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REVISTA IBEROAMERICANA DE TEOLOGÍA Publicación semestral del Departamento de Ciencias Religiosas de la Universidad

Iberoamericana Ciudad de México, que pretende ser un foro de reflexión y diálogo académico, especializado y plural, sobre diversas temáticas teológicas

de actualidad, desde la perspectiva latinoamericana.

www.uia.mx/ribet [email protected]

Núm. 14, enero-junio, 2012

Comité Editorial:

Christa Patricia Godínez Munguía (Universidad Iberoamericana Ciudad de México), Gonzalo Balderas Vega (Universidad Iberoamericana Ciudad

de México), Humberto José Sánchez Zariñana (Universidad Iberoamericana Ciudad de México), José Luis Franco Barba (Universidad Intercontinental),

Miguel Ángel Sánchez Carlos (Universidad Iberoamericana Ciudad de México), Rodrigo Antonio Medellín Erdmann

Coordinador editorial: Miguel Ángel Sánchez Carlos

Secretaria: Christa Patricia Godínez Munguía

Consulte los índices de la Revista Iberoamericana de Teología en:

RIBET.-www.uia.mx/ribet Dialnet.- http://dialnet.unirioja.es/ Latindex.-www.latindex.unam.mx

Redalyc.-http://redalyc.uaemex.mx/

Impreso y hecho en México Printed and made in Mexico

REVISTA IBEROAMERICANA DE TEOLOGÍA, Año 8, Núm. 14, enero-junio 2012, es una publicación semestral editada por el Departamento de Ciencias Religiosas de la Universidad Iberoamericana, A. C., Ciudad de México. Prol. Paseo de la Reforma 880, col. Lomas de Santa Fe, Delegación Álvaro Obregón, C. P. 01219, tel. 59 50 40 00, exts. 7510, 4155 y 4901, www.uia.mx/ribet, [email protected] Editor responsable: Miguel Ángel Sánchez Carlos. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2009-091716281500-102 ISSN 1870-316X Licitud de Título No. 13344, Licitud de Contenido No. 10917, ambos otorgados por la Comi-sión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa por Diseños e impresos Sandoval. Tizapán 172, col. Metropolitana, 3ª sección, Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México, C. P. 57750, México, D. F. Tel. 5793-4152. Este número se terminó de imprimir en julio de 2012 con un tiraje de 500 ejemplares. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Instituto Nacional del Derecho de Autor.

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Contenido ARTÍCULOS

El despertar de los laicos. Su aporte para transformar el mundo y renovar a la iglesia 9 Humberto José Sánchez Zariñana Deliberación bioética y perspectiva religiosa 43 Juan Masiá Clavel “En la unidad del Espíritu Santo”. La disputa de un jesuita y un benedictino en la década de 1950: un tema de actualidad 63 Rodrigo Antonio Medellín Erdmann El amor místico como modo de ser en el mundo. Rasgos fenomenológicos de la amada, del Cántico espiritual, de San Juan de la Cruz 101 Lucero González Suárez

NOTICIA

Congreso 23 de la Asociación de Biblistas de México: “La violencia en la Biblia” 129 Javier Quezada del Río

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RESEÑA

JAMES F. KEENAN (ED.), Catholic Theological Ethics. Past, Present and Future. The Trento Conference. Orbis Book, New York 2011, 304 pp. ISBN 978-1-57075-941-3 133 Nichole Marie Flores

COLABORADORES EN ESTE NÚMERO 137 NORMAS PARA LA PRESENTACIÓN DE ORIGINALES 139

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Contents ARTICLES

The awakening of laymen and laywomen 9 Humberto José Sánchez Zariñana Bioethical reflection and religious perspectives 43 Juan Masiá Clavel “In the union of the Holy Spirit”. The controversy between a Jesuit and a Bedictine in the fifties: still an open discussion 63 Rodrigo Antonio Medellín Erdmann Mystical love as being-in-the-world. Phenomenological traits of the Beloved in the Spiritual Canticle of Saint John of the Cross 101 Lucero González Suárez

NEWS Congreso 23 de la Asociación de Biblistas de México: “La violencia en la Biblia” 129 Javier Quezada del Río

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REVIEWS

JAMES F. KEENAN (ED.), Catholic Theological Ethics. Past, Present and Future. The Trento Conference. Orbis Book, New York 2011, 304pp. ISBN 978-1-57075-941-3 133 Nichole Marie Flores

CONTRIBUTORS IN THIS ISSUE 137 AUTHOR’S INSTRUCTIONS FOR THE SUBMISSION OF ORIGINAL PAPERS 139

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El despertar de los laicos. Su aporte para transformar el mundo y renovar a la iglesia

Humberto José Sánchez Zariñana∗ Universidad Iberoamericana Ciudad de México

Resumen El siglo XX vio emerger un laicado decidido a formar parte activa de la mi-sión de la Iglesia. Numerosos teólogos detectaron este impulso y se interesaron en reflexionar sobre su acción y su aporte a la renovada imagen que la Iglesia quería presentar al mundo. Los laicos venían ansiosos de romper la imagen de un cristianismo cuestionado y manifestaron su deseo de aliviar los sufri-mientos de una humanidad en una buena parte crucificada. Pero los laicos no se limitaron a ejercer su actividad en el mundo: su acción se ex-tendió hacia el interior de la Iglesia, especialmente cuando la disminución de sa-cerdotes, su crisis de identidad y la participación creciente de los laicos en actividades reservadas anteriormente a los clérigos plantearon preguntas difíciles sobre su rol respectivo, sobre la manera de llamarlos y sobre su reconocimiento eclesial. No sólo la misión pertenece a toda la Iglesia, sino su ministerialidad.

Summary In the 20th century there emerged a laity determined to play an active role in the Mission of the Church. A number of theologians detected this impulse and be-came interested in thinking about the laity's action and their contribution to a new image the Church wanted to present to the world. Lay people were anxious to break out of the image of a questionable Christian faith and were adamant in their desire to help alleviate the suffering of a humanity widely crucified.

∗ Profesor de eclesiología y de teología pastoral en el Departamento de Ciencias Reli-giosas de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. Correspondencia: Prol. Paseo de la Reforma 880, Lomas de Santa Fe, 01219, México, D. F. Tel: (55) 59 50 40 00. Ext. 7527. Correo electrónico: [email protected]

Ribet / Vol. VIII / N° 14, enero-junio 2012, 9-41Derechos reservados de la Uia, ISSN 1870316X

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However, the laity was no longer satisfied with being active in the world. They extended their activity toward the inner workings of the Church, par-ticularly when the shortage of priests, their crisis of identity and the growing participation of lay people in activities formerly reserved to the priesthood raised some difficult questions about their respective roles, the manner of addressing them and their status in the Church. It's not only the mission that appertains to the whole Church but ministeriality as well.

1. La participación de los laicos en la misión de la Iglesia. Un derecho ganado a pulso que impulsa una primera teología del laicado y un lugar en el Concilio

1.1 Introducción El siglo XX vio emerger, desde la Acción Católica hasta distintos movimien-tos laicales sin supeditación a la jerarquía, un laicado decidido a formar parte activa y protagónica de la misión de la Iglesia. Su participación, tan soslaya-da y menospreciada a lo largo de los siglos, sin estar nunca ausente, adquirió una gran fuerza gracias a la audacia de muchos católicos interesados en hacer a la Iglesia presente y testimonial en distintos rincones del mundo. Su actividad no pasó desapercibida por numerosos teólogos que reflexionaron sobre su acción y sobre su aporte a la renovada imagen que la Iglesia ya ven-ía presentando a mediados del siglo pasado. Por ello no son raras las re-flexiones teológicas sobre los documentos del Concilio en lo que concierne a su participación, sobre todo para confirmar y profundizar este deseo de la Iglesia de compartir los gozos, las angustias y las esperanzas de los hombres y de las mujeres del mundo entero. Era necesario adherirse al impulso de todos los creyentes ansiosos de romper la imagen de un cristianismo muerto o moribundo, de aliviar los sufrimientos, y también de dar un sentido a su existencia. Hacían falta reflexiones que mostraran que esta corriente de sim-patía por el mundo vencía al espíritu de reprobación, con todos los peligros que esta aventura implicaba, con todas las posibles desviaciones y errores. Había que ponerse en marcha, incluso si los documentos, con todas sus ri-quezas, debían ser todavía profundizados, precisados, comunicados a través del mundo entero. La jerarquía se mostró benévola en su animación de los fieles, aun cuando ya no fueran dependientes de su aprobación para conti-

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nuar existiendo. En realidad, la Iglesia entera comenzaba apenas a moverse y a asimilar los resultados del Concilio, al mismo tiempo que suscitaba espe-ranza y optimismo a propósito de la inserción de los cristianos en el mundo. 1.2 El aporte de Yves Congar a la teología del laicado La década de 1950 vio nacer la reflexión teológica de uno de los más impor-tantes eclesiólogos del siglo XX: Yves Congar. El aporte de Congar fue in-dispensable para pensar teológicamente el laicado. El compromiso de los cristianos en los diferentes ámbitos apostólicos necesitaba una reflexión seria sobre su identidad en la Iglesia y en el mundo. Hitos para una teología del laicado1 constituye una reflexión a profundidad, que procura hacer entrar al lai-co en una dinámica eclesial seria. La larga presentación de los famosos tria-munera fue oportuna para introducir al laico en la estructura de la Iglesia: el hecho de participar en la función sacerdotal, profética y real de Cristo da a los laicos una dignidad que la categoría de “cristiano” tal vez no les daba. Valorar la experiencia cotidiana del creyente como miembro de la comunidad eclesial con-ducía a considerar cada vez más a la Iglesia como comunidad, y no solamente como institución que proporciona los medios de salvación. El hecho de que Congar haya insistido en la función apostólica de la Iglesia y en el lugar que los laicos siempre han tenido ahí, permitió a la Acción Católica no solamente sentirse animada en su “colaboración” bajo la dirección de la jerarquía, sino también ella ayudó a otros movimientos o grupos apostólicos a encontrar por ellos mismos su lugar en el vasto mundo. Congar presentó con claridad su postura frente al problema quemante del compromiso de la Iglesia en el mundo; a propósito de la relación Reino de Dios-Iglesia-mundo, desarrolló su concepción de la Iglesia, de las relaciones con el Reino y sus relaciones con el mundo. Aunque no fuera nueva su contribución sobre la necesidad de estar “en el mundo” sin ser “del mundo”, supo articular, por una parte, la necesidad imperiosa de comprometerse en la trama de este mundo turbador y difícil, y, por la otra, la necesidad de guardar una distancia adecuada, ofre-ciendo ciertos elementos de espiritualidad que pudieran ayudar al cristiano

1 Y. M. -J. CONGAR, Jalonspour une théologie du laïcat, Cerf2, París 1954. Aunque la pala-bra puede referirse a la forma sustantivada del verbo “jalar” (v.gr. dar jalones a algo o a alguien), hemos decidido respetar la palabra “jalones”, dado que ésta ha sido la traduc-ción al español que se ha hecho ya de la palabra “jalons” en la obra de Congar. La palabra más apropiada para traducir “jalons” sería “hitos”.

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inserto en el mundo a resistir las diferentes trampas o seducciones del am-biente. La existencia de un mundo que ya no es dependiente de la Iglesia planteaba un desafío: ¿cómo presentarse al mundo de otra manera, en un respeto infinito por las cosas del mundo del cual el laico es el primer garan-te? Ya entrada la madurez de la modernidad en el siglo XX, el mundo es per-cibido como un mundo más independiente. Sin embargo, Congar ayuda a revalorarlo y a concebirlo no como lugar de condenación y perdición, sino como lugar de salvación Es cierto: Congar estaba inserto en una Iglesia todavía encerrada en sí mis-ma, todavía muy piramidal, demasiado acostumbrada a su poder y a man-tener al mundo dependiente de ella. A la jerarquía de la Iglesia le costaba trabajo salir de un horizonte de cristiandad y mostraba todavía huellas de un cierto autoritarismo. En este contexto, podemos comprender que Congar haya heredado ciertas ideas que reflejaban estas relaciones internas excesi-vamente verticales. En todo su esfuerzo por dar a los laicos su lugar, su comprensión de la Iglesia fundada sobre esta división entre “estructura” y “vida” en la primera etapa de su reflexión eclesiológica redujo mucho el al-cance de esta inclusión de los cristianos bautizados en la misión y en la es-tructura eclesial. No podemos responsabilizar totalmente a Congar por estos límites: la idea revolucionaria del “Pueblo de Dios” no estaba todavía madu-ra en la conciencia de los cristianos de mediados del siglo pasado. Pero sus ideas fueron afectadas por otros factores presentes en su tiempo: aconteci-mientos mundiales como las dos guerras, la creación de la Acción Católica, la aparición de los sacerdotes obreros, la renovación de la liturgia, la creación de los institutos seculares, el compromiso cada vez más concreto de los lai-cos en la vida de la Iglesia, la preocupación eclesial de hacer más presente el cristianismo en la vida del hombre moderno, la renovación bíblica, etc. Todos estos acontecimientos contribuyeron a derrumbar los muros que impedían el encuentro verdadero de la Iglesia con las necesidades de sus contemporáneos. Así es como el pensamiento de Congar evolucionó en el transcurso de los acon-tecimientos de los que fue testigo. Su concepto del laico se precisó durante el Concilio y durante la década de 1970. Permaneció ligado a la idea de considerar al laico como aquel que, permane-ciendo en el marco de la vida ordinaria, emprende la aventura de buscar el Reino de Dios en sus actividades seculares, principalmente en el matrimonio

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y en la profesión. El laico es el cristiano sine addito, que pertenece de pleno derecho a la Iglesia gracias a su bautismo.2 El laico es plenamente miembro de la Iglesia; participa de pleno derecho en su misión, en su espiritualidad, y puede comprometerse en la misma Iglesia o fuera de sus cuadros, sin dejar de ser laico. No está solamente en una actitud de respeto y aceptación frente a las realidades temporales, sino que quiere darles todo su valor, ejerciendo en el mundo todas sus competencias a la altura de su ser humano y cristiano. El laico se comprometerá de lleno en el mundo, guardando al mismo tiempo cier-ta distancia, relativizando las realizaciones humanas, y tratando de “cristofi-nalizar”3 sus actividades. Deberá contar con una espiritualidad que lo haga capaz de aceptar las decisiones que implican un rechazo de este mundo, así co-mo aquellas que se derivan de su “sí”. El cambio en la imagen de la Iglesia es más manifiesto. Congar pasó de una imagen centrada en el esquema “sacerdocio-laicado” a un esquema “comunidad-ministerios o servicios”.4 Su presencia en el Concilio, la atención prestada a las deliberaciones en el aula y su gran sensibilidad hacia los hom-bres y las mujeres de su tiempo lo llevaron a evolucionar al ritmo de las cir-cunstancias. Progresó y profundizó, junto con los obispos, en la idea de la Iglesia “Pueblo de Dios” y, además, en las de “Cuerpo de Cristo” y “Templo del Espíritu Santo”. Su entusiasmo por las nuevas imágenes de la Iglesia y su capacidad para captar la importancia de la noción de “comunión” le permi-tieron relativizar todas las exageraciones proferidas por los partidarios de una Iglesia más horizontal. Sin embargo, la convicción de que la Iglesia esta-ba frente a un mundo que esperaba de ella un aporte novedoso también hizo flexible su pensamiento y no le permitió cerrar los ojos frente a los llamados de desamparo venidos de los cinco continentes. Lumen Gentium, Gaudium et Spes, Apostolicam Actuositatem, y los desafíos que planteaban el hambre, la guerra, la pobreza, la violación de los derechos humanos, etc., tuvieron un eco en el corazón y en el modo de pensar del teólogo dominico. Todos estos

2 Y. M. -J. CONGAR, “Laïc et laïcat”, en Dictionnaire de Spiritualité, t. IX, col. 79-108. 3 Para Congar, “cristofinalizar” las actividades implica dar a las actividades que reali-za el cristiano una dirección que las orienta a la plenitud en Cristo, por lo que han de estar purificadas de malas intenciones o intenciones egoístas, para que puedan, por sí mismas, transparentar el Reino de fraternidad, de justicia y de paz por el que el mismo Cristo luchó durante su paso por el mundo. 4 Esta idea la desarrolló sobre todo en su obra Ministères et communion ecclésiale, Cerf, París 1971.

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descubrimientos lo hicieron apostar por una Iglesia cada vez más compro-metida con el hombre y con su desarrollo integral, como un llamado ineluc-table a los ojos de Dios. Sostiene una postura crítica frente a un compromiso demasiado limitado a las realidades temporales; no obstante, siempre se opuso a una religión intimista o de satisfacción personal, y no concebía una Iglesia que quisiera comprenderse sin relación con el mundo y el hombre. Su preocupación por los más desfavorecidos fue un dato más bien tardío,5 pero le hizo entrever la novedad que la vida de éstos puede dar a la Iglesia y al mundo. Su visión de un trabajo ecuménico en beneficio de una sociedad más justa y a favor de los más pobres no podía quedar anodina. Con todo, aun cuando estaba interesado en la participación de los cristianos en la transfor-mación de las estructuras sociales, consideraba que la estrategia más apro-piada para alcanzar mejor las raíces del mal era la de cambiar primero el corazón del hombre.6 Para él, el Reino de Dios es siempre una referencia crítica en relación con toda realización que se tome como absoluta. Antes de poder encarnarse en estructuras concretas, este Reino es sobre todo un cam-bio en el interior del hombre. Las funciones sacerdotal, profética y real, tan evidentes en Hitos, perdieron su importancia al paso de los años, para dar lugar a consideraciones más en-globantes. Ciertamente, la función profética de los laicos, concebida funda-mentalmente en Hitos como una función de enseñanza, fue enriquecida por nuevos elementos y por recuperaciones bíblicas que destacaron la importan-cia de los profetas, sobre todo en el camino de Israel como pueblo queriendo ser fiel a la voluntad de Dios. El esfuerzo de discernimiento de los aconteci-mientos, como lugar de manifestación de Dios, toma también su lugar en el pensamiento de Congar. Por su parte, la función sacerdotal, largamente des-crita en su obra de 1953, fue identificada sobre todo con el único sacrificio que Dios quiere de nosotros: la ofrenda de nuestra vida y de nuestro co-

5 Como se ve, por ejemplo, en su intervención en el Tercer Congreso para el Apostola-do de los Laicos. Cf. Y. M. -J. CONGAR, “L’appel de Dieu”, conferencia en el Tercer Congreso Mundial para el Apostolado de los Laicos, en DC 1504 (5 de noviembre de 1967), col. 1869. 6 Y. M. -J. CONGAR, “Réflexions sur les problèmes de compétence entre la foichrétienne et la société temporelle”, estenográfico de una exposición hecha en Monte Saint-Odile, como parte de una reunión de hombres ocupando puestos directivos en la vida políti-ca, social o económica alsaciana, 26 de marzo de 1960 (cf. Y. M. -J. CONGAR, Sacerdoce et laïcatdevantleurstâchesd’évangélisation et de civilisation, París 1962, 379-384).

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razón. Sin embargo, constatamos una evolución importante a propósito de la función real, que se encuentra ahora ubicada en el contexto del Reino de Dios. Esta inclusión le permitió enmarcar estos tres aspectos en el impulso eclesial de la búsqueda del Reino y en una misión que pertenece a todo el pueblo cristiano. Por otro lado, encontramos un desplazamiento significativo en su análisis de los movimientos laicales. La simpatía por la Acción Católica, a la que apoyó durante muchos años, fue sustituida por un sostén del apostolado de los lai-cos en general y de la diversificación de sus compromisos, tanto dentro de la Iglesia como fuera de sus estructuras. Esta convicción fue adquirida lenta-mente y fue elaborada con el paso de los acontecimientos que indicaban una baja de la influencia de la Acción Católica en el mundo moderno, y un au-mento del número de compromisos individuales y colectivos de los laicos en distintos organismos independientes. Para Congar, esta evolución era difícil de asumir, ya que la Acción Católica, en cierto sentido, correspondía mucho a su expectativa de un trabajo pastoral eficaz: trabajar en la “formación de los lai-cos” y trabajar en la “transformación del corazón” eran, en efecto, dos aspectos esenciales de la manera en que la Acción Católica se pensaba a sí misma. Finalmente, no podemos dejar de resaltar el cambio operado en Congar en su concepción del lugar de los sacerdotes en la Iglesia y en el mundo. Al principio, su concepción del sacerdote en la Iglesia había permanecido, en general, ligada a la celebración de los sacramentos, a la animación de la co-munidad cristiana, a la formación de los laicos para sus tareas en el mundo; también imaginaba al sacerdote cercano a los hombres, participando lo más posible en su vida, pero sobre todo cercano a Dios y al lado del obispo, cola-borando en la tarea de llevar a las iglesias la comunión. No obstante, Congar se abrió muy lentamente a la participación del clérigo en las tareas terrestres; no fue sino hasta la aparición del decreto conciliar sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes cuando se mostró más cómodo en este tema. Conside-ra en general que esta participación deberá ser aceptada de modo excepcio-nal y temporal, pues la tarea de llevar la creación, tanto como sea posible, a su plenitud y que las criaturas sean un reflejo de la gloria divina, pertenece más bien a los laicos. Congar hizo avanzar enormemente la teología del laicado. Su aporte en 1953 y en sus escritos posteriores constituye un punto de referencia indispensable para toda reflexión sobre la identidad y la participación actualizada de los cristianos laicos en el mundo. Su herencia es preciosa: logró aclarar mejor la

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identidad del laico; inspiró una comunidad cristiana que busca una realiza-ción más horizontal y menos jerárquica de su ser profundo; reveló una Igle-sia más sensible y abierta a los problemas del mundo y de los pobres y preparándose a una reconciliación y a un diálogo sincero con él; hizo pro-gresar la idea de Pueblo de Dios como la más adecuada para la misión actual de la Iglesia; dio su opinión sobre las relaciones posibles entre los sacerdotes y los laicos. Además, estableció un punto de partida sólido para comprender la manera en la que el cristiano puede situarse de cara a su acción misionera; comprendiendo el progreso del apostolado de los laicos en la vida eclesial, abrió puertas para la maduración de este apostolado, que debe tomar una postura clara frente a la Acción Católica. Congar nos dejó listos para seguir y comprender la dinámica eclesial que concierne a los laicos en la víspera del Concilio, para detectar lo que estaba en juego en lo que toca a la promoción de la vocación de los laicos en los documentos conciliares, para apreciar los cambios operados en la mentalidad eclesial para con ellos y para medir las dificulta-des encontradas en la recepción de los documentos conciliares que afectan su vida y su misión. Los mismos temas tratados por el sacerdote dominico reaparecerán en los documentos conciliares y en las reflexiones teológicas posteriores. Pero estos temas se situarán de otro modo en el marco de una Iglesia realmente más comunitaria. Referencias a Congar aparecerán aquí y allá en relación con la evolución de la eclesiología o de la teología contem-poráneas. Pero tendremos de ahora en adelante a varios teólogos que, sensibles al desarrollo de los acontecimientos eclesiales y mundiales y a los movimien-tos de solidaridad, estarán en primera fila para contribuir, en su momento, a hacer progresar la reflexión sobre los laicos. 1.3 Controversias en la manera de ver el mundo,

la Iglesia y sus actores en la víspera del Concilio La obra de Congar no era, sin embargo, el único antecedente del aconteci-miento conciliar. Teólogos como Jean-Baptiste Metz ayudaron a que la Igle-sia abriera los ojos para que pudiera percibir las consecuencias de esa renovada apertura al mundo, recordándole que la conciencia cristiana es una memoria subversiva que busca transformaciones liberadoras. Una vez que la Iglesia se pronunció a favor del diálogo con el mundo, vis-lumbró que toda acción o abstención frente a las realidades humanas tiene efectos políticos, repercusiones para el bien o el mal en el mundo. La nueva “cruzada” dejaba de ser un sueño ingenuo o un impulso eclesial de juven-

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tud, para convertirse en una tarea que pedía responsabilidad y audacia. En otro contexto, la revista Masses Ouvrières (Masas Obreras) no había tenido miedo de decir que un cristianismo auténtico que vive lo divino aquí abajo no tiene nada que temer, en sí, a lo temporal como tal.7 La indigencia de mi-llones de seres en el mundo continuaba, pero el sufrimiento ya no era el hecho de una Europa destruida después de sus dos guerras, sino el de un Tercer Mundo desgarrado por el hambre, la falta de techo, medicamentos, educación, empleos, justicia. Que la Iglesia tomara posición para poner fin a estos azotes implicaba que necesitaba apoyarse en el Crucificado encarnado en los más pobres y hacer referencia a este recuerdo peligroso para todos aque-llos que deseaban mantener el orden establecido. Ciertamente, como lo decía Metz, había que ponerse al servicio del combate contra la miseria social y re-avivar las esperanzas sepultadas por el miedo, el homicidio, la explotación, el desencanto. El Tercer Congreso Mundial para el Apostolado de los Laicos, realizado en 1967, no dejó pasar la ocasión para recordar a los cristianos este deber imperioso de responder a las necesidades más inmediatas de la huma-nidad. Pablo VI insistió en ello también. El Sínodo episcopal de 1967 apoyó las intenciones del Congreso. Esta claridad y esa voluntad, ¿bastaban para la tarea gigantesca que los esperaba? 1.3.1 Los problemas para llegar a una definición precisa del laico En los documentos conciliares podemos constatar que se llegó a un acuerdo casi unánime a favor de la “definición” del laico: es miembro real y activo del Pueblo de Dios; posee, como bautizado, la plenitud de la dignidad cris-tiana y humana; participa en la triple función sacerdotal, profética y real; ejerce la tarea secular como don particular de la gracia; tiene la misión pro-pia de buscar el Reino de Dios a través del manejo de las cosas temporales. Así, el número 31 de la Lumen Gentium va mucho más allá de la distinción entre laicos, religiosos y sacerdotes para tratar de precisar mejor esta identi-dad del laico. Todo el peso está puesto sobre la positividad de la descripción, aspecto que no había sido suficientemente señalado en análisis anteriores. La discusión en el aula dio sus frutos. Sin embargo, la unanimidad está lejos de ser total entre los autores.

7 Editorial de Masses Ouvrières, “Nouvel An”, en MO 19 (enero de 1947) 4.

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Varios teólogos están de acuerdo en afirmar que el Concilio no quiso dar una definición del laico en el sentido “específico” del término. Edward Schillebeeckx afirma que se trata de una “descripción tipológica”, mientras que Hans Heimerl habla de una “determinación conceptual”. Para Heimerl, la única distinción entre el “cristiano” y el “laico” es que los laicos participan “a su manera” en la función sacerdotal, profética y real. ¿Qué significa “a su manera”? Heimerl afirma que el documento no lo dice.8 El carácter secular no puede ser un carác-ter “propio”, ya que los sacerdotes pueden intervenir también en el mundo. Entonces, este carácter, para él, no forma parte de la definición, al menos en el sentido de “específico”, “exclusivo”. Explica esta situación por el hecho de que el Concilio quiso más bien mostrar al laico tal como es y como obra actualmente: no quiso llegar a una exactitud conceptual y sistemática del laico.9 Por tanto, el carácter secular es más una “condición existencial” que una “condición esen-cial” del laico.10 Por su parte, Philips admite que es difícil sostener que el carác-ter secular sea el carácter propio de los laicos, y por su lado Paul Guilmot lo niega firmemente.11 No obstante, para Guilmot la diferencia reside en que los religiosos y el sacerdote no viven plenamente en el mundo, lo que pertenece más bien al laico; además, piensa que el testimonio de comunión que la Iglesia ha de presentar delante del mundo es más importante que su preocupación por la organización interna de la misma. El laico y el clérigo, juntos, deben es-tar en el mundo. Guilmot, con Gérard Philips, Heimerl y Jan Grootærs, terminan superando la idea de que el laico es un puente entre la Iglesia y los hombres y mujeres de hoy.12 Alexandre Faivre insiste en la preeminencia de la unidad eclesial sobre la diversidad de los miembros al principio del cristianismo, así como en la inexistencia de la palabra “laico” durante casi dos siglos, esto es, antes de que la Iglesia fuera estructurada y jerarquizada por las necesidades de un cristianismo en expansión.13

8 H. HEIMERL, “Concepts de laïc…”, 121. 9 Ibid., 123. 10 Ibid., 121 y 123. 11 Apoyándose en LG 31, § 2, y en GS 43, § 2. 12 P. GUILMOT, Fin d’une Église cléricale? Le débat en France de 1945 à nos jours, Cerf, París 1969, 309-310. 13 Cf. A. FAIVRE, “Aux origines du laïcat”, en L’Année Canonique 29 (1985-1986) 19-54.

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1.3.2 Relaciones entre Reino de Dios y obra terrestre Un debate muy de la primera parte del siglo XX concierne a las relaciones que se pueden establecer entre el Reino de Dios y la obra terrestre. Por su misión propia, la Iglesia guarda estrechos nexos con el mundo; sin embargo, ella guarda lo que llama “reserva escatológica”, que le da una mirada crítica frente a las realizaciones humanas, especialmente las que tienen una preten-sión “totalizante”.14 Jacques Maritain estimaba que, en medio de la ambiva-lencia del mundo, donde la ciudad temporal es a la vez reino del hombre, de Dios y del diablo, el cristiano no se propondrá hacer de este mundo mismo el Reino de Dios, como lo pretendía la utopía teocrática de Occidente en la Edad Media. El cristiano procurará:

Hacer de este mundo, según el ideal histórico reclamado por las diferen-tes edades […] el lugar de una vida terrenal verdadera y plenamente humana, es decir, seguramente llena de desfallecimientos, mas también llena de amor; y cuyas estructuras sociales tengan por medida la justicia, la dignidad de la persona humana, el amor fraterno; con ello prepara el advenimiento del Reino de Dios de una manera filial.15

Edward Schillebeeckx16 y Gérard Philips17 resaltan, cada uno a su manera, la im-portancia de la colaboración de los laicos en la obra terrestre. Para Schillebeeckx, eso evoca la integración de la realización de la obra terrestre en la dimensión del Reinado de Dios y, por tanto, la revaloración del mundo como lugar donde la salvación se realiza, donde Dios se revela y donde Dios invita a cada cre-yente a dar su aporte. Según Philips, la afirmación del carácter secular como “propio” del laico no tiene nada de exclusivo: destaca la valoración de las

14 Como lo hemos venido constatando en los últimos dos siglos en la competencia en-tre el capitalismo en sus múltiples formas y el socialismo, intentos ambos de proponer un modelo eficaz para la organización social o política de un país. 15 J. MARITAIN, Humanismo integral. Problemas temporales y espirituales de una nue-va cristiandad, Lohlé, Buenos Aires/México 1966, 89. Versión castellana de la reedición de la primera versión francesa, aparecida en 1946, diez años después de la original (1936). 16 E. SCHILLEBEECKX, “La définition typologique du laïc chrétien selon Vatican II”, en AA. VV., L’Église du Vatican II, tomo III, bajo la dirección de G. BARAÚNA, o. f. m., Cerf, París 1966, 1013-1033. 17 G. PHILIPS, Le rôle du laïcat dans l’Église, Casterman, Tournai/París 1954.

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cosas terrestres —lo que implica que todo cristiano puede comprometerse completamente en la obra humana con un alma cristiana—. Por tanto, si lle-vamos su razonamiento a fondo, no hay ninguna actividad secular que pueda permanecer “profana” o “prohibida” para la intervención de los cristianos. Es muy importante señalar este último aspecto, ya que el compromiso de los laicos en el dominio político volverá a ser cuestionado posteriormente, sobre todo cuando se convertirán en miembros de un partido político. La obediencia un poco ciega de los laicos a la jerarquía desaparece del horizonte; los laicos acceden a una verdadera libertad de acción en el dominio temporal. Es evidente que los laicos no actuarán en el nombre de la Iglesia como tal durante sus com-promisos, y deberán contar naturalmente con la autorización de la jerarquía si la Iglesia en su conjunto quedara comprometida por su acción. Cada uno por su lado, Jan Grootærs18 y Paul Guilmot19 rechazan la separa-ción entre lo temporal y lo espiritual. Grootærs propone que se hable de un testimonio al interior de la Iglesia, común a todos los cristianos, y de un tes-timonio en el mundo, que sería el asunto del laico, del sacerdote profético y del religioso. Concede al religioso un rol crítico en relación con las estructu-ras eclesiásticas y con los valores del mundo del laico, con lo que impide que los sacerdotes y los laicos se adormezcan en los ámbitos que les competen de manera especial. No obstante, ¿por qué considera al sacerdote comprometi-do en un mundo “saqueado por la guerra y la injusticia” como profeta, sin calificar también el trabajo de ciertos laicos del mismo modo? Porque no es lo mismo para un laico ejercer la función “profética” como catequista en una parroquia, tan necesario como pueda ser, que ejercerla en un centro de dere-chos humanos donde arriesga a veces su vida. Sin embargo, Grootærs tiene el mérito de eliminar la separación entre lo temporal y lo espiritual: hace “circular” a los diferentes miembros de la Iglesia en los dominios eclesial y civil; des-cubre esta Iglesia que se renueva por el “diálogo de la fe” entre los creyentes —laicos y sacerdotes—, donde la actualización de la palabra que actúa en la existencia cotidiana nutre la fe de los fieles, lo que permite desarrollar lo que se llama “teología contextual”.20

18 J. GROOTÆRS, Le chantier reste ouvert. Les laïcs dans l’Église et dans le monde, Cen-turion, París 1988. 19 Cf. P. GUILMOT, Fin d’une Église cléricale… 20 Ibid.

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Guilmot también se mostró reticente a esta separación entre lo espiritual y lo temporal, sobre todo en sus críticas a Masses Ouvrières o frente al hecho de que los Cahiers du Clergé Rural (Cuadernos del Clero Rural) conciban al sa-cerdote como el formador de los laicos y lo separen de las actividades tem-porales. Hemos anotado que las opiniones de las dos revistas no eran unánimes al respecto. Sin embargo, en los testimonios de las décadas de 1940 y 1950, el vocabulario utilizado habría podido ser empleado, sin muchas di-ferencias, durante y después del Concilio Vaticano II. Sin pretenderlo, Guilmot nos ayudó a comprender que la voluntad de acercarse al mundo y a sus pre-ocupaciones, penas, esperanzas, se conserva sin cambios en los medios más comprometidos. La presencia de los cristianos en los medios desfavorecidos, donde la vida estaba realmente amenazada, daba a los interventores una vi-sión nueva de las cosas y los hacía ponerse de acuerdo en lo esencial. El sa-cerdote, el laico, el diácono, el religioso, forman una comunidad fraterna, y la eucaristía es verdaderamente el centro de una distribución de esfuerzos desplegados para hacer este mundo más humano. Son esfuerzos que se con-vierten en ofrendas de una Iglesia comprometida, presentadas a Dios como el culto verdadero. Como dice Gérard Philips, los cristianos son sacramentos vivos cuando hablan cuando hay que hablar, sobre todo a favor de los débi-les.21 Bertulf Van Leeuwen constata que la neumatología católica está lejos de estar desarrollada, y que hay que profundizar más la reflexión sobre los dones ordinarios del Espíritu, que son necesarios para responder a los desaf-íos del mundo contemporáneo. Entre los dones del Espíritu, el discernimien-to de los espíritus es el que deberá tener un lugar especial, justamente para detectar las manifestaciones de Dios en la vida cotidiana. Los cristianos de-berán unirse más a todos aquellos que colaboran en la edificación del mun-do, ellos también guiados por el Espíritu, para trabajar en la extensión para todos de la paz y de la unidad.22

21 Avanzada era su obra Le rôle du laïcatdans l’Église (Casterman, París 1954) para lo que venía reflexionando la teología sobre los laicos a mediados del siglo XX. Grande fue su aporte en esa época al mismo tiempo que aparecía Yves Congar con la ya citada Hitos para una teología del laicado (véase n. 1). 22 B. VAN LEEUWEN, “La participation universelle à la fonction prophétique du Christ”, en AA. VV., L’Église du Vatican II…, 425-455.

