Relatos Breves Premiados

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Relatos Breves Premiados en el Certamen de La Alvarada Cañete (Cuenca), Años 2006 y 2007

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El Patio de las

Alhucemas

-------- Miguel A. Badal Salvador

Cuando surge la rosa en sus ramas,

Unas flores mueren y otras palidecen de envidia.

Ibn Abi´Abda (Siglo X)

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El olor a juncia y albahaca penetra hasta mi garganta invadiendo

todos mis sentidos. Noto los empujones de la gente, el son de las

zampoñas y los gritos de los vendedores llamando la atención sobre sus

mercaderías. El zoco está en plena ebullición y una turbamulta recorre los

puestos de los vendedores inundando las calles y abarrotando todas y

cada una de las tiendas. Una anciana con la cara salpicada de viruelas

llama la atención con su voz aflautada sobre la excelente calidad de la

almáciga y el ámbar gris de los que está ampliamente surtido su pequeño

puesto situado en medio de una estrecha y retorcida calleja. Un viejo de

cara cuarteada hace lo propio sobre su abundante remesa de aceites

procedentes, según él, de las mejores almazaras de la región. En un rincón

varios niños juegan con una vejiga de vaca y alejan los enjambres de

tábanos haciendo grandes aspavientos con las manos. Llevan los

miembros sucios y grandes costras de mugre en su cara y brazos. Chillan y

ríen constantemente y provocan en más de una ocasión la llamada de

atención de alguna vieja que se ve envuelta entre sus empujones y

chanzas. Uno de ellos intenta alcanzar con sus dedos algo que llevarse a la

boca de un puesto de aceitunas aliñadas, al tiempo que una mujer entrada

en carnes lo reprende con severas amonestaciones. En la lejanía se aprecia

el constante tránsito de la cáfila de mozos cargando con las mercancías

que acercan al zoco desde las atestadas alhóndigas. Bajan fardajes, cestos y

árguenas mientras el sol golpea aplomado sobre sus cabezas.

Avanzo entre empujones abriéndome paso calle arriba, agotada por

el cansancio y el calor sofocante. La gente corre alborotada en la misma

dirección, impelida por la inercia de arrastrarse hacia donde la multitud se

dirige. Un joven anuncia que un droguero ha sido sorprendido por el

almotacén embaucando a una vieja a la que ha hecho pagar un alto precio

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por un perfume de mala calidad, y lo conducen montado sobre un burro,

paseándolo por todo el zoco, exponiéndolo a los insultos y esputadas de la

plebe enfebrecida. Trato de evitar a esa muchedumbre de locos y ruines

que sólo sabe deleitarse con el daño ajeno y avanzo en dirección contraria

al recorrido por el que llevan al desdichado. Varias mujeres se

arremolinan en torno a un pequeño puesto en el que se venden utensilios

de azófar, al tiempo que un muchacho pide limosna estrechando sus

dedos en los pliegues de sus mantos.

Por encima de los puestos de los vendedores se eleva un denso olor

a alhucemas frescas que lo invade todo. Es un olor perturbador que agita

mis pensamientos y me devuelve a un estado de confusión donde el

recuerdo se alza imperante, alejándome de la realidad para evocar un

pasado agrio, aromático e implacable. Mi vista se fija en las alhucemas que

nacían en el centro del patio de nuestra casa en Al-Qannit. Mis ojos las

contemplan aromáticas, vivaces…, nacientes entre arriates de flores, rosas,

madreselvas y alhelíes. Ese aroma me invade, me domina, me transporta a

una realidad ya vencida por el paso del tiempo. Ese olor turbador…

Mi mente evoca las imágenes de aquella noche ya perdida en el

tiempo en el que una luna láctea desbordaba su luminaria sobre la

balaustrada del patio de las alhucemas. Yo me hallaba allí, sentada en un

banco de madera, contemplando los astros y la luna nacarada. A mi

espalda se escuchaban gritos y resuellos, boqueadas que aguijoneaban mi

alma y turbaban mi corazón. La noche era densa, profunda como la casida

de un poeta enamorado de la aurora. De repente se hizo el silencio, una

abrupta mudez que se mantuvo en tensión durante unos breves instantes

hasta verse rota por el llanto de una niña. Me levanté al instante y no tardé

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en ver a mi esposo Ubayd, de bendita memoria, atravesando el patio de

nuestra casa, dando saltos de alegría.

—¡Ha nacido! ¡Ha nacido ya! —gritaba fervoroso y al llegar a mi

altura me estrechó los hombros y besó mi frente. —Soy padre mi estimada

Zobayda —me dijo incapaz de comprender que yo jamás podría compartir

con él aquella dicha.

Después volvió a reinar el silencio. Aguardamos en el patio,

temerosos de entrar en la estancia en la que se había producido el parto.

Quise adelantarme yo, pero Ubayd me retuvo. Sentí su brazo poderoso

posándose sobre mi hombro y mi cuerpo tembló de arriba abajo sumiso a

la turbación de los efluvios amorosos que mi corazón emanaba ante el más

leve contacto entre su carne y la mía. Escuchamos ruidos al otro lado de la

puerta y mantuvimos la compostura extrañados por la demora de las

comadronas. La niña ya no lloraba, pero de vez en cuando emitía leves

gemidos que podíamos percibir en el silencio nocturno.

La puerta se abrió por fin y la qabila salió al patio junto con dos

sirvientas. Una de ellas llevaba a la chiquilla en brazos, envuelta entre

gasas y paños, con la cabeza todavía recubierta de sangre e impurezas.

—Ha sido una niña señor —explicó la comadrona con el semblante

contraído. La seriedad de las otras dos nos contrajo el alma.

—¿Y Habba? —preguntó Ubayd confundido—. ¿Está bien mi

esposa?

Ninguna de las tres se atrevió a responder.

Sí, lo recuerdo perfectamente, con la misma claridad que emitía

aquella luna de leche. El silencio enmudeció el patio de las alhucemas

hasta verse turbado por el llanto de una de las sirvientas.

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—No puede ser —susurró Ubayd con la garganta seca antes de caer

de rodillas sobre el suelo y comenzar a plañir vencido por la noticia.

Sufrí al verlo allí, derrotado, con el corazón herido, sin fuerzas, sin

aliento, encogido sobre el suelo, con los ojos inundados en lágrimas y las

manos golpeando una y otra vez su afeitada cabeza que esa noche llevaba

cubierta por una kufiya de color amarfilado que él mismo arrancó de su

testa y arrojó con furia contra el suelo. Vi como sus dedos se entrelazaban

entre sus barbas níveas y estiraban de ellas hasta casi arrancarlas de cuajo.

Mi corazón sufrió por su desdicha, pero no puedo negar que aquella

noche en la que la luna brillaba con especial intensidad, una fragante

sensación de triunfo invadió mi corazón. El aroma de las alhucemas era

denso, era un olor penetrante que me permitió saborear la tranquilidad de

saberme la única que colmaría los deseos de mi esposo. Pensé que desde

ese día él me llevaría a su tálamo cada noche, que me amaría con entrega,

que acariciaría mis cabellos con sus dedos estilizados, y que sus ojos sólo

contemplarían mi belleza. Esa noche la luna fue testigo de mi triunfo, una

victoria amarga, que no sería sino el comienzo de mi desdicha.

Yo era una simple muchacha que poco podía saber sobre el mundo.

Mi padre era uno de los pastores de cabras más ricos de aquellas tierras y

desde que yo era una niña decidió entregarme como esposa a Ubayd Ibn

Bediz Ibn Ubayd al-Yatim, el hijo de un poeta enriquecido que había

abandonado la ciudad de Qurtuba huyendo de los partidarios de la secta

de Ibn Tumart. Su padre, que Allah se haya apiadado de su espíritu, había

buscado refugio en la corte levantina de Tudmír, pero despreciado por su

sangre berebere había marchado hacia la marca septentrional para

asentarse en Al-Qannit, entre hermanos de raza. Allí había construido una

imponente mansión en el cobijo de sus muros serrados ganándose a un

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tiempo el respeto de muchos y la envidia de aquellos que rechazaban

entre sus costumbres tanta ostentación. La muerte, sin embargo, lo había

arrastrado consigo sin hacer distinciones poco antes de que mi boda con

su hijo se hubiese formalizado.

Ubayd, poeta como su progenitor, era un hombre exigente de

exornado verbo y cultura refinada y es por ello por lo que mi padre, Allah

lo haya acogido a su diestra, puso los medios necesarios para que mis

educadores me ilustraran en las letras, la poesía, la música y en las artes

amatorias. Él mismo me enseñó a tocar el albogue que tanto amenizaba su

soledad en las largas noches que pasaba entre las peñas al cuidado de sus

rebaños, y la ajabeba, de melodioso sonido. Para mi familia unir su linaje

con el del que sería mi esposo era de una importancia vital, para Ubayd

Ibn Bediz en cambio, yo era poco menos que la hija de un pastor de cabras

y muchos en Al-Qannit debieron pensar que no era una esposa apropiada

para aquel adinerado poeta, aunque sin duda mi belleza inigualable,

alabada por cantores y rapsodas, debió enmudecer los más envenenados

murmullos.

Cuando llegué a Al-Qannit ya sabía que el que iba a ser mi esposo

estaba casado con otra mujer, y que Habba gozaba de una posición mucho

más acreditada que la de mi familia. Eran pocos los hombres de aquellas

tierras que cuidaban de más de una esposa, y la situación para mi era

compleja e incómoda. «Tú sólo serás su segundo plato» recuerdo haber

oído decir a una de mis sirvientas, pero atravesé las grandes batientes de

la puerta de Walmu y penetré en la ciudad de Al-Qannit altiva, segura de

que Ubayd se rendiría ante mi belleza y desterraría a su otra esposa de su

tálamo para permitirme ocupar su lugar.

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El día de mi boda las sirvientas decoraron mis manos con alheña y

contornearon mis ojos con kohl tras blanquearlos con colirios de agua de

rosas mezclada con zumo de hinojo silvestre. Trataron mis cabellos con

hojas de añil después de perfumarlos con esencia de violetas, y limpiaron

mis dientes con ramitas de sándalo antes de frotarlos con un preparado a

base de cáscara de toronja que perfumó mi aliento. Enjuagaron igualmente

mi boca con una cocción de juncia y tintaron mis labios y encías con

corteza de nuez. Me lavaron y aromatizaron con aceite de jazmín,

espolvorearon esencias olorosas sobre mis vestidos, y cuidadosamente

depilada me presentaron ante el que desde ese momento iba a ser mi

esposo. Llevaba alhajas y pulseras en mis brazos y tobillos, zarcillos

decoraban mis orejas y en mi cuello lucía un caro colgante decorado con

zafiros y lazulitas de Tudmír que mi amado me había regalado como parte

de la dote y que sustituía los baratos abalorios que mi padre solía

regalarme cuando yo era una simple niña y que cuidadosamente guardaba

en mi escriño como si del mejor de los tesoros se tratase. Ahora ya era toda

una mujer y mi cuerpo ofrecía sus formas escultóricas, sus tersuras afables

y su talle extenuado a aquel hombre que poco conocía y que desde ese día

se encargaría de mi cuidado y protección.

Al entrar en su estancia me sentí turbada. En cuatro pebeteros ardía

ámbar gris y un aroma fresco y empalagoso lo perfumaba todo al tiempo

que las candelas de sebo titilaban y creaban grotescas sombras que

deambulaban siniestras entre los tapices y acenefas que ocultaban tras de

sí unas enjalbegadas paredes que en aquel instante adoptaron un tono

azafranado. Ubayd se acercó hasta mí y sentí como mi cuerpo temblaba de

los pies a la cabeza mientras un denso aroma a acíbar embriagaba mis

sentidos. Con cuidado me besó la frente y los labios y después me

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desnudó con delicadeza. Perdiendo la confianza que breves momentos

antes había demostrado, comprobé que mis pechos eran pequeños como

florecillas titubeantes que todavía no habían terminado de abrir sus

pétalos, y mi carne era aún la de una niña. Ubayd pasaba ya la treintena y

a su lado me sentí como una chiquilla indefensa. Cuando mi esposo retiró

su hulla dejando al descubierto el recio pecho y los brazos poderosos mi

cuerpo comenzó a tembletear alocadamente. Olvidé todo aquello que me

habían enseñado y en su tálamo me comporté de manera inapropiada

rehuyendo sus caricias y llorando como una niña quejicosa.

—Eres mi esposa, y debes entregarte a mí —decía Ubayd mientras

me besaba una y otra vez y me llevaba de la mano hacia la al-gurfa de la

estancia. Descorrió la cortina que ocultaba su lecho y ante mi mirada

mohína se descubrió una amplia cama con una colcha bordada y una

almohada mullida en su cabecero.

Cerré los ojos, temerosa, indefensa, vendida como un cordero. Sentí

su cuerpo estrecharse contra el mío y lo que debiera haber sido pasión no

fue sino dolor y llanto. Vencido por mi terquedad Ubayd apretó mis labios

contra los suyos y tras haberme hecho su esposa con cierta brusquedad se

giró en su tálamo y quedó profundamente dormido. Yo me levanté de la

cama al momento, me recosté sobre el suelo y lloré desconsoladamente

hasta que el alba me sorprendió tirada sobre el lecho de la alcoba, con los

cabellos dispersos sobre la alfombra de lana y los muslos maquillados por

la rojez de la sangre reseca. Allí me encontraba, como una djaria

cualquiera, alejada del abrazo de Ubayd, con el destino sellado de por

vida.

Recuerdo que mi madre, Allah la haya llamado a su presencia, me

había dicho antes de partir hacia Al-Qannit que debía saber complacer a

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mi esposo si quería ocupar un hueco importante en su corazón, y que los

hombres, valoraban por encima de todo el comportamiento de una mujer

la primera noche que la llevaban a su cama. Cuánta razón tenía. Todavía

recuerdo sus pequeños ojos de color aceituna contemplando fijamente mi

rostro a través del jimar mientras sus ennegrecidas uñas se clavaban en

mis hombros en un último gesto por mantener a su lado a la niña que se

escapaba de sus cuidados.

Pero, pese a los consejos de ella y de mi abuela, me comporté como

una niña asustada que rehuía las caricias de mi esposo y tal como mi

madre había alertado, no conseguí ocupar el puesto que merecía en el

corazón de Ubayd y menos aún en su tálamo, que quedó siempre

reservado a Habba, su favorita, aquella que sabía como responder a las

caricias de su esposo mientras yo me pudría quejicosa en la soledad de mi

alcoba con el rostro hundido entre mullidos cojines de cuero y terciopelo,

y la cara arañada por mis propias manos. La tersa piel de mi rostro

suplicaba humillada recibir la mirada de mi amado, aquel hombre que

había infundido en mi cuerpo el mayor de los temores, pero que ahora

encendía la mayor de las pasiones lujuriantes, aquel por quien sin duda

habría muerto con una sonrisa en la boca a cambio tan sólo de sentir el

roce de sus dedos sobre mi piel, aquel que sin embargo me despreciaba y

hacía sentirme arrojada al más inmundo de los muladares.

Cada noche soñaba con él inmersa en la extenuación del placer de

sus besos y caricias. Sentía el abrazo de su cuerpo, el enrosque de sus

brazos sobre mi cuello y pecho y el azote encendido de sus caderas

sometiéndome a una pasión enfebrecida que hacía tintinear todas las

ajorcas que decoraban mis brazos y piernas mientras mi cuerpo cimbreaba

convulsionado. Mas después despertaba como siempre en mi soledad,

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abandonada a mi suerte, en una casa que me era ajena, alejada de mi

familia y mis gentes, vulnerable, vencida, humillada, rechazada como la

fruta que aún no está madura y que el agricultor arroja sobre el cieno tras

probarla y descubrir su amargo sabor. Condenada a no ser de nuevo

probada a pesar de sentirme ya un fruto maduro anhelante de ocupar el

espacio que me correspondía junto a mi esposo. Arrojada de mi propia

existencia como impureza lanzada al atarje. Y al llegar al alba, cuando mis

ojos se encontraban con los de Habba, se despertaba en mí un furor

enmudecido que me provocaba sobre ella el mayor de los aborrecimientos.

La imaginaba ocupando el lugar que yo tomaba en mis sueños, y cada vez

que presentía a mi esposo besándola y sumiéndola en caricias, la hiel se

atragantaba en mi garganta.

Es por ello por lo que aquella noche en la que la luna lo inundaba

todo con su lechosa claridad sufrí al ver a mi amado postrado sobre el

suelo, lamentando al muerte de su amada, al tiempo que mi corazón no

podía evitar sentirse holgado por el final de aquella que durante años me

había arrebatado lo que más amaba en este mundo.

—No te lamentes ciervo mío —le dije mientras sujetaba su cabeza

con mis manos y trataba de alzarlo del suelo—, me tienes a mí, y yo

permaneceré siempre a tu lado.

Ubayd me miró con los ojos arrasados en lágrimas, con el reflejo de

la luna grabado en su cabeza afeitada. Lo recuerdo con la misma claridad

con la que mis ojos contemplan impávidos en este momento a los

vendedores del zoco. El aroma de su barba perfumada todavía me

arrebata de la realidad y me hace sentir su presencia junto a mí. Todavía

mis pupilas se fijan en su boca encarnada y sus labios rojos como la misma

pasión. Recuerdo como tendió su mano sobre mi mejilla y la acarició con

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suavidad. Me besó los labios escanciando de su boca el dulce néctar del

amor y peinó mis cabellos con sus dedos.

