REPORTAJE LA ZAPATERÍA, UN OFICIO TAN ANTIGUO COMO EL HOMBRE.
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REPORTAJE
LA ZAPATERÍA, UN OFICIO TAN ANTIGUO COMO EL HOMBRE.
Investigadoras
Beatriz Tasco y Luz Marina Álvarez
Fundación Universitaria Católica del Norte
2012
Muchos quedaron asombrados con el descubrimiento que en el 2008 se hizo en
una cueva de la provincia de Armenia de Vayotz Dzor, cerca de la frontera entre
Armenia, Irán y Turquía, un par de zapatos, más antiguos que las pirámides de
Egipto y que el mismo Stonehenge. Su análisis permitió datarlos con 8500 años de
antigüedad. Están elaborados en fibras vegetales, ese era el recurso existente en
el medio.
El asombro debió ser por el buen estado en que los hallaron, no por los zapatos
en sí mismos, pues es fácil deducir que la utilización de ellos, es tan antigua como
el mismo hombre.
Y de pies con el hombre, andan. Han estado en los tronos más elevados y las
casuchas más humildes. Han sido decorados con las piedras preciosas más
costosas, cosidos con hilos de oro y plata. Han pisado tapetes, pisos de madera,
caminos de piedra y lodazales. Han estado en templos, bares y jardines. Han
cruzado ríos, lagunas y mares.
Ellos no discriminan a nadie. Se sienten tan cómodos con Papas como con
prostitutas. Hasta los colonizados y extinguidos indígenas americanos, los usaron.
¿Y quiénes son los artistas que dejan salir de sus manos tan magnificas obras?
Los zapateros. Hubo una época, quien lo creyera en la actualidad, en que los
requisitos para ser sacerdotes y zapateros no diferían en mucho, y recordemos
que hace años, el llegar a ser sacerdote, estaba destinado solo a las familias de
los más altos abolengos.
Y por años, por siglos, florecieron los zapateros. Reconocidos, alabados,
deseados y cuando llegó la industrialización, olvidados. En muchos pueblos de
esta amada Colombia, muchos de ellos están respirando porque tienen una pipeta
de oxígeno al pie, a otros en este momento se les están aplicando los últimos
óleos.
Ningún censo, informe, ni cifra que los nombre. Son aquellos hombres (y algunas
mujeres) que subsisten del oficio de la zapatería y detrás de ellos sus familias.
Es el caso de Octavio, Pedro, Luís, Juan y tantos miles y miles de personas que
trabajan anónimamente desde sus casas, en pasillos, rincones, compartiendo local, y
para quienes la elaboración de zapatos es aún artesanal. Pedro, José, Arnulfo y
muchos más, quienes sucumbieron al embate del mercado y hoy son “remendones”.
Al hablar con algunos de ellos, en grandes urbes como Usme en Bogotá, con 215 km2
y 300.000 habitantes, paralelo a pequeños poblados como Maceo, municipio de
Antioquia, con 431 km2 y 7.500 habitantes, se evidencian las similitudes y los
contrastes existentes en sus realidades.
UN RECORRIDO POR USME, BOGOTÁ. - COLOMBIA
Hablar de la localidad de Usme, es hablar, en comparación con Maceo, de una
metro ciudad. Sus calles ofrecen al visitante toda una gama de ofertas en
comida, vestido, cacharros y chucherías. Usme empieza su despertar a las 9 de
la mañana. Con el frio de la mañana las calles se van llenando de gente y
carros, el comercio abre sus puertas y las señoras, muchachos y demás
comerciantes empiezan a acomodarse. Huele a pelanga, a pan calientito, a tinto,
buñuelos, arepas, caldo de costilla, a verdura; los negocios que se dedican a
vender ropa, cuadernos, películas y por supuesto zapatos siguen este ritmo
diario; en una cuadra usted puede encontrar entre dos y tres zapaterías, unos
recomponen otros fabrican y reparan. Allí los zapateros aún están vigentes y
sobreviven.
Y es que las cosas han cambiado, dice don Juan un hombre de más de sesenta
años, quien tiene su negocio de zapatería en un pequeño local arrendado, en
una calle no muy transitada en el Barrio Yomasa, al que llegan clientes y también
amigos para compartir un tinto. Fabrica y repara zapatos. Fue campesino durante
toda su vida, recuerda con nostalgia y una sonrisa disimulada, que por el
desplazamiento del que fue víctima tuvo que radicarse en la ciudad y aprender
un nuevo oficio para sostenerse. Pensó que en Bogotá siempre se encontrarían
cosas por hacer, más nunca se imaginó en este oficio, porque siendo campesino,
tenía sus manos acostumbradas al azadón y el machete, manos gruesas,
acostumbradas a labores para machos.
