Retiro Espiritual Para Las Comunidades BOL

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Testigos de la Radicalidad Evangélica -Rumbo al Capítulo Inspectorial- 2013 ENERO Retiro Espiritual para las Comunidades Salesianas [Paco Santos, SDB] Testigos de la radicalidad evangélica MÍSTICOS EN EL ESPÍRITU El gozo de la vocación consagrada (Const. 22 y 25; 97 y 98) 29

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Testigos de la Radicalidad Evangélica -Rumbo al Capítulo Inspectorial- 2013

ENERO

Retiro Espiritual para las Comunidades Salesianas

[Paco Santos, SDB]

Testigos de la radicalidad evangélicaMÍSTICOS EN EL ESPÍRITU

El gozo de la vocación consagrada(Const. 22 y 25; 97 y 98)

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LA VOCACIÓN: Punto de encuentro con Dios

Me llamas por mi nombre, para habitar en tu tienda.

Viviré sin tacha, obrando la justicia, diciendo la verdad

(Sal 15)

En la vocación, y por medio de ella, sucede un contacto entre Dios y el hombre. El icono que representa este encuentro, es la creación del hombre en la Capilla Sixtina, el contacto vital entre la mano creadora de Dios y la mano del hombre, el inicio de un diálogo destinado a ser permanente. Incluso en el caso de que el hombre eligiese no acoger la invitación, Dios seguiría llamando, hasta la llamada final, la muerte. Dios nos ha creado libres, para poder responderle, porque en toda llamada se encuentran las dos libertades: la libertad perfecta de Dios y la imperfecta del hombre. Imperfecta, porque puede crecer y ser cada vez más libre, en la medida que va aceptando la propuesta de quien llama. Crece y madura en relación con otros, porque somos personas, desde nuestro origen, siempre en relación. La esencia de la persona es “tender a”. Es en esta condición humana donde se da la vocación.

En este retiro vamos a tratar de tres aspectos vocacionales progresivamente relacionados entre sí:

1. En primer lugar, la persona humana, como “persona llamada”. Toda persona. Cada persona. (Dios sólo sabe contar hasta uno).

2. En segundo lugar, la vocación consagrada, como forma de existencia en la pluralidad de visiones antropológicas (Lo imposible humano y lo posible divino).

3. En tercer lugar, la radicalidad evangélica en la vivencia de la vocación consagrada salesiana: místicos, profetas y servidores. (Discípulos y apóstoles de Jesús siguiendo los pasos de Don Bosco).

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1. «Dios sólo sabe contar hasta uno»

Antes de formarte en el seno materno, ya te conocía,y antes que nacieses te había consagrado

(Jer 1, 5)

“A cada uno de nosotros Dios lo llama a formar parte de la Sociedad salesiana. Para esto recibe de Él dones personales y, si corresponde fielmente, encuentra el camino de su plena realización en Cristo” (Const. 22).

La vocación cristiana habla ante todo de Dios, nos revela un aspecto fundamental de su identidad divina: es un Dios que llama, y llama porque ama. Llama para manifestar su amor, su atención y preocupación por la persona llamada, como si fuera única para Él. El ser humano llamado por Dios es un ser pensado por un Dios “extrovertido” que quiere compartir, amar y dejarse amar.

La vocación nos hace comprender que Dios, el autor de la vocación es misterio, porque no podemos comprender a Dios totalmente.

La llamada de Dios comienza con la llamada a la vida. Si Dios llama porque ama, el hombre viene a la vida porque es amado, pensado y querido por una Voluntad buena que lo ha preferido a la “no-existencia”, que lo ha amado incluso antes de que fuese, que lo ha conocido antes de formarlo en el seno materno, consagrado antes de que saliese a la luz (cf. Jer 1, 5; Is 49, 1.5; Gál 1, 15). La llamada del Padre es a la vida, dirigida a todos los vivientes, que son tales no sólo porque sean llamados, sino porque son llamados a ser conforme a la imagen del Hijo, a su vida y a su manera de vivir, a Él, el Viviente por excelencia, por la acción del Espíritu Santo.

En esta con-formación con el Hijo (configurarnos con Cristo en nuestro ser creyentes) está presente una llamada a la santidad, que es para todos, como sumo bien, como la cualidad más alta, de la vida para el ser humano: el amor, el don de sí, la felicidad, la plena realización de la propia persona… Nadie puede dar al hombre todo lo que Dios solo le puede dar; la persona puede descubrir y gozar esta realidad cuando busca ante todo el reino de Dios y su modo de colaborar en ello activamente. Todo lo demás, se dará “por añadidura” (Mt 6, 33).

La vocación es revelación de Dios porque en todo llamado Dios expresa un aspecto particular de su propia identidad. El Padre nos llama a ser como Él, según un proyecto. La vocación nos habla de Dios mucho más y mucho antes que del futuro del hombre en cuestión o de su simple autorrealización humana; desvela al hombre, lo que es y lo que está llamado a ser, como manifestación de Dios. Por esto, las llamadas son tantas como son los seres humanos. No podemos reducir las vocaciones a una única vocación. El llamado es quien permanece siempre en actitud contemplativa, frente al gran misterio de Dios; es aquel creyente que capta constantemente el pequeño misterio del propio yo

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dentro del gran misterio de Dios. Se descubre cada vez más a sí mismo como parte del misterio divino.

La vocación nos pone en disposición de colaborar con Dios en la creación, porque Él, creándonos, pone en nosotros rasgos suyos, que vamos desarrollando en nuestro ser creado. Y además, particularmente, nos hace colaboradores en la obra de la salvación. Creación y redención son los dos ámbitos de la vivencia del misterio de la vocación. La creación, como expresión de nuestro ser humano, a imagen y semejanza de Dios, contemplativo; la redención como expresión de la relación de nuestro ser con los demás seres creados, activo y dinámico.

2. Lo imposible humano y lo posible divino

Ahora, así dice Yahvé tu creador, Jacob,tu plasmador, Israel.

No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre.

Tú eres mío.(Is 43, 1)

“La acción del Espíritu es, para el profeso, fuente permanente de gracia y apoyo en el esfuerzo diario de crecer en el amor perfecto a Dios y a los hombres” (Const. 25).

La perspectiva teológica de la vocación que acabamos de exponer, no está exenta de la superación de dificultades a la hora de vivir con radicalidad evangélica la vocación recibida de Dios y acogida en el amor con que se dona. Existen, mejor, coexisten distintos tipos de antropología que no tienen en cuenta esta perspectiva vocacional y que están bastante bien reconciliadas con la mentalidad de tantos, sin suscitar inicialmente problema con el sentido que se le da a la propia existencia. Podíamos sintetizar las perspectivas en tres grupos:

a. La persona sin “llamada” o “vocación”

Cada persona es un ser individual con sus posibilidades y potencialidades, que cada uno va desarrollando libremente. Se valora mucho la autonomía individual y el deseo de lograr la plena realización de la vida contando con los propios recursos personales. Así, se habla de “necesidades” o “deseo egocéntrico”(S. Freud), o se habla de la persona como un conjunto de necesidades y apetencias, que pueden estar jerarquizadas – fisiológicas, de seguridad, reconocimiento, realización personal … - (Maslow). La realización personal se centra en la satisfacción de esos deseos, donde la persona está en el centro. La voz o la llamada del otro no se oye adecuadamente, ya que está condicionada, en todo caso, al cumplimiento del propio proyecto.

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b. La persona con vocación “del otro”

Ya no es la persona el centro de posibilidades y potencialidades, sino la relación con otros. La persona se realiza trascendiéndose por medio de la relación con lo que le rodea, especialmente con las demás personas. La plenitud está en la comunión de las personas en el amor, la justicia y la paz. Hay aspiración a crear un mundo más digno, con el progreso científico y tecnológico, con una realización humanizada para todos. Se da a un nivel empírico de la realidad. Intramundano.

c. La persona “llamada por Dios”

El modelo antropológico cristiano, en el que se inserta la persona llamada por Dios, está llamado a completar lo que esta perspectiva considera insuficiente, tanto en la centralidad antropológica en el sujeto como en la perspectiva histórica horizontal, cerrada a la trascendencia y cerrada a Dios.

Nuestra pregunta es cómo presentar hoy la persona como llamada por Dios, sin que entre en conflicto con las otras propuestas antropológicas, o cómo hacer creíble esta propuesta. Todo apunta a la vivencia personal en esta clave como manifestación de posibilidad realizada y lograda.

Dicho de otro modo, ¿se puede ser feliz sin seguir la vocación? No es cuestión de cálculos. La opción vocacional, el proceso de toma de decisiones vocacionales no puede ser ocupado por el cálculo, que es en cierto sentido contrario a la fe, porque no abre al conocimiento de Dios. El “calculador”, difícilmente podrá acoger la propuesta vocacional que viene de lo alto. Pero aún así, la libertad humana es una prerrogativa de la naturaleza. Nos la ha dado Dios al crearnos. Por tanto podemos tener la posibilidad de rechazar o desoír la llamada que Dios nos hace.

Podemos hacer lo que queramos. Nuestro posible rechazo a la propuesta de Dios no le afecta a Él. Nuestra “infidelidad” a su llamada, no daña a Dios. Sin embargo, nuestra vida y su sentido pueden quedar frustrados. Es la experiencia humana reflejada en los relatos evangélicos que nos hablan de la experiencia de quien prefiere vivir de manera autónoma, ajeno a la llamada, que camina errante, sin camino. Mientras que quien sigue el camino propuesto, quien acoge la voluntad de Dios, encuentra la salvación.

