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RENÉ DESCARTES: DISCURSO DEL MÉTODO: CUARTA PARTE III. LA FILOSOFÍA MODERNA. Tema 3. DESCARTES, Discurso del método, cuarta parte (trad. E. Bello Reguera, Madrid, Tecnos, 1994, pp. 44-52). No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones que allí he hecho, pues son tan metafísicas y tan fuera de lo común que tal vez no sean del gusto de todos. Sin embargo, con el fin de que se pueda apreciar si los fundamentos que he establecido son bastante firmes, me veo en cierto modo obligado a hablar de ellas. Desde hace mucho tiempo había observado que, en lo que se refiere a las costumbres, es a veces necesario seguir opiniones que tenemos por muy inciertas como si fueran indudables, según se ha dicho anteriormente; pero, dado que en ese momento sólo pensaba dedicarme a la investigación de la verdad, pensé que era preciso que hiciera lo contrario y rechazara como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, hecho esto, no quedaba en mi creencia algo que fuera enteramente indudable. Así, puesto que nuestros sentidos nos engañan algunas veces, quise suponer que no había cosa alguna que fuera tal como nos la hacen imaginar. Y como existen hombres que se equivocan al razonar, incluso en las más sencillas cuestiones de geometría, y cometen paralogismos, juzgando que estaba expuesto a equivocarme como cualquier otro, rechacé como falsos todos los razonamientos que había tomado antes por demostraciones. Y, en fin, considerando que los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos pueden venirnos también cuando dormimos, sin que en tal estado haya alguno que sea verdadero, decidí fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras quería pensar de ese modo que todo es falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuera alguna cosa. Y observando que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de socavarla, juzgué que podía admitirla como el primer principio de la filosofía que buscaba. Al examinar, después, atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo y que no había mundo ni lugar alguno en el que me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no existía, sino que, al contrario, del hecho mismo de pensar en dudar de la verdad de otras cosas se seguían muy evidente y ciertamente que yo era; mientras que, con sólo haber dejado de pensar, aunque todo lo demás que alguna vez había imaginado existiera realmente, no tenía ninguna razón para creer que yo existiese, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza no es sino pensar, y que, para existir, no necesita de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo e incluso más fácil de conocer que él y, aunque el cuerpo no existiese, el alma no dejaría de ser todo lo que es.

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RENÉ DESCARTES: DISCURSO DEL MÉTODO: CUARTA PARTE

III. LA FILOSOFÍA MODERNA.

Tema 3.

DESCARTES, Discurso del método, cuarta parte (trad. E. Bello Reguera, Madrid, Tecnos, 1994,

pp. 44-52).

No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones que allí he hecho, pues son tan metafísicas y

tan fuera de lo común que tal vez no sean del gusto de todos. Sin embargo, con el fin de que se pueda apreciar

si los fundamentos que he establecido son bastante firmes, me veo en cierto modo obligado a hablar de ellas.

Desde hace mucho tiempo había observado que, en lo que se refiere a las costumbres, es a veces necesario

seguir opiniones que tenemos por muy inciertas como si fueran indudables, según se ha dicho anteriormente;

pero, dado que en ese momento sólo pensaba dedicarme a la investigación de la verdad, pensé que era

preciso que hiciera lo contrario y rechazara como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar

la menor duda, con el fin de comprobar si, hecho esto, no quedaba en mi creencia algo que fuera enteramente

indudable. Así, puesto que nuestros sentidos nos engañan algunas veces, quise suponer que no había cosa

alguna que fuera tal como nos la hacen imaginar. Y como existen hombres que se equivocan al razonar, incluso

en las más sencillas cuestiones de geometría, y cometen paralogismos, juzgando que estaba expuesto a

equivocarme como cualquier otro, rechacé como falsos todos los razonamientos que había tomado antes por

demostraciones. Y, en fin, considerando que los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos

pueden venirnos también cuando dormimos, sin que en tal estado haya alguno que sea verdadero, decidí

fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las

ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras quería pensar de ese modo que

todo es falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuera alguna cosa. Y observando que esta

verdad: pienso, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las más extravagantes suposiciones de los

escépticos no eran capaces de socavarla, juzgué que podía admitirla como el primer principio de la filosofía

que buscaba.

Al examinar, después, atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo y que

no había mundo ni lugar alguno en el que me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no existía,

sino que, al contrario, del hecho mismo de pensar en dudar de la verdad de otras cosas se seguían muy

evidente y ciertamente que yo era; mientras que, con sólo haber dejado de pensar, aunque todo lo demás que

alguna vez había imaginado existiera realmente, no tenía ninguna razón para creer que yo existiese, conocí por

ello que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza no es sino pensar, y que, para existir, no necesita de

lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual soy lo

que soy, es enteramente distinta del cuerpo e incluso más fácil de conocer que él y, aunque el cuerpo no

existiese, el alma no dejaría de ser todo lo que es.

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Después de esto, examiné lo que en general se requiere para que una proposición sea verdadera y

cierta; pues, ya que acababa de descubrir una que sabía que lo era, pensé que debía saber también en qué

consiste esa certeza. Y habiendo observado que no hay absolutamente nada en pienso, luego soy que me

asegure que digo la verdad, a no ser que veo muy claramente que para pensar es preciso ser, juzgué que podía

admitir esta regla general: las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; si bien

sólo hay alguna dificultad en identificar exactamente cuáles son las que concebimos distintamente.

Reflexionando, a continuación, sobre el hecho de que yo dudaba y que, por lo tanto, mi ser no era

enteramente perfecto, pues veía con claridad que había mayor perfección en conocer que en dudar, se me

ocurrió indagar de qué modo había llegado a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí con evidencia que

debía ser a partir de alguna naturaleza que, efectivamente, fuese más perfecta. Por lo que se refiere a los

pensamientos que tenía de algunas otras cosas exteriores a mí, como el cielo, la tierra, la luz, el calor, y otras

mil, no me preocupaba tanto por saber de dónde procedían, porque, no observando en tales pensamientos

nada que me pareciera hacerlos superiores a mí, podía pensar que, si eran verdaderos, era por ser

dependientes de mi naturaleza en tanto que dotada de cierta perfección; y si no lo eran, que procedían de la

nada, es decir, que los tenía porque había en mí imperfección. Pero no podía suceder lo mismo con la idea de

un ser más perfecto que el mío; pues, que procediese de la nada era algo manifiestamente imposible; y puesto

que no es menos contradictorio pensar que lo más perfecto sea consecuencia y esté en dependencia de lo

menos perfecto, que pensar que de la nada provenga algo, tampoco tal idea podía proceder de mí mismo. De

manera que sólo quedaba la posibilidad de que hubiera sido puesta en mí por una naturaleza que fuera

realmente más perfecta que la mía y que poseyera, incluso, todas las perfecciones de las que yo pudiera tener

alguna idea, esto es, para decirlo en una palabra, que fuera Dios (...)

