Revolucion en Los Andes La Era de Tupac Amaru

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Sobre Tupac amaru

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  • Editorial Sudamericana

    Revolucin en los AndesLa era de Tpac Amaru

    Sergio Serulnikov

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  • Director de coleccin: Jorge Gelman

    Diseo de coleccin: Ariana Jenik

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    Impreso en la Argentina

    Queda hecho el depsito que previene la ley 11.723. 2010, Editorial Sudamericana S.A.Humberto I 555, Buenos Aires, Argentina

    ISBN 978-950-07-3221-5

    www.rhm.com.ar

    Los mapas incluidos en esta publicacin se ajustan a la cartografa oficial establecida por el PENa Travs del IGN y corresponden al expediente nmero GG10 0265/5 de febrero de 2010.

    Esta edicin de 2.000 ejemplares se termin de imprimir en Printing Books S.A.,

    Mario Bravo 835, Avellaneda, Buenos Aires, en el mes de mayo de 2010.

    Serulnikov, SergioRevolucin en los Andes. - 1a ed. Buenos Aires :

    Sudamericana, 2010.224 p. ; 23x14 cm. - (Nudos de la historia argentina)

    ISBN 978-950-07-3221-5

    1. Historia Argentina. I. TtuloCDD 982

    En pg. 8: La Gran Ciudad y Cabeza y Corte Real de los Doce Reyes Incas, Santiago del Cuzco.Felipe Guaman Poma de Ayala, El primer nueva cornica y buen gobierno (1615/1616).

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  • A mi hermano Claudio.

    En memoria.

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  • La violencia de los hechos

    Ningn evento conmovi los cimientos delorden colonial en Hispanoamrica como el masivolevantamiento de los pueblos andinos del Per a co-mienzos de la dcada de 1780.En el curso de ms dedos aos, se organizaron verdaderos ejrcitos insur-gentes desde el Cuzco hasta el norte de los futurosterritorios de Chile y Argentina.Algunas de las ciu-dades ms antiguas y populosas de la regin Cuz-co, Arequipa, La Paz, Chuquisaca, Oruro, Punofueron sitiadas, asediadas u ocupadas.Vastas reas ru-rales en Charcas, el altiplano paceo y la sierra surperuana quedaron bajo completo control de las fuer-zas rebeldes.Y estas fuerzas contaron en ocasiones

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    con el apoyo explcito, o la expectante mirada, designificativos sectores criollos y mestizos que habita-ban los pueblos y centros urbanos.

    La regin afectada representaba el corazn del im-perio espaol en Sudamrica.Era un gran espacio eco-nmico atravesado por la ruta que una Lima con Bue-nos Aires y que estaba articulado alrededor de Potos,uno de los mayores productores mundiales de plata, elprincipal bien de exportacin americano y el motordel desarrollo regional. Comprenda asimismo otrasciudades mineras como Puno y Oruro; reas produc-toras de granos, azcar, coca,vino y aguardiente comoCochabamba,Arequipa, Ollantaytambo, las yungas yAbancay; centros ganaderos como Azngaro; y zonasde concentracin de obrajes textiles como las provin-cias aledaas al Cuzco. La regin estaba habitada ma-yoritariamente por poblaciones de habla aymara yquechua, los descendientes de las grandes entidadespolticas precolombinas: las Confederaciones Charka-Karakara en Charcas, los Reinos Aymaras en la regindel lago Titicaca y, por supuesto, el incanato, un impe-rio que de su ncleo originario en el Cuzco haba lle-gado a dominar toda el rea andina para la poca de laconquista espaola.Si bien muchos indgenas eran tra-bajadores mineros y urbanos o arrendatarios de ha-ciendas, la mayora estaba integrada a comunidadesque posean la tierra colectivamente y tenan sus pro-pias estructuras de gobierno los famosos caciques y

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    otras autoridades tnicas menores.De estas comunida-des, la Corona obtena su ms estable fuente de recur-sos fiscales, el tributo, y la minera su principal fuentede trabajo forzado, la mita la antigua institucin co-lonial que obligaba a cada pueblo andino ubicado en-tre el Cuzco y el sur del Alto Per a despachar cada aouna sptima parte de su poblacin al Cerro Rico dePotos y otros centros mineros. Fueron estas comuni-dades las que constituyeron el ncleo del alzamiento.

    Ciudades y pueblos del Per y el Alto Per (siglo XVIII)

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    La magnitud del acontecimiento desbord porcompleto a las milicias locales.Regimientos del ejr-cito regular debieron ser despachados desde las dis-tantes capitales virreinales, Lima y Buenos Aires. So-lamente contra las huestes de Tpac Amaru en elCuzco fueron movilizados ms de 17.000 soldados.La Corona no se haba visto compelida a movilizarsus armas desde los remotos tiempos de la conquista,cuando los Pizarros y los Almagros se despedazaronpor el dominio de nuevos territorios y nuevas pobla-ciones. Es difcil establecer el nmero total de vcti-mas.Algunas estimaciones hablan de 100.000 indiosy ms de 10.000 personas de origen hispnico (pe-ninsulares, criollos y mestizos). Puede que las cifrassean algo exageradas, pero en una sociedad que nollegaba al milln y medio de habitantes no hay dudade que el porcentaje de muertos fue muy elevado.

    Como con todo movimiento revolucionario deenvergadura, iban a surgir figuras carismticas cuyosnombres resonaran a lo largo y ancho del continen-te, y ms all an. Dejaron tras de s mitos portento-sos que han impregnado, y lo continan haciendohoy con asombrosa intensidad, la conciencia hist-rica y el imaginario poltico de los pueblos de la re-gin: Jos Gabriel Condorcanqui, un cacique de laprovincia de Canas y Canchis, en la sierra sur perua-na, que se llam a s mismo Tpac Amaru II para in-dicar su parentesco con Tpac Amaru I, el ltimo

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    inca ajusticiado en 1572 en la ciudad de Cuzco porel virrey Francisco de Toledo; Toms Katari, un in-dio del comn del norte de Potos que se converti-ra en el emblema de la resistencia a los poderes co-loniales en la zona de Charcas; y Julin Apaza,TpacKatari, un pequeo mercader de una comunidad dela provincia de Sicasica, que lider el sitio de La Pazy quiso simbolizar con su nombre la continuidad delos eventos que estaban ocurriendo al norte y al surdel altiplano paceo.

    Detrs de estos hombres y estos hechos se advier-ten los contornos de una idea. Una idea suficiente-mente difusa y maleable como para albergar expec-tativas de cambio muy diversas y, en ocasiones, muycontradictorias entre s. Pero una idea cuyo mensajeesencial a nadie pudo escapar: restituir el gobierno alos antiguos dueos de la tierra.

    La violencia del tiempo

    Malinterpretar su propia historia es parte de seruna nacin, sostena el historiador y filsofo francsErnest Renan.Los dramticos eventos de 1780 cons-tituyen un momento insoslayable en la historia de lospases andinos; como tal, asumieron muchas y varia-das encarnaciones a lo largo del tiempo. En los aosformativos de los estados que emergieron de la diso-

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    lucin del imperio espaol, quedaron sumidos en elolvido o reducidos a un episodio aislado, si bien es-pectacular, del ocaso de la sociedad colonial. Cmoconciliar las masacres de hombres, mujeres y niosen el interior de las iglesias, o el devastador sitio deLa Paz, con la marcha hacia el progreso y la adopcinde modelos sociales y polticos europeos? Cmo con-ciliar la sujecin de los indgenas a los nuevos gober-nantes criollos con las grandes aspiraciones monr-quicas de Tpac Amaru y sus cientos de miles deseguidores? Por cierto, las nuevas elites peruanas ybolivianas no fueron ciegas a las herencias culturalesde las poblaciones que gobernaban. La civilizacinincaica fue en ocasiones integrada en el rbol genea-lgico de la nacin. Importantes figuras como Andrsde Santa Cruz, el presidente de la fallida Confedera-cin Peruano-Boliviana de los aos 1836-1839, o supertinaz enemigo, el poderoso caudillo cuzqueoAgustn Gamarra, hicieron los primeros esfuerzos enesta direccin. Sin embargo, el exaltar las virtudes delos andinos del pasado no fue bice para condenar elatraso de los andinos del presente y as justificar losregmenes de trabajo forzado y la condicin de infe-rioridad jurdica que continuaba abatindose sobreellos como en tiempo de los virreyes.Incas s, indiosno, es el lema que mejor parece capturar el espritude la poca. La revolucin tupamarista era demasia-do revulsiva (y demasiado reciente) para ser domes-

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    ticada, despojada de sus inquietantes connotacionesanticoloniales, folclorizada, procesada en la memoriacolectiva de los nuevos estados nacionales.

    Habra que esperar ms de un siglo para que 1780dejara de ser una fecha en la historia de la barbarie yse convirtiera en una fecha en la historia de la na-cin. Para mediados del siglo XX, la conjuncin deimportantes cambios polticos, el desarrollo de vi-gorosos movimientos populares y la cada vez msinfluyente prdica de intelectuales indigenistas ymarxistas de variada inspiracin, contribuyeron a lagestacin de una nueva narrativa.Al calor del ascen-so al poder de gobiernos populistas y reformistascomo el del Movimiento Nacionalista Revoluciona-rio en Bolivia, y el del general Juan Velasco Alvaradoen Per, se registraron los primeros ensayos de reco-nocimiento de los quechuas y aymaras como ciuda-danos de pleno derecho, se implementaron progra-mas de reforma agraria y el Estado conform alianzascon las organizaciones y sindicatos rurales. En estenuevo clima de ideas, Tpac Amaru encontr unnuevo lugar. El lder cuzqueo apareca ahora comola encarnacin de la resistencia de los americanos,todos los americanos, a la opresin colonial. Su figu-ra adquiri las dimensiones de un prcer; su causa lade una gesta patritica. La publicacin por parte delgobierno militar peruano de voluminosas coleccio-nes documentales relativas a la rebelin tupamarista

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    ha quedado como un monumento a este esfuerzoideolgico.

    Tambin la historia acadmica particip de esteproceso de reinvencin. En las dcadas del cuarentay cincuenta el historiador polaco-argentino BoleslaoLewin, el boliviano Jorge Cornejo Bouroncle y elperuano Daniel Valcrcel escribieron, sobre la basede arduas investigaciones de archivo, los primeros es-tudios profesionales sobre el tema. Sus trabajos ofre-cieron un relato de los eventos de 1780 que no serarevisado hasta mucho despus.La interpretacin queinformaba este relato aparece encapsulada en el pro-pio ttulo de algunos de sus libros: Tpac Amaru. Larevolucin precursora de la emancipacin colonial (Corne-jo Bouroncle); La rebelin de Tpac Amaru y los orge-nes de la emancipacin americana (Lewin); Tpac Ama-ru, precursor de la independencia (Valcrcel). Estacacofona revela por s misma la profunda creenciade la poca en los ntimos vnculos que habran uni-do a los movimientos indgenas con la causa crio-lla. Convertido en mrmol y estatua,Tpac Amarupareca ahora contemplar satisfecho desde las plazasde las ciudades su nuevo sitial en el panten de lapatria. El Estado lo deca; los historiadores lo decantambin.

