Reflexion

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REFLEXION El libro de Job nos presenta al protagonista como un patriarca nómada, bueno, muy rico y con numerosa familia, al cual le sobreviene un completo desastre: pierde todas sus posesiones, todos sus hijos mueren en una catástrofe y él se ve atacado de una dolorosa y repugnante enfermedad de la piel que le cubrió de pies a cabeza. Por todo esto, se apodera de él la desesperación y se rebela contra Dios. Pero se sobrepone a su dolor, mantiene su fe en un Dios que es justo. Por su arrepentimiento, Job no solamente queda moralmente rehabilitado a los ojos de Dios, sino que es restaurado a una prosperidad mayor todavía que la de antes. Acabamos de oír su sentida profesión de fe en Dios y su firme esperanza en resucitar algún día: “ Yo sé que mi defensor vive, y que él será mi abogado aquí en la tierra. Y aunque la piel se me caiga a pedazos, yo, en persona, veré a Dios” (Job 19, 25- 26). Como Job, nosotros también anhelamos un cuerpo que ya no sufra, ni se enferme, ni padezca dolores, ni se deshaga con la muerte; suspiramos por la felicidad, por una vida plena y que nunca termine, en la cual veremos a Dios vivo. Creemos firmemente que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y que vive para siempre, igualmente los justos, después de su muerte vivirán para siempre con Cristo vivo y que él los resucitará en el ultimo día (Jn 39-40). “La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos;

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REFLEXION

El libro de Job nos presenta al protagonista como un patriarca nómada, bueno, muy rico y con numerosa familia, al cual le sobreviene un completo desastre: pierde todas sus posesiones, todos sus hijos mueren en una catástrofe y él se ve atacado de una dolorosa y repugnante enfermedad de la piel que le cubrió de pies a cabeza. Por todo esto, se apodera de él la desesperación y se rebela contra Dios.

Pero se sobrepone a su dolor, mantiene su fe en un Dios que es justo. Por su arrepentimiento, Job no solamente queda moralmente rehabilitado a los ojos de Dios, sino que es restaurado a una prosperidad mayor todavía que la de antes. Acabamos de oír su sentida profesión de fe en Dios y su firme esperanza en resucitar algún día: “ Yo sé que mi defensor vive, y que él será mi abogado aquí en la tierra. Y aunque la piel se me caiga a pedazos, yo, en persona, veré a Dios” (Job 19, 25-26).

Como Job, nosotros también anhelamos un cuerpo que ya no sufra, ni se enferme, ni padezca dolores, ni se deshaga con la muerte; suspiramos por la felicidad, por una vida plena y que nunca termine, en la cual veremos a Dios vivo.

Creemos firmemente que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y que vive para siempre, igualmente los justos, después de su muerte vivirán para siempre con Cristo vivo y que él los resucitará en el ultimo día (Jn 39-40). “La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella” (Tertuliano).

Pero hay más:

-Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25).

-Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él (Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 6, 54).

-En su vida pública devolvió vida algunos muertos, como al hijo de la viuda de Naím, a la hija del centurión Jairo, a Lázaro, anunciando así su propia resurrección (Mc 5, 21-41: Lc 7, 11-17; Jn 11).

El alma, separada del cuerpo por la muerte, se reunirá con su cuerpo en el día de la resurrección de los muertos. Ahora bien, para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es preciso “Dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor” (2Co 5, 8). La condición

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que nos puso Jesús para esta resurrección gloriosa es el cumplimiento de la voluntad del Padre y la imitación de su propio ejemplo.

En ninguna parte está más claramente indicado el camino del cielo que en el sermón del monte y en las bienaventuranzas, que acabamos de escuchar. Ellas están ordenadas no a la posesión de la tierra, sino al reino de los cielos. Ellas nos enseñan quiénes son verdaderamente “bienaventurados”, o sea felices. Las bienaventuranzas responden al deseo natural de la felicidad. Y este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia él, el único que lo puede satisfacer. Dios nos llama a su propia bienaventuranza.

Seremos felices en el cielo, si durante nuestra vida somos desprendidos de los bienes de la tierra, mansos y humildes; si lloramos nuestros pecados, luchamos por implantar la paz y la justicia, practicamos la misericordia con el prójimo necesitado, conservamos el alma y el cuerpo limpios por la pureza y la castidad, sufrimos persecuciones por defender a Cristo y a su Iglesia…

Si tal es nuestra vida, se cumplirá en cada uno de nosotros la expresión del Salmo 17, que hemos repetido varias veces hoy: “Al despertar, señor me saciaré de tu semblante”.

Pidámosle al Padre, por los méritos de Cristo, que nuestro (a) hermano (a) N., haya despertado para la vida eterna y se encuentre plenamente saciado (a) contemplando ya el rostro de Dios.