—Ahora déjame solo con mi dolor —me dijo mientras trataba de

alzarse del suelo. Después contempló levemente a la niña que todavía

sostenía la matrona en sus brazos—. Encárgate de ella —me dijo—, cuelga

de su cuello los amuletos propiciatorios y que no le falte de nada, pero que

no perturbe mi sufrimiento con su llanto.

Tomé a la niña en mis brazos y la llevé al interior de la casa. Sabía

que Ubayd la había despreciado y nada podía hacerme más feliz. Mi

esposo llevaba varios años buscando ser padre. Lo había sido en otro

tiempo, pero el niño había muerto a los dos años de vida. Habba había

quedado igualmente embarazada en otras dos ocasiones, pero los niños

morían en su seno quizá infectados por su propia hiel envenenada.

Aquella mujer no gozaba del don de la maternidad y su vientre estaba

agriado como una fruta podrida y caída del árbol. Y ahora que mi esposo

había conseguido ser padre no mostraba el menor sentimiento hacia su

hija, la misma criatura que había arrebatado la vida de su favorita. Yo en

cambio, conseguiría atraer a mi esposo a mi tálamo de nuevo y le daría

tantos hijos que regaría aquel patio de nuestra casa en Al-Qannit con la

dicha y la sonrisa de una legión de herederos de los últimos escollos de la

noble familia de la que Ubayd era el último eslabón.

Pasaron varias semanas hasta que mi esposo me llamó de nuevo a

su presencia. Ante él acudí con un vestido de céfiro translúcido. Maquillé

mis manos, unté las coronas de mis senos con alheña y perfumé mi cabello

y mi cuerpo. Después me entregué a él con fervor, poniendo en práctica

todo aquello que había aprendido sobre el arte del amor. Mis ojos se

clavaron en los de mi esposo y mi alma creció de alegría, pues al

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contemplarlo enfebrecido como jamás lo había visto supe que no volvería

a echar de menos a Habba. Más cuando me hubo hecho suya sus manos

apretaron con fuerza mi cara y sus ojos se derramaron.

—Tu no eres ella —me susurró como si su alma hubiera sabido

entender el lenguaje oculto de mis adentros—, y no lo serás jamás.

Después marchó de la habitación y me abandonó a mi soledad, la

misma que había sido compañera de intimidades en los últimos años. Me

dejó allí con el alma destrozada y el corazón hecho añicos, desconsolada

por saber que un cadáver seguía usurpando mi lugar.

Pensé entonces que me abandonaría por cualquier concubina, que

sería capaz de llevar a su cama hasta la más vieja y desarrapada de las

sirvientas antes que devolverme a mi lugar, pero no fue así. Pasaron dos

noches eternas antes de que me llamara de nuevo a su tálamo. Quise

negarme al principio a acudir, pero acabé haciéndolo con el mismo

nerviosismo que la primera noche, dispuesta esta vez a conquistar su

corazón de una vez por todas. Sus caricias sin embargo fueron tan frías y

sus besos tan lejanos que me sentí como una de las fulanas que abundan

en los cementerios de las grandes ciudades aguardando a que los hombres

las reclamen para desfogar sus apetitos carnales. Aún así, comprendí que

prefería aquello a la lóbrega soledad de mi alcoba vacía.

Pasaron los años y aunque no conseguí que mi amado esposo

olvidara a aquella que durante tanto tiempo había ocupado un puesto de

lujo en su corazón, me sentí atrapada en su jábega por la magia de sus

caricias y sus versos. Los días eran ligeros y alegres en nuestra fría casa de

Al-Qannit. Las mañanas eran lentas y frescas; las nubes colmaban el cielo

y el sol no parecía despertar hasta que llegaba a su cenit. Las tardes olían a

tomillo, el aire susurraba y agitaba el estandarte de Ibn Mardanish, erigido

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en lo alto de la gran torre que coronaba el hisn y que se descubría sobre el

patio de nuestra casa alzándose por encima de los tejados. Ubayd salía a

recorrer los montes y regresaba con ramilletes de espliego que

aromatizaban cada una de las estancias de nuestra casa. Después me

llamaba a su presencia y me recitaba lindas casidas al abrigo del oloroso

perfume de las alhucemas. Yo bailaba para él agitando el adufe con mis

manos y contorsionando mi cuerpo hasta levantar en él el deseo de

tomarlo y someterlo a los goces del más tierno amor.

Algunas tardes mi amado recibía la visita del munayyim judío Ibn

Ayyub, al que Allah haya concedido la paz, con cuya presencia se recreaba

gratamente, y yo recitaba para ellos lindos poemas oculta tras las celosías

del ajimez de mi alcoba. A él abría las puertas de su casa de manera

generosa y con él no tenía reparos en compartir mesa, pues una de las

esposas del padre de mi amado había sido asimismo judía y Ubayd la

guardaba con devoción entre sus pensamientos por haberse hecho cargo

ella de sus cuidados después de la prematura muerte de su madre. De ese

modo, él y el judío platicaban acerca de los astros y la naturaleza. Sus

charlas eran complicadas y extensas y solían acabar con grandes rapsodias

dedicadas al amor y a la belleza. Ambos se inspiraban con el azote

perfumado del aire serrano y componían bellas nubas mientras saboreaban

siropes y jarabes de ojimiel y degustaban con candidez buñuelos y

alfajores a los que Ibn Ayyub Al-Yahud era gran aficionado, e higos

doñegales que arrebataban los sentidos de mi esposo.

—La vida de un hombre es un eterno poema —me dijo Ubayd un

día mientras dejábamos calentar nuestros cuerpos por los secos rayos de

sol que descendían a plomo sobre las crestas serranas—. Se suceden los

días y las noches, las fiestas y las estaciones como una rima perfecta en la

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que la armonía lo es todo independientemente del sentido que tengan las

palabras que conforman la composición.

Mordisqueé con sugerencia un pedazo de almojábana de queso que

mi esposo llevaba en la mano, y él acarició mis cabellos con sus dedos

largos y estilizados. Las mosquetas habían florecido y un perfume oloroso

de ward lo cubría todo. Sí, todavía lo recuerdo como si hubiera sucedido

ayer. Entonces él me entregó un lindo sawsan que con celo arrancó de uno

de los arriates del patio. El olor de la flor desbordó mis sentidos hasta el

punto de que aún creo poder olerla cuando la evoco en el recuerdo, al

tiempo que mi esposo me dedicaba lindos versos de Ibn Jafaya Al-Yannan,

poeta en el que gratamente me complacía.

—La flor hace pensar en un ojo que, bañado por las lágrimas, se ha

despertado; el agua, en una boca sonriente que seduce por el brillo.

—Déjame que sea tu jubba, que te arrope con mi cuerpo, que me

entregue con dedicación a ti —le contesté celosa—, y me habrás dedicado

el mejor de los poemas, pues mi amor por ti no tiene doblez.

Tendida sobre una estera de juncos en el patio de nuestra casa, con

sus brazos rodeando mi cuerpo, me sentía la mujer más dichosa del

mundo. Puse todo mi empeño por aprender a recitar y a blandir con mis

dedos el qanum para conseguir dulces notas con las que acompañar cada

una de las casidas de mi amado. Escuchaba con atención cada uno de los

versos por él recitados y los aprendía sílaba por sílaba deseosa de ser su

compañera no sólo en los juegos del amor y en las caricias de la noche,

sino también en el ocio de la tarde y en la placidez del descanso. Jamás

aprendí a versificar correctamente, don que según mi amante sólo poseían

algunas mumisas en Qurtuba, pero recitaba con gracia y sensualidad hasta

alcanzar la destreza de una qayna. Ubayd se sentía complacido por mis

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atenciones y como un esposo dedicado susurraba cada verso acercando

sus labios a mi oído, acariciando mi piel con el fresco soplo de su aliento.

—Si tu sabiduría no puede alejar de mi el fatal tormento —recitó

mientras estrechaba su cuerpo contra el mío junto al brasero un día en el

que el frío matinal era más intenso de lo acostumbrado—, déjame que todo

lo prodigue en los placeres antes de que me alcance la muerte.

Reconocí al instante el bello poema de Tarafa que Ubayd

acostumbraba a evocar cuando sus sentidos se hallaban alborozados por la

cercanía de mis redondeces y la opulencia de mis caderas, y tras besar su

frente y sus labios respondí sintiendo como las palabras brotaban de lo

más profundo de mi ser:

—Mañana, censor rígido, cuando los dos muramos, veremos a cuál de los

dos consume una sed más ardiente.

—Tus labios son tan rojos como las granadas de Siria, tus ojos lucen

como dos aljófares y el olor almizclado de tu pelo es semejante al que

emana del Tubà, árbol celestial del Paraíso —me contestó entonces con su

mirada puesta en la sensualidad de mi boca.

—Mas esta fruta sólo le es lícito probarla a mi amado —respondí

antes de estrecharme contra su cuerpo en un implacable abrazo.

Cada día, al caer la noche, disfrutábamos de amatorias veladas

envueltos entre fumaradas de sándalo, saciando nuestra sed de pasión,

embriagados entre arrumacos y abrasadores abrazos, pero nada en esta

vida es eterno y toda aquella dicha que nos embargaba estaba a punto de

ser consumida como se disipa el incienso al arder en el pebetero.

Recuerdo como cierta mañana nos encontrábamos ambos recitando

poemas del judío Ibn Gabirol mientras consumíamos refrescantes siropes

cuando Zaynab, la niña que Habba había alumbrado la noche en la que la

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luna lucía su blanca intensidad sobre los tejados de Al-Qannit,

interrumpió nuestro descanso con sus alborozos y risas. Había escapado

de los brazos de su nodriza y penetrado en el patio de la casa. Su padre

terció la mirada al verla, como siempre hacía, cerrando los ojos al fruto de

su amor ya olvidado y pidió a la sirvienta que se la llevara de allí. La

muchacha entró en el patio haciendo grandes reverencias y disculpándose

ante mi esposo. Después tomó la mano de la niña y estiró de ella tratando

de llevarla a su regazo. Zaynab apenas tendría siete primaveras y era rara

la ocasión en la que había podido contemplar a su padre. En aquel

momento sin embargo, en su intento por no recibir los azotes de la

sirvienta, se aferró con su delicada mano a la teñida barba de Ubayd y tiró

de ella con los ojos arrasados en lágrimas.

El mundo se silenció de golpe, como si la cúpula celestial se hubiera

desplomado sobre todos nosotros. Hubiera preferido que aconteciera una

tragedia semejante a esa antes que contemplar con mis ojos la mirada que

Ubayd dedicó a su desconocida hija. No puedo reprochárselo, no lo hice

jamás y hoy mismo no lo haría a pesar de que aquellos dos ojos

aceitunados arruinaron mi vida y la esperanza de ser la esposa perfecta de

mi amado. En ellos Ubayd vio la mirada de su adorada Habba. Yo mismo

así lo contemplé y ambos sentimos que ella se había encarnado en el

cuerpo de la niña, y mi esposo, el que desde hacía años se había deshecho

en atenciones sobre mi persona, desapareció tragado por la tierra,

arrasado por un amor revivido que tan sólo había muerto en las capas

superficiales de su arrellanado corazón.

Desde aquel día Ubayd, bendita sea su memoria, guardó sus versos

para la dulce niña que durante años había vagado solitaria por la casa

contemplándolo todo con la mirada perdida de Habba. A ella dedicaba

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sus atenciones, con ella deseaba pasar cada momento del día, sólo a ella le

besaba la frente y acariciaba sus cabellos. Yo quedaba allí sola, con toda la

casa abatiéndose sobre mí, contemplando la dicha de mi amado mientras

las sirvientas salían a recorrer los montes buscando espárragos. Era el

tiempo en el que las golondrinas volvían a poblar los cielos y las cigüeñas

construían sus nidos en la torre alta del hisn. El mundo se despertaba a

una nueva primavera, pero mi corazón era arrasado por el más gélido de

los inviernos.

—Nunca me has dado un hijo —me dijo un día con aire de

reproche.

Era cierto. Mi vientre estaba tan agrio como el de Habba antes de su

tráfico final. Habían pasado más de siete años desde la muerte de su

primera esposa y a pesar de haber yacido con él casi todos los días, mi

cuerpo se mantenía infértil, y comprendí que la dicha que me había

invadido al verme ocupando el tálamo de mi amado y con mi posible

descendencia ocupando un puesto de preferencia por delante de la

repudiada hija de Habba se había tornado en la mayor de las frustraciones

de la noche a la mañana. Ahora yo misma me veía desplazada del lugar

que me correspondía junto a mi esposo por aquella muchacha que durante

años no había conocido el amor de su padre, y mi vientre, seco como el

estío serrano, me condenaba a no ser madre. Lo había perdido todo, y sin

embargo mi cuerpo ardía todavía apasionado y mi corazón latía

fulgurante cada vez que mis ojos contemplaban a mi esposo.

Recuerdo cierto día en que no pude ya contenerme. La pasión que

se fraguaba en el atanor de mi carne se tornaba agria y mis sentidos

anhelaban estrellarse una vez más con el cuerpo de mi amado; pero él,

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18

como era acostumbrado, volcaba sus atenciones sobre aquella cría

escuálida de grandes ojos y pelo lanoso.

—¡Oh bella niña! Capricho del Oculto —le decía mientras la

abrazaba complacido—. Como esencia de almizcle, tus ojos colman mis

sentidos y el perfume de tu pelo penetra afilado acariciando las umbrías

de mi corazón henchido. Desde hoy te llamaré Xoayt, pues tus ojos son

dulces y empalagosos como un panal de rica miel. Todo tu rostro es como

un lindo jardín de flores —señaló antes de recitar con ternura un bello

poema de Ibn Hafs al-Yaziri—. Las rosas son mejillas; las margaritas bocas

sonrientes, mientras que los junquillos reemplazan a los ojos, esos ojillos tuyos

gacelilla mía, que brillan como aljófares brillantes.

La niña sonrió complacida ante las caricias de su padre. Degustaba

una rosquilla de alajú y tenía las mejillas hinchadas. Ubayd rió al verla y

pasó sus dedos rozando su cara con suavidad. No pude contenerme y

atravesé el patio hasta llegar a donde ellos estaban. Después golpeé su

pecho con mis puños y grité colérica. La niña salió corriendo al instante al

verme atacar a su padre. En realidad me temía tanto como a una serpiente

y hacía bien pues si lo hubiera sido sin duda habría mordido su carne

inyectando en ella todo el veneno que roía mis entrañas. Ubayd sujetó mis

manos apretando con fuerza sus pulgares sobre mis muñecas mientras me

dedicaba una áspera mirada con sus ojos encendidos de cólera. Después

me golpeó la cara con rigurosidad y me dejó tendida sobre el suelo,

llorando, desolada, con el corazón agrietado y el amor que sentía

suplicando a gritos sus caricias y besos.

Destrozada, me encerré en mi alcoba y pasaron varios días hasta

que pude contemplarlo de nuevo. Ubayd se hallaba paseando por el patio

en aquella ocasión, con los dedos entrelazados y con el espíritu nervioso.

Page 20: Relatos Breves Premiados

19

No era el mismo desde el día en el que le había golpeado con rabia. Sorbía

constantemente un vaso de arrope que llevaba en las manos y gesticulaba

de manera grotesca. Se acercó hasta mí y me tomó por los hombros.

—Dime Zobayda, recítame al oído aquello que tu corazón siente.

Incliné la cabeza confundida. Besé sus manos y alcé la mirada para

clavarla en sus ojos.

—De mí no se apiada mi amado —le dije reproduciendo los versos del

judío Ibn Saddiq sobre el que mi esposo sentía cierta complacencia por

haberlo escuchado recitar en su niñez en la ciudad de Qurtuba—, con

palabras me responde con dureza; beso su pie y me humilla sin motivo, pero mi

corazón nunca le tendrá en cuenta sus vejaciones.

—Eso piensas sobre mí —me dijo confundido.

—Aquí me tienes ciervo mío —le respondí—. Sorberé la miel de tu

paladar hasta embriagarme.

Ubayd me miró con furia en los ojos y su abrazo se extinguió como

una flor marchita. Me empujó con fuerza y me dejó tendida sobre el jardín,

con los ojos cubiertos de lágrimas.

—¡Es mi único sol, el amado que se ha hecho dueño de mi alma! —grité

rabiosa—. Para que no sea libre mi corazón, horádalo atravesando: mi alma sabe

que si me diste muerte no fue con malicia, sino que Dios lo puso en tu mano.

Después me repuse afligida, sintiendo como los versos del sublime

Ibn Zaydún de Qurtuba brotaban de mi boca: Al perderte, mis días han

cambiado y se han tornado negros, cuando contigo hasta mis noches eran

blancas…

Creí haberlo perdido para siempre, pero Ubayd no pudo

sobreponerse a la soledad del tálamo y añorando los goces de mi carne me

llamó de nuevo a su alcoba pasadas algunas semanas. Hasta allí acudía yo

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cada noche tal y como había hecho en el pasado, pero ya nada fue igual.

Sus caricias habían perdido la ternura, sus besos no sabían al dulce néctar

del amor, y su pasión era semejante a la de cualquier adinerado que gasta

sus caudales con las fulanas de los zocos. Angustiada y sometida al cruel

tormento de sus constantes sevicias, sintiendo mi pecho sometido a una

extenuante estrechura, anhelante como estaba de que mi amor

desinteresado recibiera recompensa, dejé pasar por alto todo aquello que a

nuestro alrededor sucedía, todo aquello que amenazaba con desmoronar

el mundo en el que vivíamos, el mundo en el que se habían forjado mis

esperanzas y mis desilusiones.