Llegar a la identificación con Cristo en la propia vocación no se puede hacer sino conscientes de la “gracia a caro precio” (D. Bonhoeffer), descentrada de sí y centrada en Dios, quien tiene la prioridad en nuestras decisiones, y a quien ofrecemos nuestra obediencia como llamados. Pensar en la vivencia de la propia vocación de consagrados, pensada, amada, elegida, enriquecida, querida por el Padre, nos sitúa en la perspectiva de la obediencia, como la de Cristo, el Hijo, con quien el Padre hizo igualmente. Sin embargo, si nos situamos existencialmente fuera de este plan de Dios, como hombres sin vocación, nuestra vida se vuelve carente de sentido.

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La vocación religiosa consagrada es signo del Reino, apunta constantemente a los valores del Reino, que siempre están más allá de las meras realizaciones humanas, y que se van realizando en la realidad presente que nos ha tocado vivir.

Esto hace que la vida consagrada sea profética, ya que “la profesión de los consejos evangélicos presenta a los consagrados como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo” (Vita Consecrata, 15).

Como religiosos consagrados, estamos en la Iglesia “para dar abierto testimonio de anhelar públicamente la mirada celeste y a conservar vivo este anhelo en la familia humana” (GS 38).

De aquí que: - la vida religiosa tiene por misión mostrar, proclamar, revelar la dimensión trascendente de toda la vida humana y de la existencia cristiana, expresando la anticipación de los bienes del cielo (LG 44). - la vida religiosa ha de ser signo elocuente, que ha de ser comprendido en la cultura actual, desde su “ser” trascendente. - como Cristo, los religiosos somos testigos de que las personas son llamadas al diálogo y al encuentro con Dios.

3. Discípulos y apóstoles de Jesús siguiendo los pasos de Don Bosco

El Reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que al encontrarlo un hombre,

vuelve a esconderlo, y por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene

y compra aquel campo (Mt 13, 44)

“Los primeros salesianos encontraron en Don Bosco un guía seguro. Vitalmente incorporados a su comunidad en acción, aprendieron a modelar la propia vida sobre la suya. También nosotros encontramos en él nuestro modelo” (Cons. 97).

Nuestra vocación religiosa consagrada, entra de lleno en el modelo teológico de vocación que hemos presentado. Toda vocación está al servicio de la salvación, pero cada una de un modo particular. En nosotros, salesianos: colaborar en la salvación de los jóvenes pobre, abandonados y en peligro.

Ante los retos que plantea la sociedad actual, nuestra vida consagrada está llamada a ser signo de vida y esperanza. A través del testimonio, cada uno de nosotros, propone un nuevo modelo de sociedad, fundada sobre valores universales que encuentran su plena realización en Cristo. En

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definitiva, nuestro testimonio se fundamenta en la primacía de Dios en nuestras vidas. El profetismo de la vida consagrada, inherente a ella, afirma la primacía de Cristo y los pobres.

Nuestra condición profética, se realiza de tres maneras:

- con la vida: nuestros votos, nuestra vida comunitaria, nuestra misión apostólica, son un signo profético que apuntan hacia el verdadero amor, hacia la promoción de la solidaridad y hacia el verdadero respeto del ser humano.

- con gestos concretos: gestos de acogida, de solidaridad, de ruptura con situaciones que destruyen la vida, gestos de lucidez y discernimiento.

- con los labios: levantar la voz contra la injusticia, denunciar lo que se opone al proyecto liberador de Dios, prestar la voz a las personas a las que se les impide gritar y exigir sus derechos, los pobres, los jóvenes pobres, abandonados y en peligro.

Para mantener viva esta fuerza profética, lo sabemos, es indispensable una vivencia espiritual, una experiencia mística. “La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con Él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia” (Vita Consecrata, 84). Por eso mismo, el gran reto que se mantiene es el de ser, hoy en día, auténticos místicos. Sin esta experiencia de Dios corremos el riesgo de caer en la incoherencia, la superficialidad o la huida. Cuando falta Dios -la experiencia de Dios, la vivencia radical del evangelio- , la vida religiosa se convierte en una farsa, que avergüenza a los de dentro y escandaliza a los de fuera. Es el contacto diario y permanente con el Señor el que da sentido y estabilidad a nuestra condición de consagrados. “La mirada fija en el rostro del Señor no atenúa en el apóstol el compromiso por el hombre; más bien lo potencia, capacitándole para incidir mejor en la historia y liberarla de todo lo que la desfigura” (Vita Consecrata, 75).

El carácter profético de la vida consagrada, sostenida por la experiencia mística, posibilita el ejercicio del servicio como prueba de su autenticidad. El servicio a los jóvenes pobres, abandonados y en peligro -nuestra misión salesiana- da credibilidad a nuestra vida consagrada. Nuestra misión hoy nos ofrece nuevos rostros, nuevas pobrezas, nuevas necesidades que atender.

Salimos al encuentro de estas necesidades que se manifiestan en la vida de nuestros jóvenes, quienes en nuevos contextos culturales reclaman de nosotros el servicio del diálogo (razón); los jóvenes que una sociedad que corre el riesgo de devaluar la dignidad humana necesitan el servicio del anuncio de la buena noticia, dignificante y liberadora, de Jesucristo (religión); los jóvenes que excluidos y marginados buscan lugares y personas donde y con las que sentirse ellos mismos valorizados y reconocidos en su condición, reclaman el servicio de la acogida incondicional y sin restricciones (amor-amabilidad).

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CUESTIONES PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL Y COMUNITARIA

- LA MÍSTICA DEL SALESIANO, HOY: La parábola del tesoro escondido nos habla del que encuentra su vocación y está dispuesto a venderlo todo para comprar el campo donde está el tesoro escondido (Mt 13, 44). - ¿Qué supone en mi vida esta actitud de considerar tan valiosa mi vocación?

- EL PROFETISMO DEL SALESIANO, HOY: Convertirse es cambiar de dirección. Cuando experimentamos que vamos en dirección equivocada, hay que tener la valentía de cambiar de dirección. Juzgo que todo eso es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo (Flp 3, 8). - ¿Hay algo en mi vida, en mi vivencia vocacional que vaya en dirección equivocada? ¿Tengo la valentía para cambiarlo? ¿Pido ayuda a Dios?

- EL SERVICIO DEL SALESIANO, HOY: La vocación es llamada al servicio de la comunidad. A trabajar en la viña (Mt 20, 5-7). Hay distintos momentos en nuestra vida… - ¿Trabajo con ilusión, con entrega en lo que se me ha encomendado? ¿Me siento colaborando con Dios en la salvación de los jóvenes en lo que hago?

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FEBRERO

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[Paco Santos, SDB]

Testigos de la radicalidad evangélicaPROFETAS DE LA FRATERNIDAD

Construir la fraternidad en nuestras comunidades

(Const. 49-59)

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“Entramos en la vida religiosa aspirando a la comunidad, deseando verdaderamente ser hermanos y hermanas los

unos de los otros, pero somos, a pesar de todo, productos de la era moderna, marcados por su

individualismo, su miedo al compromiso, su sed de independencia”

(T. Radcliffe, El oso y la monja, 1998).

El salesiano, hoy, está llamado a ser: Un profeta: “En la actual situación multicultural

y religiosa, se pide el testimonio de la fraternidad evangélica”. Nuestras comunidades religiosas están llamadas a ser valientes en vivir el evangelio como modelo alternativo de vida y “estímulo para purificar e integrar valores diversos, mediante la superación de las contraposiciones”.1

Uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Hay un solo Señor; una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de Todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos (Ef 4, 4-6).

UN “ECOSISTEMA” DE VIDA COMUNITARIA

Vivir y trabajar juntos es para nosotros, salesianos, exigencia fundamental y camino seguro para realizar nuestra vocación (Const. 49).

Cada vez somos más conscientes del valor que entraña la vida comunitaria, y también la dificultad que entraña, en los tiempos que vivimos, cultivar relaciones fraternas auténticas. Tenemos que dedicarnos realmente a construir una comunidad en la que se viva la nueva vida de la Pascua. Una comunidad religiosa es algo más que el lugar donde se come, se recitan las oraciones y se va a dormir cada noche. Es un lugar de muerte y resurrección, el lugar del Misterio Pascual, donde nos ayudamos recíprocamente a hacernos nuevos.

1 JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, núm. 38.38

1. “ECOSISTEMA” de vida comunitaria 2. Amor a la comunidad imperfecta 3. En la comunidad se encuentra Cristo

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La ciencia nos puede ayudar a encontrar razones y procesos para elaborar un modelo de construcción comunitaria: el ecosistema. Un ecosistema es lo que permite que se desarrolle determinadas formas de vida. Toda forma de vida tiene necesidad de su ecosistema. Muchos jóvenes que vienen a la vida religiosa necesitan este “ecosistema comunitario” para que su forma de vida recién descubierta (vida centrada en Dios, vida religiosa, vida consagrada) pueda desarrollarse. Ser religioso –de toda edad y condición- es escoger una forma de vida especial, y cada uno tenemos necesidad de un medio ambiente que nos sostenga: oración, comunidad, espacio personal, tiempo comunitario, convivencia, apostolado, misión común, encuentro con los hermanos… Cada uno de nosotros, como miembros de la comunidad, deberíamos ser los “ecologistas” que defiendan este ecosistema, que lo hagamos habitable y nutritivo para los miembros de la comunidad, sin dejar de relacionarnos con otras formas de vida (no vivimos en un mundo paralelo), pero sin perder las necesidades particulares que esta forma de vida requiere.

Nuestro modo de vida se puede presentar, entonces, como modo alternativo, si es capaz de crear las condiciones en las que se sostiene, se mantiene y se genera vida.