    La vida til de esta interpretacin,no obstante, re-sult efmera. No hay duda de que en sus pronuncia-mientos formales Tpac Amaru (no necesariamente

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    sus pares al sur del lago Titicaca) apelaba a nocionesde patriotismo americano o peruano y que algunosgrupos hispnicos, resentidos por el cariz que la do-minacin espaola haba venido tomado desde me-diados del siglo XVIII, en sus inicios favorecieron lainsurreccin. En algunos casos incluso la encabeza-ron. Pero pronto, muy pronto, se tornara evidenteque los antagonismos sociales desencadenados por ellevantamiento eran tan inadmisibles para los penin-sulares como para los criollos. El anticolonialismodel movimiento no era en esencia geopoltico sinotnico-cultural. Tena tambin un fuerte compo-nente de clase. A los ojos de las masas campesinas,y muchos de sus dirigentes, la distincin entre es-paoles y criollos era irrelevante.Y adems la mo-vilizacin autnoma de millares de indgenas, cua-lesquiera fueran sus objetivos manifiestos, tendairremediablemente a desarticular,por su propia din-mica, las formas establecidas de autoridad, controleconmico y deferencia social. Poco llev para quelos hacendados,mineros, comerciantes y magistradoscriollos los futuros dirigentes de las jvenes nacio-nes andinas se percataran de que el regreso delinca no portaba buenas noticias para ellos. Cmopoda portarlas?

    Para las dcadas de 1970 y 1980, pues, la revolu-cin tupamarista encontr una nueva imagen y unnuevo destino. Mientras las generaciones previas ha-

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    ban caracterizado el movimiento por lo que lo ase-mejaba a la causa criolla, ahora se comenz a carac-terizarlo por lo que lo haca diferente.Vale decir: loseventos de 1780 slo podan ser explicados por laexistencia de una cosmovisin propiamente andina.En el centro de esta cosmovisin se hallaba una con-cepcin cclica del tiempo que presagiaba el retor-no de las civilizaciones pasadas y que conceba elcambio histrico como el resultado de cambios cos-molgicos ms vastos. Los historiadores argumenta-ron que la rebelin habra estado precedida por la di-fusin de profecas, mitos y prodigios que anunciabanun cambio de poca, un pachacuti, que pondra fin aldominio de los espaoles y sus dioses. Los incas vol-veran a gobernar en la Tierra; las divinidades andi-nas en el ms all. Los amarus y los kataris no eranvistos como lderes carismticos, sino como porta-dores de poderes divinos, como profetas de una nue-va era. De repente, el alzamiento panandino dej deevocar las posteriores revoluciones independentistas,con su vaga creencia en las virtudes de la Ilustracinfrancesa y el liberalismo anglosajn, y comenz a seremparentado con otro tipo de fenmenos: los mo-vimientos milenaristas, mesinicos y nativistas quepuntan la historia de los sectores populares de laEuropa medieval y renacentista y las resistencias an-ticoloniales en Asia y frica. Lo que inspir a lospueblos nativos en armas no fue la emancipacin po-

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    ltica de Espaa sino un ideal utpico: la proyeccinen el futuro de una idealizada edad dorada del pasa-do.Y este ideal utpico era distintivamente andino,una utopa andina. Buscando un Inca: identidad y uto-pa en los Andes, es el ttulo que el ms sagaz historia-dor de la poca, el peruano Alberto Flores Galindo,eligi para su libro sobre el tema. Un compatriotasuyo, Manuel Burga, y el historiador y antroplogopolaco Jan Szeminski, titularon los suyos, respectiva-mente, Nacimiento de una utopa: Muerte y resurreccinde los Incas y La utopa tupamarista. Otros tiempos,otras cacofonas.

    Los estudios sobre la utopa andina obedecieronen buena medida a cambios en el campo historiogr-fico, tales como el creciente prestigio de la historiade las mentalidades y la antropologa cultural.Pero elclima de ideas en el que estos estudios florecieron erams abarcativo y profundo.Fue el clima de ideas queen Bolivia foment la formacin de las primeras or-ganizaciones y sindicatos indgenas kataristas, unadesignacin que seala por s misma la bsqueda deuna identidad ideolgica y cultural independientede los tradicionales partidos marxistas y del Movi-miento Nacionalista Revolucionario. Los conflictosque atravesaban la sociedad boliviana contempor-nea no podan ser reducidos a la lucha de clases o alnacionalismo populista: eran conflictos tnicos dematriz colonial, nacidos el da que Cristbal Coln

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    divis sin saberlo un nuevo continente.Tpac Kata-ri los encarnaba como nadie.El discurso de Evo Mo-rales, y de los movimientos que lo llevaron al poder,es incompresible fuera de esta mutacin en las for-mas de concebir las relaciones de dominacin en elmundo andino. En el Per, por su parte, los estudiossobre la utopa andina acompaaron la aparicin deun fenmeno que dominara por mucho tiempo laagenda poltica del pas y las portadas de los diariosdel mundo entero: Sendero Luminoso y el Movi-miento Revolucionario Tpac Amaru. No sorpren-der entonces que hacia mediados de los aosochenta, cuando las calamidades provocadas por es-tas experiencias quedaran a la vista de todos, unanueva generacin de historiadores peruanos acusaraa sus mayores de reificar la cultura andina y atribuira los pobladores indgenas un atavismo esencialistaque no posean ni deseaban no a fines del siglo XX,y tampoco a fines del XVIII.

    Pero ms all de este complejo maridaje entrepoltica e historia, un consenso historiogrfico fueemergiendo desde entonces: lejos de prefigurar elposterior movimiento independentista, el levanta-miento de 1780 hizo que la independencia fueraaqu importada (precipitada por el arribo de los ejr-citos de San Martn y Bolvar), tarda (Per y Boli-via fueron las ltimas regiones de Sudamrica en ha-cerlo) y profundamente conservadora (orientada a

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    preservar, no a transformar, las jerarquas sociales co-loniales). El temor de un nuevo 1780 fue una pode-rosa razn, no la nica por cierto, de este desenlace.La poca del Tpac Amaru criollo, estilizado,precur-sor de la emancipacin, haba llegado a su fin. Pocosparecen interesados en revivirla desde entonces.

    En su poema Alturas de Machu Picchu, frente al so-brecogedor espectculo de los templos y las rocas,Pablo Neruda se preguntaba:Piedra en la piedra, elhombre, dnde estuvo?/Aire en el aire, el hombre,dnde estuvo?/Tiempo en el tiempo, el hombre,dnde estuvo?.Para comienzos de los aos noven-ta, los estudiosos de ese otro sobrecogedor espec-tculo, la gran rebelin tupamarista, podan plantear-se un interrogante semejante.Tras casi medio siglo deinvestigaciones, congresos y simposios, no era enverdad mucho lo que sabamos sobre los motivos quehaban llevado a cientos de miles de indgenas aarriesgarlo todo. Cierto es, la aparicin de minucio-sos estudios sobre la estructura socioeconmica delmundo andino nos haba permitido discernir algu-nos de los principales agravios que los haban empu-jado a alzarse el aumento de los impuestos y losmonopolios comerciales, la presin demogrfica o lacreciente ilegitimidad de los caciques. Con todo, lastensiones socioeconmicas poco nos dicen acerca decmo imaginaban los insurgentes el nuevo orden delas cosas o por qu actuaron como actuaron. Esto es

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    particularmente cierto en un fenmeno histricocomo el que nos ocupa, tan extendido en el tiempoy el espacio, tan variado en su composicin social,tan complejo en sus formas de accin colectiva eidearios.Tambin tenamos pistas, como ya hemosapuntado, de las estructuras mentales de los pueblosandinos: sus concepciones del tiempo, el sentido quele atribuan a la tradicin imperial incaica, sus creen-cias religiosas. Pero las estructuras mentales son unpobre sustituto del reduccionismo econmico. Enprimer lugar, porque el rango de creencias y expec-tativas durante la rebelin no pueden ser reducidasa unos pocos rasgos comunes. No todos se alzaronporque esperaban un nuevo inca.Y cuando lo hicie-ron, lo que se esperaba del nuevo inca eran cosasmuy diferentes. Pero, ms generalmente, porque lossistemas de creencias culturales, al igual que las es-tructuras sociales y econmicas, proveen el con-texto de la experiencia, no la experiencia misma.Reconstruir la experiencia requiere restituir el sig-nificado.Y restituir el significado de la experienciatupamarista no requiere otra cosa que recuperar ladimensin poltica del fenmeno. Pensar el lugar delos pueblos andinos y de sus lderes no ya comoagentes ms o menos pasivos de grandes tendenciaseconmicas y sistemas de pensamiento, sino por loque fueron: actores polticos. Slo as los vastos ar-chivos del colonialismo espaol nos ayudarn a dar

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    una respuesta al interrogante que las imponentes rui-nas de la civilizacin incaica no le dieron al poetachileno:El hombre, dnde estuvo?.

    Comprender este proceso exiga una nueva agen-da de investigacin.Requera discernir cmo las po-blaciones indgenas interactuaron con las institucio-nes de gobierno, articularon sus propias nociones dejusticia y procuraron establecer mecanismos de soli-daridad y movilizacin que contrarrestaran persis-tentes tendencias al aislamiento. Era preciso ir msall de las causas de descontento para examinar lacultura poltica que permiti traducir el desconten-to en prcticas colectivas. Estamos acostumbrados apensar que la memoria, lo que los hombres creen re-cordar, es una construccin, que la memoria es po-ltica. Pero lo contrario es igualmente cierto: la po-ltica est hecha de memoria. No hay poltica sinmemoria. En la actualidad, esta memoria colectivanos aparece como dada, est presente todo el tiem-po, los partidos polticos y los movimientos socialesla agitan, los cientistas sociales escrutan sus usos, estinscripta en nuestra experiencia personal y la denuestros mayores. Sin embargo, qu decir de la me-moria de los hombres andinos de hace dos siglos? Lapobreza de los testimonios con que nos debemosmanejar es sin duda un gran obstculo. Pero hasta nohace mucho haba obstculos aun ms fundamenta-les. Entender los usos del pasado requiere, lgica-

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    mente, conocer ese pasado. La produccin historio-grfica anterior, empero, era en gran medida unahistoria sin historia o, mejor dicho, una historia sinhistorias. Para entender con qu recuerdos esoshombres construyeron sus anhelos y esperanzas ha-ba que descentrar nuestra mirada tanto en el tiem-po como en el espacio: remontarnos ms atrs de losaos de la gran rebelin y recuperar las historias lo-cales. Pues fueron estas experiencias histricas a laque los indgenas apelaron para hacer lo que hicie-ron y para dotar de sentido a lo que los dems ha-can. Las comunidades aymaras del altiplano paceo,los pueblos del Cuzco y del sur peruano, los campe-sinos que habitaban los valles y punas de la regin deCharcas y Potos, los vecinos de la villa de Oruro, to-dos recorrieron caminos muy distintos para llegar a1780. Y 1780 represent cosas muy distintas paracada uno de ellos.Una nueva oleada de estudios apa-recidos en los ltimos quince aos nos han ayudadopor fin a asomarnos a esos mundos.