Fue por pura necesidad que le tocó iniciarse como ayudante en una mediana
empresa que fabricaba zapatos, donde con suspicacia se dedicó a aprender todo
lo que veía, esa fue su mejor estrategia para iniciarse en el negocio, pero
inevitablemente por la avanzada edad lo despidieron y entonces trabajó en otras
cosas mientras pudo conseguir unos ahorritos y así montar su propio negocio
como zapatero.
Mientras con sus manos llenas de pegante, su ropa manchada por la tintura que
utiliza en su labor, sonríe porque un amigo llega a buscarle conversación y se
siente intimidado a hablarme en su presencia, le expresa que hoy está un poco
atareado porque un muchacho que le colabora no llegó a trabajar. El amigo no
tiene más remedio que ir a buscar conversa en otra parte. Recuerda que antes
los zapatos si eran de cuero auténtico y que hoy en día con el material que antes
se fabricaba un par, hoy se fabrican dos pares. La competencia lo ha obligado a
utilizar otros materiales más económicos como el caucho y el cartón, pero con
satisfacción reconoce que aún quedan clientes que les interesa la calidad y
quieren algo bueno sin importar cuánto les cueste.
Cuando le pregunto por las grandes empresas y sus maquinarias sofisticadas, se
adelanta a asegurar que él sabe manejar todo eso y que las empresas no tienen
suficiente personal para que sea funcional. Toma un descanso para sus
envejecidas manos y mira como está quedando su obra, mientras atiende a una
niña que pregunta si ya están arreglados unos zapatos tenis que dejó hace unos
días, los busca y le dice que si, a lo que la niña le contesta que entonces más
tarde viene con la plata a recogerlos; nuevamente la curiosidad de las notas que
pueda estar tomando le invade y empieza a hacer alarde de su labor y de la
calidad de sus productos.
Mientras corta una suela, cuenta cómo se organizó y sus hijos le ayudaron poco
en este oficio, manifiesta con orgullo que el mayor, quien al parecer fue quien
más estuvo cerca de él en este trabajo, logró terminar su bachillerato y en estos
momentos está trabajando como mensajero en una oficina, “Es que el negocio
no da para llevar dos obligaciones” enfatiza.
DE PASO POR MACEO, ANTIOQUIA.
En estas tierras de Dios, circundadas por montañas y caminos de arrieros, hasta
hace 70 años la gente todavía andaba descalza. El pueblo era empedrado y a
ningún parroquiano que se respetara le faltaban las niguas, una plaga peor que las
siete plagas de Egipto juntas y que hacía que la gente anduviera como saltando
de piedra en piedra para no lastimar sus pies, pues al menor tropezón, saltaba la
uña que por debajo estaba inflamada y llena de pus, y salían corriendo miles, no,
millones de animalitos microscópicos que hacían desear estar en una paila
ardiendo dada la piquiña y el dolor tan espantosos.
Los arrieros que orgullosamente se jactaban de nunca haber usado zapatos,
lucían sus pies llenos de un callo impenetrable a modo de armadura. Los niños
iban descalzos a la escuela, allí en el patio, había una poceta con cinco pilas de
agua donde el barro amarillo coloreaba el líquido que seguía su camino a la
quebrada, mientras los estudiantes se secaban en costales que se tendían en los
corredores.
Cuando se “largaba” el pantalón, que era sinónimo de haber llegado a la mayoría
de edad o hacer la primera comunión, también se ponían zapatos, estos se
usaban solo los días domingos para ir a misa, ya que de lunes a sábado se
guardaban celosamente del polvo y animales.
El “precursor” del calzado, fue don Rafael María Agudelo Rojas, quien llegó como
corista con el Padre Cuervo. Aparte de saber música era zapatero y tenía su
almacén en “Cuatro Esquinas”; una pequeña pieza donde combinaba su oficio con
la venta de radiecitos de pilas, toda una novedad para este caserío hambriento de
cosas nuevas y de chismes; junto a él, Carlitos Vega su ayudante, guarnecedor,
que es el que hace el encapillado de encima, y Raúl, el solador, que es el que se
encarga de pegar las suelas.
Luego en los años cuarenta, llegó Don Joaquín Londoño y puso una talabartería
donde hacía aperos de cabeza y sillas de montar. Poco a poco fue cualificando su
taller hasta llegar a ser distribuidor de Mesacé. Algún tiempo después desde
Ebéjico, Antioquia, llegó Octavio Suárez, más conocido como “Cachita” quien
trabajó con Don Joaquín, haciendo guayos, maletines, abarcas, forros para radio
transistor y tiempo después llegó Guillermo, hermano de Cachita quien era el
guarnecedor.
Hoy en Maceo quedan dos zapateros: “Cachita”, quien dice que “Este oficio ya
no da ni para comer” y Don José Vásquez, de la Zapatería El Topacio que
funciona al final de un pasillo de una vieja casucha habitada por él y uno que otro
espanto, dicen.
EN LA ZAPATERÍA DE “CACHITA”.