En este contexto, es comprensible, que toda forma de vida conlleva su capacidad generativa. ¿Son nuestras comunidades capaces de generar vida? ¿Suscitamos a nuestro alrededor entusiasmo apostólico? ¿Se sienten nuestros corresponsables en la misión cuidados por nuestra comunidad? ¿Compartimos con ellos nuestro sostenimiento en la oración, en la celebración, en la vivencia compartida de tantas experiencias?

La comunidad fraterna se construye a partir de la generosidad de cada miembro. Un hermano en comunidad es como la sal. El cloro tiene identidad propia, como elemento del sistema periódico. Lo mismo le ocurre al sodio. Pero cuando se unen en la naturaleza, crean la sal. La identidad de los componentes en una comunidad queda disuelta. Es una paradoja: ser y no ser al mismo tiempo. De alguna forma, esta imagen nos habla de nuestro “dejar de ser, para ser”. ¿Quién está dispuesto hoy, con los vientos que corren de autorrealización a “disolverse” en la comunidad y por la comunidad? ¿A renunciar a su propio “yo”? Si buscamos el reconocimiento personal ya no seremos capaces de entender las necesidades de la comunidad, de los demás. La sociedad hoy nos induce más a la competitividad que a la colaboración, y esto puede estarse filtrando a nuestra vivencia comunitaria. La vida en comunidad requiere colaboración, que es negación de uno mismo, es ser una parte del todo… Para ser el todo siendo una parte. Fusión y trascendencia.

De todos modos, la importancia del amor fraterno y la entrega a los demás no puede hacer olvidar que las personas son individuos, cada uno responsable como persona. Hay que vivir de modo constructivo, sin olvidar un sentido necesario de identidad personal, hace falta tener una sana autodeterminación para evitar hacer del “diluirse” en la comunidad una cómoda evasión o descarga de responsabilidades y tareas o un inmaduro reclamo de confirmación y sostenimiento permanente. El equilibrio entre persona y comunidad será siempre objeto de revisión y conversión. La comunidad debe ser un enriquecimiento para la construcción de la persona y de las relaciones entre los hermanos. La comunidad puede disponer a la persona a madurar, pero no es la causa externa de este crecimiento; el grupo puede favorecer el crecimiento, pero no lo produce: ofrece solo un ambiente, un “ecosistema” en el que se pueden realizar algunos aprendizajes más fácilmente. El

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crecimiento, el bloqueo o el retroceso dependen de las disposiciones internas de los miembros de la comunidad. Esta es la responsabilidad personal en la propia vivencia y en la construcción de la persona madura que crea relaciones fraternas en la comunidad con los demás. Aunque la comunidad no causa el crecimiento, puede favorecerlo y estimularlo. Ofrece una oportunidad a todos para aprender: clarificar los valores, mostrar cómo encarnarlos, hacerlos atrayentes, dar motivos para actuar, disponer a la responsabilidad. La comunidad ofrece oportunidades para el crecimiento personal cuando contiene en sí los valores objetivos y libres y se fundamenta en la voluntad de seguirlos.

AMOR A LA COMUNIDAD IMPERPECTA

El hermano se compromete a construir la comunidad en que vive, y la ama aunque sea imperfecta: sabe que en ella encuentra la presencia de Cristo (Const. 52).

Los conflictos, de entrada, no se resuelven: se gestionan. Un conflicto puede ayudar a mejorar si se gestiona adecuadamente. Para la gestión se requiere la participación con sentido de pertenencia de todos los miembros, la comunicación basada en información sincera y persuasión positiva, además de una misión compartida y en sinergia. Teniendo en cuenta estos parámetros, se puede llegar a hacer que en la comunidad todos seamos corresponsables, impulsores y dinamizadores de la misión común.

La existencia de conflictos es inevitable. Cuanto más sincera y fraterna sea la relación, mayor es el potencial de conflictividad dado que la fraternidad comporta la implicación personal. Las personas que interactúan con “diplomacia” o con modos “formales”, corren menos riesgo de tener problemas comunitarios.

Partimos del hecho de que algunos conflictos, no sólo son inevitables, sino que no tienen solución. Son las tensiones normales de la vida en común, que no podrán tener nunca una solución y que acompañan siempre la convivencia. Sin embargo, como religiosos consagrados, estamos llamados a superar estas contraposiciones y construir comunidad.

Para superar los bloqueos que los conflictos generan, es necesario saber reconocerlos. Presentamos de forma esquemática algunos que podemos detectar en nosotros mismos y nuestras comunidades, con el fin de “convertir nuestro corazón” y proponernos algunos cambios de mentalidad a la hora de situarnos ante ellos:

Conflictos generacionales: los jóvenes y los viejos no se encontrarán nunca en sintonía espontánea. Y menos mal que no es así, porque se habría renegado de la propia historia.

Conflictos acerca del poder: “¿quién es el más grande entre nosotros?” Es una pregunta que serpentea en cada grupo, por lo que los celos, la rivalidad y las murmuraciones se dan con frecuencia.

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Conflictos acerca de la unidad: las contraposiciones del tipo “nosotros” y “ellos”, “hoy es así, pero antes era…”, son tentaciones de todas las comunidades.

Conflictos de intereses: cada persona, en cuanto ligada a su grupo está dotada de espíritu de entrega, tenderá siempre a gestionar de modo individual la propia vida según un “orden del día” personal. (No hay nadie que ante la televisión no prefiera instintivamente su propio programa a aquél impuesto por la comunidad y si debe adaptar es siempre con cierta incomodidad).

Conflictos sobre la unión y la diferenciación: estar juntos ¿quiere decir hacer las mismas cosas, pensar todos de la misma manera? ¿Pensar de manera diferente quiere decir individualismo? ¿Cómo conciliar el proyecto comunitario con las exigencias personales? ¿Cómo sentirnos iguales, pero también respetuosos con las diferencias?

Conflictos sobre los cambios y la conservación de la propia identidad.

Estos tipos de conflictos nos indican que nuestra comunidad está viva. Lo que podemos hacer es ver de qué tipo de conflicto se trata el que tengamos y reflexionar sobre el modo de afrontarlo. Nosotros, religiosos, afrontamos todo conflicto a la luz del evangelio, con el espíritu de familia y conscientes de que, también en la vida comunitaria, somos llamados a la santidad.

Sin entrar demasiado en este asunto –que no es el objeto de este retiro-, si tuviéramos que exponer una criteriología para reconocer nuestra vivencia comunitaria a partir del modo de generar y gestionar los conflictos, podríamos hablar de dos tipos de conflictos: sobre valores y sobre actuaciones; y dentro de estos, internos y externos.

Cada tipo de conflicto comunitario afecta de un modo más o menos dañino a la comunidad.

Los conflictos sobre los valores, sobre las motivaciones esenciales que fundan nuestro estar juntos. Surgen cuando tenemos distintas posturas antropológicas (si la comunidad es para autorrealizarse cada miembro, o para ayudarse unos a otros a la auto-trascendencia), cuando hay distintos niveles de valoración de la pertenencia o la identificación con la comunidad, o cuando empleamos lenguajes diversos aún diciendo las mismas palabras; podríamos incluir aquí los posibles conflictos sobre el modo de entender el propio carisma. Estos conflictos debilitan de una forma nociva la comunidad y su cohesión. Son los que crean rupturas difíciles de recuperar. Cuando a estos conflictos de valores se les unen los conflictos internos, se daña más la cohesión que cuando se dan unidos a conflictos externos. Si el desacuerdo sobre los valores es grave, resulta gravísimo para la comunidad cuando el conflicto va acompañado de luchas intestinas, o una conflictividad interpersonal que impide expresar o gestionar bien el desacuerdo. El rencor, la indiferencia, el juicio recíproco hacen más daño a la comunidad que el mismo desacuerdo en los valores. Hay que confiar en que en esta situación quede un pequeño vestigio de fraternidad y de caridad que dé esperanza. Los conflictos internos son desafíos para verificar cuánto de unidad afirmada se da también como vivida en la comunidad. No perder la caridad fraterna es un signo de posible recuperación de la vida comunitaria.

Los conflictos sobre las actuaciones, que son la base del vivir en común, surgen cuando hay disparidad de criterios a la hora de realizar la misión. Estos conflictos favorecen la cohesión

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comunitaria cuando son bien gestionados, porque indican los puntos y aspectos donde falta consenso a la hora de actuar, pero no hay conflicto con los valores de fondo, por lo que se puede establecer el debate, la confrontación en la búsqueda del mejor modo de llevar a la práctica la vivencia de nuestra consagración y nuestra misión. Se trata de una justa conflictividad de desacuerdo-tensión que garantiza viveza y celo. La pasión por los valores compartidos nos anima a actualizarnos continuamente. Cuando se dan conflictos sobre actuaciones asociados a conflictos internos, resultan más destructivos para la comunidad que si están asociados a conflictos externos.

En el fondo, para gestionar evangélica y proféticamente nuestras relaciones, conflictivas o no, tenemos que mirar a la vivencia de los valores. Frente a un estilo de relaciones meramente funcionales o jerárquicas o falsamente democráticas, nuestras relaciones comunitarias se fundamentan en los valores que la constituyen. La comunidad no crea en nosotros adhesión si no es en la vivencia de los valores.

EN LA COMUNIDAD SE ENCUENTRA CRISTO

Los hermanos viven con sencillez su entrega personal y la capacidad de compartir, en la acogida y la hospitalidad (Const. 56).

