Revista Bremen 5

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Número quinto de la revista del taller literario Bremen

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03 de febrero de 2010 Taller del Bremen

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Cambio de luz

Dams and Cabs:

Ayer, tres de febrero de dos mil diez, nos reunimos en el Taller con el tema «Un

cambio de luz», que propuse yo, Nano, por lo que me correspondió hacer de

secretario.

Se unió a nosotros una presencia suave llamada Conchi y que vino por la parte de

Robert. Dice que va a ser oyente pero fija. No está mal primero oír y luego hablar.

Que sea muy bien venida. Lo mismo que Susana, quien, paradojas de la vida, vino

de la parte de María y vino como oyente y hablante, con texto escrito. Aunque no

vino en persona porque resulta que era su cumpleaños.

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Igual de muy bien venida.

Fuimos, además, bastantes. Quizá por el rumor que extendió el inventón de Robert,

quien afirmó que pasaba por Madrid e iba a asistir un amigo muy guapo, culto, fino,

buen lector y con dinero. ¡¿Quién se iba a perder esa visión del Olimpo?! Pues todos,

porque fue una mentira poco piadosa. Esas gentes no existen más que en los

Country Clubs (o en las películas en las que sale un Country Club). También era el

día en que Guille, terminada la novela y recién operado, dijo que se iba a pasar.

Como no sabíamos cuál había sido la operación, algunos albergábamos la ilusión,

tan fallida como la del diosecillo valenciano, de que se hubiera puesto silicona al

menos en los labios.

Así que los presentes fuimos: María - Conchi - Peter - Magapola - Robert - Guille -

Javier - Aroa - David - Marina - Juan - Iván -Ernesto - Nano.

Contamos con dos textos de no-presentes. Uno de Nacho Moreno, leído por Javier;

y uno de Susana, leído por María.

Los textos leídos fueron:

Nano El principio generador

Píter Mi vida es compleja

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Robert Ni un mot endavant

Javier Sauna

Aroa El buzo

David El afilador

Marina La luz

Iván Iniciación

Ernesto Fiat lux

Susana Cambios de luz

Nacho Contrapicado

De la próxima Revista, el nº 5, con los textos de este taller, se encargará Iván, en

quien están puestas todas nuestras esperanzas, cronopios y famas.

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Nano El principio generador

El cese repentino de las fuertes rachas de viento y de lluvia que llevaba oyendo desde la

noche anterior lo percibió como un estruendo. Lo sacó de la somnolencia en la que, desde

un sillón, intentaba pasar esa fase dudosa en la que la gripe ha desaparecido, pero todavía

no se ha recuperado la sensación de normalidad.

Sobresaltado, se asomó al balcón. Una capa continua de nubes plomo, casi galena, cubrió

el cielo salvo por poniente, desde donde el sol en descenso derramaba una luz anaranjada,

encajada en el canal de las casas y el plomo. Al no encontrar dónde sustentarse, vaciado

por el viento el aire de todo lo que no fuera aire, el naranja se pegaba como un ácido

fosforescente a las superficies sólidas. Juan, por un instante, tuvo la sensación de que si

estiraba el brazo por encima del jardín del palacio que separaba su casa de la de enfrente,

tocaría con los dedos el tejado fauve anaranjado de esta.

Pensó que era imposible y no se movió. Pensó que toda creación surge de un sentido de

dislocación del espacio o del tiempo. Pensó que crear exige arriesgarse, incluso a hacer el

ridículo más peligroso: ante uno mismo. Entre los tres pensamientos, los colores y los

volúmenes volvieron a ser los de siempre.

Creyó que había desperdiciado una ocasión única en la que el vacío, de sonido y del aire,

había plegado la realidad. Quedó con una sensación de derrota, como si algo le dijese:

«esta puerta se había abierto solo para ti, pero ya se ha cerrado para siempre».

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La historia anterior podría, debería, terminar ahí. Es sencilla, geométrica. Hasta podría

haber sido inventada fríamente. Pero, ¿sería justo? ¿No contar cómo se traman los hilos

de una vida, sus rarezas; tan ásperas? Juan, existe. Seguro que preferiría que esto ni se

afirmara, pero si alguien lee la historia de ese pliegue de la realidad, tiene derecho a

saberlo. Juan ha tenido la gripe cuatro veces en su vida: con 21, 31, 41 y 51 años. Siempre

una gripe brutal, con fiebre de casi cuarenta grados que le hacía meterse en la cama,

tomar lo que le dieran y tener durante tres días estados de conciencia alterados. Si eso

suena tremendista, no me importa rebajarlo a «diferentes». Cada una de esas gripes

había marcado el decenio siguiente: en dos ocasiones, mostrándole con claridad el camino

para seguir vivo; en otras dos, negándole determinados caminos de la vida que deseaba

tomar. Todo tan aritmético como cuando se cuentan los dedos de una mano.