Quise buscar, después, otras verdades y, habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que

concebía como un cuerpo continuo o un espacio indefinidamente extenso en longitud, anchura y altura o

profundidad, divisible en diversas partes, que podían tener diferentes figuras y tamaños, y ser movidas o

trasladadas de todas las maneras posibles, pues los geómetras suponen todo esto en su objeto, repasé algunas

de sus más simples demostraciones. Y habiendo advertido que la gran certeza que todo el mundo les atribuye

sólo está fundada en que se las concibe con evidencia, siguiendo la regla antes formulada, advertí también que

no había en ellas absolutamente nada que me asegurase la existencia de su objeto. Porque, por ejemplo, veía

bien que, si suponemos un triángulo, sus tres ángulos tienen que ser necesariamente iguales a dos rectos, pero

en tal evidencia no apreciaba nada que me asegurase que haya existido triángulo alguno en el mundo. Al

contrario, volviendo a examinar la idea que tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba

comprendida en ella del mismo modo que en la de un triángulo está comprendido el que sus tres ángulos son

iguales a dos rectos, o en la de una esfera, el que todas sus partes equidistan de su centro, e incluso con mayor

evidencia; y, en consecuencia, es al menos tan cierto que Dios, que es ese ser perfecto, es o existe, como

puede serlo cualquier demostración de la geometría.

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1. Resumen:

Descartes se dispone a hablarnos de sus “meditaciones metafísicas” para comprobar si los fundamentos de su “nuevo saber” son lo suficientemente firmes y seguros.

Primero reconoce que con respecto a las costumbres es necesario seguir las opiniones ajenas, aun cuando sean dudosas o inciertas, pero cuando se trata de buscar la verdad es necesario lo contrario y no aceptar como cierto nada en lo que pueda imaginarse la menor duda. Así si nuestros sentidos nos engañan alguna vez, es preciso suponer que lo hacen siempre; si son muchos los que se equivocan en sus razonamientos, por ejemplo en la geometría, también nos puede pasar a nosotros, debemos, por tanto, tener por falsos cualquiera de esos razonamientos. Y, finalmente, si nuestros pensamientos también pueden sobrevenirnos estando dormidos, y no acostumbramos a dar por verdaderos los contenidos de nuestros sueños..., decide fingir que todos sus pensamientos no son más verdaderos que las ilusiones de sus sueños.

Pero entonces advierte que para poder pensar necesita ser algo que piensa y en esta verdad, pienso, luego soy, que ningún escéptico puede rechazar, encuentra el primer principio de la filosofía que buscaba.

Examina qué es, y se da cuenta de que, mientras puede fingir que no tiene cuerpo, hay, sin embargo, algo de lo que no puede dudar, y es de su existencia como sustancia pensante. Considera a esta sustancia como alma o espíritu y reconoce que es distinta del cuerpo y más fácil de conocer que éste.

Después analiza las condiciones para considerar como verdadera una proposición y admite esta ley general: todo lo que conciba tan clara y distintamente como que piensa luego existe, será verdadero.

Descartes reconoce que hay más perfección en conocer que en dudar. Indaga cómo ha llegado a la idea de perfección y conoce con evidencia que debía ser a causa de un ser más perfecto que él mismo. Pues si bien, con respecto a las ideas de cosas exteriores a él, si son verdaderas, pueden proceder de él mismo (no reconoce en ellas nada superior a él), mientras que si son falsas proceden de la nada; sin embargo, con respecto a la idea de perfección, esta no puede proceder de la nada y puesto que lo menos perfecto no puede ser causa de lo más perfecto, tampoco esta idea procede de él. Sólo queda una posibilidad, que haya sido puesta en él por una naturaleza más perfecta que la suya, y ésta es Dios.

Descartes analiza ahora las ideas de los entes matemáticos y advierte su certeza, pero también que lo que las hace evidentes es precisamente que su verdad es independiente de que existan o no los objetos que las tales ideas representan (triángulo). Vuelve a examinar la idea de perfección y encuentra, sin embargo, que en su propia definición o esencia está contenida la existencia de aquello que tal idea representa: Dios.

(Explicación):

En la cuarta parte del Discurso del Método, Descartes resume sus temas metafísicos, anticipando el contenido de su obra Meditaciones Metafísicas. Comienza Descartes planteando su objetivo: buscar la verdad en las ciencias. El método (que resume en la segunda parte) y la moral provisional (que resume en la tercera parte), son el punto de partida para la aplicación de la duda metódica, que nos conducirá a la primera certeza: la sustancia pensante (cogito), cuya existencia es independiente de la sustancia corporal. La aplicación del método al contenido de la sustancia pensante y el análisis de la idea de perfección (Dios) tiene como resultado la demostración de su existencia, al comparar la idea de un ser perfecto, con la idea de él mismo como ser imperfecto. Continúa aplicando el método y analiza las ideas de los entes matemáticos y las compara, nuevamente con la idea de Dios, lo que le conduce también a su demostración.

Si seguimos el argumento del texto vemos claramente que las nociones de duda y certeza se corresponden con la primera parte, alma y cuerpo (res cogitans y res extensa) con la segunda, y pensamiento e ideas con la tercera; a su vez los dos temas son un desarrollo del contenido de las nociones: así la primera y segunda parte, con sus respectivas nociones, se relacionan con el tema: el cogito y el criterio de verdad, y la tercera parte, con sus nociones, se relaciona con el tema: las demostraciones de la existencia de Dios.