Los discípulos de Emaús, reconocieron a Jesús Resucitado en la fracción del pan. En la comunidad aprendemos este reconocimiento-descubrimiento de la presencia del Resucitado. Y es reconociendo al Señor, como nos reconocemos cada uno de nosotros como discípulos. Y en el seguimiento del Señor, la enseñanza de la encarnación se convierte en enseñanza para nosotros en el modo de vida que hemos adoptado: hacer de nuestra presencia en comunidad –entre otros ámbitos- una presencia misericordiosa. La misericordia es la gran experiencia del evangelio capaz de sostener la fe y la vida, de llenar el corazón, de purificar nuestras relaciones y de dar sentido a todo lo que hacemos. Muchos de nuestros conflictos personales y comunitarios, nuestra falta de implicación y compromiso, tienen su origen en esta carencia. Nos falta misericordia, misericordia entrañable, como la del Señor. Lo que Jesús realiza en medio del mundo es una presencia misericordiosa. El evangelio está lleno de palabras y de gestos compasivos, de parábolas misericordiosas que nos muestran el rostro de Dios, su respuesta viva al clamor y a la esperanza del hombre.

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La dureza del corazón, que podemos sentir también en nuestras relaciones fraternas, es consecuencia de un alejamiento, de un repliegue sobre nosotros mismos, que ha de ser “convertido”. La falta de compasión en nuestros juicios, en nuestras actitudes o en nuestras posturas impiden la fraternidad. Convertir el corazón de piedra en corazón de carne, en corazón de hermano, es nuestro camino profético. Nuestra vida y nuestras relaciones han de llegar a ser también una parábola de misericordia. Lo que hacemos en comunidad y en nuestra misión, en nuestro servicio a los jóvenes y a los hermanos, más allá de la eficacia, tiene que estar impregnado de un amor misericordioso, a imagen de Jesús. En medio de las parábolas evangélicas, lo que resalta es la persona de Jesús, el signo vivo de una disponibilidad, una entrega, una fidelidad hasta la muerte, capaz de arrastrarnos y de provocar en nosotros una reacción de conversión a esas actitudes que Él vive y manifiesta como expresión de una voluntad de Dios que quiere hacerse historia de salvación para todos.

La experiencia profética de nuestra vida comunitaria, en definitiva, se concreta en ser expresión del amor misericordioso, incondicional y sin restricciones de Dios, quien nos da hermanos a los que amar y con los que crear fraternidad como signo visible de este amor. Podemos hacer de nuestras comunidades el hogar que nos consienta entregar, de forma concreta, nuestro corazón y nuestra vida a favor de los hermanos y de los jóvenes pobres, abandonados y en peligro. La calidad de nuestra presencia comunitaria salesiana va unida a la vivencia de nuestro ser como el Buen Pastor, que acoge con misericordia entrañable a los que están cansados, rotos y abatidos, a los que están como ovejas que no tienen pastor (cf. Mt 9, 35).

Nuestra comunidad puede llegar a ser, con hermanos que optan por el seguimiento de Cristo en misericordia hacia los demás, esa presencia del buen samaritano, que acoge al hombre herido, al hermano que sufre. No podemos construir una comunidad de hermanos al margen de la misericordia. La ausencia de misericordia sería el indicador de que nuestras comunidades se construyen falsamente: ausencia de cortesía, duros en nuestras palabras, prepotentes en nuestros gestos…, justificando nuestra falta de amor.

Cuando vivimos de manera misericordiosa nuestras relaciones fraternas y nuestras relaciones apostólicas, tenemos el convencimiento de que el Reino está llegando y que es posible el encuentro con Dios y entre los hermanos. Surge la sabiduría del corazón, con la que descubrimos el corazón del hombre y el corazón de Dios. Con este corazón misericordioso permaneceremos misericordiosos, ecuánimes, serenos, confiados, tolerantes, en medio de las pruebas, decepciones, luchas, cansancio, con la fuerza del Espíritu del Señor Resucitado, para volver a empezar una y otra vez, perseverar en el bien, confiando en la fidelidad de Dios.

Lo significativo en nuestra vida es la misericordia. Es el terreno fecundo en el que crece la vocación, la comunidad y todo proyecto cristiano, sobre todo la fraternidad. Quien tiene misericordia sabrá amar la vida, la comunidad, la misión, desde el amor fraterno y solidario. Así ocurrió en la vida de Don Bosco, en su pasión misericordiosa por los jóvenes pobres, abandonados y en peligro.

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CUESTIONES PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL Y COMUNITARIA

Que vuestra caridad no sea una farsa. Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros,

estimando a los demás más que a uno mismo. Contribuid en las necesidades del Pueblo de Dios;

practicad la hospitalidad. Tened igualdad de trato unos con otros

(Rom 12,9.10.13.16).

1. Cómo estoy colaborando en la construcción de comunión en la comunidad

2. Cómo combato cuanto descubro en mí de anticomunitario

3. Cómo ejercemos en comunidad la acogida y la hospitalidad

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ANEXOESTE APARTADO SE PUEDE TRATAR COMO TEMA DE FORMACIÓN PERMANENTE DE LA COMUNIDAD o ESCRUTINIO DE LA VIDA COMUNITARIA

A veces, en comunidad, podemos estar alimentando ciertos “mitos”, que conviene renunciar a ellos. Proponemos ahora un pequeño ejercicio de diálogo en comunidad sobre algunos de estos mitos que haríamos bien en detectar y reducir en nuestra vida comunitaria:

Los “mitos comunitarios”2 son falsas expectativas o concepciones erróneas sobre la vida en común. Con frecuencia son inconscientes, no expresados, que actúan más o menos intensamente como freno para el crecimiento común. Son con frecuencia el origen de las dificultades comunitarias, que impiden que la comunidad sea “lugar de trascendencia”. Si no se deshacen, hacen ver como problema lo que a veces sólo es la normalidad de la vida.

PROPONEMOS REVISAR EN COMUNIDAD ESTE TIPO DE ACTITUDES, EN QUÉ MEDIDA SE PUEDEN ESTAR DANDO ENTRE NOSOTROS Y CÓMO PODEMOS HACER FRENTE A LAS SITUACIONES QUE SE PRODUCEN, PARA MEJOR VIVIR Y TESTIMONIAR LA PROFECÍA DE LA VIDA COMUNITARIA

Algunos que pueden darse entre nosotros:

1. Basta hacer comunidad para crecer. Es un slogan, que contiene dos ilusiones: la comunidad produce la capacidad de internalizar los valores y lo hace cualquier comunidad.

2. Y vivieron felices y contentos. la comunidad debe realizar la felicidad total y la persona debe encontrar en ella todas las gratificaciones. La comunidad es evangélica no cuando no tiene conflictos, sino cuando afronta los problemas con espíritu evangélico.

3. El comunitarismo. Según este mito, hay que hacer siempre todo juntos, vivir en permanente presencia física, pensar del mismo modo y tener las mismas ideas sobre todos los temas. Se olvida que hay que favorecer tanto el sentido de pertenencia como el de individualidad.

4. Si hay divergencias, quiere decir que nos odiamos. Tiene que haber divergencias. Basta que no lleguemos a la lucha y lleven a aclaraciones sin que ninguno sufra pérdida de estima.

5. Los hermanos siameses. Para este mito, todos deberían tener el mismo modo de ver las cosas y todos deberían esforzarse en manifestarse de idéntica forma.

6. Cuando algo no va, hay que buscar de quién es la culpa. Ante las dificultades, pensamos inmediatamente en términos de culpa, y en lugar de buscar soluciones, distribuimos pecados y vergüenzas.

7. Cuando algo no va, hay que remontarse a los desacuerdos del pasado y los recientes . Estas recriminaciones sólo sirven para descargar la tensión emotiva, pero no ayudan a volver a empezar.

2 A. MANENTI, Vivere insieme. Aspetti psicologici, Bologna 1998, 60-64.45

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8. Cuando se discute, que venza el mejor. Parece que en las divergencias uno tiene siempre la razón y el otro está equivocado, y vence el que más puntos consigue. Sin embargo es al revés. Cuando uno “vence”, es la comunidad, como unidad, la que pierde.

9. Los otros deben intuir. Con frecuencia pensamos que cuando nos queremos, no hay que explicar nada. Los otros lo entienden.

10. Es mejor recordar los aspectos negativos que los positivos. Con frecuencia se da por descontado el bien que hay en la comunidad, y sólo tendemos a recordar lo que nos ha herido o humillado.

11. “¡Es cuestión de suerte!” Una buena comunidad se da por casualidad, y no requiere ningún trabajo por parte de nadie. Es una idea romántica muy común.

12. Tú a mi imagen. Estas cruzadas de conversión llevan a discusiones fútiles sobre la calidad personal, la falta de cooperación, y suscitan rabia y frustración.

13. Cada uno sabe lo que significa ser religioso. La vocación religiosa es una realidad dinámica, siempre por descubrir. Es importante confrontarse con fuentes objetivas, de las que el Evangelio es la principal, leído juntos en comunidad.

14. En una comunidad lograda, las cosas no cambian. Reducir un sistema dinámico como la comunidad a una realidad congelada.

15. Si en comunidad hay un problema, hacer una experiencia pastoral resuelve todo . Haciendo así, la persona puede huir de los verdaderos problemas, encontrando un ambiente alternativo, que sirva para compensar el sentido de frustración provocado con los hermanos.

16. La amistad es espontánea; si requiere esfuerzo, es un artificio. Doble error: también desde una perspectiva humana la amistad está hecha de afectos y los afectos se elaboran con empeño y la voluntad, si no permanecen al nivel de sensaciones y emociones que sólo crean una “camaradería” temporal. Y, además, desde la perspectiva cristiana, la amistad se construye sobre criterios también trascendentes que no se aprenden de modo espontáneo: basta pensar al precepto de la caridad y a lo que está alejado del simple “siento que te quiero”.