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Como consecuencia de la historia de la luz, comprendió que debía abandonar toda

relación con el arte, en la que había empezado a avanzar. En los diez años siguientes tuvo

dos hijos y llevó una vida metódica, obsesiva en el cumplimiento de los más diminutos de

los deberes, sin resentirse jamás del aburrimiento. Solo conservó, en momentos de mucha

intimidad, el hábito de la lectura.

Pasados muchos años, hablando de aquel cambio de luz y de su decisión, afirmó que

había hecho lo correcto. Lo ilustró con una frase atribuida a Nicanor Parra, a cuento de la

abundancia de escritores: «Tal vez convendría que leyéramos un poco más».

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Peter Mi vida es compleja

Desde pequeño me enseñaron que las instrucciones había que cumplirlas a rajatabla. Que

las reglas estaban para cumplirlas. Que la órdenes de un superior no se discutían. Yo, de

naturaleza liberal y libre, crecí con ese trauma. Y de trauma se convirtió en un a forma de

vida. Una vez escuché el término científico. Lo llaman «trastorno de identidad

disociativo». Doble personalidad, vamos.

Mi primera personalidad es jerárquica, dominante, tirana. Peor que un sargento de

instrucción. Ordeno, grito, mando y dispongo. Creo, en mi absoluta convicción, que

puedo impedir lo que quiera. A veces me funciona. La gente se detiene (aunque algunos,

cabeza baja, apresuran sus pasos escapando de mi influencia) para prestarme atención.

Pero pronto vuelven a sus vidas.

Mi segunda personalidad es muy liberal. Que hagan lo que quieran, me digo. Este es un

mundo libre, y lo que tenga que ser pasará. Relájate y disfruta. Sonríe, mira que día hace,

la vida es bella. Siente el viento, la tierra, incluso la lluvia es preciosa. No te preocupes, se

feliz. El calor y el frío dan color a la vida. No hay problemas. Pero nunca lo consigo

disfrutar lo suficiente, porque este estado siempre dura menos que primera personalidad.

Pero, en esos breves momentos en que estoy pasando de una mentalidad a otra, cuando

noto que no soy ni uno ni otro, me parece que hay algo que me controla, que la luz

cambia, que estoy pasando entre estados y tengo unos valiosos segundos para reflexionar

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sobre ello, sobre la existencia y la personalidad y la luz y el cambio, antes de olvidarlo de

nuevo y que mis descubrimientos se los lleve el viento.

Que complicado es ser un semáforo.

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Robert Llopis Ni un mot endavant

I never cared much for moonlit skies

I never wink back at fireflies

But now that the stars are in your eyes

I'm beginning to see the light.

(Ella Fitzgerald, I’m beginning to see the light)

Cuando las sombras se empozan, cuando las manchas de aceite empiezan a perseguirse

sobre su retina y la escasa luz nocturna no es suficiente para seguir escribiendo, el falso

poeta garabatea las últimas palabras sobre el papel, sabedor de que a la mañana siguiente

resultarán ilegibles.

Nada importa que nadie, ni él mismo, pierda luego el tiempo tratando de interpretar

aquellas líneas deslavazadas, de disponer ante un público sin rostro una autopsia de

carcasas sin sentido. Hace mucho que no es capaz de cerrar un poema sin sentirse falso, y

se limita a dejar que la tinta planee sobre una hoja derrotada. Aquel arte el en que llegó a

creer lleva tiempo adormecido a la sombra de un lenguaje mutilado, que cojea alrededor

de un aquelarre al que han sido convocados sus miedos y sus anhelos.

Ya a oscuras, su mano sujeta con suavidad el bolígrafo, y se guía al compás de una canción

pretendidamente travestida de tristeza y melancolía, en la que todos los días son como el

lunes. Su pensamiento baila sujeto al cebo de unos versos que no son tales, versos

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perfectos e irreales que parecen coquetear con los deseos que descuidó en el fondo del

bolsillo, justo al lado de una muñeca de ojos de trapo, y una canica por la que nunca

arriesgó a apostar. Adormecido, es capaz de sentir el impulso de las palabras, saltando

como niñas caprichosas que tratan de alcanzar un racimo suspendido, que apenas se

desgrana, como un dios jugando a la burla de la limosna.