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2. Nociones:

Duda y certeza

Descartes adquiere desde el inicio de sus planteamientos intelectuales un compromiso firme con el cultivo de la razón; se fija el propósito de la investigación de la verdad, esto es, el conocimiento de lo verdadero siguiendo un método. Pretende fundar una filosofía sobre bases completamente nuevas, y con ese propósito se arma de cautela en esa investigación que habrá de llevarlo hasta las primeras verdades o primeros principios evidentes. No quiere correr el riesgo de que se puedan mezclar con falsas verdades. De ahí que use la "duda metódica" en busca de aquéllas verdades resistentes a la acción de la duda.

La función del método es, por tanto, descubrir proposiciones cuya verdad no pueda ser puesta en duda. El método implica, pues, la duda. No es una duda que se cierra en sí misma, al modo de los escépticos, sino una duda metódica, que nos lleva a verdades de las que no pueda ya dudarse. Se toma esta actitud de modo voluntario, con carácter radical y totalizador, intentando someter a una crítica, aparentemente total y destructiva, todas las certezas que tenemos y todo con el mayor grado de radicalidad, puesto que buscamos una certeza absoluta, poniendo en cuestión todo aquello que puede darse por sabido. Con todo, esa duda tiene en él sólo un carácter intelectual, teórico y no práctico, no alcanza a los postulados éticos, para los que conviene tomar como seguro aun lo que sólo sea probable.

En nuestro texto Descartes expone tres posibles motivos de duda: la desconfianza en los sentidos, la posibilidad de equivocarse en los razonamientos matemáticos y el hecho de que el sueño nos presenta pensamientos como si fueran verdaderos. Estos distintos niveles de duda anunciados en la 4ª parte del Discurso, se desarrollan con más detalle en la obra Meditaciones metafísicas. Los argumentos se presentan como sigue:

1º nivel de duda: desconfianza en el conocimiento sensible:

Los sentidos nos engañan a veces, quizás siempre. Descartes utiliza los viejos argumentos escépticos contra el conocimiento sensible (por ejemplo, el remo introducido en el agua aparece como torcido a la vista y recto al tacto, la torre que parece redonda en la lejanía y es cuadrada cuando estamos cerca, etc.) Esta duda es relativa a un sujeto que siente. A esto se puede objetar que es imposible negar la verdad de una experiencia; por ejemplo estoy aquí sentado escribiendo; ni siquiera esto es una garantía. ¿Por qué?... La respuesta está en el siguiente nivel:

2º nivel de duda: el argumento del sueño y la vigilia:

La imposibilidad de distinguir el sueño de la vigilia: ¿cómo sé que no estoy dormido cuando creo estar despierto? es decir, cualquiera que sea el criterio que aplico será siempre posible que sueño que aplico ese criterio.

Estos dos motivos de duda nos llevan nada menos que a suspender el juicio acerca de la existencia del mundo exterior. Ninguna proposición basada en la experiencia puede superar la duda metódica, es posible que sean falsas o es posible que soñemos que son verdaderas; por lo que toda afirmación sobre objetos externos, incluyendo el propio cuerpo, está bajo sospecha. Esta sospecha alcanza a todas las ciencias naturales: física, astronomía y medicina, pero no a las matemáticas pues sus objetos no es relevante para su verdad si existen o no en la naturaleza, como se menciona en el texto. Únicamente Descartes plantea la posibilidad de equivocarnos en nuestros razonamientos, pero... ¿y si nos equivocamos siempre? Descartes pretende ahora radicalizar la duda, y ello aunque no lo plantea en el Discurso, sí lo hará posteriormente en las Meditaciones, introduciendo otro nivel de duda:

3º nivel de duda: el dios engañador o genio maligno:

Si consideramos que no podemos, aún en las cosas que creemos saber con mayor certeza fiarnos, dado que nos podemos equivocar, podría ocurrir que Dios haya querido hacernos de tal suerte que nos engañemos siempre.

En este punto Descartes introduce la hipótesis del “genio maligno” para llevar la duda al mismo nivel que con el Dios engañador, consciente de que el tema de Dios le puede traer problemas teológicos, pero con

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el mismo propósito de llevarnos a una duda universal y radical que alcanzaría todos los conocimientos y a todos los seres racionales.

Esta hipótesis pone en duda a la propia razón, pues con ella no podemos estar seguros ni de nuestros propios razonamientos porque Dios o un genio podía estar haciendo que creyéramos cierto lo que es falso.

En conclusión, ninguna proposición que esté basada ni en la experiencia ni en la razón puede superar la duda metódica.

Pero, puesto que la duda cartesiana no es real (si lo fuera su duda sería escéptica y su filosofía terminaría aquí) sino hipotético-metodológica (un paso para llegar a la certeza) la duda alcanza aquí su punto culminante: ahora todo es incierto. Pero en este punto Descartes da un giro y empieza el camino de vuelta: hay una proposición de la que no puedo dudar, pues toda duda implica que existe un ser que duda (o pensante), y esto no puede dudarse: “yo soy, yo existo” es la primera certeza, es una afirmación verdadera; ningún dios engañador o genio maligno podría hacerme dudar de esto, pues ni siquiera él puede engañar sin haber alguien al que engañar. Ese alguien puede dudar de lo que piensa, pero no del hecho mismo de pensar: “cogito ergo sum” (pienso, luego existo), es pues la primera verdad indudable y la primera certeza y, además es el prototipo de toda verdad y toda certeza. Hemos llegado a él directa, intuitivamente, “por la sola luz de la razón”, no de forma deductiva. Esta verdad es percibida con claridad y distinción y no ofrece la más mínima duda.

Una de las funciones del “cogito” será señalar el tipo ejemplar de proposición verdadera. La verdad es para Descartes la certeza. La certeza es la imposibilidad de dudar, que es a lo que la investigación cartesiana ha llegado en esa proposición. Pero ¿Qué es lo que hace que la proposición “pienso, luego existo” sea verdadera? Nada sino la claridad y distinción con que se ve que para pensar es preciso ser. Y de ahí extraerá Descartes la regla general que le guiará en los sucesivos pasos de la investigación de la verdad. La regla dice: “Las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas”. La evidencia racional es desde entonces el criterio de verdad. Lo claro y distinto y lo evidente son la misma cosa: lo claro es aquello que está presente y es manifiesto para una mente atenta; lo distinto es aquello que siendo claro está tan separado de lo demás que no contiene en sí mismo nada más que aquello que es claro. La certeza basada en la evidencia (claridad y distinción) va a suponer el elemento metodológico que rija la investigación en busca de nuevas verdades.