    Dado que las pginas que siguen son en buenaparte tributarias de estos estudios, el lector podrjuzgar por s mismo la imagen de conjunto que sedesprende de la actual relectura del fenmeno. Sloquisimos ofrecer aqu, antes de internarnos en losavatares del acontecimiento, una muy sucinta histo-ria de la revolucin tupamarista. Pues la revolucintupamarista no los hechos sino su significado

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    no existe fuera de nuestros interrogantes, nuestrosintereses, nuestros prejuicios. Los nuestros y los dequienes nos precedieron.

    Las comunidades indgenas hacen poltica

    Si la revolucin tupamarista tuvo un comienzopreciso, ste no ocurri en el Cuzco sino en un pe-queo pueblo rural al norte de Potos.Todos los fi-nes de agosto la poblacin indgena de la provinciade Chayanta se congregaba en un pueblo de punallamado San Juan de Pocoata con el fin de despacharla mita y cumplir sus obligaciones tributarias.La pro-vincia es aledaa al centro minero de Potos y a laciudad de Chuquisaca, la sede del mximo tribunalen Alto Per, la real audiencia de Charcas. Chayantaabarcaba un vasto territorio que se corresponde concuatro departamentos actuales de Bolivia.Una de lasregiones andinas de mayor densidad de poblacinnativa, la habitaban trece comunidades indgenas,unas 30.000 almas en total. San Juan de Pocoataera uno de los tantos pueblos que los espaoles ha-ban fundado en los Andes en el siglo XVI con elpropsito de que los indios abandonaran sus anti-guos lugares de residencia y vivieran en aldeas almodo de los campesinos castellanos. Se esperaba quecon el tiempo, bajo la atenta mirada de los curas, los

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    funcionarios coloniales y los caciques, se fueran civi-lizando. Mientras tanto, se simplificara la tarea deextraerles el dinero y la fuerza de trabajo indispen-sables para hacer girar las ruedas de la sociedad co-lonial, y alimentar las ambiciones expansionistas desus distantes monarcas.

    Como con tantos otros proyectos de los conquis-tadores, la utopa de transplantar a Amrica las for-mas de organizacin social del Viejo Mundo, elsueo de un ordendel que habl el intelectual uru-guayo Carlos Rama, acab en fracaso. No es que lascomunidades andinas no se hubieran convertido alcatolicismo, reconocido la autoridad de sus superio-res o atendido sus obligaciones econmicas hacia laCorona. Slo que lo hicieron a su manera. Entreotras cosas, se resistieron tozudamente a resignar susancestrales patrones de residencia y continuaron vi-viendo en pequeos caseros y aldeas rurales disper-sas. Parte de la poblacin de los ayllus (grupos endo-gmicos que poseen la tierra colectivamente) morabaen las speras tierras de puna, a ms de 3.500 metrossobre el nivel del mar. All cultivaban tubrculos ypastaban sus animales.Otros vivan en los frtiles va-lles donde se produca maz, trigo y productos dehuerta. Las familias migraban de una zona a otra si-guiendo el ritmo de las estaciones de siembra y co-secha. Una visin del espacio muy distinta a las tra-dicionales aldeas campesinas europeas, tanto ms

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    adecuada a las particularidades de un paisaje dondezonas ecolgicas completamente diferentes se hallana pocas leguas de distancia.Los antroplogos e histo-riadores definieron genricamente este sistema elcual reconoce infinidad de variaciones regionalescomo el control vertical de un mximo de pisosecolgicos. Los funcionarios coloniales emplearonun lenguaje ms familiar:Doble domicilio, lo de-nominaron.

    As pues, la mayora de los pueblos de reduc-cin, como se los llamaba entonces, terminaronconvirtindose en lugares de residencia del clero ru-ral, los ayudantes de los corregidores (gobernadoresprovinciales), recaudadores de impuestos, pequeoscomerciantes, amanuenses y otros pocos vecinosmestizos. Su ablica existencia se vea sin embargoalterada cuando cientos de indgenas bajaban de suslugares de residencia para celebrar las fiestas de lossantos patrones, cancelar sus deudas con el Estado,bautizar a sus hijos y, no es difcil imaginar, conver-sar sobre los asuntos del mundo.Tal era el caso deSan Juan de Pocoata a fines de agosto.Todos los aos,era costumbre que para la fiesta de San Bartolomfamilias provenientes de cada rincn de Chayantaarribaran al pueblo con el fin de presentar al corre-gidor los hombres que, junto a sus esposas e hijos,marcharan ese ao a trajinar los socavones del CerroRico de Potos.

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    En 1780 nada fue como de costumbre. El 26 deagosto estall una violenta batalla entre las comunida-des que se haban congregado en las afueras del pue-blo y las milicias provinciales, unos doscientos solda-dos. Los indgenas demandaron al corregidor, JoaqunAls, la liberacin de Toms Katari, un indio de la co-munidad de Macha,preso por entonces en la crcel dela real audiencia de Charcas. En el curso de la confla-gracin,unos treinta espaoles y mestizos perdieron lavida y el resto se vio obligado a refugiarse dentro de laiglesia del pueblo. Slo las exhortaciones del cura dePocoata, quien sali a la plaza central con una imagende Cristo, lograron sosegar en algo el nimo de la mul-

    OcanoPacfico

    Larecaja

    Lago Titicaca

    La Paz

    Pacajes Sicasica

    CarangasChuquisacaMisque

    Porco

    Lipes

    Chinchas Cinti

    Tarija

    Provincias del Alto Per (siglo XVIII)

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    titud.Durante los enfrentamientos,Als mismo fue to-mado prisionero y conducido al pueblo de San Pedrode Macha, ubicado a unas pocas leguas de Pocoata.

    Nada de lo ocurrido en Pocoata ese da fue espon-tneo o imprevisto.Por el contrario, la batalla haba es-tado precedida por meses de abiertos enfrentamientos.Desde haca ms de dos aos, los machas, una populo-sa comunidad de alrededor de 3.300 almas, haban es-tado exigiendo el reemplazo de sus actuales caciquespor individuos que gozaran de la confianza de los in-dios del comn,Toms Katari entre ellos. No se trata-ba en absoluto de una demanda excepcional. La luchapor el control de los cacicazgos haba sido motivo, a lolargo y ancho del Alto Per,de innumerables pleitos yrevueltas por dcadas.Y,como en Chayanta, se conver-tira en uno de los principales disparadores de la granrebelin. La razn es que en el mundo andino las fa-cultades y atribuciones de los caciques iban muchoms all de lo poltico o lo simblico; de ellos depen-da en gran parte el bienestar, incluso la supervivencia,de la comunidad.Eran los jefes tnicos quienes deci-dan los indios que cada ao afrontaran la mita y es-taran a cargo del patrocinio de las celebraciones reli-giosas; asignaban los predios a las unidades familiares(de cuyas caractersticas dependa muchas veces el tri-buto que deban abonar); administraban los molinos,los terrenos cultivados colectivamente y otros recur-sos comunales; arbitraban en conflictos por tierras en-

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    tre familias y ayllus de la comunidad; y representabana sus comunidades frente a corregidores y curas, ascomo en los frecuentes pleitos por linderos con ha-ciendas y pueblos vecinos. El problema era que paraesta poca estas funciones haban tendido a quedar enmanos de individuos impuestos por los corregidores(caciques intrusos o interinos se los llamaba).Yaquellos caciques que s descendan de antiguas fami-lias nobles del pueblo no gozaban de mejor repu-tacin. Hacia el siglo XVIII, en la mayor parte del surandino, los caciques de sangre haban perdido el pres-tigio que antao pudieran haber tenido: eran culturaly tnicamente mestizos debido a relaciones de paren-tesco y econmicas con grupos hispnicos rurales y susfamilias tendan a acaparar las mejores tierras comuna-les.Esos procesos de diferenciacin social hicieron quelos principios hereditarios de gobierno perdieran todalegitimidad.No se trataba por tanto de cambiar un ca-cique por otro. Detrs de este reclamo se encerrabatodo un mundo de agravios.Cmo deban distribuir-se los recursos y obligaciones econmicas en el seno dela comunidad? Con qu criterios deban ser designa-dos los caciques? Cules cargas coloniales eran acep-tables y cules no? Qu funciones deban cumplir losgobernantes espaoles en el mundo rural?

    Estos asuntos haban adquirido singular urgenciadesde mediados de siglo debido a la conjuncin detendencias econmicas que afectaron el conjunto del

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    rea andina.Es el caso del sostenido incremento del re-partimiento forzoso de mercancas, un sistema queobligaba a los miembros de las comunidades a comprara los corregidores provinciales una canasta de bienes(mulas,hierro, ropa,coca) a precios superiores a los delmercado. La expansin de este monopolio comercial,aparte de representar una pesada carga econmica,provoc una injerencia cada vez ms agresiva de loscorregidores en la composicin de los cacicazgos, yaque eran los jefes tnicos quienes distribuan los bienesentre los indios.Es el caso tambin del inicio de un pe-rodo de escasez de tierras suscitado por un ciclo decrecimiento poblacional. Ello se tradujo en la prolife-racin de litigios tanto dentro de las comunidadescomo entre comunidades vecinas y entre comunidadesy haciendas. Sabemos adems que en estos aos se re-gistr una sostenida cada de los precios de los produc-tos agrcolas que los indgenas vendan en los merca-dos urbanos. Para procurarse el dinero con que pagartributos y repartimientos, as como el extravagantecosto de las fiestas de los santos patrones, las ofrendas ala Iglesia y los sacramentos administrados por los curas,deban destinar una parte cada vez mayor de sus cose-chas. Por otro lado, promediando el siglo, durante elreinado de Carlos III, la administracin imperial bor-bnica puso en marcha ingentes esfuerzos para au-mentar la recaudacin fiscal, lo cual llev a incremen-tos en la alcabala (impuesto a la venta de bienes) y el

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    establecimiento de aduanas en la entrada de las ciuda-des para garantizar su cobro. El rea nuclear de la re-belin fue tambin, como ya se dijo, el rea nuclear dela mita minera.Para la poca de la insurreccin, la mi-nera potosina estaba atravesando un nuevo perodo deexpansin. Mas ste no fue el resultado del descubri-miento de nuevas vetas o de ms modernos mtodosde produccin, sino de la introduccin de ms bruta-les y sofisticadas formas de trabajo mitayo.

