Relatos Escogidos

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    Relatos escogidos

    Joseph Sheridan Le Fanu

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  • Direccin General: Marcelo PerazoloDireccin de Contenidos: Ivana BassetDiseo de Tapa: Patricio OliveraArmado de Interiores: Abel Auste

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    Primera edicin en espaol en versin digital LibrosEnRed, 2004Una marca registrada de Amertown International S.A.

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  • NDICE

    Carmilla 5

    El convenio de Sir Dominick 52

    T verde 65

    Prlogo: Martin Hesselius, el mdico alemn 65

    I. El doctor Hesselius relata cmo conoci al reverendo Jennings 66

    II. El doctor interroga a lady Mary y ella responde 70

    III. El doctor Hesselius extrae algo de unos libros en latn 72

    IV. Cuatro ojos lean el pasaje 74

    V. De Richmond llaman al doctor Hesselius 76

    VI. Modo en el que el seor Jennings conoci a su amigo 78

    VII. El viaje: primera etapa 81

    VIII. La segunda etapa 84

    IX. La tercera etapa 87

    X. En casa 89

    Conclusin. Unas palabras para quienes sufren 93

    Acerca del Autor 96

    Editorial LibrosEnRed 97

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    CARMILLA

    Vivamos en Estiria, en un castillo. No es que nuestra fortuna fuera princi-pesca, pero en aquel rincn del mundo era suciente una pequea renta anual para poder llevar una vida de gran seor. En cambio, en nuestro pas y con nuestros recursos slo habramos podido llevar una existencia aco-modada. Mi padre es ingls y yo, naturalmente, tengo un apellido ingls, pero no he visto nunca Inglaterra.

    Mi padre serva en el ejrcito austraco. Cuando alcanz la edad del retiro, con su reducido patrimonio pudo adquirir aquella pequea residencia feudal, rodeada de varias hectreas de tierra.

    No creo que exista nada ms pintoresco y solitario. El castillo est situado sobre una suave colina y domina un extenso bosque. Una carretera angosta y abandonada pasa por delante de nuestro puente levadizo, que nunca he visto levantar: en su foso nadan los cisnes entre las blancas corolas de los nenfares.

    Dominando este conjunto se levanta la amplia fachada del castillo con sus numerosas ventanas, sus torres y su capilla gtica. Delante del castillo se extiende el pintoresco bosque; a la derecha, la carretera discurre a lo largo de un puente gtico tendido sobre un torrente que serpentea a travs del bosque.

    He dicho que es un lugar muy solitario. Juzgad vosotros mismos si digo la verdad. Mirando desde la puerta de entrada hacia la carretera, el bosque que rodea nuestro castillo se extiende quince millas a la derecha y doce a la izquierda. El pueblo habitado mas prximo est en esa ltima direccin, a una distancia aproximada de siete millas.

    El castillo ms cercano y de cierta notoriedad histrica es el del general Spieldorf, a unas veinte millas a la derecha.

    He dicho el pueblo habitado ms prximo, porque al oeste, slo a tres millas, en direccin al castillo del general Spieldorf, hay un pueblecito en ruinas con su iglesia gtica tambin en ruinas; all estn las tumbas, casi ocultas entre piedras y follaje, de la orgullosa familia Karnstein, extinguida hace tiempo. La familia Karnstein posea antao el desolado castillo que, desde la espesura del bosque, domina las silenciosas ruinas del pueblo.

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    Hay una leyenda que explica por qu fue abandonado por sus habitantes este extrao y melanclico paraje. Pero ya hablar de ella ms adelante.

    El nmero de habitantes de nuestro castillo era muy exiguo. Excluyendo a los criados y a los habitantes de los edicios anexos, estbamos solamente mi padre, el hombre ms simptico del mundo pero de edad bastante avan-zada, y yo, que en la poca en que ocurrieron los hechos que voy a narrar tena solamente diecinueve aos.

    Mi padre y yo constituamos toda la familia. Mi madre, de una familia noble de Estiria, muri cuando yo era an una nia. Sin embargo, tuve una inmejorable nana, la seora Perrodon, de Berna. Era la tercera persona en nuestra modesta mesa. La cuarta era la seorita Lafontaine, una dama en toda la extensin de la palabra, que ejerca las funciones de institutriz, para completar mi educacin.

    Algunas muchachas amigas mas venan de vez en cuando al castillo y, algu-nas veces, yo les devolva la visita. stas eran nuestras habituales relaciones sociales. Naturalmente, tambin recibamos visitas imprevistas de vecinos. Por vecinos se entienden a las personas que habitaban dentro de un radio de cuatro o cinco leguas.

    Puedo aseguraros que, en general, era una vida muy aislada.

    El primer acontecimiento que me produjo una terrible impresin y que an ahora sigue grabado en mi mente, es al propio tiempo uno de los primeros sucesos de mi vida que puedo recordar.

    Aqu terminaba la carta. Si bien yo no haba conocido a Berta Reinfelt, mis ojos se llenaron de lgrimas. La noticia de su muerte me impresion muchsimo.

    Devolv a mi padre la carta del general. El sol se hunda cada vez ms en el ocaso y la tarde era dulce y clara. Paseando bajo la tibia luz del atardecer, nos entretuvimos haciendo cbalas sobre el posible sentido de las inco-herentes y violentas armaciones de aquella carta. En el puente levadizo encontramos a la seorita Lafontaine y a la seora Perrodon, que haban salido a admirar el magnco claro de luna.

    Frente a nosotros se extenda el prado por el cual nos habamos paseado. A la izquierda, el camino discurra bajo unos venerables rboles y desapa-reca en la espesura del bosque. A la derecha, la carretera pasaba sobre un puente severo y pintoresco a la vez, junto al cual se ergua una torre en ruinas. En el fondo del prado, una ligera neblina delimitaba el horizonte con un velo transe, y de cuando en cuando se vean brillar las aguas del torrente a la luz de la luna.

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    Deca as:

    He perdido a mi querida sobrina: la quera como a una hija. La he perdido, y solamente ahora lo s todo. Ha muerto en la paz de la inocencia y en la fe de un futuro bendito. El monstruo que ha traicionado nuestra ciega hos-pitalidad ha sido el culpable de todo. Cre recibir en mi casa a la inocencia, a la alegra, a una compaa querida para mi Berta. Dios mo! Qu loco he sido! Consagrar los das que me quedan de vida a la caza y destruccin del monstruo. Slo me gua una dbil luz. Maldigo mi ceguera y La nursery, como la llambamos, aunque era slo para m, estaba en una habitacin grandiosa del ltimo piso del castillo, y tena el techo inclinado, con mol-duras de madera de castao. Tendra yo unos seis aos cuando una noche, despertndome de improviso, mir a mi alrededor y no vi a la camarera de servicio. Cre que estaba sola. No es que tuviera miedo... pues era una de aquellas afortunadas nias a quienes han evitado expresamente las histo-rias de fantasmas y los cuentos de hadas, que vuelven a los nios temerosos ante una puerta que chirra o ante la sombra danzante que produce sobre la pared cercana la luz incierta de una vela que se extingue. Si me ech a llorar fue seguramente porque me sent abandonada; pero, con gran sorpresa, vi al lado de mi cama un rostro bellsimo que me contemplaba con aire grave. Era una joven que estaba arrodillada y tena sus manos bajo mi manta. La observ con una especie de placentero estupor, y ces en mi lloriqueo. La joven me acarici, se ech en la cama a mi lado y me abraz, sonriendo. De repente, me sent calmada y contenta, y me dorm de nuevo.

    De sbito, me despert con la escalofriante sensacin de que dos agujas me atravesaban el pecho profunda y simultneamente. Profer un grito. La joven dio un salto hacia atrs, cayendo al suelo, y me pareci que se escon-da debajo de la cama.

    Por primera vez sent miedo y me puse a gritar con todas mis fuerzas. La niera, la camarera y el ama acudieron precipitadamente, pero cuando les cont lo que me haba ocurrido estallaron en risas, a la vez que trataban de tranquilizarme. Aunque yo era solamente una nia, recuerdo sus rostros plidos y su angustia mal disimulada. Las vi buscar debajo de la cama, por todos los rincones de la habitacin, en el armario, y o a mi ama susurrar a la niera:

    Mira! Alguien se ha echado en la cama, junto a la nia. An est caliente.

    Recuerdo que la camarera me acarici y que las tres mujeres examinaron mi pecho, en el punto donde yo les dije que haba sentido la punzada. Me aseguraron que no se vea ninguna seal.

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    El da siguiente lo pas en un continuo estado de terror: no poda que-darme sola un instante, ni siquiera a plena luz del da.

    Recuerdo a mi padre junto a mi cama, hablndome en tono festivo, as como preguntando a la niera y rindose de sus respuestas. Luego haca muecas, me abrazaba y me aseguraba que todo haba sido un sueo sin importancia.

    Pero yo no estaba tranquila, porque saba que la visita de aquella extraa criatura no haba sido un sueo.

    He olvidado todos mis recuerdos anteriores a este acontecimiento, y muchos de los posteriores, pero la escena que acabo de describir aparece vivida en mi mente como los cuadros de una fantasmagora surgiendo de la oscuridad.

    Una tarde de verano, particularmente apacible, mi padre me pidi que le acompaara a dar un paseo por el maravilloso bosque que se extiende ante el castillo.

    El general Spieldorf no vendr a visitarnos, como esperbamos me dijo, durante el paseo.

    Nuestro vecino deba pasar varias semanas en el castillo. Con l deba venir tambin su joven sobrina y pupila, la seorita Reinfelt. Yo no conoca a la seorita Reinfelt, pero me la haban descrito como una joven encantadora. Qued muy desilusionada ante la noticia que acababa de darme mi padre; mucho ms de lo que pueda imaginar alguien que viva habitualmente en la ciudad. Aquella visita, y la nueva amistad que seguramente haba de surgir de ella, haba sido objeto diario de mis pensamientos durante muchas semanas.

    Cundo vendrn? pregunt.

    El prximo otoo. Dentro de un par de meses respondi mi padre, y aadi: Me alegro, querida, de que no hayas conocido a la seorita Reinfelt.

    Por qu? inquir, molesta y curiosa al mismo tiempo.

    Porque la pobre muchacha ha muerto.

    Qued sumamente impresionada. El general Spieldorf deca en su ltima carta, seis o siete semanas antes, que su sobrina no se encontraba muy bien, pero nada haca pensar en la posibilidad, ni siquiera remota, de un grave peligro.

    Aqu tienes la carta del general continu mi padre, entregndomela. Me parece que est muy trastornado. Indudablemente, cuando escribi la carta se hallaba muy excitado.

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    Nos sentamos en un banco de piedra, junto al sendero de los tilos. El sol desapareca con todo su melanclico esplendor detrs del horizonte selv-tico, y el torrente que discurra junto a nuestra mansin reejaba el colo-rido escarlata del cielo, cada vez ms plido.

    La carta del general Spieldorf era tan inslita y apasionada, que la rele detenidamente para comprender su sentido. Quizs el dolor haba trastor-nado su mente.

    mi obstinacin... todo... Es demasiado tarde. En estos momentos no puedo escribir ni hablar con serenidad; estoy demasiado trastornado. En cuanto est mejor me dedicar a la bsqueda e ir posiblemente hasta Viena. Dentro de un par de meses, hacia el otoo, ir a visitaros, si es que an estoy vivo. Al propio tiempo os contar lo que ahora no tengo fuerzas para escribir. Adis. Rogad por m, queridos amigos.