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1.4 Las reflexiones en el aula conciliar La reflexión sobre los laicos antes del Concilio fue hecha esencialmente por los teólogos; el Concilio permitió que esta reflexión alcanzara dimensiones eclesiales. Ésta se desarrolló en el marco de las implicaciones mutuas entre una Iglesia que quiere renovarse al ritmo de los acontecimientos mundiales y un conjunto de laicos que, estando activos en compromisos apostólicos, cuestionan una imagen de la Iglesia demasiado piramidal y vacilante en cuanto a sus relaciones con el mundo. En este marco eclesial detectamos dis-tintas tensiones existentes en el seno de la Iglesia: dos lecturas de las necesidades de la humanidad (desamparo espiritual o injusticia social); dos maneras de ejercer el apostolado de los laicos (Acción Católica o apostolado únicamente desde el bautismo); dos maneras de comprender las relaciones entres los sa-cerdotes y los laicos (separación de tareas y de dominios, o trabajo común al lado de los hombres); dos formas de vislumbrar el dominio político (terreno de luchas con las “manos sucias”, o dominio ineluctable del compromiso cristiano); dos modos de concebir al laico (no clérigo y no religioso, o un simple cristiano); dos actitudes de la jerarquía frente al laicado (desconfianza a causa de experiencias pasadas, o motivación a que asuma enteramente su papel en la Iglesia). En el fondo, era una tensión entre dos modelos de Igle-sia. El primero contempla a ésta más replegada sobre sí misma, desconfiada en relación con el mundo y queriendo afirmarse con respecto a él; el segun-do vislumbra una Iglesia más apostólica, movida y conmovida por las nece-sidades de los hombres y de las mujeres de ese tiempo y preocupada en anunciar el mensaje de salvación de Jesucristo en medio de la vida humana y de la historia. Decidiéndose por el modelo del Pueblo de Dios como base de sus reflexiones eclesiológicas, Vaticano II optó por una Iglesia misionera y abierta al mundo. Esta Iglesia en búsqueda de renovación deseó insertarse en el corazón de la historia y se contempló a sí misma salvando al hombre entero e interesándose en su progreso y en su felicidad temporales, signos de anticipación del Reina-do de Dios. La Iglesia otorgó a todo bautizado la dignidad que merece como hijo de Dios: el de participar enteramente en su misión y el de responder al llamado que Dios le hace a trabajar a la obra de salvación. El Concilio abrió al mismo tiempo el camino para la transformación de la Iglesia misma, pues al intervenir en la obra de la Creación, ella se perfecciona a sí misma como Cuer-po de Cristo y cada uno de sus miembros se perfecciona a su vez según la ma-nera en la que su identidad propia se va realizando. Ya nada de lo humano es

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ajeno a la Iglesia: en el discernimiento de los signos de los tiempos, cada figura descubrirá su lugar y su misión en el mundo. Mirando el mundo con ojos de misericordia, la Iglesia estaba lista a sumergirse en él, atenta a las angustias y a las esperanzas del hombre en todo tipo de sufrimiento. Después del Concilio, la Iglesia dio sus primeros pasos para cumplir con la visión que bosquejaba, pasos llenos de generosidad pero también de dudas y de vacilaciones, de una Iglesia que quiere estar cercana y encarnada, solida-ria y mensajera de esperanza. Las intuiciones del Concilio, contemplando a un laicado con sus plenos derechos en el mundo, más libre en su compromi-so temporal, se realizaron, al menos parcialmente, en varios lugares del pla-neta, en particular en los países del Tercer Mundo. Los laicos, en medio del nuevo dinamismo desplegado, adquirieron progresivamente una identidad más clara y siguen una vía más definida para su plena realización como cris-tianos en su colaboración al Reino de Dios. Por otro lado, los efectos de esta promoción de los laicos se hicieron sentir también entre los otros actores eclesiales, particularmente entre los sacerdotes y religiosos, que se pusieron al lado de los laicos para transformar las situaciones de injusticia, pobreza, sufrimiento en el mundo. El compromiso de la Iglesia se hacía con muchos menos prejuicios, y penetraba un mundo dividido, desgarrado por la guerra, el vacío y el sinsentido. Quedaba, sin embargo, una tarea que el Concilio había apenas considerado: aunque muchos laicos y otros miembros de la Iglesia se hubieran liberado de las trabas eclesiológicas, prácticas o psicológicas para intervenir de manera más libre en el acondicionamiento del mundo exterior, las estructuras internas de la Iglesia permanecían prácticamente intactas. Muchas inercias seguían pre-sentes al interior de esta misma Iglesia. La conciencia de ella misma como Pueblo de Dios la llevaba a contemplarse menos jerárquica y más comunita-ria. Si, por una parte, tanto el contacto con el mundo como la nueva concien-cia de una igualdad profunda de todos los miembros orillaba, de manera casi inevitable, a la revisión de la identidad de cada figura en el seno de la comu-nidad eclesial; por la otra, la disminución de los sacerdotes y la demanda creciente hecha a los laicos de participar en las funciones pastorales anti-guamente reservadas a los clérigos, planteaban la cuestión de los ministerios. El Concilio abrió la puerta al otorgamiento de ministerios a los laicos, aun-que de manera tibia y a título de suplencia. Las décadas de 1970 y 1980 serán un momento clave que verá progresar tanto la incorporación de los laicos a la vida pastoral como la reflexión sobre los ministerios, con todas las conse-

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cuencias para la vida y la misión de la Iglesia que estos fenómenos ocasio-narán hasta hoy. Veamos esta participación y sus consecuencias en el si-guiente apartado.

2. La participación de los laicos al interior de la Iglesia. Su alcance y su problematicidad

2.1 Introducción. La ministerialidad en la Iglesia Si nos acercamos a los textos del Concilio Vaticano II sobre la posibilidad de la participación de los laicos en la actividad pastoral, nos sentiremos decep-cionados ante la escasez de los mismos en las discusiones en el aula. Tuvo que venir la crisis del clero para que estos textos adquirieran importancia y para que los teólogos se preocuparan por acudir a las fuentes escriturarias y la tradición en torno a los ministerios. La disminución de sacerdotes y su crisis de identidad, así como la participación creciente de los laicos en activi-dades reservadas anteriormente a los clérigos, plantearon preguntas difíciles sobre su rol respectivo, sobre la manera de llamarlos y sobre su reconoci-miento eclesial. Aunque los laicos tenían derecho a ejercer ministerios a par-tir de su consagración bautismal, hizo falta una reflexión teológica adecuada para abrir su participación a la dimensión ministerial de la Iglesia. Un cierto número de experiencias pastorales en Europa rozaron los límites de la rup-tura con las estructuras tradicionales de la Iglesia y cuestionaron la función de los sacerdotes y los laicos en la misión de todo el Pueblo de Dios. El retorno al Nuevo Testamento y a la historia de los ministerios ejercidos por los cristianos a partir de su bautismo mostró el lento deslizamiento que se produjo a lo largo de los siglos de una Iglesia que guardaba el equilibrio entre el ministerio de algunos y el ministerio de todos a una Iglesia que concentraba todo ministerio en las manos de los ministros ordenados. Los laicos vieron su participación en la Iglesia estrecharse progresivamente —disminuyó su acción para expresar la palabra profética, la lectura, la enseñanza, el anuncio del Evangelio, la participación en la elección del obispo, incluso el ejercicio de sus derechos bautismales en la Iglesia—, cuando los sacerdotes concentraron prácticamente todo el actuar y el ser eclesiales en ellos mismos. Sin embargo, el Nuevo Testamento nos enseña que al principio las cosas no eran así. Si el ministerio ordenado era necesario para continuar las enseñanzas de Jesús, para garantizar la unidad de la Iglesia en su conjunto y de las iglesias entre

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sí, y para recordar que todo es recibido como don de Dios a la Iglesia, la exis-tencia de la comunidad eclesial recuerda la necesidad de ministerios ca-rismáticos, que nutran desde abajo la vida comunitaria y el ejercicio de la misión eclesial. La “ministerialidad” pertenecía a toda la Iglesia, aunque fue-ra ejercida de manera distinta por los distintos actores eclesiales. La jerarqui-zación de los ministerios de la Iglesia en el siglo III, la aparición del cursus clerical, la exigencia del celibato para los ministros, la sacerdotalización del monaquismo, se cuentan entre los múltiples factores que oscurecieron el sentido de la comunión eclesial y el origen carismático y comunitario de los ministerios. Si en la época constantiniana la participación de los laicos era ya reducida, los laicos se hicieron cada vez más receptores de sacramentos administrados por los clérigos. Al final de la Alta Edad Media, la Iglesia prácticamente se identificaba con los clérigos. La separación entre los clérigos y los laicos se acen-tuó no solamente por las diferencias culturales, sino también por la utilización del latín, lengua del culto y de la cultura, incomprensible para el pueblo. La reforma gregoriana puso orden en el medio presbiteral, pero casi no cambió las relaciones de los presbíteros con el pueblo. En el siglo XIII, el dinamismo de las órdenes de los Caballeros, de las Confraternidades, de las Terceras Órdenes, así como la expansión de los franciscanos y los dominicos que in-sistían más en la vida apostólica que en la vida monástica, no pudieron hacer nada contra una mayoría de sacerdotes diocesanos todavía muy apegados al culto y a la misa. La reforma luterana quiso dar al bautizado otra vez su lu-gar en el ministerio eclesial, pero sus propuestas con miras a una revalora-ción del sacerdocio común fueron rechazadas por la Iglesia católica, la cual, por su parte, emprendió una reforma en los seminarios. Este mejoramiento hecho en la formación de los sacerdotes no logró sino hacer a éstos más aje-nos a una sociedad en plena evolución tecnológica, y este alejamiento al-canzó su apogeo en la época del Vaticano I, cuando el clero constituyó prácticamente un mundo aparte. Conocemos la historia del siglo XX, con to-dos los esfuerzos de la Iglesia católica por aproximarse, especialmente por la mediación de los laicos, a una sociedad moderna que parece haber tomado una autonomía irreversible.

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Los aportes de la teología contemporánea en relación con los ministerios23 van todos prácticamente en la misma dirección: una comunidad eclesial en-teramente ministerial, donde se puede distinguir el servicio de algunos en medio de un ministerio de todos expresado de manera diferente: ministerio ordenado y ministerio carismático, “ministerialidad” de algunos y “ministe-rialidad” de todos, en la vocación de todo el Pueblo de Dios en el seguimien-to del ministerio de Jesús. Opiniones diferentes son sin embargo expresadas, pues si por un lado Congar creía que el ministerio ordenado es el que estruc-tura la Iglesia en su ser,24 Juan Antonio Estrada cree que la valoración del bautismo dará al ministerio ordenado su verdadero sentido.25 Algunos sub-rayan el riesgo de clericalización de los laicos al momento de darles ministe-rios al interior de la Iglesia;26 no obstante, un buen número estima que la problemática de los ministerios no puede partir de una división entre minis-terios internos y ministerios externos: todos los ministerios presentan la vida de la Iglesia, que quiere ser testigo de Cristo en el mundo.27 Aunque hay va-riaciones en la manera de nombrar los diversos ministerios, el acuerdo es general para no reservar su uso exclusivamente a los clérigos. Del lado del magisterio, encontramos opiniones más contrastadas en torno a la aceptación del vocabulario ministerial aplicado a los laicos. Si muchos obispos están más de acuerdo con la concesión de la palabra “ministro” a los fieles,28

23 Cf. H. –M. LEGRAND, “Où en est la théologie des ministères?”, en Vocation 264 (oc-tubre de 1973) 393-430; F. FROST, “Ministères”, en Catholicisme, t. 9, Letouzey et Ané, París 1982, col. 185-226; GROUPE DES DOMBES, Pour une réconciliation des ministères, Les Presses de Taizé, 1973; CONSEJO ECUMÉNICO DE LAS IGLESIAS, Baptême, eucharistie, ministère, Centurion/Les Presses de Taizé, París 1982. 24 Y. M. -J. CONGAR, “Ministères et structuration de l’Église”, en Ministères et commu-nion ecclésiale…, 48-49. 25 Cf. J. A. ESTRADA, La identidad de los laicos, Paulinas, Madrid 1990, 79 y 163. 26 Tal es el caso de teólogos como J. A. ESTRADA (en o. c.), I. GÓMEZ ACEBO (en El laico en la Iglesia, Fundación Santa María, Madrid 1997) y monseñor P. COUGHLAN (en La vigne et les sarments: le temps du laïcat, versión abreviada de la exhortación apostólica Christifideles laici de Juan Pablo II, comentarios y pistas de reflexión, 1992). 27 Ver el trabajo colectivo de algunos teólogos en la obra de la Asamblea Plenaria del Episcopado Francés, Tous responsables dans l’Église? Le ministère presbytéral dans l’Église tout entière “ministérielle”, Lourdes, Centurion, París 1973. 28 Entre ellos, Mgr R. BOUCHEX, “Le ministère des prêtres dans l’Église tout entière ‘ministérielle’”, en ASSEMBLÉE PLÉNIÈRE DE L’ÉPISCOPAT FRANÇAIS, Tous responsables dans l’Église…, 7-25; los monseñores Rembert Weakland, Leonardo Legaspi y Gabino Díaz Merchan, y el cardenal Gotfried Daneels, durante sus intervenciones en el Sínodo de los obispos de 1987, donde se trató el tema de los laicos (SYNODE DES ÉVÊQUES 87,

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otros son reticentes y arguyen ya sea que los laicos se arriesgan a estar distraí-dos de su compromiso en el mundo,29 o que hay que emplear otros términos, por ejemplo “cargo”, “tarea”, “responsabilidad”, “servicio”, etc., para no iden-tificar a los laicos con los clérigos.30 El Código de Derecho Canónico quiso jus-tamente evitar esta confusión y prácticamente suprimió la aplicación de la palabra “ministerio” a los laicos.31 En nuestra opinión, no se puede impedir a los laicos acceder plenamente a la vida de la Iglesia por medio de los ministerios, y se tendrá que ir hasta el fi-nal en la concesión del lenguaje ministerial aplicado a los fieles. Habría que retomar la definición que hace Hervé Legrand a propósito del sentido de los ministerios: son servicios, más o menos durables, ejercidos personalmente o en equipo, que construyen la Iglesia, al servicio del Evangelio, y que pueden ser objeto de un reconocimiento público.32 Pero hay que retomar también la idea de Francis Frost, a propósito del ministerio: éste, antes de serlo, es un servicio ofrecido, a partir de un carisma recibido, y que en primer lugar per-tenece a todos los creyentes.33 Pensamos que el carisma recibido por el fiel ejercido espontáneamente sin el llamado de una comunidad, como en el caso de una madre de familia que educa a sus hijos en la fe, no es todavía un mi-

Les laïcs dans l’Église et dans le monde. Leur vocation et leur mission 20 ans après Va-tican II, Roma, 1987, 1-30 de octubre). 29 Como monseñor Albert Decourtray (en ASSEMBLÉE PLÉNIÈRE DE L’ÉPISCOPAT FRAN-

ÇAIS, Tous responsables dans l’Église…, 85-91) o el mismo Juan Pablo II (en Exhorta-tion apostolique post-synodale “Christifideleslaici” sur la vocation et la mission des laïcs dans l’Église et dans le monde, presentación de B. HOUSSET, Centurion, París 1988), quien, definiendo de manera tan restrictiva el ministerio eclesial, lo reserva prácti-camente a los ministeriosordenados (cf. especialmente el núm. 23 del documentoCh-ristifideles laici). 30 Como lo afirmó monseñor Paul Rousset, durante su intervención en la ASSEMBLÉE

PLÉNIÈRE DE L’ÉPISCOPAT FRANÇAIS, Tous responsables dans l’Église…, 92-101. 31 Si analizamos la parte del Derecho Canónico que concierne a los derechos y deberes de los laicos (cc. 208-231), no encontraremos la aplicación del término “ministro” o “pastor” a ninguno de ellos. El derecho prefiere utilizar otros términos: “oficios” (c. 228), “función” (c. 230), “servicio especial” (c. 231 § 1). Se les ha concedido que ejerzan el ministerio de acólito y lector (c. 230 § 1), o el ministerio de la palabra (c. 230 § 3), pe-ro el mismo Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica Christifideles laici (CFL), ha aclarado que ejercitar el ministerio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, admi-nistrar el bautismo y dar la sagrada Comunión “no hace del fiel laico un pastor” (CFL 23; el subrayado pertenece al original). 32 H.-M. LEGRAND, o. c., 406-409. 33 F. FROST, o. c.

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nisterio: es sólo un servicio. Este servicio es realizado en el dominio de la fe personal, a título individual, y posteriormente podría ser un ministerio si se inscribiera en el marco de un llamado parroquial para educar —siguiendo el ejemplo de la madre catequista— a un niño en la fe. Si alguien es llamado a brindar un servicio a la comunidad (visitar a un enfermo, cantar en la misa, colaborar en una actividad organizada para defender, por ejemplo, los dere-chos de un parroquiano encarcelado), ejerce un ministerio carismático. Y es-to se ha de efectuar en el contexto de una comunidad eclesial. Sin embargo, el hecho de que la Iglesia entera tenga un carácter ministerial no quiere decir que todos los bautizados deban ser llamados “ministros”. Solamente cuando el cristiano tiene una responsabilidad bien determinada, de una importancia vital para la Iglesia, que comporta una duración determinada, que es reco-nocida por una instancia eclesiástica oficial —incluso en una celebración litúrgica— y por el conjunto de fieles que serán servidos por el cristiano lla-mado, podemos hablar propiamente de la creación de un ministro. Si alguien es llamado a ejercer de una manera más estable o permanente un servicio en la comunidad (estar a cargo del catecismo, animar las misas, ser responsable de una asociación de solidaridad), podría ser objeto de un reco-nocimiento oficial. Llamados por el obispo, los laicos podrían entrar en la ca-tegoría de “ministros instituidos”. No actuarían solamente a título personal, sino en nombre de la Iglesia. Ésta no ha reconocido más que dos, lector y acólito, mientras que sería posible contemplar un buen número de otros mi-nisterios instituidos. Podríamos decir que los ministerios de acólito y de lec-tor son ministerios litúrgicos, como lo sería el ministerio de la comunión. ¿Por qué no crear otros ministerios en otros ámbitos: ministerios de la cari-dad (sería el caso de las personas comprometidas en asociaciones como Caritas, la Cruz Roja, atención a gente con capacidades diferentes, etc.), ministerios del ecumenismo (actuar en vista de la unidad de las Iglesias), ministerios de la salud (visitas a los enfermos, atención a las personas que están al final de su vida)? José María Castillo, teólogo español, ha propuesto otros, tal vez mejor adaptados a la realidad del Tercer Mundo: ministerio de interpretación y discernimiento (que descubriría los signos de los tiempos y los aplicaría a la realidad); ministerio bíblico (que analizaría, a partir de la realidad, el sen-tido profundo de la Palabra revelada y desvelaría su sentido para el pueblo), ministerio del envío y de la misión (que conectaría a las comunidades unas

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con otras); ministerio de la solidaridad en las catástrofes, decesos, enferme-dades, etc.34 Estos fieles podrían recibir un reconocimiento de su obispo —con el tiempo una institución— también en esos dominios, por periodos más o menos cortos, y estableciendo según los casos las condiciones de trabajo y de acompaña-miento de estos agentes pastorales. ¿Cómo podríamos llamar, por ejemplo, al laico o al grupo de laicos llamados a tomar a su cargo la vida pastoral de una parroquia o de un conjunto de parroquias? ¿No tienen derecho a llamarse mi-nistros de la pastoral? El hecho de ser ministros no significaría que serían minis-tros “ordenados”. Pues lo que distingue a los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos no es la palabra “ministro”, sino la palabra “ordenado”. El obispo ejercerá su ministerio episcopal, el sacerdote el ministerio presbiteral, el diáco-no su ministerio diaconal, y no habría ninguna confusión con los ministerios que los laicos ejercen sin necesidad de ordenación. La posibilidad de la genera-lización de la aplicación de la palabra “ministerio”, incluso “ministro” a todos los creyentes, tendrá otras repercusiones. Los sacerdotes deberán precisar me-jor su identidad, ya vaga e imprecisa; las relaciones entre los sacerdotes y los laicos cambiarán radicalmente; los límites de la participación de los laicos en la tarea pastoral deberán precisarse. Estos problemas y algunos otros van a plan-tearse al momento de otorgar ministerios de todo tipo a los laicos. Los aborda-remos en el apartado siguiente. 2.2 Una Iglesia enteramente ministerial: repercusiones sobre los ministerios pastorales Después de este acercamiento que toma en cuenta los diferentes efectos de la participación de los laicos en la animación pastoral, podemos retomar algunos elementos de nuestra reflexión. Los dominios escogidos están aparentemente un poco disparatados, pero al mismo tiempo tienen la ventaja de tener como testigos a esos laicos que cuestionan toda la eclesiología, ya que sabemos bien que el hecho de tocar a uno de los actores principales de la misión eclesial afec-ta necesariamente a los otros actores y los obliga a redefinirse, en relación con ellos mismos y en relación con otros interventores eclesiales.

34 J. M. CASTILLO, Para comprender los ministerios de la Iglesia, Verbo Divino, Nava-rra 1993, 116-118.

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Es evidente que la aparición de los animadores pastorales se debe principalmen-te a la penuria de sacerdotes. Pero, ya lo hemos dicho, la entrada de los anima-dores pastorales laicos en la vida parroquial ha obligado a los sacerdotes a repensar su propia identidad, en la medida en que éstos ven los dominios tradi-cionalmente comprendidos como suyos “invadidos” por los laicos. La revisión de la identidad del presbítero puede tomar dos vías diferentes. Una vía es la tendencia a distinguir al presbítero de los otros fieles, en lo que le es más característico, esto es, su ordenación presbiteral. Así es como se subraya el carácter que ha recibido, el poder que tiene para presidir la eucaristía, per-donar los pecados y celebrar los sacramentos. Esta tendencia busca preservar a cualquier precio los privilegios de los presbíteros, y quiere evitar que las acti-vidades de otros miembros de la comunidad amenacen tales privilegios. De es-ta manera, el presbítero se convierte en gran aglutinador de la comunidad cristiana, del cual él es el jefe, el pastor, el animador, el guía. El documento del año 2002 de la Congregación para el Clero sobre el presbítero como guía y pas-tor de la comunidad refleja claramente esta manera de pensar.35 Los medios de santificación de los fieles y la promoción de su sacerdocio común serán garan-tizados sobre todo a través de los medios espirituales que el presbítero promo-verá y les enseñará: la asistencia a la eucaristía, la participación en la celebración de los sacramentos y en la liturgia, la práctica de la visita al Santísimo Sacra-mento, la oración, la meditación, el silencio y la adoración.36 Con todo, nos parece que la corriente que destaca la dimensión misionera del presbítero y las posibilidades de intercambios con los hombres y mujeres de nuestro tiempo, se abre de manera más prometedora para el porvenir. Este tipo de presbítero se presenta más bien como el acompañante de las comu-nidades que lo piden, portador de un discurso nutrido de espíritu evangéli-co, hombre de escucha, deseoso de hacerse un “experto en humanidad”.37 Hombre abierto a los signos de los tiempos, involucrado a veces en situacio-nes complicadas y peligrosas donde estalla la injusticia, este tipo de presbíte-ro se integra a un vasto movimiento de solidaridad donde creyentes y no

35 CONGRÉGATION POUR LE CLERGÉ, “Le prêtre, pasteur et guide de la communauté pa-roissiale”, en DC 2282 (15 de diciembre de 2002) 1073 y 1076-1094. 36 Ibid., 1087 y 1091. 37 Expresión utilizada por Bernard Sesboüé para referirse al tipo de sacerdotes que busca la gente en AA. VV., Serviteurs de l’Evangile. Les ministères dans l’Église, Cerf, París 1971, 130.

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creyentes, miembros de otras religiones, hombres y mujeres de buena volun-tad luchan por resolver problemas que afectan la vida humana: problemas económicos, políticos, sociales, culturales, familiares, de salud, de defensa de la vida. Estos dominios se convierten en lugares de verificación de la conversión al Evangelio. El presbítero quiere por tanto estar “en la pasta humana”, dar un sentido misionero a la Iglesia, cuidar a los otros y particularmente a los pobres, a los débiles, a los pecadores. Este tipo de presbítero trabaja más bien en equipo, con los laicos, con religiosos, con hombres y mujeres de buena vo-luntad que quieren contribuir al advenimiento de un mundo con mayor jus-ticia, paz, armonía. Si escogemos este segundo modelo, ya no podemos pensar en términos de “oposición” entre el presbítero y el laico, aunque haya distinciones. En esto to-camos la cuestión del carácter, que es presentada por algunos como la piedra de toque de una distinción ontológica. El acercamiento a la historia de la doctrina del carácter muestra dos interpretaciones posibles. La primera hace hincapié en el valor inestimable de la ordenación presbiteral y, por consiguiente, con-cibe al sacerdote como un cristiano superior, otro Cristo sobre la tierra, pro-piedad privada de Dios, intocable y casi inabordable. Pseudo-Dionisio el Areopagita afirmó incluso que la ordenación hace cesar los deseos carnales del sacerdote e introduce a éste a una vida orientada hacia la muy divina vida humana de Jesús. Si creemos que esta concepción está completamente supe-rada, basta leer el documento de la Congregación para el Clero previamente mencionado para darse cuenta de que no es así.38 Pero una segunda interpretación es posible: el carácter como dimensión rela-cional e histórica en la vida del sacerdote. Él está al servicio de Dios y de la comunidad, dando un testimonio de pobreza, de castidad, de caridad. El

38 El documento expresa la identidad del presbítero en estos términos: “Su ser, ontoló-gicamente asimilado a Cristo, constituye el fundamento de este ser ordenado al servicio de la comunidad […] El sacerdocio ministerial, por el contrario, se funda en el carácter impreso por el sacramento del orden, que configura a Cristo Sacerdote, de modo que pueda actuar en la persona de Cristo Cabeza con el poder sagrado, para ofrecer el Sacrificio y perdonar los pecados […] Su identidad más profunda debe ser buscada en el carácter que le confiere el sacramento del Orden, a partir del cual se desarrolla con fecundidad la gracia pastoral,” carácter que parece ponerlo automáticamente “en el corazón mismo de la vida, porque tiene la capacidad de iluminar, de reconciliar y de hacer todas las cosas nuevas” (Cf. CONGRÉGATION POUR LE CLERGÉ, o. c., 1077, 1078 y 1080).

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carácter no hace al clérigo más cristiano que a los otros cristianos, ni más perfecto. Si seguimos los textos de Máximo el Confesor, el que quiere ser más santo que los otros deberá abajarse más al servicio de los otros, y parti-cularmente de los más abandonados, como hizo Jesucristo. Deberá ser el sa-cramento de esta imitación de Cristo en la cruz. Por tanto, si el servicio es la vía que todo cristiano debe seguir para imitar a su Maestro (Mc 10,45), los je-fes de la Iglesia están llamados a servir a los fieles, no solamente a través de la animación, la vigilancia, la palabra y los sacramentos, sino también por medio de sus personas, que intentan perfeccionarse al ejemplo del Señor por el carácter relacional, dinámico e histórico recibido. Así es como el carácter re-lacional capacita al ministro a hacerse más cercano, ya que su carácter se realiza justamente en la relación, en la proximidad, a ejemplo de Cristo encarnado y asimilado al destino humano. Por otro lado, si los sacerdotes faltan, permanece el derecho de las comuni-dades a tener sus jefes. Delante de este problema preciso, hay varias tomas de posición. Unos afirman que se pueden seleccionar hombres adultos no casados o viudos, experimentados en la acción pastoral y que dan ya un buen testimonio de vida cristiana. ¿No se podría hablar de jefes laicos tem-porales que celebren la eucaristía, en una visión de la presidencia más ligada a la responsabilidad que a un estado de vida como el del sacerdote? ¿Y si se es-cogieran hombres casados? Hay otros que piensan que, para el mayor bien de la Iglesia, hay que renunciar a la obligación del celibato, regla disciplinaria más bien que de derecho divino. Ninguna de estas soluciones es aprobada unáni-memente, pero la urgencia del problema empujará a escoger alguna. Creemos que el tiempo ha llegado para escoger hombres maduros, con una experiencia apostólica probada, jefes de facto de sus comunidades, que sean ordenados para dar a las comunidades la posibilidad de acceder a la eucaristía y la recon-ciliación. Formarán parte del cuerpo presbiteral, ofreciendo a la Iglesia latina otro modelo presbiteral, lo que, en nuestra opinión, no pondrá en peligro el ce-libato eclesiástico; al contrario, éste adquirirá todo su valor, pues tendría la po-sibilidad de ser escogido libremente. No obstante, las autoridades siguen apostando por un aumento de las vocaciones presbiterales, con lo que esperan que el problema se resuelva pronto —lo que no creemos que suceda en un mundo moderno que se muestra cada vez más reacio a la permanencia inamovible del modelo tradicional del presbítero—. Esta espera de un incremento en el número de vocaciones viene también a enturbiar la reflexión sobre la participación de los laicos en tareas de anima-

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ción pastoral. Si la jerarquía eclesiástica manifiesta sus reservas frente a estas nuevas experiencias, al mismo tiempo que reconoce lo bien fundada que re-sulta esta participación en artículos del Código de Derecho Canónico, los problemas concretos que han brotado últimamente muestran la dificultad práctica de una puesta en marcha sistemática, debida a cuestiones económicas o a las dificultades que se originan por el derecho del trabajo de los países don-de los contratan. Si a estos problemas de funcionamiento añadimos los pro-blemas teológicos y psicológicos —la identidad exacta de estos agentes pastorales, su inseguridad en relación a las comunidades de acogida, el gran número de know-how requeridos y la inseguridad de un empleo al final del mandato—, tenemos buenas razones para dudar del porvenir de este com-promiso de los laicos. No obstante, estas dificultades no son suficientes para declarar el fin de la aventura. Estos laicos, tocados por las grandes necesidades de las personas que encuentran, movidos por una experiencia teologal auténtica y gozosos en el servicio brindado, son cada vez más aceptados por las comunidades cristianas: son signos de esperanza en medio de los obstáculos. Es verdad: su número jamás será muy elevado, sobre todo si pensamos en los laicos retri-buidos por la Iglesia, o por el Estado en el caso de los regímenes concordatarios. El número de laicos llamados a colaborar en los diversos sectores pastorales aumenta ya. Se logran algunos acuerdos en ciertos países para llegar a com-promisos mixtos que beneficien tanto a los voluntarios (en materia de retri-bución y seguridad) como a los patrones (en materia de contrato de trabajo y de despido), aunque haya puntos que queden por arreglar para hacer esta colaboración más operativa, sin hablar de las cuestiones teológicas que con-dicionan su pleno reconocimiento. En todo caso, la puerta que se ha abierto para la participación de los laicos en la vida de la Iglesia está lejos de estar cerrada, y el futuro permanece abierto para los laicos que se comprometen cada vez más en dominios anteriormente restringidos a su acceso. 2.3 La ministerialidad de la Iglesia al servicio de los pobres Podría parecer que lo que hemos dicho de la solidaridad de la Iglesia con los po-bres tenga poco que ver con los ministerios en la Iglesia y con los laicos mis-mos. Pero, de hecho, no hacemos más que seguir lo que Pablo VI ha dicho en Evangeli inuntiandi a propósito de la necesidad de buscar ministerios distin-tos a los ministerios tradicionales, y que tengan una relación con las necesi-dades actuales de la humanidad y de la Iglesia, particularmente la asistencia a

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los hermanos en desgracia.39 Porque, a lo largo de la historia de la Iglesia, este ministerio no ha sido jamás dejado de lado. Los protagonistas de este servicio no han pedido ser reconocidos oficialmente por la jerarquía, ni ninguna cere-monia especial ha sido introducida. Paradójicamente, es gracias a estos mi-nisterios no instituidos que la Iglesia ha ganado credibilidad y lugar en la vida de los hombres de todos los tiempos. El mundo de los pobres no es el único sector donde la Iglesia ha trabajado. Pero el ministerio de atención a los hermanos marginados ha suscitado fuera de la Iglesia respeto por ella. Y este ministerio ha tenido un efecto muy im-portante en América Latina. Ni la Iglesia ni el Estado han podido responder a los enormes desafíos que la extensión de la pobreza ha planteado durante la historia del cristianismo. ¿Era eso tarea de la Iglesia? Ciertamente no, aun-que haya intentado anticipar el Reino de Dios sobre la tierra: las misiones con los indígenas de América Latina durante los siglos XVI, XVII y XVIII fueron el intento más avanzado para darle una forma concreta. La Iglesia ha invertido mucha energía, dinero, tiempo, y ha empleado a mu-chos hombres y mujeres para aliviar la miseria de los pobres. Sin embargo, le ha hecho falta mucho tiempo para comprender que el servicio a los pobres no puede reducirse a la asistencia inmediata. Es cierto que la situación de una mayoría de las poblaciones era tan desastrosa que la urgencia se imponía: salvar las vidas, especialmente durante las epidemias, las catástrofes naturales, las hambres, y también en las épocas donde los sistemas económicos se de-rrumbaban. La Iglesia aprendió poco a poco a adaptarse a las nuevas condicio-nes, y su trabajo de solidaridad se hizo cada vez más organizado, incluyendo cada vez más a los laicos.40 Los progresos en el estudio del funcionamiento de la sociedad han alcanzado también a la mentalidad eclesial, y algunos cristianos han comprendido la necesidad de atacar las estructuras económi-cas, sociales, políticas que crean la pobreza y la exclusión. Los numerosos documentos del magisterio sobre la doctrina social y los documentos del Va-ticano II, particularmente la Constitución Gaudium et Spes, nos muestran una Iglesia que contempla no solamente la solidaridad personal, comunitaria

39EN 73. 40 Para ahondar en la solidaridad que ha tenido la Iglesia con los pobres y la modifica-ción histórica de su concepto de pobreza, pobres y compromiso con ellos, se puede consultar la obra de P. CHRISTOPHE, Para leer la Historia de la Pobreza, Verbo Divino, Navarra 1989.

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o internacional, sino también que los cristianos se hagan presentes en dominios que conciernen el bienestar colectivo y se apliquen seriamente a la solución de problemas internacionales, especialmente los de los países subdesarrollados. Creemos que la categoría “Pueblo de Dios”, aplicada a la Iglesia, puede ayu-dar a integrar las otras imágenes eclesiales. Concebir la Iglesia como Pueblo de Dios es obligarla a permanecer activa en los desafíos de todos los días, li-garla al destino de los otros pueblos, hacerla caminar con ellos para hacer de la humanidad un solo pueblo. La Iglesia ha ganado respeto y reconocimiento de parte de otros pueblos cuando ha rechazado la desigualdad y la domina-ción, y cuando ha trabajado por la liberación de los oprimidos, los enfermos, los pobres. Como Pueblo de Dios, la Iglesia camina entonces hacia un porve-nir lleno de esperanza, en conexión con los otros, reconociendo con gratitud las realizaciones parciales del Reino. En la marcha solidaria de la Iglesia con el hombre y la mujer contemporáneos, la escatología se hace carne en el mundo, y nos empuja hacia el final de los tiempos. Una escatología que jala la historia, toda la historia, a todos los seres humanos. Como Pueblo de Dios, la Iglesia, según el Evangelio, no puede existir más que si los pobres, libremente, se sienten ahí acogidos y reconocidos. Pues son ellos los que cuestionan profundamente todo intento de la Iglesia por anun-ciar la fraternidad. Mientras haya pobres y excluidos, la paternidad universal de Dios será puesta en cuestión. Son la piedra de toque de nuestra credibilidad de cara a la humanidad. Como Pueblo de Dios, la Iglesia está ligada al pue-blo de Israel y a las promesas que Dios le ha hecho. El Dios de Israel siempre ha mostrado, por la voz de los profetas, sus preferencias por la viuda, el huér-fano, el extranjero. Esta categoría es la que nos podrá servir de “centro de instancia crítica” en relación a otras representaciones que la Iglesia se hace de sí misma. La cate-goría de Pueblo de Dios implica la del Templo del Espíritu Santo, pues ésta le recuerda que el Espíritu habita en sus miembros y les otorga carismas a voluntad. Asimismo, si Dios habla por su Espíritu hoy, el discernimiento de su presencia, de sus llamados y de sus advertencias no puede faltar al pueblo de Dios. Por el Espíritu, el Pueblo de Dios deberá estar abierto a los ministe-rios que el Espíritu suscita en su seno. No obstante, como Pueblo de Dios, la Iglesia discierne esos carismas y esos ministerios según su utilidad para la mi-sión, para los desafíos de la actualidad, para el bien común.