17. No podemos dialogar: hay incompatibilidad de caracteres. Si queremos comunicarnos, podemos aceptar la incompatibilidad, pero no se debe convertir en una barrera de silencio.

18. Si hay incomprensión en la comunidad, busco afecto fuera. Se mendiga afecto llamando a las puertas de las familias de los seglares. La ilusión y la expectativa de ser comprendido por ellos no sólo como religiosos, sino también como personas humanas corrientes, mientras que para ellos permanecemos siempre como “diversos, que hemos renunciado a ciertas cosas y que hemos elegido la parte mejor”. Y si acaso nos sienten “iguales” a ellos, nos damos cuenta que la relación comienza a caer en lo banal, con la tristeza consiguiente en nosotros por “haber sido aligerados”. Diferente es la amistad que mantiene la conciencia de la no plena reciprocidad con quien ha hecho elecciones diferentes.

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MARZO

Retiro Espiritual para las Comunidades Salesianas

[Koldo Gutiérrez, SDB]

Testigos de la radicalidad evangélicaENVIADOS A LOS JÓVENES

Siervos de los más necesitados(Const. 26-48)

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“Nuestra regla viviente es Jesucristo, el Salvador anunciado en el Evangelio,

que hoy vive en la Iglesia y en el mundo, y a quien nosotros descubrimos

presente en Don Bosco, que entregó su vida a los jóvenes”

(CC 196).

La Exhortación Apostólica ‘Vita Consecrata’, que ha orientado el camino de la vida religiosa en los quince últimos años, usa la imagen de un árbol cuando se refiere a la vida consagrada. Dice así: “La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu” (VC 1).

La vida religiosa es como un árbol frondoso, con muchas y distintas ramas, enraizado en el Evangelio. La radicalidad evangélica lleva a Jesucristo y su Evangelio.

El Papa Benedicto utilizaba esta misma imagen, el árbol de la vida consagrada, en las palabras que dirigía a las religiosas jóvenes en la reciente JMJ de Madrid. Invitaba, a aquellas jóvenes, a que fueran a la raíz, a lo esencial, de la vida consagrada y proponía para ello el camino de la radicalidad evangélica. Para esta finalidad el Papa les sugería estos tres aspectos sustanciales de toda vocación religiosa: la vida espiritual, la vida fraterna y la entrega en la misión.

La imagen del árbol es sencilla. En todo árbol podemos distinguir ramas, tronco y raíces. Las ramas (los distintos carismas según ‘Vita Consecrata’) son visibles y, en este momento, algunas ramas pueden tener más vitalidad y otras pueden tener menos vitalidad. Las raíces, a pesar de que la mayoría de las veces no son visibles, tienen una importancia determinante. Si corto la raíz a un árbol, éste se seca. En este sentido si la vida religiosa pierde vigor evangélico, o se desconecta de Jesucristo, no tiene ningún futuro. La radicalidad evangélica lleva a Jesucristo y su Evangelio. Por lo tanto debemos poner a Cristo en el centro de nuestras personas y en el centro de la vida consagrada.

“Nuestra regla viviente es Jesucristo, el Salvador anunciado en el Evangelio, que hoy vive en la Iglesia y en el mundo, y a quien nosotros descubrimos presente en Don Bosco, que entregó su vida a los jóvenes” (CC 196).

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Una consagración apostólica para ser testigos

Nuestras constituciones, siguiendo la doctrina conciliar, hacen ver la inseparable relación entre consagración, fraternidad y misión.

“La misión apostólica, la comunidad fraterna y la práctica de los consejos evangélicos son los elementos inseparables de nuestra consagración, vividos en un único movimiento de caridad hacia Dios y los hermanos” (CC 2).

Este mismo artículo de las Constituciones destaca que nuestra consagración es apostólica y, que por tanto, “la misión da a toda nuestra existencia su tonalidad concreta” (CC 2). La misión hace que nuestra consagración sea apostólica.

“A cada uno de nosotros Dios lo llama formar parte de la Sociedad Salesiana. Para esto recibe de Él dones personales y, si corresponde fielmente, encuentra el camino de su plena realización en Cristo” (CC 22).

En este sentido no extraña que hablar de ‘gracia’ y de ‘vocación’, a no pocos, pueda sonar a rumor celestial. Pero es aquí, en este lugar radical (Dios y su gracia, la vocación), donde sitúa el Rector Mayor la vida consagrada apostólica. Solo la gracia nos fundamenta, solo la llamada explica la respuesta, solo la convivencia con el Señor explica la misión.

Situados en esta perspectiva es una tarea importante responder qué quiere realmente Dios de mí, o cómo podré escuchar su llamada.

Los cristianos hablamos del ser humano como quien es capaz de responder una llamada. En esta cultura que destaca tanto al hombre, asumiendo todo lo positivo que tiene esta perspectiva, decimos que el creyente es aquel que es capaz de pegar un salto del ‘yo’ al ‘aquí estoy’. El ‘aquí estoy’ es la manera creyente de situarse ante Dios. La Biblia lo recuerda a cada paso: “Aquí estoy…”… “Heme aquí”… “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.

Hay pocas personas o grupos que discutan los logros de la cultura del ‘yo’ pero no todos entienden la radicalidad del ‘aquí estoy’, y esta es la manera creyente de situarse ante Dios.

…que pide ser acogida… Desde este ‘aquí estoy’ podemos entender la entrega como la acogida de una llamada. Según la fórmula de nuestra profesión yo puedo ofrecer a Dios todo mi ser porque ‘me consagró a Él el día de mi bautismo… como respuesta al amor de Jesús que me llama a seguirlo más de cerca y conducido por el Espíritu Santo” (Cfr. CC 24).

… exige disponibilidad… Otra de las consecuencias prácticas que podemos sacar de este ‘aquí estoy’ es la capacidad de desarrollar en mí una actitud de la disponibilidad. Realmente lo único que yo puedo hacer es

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disponerme… desear, favorecer, pedir estar dispuesto para el Señor y la misión. La radicalidad misionera pide disponibilidad para la misión. Esto tiene consecuencias prácticas.

… y transformación del corazón El camino de búsqueda de lo esencial de nuestra consagración apostólica nos ha llevado a la llamada que ha encontrado en nosotros acogida y disposición. ¿Pero cómo estar abierto a la acogida? ¿Cómo estar disponible? No conseguimos las cosas de una vez y para siempre, somos seres en proceso y necesitamos una ayuda que socorra nuestra debilidad. Hay en nosotros, por la fuerza de la gracia, un camino lento de transformación del corazón y de purificación de motivaciones. La oración, la Palabra de Dios, los sacramentos, la presencia de nuestros hermanos viene en nuestra ayuda.

La consagración apostólica envía a una misión

“Nuestra vida de discípulos del Señor es una gracia del Padre, que nos consagra con el don de su Espíritu y nos envía a ser apóstoles de los jóvenes” (CC 3).

Nuestro texto constitucional destaca el envío misionero que recibimos para ser apóstoles de los jóvenes. Hay que recordar que la misión es de Dios, que Él mismo está empeñado en la misión, que el Hijo ha recibido del Padre este encargo y que Éste, por la fuerza del Espíritu, envía a la Iglesia a “hacer discípulos, bautizando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo “Mateo, 28, 28). Nosotros, salesianos, solo somos colaboradores de Dios en la misión juvenil, mediadores de una relación que Dios quiere establecer con el joven. También aquí podemos afirmar que todo mediador se caracteriza por entenderse bien con las dos partes, en nuestro caso, con Dios y los jóvenes. Por último, como dicen nuestras Constituciones, tenemos un modelo donde fijarnos, Don Bosco. Me sirvo de palabras de Isaías y, aplicándolas a Don Bosco, digo que el salesiano debe mirar la roca donde le tallaron, la cantera de donde le extrajeron (Cfr. Isaías 51).

“Los primeros Salesianos encontraron en Don Bosco un guía seguro. Vitalmente incorporados a su comunidad en acción, aprendieron a modelar la propia vida sobre la suya. También nosotros encontramos en él (Don Bosco) nuestro modelo” (CC 97).

El salesiano quiere presentarse como signo de Dios, de su amor y de su gracia. Si consiguiéramos con nuestra vida que este signo fuera visible podríamos hablar de radicalidad del testimonio evangélico en un momento de la historia caracterizado por la indiferencia religiosa, por el olvido de Dios, por la primacía de criterios de vida prácticos y utilitaristas. Vemos la urgencia de este testimonio.

Para que poder ser signo del amor de Dios es preciso reconocer el “primado de Dios, que nace de la libertad amorosa e iniciativa de Dios para con nosotros se traduce en el ofrecimiento incondicional de nosotros mismos. El amor es la medida de nuestro don y la medida del amor es darse sin medida. Inmersos en el trabajo a veces corremos el peligro de descuidar a Dios… Por vocación es-tamos ‘a la búsqueda de Dios’ y ‘en seguimiento de Jesús’… Solo por la fuerza del Espíritu podemos vivir esta llamada” (ACG 413, 60).

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No es extraño, por lo tanto, que asumamos un compromiso por cuidar la vida espiritual. “Sin duda será necesario superar una concepción de la vida espiritual de corte intimista, extraña o marginal según el pensamiento del mundo; pero al mismo tiempo tendremos que potenciar la experiencia de la oración, mejorar la calidad de vida comunitaria, desempeñar con profesionalidad y preparación nuestro servicio de evangelización, para ser signos proféticos frente a los valores actuales que este mundo canoniza, y ser testigos irrefutables del Dios del Amor” (ACG, 30).