    Lo mismo a mi padre que a m, nos seduca lo pintoresco y nos quedamos contemplando en silencio la esplndida llanura que se extenda ante noso-tros. Las dos buenas seoras, a pocos pasos, discutan acerca del paisaje y hablaban de la luna.

    La seora Perrodon era ms bien gruesa y vea todas las cosas desde un punto de vista romntico. La seorita Lafontaine pretenda ser psicloga y algo mstica. Aquella tarde arm que la intensa luminosidad de la luna estaba en relacin directa con una especial actividad espiritual. Los efectos de una luna llena como aqulla podan ser mltiples. Inua en los sueos, en la locura, en la gente nerviosa y hasta en los hechos materiales.

    Esta noche dijo, la luna est llena de inujos magnticos. Mirad cmo brillan las ventanas con un resplandor plateado, como si unas manos invisi-bles hubieran iluminado las estancias para recibir huspedes espectrales.

    En aquel momento, el inslito rumor de las ruedas de un carruaje y del galope de muchos caballos sobre la carretera atrajo nuestra atencin. Pareca aproximarse descendiendo de la colina que dominaba el viejo puente; muy pronto, un pequeo tropel desemboc por aquel punto. Pri-mero cruzaron el puente dos caballeros, luego apareci un carruaje tirado por cuatro corceles, y nalmente otros dos caballeros que cerraban el cor-tejo.

    Pareca el coche de una persona de rango. Nuestra atencin qued pren-dida en aquel espectculo inusitado, que no tard en hacerse an ms interesante, porque, cuando apenas haban pasado la curva del puente, uno de los caballos del tiro se desboc y, contagiando su pnico a los otros, arranc a todo el tiro con un galope desenfrenado, irrumpiendo entre los

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    caballeros que precedan al carruaje y avanzando hacia nosotros con la violencia y la furia de un huracn.

    En aquel momento culminante, la escena adquiri caracteres de tragedia, debido a unos gritos femeninos procedentes del interior del vehculo.

    Mi padre permaneci en silencio, mientras nosotras lanzbamos exclama-ciones de terror. El nal no se hizo esperar. El punto de enlace de la carre-tera con el puente levadizo estaba delimitado a un lado por un soberbio tilo, y al otro por una cruz de piedra. Los caballos, que marchaban a una velocidad vertiginosa, se desviaron asustados al ver la cruz, arrastrando las ruedas contra las races salientes del rbol. Asustada por lo que poda ocu-rrir, me tap el rostro con las manos, no resistiendo la idea de ver cmo la carroza se sala del camino. En aquel mismo instante o el grito de mis com-paeras, que estaban un poco ms adelantadas que yo. Abr los ojos, impul-sada por la curiosidad, y contempl una escena sumamente confusa. Dos caballos yacan en el suelo. El carruaje estaba volcado, apoyado sobre uno de sus lados, con dos ruedas al aire. Los hombres se afanaban arreglando el vehculo, de cuyo interior haba salido una seora de aspecto autoritario, que retorca nerviosamente entre sus manos un pauelo. Ayudamos a salir del carruaje a una joven, al parecer desmayada. Mi padre se haba acercado a la seora de ms edad, sombrero en mano, ofrecindole ayuda y cobijo en el castillo. La seora no pareca or nada, y slo tena ojos para la frgil muchachita que haba sido reclinada en el respaldo de un banco.

    Me acerqu. La joven haba perdido el conocimiento, pero sin duda estaba con vida. Mi padre, que se preciaba de tener algunos conocimientos mdi-cos, le tom el pulso y asegur a la seora, que se haba presentado a s misma como madre de la joven, que la pulsacin, si bien dbil e irregular, era perceptible. La seora junt sus manos y alz los ojos al cielo, al pare-cer en un momentneo transporte de gratitud; luego, repentinamente, se desahog haciendo gestos teatrales, que, sin embargo, son espontneos en cierto tipo de personas. Era una mujer de buen ver, que en su juventud debi haber sido seductora. Delgada, aunque no aca, iba vestida de ter-ciopelo negro. Su plida sonoma conservaba una expresin orgullosa y autoritaria, a pesar de la agitacin del momento.

    Qu desgracia la ma! exclam, retorcindose las manos. Estoy efec-tuando un viaje que es cuestin de vida o muerte. Una hora de retraso puede tener consecuencias irreparables. No es posible que mi hija pueda restablecerse del golpe recibido y continuar un viaje cuya duracin no es posible prever. Deber dejarla forzosamente en el trayecto. No quiero correr el riesgo de llegar con retraso. A qu distancia se encuentra el pueblo ms prximo? Es necesario que la lleve hasta all, para recogerla a

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    mi regreso. Y pensar que tendr que pasar por lo menos tres meses sin ver a mi querida hija, sin tener noticias suyas!

    Tir a mi padre de la chaqueta y le susurr al odo:

    Padre, dile que la deje con nosotros... me gustara mucho. Hazlo por m.

    Si la seora quiere conar su hija a los cuidados de la ma y de nuestra ama, la seora Perrodon, si permite que su hija se quede con nosotros, bajo mi responsabilidad, hasta su regreso, lo consideraremos como un gran honor y tendremos para ella los cuidados y la devocin que el deber de la hospitalidad imponen dijo mi padre solemnemente.

    No puedo aceptarlo respondi la desconocida, con mucha circunspec-cin; sera abusar demasiado de su amabilidad.

    Al contrario, nos hara un gran favor. Precisamente vendra a llenar un inesperado vaco. Hoy mismo, mi hija ha sufrido una gran desilusin, debido a la noticia de que se ha frustrado una visita que esperbamos. Si confa su hija a nuestros cuidados, ser su mejor consuelo.

    En el aspecto y actitudes de aquella seora haba algo tan especial e impo-nente, y en cierto sentido fascinante, que, aun prescindiendo del squito que la acompaaba, daba la impresin de ser una persona de rango.

    Entretanto, el carruaje haba sido levantado y los caballos, ya calmados, estaban de nuevo enganchados.

    La seora dirigi a su hija una mirada que a m no me pareci afectuosa, como era de esperar despus de la terrible escena, y seguidamente llam a mi padre con un gesto y se apartaron unos pasos de nosotros. Mientras hablaba, la seora mantuvo una expresin fra y grave, muy poco acorde con su anterior conducta.

    Conversaron unos minutos; luego, la seora regres y dio unos pasos hacia su hija, que yaca entre los brazos de la seora Perrodon. Se arrodill a su lado y le susurr algo al odo. La bes apresuradamente y luego entr precipitadamente en el carruaje, cerrando la portezuela, mientras los por-tillones trepaban al pescante y los batidores espoleaban sus caballos. Los postillones hicieron restallar sus ltigos y los caballos se lanzaron al galope; el carruaje desapareci entre una nube de polvo, seguido de los dos caba-lleros que cerraban el cortejo.

    Seguimos con la mirada su carrera hasta que desapareci denitivamente entre la niebla y dej de orse el chirrido de sus ruedas y fragor de los cascos de los caballos lanzados al galope.

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    Para demostrar que no habamos sido vctimas de una alucinacin que-daba entre nosotros la muchacha, que precisamente en aquel momento estaba recobrando el sentido. No pude verla, porque tena el rostro vuelto hacia la parte opuesta al lugar donde yo me encontraba, pero o su voz, muy dulce, que preguntaba en tono suplicante:

    Dnde est mi madre? Dnde estoy? No veo el carruaje...

    La seora Perrodon contest a sus preguntas lo mejor que pudo, y, paula-tinamente, la joven fue recordando lo que haba sucedido. Al enterarse de que nadie haba sufrido el menor dao, qued muy aliviada. Pero cuando le dijimos que su madre la haba dejado a nuestro cuidado y que tardara unos tres meses en regresar a buscarla, se ech a llorar. Iba a acercarme a ella para ayudar a la seora Perrodon en sus esfuerzos por consolarla, pero la seorita Lafontaine me detuvo, diciendo:

    No se acerque a ella, seorita. En el estado en que se encuentra, no podra soportar ms de una persona a la vez.

    Pens que podra visitarla en cuanto la hubieran acomodado en su habita-cin. Entretanto, mi padre haba enviado en busca del mdico que viva a unas dos leguas de distancia, y orden preparar una habitacin para alojar a la muchacha.

    La desconocida se puso en pie y, apoyndose en el brazo de la seora Perrodon, cruz lentamente el puente levadizo y entr en nuestro jardn. La camarera la acompa inmediatamente a la habitacin que le haba sido destinada.

    Le agrada nuestra invitada? pregunt a la seora Perrodon. Dgame qu impresin le ha causado.

    Me agrada mucho contesto. Creo que es la muchacha ms bonita que he visto en toda mi vida. Tiene aproximadamente la edad de usted y es verdaderamente encantadora.

    No se han dado cuenta de que en el carruaje haba otra persona? intervino la seorita Lafontaine. Una mujer que ni siquiera ha asomado la cabeza.

    No, no la habamos visto. La seorita Lafontaine nos describi a un extrao personaje, vestido de negro, con un turbante rojo en la cabeza, que miraba continuamente por la ventanilla, haciendo gestos y muecas de desprecio en direccin a las dos mujeres. Tena unos ojos saltones y sus dientes salien-tes parecan los de una arpa.

    Han notado ustedes el desagradable aspecto que tenan los sirvientes? pregunt a su vez la seora Perrodon.

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    S convino mi padre, parecan mastines. Nunca haba visto tipos como sos. Espero que cuando crucen el bosque no desvalijen a la seora. Pero, deben ser unos bribones muy hbiles. Lo han arreglado todo en un momento.

    Quizs estaban cansados del largo viaje dijo la seora Perrodon. Adems de su aspecto poco recomendable, tenan la cara demacrada y parecan estar furiosos. Debo confesar que han despertado mi curiosidad, pero confo en que la muchacha nos lo explicar todo maana, cuando se encuentre mejor.

    No creo que lo haga dijo mi padre con una sonrisa ambigua, como si supiera ms de lo que deca.

    Esto excit mi curiosidad por saber lo que la seora vestida de negro le haba dicho a mi padre en el curso de la breve conversacin que sostuvie-ron. Apenas me qued a solas con l intent sonsacarle. Mi padre no se hizo rogar.

    No hay ningn motivo para que te lo oculte. La seora me dijo que tema dejarnos a su hija, porque se trata de una muchacha de salud delicada y tiene los nervios alterados, aunque no padece ataques ni alucinaciones.

    No te parece algo raro que te dijera esto? No tena ninguna necesidad de aclarar ese extremo...

    De todos modos, eso es lo que me dijo me interrumpi mi padre. Me explic que est efectuando un largo viaje, de vital importancia para ella. Est obligada a viajar con la mayor rapidez y discrecin posibles. Dentro de tres meses vendr a recoger a su hija. Entretanto, no debe decir nada acerca de su personalidad y del lugar a donde se dirige. Al pronunciar la palabra discrecin, la ha subrayado con una pausa, mirndome a los ojos con cierta dureza. Creo que es importante. Has visto la rapidez con que se ha marchado? Espero no haber cometido una tontera al hacerme cargo de esa muchacha.