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La Iglesia como Pueblo de Dios tiene también necesidad de la imagen del Cuerpo de Cristo. Ella actúa a la manera de su Maestro, está ligada íntimamen-te a Él, hace cuerpo con Él. En el Cuerpo, los miembros son diferentes, cada uno tiene sus funciones, su papel, su lugar. La imagen misma del Cuerpo nos muestra que no podemos dividir el cuerpo en dos partes: cuerpo y alma, tem-poral y espiritual, terrestre y celeste. El Cuerpo de Cristo no está dividido en clérigos y laicos. La cabeza no es la jerarquía, sino Cristo. El alma no es el sa-cerdocio ministerial, sino la Trinidad. Lo espiritual no es el clero, sino el Espíri-tu que habita todo el cuerpo. Hemos evocado brevemente la multiplicidad de ministerios posibles: litúrgico, caridad, ecumenismo, salud, discernimiento, so-lidaridad, pastoral, entre los cuales encontrábamos, claro está, el ministerio diaco-nal, presbiteral, episcopal. Pero una Iglesia que se concibe en el mundo rechaza la división entre lo temporal y lo espiritual, entre los clérigos y los laicos. No hay más que una sola Iglesia con ministerios múltiples. El presbítero desempeña una función particularmente importante. No es sólo el dispensador de ministerios o el representante de la Iglesia. Si Cristo se mostró fiel y obediente a Dios, y misericordioso y solidario con los hom-bres en todo menos en el pecado, el presbítero deberá también vivir su vida como signo de esta unión de Dios y del hombre realizado en Jesucristo. Si muestra por su vida la cercanía, la preocupación, la atención del Padre por la suerte de los hombres; si es capaz, como Cristo, de dar enteramente su vida al servicio de ellos, de la Iglesia y particularmente de los pobres; si es capaz de discernir las actividades que deberá realizar, en colaboración estrecha con los otros miembros de la Iglesia; entonces, podrá ser un “sacramento” de unidad para la Iglesia, principio de unidad para el Pueblo de Dios en marcha en la historia. Podrá entonces celebrar el sacrificio eucarístico de una comu-nidad eclesial que quiere vivir su sacerdocio común en el don de sí a ejemplo de Jesús, para la salvación de la humanidad: la Iglesia será Cuerpo de Cristo Sacerdote único. Podrá así ayudar a los cristianos a discernir los llamados del Espíritu en sus vidas y los ministerios que podrán ejercer: la Iglesia será Templo del Espíritu. Pero deberá permanecer particularmente atenta a los pobres y discernir con ellos y con la comunidad cristiana sus necesidades más esenciales. Una Iglesia solidaria y servidora de los pobres, secular porque en el mundo, no podrá dar testimonio del Evangelio más que cuando cada figura tenga una manera de presentar el mensaje cristiano: el obispo, el sacerdote, el diá-cono, el religioso, el laico. Este último se encuentra en una posición de alto

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riesgo, ya que al mismo tiempo que es competente en los dominios técnico, científico, político, educativo y social, puede que no sea suficientemente libre de todo lo que la sociedad de consumo le ofrece. Los laicos han sido cada vez más solidarios en la historia eclesial, y la categoría de Pueblo de Dios los ha ayudado a ganar más espacios en la misión de la Iglesia. Pero siempre han tenido necesidad de la presencia de otros miembros de la Iglesia (obis-pos, sacerdotes, diáconos, religiosos) para vivir sus responsabilidades, sus compromisos con generosidad y a largo plazo. Los laicos son ayudados por la presencia del pobre: éste es el que les va a ayudar a decir “no” a todo lo que degrada la vida de los pequeños y a decir “sí” a todo lo que les dará la vida y la liberación. No creemos que todo el mundo deba vivir de la misma manera la opción por los pobres. Si retoma-mos un viejo adagio difundido en la década de 1980 en América Latina sobre la vida religiosa, lo aplicaríamos de buena gana a toda la Iglesia: “Todos por los po-bres, muchos con los pobres, algunos como los pobres”. Los cristianos laicos están invitados a decir y expresar a su manera su solidaridad con los pobres de este mundo, pues de eso depende una verdadera paz mundial. Deberán hacerlo con otros que tienen su propia manera de expresar y ejercer esta so-lidaridad. Además, han de colaborar para que todos comprendamos que los pobres son un signo de esperanza para la humanidad. Los laicos son esta gran mayoría eclesial que, en colaboración con los obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, podrán tomar el pulso de la humanidad a través de su contacto y su compromiso con “nuestros señores los pobres”.41 Los pobres no son los únicos destinatarios directos de nuestro trabajo. Esta-mos lejos de considerar esta opción como exclusiva, aunque en América La-tina sigan siendo la mayoría que representa mejor al Siervo Sufriente. Dominios como el diálogo interreligioso, la educación formal, el trabajo científico, la investigación intelectual, los debates sobre el sentido de la vida, la psicología, etc., son dominios que piden un compromiso profesional y competente. Se trata más bien de contemplar la opción por los pobres como la clave hermenéutica para tener acceso a todos los otros dominios, como lo diría José Ignacio González Faus. Esto es lo que él llama “el privilegio her-menéutico de los pobres y de las víctimas”.42 Hemos visto la importancia del

41 Expresión utilizada por J. I. GONZÁLEZ FAUS, Nuestros señores los pobres, Vito-ria/Gasteiz 1996. 42 Ibid., 30.

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trabajo de la Iglesia entre los pobres en Asia donde, según Javier Vitoria, se trata más bien de dar “la vida y la sangre” en la transformación de estas so-ciedades que de procurar un lugar a Cristo en este continente.43 Muchas personas, a través de su experiencia de estar al lado de los pobres, han aprendido a “ver”. Este “ver” no es otra cosa que apreciar de una manera dife-rente la misma realidad. Cuando uno vive próximo a los pobres, éstos se con-vierten en el lugar social, teológico, espiritual, a través del cual la realidad entera y las cosas esenciales son miradas. Los pobres son el horizonte de refe-rencia de la actividad del cristiano. Ponen en cuestión los lugares de nuestra práctica pastoral habitual y nos ayudan a encontrar al Dios verdadero.44 Este “ver”, que podría llamarse también “conversión”, atraviesa las actividades de los sectores eclesiales comprometidos con los pobres. Entre más profundo y real es el contacto con ellos, más aguda es la nueva “vista”. Estos “lazos” con los pobres pueden variar en duración, intensidad, frecuencia, pero deberán ser de calidad y suficientemente largos para poder tocar nuestra existencia. Pero, lejos de ser un obstáculo para el ejercicio de actividades propiamente profesio-nales, los pobres darán a los cristianos, en la línea del Reino, una nueva luz. Se ofrecen a los cristianos laicos que se comprometen en la línea de esta solidari-dad campos de exploración inmensa para su trabajo. La invitación a los cristianos laicos no está reservada a los cristianos de América Latina: se extiende a los países del Primer Mundo, que no solamen-te deberán abrir los ojos a sus propios pobres y sus propias pobrezas, sino que además deberán vislumbrar su contribución a escala mundial. Metz hace este llamado a este Primer Mundo, que no puede desinteresarse de los problemas que nos conciernen a todos:

Si no me equivoco, hay un cisma real que amenaza a la Iglesia: a saber, esta separación que se produce cuando nosotros, cristianos del Primer Mundo, desgarramos el mantel eucarístico entre nosotros y las Iglesias pobres, porque no las acompañamos con nuestra conversión a su miseria y opresión, y porque rehusamos escuchar lo que hace su pasaje hacia no-

43 J. VITORIA CORMENZANA, “La experiencia del dolor del pobre y el diálogo interreli-gioso”, en AA. VV., Universalidad de Cristo, universalidad del pobre, Cristianisme i Justícia/ Sal Terræ, Barcelona/Santander 1995, 158. 44 X. ALEGRE, “El Nuevo Testamento ante las religiones no cristianas”, en AA. VV., Universalidad…, 36.

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sotros desde estas iglesias pobres, como profecía de la marcha común hacia el porvenir.45

Si la auto-comprensión como Pueblo de Dios ha permitido a la Iglesia poner-se a la escucha del hombre contemporáneo y de la historia, el pobre ha lo-grado hacer esta auto-comprensión ineludible. La Iglesia-Pueblo de Dios rechaza toda dominación y toda desigualdad, y he aquí que son los pobres el recuerdo vivo de este rechazo. Son el rostro concreto que señala la marcha que ese pueblo debe realizar en la historia por su liberación. La Iglesia como Pueblo de Dios es la categoría que se adapta mejor a una mayor participa-ción de los ciudadanos en el andar de la sociedad, incluso si la Iglesia no es una democracia. Pero son justamente los sin-voz, los sin-poder, los sin-tener, quienes reclaman más la palabra, quienes reclaman cada vez más su lugar y piden convertirse en la Iglesia lo que son para Dios: sus preferidos. Ahí es donde la Iglesia puede distinguirse de la sociedad “democrática”. Ahí es donde la Iglesia puede manifestar valores que no son de este mundo y que, al mis-mo tiempo, anuncian un mundo más humanizado, anticipación verdadera del Reino. Por otro lado, la Iglesia ha avanzado en credibilidad y fidelidad a Cristo en su atención a los pobres a lo largo de su historia, y este compromiso ha con-tribuido también a que la Iglesia vea a Cristo en el pobre. Su trabajo no es enton-ces solamente un asunto social: ha sido motivado por una experiencia teologal. El pobre es el crucificado que espera la resurrección, que espera todavía una aurora. Paul Christophe nos hace ver cómo la pobreza y los pobres han cam-biado de rostro en el transcurso de los siglos, y cómo la Iglesia debió readaptar sin cesar su acción para responder a los nuevos desafíos sociales, políticos, comunitarios, culturales.46 Sin embargo, respecto a esta solidaridad, dos transformaciones importantes se operaron en la conciencia eclesial. La primera fue la toma de conciencia de que no se trata de asistir al pobre como un objeto de nuestra caridad, sino de ayudarlo a tomar en sus manos su propio destino. Se trata de acompañarlo

45 J. -B. METZ, “La separación entre iglesias, pobres y ricos, auténtico cisma”, citado por J. I. GONZÁLEZ FAUS, o. c., 85. 46 P. CHRISTOPHE, Les pauvres et la pauvreté. Des origines au XVème siècle, Desclée, París 1985. Del mismoautor, Les pauvres et la pauvreté. Du XVIème siècle à nos jours, Desclée, París 1987.

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en su vida y en sus luchas, pero sólo a partir de sus propios recursos va a re-descubrir su propia dignidad. Este acompañamiento del pobre a lo largo de su camino, mientras descubre su dignidad de hombre y de hijo de Dios, ha constituido la estrategia de numerosos actores eclesiales en la historia pasa-da y reciente. Es un trabajo realmente educativo. La segunda transformación, que consideramos capital para la vida de la Igle-sia, es la que hemos experimentado en el acompañamiento de los agentes comprometidos con los marginados y que descubren que el pobre es la prin-cipal reserva de esperanza de la humanidad. Muchos de ellos han experi-mentado lo que San Ignacio llama la “consolación espiritual”: sus vidas han sido transformadas; aprendieron a ver lo esencial en la vida; sus vidas están llenas de sentido, de dinamismo, de audacia. Experiencias en muchas partes del mundo, por otro lado muestran cómo, en los diferentes continentes, los cris-tianos y los no cristianos se unen para trabajar juntos en beneficio de los desfavo-recidos. Paul Christophe, en su recuperación histórica sobre los pobres y la pobreza, nos ha mostrado cuánto el pobre necesita de la ayuda de la Iglesia para salir de su miseria o para escapar de la muerte. Pero esta recuperación no mues-tra suficientemente otra realidad: el pobre es el que va a liberar a la Iglesia de su confort, de su falta de audacia, de su tibieza, de sus torpezas. Cristo sigue convir-tiendo a la Iglesia sobre todo a través del pobre. En algunas iglesias europeas asistimos a una realidad que no constatamos en América Latina: el Estado ha tomado a su cargo la atención de los sectores empobrecidos y la Iglesia siente que tiene poco que hacer ahí. Sin embargo, creemos que esta visión es engañosa. Si el Estado puede hacer trabajo social, no es verdaderamente solidario. Si el Estado puede ayudar a aliviar la an-gustia de miles de personas gracias a sus recursos económicos, no entra en comunión con el pobre. El Estado puede dar asistencia, pero no se hace her-mano. La iglesia latinoamericana, en su historia reciente (aunque no exclusi-vamente) ha desarrollado su propia teología en su actuar con el pobre y ha luchado para ser, en ese compromiso, sacramento del amor de Dios. Y con-sidera que tanto combate por hacer la vida de los pobres más digna como las pequeñas realizaciones cotidianas son ya signos concretos del advenimiento del Reino prometido. No hay lugar más “visible” y “palpable” para consta-tar el Reino que ya ha llegado que ahí donde la vida del pobre se hace una vida digna de un hijo de Dios. Es en este contexto de servicio que los ministerios y las formas de vida tendrán un mayor sentido para la Iglesia en su conjunto y para la iglesia la-

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tinoamericana. Entendidos como animadores pastorales, los laicos no co-rrerán el riesgo de la clericalización o de apego al poder si se preocupan real-mente por la suerte de los abandonados. Los diáconos permanentes podrán ver su vocación florecer y consolidarse si son signos de solidaridad con los pobres. Los sacerdotes serán realmente sacramento de encarnación y de mi-sericordia a partir de esta escucha particular del corazón de los miserables. Los laicos podrán ejercer su ministerio de cercanía a las realidades cotidia-nas, pues su experiencia en el dominio temporal les permite ser apóstoles eficaces en la política, la economía, el arte, la ciencia y el comercio. Si la Iglesia en los países del Tercer Mundo no ha sabido afirmar suficiente-mente el significado de los servicios sociales existentes y decir oficialmente a los laicos comprometidos en este dominio que están en la línea del mensaje cristiano, ya hay ahí nuevos ministerios en potencia. Habría que elevar estos servicios a la categoría de ministerios para permitir a los laicos superar la ca-tegoría de “trabajadores sociales” y para pensarse como cristianos que res-ponden al llamado del Señor y que cumplen una misión que les es confiada por la mediación del obispo. Hemos dicho que lo que distingue a los laicos de los sacerdotes no es la palabra “ministro”, sino la palabra “ordenado”. Desde esta perspectiva, hemos mencionado la posibilidad de abrir el abanico de los ministerios reconocidos en el marco de la lucha por la justicia y por la paz: ministerio de la salud, de la caridad, de la interpretación y del discer-nimiento, de la solidaridad en las catástrofes, al lado de otros ministerios igual de importantes: bíblico, del ecumenismo, del envío y de la misión, etc. No tendremos tan sólo una Iglesia enteramente ministerial, sino una Iglesia pluri-ministerial. Nos quedará saber el alcance de cada ministerio y el com-promiso de la Iglesia respecto a ellos. No obstante, si hemos podido llegar hasta aquí, es gracias a la acción y la creatividad de una Iglesia en la cual ciertos miembros han decidido juntarse para caminar en la esperanza, al lado de todos estos hermanos y hermanas que combaten para tener en este mundo un lugar digno de Dios.

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Deliberación bioética y perspectiva religiosa

Juan Masiá Clavel∗ Universidad Santa Sofía, Tokyo, Japón

Resumen No han de ser heterónomas las posturas morales de inspiración religiosas, ni han de ser anti-religiosas las posturas defensoras de la autonomía ética. No se oponen religiones y ciencias, sino ideologización de ambas. Las tradiciones religiosas pueden y deben contribuir a las deliberaciones y decisiones éticas autónomas, si al proponer sin imponer criterios de valores, articulan su perspectiva con los datos de la tecnociencia. En los debates sobre trasplantes esa articulación funcionó pronto bastante bien. En los debates sobre adecuación del esfuerzo terapéutico, la integración funcionó sólo a medias. En los debates sobre el comienzo de la vida, la inte-gración sigue sin lograrse: por no asumir el paradigma evolutivo y epigené-tico en el modo de entender la embriología; y por la resistencia a separar los aspectos procreativos y unitivos de la relación sexual.

Summary Moral approaches to bioethical issues need to be heteronomous. Neither is the emphasis on ethical autonomy necessarily “anti-religious”. Religious perspectives and scientific approaches can not contradict each other, but both religions and sciences are incompatible when they become ideologies. Religious traditions can contribute to the autonomous ethical deliberations and decisions. But to make it possible such integration possible, the religious contribution with its values criteria should be correctly articulated with the data of the technosciences. In the early days of debating about organ transplantats such articulation was well achieved. In the debates about prolongation of life, the articulation

∗ Profesor de Antropología, Ética y Bioética en las Universidades Bunkyo, Sophia, y Santa Sofía, de Japón, y en la Universidad Pontificia de Comillas, de Madrid, España. También es investigador del Instituto Interreligioso para la Paz (WCRP) en Tokyo, Japón.

Ribet / Vol. VIII / N° 14, enero-junio 2012, 43-62Derechos reservados de la Uia, ISSN 1870316X

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was incomplete. In the debates about the beginning of life, the articulation is still deficient, because of the difficulties theologians have had to accept the evolutive and epigenetic paradigm, as well as their resistance to admit the separar-tion of the procreative and unitive aspect of sexuality.

Introducción Han pasado ya cuatro décadas desde que el Gustavus Adolphus College (Minnesota) organizó, con la participación de investigadores galardonados con el Premio Nobel, una serie de conferencias sobre las implicaciones de la ciencia en la sociedad actual, la primera celebrada en enero de 1965. En aquellos debates, germen de lo que sería el movimiento bioético de los años setenta, teólogos y filósofos compartían con biólogos, médicos o sociólogos la preocupación por las cuestiones éticas. En el encuentro de 1967, dentro de la citada serie, el teólogo protestante James Gustafson presentó una ponencia sobre “La mente humana y el humanismo cristiano”, en la que dialogaba con las apor-taciones de la neurobiología y la bioquímica al conocimiento de la actividad psíquica. Proponía este teólogo la cooperación de la comunidad científica y religiosa para enfrentar juntas los retos éticos de los nuevos avances científi-cos y tecnológicos.1 Esta cooperación se llevó a cabo en los primeros años del movimiento bioético, con la participación frecuente de la teología en debates interdisciplinares.2 Posteriormente, se acentuó cada vez más el carácter secular de la bioética, a la vez que se promovía, por parte de algunas corrientes teológicas, una bio-ética demasiado condicionada por ideologías religiosas.3 Actualmente, tras considerar la ambivalencia de la relación entre las perspectivas científicas y las religiosas a lo largo de estas cuatro décadas, se está planteando la revi-sión de esta colaboración interdisciplinar. 4 En ese marco se encuadran las re-flexiones siguientes sobre la propuesta de una aportación de perspectiva

1 A. R. JONSEN, The Birth of Bioethics, Oxford University Press, Nueva York 1998, 17. 2 Un ejemplo típico es la aportación del prof. Francesc Abel, doblemente titulado en obstetricia y teología moral, fundador del Instituto Borja de Bioética (Barcelona). Véa-se F. ABEL I FABRE, Bioética: orígenes, presente y futuro, Fundación MAPFRE Medici-na, Madrid 2001. 3 D. CALLAHAN, “Religion and the secularization of Bioethics”, en Hastings Center Report (julio-agosto, 1990), 1-4 4 Una muestra de ello puede apreciarse en D. E. GUINN (ed.), Bioethics and Religion, Oxford University Press, Nueva York 2006.

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religiosa como referente de la deliberación bioética, pero sin una interferen-cia impositiva de las creencias que viole la autonomía de la ética. Comenzaré preguntándome: ¿se opone la autonomía ética a la presunta hetero-nomía religiosa? ¿Han de ser necesariamente heterónomas las posturas morales de inspiración religiosas? ¿Han de ser necesariamente a-religiosas, anti-religiosas o supuestamente neutrales las posturas defensoras de la autonomía ética? ¿Pueden las tradiciones religiosas contribuir a las deliberaciones y decisiones éticas autónomas? ¿Pueden estar representadas las perspectivas religiosas en los deba-tes de bioética en contextos de pluralidad y secularidad propios de una de-mocracia deliberativa y participativa? La pregunta es retórica y la respuesta afirmativa es mi propuesta: pueden y deben, pero bajo estrictas condiciones.

1. Ambivalencia de las teologías ante la bioética En la encrucijada de los debates bioéticos, las religiones se encuentran frecuen-temente perplejas ante la complejidad de problemas que afectan a preocupacio-nes tan propias de ellas como la vida, la muerte, la salud o la enfermedad de las personas, pero que desbordan la capacidad del mundo religioso para en-frentarse con los retos provenientes del mundo científico y tecnológico. Se pro-ducen como consecuencia fenómenos de atasco, como en el tráfico; tan peligroso es pararse en mitad de una rotonda o encrucijada, como acelerar sin medir las consecuencias de no tener libre el paso. En la actualidad se detecta por parte de las religiones un interés por los temas bioéticos, que no va siempre acompañado por el rigor metodológico requerido, sino condicionado por in-tereses internos de cada confesionalidad. Ante algunas declaraciones de instan-cias religiosas, uno se pregunta si lo que les preocupa es la defensa de la vida o la protección de la ortodoxia. El desconcierto que producen tales posturas provoca en el mundo de la bioética la reacción pendular de ponerse en guardia frente a las intervenciones de cualquier religión.5

5 Semejantes reacciones han sido provocadas por algunas declaraciones de la Acade-mia Vaticana de la Vida, criticables desde el doble punto de vista científico y ético. Cfr. J. MASIÁ, “Éticas teológicas y problemas genéticos. Asimetría de criterios y conclusio-nes“, en J. MASIÁ (ed.), Pruebas genéticas. Genética, Derecho y Ética, Univ. P. Comillas / Desclée, Madrid / Bilbao 2004, 141-168.

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No fue así en los comienzos de la bioética. Por citar solamente un par de ejemplos, teólogos de la altura de J. Gustafson, en la teología protestante, y R. McCormick, en la teología católica, daban muestras, en las décadas de 1960 y 1970, de una capacidad notable para asumir los retos de la bioética a las religiones, a la vez que planteaban también los correspondientes retos a la bio-ética desde perspectivas religiosas, propuestas sin imponerse.6 La situación ha ido cambiando en las últimas dos décadas, aunque todavía pueden perci-birse dos corrientes contrastantes dentro de la teología católica: una, menos receptiva para los retos de las ciencias y tecnologías; otra, más abierta y ca-paz de dialogar con la ciencia. La primera estorba y la segunda ayuda al de-bate interdisciplinar.7 Los presupuestos epistemológicos y hermenéuticos de ambas corrientes dentro de la teología católica son diferentes; además, el diá-logo entre ambas se encuentra actualmente en un atolladero. Por eso no es de extrañar la ambivalencia de la relación bioética-religión, contemplada desde la perspectiva de la teología católica.8 Según cómo se conciba la función de la reli-gión y según cómo se articule la metodología de la bioética, la relación entre ambas podrá ser de contribución y transformación mutua, si se asume el do-ble reto por ambas partes o, en el peor de los casos, de exclusión mutua por incompatibilidad. De hecho, lo que encontramos a menudo no es ninguno de estos dos extremos, sino las ambigüedades de una relación de ambivalencia, mayor o menor, según los problemas concretos que se confronten en torno a la salud y la enfermedad, el comienzo o el final de la vida, el cuidado del conjunto de los ecosistemas o la justicia global en la distribución de recursos biotecnológicos y sanitarios.

2. La desviación ideológica de la deliberación Tras esta mirada rapidísima al panorama de la teología ante la bioética, si descen-demos más concretamente al contexto actual, percibiremos las ambivalencias de la relación entre bioética y religión aumentadas por la diversidad de enfoques,

6 R. MCCORMICK, “Theology and Biomedical Ethics”, en Logos 3 (1982) 25-45; J. GUSTAFSON, “Theology confronts technology and the life sciences”, en Commonweal 105 (1979) 386-392. 7 J. MASIÁ, “¿Estorba la teología en el debate bioético?”, en Estudios Eclesiásticos 71 (1996) 261-275. 8 Lo expuse en la ponencia sobre “Cristianismo y Bioética”, en el XXVI Congreso de Teología de la Asociación de Teología Juan XXIII: Cristianismo y Bioética, Centro Evangelio y Liberación, Madrid 2006, 123-133.

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tanto de la bioética como de las perspectivas religiosas. Al expresar esta difi-cultad estoy pensando, por ejemplo, en declaraciones de instancias eclesiásti-cas que, aunque hayan sido hechas presumiblemente con buenas intenciones y buena voluntad de mantenerse en primera línea en defensa de la vida, han si-do contraproducentes y han provocado resultados indeseables. En el marco de más de una década de actividad de la Academia Vaticana de la Vida, fomentada por las orientaciones de la encíclica de Juan Pablo II Evange-lium vitae (1995), ha aumentado de manera notable la promoción de centros y congresos de bioética de una determinada orientación neo-ortodoxa muy sig-nificativa que, por su exageración extremadamente beligerante de la “identi-dad confesional”, están haciendo un flaco favor a la vida que desean proteger, quizá con buena intención, pero con metodología inapropiada. Por poner solo un ejemplo de mi país, el documentoLa vida, don precioso de Dios, publicado por la Subcomisión Episcopal para la Familia, de la Confe-rencia Episcopal Española (4-IV-2005), dejaba perplejos por su ambigüedad a quienes, a pesar de coincidir con sus criterios, no pueden estar de acuerdo con su estilo, método de argumentar y conclusiones. En efecto, en dicho tex-to encontramos el siguiente contraste: por una parte, criterios muy respeta-bles como el valor y la dignidad de la vida humana, su carácter de don, la misión de la ciencia al servicio de la vida y la persona o la importancia de la acogi-da en amor de la vida naciente en el seno de la familia; y por la otra, conclu-siones que inevitablemente originarán malentendidos y alejarán a la mentalidad científica, acentuando la distancia entre bioética y religión. Un ejemplo típico de este hiato entre perspectiva bioética y enfoque de ideología religiosa es el lema de la campaña pro-vida, alentada en el citado documento por el episcopado español, con su lema “todos fuimos embriones”. Una filo-sofía que tome en serio la biología reaccionará diciendo: “Yo vengo de ese embrión; pero ese embrión todavía no era yo. El todo biológico es más que la suma de sus partes”. Desde la moral teológica habría que añadir: las cues-tiones bioéticas, aunque no se resuelven tan solo con la biología, tampoco se pueden tratar sin ella. Mayor perplejidad produjo la Nota del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal española, el 2 de febrero del 2006, donde se recomendaba a los parlamentarios católicos votar en contra de la nueva ley de reproducción asistida. También sobre este documento habría que hacer el mismo comenta-rio: buenos principios, pero malas conclusiones; valores estimables, pero mal aplicados; criterios importantes, pero mal utilizados. Cuando en un silogis-

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mo falla la premisa menor, la conclusión es mala, por muy laudable que sea la premisa mayor. Fallan las mediaciones, por no tomar en serio los datos científicos y por dejarse llevar por prejuicios ideológicos. Aunque se esté de acuerdo con los criterios y valores de las premisas de dicha nota, habrá que disentir de algunas conclusiones. Por ejemplo, no se pueden descartar las técnicas de fecundación in vitro diciendo que “suplantan la relación personal de los padres en la procreación”. Tampoco se puede llamar “hermanos selec-cionados para la muerte” a los pre-embriones que no se implantan en el proceso de un diagnóstico pre-implantatorio. No es correcto usar la terminología de-magógica de “selección eugenésica” o “bebé-medicamento” para referirse a la aplicación de los procedimientos de diagnóstico pre-implantatorio y selección embrionaria, sin distinguir si se llevan a cabo responsable o irresponsablemen-te. No se puede tratar como cuestión religiosa lo que es cuestión científica y ética. Igualmente es inadmisible que, en cuestiones científica y éticamente con-trovertidas y que no vulneran la ética de mínimos, se pretenda desde instan-cias religiosas condicionar el voto de los parlamentarios católicos. Cuando el enfoque de los temas bioéticos se hace con semejantes perspecti-vas beligerantes desde posturas presuntamente religiosas, no es de extrañar que surjan, en el extremo opuesto, enfoques bioéticos que, al insistir en la “laici-dad aconfesional”, caigan en el exceso de convertirla en “anti-religiosidad a ultranza”. Pero habrá que reconocer que este extremo está siendo suscitado y fomentado por el anterior: los anticlericalismos viscerales suelen ser reac-ción frente a clericalismos desorbitados. No ayudan las adjetivaciones citadas. Frente a enfoques de la bioética, califi-cables respectivamente como “confesional” o “anticonfesional”, habría que proponer una bioética sin adjetivos: búsqueda ética, sin más, llevada a cabo interdisciplinar, intercultural e interreligiosamente, mediante un diálogo de ciencia y reflexión en favor del cuidado integral de la vida. Pienso en algunos centros de bioética que desarrollan su reflexión en la línea de otra alternativa: aunar ciencia, pensamiento y conciencia, sin dejarse clasificar simplistamen-te como “confesionales” ni como “anticonfesionales”. Lo hacen sin imponer ni excluir la perspectiva religiosa, tomando en serio los datos científicos y la reflexión de ética cívica y secular, en el contexto de una sociedad democráti-ca y plural, lo que no impide, en el momento oportuno, remitir a referentes de diversas tradiciones culturales y religiosas a la hora de ampliar el hori-zonte de los debates de búsqueda de valores.

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3. El ideal interdisciplinar de la deliberación No es éste el momento ni el lugar para repetir lo que ya es muy conocido en las introducciones a la bioética. Basta un somero recuerdo. Sabemos que los nuevos recursos tecnológicos están planteando cada vez más problemas humanos, que sería irresponsable confiar sólo a los especialistas, ya sean de ciencia o de política. Para poder elegir responsablemente, tenemos cada vez mayor necesidad de dialogar en foros cívicos plurales, buscando valores com-partibles. Nos preguntamos en común: ¿qué es salud y qué la enfermedad?, ¿cuál es la manera humana de nacer y crecer, vivir, enfermar o morir?, ¿qué tratamientos respetan la dignidad humana? Ante tales preguntas, avanzar por el camino de las aplicaciones tecnológicas sin cuestionar sus repercusiones en la sociedad sería como pisar el acelerador sin control del vehículo. Sabemos también que bioética viene de bios, “vida”, y ethos, “costumbre”, “carácter” y arte de convivir. Ya Confucio y Aristóteles pensaron, en sus re-flexiones éticas, el ethos de la convivencia; pero hoy la biología y las interac-ciones humanas son más complejas. En 1967 se hizo el primer trasplante cardíaco. En 1978 nace la primera criatura por fecundación in vitro; celebró ésta su vigésimo cumpleaños cuando la oveja clónica Dolly cumplía uno, fecha en que ya se discutía sobre cómo investigar para obtener células troncales. Desde 1971, con la publicación de la obra de Potter sobre la bioética como puente hacia el futuro, venimos preguntando: ¿cómo establecer un puente en-tre ciencias y valores?9 Sabemos cada vez más sobre la vida y aplicamos los conocimientos para manejarla. Podemos intervenir en medicina y agricultura, modificando el cuerpo humano, el medio ambiente y el estilo de vida. ¿Se usarán los avances para bien o para mal? ¿Y para quién? El ser humano es capaz de destruirse a sí mismo, a sus congéneres y a su entorno. Cada nueva capacidad conlleva nuevas limitaciones y nuevas responsabilidades: el futuro de la vida está en nuestras manos. ¿Debemos hacer todo lo que se puede hacer? ¿Es éti-camente permisible todo lo que es técnicamente viable? En una sociedad más plural, con biotecnología y biomedicina más complica-da, la ética es más difícil. Ha cambiado, además, la relación médico-paciente y los sistemas sanitarios. Hay más recursos para salvar vidas, pero también para destruirlas. Con tales inquietudes nacía, hace cuatro décadas, la bioéti-

9 V. R. POTTER, Bioethics. Bridge to the Future, Prentice Hall, Englewood Cliffs, Nueva Jersey 1971.

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ca: no una moda, sino la urgencia de cuidar la vida; necesidad, acentuada hoy, de humanizar la medicina y revisar la ética. Con los pioneros del mo-vimiento bioético, el oncólogo Potter y el obstetra Hellegers, la ética no venía desde fuera, ni la imponían desde esta o aquella altura unas instancias polí-ticas, filosóficas o religiosas. Era dentro del mismo campo profesional donde se planteaba la integración de saberes y valores. Nacía así la bioética, con vo-cación de puente: entre curar y cuidar, entre ciencia y conciencia. En la obra de Potter, ciencia y ética hermanadas pensaban la supervivencia. Convergían también entonces muchos movimientos: defensa de derechos humanos y cooperación internacional; sensibilidad hacia los problemas ecológi-cos; reacción contra el paternalismo médico tradicional y toma de conciencia de la autonomía del paciente; exigencia de interdisciplinariedad; reivindica-ción contra las discriminaciones y marginaciones, etc. Sobre todos estos retos urgía dialogar y poner en común lo que pensamos sobre la vida, pensar jun-tos su manejo para cuidarla mejor. Era obvio y natural que este interés lo compartieran las éticas y las religiones. Aquí tocamos el punto álgido de la rela-ción bioética-religión, cuya ambivalencia constituye el eje de la presente re-flexión. Por eso, para situar bien el estado de la cuestión, conviene distinguir con cuidado las aportaciones respectivas de las que llamamos experiencias éticas y vivencias religiosas; así evitaremos manipulaciones ideológicas, ya sea por razones políticas o religiosas.

4. Compatibilidad de autonomía ética y perspectiva religiosa

La experiencia ética de responsabilidad se puede definir como el modo ade-cuado y humano de responder a la realidad y a la llamada de los valores; es la experiencia de sentirse llamado a hacer algo, o de tener que hacer algo, porque merece la pena hacerlo, ya que ello nos humaniza. Mencio ponía el ejemplo de un niño a punto de caer en un pozo. Precipitarse a salvarlo es ex-periencia ética. “Hacerlo así es humano”, dice el pensador chino fundamen-tando la ética. No por recompensa o para que lo agradezca su familia, ni por presumir de bondad o evitar un castigo. Simplemente, actuar así es humano, merece la pena; lo contrario deshumaniza.10

10 Mencio, II, A 6; VI, A 10; VII, A, 4.

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En la experiencia religiosa de gratitud hacia la vida, don gratuito, de esta gratitud brota fuerza de vivir con sentido y esperanza. La relación entre experiencia ética y vivencia religiosa se distorsiona cuando una u otra se convierten en ideologías o justificaciones racionalizadoras de motivaciones interesadas; cuando la religión, en vez de proclamar esperanza e invitar a la gratitud, se excede en imponer normas de moralidad; o cuando la ética convierte en ídolo las normas y prohibiciones.11 Conjugando responsabilidad ética y gratitud religiosa, surge el criterio de la gratitud responsable. La vida es don y tarea. Gratitud ante el don y respon-sabilidad ante la tarea son el meollo de una ética de la vida. Lo resumen cin-co verbos: admirar, agradecer, mejorar, curar y proteger.

1) La religión admira el conocimiento de la vida, dejándose sorprender por la realidad y modificando sus paradigmas para interpretarla.

2) La religión agradece los descubrimientos que ayudan a manejar la realidad para beneficio de los vivientes.

3) La ética se siente responsable de investigar y aplicar los resultados para cuidar de la vida, promoverla y mejorarla: tomar las riendas de la ciencia y la técnica al servicio de la vida, para que ésta florezca con lo mejor de sí misma.

4) La ética se siente responsable de intervenir para aprovechar recursos biológicos e incrementar posibilidades terapéuticas para bien de pa-cientes, ahora y en el futuro.

5) La ética se siente responsable de proteger a todo viviente frente a lo que amenace al bien común humano o a la armonía de los ecosistemas.12

Cuando intereses políticos o religiosos crispan el debate, se bloquea la deli-beración sobre temas científicos y éticos: se enfrentan, como decía Unamuno, el “odio teológico” y el odio anti-teológico”, el dogmatismo teológico fun-damentalista y el reduccionismo científico positivista. Para evitarlo, propon-go resumir este planteamiento en las dos tesis siguientes:1) Las religiones pueden sumarse al movimiento de diálogo interdisciplinar de la bioética, co-laborando en la búsqueda común de valores, pero sin arrogarse el derecho de intromisión para dictar normas de moralidad a la sociedad civil, plural y

11 Véase un desarrollo muy atinado de esta doble perspectiva en D. GRACIA, “Religión y Ética”, en J. GAFO (ed.), Bioética y religiones: El final de la vida, U. P. Comillas / Desclée, Madrid / Bilbao 2000, 153-218. 12 J. MASIÁ, Tertulias de Bioética, Trotta, Madrid 2006, 22-27.

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democrática. Ésta es la tesis de la posible aportación de las religiones a la bioética. 2) La bioética puede sumarse al movimiento del diálogo interreli-gioso, colaborando a la transformación de paradigmas de pensamiento y a la revisión de conclusiones prácticas, a la luz de nuevos datos; pero sin impo-ner exclusivamente interpretaciones sobre el sentido de la vida y la muerte, el dolor, la salud y la enfermedad, etc. Ésta es la tesis del reto que puede y debe plantear la bioética a las religiones. Sin embargo, la implementación del programa expresado en estas dos tesis requerirá, para evitar desviaciones en el camino, tener muy en cuenta las dos precisiones siguientes: a) en primer lugar, habrá que tener mucho cuidado de no caer en el paternalismo moral o en el fundamentalismo religioso que con-vierten la religión en ideología; b) en segundo lugar, habrá que tener igualmente sumo cuidado para no caer en el exclusivismo científico y el pragmatismo tecnológico, que convierten a la tecnociencia en ideología. Desde estos presupuestos, es posible reflexionar sobre el doble reto que su-ponen los cuestionamientos de la bioética para las religiones y la aportación de las religiones a la bioética. Hay obviamente muchas posturas en bioética; hay muchas bioéticas, en plural. Y hay, huelga decirlo, muchas religiones di-versas y muchas posturas diversas dentro de una misma religión. No pode-mos caer en el simplismo de hablar de religión y ciencia, o de razón y fe, sin más, en general. Planteadas así las cuestiones, carece de sentido la misma pregunta. Más bien hay que cuestionar desde qué clase de enfoque sobre la fe o sobre la razón, o desde qué estilo de pensar la ciencia o las creencias, se está hablando. Según la manera de pensar que tengamos, tanto en bioética como en religión, abierta o estrecha, dialogante o fundamentalista, flexible o dogmática, será muy diferente la manera de ver la relación entre bioética y religión, o entre ciencias biológicas y concepciones religiosas sobre la vida. Dicho esto, podríamos resumir el reto de la bioética a las religiones en los términos siguientes: que se tomen en serio las ciencias y las biotecnologías; que las religiones pierdan el miedo a repensar, reformular e incluso revisar radicalmente mucho de lo que dicen en un lenguaje demasiado mítico o de-masiado ingenuo, por ejemplo sobre el comienzo y el fin de la vida, sobre experimentación clínica, sexualidad, manipulación y tecnologías de manejo de la vida humana, etc. En cuanto a las religiones y su aportación a la bioética, con tal de que no se imponga, sino se proponga, y con tal de que no se pretenda controlar desde las religiones la justa laicidad de las sociedades plurales y democráticas, se re-

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conocerá que tienen algo importante que decir a la hora de hablar del sentido de la vida y de la esperanza; de mirar cara a cara a la muerte sin ocultarla, sin hacer un tabú de ella, ni empeñarse en prolongar exageradamente la vi-da; de paliar el dolor, sin hacer un ídolo del sufrimiento; de asumir el dere-cho de las personas a decidir el modo de recorrer el proceso de morir o de intervenir responsablemente en los procesos de nacer y en el tratamiento de la salud, etc. Ahí las religiones pueden aportar visión de sentido y orientación en valores. Estas dos posturas, las religiones tomando en serio a las ciencias y la bioética teniendo en cuenta la aportación de las religiones (sin privilegiarlas ni excluir-las), conducen a su mutua fecundación y no a una contraposición. El problema no es que ciencia y religiones se enfrenten. El problema surge cuando una per-sona o grupo de personas, tanto científicas como religiosas, convierte su postura en ideología o secta. No se oponen las religiones y las ciencias, sino las religio-nes ideologizadas y las ciencias ideologizadas. Las tradiciones religiosas pueden tomar parte en los diálogos interdiscipli-nares de bioética, sumando sus perspectivas al coro de participantes en la búsqueda en común de valores morales y criterios de juicio y decisión. Las tradiciones religiosas —ya sea a través de sus miembros a título indivi-dual, ya sea a través de quienes las representan como grupo social de opi-nión, ya sea a través de la reflexión o de la acción social inspiradas por ellas— pueden, e incluso deben, tener acceso a la búsqueda en común de con-senso en debates cívicos de bioética. Estos debates cívicos deberían, idealmente, preceder a los debates parlamentarios, que inevitablemente estarán más condi-cionados ideológica o electoralmente. Dicha participación de las perspectivas religiosas en debates bioéticos se in-sertaría en la búsqueda social del bien común y la justicia. Esta contribución de las perspectivas religiosas a la democracia deliberativa y participativa puede servir también de acompañamiento y apoyo en los procesos de deli-beración que preparan, en contextos de pluralidad de pareceres, la toma de decisiones prudentes y responsables ante situaciones de conflicto ético.