Alma y cuerpo (res cogitans y res extensa)

El “cogito” prepara también la radical distinción entre el alma y el cuerpo. Sólo sé que soy –dirá Descartes– pero aún no sé qué cosa soy. En el segundo párrafo de nuestro texto el autor declara que puede fingir que no tuviera cuerpo, y que no hubiera mundo ni lugar alguno en el que se encontrase, pero que no podía fingir por ello que no existía... “yo soy una sustancia cuya esencia o naturaleza no es sino pensar y que, para existir, no necesita de lugar alguno ni depende de cosa alguna material”. Por lo tanto, el alma es enteramente distinta del cuerpo y más fácil de conocer que él. Y en las Meditaciones metafísicas, a la pregunta ¿qué soy? responderá: “una cosa que piensa”.

Al preguntarse Descartes por la esencia, la naturaleza de la cosa que piensa, introduce una teoría nueva del yo como sustancia esencialmente espiritual; con esto ataca la visión aristotélica del alma según la cual alma y cuerpo formaban una única sustancia. La tradición aristotélico-tomista consideraba al alma como el principio de la vida biológica, sensitiva y espiritual, aceptando con ello la existencia de almas en los vegetales y en los animales. Descartes se separa de esta tradición limitando las capacidades del alma a la vida psíquica, entendida como conjunto de actividades conscientes o que pueden hacerse conscientes a voluntad. De ese modo para él el alma se identifica con la mente, cuyo rasgo principal es precisamente el pensamiento o “ser consciente de”. Descartes considerará que los procesos biológicos y la vida biológica en general pueden explicarse en términos puramente corporales y mecánicos. De este modo las plantas y los animales no tienen alma o mente en sentido propio, ya que la totalidad de su conducta puede entenderse en términos mecánicos. El hombre tiene mente, y ésta es radicalmente distinta al cuerpo. De algún modo Descartes vuelve a la tradicional separación del cuerpo y el alma del dualismo iniciado con Platón y seguido por el judeocristianismo, pero aportará argumentos mecanicistas propios del siglo XVII.

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Aparece, pues, en el autor racionalista la cuestión de la naturaleza del hombre (debate dualismo-monismo) vinculada al concepto de sustancia. Descartes llama sustancia a algo que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra cosa para existir; aquello respecto de lo cual son inherentes las propiedades. Las propiedades de la sustancia pueden ser esenciales (atributos) o accidentales (modos). Las esenciales son pensables sin las accidentales, pero éstas no pueden pensarse sin aquéllas. En los cuerpos es esencial la extensión y accidental la posición, figura y movimiento, anchura, profundidad, etc. En el alma es esencial la conciencia, el pensamiento, y accidental el amar, el odiar, el querer, y el imaginar, etc.

Queda entonces establecido un rígido dualismo entre pensamiento y extensión en la teoría cartesiana. La existencia de la res extensa, y por tanto del cuerpo, quedará demostrada para Descartes cuando por mor de la demostración de la existencia de Dios, en éste descansen las garantías de la existencia del mundo exterior.

Ahora bien, si cuerpo (res extensa) y espíritu -alma, espíritu- (res cogitans) son sustancias separadas, ¿qué es, entonces, el hombre? Descartes propone una respuesta audaz para su época: una máquina acoplada a un espíritu. Al parecer, la idea le fue inspirada después de conocer las estatuas móviles de los jardines de la realeza. El cuerpo humano, en efecto funciona de modo mecánico a través de un fuego sin luz que, del corazón, sube por la sangre al cerebro, donde está ubicada la glándula pineal y desde allí, con los nervios y músculos opera los movimientos. El alma humana, por tanto, no dota de vida al cuerpo; se limita a dirigir sus movimientos, previamente dados antes de unirse a él. El hombre muere porque las maquina corporal se estropea y deja de funcionar; entonces el alma se separa del cuerpo, pues es inmortal. Alma y cuerpo constituyen sólo una unión de composición o adición de magnitudes no fundidas y diversas entre sí. El hombre es la única criatura donde están unidas ambas sustancias, aunque son independientes entre sí.

Pensamiento e ideas.

Descartes, en la Parte cuarta del Discurso ha superado la duda y ha llegado a la demostración de que existe como ser pensante. Será el “cogito”, el punto de partida de la investigación sobre la existencia de una realidad exterior, ésta sólo puede partir del análisis de su propia mente, de los pensamientos de esa “cosa que piensa”. En Descartes “pensamiento” no tiene el sentido restringido que tiene en la actualidad, sino que su amplitud comprende también la vida emocional, sentimental y volitiva; viene a abarcar todos los estados psíquicos. Del cogito dice Descartes que “es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere y, también, imagina y siente”. Todos estos estados son inmediatamente conocidos por la conciencia. Se da identidad entre pensamiento y conciencia.

Se cuenta con dos elementos: el pensamiento como actividad (res cogitans) y las ideas que piensa el yo. Debe entenderse que el pensamiento piensa siempre ideas, esto es, las ideas son el objeto del pensamiento. El concepto de “idea” cambia en Descartes respecto a la filosofía anterior; para ésta el pensamiento recaía directamente sobre las cosas (realismo), para Descartes, en cambio, el pensamiento recae sobre las ideas (idealismo). Descartes entiende por idea aquella forma de cualquier pensamiento por cuya percepción inmediata se es consciente de ese mismo pensamiento. Son, entonces, las ideas imágenes de las cosas que se caracterizan por ser modos o formas del pensamiento, inmediatamente percibidas y representativas a modo de “cuadro” de los objetos a que se refieren. Para Descartes yo pienso no en el mundo, sino en la idea de mundo (la idea no es una lente transparente por la que se miran las cosas –realismo–, sino una representación o fotografía que contemplamos –idealismo–).