Sabe que todo es irreal, pero no cómo probarlo. Sabe que la verdadera poesía discurre

como un río subterráneo bajo un lecho de pizarra, lejos de su alcance. Así que asume la

derrota, se recuesta sobre la cama, renuncia definitivamente a la comunión del verbo y

tararea una melodía improvisada que parece encajarlo todo. Se abandona a un carrusel de

imágenes y balbuceos en los que la realidad se confunde con el sueño, se aferra a la

baranda del recuerdo y siente toda la sed. Toda la sed del mundo y ni una sola respuesta.

Ninguna palabra bendita, pura, destilada, tan solo el ovillo de una torpeza por redimir,

que mengua serpenteando en su garganta, trazando la trayectoria de un anzuelo capaz de

rescatar del estómago de la ballena la desolada ficción de un amor que fue forjado con

palabras, con la misma materia que deshace los sueños.

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Javier López Sauna

Estoy cansado, el sudor comienza a caer a grandes chorros por todo mi cuerpo, la

temperatura es de casi 90 grados. La respiración señala el tiempo que cada uno de

nosotros lleva en este infierno y, a medida que los granos caen en el reloj de arena, se hace

más entrecortada y el tiempo se estira, tiempo de chicle por encima de las leyes físicas.

Acabo de entrar y sé que me quedan todavía diez minutos antes de empezar a sentir esa

opresión tan característica del pecho. Durante este tiempo, mi sangre se condensará, mi

corazón latirá más lento, la temperatura de mi cuerpo ascenderá, los poros de mi piel se

abrirán. Me aparto el sudor que se me mete en los ojos. Apenas puedo distinguir las caras

de los otros hombres, la luz artificial entra por un pequeño ventanuco. Hay algo de útero

materno en este lugar, en esta sala apenas desvelada por la poca luz que entra del

exterior.

Cuando llega el apagón quedamos con ojos muy abiertos en la verdadera oscuridad, solos

ante la respiración de los demás. Un par de hombres dicen oh con sorpresa y se apresuran

a dejar la sauna, se les oye caminar con cuidado, el ruido acolchado de sus pies contra el

suelo, el torpe tanteo de las manos hasta que dan con la puerta. Yo me quedo. Por un

momento pienso en salir, en buscar mis cosas y salir de allí, al resplandor de las cinco de

la tarde de un día de invierno en Madrid. Sin embargo, me encuentro cómodo, acariciado

por un calor que aún no es insoportable, y pienso que será mejor esperar a que los que

antes me acompañaban hagan lo que tengan que hacer. Entonces noto una respiración

suave, oigo sus movimientos, cómo se levanta. Noto en la madera de mi asiento que se

sienta a mi lado. No dice nada. Yo tampoco. Apoya una mano en una de mis piernas y la

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deja ahí, sin acariciarme, sin pretensiones. Y yo sigo sin decir nada, no sé muy bien por

qué.

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Aroa Moreno El buzo

Me sublevo contra la frivolidad, me dice.

Luego da una calada a un cigarrillo, agotado de su boca, y se reclina en la silla. El Buzo es

así. Duerme poco y habla menos pero, cuando lo hace, suelta este tipo de gilipolleces y se

queda tranquilo. Luego prende la televisión y sin dificultad ve un show de entrevistas a

pseudoconocidos del minuto. Mientras, yo estoy sentada en una butaca tiesa y trato de

leer una novela.

No leas esas mierdas, me dice sin dejar de mirar la pantalla.

Muchas noches imagino nuestra casa desde fuera. Con sus frases arpón dibujando estelas

en la pared. La silueta de El Buzo sobre el naranjiazul resplandor de la tele. Su enorme

nariz, el pelo rizado alborotado a esas horas, el cruce de piernas, mucho más perfecto que

el mío, digno de presentar un programa de variedades, y el humo del cigarro

emborronándonos, llenando de ceniza el color de la noche.

Le empecé a llamar El Buzo hace un año en un viaje al sur. Se largó al mar sin decir nada.

Desapareció durante horas. Cuando el sol empezó hundirse demasiado entre mi pelo,

comencé a echarle de menos. No supe de él hasta la noche. Volvió con un alga enredada

en el tobillo y un raspón a lo largo de la columna vertebral.