    En suma, las comunidades andinas comenzaron aexperimentar crecientes dificultades para afrontar lascargas que se abatan sobre ellas. Los corregidores, loscuras y especialmente los caciques (fueran heredita-rios o interinos) se transformaron en el blanco habi-tual del descontento.A su vez, estos enfrentamientosse conjugaron con intensas pujas distributivas en elseno de las elites coloniales.La Corona, en su afn poracrecentar las rentas de sus territorios de ultramar,procur combatir la acostumbrada corrupcin en larecaudacin tributaria y reducir las exacciones econ-micas de los gobernantes provinciales y de la Iglesia (laexpulsin de los jesuitas de Amrica en 1767 es unejemplo de esta poltica). Los corregidores y el clero,por su parte, no dudaron en alentar aquellos reclamosindgenas contra el repartimiento, las obvencioneseclesisticas,el tributo o la mita que restringieran elacceso de sus adversarios a los excedentes campesinos.Este conjunto de tensiones, verticales y horizontales,

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    deriv en una ola de conflictividad social que se ace-ler conforme nos aproximamos a la sublevacin ge-neral.Una estadstica elaborada hace tiempo la cualest muy lejos de ser exhaustiva indica que en el te-rritorio del Per las revueltas indgenas locales pasa-ron de una decena en la dcada de 1750 a una vein-tena en la siguiente dcada, para elevarse a unossetenta estallidos durante 1770-1779.

    Pero no es el nmero sino la naturaleza de estosconflictos lo que ms nos dice acerca de la cultura po-ltica de los Andes coloniales. Pues los estallidos es-tuvieron lejos de ser expresiones aisladas y espont-neas de protesta. Siguieron definidos repertorios deaccin colectiva. En primer lugar, las comunidadesindgenas tendan a pensar sus demandas en trminosde derechos generales puesto que los habituales mo-tivos de descontento no obedecan a abusos particu-lares sino a polticas estatales y tendencias socioeco-nmicas globales. Los perciban, y as lo eran confrecuencia, como agravios comunes a todos. Por otraparte, incluso los procesos de confrontacin ms aco-tados tendan a instigar su politizacin debido a questos los empujaban a interactuar con diversos orga-nismos de gobierno (los corregidores, las audiencias,los ministros de la real hacienda, la Iglesia, los vi-rreyes), a contrastar las divergencias entre normas for-males y poder real y a poner a prueba sus relacionesde fuerza con las elites rurales. Dicho de otro modo:

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    no hubo revuelta comunal que no estuviera precedi-da por apelaciones legales,y pocas apelaciones legalesque no derivaran en el uso, pblico o solapado, de laviolencia. Existi, por ltimo, un conjunto de meca-nismos de sociabilidad (tales como los movimientosmigratorios entre valles y tierras altas, la mita potosi-na, las reuniones colectivas en los pueblos rurales conmotivo de la celebracin de las fiestas catlicas, la par-ticipacin en los mercados urbanos y circuitos co-merciales regionales, los frecuentes traslados a las ciu-dades con el fin de litigar a los grupos locales depoder) que favoreci la vas de comunicacin y, porende, la propagacin de las protestas de una comuni-dad a otra.As pues,en los Andes el propio sistema co-lonial inhibi la conformacin de una cosmovisinque fuera definida, para el caso de Mxico y otrasreas hispanoamericanas, como campanillismo: Latendencia de los campesinos a ver los horizontes so-ciales y polticos como algo que se extenda nica-mente hasta donde poda observarse desde el campa-nario de la iglesia. Para transformar las condicionesde vida en sus aldeas, los pueblos andinos estabaninexorablemente forzados a tratar con el mundo quelos rodeaba. Lo que sucedi en 1780 es que creyeronque era el mundo que los rodeaba lo que haba lle-gado el momento de transformar.

    En la provincia de Chayanta, durante los aosprevios a la batalla de Pocoata, casi todas sus comu-

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    nidades indgenas haban experimentado intensos yprolongados enfrentamientos que combinaron losreclamos judiciales con el ejercicio de la violenciacolectiva. En 1772, por ejemplo, dio comienzo unode estos ciclos a raz de la sancin por parte de la ad-ministracin colonial de un nuevo arancel eclesis-tico que estipulaba los valores de la celebracin defiestas religiosas,misas y sacramentos.Cuando el cle-ro se neg a implementar los nuevos derechos ecle-sisticos, numerosas comunidades de la provinciaabarrotaron por aos los tribunales con denuncias deincumplimiento y acosaron a sus respectivos curaspara que se atuviesen a los mismos.Aunque los resul-tados variaron de pueblo en pueblo, en todos los ca-sos obtuvieron el slido respaldo de la audiencia deCharcas y, con ello, la idea de que las acostumbradasdemandas eclesisticas no eran slo injustas sinotambin ilegales. Del mismo modo, cuando en 1774el corregidor design como cacique de la comuni-dad de Pocoata a un cacique de una comunidad ve-cina,Moscari, llamado Florencio Lupa, se desat unaviolenta ola de protestas. Lupa haba amasado paraentonces una considerable fortuna y establecido unarelacin de igual a igual con corregidores y hacen-dados. En el curso de ms de tres aos, los indios dePocoata denunciaron la violacin de su derecho deautogobierno y consiguieron el firme apoyo de losoficiales de la real hacienda de Potos al demostrar la

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    defraudacin tributaria en la que incurran tanto elcacique como el corregidor. En 1777, tras constan-tes choques en la provincia y apelaciones en Chu-quisaca y Potos, los pocoatas lograron al fin queLupa fuera removido de su cargo.

    La batalla de Pocoata de agosto de 1780 estuvopues lejos de ser un hecho excepcional en el contex-to general andino y en la propia provincia. Lo quediferenci a la protesta colectiva liderada por TomsKatari fue la dinmica que termin asumiendo elconflicto. Para cuando los machas comenzaron aexigir la destitucin de sus autoridades tnicas, enChayanta haba asumido un nuevo corregidor, el ca-taln Joaqun Als.Tras una visita a la provincia an-tes de asumir el cargo, ya haba advertido al ms altomagistrado regio en el Per, el visitador general delReino Antonio de Areche, uno de los arquitectos delas reformas borbnicas, que bajo ninguna circuns-tancia permitira que su autoridad fuera socavadamediante protestas y apelaciones judiciales como lasque haban soportado sus antecesores.No le faltabanmotivos: como otros corregidores, haba adquiridosu cargo en Madrid (desde el siglo XVII la Coronavenda los principales cargos de la administracincolonial) y la constante agitacin social pona en pe-ligro los beneficios esperados de la inversin, parti-cularmente los rditos del repartimiento forzoso demercancas. De modo que cuando a comienzos de

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    1778 los machas le exhibieron decretos obtenidosen Potos y Charcas a favor de sus reclamos (simila-res a los obtenidos por sus vecinos de Pocoata antes),Als, en su primer acto pblico de gobierno, losarrest, les confisc los papeles e hizo que TomsKatari fuera azotado en la plaza del pueblo de Ma-cha por el mismo cacique un mestizo llamadoBlas Bernal de quien los tribunales superiores or-denaban su destitucin. All, expres en concursode todos los indios que l era su corregidor y visita-dor absoluto, y que no haba Audiencia ni oficialesreales; donde se fuesen a quejar otra vez, los ahorca-ra del estribo de su caballo. Durante los meses si-guientes, los machas insistieron, a costa de recurren-tes arrestos y castigos, con sus demandas contra suscaciques y corregidor en los tribunales regionales.Ante el fracaso de estos recursos, tomaron una in-dita decisin: probar suerte en una corte remota,muy reciente y hasta entonces inexplorada, elVirrei-nato del Ro de la Plata.

    Quien emprendi el largo y penoso camino aBuenos Aires en representacin de los machas fueToms Katari.Quien se transformara en poco tiem-po en el ms prominente lder insurgente en la his-toria de esta regin no hablaba castellano, no perte-neca a un linaje noble y pagaba tributos comocualquier indio del comn. Cuando en el verano de1779 arrib a la ciudad, acompaado por otro indio

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    de Macha, los funcionarios porteos no pudieronocultar su perplejidad. Se trataba del primer aymarallegado a Buenos Aires por propia voluntad. Se sor-prendieron de su apariencia, de su atuendo y, sobretodo,del motivo de semejante periplo:ventilar un li-tigio puramente local. Pronto descubrieron, no obs-tante, que lo que tena para decir era de mucho in-ters. En sus declaraciones, describi la tirana de loscaciques, la venalidad del corregidor y la incompe-tencia de los ministros de la audiencia y la real ha-cienda de Potos para remediar estos males. El virreyJuan Jos de Vrtiz y sus asesores representaban unanueva generacin de administradores ilustrados dis-puestos a imponer un modelo de gobierno ms ra-cional y eficiente. Eran portadores de ideas moder-nas, absolutistas, del poder regio. Crean que debaponerse fin de una vez a la venalidad y corrupcinde unas autoridades locales que por siglos habanparticipado de la nocin de que el servicio pblicoera una propiedad personal y una fuente personal denegocios. Podan ser insensibles a las complejidadesde las relaciones de poder en la sociedad andina,perotenan una visin de conjunto del imperio y lo queKatari tena para contar era lo que ellos estaban pre-dispuestos a escuchar. En particular, la estrecha aso-ciacin entre repartos de mercancas, malversacintributaria y agitacin social confirmaba los genera-lizados resquemores acerca de las ominosas conse-

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    cuencias de este comercio para el bienestar de am-bos, los indgenas y las finanzas reales. Por tanto, loenviaron de nuevo a su pueblo con una orden paraque la audiencia de Charcas designara un juez queinvestigase las denuncias y, de resultar ciertas (Katarino haba podido llevar a Buenos Aires los documen-tos de sus previas apelaciones porque el corregidorAls se los haba confiscado), se removiera de inme-diato a los caciques, se designara a Katari en su reem-plazo y, eventualmente, se destituyera al mismo co-rregidor.Mientras tanto,Katari deba quedar a cargode la recaudacin de los tributos de Macha y la au-diencia deba notificar a Als la inhibicin que des-de luego se le impone de conocer, proceder ni eje-cutar en causa ni sentencia alguna contra el [juez]comisionado, el suplicante [Toms Katari] ni otroque tenga inters, parte o conocimiento en este re-curso.