En este sentido es sugerente la metáfora que utiliza San Ambrosio cuando dice que hay tres tipos de plenitud en el hombre. Hombres vaso, hombres canal, hombres fuente. El hombre vaso da y queda vacío; el hombre canal da pero no retiene; el hombre fuente da y recibe. Podemos vernos así, hombres fuente, místicos en el Espíritu.

Misterio de la caridad: siervos de los jóvenes

Los días posteriores al 31 de enero de 1888 se tuvieron, en distintas partes del mundo, misas de funeral en recuerdo de Don Bosco. En una de estas misas, en Roma, el cardenal vicario de la ciudad se preguntaba por la originalidad de la obra fundada por Don Bosco. Decía que así como los franciscanos se caracterizaban por la pobreza, los jesuitas por la obediencia… los salesianos, decía, se caracterizaban por la caridad.

La caridad es el rasgo característico de la misión salesiana, es el corazón del Sistema Preventivo. En este sentido podemos afirmar que en el centro de la misión salesiana, en el núcleo de su acción pastoral, está la caridad pastoral que nos hace amar a Dios y a los jóvenes, que tiene su modelo y fuente en el corazón mismo de Cristo, apóstol del Padre.

En este misterio de caridad, el Rector Mayor, ve dibujado un salesiano que es siervo de los jóvenes. ‘Siervo’ es una categoría radicalmente evangélica. Por una parte propone una motivación religiosa a nuestra pastoral ya que podemos afirmar que “servimos a Dios sirviendo a los jóvenes” y, por otra parte, deja ver la necesidad de unas virtudes características para estar al servicio de los jóvenes: la humildad, ‘el trabajo y la templanza’.

Don Bosco, preocupado por el decaimiento del primer impulso apostólico, escribía a Don Costamagna una carta con motivo de los Ejercicios Espirituales de los salesianos de Argentina:

“Querido y siempre amado Don Costamagna… querría dar a todos una plática, o mejor una conferencia sobre el espíritu salesiano que debe animar y guiar nuestras acciones y cada palabra nuestra. Que el sistema preventivo sea nuestro distintivo”.

El sistema preventivo es nuestro distintivo. Este espíritu salesiano, visibilizado en el sistema preventivo, es transmitido de generación en generación de salesianos, está descrito en las constituciones, y lo vemos encarnado en Don Bosco y en muchos de nuestros hermanos.

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La caridad pastoral: corazón del sistema preventivo

“Don Bosco vivió y transmitió, por inspiración de Dios, un estilo original de vida y de acción: el espíritu salesiano. Su centro y síntesis es la caridad pastoral, caracterizada por aquel dinamismo juvenil que tan fuerte aparecía en nuestro fundador y en los orígenes de nuestra Sociedad. La caridad pastoral es un impulso apostólico que nos mueve a buscar las almas y servir únicamente a Dios” (CC 10).

También, nuestras constituciones, ven una conexión directa entre la caridad pastoral con el sistema preventivo. Así lo ve el artículo 20:

“Guiado por María, que fue su maestra, Don Bosco vivió, en el trato con los jóvenes del primer Oratorio, una experiencia espiritual y educativa que llamó ‘Sistema Preventivo’. Para él era un amor que se dona gratuitamente, inspirándose en la caridad de Dios, que precede a toda criatura con su providencia, la acompaña con su presencia y salva dando su propia vida. Don Bosco nos lo transmite como modo de vivir y trabajar, para comunicar el Evangelio y salvar a los jóvenes con ellos y por medio de ellos. Este sistema informa nuestras relaciones con Dios, el trato personal con los demás y la vida de comunidad en la práctica de una caridad que sabe hacer-se amar” (CC 20).

Espíritu salesiano, sistema preventivo y caridad pastoral, como hemos visto, están muy relacionados. La caridad pastoral es el corazón del Sistema Preventivo. Por lo tanto, en el centro del espíritu salesiano hay un amor que viene del mismo amor del Padre, se manifiesta en Jesucristo y del que nosotros participamos. Es un amor dinámico, que nos llena de pasión y celo pastoral.

Jesucristo, Buen Pastor

“Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios. Así pensemos también en Ignacio de Loyola y su búsqueda de la verdad y en el discernimiento espiritual; en San Juan Bosco y su pasión por la educación de los jóvenes” (Verbum Dei).

Estas palabras de la Verbum Dei dejan ver en Don Bosco una pasión por la educación de los jóvenes e invitan a buscar aquellos rasgos evangélicos que Don Bosco, en fidelidad al Espíritu de Dios, destaca en Jesucristo.

“Al leer el evangelio, somos más sensibles a ciertos rasgos de la figura del Señor: su gratitud al Padre por el don de la vocación divina a todos los hombres; su predilección por los pequeños y los pobres; su solicitud en predicar, sanar y salvar, movido por la urgencia del Reino que llega; su actitud de Buen Pastor, que conquista con mansedumbre y entrega de sí mismo; su deseo de congregar a los discípulos en la unidad de la comunión fraterna”. (CC 11).

Podemos llegar a afirmar que Jesucristo es el modelo y la fuente del Sistema preventivo, el corazón de toda nuestra acción pastoral, así como su orientación fundamental en nuestro servicio educativo y evangelizador.

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CUESTIONES PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL Y COMUNITARIA

¿Cómo llego a expresar la Caridad Pastoral en la Misión que se me encomendó?

¿Cómo se expresa la caridad pastoral en la comunidad?

¿Cuál es nuestra manera de proceder ante las exigencias actuales de los jóvenes?

¿En nuestra obra, somos signos del amor de Dios, a los más necesitados?

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ABRIL

Retiro Espiritual para las Comunidades Salesianas

[Jesús Sáez Cruz, SDB]

Testigos de la radicalidad evangélicaTRABAJO Y TEMPLANZA

Expresión salesiana de la radicalidad evangélica

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El lema: “trabajo y templanza” en su mutua relación, a partir del sueño de “los diez diamantes”

Don Bosco nos ha dejado dos lemas: uno para nuestra mística (Da mihi animas, caetera tolle) y otro para nuestra ascesis (Trabajo y templanza). Una ascesis sin fórmulas extravagantes. Trabajo y templanza son realidades positivas. Si el trabajo expresa la dinamicidad de la vocación y estimula la creatividad hacia el fin de la misión; la templanza regula la misma acción y sostiene las facultades psíquicas superiores (razón, sentimiento, voluntad) en su justa medida, en el dominio de los sentidos, afectos y pasiones en los que se enraízan.

En el sueño de los diez diamantes se esboza «el modelo del verdadero salesiano», es decir, la «Carta de identidad del rostro salesiano», expresada en el manto del personaje. «Representa la imagen ideal de nuestra espiritualidad. Todo salesiano, presente o futuro, debe mirarse en él, como en un espejo». Don Bosco durante toda su vida fue la encarnación de este simbólico personaje. Con palabras de D. Felipe Rinaldi: «Todos los diamantes tienen una luz propia: pero todas esas luces no son más que una luz: ¡Don Bosco!» (ACS 55, 923). El personaje de este sueño representa nuestro modelo de comportamiento, nuestro propio ideal, es decir, el icono lo que tú y yo podemos ser con la gracia de Dios.

En su parte frontal del manto se expresa el testimonio que damos de Dios con la fe, la esperanza y la caridad pastoral. Es la mística salesiana, centrada en el “Da mihi animas…”. Los cinco diamantes de la espalda constituyen la ascética salesiana.

Nos detenemos en algunos rasgos fundamentales de esta ascética. El manto del personaje cuelga de sus hombros, como si estuviera sostenido por dos grandes diamantes: Trabajo y Templanza, que colocados en la parte alta de la espalda sostienen todo el manto; y según D. Egidio Viganó «hacen de cremallera entre el aspecto místico y el ascético, traduciéndolos juntos en la vida cotidiana» (3.2.). Es decir, trabajo y templanza es el «binomio inseparable», y «las dos armas con las que nosotros lograremos vencer todo y a todos» (Don Bosco). Trabajo y templanza tienen una función

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complementaria de impulso y apoyo. La misma realidad de la vida exige la fuerza del entusiasmo y la renuncia a lo que impide realizar el bien; entrega generosa y mortificación de lo que la limita y condiciona negativamente.

El año 1876 D. Bosco tuvo el sueño del toro furioso. Aquí están patentes las condiciones para nuestra perseverancia y el futuro de la Congregación:

«Mira, es necesario que hagas imprimir estas palabras, que serán como vuestro lema, como vuestra palabra de orden, vuestro distintivo. Nótalo bien: El trabajo y la templanza harán florecer a la Congregación Salesiana. Harás explicar estas palabras, las repetirás continuamente, insistirás en su significado. Harás imprimir un manual que explique y haga comprender bien que el trabajo y la templanza son la herencia que dejas a la Congregación y, al mismo tiempo, su gloria».(MBe 12, 397).

Por eso el Salesiano, fiel a las Constituciones, vive en el trabajo y la templanza, practica la mortificación y la guarda de los sentidos, utiliza con discreción y prudencia los instrumentos de comunicación social y no descuida los medios naturales que favorecen la salud física y mental… Sobre todo, implora la ayuda de Dios y vive en su presencia, alimenta su amor a Cristo….». Vista ya la relación general entre el trabajo y la templanza, vamos a descender a cada uno de los dos polos del binomio.

El trabajo salesiano construye el reino de dios en la tierra

Narra D. Bosco: «El cuarto diamante estaba en el hombro derecho, y tenía escrito: “Trabajo”». Y continúa Don Bosco: «Para no producir confusión, conviene observar que esos brillantes emitían rayos que se elevaban en forma de pequeñas lenguas de fuego y llevaban escritas acá y allá diversas sentencias… Sobre la palabra Trabajo: «Remedio contra la concupiscencia; poderosa arma contra todas las tentaciones del demonio».