La desidia me impidió preguntarle qué había pasado. Solamente en la cena, con el

cucharón de hojalata en la mano, le dije: ¿quieres bucear en la sopa? A mí me dio un

ataque de risa provocado más que por la gracia, que no tenía ninguna, por el porro de

marihuana que me había fumado yo sola esperándole, preocupada, mirando compulsiva

la duna que tapaba el camino de delante de la casa. El Buzo, por supuesto, no parpardeó,

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hundió la cuchara en el líquido turbio y, diez minutos más tarde, volvió a salir por la

puerta.

Me doy cuenta de que estoy harta de El Buzo. De su cruce de piernas, de sus pelos rizados

abandonados en mi almohada, de su rebelión de élite. Así que he cerrado la novela. Y le

miro despiadadamente esperando alguna frase que dignifique mi partida, algo que pueda

contar después. «Me dijo no sé qué cuando le dije que le abandonaba». Pero no, no abre

la boca ni mientras me levanto, ni mientras me calzo el abrigo, ni me ato la bufanda.

Cierro los ojos, me asiento a mi misma dándome conformidad y abro la puerta, con

ímpetu para el portazo que vendrá después.

Dónde mierdas crees que vas, me dice mientras apaga la televisión y únicamente la luz de

una farola lejana me dibuja a mí: pestañas, brazos y boca, sobre la pared.

Entonces, le miro, esbelto y herido y me tapo la nariz y me lanzo por la puerta.

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David Ruíz El afilador

Noche, niebla, hora secreta

tiempo del Afilador

(Los Suaves)

Encontró el camino cuando se perdió. Tenía ocho años y el veneno de las primeras

lecturas románticas nublándole los ojos. Sin más motivos que los inventados en un juego,

se había escapado aquella tarde de primavera con la intención de volver a casa a la hora

de la cena y se internó en el bosque, y mientras caía la tarde corrió entre los árboles

soñándose princesa en el exilio, hijastra abandonada, espía perseguida.

Ya anochecía cuando se topó de bruces con una telaraña y, mirando a través del rocío que

la empañaba, contempló el destello del último rayo de sol.

Entonces sintió una punzada y tiritó de frío, y escuchó el rasgar metálico de una piedra de

afilar. Cuando se dio la vuelta, sin darse cuenta de que ya no era primavera, sino otoño, ni

de que los árboles del claro eran súbitamente más jóvenes y frondosos, descubrió al

Afilador al otro lado del claro.

El Afilador raspaba con su piedra los brillantes cuchillos de colores que sostenía entre las

manos, enredados en su larga barba sucia de hojas y musgo. Y por un instante le

sorprendió no tener miedo, pero enseguida le venció la curiosidad.

Le preguntó qué hacía, su voz de niña repicando en aquel claro inmóvil. Distinguió un

brillo gris bajo unas cejas pobladas, y una boca que se abrió en algún lugar bajo aquella

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barba milenaria le respondió que afilar las dagas que no siempre podían verse. Entonces

ella preguntó qué si dagas eran cuchillos y él le respondió que era una niña muy lista y le

hizo con otra mano un gesto para que se acercase. Ella obedeció pensando de dónde

habría sacado aquel hombre los cuchillos que se extendían a sus pies, y si no sería un

mago, o un loco, o un ladrón, tras aquellas ropas bastas y raídas.

Hablaron y él le señaló dos cuchillos. El primero, le dijo, estaba hecho de luz de luna, y

servía, arañando una puerta, para que los gatos hicieran guardia frente a ella. El segundo,

contó, era de copos de nieve, y si lo levantaba hacia un cielo sin nubes a mediodía haría

que al día siguiente nevase. El hombre le dijo que se los llevase, que eran su regalo, por

haberle dejado conocerla. Ella los miró, con las manos a la espalda. Parecían viejos,

brillantes y tenues, y le dijo que no podía, que su madre se los quitaría.

No los verá, le dijo él; aquellos cuchillos no podían verse ni fuera del bosque ni a la luz del

sol. Ella los aceptó, se despidió con cortesía y regresó a casa sosteniéndolos, espantando

con un grito de asombro a una bandada de cuervos cuando, al cruzar el lindero del

bosque, dejó de verlos mientras los sostenía en las manos.