    As como los machas contaron el tipo de historiaque los magistrados ilustrados porteos estaban dis-puestos a escuchar, las noticias que trajeron de Bue-nos Aires era lo que los magistrados en Charcas noestaban dispuestos a tolerar.La creacin del Virreina-to del Ro de la Plata en 1776 haba sacado a la re-gin de la rbita de Lima y, con ello, del esplndidoaislamiento que el tribunal haba gozado por siglos.Acostumbrados a regir supremos sobre los asuntosandinos, los magistrados de la audiencia vean ahora

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    peligrar su poder, sus preeminencias y sus oportuni-dades de negocios con los corregidores, comercian-tes, mineros o hacendados que necesitaran de su res-paldo e influencias. Podan respaldar a los indios ensus conflictos con las elites locales, como tantas veceslo haban hecho, pero cmo permitir que esta cor-te sin alcurnia y sin historia, situada en el rincn msremoto del imperio hispnico, se inmiscuyera en elgobierno de las poblaciones altoperuanas? Cuandoen abril de 1779 Toms Katari regres de Buenos Ai-res, la audiencia ignor por completo el decreto deVrtiz y le aconsej a l y a los muchos indgenasque lo acompaaban que regresara a la provincia,con la seguridad de que por el corregidor [Als] seles administrar justicia en las quejas que deducen sinque se les ocasione perjuicio alguno.

    La cultura poltica colonial giraba alrededor deuna notoria dicotoma. El afn de la Corona de pro-teger por cuestiones ideolgicas y de inters ma-terial a los indgenas de los abusos de las elites his-pnicas y de sus propios funcionarios hizo que seestableciera muy tempranamente una extendida redde tribunales de apelacin y protectores de natura-les; adems, se fue conformando a lo largo de los si-glos un conjunto variopinto de intermediarios cul-turales (tinterillos, amanuenses, abogados) que seganaban la vida representndolos ante los tribunalesy traduciendo sus quejas al lenguaje judicial espaol.

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    Pero, al mismo tiempo,ninguna resolucin de un tri-bunal superior sera implementada si no era acompa-ada por la movilizacin colectiva.Al no existir unafuerza policial independiente, eran los propios de-mandantes quienes al regresar a sus aldeas debanconvencer a las autoridades locales de implantar losfallos que traan en sus manos contra los poderososdel pueblo, a menudo ellos mismos Sin rotundasdemostraciones de fuerza era poco probable que losconvencieran. En suma, la poltica de la violencia yla poltica del derecho eran dos caras de la misma po-ltica. La apelacin a la Justicia no evitaba la revuel-ta: le confera legitimidad.

    Como cabra esperar, cuando Katari y sus paresregresaron a la provincia no se les administr justi-cia sin ocasionrseles perjuicio alguno, segn ha-ban cnicamente prometido los magistrados de la au-diencia: el lder indgena fue arrestado de inmediatopor el corregidor Als y, ahora con la complicidad delos magistrados regionales, hizo que lo arrestasencuando, tras liberarlo, los machas regresaron a Potosy Charcas para denunciar su escandaloso comporta-miento. Los indios, por cierto, no apelaban a los tri-bunales coloniales por ingenuidad o debilidad, sinoporque expresaban sus concepciones de justicia. Sa-ban perfectamente a lo que se exponan.As pues, amediados de 1780, cuando Katari y un numerosogrupo de machas se dirigieron una vez ms a Chu-

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    quisaca, el cura de Macha les advirti sobre su segu-ro arresto apenas llegasen a la ciudad.Pese a haber aca-bado de pasar ocho meses en prisin en Potos, Ka-tari respondi que desde luego lo prendiesen, puesestando inocente quera se declarase su verdad y sujusticia,por lo cual no se mova de la puerta de la Au-diencia, asistiendo diariamente a ella, a vista y presen-cia de todos. En efecto, cuando el 10 de junio de1780 los oidores decidieron arrestarlo una vez ms,todo lo que tuvieron que hacer fue enviar un algua-cil a los portones de la audiencia para que lo condu-jese a la celda en el interior del tribunal.

    Significa ello que los indgenas renunciaran aluso de la fuerza? Todo lo contrario. Mientras Katariproclamaba su verdad y su justicia junto a decenasde machas que incesantemente se trasladaban de Cha-yanta a Chuquisaca para exigir su libertad, la provin-cia se torn ingobernable. Los machas persiguierona todos aquellos que haban sido cmplices en elarresto de su lder (fueran indgenas o no) y acosarona todas sus autoridades tnicas hasta forzarlas a rogaral corregidor que les aceptase la renuncia a sus car-gos.A Blas Bernal, el cacique principal del pueblo,le toc peor suerte: fue capturado y ajusticiado. Losindios entregaron los tributos a nuevos jefes tnicos,elegidos por ellos, los mismos que estaban encabe-zando la protesta. Se dijo que los indgenas requisa-ban la correspondencia y que custodiaban los cami-

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    nos de ingreso a la provincia: nadie poda pasar sininformar quin era, de dnde vena, qu papeles lle-vaba y qu negocios traa. Luego, le requisaban lasropas y el equipaje.El propio corregidor fue embos-cado y atacado varias veces durante junio y julio pormiles de indgenas mientras recorra la provinciapara intentar mantener el orden y recaudar tributosy repartos. En uno de estos ataques, se vio obligadoa prometer que Katari sera liberado para la reuninanual en Pocoata y que los repartos de mercancasseran reducidos. No hay dudas de que para estapoca el prestigio de Katari comenz a conocersemucho ms all de los lmites de su comunidad. Ha-ba estado con el virrey, el alter ego del rey, y con-seguido su apoyo. Si se le comenzaron a atribuir vir-tudes sobrenaturales, mesinicas, como algunoshistoriadores han sostenido, no lo sabemos con cer-teza. S sabemos que en menos de tres aos su con-ducta lo llev de ser un indio del comn, slo cono-cido por sus paisanos, a convertirse en un emblemade la lucha contra los poderes coloniales. As loprueban los miles de indgenas que en agosto de1780 se reunieron en el pueblo de San Juan de Po-coata para exigir que el corregidor cumpliera consus promesas.

    Creyendo que podra disuadir a los indios pormedio de la fuerza, Als organiz una numerosacompaa de milicias compuesta por vecinos mesti-

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    zos e hispnicos de los pueblos de la zona. Fue estacompaa la que result arrasada por indgenas detoda la provincia cuando el 26 de agosto, el corregi-dor incumpli su palabra de entregar a Katari.No envano le haban advertido en las semanas previas quesi no era liberado no cesaran de continuar los al-borotos que haban empezado, y les daba un bledomorir en la empresa. Como ya se ha dicho, Alsmismo fue capturado, tomado prisionero y condu-cido a un cerro en las afueras del pueblo de Macha.Como signo de humillacin pblica e inversin delas jerarquas sociales, fue obligado a caminar descal-zo y mascar coca en el trayecto.A ello qued redu-cido el orgulloso funcionario espaol que tres aosantes haba advertido al visitador general del Reino,a la audiencia y a quien quisiera escucharlo, que nopermitira que nada mancillara su mando sobre losindios. En cautiverio sera obligado a decretar la re-baja general de los repartimientos de mercancas.Slo lograra su libertad cuando la audiencia libera-ra a Katari y se les asegurase a los indios que Als noregresara nunca ms a Chayanta.

    Rituales de justicia, actos de subversin

    El ncleo ideolgico de la rebelin, el significa-do de la violencia colectiva, puede apreciarse en dos

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    incidentes que ocurrieron durante los das de la con-flagracin en Pocoata. El primero tuvo lugar duran-te el alistamiento del contingente de mitayos que eseao iran a Potos. El corregidor (y despus del via-je de Katari a Buenos Aires, tambin la audiencia) ha-ban venido insistiendo hasta entonces que el obje-tivo de los indios era liberarse del pago de lostributos, la mita y sus otras obligaciones a la Coro-na. El sbado 25 de agosto, anticipando la resistenciade las comunidades a cumplir con sus responsabili-dades, Als dispuso que doce hombres armados loacompaaran a las afueras del pueblo, donde comoera costumbre se pasaba lista a los mitayos de la pro-vincia. Unos dos mil indios los estaban aguardando.Pese a los pronsticos de los gobernantes, el alista-miento de los trabajadores mineros no motiv actode insubordinacin alguno. En el contexto de unchoque tan largamente esperado, el despacho pac-fico de la mita no pudo ser una conducta espont-nea sino una accin deliberada. Al diferir por unashoras el enfrentamiento, las comunidades aymarasparecieron estar probando que el cumplimiento delas cargas estatales no era lo que estaba en disputa. Elnico incidente que tuvo lugar durante esa ceremo-nia reforz este mensaje. Cuando por alguna raznAls intent arrestar a uno de los mitayos, los indiossalieron de inmediato en su defensa y lo rescataron.Entre expresiones de amenaza y de burla, le dijeron

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    al corregidor que l era cdula [mitayo] y que nopoda ser apresado. Es posible que los indios fueranconscientes de que los corregidores carecan de ju-risdiccin sobre los mitayos.Pero en el marco de estaextraordinaria confrontacin, el gesto portaba unmensaje ideolgico ms profundo: la mita, lejos deser el blanco de la violencia colectiva, representabauna institucin que al establecer un vnculo privile-giado entre las comunidades y el rey, facultaba a losprimeros a impugnar el poder de funcionarios abu-sivos. Dicho de otra forma, las comunidades dejaronde considerar al corregidor un mediador legtimocon la Corona. Lo que tornaba ilegtimo su poder (yel de otras autoridades locales) no era que encarna-ba el dominio colonial, como postulaban los discur-sos de contrainsurgencia, sino ms bien que habadejado de hacerlo.

    El segundo episodio ocurri el primero de sep-tiembre de 1780, cuando Katari arrib a Machacon su flamante designacin.Tan pronto la comi-tiva lleg al pueblo, Katari hizo leer en voz altaante la multitud de indios congregada en el pue-blo la providencia por la cual era designado caci-que principal y pidi obediencia a las decisiones dela audiencia. Luego se dirigi a la casa del cura,donde estaba alojado el corregidor Als, y segn elrelato de ste, acompaado de innumerables in-dios de todas las parcialidades y aun de algunas

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    otras provincias, hizo con los dems la ceremoniade pedirme perdn. No hay que engaarse por elsignificado literal de la palabra: para los indgenasperdn no conllevaba una admisin de culpa sinoun reconocimiento de la legitimidad de sus accio-nes.As pues, tras postrarse a sus pies con el rendi-miento ms profundo que debo tener a la Real Jus-ticia, el lder aymara exigi que tambin se leyeraal corregidor, ante la multitud de indios, la provi-dencia que lo obligaba a salir de Chayanta y com-parecer ante el tribunal de Charcas.Antes de regre-sar a Macha, el tribunal le haba asegurado que elcorregidor y su teniente no volveran ms a la pro-vincia y que se les pondra un justicia mayor [corre-gidor] que los mirase con amor y caridad.En el pa-sado Als haba desobedecido e incautado lasprovidencias de tribunales superiores. Ahora fueforzado a declarar a viva voz, en presencia de la mul-titud, su obediencia al decreto que lo remova de sucargo. Luego se lo devolvi a Katari, quien se que-d con ste para su resguardo.