    Aunque el mdico no lleg hasta la una de la madrugada, no pude irme a la cama. Cuando el doctor regres al saln, su informe fue muy optimista. La paciente se haba levantado y su pulsacin era regular. No tena nin-guna herida y el trauma nervioso no haba dejado huella. Nada se opona a que yo la visitara, si ella lo consenta. En consecuencia, le envi recado por medio de la camarera, preguntndole si poda hacerle una breve visita.

    La camarera regres inmediatamente, diciendo que la joven se alegrara mucho con mi visita. No perd un solo instante.

    Habamos alojado a nuestra invitada en una de las habitaciones ms her-mosas del castillo. La joven estaba recostada, a la luz de los candelabros, en

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    la cabecera de la cama. Su graciosa gura apareca envuelta en una bata de seda recargada de ores y orlada con una cinta de raso que su madre le haba echado a los pies, cuando an estaba en el suelo.

    Pero, apenas me acerqu a la cama para saludarla, algo me hizo enmude-cer y retroceder unos pasos.

    Tratar de explicarme. El rostro que tena ante m era el mismo que se me haba aparecido durante aquella terrible noche de mi infancia, el rostro que tanto me haba impresionado y sobre cuya aparicin haba reexio-nado durante aos, horrorizndome en secreto.

    Era un rostro encantador, y su expresin conservaba la melanclica dul-zura que tena cuando lo vi por primera vez. De repente, se ilumin con una sonrisa, como si tambin la joven acabara de reconocer a una vieja amiga.

    Se produjo un silencio que dur unos instantes. Finalmente, la joven habl: yo no poda hacerlo.

    Qu raro! exclam. Hace unos aos vi tu rostro en sueos, y desde entonces me ha obsesionado de tal modo, que no he podido olvidarlo.

    S que es curioso dije, tratando de sobreponerme al horror que me haba impedido pronunciar una palabra hasta aquel momento. Tambin yo te vi hace unos aos doce, exactamente, no s si en un sueo o en la realidad. Y tampoco he podido olvidar tu rostro desde entonces.

    Su sonrisa se hizo ms dulce y desapareci el aire de curiosidad que haba notado en los primeros momentos en la joven. Me sent ms conada, y cumpl con mis deberes de antriona, dndole la bienvenida a nuestro hogar y expresndole la satisfaccin que a todos los de la casa, y especial-mente a m, nos haba producido su imprevista llegada. Mientras hablaba, le cog la mano. Yo era algo tmida, hecho muy comprensible si se tiene en cuenta la soledad en que viva, pero aquella situacin especial me hizo elocuente, casi audaz. La joven apret sbitamente mi mano y la estrech entre las suyas, mirndome con sus ojos brillantes. Sonrojndose, sonri de nuevo y contest a mi saludo. Aunque yo no me haba recobrado del todo de mi primera impresin, me sent a su lado y la joven me dijo:

    Ante todo, es necesario que te cuente cmo y dnde te vi por primera vez. Es realmente extraordinario que nos hayamos soado mutuamente tal como somos ahora, a pesar de que el sueo tuvo lugar cuando ramos unas nias. Yo no tena ms de seis aos. Despert de repente de un sueo agitado y me pareci encontrarme en una habitacin muy distinta a mi nursery, una estancia cuyas paredes estaban revestidas de madera de color

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    oscuro y que apareca llena de camas, sillas y otros muebles. Recuerdo que las camas estaban vacas y que en la habitacin no haba nadie ms que yo. Contempl la habitacin con gran curiosidad, admirando, entre otras cosas, un gran candelabro de hierro de dos brazos que reconocera entre mil si volviera a verlo. Luego me suba a una de las camas para llegar hasta la ventana, pero en aquel mismo instante o un llanto procedente de una de las camas. Entonces fue cuando te vi. Eras tal como ahora te veo, una muchacha bellsima, de cabellos dorados y enormes ojos azules. Tambin tus labios eran los mismos. Tu modo de mirar me conquist inmediatamente. Salt a la cama y te abrac; creo que nos quedamos dormidas durante un rato. Me despert un grito: te habas despertado y estabas chillando. Me asust y ca al suelo, donde perd el conocimiento. Cuando recobr el sen-tido me hallaba de nuevo en mi casa, en mi habitacin. Nunca he podido olvidar tu rostro. No es posible que todo aquello fuese un simple sueo. Realmente, la muchacha que vi eres t.

    Le cont entonces mi visin, que suscit en mi nueva amiga una admira-cin que no me pareci simulada.

    No s cul de las dos se asust ms dijo, sonriendo. Si no hubieras sido tan encantadora, creo que me habra asustado ms... No te parece que lo mejor ser pensar que nos conocimos hace doce aos y que, por tanto somos viejas amigas? Yo, por lo menos, creo que desde nuestra infancia estbamos predestinadas a serIo. Y por mi parte nunca he tenido una ver-dadera amiga. La encontrar ahora?

    Suspir, y me mir apasionadamente con sus hermosos ojos negros. En realidad, aquella joven me atraa de un modo inexplicable, pero al propio tiempo me inspiraba una indenible repulsin. Sin embargo, pese a lo contradictorio de mis sentimientos, lo que predominaba era la atraccin. Aquella joven desconocida hasta cierto punto me interesaba y me con-quistaba. Era tan hermosa y fascinante! Recuerdo que not en ella cierto cansancio y me apresur a desearle las buenas noches. Aad:

    Ser mejor que esta noche duerma una camarera contigo. Fuera, en el pasillo, me aguarda una sirvienta. Es muy seria y no te molestar.

    Eres muy amable respondi la joven, pero si hay otra persona en mi habitacin no puedo dormir. No necesito ayuda, y quiero confesarte una pequea debilidad ma: tengo horror a los ladrones. En cierta ocasin, mi casa fue desvalijada y asesinaron a dos camareras. Desde entonces tengo la costumbre de cerrar la puerta con llave. Tendrs que disculparme, pero no puedo evitarlo.

    Durante un rato me retuvo entre sus brazos; luego me susurr al odo:

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    Buenas noches, querida. Me desagrada separarme de ti, pero es hora de descansar. Hasta maana. No pasaremos mucho rato separadas.

    Se dej caer sobre la almohada, suspirando, mientras sus hermosos ojos me contemplaban con expresin amorosa y melanclica. Suspir de nuevo.

    Buenas noches, amiga ma.

    Los jvenes se enamoran y encarian al primer impulso. Me lisonjeaba el evidente afecto que me demostraba aquella joven, aunque me pareca que yo no haba hecho nada para merecerlo. Me encant la conanza que me haba demostrado desde el primer momento. Pareca indudable que est-bamos predestinadas a ser amigas intimas.

    Lleg el da siguiente, y volvimos a vernos. Su compaa me haca feliz por muchas razones. A la luz del da no haba perdido su encanto. Era, sin duda, la ms hermosa criatura que jams haba visto, y el desagradable recuerdo que conservaba de su aparicin en el curso de mi sueo infantil se haba trocado en una placentera sensacin.

    La joven me confes que tambin ella haba experimentado un sobresalto al reconocerme, y el mismo sentimiento de repulsin que se mezclaba a mi simpata. Las dos nos remos de nuestro asombro.

    He dicho que haba en ella muchas cosas que me fascinaban, pero tambin otras que me desagradaban.

    Empezar por describirla fsicamente: era de estatura mediana, delgada y de formas muy armoniosas. Aparte de que sus movimientos eran lngui-dos verdaderamente muy lnguidos, nada en su aspecto denotaba que estuviera enferma. Tena una tez sonrosada y luminosa, y sus facciones eran pequeas y correctas. Sus ojos eran negros y brillantes, sus cabellos realmente esplndidos: no he visto nunca una cabellera tan larga y sedosa como la suya cuando la soltaba sobre sus hombros. A menudo sumerga mi mano entre sus cabellos y rea tontamente ante lo inslito de su peso. Eran unos cabellos mrbidos y vivos, de color castao oscuro con reejos dora-dos. Me gustaba sentirlos en mi mano y luego soltarlos mientras mi amiga, sentada en un silln, hablaba sin cesar. Me gustaba retorcerlos, entrelazar-los, jugar con ellos. Cielo santo! Si lo hubiese sabido todo!

    He sealado que algunas de sus particularidades no me convencan. He dicho que la conanza que me haba otorgado desde el primer momento me haba conquistado. No obstante, todo cuanto haca referencia a ella misma, a su madre o a cualquier aspecto de su vida particular o familiar, despertaba en la joven una extraa reticencia. Desde luego, no era razo-nable por mi parte insistir en esos aspectos, y tal vez no me portaba bien.

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    Mi obligacin era la de respetar la solemne orden dada a mi padre por la seora vestida de negro. Pero la curiosidad es un sentimiento que carece de escrpulos, y ninguna muchacha soporta de buen grado verse desilu-sionada por lo que le interesa: Qu poda haber de malo en el hecho de que mi amiga me contara lo que tan ardientemente deseaba saber? Acaso no tena conanza en mi sentido del honor? Por qu no me crea cuando le aseguraba que jams divulgara una sola palabra de lo que me dijera?

    Su persistente negativa, acompaada siempre de una sonrisa, me pareca una actitud totalmente en desacuerdo con su edad. No puedo decir que el hecho fuera motivo de discusiones entre nosotras, porque resultaba impo-sible enfadarse con la joven. Tal vez lo inconveniente, e incluso descorts, fuera mi insistencia, pero me senta realmente acuciada por la curiosidad.

    Sus explicaciones no me aclaraban nada, o por lo menos eso crea yo. Pueden resumirse en tres vagas revelaciones.

    La primera era su nombre: Carmilla.

    La segunda, que los miembros de su familia eran nobles o intelectuales.

    Y la tercera, que su casa estaba situada al occidente de la nuestra.

    No me dijo su apellido, ni sus ttulos nobiliarios, ni el nombre de sus pro-piedades, ni siquiera la regin donde viva. Y no es que yo la atosigara continuamente con mis preguntas: me limitaba, simplemente, a interca-larlas siempre que la ocasin era propicia. Prefera las frmulas indirec-tas. Una o dos veces, en realidad, la ataqu frontalmente. Pero, cualquiera que fuese la tctica que empleaba, el resultado era siempre el mismo: un rotundo fracaso. Los reproches y las caricias no servan de nada, aunque debo confesar que saba eludir las preguntas con una evidente destreza, y que pareca francamente disgustada por no poder satisfacer mi curiosidad. Siempre que se planteaba una de estas situaciones, me echaba los brazos al cuello, me estrechaba contra su pecho y apoyaba su mejilla en la ma, murmurndome al odo:

    Querida, s que tu corazn se siente herido. No me juzgues cruel: me limito a obedecer una ley ineludible que constituye mi fuerza y mi debili-dad. Si tu corazn est herido, el mo sangra con el tuyo. En medio de mi gran tristeza, vivo de tu exuberante vida, y t morirs, morirs dulcemente por la ma. Es algo inevitable. Y as como yo me acerco a ti, t, a tu vez, te acercars a otros y aprenders el xtasis de la crueldad, que es una forma del amor. No intentes saber nada ms de m ni de mi vida, pero ten con-anza con todo tu amor.

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    Y despus de haber hablado con una voz suave, queda, me estrechaba entre sus brazos, y sus labios, besndome tiernamente, me inamaban las mejillas.

