo con Reina.

No alcanzamos a decir nada. Me sentía como cuando mi mamá se molestaba porque no hacía ia cama en una semana y encontraba restos de queque, alguna revista, mi reloj, un pedazo de manzana, entre las sábanas. Como en esas oca-siones, no tenía una explicación con Sally. Ella era mayor que nosotros y sí sabía lo que hacía. No podía explicarle que de mi parte sentía que le debía algo a ella, que no estaba seguro de qué se trataba, pero tenía que ver con comprometerse al-guna vez.

El taxi nos condujo por Ñuñoa de regreso, dio varias vueltas y nos bajamos en una plaza escondida y pequeñita. Estaba seguro que a esa hora mis papás estarían preocupados, pero entonces me acordé del cumpleaños de mi tío Cacho; mi tío no es mi tío, pero como es amigo de mi papá le decía tío Cacho desde que era niño. Esta noche era su cumpleaños y lo celebraba en su casa en calle Antonio Varas. Es decir, estaba momentáneamente salvado. Llamé a Gertru por el celular de Sally, le dije, sin darle tiempo a replicar, que estudiaba en la casa de un compañero de curso, que todo estaba bajo control y que por ningún motivo había roto la promesa de acercarme a calle Las Codornices 286, Macul. Después colgué y esperé junto con León que Sally Mardones dijera algo, que contara su historia, en la que sin querer estábamos ahora metidos.

Todo había partido cuando comenzó a investigar las denuncias de los robos de perros, no sólo perros vagabundos, sino de barrios enteros. Se enteró por Internet que pagaban muy bien esos perros para experimentos en universidades y

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hospitales de todo el país. No era nada de fácil el traslado, se hacía drogándolos como los habíamos visto en la bodega. Los datos finalmente los consiguió a través de un ex empleado de Gustavo Reina, que no podía dormir por las noches después de haber enviado al sacrificio a muchos de esos animales. El empleado le confesó todo, pero le agregó un dato importante: Reina guardaba los papeles que probaban el tráfico de animales en su oficina, en la parte de atrás de su restaurante. Sally comprendió entonces que no tenía opción. El empleado, después de la confesión, se fue a esconder a un pequeño pueblo en la VIII Región, llamado Monte Águila.

Sally necesitaba pruebas y debía conseguirlas por ella misma. Por eso decidió no involucrar a sus padres, ni a nadie, arrendó una pieza en el centro y logró el empleo de mesera en el restaurante de Reina. Sentía que era su deber y que no tenía otra forma de conseguir esas pruebas. Después de 10 días de trabajar allí logró llegar a la oficina y robó los papeles que necesitaba. Pero casi enseguida fue descubierta, los hombres de Reina la siguieron, llegaron hasta la pieza que arrendaba y le arrebataron las pruebas. Desde ese día estaba escondida en casa de una amiga en un edificio cerca de avenida Irarrázaval sin saber qué hacer. Sólo tenía un dato, la dirección de esa bodega y un llavero que también había sacado de la oficina de Reina. Mientras vigilaba la bodega nos vio a nosotros en el lugar y luego cuando fuimos detenidos por Gustavo Reina y sus empleados. La historia era esa, así de simple. La conclusión seguía siendo la misma: allí estaban esos perros preparados para ser llevados a la mesa de operaciones de un laboratorio y así probar fórmulas químicas de un nuevo champú y otros experimentos desagradables, sobre todo para los perros. Es decir, estábamos como en el

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comienzo. Y dije «estábamos» porque a esa altura le prometí a ella que éramos parte de aquello, no la dejaríamos sola, al menos hasta que terminara el cumpleaños del tío Cacho esa madrugada. Sally me miró de una forma distinta y dijo:

— Sabía que podía contar contigo. ally Mardones no tenía pruebas para inculpar a Reina y a su

negocio de tráfico de animales. Sólo teníamos una esperanza, una en la que únicamente ella creía y que representaba, pensándolo bien, lo que hacía particular a Sally: creer en los demás por sobre todas las cosas.

En clase de educación física, en una ocasión, hicimos un «ejercicio de confianza»; la idea era de nuestro profesor, de uno que estaba de paso por el colegio, hacía la práctica para titularse, llevaba el pelo largo tomado en una cola de caballo, lo que indignaba a los otros profesores; por el contrario, a nosotros nos parecía que ese detalle decía mucho y nos daba confianza. Era un buen tipo Clark. Su nombre no era Clark, pero algunas de nuestras compañeras se enamoraron de él y le dejaron ese sobrenombre: Clark Kent, porque era igual a Superman. A Clark, cuyo nombre verdadero era Carlos, le gustaba el sobrenombre y nos pedía que lo llamáramos de ese modo. A Clark se le ocurrió entonces el ejercicio que consistía en dejarse caer hacia atrás esperando que un compañero nos atrapara antes de rebotar en el suelo. Por supuesto elegí a León porque era mi mejor amigo. Clark dijo que de esa forma no resultaba el juego, que teníamos que elegir a alguien desconocido o no muy cercano. Me correspondió entonces realizar el ejercicio con Venturelli, un tipo desagradable, con el que nos llevábamos muy mal, él se había enterado de mi asunto de detective y cada vez que me veía se reía como hiena burlándose: «Ahí va Columbo», «Ya