Perdió uno de ellos, pero dos días más tarde cayó sobre la región una nevada tan tardía

que incluso los más viejos del lugar no recordaron nada parecido. Y ella pensó en volver al

claro, pero le dio vergüenza decir que había perdido uno de los cuchillos, y que el otro le

desapareció entre los dedos mientras lo alzaba invisible al cielo.

Llegó el verano y ella lo olvidó todo.

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2.

Regresó al bosque otra tarde de primavera cuatro años después, de la mano de su primer

novio, buscando un lugar apartado en el que emprender la audaz exploración de aquello

que habían leído que era el amor. Se besaron y se echaron a reír, sonrojados, y luego

jugaron a perseguir hormigas y a ser personajes de películas.

Finalmente se tumbaron a la sombra de un roble al borde de un claro y se durmieron sin

sueño. Cuando ella despertó rascándose una picadura el último rayo de sol brillaba en una

telaraña, y recordó todo cuando escuchó, bosque adentro, el tintineo del metal contra la

piedra.

Caminó orientándose con el oído y allí estaba el viejo Afilador, con sus cuchillos brillantes

y su piedra. Ella le saludó y le pidió disculpas por no haber vuelto antes. Él torció la barba

como si sonriera y le dijo que no pasaba nada, que si recordaba sus cuchillos. Mirándole

los pies ella le dijo que perdió uno, y que el otro hizo que cerraran las escuelas y se

perdieran las cosechas, y con un gesto de una mano libre él la dijo que no se preocupase,

que las cosechas habían de ser buenas y malas, y los niños ya iban demasiado a la escuela.

Ella rio y miró hacia el claro donde dormía su primer novio. Él le dijo que no le despertase

aún, y le ofreció dos cuchillos más: uno, explicó bajando la voz, serviría para que aquel

chicho la amara de por vida si le tocaba con la punta los lóbulos de ambas orejas. El otro,

tosió una risa, servía para soñar con el bosque si lo escondía debajo de su colchón. Ella los

cogió reverente, y él le preguntó si tenía claro qué eran los lóbulos. Ella agitó la cabeza, le

mostró sus pequeños pendientes y le dijo que ya no era la niña de años atrás. La risa de él

resonó tan alta que un enjambre de hojas marchitas llovió sobre ellos; le dijo que le

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disculpase y que evidentemente tenía razón, y se despidieron con la promesa de

encontrarse de nuevo pronto, en aquel claro. Ella regresó junto al niño dormido, le tocó

las orejas con el primer cuchillo y contuvo un grito cuando le desapareció de la mano y se

descubrió esgrimiendo sólo aire. El segundo lo guardó debajo de la ropa y luego besó al

niño en los labios para despertarlo.

Días después el que fuera su primer novio cayó enfermo y murió aquel otoño sin que los

médicos lograsen averiguar el motivo. Los padres de ella entendieron que la pobre niña

fingiera no recordarlo. Bajo su colchón yacía escondido un puñal invisible.

3.

Pasaron los años y la niña se convirtió en mujer, y la noche que terminó el instituto fue

con su novio de aquel entonces al bosque de sus sueños, buscando oscuridad y secreto.

Ambos habían bebido, y al día siguiente se despertaron confusos, cada uno en su casa.

Hablaron por teléfono con algo de miedo y algo de culpa. No lograron explicarse cómo

volvieron a casa, ni por qué él tenía quebradas las uñas de una mano y sangre en las

encías, ni cómo ella se hizo aquel leve corte en el vientre y se despertó con hojas secas

enredadas en el pelo, pero nueve meses después ella dio a luz a un niño de ojos grises que

vino al mundo con mirada inteligente y la boca y los puños apretados. Sus padres, al

verlo, olvidaron un enfado que ya duraba tres estaciones, y aquel joven del instituto le

propuso bodas, trabajos, dinero, familia. Ella asintió y se dejó abrazar y dejó que

levantaran al niño, pero aquella noche rescató a tientas un cuchillo de debajo del colchón

y con él al cinto y el niño en brazos partió en la noche rumbo al bosque, sintiendo en la

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sangre que debía pagar con su hijo un contrato ineludible, y en el corazón qué uso le daría

al cuchillo.

4.

Pese a la panoplia de dagas que le rodeaba cuando lo encontró, en mitad de la noche, él ni

siquiera alzó una mano para defenderse.

Y a la mañana siguiente, en el bosque, el primer rayo de luz deshizo un nudo al reflejarse

en el rocío de una telaraña, y aquella mujer bañada en sangre alzó sobre el cadáver del

viejo al nuevo Afilador, que movía las piernas juguetón en la brisa del nuevo día, y miraba

alrededor con la boca abierta.