    A diferencia de otros regmenes sociales como elesclavismo o la servidumbre en la Europa medieval,la dominacin espaola sobre los pueblos andinos seexpresaba en elaborados rituales pblicos por los cua-les los indgenas manifestaban su sumisin a la Coro-na. Era el caso de las ceremonias que acompaabanel pago de los tributos, el despacho de la mita, las fies-

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    tas religiosas o la administracin de la justicia del rey.Lo que el encuentro entre Als y Katari nos muestraes que la insurgencia en el norte de Potos se expre-s a travs de mmesis ms bien que del rechazo de ta-les rituales. La mmica de ceremonias europeas dejusticia no constituy la mscara de una solapadaconspiracin anticolonial ni, por el contrario, unamera expresin de aquiescencia al orden vigente. Lasecuencia de eventos que acabamos de evocar repre-sent un acto de administracin de justicia y un actode subversin poltica. Se trat, por un lado, de unaserie de procedimientos judiciales mediante los cua-les decretos oficiales autnticos fueron obedecidos yejecutados. No obstante, las extraordinarias circuns-tancias que precedieron y enmarcaron esta ceremo-nia judicial la despojaron por completo de su funcincomo un ritual de autoridad estatal y la tornaron enun acto mimtico, algo que es al mismo tiempo igualy diferente a la realidad que duplica.As pues, en elmarco del teatro poltico colonial las comunidadesandinas cumplieron con sus obligaciones hacia elmonarca y acataron la jurisdiccin de los tribunalesespaoles. El drama interpretado, empero, no repre-sent ya su sumisin a los gobernantes europeos sinoalgo diferente y opuesto a la misma esencia de la do-minacin colonial: la implementacin de las concep-ciones indgenas de legitimidad poltica y la suprema-ca del poder de coercin de los pueblos nativos.

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    Este proceso de radicalizacin poltica qued sin-tetizado en una carta que el corregidor Als fue obli-gado escribir a la audiencia de Charcas desde Machael 3 de septiembre, horas antes de ser liberado.All,por boca del corregidor, las comunidades reiteraronel compromiso de cumplir con sus obligaciones eco-nmicas hacia la Corona y reclamaron que los minis-tros del tribunal respondieran las representaciones deKatari porque ste era la voz que oyen estos natu-ralesy porque era digno de su amparo.Exigieron,adems, que se designara un corregidor imparcial yque se reconociera una reduccin de los repartos demercancas que Als, tambin bajo presin, habaacabado de promulgar. Mientras estas demandas noeran en s mismas novedosas, la posicin desde la cualfueron formuladas s lo era. El corregidor, en efecto,remarc en su carta

    que he procurado desimpresionarles del concepto

    que haban formado que era el que Vuestra Alteza

    quera enviar crecido nmero de soldados, y en cuyo

    caso protestan estos infelices que todo el Reino se con-

    mover siendo el nmero de ellos sobrepujante al de los es-

    paoles, todo lo que se remedia con que no se los in-

    quiete.

    En los meses por venir, en efecto, el reino se con-movera ms all de lo que los propios indgenas o

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    sus gobernantes espaoles hubieran podido por en-tonces imaginar.Pero esto debemos dejarlo para msadelante. Porque para cuando ello sucediera, las au-toridades coloniales en los Andes, Buenos Aires yLima tendran asuntos tanto o ms graves por los quepreocuparse. Otro foco de rebelin, independientedel de Charcas,ms organizado y ambicioso,muy di-ferente en composicin e ideologa, estara entoncesen plena ebullicin. Su centro estaba en el Cuzco, laantigua capital del Tawantinsuyu, la primera civiliza-cin que, poco antes del arribo de los espaoles alNuevo Mundo, haba logrado conquistar todo el te-rritorio andino. El lder de este movimiento,TpacAmaru, se proclamaba como un nuevo inca rey.

    La idea del inca

    El 4 de noviembre de 1780,poco ms de dos mesesdespus de la batalla de Pocoata, en un pueblo cercanoa Tinta,la capital de Canas y Canchis,una provincia lin-dante con el Cuzco, el corregidor Antonio de Arriagapresidi la celebracin de la fiesta de San Carlos,en ho-nor al monarca Carlos III.Entre los notables locales queasistieron a un almuerzo ofrecido en la casa del cura delpueblo se encontraba Jos Gabriel Condorcanqui, uncacique de los pueblos de Pampamarca, Surimana yTungasuca. Jos Gabriel perteneca a una de las varias

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    familias de la regin que descendan de los antiguos li-najes nobles incaicos.Se llamaba Tpac Amaru,as figu-ra en su partida de bautismo,por ser uno de los descen-dientes por va paterna de Tpac Amaru I, el ltimoinca derrotado por los espaoles en 1572.De joven ha-ba estudiado en el colegio jesuita de San Francisco, enla ciudad de Cuzco,una institucin creada para educara los hijos de la aristocracia incaica.Era por tanto bilin-ge, hablaba castellano y quechua, y posea una cultu-ra letrada, incluyendo conocimientos de latn.Ademsde su abolengo y su cargo, Jos Gabriel posea una mo-derada fortuna.Haba heredado de su padre una impor-tante recua de mulas,unos trescientos cincuenta anima-les,en la que transportaba azcar,azogue y otros bienespor las rutas del activo circuito mercantil que una alCuzco con Potos.Era adems hacendado y tena coca-les e intereses en la minera, dos de las actividades msredituables de la poca.Como cacique,administraba losrecursos econmicos de sus pueblos y tena un accesoprivilegiado a la mano de obra indgena.

    Por cierto, Jos Gabriel no era el nico que de-ca estar emparentado con el ltimo inca. La auten-ticidad de su ttulo fue arduamente disputada porDiego Felipe Betancour, un noble cuzqueo quetambin se consideraba directo descendiente de lafamilia real. De hecho, las familias aristocrticas delcercado del Cuzco y el valle sagrado consideraban aJos Gabriel como un cacique menor de provincias.

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    Durante los aos previos, Jos Gabriel haba pasadolargas temporadas en Lima tratando de probar suprosapia mediante la elaboracin de complejos rbo-les genealgicos. En 1776 y 1777, aprovechando suestada en la capital virreinal, tambin solicit for-malmente que las comunidades bajo su mando que-daran exceptuadas de la obligacin de servir en ladistante mita potosina. Esgrimi el elevado pesoeconmico de la migracin forzosa, as como las te-rribles condiciones de trabajo en las minas. No es desorprender que su peticin fuera apoyada por mu-chos otros caciques de Canas y Canchis. Mientras elreclamo contra la mita fue denegado, su juicio conla familia Betancour estaba todava ventilndose enlos tribunales coloniales cuando la fiesta de San Car-los de 1780 lo encontr compartiendo la mesa conel corregidor Antonio de Arriaga.

    Se dice que Jos Gabriel no se qued hasta el fi-nal del almuerzo.Aduciendo que tena que atenderunos negocios, se retir temprano. En realidad, fue areunirse con una decena de seguidores que lo estabanesperando a la salida del pueblo. Cuando al anoche-cer regresaba a su residencia en Tinta, Arriaga fueemboscado, tomado prisionero y llevado de inmedia-to al pueblo de Tungasuca. Fue alojado en una celdaubicada en la misma casa de Jos Gabriel (los caciquessolan construir prisiones en sus residencias para cas-tigar a indios desobedientes o morosos). El corregi-

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    dor fue entonces obligado a escribir varias cartas so-licitando, con un falso pretexto, el envo de armas,pertrechos y dinero.Tambin se convoc a los habi-tantes de la regin a congregarse en Tungasuca. Lacaptura haba sido tan sigilosa y sorpresiva que susmisivas no parecieron despertar sospechas. Durantelos siguientes das, miles de personas de origen ind-gena, hispnico y mestizos bajaron al pueblo. El 9 denoviembre, cinco das despus de la captura de Arria-ga, Tpac Amaru anunci pblicamente, en presen-cia de unos cuatro mil indios armados con hondas,que el corregidor sera ajusticiado por orden del rey.Tambin proclam que el monarca haba dispuestootras importantes medidas.En efecto, se ley un edic-to en quechua y espaol en el que se sostena quepor el Rey se mandaba que no hubiere alcabala,aduanas, ni mina de Potos, y que por daino se qui-tase la vida al corregidor Don Antonio Arriaga.

    La providencia real, de ms est decirlo, era falsa.Nadie haba ordenado semejante cosa. Cuntos cre-yeron en su autenticidad, no lo sabemos. Lo ciertoes que ese mismo da, en un patbulo erigido para laocasin, el corregidor fue ahorcado en presencia deuna multitud.No es difcil imaginar que a los ojos delos miles de indgenas que asistieron a la ceremoniadebi haberse comenzado a operar una transforma-cin: quien presida la ceremonia no era ya Jos Ga-briel Condorcanqui, uno de los tantos caciques

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    provinciales cuzqueos, sino Tpac Amaru II, undescendiente del ltimo emperador incaico, acaso unnuevo inca l mismo.

    Se habr notado que los eventos pblicos que pu-sieron en marcha las rebeliones en Charcas y el Cuz-co presentan ciertos paralelismos en sus formas. Al-gunos historiadores han subrayado el hecho de queToms Katari y Tpac Amaru siguieron un similar iti-nerario a la vez fsico e ideolgico. Por un lado, am-bos viajaron a las capitales virreinales, Buenos Aires yLima, para hacer sus reclamos ante los ms altos ma-gistrados en Amrica.Aunque sus denuncias contra lamita fueron denegadas, las acciones de Tpac Amaruante el virrey del Per debieron haber despertado unsentimiento de aprobacin, tal vez admiracin, simi-lar al que suscitaron las de Toms Katari ante el virreydel Ro de la Plata. Ambos lderes,por otro lado, ape-laron a rdenes superiores para destituir en un caso yajusticiar en el otro a sus respectivos corregidores,Joaqun Als y Antonio de Arriaga. La disminucino abolicin del reparto de mercancas, la principalfuente de ingresos de los gobernadores provinciales,fue explcitamente mencionada en ambos incidentes.Ambas rebeliones,por fin,no se hicieron contra el reysino ms bien en su nombre.