Entrar en aquel lugar es desafiar los sentidos. El olor del pegamento y cuero es
rancio, el sonido del martillar se confunde con el de la radio que suena
distorsionada Imágenes de santos y calendarios vencidos adornan las paredes.
En una vitrina se muestran sandalias “tres puntadas”, estuches para navajas y
sogas de cuero. En un rincón, un arrume de zapatos por reparar y un letrero que
le recuerda al cliente que si pasado un mes no reclama su mercancía no se
responde por ella. Dicen que las cosas se parecen a su dueño, ¿Quién será el
dueño de esos zapatos rojos de charol o de aquellos que pareciera que ya le
fueran a sacar los restos? De seguro que hay estudios científicos que definen la
personalidad según las personas desgasten las suelas de sus zapatos.
En medio de todo, unas gafas, detrás una mirada maliciosa y más abajo una leve
sonrisa. No se entiende para qué lasusa si casi siempre se mira por encima de
ellas. Viste un delantal de un color indefinible al que sus manos le hacen juego.
Entre sus piernas la horma con su tronco de madera y cabezote de hierro. Para
un momento su martillar para invitarme a seguir, no soy la primera que está
interesada en saber acerca de su vida y sus inicios en el arte de la zapatería. La
ha contado muchas veces pero nada ha cambiado. Acepta de nuevo repetirla
para no sentirse tan solo y olvidado.
El año de su llegada a Maceo, fue por allá en los años cincuenta cuando era solo
un muchacho todavía de pantalón corto. En ese entonces el pueblo tenía
movimiento y salían los arrieros con sus mulas cargadas de madera hacia un
caserío cercano, que hacía las veces de estación del tren, llamado San José del
Nus. Él venía del Municipio de Ebéjico y con su familia se trasladaron a estas
tierras huyendo de la violencia, huir de ella no era fácil, estaba en todas partes,
pero al menos aquí no sabían si era rojo o azul y su deseo era que no lo
supieran. Recuerda que la iglesia también tuvo participación en política, porque
en el atrio el cura párroco incitaba a los conservadores a acabar con la “chusma”.
Entró a estudiar pero en ese entonces no es como ahora, no señor. Las niñas y
los niños estaban separados, cada uno tenía su escuela. Recuerda como les
tocó cargar piedra para ayudar en su construcción. Con una carcajada dice que a
los viejos se les olvida que también fueron muchachos necios y que practicaban
carreras de sapos, con sapos de verdad entrenados.
Al salir de clase tenían que ocuparse y aprender un arte.
En el pueblo estaba la talabartería de Don Joaquín y su padre le pagó las clases
para que Don Juaco, como se le llamaba, le enseñaran el oficio a Octavio
“Cachita”. Don Juaco tenía toda la paciencia y le enseñó con esmero y
dedicación, no solo a él, sino también a los hermanos Sosa, Gustavo y Mario.
Poco a poco se fueron ganando la confianza del viejo por su dedicación y
resultados.
Murió Don Juaco. “Cachita” se hizo al negocio y fue así como tuvo su propia
zapatería. ¡Qué tiempos aquellos! Junto con don Rafael Agudelo, su
competencia, abastecían el mercado local. Los insumos llegaban de Medellín y
había gente que pagaba por adelantado. Esos si eran zapatos finos, que si
duraban. Los señorones y señoronas, tenían zapatos especiales para dominguiar
aunque también cabe decir que la mayoría de campesinos, apenas empezaban a
calzarse.
Hoy, 50 años después, “Cachita” está abatido. Lo refleja su negocio y la cadencia
de su voz. Como él, hay en Colombia cientos de personas que se cansaron de
esperar que la situación económica mejorara. Zapateros no, si acaso
remendones. La industrialización y la modernización, pasaron por un lado sin
siquiera mirarlos y quedaron ahí, estáticos, en su local, en medio de recuerdos
de épocas mejores.
DOS LOCALIDADES Y UNA SOLA REALIDAD.
Tanto los zapateros de Usme (Cundinamarca), como los de Maceo (Antioquia),
desconocen, no creen o no les interesa, que haya entidades que quieran
apoyarlos. Como dicen “De eso tan bueno no dan tanto”.
Pero están equivocados.
En Colombia existen proyectos de carácter gubernamental y privado que
incentivan a los emprendedores con inyección de capital para fortalecer sus
negocios o crear unos nuevos. Capitales nada despreciables, ya que por citar
solo uno, el Fondo Emprender del SENA, apoya con 48 millones aquellos
proyectos que generen tres empleos, con 80 millones si generan cinco y con 100
millones si generan ocho.
No serán don Juan ni “Cachita” los directamente beneficiados, pero si aquellos
que se capaciten, se informen y formen para tener las herramientas con las
cuales puedan acceder a recursos que les permitan entrar a competir en el
mercado actual tanto nacional como internacional.