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Marina Fernández Bielsa La luz

Aunque ninguno de los dos quisiera admitirlo, la verdadera causa de su ruptura fue la luz.

Esa luz luciendo a todas horas que ella tanto necesitaba y que a él le sacaba de quicio:

primero por la molestia, dada su fotofobia extrema, y en segundo lugar por el

incuestionable gasto que suponía tenerla toda la noche encendida.

Al principio era como un juego, una especie de excentricidad caprichosa que hasta

resultaba divertida. Entre risas y bromas, un día cedía él y al otro casi ella; pero al final la

tentación era más fuerte y siempre se levantaba a encender la dichosa lamparita,

asegurándose antes de que él estuviera dormido, aunque tuviera que pasarse un buen rato

en vela. De todas formas, sin luz tampoco podía dormir, por más que lo intentara y a

pesar de que él nunca llegara a comprenderlo del todo. Y cuando a la mañana siguiente él

se despertaba, siempre antes que ella, por supuesto, y veía la luz encendida primero

sufría, luego se cabreaba y, al fin, callaba. Para no discutir ni disgustarla, aunque no

comprendiera aquella necesidad de ella, que para él no era más que un vicio o, si se

quiere, un capricho irracional.

Pero aguantar aquello todas las noches, una tras otra, no era fácil. Ni siquiera el incómodo

antifaz conseguía atenuar su impotencia y su enfado ante aquel ritual nocturno. Porque

aunque la luz no llegaba a sus ojos directamente, siempre se colaba por algún resquicio y

aunque no lo hiciera, el mero hecho de saber que permanecería encendida toda la noche

le impedía descansar tranquilo. Total, que ninguno de los dos dormía a gusto. Y así noche

tras noche, durante diez años, cinco meses y un día.

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A veces él se consolaba pensando que podría ser peor: que a ella podía haberle dado por

dormir con la ventana abierta en pleno invierno o con cinco mantas en verano. Pero a la

hora de la verdad no había consuelo posible y acababa de los nervios.

A veces, como terapia, intentaba tomárselo a guasa bromeando con los amigos cuando

uno se quejaba de lo que roncaba su mujer y el otro de lo fríos que tenía los pies la suya,

pero al final todos coincidían en que lo de la luz era mucho peor y le compadecían,

preguntándole cómo lo soportaba. Él disimulaba y se hacía un poco el mártir, aunque a la

vez intentaba quitarle hierro al asunto, y el caso es que consiguió que le consideraran

poco más que un santo o un héroe por aguantar tan estoicamente el martirio diario.

Al principio, él no perdía la esperanza de que fuera algo pasajero: nostalgia del hogar

materno, miedo a yacer juntos o ese extraño modo que tienen a veces las mujeres de

hacerse un poco las juguetonas y las interesantes. Pero poco a poco la realidad fue

convenciéndole de que aquello parecía algo definitivo, contra lo que era imposible luchar.

Con la constancia de la gota de agua capaz de horadar una piedra con su goteo lento pero

continuo aquella aparente insignificancia empezaba a hacer mella en él. Sería imposible

concretar la fecha exacta, pero al cabo de los cinco años, tres meses y unos dos días cayó

en la cuenta de que era algo grave y empezó a fraguarse en él la certeza de que, a la larga,

acabaría perjudicando su relación.

De vez en cuando le insinuaba algo a ella, pero sin resultado: no le daba mayor

importancia y cambiaba de tema, o soltaba una broma que a él no solía hacerle ninguna

gracia.

Y lo peor de todo era que él se sentía solo en su desgracia. No sabía a quién acudir y

empezó a pensar que tal vez lo estaba exagerando todo, que el problema en realidad era

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suyo. Intentó sacar el tema con los compañeros de la oficina, aunque nunca demasiado en

serio, para comprobar si alguno tenía el mismo problema, pero nada. Incluso escribió una

carta, por supuesto anónima, a un consultorio radiofónico pero se conoce que su caso no

era lo suficientemente interesante, porque nunca le contestaron.

Cuando tuvieron su primer hijo, no le preocupaba ni el sexo, ni el color de los ojos, ni si

tendría todo en su sitio. Lo que más temía era que aquella manía, que para él empezaba a

ser un problema, fuera hereditaria y que en un futuro pudiera perjudicar a la criatura. Se

imaginaba cómo se reirían de él en el colegio y cómo las chicas lo rechazarían en su

adolescencia al enterarse de su defecto.