    Detrs de estos paralelismos, empero, se erigen di-ferencias de contenido no menos significativas.Comovimos, la rebelin de Chayanta fue parte de un pro-

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    ceso poltico en marcha. La batalla de Pocoata fue elcorolario esperable y esperado de este proceso.La ex-pulsin de Als fue al mismo tiempo un acto sedicio-so y una genuina ceremonia jurdica.Las providenciasque all se leyeron y acataron fueron autnticas, tan au-tnticas como las que el propio corregidor haba ex-plcitamente repudiado en los meses y aos previos.Laestrecha articulacin entre violencia y derecho estuvoen el corazn mismo del fenmeno insurreccional ylos indios se encargaron de hacerla visible a cada paso.Por el contrario, la rebelin en el Cuzco tres mesesms tarde, aunque no careci de antecedentes, comoveremos a continuacin, fue una conspiracin secre-ta, sorpresiva e independiente de cualquier disputaconcreta entre Arriaga y los pueblos bajo su mando.Sehizo en nombre del rey, pero un rey implausible quepoco tena que ver con la imagen real del monarca.Cuntos podan creer que Carlos III haba ordenadoa uno de los tantos caciques provinciales que ejecuta-ra a su corregidor y, de paso, eliminara de un pluma-zo algunas de las principales fuentes de ingresos de lareal hacienda? Si el encuentro final entre Katari y Alsconstituy la mmesis de un acto jurdico, la ejecucinde Arriaga represent la inversin del orden vigente:eran los descendientes de los antiguos dueos de latierra, encabezados por el descendiente del ltimo desus emperadores, quienes se arrogaban la facultad dedecidir quines y cmo deba gobernarse el reino. Es

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    posible que los indgenas creyesen, s, que al rey no ledisgustaran estas decisiones (en las sociedades de An-tiguo Rgimen los sectores populares tendan a pen-sar que los monarcas eran por principio sabios y jus-tos y que eran quienes gobernaban a su nombre losque echaban a perder el mundo a sus espaldas). Peropocas dudas debi haber respecto al verdadero origende las mismas. El movimiento campesino de Charcasplante el problema de las formas legtimas de gobier-no; el levantamiento liderado por Tpac Amaru II, elde la soberana.

    Cmo explicar estas diferencias? La respuestahay que buscarla en las peculiares realidades socialesdel sur peruano.En el rea del Cuzco, la relacin en-tre los sectores indgenas y la sociedad colonial envsperas de la revolucin tupamarista estuvo dictadapor dos rasgos fundamentales. El primero de ellos eslo que se ha definido como el renacimiento culturalincaico. Las investigaciones histricas han reveladoque durante el siglo XVIII las imgenes de los incasy los motivos culturales andinos adquirieron unacreciente visibilidad en el Per. Ello se manifest enexpresiones artsticas populares y de elite, tales comolienzos y pinturas murales, diseos textiles, la vesti-menta o los queros (vasos de madera o arcilla deco-rados). Tambin en la amplia circulacin de libroscomo los Comentarios Reales de los Incas, una obra pu-blicada en 1617 que exaltaba la civilizacin incaica,

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    escrita por el Inca Garcilaso de la Vega, el hijo de unconquistador y una sobrina de Huayna Cpac.TpacAmaru, como tantos otros nobles cuzqueos de lapoca, la haba ledo. No menos importante, la tra-dicin imperial andina era evocada en ceremoniaspblicas (danzas, representaciones dramticas, cele-braciones religiosas) en las cuales la mayora de losgrupos sociales cuzqueos (indgenas y no indge-nas) participaba como actores o espectadores. Porejemplo, durante este perodo comenz a estar enboga que los seores andinos se retrataran con lasvestimentas e insignias de poder provenientes de lapoca del Tawantinsuyu. Segn el relato del obispodel Cuzco, aun las deidades cristianas eran vestidascon atuendos incaicos durante el Corpus Christi y lafiesta del apstol Santiago. El estado colonial contri-buy de manera decisiva a mantener vigentes las me-morias del pasado prehispnico al continuar conce-diendo privilegios a la aristocracia nativa o alpermitir que la tradicin incaica fuera enseada enlos colegios de caciques como en el que estudiTpac Amaru, San Francisco de Borja del Cuzco,cuyos muros en el siglo XVIII estaban cubiertos conimgenes de los incas. Si bien conocemos poco acer-ca de cmo los indios del comn procesaron este fe-nmeno, s sabemos que eran activos partcipes en lascelebraciones pblicas junto con la nobleza indge-na y la elite blanca.Se ha sugerido, incluso,que en al-

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    gunos pueblos rurales el teatro sustituy al ritualcomo vehculo de identidad comunal.En suma, parala gente de la poca, la aparicin pblica de una fi-gura como Tpac Amaru II pudo ser repentina e im-prevista, pero era tambin perfectamente inteligible.

    El segundo rasgo caracterstico de la sociedad cuz-quea fue el elevado estatus social de la aristocraciaindgena tanto entre las comunidades campesinascomo entre la poblacin hispana. La celebracinconjunta de los legados precolombinos formaba enverdad parte de un patrn ms amplio de interaccincultural y econmica. Al igual que Jos Gabriel Con-dorcanqui, la mayora de los seores andinos era mes-tiza bilinge, saba leer y escribir y haba establecidoredes sociales y de parentesco con las elites criollas.Algunos caciques posean haciendas y minas y parti-cipaban como socios,ms bien que como agentes su-bordinados, en empresas comerciales con funciona-rios y empresarios hispanos.En la dcada de 1770, trasdcadas de reclamos, varias familias prestigiosas de lanobleza cuzquea,as como los grandes linajes cacica-les de la regin del Collao, lograron que algunos desus integrantes ingresaran al sacerdocio, uno de losms prominentes smbolos de asimilacin y xito eco-nmico.En la regin de Charcas,aun los caciques msprominentes eran vistos por los sectores hispnicoscomo personajes ms o menos rsticos; ricos y pode-rosos tal vez, pero carentes de educacin y abolengo

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    para ser tratados como iguales.Por el contrario,un es-tudio sobre las estrategias matrimoniales de las elitesnativas de los alrededores del Cuzco en el siglo XVIIIha concluido que los nobles indios eran conceptua-lizados como la cima de la sociedad indgena, pero labarrera legal que los separaba del Per criollo resultser ms porosa a nivel personal y familiar que la fron-tera social que la nobleza erigi entre ella y los indiosdel comn.Al mismo tiempo, la autoridad de estoscaciques tradicionales no pareci ser cuestionada porlos comuneros. A juzgar por la escasa frecuencia deprotestas colectivas en su contra durante el siglo XVIII,su legitimidad fue aqu mucho ms slida que al surdel Titicaca, en donde los jefes tnicos (fueran de san-gre o intrusos) estuvieron en el centro mismo de losconflictos polticos antes y durante la gran rebelin.En conjunto, la aristocracia indgena cuzquea disfru-t durante los aos previos al levantamiento de 1780de un prestigio social sin parangn en el resto de losAndes.

    Podra argumentarse que la sociedad cuzqueadurante los aos que precedieron a la rebelin de T-pac Amaru constituy el momento en la historia delPer de mayor equivalencia entre la nobleza andina yla elite criolla en trminos de estatus social,poder eco-nmico y prestigio cultural.El historiador peruano Al-berto Flores Galindo afirm que hacia el siglo XVIIIun noble cuzqueo era considerado tan importante

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    como un noble hispano. Aunque la afirmacin pue-da parecer algo hiperblica, nos llama la atencinrespecto de un momento nico en la evolucin delas relaciones interraciales en el mundo andino;un fe-nmeno que est en el origen del cataclismo polticode 1780 y que el mismo cataclismo termin convir-tiendo en restos arqueolgicos: la relativa equipara-cin entre las elites indgenas e hispnicas y la consi-guiente equiparacin de sus respectivas tradicionesculturales.Es cierto que el nacionalismo criollo del si-glo XVIII o los caudillos post-independentistas comoAgustn Gamarra o Andrs de Santa Cruz exaltaronlas antiguas civilizaciones precolombinas como mediode construir para s mismos nuevas formas de identi-dad colectiva. Pero hay una diferencia crucial: en elCuzco pre Tpac Amaru la celebracin del pasadoincaico no apareca como la imagen invertida delirredimible primitivismo cultural de los indgenascontemporneos. La sociedad colonial cuzquea re-conoca una continuidad tangible entre pasado y pre-sente, una continuidad que se expresaba tanto en elprestigio y visibilidad de las tradiciones andinas comoen la prominencia poltica de sus elites. Por lo dems,el renacimiento cultural incaico no fue un discursopaternalista promovido por sectores ajenos a la socie-dad nativa, como el indigenismo del siglo XX, sinoque estuvo encarnado por los indgenas mismos. Elpunto que merece subrayarse, entonces, es que fue un

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    arraigado sentido de orgullo cultural y prestigio so-cial, antes que un sentido de marginacin y debilidad,lo que fue fraguando la radicalizacin poltica de con-siderables sectores de la sociedad nativa. Ciertamen-te, un mayor o menor apego a los smbolos y la he-rencia poltica incaica no se tradujo en una mayor omenor adhesin a la insurreccin panandina: la mayo-ra de los caciques pertenecientes a los linajes incai-cos ms tradicionales y prestigiosos de las zonas delCuzco y el Collao permaneci leal a la Corona du-rante la rebelin. Con todo, conforme las tradicionesculturales andinas, fueron adquiriendo mayor promi-nencia, mayor poder simblico, dejaron de funcionarcomo marcas de subalternidad. Fue este paulatinocuestionamiento de las nociones de inferioridad raciallo que a la postre hizo posible la concepcin y difu-sin de aspiraciones neoincaicas.

    Estos procesos socioculturales se conjugaron confenmenos econmicos y polticos de no menor re-levancia. Como en el resto del rea andina, el incre-mento del repartimiento forzoso de mercancas, lacada de los precios de los bienes que los indgenasvendan en el mercado y la creciente presin demo-grfica golpearon con fuerza la economa comunal.As lo prueba la multiplicacin de conflictos por tie-rras entre comunidades y haciendas o las protestascontra los corregidores,muchas veces atizadas por loscuras parroquiales.Asimismo, la inclusin de las co-

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    munidades de la sierra sur peruana en la distante mitapotosina era un particular motivo de resentimiento(de all las infructuosas gestiones de Tpac Amarupara que se las eximiera).El descontento social,por lodems, de ninguna manera se limit a los sectores in-dgenas. El traspaso del Alto Per a la rbita de Bue-nos Aires, y la consiguiente articulacin de la mine-ra de plata con el Atlntico, caus una disrupcin delos tradicionales circuitos mercantiles que por sigloshaban unido a Lima, la sierra sur peruana y Potos.Todos los sectores sociales se vieron afectados. La ca-nalizacin del comercio de importacin-exportacinpor el puerto de Buenos Aires, hizo que las principa-les actividades productivas cuzqueas (el azcar, lacoca, los textiles) compitieran cada vez peor en el es-pacio econmico andino. Al mismo tiempo, desdemediados de siglo las elites criollas estaban siendocrecientemente marginalizadas de los altos cargos p-blicos debido a las nuevas polticas de la administra-cin borbnica, que favorecan la designacin de pe-ninsulares. El aumento de la alcabala y la instalacinde aduanas para garantizar su cobranza, as como elaumento del impuesto al aguardiente y el monopolioestatal sobre la venta de tabaco, no hizo sino agravarla situacin de productores, mercaderes y consumi-dores de toda adscripcin tnica.