5. Limitaciones y condiciones de la aportación religiosa a los debates bioéticos

Hasta aquí he resumido la parte principal de mi propuesta con esta considera-ción aseverativa: las religiones pueden y deben participar en el diálogo bioético.

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Hay que añadir una consideración adversativa: hay que poner un “pero”. Dicha participación debería llevarse a cabo cumpliendo la condición de arti-cular bien la compatibilidad entre el respeto a la autonomía ética y la aporta-ción al diálogo por parte de las perspectivas religiosas. Estoy usando intencionadamente la expresión “perspectivas religiosas”. No he dicho posturas oficiales de instituciones religiosas, ni declaraciones de instancias eclesiásticas dirigentes, ni tomas de posición desde ortodoxias re-ligiosas. He dicho intencionadamente “perspectivas religiosas. Ésta era la expresión utilizada por Javier Gafo cuando presentaba la doble característica —secular y religiosa— de la cátedra de bioética fundada por él en el marco de una facultad pontificia de teología: una institución que, por ser universi-dad, le exigía el lenguaje secular compartible con diversas cosmovisiones, sin que el ser pontificia le obligara a tratar las cuestiones bioéticas clonando encíclicas papales. La bioética teológica de Javier Gafo no se oponía beligerantemente a otras bioéticas supuestamente laicas, sino que conjugaba el lenguaje secular, pro-pio del diálogo interdisciplinar, con la referencia (orientativa, no normativa; propositiva, no impositiva) de las perspectivas religiosas; pero lo hacía sin sentirse obligado a repetir como un papagayo, sin pensar ni criticar, las con-clusiones de la Academia Vaticana de la Vida. Como un ejemplo cercano de buena articulación de la autonomía científico-ética y jurídico-ética con la aportación de perspectivas religiosas, se pueden aducir dos informes cuidadosamente elaborados por el Instituto Borja de Bioética, de la Universitat Ramon Llull: Hacia una posible despenalización de la eutanasia (2005) y Consideraciones sobre el embrión humano (2009). En ambos documentos se ponía en práctica el ejercicio del diálogo bioético, buscando la interacción e integración de diversos puntos de vista, y se asumía que, en una sociedad plu-ral sin código ético único, se pueden dar respuestas distintas, e incluso opues-tas, a cuestiones delicadas en torno al principio y fin de la vida humana; merece la pena el esfuerzo por reflexionar en común para buscar respuestas razonablemente aceptables por la mayoría de la sociedad.

6. Hacia una relación apropiada entre secularidad y religiosidad en los debates bioéticos

Esta articulación de autonomía ética y perspectivas religiosas no heteróno-mas (“autonomía religada” la llamaríamos con terminología de Xavier Zubiri),

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la manejaban bien quienes jugaron un papel pionero en los diálogos bioéti-cos de hace medio siglo, por ejemplo los teólogos antes citados, McCormick y Gustafson. Otras posturas religiosas de carácter más bien heterónomo in-sistieron en hacerse oír en las décadas siguientes y suscitaron rechazo y pre-juicios en contra de la presencia teológica en los debates bioéticos. Hoy se busca una integración más equilibrada que ni privilegie ni excluya la parti-cipación de la religiosidad en los debates de la secularidad. Las religiones se pueden sumar al movimiento bioético de diálogo interdis-ciplinar colaborando en la búsqueda de valores sin imposición de normas y proponiendo criterios sin imponer recetas. Por su parte, el movimiento bioético puede ayudar a las religiones que hoy dia-logan entre sí y revisan críticamente su tradición. El desafío de la bioética puede, por su parte, estimular a las religiones a reconstruir sus paradigmas de pensa-miento asumiendo los cuestionamientos planteados por la tecnociencia. ¿Es demasiado utópica esta propuesta de apostar por la complementariedad, el influjo y la transformación mutua? No lo negaría. De hecho, esta relación ideal entre bioética y religión, no ha funcionado siempre bien. En el caso de la reflexión moral elaborada en el marco de la teología católica me parece honesto reconocer sus luces y sombras. Repasando a vuelo de pájaro medio siglo de controversias, reconocemos algunos casos en los que la articulación entre autonomía ética y perspectivas religiosas se ha hecho bastante bien; en segundo lugar, otros debates en los que esa articulación se ha hecho solamente a medias; y, finalmente, un conjunto de temas contro-vertidos en los que dicha articulación no se acaba de lograr. Limitándonos al ejemplo del tratamiento de cuestiones bioéticas en la teolog-ía católica de las últimas décadas, encontramos que dicha relación ha fun-cionado bien en unos pocos casos, sólo regularmente en algunos otros, y más bien deficientemente en muchos más. Podemos poner tres bloques de ejem-plos, ciñéndonos a la citada relación entre bioética y teología católica: en el caso de los debates sobre trasplantes, dicha integración funcionó pronto bas-tante bien al pasar del paradigma de mutilación al de donación. En el caso de los debates sobre adecuación del esfuerzo terapéutico, la integración fun-cionó sólo a medias, frenada por el miedo a la llamada pendiente resbaladiza de la eutanasia. En el caso de los debates sobre el comienzo de la vida, la in-tegración sigue sin lograrse: en parte, por no asumir el paradigma evolutivo y epigenético en el modo de entender la embriología, y en parte por la resis-tencia a separar los aspectos procreativos y unitivos de la relación sexual.

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Por todo ello, la integración sigue siendo deficiente.13 No es de extrañar que, desde la secularidad, se vea con recelo cualquier intervención de la religiosi-dad en el diálogo bioético, pues se teme su intromisión desde posturas nega-tivas y condenatorias a ultranza. Veamos, a modo únicamente de ejemplo, algo sobre cada uno de estos tres campos.

6.1 Primer ejemplo: buena integración Los debates sobre ética de los trasplantes de órganos han sido uno de los ca-sos en que el cambio de paradigma de pensamiento, requerido para una buena integración entre bioética y religión, se llevó a cabo más rápidamente. En la década de 1950 aún se discutía si era justificable o no la donación de un órgano, usando como criterio lo que decían los manuales tradicionales acer-ca de la mutilación. Sin embargo, pronto se pasó a repensar el principio de totalidad. Enseguida se llegó no sólo a permitir, sino hasta a recomendar los trasplantes. Llama la atención el enfoque favorable a los trasplantes en un documento papal de una fecha tan temprana como 1956. El contexto era una audiencia de Pío XII a delegados de la Asociación italiana de donantes de córnea, de la Unión Italiana de invidentes, junto con oftalmólogos y profeso-res de medicina legal. Aunque el tema central era el trasplante de córnea, a partir de ahí se extiende el discurso a los criterios para la obtención de teji-dos u órganos de un cadáver con finalidad terapéutica o científica. Se aprue-ban estas operaciones, con la sola condición de que se observe el debido respeto al cadáver y a los sentimientos familiares. Además, se anima a edu-car las mentalidades en favor del consentimiento a los trasplantes de un fa-miliar fallecido. En su historia detallada del nacimiento de la bioética, relata Jonsen el cambio de paradigma que supuso tratar los trasplantes como donación, en vez de hacerlo en términos de mutilación.14 En los manuales tradicionales de teología moral, la amputación de un órgano se conceptualizaba como mutilación y se justificaba sólo por el llamado principio de totalidad. La manera tradicional de entender el principio de totalidad habría exigido que la amputación re-dundase en beneficio del cuerpo de la persona que la sufría. Pero al sustituir

13 J. MASIÁ, Bioética y Antropología, U.P. Comillas2, Madrid 2004, cap. 7: “Antropologías teológicas y debates bioéticos”; La gratitud responsable, Desclée, Bilbao 2004, cap. 11: “Malentendidos teológicos sobre Bioética”; Tertulias…, cap. 6: “Fe y secularidad”. 14 A. T. JONSEN, The Birth of Bioethics, Oxford University Press, Nueva York, 184.

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el paradigma de mutilación por el de donación, se hizo posible reinterpre-tar el principio de totalidad entendiendo la donación como un beneficio, no sólo para la persona recipiente sino también para la donante, ya que ambas forman parte de la totalidad solidaria como miembros de un mismo cuerpo comunitario. A fines de siglo era ya obvia la postura a favor de los trasplantes en los do-cumentos eclesiásticos. Por ejemplo, la encíclica Evangelium vitae (1995), una vez hecha la salvedad de advertir que se respeten los “criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante” (n.15), en el caso de tras-plantes de órganos de cadáveres, admite positivamente las donaciones, in-cluidas las hechas en vivo, ya que reconoce el valor ético de “la donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanza” (n. 86). Ya en 1984, Juan Pablo II se dirigía a la Asociación de Voluntarios ita-lianos donantes de sangre y órganos, diciendo que es laudable y meritorio “dar la propia sangre o un órgano propio a aquellos hermanos que tienen necesidad de ellos”.15 Es especialmente interesante, en la historia de este cambio de paradigma por parte de la teología, la respuesta dada en 1957 por Pío XII a la pregunta so-bre la determinación del momento de la muerte. Dijo en aquella ocasión el Papa que “es competencia del médico dar una determinación clara y precisa de la muerte y del momento de la muerte de un paciente que muere sin re-cobrar la conciencia”. Sobre todo, es impresionante su afirmación tajante, unas líneas más adelante, reconociendo que “la respuesta no puede inducir-se de principios religiosos y morales y, consiguientemente, es un aspecto que está fuera de la competencia de la Iglesia”.16 Si este mismo criterio, utilizado al hablar del final de la vida, se hubiese usado al tratar los problemas del comienzo de la vida, no habría sido tan deficiente la integración de bioética y religión, a la que nos referiremos en el tercer ejemplo.

6.2 Segundo ejemplo: la integración insuficiente El segundo ejemplo lo ofrecen los debates sobre rechazo de recursos médicos exagerados o sobre la administración de analgésicos necesarios, que pueden

15 En Ecclesia n. 2186, 18 de agosto de 1984, p. 1004 16 PÍO XII, “Discurso a los miembros del Instituto Italiano de Genética Gregorio Men-del”, en Ecclesia, n. 56, 7 de diciembre de 1957, pp. 1381-83

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conllevar la aceleración del proceso de morir. En este caso, la relación entre bioética y religión, dada la tradición católica al respecto, debería haber fun-cionado muy bien; sin embargo, de hecho, sólo ha funcionado a medias. Fue, por ejemplo, bastante bueno el documento sobre limitación del esfuerzo terapéu-tico y eutanasia de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), en 1981. Pe-ro en discusiones recientes, por ejemplo el caso tan aireado mediáticamente de la supresión de recursos desproporcionados para prolongar artificialmente la vida de Terry Chiavo, paciente en estado vegetativo permanente, se ha exagerado y dado marcha atrás por parte de algunas posturas bioéticas confesionales, quizá por excesivo miedo a un mal tratamiento del problema y por obsesio-narse con el fantasma de la eutanasia. La teología moral ha buscado tradicionalmente una vía media entre el lla-mado “encarnizamiento u obstinación terapéutica” y la eutanasia, entre la sobreactuación y el infratratamiento. Se ha preguntado si los recursos de so-porte vital son prolongación de la vida o prolongación de la agonía. Las tec-nologías de prolongación de la vida son ambiguas. A menudo pueden servir para salvar vidas, lo cual tiene indudablemente mucho sentido. Pero también pue-den convertirse en un mero modo de torturar sin sentido a un paciente. Para mu-chos pacientes, la nutrición e hidratación médicamente asistida no ofrece beneficios ni médica ni humanamente significativos y puede incluso ser una carga. En una época en la que el poder de las tecnologías biomédicas para prolongar la vida física ha aumentado notablemente, hay que responsabilizarse de poner límites para impedir el uso agresivo de tales tecnologías. Es un malentendido común interpretar los así llamados “medios extraordi-narios” como "medios muy caros" o "tecnologías muy complicadas". Incluso un tratamiento no demasiado caro y disponible con facilidad puede conside-rarse como “desproporcionado” si es oneroso y no ofrece una razonable es-peranza de éxito para mejorar la condición del paciente. Sobre este punto la tradición de la teología católica debería haber estado preparada para una buena integración de bioética y religión; pero ésta sólo se ha logrado a medias. Habría que remontarse hasta la tradición de Francisco de Vitoria para entender bien en qué casos los recursos médicos son despropor-cionados.17 En su Reelección sobre la templanza, Vitoria escribe así: “Nadie está obligado a comer manjares óptimos, exquisitos y regalados, aunque sean

17 F. DE VITORIA, Obras, BAC, Madrid 1960, 1069.

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los más provechosos y sanos [...] Nadie está obligado a vivir en el clima más sano; luego tampoco a tomar la comida más alimenticia [...] No está obligado nadie a privarse del vino para vivir más; luego tampoco a lo con-trario [...] No está obligado a prolongar su vida, como tampoco está obligado a trasladarse a un sitio más sano [...] Nadie tiene obligación de tomar medi-cinas para alargar la vida, aun habiendo peligro de muerte probable; por ejemplo, a tomar algún remedio todos los años para librarse de las fiebres u otras cosas parecidas”. En su Reelección sobre el homicidio, Vitoria escribe así: “Una cosa es acortar la vida y otra no prolongarla [...] Si bien el hombre no puede abreviar la vida, tampoco está obligado a emplear cualquier medio, por muy lícito que sea, para prolongarla. Esto es bien claro. Suponiendo que uno sepa de cierto que los aires de la India son más sanos y benignos y que allí viviría más tiempo que en su tierra, no está por eso obligado a marcharse a la India, ni aun a mudarse de una ciudad a otra más sana. No quiere Dios que nos preocupe-mos tanto de alargar la vida...” 18 Con una tradición como la que ejemplifican estas citas de Vitoria, la teología católica debería estar bien preparada para la integración de bioética y reli-gión en los debates sobre limitación del esfuerzo terapéutico. Sin embargo, por otra parte, la preocupación por evitar todo lo que pueda suponer una pendiente resbaladiza hacia la eutanasia, ha impedido a veces a los teólogos aprovechar esa tradición. Hay una corriente (por cierto, con bastante peso en la teología romana actualmente) que piensa así. El discurso que pronunció Juan Pablo II en marzo del 2004 ante la Academia Vaticana de la Vida iba en esa línea y fue muy cuestionado. Los teólogos que sostienen esa postura di-cen que eso es enseñanza católica. Pero no era esa la tradición católica que se remonta, como acabamos de ver, a Vitoria. Lo que es enseñanza católica es el principio de no usar medios exagerados. Sin embargo, la aplicación de ese principio, es decir, cuando un recurso es exagerado o no, requiere una con-sideración de las circunstancias en cada caso particular. Ante 300 camas con pacientes en estado vegetativo permanente y con tubos colocados indefinidamente, comentaba McCormick: “Se ve que la dirección de este hospital, a pesar de ser cristiana, no cree en la vida eterna”.

18Ibid., 1126 y siguientes.

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En todo caso, no es éste el lugar para tratar con detalle estos temas. Los he adu-cido como ejemplo de que, a pesar de estar bien preparada la moral teológica para adoptar una postura integradora de bioética y religión, no siempre lo ha hecho así en el caso de la limitación del esfuerzo terapéutico, que he cita-do aquí como muestra de una integración insuficiente.

6.3 Tercer ejemplo: la integración deficiente En este tercer bloque de ejemplos, que tienen que ver con el comienzo de la vida, hay que reconocer que la relación entre bioética y religión ha funciona-do deficientemente. Veamos dos ejemplos en que el cambio de paradigmas no ha funcionado bien: el caso de la encíclica Humanae vitae, y el debate sobre los anticoncep-tivos, en 1968, en tiempos del Papa Pablo VI. Se confundía lo artificial con lo antinatural, como si todo lo artificial fuese antinatural. Si se hubiese hecho el cambio de paradigmas, la integración habría sido mucho más fácil. Si se en-tiende que tanto lo llamado natural como lo artificial puede ser usado muy natural y responsablemente, entonces el problema ya no es si un método es na-tural o artificial, sino si su uso es o no es responsable y si se respetan mutuamente las personas. Para poder decir esto sobre el preservativo o sobre un disposi-tivo intrauterino había que cambiar de paradigma. Otro ejemplo de la época de Juan Pablo II: en 1987 el cardenal Ratzinger pu-blica en la CDF el documento Donum vitae, donde se manifiesta contra la fe-cundación in vitro, aun entre esposos y aunque no se desechen embriones. Llama la atención, porque en aquella fecha el cardenal Ratzinger ya había hecho el cambio de paradigma con relación a la confusión sobre natural y ar-tificial. Dice en el prólogo que la razón para oponerse a una determinada tecnología no es por ser artificial sino en la medida en que vulnere la digni-dad de las personas. Pero en el tema de la relación entre los esposos estaba por hacer el cambio de paradigma. Dice el documento que lo unitivo y lo procreativo son inseparables en todos y cada uno de los actos y, por esa razón, se opone tanto a la anticoncepción como a la fecundación in vitro. Pa-ra la teóloga moralista, Lisa S. Cahill, lo mejor de la tradición cristiana en este tema es insistir en la relación entre los tres aspectos de la sexualidad humana: lo placentero, lo procreativo y lo personal. Pero si se dice que estos tres elementos deben estar presentes en todos y cada uno de los actos, eso

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engendra malentendidos y es exagerado.19 Es lo que ocurrió en la encíclica Humanae vitae. Así es cómo esta teóloga, que ha hecho el cambio de paradig-mas, discierne lo mejor de la tradición católica, a la vez que señala sus pun-tos flacos. Este problema se nos plantea también al leer documentos como el citado de la Conferencia Episcopal española contra la Ley de Reproducción Asistida. Da la impresión de que se ve el proceso de constitución del nuevo ser a par-tir del óvulo fecundado como si fuese un fenómeno de chistera de prestidigi-tador: es el paradigma preformacionista (no epigenético), en el que se ven los genes como en antaño, en el siglo XVII, se veía un homunculus en el interior de cada espermatozoide. Estas cuestiones epistemológicas y antropológicas son las que están impidiendo una adecuada relación entre bioética y religión, o entre ciencias y teología.

7. Contribución de una “religiosidad abierta” a una “secularidad abierta” en los debates bioéticos

Como estos últimos ejemplos y la consiguiente autocrítica podrían suscitar escepticismo acerca de la integración de la autonomía ética y las perspectivas religiosas, quisiera compensar esa impresión negativa citando, para termi-nar, unos cuantos ejemplos de contribución positiva desde las perspectivas religiosas a los debates bioéticos. Primer ejemplo: controversias sobre orientación sexual. Desde una perspec-tiva religiosa de respeto incondicional a la dignidad de la persona y a su de-recho a madurar en la interrelación humana y en la realización interpersonal de su sexualidad, se puede contribuir positivamente a los debates sobre el estatuto jurídico y ético de diversas formas de relación, sin prejuzgarlas por la orientación heterosexual u homosexual que en su caso las caracterice. Desde una perspectiva religiosa sería coherente apoyar el rechazo a cual-quier discriminación de las personas por razón de su orientación sexual. Segundo ejemplo: dignidad en el proceso de morir. Desde una perspectiva re-ligiosa que acentúe el derecho inalienable a ser protagonista en la toma de de-cisiones —responsables en conciencia— sobre el modo de afrontar dignamente

19 L. S. CAHILL, Sex, Gender and Christian Ethics, Cambridge University Press, Nueva York 1996.

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el final de la vida, se apoyará la exigencia de tener en cuenta en la práctica te-rapéutica los valores del paciente y la necesidad de que la referencia al influjo de sus preferencias religiosas o no religiosas se incorpore a su historial y se tenga en cuenta en la evaluación y tratamiento de su situación clínica. Desde una perspectiva religiosa de apoyo incondicional a la dignidad de toda vida hasta su final, se debería ver positivamente los debates sobre el respeto a la dignidad y la voluntad de las personas en el proceso de morir y a su derecho a una vida digna hasta morir sin menoscabo de esa dignidad. Tercer ejemplo: la tarea humana de creatividad en la tecnociencia no suplan-ta a la actividad creadora de la vida, sino que la prolonga como misión con-fiada a la humanidad. Desde una perspectiva religiosa que conciba al ser humano como co-creador y cooperador a la obra evolutiva de la creación, se reconocerá al ser humano como alguien dotado con el encargo de cuidar, proteger, curar y mejorar a las criaturas; por tanto, serán consecuentes con esta visión, por ejemplo, la aplicación responsable de las investigaciones so-bre alimentos transgénicos, la terapia génica o la experimentación con em-briones pre-implantatorios para la obtención de células troncales en busca de posibles beneficios para la medicina regenerativa. Cuarto ejemplo: investigaciones sobre el VIH. Desde una perspectiva religiosa en favor de toda vida y persona, será lógico apoyar decididamente las iniciativas de protección a personas afectadas por el virus de inmunodeficiencia, así como fo-mentar los programas de prevención, tanto terapéuticos como educativos y prácticos, incluyendo todos los recursos profilácticos. Quinto ejemplo: globalización de la justicia. Desde una tradición religiosa que da prioridad, como es el caso en la tradición bíblica judeocristiana, a la opción por la justicia social y la liberación de toda persona víctima de injus-ticia, se debería contribuir positivamente al debate sobre la reforma de los sistemas sanitarios, conjugando la dignidad individual con el bien común, oponiéndose a la dictadura de los mercados y a la absolutización del princi-pio de autonomía en perjuicio de la justicia o a la explotación de la tecno-ciencia para beneficio exclusivo de minorías controladoras del poder social, político y financiero.

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“En la unidad del Espíritu Santo”. La disputa de un jesuita y un benedictino en la década de 1950: Un tema de actualidad

Rodrigo Antonio Medellín Erdmann*

Resumen A mediados del siglo pasado hubo una controversia teológica entre el jesuita austríaco Jungmann y el benedictino francés Botte, ambos destacados liturgis-tas, sobre el significado de la fórmula “in unitate Spiritus Sancti” de la doxo-logía final del canon romano. El jesuita la considera cristológica y, apelando a la tradición, la equipara al “in sancta Ecclesia tua” de San Hipólito. El benedic-tino, también investigando la tradición, sostiene que no es cristológica sino tri-nitaria, y que alude a la unidad del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. La controversia no parece haberse resuelto en aquel tiempo. Este artículo profun-diza y propone un planteamiento cristológico/trinitario, que puede enriquecer la vida cristiana. El tema no deja de tener su importancia y actualidad teológi-ca, y aun en el ámbito social latinoamericano y la necesidad de transformarlo. Es la esperanza que, con las precisiones aportadas, los celebrantes de la misa, sacerdotes y laicos, revisen el sentido que le dan a esta fórmula; que quienes luchan por la justicia en América Latina encuentren una inspiración, y que la vivencia de la Trinidad alcance una mayor plenitud entre los fieles cristianos.

Summary Around the middle of last century there was a theological controversy be-tween the Austrian Jesuit Jungmann and the French Benedictine Botte, two distinguished liturgy experts, regarding the meaning of the formula “in the unity of the Holy Spirit” of the Roman Canon’s concluding doxology. The Jesuit regards the formula as Christological, and, taking recourse to tradi-tion, considers it equivalent to the “in sancta Ecclesia tua” of St. Hyppolitus. The Benedictine, also reaching back to tradition, argues that the formula is not Christological but Trinitarian, and refers to the unity of the Father and the Son in the Holy Spirit. The controversy does not seem to have been

Ribet / Vol. VIII / N° 14, enero-junio 2012, 63-99Derechos reservados de la Uia, ISSN 1870316X

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solved at that time. The present article explores the theme deeper, and pro-poses a Christological/Trinitarian interpretation, that might enrich today’s Christian life, along with the social implications for Latin America and its need for social change. Hopefully those celebrating the Eucharist, priests and laymen, will revise their understanding of the formula and find a new mean-ing to it, those striving for justice will be inspired, and believers will achieve a more vital Trinitarian experience.

1. Planteamiento Como sabe cualquier católico practicante, la fórmula “en la unidad del Espíritu Santo” pertenece a la doxología1 final del canon de la misa de la Iglesia latina: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espí-ritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén”.2

Pero, ¿a qué se refiere esta fórmula? ¿Quién o quiénes están o viven “en la unidad del Espíritu Santo”?Una atención cuidadosa a la entonación del 99% de los sacerdotes celebrantes al proclamarla mostraría claramente que la fórmula se refiere a la unidad del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Así parece confirmarlo con toda claridad uno de los fina-les de oraciones dentro de la Misa: “Por el mismo Señor Nuestro Jesucristo, que con-tigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, Dios por los siglos de los siglos, amén”.3 Casi podríamos hablar de una obviedad ¾y, por tanto, de una pregunta ociosa¾: en la mencionada fórmula efectivamente se trata de una glorificación de la Santísima Trinidad: el Padre y el Hijo “en la unidad del Espíritu Santo”.En efecto, durante siglos la tradición de la Iglesia ha desarrollado como uno de sus dogmas fundamentales el de la Santísima Trinidad. Esta fórmula sería como el compendio de ese dogma. En terminología teológica, el sentido obvio aludido estaría refiriéndose a la Trinidad inmanente, es decir, al Dios trino y uno, a la vi-da intratrinitaria de comunión de las tres personas divinas en una misma natura-leza,4 a quien estaríamos dando “todo honor y toda gloria” al final del canon.

1 Del griego do,xa y lo,goj: palabra de glorificación.2 Originalmente pertenece al canon romano (cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL MEXICANA, Misal Romano, Buena Prensa13, México 2003, 378) y se ha conservado inalterada al fi-nal del canon de las otras tres Plegarias Eucarísticas de la actual liturgia en español de la Iglesia Católica. Ibid., 383, 394 y 402.3 Ibid., passim.4 Sobre esta terminología, ver W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 2001, 311: “La unidad de trinidad inmanente y trinidad económica”.

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Sin embargo, esta interpretación que parece obvia es opinable y ha sido dis-cutida. Empecemos por lo último ¾ha sido discutida¾, para abordar des-pués lo opinable.

2. Términos de la discusiónEn su destacada obra sobre el Espíritu Santo,5 Congar cierra el libro segundo, “Señor y Dador de Vida”, con la Conclusión “En la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria”. En ella, refiriéndose a la doxología de final del canon, nos dice:

Respecto de la doxología, dos especialistas han presentado sendas inter-pretaciones que se contraponen. Para J. A. Jungmann, “en el Espíritu Santo” equivale al “en la santa Iglesia” de Hipólito. Dom B. Botte sigue el trazo de la historia de la fórmula, que aparece en el [año] 420: es una fórmula esencialmente trinitaria que expresa la unidad de las personas divinas y su glorificación común. No queremos entrar en esta discusión.6

Sin embargo, aun cuando Congar la haya declinado, es posible que esta dis-cusión pueda esclarecer el tema abordado e iluminar aspectos medulares de la liturgia y la vida cristianas.

3. Una controversia de mediados del siglo pasadoEmpecemos donde se quedó Congar: con las obras que cita del jesuita Jugmann7

y del benedictino Botte.8 Efectivamente, en una polémica de los años cincuenta del siglo pasado, Jungmann expone su pensamiento. Botte muestra su desacuer-do y lo fundamenta. No se llegó a ningún acuerdo, de manera que la discusión quedó pendiente. Veamos los argumentos de uno y otro, empezando por Jungmann.

5 Y. M.-J. CONGAR, El Espíritu Santo, Herder2, Barcelona 1991.6 Ibid., 430.7 J. A. JUNGMANN, “In der Einheit des Hl. Geistes”, en Gewordene Liturgie, Innsbruck 1941, 190-205; El sacrificio de la misa, BAC4, Madrid 1965, 948-949; “In unitate Spiritus Sancti”, en Zeitschrift für katholische Theologie 72 (1950) 481-486.8 B. BOTTE, “‘Excursus’ sur deux points obscures du Canon de la messe”, en La Mai-son-Dieu 23 (1950) 49-53; L’Ordinaire de la Messe, París 1953, 133-139.

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3.1 Los argumentos del jesuitaJungmann analiza las oraciones del canon romano y las vincula con la tradi-ción hasta llegar a la terminación de la última, “Nobis quoque peccatoribus... per Christum Dominum Nostrum”, que se continúa con el preámbulo de la doxología: “Per quem haec omnia, Domine, semper bona creas, sanctificas, vivificas, benedicis et praestas nobis”.Aquí Jungmann realza la intermediación de Cristo, por quien el Padre nos da todas las cosas que se han venido aludiendo a lo largo de la misa. Por Cristo las crea, las santifica, las vivifica, las bendice y nos las proporciona como siempre buenas. Y es esta mediación la que da sentido a la doxología, que inicia con la clara intermediación de Cristo:

Per ipsum,et cum ipso,et in ipso,est tibi Deo Patri omnipotenti,in unitate Spiritus Sancti,omnis honor et gloriaper omnia saecula saeculorum.

Jungmann señala que desde la antigüedad las oraciones terminaban con una doxología trinitaria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Así, por ejemplo, el rezo de los salmos:9

En cambio, la fórmula final de la oración sacerdotal está redactada con arreglo a otro tipo, poniendo en el centro de la atención la mediación del Redentor; pero no olvida ni aun entonces una alusión por lo menos a su reinado eterno con carácter doxológico. Sólo en la oración príncipe de to-das las liturgias, la suprema oración eucarística, se ha conservado, en su forma romana, una solemne doxología final, y esto en una fórmula don-de se aúnan acertadamente la sencillez con la grandeza. Su redacción ac-tual coincide con la de los más antiguos documentos del canon. Delata, además, su tradición antiquísima la circunstancia de que no expresa la alabanza de Dios sino “por Cristo”, rasgo que en la mayoría de las litur-

9 El sacrificio..., 948

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gias orientales, a consecuencia de las turbulencias arrianas, se perdió no sólo en este pasaje, sino generalmente en el final de todas las oraciones.10

Y continúa:

Efectivamente, la doxología final del canon romano guarda estrecha relación con la que se lee en la Eucaristía de San Hipólito de Roma. Relación tanto más visible si comparamos ambos textos poniéndolos uno al lado del otro (basta un pequeño cambio en la posición de las palabras del canon actual):

Canon actual San HipólitoPer ipsum et cum ipso et in ipso Per quemest tibi tibiomnis honor et gloria gloria et honorDeo Patri omnipotenti Patri et Filio cum Sancto Spirituin unitate Spiritus Sancti in sancta Ecclesia tuaper omnia saecula saeculorum et nunc et in saecula saeculorum11

Sobre este texto, Jungmann comenta:

La diferencia principal se advierte en que los nombres de las tres perso-nas divinas, que en San Hipólito se encuentran juntas, como objeto común de la alabanza, en nuestro canon, atendiéndose a la economía de nuestra salvación, aparecen en parte como participando activamente en esta alabanza. La “unidad del Espíritu Santo” de nuestro canon es lo equivalente a la expresión de “santa Iglesia” en el texto de San Hipólito.

10 Ibid.11 Ibid. El texto de Hipólito citado por Jungman se puede encontrar en Hippolyte de Rome, La Tradition Apostolique, d’après les anciennes versions, introducción, traduc-ción y notas de B. Botte, O.S.B., París, Sources Chrétiennes2, No. 11bis, 1984, 52. En la introducción se explica las diversas tradiciones textuales (pp. 18-24). Sobre el pasaje en cuestión, Botte presenta la versión latina (L) que reza: “per puerum tuum Ie(su)m Chr(istu)m, per quem tibi gloria et honor patri et filio cum s(an)c(to) sp(irit)u in sancta ecclesia tua et nunc et in saecula saeculorum. Amen”, que es la que Jungman cita. La traducción latina de la versión etíope (E) dice: “…per filium tuum Iesum Christum, per quem tibi [Deo Patri] gloria et honor in sancta ecclesia nunc et semper et in saecula saeculorum.Amen.”

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La Iglesia está formando una unidad y una comunidad en el Espíritu Santo: Sancto Spiritu congregata [Colecta del viernes infraoctava de Pen-tecostés], y está siendo santificada por su inhabitación. Ella es la unidad del Espíritu Santo y de ella sube toda gloria y alabanza a Dios, el Padre todopoderoso, y sube “por Él”, pues Cristo es la cabeza de la humanidad redimida y de toda la creación que en Él está compendiada (Ef 1,10) [...] In Ipso e in unitate Spiritus Sancti indican, por lo tanto, la fuente de don-de dimana toda glorificación al Padre celestial...12

Hasta aquí lo esencial de la argumentación del jesuita.

3.2 Refutación y argumentación del benedictinoEn el contexto de un artículo sobre la traducción del canon romano del latín al francés, Botte hace un “‘excursus’ sobre dos puntos obscuros del canon de la misa”, uno sobre el término “rationabilem”, y el otro sobre “In unitate Spi-ritus Sancti” .13 De este último se pregunta: “¿Qué significa exactamente esta fórmula que tenemos en la doxología del canon de la misa y en la conclusión de las oraciones? Es bastante difícil decirlo. El único estudio que ha apareci-do sobre este problema es el del P. J. Jungmann,14 y me es imposible estar de acuerdo con sus conclusiones”.15 Y continúa:

Se puede resumir así la explicación del sabio jesuita: 1) la fórmula perte-nece primitivamente a la doxología del canon, y sólo posteriormente se extendió a la conclusión de las oraciones; 2) en el canon, la fórmula in unitate Spiritus Sancti significa la unión producida en la Iglesia por el Espíritu Santo, y responde exactamente a la fórmula in Ecclesia de la aná-fora16 de Hipólito. La doxología no es, por tanto, hablando propiamente,

12 Ibid., 94913 B. BOTTE, “‘Excursus’ sur deux points obscures du Canon de la messe”, en La Mai-son-Dieu 23 (1950) 49.14 Se refiere a Die Stellung Christi im liturgischen Gebet, Münster 1925, 151, y Missarum Solemnia, Viena 1948, t. II, 321.15 B. BOTTE, “‘Excursus’ sur deux points...”, 49.16 En griego avna,fora, de avna.&fe,rw, etimológicamente significa “anuncio” y “ofrenda”. En las liturgias griegas y orientales, es la sección de la misa que corresponde al prefa-cio y al canon en la liturgia romana, y cuya parte esencial es la consagración. Al res-pecto, ver G. W. H. LAMPE, D.D., A Patristic Greek Lexicon, Clarendon Press, Oxford

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trinitaria, sino cristológica. Se trata de la gloria rendida al Padre por Cris-to en la Iglesia, cuya unión es obra del Espíritu Santo. En la conclusión de las oraciones, la fórmula debe entenderse en forma análoga, pero se tra-taría de la Iglesia del cielo.17

¿Qué piensa al respecto Botte? Tras resumir la argumentación de Jungmann, da su opinión:

Todo me parece endeble en esta teoría, no obstante la autoridad del autor en materia litúrgica. Para empezar, la interpretación de la conclusión de las oraciones es evidentemente forzada. Si el sentido in unitate Spiritus Sancti = in Ecclesia es primitivo, es claro que ya no se comprendía cuan-do se introdujo la fórmula en la conclusión de las oraciones. Pero nada prueba que esta fórmula haya pertenecido sólo a la doxología del canon […] Que la doxología del canon romano sea puramente cristológica es más que discutible. Dom Casel ha sostenido contra el P. Jungmann su carácter trinitario,18 y eso me parece evidente. Hay un vicio metodológico al interpretar esta doxología según la de la anáfora de Hipólito. Entre las dos hay un buen número de intermediarios, y los dos o tres siglos que separan la época de Hipólito de cuando el texto de nuestro canon fue de-finido fueron marcados por las controversias trinitarias. Que se recuerde, en particular, la lucha de los Padres ortodoxos a favor de la fórmula “con el Espíritu Santo” en lugar de la expresión tradicional que los arrianos querían sostener «en el Espíritu Santo». Sería sorprendente que la doxo-logía romana no sea tan trinitaria como todas las otras.19

Y vuelve a expresar su perplejidad:

Muy a mi pesar, no puedo, por lo tanto, adherirme a esta interpretación. Si digo “muy a mi pesar” no se trata de una simple fórmula de cortesía. Es que nadie ha propuesto hasta el presente una explicación satisfactoria,

1961, 127-128, y A. DI BERARDINO, Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Cristiana, Sígueme 2, Salamanca 1998, vol. 1, 106-111. 17 B. BOTTE, “‘Excursus’ sur deux points...”, 49.18 Jahrbuch für Liturgiewissenschaft 7 (1927) 181.19 B. BOTTE, “‘Excursus’ sur deux points...”, 49-50.

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y no oculto mi perplejidad. Las personas competentes que he consultado me han confesado que nunca se habían planteado la cuestión y que no tenían una respuesta que darme.20

A continuación Botte presenta el resultado de su búsqueda personal entre los Padres de la Iglesia y autores antiguos —que en resumen cita Congar (cfr. supra).

3.3 Relevancia¿Qué pensar de este debate de mediados del siglo pasado? Frente a los grandes retos que enfrentan la Iglesia actual y el mundo moderno, parecería ésta una discusión bizantina ¾ o en el mejor de los casos una discusión de escuela¾, interesante para algunos, pero sin mayor relevancia. Este plan-teamiento se refuerza por el hecho de que, si bien en determinados secto-res de la Iglesia ha habido un renovado interés por el Espíritu Santo y su papel en la Iglesia, la fórmula en cuestión no parece que haya ocupado a los teólogos en las últimas décadas.21 La posición de Congar: “No quere-mos entrar en esta discusión”, parece haber sido aceptada, explícita o implí-citamente, por todos.

3.4 ConvenienciaSin embargo, por razones de interés teológico, y por su presumible trascen-dencia social, parece conveniente esclarecer el punto, El resto del artículo es-tará dedicado, por consiguiente, a tratar de dilucidar la controversia, así como a resaltar las implicaciones cruciales que tiene una solución, tanto en el ámbito de la teología y de la vida cristiana, como en el ámbito social de nues-tro mundo globalizado, especialmente en el contexto latinoamericano.