Descartes plantea tres criterios para analizar y clasificar las ideas: según su evidencia, según su grado de perfección o contenido representativo o según su origen:

a) Las ideas, según su evidencia, se representan, o bien claras y distintas o bien oscuras y confusas. Recordemos que una idea es clara cuando manifiesta o trasparenta las cosas, si las encubre u oculta es oscura; de igual modo es distinta cuando está separada de cualquier otra idea, si mezcla lo claro con lo oscuro es confusa. La claridad y distinción de las ideas constituye el criterio general de verdad, es decir, la norma para identificar o reconocer la verdad como tal: “todo lo que veo con claridad y distinción es verdadero”. Descartes identifica las ideas claras y distintas con los conceptos matemáticos y con algunas nociones básicas de la filosofía, como la noción de sustancia y de extensión. Existen otras dos ideas claras y distintas y por tanto evidentes a la razón: la idea de sustancia pensante, y la idea de Dios.

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b) Según su perfección. Para Descartes las ideas que representan sustancias son sin duda algo más, y contienen, por así decirlo, más realidad objetiva que las que presentan modos o accidentes, que no pasan de ser ideas subjetivas. Del mismo modo la idea que representa una sustancia infinita posee más realidad objetiva o contenido representativo que la idea que representa a una sustancia finita. Esta consideración de las ideas, servirá de fundamento para la demostración de la existencia de Dios.

c) Según su origen, Descartes distingue entre ideas innatas (nacidas con nosotros, el pensamiento ya las posee), ideas facticias o ficticias (aquellas fruto de la imaginación o fantasía) y las ideas adventicias (aquellas que parecen provenir de cosas exteriores).

Descartes identifica las ideas claras y distintas con ideas innatas, aquellas que “nacidas conmigo”, (como Dios, mente, cuerpo, triángulo, etc.) representan esencias verdaderas, inmutables, eternas, y que están presentes en el alma desde su nacimiento. No pueden provenir de la experiencia externa ni tampoco son construidas a partir de otras, ¿cuál es, pues, su origen? La única respuesta posible es que el pensamiento las posee en sí mismo.

Descartes distingue también las ideas facticias, que son las que forma la imaginación, puras invenciones arbitrarias de la mente; ésta las construye a partir de otras ideas (la idea de un caballo con alas, de sirena, etc.).

Por último, las adventicias que parecen provenir de cosas exteriores (como la idea de cera, de hombre, de árbol, etc.).

Tras esta clasificación, podemos concluir que para Descartes, la idea de Dios es innata en tanto es al mismo tiempo clara y distinta; es la que contiene mayor realidad objetiva, pues es la de mayor contenido representativo y, finalmente, posee el mayor grado de perfección.

3. Temas

El cogito y el criterio de verdad.

Descartes está firmemente convencido de que la ciencia es posible porque existe la verdad y la razón humana es capaz de encontrarla; el problema reside en que esta razón está muchas veces expuesta al error, y si se engaña a veces, ¿por qué no siempre? La solución que muchas veces nos propone Descartes para echar por tierra todos los argumentos de los escépticos es la utilización de su propia estrategia, la práctica de la duda. No hay, por tanto, otro recurso para descubrir la verdad que la duda universal, lo cual significa que es menester efectuar una revisión de todos nuestros conocimientos. La propuesta cartesiana es no admitir nada que no pueda ser justificado racionalmente. Ello no será posible sin una revisión previa de todo contenido mental. La duda metódica deberá poner en cuestión todo objeto de conocimiento, desde los datos que nos ofrecen los sentidos hasta la verdad matemática, siendo éste el único camino a partir del cual pueda ofrecerse a la propia conciencia un criterio de cereza firme y sólido del que se pueda deducir toda realidad. La duda se convierte en Descartes en el único camino para descubrir la verdad.

En definitiva, de todo se puede dudar, pero del hecho de pensar no se puede dudar, porque ya la duda es pensamiento. En efecto, quien duda, piensa, y quien piensa existe. Ésta es la primera evidencia, la primera verdad que desvanece todos los motivos de la duda: “pienso, luego existo” (cogito, ergo sum).

Lo primero que llama la atención es su estructura: hay un luego o ergo, una cláusula lógica que parece indicar un razonamiento deductivo o silogismo, es decir, que el existo se deduce lógicamente del pienso. Recordemos no obstante que Descartes rechazaba la lógica antigua y el silogismo como único método de razonamiento, por lo tanto rechaza que sea un silogismo o inferencia deductiva pues, en “pienso luego existo no hay derivación de una premisa mayor (“todo lo que piensa existe”) y una premisa menor (“yo pienso”), hacia la conclusión (“yo existo”). La percepción de que somos “cosas pensantes” no se extrae de ningún silogismo, sino de una experiencia particular, intuitiva, inmediata que es lo que la convierte precisamente en indubitable: el ser un acto individual del pensamiento. El cogito es, por lo tanto, una verdad que sale de la propia mente… es el principio y el punto de partida que estaba buscando: la certeza indubitable y prototipo de toda certeza. Llegamos a él directamente, intuitivamente, “por la sola luz de la razón”.

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Si lo claro y lo distinto lo es para una mente, entonces estamos ante una evidencia subjetiva. Pero ¿cómo llegamos a la evidencia? A la evidencia llegamos intuitivamente. Descartes dice que hay dos operaciones fundamentales de la mente con las que podemos llegar al conocimiento de las cosas: la intuición y la deducción. Por intuición entiende algo así como una visión o percepción intelectual de un objeto por una mente atenta; una visión libre de cualquier dato de los sentidos, un poder innato de captar directamente las verdades que hay en nuestra mente. La deducción sería la derivación de consecuencias necesarias de los principios captados por la intuición. El método tiene por objeto poner las condiciones para el desarrollo de estas dos potencias lógicas para la ampliación del conocimiento.

¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa cuya esencia es pensar. Cosa (res) significa lo mismo que sustancia. Estamos, pues, ante la doctrina tradicional de la sustancia para explicar lo que soy y lo que son las cosas materiales (incluido mi propio cuerpo) en el caso de que existan. En el alma es esencial el pensamiento (atributo) y son accidentales el querer, el juzgar, el amar, el odiar, etc., estos son los modos del pensamiento.