S

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llegó Starky», «Miren al Agente 86...». Digamos entonces que Venturelli no era alguien a quien le podría tener confianza. Esperé lo peor ese día en el gimnasio con el ejercicio de la confianza, desde quedar lisiado hasta no poder sentarme en una semana. Ahí estaba, de espalda, en medio del gimnasio, donde nos moríamos de frío en invierno porque a las ventanas altas les faltaban varios vidrios.

— Déjate caer con confianza —dijo Clark Kent, y yo pensé en mis partes blandas allá atrás que sufrirían sin sentido por un ejercicio que nadie más que el profesor entendía.

Me dejé caer. Caí despacio, como en cámara lenta, con el cuerpo tieso. Estaba seguro que Venturelli se reía como animal e inventaría algo para no recogerme a tiempo. Pero entonces sentí los brazos de Veturelli que me atrapaban con fuerza justo antes de tocar el piso de madera del gimnasio. Inmediatamente también me sentí agradecido, muy agradecido. Venturelli ni siquiera me miró y siguió más allá riendo por otra cosa.

En el siguiente recreo busqué y enfrenté a la hiena de Veturelli:

—Gracias por no dejarme caer —le dije. —¿Creías que no lo haría? —me respondió. Entonces ambos nos reímos como si en realidad nos

conociéramos desde hacía muchos años; justamente, hacía muchos años nos conocíamos pero muy mal. Desde ese día o el sábado siguiente hicimos planes para ir juntos al cine. Lo pasamos bien. Después comimos una pizza en la Plaza Ega- ña y seguimos riéndonos, hasta hoy que seguimos siendo buenos amigos.

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Sally pagaría el taxi. Así que hicimos parar uno. Era tarde, pero todavía tenía tiempo porque calculaba que el cumpleaños del tío Cacho estaba en lo mejor y eso me protegía de la llegada a casa.

Nos bajamos en el centro de Santiago, que a esa hora lucía oscuro y tenebroso. Unos municipales barrían con unas hojas de palmera gigante la calle y una camioneta especial lo hacía con escobillas bajo sus ruedas.

El Restaurante italiano Reina estaba cerrado, pero Sally se dirigió a una puerta lateral. Otra vez de su llavero eligió una llave con la que abrió. Encontramos una escalera. Subimos hasta el segundo piso. Debajo de una de las puertas vimos luces. Sally fue directo a la puerta y golpeó. Se escuchaba un programa de televisión donde el humorista Alvaro Salas contaba chistes y todo el mundo se reía. Creímos que nadie abriría. Pero en-tonces se abrió la puerta y apareció la mesera traidora del Reina. Nos quedó mirando como si tres habitantes del planeta Venus tocaran una noche la puerta de su departamento. Sally se adelantó:

—Con permiso —y entró. Detrás lo hicimos nosotros. Estaba claro, no era el lugar donde debíamos estar, la misma mesera, horas antes, nos había traicionado.

— No deberían estar aquí —dijo ella—, ninguno de los tres; si don Gustavo se entera puede ser peligroso para ustedes.

Sally le respondió y nosotros dos con León preferimos cerrar la boca.

—Tu jefe te paga esta pieza, te dio el trabajo y te ha prometido otras cosas, lo sé, pero llegó la hora de decidir lo que corresponde.

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—Me vine a trabajar acá a Santiago y don Gustavo me ha ayudado.

— Pero sabes que no está bien lo que él hace.

— Sí, pero... —Confiamos en ti, por eso hemos venido, necesitamos

de tu ayuda. Dio vueltas por el dormitorio, que era estrecho pero

estaba ordenado y olía a desodorante ambiental. —No puedo —repetía la mesera—. Mejor se van,

Gustavo puede llegar y encontrarlos aquí; cuando se enoja, tú sabes cómo se pone.

Sally le dejó su celular entre las manos, con la fotografía de los perros drogados en la bodega.

—Ahí están esas fotografías para que te decidas. Y también tienes el celular con el que puedes llamar a Reina y contarle que estamos aquí. Tú decides.