Conviene hacer la hermenéutica precisa de estos textos de nuestra tradición. Pues de la vida que allí se anuncia nos alimentamos espiritualmente. El diamante del Trabajo está en el hombro derecho, como para indicarnos la primacía del «éxtasis de la acción» de S. Francisco de Sales en el Teótimo (Traité de l’amour de Dieu). La acción, el trabajo, ha de estar animado totalmente por los dinamismos profundos de la Fe, Esperanza, y sobre todo por la Caridad pastoral. Es un trabajo que no hace del salesiano una persona que brega sin parar, sino un genuino «agente de salvación», aunque opere en el área de la educación, con cualquier tipo de actividad que promueva al joven y lo desarrolle.

Sobre la condición de «trabajador» para todo salesiano, D. Bosco era muy claro: «A la Congregación salesiana se entra para trabajar: los holgazanes (poltroni) no son para nuestros noviciados» (Proyecto, 239). «Quien quiera entrar en la Congregación ha de amar el trabajo, no el descanso. Y que nadie entre con la esperanza de estarse con los brazos cruzados». Es decir, si Don Bosco nos

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garantiza el pan y la profecía de llegar al paraíso («Pan, trabajo y paraíso…»), es preciso para ello poner los medios: «Trabajo, trabajo, trabajo».

No es un trabajo sin medida, sino que tiene la medida del buen sentido ardorosamente apostólico; un trabajo que no se limita a un horario burocrático. En particular, para el salesiano el sábado y el domingo (el fin de semana son días de especial intensidad apostólica, porque la pastoral tiene especiales exigencias en esos días). Lo mismo dígase tratándose de vacaciones: Don Bosco decía que nosotros las tendremos en el paraíso, y que se descansa cambiando de ocupación. Don Viganó estaba convencido de que lo que Don Bosco decía para los niños, por desgracia se había vuelto aplicable hoy también a los religiosos: «las vacaciones son “la vendimia del diablo”…» (Interioridad apostólica, 122). Y como Rector Mayor conocía casos bien concretos.

El trabajo salesiano tiene su especificidad. Ante todo, es un trabajo asiduo y bien hecho. Además se pueden destacar estas características: «Las cualidades del trabajo salesiano son, por ej., la prontitud, la espontaneidad, la generosidad, la iniciativa, la actualización constante, y naturalmente la unión con los hermanos y con Dios» (Proyecto, 238).

No es fin en sí mismo, sino que es medio para llevar el evangelio a los jóvenes, es decir, va unido al cumplimiento de la misión. Por lo tanto, es un «trabajo pedagógico, educativo, pastoral, preparado con las imprescindibles cualificaciones en ciencias humanas y en materias teológicas; un trabajo vivido con el peculiar estilo salesiano indicado por la expresión: procura hacer bien todas la cosas con sencillez y mesura, eco de las palabras de Luis Comollo: “Hace mucho el que hace poco, pero hace lo que debe; hace poco el que hace mucho, pero no hace lo que debe”» (Proyecto, 238-239).

Don Bosco veía siempre en el trabajo un modo concreto de estar unido a Dios (trabajo apostólico, trabajo santificado). Entonces, hay que evitar hacer del trabajo un ídolo, que sirve para engrandecerme, y es ocasión para dominar a otros y no para servirlos. Por eso el trabajo salesiano entra dentro de un proyecto comunitario e inspectorial. Gastamos nuestras fuerzas para anunciar el evangelio a los jóvenes y a los pobres, aunque cada uno de nosotros solamente haga una parte del mismo que lo posibilita. Por eso nuestro trabajo es trabajo apostólico compartido.

El trabajo exige cierta «profesionalidad», sea trabajo específico de enseñanza o sea un trabajo de anuncio específico del Evangelio. La pasión apostólica nos lleva a ser responsables: evitar la improvisación y la repetición mecánica; y ser muy creativos cuando se trata de comunicar un contenido que es instrumento de transmisión (directa o indirecta) de los valores del Reino de Dios (buenas noches, homilías, grupos de fe, catequesis, etc.).

Pero el trabajo salesiano ha de estar moderado también por la templanza. En 1880, en una carta a D. Bodrato, Don Bosco recomienda a «nuestros queridos hermanos: Trabajar hasta donde lo permita la salud y no más; pero que todos huyan del ocio» (MBe XIV 540). Y a los misioneros: «Cuidad la salud. Trabajad; mas sólo lo que os permitan vuestras fuerzas» (MBe XI 332).

Ni el diamante del Trabajo ni el de la Templanza se confunden con el del Ayuno, situado también a la espalda. El diamante del Ayuno indica la ascesis de «la mortificación de los sentidos». Es muy

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distinto también de la Templanza que indica un «dominio de sí en general». El trabajo no es esencialmente mortificación, aunque muchas veces lo implica. El trabajo y la templanza son dos rasgos positivos de la personalidad humana como tal.

La templanza es la expresión del señorío de sí mismo sobre sí mismo para gloria de dios

La templanza es una actitud que endereza hacia la consecución del bien concreto, por el señorío sobre sí. Es la clave del poder de una personalidad. Seguimos aquí principalmente a Don E. Viganó. La templanza no se reduce a mortificación de los sentidos. La templanza es una virtud cardinal, centro de otras muchas virtudes. Su característica principal es hacernos señores de nosotros mismos, dominar nuestros instintos, inclinaciones y tendencias.

En particular, la templanza otorga la sabiduría, el dominio de la concupiscencia y la capacidad de equilibrio en las reacciones. La templanza indica «un dominio de sí general, con un estilo de vida espartano, a base de sacrificio y de un horario exigente, y acompañado de sentido de la medida y equilibrio como fruto de la capacidad de controlar las propias reacciones. Esta actitud de templanza debe ir unida a una actitud general de simpático estilo popular, rico de sentido común y con suficientes espacios para un sana dosis de sagacidad» (ACS 300, p. 19). Y cita él a D. Felipe Rinaldi: «El salesiano debe saber frenarse. No va con los ojos cerrados: los abre, pero no va más allá: si una cosa no está bien, se para. Dueño de sí mismo, incluso en el juego. Comedido con el muchacho que lo desespera. Capaz de callar y disimular, de hablar a su debido tiempo y ser pillo” (idem). Es decir, la “furbizia”, la sagacidad, la agudeza y, a veces, cierta tempestividad para saber tratar a los jóvenes: hablar cuando es conveniente, no emitir palabras inoportunas y mensajes que no lleven valores. Implica saber esperar el momento oportuno para tomar decisiones, evitar los estallidos temperamentales que echan a perder la acción educativa.

La templanza supone un modo de ascesis no pequeño, que ayuda vitalmente a las actividades de la caridad pastoral en forma continuada. No es fácil dominar el amor propio, ante unos muchachos que nos hacen perder la paciencia. Pues bien, la templanza posibilita reaccionar de forma controlada y siendo capaces de reconocer los errores, cuando los hay.

D. Egidio Viganó tiene sobre la templanza un párrafo magnífico:

«La templanza exige muchas virtudes que influyen constantemente sobre la conducta, para presentar a los destinatarios una personalidad que se hace amar; asegura la observancia en la vida de oración personal y comunitaria; acompaña siempre la actividad como expresión de equilibrio apostólico; robustece la fraternidad en la vida de comunidad; ejerce un continuo señorío sobre las pasiones en la práctica de los votos. Ayuda, en particular, a renovar cotidianamente la autenticidad de la fraternidad, para que haya realmente en la comunidad un solo corazón y un alma sola, porque favorece el aporte de todo un “clima de mutua confianza y de perdón”, promoviendo ese espíritu de familia que “suscita en los jóvenes el deseo de conocer y seguir la vocación salesiana” (C 16)». (E. VIGANÓ, Interioridad apostólica, p. 123).

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También podemos leer: «La templanza ayuda a mantenerse sereno. Pero no es una suma de renuncias, sino crecimiento en la fe, en la esperanza, en la caridad, en la adhesión a las Constituciones, en amor a la comunidad, en la alegría en la heroicidad de lo cotidiano» (Proyecto, 242).

Don Pascual, basándose en comentario al artículo 18 de las constituciones, amplía y explica mejor lo que allí se dice referido a la templanza:

«Esta (la templanza) se concibe como guarda del corazón y dominio de sí mismo, es decir, como moderadora de las inclinaciones, instintos y pasiones, cultivo de lo razonable, ruptura con lo mundanal —no huyendo al desierto, sino permaneciendo entre los hombres—, dueño del propio corazón, estar en el mundo, sin ser del mundo. Tal templanza es una actitud esencial de fondo, de dominio de sí. Con razón la tradición teológica habla de la templanza como de una “virtud cardinal”: un eje de rotación sobre el que giran diversas y complementarias actitudes de dominio de sí. De hecho, he aquí las virtudes que giran en torno al núcleo central de la templanza: la continencia, contra las tendencias de la lujuria; la humildad, contra las tendencias de la soberbia…; la mansedumbre, contra las explosiones de la ira…; la clemencia, contra ciertas inclinaciones a la crueldad y a la venganza; la modestia, contra la vanidad de la exhibición del cuerpo (¡la moda!); la sobriedad y la abstinencia, contra los excesos en la bebida y en la comida; la economía y la sencillez, contra la liberalidad en el derroche y en el lujo; la austeridad en el tenor de vida (una vida espartana), contra las tentaciones de la comodidad» (Proyecto, pp. 238-239, 241 ss,).