—No sabría decirte mi querido Ishaq —decía un día mi amado,

bendita sea su memoria, al judío Ibn Ayyub mientras degustaban un

guisado abundante con carne de caza aderezada con tomillo y albóndigas

con comino—. Sabido es que por muy poeta que sea ese lobo ciego de Ibn

Mardanish, odia por encima de todo a cuantos rapsodas conoce ya que

padece de una insufrible envidia por todos aquellos que versifican mejor

que él, y créeme si te digo que hasta un niño podría hacerlo con mejor

ánimo que ese rey decrépito y alejado de los preceptos del Profeta.

—Ciertamente he escuchado todos esos rumores —le contestó el

judío tras degustar con el placer dibujado en sus labios una berenjena

rellena de espliego—, pero estoy seguro de que no osará ponerte una

mano encima pues sabe que cuentas con la simpatía de todas las gentes

que habitan en estas tierras.

Ibn Ayyub era un hombre sabio y bueno, aunque solía irritar a mi

amado cuando defendía desmesuradamente al rey de Balenciya. Corría el

rumor por aquel entonces de que los almohades obligarían a todos los

judíos a convertirse a la fe de los creyentes en su afán por extender su

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ortodoxa visión sobre el Tawhid, y no era extraño escuchar grandes

alabanzas prodigadas sobre ibn Mardanish en las juderías de toda la

región.

Mi esposo apartó la vasija de loza que le ofrecía el judío rehusando

tomar una de las berenjenas mientras limpiaba su boca con un

mondadientes de marfil que había tomado del escriño. Ubayd reconocía

que la berenjena era un manjar exquisito, pero declinaba tomarla

convencido de que su ingestión producía un humor melancólico que

nublaba el juicio.

—El Eterno te escuche querido Ishaq —replicó tras sorber un buen

trago de nabid—, mas no creo que ese viejo lobo tenga reparos en lanzar

contra mí a sus perros cristianos, pues me consta que conoce de buena

tinta algunos versos satíricos que compuso mi padre sobre él hace años.

En cualquier caso, ser respetado entre los clanes beréberes que tanto

desprecian esos sandios andalusíes, es lo que ha provocado que esa víbora

pertinaz haya posado sus ojos sobre mi familia, y sé de buena tinta que no

parará hasta verme arruinado y arrojado a la más vil de las miserias.

Ciertamente, creo que debería haber dejado estas tierras hace mucho

tiempo, mas me hallo enamorado de estas cumbres y de este olor a romero

que lo cubre todo.

Poco podía yo entonces llegar a sospechar cuál era la naturaleza de

la sombra que se cernía sobre nosotros pues poco comprendía de política y

nada sabía acerca de lo que acontecía más allá de las puertas de nuestra

casa en Al-Qannit. El mundo sin embargo se retorcía quejumbroso y

amenazaba con arrastrarnos a todos hacia la mayor de las debacles. Desde

el Sur, los rigoristas almohades avanzaban hacia nuestras tierras

sembrando el terror sobre todos aquellos que mostraban tibieza ante sus

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exacerbadas teorías religiosas. Desde el Norte, los malditos rumíes, Allah

los confunda a todos, consolidaban sus conquistas y ávidos de botín

lanzaban terribles algazúas sobre nuestras gentes, y eran numerosos los

refugiados que cada día atravesaban nuestras heredades en busca del

abrigo de las tierras meridionales. Por su parte, el rey Lobo, como lo

llamaban los nasara, aumentaba las filas de sus huestes con despiadados

almogávares rumíes a los que el rey Ibn Mardanish concedía importantes

tierras en la marca septentrional. Era raro el día en el que no llegaban

nuevas palomas hasta las torres del hisn portando reveladores mensajes

llegados desde el Norte o desde las tierras de Kunka. Su zureo agitado

nos despertaba con el alba, pero ajenos a todo ello, nuestros ojos nada

veían salvo las flores y arbustos que decoraban el patio de nuestra casa.

Cierto día llegó la noticia a nuestro hogar de que una escolta de

aquellos rudos mercenarios nasara se dirigía hacia Al-Qannit para

instalarse como guarnición en el hisn. Ubayd, como todos los notables de

la ciudad, salió a su encuentro desde la Puerta de Walmu y llegó a casa al

anochecer con el semblante demudado y una mirada de preocupación

semejante a la que se había dibujado en su cara el día en el que su esposa

Habba abandonó este mundo.

—Son corpulentos como grandes bestias y en sus caras se refleja la

furia del jabalí. Llevan vistosas algalotas de vivos colores cubriendo sus

intraspasables alserbergos y van armados con grandes adargas y cimitarras

de ancha hoja —escuché que le decía a uno de los sirvientes en medio del

silencio de la noche. A la mañana siguiente, el estandarte de los rumíes

ondeaba flamígero junto a la enseña de Ibn Mardanish, en lo alto de la

gran torre del hisn.

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—No quiera el Oculto gacela mía que mis ojos contemplen la caída

de estas tierras en manos de esos bárbaros infieles —me dijo a los pocos

días Ubayd, antes de contarme como en sus sueños los había podido ver

arrasando nuestra casa y saqueando todas nuestras propiedades.

Nuestros temores crecieron en los meses sucesivos al enterarnos

primero que el rey Lobo había entregado la ciudad de Al-Banu-Razín al

despiadado sayyid Ibn Azagra, un poderoso señor cristiano llegado desde

tierras del Norte, y que Walmu, la ciudad de mis padres, había sido

tomada por las armas por esos malditos rumíes, Allah los confunda y los

ciegue. Ubayd cayó en un estado de preocupación constante. Su barba se

tornó más nívea que nunca y sus manos se encogieron como racimos de

uva marchitos. Detestaba al rey Lobo al que consideraba un impío, pero

sabía que el día que el rey de Balenciya muriera, Al-Qannit quedaría en

manos de los nasara o de los temibles almohades.

Para una mujer como yo, encerrada en su habitación, dedicando

todo su tiempo a tejer lana y entonar bellas moaxajas sumida en la

añoranza, condenada a no conocer cuanto me rodeaba salvo el frío y

lúgubre camino que conducía a la maqbara, el mundo cambió poco sin

embargo. Únicamente aquella enseña cristiana apareció de repente

adornando el fugaz paisaje que mis ojos examinaban cada día, y dedicada

a su contemplación descubrí que las paredes que me rodeaban eran

demasiado asfixiantes. Sentí que me ahogaba entre los mullidos cojines de

mi alcoba y que el mismo amor que inflamaba mis venas y arterias era el

que provocaba mi sofoco. Nada quedaba de aquellos paseos al abrigo de

las choperas junto al río, ni de las meriendas en la alameda de la parte alta

de la población. Todas las atenciones de mi amado se habían consumido

como la fresca nieve con los primeros rayos de la alborada.

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—¿Qué anhela tu corazón? —me preguntó mis esposo un día

mientras me sujetaba las manos y observaba mis pupilas distantes y

perdidas en la vacuidad del cielo.

—Conocer el mundo —le dije—, marchar de aquí y recorrer los

prados. Conocer cuanto me rodea y saborearlo. No sentirme nunca jamás

encerrada en este serrallo. Eso deseo ciervo mío.

Ubayd rió a carcajada viva al escucharme.

—Las perlas de puro nácar están hechas para un estuche —me dijo

sonriendo—. ¿Acaso no es lícito que el esposo guarde en su casa el tesoro

que más aprecia?

—Entonces esposo mío únicamente anhelo encontrar el amor de mi

amado.

Mi petición, como tantas veces sucedía, no obtuvo respuesta

alguna. Ubayd sólo tenía ojos para su dulce niña, la bella Zaynab, que día

a día crecía y torneaba su cuerpo como el de una mujer. Sus caderas eran

redondas y opulentas como las de su madre y sus pechos se alzaban ya

despertando el deseo de todos aquellos que la contemplaban. Pronto

padeció su primer sangrado e imprudente como era propio de su edad, no

aguardó al curso normal de los acontecimientos sino que los precipitó

como hubiera sido normal en cualquier ramera de zoco, pero no en la hija

de un poeta adinerado como Ubayd. Perdió su ird ensuciando el nombre

de su familia y el de mi esposo, y con su conducta nos buscó a todos la

ruina.

Fue una tarde soleada cuando pude enterarme de lo que sucedía en

casa de mi amado. Fue Muzna, mi sirvienta, Allah la haya favorecido, la

que me alertó mientras yo me encontraba tendida en el diván de mi

alcoba, entre mis almohadones de cuero, componiendo zéjeles con los que

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agradar a mi amado. Salí al patio de las alhucemas tal y como la sirvienta

me pidió y escuché con claridad los jadeos y gemidos de la dulce Zaynab.

—La joven señora yace en su lecho con Yarir, el hijo de una de tus

criadas —me dijo la sirvienta.

Horrorizada caí de rodillas sobre el suelo imaginando en mi cabeza

lo qué podría suceder si aquello llegara a conocimiento de Ubayd. Mi

esposo se hallaba en ese momento en el campo, jugando con sus alcotanes

y sus halcones de Balenciya como hacía cada tarde llegada esa hora.

—¿Cuánto tiempo hace que sucede esto? —pregunté.

—Ya hace varias semanas señora mía —me respondió la sirvienta, y

enfurecida por no haber tenido ninguna noticia con anterioridad, le golpeé

la mejilla y la arrojé sobre el suelo.

—Nadie más debe saber lo que aquí sucede, y nadie, absolutamente

nadie, debe decir una sola palabra a mi esposo.

No pude reponerme del golpe. Acostumbrada a la rutina y la

tranquilidad de nuestra vida ociosa, aquella noticia se descargó sobre mi

cabeza como una losa de mármol. Zaynab, la dulce niña de ojos mohínos

había sustituido los juegos de su infancia por los lances amorosos

descargados pasionalmente al amparo de la oscuridad de la alcoba.

Pasaron varias semanas más sin que me decidiera a tomar cartas en

el asunto. Ubayd salía de casa cada tarde y llegado ese momento, de

manera ritual, el joven Yarir penetraba en los aposentos de Zaynab y la

amaba enfebrecidamente. Sin tomar resolución alguna, cada tarde salía al

patio y escuchaba a los dos amantes mientras tomaba algún refrigerio. Y

allí, en el patio de nuestra casa en Al-Qannit me sentía la mujer más

desdichada del mundo, pues anhelaba sentir la pasión que aquella niña

Page 27: Relatos Breves Premiados

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gozaba y envidiaba del mismo modo las atenciones que mi esposo le

prodigaba.

Por fin cierto día, poseída por la furia y la envidia decidí delatar a la

niña ante mi amado, mas no queriendo que quedaran expuestas mis

intenciones, fingí haber tenido un sueño turbulento y pedí a Ubayd que no

saliera de casa aquella tarde.

—Soñé que los hombres de Ibn Azagra batían los campos y que te

encontraban jugando con tus halcones y te daban muerte por creerte

amigo de los almohades —le dije conjurando las palabras que a él mismo

le había escuchado en las conversaciones con el judío Ibn Ayyub.

Sabía del efecto de la treta, pues Ubayd era un creyente temeroso y

juzgaba cierta la veracidad de los augurios y el poder de las estrellas.

—Amado —le dije—, mis costados están secos de pasión por ti, y en

cambio no cesan mis lágrimas… Quédate conmigo —le insistí tras pronunciar

los versos de Ibn Zaydun—, y juntos recitaremos bellas casidas como

solíamos hacer antaño.

Mi esposo me complació en aquella ocasión, y confabulada con

Muzna conseguí ocultar a Zaynab los planes de su padre. De modo que

mientras Ubayd recitaba en el patio, acompañado por el melodioso timbre

de las cuerdas de mi qanum, la joven niña recibía en sus aposentos, como

era costumbre, al imprudente Yarir, y pronto, nuestros versos se

confundieron con sus jadeos y nuestras evocaciones con su pasión

irreprimible, y cuando Ubayd tuvo constancia de lo que acontecía acalló

su verbo y pidió explicaciones. Yo callé fingiendo no saber nada y

entonces, la sirvienta con la que me había confabulado explicó mi esposo

cuanto allí sucedía aún a riesgo a exponerse a sus iras.

Page 28: Relatos Breves Premiados

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Ubayd quedó petrificado. Se levantó derramando la copa de vidrio

que sujetaba en la mano y acudió junto al ajimez del que emanaban los

sonidos emitidos por los dos amantes. Permaneció allí en silencio,

escuchando, con los ojos lubricados, a punto de derramarse y con el gesto

afligido. Pensé que en cualquier momento alzaría la voz, exigiría a los dos

amantes que salieran ante su presencia y los abofetearía hasta hartarse. No

pude evitar deleitarme con la imagen de Zaynab postrada en el suelo

recibiendo los azotes y el repudio de su padre. Pero nada aconteció de esa

manera. Ubayd permitió que terminasen y después mandó llamar a la

sirvienta que le había advertido de todo. Su rasurada cabeza transpiraba

copiosamente y en sus ojos encendidos se reflejaba el estado febril que

turbaba sus pensamientos.

—¿Quién es él? —preguntó con el semblante serio.

—El hijo de tu sirvienta —contestó la joven con voz trémula.

Ubayd demudó su expresión y evidenciando un gesto de

preocupación, llevó sus manos a su rasurada cabeza. Varias lágrimas se

deslizaron por sus mejillas y durante algunos instantes oró plañidero al

Clemente. Después se despidió de nosotras y se retiró a sus aposentos. A

mí me quedaba el consuelo de que al menos al día siguiente se

interpondría entre los dos amantes y aquella caprichosa niña dejaría de

hacer cuanto le placiera, pero tampoco sucedió de esa manera. Ubayd

fingió marchar al campo como hacía cada tarde y la joven Zaynab preparó

un nuevo encuentro a sus espaldas. Mi esposo no hizo nada por

impedirlo. Dejó que los amantes se encontraran y arrellanado junto al

arriate situado bajo el alfeizar del ajimez escuchó todo aquello que

acontecía en la habitación con el semblante contrito y las manos alojadas

en la suavidad de su testa afeitada.

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Pasaron las semanas y nada sucedió. Zaynab se encontraba con el

joven Yarir cada tarde y todos los días mi amado escuchaba atento cuanto

sucedía en aquella estancia. Al principio lo hacía contrariado, con el rostro

arrasado por la turbación. Después comenzó a recrearse en los placenteros

gemidos de su hija, y finalmente puedo decir que acudía cada tarde para

escuchar con deleite el sonido del amor que emanaba de aquella

habitación. La envidia me corroía al imaginarlo evocando el placer de su

amada Habba recreado en los goces de su hija y aquella situación me

asfixiaba cada día más.

—¿Acaso existe mayor dicha que sentir como propio el placer que

sienten todos aquellos que te rodean y a los que amas? —me replicó cierto

día ante mis constantes reproches. Pero aquella respuesta, lejos de acallar

la furia que me embargaba, la encendió como el fuego de una almenara

pues llevaba tantos años reclamando las atenciones de mi esposo y tantas

veces había sido apartada de su lado, humillada y vejada, que aquellas

palabras no podían sino resultarme tan amargas como la hiel.

Pasé meses tramando mi venganza, el modo de provocar que

aquella situación se torciera de una vez por todas, pero siempre que

tomaba una determinación la rechazaba al instante temiendo provocar las

iras de Ubayd. El destino sin embargo fue el que conspiró contra la

felicidad de mi esposo sin que yo interviniera en ello. La presión de los

rumíes era cada día mayor y era cuestión de meses que Al-Qannit cayera

finalmente en las manos de algún señor cristiano. El rey Lobo había

perdido todo su poder y hostigado había tomado refugio en su fortaleza

de Tudmír. Los almohades combatían desde el Sur y se habían hecho con

el control de la imponente fortaleza de Kunka, y los terribles al-Baskunas a

los que Ibn Mardanish había concedido estas tierras, realizaban algaras

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asolando toda la región. Por fin las autoridades aceptaron conceder un

rescate al despiadado Ibn Azagra para que protegiera nuestra ciudad de

las incursiones y en el botín se incluyeron tanto una buena cantidad de

dinero como algunos rehenes. Se buscaron personas respetables entre los

nuestros, y se aceptó que la hija de mi esposo fuera casada con un bárbaro

llamado Balask Ibn Ramiro, que servía a las órdenes de un adalid cristiano

llamado Furtun, Allah abomine de él. Nada pudo hacer Ubayd por

oponerse a ello. Los al-Baskunas habían sido alertados en su día por el Rey

Lobo de la tibieza de mi amado, y habían sido ellos mismos los que habían

realizado aquella petición.

—¿Qué harás ahora? —le pregunté un día azorada—. ¿Cómo crees

que se tomara el bárbaro que tu hija no posea ya la virtud que él anhela

para sí?

Ubayd no contestó. La noticia de la llegada de los rumíes lo había

sumido en la tribulación y la angustia. Durante días no probó bocado y

enfermó hasta quedar escuálido. Por la noche podían escucharse sus

lamentos y yo llegué a temer por su vida. Era el tiempo en el que los

halcones debían fecundar, pero Ubayd había descuidado tanto a los suyos

que de no ser por los sirvientes habrían muerto de hambre. Las mujeres de

la ciudad preparaban jarabes de cidra ácida traída de las huertas de

Balenciya, confituras de toronjas, y asistían al parto de sus vacas mientras

el frío azotaba las crestas serranas y penetraba atenazador entre los muros

de Al-Qannit en forma de fuertes nevadas que cubrían los tejados y las

torres del hisn con un blanco manto.

Cierto día Ubayd se levantó con energía renovada. Le habían salido

grandes bolsas en los ojos y su tez era calavérica, pero su mirada era

fulgurante y estaba rejuvenecida. El tiempo de las nieves había concluido.