    Aquella excitacin y aquel lenguaje me resultaban incomprensibles. Inten-taba eludir sus abrazos, no demasiado frecuentes, pero me faltaban ener-gas. Sus palabras resonaban en mis odos como una cancin de cuna y domeaban mi resistencia sumergindome en una especie de sopor, del cual slo despertaba cuando me libraba de sus brazos. Aquellas incomprensibles expansiones no me gustaban. Experimentaba una extraa y tumultuosa sen-sacin que, si bien en cierto sentido me resultaba agradable, me inundaba al mismo tiempo de temor y de repulsin. Siempre que tena lugar una de esas escenas me senta sumamente turbada, y, al tiempo que aumentaba el placer que me produca, aumentaba tambin mi repugnancia.

    S que lo que acabo de explicar podr parecer paradjico, pero no puedo expresar de otra forma lo que senta.

    Han transcurrido diez aos desde que tuvieron lugar aquellos hechos, y la mano me tiembla an al escribir acerca de la situacin en que inconscien-temente me vi envuelta.

    A veces, despus de un largo perodo de indiferencia, mi extraa y bellsima amiga me coga sbitamente la mano, estrechndomela con pasin. Se sonrojaba y me miraba con ojos ora lnguidos, ora de fuego. Su conducta era tan semejante a la de un enamorado, que me produca un intenso des-asosiego. Deseaba evitarla, y al propio tiempo me dejaba dominar. Carmi-lla me coga entre sus brazos, me miraba intensamente a los ojos, sus labios ardientes recorran mis mejillas con mil besos y, con un susurro apenas audible, me deca:

    Sers ma... debes ser ma... T y yo debemos ser una sola cosa, y para siempre.

    Despus se echaba hacia atrs, apoyndose en el respaldo del silln, cubrindose los ojos con las manos; y yo me senta trastornada en lo ms profundo de mi ser.

    Qu quieres decir con tus palabras? intentaba saber. Te recuerdo acaso a alguna persona a la que amaste mucho? No me gusta que me hables as. Cuando lo haces no pareces la misma. Y tampoco yo me reco-nozco a m misma cuando me miras y me hablas de este modo.

    No hallaba una explicacin satisfactoria a aquellas efusiones. Sin embargo, no parecan afectadas, ni falsas. Indudablemente, se trataba de una explo-sin espontnea de un instinto o sentimiento reprimido.

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    Acaso Carmilla sufra alucinaciones? Estara loca, a pesar de lo que arm su madre antes de marcharse? O se trataba, simplemente, de una argucia romntica? En ms de una ocasin haba ledo la historia de un joven que se introduca en casa de su amada vestido de mujer y con la ayuda de una aventurera... Sera ste el caso? La hiptesis lisonjeaba mi vanidad, pero no tena la menor consistencia. Durante largos perodos de tiempo, yo no representaba absolutamente nada para Carmilla, la cual se limitaba a dirigirme alguna mirada ardiente, eso s. Y aparte de aque-llos fugaces momentos de excitacin, sus modales eran absolutamente femeninos. Sus costumbres, por otra parte, eran bastante raras. Gene-ralmente, se levantaba muy tarde, nunca antes del medioda. Entonces tomaba nicamente una taza de chocolate, muy caliente. A continua-cin pasebamos juntas un rato, muy corto, ya que no tardaba en sen-tirse fatigada; regresbamos al castillo o nos sentbamos en un banco, debajo de los rboles. Lo ms curioso era que su languidez fsica no iba nunca acompaada de postracin mental. Su conversacin era siempre chispeante y vivaz.

    De cuando en cuando haca alguna vaga alusin a su hogar, a su infancia o a algn recuerdo de su existencia, y a travs de sus palabras se adivinaba que sus hbitos y costumbres eran muy dispares a los nuestros. De esas ocasionales alusiones llegu a colegir que su pas natal estaba mucho ms lejos de lo que haba credo al principio.

    Una tarde en que nos hallbamos sentadas bajo los rboles, desl ante nosotros un cortejo fnebre. Se trataba del entierro de una muchacha muy bonita y a la cual yo conoca porque era hija del guarda forestal. El pobre hombre marchaba detrs del fretro que contena los restos de su que-rida y nica hija y pareca tener el corazn destrozado. Le seguan algunos aldeanos, cantando un himno funerario.

    Cuando el cortejo pas delante nuestro me puse en pie en seal de res-peto, y un mi voz a las suyas. Mi amiga me tir rudamente del vestido y yo me volv, sorprendida. En tono irritado, me dijo:

    Es que no te das cuenta de lo desanado de sus voces?

    Pues a m me parece un canto muy dulcerespond, molesta por aquella intempestiva intromisin, y porque tema que los acompaantes del entie-rro observaran nuestra discusin.

    El canto continu.

    Me destrozan los tmpanos! exclam Carmilla en tono rabioso, tapn-dose los odos con las manos. Detesto los entierros y los funerales. Cun-

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    tas cosas intiles! Porque t has de morir, todos han de morir, y todos, des-pus de la muerte, son mucho ms felices. Regresemos a casa!

    Mi padre ha ido tambin al cementerio. Lo sabas?

    No, no me importa. Ni siquiera s quin es el muerto replic mientras sus ojos centelleaban.

    Se trata de aquella muchacha que hace unos quince das crey haber visto un fantasma. Desde entonces ha ido empeorando, y ayer por la maana falleci.

    No me hables de fantasmas: esta noche no podra dormir.

    Espero que no haya una epidemia por estos alrededores. Existen algu-nos sntomas continu. La mujer del pastor muri hace una semana, y tambin dijo que haba notado una extraa opresin en el cuello, como si alguien tratara de ahogarla. Mi padre dice que esas alucinaciones son frecuentes en los casos de ebres epidmicas. La mujer se hallaba perfec-tamente el da anterior, pero despus de aquella noche se debilit inespe-radamente y al cabo de una semana falleci.

    Bien, supongo que ya habrn terminado con los cantos fnebres. Nues-tros odos ya no se vern torturados de nuevo. Todas estas cosas me ponen nerviosa. Sintate a mi lado, ms cerca. Cgeme la mano. Apritala fuerte, ms fuerte...

    Nos habamos retirado unos pasos y Carmilla se sent en un banco. Su semblante se haba transformado de tal modo, que me asust. Se haba puesto plida. Sus dientes rechinaban y apretaba los labios, sacudida por un continuo escalofro. Todas sus energas parecan empeadas en luchar contra aquel ataque. Finalmente, prori un ahogado grito y se tranqui-liz paulatinamente, superada la crisis de histerismo.

    Esto sucede cuando se agobia a la gente con himnos funerarios dijo. No me sueltes, me siento ya mucho mejor.

    Tal vez para desvanecer la profunda impresin que me haba producido el verla sumida en aquella crisis, mientras regresbamos a casa se mostr muy animada y parlanchina.

    Aquello pas como una nube de verano. Pero an tuve ocasin de asistir a una nueva explosin de clera de Carmilla.

    Cierto da estbamos contemplando el paisaje desde uno de los grandes ventanales del saln, cuando vimos a un vagabundo que cruzaba el puente levadizo, encaminndose hacia el patio del castillo. Le conoca perfecta-mente. Cada seis meses vena al castillo.

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    Era un jorobado, y su rostro tena la expresin mordaz que suele verse en los hombres que son vctimas de una deformidad fsica. Llevaba una barbita oscura y puntiaguda y al sonrer abra la boca de oreja a oreja, mostrando unos dientes blanqusimos. Vesta con una zamarra de piel de bfalo, adornada con numerosas cintas y campanillas. De su espalda col-gaban una linterna y dos cajas cuyo contenido me era ya conocido: en una de ellas guardaba una salamandra, y en la otra una mandrgora. Llevaba tambin un violn, una caja de amuletos contra el mal de ojo y varios estu-ches de contenido diverso. Se apoyaba en un bastn de madera negra, con una contera de cobre. Iba acompaado de un perro esqueltico que le segua elmente a todas partes. Pero el animal se detuvo en medio del puente levadizo, eriz el pelo y prorrumpi en lgubres aullidos, negn-dose a avanzar.

    Entretanto, el vagabundo haba llegado al centro del patio y, quitndose el grotesco sombrero, se inclin en una cmica reverencia. Luego empu el violn y empez a tocar una alegre meloda, acompandola con un canto tan desanado y unos pasos de danza tan cmicos, que me ech a rer a pesar de lo mucho que me haban impresionado los siniestros aulli-dos del perro.

    Desean las seoritas comprar un amuleto contra el vampiro, que segn he odo decir merodea por estos alrededores como un lobo? dijo el vaga-bundo, dejando caer el sombrero al suelo. La gente muere por doquier, pero yo tengo un talismn que no falla; slo hay que coserlo a la almo-hada, y cuando el vampiro se presenta puede uno rerse de l en sus pro-pias barbas.

    Los amuletos consistan en unas cintas de papel transe, con cifras y dibujos cabalsticos.

    Inopinadamente, Carmilla compr un talismn y yo la imit. El vagabundo nos observaba y nosotras sonreamos divertidas; al menos yo. Pero, de repente, mientras nos miraba, los ojos del vagabundo unos avispados ojos azules parecieron descubrir algo que por un instante atrajo su atencin. Inmediatamente sac un estuche de cuero repleto de toda clase de peque-os instrumentos de acero.

    Mire, seorita me dijo, mostrndome el estuche, adems de algunas actividades menos tiles, practico la de dentista. Quieres callarte de una vez, animalucho? Si no paras de aullar, la seorita no oir lo que le digo. Como le iba diciendo, soy dentista, y su amiga tiene los dientes ms ala-dos que he visto en mi vida; largos, alados, puntiagudos como una lanza, como un aller. S, los he visto perfectamente; son unos dientes peligro-

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    sos. Yo entiendo de estas cosas, y aqu estoy con mi lima, mi punzn y mis pinzas. Se los dejar redondeados y bonitos. Si la seorita consiente, en vez de dientes de pez tendr una dentadura digna de su belleza. Se ha enfa-dado la seorita? He sido demasiado atrevido? La he ofendido?

    Carmilla, en efecto, le miraba con una expresin de odio. Se apart de la ventana, acusndome:

    Y permites que ese charlatn me insulte de ese modo? Dnde est tu padre? Quiero pedirle que lo eche del castillo. Mi padre hubiera ordenado que le apalearan, para quemarlo luego vivo.

    Sin embargo, en cuanto no tuvo ante sus ojos al hombre que la haba insul-tado, su clera desapareci tan rpidamente como haba surgido; al cabo de unos instantes haba olvidado ya al jorobado y sus extravagantes palabras.

    Aquella misma tarde, mi padre lleg muy excitado. Nos cont que se haba presentado otro caso parecido a los anteriores y de los cuales ya he hablado. La hermana de un colono de nuestra nca, que viva a una milla de distancia de nuestro castillo, haba enfermado repentinamente. Deca que haba sido atacada por un ser monstruoso, y su estado se agravaba, lenta pero inexorablemente.

    En rigor dijo mi padre, todo esto puede ser atribuido a causas naturales. Esos infelices se sugestionan con narraciones inverosmiles, y de este modo provocan sus alucinaciones.

    No deja de ser una cosa terrible observ Carmilla.