Nos sentamos en unas sillas. El televisor seguía encendido, pero sin volumen, así que sólo veíamos como el público se reía de la rutina del humorista. De pronto ella movió la cabeza, dio un gran suspiro y dijo:

—¿Qué quieren que haga? —Que me abras la oficina de Reina en el restaurante y

así sacar documentos para probar lo de los perros... —No, no es buena idea. Hace una semana, después de

que desapareciste, Gustavo limpió su oficina, no hay nada de eso allá abajo.

—¿Qué otra cosa tienes, entonces? —preguntó Sally, resignada.

— Esta noche es importante, esta noche se hace la entrega.

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ra pasada la medianoche. Como estábamos en otoño, las noches no eran las más agradables del año; es decir, mucho frío, algo de neblina y oscuridad. El taxi nos dejó en San Bernardo, que para nosotros con León, a esa hora, representaba un lugar muy lejano, casi como si fuera Puerto Montt. Allí, en la carretera, en el cruce del camino se haría la transacción, un camión recogería el cargamento. El taxista aceptó esperar media hora, la que cobraría, pero nada más, porque a él también le daba miedo un lugar como aquel, a pesar de que le asegurábamos que esperábamos a una tía que venía desde Rancagua. Sally salió varias veces a fumar afuera del tax . algo que nos impresionó enseguida porque no conocíamos a nadie del liceo que fumara. Pensé que hasta ahí llegaba lo ecológico de Sally, porque fumar es contaminar el aire de los demás y hacerse un mal favor a los pulmones. Pero tampoco me atreví a sugerirle eso, en realidad preferí permanecer en silencio, pues no sabía qué ocurriría a continuación. En una oportunidad mi hermana me sorprendió fumando. Era un solo cigarrillo, tal vez el primero que me llevaba a la boca, pero justo mi hermana apareció en la plaza Pedro de Valdivia después de la licenciatura del colegio del mismo nombre de la esquina, al que había ido no sé por qué motivo. Allí, en el puente que cruza la calle y la plaza, me encontré con mi hermana, que enseguida me echó una maldición gitana, me miró con cara de cámara de video y me dijo que se lo diría a mi papá. En realidad nunca se lo dijo,

E

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pero el miedo con el que quedé fue suficiente para que dejara el cigarrillo para siempre justo cuando comenzaba a fumar.

Lo primero que vimos llegar fueron las tres camionetas, fue fácil identificarlas pues en sus carrocerías laterales aparecía escrito: «Restaurante Reina / Las mejores pastas de Santiago». Se estacionaron en una calle lateral y apagaron sus luces. En ese momento el taxista que nos esperaba sospechó que la tía de Rancagua era lo que era, o sea, una mentira, así que nos pidió lo que le debíamos y se fue, dejándonos entre unos árboles secos que apenas nos ocultaban. Esperamos otros 20 minutos. Con León habíamos preparado el plan B de la operación; es decir, nos imaginamos por dónde correríamos huyendo de los hombres de Reina.

Cuando un enorme camión se estacionó en una berma del cruce, vimos a las camionetas moverse hasta quedar detrás. Fue el momento en que me acerqué tímidamente a Sally Mardones para preguntarle sobre el plan A; es decir, qué haríamos a continuación.

— Ustedes dos, nada —dijo seca. Con León nos miramos sin saber cómo interpretar aquello.

Al parecer, el plan A era un verdadero plan fracasado. Sally simplemente saltó por la defensa metálica del trébol de la carretera y se acercó al camión. Entonces sacó un arma. En realidad no era un arma. De la mochila emergió una cámara fotográfica y comenzó a fotografiar lo que ocurría. De las camionetas, con una rapidez asombrosa, cargaban las jaulas con perros. En pocos minutos llenaron el acoplado. A Sally parecía no importarle ser descubierta. Y, como era de esperarse, algunos de aquellos hombres se dieron cuenta que a escasos metros de allí los fotografiaban y no precisamente

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para tener un recuerdo, sino para conseguir pruebas con que denunciarlos.

Fue fácil atraparla. Había llegado el momento en que León y yo debíamos tomar una decisión importante. O huíamos cobardemente o hacíamos algo. Era obvio: si corríamos hacia abajo de la carretera, por donde se entra a San Bernardo desde la Panamericana, probablemente esta noche y las siguientes de varios años más no podríamos dormir tranquilos. Así que hicimos lo mismo que Sally, saltamos la cerca, cruzamos la carretera y allí estábamos jalando de una pierna a Sally, mientras aquellos hombres lo hacían de los brazos. La escena era ridícula y las probabilidades de que ganáramos eran escasas. Pero, enton-ces, todo se calmó. De una de las camionetas bajó la figura pequeña pero regordeta de Gustavo Reina rascándose la cabeza.

—Otra vez ustedes. Realmente no me dejan hacer negocio —dijo.