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Las primeras manzanas aparecían ya maduras sobre las ramas de los

árboles, y las abejas preparaban celosas la miel con la que endulzarnos los

sentidos. La higuera de nuestro patio estaba repleta de tiernos frutos y mi

amado parecía haberse contagiado de esa rejuvenecedora energía, y a

pesar de su semblante marchito, parecía un hombre nuevo. A primera

hora de la mañana pidió que se presentara ante él el joven Yarir, el hijo de

su sirvienta y éste llegó hasta nuestra casa temeroso, con el rostro abatido

por la turbación. Yo misma también acudí al salón de nuestra casa,

deseosa de poder contemplar al fin la desdicha de la joven niña y

permanecí en uno de los rincones de la sala sin perder detalle de cuanto

sucedía. Los sahumerios emitían un perfumado olor a madera de agáloco

y en el patio se escuchaba el trasiego de las sirvientas andando de un lado

a otro preparando la comida y realizando las tareas domésticas. El

muchacho cayó de rodillas sobre la alfombra de lana en cuanto mi esposo

apareció en la sala y ocupó el lugar que le correspondía en su escaño sobre

la tarima. El zagal le suplicó entre aspaventosas zalemas como un reo que

pide misericordia tras recibir una sentencia de muerte. Su cabello crespo

cimbreaba ante los constantes contoneos de cabeza y sus dedos se

entrelazaban una y otra vez en un gesto nervioso. Ubayd no mudó el

rictus.

—¿Cuánto tiempo hace que visitas a mi hija en sus habitaciones

privadas? —preguntó con tono firme.

El muchacho se echó las manos a la cabeza consciente de que había

sido delatado y de que el castigo que le aguardaba iba a ser mayor del que

podría esperar. Yo, desde mi rincón, contemplaba la escena con el corazón

palpitante, deseosa de ver por fin la humillación de la joven Zaynab. El

chico musitó la respuesta sin que llegara a ser perceptible a mis oídos.

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—¿Tienes idea del daño que has causado? —preguntó mi esposo de

manera incisiva.

Yarir comenzó a lloriquear con la cabeza agachada y el rostro

arrasado.

—Sabes que vuestro amor es imposible. Tú eres el hijo de mi

sirvienta y ella jamás podría llegar a amarte. ¿Lo entiendes?

El muchacho levantó la cabeza. Su rostro estaba enrojecido y sus

ojos abultados.

—Ella me ama señor —expresó— y compone bellas moaxajas para

su amante anónimo que entra en su alcoba a hurtadillas —después el tono

de su voz se quebró y las lágrimas asolaron una vez más sus mejillas.

—¿Sabes que ha sido destinada a un noble señor de los nasara? —

preguntó Ubayd ablandando el tono de su voz.

El joven asintió con la cabeza mientras el ritmo de su respiración se

restablecía.

—¿Y qué crees que ocurrirá cuando Ibn Ramiro la lleve a su cama y

descubra que ha sido engañado? —cuestionó mi amado alzándose del

banco que ocupaba—. La matará a ella y después te ahorcará con tus

propias tripas. ¡Necio!

El joven se arrojó de nuevo sobre el suelo con las manos en la

cabeza suplicando perdón, lamentándose angustiosamente y jurando que

si Ubayd era clemente con él marcharía de Al-Qannit y no regresaría

jamás.

—Sí, esa debe ser tu pena sin duda —reflexionó Ubayd y yo sentí

que mi corazón daba un salto mientras mi boca saboreaba por fin la

victoria. Marcharás de Al-Qannit y nadie volverá a saber jamás de ti.

Desaparecerás de la faz de la tierra y te perderás en algún oculto rincón

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donde vivirás hasta que se cumplan tus días. Sólo así obtendrás mi

perdón.

El joven asintió con la cabeza mientras trataba de alzarse del suelo.

—¿La amas? —preguntó Ubayd antes de dejar que el muchacho se

marchara.

Yarir alzó la mirada del suelo con un gesto de sorpresa. Tenía el

rostro demacrado y la mirada perdida.

—Con todo mi corazón —expresó antes de sorberse los mocos y

limpiarse el rostro con un pliegue de la aljuba.

—Entonces harás cuanto te digo. Durante toda esta semana la

visitarás como es costumbre —le dijo, y el asombro invadió tanto el rostro

de Yarir como el mío propio—. Hablarás con ella y dirás que ha llegado a

ti la noticia de que cuando se cumpla justo una semana desde hoy Ibn

Ramiro vendrá a Al-Qannit para reclamarla como esposa, pues los

astrólogos han determinado que ese será un día propicio. Le dirás que ese

perro cristiano es un bárbaro y que su crueldad no alcanza límites.

Después la convencerás para que marche contigo y antes de que se cumpla

el tiempo prescrito huirás con ella de Al-Qannit sin que nadie lo sepa y

ambos desapareceréis de la faz del mundo. Nadie volverá a saber de

vosotros y nunca deberéis regresar a esta tierra so pena de veros

sometidos a las iras de los rumíes.

Quedé estupefacta al escuchar aquello. Sabía que la idea de que un

perro infiel poseyera a su hija corroía las entrañas de mi amado, pero todo

aquello rozaba la demencia.

—El Clemente os colme de favores mi señor —respondió Yarir

agasajando a mi amado con impetuosas y constantes zalemas—. No puedo

expresar mi agradecimiento ni satisfacer de modo alguno vuestra

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misericordia. Todo se hará según habéis estipulado. Que el Misericordioso

os proteja y cubra con sus manos.

Después abandonó el salón con los ojos cubiertos de lágrimas y el

corazón palpitante, mientras yo permanecí junto a mi esposo, estupefacta,

con el alma fuera de mí y el juicio alterado, con la rabia saliendo de mi

boca y la furia inyectada en mis ojos. Me acerqué hasta Ubayd y le golpeé

el pecho mientras plañía enrabietada.

—¿Qué piensas que harán los perros infieles cuando vean que has

engañado a su adalid? —le dije mientras le abofeteaba—. ¡Nos matarán a

todos! ¡Saquearán tu casa y nos matarán!

Ubayd me miró con la cólera encendida en sus ojos. Nunca antes lo

había visto alterado de aquella manera. Golpeó mi rostro y me tiró contra

el suelo.

—Aléjate de mi vista serpiente —me dijo y sus palabras me hirieron

como una daga afilada. Después quedé allí, arrellanada en el suelo, con las

mejillas cubiertas de lágrimas, lamentándome de mi desgracia. Sentí que

lo había perdido, que nunca más sentiría sus caricias, que nunca más mis

labios se encontrarían con los suyos. Me sentí repudiada y sospeché que la

desgracia se abatiría sobre todos nosotros, que el final estaba próximo. Esa

misma tarde una corneja negra como la pez sobrevoló el patio de nuestra

casa y supe que nada podía hacerse por evitar el terrible desenlace. Me

encerré en mis aposentos con intención de no salir jamás de ellos y pasé

allí toda la semana. Ubayd se había olvidado de mí, había renunciado de

manera definitiva a mi presencia. No acudió a visitarme ningún día, ni me

llamó a su tálamo. Cada noche decoraba mis uñas con alheña, masticaba

goma olorosa para perfumar mi aliento, frotaba mi piel con aceite de

almendras y mis axilas con cáscara de naranja, sombreaba

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34

cuidadosamente mis ojos con estibio, untaba mis labios con raíz de nogal y

peinaba mis cabellos perfumándolos con almizcle. Hasta Muzna, mi

sirvienta, realizaba sortilegios para animar los deseos carnales de mi

amado, pero todo era inútil porque mi esposo me había abandonado a la

amarga soledad.

Cuando se cumplió el tiempo supe por Muzna que Zaynab y Yarir

habían escapado durante la noche. A nadie pareció sorprenderle que mi

esposo se encerrara en sus aposentos y prohibiera que nadie hablara del

tema en lugar de movilizar a las autoridades de la población y organizar la

búsqueda. Supe a través de ella que habían escapado por el postigo del

Agua y que uno de los guardias, amigo personal de Ubayd, había abierto

la poterna para permitir la huida de los amantes. Nada más se supo de

aquello. Lo que sí se dijo es que los hombres de Ibn Ramiro se encontraban

frente a la puerta de Walmu desde primera hora de la mañana. Junto a

ellos estaba también la guardia del caballero Furtun y los hombres de Ibn

Azagra y todo parecía indicar que el rumor de la huida de la joven Zaynab

había llegado al campamento cristiano.

Pocas horas después del amanecer comenzaron a golpear con

fuerza la aldaba de la puerta de nuestra casa. Eran el al-qaid y las

autoridades musulmanas de la ciudad, así como el veguer de los rumíes,

que venían para comprobar que los rumores eran ciertos. Nadie les abrió.

Todos los sirvientes tenían órdenes de que nadie abriera las puertas de la

casa ni saliera al exterior. Poco después llegaron los perros nasara y el

ruido en la calle se hizo ensordecedor. Amenazaban con tirar la puerta

abajo y como nadie respondió a sus peticiones comenzaron a golpearla

dando grandes aldabonazos hasta provocar el crujido del alamud.

Page 36: Relatos Breves Premiados

35

Fue entonces cuando mi amado apareció en el patio de las

alhucemas con un cuchillo en la mano. Deambulaba de un lado a otro,

como un lobo herido. Temí por su vida porque pensé que cometería una

locura, que él mismo marcharía hacia la puerta y recibiría a Ibn Ramiro y

los rumíes dispuesto a blandir el arma contra ellos. Pero no, en lugar de

ello comenzó a recitar algunos versos de amor que venían a su cabeza de

manera salteada mientras agitaba temerariamente el arma de un lado a

otro, como si la demencia lo hubiera invadido. Después gritó con fuerza:

—¡Si ella ya no está a mi lado, ¿de qué me sirve la vida?!

Y alzando el cuchillo lo clavó sobre su vientre.

El mundo se detuvo ante mis ojos, y mi amado, mi esposo, mi

amigo, aquel por el que yo hubiera dado la vida, aquel cuyas caricias

habían encendido el fuego de una pasión infinita, cayó sobre el suelo,

derribado, aniquilado por las mismas personas a las que él juraba amar y

que en el momento más trágico de su vida ya no estaban a su lado. Yo lo

había amado como Zulaika a Yusuf de Canaán y ahora los anhelos de mi

alma se rasgaban como un velo de seda en manos de los perros rumíes. Yo

acudí junto a él, le arropé con mi abrazo mientras su cuerpo se sumía en

una lenta agonía y bese su boca consciente de que era la última vez que lo

hacía.

Sus labios sabían a sangre y su mirada estaba entornada como la de

aquel que quiere cerrar los ojos y sumirse en el sueño. Sus manos,

agrietadas por el tiempo se encontraron con mis dedos y los apretaron

hasta levantar en mí el dolor. Entreabrió la boca y vi sus dientes como

perlas coloradas, maquilladas por un siniestro tono cinabrio.

—A Allah pertenecemos y a él debemos volver. Recuerde el hombre

en los días de su vida —recitó susurrando—, que hacia la muerte va conducido.

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—Aunque se imagine que está quieto —le respondí continuando el

poema de Ibn Ezra que él había comenzado a citar—: se parece a un hombre

que reposa en un navío ¡pero va volando en alas del viento!

Entonces Ubayd sonrió entre angustiosos estertores. Lo hizo antes

de que le ayudara a pronunciar la sahada y tranquilizar sus labios con la

yema de mi dedo. Estoy segura que en aquel preciso momento me hubiera

besado, pero la muerte se apoderaba ya de sus facciones, y un resuello

prolongado dio paso al silencio, a la desdicha, al dolor. Sentí como mi

pecho se partía, como la respiración me faltaba, como el intenso aroma de

las alhucemas ahogaba mi garganta… y como mis ojos se desbordaban

mientras mi lengua se desataba en azalás suplicantes que adquirieron el

tono de un angustioso plañido. Rasgué mis vestiduras hasta desnudar mis

senos, y luego los golpeé con fuerza atormentada por el dolor y la perdida

irremediable. Nada me importó que los perros al-Baskunas derribaran la

puerta de nuestra casa arrancándola de sus alguazas hasta penetrar en el

zaguán y saquearlo todo a su antojo. No sentí nada cuando ese bastardo

de Ibn Ramiro, Allah lo confunda, me despojó de lo que quedaba de mis

vestidos y apretó mis carnes con sus sucias manos. Nada sentí. Tantos

hombres pasaron ese día por mi cuerpo que lo dejaron lacerado,

enrojecido, escaldado. Lo llenaron de mordidas y cortes, como si una

jauría de lebreles rabiosos hubiera pasado por encima mío. Después me

abandonaron en el lodo de un albañal, junto a la serrada muralla, riéndose

de mí desde el adarve, abandonada a mi destino y a mi trágica suerte,

desposeída de lo que más amaba, que no eran nuestras propiedades, ni

nuestros criados, sino mi esposo Ubayd y el olor perfumado de su piel

agrietada por el tiempo.

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Escuché una voz desde la muralla. Lo recuerdo bien. «Mirad ahora

a la perra de Ibn Bediz» decía repetidamente, y en ella reconocí a Mazmat

Ibn Hebel, al que todos llamaban Gorab por sus constantes graznidos, un

tornadizo delator oriundo de Guad-Meka que había penetrado en nuestra

casa conduciendo a los hombres de Ibn Ramiro, ojalá Allah al-Aziz1 haya

maldecido aquella acción y abominado de él; y alertada por su tono

horrísono desperté a la realidad de miseria y desconsuelo que me ha

acompañado desde ese día, ese día fatídico que había comenzado como

una enfebrecida ensoñación la noche que la luna amarfilada había bañado

las alhucemas de nuestro patio mientras Habba, la favorita de mi esposo

agonizaba tras dar la vida a aquella que sería la causante de nuestra ruina.

Pero… ¿por qué arriban todos estos recuerdos a mi mente justo

ahora? ¿Por qué provocan que mi cuerpo se estremezca, que mis lágrimas

inunden mis ojos? ¿Por qué se repite esta tortura una y otra vez? ¿Por qué

mi cabeza se convulsiona mientras la algarabía continua inmutable en el

zoco, sin que nada la perturbe? ¡Oh Clemente Todopoderoso!. Tú me

dejaste —pronuncian mis labios incontrolados evocando versos que se

pierden arremolinados en mi cabeza—, y yo me he quedado, triste, amándote.

Una chillona voz procedente de un puesto de especias me devuelve

de mi ensimismamiento. Una mujer rolliza de cabellos dispersos y níveos

llama la atención de manera incisiva sobre la alcaravea y la galanga

picante que asegura han sido traídas de las mismas tierras del Profeta,

Allah lo bendiga y salve. Me siento aturdida, mareada, golpeada por el

pasado y este sol plomizo que me abate... ¿Qué me ocurre? ¿Por qué me

siento así? ¿Por qué me abordan mis recuerdos de esta manera? Es ese

1 El Todopoderoso

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olor… Ese olor a alhucemas que brota de los puestos de los herbolarios…

Es ese olor…

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Lugares que Aparecen Citados en el Texto

Al-Banu-Razín – Albarracín (Teruel). Al-Qannit – Cañete (Cuenca). Balenciya – Valencia. Guad-Meka – Valdemeca (Cuenca). Kunka – Cuenca. Qurtuba – Córdoba. Tudmír – Murcia. Walmu – Huélamo (Cuenca).

Vocabulario AL-BASKUNAS – Vascones. Nombre dado por los musulmanes a los habitantes del Norte peninsular. ALAMUD – Barra transversal que reforzaba la puerta a modo de tranca. ALGALOTA – Sobrevesta. ALGAZÚA – Incursión realizada con intención de saqueo. AL-GURFA – Apartado donde se encuentra la cama dentro del dormitorio. ALSERBERGO – Lóriga de tiras de cuero y anillas de hierro. ATARJE – Canalización que conduce las aguas al sumidero. DJARIA – Esclava que es utilizada como concubina. HISN – Fortaleza. HULLA – Traje de gala utilizado por los musulmanes. IRD – Honor de mujer. JIMAR – Tocado común con el que las mujeres cubrían su rostro. JUBBA – Túnica árabe. KOHL – Sulfuro de Antinomio. KUFIYA – Gorro de lana. MAQBARA – Cementerio. MUMISAS – Celebradas danzarinas dedicadas a las artes musicales y amatorias. MUNAYYIM – Astrólogo. NABID – Vino. NASARA – Cristianos.

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NUBA – Composición melódica de contenido profano o místico que proliferó especialmente en Al-Andalus. QABILA – Comadrona. QANUM – Instrumento oriental documentado ya en el siglo X y considerado por los especialistas el antecesor de la cítara medieval. QAYNA – Cantora profesional. RUMÍES – Cristianos. SAHADA – Profesión de fe islámica. SAWSAN – Lirio. SAYYID – Título utilizado por los príncipes de la dinastía almohade, concedido también a algunos poderosos señores cristianos que operaron en Al-Andalus. TAWHID – Regla almohade que acometía contra la relajación de costumbres de los almorávides y los andalusíes y que inculcaba la absoluta unicidad de Alá. WARD – Rosa.