Y pronto lo que ya empezaba a convertirse en una obsesión comenzó a afectar a las demás

facetas de su vida. Cuando entraba al baño, por ejemplo, en vez de encender la luz la

apagaba, para no recordar lo que le esperaba por la noche. En la oficina, aunque se

quedara hasta tarde, evitaba encender la luz aun a costa de dejarse la vista sobre el papel.

En casa siempre veía la televisión a oscuras y la única luz del despacho era la de la

pantalla del ordenador. Quitó todas las bombillas innecesarias de la casa, dejando sólo las

imprescindibles. Así, de los cuatro halógenos del pasillo sólo funcionaba uno y de las

innumerables bombillitas del espejo del cuarto de baño sólo lucían la mitad. Incluso

cuando entraba en la cocina le bastaba el piloto de la nevera.

Así, sus gustos se hicieron cada vez más raros. Iba con gafas de sol en pleno invierno,

incluso los días de lluvia y las lentes de cerca eran, por supuesto, ahumadas. Evitaba los

locales con mucha luz y sólo frecuentaba restaurantes en los que se comiera a la luz de las

velas. Por otra parte, las horas de insomnio acumuladas durante años debido a la dichosa

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luz le habían agriado el carácter, sin que nadie supiera nunca el verdadero motivo de su

extraña actitud.

Hasta que un día ella se hartó y pidió el divorcio. Nada más firmar todos los papeles,

todavía con la pluma en la mano y lágrimas en los ojos que nadie vio tras las gafas

oscuras, él tuvo la osadía de tomarle una mano y murmuró: «Si al menos un día hubieras

apagado la luz...»

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Ernesto Baltar Fiat Lux

Hágase la luz. Y la luz se hizo.

Se hizo la luz y la belleza y el fuego y la muerte y la destrucción. Todo en un instante.

Había tanta luz que no se veía nada. Primero fue un todopoderoso flash blanco, una

impenetrable luz mística, el brillo de los ojos de Dios en la retina de un átomo. Aunque

estuvieses de espaldas sentías cómo la luz divina te atravesaba el cerebro. Y cualquier

centímetro de piel que estuviese al aire se abrasaba.

A continuación una vertiginosa lengua de fuego se expandió por la ciudad en décimas de

segundo, arrasándolo todo: casas, árboles, cuerpos... El Espíritu Santo aleteaba a cuatro

mil grados celsius. El mundo se volvió ceniza. Los cuerpos se deshicieron, se evaporaron o

cayeron carbonizados, sin rostro. La radiación y los rayos gamma revirtieron los planos de

la materia.

Decenas de miles de personas desaparecieron de la faz de la tierra en fracciones de

segundo.

Primero fue el silencio de la nada. Acto seguido, el estruendo imposible de la devastación.

Una nube negra devoraba el espacio a ras de suelo: montañas, bosques, ríos… Enormes

cúmulos de polvo y ceniza lo cubrieron todo. La ciudad quedó a oscuras, ahogada en

humo denso y en olor a muerte.

Desde las afueras de Hiroshima se veía cómo una gigantesca nube en forma de hongo se

elevaba hacia el cielo. Aquello era precioso.

De repente nos dimos cuenta de que estábamos desnudos. La ropa se había desintegrado.

Mirábamos horrorizados nuestros cuerpos en carne viva.

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Salimos de entre los escombros. Las calles estaban llenas de cadáveres. Hogueras en cada

esquina para calentar el alma. Sólo había muerte. Era una ciudad de muertos. Algunos

zombis deambulaban con la mirada helada en el momento del pánico. Se dejaban llevar

por la inercia. No había escapatoria.

Eran tan fuertes la sed y el calor que nos lanzábamos a los charcos. Bebíamos la lluvia

negra. La lluvia radiactiva.

El infierno había llegado el mismo día 1 de la creación.

Su onda expansiva es la historia de los hombres.

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Nacho Moreno Contrapicado

Recogiéndose la falda de volantes, embutida en un vestido granate demasiado estrecho,

tachonado de lunares negros que piden a gritos ser repintados, la Niña de los Miriñaques

sube al escenario y se enfrenta a toda la platea vacía e luminada a medias. Los técnicos de

atrezzo y el regidor de escena se afanan alrededor, y nadie le dirige ni una mirada, cosa

que, aunque no lo demuestre, le resulta muy ofensivo.