    Desde luego asinti mi padre. Me asusta pensar que puedo ser vctima de una alucinacin semejante. Aunque slo fuera una alucinacin, ha de ser tan horrible como si se tratara de un hecho real.

    Estamos en las manos de Dios arm mi padre. Nada puede ocurrir sin su consentimiento, y todo terminar bien para aquellos que le aman. Es nuestro Creador. El nos ha hecho y cuidar de nosotros.

    Yo creo replic Carmilla que todas las cosas suceden por imperativo de la naturaleza. Y que la enfermedad que se propaga por la comarca es tam-bin cosa de la naturaleza. No le parece?

    Hoy vendr el mdico dijo mi padre, eludiendo contestar a la pregunta de la muchacha. Me gustar saber qu opina el doctor de este fenmeno, y qu nos aconseja.

    Los mdicos nunca me han servido para nada replic Carmilla.

    Has estado enferma? le pregunt.

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    Ms enferma de lo que t hayas estado jams.

    Hace mucho tiempo?

    S, mucho: lo he olvidado todo, excepto el dolor y la debilidad.

    Entonces, seras muy joven...

    Creo que s. Pero, no hablemos ms de esto. No quieras hacer sufrir a tu amiga.

    Me mir lnguidamente a los ojos y, cogindome del talle, me sac de la habitacin.

    Por qu se divierte tanto tu padre asustndome?me pregunt, una vez estuvimos fuera, temblando ligeramente.

    No lo creas, querida, no es sa su intencin.

    Y t, ests asustada?

    Lo estara si pensara que tambin nosotras corremos el mismo peligro que esa pobre gente.

    Te asusta la idea de la muerte?

    Desde luego, a todo el mundo le asusta esa idea.

    Crees, por ejemplo, que es espantoso morir mientras se ama? Dos amantes que mueren juntos.., y de este modo pueden vivir juntos para siempre... Las muchachas no son ms que orugas y slo se transforman en mariposas cuando llega el verano. Entretanto, son crislidas y larvas, cada una con sus formas e inclinaciones particulares. Hay un cierto seor Buffon que as lo cuenta.

    Por la noche vino el mdico y se encerr con mi padre en su despacho, donde permanecieron durante largo rato. Era un mdico con mucha expe-riencia, de unos sesenta aos. Su rasurado rostro apareca tan liso como la supercie de una calabaza. Cuando salan del despacho, o que mi padre deca, riendo:

    Me admira or esas palabras en boca de un hombre tan sensato como usted. Qu opina, entonces, de los hipgrifos y de los dragones?

    Tambin el mdico se rea, sacudiendo la cabeza.

    En todo caso, la vida y la muerte han sido siempre un misterio y sabemos muy poco acerca de lo que puede suceder.

    Se alejaron charlando y yo no pude or nada ms. En aquel momento igno-raba cules haban sido las hiptesis aventuradas por el doctor, pero ahora creo adivinarlas.

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    Una tarde lleg de Gratz el hijo del restaurador de cuadros, transportando en su carro dos grandes cajas llenas de cuadros. Su llegada constituy un verdadero acontecimiento. Las cajas quedaron en el atrio; los criados se encargaron del joven y lo acompaaron a la cocina para que le dieran de cenar. Luego se uni a nosotros en el atrio grande, donde nos habamos reunido previamente para abrir las cajas.

    Carmilla estaba sentada y miraba distradamente los viejos cuadros, casi todos retratos, que haban sido enviados a restaurar. Mi madre perteneca a una antigua familia hngara, y la mayor parte de los cuadros procedan de mi familia materna. Mi padre iba leyendo en una lista los ttulos de los cuadros, y el artesano los iba sacando de las cajas. Ignoro el valor que podan tener, aunque eran antiguos y algunos muy curiosos. Yo los vea por primera vez en mi vida, ya que la humedad y el polvo haban ocultado las telas durante mucho tiempo.

    No haba visto nunca este cuadro coment mi padre, sealando la tela que el restaurador tena en la mano. Aqu, en un ngulo, gura el nombre, que pude descifrar antes de enviarlo al restaurador: Marcia Karstein. Lleva la fecha de 1768. Ser interesante ver lo que ha surgido ahora...

    Me acord de aquel cuadro. Se trataba de una pequea tela, sin marco, de forma cuadrangular y tan ennegrecida por el paso del tiempo que jams pudimos contemplar a aquella Marcia Karstein, si es que en realidad se trataba de su retrato.

    El restaurador exhibi la tela con evidente orgullo. Era una joven de rostro hermossimo, y qued asombrada por la viveza de su expresin. Pero lo que ms me asombr fue su extraordinario parecido con Carmilla.

    Te das cuenta, querida? le pregunt. Esto es un verdadero milagro. Eres t misma, viva y sonriendo. Slo le falta hablar. No te parece extraor-dinario? Mira, pap! Tiene tambin un pequeo lunar en la garganta...

    Mi padre esboz una sonrisa y dijo:

    Realmente, es de un parecido extraordinario.

    Pero, ante mi sorpresa, no prest mayor atencin al hecho y continu su tarea con el restaurador. Por mi parte, senta aumentar mi admiracin a medida que contemplaba el retrato.

    Me permites que lo cuelgue en mi habitacin, pap? le ped a mi padre.

    Desde luego, querida dijo. Me alegra que te guste. Debe ser ms her-moso de lo que yo crea, si es que se parece tanto a tu amiga.

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    Carmilla no pareci haber odo el cumplido. Estaba retrepada en un silln y me contemplaba jamente con sus hermosos ojos, con la boca ligeramente entreabierta y sonriendo como en xtasis.

    Ahora s que puede leerse bien el nombre dije. No es Marcia. Parece escrito con letras de oro. El nombre es Mircalla, condesa de Karstein. Encima del nombre hay una pequea corona, y debajo una inscripcin: Anno Domini 1698. Yo desciendo de los Karstein.

    Ah! exclam lnguidamente Carmilla. Tambin yo creo que soy una descendiente lejana de esa familia. Viven an algunos de sus miembros?

    No creo que exista nadie que lleve el apellido. La familla qued extin-guida a raz de la guerra civil, hace muchsimo tiempo. Las ruinas del casti-llo se encuentran a slo unas leguas de aqu.

    Muy interesante murmur distradamente Carmilla. Pero, mira qu her-moso claro de luna tenemos hoy. Mir a travs de la entornada puerta. Y si fusemos a dar un paseo?

    Esta noche me recuerda la de tu llegada dije.

    Carmilla suspir, esbozando una sonrisa.

    Se puso en pie y salimos al patio cogidas por la cintura. Anduvimos lenta-mente y en silencio hasta el puente levadizo. Ante nuestros ojos se exten-da una hermosa llanura, baada por la luz de la luna.

    De modo que recuerdas an el da de mi llegada? me susurr Carmilla al odo. Te alegra tenerme aqu?

    Soy muy feliz, querida Carmilla respond.

    Y has pedido que te dejaran colgar aquel cuadro en tu habitacin mur-mur mi amiga, con un suspiro. Luego me apret ms estrechamente con el brazo que cea mi talle y apoy su cabeza en mi hombro.

    Qu romntica eres, Carmilla! exclam. Cuando me cuentes la historia de tu vida, estoy segura de que ser como si me leyeras una novela de amor.

    Me bes silenciosamente.

    Estoy convencida, Carmilla, de que has estado enamorada prosegu. Y me atrevera a armar que sigues preocupada por algn asunto amoroso.

    Nunca me he enamorado, y nunca me enamorar arm Carmilla. A no ser que me enamore de ti...

    A la luz de la luna, apareca ms hermosa que nunca. Tras dirigirme una extraa y tmida mirada, ocult la cara en mi cuello, entre mis cabellos,

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    respirando agitadamente; pareca a punto de estallar en sollozos y me apretaba la mano, temblando. Su mrbida mejilla quemaba contra la ma. Murmur:

    Querida! Yo vivo en ti, y t morirs en m. Te quiero tanto!

    Me separ de ella. Carmilla me miraba ahora con unos ojos de los que haban desaparecido el fuego y la vida. Y como si saliera de un sueo, aadi:

    Regresemos. Vmonos a casa.

    Me parece que ests enferma, Carmilla; deberas tomar un vasito de vino le dije.

    S, creo que s. Ahora me encuentro mucho mejor. Dentro de unos minu-tos estar completamente bien. S, tomar un vaso de vino. Y, acercndose a la puerta, aadi: Djame mirar un instante; quiz sea la ltima vez que veo la luna contigo.

    De veras te sientes mejor, Carmilla? pregunt.

    Por un instante, tem que se hubiera contagiado de aquella extraa epide-mia que azotaba la comarca.

    Pap se apenara mucho si supiera que te encuentras mal y no lo dices. Nuestro mdico es un hombre muy inteligente.

    Todos sois excesivamente buenos conmigo. Pero lo que yo tengo no es cosa de mdicos. No estoy enferma, sino solamente un poco dbil. El menor esfuerzo me deja agotada. Pero me recobro muy fcilmente. Ves? Ya estoy bien.

    As lo pareca. Seguimos charlando durante un rato, y Carmilla se mostr muy animada. El resto de aquella tarde transcurri sin que se produjera ninguna recada en lo que yo llamaba su exaltacin.

    Las ardientes miradas de Carmilla, su modo absurdo de expresarse, me asustaban a veces, lo coneso.

    Pero aquella noche ocurri algo que deba provocar un cambio radical en el curso de mis pensamientos.

    Acompa a Carmilla a su habitacin, como de costumbre, y me qued charlando con ella mientras se preparaba para acostarse.

    Creo que llegar un da dije en que tendrs una absoluta conanza en m.

    Se volvi, sonriente, pero no contest.

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    No contestas le dije, porque no puedes darme una respuesta satisfacto-ria, verdad? No debera habrtelo sugerido...

    Tienes perfecto derecho a hacerlo replic Carmilla. Te quiero mucho, y te considero merecedora de recibir todas mis condencias, puedes creerlo. Pero estoy atada a una promesa, ms atada que una religiosa a sus votos, y no puedo hablar de m, ni siquiera contigo. Pero se acerca el momento en que lo sabrs todo. Me juzgars cruel y egosta, muy egosta, pero recuerda que el amor es siempre as. Cuanto ms intensa es la pasin, ms egosta resulta. No puedes imaginarte lo celosa que estoy de ti. T has de venir conmigo; has de quererme hasta la muerte. O puede que me odies, da lo mismo. Pero ven conmigo y diame a travs de la muerte y del ms all. En mi vocabulario no existe la palabra indiferencia.

    Ya ests otra vez diciendo cosas que no tienen sentido objet.

    Soy extravagante, tonta y caprichosa. Pero tranquilzate: en adelante hablar cuerdamente. Has bailado alguna vez?

    No. Debe ser encantador, verdad?

    Casi lo he olvidado. Hace tantos aos...

    Me ech a rer.

    No eres tan vieja como todo eso... No puedes haber olvidado an tu primer baile.

    Slo haciendo un gran esfuerzo puedo recordarlo. Lo veo todo a travs de algo que se interpone entre el recuerdo y yo, como una cortina tupida y, al mismo tiempo, transe. Aquella noche estaba como muerta en mi cama. Me hirieron aqu se toc el pecho y nunca he vuelto a ser la misma.