Descartes define la sustancia como aquello que existe sin que necesite otra cosa que ella misma para existir. El problema que se deriva de esta definición es que en sentido estricto la única sustancia sería Dios, dado que como demostrará más adelante, todo lo creado existe por el concurso de Dios, de modo que Descartes empleará el término sustancia tanto para las cosas que subsisten por sí mismas (Dios) como para las que subsisten gracias al concurso de Dios (res cogitans y res extensa).

¿Qué es el pensamiento? Atributo esencial de la sustancia pensante o res cogitans, es entendido en sentido amplio, pues alcanza todo acto cognitivo, volitivo o afectivo: hay actividades intelectuales como dudar o entender, actividades volitivas como querer, no querer, afirmar o negar y afectivas como amar, odiar, desear. Todos son tipos particulares del pensamiento o modos.

En definitiva, el cogito proporciona una afirmación de la propia existencia; además, el cogito, proporciona un criterio de verdad y certeza más seguro incluso que la lógica y las matemáticas, y por supuesto, con mayor claridad y distinción que la que puede ofrecernos el conocimiento de los objetos externos, los cuerpos.

Pero este criterio de certeza es subjetivo, la existencia de la cosa que piensa, la claridad y la distinción de su evidencia, es el producto de una intuición subjetiva de la mente, la certeza es una conciencia subjetiva de la posesión de la verdad, y, de momento, la certeza de la propia existencia no garantiza la existencia de ninguna otra cosa, salvo de la cosa que piensa. La radicalidad de la duda cartesiana ha dejado al cogito solo frente a la duda acerca de la existencia de cualquier otra realidad al margen de éste (solipsismo). Fuera del cogito, todos los demás pensamientos, por muy claros y distintos que parezcan pueden ser puestos en duda mientras se mantenga la hipótesis del genio maligno o dios engañador. La primera dificultad, pues, es cómo salir del pensamiento, es decir, cómo demostrar que existe el mundo material. Otra dificultad es que Dios en su omnipotencia, me haya creado de tal manera que me engañe en lo más evidente. El pensamiento no contiene nunca ninguna garantía de que el objeto pensado corresponde a una realidad fuera del pensamiento. Si la filosofía de Descartes no puede salir de aquí sería un solipsismo (existo yo y mis pensamientos, y nada más; existo yo, como sujeto que piensa, y las ideas que yo pienso) y todo el empeño de Descartes un fracaso. Se hace pues, necesario demostrar la existencia de un ser perfecto e infinito que no sea engañador: Dios.

Las demostraciones de la existencia de Dios

El cogito cartesiano ha proporcionado la primera verdad, pero su certeza es el producto de una intuición subjetiva de la mente y esta certeza de la propia existencia no garantiza la existencia de ninguna otra cosa, salvo de la cosa que piensa. Comienza entonces el momento constructivo, de composición o deducción en la metafísica del filósofo. En el proyecto intelectual de Descartes se hace necesario probar la existencia de un ser perfecto e infinito que no sea engañador, si queremos salir del solipsismo, es decir saber si Dios existe.

Descartes establece tres pruebas de la existencia de Dios:

La primera prueba comienza analizando la idea de perfección y lo hace reflexionando sobre el hecho de dudar: hay mayor perfección en conocer que en dudar, y, puesto que dudo, soy un ser imperfecto. La duda expresa la finitud, la limitación e imperfección del conocer y del ser del hombre. En efecto, un ser perfecto no

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duda, así la existencia del “yo” resultará una existencia finita, imperfecta. A partir de esa conciencia de su imperfección surge en él la idea de perfección, de un ser más perfecto que él.

La causa de esta idea no puede venir de él… tiene que venir de fuera. A esto se suman dos argumentos provenientes de la tradición escolástica: el conocido “de la nada nada sale” y “lo más perfecto no puede provenir de lo menos perfecto”: la idea de perfección no puede proceder de la idea de imperfección, luego ha de ser Dios la causa de esa idea.

La segunda prueba es un complemento de la primera: este argumento desarrollado con más profundidad en la Meditación III de su obra Meditaciones Metafísicas, se fundamenta en la aplicación del criterio de evidencia a las ideas: mientras las ideas de cosas exteriores a él se presentan tan oscuras y confusas, incluso materialmente falsas (es decir proceden de la nada; están en él como expresión de algún defecto de su naturaleza) no representan nada tan grande que él no pueda ser su causa, por imperfecto que sea; sin embargo, la idea de perfección es clara y distinta, es la más verdadera y la que menos se presta a la duda o falsedad, por ello exige una causa adecuada a su realidad. Esa causa no puede ser otra que Dios.

Descartes ha procedido de manera inversa a como ha hecho anteriormente con el cogito; para saber si Dios existe es necesario saber antes qué es. Si de Dios no se supiera lo que es, jamás se podría demostrar que existe. La naturaleza de Dios se obtiene con solo aplicar la intuición racional a la idea clara y distinta de perfección (infinitud) que representa fielmente la idea de Dios. Así entiende por Dios: “una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente y por la que yo y todas las demás cosas que existen (si es verdad que existe alguna) fueron creadas y producidas” (Meditación III).

La tercera prueba es la más famosa de Descartes:

La demostración implica un argumento “a priori” o desde su esencia: de la idea de Dios, como ser perfecto (infinito) en el seno de una conciencia imperfecta (finita) se deduce la existencia de ese ser perfecto. Vuelve Descartes a examinar la idea de Dios, de perfección, y al contrario que las ideas claras y distintas de las cosas corporales, encuentra que en su propia definición, en su propio contenido representativo, sí está contenida la existencia de aquello que tal idea presenta.

En definitiva una versión del “argumento ontológico” de San Anselmo (llamado así a partir de Kant) y que se expone en la parte VI del Discurso. La diferencia está en que Descartes no define a Dios como un “ente mayor que el cual nada puede ser pensado”, sino simplemente como un ser “sumamente perfecto” que no puede no existir, porque de lo contrario no sería un ser supremamente perfecto. Como la existencia está en su esencia, no es posible conocer la esencia de Dios sin admitir a la vez su existencia: percibo con claridad y distinción que la existencia pertenece a la esencia o naturaleza de un ser supremamente perfecto, luego ese ser existe, y sólo porque existe ha podido poner su idea en una naturaleza imperfecta, finita, que la piensa.