20 Ibid.21 Al menos en las pesquisas que he realizado hasta ahora no ha aparecido ninguna in-formación.

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4. Planteamiento metodológico

4.1 Una quaestio disputata: ¿fórmula cristológica o trinitaria?Nos encontramos frente a una especie de quaestio disputata, tan frecuente en la historia de la teología, con su correspondiente sic et non22: respecto a la doxología final del canon, Jungmann sostiene que es una fórmula cristológi-ca; Botte está en desacuerdo, y sostiene que es trinitaria. ¿Quién de los dos tiene la razón? ¿Hay alguna forma de resolver la controversia? ¿Qué conse-cuencias tendría la solución?

4.2 Procedimiento propuestoProponemos una investigación con los siguientes pasos:

a. Ulterior esclarecimiento de los argumentos de cada autor (sección 5).b. Planteamiento de una hipótesis explicativa (sección 6).c. Dos concepciones de la Trinidad (sección 7).d. Las doxologías, siempre presentes (sección 8).e. Las ortodoxologías (sección 9).f. El tsunami arriano y la reacción ortodoxa (sección 10).g. La liturgia de la misa y la doxología del canon romano (sección 11).h. Propuesta de solución (sección 12).i. En la dinámica de la Trinidad económica (sección 13).j. Trinidad y sociedad en América Latina. El caso de México (sección 14).k. Enriquecimiento de la vida cristiana (sección 15).

5. Ulterior esclarecimiento de los argumentos de los dos polemistas

5.1 Ulterior análisis de JungmannApelando a la tradición (San Hipólito), Jungmann afirma que la fórmula “in unitate Spiritus Sancti” significa en tu santa Iglesia, es decir, en la glorifica-ción de Cristo ¾con su cuerpo místico¾ al Padre. La fórmula es, pues, cris-tocéntrica, con la participación de las tres personas divinas. Sin embargo, la apelación que Jungmann hace a San Hipólito, comparando la doxología del

22 Cfr. PEDRO ABELARDO (1079-1142) en E. VILANOVA, Historia de la Teología Cristiana, Herder, Barcelona 1987, t. I, 553-565.

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canon con la reportada por dicho Padre en igual función doxológica, en rea-lidad debilita su argumento. Por una parte es atendible la objeción meto-dológica de Botte de efectuar un brinco hacia atrás de varios siglos en la tradición, al comparar ambas doxologías, cuando hay de por medio siglos de una discusión intensa sobre el tema. Por otra parte, la forma como se plantea la comparación de Jungmann no parece válida. La comparación tendría que establecerse tomando como eje las personas divinas, y no las simples frases ¾arbitrariamente¾ cambiadas de orden.En el caso de Hipólito la doxología menciona a

¨ Per quem [Jesum Christum]¨ tibi [Trinitati]¨ Patri¨ et Filio¨ cum Sancto Spiritu¨ in sancta Ecclesia tua.

Es decir, Hipólito menciona a la persona de Cristo como mediador, luego ti-bi, presumiblemente a la Trinidad (al Dios trino y uno), a continuación cada una de las tres personas ¾el Padre, y el Hijo con el Espíritu Santo¾, y fi-nalmente a la Iglesia santa. En cambio, la doxología del canon romano es más escueta:

¨ Per ipsum, et cum ipso et in ipso [Christus]¨ Est tibi, Deo Patri omnipotenti,¨ In unitate Spiritus Sancti

Esto es, que menciona específicamente a las tres personas divinas por sus nombres propios. No se menciona al Hijo aparte de Cristo, ni se menciona a la Iglesia, como lo hace Hipólito, ni, en forma explícita, a la Trinidad ─al Dios Triuno─. En suma, que la fórmula es bastante distinta de la de Hipólito.De la comparación entre ambas doxologías no se puede concluir tajantemente, como lo hace Jungmann, que el “in unitate Spiritus Sancti” del canon romano equivalga al “in sancta Ecclesia tua” de la doxología de Hipólito ―salvo de forma analógica―. En ese sentido, consideramos que con este solo argumento, Jungmann no prueba su tesis, y que Botte está en lo correcto en objetarlo. Res-pecto a si la doxología es una fórmula cristológica como afirma Jungmann o

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trinitaria como lo hace Botte, por el momento conviene diferir el juicio, pues aún faltan elementos para llegar a una conclusión fundamentada.

5.2 Ulterior análisis de BotteAhora bien, si “in unitate Spiritus Sancti” no significa lo que dice Jungmann, ¿significa lo que afirma Botte, es decir la unidad que entre el Padre y el Hijo establece ab aeterno el Espíritu Santo? Ciertamente esta interpretación pare-ce estar mucho más cerca de la fórmula de Hipólito: “tibi...Patri et Filio cum Sancto Spiritu”. Sigamos los argumentos de Botte. En el mismo artículo de 1950, “‘Excursus’ sur deux points...”, afirma23 que tras hacer una indagación histórica llegó a las conclusiones siguientes: la fórmula “in unitate Spiritus Sancti” es exclusivamente latina. No hay paralelo en los ritos orientales, donde se alternan las fórmulas “en el Espíritu Santo” y “con el Espíritu San-to”. Es más, en Occidente no es una fórmula primitiva. Se encuentra por primera vez en un sermón de Gaudencio de Brescia en el año 420:

...es seguro que antes de in unitate Spiritus Sancti las fórmulas análogas teníanclaramente cum Spiritu Sancto, y que la tradición anterior unía al EspírituSanto con el Padre y con el Hijo en la doxología. Es inverosímil que se haya pretendido atenuar esta igualdad del Espíritu con las otras Personas divinas a principios del siglo V, época de la lucha antiarriana. Al contrario, es mucho más probable que se haya tenido la intención de acentuarla.24

De todo lo cual Botte concluye que la intención al introducir la fórmula en cuestión en la doxología sea más bien de índole teológica: “Se ha querido traducir a la vez cum Spiritu Sancto para asociar al Espíritu Santo a la gloria rendida al Padre y al Hijo, e in Spiritu Sancto, para afirmar la unión íntima de las Personas divinas en una sola y misma esencia”. 25 Sin embargo, confie-sa que no está muy satisfecho con esta solución.

23 B. BOTTE, “‘Excursus’ sur deux points...”, 50.24 Ibid., 52.25 Ibid., 53

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5.3 Reacción de JungmannPosteriormente, en un artículo publicado también en1950,26 el jesuita afirma que, después de 25 años de investigación sobre la expresión in unitate Spiri-tus Sancti, por primera vez hay un tratamiento del tema, el del benedictino Botte, con resultados esencialmente distintos. Resume la discusión, y especí-ficamente expone la posición del benedictino:

Pero Botte relaciona la unitas no con una dimensión extra-divina, en la cual el Espíritu Santo opera la unidad, sino con la vida intratrinitaria de Dios mismo: es la unidad de la esencia (Wesens) divina, a la cual se quie-re salvaguardar contra la acusación de triteísmo. Más en detalle, es una vía media entre las dos fórmulas in Spiritu Sancto y cum Spiritu Sancto, por tanto entre la fórmula más antigua del tiempo anterior al anti-arrianismo sobre la glorificación de Dios en el Espíritu Santo (que habita en los creyentes), y la formulación que en el siglo IV se abrió paso en to-do el Oriente sobre la glorificación del Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo, cuya prerrogativa se afirma aun en el Credo: qui cum Patre et Filio simul adoratur et conglorificatur.27

Jungmann hace ver que Botte mismo sostiene que aun él está poco satisfecho con su solución, y duda si con ella vaya a encontrar aprobación. Sin embar-go, le reconoce a Botte el mérito de haber indagado las primeras instancias de la fórmula en la literatura latina extra-litúrgica, y haber localizado citas importantes, que muestran que muchas se refieren a la unidad del Padre y el Hijo con el Espíritu Santo. Pero concluye: “sin embargo, de ahí no se sigue nada en contra de la fórmula in unitate Sp. S. en la doxología final del ca-non”,28 tal como Jungmann la entiende. En el resto del artículo Jungmann argumenta a favor de la posición que ha sostenido y la validez de su referencia a la anáfora de Hipólito. Aduce algu-na cita de la escritura (Ef 4,3), de Gregorio de Nisa y Agustín, sobre la unitas Spiritus. En todo caso ―sostiene Jungmann― sería arbitrario concluir que la expresión no es adecuada en la doxología por el hecho de no encontrar

26 Cfr. J. A. JUNGMANN, S.J., “Beiträge zur Geschichte der Gebetsliturgie. V: In unitate Spiritus Sancti”, en Zeitschrift für katholische Theologie 72 (1950) 481-486.27 Ibid., 481.28 Ibid., 483.

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muchas citas en la literatura extra-litúrgica. Además, ubica en el contexto post-niceno —cuando la unidad esencial de la Trinidad ya no se cuestionaba entre los católicos— el surgimiento de la doxología, cuando ya no había ne-cesidad de insistir en dicha unidad. En cualquier caso, Jungmann concede a Botte el derecho de declarar oscuro este texto.29

6. Hipótesis sobre el trasfondo de la controversiaSe puede postular la hipótesis de que, a la base de una y otra interpretación del sentido de la fórmula “in unitate Spiritus Sancti” en la doxología aludida, se en-cuentran sendas concepciones teológicas del misterio de Cristo y de la Trinidad. La interpretación de Botte tiene como trasfondo la denominada Trinidad inma-nente ―la unidad de las tres personas divinas en sí mismas―, mientras que la de Jungmann tendría como base la Trinidad económica ―cuya figura central es Cristo―. Ambas concepciones son fruto de siglos de discusiones y con-troversias doctrinales sobre la revelación y el mensaje salvífico, y ambas son teológicamente sostenibles. Sin embargo, para dilucidar la controversia, po-demos preguntarnos cuál de las dos es más aplicable a la doxología final del canon, y por lo mismo, cuál esclarece mejor el sentido de la fórmula “in uni-tate Spiritus Sancti”. Para ello conviene detallar algo más el sentido de las dosconcepciones de la Trinidad, y acudir brevemente a la historia ―escritura y tradición― como principio hermenéutico.

7. Dos concepciones de la Trinidad30

A lo largo de los siglos, la reflexión teológica sobre el misterio central del cristianismo, la Trinidad, ha tenido dos vertientes, a saber:

7.1 La Trinidad en la historia humana (Trinidad económica) A lo largo de siglos, una vertiente de la reflexión trinitaria retomaba los principios y volvía a ellos: a los planteamientos mismos de la revelación tal como los encontramos en la Escritura. En el Antiguo Testamento, Yahveh se

29 En un artículo de publicación póstuma, Jungmann aclara y profundiza su pensamiento sobre el tema: Cfr. J. A. JUNGMANN, «Die Doxologie am Schluß der Hochgebete», en T.MAAS-EWERD y K. RICHTER (Eds.), Gemeinde im Herrenmahl, Benzinger/Herder, Freiburg, 1976, 314-322.30 Sobre el tema, ver, por ejemplo, P. SCHOONENBERG, El Espíritu, la Palabra y el Hijo, Sígueme, Salamanca 1998, 217-29.

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manifiesta como el Dios que salva a su pueblo y lo conduce por el camino de la alianza. Es una especie de paideia o pedagogía para la restauración de la huma-nidad. Al llegar a la plenitud de los tiempos, ese Dios Yahveh fue revelado por Jesús como su Padre y nuestro Padre, como su Dios y nuestro Dios. Al hacer-lo, Jesús se revela a sí mismo como el Hijo de Dios, a quien Dios, el Padre, ha enviado al mundo para salvarlo a través de su cruz y resurrección. El Padre es el Dios de Jesucristo, y él es su Hijo. Tras la pascua, Jesús nos envía al Espíritu San-to, que nos incorpora a Cristo y nos hace hijos de Dios por adopción y herederos del Reino, capaces de dirigirnos a Dios como Abba, Padre. En terminología teológica especializada a esta concepción se le llama la Trinidad económica, es decir, la Trinidad que irrumpe en la casa del hombre [oivkonomi,a son “las normas de la casa”] en la historia de la salvación. En lenguaje más accesible se podría denominar la Trinidad [históricamente] salvífica.

7.2 La Trinidad en sí misma (Trinidad inmanente) Casi podemos afirmar que, una vez logradas las definiciones básicas, la reflexión teológica sobre la Trinidad fue adquiriendo una dinámica propia. En efecto, se buscó profundizar y hacer lo más inteligible posible el misterio incomprensible y supremo de la divinidad cristiana. Así, los conceptos de trinidad de per-sonas y unidad de sustancia (trei/j uposta,seij mi,a ouvsi,a), dieron lugar a los conceptos de procesiones, circuminsesión o perijóresis (pericw,resij31), mi-siones, dentro de la vida íntima de la Trinidad, desde luego siempre en la ana-logía del más profundo misterio. La visión resultante es lo que en terminología teológica especializada se llama la Trinidad Inmanente o la Trinidad en sí, y que en lenguaje más accesible se podría denominar la Trinidad [dogmática-mente] contemplada: el Dios Triuno.

7.3 La Trinidad se alejaAsí, al correr de los siglos, la doctrina de la Trinidad se fue haciendo particu-larmente profunda, compleja y especializada, hasta llega a ser un tanto arca-na y esotérica. Además, tendió a separarse de la liturgia y del kerigma pastoral de la Iglesia, pueblo de Dios. Ahora la Trinidad quedaba tan lejos de

31 El concilio de Florencia describe así la circuminsesión: “Propter hanc unitatem Pater est totus in Filio, totus in Spiritu Sancto; Filius totus est in Patre, totus in Spiritu Sanc-to; Spiritus Sanctus totus est in Patre, totus in Filio. Nullus alium aut praecedit aeterni-tate, aut excedit magnitudine, aut superat potestate...”. Ds, 1,331

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la vida espiritual del cristiano, que sólo unos cuantos podían acceder a ella. Como una consecuencia paradójica no pretendida, el esfuerzo por hacer más inteligible el misterio, alejó a los fieles de la Trinidad ¾o a la Trinidad de los fieles—. K. Rahner lo plantea claramente en su artículo “Observaciones so-bre el tratado dogmático ‘De Trinitate’”:

…los cristianos, a pesar de su profesión ortodoxa de la Trinidad, son en la realización de su existencia religiosa casi exclusivamente “monoteís-tas”. Podríamos atrevernos a afirmar que si hubiera que desechar, por falsa, la doctrina trinitaria, la mayor parte de la bibliografía religiosa podría permanecer casi tal y como está.32

7.4 Hacia una concepción unificadaEn opinión de Congar, “la de K. Rahner es la aportación contemporánea más original a la teología trinitaria”.33 Dice Rahner en el artículo apenas citado:

La tesis fundamental que establece esta vinculación entre los tratados [sobre la Trinidad] y desentraña la Trinidad como misterio de salvación para nosotros (en su realidad y no primariamente como doctrina) podría formularse así: La Trinidad “económica” es la Trinidad “inmanente” y al revés. Hay que explicar esta proposición, fundamentarla en la medida de lo posible, y aclarar su significado y aplicación a la cristología.34

32 K. RAHNER, “Bemerkungen zum dogmatischen Traktat ‘De Trinitate’ en Schriften zur Theologie, Benzinger Verlag4, Einsiedeln 1964, vol. 4, 105 (hay traducción al español por J. MOLINA, Taurus, Madrid 1961, vol. 4, 107): “…die Christen bei all ihrem orthodoxen Bekenntnis zur Dreifaltigkeit in ihrem religiösen Daseinsvollzug beinahe fast nur «Monotheisten» sind. Man wird die Behauptung wagen dürfen, daß, wenn man die Trinitätslehre als falsch ausmerzen müßte, bei dieser Prozedur der Großteil der religiösen Literatur fast unverändert erhalten bleiben könnte”. 33 Y. M.-J. CONGAR, o. c., 454. 34 K. RAHNER, o. c., 115 (traducción del autor): “Die Grundthese, die diese Verbindung zwischen den Traktaten herstellt und die Trinität als Heilsmysterium für uns (in ihrer Wirklichkeit und nicht erst als Lehre) herausstellt, könnte so formuliert werden: Die “ökonomische” Trinität ist die immanente Trinität und umgekehrt”. Y continúa: “Diesen Satz gilt es zu erklären, nach Möglichkeit zu begründen und auch im seiner Bedeutung und Anwendung auf die Christologie zu verdeutlichen”. Parece haber un consenso generalizado entre los teólogos contemporáneos sobre la primera parte de esta “tesis fundamental”: “La Trinidad ‘económica’ es la Trinidad ‘inmanente’”, es de-cir, sólo a través de la historia de la salvación, de la intervención salvífica de Dios en la

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Si bien esta “tesis fundamental” rahneriana vincula dos tratados teológicos y “desentraña” el misterio trinitario de salvación, las implicaciones y aplica-ciones de uno y otro aspecto (económico e inmanente), ambos pueden dife-renciarse claramente, como veremos.

8. Las doxologías, siempre presentesUn elemento central del pensamiento cristiano, presente desde el Nuevo Testamento, los padres apostólicos, los apologistas, las controversias cris-tológicas y trinitarias, y en general en todos los Padres de la Iglesia son las doxologías: las fórmulas de glorificación referidas a la divinidad, general-mente con los términos gloria y honor.

8.1 TipologíaHay dos formulaciones doxológicas básicas que se fueron desarrollando a través del tiempo.

Ø La primera y más primitiva es la glorificación que tiene como objeto a Dios en cuando Padre ―primera Persona de la Trinidad, “creador del cielo y la tierra”―, por intermediación de Jesucristo ―la segunda Per-sona encarnada, “a través de quien todo fue hecho”―, “en el Espíritu Santo” ―la tercera Persona “que habita en nuestros corazones”. La fórmula clásica es: Gloria al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

Ø La segunda, que tiene raíces en la primera, se dirige a las tres Perso-nas conjuntamente, en un orden sucesivo siempre idéntico: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.35 Ésta subraya la igualdad plena de las tres Personas en una sola naturaleza.

historia, conocimos la realidad de las tres personas divinas y pudimos remontarnos a la unidad de su vida íntima. Sin embargo, en la segunda parte, respecto al “und um-gekehrt” ¾“y al revés”¾, es decir, la Trinidad inmanente es la Trinidad económica, no todos están de acuerdo, y plantean que requiere al menos de alguna matización. Así el propio CONGAR, o. c., 457; también KASPER, o. c., 313-14.35 Fuera de algunas devociones privadas, es raro encontrar una doxología que for-malmente tenga por objeto la Trinidad en cuanto tal, sin la mención explícita de las tres Personas; es decir, una fórmula como Gloria al Dios trino y uno, o bien, Gloria a la Trinidad. Desde luego, no aparece nunca en la liturgia de la Iglesia latina.

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8.2 CorrespondenciaSin que sea de manera biunívoca, se puede plantear que la primera corres-ponde más bien a una concepción económica de la Trinidad, y podríamos denominarla doxología económica. Enfatiza la sucesiva irrupción de cada una de las tres personas divinas en la historia humana, cada una en una función específica en la intervención salvífica, y hace explícita la correspondiente respuesta humana de acción de gracias y glorificación según el papel que cada Persona ha desempeñado en este plan de salvación. Alude implícitamente el movimiento katabático ―descendente― de la intervención divina, y formula explícitamen-te la respuesta y el movimiento anabático ―ascendente― del hombre.En cambio, la segunda es más acorde a la concepción inmanente de la Trinidad, y podríamos denominarla doxología inmanente. Hace énfasis en la igualdad de naturaleza de la tres Personas divinas en la unidad de una misma sustan-cia, a las cuales se dirige la glorificación humana. Más explícitamente hace referencia a la unidad que entre el Padre y el Hijo realiza el Espíritu Santo.Las fórmulas doxológicas concretas en uno y otro caso tienen variantes y mati-ces, pero la diversidad siempre se puede reducir a estos dos modelos básicos.

9. Las ortodoxologíasDesde luego, ambas doxologías son ortodoxas, en el sentido de que ambas son glorificaciones teológica y doctrinalmente correctas y, por lo tanto, plenamente admisibles. Sin embargo, históricamente no son idénticas, y puede señalarse entre ellas algún orden de prioridad en cuanto a su origen y evolución.Así como sólo a través de la historia de la salvación, de la intervención salví-fica de Dios en la historia humana, pudimos conocer la realidad de las tres Personas divinas ―cada una en su función soteriológica específica―, y pudo la teología remontarse hasta el misterio de la vida íntima de Dios en su triu-nidad, así también, se pudo dar la evolución de la doxología económica a la doxología inmanente en el pensamiento de los Padres de la Iglesia, y en el desarrollo teológico posterior, sin que ni una ni la otra perdieran en forma alguna su valor como una correcta glorificación de Dios. Hubo predominio de alguna en ciertas épocas, y de otra en otras; y, no obstante la evolución, ambas tienen su lugar en la plegaria de la Iglesia, sobre todo en la plegaria por excelencia, la liturgia.

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9.1 Las primeras doxologíasAl igual que las expresiones de acción de gracias, bendición y alabanza, las doxologías de los primeros siglos parten de una convicción autoevidente so-bre Dios en ese tiempo. En palabras de K. Rahner, una Selbstverständlichkeit ―la cualidad de ser algo evidente por sí mismo―. Esto aparece con toda cla-ridad en Pablo: Dios se da por un hecho, sin necesidad de mayor explicación o demostración, incluyendo su unidad y su unicidad. Ahora bien, ese Dios evidente se reveló como Yahvé en el Antiguo Testamente. Salvo excepciones, cuando el Nuevo Testamento habla de Dios ―en el original griego o Qeo,j

[con artículo definido]― se está refiriendo a Yahvé, precisamente a la prime-ra persona de la Trinidad, como posteriormente se le denominaría.36 La gran revelación de Jesús de Nazaret es que ese Dios es su Padre, “el que me en-vió” para salvación del mundo. Tras su pasión y muerte, ese Dios resucita a Jesucristo, y ambos envían al Espíritu Santo para continuar en los creyentes la obra salvadora: la divinización del hombre. Por ello, los escritores neo-testamentarios, las comunidades de seguidores de Jesús, los Padres de la Iglesia, la liturgia, todos glorifican a Dios, el Padre todopoderoso (o qeo,j

path,r pantokra,twr), por intermediación de Jesucristo (dia, vIhsou/ Cristou/), y frecuentemente añaden en la comunión del Espíritu Santo (h koinwni,a tou/

a`giou/ Pneu,matoj).

9.2 Fórmulas neo-testamentariasEquivalentes a doxologías son fórmulas paulinas como las de Efesios (1, 3-14):

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (Euvloghto,j o qeo,j

kai path,r tou/ kuri,ou h`mw/n vIhsou/ Cristou/), que nos ha bendecido con to-da clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo (dia, vIhsou/ Cristou/), según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la re-dención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha pro-

36 Ver K. RAHNER, “Theos im Neuen Testament”, en Schriften zur Theologie, Benzinger Verlag7, Einsiedeln 1964, vol. 1, 91-167.

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digado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a cono-cer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. A él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad, para ser nosotros alabanza de su gloria, los que ya antes esperábamos en Cristo. En él también ustedes, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de su salvación, y creído también en él,fueron sellados con el Espíritu Santo de la Promesa (evn w|` kai, piseu,santej

evsfagi,sqhte tw| Peu,mati th/j evpaggeli,aj tw/| agi,w|), que es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria.

En este párrafo, preñado de sentido, aparece claramente la fórmula econó-mica de alabanza a Dios, el Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo, en el designio salvífico.Como éste, se pueden multiplicar los ejemplos neo-testamentarios.

9.3 Ejemplos patrísticos tempranosØ La Didaché.37 Como parte de la acción de gracias (eucaristía), la Di-

daché señala: “Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino [Padre nuestro]. Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo eternamente” (IX, 4). Explícitamente se da gloria al Pa-dre por Jesucristo, e implícitamente se alude a la acción unitiva del Espíritu Santo. Esta doxología se repite constantemente.

Ø San Clemente Romano. En su carta a los Corintios,38 las doxologías siempre van dirigidas a Dios, el Padre ―a Él sea la gloria por los si-glos de los siglos. Amén. (XX,12; XXXII,4)―, ordinariamente por me-dio de Jesucristo. Por ejemplo: “…por el cual (Jesucristo) sea a Él (Dios) la gloria (dia, ou- auvtw|) y la magnificencia, fuerza y honor, aho-ra y por todos los siglos de los siglos. Amén” (LXIV).

37 D. RUIZ BUENO (ed.), Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1965, 77-94.38 Ibid., 177-238.

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Casi al final de la carta leemos:

La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con ustedes y con todos los que en todo lugar son, por medio de Él [Jesucristo], llamados por [el] Dios, por el cual sea a Él [Dios] gloria (kai, meta, pa,ntwn pantach/ tw/n

keklhme,nwn upo, tou/ qeou/ kai, dia, auvtou/( di v ou- auvtw/| do,xa)), honor, poder y magnificencia, trono eterno, desde los siglos hasta los siglos de los siglos. Amén (LXV, 2).

Ø San Justino. “Seguidamente se presenta al que preside entre los her-manos pan y una copa de agua y de vino mezclado con agua. Cuando lo ha recibido, alaba y glorifica al Padre de todas las cosas por (dia,) el nombre del Hijo y del Espíritu Santo.”“Y por todas las cosas de las cuales nos alimentamos bendecimos al Crea-dor de todo, por medio (dia,) de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo.”39

Ø San Ireneo de Lyon. Sus obras40 son refutación de herejías y exposi-ción de la Regla de la Verdad (ka,non th/j avleqei,aj). Sólo parece haber un par de doxologías en sus textos:

Yo también te invoco “Señor Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob y de Israel” que eres el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Dios que por la multitud de tu misericordia te has complacido en no-sotros para que te conozcamos; que hiciste el cielo y la tierra, que dominas sobre todas las cosas, que eres el único Dios verdadero, so-bre quien no hay Dios alguno; por nuestro Señor Jesucristo danos el Reino del Espíritu Santo…41

Y una doxología de carácter inmanente al final de la Demostración: “Gloria a la santísima Trinidad y única Deidad, al Padre, al Hijo y al omniprovidente Espíritu Santo, por los siglos. Amén”42.

39 Apología Primera. Ibid., 6140 IRENEO DE LYON, Contra los herejes, C. I. González (ed.), CEM, México 2000; A. ROUS-

SEAU / L. DOUTRELEAU (eds.), Sources Chrétiennes, París, 10 vols. Démonstration de la Prédication Apostolique, A. Rousseau (ed.), Sources Chrétiennes, No. 406, París 1995.41 Contra los herejes, III, 2.1.3 (p. 273 en la edición castellana de C. I. González).42 Un análisis crítico probablemente consideraría esta frase como una glosa anacrónica.

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10. El tsunami arriano y la reacción ortodoxaLas herejías de diverso signo han estado presentes desde el principio de la era cristiana, y han sido combatidas vigorosamente por los Padres de la Igle-sia, herederos de la tradición apostólica. De alguna manera han contribuido a la clarificación del pensamiento ortodoxo, a una mayor precisión del len-guaje y a planteamientos teológicos cada vez más refinados.

10.1 La herejía de más impactoTal vez la herejía de más impacto en la época patrística la representa el arria-nismo, ―irrumpió a principios del siglo IV―, que de golpe atacaba todas las verdades centrales del pensamiento cristiano: rechazaba la divinidad de Jesu-cristo, negaba su humanidad verdadera, y trastocaba las relaciones entre las Personas divinas. En efecto, sostenía que 1) sólo el Padre es Dios; 2) Jesucris-to fue creado por Dios, y por lo tanto es posterior a él y de naturaleza distin-ta; 3) está subordinado al Padre; 4) se unió a un cuerpo inanimado, sin alma racional, y es él quien lo anima, por lo que tampoco es verdadero hombre. El Espíritu Santo también es criatura, la primera creada por el Hijo por volun-tad del Padre, y por lo tanto está subordinada a ambos. La Trinidad consta de tres hypóstasis (Personas) de distinta sustancia y subordinadas entre sí.

10.2 Aclaraciones ortodoxasTal cúmulo de errores desató una verdadera tormenta teológica y grandes polémicas. En defensa se levantaron gigantes del pensamiento tradicional y la autoridad de los concilios ecuménicos ―Nicea, Constantinopla, Éfeso, Calce-donia―. Triunfó la ortodoxia al afirmar la divinidad de Jesucristo (qeo,j evk qeou/), la igualdad de naturaleza con el Padre (omoou,sioj tw/ñ patri,), verdadero Dios y verdadero hombre (qeo,j avleqw/j kai. a'nqrwpoj avleqw/j), la divinidad del Espíri-tu Santo, la realidad de la divinidad: tres Personas, una sustancia (trei/j u`posta,seij( mi,a ouvsi,a). De ahí en adelante la tendencia fue a subrayar la igualdad de las Personas, en reacción al error del subordinacionismo.

10.3 Aclaración de Basilio de Cesarea La defensa de estas verdades tuvo implicaciones en las fórmulas doxológi-cas. Junto con la doxología temprana, adquirió relevancia la fórmula “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”. Basilio de Cesarea, uno de los tres pa-dres capadocios paladines de la ortodoxia contra el arrianismo, explica en su

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Tratado sobre el Espíritu Santo43 ―contra quienes lo acusaban de introducir palabras extrañas― por qué recientemente glorificó a Dios y Padre de doble manera: “unas veces ‘con’ el Hijo ‘con’ el Espíritu Santo, otra veces ‘por’ el Hijo ‘en’ el Espíritu Santo”.44

En su exposición defiende la rectitud de los dos tipos de doxología, dada la naturaleza divina del Espíritu Santo, y concluye: “Por lo tanto, cuando, por una parte, pensamos en la dignidad propia del Espíritu, lo contemplamos junto con el Padre y el Hijo. Cuando, por otra parte, ponderamos la gracia operada en los que la participan, decimos estar en (evn) nosotros el Espíri-tu”.45 En la terminología arriba sugerida, la primera sería una doxología in-manente; la segunda, una doxología económica.Por lo que toca a nuestra discusión, Basilio, haciendo alusión al planteamien-to paulino de cómo los miembros de un cuerpo se necesitan unos a los otros,46 utiliza precisamente la expresión “en la unidad del Espíritu [Santo]” (evn thñ/ e`no,thti tou/ Pneu,matoj [agi,ou]), refiriéndose a que “todos los miembros en conjunto integran el cuerpo de Cristo en la unidad del Espíritu”.47

11. La liturgia de la misa y la doxología del canon romanoTenemos ya suficientes elementos para abordar el problema planteado en la discusión entre Jungmann y Botte, sobre el sentido de la doxología final del canon romano.

11.1 El sentido de la misa: sacrificio y comidaLa misa es la re-presentación ¾el hacerse presente de nuevo¾ del sacrificio que Jesús ofreció de sí mismo a su Padre en la cruz. Es el memorial de su pa-sión. En la consagración, el Padre envía su Espíritu sobre los dones de pan y vino que la comunidad cristiana le ha ofrecido, para que se conviertan en el

43 Cfr. BASILE DE CESAREE, Traité du Saint-Esprit, texto griego, introducción, traducción y notas de Benoit Pruche, O.P., Sources Chrétiennes, 17 bis, París 1945.44nu/n me.n meta. tou/ Uiou/ su.n twñ/ Pneu,mati twñ/ a`gi,wñ( nu/n de. dia. tou/ Uiou/ evn twñ/ a`gi,wñ Pneu,mati (ibid., 109).45 ,`Wste o`,tan me.n th.n oivkei,an avxi,an tou/ Pneu,matoj evnnow/men meta. Patro.j kai. Uiou/ auvto. qewrou/men) `,Otan de. th.n eivj tou.j meto,xouj evnergoume,nhn ca,rin evnqumhqw/men( evn h`mi/n ei;nai to. Pneu/ma le,gomen (ibid., XXVI, 184, c, p. 230).46 I Cor 12, 4-30.47 VAlla. pa,nta me.n o`mou/ sumplhroi/ to. sw/ma tou/ Cristou/ evn thñ/ eno,thti tou/ Pneu,matoj (ibid., XXVI, 181, b, p. 227). Botte no localizó esta fórmula, más antigua y autorizada que la de Gaudencio de Brescia.

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cuerpo y la sangre de Jesucristo. Los fieles nos unimos a Cristo en acción de gracias y adoración a Dios, el Padre. En la comunión, comemos del cuerpo y la sangre de la víctima sacrificada. Unidos a Cristo y por su intermediación dirigimos nuestra acción de gracias y glorificación al Padre. Del Padre hemos recibido todos los bienes, creación, redención, justificación, por Cris-to. De Él hemos recibido el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo. A Él, el Pa-dre, le rendimos el sacrificio eucarístico, y el honor y la gloria.

11.2 Síntesis doxológicaLa doxología final del canon romano sintetiza en una fórmula extraordina-riamente bella y precisa el sentido todo de la salvación. Es la celebración de la Trinidad económica. Tiene el doble movimiento. Por un lado, el movi-miento descendente (katabático): Dios, el Padre, se acerca al hombre, se le revela, lo dirige, y en la plenitud de los tiempos le envía a su Hijo, revelación total e irreversible de Dios para restaurar nuestra humanidad caída. Tras su muerte, y muerte en cruz, Dios lo resucita y lo eleva a los cielos. De ahí des-ciende el Espíritu Santo, enviado por Dios y por su Hijo para consumar la acción salvífica.Todo este movimiento descendente de la Trinidad económica está descrito en el preámbulo de la doxología. Dicho de otro modo, después de la consa-gración del pan y vino, y tras la oración: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo” 48 ―la unidad del Espíritu Santo―, el conjunto de oracio-nes del canon termina:

Per Christum Dominum Nostrum.

Y el sacerdote continúa:

Per quem [Cristo] haec omnia, Domine [Padre],semper bona creas, sanctificas,vivificas, benedicis et praestas nobis [a los hombres, por el Espíritu Santo]

48 Canon de la plegaria eucarística II.

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Hasta aquí rememoramos el movimiento descendente, del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Sigue, a continuación, el movimiento ascendente:

Per ipsum [Cristo]et cum ipsoet in ipsoest tibi Deo Patri omnipotenti [objeto y término de nuestra glorificación y alabanza]in unitate Spiritus Sancti [en la unidad que entre nosotros realiza el Espí-ritu Santo]omnis honor et gloria,Per omnia saecula saeculorum.

Y el pueblo asiente con el Amén.De esta forma se consuma sacramentalmente el doble movimiento de la Tri-nidad económica:

descendente: del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo;y ascendente: al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

O, en forma más precisa y esencial: en el Espíritu Santo, por Cristo, glorifi-camos y regresamos al Padre.

12. Propuesta de solución a la polémicaEn el caso de la polémica entre Jungmann y Botte, que nos dio ocasión de repasar elementos centrales de nuestra fe, y aun llegar a una mayor intelec-ción de ellos, se puede afirmar que en el fondo no hay razón para una dis-crepancia. A Botte le diríamos que la doxología efectivamente es una fórmula trinitaria; sí, pero que enfatiza la Trinidad económica, más que la Trinidad inmanente. Por lo mismo, no es honor y gloria al Padre y al Hijo en la unidad del Espíritu Santo, como afirma y enfatiza Botte, sino al Padre por Cristo en la unidad del Espíritu Santo [los miembros de Cristo]. Es más, en la doxología está figurado el doble movimiento: el descendente ¾del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo nos viene todo (haec omnia), y ascendente¾al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo respondemos con nuestra acción de gracias y glorificación.

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Ahora bien, por tratarse de la Trinidad económica, la formula trinitaria es también eminentemente cristocéntrica, puesto que Cristo está en el centro de ese doble movimiento descendente y ascendente, y es la razón de ser de nuestra salvación. Por lo mismo, Jugmann tiene razón si el cristocentrismo se entiende inserto en la Trinidad económica, y no como una consideración in-dependiente y autónoma de ella.En cuanto a la frase concreta, motivo de la polémica, “in unitate Spiritus Sancti”, por todo lo dicho se puede afirmar que, en este caso, no se refiere a la unidad del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad inmanen-te; si bien tampoco se refiere exactamente a la Iglesia: “in sancta Ecclesia tua”, como Jungmann le hace decir a Hipólito, forzando incluso su fraseo-logía. A la luz de los elementos analizados, se trata más bien de la unidad que el Espíritu Santo realiza en primer término entre “cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo”; más ampliamente, entre todos los miem-bros del cuerpo de Cristo (recordar a Basilio) y, en definitiva, entre toda la humanidad entera, que de algún modo se encuentra salvíficamente unida por la acción del mismo Espíritu Santo, pues por las semillas del Verbo que ha sembrado, ha sido penetrada por Él, para, unida por el Espíritu a Cristo en un solo Cuerpo Místico, asistirnos en nuestro camino, por Cristo, de re-torno a Dios, el Padre, ya como hijos suyos, participantes plenos de su vida divina.49

En este sentido tiene razón Jungmann cuando afirma que “in Ipso” e “in uni-tate Spiritus Sancti” es exactamente lo mismo. Sin embargo, Jungmann no parece haber logrado encuadrar plenamente esta afirmación en el contexto trinitario y sacar todas las consecuencias para expresar plenamente su plan-teamiento cristocéntrico.50

49 Así, Cirilo de Alejandría: eno.j ga.r h`mi/n evnaulizome,nou tou/ Pneu,matoj( ei-j o` tw/n o[lwn Path.r evn h`mi/n e;stai Qeo.j diV Uiou/ pro.j eno,thta sune,con( th.n eivj a;°llhla kai. pro.j eauto.n( ta. tou/ Pneu,matoj me,toca. “Porque siendo uno el Espíritu que habita en nosotros, estará en nosotros también un solo Dios, Padre de todos, que por medio del Hijo realiza la unidad entre unos y otros y consigo mismo, [que es] la participación del Espíritu”. J. SOLANO, Textos Eucarísticos Primitivos, BAC 3, Madrid 1997, vol. 2, 423-24.50 Jungmann hubiera simplificado y reforzado su argumento si hubiera aludido a la doxología de la anáfora de Hipólito en la traducción latina de la versión etíope (E) que, más sencilla, dice: “…per filium tuum Iesum Christum, per quem tibi [Deo Patri] gloria et honor in sancta ecclesia nunc et semper et in saecula saeculorum.Amen”. Ver nota 11.