―Niño. A vé, niño. Iluminasión. Lú para la artihta.

El regidor tiene cincuenta años, pero es cierto que la Niña de los Miriñaques le lleva por lo

menos veinticinco, así que no se molesta por el apelativo que le ha colocado la paleodiva

del flamenco en disco de pizarra.

―Joaquín ―grita el «niño» hacia lo alto―, vamos con el cañón desde palco platea y

enfoca a la señorita...

―¿Señorita? Mira, chavá, la Niña los Miriñaque ni se acuerda ya de lo que é sé una

señorita, que ya tiene una la vida mú vivía ―comenta la dama, tratando de ser divertida y

generando un poco de lástima en más de uno de los técnicos de escena, y una risilla

malvada en más de otro.

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Page 28: Revista Bremen 5

Una lápida de luz circular aparece alrededor de la cantaora. Ella mira al suelo. Luego al

techo.

―No. No, no, mira, no. La lú no me puede dá dehde arriba, que yo tengo musha narí,

hitana pura, tu sabe, y me hase así una sombra que no me favorese. La lú dehde abaho,

niño, dehde abaho.

―Pero oiga, ya tenemos instalado el cañón arriba.

―Como si tiene instalado un portavione, niño. La Niña los Miriñaque dise que dehde

abajo, y dehde abajo será. Tú ere el de la lú, y yo la artihta.

―Pues va a ser imposible.

―Po qué te apuesta tú a que no. ¡¡Florensio!!

Un señor calvo con traje gris se acerca trotando desde el fondo de la platea, mientras suda

a mares.

―Dime, Eugenia. Qué pasa.

―Er malage éhte que dise que me pone el foco dehde arriba y yo le he dicho que dehde

arriba la lú no me da el perfil güeno ―aquí la flamenca inicia un conato de puchero― y

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Page 29: Revista Bremen 5

claro, si é Alehandro Sán le ponen un foco que le sarga de la mihma poya a travé de la

bragueta, pero para la que ha sío la gloria der cante por derecho no, claro, que ya no

vende elepése, claro ―incremento del puchero―, y ná, cualquié cosa vale para una vieha,

que é lo que yo soy, una vieha. La Niña los Miriñaque é una vieha ―llanto descontrolado.

―¿Perfil bueno? ―susurra audiblemente el técnico de escena malvado, que va ataviado

con un mono de color corinto.

―Calla, Bernardo. Señora, el foco no lo podemos desmontar por mucho que se ponga, que

va a estar toda la temporada ahí arriba y no es el único espectáculo en el que se usa, y que

eso pesa como un tanque...

―Pero se puede poner un foco de mano, ¿no?

El técnico misericordioso, vestido con un mono azul oscuro, se ha acercado

prudentemente desde el fondo del escenario, interponiéndose entre el técnico de rojo y la

artista, y evitando una probable agresión por parte de la señora, que se ha recuperado

vertiginosamente del llanto y ha dado dos pasos hacia el técnico malvado.

―¿Hay alguno? ¿Hay focos de mano? ―pregunta esperanzado el señor sudoroso.

―Creo que queda alguno por ahí ―responde el regidor.

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Page 30: Revista Bremen 5

En cinco minutos se ha tendido el cable y se dispone un trípode pequeño junto a la

tronera derecha de la platea, donde se instala el foco de mano manejado por el técnico de

azul. Se apagan las luces de todo el teatro y, tras un click, aparece una columna de luz

oblicua sobre la Niña de los Miriñaques. Cuando la claridad se derrama sobre ella, la

cantaora y tiene los brazos sarmientosos levantados en una pose de arte, y la barbilla

pegada al esternón, en un gesto flamenco de dolor profundo. Eleva poco a poco la cara y

todos los presentes, incluido el técnico malvado, se quedan paralizados. Ahí está la

grandeza del flamenco derrotado, los dedos nerviosos que han buscado la copa de fino

demasiadas veces los últimos treinta años, el hambre, el arte, el arrebato, la huida hacia

delante que significa ser gitano y ser flamenco. Ya no es una vieja. Ahora es la voz de una

cultura. Ahora es el cante antiguo.

La Niña de los Miriñaques abre la boca y grazna un gallo antes de que un ataque de tos

termine de cancelar la gira.

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17 de febrero de 2010 Próximo Taller del Bremen

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Carta

El siguiente Taller se producirá el miércoles 17 de febrero y el tema, propuesto por

Magapola, será una carta (o sea, técnica del género epistolar).

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