Se acercó a Sally y le quitó la cámara. —¿Realmente piensas que con esto tendrás alguna

prueba? —dijo. — Con eso no... —dijo Sally. Reina intentó abrir la cámara fotográfica, pero

enseguida dijo con cara de espanto: —¿Qué es esto? La cámara era una linda cámara plástica que nunca

había tomado una fotografía. Sally, entre los brazos de los guardias de Reina, logró

hablar:

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—Necesitaba que tú mismo aparecieras cerca del camión de la carga, no para que yo te sacara la foto, sino ellos...

Indicó la oscuridad y todos nosotros creímos que Sally Mardones tenía visiones. Pero en ese momento se encendió un foco azul y de un rincón al lado del camino apareció una camioneta con las latas sueltas, que podía ser la famosa camioneta del Padre Hurtado, pero ésta estaba pintada con flores y un letrero largo que decía algo así como «los animales son tus hermanos». Bajaron varios jóvenes mayores que Sally, parecían universitarios, con chalecos gruesos y barba. El que llevaba una cámara de video era Pedro Canario, eso lo supe más tarde. Tampoco Reina se intimidó demasiado con la aparición. Al menos hasta 20 segundos después que dos vehículos cerraron la carretera. A pesar de la oscuridad o gracias a ella se notaban muy bien sobre esos automóviles las balizas de los carabineros. Entonces, Reina pensó seriamente que estaba perdido, que se había acabado el negocio de los perros, y que probablemente se le acabaría también el ne-gocio de las pastas o de cualquier tipo debido al tiempo que pasaría en la cárcel.

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Convencimos al teniente que tomaba las declaraciones que nos dejara ir por ahora. Prometimos que volveríamos al día siguiente, teníamos que llegar antes que mis papas a la casa de calle Juan Moya. El carabinero que dirigió la operación, sin duda cuando pequeño debió pasar por lo mismo, pues nos envió a los tres en un auto policial con bal iza. el que corrió a toda velocidad por la carretera hacia Santiago.

En el momento que entramos por la cocina nos encontramos con Gertrudis Astudillo, mi nana, con los ojos rojos de tanto llorar. Le explicamos rápidamente lo que ocurría. Por suerte, el cumpleaños del tío Cacho se había prolongado, así que estábamos salvados. Tampoco Gertru hizo mayor escándalo, porque en sus preferencias el primer lugar lo tienen los uniformes; el carabinero que nos fue a dejar le entregó sus datos y se llevó los suyos.

Sally Mardones me dijo que mañana tem piano regresaría a su casa, había causado demasiada preocupación a sus padres, pero también creía que era la única forma de conseguir lo que finalmente había conseguido. Estaba arrepentida, aunque si se le presentaba algo parecido lo haría de nuevo. Sally Mardones era de las personas que sí estaba donde los demás no estaban, pero estaba hasta el final, sin retrocesos, porque creía en lo que pensaba y luchaba consecuentemente por sus ideas. Todo eso me lo dijo mientras tratábamos de quedarnos dormidos, León y yo en el suelo de mi dormitorio, y Sally en mi cama. Mientras ella hablaba pensaba que mañana temprano trataría de esconder ese oso de peluche que Ger- tru me regaló hace ¿n siglo y que deja todas las noches sobre mis almohadas y a quien llama «Fernando el oso». Juro que yo no lo hago, ni siquiera me gusta mucho ese oso.

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Al otro día todo se arregló. O en parte. Finalmente debimos confesar a mis padres nuestra participación en la detención de la banda de traficantes de animales. Me castigaron, me quitaron el talonario de entradas al cine que me habían regalado. Lo peor vino dos días después. Mi her-mana me apuntó con el dedo en medio del pasillo, me dijo que estaba en su poder nuevamente, tendría que ser su esclavo un mes seguido; es decir, debería hacerle la cama durante ese tiempo. Había escuchado, dos noches atrás, una voz dr mujer en mi dormitorio y estaba dispuesta a contarle a mi papá.

Me quedé en un sillón de la casa. Gertru estaba en su curso de teatro en la Corporación Cultural de Nuñoa. Mis papás habían ido a despedirse del tío Cacho, que viajaba a Buenos Aires por una semana, lo que era suficiente excusa para celebrar. Estaba solo, pensando que poco había ganado en todo aquello. Aunque si lo analizaba mejor, ahora tenía una nueva amiga, una que admiraba, y de la admiración siempre nacen cosas buenas. Sally Mardones había solucionado sus problemas con sus papás. En la tarde me llamó por teléfono y me invitó a las reuniones del grupo de amigos de los animales. Sabía que a esas reuniones iba gente mayor que yo, así que la invitación me pareció un regalo en agradecimiento por lo que había ocurrido. Cuando le pregunté cómo sabía que yo era realmente un «amigo» de los animales, ella me respondió:

—Es que Gertrudis me contó lo de «Fernando el oso», así que me imaginé que eras de los nuestros.

F i n

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