Así nace el primer sistema metafísico de la modernidad: habrá una sustancia infinita o Dios y dos sustancias finitas creadas por Dios y que necesitan de su “concurso” para existir: la sustancia finita pensante, pero no extensa, res cogitans cuyo atributo o esencia es el pensamiento; y una sustancia finita extensa, no pensante cuyo atributo o esencia es la extensión: res extensa.

Según Descartes la demostración de la existencia de Dios es la superación del solipsismo de la conciencia y el paso al reconocimiento de la realidad y consistencia de todo lo objetivo. Dios es la garantía de la veracidad de las ideas y el fundamento de la existencia del mundo externo. Afirma que Dios no me puede engañar, puesto que es sumamente bondadoso y perfecto, y habiéndome hecho como soy no puede consentir que yo tenga por evidente lo que no lo es. Así su existencia se convierte en garantía de que las cosas materiales (el mundo) existen efectivamente, que tienen realidad.

4. Contextualización

1. La obra

El Discurso del método “para conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias” fue escrito como prólogo a unos ensayos científicos: Dióptrica, Meteoros y Geometría. Salió de la imprenta en Leiden en 1637. Es la primera obra publicada por Descartes y fue escrita en francés, pues Descartes intentaba (así lo hizo

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también Galileo publicando en italiano) que su obra llegara a todo tipo de lectores, incluso los no especializados, de los que esperaba obtener un juicio favorable. En 1644 se publicó, en Amsterdam, la traducción latina.

El Discurso es la parte más conocida, mucho más que los tres ensayos que la siguen. Lo escribió como un prefacio, con la intención de que fuera una historia, una narración de su vida intelectual. Consta de seis partes: en la primera, la más autobiográfica, vierte algunas consideraciones en relación con el método y aprovecha para hacer un repaso de las ciencias, en tanto va contando lo que él ha estudiado; en la segunda habla de su estancia en Alemania y expone su método; en la tercera, relatando su etapa viajera, se refiere a su moral provisional; en la cuarta (a la que pertenece nuestro texto) expone los temas metafísicos: el cogito, el alma y Dios, en la quinta hace un resumen Del mundo y El tratado del hombre, con temas de física, autómatas, animales máquina y la circulación de la sangre; la sexta, a modo de conclusión, es una recapitulación y razones del Discurso como prólogo a los tres ensayos.

El Discurso, desde el punto de vista intencional, puede ser considerado como el manifiesto programático o la carta fundacional de la nueva filosofía. Una filosofía que se sirve constantemente de los conceptos y términos de la escolástica cuando quiere explicitar o hacer comprensible su pensamiento; que se sirve del escepticismo cuando pretende rechazar por falsas todas aquellas doctrinas opuestas a la razón y a la verdad; que se sirve de las matemáticas cuando quiere dotar a la ciencia moderna de un método firme y seguro, y que se deja influenciar del espíritu innovador de la nueva ciencia cuando nos habla del carácter práctico y progresista del quehacer científico. Desde este punto de vista el Discurso gira en torno a tres coordenadas esenciales. La escolástica, el escepticismo y el espíritu de rigor de la ciencia moderna.

La evolución intelectual de Descartes puede dividirse en los siguientes períodos:

Si prescindimos de sus estudios en La Flèche y los de Derecho en la Universidad de Poitiers, su vida está marcada por varios períodos de evolución en su pensamiento: En el primero, de 1618 a 1637 (año de la publicación del Discurso) nos encontramos a un Descartes predominantemente científico, ocupado en la descripción física del mundo y del hombre, considerado en cuanto máquina corporal. Es esta la etapa de viajero entregado a buscar una “ciencia prodigiosa” y de su larga estancia en Holanda entre 1629 y 1637, donde se concentra en el estudio y la preparación de sus obras científicas, acentuándose sus preocupaciones metafísicas, como se plasma en la cuarta parte el Discurso. En el segundo período (de 1638 a 1642) tenemos un Descartes que, aunque no abandona los experimentos, está más dedicado a problemas filosóficos como el de la verdad, la naturaleza del alma y la relación del hombre con Dios. La obra clave es Meditaciones Metafísicas. El tercer y último período (de 1643 a 1650) quiere completar su sistema escribiendo los principios de la Filosofía, que no es más que una recapitulación de su filosofía anterior; además reflexiona sobre el hombre concreto, sus pasiones, su moral. La obra más importante es Las Pasiones del alma.

2. Descartes y la tradición filosófica.

El primer elemento que configura el horizonte en que se mueve y desarrolla el pensamiento cartesiano fue la filosofía escolástica. Es sabido que la escolástica medieval, base teórica de los cursos de filosofía que se impartían en las universidades y colegios de Europa del siglo XVII, la conoció Descartes como alumno en el prestigioso colegio de los jesuitas de La Flèche, de ahí su contacto con los escritos de San Agustín de Hipona y Santo Tomás de Aquino. Se trata de una filosofía renovada por los maestros Juan de Santo Tomás, Pedro de Fonseca y Francisco Suárez, que intentaron revitalizar la vieja escolástica y, así poder enfrentar los problemas propios del Renacimiento. A pesar de esta puesta al día, Descartes la consideró como un pseudo-saber basado en un método verbalista, estéril e ineficaz. El silogismo escolástico es un método ineficaz e inadecuado porque sus principios están basados en la fe o la autoridad, no son aceptados por motivos racionales, sino extrafilosóficos.

Descartes rechaza el criterio de autoridad, siente la necesidad de romper con lo anterior y construir un nuevo edificio sobre bases nuevas, que comience con la propia razón y dotado de una lógica totalmente nueva, superadora del caduco modo de argumentar de los escolásticos.

El segundo elemento del pensamiento cartesiano lo constituyen dos posturas restauradas en el Renacimiento: el escepticismo y el estoicismo. El escepticismo es una actitud mental que se limita a la práctica de la duda universal, del rechazo de toda verdad universal y necesaria, de la consideración de que la mente no

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puede conocer la verdad ni hablar, esto es, afirmar o negar nada de una proposición. Para el escéptico no hay certezas, evidencias, afirmaciones, sino todo lo contrario, suposiciones, dudas, incertidumbres y, en definitiva, apariencias. En esta línea de pensamiento destacaron Miguel de Montaigne, Pierre Charron y Francisco Sánchez.