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13. En la dinámica de la Trinidad económica

13.1 MisionesPara terminar, un par de planteamientos más. En la doctrina de la Trinidad, la forma como se nos reveló Dios, quien nos envió a su Hijo y al Espíritu Santo, corresponde a lo que se denominan procesiones en la vida intratrini-taria ―del Padre procede el Hijo, y de ambos procede el Espíritu Santo ― y a las misiones en la intervención divina en la historia humana: el Padre envía al Hijo, y ambos al Espíritu Santo. Como se indicó, es el movimiento descen-dente del Dios que nos salva a través de su Hijo, en el Espíritu Santo.

13.2 Teología de los retornosEn congruencia con la teología de las misiones, habría que desarrollar tam-bién la teología de los retornos, del movimiento ascendente del hombre en la Trinidad económica, que arranca en la resurrección de Cristo por la acción del Padre, su ascensión a los cielos ─donde ya alguien de nuestra especie está sentado a la diestra del Padre─, y la venida del Espíritu Santo, que nos ayuda a emprender el mismo camino en sentido ascendente. Es decir, noso-tros, arrancando de la inhabitación del Espíritu Santo en nuestros corazones, por nuestra unión con Cristo, por Él y en Él, en su muerte y resurrección, re-tornamos a la casa de Dios, el Padre. En aquel momento, consumados todos los retornos, se volverá a identificar plenamente la humanidad en la Trini-dad económica y la Trinidad inmanente, más ya no contemplada como des-de fuera, como a través de un cristal obscuro, sino en la incorporación total a la vida divina, en la unidad plena de todos con Todos, ahora sí, en la plena inmanencia divina.Sin embargo, es necesario enfatizar que la primera etapa de los retornoshacia el destino final en la dinámica trinitaria económica es la vida terrenal del ser humano. Es aquí, en esta realidad terrena, donde se debe desarrollar en plenitud la vida en el Espíritu Santo. Ahora bien, el núcleo de la vida cris-tiana en el Espíritu Santo es el conjunto de relaciones que cada uno, y el con-junto humano, establezca con su próximo. La calidad de las relaciones interpersonales y sociales es fruto de la inspiración del Espíritu, y la respues-ta humana determina el grado de incorporación de los individuos y la socie-dad en el plan salvífico de Dios.

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14. Trinidad y sociedad en América Latina; específicamente el caso de México

Siendo la vida terrenal la etapa inicial del retorno en el Espíritu Santo por el Hijo al Padre, y siendo lo primordial de ésta la calidad de las relaciones entre los seres humanos, conviene desentrañar el impacto que sobre la vida social pueden tener una y otra concepción de la Trinidad. Además de un análisis teológico abstracto, se hará una aplicación a la sociedad en América Latina, más específicamente al caso de México en la actual coyuntura.

14.1 Trinidad inmanente y sociedad¿De qué forma la concepción inmanente de la Trinidad puede influir en la vida social?Se han propuesto algunas reflexiones al respecto. En ciertos teólogos aflora la preocupación de que la vida cristiana no refleje de alguna forma el miste-rio de la Trinidad que la teología ha desarrollado tan elaboradamente. Su propuesta es la siguiente: que la práctica de la vida cristiana imite lo que contemplamos de la comunidad y las relaciones interpersonales al interior de la Trinidad. Greshake y Boff, entre muchos otros, nos lo ilustran.Greshake, por ejemplo, a partir de una analogía del carácter individual y so-cial de la persona humana, plantea que vivir la Trinidad es vivir en relación, en comunión con Dios y con el próximo.

Si Dios es communio, y el hombre fue creado como imagen de este Dios para expresar en sí dicha imagen cada vez más y, de este modo, hacerse más semejante a Dios, con ello se pone de relieve también el destino último del hombre: está llamado a convertirse en lo que Dios es desde siempre —comunidad, intercambio de vida— para tener parte de una vez por todas en la consumada communio del Dios trinitario.51

Y, más adelante:

Ahora bien, si el Dios trino es comunidad, de ahí se sigue que nos hare-mos más semejantes a él precisamente en la medida en que nos hagamos

51 G. GRESHAKE, Creer en el Dios uno y trino. Una clave para entenderlo, Sal Terrae, Santander 2002, 55-56

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más comunidad, en que escapemos de nuestra existencia aislada, de nues-tro narcisismo y egoísmo, y nos convirtamos en hombres comunionales, comunitarios y capaces de comunión, en correspondencia con el Dios comunional y comunitario. Sólo así podremos participar de manera defi-nitiva en el juego de la vida de Dios.52

Por su parte, en el contexto de la Teología de la Liberación y tras analizar de la perijóresis trinitaria, Leonardo Boff propone una analogía en proyección descendente que nos dé pistas sobre la forma como debemos comportarnos los humanos si hemos de vivir al Dios Triuno.

…nos interesa saber cuál es el tipo de sociedad que Dios quiere para sus hijos e hijas. La forma de convivencia social que hoy tenemos no puede agradar a Dios. En ella no encuentran lugar la mayor parte de las personas. Hay poca participación, poca comunión y mucha opresión de los pobres. Estos gritan justicia y se organizan para la liberación de sus cadenas y para que brote la vida, la creatividad, el aprecio entre todos y la fraternidad. ¿Dónde se inspiran los oprimidos que creen para proyectar su utopía social y buscar concreciones históricas de una sociedad diferente?

Aquí es donde la fe en la santísima Trinidad de personas, en el misterio de la perijóresis, de la comunión trinitaria y de la sociedad divina ad-quiere especial resonancia, ya que la Trinidad se presenta como el mode-lo de toda convivencia social igualitaria, respetuosa de las diferencias y justa. A partir de la fe en Dios trino, los cristianos postulan una sociedad que pueda ser imagen y semejanza de la Trinidad.

Por otro lado, la fe en la Trinidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu San-to, viene a responder a la gran búsqueda de la participación, igualdad y comunión que hace arder a las conciencias de los oprimidos. Tanto en las bases de la sociedad como en los medios eclesiales se rechaza el tipo de sociedad excluyente que todos sufrimos.53

52 Ibid., 62-63.53 L. BOFF, La Trinidad, la Sociedad y la Liberación, Paulinas2, Madrid 1987, 19.

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Esta propuesta de Boff hunde sus fundamentos en el misterio de la Trinidad en sí misma, para proponer una forma de sociedad que imite y refleje al Dios Triuno.Toda una veta, pues, del pensamiento teológico propone una forma de con-cebir y vivir la Trinidad, que consiste en imitar la vida intratrinitaria del Dios Triuno entre nosotros los seres humanos en la comunicación, comuni-dad y amor de unos con otros.

AquilatamientoSin quitarle mérito a este planteamiento, se puede objetar que, al concebir a Dios como Trinidad Inmanente, se enfatiza a tal grado su trascendencia que se la aleja de la vida humana. Se la observa de lejos y desde fuera como una realidad distante que se contempla y se intenta imitar en sus relaciones in-terpersonales internas, sin una verdadera especificidad en las relaciones dis-tintas de cada Persona con los seres humanos. El planteamiento teológico trinitario inmanentista sostiene, así mismo, que todas las acciones de Dios uno y trino ad extra son de la sustancia divina, no de las Personas ─aquéllas sólo se les atribuyen a éstas─; que no hay una relación propia y real de cada Persona con las creaturas, específicamente con los seres humanos. Por lo mismo, no es posible una interacción propiamente dicha de cada Persona divina con el hombre, en lo individual y en conjunto, ni al revés. Lo más que podemos hacer es contemplar a la Trinidad en sus relaciones recíprocas y tratar de imitarla, lo cual restringe y debilita el dinamismo trinitario de la historia de la salvación, desde siempre y en la actualidad.

14.2 Trinidad económica y sociedadLa conciencia y la operatividad de la intervención divina en la historia humana, no sólo durante los tiempos de la revelación vetero- y neo-testamentaria, sino en la actualidad y permanentemente, con una especifici-dad de la función económica de cada Persona, y la relación e interacción ad extra entre cada una de ellas y nosotros los hombres, es de crucial importan-cia, dadas las difíciles condiciones socio-económicas que afronta América La-tina y en especial México.

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La situación actual de MéxicoEn efecto, al empezar el siglo XXI, la sociedad mexicana enfrenta una verda-dera catástrofe.54 Tras varias décadas de imponerle un esquema devastador comúnmente llamado neoliberalismo ─que está dañando aun a los países más desarrollados─, el resultado es estancamiento económico, desmantela-miento del aparato productivo nacional con una fuerte dosis de enajenación de empresas al capital extranjero, desigualdad extrema entre su población ─un pequeño grupo extremadamente rico a costa de un enorme sector ex-tremadamente pobre─, desempleo rampante, falta generalizada de oportu-nidades de vida digna (en especial para la juventud), élites económicas y políticas depredadoras y corruptas, corrupción generalizada y creciente en todos los ámbitos, masas sometidas a la explotación y la represión, y una depauperización atroz. Tal parece que el gobierno mexicano en eso sí ha cumplido cabalmente el planteamiento evangélico: “a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene aun lo que tiene se le quitará” (Mt 13,12), como principio de política económica.Adicionalmente, en los últimos años el país ha sido sometido a una denomi-nada guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado. Fue lanzada por un poder ejecutivo cuestionado en su legitimidad electoral y con la pretensión de lograrla. Para ello se embarca en un combate armado contra la delincuencia, pero sin la necesaria perspicacia y capacidad de inteligencia, sin conocimiento profundo de la realidad, ni métodos adecuados e infraestructura sólida, ni previsión de los resultados. Las consecuencias han sido paradójicamente contrarias a las intenciones.55 Lejos de acabar con la delincuencia ésta se in-

54 No todos en México estarán de acuerdo con esta apreciación, lo cual es explicable. Un axioma de la sociología del conocimiento plantea que “la posición que ocupa una persona en la sociedad condiciona la forma como la concibe y valora”. Es necesaria-mente distinta la visión de los privilegiados que la de los perjudicados. En el habla co-loquial: “Cada cual habla de la feria según le va en ella”. En este trabajo estamos asumiendo el punto de vista del grueso de la población mexicana.55 El sociólogo alemán Max Weber propone una explicación con su concepto “paradoja de las consecuencias”: una acción social puede tener consecuencias objetivas paradóji-camente contrarias a la intención que la orienta. Weber aplica el concepto al caso de “la cotidianización de la acción carismática” (Die Veralltäglichung des Charisma). Cfr. M. WEBER, Wirtschaft und Gesellschaft, Kiepenheuer & Witsch, Colonia 1964, 182-188 (hay versión castellana en el Fondo de Cultura Económica). Ver también From Max Weber: Essays in Sociology, traducción al inglés y edición de H. H. Gerth / C.Wright

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crementó enormemente, y se volvió más poderosa y letal.56 El narcotráfico ha infiltrado buena parte del sistema político. El grueso de los crímenes no se castiga; impera la corrupción y la impunidad. El país se ha ido militari-zando, y en demasiadas ocasiones las mismas fuerzas armadas agreden a ci-viles inocentes y violan sus derechos humanos.Como consecuencia de la imposición ininterrumpida de las políticas neolibe-rales y de la guerra contra el crimen organizado, el país se hunde en un pro-ceso de decadencia aparentemente irrefrenable.57 La violencia cunde y se agrava, las víctimas se multiplican ─se contabilizan alrededor de 80 mil muertes en 6 años de gobierno─, se agrede a comunicadores y defensores de derechos humanos, se criminaliza la protesta social, el miedo se apodera del grueso de la población. Poco a poco perece irse instaurando un verdadero proceso de descomposi-ción social, en el que organizaciones complejas del tejido social se van desar-ticulando y retrotrayendo a sus unidades más elementales con relaciones crecientemente restringidas, en un esfuerzo desesperado de aparente auto-

Mills, Oxford University Press, Nueva York 1958, donde se usa la expresión “Paradox of unintended consequences”.56 Si el Jefe del Ejecutivo ataca al crimen organizado con la mano derecha ─lanzando a las fuerzas armadas a la calle─, con la mano izquierda le facilita (o al menos no le obstaculi-za) los medios para fortalecer su acción criminal, a saber, 1) ingentes recursos económi-cos por el irrestricto lavado del dinero fruto de la droga, los secuestros, las extorciones; 2)ilimitado acopio de armas estadounidenses a través de aduanas mexicanas porosas y co-rruptas; 3) abundante personal capacitado proveniente de desertores de las fuerzas ar-madas, de policías corruptos dados de baja, de jóvenes sin futuro en la sociedad. En violencia cruda contra violencia cruda, los criminales van ganando la batalla.57 Ver lo que dice sobre el proceso de decadencia social, B. J. F. LONERGAN, S.J., Insight: A Study of Human Understanding, Philosophical Library2, Nueva York 1958, xiv-xv (hay edición castellana: Universidad Iberoamericana/Sígueme, México/Salamanca1999,16-17: “…insight into oversight reveals the cumulative process of decline. For the flight from understanding blocks the insights that concrete situations demand. There follow unintelligent policies and inept courses of action. The situation deteriorates to demand still further insights and, as they are blocked, policies become more unintelli-gent and actions more inept. What is worse, the deteriorating situation seems to pro-vide the uncritical, biased mind with factual evidence in which the bias is claimed to beverified. So in ever increasing measure intelligence comes to be regarded as irrelevant to practical living. Human activity settles down to a decadent routine, and the initia-tive becomes the privilege of violence”. Es ésta una descripción perfecta del proceso de decadencia al que ha conducido al país la aplicación del neoliberalismo durante va-rias décadas, combinada con la guerra anti-crimen de la pasada administración en los últimos años.

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defensa individual ─al tiempo que muchas instituciones globales se van co-rrompiendo—.En el campo, especialmente en las regiones indígenas, la situación es todavía más grave. La pobreza extrema y la miseria, consecuencias no sólo del aban-dono sino de un verdadero saqueo sistemático de los recursos naturales y los excedentes productivos, han llegado a extremos intolerables, que ni la mi-gración logra paliar. Se les imponen esquemas depredadores como la defo-restación y la minería arrasadora en sus territorios ─aun los más sagrados─, junto con la represión (encarcelamiento o asesinato) a cualquier intento de resistencia. A esto se agrega el impacto del cambio climático. La sequía de los meses recientes en la zona norte del país conlleva el amago de una ham-bruna grave. Las cosechas se pierden, el ganado muere, los alimentos esca-sean. Miles de niños, hombres y mujeres se encuentran en peligro de morir de hambre o desnutrición en un futuro cercano, no obstante las promesas de los políticos.Teológicamente, la situación actual de México provoca reminiscencias del prendimiento de Jesús ─preámbulo de su pasión y muerte─ y de su proféti-ca explicación del evento: “sino que es la hora de ustedes [políticos ineptos y corruptos, monopolios insaciables, criminales desalmados] y del poder de las tinieblas”. 58

La lucha por el cambio¿Enfrenta México una situación desesperada, aparentemente insoluble? El re-verso de la medalla de toda esta catástrofe es la creciente iniciativa de múlti-ples sectores de la sociedad mexicana por revertir la situación, por encontrar soluciones específicas, aunque sean parciales, a los ingentes problemas, a nivel individual, familiar, de grupo, de barrio, de colonia, de la ciudad, de la comu-nidad rural, de la región y del país en conjunto; soluciones a la inseguridad, a la violencia, a la violación de los derechos humanos, al desempleo, a la pobre-za, a la represión. Para quienes saben mirar, hay un fermento de iniciativas ─limitadas, disgregadas e inconexas si se quiere, pero pujantes y con potencia-lidad de coaligarse en procesos cada vez más amplios─. Especial mención me-rece el movimiento juvenil #Yo soy 132, que surge a partir de eventos en la Universidad Iberoamericana. Sin embargo, es verdad que estas iniciativas so-

58 avllV au[th evsti.n u`mw/n h` w[ra kai. h` evxousi,a tou/ sko,touj (Lc 22, 52).

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ciales están luchando contra fuerzas adversas enormes y muy poderosas que resisten el cambio porque se benefician grandemente del status quo. La situa-ción es, ciertamente, incierta. ¿Cuál puede ser el resultado?

14.3 Reconocimiento de la acción divinaNo es éste el lugar para exponer y analizar teorías sociológicas del cambio social, ni las estrategias y acciones eficaces para lograrlo. En contraste, desde la fe cristiana y la teología, es aquí donde se puede barruntar la influencia de la Trinidad en la vida social. Ahora bien, en este contexto social no parece ser suficientemente eficaz una mirada contemplativa a la comunidad de amor que es la Trinidad inmanen-te, para tratar de imitarla en nuestras relaciones sociales, y lograr así la re-construcción y reconfiguración de la sociedad. Más congruente parece apoyarse en la acción trascendente de la Trinidad económica en la historia de salvación del mundo y del México contemporáneo, empezando por la in-fluencia y actuación del Espíritu Santo.Lo primero es reconocer que en esa lucha por cambiar la situación actual de la sociedad por parte de muchos mexicanos está ya presente la acción del Espíritu. Consecuentemente, la tarea por realizar desde la fe ─y en general la fe de los mexicanos es mucha─ es cooperar intensamente con esa acción di-vina. Y es que sólo una fuerza omnipotente, como la de una Persona divina, secundando la acción humana, es capaz de lograr las ingentes transforma-ciones que el país requiere.

14.4 La acción del EspírituEl Espíritu, como el viento, sopla dondequiera, y su acción en favor de los hombres es eficaz e irresistible, aunque en ocasiones no se perciba con clari-dad (Jn 3, 8). El Espíritu influye y actúa incesantemente en todos los ámbitos y a todos los niveles, desde lo íntimo del corazón de cada persona ─base fundamental de cualquier transformación social─, hasta la reconfiguración de las estructuras socioeconómicas más complejas; siempre combatiendo la maldad y reforzando lo bueno y fraterno.En el plano teológico, el Espíritu impulsa a los individuos y grupos, y a la sociedad en conjunto hacia: 1) el perdón y la reconciliación, 2) la sanación de lo enfermo y corrupto, 3) la inclusión y la participación solidaria, 4) la co-municación y la distribución equitativa de los bienes. Nada queda fuera de su influjo, ni el corazón del criminal más empedernido. El único obstáculo

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insalvable es “la blasfemia contra el Espíritu Santo”,59 como Jesús la llama: el rechazo tajante, absoluto y definitivo de su inspiración y su acción. En ese caso, la única solución para una sociedad es que una persona así llegue al destino común de todos los hombres, a la muerte ─la exclusión radical de la vida social─ y a las consecuencias finales de esa opción.En la situación de deterioro social en que se encuentra el país, habrá que se-cundar la acción del Espíritu en varios ámbitos:

a) Hacer de la necesidad virtud por parte de quienes padecen en carne propia la situación. Es decir, en vez de padecer un sufrimiento absur-do y sin sentido ─la miseria, el desempleo, el secuestro o asesinato de seres queridos, la impotencia ante la arbitrariedad, la represión, la violación de los derechos humanos─, transformarlo en un sufrimien-to redentor y valioso uniéndolo a los padecimientos de Jesucristo. Ya que se les impone el sacrificio, al menos darle un valor cristiano, al tiempo que luchan por cambiar la situación.

b) Conciencia clara y creciente de la raíz y las causas de la catástrofe.c) Reconocimiento sincero por parte de cada actor social del grado de

responsabilidad y la forma con que ha contribuido a este deterioro. Por acción u omisión, todos tenemos alguna responsabilidad y nece-sitamos convertirnos.

d) Confianza en Dios y en uno mismo, y así no depender más de políticos y otras fuerzas socioeconómicas para resolver la situación ─aunque sin cesar de presionarlos para que cambien─. La sociedad tendrá que va-lerse por sí misma.

e) Inspiración en el curso de acción a seguir, individual y colectivamen-te, para lograr los cambios.

f) Fuerzas para luchar eficaz y organizadamente.

En el fondo, la acción del Espíritu lleva necesariamente a la unidad entre los seres humanos en la comunidad (común-unidad). Y esa unidad se realiza en la incorporación a Jesucristo, a su cuerpo místico, a la comunión con su muerte y resurrección. La acción del Espíritu conduce precisamente a la mi-sión de Jesucristo en su encarnación: a la instauración del reino de Dios, el

59 Mt 12, 31.

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Padre, en la tierra. En el caso de México, como en el de otras sociedades en América Latina, el advenimiento de ese reino implica una verdadera resu-rrección social: el paso de una condición de muerte a la vida en el Espíritu: a una vida de paz con justicia y dignidad para todos, sobre todo para los más perjudicados. La expectativa tampoco ha de ser que se resuelvan todos los problemas y que se superen todas las deficiencias y dificultades ─ el dueño de la mies siempre tolera la coexistencia del trigo y la cizaña.En conclusión, la situación social de México es tan grave que sólo la acción todopoderosa del Espíritu Santo, en colaboración con todos los hombres de buena voluntad ─incluida, desde luego, la siempre presente y muy particu-lar protección de Ntra. Sra. de Guadalupe─, puede sacar adelante el país. Ba-jo esa óptica, el resultado exitoso puede considerarse garantizado. La ruta teológica de México es, pues, la lucha del grueso de los mexicanos en el Espíritu Santo, por, con y en Cristo, para la instauración del Reino de Dios en estas tierras. Así, desde un punto de vista no sólo eclesiológico y ecumé-nico-religioso, sino social, económico, político, cultural, ecológico, la con-ciencia y la práctica de la unidad que entre todos los hombres realiza el Espíritu Santo, y la dinámica de la incorporación a Cristo en el retorno al Padre, tiene una trascendencia inagotable.

15. Enriquecimiento de la vida cristianaMás allá del ámbito sociológico, el énfasis en la concepción de la Trinidad como económica, más que como inmanente, tiene una enorme potencialidad de enriquecimiento del kerigma cristiano, de la liturgia y de la vida espiri-tual. El cristiano, como todo hombre, es un ser-en-relación, y tanta más es su riqueza personal y su plenitud de vida cuanto que establezca relaciones es-pecíficas más significativas con cada una de las tres Personas divinas.

15.1 La especificidad de las relacionesEn el caso de Jesús, como en el de Pablo y los demás cristianos del primitivo cristianismo, era muy claro el papel salvífico que jugaba cada Persona, y la relación que con cada una establecía el hombre como fruto de la revelación. No había ni fusión ni confusión. Así lo sostienen los símbolos conciliares de los primeros siglos:60

60 Cfr. símbolos niceno y constantinopolitano (DS 125 y 150).

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Creemos en un solo Dios (o Qeo,j), el Padre todopoderoso, nuestro creador y objeto de nuestra adoración y culto; es el Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre nuestro. Nosotros somos sus hijos por adopción. Y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, de la misma natura-leza divina que el Padre, encarnado para nuestra salvación y redención, hermano nuestro y mediador ente nosotros y Dios. Y en el Espíritu Santo, el don de ambos, que nos da la vida, que clama por nosotros al Padre “con gemidos inenarrables”, y que nos une entre nosotros y con Cristo.Así pues, en el Espíritu Santo, por el Hijo, caminamos de regreso a la casa del Padre. Consecuentemente, podemos aclamar con la doxología de la Igle-sia primitiva, y con toda ortodoxia: “Gloria al Padre, por el Hijo, en el Espíri-tu Santo.”Sobre estas bases, se pueden vislumbrar, ulteriormente, las relaciones ínti-mas de las Personas divinas dentro de la vida trinitaria, como nuestro desti-no final.

15.2 Hacia una plenitud de sentidoReiterando, con la concepción y la vivencia de la Trinidad como económica, la Escritura, la tradición, la liturgia y toda la vida cristiana ─así como la ac-ción social─ adquieren su sentido pleno; la predicación de la Iglesia logrará su máxima riqueza. En la actualidad ya no hay el peligro de minusvalorar la naturaleza divina del Hijo y del Espíritu, ni de reintroducir el error del su-bordinacionismo, o confundir los papeles propios de cada Persona. Más bien, hay que fomentar una vida espiritual que acepte más amplia y profun-damente la revelación, hasta que el corazón cristiano cante a las tres Perso-nas divinas, en el papel de cada una en la historia de la salvación, con el lirismo de la carta a los Efesios,61 y, con los Romanos, viva nuestra condición de hijos de Dios, por Cristo, en el Espíritu Santo, así como nuestra responsa-bilidad con toda la creación:

...los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios que no han recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes han recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: Abba ¡Padre! El

61 Ver los versículos transcritos más arriba en 9.2.

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Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, su-puesto que padezcamos con Él para ser con Él glorificados.

Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros; porque la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios, pues las criaturas están sujetas a la vanidad, no de gra-do, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán liberadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la crea-ción entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos de-ntro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo...

Y así mismo, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables, y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede por los santos según Dios.62

Así, unidos en la unidad del Espíritu Santo, podremos exclamar: “¡Oh pro-fundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán inson-dables son sus juicios e inescrutables sus caminos!”63

62 Rom 8, 14-23 y 26-27.63 Rom 11, 33.

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El amor místico como modo de ser en el mundo. Rasgos fenomenológicos de la amada, del Cántico espiritual, de San Juan de la Cruz

Lucero González Suárez*

Universidad Autónoma Metropolitana – I, México

Resumen Ésta es una descripción fenomenológica del proceso místico como transfor-mación del amor-eros en amor-ágape, a la luz de la hermenéutica del Cánti-co espiritual, de San Juan de la Cruz. Su propósito es mostrar que el amor místico tiene por fundamento y origen la preeminencia del amor divino. Pa-ra ello aclararé en qué sentido, en sus primeras fases, el motivo-guía que ex-plica la búsqueda del Amado es el amor-eros, el cual, dada su insuficiencia y desproporción para el cumplimiento del fin sobrenatural del amor perfecto, ha de transformarse en el amor-ágape, que San Pablo procuró describir en la Segunda carta a los corintios. Finalmente, a fin de interpretar las principales imágenes que San Juan de la Cruz usa para referirse al místico como esposa, meditaré sobre ellas en su calidad de resonancias del Cantar de los cantares, leído en clave cristiana. Palabras clave: Dios, San Juan de la Cruz, mística, amor.

Summary This is a phenomenological description of the mystical process as a trans-formation from love as Eros into love as Agape in the light of the hermeneu-tics of the Spiritual Canticle by St. John of the Cross. The purpose is to show that mystical love has its foundation and origin in the preeminence of the

* Investigadora y candidata a Doctora en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Correspondencia: Calle Nubia 258, Departa-mento A-316, Colonia del Recreo, Delegación Azcapotzalco, C.P. 02070, México, Distrito Federal. Tel: (55) 38 68 70 21. Correo electrónico: [email protected]

Ribet / Vol. VIII / N° 14, enero-junio 2012, 101-128Derechos reservados de la Uia, ISSN 1870316X

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divine love. To that end, I will clarify in what sense, duringthe first phases, the guiding motif that explains the search of the Beloved is the love as Eros, which, given its insufficiency and disproportion to fulfill the supernatural goal of the perfect love, has to transform itself into the love as Agape, which St. Paul tried to describe in the Second Epistle to the Corinthians. Finally, in order to interpret the principal images used by St. John of the Cross to refer to the mystic as wife, I will ponder upon them as resonances of the Song of Songs, read in Christian key. Keywords: God, St. John of the Cross, mysticism, love.

Introducción El título original del Cántico espiritual es Canciones de amor entre la esposa y el esposo Cristo. Por qué ha sido el primero y no el segundo de estos títu-los el que ha contado con el respaldo de la tradición es una cuestión que no compete a la fenomenología hermenéutica, en cuya línea de investigación se inscriben estas páginas. Sin embargo, la razón por la cual juzgo relevante re-cordar cuál fue el título que el propio San Juan de la Cruz (en adelante abreviado SJC) eligió es que, al hacerlo, dejó claro que el ejercicio de amor perfecto celebrado por las canciones no designa una relación entre un “yo” anonadado y una divinidad abismática, sino entre el místico y Cristo. El proceso místico de la amada que celebran las canciones que lo conforman, es auténti-ca y originariamente cristiano y, más aún, cristocéntrico. El sentido del amor al que ha cantado SJC no puede comprenderse a través de conceptos tales como “vaciamiento”, “anonadamiento”, “abandono” o “dejamiento”. Ni siquiera por lo que concierne a la fase purgativa es acerta-do olvidar que el esfuerzo de desasirse de todo apego está motivado por la inflamación del amor del Esposo. El amor místico que define la vida fáctica de la amada entraña un abandono de sí, mas dicho abandono no es más que un medio para desocultar la presencia del Amado. Este escrito tiene por propósito reflexionar sobre la encarnación del Logos, como condición de posibilidad de la experiencia místico amorosa, para mos-trar que el amor místico tiene por fundamento y origen la preeminencia del amor divino. Para ello aclararé por qué cabe decir que en sus primeras fases el motivo amoroso que explica la búsqueda del Esposo Cristo es el amor-eros,

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el cual, pese a ser indispensable para el abandono de sí y del mundo, no basta para la unión mística, a causa de su desproporción para el cumplimiento del fin sobrenatural del hombre. A continuación mostraré que el proceso místico puede comprenderse como un tránsito del amor-eros al amor-ágape, descri-to por San Pablo en la Segunda carta a los corintios. Finalmente, meditaré en las principales imágenes que SJC usa para referirse a la amada, en su calidad de resonancias del Cantar de los cantares.

1. Cristo: logos encarnado para la redención, justificación y salvación

En el Superevangelium S. Joannis, Santo Tomás de Aquino señala que “los demás evangelistas hablan de la vida activa; San Juan, sin embargo, de la vi-da contemplativa”.1 El Evangelio según San Juan no tiene como propósito hablar de Jesús para dar cuenta de que en sus acciones se realiza el reino anunciado por él; habla de Cristo como realización de la vida eterna, a la que está llamado a participar quien crea en su nombre. El prólogo del Evangelio según San Juan enfatiza la divinidad de Cristo, que tiene por causa su identidad esencial con el Padre, por quien es engendrado eternamente mas no creado. Al decir “En el principio existía la Palabra” (Jn 1,1), éste da a entender que Cristo-Jesús “constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (1Rm 1,4) existe desde el principio. Es coeterno con el Padre por cuanto que la Palabra o Verbo divino no ha comenzado a ser ni está en el tiempo, sino que sólo en un momento preciso de la historia de la salvación se ha manifes-tado en la carne. Al decir que “En el principio existía la Palabra”, San Juan establece una línea de continuidad entre las revelaciones del Antiguo y el Nuevo Testamento. Declara que el Hijo no es criatura y que la creación es obra conjunta del Padre y su Verbo, dado que “Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada. Lo que se hizo en ella era la vida” (Jn 1,1). El Evangelio según San Juan distingue a Dios respecto de su Palabra dicien-do que “la Palabra estaba junto a Dios” (Jn 1,1), para luego proceder a su identificación al afirmar “y la Palabra era Dios” (Jn 1, 1). A un mismo tiem-po, pero no bajo el mismo aspecto, el Padre y su Palabra son idénticos y dife-

1 SANTO TOMÁS, Superevangelium S. Joannis Lectura, en R. BOSA (ed.), Santi Thomae-Aquinatis Opera Omnia, 1980, vol. 6, n. 1.

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rentes, pues si la vida eterna que constituye la esencia compartida de ambos estuviera en la Palabra como lo está en el hombre que ha llegado a la unión mística, Ésta no sería origen de lo creado sino creación. En el principio, “Lo que se hizo en ella [la Palabra] era la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1,3-4), toda vez que en el consentimiento de su iluminación, “uno acepta el conocimiento experimental que Dios tiene de sí mismo, con que el Logos como luz se identifica”.2 Con independencia de la encarnación del Verbo, la esencia no manifiesta de Dios es invisible.3 “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Por el Hijo y en el Hijo, Dios se ha manifestado en su paternidad para iluminar a los hombres. De ahí que Jesús afirme: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera re-velar” (Mt 11,27). Sólo en Cristo el hombre puede acceder a la comunión con el Padre. Dicho por él mismo, Jesús es la puerta a la salvación: “Yo soy el camino, y la ver-dad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también al Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto” (Jn 14,6-7). Conforme a su humanidad y a su divinidad, Cristo crucificado es la vía para acceder a la comunión mística con la esencia divina que comparten el Padre y el Hijo. Mas no es, como parecen pensar algunos intérpretes, una media-ción susceptible de ser superada en favor del encuentro con la divinidad del Padre, lo que por lo demás sería absurdo toda vez que sólo en y por Cristo Dios se ha revelado a sí mismo en su paternidad como acontecimiento del amor-ágape. El Dios enamorado que se deja crucificar no es una “puerta”, destinada al anonadamiento; es la esencia del Padre en su manifestación carnal. Cristo-Jesús es medio, condición de posibilidad, sentido y término de la vida mística. La cruz no es sólo el ámbito que acoge el acontecimiento que manifiesta la esencia divina como amor-ágape, es decir, la entrega voluntaria que hace de sí mismo Cristo-Jesús para el perdón de los pecados; es también el sentido de ese amor-ágape. No es simplemente el lugar donde se manifestó el amor que Dios es; ante todo, es el acontecimiento por el cual dicho amor-ágape se hace visible

2 J. FERRARO, Misticismo y compromiso en el Evangelio de San Juan, UAM / Edamex, México 1997, vol. 1, p. 21. 3 SAN AGUSTÍN, In Ioannis Evangelium, 1955, 3, 8.

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para fundar un modo de vida: el ser cristiano. La cruz y el amor-ágape se rela-cionan como el acontecimiento por el cual se esencia Dios y la esencia misma de Dios o aquello que Él es: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios; en que en-vió a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (Jn 4,8-9). En la entrega voluntaria de sí, Cristo manifiesta el conocimiento esencial de la divinidad del Padre, que por naturaleza le es propio, amando hasta la muerte en la cruz. Si el Verbo se encarnó fue para hacer capaz al hombre de corresponder al amor-ágape que proviene del Padre; el Verbo se manifiesta y otorga plenamente en el Hijo y mora en el hombre como Espíritu Santo que procede de ambos, para que el hombre conozca y ame a Dios como Dios mismo se conoce y se ama. Acerca de lo cual, dice Jesús en su discurso de despedida:

Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis porque mora con vosotros y estará en vosotros [...] el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo (Jn 14,15-17.26).

Unida al Esposo, las operaciones de la esposa se tornan divinas,

porque poseyendo ya Dios las potencias como ya entero señor de ellas por la transformación de ellas en sí, Él mismo es el que las mueve y manda di-vinamente según su divino espíritu y voluntad; y entonces es de manera que las operaciones no son distintas, sino que las que obra el alma son de Dios y son operaciones divinas, que, por cuanto, como dice San Pablo, el que se une con Dios un espíritu se hace con Él (1Co 6,17) de aquí es que las operaciones del alma unida son del Espíritu divino y son divinas.4

El Espíritu Santo es la presencia que ilumina amorosamente al hombre, en el medio oscuro de la fe sobrenatural, para comunicarle la sabiduría del Padre

4 SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo, libro III, capítulo 2, párrafo 8 (en adelante se citará con la sigla S, a la cual se antepondrá el número de libro, y seguida de los números de capítulo y párrafo que correspondan).

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y del Hijo, a la que aluden las palabras del Esposo en la canción 13: “Vuélve-te, paloma, que el ciervo vulnerado por el otero asoma al aire de tu vuelo, y fresco toma”, donde

Por el vuelo entiende la contemplación de aquel éxtasis [...] por el aire en-tiende aquel espíritu de amor que causa en el alma este vuelo de con-templación. Y llama aquí a este amor causado por el vuelo aire [...] porque el Espíritu Santo, que es el amor, también se compara en la escri-tura al aire, porque es aspirado del Padre y del Hijo.5

El Espíritu Santo es para SJC la “aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre [...] que a ella [la esposa] la aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación para unirla consigo”.6 El matrimonio espiritual es la relación de amor consumada, que se realiza cuando “el alma aspira en Dios como Dios aspira en ella por modo participado, porque, dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación [...] es estar transformada en las tres per-sonas en potencia y sabiduría y amor”.7 Tener ya la vida eterna es vivir vida del Dios Trinitario.

2. El enamoramiento místico El deseo latente en la actitud místico-religiosa “no puede ser sino una expre-sión de una actitud del hombre hacia Dios”8 una respuesta a la llamada atractiva y fascinadora del Esposo que, al descubrir su presencia, enamora a la esposa. El deseo de poseer por clara y esencial visión al Esposo es la inten-ción vital que define al místico. Es su deseo del Amado lo que lleva a la es-posa a salir apresuradamente de noche, olvidando cualquier otro afán, tras las huellas de quien, habiéndola enamorado, la dejó luego herida de amor. El deseo es fuerza que hace salir al místico del mundo y de sí para buscar a Dios. SJC dice: “¡Oh, Señor, Dios mío!, ¿quién te buscará con amor puro y

5 SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual B, canción 13, párrafo 11 (en adelante se citará con las siglas CB, seguidas de los números de canción y párrafo que correspondan). 6 CB 39, 3. 7 CB 39, 4. 8 A. NYGREN, Eros y ágape. La noción cristiana del amor y sus transformaciones, Sagi-tario, Barcelona 1969, 207.