    Has estado a punto de morir?

    S. Un amor cruel, un amor caprichoso haba invadido mi vida. El amor exige sacricios, y en los sacricios corre la sangre. Ahora deja que me abandone al sueo. Estoy muy cansada. Cmo podr levantarme a cerrar la puerta con llave?

    Le di las buenas noches y sal de la estancia con una sensacin de inquie-tud.

    Los delirios de las personas nerviosas son contagiosos, y casi siempre acaban por ser imitadas por los que tienen un temperamento afn. Tambin yo haba adoptado las costumbres de Carmilla; cerraba con llave la puerta de mi habitacin, sugestionada por su fantstico miedo a unos hipotticos agresores nocturnos, asesinos o ladrones. Tambin, como Carmilla, inspec-

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    cionaba minuciosamente mi habitacin cada noche, antes de acostarme, para asegurarme de que no haba nadie escondido en ella.

    Despus de tomar todas aquellas prudentes medidas, me acost y me qued dormida casi inmediatamente. Tena una luz encendida en mi habi-tacin. Era una antigua costumbre, de cuya inutilidad nadie haba podido convencerme. Slo as poda descansar tranquila. Pero los sueos atravie-san los muros de piedra, iluminan las habitaciones vacas y oscurecen las iluminadas, y los personajes que intervienen en el sueo entran y salen a placer, burlndose de los cerrojos.

    Aquella noche tuve un sueo que fue el comienzo de una extraa angus-tia. No podra llamarlo una obsesin, porque tena la certeza de que estaba dormida, de que me hallaba en mi habitacin y yaca en mi cama. Vi, o cre ver, la habitacin con sus muebles de siempre, pero ms a oscuras; a los pies de mi cama se mova algo escurridizo, que no pude distinguir claramente. De repente, me di cuenta de que se trataba de un animal grande y negro, como cubierto de holln. Pareca un monstruoso gato. Tendra aproxima-damente un metro y medio de longitud, y lo deduje porque cuando se paseaba al pie de la cama ocupaba toda su anchura. Se paseaba como una era enjaulada. Me sent tan aterrorizada, que no tena fuerzas ni para gritar. Los pasos del animal eran cada vez ms rpidos, y la habitacin se oscureca por momentos. Not que algo se encaramaba a mi cama. Unos ojos enormes se acercaron a los mos y de pronto sent un penetrante dolor en el pecho, como si me hubiesen clavado dos alleres. Me despert con un grito. La habitacin estaba iluminada por la luz que dejaba encendida cada noche, y a los pies de mi cama haba una gura femenina vestida de negro y con la cabellera cada en cascada sobre los hombros. Estaba inm-vil como una estatua. No se oa ningn rumor, ni siquiera el de su respira-cin. La mir, y la gura pareci moverse; se desliz hasta la puerta, que estaba abierta, y desapareci. Inmediatamente, me sent como liberada de un gran peso y pude moverme y respirar. Mi primer pensamiento fue que Carmilla haba querido gastarme una broma y que yo me haba olvidado de cerrar la puerta. Pero me levant y la encontr cerrada por dentro, como siempre. La idea de abrirla me aterrorizaba. Volv a acostarme y escond la cabeza debajo de las sbanas, ms muerta que viva.

    Al da siguiente no quise quedarme sola ni un momento. Deb de habrselo contado todo a mi padre, pero no lo hice por dos motivos opuestos. Pri-mero, porque tem que se burlase de mi historia y me dolan sus burlas; y, segundo, porque tem que creyese que tambin yo era vctima de aquella misteriosa enfermedad que se propagaba por la comarca. Mi padre tena el corazn dbil y no quera asustarlo.

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    Pero se lo cont todo a la seora Perrodon y a la seorita Lafontaine. Las dos se dieron cuenta de que me hallaba en un estado de anormal excita-cin. La seorita Lafontaine se ech a rer, pero vi que la seora Perrodon me miraba preocupada.

    A propsito dijo la seorita Lafontaine, riendo, en el camino de los tilos, detrs de la habitacin de la seorita Carmilla, hay fantasmas.

    Tonteras! exclam la seora Perrodon, la cual debi encontrar inopor-tuna aquella asociacin de ideas. Quin le ha contado esa historia, que-rida?

    Martin dice que ha ido dos veces a reparar la vieja balaustrada antes del amanecer, y siempre ha visto la misma gura de mujer andando por el camino de los tilos.

    No le diga nada a Carmilla supliqu. Su ventana da al camino, y es una muchacha ms impresionable an que yo.

    Aquel da, Carmilla se levant ms tarde que de costumbre.

    Esta noche me he asustado mucho dijo. Estoy segura de haber visto algo horrible. Menos mal que tena el amuleto que le compr al pobre jorobado. Y pensar que lo trat tan mal! He soado que una cosa negra se acercaba a mi cama, y me he despertado aterrorizada. Durante unos segundos, he visto realmente una gura negra al lado de la chimenea, pero he tocado el amuleto que guardo debajo de la almohada y la gura ha desaparecido. Estoy convencida de que, si se hubiese acercado ms, habra terminado degollada como aquellas pobres mujeres...

    Bien, escucha lo que voy a contarte...

    Le cont mi aventura nocturna. Pareci asustarse.

    Y tenas el amuleto contigo? me pregunt.

    No. Lo met en un jarrn de porcelana del saln, pero esta noche me lo llevar a la cama, ya que t crees tanto en su ecacia.

    Despus de tanto tiempo, no acierto a comprender cmo pude dominar mi terror y dormir sola en mi habitacin aquella noche. Recuerdo perfec-tamente que puse el amuleto debajo de mi almohada y que me qued casi inmediatamente dormida, con un sueo mucho ms profundo que la noche anterior.

    Tambin la noche siguiente fue tranquila. Dorm profundamente y sin sueos, pero me despert cansada y melanclica; aunque no puedo decir que fuese una sensacin desagradable.

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    Tambin yo he pasado una noche magnca me dijo Carmilla por la maana. He cosido el amuleto a mi camisn. La noche anterior lo tena demasiado lejos. Estoy segura de que todo es pura imaginacin. Crea que los sueos eran engendrados en nosotros por el espritu del mal, pero el mdico me dijo que no es cierto. Se trata de una ebre o una enfermedad que llama a la puerta, y al no poder pasar deja aquella seal de alarma.

    Y por qu crees en la ecacia del amuleto?

    Supongo que est empapado en alguna droga que sirve de antdoto contra la malaria.

    Pero, acta solamente sobre el cuerpo?

    Desde luego. Crees que los espritus malcos se asustaran de unas cintas de colores o de un poco de perfume barato? No, seguro que no. Esos males otan en el aire, atacan primero a los nervios y luego infectan el cerebro, pero antes de que puedan instalarse denitivamente, el antdoto entra en accin y los destruye. Estoy convencida de que se ha sido el efecto del amuleto. No se trata de magia, sino de un remedio natural.

    Durante algunas noches ms dorm perfectamente. Pero cada maana senta el mismo cansancio, y todo el da estaba dominada por la misma sen-sacin de languidez. Me pareca haber cambiado. Una extraa melancola se apoderaba de m. La idea de la muerte se abra camino en mi mente. El estado en que me hallaba sumida era triste, pero tambin dulce. Y de todos modos, fuera lo que fuese, mi alma lo aceptaba. No quera admitir que estaba enferma, ni decrselo a mi padre; ni llamar al mdico.

    Durante aquellos das, Carmilla me prodig sus atenciones mucho ms que antes y sus momentos de exaltacin fueron tambin ms frecuentes.

    Sin darme cuenta la enfermedad se haba apoderado de m, la enfermedad ms extraa que jams haya afectado a un ser mortal. Me acostumbraba cada vez ms a la sensacin de impotencia que invada todo mi ser. La pri-mera transformacin que descubr en m era casi placentera; algo parecido a la curva que inicia el descenso al inerno. Mientras dorma experimen-taba una vaga y curiosa sensacin. Generalmente era un sbito temblor, agradable, helado, como el que se experimenta cuando uno se baa en un ro y nada contra la corriente. Una serie de sueos que parecan inter-minables seguan al temblor, pero eran sueos tan confusos que nunca consegua recordar, despus, ni el escenario, ni los personajes, ni sus actos. Me dejaban una sensacin de terror y de cansancio, como si acabara de realizar un gran esfuerzo mental o de correr un grave peligro. Los nicos recuerdos que me quedaban de todos esos sueos eran la sensacin de

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    haber permanecido en un lugar tenebroso, la de haber conversado con gente a la que no poda ver y el eco de una voz femenina tan profunda que pareca hablarme desde muy lejos: una voz que me intimidaba y me sojuzgaba siempre. A veces senta el roce de una mano que me acariciaba las mejillas; otras, la presin de unos labios ardientes que me besaban, ms apasionadamente a medida que los besos descendan hacia mi garganta. All senta el ltimo beso. Mi corazn lata ms de prisa, mi respiracin se haca ms entrecortada. Luego experimentaba una sensacin de ahogo y, en medio de una terrible convulsin, perda la conciencia.

    Estos terribles hechos me sucedan ahora tres veces a la semana y dejaban en m una profunda huella. Estaba plida, el crculo morado que rodeaba mis ojos era cada vez ms visible y mi languidez aumentaba da a da.

    Mi padre me preguntaba frecuentemente si me encontraba mal, pero con una obstinacin que ahora me parece inexplicable, le aseguraba una y otra vez que estaba perfectamente bien. En cierto sentido, era verdad. No senta dolor alguno ni poda quejarme de ningn malestar fsico. Mi dolen-cia me pareca imaginaria y, por penosos que fueran mis sufrimientos, los cultivaba amorosamente y en secreto.

    Carmilla se quejaba de sueos y de sensaciones febriles parecidas a las mas, aunque menos alarmantes. Si hubiera sido capaz de comprender mi situa-cin, habra pedido ayuda y consejo de rodillas. Pero el narctico de una inuencia insospechada obraba en m y mis sentidos estaban embotados.

    Hablar ahora de un sueo que me condujo a un extrao descubrimiento.

    Una noche, en vez de la solitaria voz que oa en el vaco, o otra voz ms dulce y ms tierna, y al mismo tiempo ms terrible, que deca: Tu madre te advierte que tengas cuidado con el asesino. En el mismo instante apareci inesperadamente una luz y vi a Carmilla de pie cerca de mi cama, embutida en su blanco camisn completamente manchado de sangre.

    Me despert sobresaltada, convencida de que Carmilla haba sido asesi-nada. Salt de la cama pidiendo socorro. La seora Perrodon y la seorita Lafontaine salieron de sus habitaciones, alarmadsimas, y encendieron una lmpara del rellano de !a escalera. Les cont lo que me haba sucedido e insist en ver a Carmilla. Acudimos a su dormitorio y la llamamos a travs de la puerta. No respondi, a pesar de nuestros gritos, y el hecho nos alarm a todas, ya que la puerta estaba cerrada por dentro. Regresamos a mi habita-cin y agitamos furiosamente la campanilla que haba a la cabecera de mi cama. Si mi padre hubiese dormido en nuestro mismo piso le hubisemos llamado inmediatamente, pero dorma en el piso bajo, fuera del alcance de nuestras voces, y para llegar hasta su habitacin era necesario organizar

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    una expedicin para la cual ninguna de nosotras se senta con fuerzas. Los criados llegaron corriendo. Entretanto, nos habamos puesto una bata y calzado unas zapatillas. Volvimos a la habitacin de Carmilla, y, despus de llamarla de nuevo repetidas veces, orden a los criados que forzaran la puerta. Una vez abierta, penetramos en el dormitorio: todo estaba en orden, tal como lo haba visto al dar las buenas noches a Carmilla. Pero mi amiga haba desaparecido.