Frente a esta actitud Descartes se mostrará, comprensivo y crítico a la vez. Comprensivo al tomar la duda universal como punto de partida para erradicar de su filosofía todos los prejuicios y errores debidos a las malas inclinaciones naturales o educación acrítica de la época de formación intelectual. Pero la duda no es un objetivo a alcanzar, sino un obstáculo a superar, obstáculo que la razón necesita como medio para eliminar de la filosofía toda verdad o certeza que no se halle fundada en la misma razón.

El tercero de los elementos es la “nueva ciencia”, que no sólo elabora hipótesis y las contrasta con la experiencia sino que, además, está convencida de que la naturaleza es un gran libro escrito en lenguaje matemático. Las demostraciones matemáticas y las deducciones lógico-deductivas constituyeron el método idóneo de la ciencia renacentista.

Descartes ha cultivado las matemáticas, pero considera que la experiencia no es camino seguro para fundamentar verdades universales y necesarias. Por ello acude al reino de las matemáticas o de la razón, porque sus enunciados verdaderos son siempre ciertos e indubitables. En este sentido Descartes se enfrenta a los pensadores de la nueva ciencia, se opone a ellos por servirse de la experiencia. A pesar de ello Descartes incorpora algunos conceptos e ideas de la ciencia renacentista que, por innovadores, muchas veces rozaron el límite de la ortodoxia oficial; prueba de ello fueron sus dudas y titubeos en publicar el Tratado del mundo una vez conocida la condena a Galileo.

Descartes, es considerado como fundador del racionalismo moderno y precursor del idealismo.

Para Descartes la “razón es la única facultad que puede conducir al ser humano al conocimiento de la verdad”. Como buen racionalista, da primacía a la razón frente a la experiencia sensible. No quiere decir esto que no existan ideas originadas por los sentidos, simplemente que éstas no son válidas para fundar conocimiento.

Los empiristas (Locke, Hume, etc.) por el contrario, otorgan primacía a la experiencia sensible frente a la razón; pues si bien las verdades racionales no son puestas en cuestión, porque son necesarias y evidentes, las que proporcionan información de las cosas que nos rodean son las que provienen de los sentidos.

Lo cierto es que tanto racionalistas como empiristas inauguran un nuevo modo de hacer filosofía, el idealismo, al darse cuenta de que antes de conocer las cosas hay que analizar en qué consiste el conocimiento y esto implica no preguntar por las cosas directamente, sino por las ideas que tenemos de esas cosas: ¿cómo se originan en nuestra mente?, ¿qué validez tienen? Esta actitud implica dejar de lado la “realidad” de las cosas en tanto no hayamos aclarado el origen de las ideas que tenemos de esas cosas; así la filosofía moderna se convierte en Teoría del conocimiento: el ser humano es un ser “vuelto sobre sí mismo” y no conoce directamente sino su propio pensamiento (subjetivismo), las cosas son sólo conocidas en las ideas, no directamente en sí mismas, por ello es posible dudar de su existencia, todo podría ser un sueño. La realidad del mundo ya no es evidente (realismo), ha de ser deducida a partir de las ideas (idealismo).

3. Descartes y su época:

La época que le tocó vivir a Descartes, la primera mitad del siglo XVII, coincide con el inicio y desarrollo de la modernidad. La Edad Moderna no es una etapa que surge de forma espontánea; desde que se inicia la crisis de la Escolástica, allá en el siglo XIV, hasta la aparición de la filosofía moderna transcurren unos trescientos años. Durante todo este tiempo, una crisis profunda va minando paulatinamente el edificio de la doctrina escolástica.

Esto se debe, fundamentalmente, a tres hechos históricos:

-Se pierde la unidad religiosa. La Reforma y las guerras de religión hacen que ya no haya una única verdad religiosa en Occidente.

- Se descubren nuevos mundos, y nacen nuevas necesidades tecnológicas y científicas.

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-La revolución científica que tuvo su origen en Copérnico y continuó con Kepler y Galileo conmueve los cimientos de toda la física aristotélica.

Estos factores, y otros muchos, conforman la mentalidad moderna. Por todos lados surge la duda y el escepticismo tiene un resurgimiento en autores como Michel de Montaigne y Francisco Sánchez, alentado por estos cambios científicos.

Descartes (1596-1650) inaugura filosóficamente hablando la Edad Moderna caracterizada por ser el resultado de una “crisis”. La realidad parecía desmentir la doctrina escolástica, nuevos descubrimientos, nueva observación de la naturaleza. La revolución científica de Copérnico, Galileo y Kepler no sólo sustituyo la imagen aristotélico-Ptoloméica del mundo, sino que trajo consigo una nueva concepción de la ciencia, una nueva metodología científica (método hipotético-deductivo). Las universidades han entrado en decadencia, controladas por católicos o protestantes no tienen autonomía ni libertad de pensamiento, y solo el peso de la autoridad las mantiene en pie, esta es la causa de que no recojan las nuevas corrientes científicas y filosóficas.

De ahí que la filosofía escolástica sea a la vez fuente de formación de Descartes y obstáculo a superar a la hora de crear una nueva filosofía. Su recelo y temprano abandono de la escolástica parece estar relacionado con su conocimiento de la física de Galileo. De igual modo el que obras científicas tales como Del Mundo o Tratado de la Luz, así como el Tratado del Hombre, no fueran publicadas en vida de Descartes, se debe a que él las retiró de la imprenta cuando se enteró de la condena por la inquisición romano de la obra de Galileo. Descartes tuvo miedo de enfrentarse a las autoridades eclesiásticas, por ello preparó la publicación anónima de los tres ensayos que siguen al Discurso, en los que sus afirmaciones astronómicas son más prudentes; aun así, no logró satisfacer a los eclesiásticos que veían en el Discurso contenidos sospechosos de herejía. Fueron numerosas ocasiones en que Descartes entró en conflicto con religiosos y teólogos de la época. Su mayor enemigo, Gisbert Voetius, rector de la Universidad de Utrecht y profesor de teología pretendió convencer al consejo de la ciudad de que Descartes, además de papista, era un ateo. Descartes con fina ironía, dijo después, que le llamaba ateo porque demostraba la existencia de Dios, y que le llamaba escéptico por combatir el escepticismo.