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sencillo, que te deje de hallar muy a su gusto y voluntad, pues tú te muestras primero y sales al encuentro a los que te desean?” (cf. Sb1,1-2)”.9 Aun cuando el deseo de ver a Dios es una condición necesaria para la unión, debe purificarse, pues para no degenerar en apetito necesita mudarse de na-tural en sobrenatural. En respuesta a un religioso, dirigido suyo, SJC da al-gunos avisos para llevar a buen término “los grandes deseos que le da nuestro Señor de ocupar su voluntad en Él solo”,10 de modo que evite buscar a Dios por el apetito de su presencia, sabiendo que “el único apetito que quiere Dios [es] el de guardar su ley”.11 El amor-eros es el primer movimiento por el cual la esposa se decide a aban-donarlo todo para llenarse del amor fruitivo del Esposo. Sin embargo, dado que surge de una raíz egoísta, no es medio proporcionado para la unión. En los inicios del proceso místico, el amor que la amada tiene por su Esposo es natural. Los intentos de ésta por hallar el sitio donde está escondido el que mostrándose la enamoró surgen del deseo interesado del gozo espiritual. Buscar a Dios por el gozo derivado de su experiencia amorosa, lejos de aproximar al espiritual a la unión mística, representa un impedimento para su realización: “Todos los daños en el gozo de bienes tienen raíz y origen en su daño principal que es apartar de Dios”.12 Al identificar equivocadamente al ser absoluto y misterioso de Dios con el gozo que su presencia causa en la esposa, cuando su iluminación es fruitiva, impide que la amada se ejercite en el amor desnudo y perfecto. El amor-ágape implica una purgación de todo gozo convertido en apetito, incluso si éste se refiere a Dios. La importancia de la doctrina sanjuanista de la noche oscura sólo se aprecia en su justa dimensión cuando se comprende que únicamente la intervención de la gracia tiene el poder de purgar al en-tendimiento y la voluntad de todo gusto y asimiento, debido a que “uno de por sí no atina a vaciarse de todos los apetitos”.13 Las aficiones “crean prefe-rencias desfigurando la realidad”.14 De entre todas las aficiones que aquejan al espiritual, aquella que mayores peligros encierra es la que tiene al Dios-ídolo

9 SAN JUAN DE LA CRUZ, Dichos de amor y de luz, 2. 10 San Juan de la Cruz, carta 13 11 1S 5, 8. 12 3S 19, 1. 13 1S 1, 4. 14 1S 5, 5.

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por objeto, porque disminuye la capacidad para participar del Misterio de Dios.15

3. La unión mística. Del eros al ágape Eros y ágape designan dos modos de amar que si bien pueden no diferir en-tre sí por su objeto, surgen de actitudes existenciales opuestas: el deseo egocéntrico de posesión y el don de sí, respectivamente. Como Nygren advierte, “‘eros’ y ‘ágape’ son dos fenómenos que originalmente no tienen ninguna rela-ción”.16 La diferencia entre ambos no es de grado sino de naturaleza. Tanto “eros” como “ágape” son movimientos existenciales que orientan a lo superior y suponen un desdén por lo temporal y efímero. Ambos valen como causas-motivo de la búsqueda de Dios. Sin embargo, mientras que “eros” es la expresión de una potencia humana sólo suscitada por la visión fugaz de lo divino, “ága-pe” designa, ante todo, el amor que Dios es. “El amor divino [eros-ágape] es inmotivado; el humano [amor-eros], por el contrario, es motivado”.17 Dios ama al hombre porque esencialmente su ser se identifica con el amor. “Esto descarta la cuestión de la mejor o peor natu-raleza de quienes son objeto del amor divino. A la pregunta de ¿por qué ama Dios?, sólo hay una respuesta justa: porque Él es amor en su esencia”.18 Por el contrario, el amor-eros es la fuerza con la que el hombre, cuyo entendi-miento y/o voluntad se lo representan como bien supremo, ama a Dios. Con todo, “Si el amor a Dios fuese un amor-deseo [del que SJC decía que no pasa de ser un apetito natural que ata el espiritual a un Dios-ídolo], entonces Dios, aunque se le califique de ‘bien supremo’, no dejaría de ser un medio para satisfacer un deseo humano.”19 Por sí mismo el existente puede buscar pero no hallar a Dios. El amor y la fe sobrenaturales son dones divinos. Nada viene del hombre porque no hay camino del hombre hacia Dios, sino únicamente de Dios al hombre. El cami-no de Dios al hombre es el abajamiento, pasión y muerte en la cruz, a fin de ofrecer a todos una nueva forma de comunión en el ejercicio del amor-ágape. “Dios nos ha demostrado su ágape haciendo que Cristo muriese por noso-

15 1S 6, 4. 16 A. NYGREN, o. c., 23. 17 Ibid., 90. 18 Ibid., 68. 19 Ibid., 85.

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tros cuando no éramos sino unos pecadores, redimiéndonos así de la ira al hacernos justos por la gracia de su sangre”.20 Principal y originariamente, “ágape” nombra el amor divino; sólo por deri-vación y en sentido débil, designa el amor místico perfecto. Transformado en semejanza del Esposo, las obras del místico expresan el amor-ágape que Él es. Amar al prójimo en perfección es signo inequívoco de la semejanza con el Esposo Cristo, que constituye la esencia de la vida mística. El proceso místico puede interpretarse como un tránsito del amor-eros al amor-ágape, determinado por la entrada en la contemplación oscura amoro-sa. Lo que hace al principiante ser tal es el amor-eros que lo hace salir de sí y de sus afanes temporales para ir tras la huella del Amado, a fin de hallar su presencia gozosa. El principiante es también un nuevo amante a quien en-candila y enciende la sed del gozo originado por la experiencia de Dios. Por el contrario, el perfecto se compara al “adobado vino” que, habiendo progre-sado en la escala del amor místico, tiene a Dios un amor que no está sujeto ni ligado al gusto, que no aumenta ni disminuye por los goces o privaciones que de Él recibe.21 La experiencia oscura amorosa del Amado no es conocimiento egoísta sino iluminación transformadora, por obra de la cual el místico adquiere el don de irradiar dicha presencia salvadora en el ejercicio de la caridad, pues “in-cluso cuando la ‘ágape’ tiene por objeto al hombre, revela los rasgos del amor divino”.22 “Pero, ¿dónde debemos ejercitarnos en la caridad? En el amor al hermano”.23 A diferencia del amor-eros, el amor-ágape es el sentido de la vida mística que entraña de suyo un compromiso ético. La soteriología cristiana, centrada en la experiencia de la ágape se distingue de la doctrina del eros porque no se conforma con “la liberación con respecto al mundo sensible y la ascensión hacia la patria divina de la cual es originaria”.24 Ágape, como se ha dicho ya con Nygren, es la respuesta cristiana al problema de la ética y de la religión. Ella designa el ejercicio de amor perfecto que, siendo de origen divino, al-canza al prójimo: “Si alguien piensa que la bebida es para sí, la fuente pierde

20 Ibid., 111. 21 CB 25, 10-11. 22 A. NYGREN,o. c., 203. 23 SAN AGUSTÍN, Homilías sobre la Primera Carta de San Juan a los Partos, 2003, 5, 7. 24 A. NYGREN,o. c., 157.

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su virtud. Dios da el agua de la contemplación infusa para hacer de ella partícipe al prójimo”.25 La ágape no es experiencia iluminativa pasiva por la que el individuo se ab-sorbe en lo divino o se ensimisma; es fuerza transformadora que, realizando las obras del amor, engendra amor en el prójimo. Como dice el apóstol, “la fe sin obras no salva” (St 2,7). Mas, para que las obras de amor sean perfectas, y proporcionadas al ser de Dios, es preciso que sean expresión del ejercicio de las virtudes teologales y éticas sobrenaturales. “La obra de la fe es el amor mismo, según lo que dice el apóstol Pablo, y la fe que obra por el amor (Ga5,6). Las obras que realizaste antes de venir a la fe [sobrenatural, fruto de la contem-plación] o eran nulas o, si tenían la apariencia de bondad, eran vanas”.26 En total acuerdo con San Agustín, SJC advierte que “las obras buenas no se pue-den hacer sino en virtud de Dios”.27

4. Amor místico como modo de ser en el mundo La revelación es el testimonio de un encuentro vívido con lo divino, al que el existente accede de manera gratuita dado que ni siquiera todas sus obras juntas son suficientes para hacerlo merecedor de internarse en el abismo in-sondable de lo sagrado. La revelación que la teología sistematiza mediante la aplicación del pensamiento dialéctico resulta de la interpretación de lo divi-no, a través de una mediación hierofánica o misteriofánica. El estudio teológico de los textos revelados permite arribar a ciertos princi-pios sobre los cuales se sostiene la fe. Pero a partir de ellos no se puede afir-mar o rechazar la verdad de las experiencias de encuentro con lo divino del que dichos textos dan testimonio. Ningún intérprete puede acceder directa-mente a la experiencia de la que ellos dan cuenta para confirmar la adecua-ción entre palabra y experiencia místicas. La fenomenología hermenéutica de la mística se enfrenta a la dilucidación de la palabra revelada para hacer explícita la experiencia de sentido que le es propia. Al ocuparse de la revisión de los textos revelados, cuyo estudio concierne a la tradición teológica donde se enmarca el acontecimiento histórico-cultural de la experiencia místico-religiosa, la fenomenología exhibe sus rasgos y es-

25 SAN AGUSTÍN, In IoannisEvangelium, 1955, 32, 4. 26 SAN AGUSTÍN, Homilías sobre la Primera Carta de San Juan a los Partos, 2003, 10, 1. 27 CB 29, 3.

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tructura unitaria sin perder de vista que su acaecer tiene lugar en un escena-rio cuyo telón de fondo está dado por un conjunto de principios teológicos tácitos o explícitos. El fenomenólogo no puede acceder a la experiencia personal de los místicos; lo único que está a su alcance es el testimonio escrito de tal experiencia. Por este motivo, a continuación ensayaré la descripción fenomenológica de una serie de caracterizaciones que aparecen en la Primera carta del apóstol San Pablo a los corintios, destinadas a esbozar la naturaleza del amor místico, en cuya tradición bebe la experiencia sanjuanista.

El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor […] Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1Co 13,4-5.7).

“El amor es sufrido, es benigno”, dice San Pablo. “El más puro padecer trae consigo el más puro entender”, sentencia SJC en sus Dichos de Amor y de Luz. Existe un vínculo innegable entre la capacidad para atravesar por la ex-periencia del dolor que tiene por causa el sacrificio, la renuncia y el detri-mento y mengua de la existencia, por un lado; y la ofrenda de sí como expresión máxima del amor divino, que tiene su máxima expresión en la pa-sión y crucifixión de Cristo, por el otro. Considerado de manera aislada, el sufrimiento no sólo carece de una razón de ser, sino que emerge como una presencia invasiva que priva la vida de sentido, al menos transitoriamente. Padecer, aguantar y soportar el dolor, lejos de afir-mar la vida, la convierte en algo insoportable. El sufrimiento puede asumirse como algo dado, quizá gratuitamente, que mue-ve la voluntad a vencer obstáculos y sobrepasar abismos. Tal es la posición de quien, por ejemplo, ante el espectáculo de la injusticia social, conmovido por el dolor del otro, experimenta compasión y se elige sujeto de una praxis revolu-cionaria, basado en la convicción de que “El sufrimiento es un mal que no hay que evadir con indiferencia sino combatir con persistencia”.28 El dolor se con-vierte entonces en oportunidad para la afirmación individual o colectiva.

28 I. CABRERA, “San Juan de la Cruz y el sufrimiento”, en Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México, agosto de 1993, 35.

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Ante la experiencia de dolor, se puede también buscar la imperturbabilidad mediante la transformación o supresión del deseo: “La estrategia es básica-mente evasiva: no esperar, no desear, no involucrarse con lo que ocurre”.29 Tal es el caso del estoico que se coloca voluntariamente en situaciones de prueba física o espiritual con la intención de templar su ánimo y acostum-brarse a la renuncia de toda satisfacción, convencido de que el origen del su-frimiento es el deseo. Asimismo, el sufrimiento puede ser un ofrecimiento voluntario por obra del cual, en vez de empeñarse en ganar fortaleza o volverse inmune frente a los avatares de la vida, se ofrece el dolor como el precio amargo de la transfigu-ración existencial. Comparto con Isabel Cabrera la interpretación de que para SJC la categoría de sufrimiento está ligada a la idea de sacrificio y purifica-ción, a lo que yo agregaría que también lo está a la de ofrenda y entrega de sí, que sólo cobran sentido como actos amorosos. Para el cristiano, “al ofrecer el sufrimiento como un acto de amor se le está dando valor y permeando de sentido; de otra manera, lo que es amenaza absoluta de sin sentido, se con-vierte en un pleno de sentido”.30 Cuando San Pablo sostiene que el amor es sufrido y SJC afirma que “El amor no consiste en sentir grandes cosas, sino en tener grande desnudez y padecer por el Amado”,31 la idea central es que el amor entraña sufrimiento porque es donación y entrega voluntaria; ofrenda de sí que realiza libremente quien des-ea abandonarse en los dulces brazos del Dios amado. El místico no busca de-liberadamente el sufrimiento. No es masoquista. No está interesado en propiciar la ocasión de la prueba. Mas, al saberse inmerso en el sufrimiento, sobre todo en los periodos de purgación, lo acepta con humildad y resignación, por más amargo que sea, como un regalo que proviene de su Amado. Interpreta ese momento de su proceso espiritual como una ocasión privilegiada para desapegarse incluso del gusto espiritual que proviene de la cercanía del Amado, mediante la re-nuncia al anhelo de bienestar y contento. El sufrimiento místico es un padecimiento que el espiritual soporta porque asumirlo de ese modo le permite entregarse; renunciar al cuidado de sí para limpiar su interior de todo cuanto no es Dios. Sólo entonces “cumple bien el precepto de amor, que es amar sobre todas las cosas; lo cual no puede ser sin

29 Ibid. 30 Ibid., 36. 31 SAN JUAN DE LA CRUZ, Avisos, 114.

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desnudez y vacío en todas ellas”.32 Para devenir amante de lo divino, el místico debe sacrificar todo gusto y deleite. Debe renunciar a la búsqueda de la felicidad y la autocomplacencia para quedar en total vacío y acceder al amor absoluto de Dios. Debe desnudarse incluso de aquello que en el plano de lo profano consiste en la finalidad y sentido de la vida (la eudaimonía, di-ría Aristóteles) y arrojarse, dejarse caer, en la oscuridad del sufrimiento, ilu-minado por la esperanza puesta, aunque sin motivos, en la unión amorosa con Dios. Para SJC, la unión sobrenatural entre Dios y el existente se da cuando el se-gundo quita “de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina”,33 para que “echando todo lo que es disímil y disconforme a Dios, venga a recibir semejanza de Dios […] y así se transforma en Dios”.34 Luego de atribuir al amor la manifestación del sufrimiento, San Pablo continúa diciendo que “el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envane-ce”. El amor no conoce la envidia porque no añora ganancia. La fuerza del amor no radica en la posesión ni en la capacidad de conquistar algo para sí, sino en el ejercicio de la entrega. El amor místico es vaciamiento existencial que dispone al existente para el encuentro unitivo con el Misterio Salvífico. Sólo quien pretende sojuzgar al otro, e incluso a lo totalmente Otro, siente envidia cuando, al comparar su progreso con el de sus semejantes, juzga que no ha obtenido cuanto merece. El Predicador del Eclesiastés dice: “Todo tra-bajo y toda excelencia de obras despierta la envidia del hombre contra su prójimo. También esto es vanidad y aflicción de espíritu” (Qo 4,4). Palabras mediante las cuales da a entender que la búsqueda de la afirmación en términos de ser, tener, poseer, obrar, saber, gustar, etc., acaba por encadenar al individuo al falso aprecio de sí. Lo importante no es la afirmación del ciudadano como varón honorable, be-llo y bueno sino la renuncia personal e íntima a la dignidad y el aprecio de sí. La comparación desfavorable entre el progreso espiritual y la meta de la unión mística pone de manifiesto que quien incurre en ella emite un juicio de

32 SAN JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva (redacción definitiva), canción 3, párrafo 51 (en adelante se citará con la sigla Ll, seguida de los números de canción y párrafo según corresponda). 33 2S 5, 3. 34 2S 5, 4.

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valor encubierto: “Yo soy superior a los otros y por tanto soy merecedor del favor de Dios”. La única manera de no envidiar es amar. Quien ama procura el bienestar y la felicidad del amado no porque, en consonancia con un interés de posesión egoísta, le importe que la posesión amada conserve su integridad y capaci-dad de proporcionarle agrado, sino porque no le interesa afirmar propiedad alguna sobre aquél. Quien reconoce sus imperfecciones; quien se conoce a sí mismo porque ha sido alcanzado e interpelado por la manifestación de Dios, comprende su indignidad y sabe que sólo por el favor divino puede merecer la justifica-ción. Sabe que ante Dios ninguna de sus obras, pensamientos ni renuncias bastan para hacerlo merecedor del Amor perfecto. Sabe que no puede jactar-se de haber conquistado los favores del amor divino, y comprende la adver-tencia: “que nadie se jacte en su presencia” (1Co 1,29). El amor es hijo de la humildad, no de la soberbia. Aquel que se ha medido contra lo divino conoce su propia nulidad, así como la de todos los afanes que animan sus aspiraciones. Frente a la evidencia de que la vida es duración que se distiende en el desgaste cotidiano y arrastra su limitación e indigencia de un lado a otro del camino peregrino, difícil-mente puede germinar el orgullo que alimenta la vanidad. Quien arriba al conocimiento de sí y es agraciado con la visión de la divinidad no puede en-vanecerse porque en ningún momento logra arrancarse de los labios el sa-bor amargo de la finitud y la mortalidad que lo separa de lo sagrado. Ahora bien, “el conocimiento de sí […] es lo primero que tiene de hacer el alma para ir al conocimiento de Dios”.35 Uno de los beneficios concomitantes a la con-templación amorosa infusa es el conocimiento oscuro de Dios por fe. La mística sanjuanista no reconoce escisiones entre conocimiento y amor. Progresar en el ejercicio del amor es desprenderse de la vanidad. San Pablo sostiene que el amor “no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor”. Al explorar el origen del mal moral, San Agustín caracteriza dicha elección como un error de la voluntad. Sostiene que nadie elige el mal deliberadamente. Lo que ocurre es que a causa de su finitud e imperfección, la voluntad confunde la apariencia del bien con su realidad verdadera. El mal es resultado de la ignorancia y de la limitación para dis-

35 CB 4, 1.

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tinguir lo que conviene. Quien obra mal en términos morales o incurre en un acto indebido, lo hace llevado por una razón y/o una pasión equivocada y desordenada. El camino de la contemplación favorece al existente no sólo con el conoci-miento de lo que debe hacer sino con la experiencia amorosa de Dios, que lo aproxima a la manifestación velada de su ser. De ello se sigue la imposibili-dad de que convivan el mal y el misticismo. Aun cuando el compromiso místico con el Misterio Salvífico se coloca por encima del compromiso moral, no por ello contraviene el ejercicio del amor al prójimo. El amor “no busca lo suyo” porque su fuerza no radica en el afán conquista-dor que pretende adueñarse y poseer, e incluso sojuzgar aquello que cree amar. Amar es un acto libre y gratuito por obra del cual el amante se olvida de sí para correr en pos del otro/Otro. El amor no es conservación sino en-trega. La interpretación corriente y superflua que sostiene que nadie puede dar lo que no posee contrasta del todo con la disposición mística. El místico no es alguien que convencido de su riqueza personal, por un exceso de abundancia y como por un acto involuntario de emanación, derrame su amor en Dios. El amor repudia el egoísmo porque quien ama no busca afirmarse ni dejar su impronta a través del sometimiento de la alteridad. Quien ama no aspira a imponer al otro/Otro el modo específico en que le ha de tratar. Conocedor de las maravillas y perfecciones de su Amado, el amante se tiene en poco. La relación que entabla con su Amado es plenamente libre porque no creyendo merecer nada de parte suya tampoco alberga expectativas ni exigencias. De ahí que tampoco se irrite, dado que no alberga en sí una disposición latente a la cólera, ante el silencio de Dios. El resentido carece de libertad porque es incapaz de borrar el desagrado que le provoca el recuerdo reiterado de un acto dañino, al que regularmente juzga inmerecido. El rencoroso se aflige porque no habiéndose desnudado de sus apegos, se duele por la decepción de sus deseos. El amante no conoce el rencor fundamentalmente porque no reclama nada. El amor “todo lo cree” y “todo lo espera”. Amor, fe y esperanza son virtudes teologales estrechamente vinculadas. La fe mística es una virtud sobrenatu-ral que muestra a Dios como fin de la existencia. La esperanza hace proceder al mismo. En tanto que el amor une al existente con Dios en semejanza.

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5. Principalers imágenes de la amada en el Cantar de los cantares, y su resonancia en el Cántico espiritual

Aun si SJC no hiciera mención explícita de ello, no sería difícil percatarse de que las principales imágenes tanto de la esposa como del Esposo Cristo son resonancias poéticas de aquellas que pueblan el Cantar de los cantares. Ello plantea el problema de decidir sobre la originalidad del Cántico espiritual por cuanto conduce inevitablemente a la pregunta: ¿en qué medida un poe-ma estructurado con base en imágenes provenientes de otro puede conside-rarse una creación independiente? Desde una estética simplista el problema es de fácil solución. Basta con decir que, respecto del Cantar de los cantares, el Cántico espiritual es un poema de segunda categoría toda vez que, hasta cierto punto, retoma la experiencia de sentido del primero. El Cántico espiritual no es un poema sin más sino un poema místico; una expresión que conduce a la resonancia de la palabra. Una experiencia que proviene de una doble raíz ontológico-existencial: el habitar poético y la acti-tud místico-religiosa, suscitadas respectivamente por un peculiar acontecer del sentido ontológico y la donación mostrativa de lo divino. Ahora bien, si como ya he dicho, la experiencia místico-religiosa se realiza a través de me-diaciones culturales (misteriofanías y hierofanías), que posibilitan y configu-ran el acceso a lo divino, se tiene que las imágenes del Cantar de los cantares no son simples expresiones literarias, sino construcciones de carácter social, a través de las cuales quienes se han formado en la tradición judeocristiana se vinculan a lo divino. En su calidad de mediaciones, las imágenes del Cantar de los cantares, que el Cántico espiritual retoma, no son sólo palabras acuñadas para mentar la manifestación originaria del ser en su apertura histórica (alétheia); ante todo, son palabras en las que resuena el eco de un encuentro originario con una divinidad específica: el Dios de la revelación. De donde se sigue que el Can-tar de los cantares y el Cántico espiritual son, ambos, poemas místicos a través de los cuales se despliega una experiencia igualmente originaria de encuentro con Dios.36

36 Se llama experiencia al contacto directo con los fenómenos, del cual resulta un saber que, al integrarse a la vida del individuo, concebida como su haber sido conformado por el conjunto de experiencias dinámicas que constituyen su horizonte de interpreta-ción, determina sus encuentros sucesivos con la totalidad de lo que es.

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Al retomar las imágenes del Cantar de los cantares, el Cántico espiritual re-asume la tradición judeocristiana que interpreta su encuentro con Dios en cla-ve de amor esponsal; la dimensión innovadora del poema sanjuanista proviene de su interpretación de éstas, a la luz de la experiencia personal de encuentro con el Amado. Por más que se trate de las mismas imágenes, su pertenencia a modalidades de la vida místico-religiosa distintas (judía y cristiana) impide pensar en la mera repetición poética. Según aparezcan en uno u otro contexto de sentido, tales imágenes mientan experiencias originarias con matices distin-tos. Que, para el cristianismo, haya continuidad entre el Dios del Antiguo y el Nuevo Testamento, no es sinónimo de su identidad sin más. Comprender el carácter originario del Cántico espiritual demanda una inter-pretación de sus canciones capaz de mantener la tensión identidad-diferencia de las hierofanías-misteriofanías a las que mientan las diversas imágenes, pro-venientes del Cantar de los cantares. De donde se desprende la necesidad de comprender el sentido que tales imágenes tienen para la interpretación cris-tiana de la experiencia judía que se declara en ellas. La pascua es la experiencia religiosa fundacional del pueblo de Israel, para dar expresión a la cual surgen las diversas hierofanías y misteriofanías que le son propias. “Los testimonios rabínicos de los primeros siglos de la era cris-tiana no dudan en resaltar el valor de este libro. En la Edad Media ya es dato cierto que el Cantar de los cantares era la lectura propuesta en la sinagoga durante el tiempo de la pascua”.37 Con certeza, en esa época el Cantar de los cantares se había constituido ya en uno de los textos clave para la interpretación de la experiencia judía de Dios. Momento desde el cual, “la liberación de Egipto, la gran experiencia de Israel, es ya leída bajo esta clave”.38 Desde sus comienzos, la historia de la salvación del pueblo de Israel fue interpretada como relación esponsal con Dios. Pues, si bien es cierto que la centralidad del amor es propia de la identidad cristia-na, también lo es que al vivir su vínculo con Dios bajo los signos de la fideli-dad, la promesa, la renovación y el diálogo personal, “Israel ha vivido su historia frente a Dios en clave de amor-comunión”.39 ¿De qué manera la experiencia judía es asumida y reinterpretada por SJC? En el Cantar de los cantares “se encuentra la raíz y el fundamento bíblico de

37 F. BRÄNDLE, Biblia en San Juan de la Cruz, Espiritualidad, Madrid 1990, 86. 38 Ibid. 39 Ibid., 89.

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toda la obra”.40 El poeta místico toma de allí las “figuras, comparaciones y semejanzas”41 de que se vale para dar cuenta del ejercicio de amor entre Amado y amada. Por su formación teológica y su pertenencia a la tradición cristiana, SJC se re-laciona con las imágenes del Cantar de los cantares como con mediaciones para la búsqueda y el encuentro del Amado Esposo Cristo, lo cual significa que, de algún modo, su proceso místico está condicionado por su enamora-miento del Esposo, tal como éste se halla representado en el Cantar de los cantares. No obstante lo cual, al usarlas para expresar su encuentro con el Amado no las repite, sino que les otorga un sentido renovado, fruto de su experiencia viva. Al apropiarse de las imágenes del Esposo y la esposa para llevar a la palabra un esquema general del proceso místico cristiano, “Juan de la Cruz está transmitiendo, desde su propia experiencia, la experiencia viva del amor [del Cantar de los Cantares], que es una experiencia en constante tensión de con-sumación, siempre nueva y abierta al futuro”.42 ¿Cómo fue el encuentro de SJC con el Cantar de los cantares?

En Salamanca, donde estudia teología, por aquel entonces había un fuer-te movimiento bíblico volviéndose al estudio del hebreo y del griego pa-ra una asimilación más profunda del espíritu que encierra la letra. Tal era el propósito de Fray Luis de León cuando ofrece sus traducciones, y no olvidemos que en este tiempo en que San Juan de la Cruz ya está en Sa-lamanca corrían ya entre los estudiantes las traducciones del Cantar hechas por Fray Luis de León.43

Las imágenes sobre la amada del Cántico espiritual, heredadas de la lectura en clave cristiana del Cantar de los cantares sobre las que quiero centrar mi aten-ción son la pastora, con la que SJC se refiere al oficio de ésta, la comparación que hace de ella con la paloma, así como aquella que la presenta como el huer-to deseado donde se recrea el Amado. El por qué del orden expositivo obedece al carácter progresivo del proceso místico, determinado por la escala del amor

40 Ibid., 82. 41 CB Prólogo, 1. 42 F. BRÄNDLE, o. c., 86. 43 Ibid., 24.

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místico, que no se ajusta del todo al ritmo de la declaración poética, que no re-lata un camino lineal de la conversión al matrimonio espiritual. La amada es pastora enamorada de Aquél que se revela ante ella como Buen Pastor. El Evangelio según San Juan, da testimonio de la declaración de Jesús “Yo soy el buen pastor” (Jn 10,11). Frente al Amado-Buen Pastor, la amada no se presenta como oveja; no pertenece a la comunidad creyente que avanza al encuentro de su presencia salvadora, dirigida por un guía espiritual, al que quepa llamar pastor, en virtud de su vida consagrada a la imitación y segui-miento de Cristo. La amada no es oveja sino pastora: he aquí una clara referen-cia a que cuando SJC escribe el Cántico espiritual lo hace principalmente para orientar en su tránsito por la noche oscura a sus hermanos en la fe. De la caracterización de la amada como pastora se ocupa SJC al declarar la segunda canción. La amada-pastora reconoce a Cristo-Jesús como “El buen pastor [que] da la vida por sus ovejas” (Jn 10,11). Sabe ya, al menos por el conocimiento natural de la revelación, que Cristo-Jesús se entregó volunta-riamente, en obediencia al Padre, para otorgar a las ovejas el don de la vida eterna; “para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). La pastora tiene en común con las ovejas que es amada por el Buen Pastor; se distingue de ellas por su encuentro personal con Él, suscitado por la herida de amor-eros, de la que habla SJC al comentar las primeras líneas del Cánti-co espiritual. Lo cual implica que, aun cuando esto sea de modo imperfecto, en los comienzos del proceso místico, no tiene más oficio que seguir las hue-llas de su Amado. El Cántico espiritual es la resonancia de un proceso de búsqueda, transfor-mación y unión amorosa entre el Buen Pastor y su amada, donde se declara el modo en que ella sale de sí, enamorada por la manifestación del primero, que tuvo a bien llamarla por su nombre para atraerla a sí. Cristo-Jesús es el Buen Pastor. “A este le abre el portero, y las ovejas escuchan su voz; y a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10,4-5). La estructura del Cántico espiritual está pensada como recreación poética del itinerario a través del cual, cada vez de un modo más perfecto, la pastora va descubriendo la presencia oculta del Buen Pastor, en la imitación y segui-miento de Éste. Motivada por el amor-eros, la pastora desea más que nada hallarle para pedirle que le indique el lugar donde se escondió, dejándola herida de amor. A semejanza de la novia del Cantar de los cantares, la pasto-

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ra pide a su Amado que le descubra el sitio donde ha de encontrarlo, a fin de no tomar una senda equivocada, ni confundir al Buen Pastor con cualquier otro, confiada a su solo juicio. Por lo cual le dice, según la traducción de Fray Luis de León de Ct 1,6: “Enséñame, ó Amado de mi alma, dónde apacientas el rebaño, dónde sesteas al medio día: porque seré como descarriada entre los ganados de tus compañeros”.44 Palabras en las que da cuenta de que el suyo es un amor que no se conforma con la noticia indirecta de su Amado que aportan la escritura, los sacramentos, consejos y ejercicios espirituales. En respuesta a su petición, el novio del Cantar de los cantares responde: “Si no te lo sabes, ó hermosa entre las mugeres, salte y sigue las pisadas del ga-nado, y apascentarás tus cabritos junto á las cabañas de los Pastores”.45 Lo que Fray Luis de León interpreta como queriendo decir: “[los pastores] te llevarán donde les lleva á ellos su amor, y donde tienen pasto, que es el lu-gar donde yo estoy con los demás pastores”,46 puesto que para él, el camino para el encuentro con el Amado es la religiosidad de la que participan todos los pastores de Dios, que han abrazado la vida consagrada. De lo que parece desprenderse que, para Fray Luis de León, hay una sola vía para la unión con el Amado: el camino tradicional del ejercicio de amor natural (vía activa). Otra imagen que el Cántico espiritual retoma del Cantar de los cantares es el color moreno de la amada. En el Cantar de los cantares hay dos alusiones al color de piel de ésta. La primera, por boca de la amada, aparece cuando, avergonzada de su presencia, reconoce el carácter inmerecido del amor de su Esposo, diciendo en Ct 1,5: “No me miréis que soy algo morena, que miróme el sol: los hijos de mi madre, porfiaron contra mí, y pusiéronme (por) guarda de viñas: la mi viña no me guardé”.47 Leída en clave cristiana, la confesión de la amada constituye una descripción esencial del estado en que se halla el existente lejos del Amado. El color moreno sirve para caracterizar a quien, como ella, entregada a las labores mundanas, adquiere un hábito, una disposición que configura su ser de cierto modo. El color moreno es la huella por la que se conoce que hasta ese momen-to la esposa ha tenido por oficio principal el cuidado, la guarda de la viña de sus hermanos.

44 FRAY LUIS DE LEÓN, El Cantar de los Cantares. Traducción literal y declaración del libro de los Cantares hecha por Fray Luis de León, Espasa Calpe, Madrid 1958, 35. 45 Ibid., 49. 46 Ibid., 50. 47 Ibid.

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A mi entender, la viña simboliza ese ámbito de la vida cotidiana, sumergida en el cual la amada, y entregada a sus labores, presta un servicio a sus her-manos. Quien sirve a sus hermanos (pastores y ovejas) y se entrega por ente-ro al ejercicio de la caridad activa en el orden natural se hace uno con la viña-comunidad. El resultado de ello es que, dejando en el olvido la búsque-da de la contemplación oscura amorosa, opone resistencia para que Dios la introduzca en las purificaciones pasivas de sus aficiones y apetitos, sin lo cual no logra desasirse de los vicios e imperfecciones de su condición natu-ral. Y así, por más obras de amor natural que realice, no consigue ser digna de la presencia del Amado, de la que SJC dice que se da cuando es mirada por Dios, porque el mirar de Dios es amar. Por sí misma, la amada carece de belleza y perfección y, por lo mismo, no es digna de ser mirada por el Ama-do. Sabiendo lo cual, ruega diciendo “No quieras despreciarme, que, si color moreno en mí hallaste...”. Ocupada en guardar la viña de sus hermanos, la pastora “no guardó su viña porque se olvidó de sí”.48 La gravedad de su olvido radica en que al proce-der de tal modo, olvidó que por sí mismos los sarmientos no dan fruto, si no están unidos a la vid. Situación a la que Jesús se refiere cuando señala “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta” (Jn 15,1-2). Pues, “lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco si no permanecéis en mí” (Jn 15,4). Con lo cual da a entender que sin la participación en la con-templación oscura amorosa, que se da en fe sobrenatural, por la iluminación del Logos, nadie puede realizar obras de amor perfecto. Ajena a la experiencia mística, la amada, que antes se olvidó de la vida con-templativa, pide no ser despreciada por la fealdad que de suyo tiene, por la raíz de los hábitos de imperfección que no ha sido purgada en ella, “porque ve que de suyo no merece otra cosa”.49 Porque comprende que, por causa de la desemejanza que hay entre sus bajas operaciones y el ser sobrenatural del Amado, no está en condiciones de recibir su noticia. A pesar de lo cual, sa-biendo también que su miserable estado ha comenzado a cambiar favora-blemente por la intervención de la gracia de su Esposo, que comenzando a introducirla en la noticia oscura de su ser la llena de dones y virtudes sobre-

48 Ibid., 46. 49 CB 3, 4

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naturales, toma valor y en la canción 33 se atreve a decir, como la esposa en Ct 1,4: “Morena yo, pero amable, hijas de Jerusalén, como las tiendas de Ce-dar, como las cortinas de Salomón”.50 Su amabilidad procede de que, habiéndola mirado su Esposo, le imprimió gracia y hermosura. Vestida de la hermosura de su Esposo, dirigiéndose a Él, le dice: “ya bien puedes mirar-me, después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste”. Más que de ella, la hermosura de la amada es hermosura de Dios. Donde la pala-bra “hermosura” mienta la desaparición del color moreno, que simboliza las imperfecciones de su ser natural, al tiempo que enaltece su semejanza con Aquel que es fuente de toda hermosura. Asimismo, SJC compara a la amada con la paloma, retomando dicha hierofanía del Cantar de los cantares. En la canción 13, hace decir al Esposo: “—Vuélvete, paloma...”, llamándola así para aludir al vuelo alto y ligero de la contempla-ción, por la que ella se dirige a Dios con la fuerza y capacidad sobrenaturales que su gracia le ha infundido. Pero no es sino hasta la canción 33 que

llama al alma blanca palómica, por la blancura y limpieza que ha recibi-do de la gracia que ha hallado en Dios y llámala paloma, porque así la llama en los Cantares (2,10) para denotar la sencillez y mansedumbre de condición amorosa y contemplación que tiene; porque la paloma no sólo es sencilla y mansa sin hiel, mas también tiene los ojos claros y amorosos; que, por eso, para denotar el Esposo en ella esta propiedad de contem-plación amorosa con que mira a Dios, dijo allí también que tenía los ojos de paloma.51

Al salir de la noche oscura, la amada se ha tornado de morena en blanca. Como la paloma, purificada y por la gracia de Dios, está limpia de vicios. Porque, habiendo adquirido el hábito de la contemplación oscura amorosa, se ha despojado de sus hábitos de imperfección. Tras haber aclarado el modo de ser de la amada que la hace semejante a la paloma, SJC habla del habitar que le es propio, acerca de lo cual conviene saber que “aunque haya muchas palomas en un lugar, cada par vive por sí, ni ella sabe el nido ajeno, ni el palomo extraño le quita el suyo”.52 El habitar de

50 FRAY LUIS DE LEÓN,o. c., 35. 51 CB 34, 3. 52 FRAY LUIS DE LEÓN, o. c., 77.

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la paloma es solitario; es un hábito de soledad que, en olvido y desarrimo de to-do, hace de ella morada propicia para las visitas solitarias de su Amado. Por-que “En soledad vivía”, la amada-paloma, inmersa en la concentración amorosa de su amado, “mereció que a solas su querido” habitara con ella, en soledad de todo, conduciéndola sólo Él por el camino oscuro de la contem-plación amorosa, hacia la unión de semejanza, porque llegada a este dichoso estado, “el alma ya lo ha dejado todo y pasado por todos los medios, su-biendo sobre todo a Dios”.53 En la canción 17, en diálogo con la sequedad de espíritu que padece, la ama-da invoca “al Espíritu Santo, que es el que ha de ahuyentar la sequedad de su alma [para que] ponga el alma en ejercicio interior de las virtudes, todo a fin de que el Hijo de Dios, su Esposo, se goce y deleite más en ella”.54 Llamándolo austro, la amada pide al Espíritu Santo del Hijo que aspire por su huerto. Lo que ella desea es la infusión del Espíritu Santo, que es obra del Hijo, para así poder participar del amor perfecto que vincula a la Trinidad. La cual aspiración provoca en la amada-huerto que el hábito de las virtudes sobrenaturales éticas y teologales, movidas por su toque, se expresen en obras divinas, cuya suavidad y deleite compara SJC con el olor de las flores. Al decirle al Espíritu Santo “aspira por mi huerto, y corran tus olores, y pa-cerá el Amado entre las flores”, la amada pone en palabras su deseo de que, agraciada con dicha moción de amor, pueda ofrecerle a Él las obras de virtud perfecta que Él ha engendrado en ella. Lo que ella desea es ser digna de su presencia y ofrecerle el deleite que Él mismo ha puesto en ella. Situada en las fases finales del proceso místico, la amada sabe que el amor-eros no basta para la unión de semejanza; que sólo el camino que va de Dios al hombre es adecuado para la realización del fin sobrenatural del amor perfecto. Imagen que, a su vez, recuerda las palabras de la esposa en Ct 6,1: “El mi amado descendió al su huerto, á las heras de los aromates, á apascentar entre los huertos, y coger las flores”.55 No es sino hasta la canción 22 que la petición de la amada se ve cumplida. Entonces, embargada de alegría, canta “El esposo se ha entrado en el ameno huerto deseado”. Transformada en Dios por participación, la amada es para Él

53 CB 35, 6. 54 CB 17, 2. 55 FRAY LUIS DE LEÓN, o. c., 143.

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morada deleitosa pues, habiéndola hecho capaz de amar como Él lo hace, como la esposa del Cantar de los cantares, es ahora digna morada de su presencia,

porque le había hecho semejante a un deleitoso huerto, ella agora por es-tas palabras, encubierta, y honéstamente ofrécele a sí misma, y convídale á que se goce de sus amores, como si dijera mas claro: Pues que vos me hicisteis semejante a un jardín, ó amado Esposo, y dixistes, que yo era vuestro huerto; ansí confieso yo y digo que soy vuestra, y que todo lo que hay en mí, es para vos.56

Igualada consigo, la esposa es para el Esposo “huerto cercado, fuente sella-da” (Ct 4,12), que sólo para su Esposo quiere dar frutos y ser emanación de agua pura, a semejanza suya. Transformada en el Amado, puede ella atri-buirse la capacidad para hacerlo gozar. Pero no por lo que es en sí misma, dejada a su condición natural, sino porque al gozarse en ella, el Amado goza de sí. De donde que, aun cuando el deleite de la presencia del Esposo es una experiencia de la amada, por tener su origen en el Esposo, en la canción 22 SJC diga que llegada a tal estado ésta es para el mismo Dios huerto deseado.