    La acumulacin, y superposicin, de agravios porparte de mltiples grupos sociales provoc un gene-

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    ralizado clima de descontento con la administracinespaola y sus beneficiarios directos (los grandes co-merciantes, los funcionarios peninsulares, los corregi-dores) que se tradujo en importantes movimientos deprotesta.En 1777, se produjo un alzamiento de las co-munidades indgenas de la provincia de Urubamba, alnorte del Cuzco, contra los repartos del corregidor.Varios mestizos y criollos aparecieron tambin invo-lucrados. En enero de 1780, a raz de la instalacin dela aduana para recaudar la alcabala, estall un violen-to alzamiento de los sectores plebeyos y patricios de laciudad de Arequipa conocido como la rebelin delos pasquines. La ciudad qued por unos das bajocontrol de los amotinados.Por el mismo motivo, tam-bin en enero aparecieron numerosos pasquines en elCuzco y la ciudad se vio inundada de rumores de tu-multo.De hecho, en marzo de ese ao las autoridadescuzqueas descubrieron la llamada conspiracin delos plateros.Apelando al generalizado resentimientocontra las aduanas, las autoridades limeas y los espa-oles en general, artesanos, mercaderes y hacendadosde origen criollo y mestizo, as como los indios de laregin, intentaron organizar un alzamiento popular.La amenaza fue lo suficientemente grave como paraque, una vez descubiertos, los principales cabecillasfueran ahorcados en la ciudad de Cuzco.

    As pues, cuando la primera semana de noviembrede 1780 Tpac Amaru convoc a un alzamiento con-

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    tra los poderes constituidos apelando a smbolos po-lticos incaicos, la poblacin cuzquea tena motivosde vieja y corta data, econmicos y culturales, parasentirse interpelada. Ello explica la asombrosa pres-teza, considerando todo lo que estaba en juego, conque miles de personas respondieran a su llamado. Enel pueblo de Tungasuca, durante los das del procesoy ajusticiamiento de Arriaga, se reuni una multitudde gente dispuesta a sumarse al levantamiento. Qui-nes eran? La mayor parte de los seguidores eran co-munarios.El ncleo de la insurreccin estuvo en Ca-nas y Canchis y Quispicanchis, zonas de fuertepresencia de comunidades. Se calcula que de estas dosprovincias sali el 85% de las tropas indgenas.Aunquese incorporaron indios urbanos sin adscripcin tni-ca precisa,mestizos y otros, el corazn del movimien-to estuvo desde un comienzo constituido por miem-bros de pueblos aborgenes que residan en las tierrascomunales, pagaban tributos, estaban sometidos a lamita y al repartimiento de mercancas y reconocancomo autoridad a sus caciques. Fueron precisamenteestos jefes tnicos los que encabezaron el alzamiento.Como en todos los focos de rebelin, no se tratabaslo de hombres, sino tambin de sus mujeres e hijos.De modo que la estructura del ejrcito rebelde repro-duca en gran medida la estructura social andina.

    El 11 de noviembre, dos das despus del ajus-ticiamiento de Arriaga, las fuerzas rebeldes se pusie-

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    ron en marcha. De Tinta se dirigieron a Quiquijana,la capital de la vecina provincia de Quispicanchis, enel valle del ro Vilcamayo.Anoticiado de la suerte desu colega de Canas y Canchis, el corregidor logrhuir. En el camino de regreso a Tungasuca, TpacAmaru orden el asalto y destruccin de dos obra-jes. Los obrajes eran talleres textiles, usualmenteanexos a una hacienda,que empleaban mano de obrasemiservil: mitayos enviados por las comunidades yreos condenados a trabajos forzados. Eran al mismotiempo centros productivos y prisiones. Podan lle-gar a emplear a centenas de trabajadores.Los obrajes,por otro lado, competan con los chorillos, los pe-queos talleres anexos a las tierras de las comunida-des controlados por los indgenas mismos.Ambos sedisputaban el abastecimiento a las ciudades surandi-nas de paos de baja calidad o ropa de la tierra,como se los llamaba entonces. Canas y Canchis yQuispicanchis hospedaban la mayor cantidad deobrajes y chorrillos en el Per.Todo esto explica quedurante la destruccin de uno de los obrajes,TpacAmaru hubiera proclamado en presencia de los va-rios caciques de los pueblos vecinos que por su or-den haban concurrido que su comisin se en-tenda no solo a ahorcar cinco corregidores sinotambin a arrasar los obrajes. Luego de liberar a lospresos e incendiar las instalaciones, se reparti la ropaentre los presentes.

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    Las noticias del ajusticiamiento de Arriaga y lapuesta en marcha de las huestes tupamaristas sembra-ron el pnico entre la poblacin hispnica. El 12 denoviembre se reuni el cabildo de la ciudad de Cuz-co para discutir el horrible exceso de Tungasuca.Resolvieron pedir de inmediato el envo de desta-camentos del ejrcito regular de Lima y organizaronuna compaa compuesta por la milicia local, volun-tarios y unos ochocientos indios y mestizos movili-zados por caciques leales al rey. Una parte de estafuerza fue despachada al sur con el fin de arrestar aTpac Amaru. El 17 de noviembre llegaron a San-garar,un pequeo pueblo al norte de Tinta.Para pa-sar la noche, decidieron acampar en las afueras de laiglesia del pueblo. No imaginaron que al amanecerse despertaran rodeados por el ejrcito de TpacAmaru, entre 6.000 y 20.000 indios segn diversos

    OcanoPacfico

    Paucar-tambo

    Cuzco

    Carabaya

    Lampa

    Puno

    Provincias de la regin de Cuzco y el Collao (siglo XVIII)

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    clculos. Lo nico que atinaron a hacer fue lo quetodos hacan en circunstancias semejantes: refugiar-se dentro la iglesia. En Amrica, como en la Europade la poca, los templos eran considerados lugaresinviolables de santuario.Tpac Amaru exigi la in-mediata capitulacin de sus enemigos y reclam quetodos abandonaran la iglesia y salieran a la plaza. Lanegativa de las fuerzas cuzqueas a aceptar el ultim-tum desat una furiosa batalla en el curso de la cualla iglesia se prendi fuego. Segn algunas estimacio-nes,ms de quinientos soldados murieron, incluyen-do unos veinte europeos. Muchos perecieron al des-plomarse el techo y los muros del templo; otrosfueron masacrados a pedradas y lanzazos cuando in-tentaron huir.

    La batalla de Sangarar, por su inusitada violen-cia y por haber ocurrido apenas una semana des-pus del ajusticiamiento del corregidor Arriaga, setransform de inmediato en una batalla por lossmbolos.Tpac Amaru hizo grandes esfuerzos pordemostrar que el incendio haba sido accidental,que haba ofrecido una rendicin pacfica y que sehaban otorgado salvoconductos a las mujeres y ni-os. Pudo esgrimir a su favor que muchos de losprisioneros fueron curados y liberados a los pocosdas de la conflagracin.Para sus enemigos, en cam-bio, Sangarar se torn en el emblema de lo que es-taba en juego: indios contra blancos, apstatas con-

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    tra cristianos. Segn el testimonio de un testigopresencial, aquellos que escapaban de las voracesllamas que consuman la iglesia caan en las ma-nos no menos voraces de los rebeldes. La matanzauniversal, el lastimoso quejido de los moribundos,la sanguinolencia de los contrarios, los fragmentosde las llamas; por hablar en breve, todo cuanto sepresentaba en aquel infeliz da, conspiraba al horrory a la conmiseracin, mas ste jams haba sido co-nocido por los rebeldes, ciegos de furor y sedientosde sangre, no pensaban sino en pasar a cuchillo a to-dos los blancos. El mismo 17 de noviembre, elobispo del Cuzco, Juan Manuel Moscoso excomul-g a Tpac Amaru. Lo declar incendiario de lascapillas pblicas y de la iglesia de Sangarar,trai-dor al Rey y usurpador de los Reales Derechos.Quienes le dieran auxilio y fomento seran tambinexcomulgados. El bando fue expuesto en los porto-nes de todas las iglesias de la regin. La actitud delobispo es particularmente significativa porque du-rante los meses previos a la rebelin haba protago-nizado violentos enfrentamientos con el corregidorArriaga por cuestiones econmicas y de poder unejemplo tpico de las luchas por los recursos cam-pesinos desatadas por la expansin del reparto demercancas y el creciente control de la Corona so-bre los ingresos eclesisticos. En los das inicialesdel alzamiento,Tpac Amaru intent capitalizar a

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    su favor estas divisiones en el seno de las elites co-loniales mediante el envo de numerosas cartas alclero y la divulgacin de bandos que sostenan quese opona a los corregidores, a los repartimientos ya otras exacciones, pero no a la Iglesia o las costum-bres cristianas, a que estamos obligados todos.Bast una semana, sin embargo, para que la magni-tud del movimiento indgena hiciese que las desa-venencias entre las autoridades seculares y eclesis-ticas fueran dejadas de lado.

    Tras Sangarar la rebelin se expandi hacia elsur. Contra la opinin de su esposa, Micaela Basti-das, acaso su principal lugarteniente, que lo exhor-t a atacar el Cuzco antes que la ciudad terminarade organizar sus defensas y arribaran las tropas deLima,Tpac Amaru decidi marchar hacia el Co-llao, la regin aledaa al lago Titicaca. Las tropas tu-pamaristas avanzaron a las provincias de Lampa,Ca-rabaya y Azngaro. En el camino tomaron posesinde varios pueblos y entablaron contacto directo conlas comunidades del lugar. La estructura social delCollao se asemejaba ms a la del Alto Per que a ladel Cuzco, de modo que los indios no dudaron enabrir el camino al ingreso de los insurgentes enabierta oposicin a muchos de sus caciques. Uncaso emblemtico fue el del pueblo de Azngaro,donde Tpac Amaru hizo su entrada triunfal el 13de diciembre. El lder cuzqueo puso particular

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    empeo en destruir las propiedades de Diego Cho-queguanca, un poderoso cacique perteneciente auna familia que inclua hacendados, comerciantes eincluso miembros del clero. Choqueguanca fuedesde el principio un firme opositor a la rebelin.Apoyado por las comunidades locales, confrontan-do una frgil resistencia de los corregidores provin-ciales, las fuerzas tupamaristas quedaron rpida-mente en control de casi todo el altiplano peruano.No se trat por cierto de una campaa militar con-vencional. El mecanismo habitual era que se envia-ran emisarios y proclamas a los pueblos llamndo-los a rebelarse. Slo una vez que ello suceda,TpacAmaru haca su triunfal entrada. La batalla de San-garar el choque frontal entre las fuerzas realistasy tupamaristas fue en este sentido la excepcinms que la regla. Se ha sealado, con razn, que noexista demarcacin precisa entre el alzamiento es-pontneo de los pueblos y las marchas militares deTpac Amaru. Los enfrentamientos blicos eranen gran medida indistinguibles de la revuelta social.

    Las proclamas y bandos con que los tupamaris-tas buscaban ganarse la voluntad de los habitantesdel Per tendan a enfatizar ciertos temas bsicos: setrataba de un alzamiento contra los europeos, con-tra los corregidores, co