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Nota Histórica

En el año 1172 se produjo la muerte de Ibn Mardanish, rey moro de Murcia y Valencia. Su caída supuso el golpe definitivo que permitió a los almohades dominar todo el sector musulmán de la Península Ibérica. Pocos años antes, el “Rey Lobo” había cedido la ciudad de Albarracín y un amplio territorio a su fiel colaborador cristiano Don Pedro Ruiz de Azagra, que erigió en la zona un señorío independiente desde el que realizó numerosas cabalgadas por toda la serranía conquense aprovechando el vacío de poder en la región. Los almohades por su parte tomaron en ese mismo año 1172 las ciudades de Huete y Cuenca y extendieron su influencia sobre los sectores musulmanes anteriormente controlados por Ibn Mardanish en la serranía conquense. Este período oscuro caracterizado por la falta de un poder concreto sobre la región, y quizá por los distintos cambios de mano de algunas de las fortalezas serranas, finalizó pocos años después con la toma definitiva de Cañete por caballeros navarros y con la posterior conquista de Cuenca, acaecida el 21 de septiembre de 1177, en la que participaron Azagra y otros muchos caballeros procedentes de Cañete y de las comarcas lindantes.

Personajes Históricos Citados en el Texto Furtun [Fortún de Tena] – Caballero navarro que participó en la conquista de parte de la serranía conquense. Malvendió Huélamo y otras propiedades a Pedro Ruiz de Azagra en el año 1175.

Ibn Mardanish [Abu Abdala Muhammad Ibn Saad Ibn Mardanish] – Más conocido como el “Rey Lobo”. Señor de Murcia, Valencia, Játiva y Denia, y rey de toda la parte oriental de Al-Andalus (1146-1172). Era de origen muladí. Enemigo acérrimo de los almohades, especialmente conocido por su afinidad hacia las costumbres cristianas y por el uso de mercenarios castellanos, catalanes y navarros entre sus tropas.

Ibn Azagra [Pedro Ruiz de Azagra] – Señor de Estella, Gallipienzo y Tudela. Señor también de Mocejón en 1166, recibió en torno al año 1170 el señorío de Albarracín de manos de Ibn Mardanish que gobernó de manera independiente hasta su muerte en 1186. Fue el conquistador de Cañete y participó en la toma de Cuenca. Recibió también el señorío de Daroca (1177-1178) de manos de Alfonso II.

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La Lóbrega Danza de

Cerezuela y Doña Elvira

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Miguel A. Badal Salvador

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PREFACIO

Osma, 19 de Mayo de 1430

La portada de la catedral estaba repleta de pordioseros y

pulguientos transidos que, azarosos, impetraban a los prebostes

catedralicios tras la celebración del oficio. Don Juan avanzó entre ellos con

firmeza, intentando no dejar ablandar su corazón entre tanta malandanza.

Los misacantanos que le acompañaban tendían algunas pallofas a los

miembros sucios y descarnados que por todos lados trataban de darles

alcance, al tiempo que el obispo cedía resignado su mano dejando que

aquellos miserables acariciaran con sus cerúleas bocas su anillo episcopal

mientras sus sirvientes espantaban el mosquerío con aventadores y

flabelos. El día se había levantado mustio; cerrados nubarrones cercaban al

astro solar y un fuerte viento soplaba abatiendo las florecidas arboledas de

la campiña.

De pronto el prelado se vio abordado. Trató de andar con presteza,

pero se encontró con las piernas trabadas. Una corcovada octogenaria le

suplicaba desde el suelo con las manos aferradas a sus tobillos, mientras el

sorprendido obispo trataba de repoyarla con bruscos ademanes.

—Merçed senyor usía, vos lo suplico.

La mujer hedía a cebolla y ajos. Se hallaba arropada con una frisa

roída a través de la cual se entreveían sus carnes flacas y níveas, y sus

senos exprimidos. Tenía el rostro repleto de pústulas y forúnculos que a

tenor de la fetidez que exhalaban habían sido untados con excrecencias de

puerco. Sus brazos, descarnados y macilentos, estaban repletos de llagas y

postillas. Don Juan tuvo que sobreponerse acuciado por el pudor que

despedía la mujer y por la terrible imagen de su rostro agrietado, y tras

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agitar con la mano el enjambre de moscas que la escoltaba, le tendió los

nudillos para ofrecer su sello de obispo. La mujer se entregó con un beso

prolongado, estrechando aún más el abrazo hasta provocar que Don Juan

se viese abordado por una angustiosa sensación.

—¡Vete de aquí vieja bagassa! —gritó uno de los coronados mientras

la apartaba del mitrado asida de los cabellos atestados de piojos.

—¡No! —gritó ella con energía—. !Senyor, ave merçed de mí!

¡Escuchadme ilustríssimo vos lo ruego! He de deziros cosas que han de ser de

grand utilidad para vos.

Cuando la escolta la hubo apartado a pocas varas, Don Juan se

mostró más concesivo.

—Dexadla que fable —ordenó a sus sirvientes levantando la palma de

la mano con aire ceremonioso.

El que la sujetaba de los pelos obedeció rigurosamente tras propinar

a la mujer un puntapié en las ijadas. La andrajosa se irguió con altivez,

pero sin atrever a levantar sus rodillas del suelo.

—He de deciros cossas de grand proveza para vos —repitió de nuevo.

—Fabla muger syn temor.

La mujer tragó saliva y enturbió la mirada antes de pronunciar

palabra.

—He visto vuestra muerte —dijo con la voz reseca en un tono

lóbrego.

Inmediatamente los canónigos y los sirvientes que acompañaban al

obispo comenzaron a golpearla de forma desmedida.

—¡Puta! ¡Hechizera! ¡Agorera! —gritaban todos al unísono—Vete de

aquj fija de Belzebup.

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—¡Apartalda de mí! —gritó desabridamente Don Juan— Que nada

quiero terner con encantadoras nim con adoradoras del Malino.

La orden fue respondida con una lluvia de golpes brutales y

patadas; pero la anciana, en lugar de caer abatida, sacó fuerzas de flaqueza

y aferrándose al balandrán de uno de los misacantanos, lo empujó hasta

volcarlo sobre el empedrado. Después, como si el mismo Diablo inflamara

su parca musculatura, se encaró a los demás con la furia inyectada en sus

ojos. A dentelladas y arañazos, como una gata rabiosa emergida del

tártaro, se abrió paso hasta el obispo; después lo tomó por la estola que

sobresalía por debajo de la casulla y lo atrajo para sí con violencia. Don

Juan palideció de golpe, temeroso no de lo que aquella vieja pudiera

hacerle, sino de la aureola malévola que parecía nacer de su mirada

encendida.

—Merçed Don Juan –insistió ella con un susurro visceral—, tenedes

motivos porque fazello, pues sei quien sos e non ay mentira en las mjs palabras.

El obispo titubeo antes de responder.

—Yo soi Juan de Luna, obispo de Oxama, e tú, muger, farias bien en

cuydarte de lo que fablas, pues commo non de balden dizen las gentes, grand

prudencia es dominar la lengua.

La mujer risoteó mostrando su hedionda sonrisa helgada y sus

encías amarillentas.

—Sabe bien senyor usía que vuestro apellido no es Luna synon

Zerezuela... —señaló la vieja antes de que uno de los coronados la aferrase

por el cuello y comenzase a apretar sus pulgares sobre su yugular.

—¡Déxala fablar! —exclamó el obispo todavía más pálido al

comprobar que la mujer conocía su origen.

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La agorera se sacudió la saya aturdida y carraspeó antes de acercar

su apestante boca al oído del epíscopo.

—Vos non sos hermano del condestable Don Álvaro synon de madre, e

vuestro padre fue Don Njculás de Zerezuela, adamado Alcayde de la villa que

llaman de Canyet. ¿Digo acaso mentira? —acabó preguntando con sorna.

—¿Commo conosçes essas cosas? —preguntó Don Juan atezado por el

miedo que aquella mujer le provocaba y con todo su vello enhiesto.

—Yo conosco a vuestra madre dende que estaba embaçada de Don Álvaro

—confesó por fin la anciana mientras se espulgaba los cabellos con sus

uñas quebradizas—. Venía siempre a Moia de do soi naçida porque le echase las

cartas.

—Mi madre fue buena cristiana e catholica —respondió el mitrado

sintiendo que la memoria de su progenitora había sido corrompida con

aquellas palabras— et non catava en estrellería y en adivinas enfalsarias.

—Non dubdo que vuestra madre prestase granado seruiçio al

Todopoderoso —respondió la moyana con una aviesa sonrisa dibujada en

sus labios—, mas siempre fue muxer çelosa de los suios et por quanto a la familia

della pudiera acontecer en tienpos venideros. Io mesma le dixe una vegada que con

grand favor de Don Álvaro habríais de ser ome de provecho.

Don Juan tornó el gesto y volcó su cabeza sobre la visionaria.

—Dime entonçe qué es esso que has de dezirme —solicitó mientras

trataba de sobreponerse a la fetidez que el enjuto cuerpo de la vieja emitía.

La serrana sonrió de nuevo luciendo sus despobladas encías al

tiempo que un brillo siniestro parecía decorar su mirada.

—He visto vuestra muerte —repitió regodeándose en la entonación

de la frase—. Sonné con ella —continuó tras inspirar ostentosamente una

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bocanada de aire y emitirla de manera susurrante—. ¡Quándo la tierra

tiemble sabed que avrá de venir vuestra ora!

El prelado estaba perplejo, aterrorizado por los aspavientos que la

anciana realizaba mientras parecía desfallecer ante el recuerdo de la visión

de su propio fenecimiento. El cuerpo entero se le estremeció de arriba

hacia abajo de sólo imaginar lo que podría estar pasando por la cabeza de

aquella tenebrosa mujer.

—Procacissimo demone —susurró uno de los sacerdotes intuyendo

que la vieja se hallaba poseída, sin lograr interrumpir el diálogo que

obispo y agorera mantenían, al tiempo que los demás misacantanos

asentían convencidos.

—Guardaros… –continuó la anciana esta vez con voz de

ultratumba— Guardaros de alçar la spada, pues quando lo fagáis vos mesmo

seréys abatido por vuestros enemigos.

Sentenciada la profecía, la mujer calló de rodillas sobre el

adoquinado, tan exhausta como si hubiese estado laborando en el campo

de sol a sol, y una vez más buscó con sus retorcidos dedos la candidez de

la mano del obispo. Éste se venció sobre ella, pronunciando con voz altiva,

ante la mirada atónita de los coronados y sirvientes:

—Muger nada creo de quanto dizes et so contrallo a la estrellería. Yo so

epíscopo de Oxama y buen christiano e nada puedo creer que sea malefiçio nim

venga de la bestia percodida.

Con un suave movimiento dejó colgada su mano derecha y la vieja

la tomó para besar nuevamente el anillo. Después, Don Juan dejó deslizar

una moneda desde su mano a la de la moyana sin que ninguno de los

presentes se percatase del gesto. Cuando se hubo alejado, la mujer abrió la

temblorosa palma y descubrió su premio, un reluciente maravedí tan

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nuevo que parecía recién emitido. Susurró algo incomprensible al

contemplarlo y se escabulló entre la jauría de pordioseros.

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La Vega de Granada, 1 de Julio de 1431

El suelo parecía atronar ante la marcha de las cabalgaduras y las

bestias. Una densa polvareda se elevaba hacia los cielos sorteando las

encrespadas montañas que parecían confabularse contra el ejército de

Dios, bloqueando su paso en el camino a Granada. El obispo Don Juan de

Cerezuela, con el rostro desteñido y los cabellos inundados en sudor y

aplastados por la cofia metálica, frenó su montura sobrecogido por el

tremebundo bramido. El animal adelantó la pezuña temeroso y los

propios ojos del mitrado se clavaron sobre el suelo dudosos de su firmeza,

convencido como estaba de que en cualquier momento podría abrirse la

tierra y engullirlo junto al resto de la mesnada.

—Non tema monsennor ilustríssimo —expresó Don Gutyerre de

Porcuna— es mucho dubdoso que la tierraa treme dos vezes en vn solo día.

Don Juan miró de soslayo al caballero y dibujó una fingida sonrisa

que no trascendió más allá del yelmo que revestía su rostro. Don Gutyerre

era pariente de Don Luis de Guzmán y un preboste de la Orden de

Calatrava. Tenía aires de prestancia y mesura con la bellida barba,

finamente cuidada, repoblando el almofar; pero a ojos del obispo era tan

sólo un estulto que confiaba más en la benevolencia divina que en el acero

de su espada. Llevaba al cuello un relicario de marfil con tierra en la que la

Santa Virgen había derramado su leche durante una de las tomas del niño

Cristo, y un atado con diversos artejos de los santos Mauro, Largio y

Marigno a los que se encomendaba reiteradamente al tiempo que

besuqueaba la cruz bermeja recamada en su sobreveste.

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—Nunca se sabe quál es la voluntad del Todopoderoso —corrigió el

obispo—. Sj Él quisiese faría cubrir el sol lo mesmo que fizo esta mannana que la

tierra tremiese. Non olvide su usía que quien no ha miedo no faze buen fecho.

Apenas terminó la frase los hombres se vieron alertados por el

horrísono griterío de un loco que recorría a grandes zancadas las primeras

filas de la batalla berreando a viva voz. Don Juan hizo avanzar su bestia

hasta divisarlo con la mirada y pronto reconoció al desatentado. Era

Garçia Carrasco, un pulguiento sacerdote, cormano suyo por parte de

madre y oriundo también de la villa de Canyet, al que había traído

consigo desde las sierras de Cuenca. El perturbado vestía una camisola de

estameña blanca que le cubría el cuerpo hasta las rodillas, colorada por la

sangre de a cuantos había auxiliado en el campo de batalla y tan roída y

rajada que le colgaba a jirones. Tenía la barba crecida y las orejas

sobresalían de su cabeza revestidas de un tono añil muy semejante al de

su calva tonsurada. Era desdentado, aguileño y tenía el rostro salpicado de

viruelas. Con el cuello contorsionado y la faz grotescamente decorada por

un ramal de arrugas y un ojo tan seco como el estío, parecía un

endemoniado brotado de las profundidades del mismo purgatorio de San

Patricio.

—¡Mortificamini! ¡Djos todopoderoso nos a abandonado! —gritaba

encolerizado y sin duda espantado por el espectáculo de sangre y muerte

que sus ojos habían contemplado en la Vega, al tiempo que un escalofrío

retorcía la firmeza de la espalda del obispo—. ¡Hordenad a los omes que

guarden las armas y regresen al real o la desgracia ha de caer sobre todos nosotros

syn dubda!

Don Juan lo contempló con el entrecejo enarcado mientras percibía

la rigidez de su propio vello erizado. Primero el suelo había temblado

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como si los mismos demonios y los hijos del averno hubiesen pretendido

aflorar a la tierra. Ahora aquel majadero profetizaba malaventuras para

los suyos como si algún moro infiel le hubiera sorbido los sesos. ¿Qué

estaba ocurriendo? ¿Acaso no habían abrazado la Cruz de Nuestro Señor

con el único propósito de expulsar a la morería de las tierras castellanas?

—Guardaos ilustríssimo de la brega, que perro que lobos mata lobos le

matan —alertó el extasiado dirigiéndose al prelado osmense.

Don Juan sintió el terror desordenando sus entrañas en las que la

pitanza del almuerzo parecía descomponerse entre los zumbidos de su

palpitante torso. La sibilina voz de la anciana que se había adherido a los

flecos de su casulla a las puertas de la catedral de Osma tiempo atrás, se

deslizó serpenteante en sus oídos. «He visto vuestra muerte» la escuchó

naciente entre sus pensamientos. «Sy alçáis la spada seréys abatido» insistió y

Don Juan sintió como la frialdad de la tumba se agazapaba en su

estómago al tiempo que su cabeza recordaba un proverbio que Don Pedro,

párroco de Santa María de Canyet, solía repetir en su mocedad: «Quien de

la culebra está mordido de la sonbra se spanta».

—¡Djos nos a abandonado! —repitió la voz del desdichado Garçia esta

vez ahogada por sus propios sollozos—. Guardaos ilustríssimo que bien dizen

las gentes que Abbat e balestero mal para feligreses.

Don Juan atisbó la lejanía y presenció el espectáculo de la Vega

granadina repleta de marjales, cármenes y huertas. Una densa polvareda

se elevaba entre los olivares delatando los movimientos de la caballería

nazarita. El obispo imaginó a los esbirros de El Cojo volteando sus jinetas,

montados sobre las grupas de sus temibles bestias berbermes en medio de

un mar de pendones azules y lunas plateadas, aguardando a los hombres

de su hermano. El combate se había iniciado a primera hora de la mañana

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después de que las peonadas de Ledesma y Niebla se negaran a combatir

con un nutrido grupo de moros que los habían cercado durante una de las

escaramuzas. La vanguardia castellana, dirigida por el condestable Don

Álvaro, había divisado la contienda desde la lejanía y había acudido con

presteza en auxilio de sus leales. Los nazaríes, arrojados sobre los

castellanos con gran denuedo, se habían visto al poco rodeados e

impelidos a presentar batalla a campo abierto recibiendo en poco tiempo

abundantes refuerzos provenientes de los palenques levantados por la

morisma en las cortijadas de la Vega. Cerezuela había quedado al mando

de la retaguardia, a cargo de los fardajes y la acemilería, y de un

provechoso número de caballeros y artilleros que ardían en deseos de

descender a la Vega en busca de honra y prestigio para sus blasones.