    Al ver que la nica seal de desorden en la habitacin era la producida por nuestra irrupcin, nos tranquilizamos un poco y no tardamos en recobrar el buen sentido y en despedir a los criados. La seorita Lafontaine aventur la opinin de que Carmilla, despertada repentinamente al sentir que for-zaban la puerta, se haba asustado y se haba escondido debajo de la cama o dentro del armario: era natural que no saliera mientras el mayordomo y los criados se hallaran en la habitacin. La llamamos de nuevo, pero no respondi. Eso aument nuestra perplejidad y nuestra zozobra. Exami-namos las ventanas, pero estaban cerradas. Supliqu a Carmilla, si estaba escondida, que no prolongara por ms tiempo aquella burla y acabara con nuestra ansiedad, saliendo de su escondite. Pero todo fue en vano. Era evidente que no estaba en el dormitorio, ni en el tocador. Yo estaba intri-gadsima. Tal vez Carmilla haba descubierto un pasadizo secreto... El viejo guarda deca que exista uno en el castillo, pero nadie recordaba dnde, exactamente. El misterio se aclarara, indudablemente, pero de momento estbamos perplejas.

    Eran las cuatro de la madrugada y prefer pasar el resto de la noche en la habitacin de la seora Perrodon. Pero la luz del da no trajo la solucin al enigma: Carmilla haba desaparecido. Mi padre estaba desesperado, pensando en lo que iba a ocurrir cuando regresara la madre de la mucha-cha... Yo tambin estaba desesperada, pero mi desesperacin tena otras causas.

    Transcurri la maana en medio de la mayor alarma y agitacin. Se habl incluso de rastrear el ro. Lleg el medioda y la situacin no haba cam-biado. A eso de la una se me ocurri echar otro vistazo a la habitacin de Carmilla. Llegu all y mi asombro no tuvo lmites: Carmilla estaba en su habitacin, mirndose al espejo! No poda creer en lo que estaban viendo mis ojos. Mi amiga me llam con un gesto. En su rostro se lea el miedo. Corr hacia ella, la abrac y bes repetidas veces, y luego me precipit hacia la campanilla y la agit desesperadamente para que acudieran todos y se tranquilizaran.

    Querida Carmilla! exclam. Qu te ha sucedido? Dnde has estado?

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    Ha sido una noche prodigiosa me respondi. Despus de cerrar la puerta del dormitorio, como de costumbre, me acost. He dormido sin interrup-cin y sin sueos, pero al despertar me he encontrado sobre el divn del tocador, con su puerta abierta y la de la habitacin forzada. Cmo es que no me he despertado? Tiene que haberse producido un gran alboroto, y yo tengo el sueo muy ligero... Cmo puede ser que me haya encontrado fuera de mi cama sin haberme enterado de nada?

    Entretanto, haban llegado mi padre, la seora Perrodon, la seorita Lafon-taine y varios criados. Naturalmente, Carmilla fue asediada a preguntas, pero su respuesta fue siempre la misma. Mi padre daba vueltas por la habi-tacin, sumido, al parecer, en hondas reexiones. Vi que Carmilla le segua con la mirada, y en sus ojos haba una expresin preocupada. Finalmente, mi padre despidi a los criados, se acerc a mi amiga y, cogindola delica-damente por la mano, la condujo hasta el divn, donde se sentaron.

    Me permites que te haga una pregunta, querida? inquiri mi padre.

    Desde luego. Tiene usted perfecto derecho a preguntar lo que quiera, siempre que no traspase los lmites impuestos por mi madre.

    Bien, querida, no hablaremos de lo que tu madre me prohibi, sino de lo ocurrido esta noche. Te has levantado de la cama y has salido de la habita-cin, sin despertarte. Y todo esto estando puertas y ventanas cerradas por dentro. Tengo una teora, pero antes quiero hacerte una pregunta.

    Todos contenamos la respiracin.

    La pregunta es sta: eres sonmbula?

    No, ahora no. Pero lo fui en mi infancia.

    Ya. Y, en aquella poca, te levantabas con frecuencia de la cama en sueos?

    S. Por lo menos, as me lo deca mi niera.

    Mi padre sonri, asintiendo.

    Lo ocurrido tiene una fcil explicacin. Carmilla es sonmbula; abre la puerta y no deja, como de costumbre, la llave en la cerradura, sino que, siempre en sueos, cierra por la parte de afuera y se lleva la llave. Luego recorre las veinticinco habitaciones de este piso, y quiz tambin las de las otras plantas. Esta casa est llena de escondrijos, de desvanes y de trastos viejos. Se tardara una semana en explorarla a fondo. Entiendes lo que quiero decir?

    S, pero no del todo respondi Carmilla.

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    Y cmo explicas, pap, que se haya despertado en el tocador, que yo haba registrado minuciosamente?

    Carmilla regres cuando vosotras os habais ya marchado. Regres dor-mida, naturalmente, y al despertarse se asombr de encontrarse all. Ojal todos los misterios tuvieran una explicacin tan sencilla como ste, Car-milla aadi mi padre, satisfecho.

    En aquel momento, Carmilla estaba ms hermosa que nunca. Creo que fue entonces cuando mi padre compar su aspecto con el mo, porque sbita-mente dijo:

    Tienes muy mal aspecto, Laura.

    Como sea que Carmilla no quera que ninguna sirvienta pasara la noche en su habitacin, mi padre orden que uno de los criados durmiera delante de la puerta de su dormitorio, a n de que la muchacha no pudiera salir sin ser vista por nadie.

    Aquella noche transcurri tranquila, y a la maana siguiente, el mdico, que mi padre haba enviado a buscar sin yo saberlo, vino a visitarme. La seora Perrodon me acompa a la biblioteca, donde me aguardaba el doctor. Le expliqu lo que me suceda de un tiempo a esta parte, y mien-tras avanzaba en mi relato not que su aspecto se haca ms pensativo. Nos hallbamos ante una ventana, uno al lado del otro. Cuando termin de hablar se apoy en la pared y me mir con un inters que dejaba tras-lucir cierto horror. Tras meditar unos instantes, mand llamar a mi padre. ste lleg sonriendo, pero su sonrisa desapareci al ver la expresin preo-cupada del mdico. Inmediatamente se enfrascaron en una conversacin que sostuvieron en voz baja, como si temiendo que la seora Perrodon o yo, que nos mantenamos apartadas, pudiramos or lo que hablaban. De pronto, mi padre volvi los ojos hacia m. Estaba plido y pareca intensa-mente preocupado.

    Laura, querida, acrcate.

    Obedec, sintindome alarmada por primera vez, ya que a pesar de mi cre-ciente debilidad no crea estar enferma.

    Me ha dicho usted antes que tuvo la sensacin de que le clavaban dos alleres en el cuello, la noche en que sufri aquella pesadilla me dijo el mdico. Le duele an en el lugar donde sinti los pinchazos?

    No, en absoluto respond.

    Puede sealarme con el dedo el punto exacto?

    Debajo mismo de la garganta, aqu respond.

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    Llevaba un vestido de cuello alto, que cubra la parte sealada.

    Quiere pedirle a su padre, por favor, que le desabroche el cuello? Es necesario que conozca todos los sntomas.

    Obedec: el punto sealado estaba unas dos pulgadas ms abajo del cuello.

    Dios mo! exclam mi padre, palideciendo.

    Se da usted cuenta? inquiri el mdico, con expresin de triunfo.

    Qu pasa? pregunt, alarmada.

    Nada, seorita, no hay ms que una pequea marca azulada, tan dimi-nuta como una cabeza de aller dijo el mdico. Y, volvindose hacia mi padre, aadi: Veremos lo que se puede hacer.

    Es peligroso? insist, angustiada.

    No lo creo respondi el mdico. Estoy convencido de que mejorar rpi-damente. Quisiera hablar con la seora Perrodon aadi, dirigindose a mi padre.

    Mi padre llam a la seora Perrodon.

    La seorita Laura no se encuentra tan bien como sera de desear le dijo el mdico. No creo que sea nada de cuidado. Sin embargo, hay que adop-tar ciertas precauciones, en benecio suyo. Es indispensable que no deje sola a la seorita Laura ni un solo instante. Por ahora, es el nico remedio que puedo prescribir, pero deseo que cumpla mis instrucciones al pie de la letra. Entendido?

    Mi padre sali para acompaar al mdico. Les vi cruzar el puente levadizo, absortos en una animada discusin. Luego vi cmo el mdico montaba a caballo, saludaba a mi padre y se alejaba hacia oriente.

    Casi al mismo tiempo lleg el correo de Dranfeld, con un paquete de cor-respondencia para mi padre.

    Media hora despus, mi padre se reuni conmigo: tena una carta en la mano.

    Es del general Spieldorf dijo. Llegar maana, o quizs hoy mismo.

    Me entreg la carta abierta, pero no pareca satisfecho como de costumbre cuando un husped, especialmente un buen amigo como el general, vena a visitarnos. Pareca estar ocultndome algo.

    Querido pap, quieres explicrmelo todo? le dije, cogindole del brazo y mirndole con expresin suplicante. Qu te ha dicho el mdico? Me ha encontrado muy enferma?

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    No, querida. Dice que te repondrs pronto. Pero su tono era seco. De todos modos, preferira que nuestro amigo el general hubiese escogido otro momento para su visita.

    Pero... dime, pap, qu enfermedad tengo?

    Ninguna. No me atormentes con tus preguntas respondi.

    Nunca haba dado muestras de tanta irritacin al hablar conmigo. Despus se dio cuenta de que me haba lastimado, y aadi:

    Lo sabrs todo dentro de un par de das, es decir, sabrs lo que s yo. Entretanto, no me hagas preguntas.

    Dio media vuelta, dispuesto a marcharse, pero luego, antes de que yo tuviera tiempo de detenerme a pensar en lo raro que resultaba todo lo que estaba sucediendo, volvi sobre sus pasos para decirme que quera ir a Karstein y que haba hecho preparar el carruaje para las doce. La seora Perrodon y yo le acompaaramos. Quera visitar al sacerdote que viva en aquel lugar, y, dado que Carmilla no le conoca, poda reunirse con noso-tros ms tarde, cuando se levantara. Poda venir en compaa de la seo-rita Lafontaine, la cual llevara tambin lo necesario para un almuerzo en las ruinas del castillo.

    A las doce en punto nos pusimos en marcha. Pasado el puente levadizo giramos a la derecha y tomamos el camino que conduca al pueblo desha-bitado y a las ruinas del castillo de Karstein. Debido a lo accidentado del terreno, la carretera da muchas vueltas y serpentea ora junto a un preci-picio, ora por la ladera de una colina, en una inagotable variedad de pai-sajes. En una de las innumerables revueltas del camino nos encontramos inesperadamente en presencia de nuestro amigo el general, que avanzaba a caballo hacia nosotros, seguido de su criado, tambin a caballo. Tras las cordiales efusiones de bienvenida, pas a ocupar el sitio que quedaba libre en nuestro carruaje y envi el caballo al castillo con su criado.