6. El amor místico: condición de posibilidad del amor perfecto al prójimo

San Juan de la Cruz plantea cuatro principios místico-teológicos que, con-forme a su doctrina y experiencia de unión con Dios, definen la identidad de la vida cristiana: 1) Dios creó al hombre para el fin sobrenatural de unirlo consigo, en la participación de sus operaciones fundamentales: amarse y co-nocerse a sí mismo. 2) Los medios deben tener proporción con los fines. 3) Nada finito, por causa de su desproporción con el ser infinito de Dios, puede valer como medio para la unión. 4) El único medio proporcionado al fin so-brenatural del hombre es el ejercicio de las virtudes infusas teologales. Es una constante afirmar que el prójimo es el ámbito donde se realiza el amor a Dios. Que el prójimo es huella de Dios y que el amor al Creador re-dunda en el amor a sus criaturas, no está sujeto a discusión. Si el amor a Dios es un acto y no una mera disposición, ha de expresarse en obras que día a día manifiesten el amor que Dios es. Sin embargo, una cosa es amar al prójimo

56 Ibid., 121.

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con el amor natural del que somos capaces valiéndonos de nuestros propios medios, y otra es el amor perfecto al prójimo y a Dios, sólo posible por la parti-cipación de las operaciones divinas. Para SJC no cabe confundir a Dios con sus hierofanías y misteriofanías: pen-sar que Dios es el otro, el pobre, la mujer, el excluido, el extranjero, la viuda o el enfermo. Si así fuera, si Dios se confundiera con sus obras, bastaría amar al prójimo en el orden natural para merecer la salvación. Incurrir en tal error, es pensar que el objeto del amor para el cual fuimos creados no es el Creador sino sus criaturas. Por otro lado, en lo tocante al modo en que se realiza el amor a Dios, es pre-ciso aceptar que para amar y ser virtuosos en el orden natural nos bastamos a nosotros mismos. No obstante, carecemos de la capacidad para amar a Dios y al prójimo con el mismo amor que Dios es, toda vez que entre las operaciones humanas y divinas no hay proporción. Si el fin para el cual fuimos creados es el amor perfecto, manifestado en la cruz de Cristo, de ello se sigue que sólo pensar en merecer la salvación a través de la realización de obras de amor imperfecto es un acto de soberbia ¿Cómo podría lo finito, natural e imperfecto igualarse con lo infinito, sobrenatural y perfecto? El hombre, por sus solas fuerzas, es capaz de practicar la virtud; mas para hacerlo perfectamente necesita las purgaciones pasivas de las que habla SJC en su doc-trina de la noche oscura. En la exposición doctrinal que SJC hace, con la inten-ción de declarar el sentido de sus poesías, la “noche aparece con frecuencia como medio de purificación activa y pasiva de las secuelas del pecado, de los apetitos y hábitos desordenados, de las múltiples imperfecciones; purificación indispensable para la preparación a la unión con Dios”.57 El ejercicio de las virtudes morales adquiridas, indispensable para mantener la fortaleza de su hábito, es medio remoto para alcanzar el fin sobrenatural de la deificación.

Los diez mandamientos no nos dicen cómo ser hijos de Dios sino cómo ser humanos, y las aptitudes humanas que desarrollamos mediante su práctica son llamadas las virtudes morales adquiridas —la templanza, la fortaleza, la justicia y la prudencia— [que...] preparan para el desarrollo

57 J. M. VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 2007, 163 (las cursi-vas son mías).

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de las aptitudes propiamente cristianas, es decir, para los actos que co-rresponden a las tres virtudes teologales.58

En los inicios, el espiritual busca al Amado mediante la realización de obras de amor finito. Al hacer cuanto puede para liberarse por sí mismo de sus gustos y asimientos, se dispone favorablemente para que el Amado infunda en él la contemplación oscura amorosa, a fin de hacerlo capaz de obrar so-brenaturalmente. Lejos de constituir un olvido del prójimo, la contemplación infusa amorosa es condición de posibilidad del amor intersubjetivo. Como aclara uno de los mejores intérpretes de SJC: “Contemplación quiere decir: atracción radical y búsqueda de Dios, que concentra el ser y vivir de una persona creyente en la comunión con Él, y desde Él con personas y cosas”.59 Hecha Dios por participación, las obras de la esposa son expresión del hábito de las virtudes teologales sobrenaturales, que le ha sido infundido por gra-cia. Únicamente unida y transformada en el amor de su Esposo, la esposa está en condiciones de amar a Dios y al prójimo con el mismo amor que Dios se ama a sí mismo y la ama a ella. Sólo entonces cobra sentido afirmar que el amor al prójimo y el amor a Dios se identifican hasta cierto punto.

Por eso también en este estado se hace perfectamente compatible la vida activa del místico con la contemplación y se hace posible o, mejor, nece-saria como consecuencia de la fecundidad espiritual del místico, su refe-rencia a los demás, a los que ama con el amor de Dios al que le ha elevado el estado de perfecta unión con él.60

En la época en que escribió SJC, la práctica religiosa constituía un elemento fundamental de la vida social. La preocupación por la salvación era una evi-dencia. Por el contrario, en nuestra época, aun en los círculos religiosos, la sola afirmación del carácter universal del misticismo provoca el rechazo ge-neralizado bajo el argumento de que querer igualarse con Dios es soberbia.

58 J. FERRARO, ¿Senderos opuestos? Misticismo y liberación del pobre, UAM / Edamex, México 1995. 59 F. RUÍZ, Místico y maestro. San Juan de la Cruz, Espiritualidad, Madrid 2006, 13. 60 J. M. VELASCO, “El fenómeno místico en la historia y en la actualidad”, en La expe-riencia mística. Estudio interdisciplinario, Trotta / Centro Internacional de Estudios Místicos, Madrid 2004, 35.

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¿Cómo pensar la actualidad de la doctrina sanjuanista desde el contexto lati-noamericano, aquejado por la pobreza, la opresión y la injusticia? Si com-prendemos en qué consiste nuestra identidad cristiana, podremos tener claro que si bien se impone un compromiso social y político para transformar las condiciones de vida de quienes, no pudiendo satisfacer sus necesidades ele-mentales, encuentran mayores dificultades para procurar su salvación,

Dios no puede encontrarse en la historia, en nuestra transformación de la sociedad, en nuestras luchas por la justicia, ya que Él trasciende todo. Lo que se encuentra son “huellas de Dios”, de su plan para el hombre. Pero esto no es encontrar a Dios, sino que debe disponernos para el encuentro con Él, en la contemplación infusa.61

Que la Iglesia tiene un compromiso con la justicia y el bienestar social de todos los hombres, es algo innegable. Pero que su finalidad se limite a ello; que la doctrina social de la Iglesia se limite al ejercicio del amor natural del prójimo, dejando para mejores tiempos la preocupación por que aquellos cuyos dere-chos defiende realicen el fin sobrenatural de la deificación, no sólo es discuti-ble sino inaceptable. La lucha por la liberación es una exigencia ética y política de todo hombre, así como del cristiano en cuanto hombre mas no por ser cris-tiano. No se puede ser cristiano y decir que la santidad no es para todos sin caer en contradicciones. Sin olvidar que ser cristiano es hacerse semejante a Cristo y no simplemente vivir justamente y buscar la justicia social. De ningún modo pienso que sea verdadera la suposición de que sólo quien goza de cierto bienestar está en condiciones de buscar la presencia de Dios; de que para imitar a Cristo es forzoso pertenecer a una sociedad donde las nece-sidades básicas estén satisfechas. Muy por el contrario, aun cuando en sí mis-ma la pobreza y la injusticia son males que deben ser erradicados, nada sería más contrario a la esencia del cristianismo católico que olvidar que la pobreza, asumida voluntariamente y entendida como un desprendimiento de todo cuanto no es Dios, es el lugar privilegiado para escuchar su llamado amoroso. Ni la liberación del prójimo, impulsada por el amor natural a éste, ni la vida li-bre de opresión, que permite una relación ética entre los individuos, son vías proporcionadas para el encuentro con Dios. Como cristianos, sería inconcebi-

61 J. FERRARO, ¿Senderos opuestos…, 222.

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ble pensar en una liberación plena que no considere que el fin de ésta es favo-recer aquellas condiciones sociales que facilitan el encuentro con el Amado Es-poso Cristo. Ninguna liberación es propiamente cristiana si deja en el olvido que la justicia económica no es más que un medio para la realización de lo que realmente somos: seres llamados a ser Dios por participación. Cuando hago propio el reclamo de los oprimidos puedo reconocer la huella del Dios que sufre por sus criaturas en el otro que me mira y reclama de mí solidaridad ética para con su sufrimiento. Pero Dios no es el otro. Dios es Dios y a Él sólo se llega transitando la vía mística, a través de la cual, quien abraza la cruz de Cristo se asemeja a Él en el ejercicio del amor sobrenatural, al que canta SJC. El fin sobrenatural de la vida cristiana no es el amor imperfecto, de raíz egoísta, que busca la virtud por su propio esfuerzo y se goza en los bienes que de ella redundan, sino el amor perfecto, manifestado en la cruz de Cris-to. Si “un poquito de este puro amor” vale más que todas las obras del amor imperfecto, es debido a la “asistencia y continuo ejercicio de amor en Dios”62 de la esposa. “Para este fin de amor fuimos criados”,63 y no para las obras de la virtud imperfecta que no brota de “este grado de solitario amor”.64 Es por ello que, en su calidad de guía espiritual, SJC recuerda a quienes piensan que las obras de amor natural bastan para merecer la salvación, que “harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera es martillar y hacer poco más que nada, y aun a veces daño”.65 Para amar al prójimo conforme a nuestra limitada e imperfecta capacidad nos bastamos a nosotros mismos; para amar como Cristo nos amó y como se aman el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, es preciso participar de las ope-raciones divinas: ser místico. El misticismo no es un epifenómeno del cristia-nismo: es la esencia de su identidad.

62 CB 29, 1. 63 CB 29, 3. 64 CB 29, 3. 65 CB 29, 3.

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Congreso 23 de la Asociación de Biblistas de México: “La violencia en la Biblia”

Javier Quezada del Río Universidad Iberoamericana Ciudad de México

La Asociación de Biblistas de México (ABM) celebró su congreso anual los días 23-26 de enero del 2012. Éste se ha realizado ininterrumpidamente des-de hace 23 años. En esta ocasión, la sede fue Suchitlán, Colima, con el tema: “La violencia en la Biblia”. El conferencista invitado fue nuestro anfitrión, el doctor P. José Cárdenas Pallares. El tema fue elegido por la Asamblea pasada (San Miguel de Allende, Guana-juato), pues es importante que los biblistas reflexionemos sobre el hecho de la violencia en México, a la luz de la Escritura y, de esa forma, ofrecer a to-dos líneas de acción inspiradas en la Biblia. Ésa fue precisamente una de las peticiones que expresó monseñor José Luis Amezcua Melgoza en la homilía que dirigió a la Asamblea durante la misa inaugural: que la Palabra llegue al pueblo, que la Palabra se disemine por toda la nación, que los cristianos se conviertan en discípulos y misioneros. Todas las conferencias tuvieron como eje la situación de violencia que se vi-ve en el mundo, especialmente en México, y todas buscaron dar pautas de reflexión y acción conforme a la Escritura. La primera conferencia fue de José Cárdenas y versó sobre la violencia en el libro del profeta Amós. La situa-ción actual no está para componendas, como en tiempos de Amós, y según su predicación, o se está del lado de los oprimidos o contra Dios mismo. El profeta fustiga a varias naciones, no sólo a Israel y Judá, y su principal invec-tiva es contra la injusticia social, la exclusión, el despojo, la opresión. Anun-ció un castigo inminente y brutal, pero sus palabras no fueron escuchadas. El pueblo fue al destierro para nunca regresar. A pesar de las enormes diferen-cias entre aquella sociedad y el México contemporáneo, el dios que pervierte los corazones sigue siendo el mismo: el dinero. La segunda conferencia corrió a mi cargo. La titulé: “Génesis 3. El origen de la violencia… de Dios”. En la presentación insistí en que los puntos suspensivos

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eran importantes; abordé la diferencia que existe entre la doctrina tradicional del pecado original, según Agustín, y el relato de Génesis 3; intenté mostrar con claridad, primero, qué pensaba Agustín del pecado original y en qué términos habló de él. En segunda instancia, hice un análisis del relato bíblico y así concluí afirmando que, puesto que la narración aparentemente sencilla del capítulo 3 del Génesis tiene muchos recovecos que aún no han sido explicados del todo, era mejor acercarse al texto con un método sincrónico. Éste reveló con facilidad que el sentido del relato es que Dios manda la obediencia y que el echarse a andar por las sendas del conocimiento y de la independencia sólo puede atraer una larga serie de desgracias. Al final contrasté ambas enseñan-zas, la de Agustín y la de Génesis 3, y concluí que, si bien el Dios que proyecta la narración bíblica de “la caída” no queda del todo bien parado, la interpreta-ción cristiana ha hecho de él un Dios mucho más agresivo y, por qué no decir-lo, injusto. Por lo tanto, la doctrina tradicional del pecado original debería revisarse partiendo de una lectura sin prejuicios de Génesis 3. La tercera conferencia fue del P. Luis Orestes Ochoa Íñiguez. Abordó el tema de la muerte en el Qohélet (Eclesiastés). Dijo que el autor había reaccionado tanto contra el judaísmo servil como contra el helenismo demasiado orgullo-so de su pensamiento. A pesar de las grandes dificultades que presenta ese libro para una interpretación de conjunto, es seguro afirmar que uno de sus temas principales es la muerte. Su espanto ante ella (¡el hombre y la bestia tienen la misma suerte!), y la contemplación de un mundo estructurado de manera sumamente injusta no lo conducen a un despecho contra Dios y la vida, sino a un temor de Dios y un amor por lo que la vida puede ofrecer (He visto que nada hay mejor para el ser humano sino comer, beber, y pasar-la bien en medio de sus fatigas, porque eso es don de Dios). Quién sabe, tal vez al final del libro el autor vislumbre que hay otra vida… La cuarta conferencia se tituló “El profeta en conflicto. Reflexiones sobre la primera confesión de Jeremías”, dictada por P. Jorge Francisco Vargas Corvacho. Aunque en su actual presentación, las confesiones de Jeremías tratan de su relación con Dios, lo cual pudiera parecer un asunto que concierne sólo a su intimidad, está muy claro que esas llamadas confesiones del profeta, fueron apreciadas por el pueblo y reinterpretadas como expresión de las relaciones de Dios con él, con el pueblo. De esa manera, dichas confesiones expresan, no sólo lo que Jeremías sentía con respecto al abandono de Dios, sino lo que el pueblo mismo sentía. Por ello, los pequeños discursos están plagados de retoques, saltos y fracturas que no permiten una lectura fácil. Y por ello, también, son significativos

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para nuestro tiempo. Hoy, como hace 2600 años (cuando se escribieron aque-llos textos), no se ve que Dios esté decidido a castigar a los malvados que ma-tan sin piedad y que viven como príncipes; no se ve que esté decidido a reivindicar la causa de los pobres, de los que creen en Él y son oprimidos y ex-cluidos durante toda su vida; hoy, como ayer, parece que la respuesta de Dios sigue siendo: ¡Y todavía van a sufrir más! La quinta conferencia fue de Graciela Meléndez Zermeño. Trató de la mise-ricordia como una exigencia de Jesús. No presentó a la Asamblea un análisis exegético del texto en el que se fundamentó (Mt 9,9-13), sino algunas líneas de actualización. El texto de Mateo se ubica después del llamamiento del publicano, cuando Jesús estaba sentado a la mesa con muchos publicanos y pecadores. Como varios fariseos se molestaron porque estaba con aquellos en la mesa, Jesús les dijo algo tomado del profeta Oseas (6,6): “Misericordia quiero, no sacrificios”. Se trata de una cita que añadió Mateo, pues no está en los textos paralelos de Marcos y Lucas, pero que da elementos para dialogar en la actualidad sobre lo que Jesús realmente quiso de sus contemporáneos y de lo que puede entenderse que querría para nuestra realidad mexicana. La misericordia, para ser tal, debe comprometerse con el establecimiento de un sistema económico que no genere pobres. La sexta conferencia también corrió a cargo de nuestro invitado-invitador, el doctor P. José Cárdenas Pallares, pero esta vez trató sobre el Apocalipsis. Hizo una descripción de la realidad de lo que suponía la pax romana, y de cómo Juan, el autor del libro, afirma que el Imperio va a caer estrepitosamente, que no es divino, necesario, ni invencible. A Dios bastarán unos segundos para de-rrumbarlo y ni siquiera se establecerá un combate. Desaparecerá como las tinie-blas cuando aparece la luz. Sin embargo, entretanto, el pueblo debe sufrir con paciencia, desmitificando los poderes que se presentan como inmutables y di-vinos. Aquí también, como en el caso de Amós, el Imperio es el dinero, el co-mercio, la esclavitud, el despojo. Pero cuando caiga, ni siquiera los que vivían de ese sistema, los comerciantes y los vendedores de dioses, se acercarán para consolarlo. Juan no escribió sobre un imperio en particular, sino sobre todos ellos, pues todos tienen mucho en común y todos desaparecerán ante el Señor cuando Él lo decida. Los cristianos, entretanto, no deben sumarse a sus filas. La séptima conferencia perteneció a P. Dagoberto López Sojo, quien mostró cómo Pablo propone, en el cuarto capítulo de la carta a los Romanos, que “el padre de todos nosotros” (Abraham), está puesto como tipo de la fe mono-teísta en Dios y puede integrar en un pueblo a judíos y cristianos. Abraham

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tiene a su favor no sólo su carácter tipológico, sino que además es una especie de mito de origen aceptado no sólo por judíos y cristianos sino incluso por el islam. Así, el valor religioso que puede representar Abraham para nuestra época se proyecta también al plano social. La octava conferencia estuvo a cargo de Héctor Fernando Martínez, quien destacó algunos elementos de violencia estructural utilizados sobre todo por las autoridades religiosas judías y los romanos contra Jesús. A pesar de lo complicado que resulta dilucidar muchas cuestiones en torno al proceso de con-denación de Jesús, no sólo en cuanto a quién lo condenó, sino incluso sobre el motivo de la condena, es claro que en ésta los poderosos de su tiempo dis-torsionaron las estructuras judiciales existentes para poderlo matar. Héctor Fernando trabaja en la Tarahumara, México, donde una de sus ocupaciones es acompañar a familiares de víctimas de la lucha contra el narco. El proceso seguido contra Jesús tiene muchos ecos en la experiencia de la mayoría de esas familias. Tal vez no haya una sobreposición de planos (la condenación a muerte de Jesús y la muerte de muchas de las víctimas de la lucha antinarco o intranarco) más elocuente para la importancia que tiene proponer modelos de acción actuales a la luz de la Escritura. La última conferencia fue del Antonio Roa Mejía, quien propuso que la violen-cia de Dios en la Biblia, en especial en Génesis 1-3, debe entenderse en parte como una proyección de la cultura de los escritores de aquella época y en parte como una violencia preventiva, tanto antes como después de la expulsión del pa-raíso. Una violencia, digamos, pedagógica. En cuanto a la violencia humana, cabe también distinguir dos tipos. La ejercida “por Dios”, con intenciones justas, y la ejercida contra esas intenciones, con fines malvados. Los mismos campos semánticos de las expresiones hebreas pueden dar pistas para establecer di-chas distinciones. A fin de cuentas, la violencia de Dios sigue siendo un factor difícil de comprender para el lector contemporáneo, una cruz para los estudio-sos de la Biblia y una piedra en el zapato de los predicadores. El día de la clausura, la asamblea eligió como tema para el congreso del 2013 la transmisión de la Palabra, tanto en la Biblia misma como en la historia de la Iglesia. El conferencista invitado será el doctor P. Daniel Landgrave y la sede será Guanajuato. La ABM está por cumplir 25 años de vida. Para celebrarlos se propusieron varios proyectos que serán evaluados durante el año. De entre ellos se elegirán los más convenientes para tratar de cristalizarlos en 2014, año de la celebración.

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Reseña JAMES F. KEENAN (ED.), Catholic Theological Ethics. Past, Present and Future. The Trento Conference. Orbis Book, New York 2011, 304 pp. ISBN 978-1-57075-941-3

Nichole Marie Flores Boston College

In July 2010, six hundred theological ethicists from seventy-two countries met in Trento, Italy for a conference entitled, “In the Currents of History: From Trento to the Future,”in order to explore the legacy of the Council of Trent and its influence on the development of Catholic moral theology. The essays in this volume derive from the plenary sessions at that conference and address pertinent themes in contemporary global Catholic theological ethics. Keenan explains the rational for naming Trento as the focus of this worldwide conference: “Theological ethics was defined by the Council of Trent: we became a specific discipline within theology. The compartmentalization of theology into the plan for seminaries was what gave birth to a separate enterprise known as moral theology. Why not go back to Trento?” (1) In light of that significance, this volume accentuates the importance of understanding the historical effects of the Council in the subsequent development of Catholic moral theology. The task of this review, then, is to identify some of the major themes that emerged at this meeting and to elucidate their significance for the development of Catholic moral theology in the context of the Americas. The Trento conference was fertile ground for dynamic encounters among Catho-lic ethicists from a variety of contexts. The essays in this volume reflect an im-pressive range of concerns and contexts and therefore serve as a testament to the relevance of Catholic moral theology worldwide. With the Council of Trent as the only explicit unifying theme, however, this volume is at times disorienting. Reading more than one section of essays in a sitting requires discipline and a previous background in a wide range of ethical approaches. At some points,

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however, the cacophony resolves into a harmonious affirmation of the continued relevance of Catholic ethics in the 21st century and the potential for the Church to be a sign of hope, an agent of good, and an affirmation of human dignity in di-verse global contexts. Besides discussing the importance of the Trento Council, many of the essays also note Vatican II’s significance in interpreting Trent’s lega-cy. The chorus of praise borders on valorizing the Second Vatican Council at the expense of obscuring Trent’s vital contributions to Catholic moral tradition. Most of the works, however, effectively temper their enthusiasm for Vatican II, using it as a lens for viewing the Council of Trent in the broader scope of history, elucidating the continual importance of this event for global ethics today. Three significant and related themes for the development of Catholic theologi-cal ethics in the Americas arise from this volume: race and culture, pluralism, and moral methodology. The first theme identifies the systematic marginaliza-tion of certain groups of people which hinders contributions from Latin Ameri-can, African, and Asian Christians in the development of moral theology. The second theme discloses the challenges of developing Catholic morality in a world characterized by cultural pluralism. The third, following from the first two themes, responds to the historic exclusion of some groups from moral dis-course and the demands of cultural pluralism by discerning new ways to pur-sue common truths. Race and culture feature prominently in several of the volume’s most pro-vocative essays. Brian Massingale (United States) and Maria Teresa Davila (Puerto Rico) both level sharp critiques of the response to historical racial in-justice in the American Catholic context. Massingale argues that black bo-dies are systematically erased from Catholic ethical reflection, truncating the development of a theological ethics that can adequately respond to the “orig-inal sin” of “race-based enslavement, conquest, and colonialism that link the Americas, Africa, Europe, and Asia.” (122) Davila further develops the moral connection between sin and racism, asserting the necessity of acknowledg-ing and repenting for the historic sin of racism, “in order to highlight the human damage in which we continue to participate and of which we are complicit by virtue of our inadequate attempts at resistance.” (312) These American ethicists identify the sins of racism – including exclusion and mar-ginalization of particular groups – as significant threats to fostering an ethics that affords every human being fundamental human dignity. According to-Massingale and Davila, it is necessary to reveal and resist racist impulses in

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historical and contemporary Catholic moral thinking which hinder the af-firmation of human dignity in every context. The second significant theme is the global reality of pluralism and its poten-tial challenges and contributions to Catholic moral theology. Miguel Angel Sanchez Carlos (Mexico) writes a compelling essay on urban ethics, discuss-ing pluralism’s influence on the moral concerns of urban Christians: “…just as city dwellers live in the context of great ethical pluralism, urban Chris-tians live the same pluralism and develop different values in accordance with their worldviews.” (171) If Christianity is merely a religion of spirituali-ty and doctrine, he argues, then there is no need for Catholic ethicists to ad-dress moral experiences in particular contexts. Since Christianity aims to respond to human experience, however, it is necessary for Catholic ethicists to take seriously the moral problems presented in diverse communities, viewing these challenges as an opportunity to build “more humane – and thus more Christian,” (174) urban cultures characterized by participation, so-lidarity, and justice. Further, African contributors Laurenti Magesa (Kenya), Anne Nasimiyu-Wasike (Kenya), and David Kaulemu (Zimbabwe) argue that engaging the emphasis on moral experience, community, and participa-tion in their contexts can strengthen Catholic moral theology in general. By emphasizing both the reality and promise of pluralism, these authors seek to expand moral epistemology to promote a truly human morality. These two themes reveal a strong concern for developing Catholic moral theology in a manner that recognizes and respects fundamental dignity of all human beings and their respective contributions to moral reasoning. The third major theme, moral methodology, arises from the afore mentioned themes. If greater inclusion, diversity, and participation are required for the devel-opment of a truly human and truly Catholic ethics, then it is necessary to promote moral methodologies that foster these conditions. In the section on method, Eric Gaziaux (Belgium), Margaret A. Farley (United States), and Be-nezet Bujo (Democratic Republic of Congo) explore the development of notions of rationality, moral discernment, and community in light of the demands of human equality and participation. Their essays derive greater force when read with the animating themes of the volume emphasized here, revealing the significance of Catholic theological ethics in relation to the challenges and promises of particular contexts.

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Ultimately, the essays in this volume make a forceful case for greater diversi-ty, inclusion, and critical engagement in Catholic theological ethics in the world Church. The themes of race and culture, pluralism, and moral reasoning gesture to the importance of a Catholic ethical discourse that recognizes and actively resists exclusion based on anti-Christian notions of human inequali-ty. Given the breadth of the work, its best use is for introductory or supple-mental essays on a particular topic. The essays noted in this review provide a helpful introduction to the basic problem of race and culture, difference, and methodology in Catholic theological ethics.

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Colaboradores en este número González Suárez, Lucero Licenciada, maestra y candidata a doctora en filosofía por la UNAM, en el área de filosofía de la religión. Sus áreas de investigación son la ontología, la fenomenología de la mística, la estética, y la filosofía medieval. Realizó es-tancias de investigación durante diez meses en Madrid y en la Universidad Pontificia de Comillas, España. Ha impartida clases en la Facultad de Estu-dios Superiores Acatlán, perteneciente a la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha participado como ponente en diversos congresos internacio-nales y nacionales. E-mail: [email protected] Masiá Clavel, Juan Jesuita residente desde hace 40 años en Japón. Profesor de Antropología, Ética y Bioética en las Universidades Bunkyo, Sophia, y Santa Sofía, de Japón, y en la Universidad Pontificia de Comillas, de Madrid, España. También es investigador del Instituto Interreligioso para la Paz (WCRP) en Tokyo, Japón. Ha publicado en japonés, entre otras, las obras siguientes: Temas de Bioética, Teología de la liberación, Anatomía de la moral. Entre sus publicaciones en español se encuentran:El animal vulnerable (1997), Bioética y Antropología (1998), Moral de interrogaciones (2000), Tertulias de Bioética (2005), Bioética y Religión (2007) y Vivir en la frontera (2009). E-mail: [email protected] Medellín Erdmann, Rodrigo Antonio Es mexicano. Cursó la Licenciatura en Relaciones Industriales en la Univer-sidad Iberoamericana. Realizó la Maestría en Sociología en la Universidad de Fordham, Nueva York, E. U. Fue profesor en la Universidad Iberoamericana. Obtuvo el Doctorado en Sociología en la Universidad de Harvard, E. U. Fue director del Centro de Estudios Educativos, en México. Trabajó durante 30 años en el sector rural de México, en proyectos de desarrollo en comunida-

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des campesinas e indígenas. Obtuvo la Licenciatura en Ciencias Teológicas en la Universidad Iberoamericana y el Bachillerato Pontificio en la Universidad Pontificia de México. Cursó la Especialidad Patrística en el Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos, donde actualmente es candidato a la Maestría en Teología. E-mail: [email protected] Sánchez Zariñana, Humberto José Jesuita mexicano. Doctor en Teología por la Facultad Jesuita de Teología del Centro Sèvres de París, Francia. Ha trabajado en el acompañamiento y la formación espiritual y teológica de laicos de diferentes sectores eclesiales. Ha sido coor-dinador del Programa de Reflexión Universitaria de la Universidad Iberoa-mericana Ciudad de México. Actualmente es Director del Departamento de Ciencias Religiosas de la misma universidad, donde imparte también las asigna-turas de cristología, eclesiología y teología pastoral. E-mail: [email protected]

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Normas para la presentación de originales Los textos para la REVISTA IBEROAMERICANA DE TEOLOGÍA deberán presentarse con las siguientes características: Artículos: Procesados en word, entregados en un CD o podrán enviarlos por correo

electrónico a: [email protected] Con la siguiente información: o Título del artículo. o Nombre del autor y adscripción institucional (si la tiene). o Un currículo breve del autor (aproximadamente diez líneas). o Domicilio, número telefónico y dirección electrónica. o Un resumen del texto redactado en español e inglés, donde desta-

quen la importancia, alcances, aportaciones o los aspectos relevantes del trabajo (quince líneas como máximo).

Con una extensión mínima de 8000 palabras y máxima de 10 000. La fuente tipográfica será Times New Roman de 12 para el texto y de 10

para las notas.

Reseñas: Con una extensión mínima de 600 palabras y máxima de 1200 Constarán de: o Presentación breve del autor de la obra reseñada, referencia bibliográ-

fica e ISBN. o Tesis central y algunos planteamientos secundarios. o Descripción de la metodología empleada por el autor (fuentes y or-

ganización del texto). o Juicio crítico valorativo de la obra (desarrollo de la tesis, manejo del

lenguaje, aporte a la investigación, acierto y desaciertos, aspectos po-sitivos y negativos).

o Conclusión (recomendaciones de quien hace la reseña al lector).

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Notas Las notas deberán ir fuera del cuerpo del texto con llamadas numéricas conse-cutivas a pie de página, de acuerdo a los siguientes ejemplos:

1. Libro J. L. SEGUNDO, El dogma que libera. Fe, revelación y magisterio dogmático, Sal Terrae, Santander 1989.

2. Autores varios AA.VV., Globalizar la esperanza, Dabar, México 1998.

3. Libro de varios autores con un editor

A. PIÑERO, (edit.), Orígenes del cristianismo, El Al-mendro, Madrid 1995.

4. Capítulo de un libro donde colabo-ran varios autores

B. SESBOÜÉ, “Ministerios y estructura de la iglesia”, J. Delorme, (dir.), El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1975, 321-385.

5. Artículo de una revista

O. NEGT, “Lo irrepetible: cambios en el concepto cultural de dignidad”, Conc 300 (2003) 203-213.

6. Obra donde im-porta saber el núme-ro de la edición

E. NESTLE / K. ALAND, Greek-english New Testament, Deutsche Bibelgesellschaft, Stuttgart 19863.

Las citas bíblicas vendrán en el cuerpo del texto, entre paréntesis, usando las abreviaciones de la Biblia de Jerusalén. Los textos del magisterio serán citados por su nombre completo, seguido por su año de publicación. Políticas para la publicación de artículos Los textos presentados en la Revista Iberoamericana de Teología deberán

ser inéditos, salvo que hayan sido publicados en otro idioma y no se haya traducido al castellano hasta el momento de la presentación.

Los artículos que sean propuestos para su publicación serán dictamina-dos por dos especialistas, nombrados formalmente por el Comité Edito-rial. El nombre de los dictaminadores y de los autores será conservado “a doble ciego”. El resultado de los dictámenes será comunicado al autor.

Los colaboradores cederán los derechos de su artículo a la Revista Ibe-roamericana de Teología.

A cada colaborador la Universidad les dará tres números de la revista en que fue publicado el artículo, a manera de única retribución.

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Author’s Instructions for the Submission of Original Papers Papers submitted to the REVISTA IBEROAMERICANA DE TEOLOGÍA should have the following format: Articles: Electronic Word file, submitted on a CD or by email: [email protected] The following information is required: o Title of the article o Name of author and institutional affiliation (if applicable) o Short curriculum vitae of the author (approximately 10 lines) o Address, telephone number and email address o Summary of the text in Spanish and English: emphasize importance,

scope, and originality (not more than 15 lines). Extension: minimum 8.000 words; maximum 10.000 words. Font: Times New Roman 12 pt for the text, and 10 pt for footnotes.

Reviews: Extension: minimum 600 words; maximum 1.200 words. Reviews must include the following: o Brief presentation of the author, bibliographical reference and ISBN

number. o Central thesis and some of the auxiliary arguments. o Description of method used by the author (sources and text organization). o Critical evaluation of the work (thesis development, language, value of

contribution, values and deficiencies, positive and negative aspects). o Conclusion (reviewer’s recommendations to the reader).

Footnotes: Footnotes are to be inserted outside the main body of the text, with consecu-tive numerical references, and organized as follows:

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1) Book A. MACINTYRE, Three Rival Versions of Moral Enquiry, University of Notre Dame Press, Notre Dame, IN 1991.

2) Multiple authors (if applicable)

First author’s name and initial, et. al., title, publish-er, city (and state) year of publication.

3) Book, multiple authors, editor

R. A. NEIMEYER (ed.), Death Anxiety Handbook. Research, Instrumentation, and Application, Tay-lor& Francis, Washington, DC 1994.

4) Chapter in a book by multiple authors

J. A. THORSON & F. C. POWELL, “A Revised Death Anxiety Scale”, R. A. Neimeyer (ed.), Death Anxiety Handbook. Research, Instrumentation, and Applica-tion, Taylor&Francis, Washington, DC 1994, 31-43.

5) Journal article A. TASMAN, “Presidential Address: The Doctor-Patient Relationship”, Am. J. Psychiatry 157 (2000) 1762-1768.

6) Publication where the edition counts

E. NESTLE /K. ALAND, Greek-English New Tes-tament, Deutsche Bibelgesellschaft, Stuttgart 19863.

Bible quotations will be put into the body of the text, in brackets; abbrevia-tions to follow those of the Jerusalem Bible. Quotations from the magiste-rium of the Church will be quoted with complete title, followed by year of publication. Guidelines for the publication of articles: Manuscripts submitted to the Revista Iberoamericana de Teología must

be original, except when they have been published in another language and have not been translated into Spanish at the date of submission.

Articles submitted for publication will be peer reviewed by two specialists, internal and external, formally designated by the Editorial Board. Names of authors and reviewers will be kept “double blind”. The result of the peer reviews can be: rejected, accepted with modifications, or accepted. Results of the reviews will be communicated to the author, who is ex-pected to accommodate them into the final version of the article.

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de Teología.

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N o r m a s p a r a p r e s e n t a c i ó n d e o r i g i n a l e s

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PUBLICACIONES DEL DEPARTAMENTO DE CIENCIAS RELIGIOSAS DE LA UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

Humberto José Sánchez Zariñana (comp.)Acercamientos diversos a Jesús de Nazaret. Perspectivas histórico-teológicas de una

experiencia140 p.

Un fuego que enciende otros fuegos. Páginas escogidas de san Alberto Hurtado, SJ190 p.

Carlos Mendoza Álvarez (comp.)El papel de los cristianos en la

construcción del espacio público267 p.

Gonzalo Balderas VegaKierkegaard y la experiencia paradójica de la fe en el Dios de Jesucristo137 p.