El obispo había evitado en todo momento entrar en combate

atezado por el temor que le ocasionaba el tremido de la tierra con las

primeras luces de la alborada, pero ahora se hacía inevitable intervenir en

la brega. Las noticias que llegaban del campo de batalla alertaban de la

retirada de las tropas del rey Ysquierdo. Su hermano Don Álvaro y el tropel

de sus mesnadas habían aguijoneado las filas nazaritas y dirigido sus

pendones hacia el corazón de la hueste granadina arropados por la fiereza

de Abenamar y su guardia morisca que defendía los intereses de los

castellanos. Dispersado, el ejército moro huía hacia las alquerías y

almunias, buscando el cobijo de las montañas o de los muros de los

arrabales de la capital nazarí, acantonándose muchos en los reales que

habían levantado flanqueando los accesos a la Puerta de Elvira. Don Juan

estaba pesaroso, azotado por un ramal de nervios que provocaban un

gélido temblor por todo su cuerpo. El obispo no era un cobarde. Antes de

recibir la consagración había calzado la espuela a edad temprana y servido

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en el ejército castellano como mariscal y capitán, lo que le hacía conocer

los pormenores de la guerra. Había recibido entrenamiento militar en el

patio de armas del castillo de Canyet de la mano de su propio padre, a la

sazón Alcayde de la fortaleza, y se decía en el real que era tan diestro en la

monta como el mejor de los caballeros de Castilla. Sin embargo, aquel

temblor de tierra lo perturbaba y las palabras de la anciana se repetían una

y otra vez en su cabeza. ¿Cómo podía haber sabido aquella pordiosera que

la tierra temblaría justo el mismo día en el que posiblemente se iba a ver

obligado a empuñar la espada? ¿Por qué se empeñaba de igual modo su

amigo y pariente Garçía en que se diera orden de retirada cuando la

victoria estaba tan cercana? Su corazón ardía en deseos de ver el

descalabro de los infieles, deseaba estar en las primeras filas cuando los

estandartes de Castilla y el pendón de Sevilla tremolaran junto a los recios

muros de la ciudad de Granada, pero el terror le impedía menearse.

—Creo que será bien avançar por esse camino y Dios guiará nuestros

pasos fasta la mesma puerta de Elvira —señaló Don Gutyerre indicando la

dirección que el ejército habría de tomar.

Alfonso Téllez asintió con la cabeza convencido de que eso era lo

que había que hacer. Era éste uno de los hombres más importantes del

reino, señor de Frechoso y propietario de Belmonte.

—Sy nos asentamos ante la puerta podremos acercar con buena industria

las bonbardas e los engenios fasta los muros —corroboró uno de los ingenieros

que acompañaba a los prebostes, más esperanzado en la posibilidad de

iniciar un cerco a la ciudad que de dar caza a la morisma que se repartía

por los cármenes de la Vega.

Un sinuoso repeluzno contrajo el espinazo del obispo que

sorprendido observó como su órgano palpitaba con contenida furia

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cuando el nombre de Elvira era pronunciado. ¿Sería allí donde habría de

encontrar la muerte tal y como la anciana le había profetizado a las

puertas de la catedral osmense? Tal vez sus hombres se vieran obligados a

entrar en combate y su mano, de manera irremisible, no tuviera más

remedio que empuñar la espada. ¿Qué trágico destino les aguardaba en

aquella siniestra jornada? Una desazón sobrecogedora se apoderó de sus

adentros y sintió el frío hálito de la muerte susurrando contra su nuca.

—Elvira —musitó inteligiblemente Cerezuela con profundidad,

como si expiara su alma en un susurro con aquellas palabras que parecían

dictadas por la misma boca que había profetizado su descalabro—. Larga

me la levantáys, pues ella ha de ser mj muerte e mi fossar —y contempló la

imagen de la parca traspasando el umbral de la puerta granadina montada

sobre un sobrazano corcel zaino que rezumaba vapores incandescentes y

piafaba decoroso al son de los añafiles y atabales. La mortecina estampa

observaba impertérrita la imagen de la Vega con sus cuencas vaciadas al

tiempo que la tenue brisa abrazaba los escasos cabellos dispersos de su

calavérica testa repleta de calvas y oquedades. Por su cuello trepaban

lombrices y helmintos al tiempo que su boca regurgitaba hediondeces de

las que emanaban tábanos y moscardones de colores brillantes. Don Juan

tembló de los pies a la cabeza al imaginarla de esta guisa y supuso que el

mellado mandoble repleto de herrumbre que la siniestra portaba apoyado

sobre sus afiladas clavículas estaba destinado a su cerviz.

—¿Avançamos? —preguntó confuso el preboste calatravo al ver el

gesto exánime de Don Juan.

Cerezuela tembló con los ojos vidriosos a punto de derramarse.

—Fagámoslo —susurró resignado mientras su corazón explotaba

inflamado a un tiempo por el terror y los ardientes deseos de acercar su

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pendón hasta las mismas puertas de la ciudad granadina. No había

posibilidad de retorno, y la realidad se le antojaba infranqueable.

Entregaría su vida si era preciso por la Cruz y por Cristo, abrazando la

palma del martirio con el consuelo de tener garantía de su propia

salvación gracias a la bula sellada por el papa Martín que abría las puertas

del cielo a todos los que cayeran durante la cruzada contra los moros.

La cáfila de carros y bestias comenzó a moverse con presura al son

de tubas y atambores, ocultando con la algarabía de las pezuñas

golpeando contra el suelo y el traqueteo de las ruedas los lamentos de los

soldados hastiados que querían eludir el combate, todavía atribulados por

el temblor de tierra que a primera hora de la mañana había dado al traste

con una buena parte de la albarrada del real y sembrado el caos entre las

mesnadas castellanas. Los ballesteros se adelantaban corriendo hacia las

primeras ringleras, mientras que lanceros y alabarderos, embutidos en sus

candentes libreas recamadas con cruces e insignias concejiles, se movían

resignados con paso cansino temerosos de tener que cruzar sus rejones con

los de los hijos de Sarraz.

Entre un griterío poco apropiado varios escapulados armados con

estadales trasladaban sobre unas parihuelas un baúl que contenía diversas

reliquias de San Pedro de Osma, patrón catedralicio del burgo soriano,

que era especialmente venerado por sus hombres y cuyo cenotafio se

ubicaba en la capilla de “El Sacramento” de la metrópoli osmense. Junto a

los mismos, un prebendado enfrascado en una casulla de damasco

cárdeno arrojaba bendiciones sobre la hueste y lanzaba convulsos

hisopazos mientras alzaba su mirada de místico y rezalatines arropada por

las fumaradas que brotaban de los incensarios de latón empuñados por

sus acólitos. Tras ellos quedó Garçia, encomendándose al arcángel San

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Gabriel, extático, con las raspadas rodillas clavadas en tierra, con la cara

inundada de lágrimas y con las palmas de las manos unidas y elevadas

hacia el cielo, suplicando clemencia mientras las moscas revoloteaban a su

alrededor convocadas como la feligresía en la puerta de la catedral tras la

misa dominical.

Don Juan giró la mirada para contemplar a su cormano antes de

que sus pensamientos descendieran hasta el abismo de sus propias

remembranzas. Ante su mirada emergió el bello bastión de su villa natal,

cuyas laderas se hallaban cromadas de marengos arbustos y aceitunados

yerbajos, y su mirada fulgurante recorrió cada una de las viejas calles por

las que de chico había corrido y jugado mientras sus latidos se

embadurnaban de una pesada nostalgia que abotargaba hasta el propio

movimiento de su engualdrapado garañón. Su vista se clavó de pronto en

el cuerpo bien formado de su querida madre, parada como tenía

costumbre en el mismo umbral de la puerta, con su poblada cabeza

coronada por la arcada de la fachada como la de una santa curtida por la

vida, y con los brazos en jarra demostrando el carácter de la Serranía.

Percibió el abrazo senil de su progenitora y sus manos se empalagaron

recreando la caricia de sus sedosos y abundantes brazos como si un simple

niño de teta tratase de encontrar el calor de su madre.

El caballo frenó la marcha de súbito sin que Don Juan fuera capaz

siquiera de reaccionar. Presagió que cada paso que daba, que cada

movimiento que hacía, lo acercaba cada vez más hacia su inevitable

destino, hacia su propio final. «Seréys abatido por vuestros enemigos» repetía

la voz de la vieja una y otra vez mientras las carnes del mitrado se veían

ateridas por un frío de ultratumba. Y Don Juan comprendió que tenía

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miedo y que habría dado hasta el último ducado de su casa por poder

abrazarse a su madre en aquel momento.

—¿Os encontráys bien monsennor ilustrísimo? —preguntó Don

Gutyerre de Porcuna sin percibir la humedad que había aflorado en la

clara mirada del epíscopo.

Don Juan reaccionó al instante poniendo al animal en marcha.

—Non sucede nada —dijo con total naturalidad, sin prestarse

siquiera a dirigir sus ojos hacia el calatravo—. Sólo lamentome por ver el

combate dende la reguarda syn poder facer nada contra los roynes de Mahomad.

—Quiça debiéramos correr hazia los montes en pos de esos adiablados —

sentenció Don Alfredo de Aljarafe, uno de los más notables caballeros de

Santiago, mientras espantaba con la mano una nube de mosquitos que

revoloteaban a la altura de la cabeza de su cabalgadura.

—Avançar hazia los reales es lo que debemos fazer e lisiar a esos perros

infieles mientras furtan a las sus villas —replicó Don Gonzalo de Zúñiga, a la

sazón obispo de Jaén, que ardía en deseos por participar en la lid.

Tanto Don Juan como Don Alfredo observaron al inesperado

interlocutor. El obispo era un experimentado batallador y un frontero que

se las había visto con los moros en numerosos lances. Los mismos

cristianos habían sido destinatarios de su ira puesto que Don Gonzalo

había resistido con las armas ante los dignatarios de Roma, que lo habían

destituido del cargo de obispo plasentino acusándolo de benedictista

tenaz antes de auparlo de nuevo al reclinatorio jienense. Vestía un

flamante jubón de malla cubierto por una sobreveste recamada con su

blasón, aunque llevaba la tonsurada cabeza al descubierto, con la ballesta

apoyada sobre el hombro como si fuera un simple soldado de guardia,

montado sobre su caballo bayo de floreadas cernejas, aspecto monstruoso

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y formidables hechuras. Tenía el estatuario rostro esculpido por

abundantes cicatrices y un costurón que lo atravesaba de parte a parte, así

como una mirada profunda viciada por unos párpados gruesos y

legañosos bañados por el sudor y el polvo levantado por la refriega. «Es

un sandio poco juycioso», le había dicho de él su hermano Don Álvaro al

presentarlo durante el alarde sin que sus palabras apostataran de la

profunda amistad que parecía unirlos.

—Vuestro hermano no speraba que la muzlemia se prestase a entablar lid

en campo abierto —señaló el obispo jienense sin tapujos—. Nuestros

atajadores ynforman que sy bien los nuestros tyenen el triunfo all alcançe de la

mano, son muchos los moriscados que aguardan en los reales. Y non ha de ser

bueno ir por lana e bolver tresquilados. Sola mente tomando los reales abriremos el

paso hazia Elvira y quebrantaremos las añagazas de los moros.

Don Juan escuchó interesado cuantas palabras pronunciaba el

aguerrido Don Gonzalo del que solían decir las malas lenguas que no

abandonaba la ballesta ni durante la celebración de la Santa Misa.

Mientras su hermano demostraba su gallardía en Atarfe, una marea de

agarenos inundaba las alquerías de la Vega acantonándose en los

palenques que habrían de frenar el avance de la mesnada castellana.

—El tienpo corre en contra nuestra —dijo un trujamán que

acompañaba al grupo—. Los moros son astutos en la guerra. Sy levantan

açitaras, los duechos vallesteros del Ysquierdo se farán fuertes en ellas y la hueste

gravemente podrá avançar hazia Gharnata syn sofrir grand matanza.

El obispo miró al lengua de soslayo, con aire de desconfianza. Era

un viejo enaciano con fama de facineroso y de elche renegado que muy

bien podía ser un agente de El Ysquierdo. Era menester tener cuidado con

aquellas gentes, pues la confianza era un bien que podía acarrear muchos

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males. Como solían decir en Castilla, «el diablo non es puerco et grunne», y

como su propio padre le había enseñado, «ninguna pestilençia non es mas

fuerte para empecer a omne que el enemigo de casa». Después permaneció en

silencio, incapaz de dar respuesta. Comprendió que debía llevar a sus

hombres hasta los reales de El Ysquierdo, que debía impedir cuando menos

que la morisma se reorganizara y dirigiera un ataque sobre el flanco de la

batalla de su hermano, pero la posibilidad de acercar su hueste hasta la

Puerta de Elvira hacia temblar su cuerpo de los pies a la cabeza. Aquel

nombre parecía maldito a sus oídos. El resquemor se apoderó de él y una

vez más presintió que allí habría de encontrar su trágico final.

Desconocedor de quién era la tal Elvira que había dado nombre a la puerta

granadina, no pudo evitar suponer sino que aquella tendría que ser la

funesta dama que habría de custodiar el frío y lóbrego portillo del tránsito

a la otra vida. Sintió los penachos de pelo mojado adheridos a su frente

mientras percibía el goteo del sudor fluyendo por distintos puntos de su

cuerpo a un tiempo. El pecho le punzaba una y otra vez y era capaz de

distinguir los pálpitos hasta de la última de sus arterias.

—El aire biene cargado —expresó el trujamán con su acento sureño

incitando a que los capitanes tomaran una determinación— Mui buenos

homes an sydo lisiados en la lid syn dubda.

—Por ende no ay tienpo que perder —expresó el santiaguista— vuestro

hermano podría se ver en apuros si los agarenos atacan desde los reales e las

murallas de la cibdad a un tienpo.

A sus espaldas se escuchaba nuevamente la insistente voz de Garçia

resonando como el aullido lastimoso de un perro apaleado.

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—¡Dios ques conoscedor e alcançador de todas las cosas nos a abandonado!

—papeaba tremuloso—. ¡Abandonad las armas e regresad a vuestras fogares!

Que no de balden dizen que zelo e yra menguan la vida del ombre.

—¡Fazedlo cayar de vna vez! —gritó Don Gonzalo de Zúñiga—

Primero el tremido y agora este rostrituerto. Sy esto sigue asín no ha de quedar

manferido alguno en la hueste.

—Dexad que fable —protestó el santurrón encrespado— que aue muda

non faze agüero.

Don Juan ni tan siquiera escuchó estas palabras. Sus pensamientos

habían tornado a la siniestralidad del terror que acuciaba sus adentros. Su

vista recuperó la imagen del niño Garçia arrojando piedras desde la

alameda del barrio del Castiello mientras los gatos correteaban calle abajo

huyendo como diablos ante la atónita mirada de las viejas asustadas que

aguardaban el paso del tiempo sentadas junto a las puertas de sus casas.

Su olfato recuperó de manera inexplicable el olor a rancio de las callejas de

Canyet y recordó los juegos con Garçia y con su amigo Ezmel, un iudezno

al que las gentes del pueblo apellidaban El Marranillo.

Después remembró a su hermano, apareciendo como una sombra

entre sus pensamientos, con sus ojos grandes y su cuerpecillo enjuto. Lo

perpetuó correteando por la calle de San Miguel mientras él y Garçia le

propinaban buenas pedradas. Evocó la imagen de Don Álvaro buscando el

refugio de los brazos de su madre y la dureza de los castigos de su padre

azotando sus nalgas y saliendo siempre en defensa de aquel mocoso que

un día había aparecido en sus vidas sin que nadie hubiese necesitado de

su existencia. «No es fijo de padre» le había dicho cientos de veces su madre.

Aquel niño iracundo y llorón que andaba siempre enfadado era tan sólo

su hermano de vientre, y aún así sentía como siempre había sido el

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deseado de los suyos. Y sin embargo Don Juan amaba a aquel enmadrado

por encima de todo. Su corazón todavía sufría tras haberlo visto lechigado

el día anterior con altas fiebres que humedecían su frontal y coloraban su

tez feble y mortecina. Lo imaginó en el campo de batalla, ajustado sobre su

montura soportando los rigores de los lances y el calor implacable

cayendo aplomado sobre la Vega. Imaginó su boca seca, sus labios

cuarteados y sus ojos vidriosos, y supuso que poco podría hacer entre su

mesnada salvo intentar mantenerse erguido sobre su cabalgadura. No

podía explicarlo, pero si en aquel preciso instante alguno de sus hombres

hubiera acudido ante él con la noticia de que su hermano había caído en la

refriega, se habría abrazado a la locura de forma inevitable.

—Debemos ayudar a Don Álvaro e guarnescer su flanco —dijo por fin

con seguridad y al tiempo con plena conciencia de que Dios exigía el

sacrificio de uno de sus siervos en aquella empresa—. Luchemos e que de

moros se finchen oy los infiernos.

—Fagámoslo a priesa —aconsejó Don Gonzalo— y atajaremos presto a

los moros mientras furtan a los reales. A yra de Djos non ay casa fuerte.

—Assí a de ser —sentenció el obispo de Osma renunciando ante el

Altísimo a su propia vida, entregándola a cambio de la de su propio

hermano. Y dicho esto, picó espuelas y apretó el paso.

—Tened buen seso senyor que bien dize el refranejo que no passa seguro

quien corre por el muro —se escuchó titilar la angustiosa voz de Garçia en la

lejanía.

El ejército de Dios se puso en marcha de nuevo mientras la tierra

temblaba ante el paso rítmico de las pezuñas de los animales. Los

abanderados alzaban los gallardetes y oriflamas haciéndolos tremolar al

tiempo que escuderos y espoliques correteaban entre los rocines portando

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armas y noticias de un lado para otro. Don Juan ignoró todo aquello y dejó

que su animal avanzara con suavidad deslizándose por aquel terreno

abrupto que los azadoneros y cavadores habían allanado y escombrado,

cortando espinos y rellenando surcos y regajos durante los días previos,

para que las bestias pudieran atravesarlos. Sentía como su corazón se

hallaba helado, como la circulación de su sangre había frenado de súbito

mientras las palabras de aquella detestable anciana rebotaban una y otra

vez en el interior de su cavidad craneal. Después una fuerza sobrehumana

brotó de su interior, como si el mismo aliento del Altísimo hubiera

golpeado contra su ánimo insuflando sus entrañas con un hálito de

valentía temeraria.