    Haban transcurrido solamente diez meses desde la ltima vez que le haba-mos visto, pero su aspecto haba cambiado como si hubiesen pasado diez aos. Una expresin angustiada haba sustituido a su habitual aire de tran-quila serenidad. No era slo la transformacin que cabe esperar en una persona que ha sufrido un gran dolor: una especie de furor apasionado pareca haber contribuido a llevarle a la actual situacin.

    Apenas reemprendimos la marcha, el general comenz a contarnos el engao segn su propia expresin que haba conducido a la muerte a su joven sobrina. De repente se dej arrastrar por una ola de furor y de amargura, proriendo invectivas contra las artes diablicas de que haba

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    sido vctima. Mi padre, comprendiendo que deban existir motivos extraor-dinarios para que el ecunime general se expresara en aquellos trminos, le pidi que nos contara, si no le resultaba demasiado penoso, los hechos que justicaban tan violentas expresiones.

    Con mucho gusto replic el general. Pero no van a creerlo.

    Y por qu no? inquiri mi padre.

    Porque usted, amigo mo, slo cree en lo que responde a sus prejuicios y a sus ilusiones. Tambin yo era como usted. Pero ahora he aprendido algo ms.

    Pngame a prueba insisti mi padre. Soy menos dogmtico de lo que usted cree. Adems, me consta que usted basa siempre sus opiniones en pruebas fehacientes, y por lo tanto estoy dispuesto a respetar sus conclu-siones.

    Tiene usted razn: si he llegado a creer en la existencia de hechos prodi-giosos, no ha sido a la ligera. Y puedo asegurarle que he sido vctima de una verdadera conspiracin sobrenatural.

    Vi que mi padre, a pesar de su promesa, miraba al general con ojos que reejaban evidentes dudas acerca de la capacidad intelectual de su viejo amigo. Afortunadamente, el general no se dio cuenta. Mir con ojos impregnados de tristeza el paisaje selvtico que se extenda ante noso-tros.

    Van ustedes a las ruinas de Karstein? pregunt. Curiosa coincidencia... Precisamente quera pedirles que me acompaaran all. Quiero examinar-las detenidamente. Es cierto que hay una capilla en ruinas con numerosas tumbas de aquella extinguida familia?

    S, y son muy interesantes respondi mi padre. Se propone usted, quiz, reivindicar su propiedad?

    Mi padre hizo aquella pregunta en tono de broma, pero el general respon-di completamente en serio.

    De ningn modo exclam secamente. Tengo la intencin de exhumar algunos ejemplares de aquella hermosa raza. Espero, con la ayuda de Dios, llevar a cabo un piadoso sacrilegio que librar a la tierra de algunos mons-truos y permitir dormir tranquilamente a personas de bien que tienen derecho a acostarse en paz, sin que sobre sus cabezas penda la amenaza de unos malvados asesinos.

    Mi padre le mir de nuevo. Pero esta vez no haba desconanza en su mirada, sino que trataba de ser penetrante y perspicaz.

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    La casta de los Karstein dijo se extingui hace mucho tiempo. Cien aos, por lo menos. Mi mujer descenda de los Karstein por lnea materna. Pero el apellido y el ttulo desaparecieron hace casi un siglo. El castillo est en ruinas y el pueblo deshabitado; hace ms de cincuenta aos que no sale humo por sus chimeneas.

    Eso es lo que me han contado, exactamente. Y otras cosas que le asom-brarn. Pero ser mejor que lo cuente siguiendo un orden lgico. Recuerda usted a mi sobrina? Era la muchacha ms hermosa del mundo, y hace slo tres meses estaba an viva.

    Mi padre apret afectuosamente la mano del general. Las lgrimas llena-ron los ojos del anciano, que no trat de ocultarlas.

    Mi sobrina era el consuelo de mi vejez. Y ahora, todo ha terminado. No me queda mucho tiempo de vida, pero, con la ayuda de Dios, confo en que antes de morir podr prestar un gran servicio al gnero humano.

    La cosa empez as: mi sobrina se preparaba con impaciencia para visitar-les a ustedes. En el curso de aquellos preparativos, fuimos invitados a una esta ofrecida por mi viejo amigo el conde de Carlofed, cuyo castillo dista unas seis leguas del de Karstein. La noche en que empez mi desgracia se celebr un fastuoso baile de mscaras. El parque del castillo estaba, iluminado con farolillos de colores, y los fuegos articiales fueron de una magnicencia nunca vista. Y qu msica! Usted ya sabe que la msica es mi debilidad. Las mejores orquestas del mundo, y los mejores cantan-tes de pera europeos. Nunca, haba asistido a una esta tan brillante, ni siquiera en Pars. Mi querida sobrina estaba hermossima. No iba disfra-zada. La emocin y la alegra ponan en su rostro un encanto indenible. Me di cuenta de que otra joven, que vesta lujosamente y llevaba un anti-faz, miraba a mi sobrina con especial inters. La haba visto ya al comienzo de la velada, en la terraza del castillo: estaba cerca de nosotros y su actitud demostraba un vivsimo inters. La acompaaba una dama, vestida con el mismo lujo y tambin cubierta con un antifaz, que tena el aire autoritario de una persona de rango.

    En aquel momento estbamos en un saln. Mi pobre sobrina haba bailado mucho y descansaba sentada en una silla, cerca de la puerta. Yo estaba sentado junto a ella. Las dos damas se acercaron a nosotros y la ms joven ocup una silla vaca al lado de mi sobrina en tanto que la de ms edad vena a sentarse junto a m. Empez hablando consigo misma, como si estuviera refunfuando. Luego, aprovechndose de la impunidad que le confera el antifaz, se dirigi a m en el tono de una antigua amiga, llamn-dome por mi nombre. Sus palabras excitaron mi curiosidad. Se reri a las

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    numerosas ocasiones en que nos habamos encontrado, en la Corte o en alguna casa elegante. Hizo alusin a incidentes que yo no recordaba, pero que al serme citados por ella acudieron de nuevo a mi memoria.

    Sent que mi curiosidad iba en aumento. Deseaba ardientemente saber quin se esconda detrs de aquel antifaz, mientras la dama pareca diver-tirse con el juego. Entretanto, la joven, a la cual la dama de ms edad llamaba con el extrao nombre de Millarca, haba entablado conversacin con mi sobrina. Se present a s misma diciendo que su madre era una anti-gua amiga ma, elogi el vestido que llevaba mi nia y alab discretamente su belleza. La divirti con sus agudas observaciones acerca de la gente que se apiaba en el saln, y, al poco rato charlaban como si se conocieran de toda la vida. Luego, la joven desconocida se quit al antifaz; tena un rostro bellsimo, de facciones tan agradables y seductoras que resultaba imposi-ble escapar a su atractivo. Mi pobre sobrina qued seducida al instante. Tambin la desconocida pareca haber sido fascinada por mi sobrina. Por mi parte, valindome de la familiaridad que permite un baile de disfraces, dirig algunas preguntas personales a mi interlocutora.

    Me ha puesto usted en un aprieto confes, riendo.Quiere ser clemente conmigo ahora? Por qu no me hace el honor de quitarse el antifaz, como ha hecho su hija?

    Es una peticin descabellada respondi. Pedir a una dama que renuncie a un privilegio! Por otra parte, no podra usted reconocerme: han pasado demasiados aos desde que me vio por primera vez. Mire a mi hija Millarca y comprender que ya no puedo ser joven. Preero que no tenga usted ocasin de compararme con la imagen que conserva de m. Adems, usted no lleva antifaz y no puede ofrecerme nada a cambio.

    Recurro a su clemencia dije.

    Y yo a la suyareplic.

    Por lo menos, ya que me ha honrado con su conversacin, le ruego que me diga su nombre. Debo llamarla seora condesa?

    Se ech a rer de buena gana y sin duda hubiera encontrado el medio de eludir mi pretensin, de no haberse producido un hecho fortuito ... aunque ahora estoy convencido de que todo haba sido planeado minu-ciosamente.

    Mire... empez a decir, pero se vio interrumpida por la presencia de un caballero vestido de negro, de extraa apariencia y rostro exange como el de un cadver. Tampoco iba disfrazado. Se inclin cortsmente ante mi compaera y dijo:

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    Me permite la seora condesa unas palabras en privado?

    Mi interlocutora se volvi al instante hacia el recin llegado, llevndose un dedo a los labios para indicarle silencio. Luego, dirigindose a m, se disculp:

    Le ruego que me guarde el asiento, general: regresar en seguida.

    Se alej en compaa del caballero vestido de negro. Vi cmo hablaban animadamente, antes de desaparecer entre la multitud.

    Mientras me torturaba tratando de identicar a la dama que tan amable-mente pareca recordarme, regres acompaada del mismo caballero de rostro cadavrico. O que este ltimo le deca: Le advierto, condesa, que el carruaje espera en la puerta. Y, tras inclinarse profundamente, desapare-ci.

    De modo que la perdemos a usted, seora condesa? Espero que ser por poco tiempo aventur. Y me inclin a mi vez ante ella.

    S, tengo que marcharme respondi. Y es posible que mi ausencia se prolongue unas semanas. Acabo de recibir noticias muy desagradables... y usted, ha recordado ya quin soy?

    Ya le he dicho que no.

    Lo sabr, descuide. Pero no ahora. Somos amigos, ms ntimos y ms anti-guos de lo que usted sospecha. Pero ahora no le puedo revelar mi identi-dad. Dentro de tres semanas pasar por su castillo. Entonces tendr mucho gusto en que reanudemos nuestra vieja amistad. De momento, estoy muy preocupada por la noticia que acaban de darme. Tengo que recorrer ms de cien millas con la mayor rapidez posible. Y si no fuese por la reserva que me veo obligada a guardar acerca de mi identidad, le pedira un favor... Mi pobre hija cay del caballo durante una cacera y fue arrastrada por el animal ms de una milla. Qued con los nervios destrozados y nuestro mdico le recomend descanso absoluto. Yo tendr que viajar da y noche, sin interrupcin. Est en juego una vida... pero ya le hablar de ello la prxima vez que nos veamos.

    Y a continuacin me pidi el favor a que haba aludido. Se trataba de alojar a su hija en mi casa durante su ausencia. Era una peticin un poco rara, por no decir atrevida. La condesa me desconcert adelantndose a todas mis posibles suspicacias, dicindome que comprenda lo incorrecto de su proceder, pero que, conocindome como me conoca, saba que yo me hara cargo de lo inslito de las circunstancias que la obligaban a com-portarse de aquel modo. Y en aquel mismo instante, por una fatalidad que debi ser tan premeditada como todo lo que estaba sucediendo, se acerc

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    mi sobrina pidindome que invitara a su nueva amiga Millarca a pasar unos das en nuestra casa.

    En cualquier otra ocasin hubiera salido del paso dicindole que aguardara hasta que pudisemos enterarnos de la identidad de aquellas damas. Pero debo confesar que las facciones delicadas de la joven desconocida, con su extraordinario poder de fascinacin, me haban conquistado. De modo que consent estpidamente en hacerme cargo de la muchacha mientras durase la ausencia de su madre.

    El caballero vestido de negro regr