La templanza, íntimamente unida a la humildad y enraizada en ella, es la virtud que dispone nuestras facultades para ejercer, mediante el ejercicio de la libertad, un dominio tal de nosotros mismos que nos lleva en la vida cotidiana al difícil camino del «vaciamiento de los egoísmos y de las reacciones de la soberbia».

Por esto, no es posible mantener una vida temperada sin mortificar los sentidos. La mortificación añade al equilibrio y a la maduración social, un firme ejercicio de renuncias y sacrificios de forma razonable y comedida, que proyecta hacia la identificación con Cristo, en la generosidad de un amor que quiere participar de la pasión salvífica de Cristo, situando al hermano temperante en el camino del martirio.

La templanza necesita la ascesis y la mortificación de los sentidos, aunque se distingue de ellos, como ya hemos dicho. En la Carta de la identidad de la Familia Salesiana, en el art. 34 titulado “Trabajo y templanza”, se enfoca desde esta perspectiva: «El ejercicio de la caridad apostólica incluye la exigencia de conversión y de purificación, es decir, la muerte del hombre viejo para que nazca, viva y crezca el hombre nuevo que, a imagen de Jesús, Apóstol del Padre, está dispuesto a sacrificarse cotidianamente en el trabajo apostólico. Darse es vaciarse y vaciarse es dejarse colmar por Dios, para regalarlo a los demás. Desapego, renuncia, sacrificio son elementos irrenunciables, no por gusto de ascetismo, sino simplemente por la lógica del amor. No hay apostolado sin ascética y no hay ascética sin mística. Quien se pone a sí mismo totalmente al servicio de la misión no necesita penitencias extraordinarias; bastan, si se acogen con fe y se ofrecen con amor, las dificultades de la vida y las fatigas del trabajo apostólico. La ascesis

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recomendada por Don Bosco tiene diferentes aspectos: ascesis de humildad para no sentirse más que siervos ante Dios; ascesis de mortificación, para hacerse dueños de sí, custodiando los sentidos y el corazón y vigilando para que la búsqueda de lo cómodo no agoste la generosidad; ascesis de la valentía y de la paciencia para poder perseverar en la acción cuando se choca con la dura realidad; ascesis del abandono cuando los acontecimientos nos llevan más cerca de la cruz de Jesús».(Carta de la identidad carismática de la Familia Salesiana de Don Bosco, p.51).

La mortificación de los sentidos exige dominio sobre sí mismo y no ha de verse como un momento negativo para la persona. No supone una descalificación de los objetos sensibles, ni un desprecio de las criaturas, siempre realidades positivas y buenas vistas desde Dios. El dominio de los sentidos supone valorarlos y usarlos para el bien y no para el goce egoísta que aprisiona al alma. El ayuno (de los sentidos) ha sido practicado por Jesús, antes de su vida pública.

La mortificación de los sentidos implica alguna privación a veces; otras, aguante. Pero ha de hacerse con inteligencia, sin darlo importancia ni buscar con ello ningún tipo de reconocimiento humano. Las mortificaciones han de ser pedagógicas, al servicio de la espiritualidad y de la misión; es fruto del amor (siempre concreto) a los jóvenes y a los hermanos. Se han de vivir con humildad y alegría, como momento de identificación con los sentimientos de Cristo en la Cruz, y dejan al salesiano (mortificado) no triste, sino con esa alegría y sentido de fiesta que es característica nuestra: sirvamos al Señor con alegría. La santidad consiste en estar siempre muy alegres.

Si concretamos, lo dicho anteriormente, la templanza, como dominio de sí mismo, en la vida activa del salesiano apasionado por Dios y por los jóvenes se mide por «el esfuerzo en amar haciéndose querer». No es fácil. Nuestro Proyecto de vida resume así:

«Ser temperante, para nosotros significa ser controlado, equilibrado, con sentido común, en el punto exacto, no excesivo, conforme a razón, dueño de sí, amable; pero también sensible a las muchas necesidades actuales, a lo que gusta o disgusta a la juventud, a los signos de los tiempos, a todos los amplios sectores de la renovación de la Iglesia, no pronto únicamente a frenar los cambios, aunque sí atento a los desequilibrios y desviaciones» (Proyecto, 242).

REFLEXIÓN SOBRE LA PROPIA CONDUCTA COMO MODO DE ACCEDER AL PROPIO YO

Don Bosco decía con San Pablo: “Los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá” (Rom 8, 18). Considera cómo vives tu dimensión de «trabajador»: si el trabajo te realiza como persona o si vives las tareas cotidianas como una esclavitud o un castigo; si tu trabajo es parte del proyecto que Dios tiene de ti, si las tareas que ejecutas te avalan como colaborador del Dios creador. Toma conciencia del dominio que tienes de ti mismo, es decir, de cómo eres “persona” humana. Proponemos unos ítems a modo de «cuestionario», como ayuda para una «toma de conciencia» de la acción del Espíritu Santo en tu vida.

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PISTAS PARA UNA TOMA DE CONCIENCIA DE LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO EN MI VIDA

A) Sobre mi trabajo: ¿Vivo las 24 horas diarias de entrega a la misión (incluido el descanso y la comida) con

sentido sobrenatural, como obediencia al Padre, con una confianza y una entrega amistosa y filial?

¿Soy responsable en las tareas y obligaciones que la Comunidad me ha encomendado, qué tanto por ciento del tiempo del día dedico a ellas, qué cariño pongo en las personas con las que me relaciono y se relacionan conmigo?

¿Soy perezoso e indolente? ¿Soy diligente, ordenado en el trabajo, puntual al horario comunitario y al que yo mismo me he establecido?

¿Tiene mi trabajo estas cualidades: prontitud, espontaneidad, generosidad, iniciativa, actualización constante, unión con Dios y con los hermanos?

¿Me centro en mí («mi» propio trabajo, como cosa mía), sin abrir el horizonte hacia la solidaridad con los demás hermanos? ¿Soy individualista o trabajo bien en equipo?

¿Cómo promuevo el trabajo de equipo? ¿Acepto las leyes del trabajo en equipo: planificación, verificación, evaluación de objetivos? ¿Confronto mis criterios con los de la Congregación y de la Iglesia local?

¿Mi trabajo entra en el proyecto pastoral de la comunidad, es educativo y cualificado; puedo decir que en mi profesión como obrero intento actualizarme con una formación continuada?

¿Vivo mis horas de trabajo con alegría como misión, testimonio, oferta del evangelio de Cristo, celebración gozosa de su amor, etc.?

¿Cómo me preparo las horas de dedicación explícita a la misión (trabajo de taller, clases, charlas, homilías, etc.)?

¿Soy creativo? ¿Comparto con los hermanos y seglares no solamente mis horas de trabajo, sino mi fe, mis

sentimientos y reflexiones? ¿Valoro positivamente la cultura del trabajo? ¿Conozco y sigo las vicisitudes y problemas los

trabajadores a sueldo? ¿Doy testimonio con mis horas de trabajo de ser pobre y solidario? ¿Soy apóstol con mi

«curre» cotidiano y no mero profeta de la justicia social de otros? ¿Distribuyo mi tiempo para orar bien tanto individual como comunitariamente? ¿O el trabajo

se come mi oración, cayendo en el activismo?

B) Sobre mi templanza 62

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La virtud de la templanza modera las fuentes de energía y no destruye ninguna posibilidad humana, sino que potencia todo lo positivo de la persona. Don Bosco relaciona la templanza con la sobriedad en el comer, beber y dormir; y constituye una energía personal que ayuda a vivir en castidad.

¿Qué dominio tengo sobre mi mismo o estoy atado a lo que me apetece? ¿Soy dueño de mi propio corazón o me dejo llevar por lo fácil?

¿Mis cualidades naturales (inclinaciones, instintos y pasiones) están puestas al servicio del Reino de Dios?

¿Pongo racionalidad en mis tendencias, sé romper con lo que dentro de mí me lleva a buscar solo «mi» bien, me encierro en «mis» intereses individualistas, doy satisfacción a lo que me piden «mis» apetitos y deseos?

O por el contrario, ¿en qué medida rigen en mi vida el desorden, la búsqueda de satisfacciones inmediatas (en el comer, en el beber, en el ver, en el oír, etc.)?

¿Actúo movido por el interés de Dios y de los hermanos o por interés propio? ¿Busco lo que favorece mis planteamientos egoístas y así frena y disminuye mi entrega a los demás, a los jóvenes, a la misión?

¿Guardo mi corazón escondido en Jesucristo? ¿Soy equilibrado en la convivencia, mantengo la reserva adecuada? O, por el contrario ¿soy ligero en mis juicios, busco sobresalir y estar en el centro de atención, creo tener la razón en todo?

¿Soy moderado en mis expresiones o me dejo llevar por la ira? ¿Soy equilibrado y me mantengo sereno también en mi trabajo, siendo fiel al horario comunitario y sin cansarme excesivamente? ¿Procuro hacer bien todas las cosas con sencillez y mesura?

¿Descanso lo suficiente para poder estar útil para la brega cotidiana? ¿Estoy atento a lo que gusta o disgusta a los jóvenes para amarles con todas sus

circunstancias? ¿Participo con alegría en el trato en el patio o en el Centro Juvenil en la convivencia con los

muchachos y jóvenes? ¿Estoy dispuesto a soportar el calor y el frío, la sed y el hambre, el cansancio y el desprecio,

siempre que se trate de l gloria de Dios y de la salvación de las almas? ¿Soy sensible a los movimientos de renovación de la Iglesia, conozco la teología que lo

expresa? ¿Mantengo vivo en mí el entusiasmo por la evangelización y catequesis de los jóvenes y me

pongo al día con lecturas adaptadas?

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