Por todas partes infantes de la morería corrían acosados por las

lanzas y las saetas de los castellanos. La implacable persecución se

extendía por toda la Vega en medio de una opaca humareda que oscurecía

la vista de los cristianos procedente de las alquerías y trigales incendiados.

Los podencos ladraban y correteaban entre las filas espumando con sus

fauces ansiosas mientras olfateaban el rastro de los fugados. El implacable

sol de Granada incendiaba los ánimos de los caballeros embutidos en los

arneses de metal y los sumía en una canícula insoportable en la que el

sudor, el polvo del camino y los enjambres de moscas prodigaban una

angustiosa sensación de desazón insuperable incrementada por el ardiente

fuego que brotaba de los metales sometidos al rigor solar.

Poseídos con el ansia de llegar junto a las aguas de un arroyo que

fluía cercano según los informes de los exploradores, la retaguardia

castellana se lanzó desbocada, acuciada por una terrible sed que no podía

ser saciada en los torrentes secados por los infieles, ni en los regueros

cegados por las peonadas castellanas. Sorprendidos, los hombres de

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Cerezuela avistaron entre la polvisca a un grupo nutrido de indómitos

muslimes agrupados junto a una almunia cercana en la que habían

levantado un imponente real, preparados para reorganizar sus filas y

lanzarse contra las batallas castellanas.

—¡Por el rey Juan! ¡Por Sant Yago! ¡Por Sant Jorge! ¡Et por Christo

mesmo! —gritó el obispo con cuantas fuerzas había acumulado, y agitando

las riendas de su montura la hizo avanzar a la guisa, mientras un aullido

estremecedor se escuchaba a sus espaldas y un aire abrasador azotaba las

flamígeras enseñas.

Los animales avanzaban abrumados por el terrible calor de

Granada y el peso insoportable de los caballeros y sus vestimentas de

metal. Los ballesteros y espingarderos comenzaron a intercambiar balas y

saetas con los primeros agarenos avistados, al tiempo que los honderos y

hostigadores castellanos avanzaban temerosamente zafándose entre los

proyectiles para arrojar azconas, pellas y cantos sobre el enemigo. La

caballería castellana, poblada de vistosas gualdrapas y serpentinos

pendones en los que se lucían por doquier las cruces de Santiago y

Calatrava, se movía implacablemente circunvalando al enemigo,

intentando no rebasar el alcance de los saeteros granadinos

inclementemente disciplinados, para finalmente lanzarse a la carga con el

propósito mayor de llegar junto al arroyo que de penetrar en las ringleras

de los moros.

—¡Por Dios et los sanctos! —gritó Cerezuela mientras los menestriles

anunciaban la carga y su propio abanderado daba grandes espoladas al

vientre de su animal para ponerse al frente del ataque. No lejos de donde

se encontraba, Don Alfonso Téllez y Rodrigo de Avellaneda, a los que el

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condestable Don Álvaro había encomendado la tarea de guarnecer al

obispo, movilizaban a sus peonadas.

En ese momento Don Juan recordó la mirada severa de su padre.

Había sido éste un hombre rudo de carnes curtidas y tratadas por el

tiempo, de brazo fuerte y de manos grandes. Don Juan sentía por su

recuerdo amor y respeto, pero también miedo. Eran muchos los azotes que

su quejumbroso trasero había recibido como para no temer a aquél que le

había dado la vida, aunque ahora tan sólo fuese un fantasma olvidado por

el inclemente paso del tiempo. Y sintió que pesé a todo, su difunto

progenitor estaría orgulloso de él en ese preciso instante. Pocos en la villa

habrían apostado que el pequeño Juan, aquel al que las mozas llamaban

«El Llorica» y al que los niños impertinentes lanzaban piedras las tardes de

lluvia en los soportales de la plaza, podría haber llegado a lucir una mitra

sobre su cabeza y a vestir el traje de metal en la batalla. Sentía que su vida

tocaba a su fin, pero ¿acaso podía rubricar un hombre de pueblo un final

como ese? «Mira a Don Juan —evocó el futuro una melodiosa voz que

correteó desde sus pensamientos hasta la plaza del pueblo atestada de

gente los días de mercado—, el fijo de la Maria, que no era nadie synon el fijo

del alcayde e acabó muriendo escaramuzando contra los moros el día en que los

nuestros tomaron Granada en nombre de la buena fee». Sí, su padre se sentiría

orgulloso de él en ese preciso momento.

—¡Balesteros! —gritó una voz a sus espaldas al tiempo que sus ojos

discernían entre la polvareda levantada por el galopar de las bestias

decenas de paveses clavados en tierra.

«Es la ora», dijo para sí pronunciando las palabras y escupiendo de

su boca la tierra que se filtraba a través del ventalle de su celada. Ajustó la

lanza a la cuja hasta alcanzar la inclinación adecuada y cargó con el astil a

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sobre mano. Terció la cabeza con miedo sin perder el ritmo de su

cabalgada, clavando sus ojos en el broslado gonfalón gules y argentado

que disimulaba el filo tajador de su lanza y al momento escuchó las saetas

silbando por doquier y el atrueno de los falconetes disparados por los

espingarderos. Abrió los ojos de par y vio una flecha de punta metalizada

volando a pocos centímetros de su cabeza. Oyó el relincho de las bestias, el

primer griterío de los heridos y el estrepitoso golpear de los cuerpos

bañados en hierro contra el suelo de la Vega granadina. No frenó la

marcha a pesar de ello. Aún así, sus ojos tuvieron tiempo de ver a los

ballesteros ismaelitas furtando aterrados entre las jaras, intentando zafarse

de su caballería implacable. Vio a un par de ellos ensartados en las lanzas

de los santiaguistas y a otro más brutalmente descabezado mientras su

cuerpo desalmado caía de bruces sobre el seco suelo de Granada, para ser

despedazado al instante entre las fauces de los alanos que correteaban

junto a las cabalgaduras. No había piedad para los enemigos de Dios y no

habría salvación para quienes se habían declarado manifiestos

antagonistas de la cristiandad.

Frente a ellos la muralla de adargas esperaba. Los esbirros de El

Ysquierdo habían levantado defensas y guarnecían su posición con zanjas y

estacas, aguardando con los regatones de sus lanzas hincados en tierra, lo

que sin duda sorprendió a la alocada caballería cristiana que no presentía

sino toparse de bruces con la carne de aquellos diablos. Las moharras

sobresalían afiladas, encendidas por la luz del astro, esperando el baño de

sangre para el cual habían sido forjadas. Aquella hilera de puntas y

broqueles era semejante a una corona de espinas dispuesta a ser colocada

circunvalando la cabeza del ejército de la Cruz. Ese era el sufrimiento al

que habrían de verse sometidos los hijos del Altísimo, el justo pago por

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sus pecados, la justa respuesta al sacrificio de Don Cristo. ¿Acaso no se

había entregado el Hijo del Todopoderoso a la muerte para garantizar la

salvación de la humanidad? De la misma forma ellos entregarían sus vidas

para salvaguardar los derechos de la Santa Iglesia, esposa de Cristo en la

tierra, en la Castilla católica. Pero sobre todo Don Juan deseaba entregarse

por su hermano. «Mj vida a cambio de la suia —decía una y otra vez entre

dientes—, sy es ques mj destino fynar oy en la lid».

Sus ojos pudieron contemplar los fierros pulidos aguardando sus

entrañas, dispuestos para la matanza, desenfocando la atención de los

caballeros cristianos de la mirada aterrada de cuantos se hallaban con los

pies trabados en la tierra intentando aguantar la acometida. No había

posibilidad de retorno. La carrera de las bestias era brutal, y la velocidad

conseguida proporcional a la pesada carga que los animales soportaban

sobre sus lomos. Más de un jamelgo cayó de bruces antes de alcanzar el

objetivo, exhausto por el esfuerzo inhumano al que se había visto

sometido. Don Juan animó al suyo al tiempo que sus espuelas llagaban sus

ijares provocando profundas heridas. El semental se hallaba sin embargo

al borde del paroxismo, con los jarretes palpitantes y con un espumoso

sudor recorriendo cada una de sus vigorosas facciones. Los ojos de la

bestia se contrajeron al alcanzar las puntas. Cerezuela intentó el quiebro.

Percibió como uno de los metales golpeaba contra su canillera sin mayor

consecuencia y acto seguido su cuerpo se estremeció convulsionado ante

la feroz acometida. Sintió un fuerte tirón en el brazo, tan brutal que por un

momento el envalentonado obispo presagió que saldría despedazado del

lance. Un chasquido aterrador alumbró su dentera de modo que no supo

si alguno de los huesos de su brazo había quedado troceado o si el fuste de

la lanza no había resistido la dureza de la embestida.

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Pasaron pocos segundos antes de que el cañetero tuviera ocasión de

reaccionar. Apenas tenía conocimiento de lo que había ocurrido, pero por

todas partes había cuerpos dislocados desparramados por el suelo. Un

griterío ensordecedor agredía sus oídos fuertemente punzados por las

imprecaciones y las blasfemias más terribles. Intentó avanzar entre el

amasijo de cuerpos y heridos que se amontonaban en tierra entre los

escudos y paveses. Azorado, tardó en comprobar que su lanza se hallaba

quebrada y que su guantelete únicamente sujetaba un astil fragmentado

de apenas una braza de largo. Sintió como un terror brumoso lo

embargaba penetrando en sus interiores como la fría humedad de una

cripta. Intentó corregir su posición y dar media vuelta, abandonado como

se sentía de los suyos al haber sido arrojado en el lance a una posición

avanzada, pero de inmediato observó decenas de rostros atezados

avanzando entre la humareda y el telón de polvo levantado por las

cabalgaduras, al tiempo que la lejanía se veía inundada por el bramido de

las pellas de fierro que surcaban los aires estrepitosamente. Quiso morir

allí mismo, pero sacó nuevas fuerzas de flaqueza. Levantó lo que quedaba

de fuste y lanzó un cintarazo con fuerza contra uno de los demonios

ismaelitas de modo que le alcanzó en la cara quebrando del golpe su

hueso parietal. El desdichado cayó presto sobre sus espaldas con los ojos

tan níveos como la alborada celestial. Don Juan al ver el éxito de su hazaña

lanzó un alarido descomunal:

—¡Por Sant Yago! –gritó con fuerza y blandió la maza temeroso de

desenfundar la espada.

—¡Por Oxama e por Castiella! —repitieron quienes a sus espaldas se

encontraban.

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Cerezuela batió con la machaca mientras su jaco coceaba con fuerza

acuciado por la situación que lo asfixiaba. Sus ojos, extasiados con el

borbolleo de la sangre, abandonaron las órbitas para recuperar nuevos

momentos de su infancia. Allí se vio de nuevo, en las lomas de Canyet con

la vara en la mano jugando con Garçia a que mataban a los moros

mientras decapitaban cardinchos en los mojones de la Vegatilla, entre

gatuñas y zarzas, agitando los brazos hasta la extenuación, al tiempo que

la montaraz brisa esparcía por los campos y huertas el tañido de las

campanas de San Nicolás llamando ad invocandum a los buenos villanos.

Las ardientes vejigas que el tacto de la madera provocaba en sus manos

todavía delicadas durante aquellos ataques a la fauna silvestre de la

Serranía, comenzaron a palpitar en aquel preciso instante, al tiempo que el

dibujo de sus membranzas se diluía de sus pensamientos y su mirada

pétrea se topaba de súbito con aquella sanguinaria realidad.

—¡Cuydado eminencia! —gritó una voz a sus espaldas.

Al instante Don Juan contempló como uno de los muslimes se

arrojaba contra él empuñando una temible alabarda. Un santiaguista se

adelantó picando la monstruosa bestia que montaba mientras ésta lanzaba

colmelladas a diestra y siniestra, para después descargar con fuerza su

espada sobre la cervical del rufián abriendo en dos su hombrera ante la

mirada descoyuntada del obispo que había quedado gélido como los

chuzos de hielo que se formaban en los álabes de las casas los crudos días

de invierno. Su mirada se cruzó con la del caballero, pero los ojos de

ambos apenas tuvieron tiempo de encontrarse. Un segundo mahometano

se lanzó con furia enrabietada contra el caballero del apóstol, horadando

un boquete con la punta afilada de su lanza en el budel del cristiano tras

desbaratar la loriga y penetrar en la carne, justo en la base de la cruz con

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forma de espadina que adornaba su sobreveste. La mirada del joven se

perdió al instante y la amoratada muerte se apoderó de sus facciones al

tiempo que la moharra se cebaba con sus entrañas que acabaron

desparramadas sobre los borrenes de la silla.

Don Juan vio a la muerte de cerca, oteó el semblante nebuloso de la

aciaga Doña Elvira cabalgando entre los alazanes y combatientes,

arrancando la vida de cuantos su retorcida mano alcanzaba. Allí estaba la

sombría, ojeando con su mirada opaca y deleitándose con los goces de la

carne hendida y los humores desparramados. No vio horror semejante

salvo el del joven santiaguista, ahuecado como un cebón el día de

Samartín, cabalgando ahogado en el sopor mortal mientras sus tripas

bañaban los lomos de su roana montura. La angustia le embargó hasta el

gaznate, y picando su caballo hasta hundir sus talones en la carne del

animal trató por todos los medios de abandonar aquella brutal locura,

mientras un mar de de nazaritas enfebrecidos se arrojaba entre aullidos

como el oleaje encabritado contra el muro de caballos y armaduras

trabado entre cuerpos y parapetos. «¡Sancta María de la Zarza! —exclamó

para sí al verse arrastrado, evocando una vieja talla que los de Canyet

habían disputado en Fuentes Claras a los valencianos de Castiel-Fabit

cuando él era mozuelo—. ¡Ora pro nobis!».

Desesperado golpeó con fuerza la cabeza desnuda de uno de los

agarenos que trataba de tajar los corvejones de su animal mientras recitaba

a grandes voces suras del Corán, y un chorro de sangre salió escupido

contra el emblema de su familia dibujado en su escudo, entintando la

plateada luna invertida. Después se vio del todo perdido, rodeado y con la

montura realizando cabriolas entre los insalvables obstáculos de carne,

madera y metal. «Non ay esperança» pensó mientras contemplaba las caras

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encendidas y tiznadas de los mahometanos, y al momento un aluvión de

azagayas, saetas y cantos rodados cayó sobre las primeras filas sin que

nadie supiera de donde provenían.

El obispo intentó nuevamente maniobrar, abandonar aquel

sembrado de horrores, pero su alazana montura se veía cada vez más

comprimida y trabada, piafando constantemente entre bufidos, atosigada

por los golpes y acuciada por el griterío y el infestante hedor a

putrescencias. Junto a él sus hombres tomaban nuevo aliento y

comenzaban a avanzar ávidos por bloquear la marea de furibundos

nazaríes como un dique de roca levantado sobre una ensenada. El propio

Don Juan habría levantado el ánimo de no ser porque una saeta golpeó

contra el brocal de su escudo con una virulencia atroz y otra sobrevoló su

cabeza perdonando su existencia tan sólo por la azarosa decisión del

destino. Y el obispo comprendió que a pesar del traje de hierro que

destrozaba sus hombros y abrasaba sus caderas la tenebrosa Doña Elvira

podría susurrarle al oído su inapelable miserere en cualquier momento.

Máxime lo certificó cuando una de las puntas rebotadas de alguna saeta

fallida salió ávidamente disparada pasando por delante de su encrespada

mirada para atravesar el almófar e introducirse en el cuello de su

abanderado que arrojado de la existencia dejó caer el estandarte de los

Luna sobre el lodazal de sanguinolencias y orinas ante el clamor de la

horda ismaelita.

—¡El obispo bibe! —gritó al instante una voz intentando evitar que

cundiera el desaliento entre los que no podían ya divisar con la mirada el

emblema de su capitán en la batalla.

El desdichado no tuvo tiempo de decir nada más porque al

momento cayó de bruces sobre la carniza con un virote colado a través de

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su ojo derecho mientras su cuerpo se convulsionaba en el aire entre

terribles espasmos. El obispo lanzó un grito agudo atenazado al ver la

matanza de los suyos y sacudido por un corcoveo de su garañón dejó caer

inexplicablemente la maza que empuñaba absorto por la sorpresa y por la

terrible imagen de su abanderado abatido sobre el fangal y ya decapitado

por la implacable horda sarracena.

«La vida del ombre no puede durar luengo tiempo et el mío está venzido»

sentenció Don Juan viéndose perdido sin su arma mientras la turbamulta

nazarita, protegida tras sus torneadas vacaríes palpitantes como

flamígeros corazones y sus arneses de guerra revestidos de vistosas

algalotas, penetraba en la batalla castellana derribando jinetes de la

cristiandad en medio de un vocerío desgarrador. «Mundo malo —expresó

entre pensamientos—, mejor para dejado que para deseado» y después

contempló el arriaz de su espada mientras su rostro se desfiguraba. La

espada de Cerezuela era aquella, la misma que le había entregado su

padre el mismo día que partió de Canyet para acudir presto al llamado de

su hermano Don Álvaro, que ansiaba convertirlo en un hombre de

provecho. Aquella espada era cuanto en ese momento le quedaba de su

progenitor, y sin embargo iba a ser el instrumento de su ruina y final.

«Dominus defensor vitae meae —pronunció sin inmutar los labios mientras

sus ojos se bañaban en lágrimas—. Num et si ambulavero in medio umbrae

mortis, non timebo mala, quoniam tu mecum es»�. Dudó un instante,

aferrándose a la vida como un niño que chilla y exprime los cabellos de su

madre antes de ser alejado de su turgente seno, pero al momento la palma

de su mano asió la espada con fuerza al tiempo que densas gotas de sudor

� «El Señor es la defensa de mi vida. Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo».

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amenazaban con oxidar el manipulo. «Por tu ley y por tu rrey e por tu grey

muere» recordó decir a su padre y trató de contrarrestar su desaliento. Dos

nuevas lágrimas brotaron en sus ojos empujadas por un último recuerdo

de su madre acariciando sus mejillas de niño impávido, con su pelo pajoso

cayendo sobre la cara y su carne generosa abrigando los pellejos

escuálidos de aquel piojoso patán que había sido en la niñez en un

prolongado abrazo. Después alertado por la mirada rabiosa de uno de los

infieles que lo había fijado como objetivo con su lanza amenazante,

desenvainó con furia la hoja al tiempo que la andrajosa moyana susurraba

a su oído desde la entrada de la catedral osmense: «Guardaos… Guardaos de

fazello».

—¡Cerezuela! —gritó el obispo inconsciente de que la mayoría de

sus hombres desconocía el significado de aquella palabra. Después golpeó

enconado el asta que lo arredraba apartando la ensangrentada moharra a

un lado. Entonces el tiempo se congeló hasta detenerse y la mortecina

Doña Elvira apareció de nuevo ante sus ojos cabalgando sobre su siniestra

montura de tonalidad luciferina que acobardaba con su mirada flamígera

brotada de las profundidades del averno. Don Juan la contempló

petrificado ante los horrores que parecían emanar de su mirada cóncava,

del griterío de las viles torturas y sufrimientos de los abismos y del hedor

pestilente de la redoma de sangre y vísceras que pendía de su negra

faltriquera. «Sed in umbra mortis sum, dum inanium pulvere cogitationum

caligant oculi mei et revocatur memoria mea a dulcedine Dei mei»� rezó

ardientemente, y no tuvo tiempo de nada más. Un muslim avanzó con su

enhiesta lanza y la clavó con fuerza en los ijares de su alazana montura. La

� Me envolverán tinieblas de muerte y se ofuscarán mis ojos con el polvo de pensamientos frívolos, pero mi memoria evocará la dulzura de mi Dios.

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punta metálica se coló entre la cincha y las bardas de ante, por debajo de la

flanquera, tomando contacto inmediato con la carne, y la bestia,

encabritada, lanzó un desgarrador relincho al tiempo que desarzonaba

irremisiblemente al aterrado prelado.

Una última mirada le dedicó Don Juan a aquel esbirro de Doña

Elvira mientras su boca se llenaba de latines.

Imágenes brumosas, imprecisas y caliginosas recorrieron los

entresijos de su añublada mente mientras su cuerpo se derribaba plomizo

sobre el fangal de carnizas y sanguinolencias. La cara ajada de su madre, a

la que en la corte llamaban La Canneta, el rostro poluto de su progenitor y

su mirada concisa, la ternura almendrada de los ojos de su hermano Don

Álvaro… Todos y cada uno de cuantos amaba visitaron sus pensamientos

en aquel último lance decorando las últimas proyecciones convulsas de su

cerebro hasta que la carne y la ferralla golpearon contra al suelo con

brutalidad y estrépito. Después, como si la noche hubiera degollado a la

aurora, el orbe se sumió en la tiniebla y la atmósfera se embadurnó de un

tinte rojizo.

Don Juan se contempló así mismo avanzando entre las simas de un

lóbrego abismo. Vestía el pontifical y se apoyaba en su báculo episcopal.

Una casulla de zarzahán con cenefa dorada en forma de cruz recubría su

jadeante torso. De su cíngulo colgaba una pesada escarcela de cuero en la

que portaba una Biblia romanzada finamente decorada con figuras de arte

boloñés y miniaturas historiadas, que con gran celo le había regalado Don

Pedro de Luna, tío de su hermanastro y arzobispo de Toledo, al que debía

en buena medida el privilegio de haber ocupado la sede osmense. El astro

estaba oscurecido por la presencia de sierpes y endriagos que se cernían

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sobre el lecho terrestre como una nebulosa sombra. A su alrededor,

decenas de malfadados caballeros avanzaban azorados con la armadura

brillante y ligera, anhelantes de encontrar un bálsamo para sus tormentos,

así como la eterna folganza. En la mano izquierda el consagrado osmense

se descubrió un deslucido óvolo, el mismo que habría de pagar a Caronte.

A sus pies, una fría losa de piedra dibujaba las palabras Hic Iacet Sepultus

Episcopus Ioannes.

«Estó muerto» pensó mientras el crucifijo de oro y brillantes

galopaba en su pecho estremecido por las palpitaciones. Después la vieja

Elvira apareció ante su mirada, observándolo con los ojos velados

expectorantes de inmundicias y sonriendo hasta desnudar sus encías

desiertas de color verde ciruela. Con agudeza se acercó como una sombra

deslizándose sobre el erial hasta rodear con sus brazos el cuerpo arqueado

del obispo. Rozó las yemas arrugadas de sus larguiruchos dedos con el

ribete bordado en hilo de oro de la casulla episcopal. Arañó con su

encorvada mirada el metal dorado del repujado bordón hasta hacerlo

rechinar mientras entrelazaba sus brazos y piernas aferrándose a los

símbolos del prelado como si del mayor de los tesoros se tratara. Después

acarició el rostro de Cerezuela rasguñando su piel con las uñas quebradas

y la piel acartonada para finalmente zafarse y darle la espalda avanzando

hacia un abismo avernal abierto en un remanso del tenebroso erial. Don

Juan dio un paso temeroso, intentando no perderla de vista, pero la vieja

se giró al instante haciendo que la azafranada brisa apartara de su frente

los grasientos cabellos de tonalidad grisácea.

—Umbra mortis —musitó el obispo con un hilo de voz entrecortado

reconociendo el ajado rostro de la vieja charlatana que le había abordado a

las puertas de la catedral de Osma—. Sos vos.

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—Quid team mortem tam intente intueris?�—preguntó la vieja con voz

indecorosa para sumirse al momento en una voraginosa carcajada que

atronó en las entrañas del orbe. Después la tiniebla se tornó en una

oscuridad impenetrable—. La fortuna es mucho dubdosa e peligrosa senyor

usía, e la muerte a todos biene en breue tiempo pues todo lo que es de tierra, a ser

tierra después viene.

—¿Estáys bien eminencia? —violó una voz entrecortada el pétreo

silencio del abismo insondable.

Don Juan despertó su mirada azorado, sintiendo dolorido hasta su

vello encrespado.

—¿A do me hallo? —preguntó con voz trémula.

—A buen recaudo —respondió el parlante mientras con torpes visos

trataba de retirar las grebas y quijotes que embutían al obispo.

—Muerome de dolores —señaló Cerezuela lacerado mientras trataba

de incorporarse agitado, recuperando en su memoria la imagen del

nazarita atravesando con brío su alazán en el campo de batalla.

—Calmaos ilustríssimo —lo sosegó melifluamente su cormano Garçia

que se hallaba a su lado imbuido en jaculatorias—. Todo terminó e vos non

parecéis mal auzado. Sola mente cortes y algund golpe que otro que bien han de

curar con buena melezina. Non paresçe que tengáys nada quebrado.

—¿A dó está mj espada? —preguntó el obispo confuso, sintiendo aún

las palpitaciones que azotaban la palma de su mano.

El sirviente se encogió de hombros.

� ¿Por qué te obsesionas con tu propia muerte?

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—Quiça tomóla algund moro commo gualardón —sugirió Garçia

interrumpiendo nuevamente las oraciones.

—Oxalá el diablo lo lieue a él y bata la su ánima con ella —musitó Don

Juan sintiéndose aliviado al no tener que soportar la carga de su única

herencia—. ¿Los agarenos nos han venzido? —preguntó sintiendo una

angustia punzante en el vientre.

—Los omes nuestros avançan hazia Elvira syn que nada puedan faxer los

moros —señaló el sirviente regodeado en la belicosidad de las imágenes

que debían abordar su calvada cabeza—. Vuestros cavalleros han tomado los

reales de los omes del senyor de Granada. Las reliquias furtan quebrantadas

commo ratas a los muros. Los duechos guerreros fablan de vuestro arrojo y se dize

que sola mente a vos debe se el mérito del triunfo y a vuestra valía.

—¿Don Álvaro? —preguntó el obispo obviando los halagos.

—Su exército avança entre las huestes del rrey Ysquierdo y se dice que sj

el Diablo non se entrecruza en su camino avrá plantado su pendón ante la puerta

de Elvira antes de la sonochada.

Don Juan sonrió venciendo el hastío de los dolores. Su faz tomó

color desdibujando la languidez de muerte y sus ojos brillaron inundados

por la alegría.

—Ubi est, mors, victoria tua? Videt deinde mortem mortuam, et mortis

auctorem triumphatum —expresó emocionado recordando las palabras de

San Bernardo de Claraval, patrón de cruzados—. Nisi quin Dominus adiuvit

me, paulo minus habitasset in inferno anima mea�. ¡A ti lo gradesco Dios! et

sanctificados sean los tus mançebos de guerra que oy venzieron en la Vega a

Donna Elvira. Pensad mj hacanea que oy mesmo, con la ynterçesyón de los

� Muerte ¿dónde está tu victoria? Contempla a la muerte vencida y el triunfo del que acaba de morir. Si el Señor no me hubiera ayudado ya habitaría mi alma en el infierno.

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sanctos, cantaran nuestras vozes el Te Deum laudamus dende los muros de

Granda.

—Esto faremos de grado —respondieron los sirvientes gozosos de ver

a su obispo con los ánimos recobrados.

Nota Histórica:

La Batalla de la Higueruela es uno de los episodios más formidables y excepcionales en la historia de los encuentros bélicos entre los reinos de Castilla y Granada y una de las pocas batallas campales registradas en la Península Ibérica a lo largo del siglo XV. Las fuentes mencionan la presencia de setenta mil combatientes por el lado castellano y contabilizan doce mil bajas entre las filas nazaríes. Los castellanos, tras poner en fuga al ejército granadino, marcharon hasta la puerta de Elvira, aunque no pudieron acercarse a las murallas ante el incesante ataque de los ballesteros que defendían la ciudad. A pesar de la aplastante victoria, diez días después de la batalla y tras un continuado saqueo de la Vega granadina y de las aldeas y alquerías cercanas, los castellanos levantaron el real y abandonaron la campaña sin culminar la conquista de la ciudad. El motivo de la retirada cristiana no está claro y ha sido ampliamente discutido. Las fuentes árabes mencionan que Don Álvaro fue comprado por el rey Muhammad IX a cambio de ochenta y cuatro mil doblas baladíes moriscas. Las fuentes cristianas, por su parte, mencionan la sucesión de varios terremotos en los primeros días de julio en medio de un ambiente apocalíptico, lo que dinamitó la moral del ejército castellano. Las mismas fuentes árabes dan buena cuenta de ellos y mencionan los graves desperfectos que los temblores de tierra provocaron en la Alhambra y en otras partes de la ciudad de Granada. Los investigadores modernos coinciden en señalar la falta de medios económicos y técnicos en el ejército castellano para mantener un asedio prolongado sobre la ciudad, e indican la posibilidad de que Juan II decidiera retirar el ejército de la Vega por necesidades estratégicas. La ciudad de Granada no fue tomada definitivamente hasta el año 1492.

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Personajes Históricos Citados en el Texto:

JUAN DE CEREZUELA (Juan de Luna): Obispo de Osma (1426-1432). Nacido en Cañete, era hermano de madre de Don Álvaro de Luna. Después de su decisiva participación en la batalla de la Higueruela fue nombrado Arzobispo de Sevilla (1433-1434) y posteriormente Arzobispo de Toledo (1434-1442). ACERCA DE DOÑA ELVIRA: La Puerta de Elvira recibe esta denominación por su orientación hacia la conocida Sierra de Elvira. Dicha sierra deriva su nombre de Illiberis, que era el topónimo con el que se conocía el primer emplazamiento que posteriormente daría lugar a la ciudad de Granada.

*****

ABENAMAR: Personaje de romance relacionado con la batalla de la Higueruela. Algunos sugieren que realmente era el infante moro Yusuf ibn Alhamar, conocido por los cristianos como Abenalmao, que participó como aliado de Juan II en la batalla de la Higueruela. Otros investigadores consideran en cambio que era el líder de la guardia morisca que servía de escolta al rey. ALFONSO TÉLLEZ GIRÓN: Señor de Frechoso y esposo de María Pacheco, Señora y propietaria de Belmonte (Cuenca). De él se sabe que acompañó al condestable Don Álvaro en sus campañas contra los moros de Granada y que fue designado por el valido del rey para encargarse de la guarda del obispo Cerezuela durante la batalla de la Higueruela. ÁLVARO DE LUNA: Valido del rey y condestable de Castilla (1423-1453). También Maestre de la Orden de Santiago (1445-1453). Era hijo de Don Álvaro de Luna, señor de Jubera y Cornago, y copero mayor de Enrique III de Aragón, que lo tuvo tras acceder a su madre María de Urazandi posiblemente a través del derecho de pernada. EL COJO (Yusuf Ben Ahmad): Sobrino de Muhammad IX. Dirigió al ejército nazarita en la batalla de la Higueruela. EL YSQUIERDO (Muhammad IX): Rey de Granada (1429-1432). Anteriormente había gobernado entre 1419 y 1427 y con posterioridad a la batalla de la Higueruela volvería a ser proclamado rey hasta en dos ocasiones, síntoma inequívoco de la desintegración que sufría la monarquía granadina en el siglo XV.

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GONZALO DE ZÚÑIGA: Obispo de Jaén (1422-1456). Inmortalizado en los romances como uno de los ardientes guerreros de la cristiandad en la frontera con Granada. Anteriormente había sido obispo de Plasencia, consagrado por el propio “Papa Luna”. JUAN II: Rey de Castilla (1406-1454). LUIS DE GUZMÁN: Maestre de Calatrava (1405-1443). Fue uno de los combatientes destacados en la Batalla de la Higueruela. MARÍA DE URAZANDI: Esposa del Alcayde de Cañete y madre de Don Álvaro de Luna y Don Juan de Cerezuela. MARTÍN V: Papa de Roma (1417-1431). Primer papa de la Iglesia reunificada tras el cisma y encarnizado enemigo de Benedicto XIII, el conocido “Papa Luna”, que era a su vez tío-abuelo de Don Álvaro de Luna. NICOLÁS DE CEREZUELA: Alcayde de la fortaleza de Cañete a finales del siglo XIV y comienzos del XV. Padre de Don Juan de Cerezuela y padrastro de Don Álvaro de Luna. PEDRO DE LUNA: Arzobispo de Toledo (1403-1414). Tío del condestable Don Álvaro. PEDRO MARTÍNEZ DE TEJADILLOS: Párroco de la ermita de Santa María de Cañete a principios del siglo XV. RODRIGO DE AVELLANEDA: Capitán castellano —de la gente del conde de Medinaceli— a quien Don Álvaro de Luna le encomendó la guarda del obispo Cerezuela durante la batalla de la Higueruela.

Lugares que Aparecen Citados en el Texto:

Canyet – Cañete (Cuenca) Castiel-Fabit – Castielfabid (Valencia) Fuentes Claras – Salvacañete (Cuenca) Gharnata – Forma árabe de Granada. Oxama – Osma (Soria)

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Vocabulario:

Únicamente se han incluido aquellas palabras del castellano antiguo que son poco evidentes y que no aparecen actualmente en el Diccionario de la Real Academia, o lo hacen con un significado distinto.

AÇITARAS – Defensas, coberturas ALGALOTAS – Sobrevestes utilizada por los combatientes musulmanes, de vivos colores y con mensajes y versículos del Corán impresos en ellas. ARTEJOS – En castellano antiguo huesos de los que se componen los dedos. Actualmente significa nudillos. AUZADO – Afortunado. BERBERMES – Nombre con el que se conocía antiguamente a los caballos granadinos. BUDEL – Vientre. Expresión utilizada en las crónicas castellanas. CÁRMENES – Viñedos en atención al original significado del árabe kárm que el Diccionario de la Lengua recoge actualmente como «quinta con huerto y jardín». ENACIANO – Cristiano que se hacía pasar por musulmán para espiar a los moros. IUDEZNO – Hijo de judíos. LISIAR – Causar heridas con armas de hierro. Actualmente hace referencia a causar cualquier tipo de lesión. MANFERIDO – Término con el que se designaba al combatiente que había sido movilizado para la ocasión y que no ejercía como soldado profesional. Su moral solía ser escasa y eran numerosos los que desertaban antes del combate. MANIPULO – Expresión utilizada por los autores medievales equivalente a Guantelete o Manopla. Es una adaptación de la forma francesa «manicle». PALLOFAS: Monedas de latón o cobre acuñadas por una sola cara utilizadas principalmente para el pago de cabildos y sirvientes de la catedral. PENSAD – Imperativo del verbo pensar que en la Edad Media, además de significar echar pienso a los animales, hacía alusión a la acción de ensillar y preparar un caballo. En este caso la palabra «hacanea» se refiere a la segunda montura o dobladura que los caballeros llevaban al campo de batalla, ya que de esta forma era conocida ésta durante la Edad Media.

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VILLA – Los cristianos utilizaban esta palabra para referirse a las alquerías de Al-Andalus, a pesar de que éstas no se corresponden en ningún caso con las tradicionales villas de Castilla y Aragón.

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